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— 117 — CONCEPCIÓN Y EXPERIENCIA DE AUCTORITAS EN LA CONVERSIÓN, EN LA FILOSOFÍA Y EN EL DE ANIMAE QUANTITATE DE SAN AGUSTÍN Hacia las fuentes de la pedagogía agustina Giancarlo Bellina Shols * ISET Juan XXIII «Sapere aude» —Ten el coraje de ser inteligente— (Horacio, Epistola I, 2, 40) Resumen: San Agustín de Hipona, en el método y contenido filosófico de su producción literaria temprana, frutos ante todo de su conversión cristiana, otorga a la divina auctoritas Christi un rol preeminente e insustituible de guía para la razón humana que busca la verdad. Particularmente en el De animae quantitate se demuestra que, en el proceso de indagación filosófica, toda auctoritas humana debe ceder ante la razón que indaga, la cual cumple con verificar siempre la validez de sus contenidos. Estas premisas configuran la relación maestro-discípulo en el pensamiento pedagógico agustino. Revista STUDIUM VERITATIS, AÑO 9, N. 15, 2011 (pp. 117-165) Giancarlo Bellina Shols es Magíster en Teología y Ciencias Patrísticas por el Instititutum Patristicum Augustinianum (Pontificia Universidad Lateranense) de Roma y estudiante en la Maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Actualmente prepara, para el Fondo Editorial UCSS, la traducción anotada de las cartas de san Gregorio Magno referentes a la misión a la Anglos y una selección de textos patrísticos acerca del rol del maestro humano en la educación del hijo/alumno/monje/pueblo cristiano.

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CONCEPCIÓN Y EXPERIENCIA DE AUCTORITAS EN LA CONVERSIÓN, EN LA FILOSOFÍA Y EN EL DE ANIMAE

QUANTITATE DE SAN AGUSTÍNHacia las fuentes de la pedagogía agustina

Giancarlo Bellina Shols*

ISET Juan XXIII

«Sapere aude»—Ten el coraje de ser inteligente—

(Horacio, Epistola I, 2, 40)

Resumen: San Agustín de Hipona, en el método y contenido filosófico de

su producción literaria temprana, frutos ante todo de su conversión cristiana,

otorga a la divina auctoritas Christi un rol preeminente e insustituible de guía

para la razón humana que busca la verdad. Particularmente en el De animae

quantitate se demuestra que, en el proceso de indagación filosófica, toda

auctoritas humana debe ceder ante la razón que indaga, la cual cumple con

verificar siempre la validez de sus contenidos. Estas premisas configuran la

relación maestro-discípulo en el pensamiento pedagógico agustino.

Revista STUDIUM VERITATIS, AÑO 9, N. 15, 2011 (pp. 117-165)

�� Giancarlo Bellina Shols es Magíster en Teología y Ciencias Patrísticas por el Instititutum Patristicum Augustinianum (Pontificia Universidad Lateranense) de Roma y estudiante en la Maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Actualmente prepara, para el Fondo Editorial UCSS, la traducción anotada de las cartas de san Gregorio Magno referentes a la misión a la Anglos y una selección de textos patrísticos acerca del rol del maestro humano en la educación del hijo/alumno/monje/pueblo cristiano.

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GIANCARLO BELLINA SHOLS

Palabras claves: San Agustín de Hipona, De animae quantitate, Autoridad,

Razón, Filosofía, Verdad, Conocimiento, Aprendizaje, Dios, Alma Humana

Abstract: St. Augustine of Hippo, in the method and philosophical

content of his early literary production, primarily fruits of his Christian

conversion, gives to the divina auctoritas Christi the preeminent role and

indispensable guide for the human reason seeking the truth. Particularly

in the De animae quantitate is shown that, in the process of philosophical

inquiry, all auctoritas humana must yield to the reason that investigates,

which meets always check the validity of its contents. These premises form

the teacher-disciple relationship in the Augustinian pedagogical thought.

Key Words: St. Augustine of Hippo, De animae quantitate, Authority,

Reason, Philosophy, Truth, Knowledge, Learning, God, Human Soul

INTRODUCCIÓN

¿En qué consiste, qué función cumple y qué tan decisiva es la

experiencia de autoridad al interior del proceso formativo-

educativo? ¿Cómo entender el rol del maestro en vista de lograr

el aprendizaje en sus discípulos? La historia de la educación y de la pedagogía

nos puede otorgar muchas respuestas a cuestiones tan fundamentales para

la teoría, la acción y el éxito de la empresa educadora como estas. A fin

de responder a ellas, en esta oportunidad quisiera dirigir la atención hacia

uno de los más grandes pensadores cristianos de la antigüedad tardía, San

Agustín de Hipona —354-430—. A partir de una interpretación atenta de

su proceso de conversión, de su método de investigación filosófica (parte 1)

y del contenido y forma de una obra temprana suya, el De animae quantitate

—año 387— (parte 2), siempre en relación con otras obras de su primera

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producción, se podrá entender el rol decisivo jugado por la concepción y la

experiencia de auctoritas1 en su formación y en su filosofía. Particularmente,

se tratará el pensamiento agustino temprano acerca de la función del maestro

humano al interior del proceso de aprendizaje filosófico del discípulo (parte

3). De esta manera, dejándose guiar por los textos agustinos, podremos

descubrir temas filosóficos y pedagógicos entrelazados que demuestran,

ante todo, un pensamiento bien organizado, coherente y fuertemente

especulativo y crítico. Por otra parte, intento demostrar que este Padre

de la Iglesia es un buen interlocutor de la actual y creciente sensibilidad

con relación a la necesidad de una educación humanista, es decir, de una

formación del interior del hombre que alcance capacidades —pensamiento

crítico, vida virtuosa, buen obrar consigo mismo y con los demás— que

guíen la práctica en sociedad de sus competencias técnicas (Cf. Nussbaum

2010a: 167-170; Nussbaum 2010b: 6-69 y 82-88).

1 Auctoritas es un término ligado a los conceptos de crecimiento, protección, guía, responsabilidad, valía, influencia, prestigio. Proviene del sustantivo auctor (el que hace crecer o surgir, tutor, garante, fiador), de la familia del verbo augere (dar auge, hacer crecer, engrandecer, fecundar, enriquecer), el cual tiene su origen en el mundo religioso mágico-naturalista (aug_ designa el crecimiento vegetal en una naturaleza divinizada, auctor era quien poseía la fuerza para lograr este crecimiento). Al interior del mundo jurídico propio del ámbito cultural romano, auctor y auctoritas fueron aplicados a quienes garantizaban un negocio o una decisión (p. ej. un patronus o un advocatus), o a los que eran responsables de un pupilo (p. ej. un paterfamilias); más adelante, en época republicana, pasó a significar el prestigio, la dignidad o la importancia de quien decide (que era el rol del senatus), distinto de la potestas propia de quien es capaz de comandar directamente y legítimamente la ejecución de lo decidido (potestas significa fuerza, eficacia; proveniente del verbo posse —tener la facultad—); ya en época imperial, auctoritas y potestas terminaron por fusionar sus significados. Particularmente en el plano intelectual, auctoritas señala una superioridad que depende de méritos propios y de un libre reconocimiento social, y que no es fin en sí mismo, sino que sirve al perfeccionamiento humano del otro, del discípulo (Cf. Varenne 1964: 101-104; Molinski 1982: 469-483).

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1. CONVERSIÓN CRISTIANA Y FILOSOFÍA DEL PRIMER

AGUSTÍN

Giovanni Catapano, en la Introducción a su traducción del Contra

Academicos, nos ofrece una interesante y sucinta presentación de los

elementos de la conversión cristiana de Agustín:

Su «conversión» [la de Agustín], en efecto, hace poco había

llegado a su fin: no solo [se trató] de un regreso a la fe católica

en la cual había sido criado por la madre (Cf. San Agustín,

Confessiones I,11,17; VI,5,7-8); no solo liberación del dualismo

y del materialismo maniqueos gracias al descubrimiento

(ayudado por los libri platonicorum) de la espiritualidad de Dios

y de la no-substancialidad del mal (Cf. Ibid. VII,10,16-17-23);

no solo aceptación de la mediación salvífica de Cristo a través

de los sacramentos y la comunión eclesial (Cf. Ibid. VII,21,27-

VIII,5,10); sino también, más allá de todo esto, renuncia a los

proyectos de matrimonio y de carrera para dedicarse enteramente

a la búsqueda de la sabiduría. Este fue el resultado de la dramática

lucha interior que tuvo lugar a comienzos de agosto del 386

en el «pequeño jardín» de la casa de Milán en la cual Agustín

estaba alojado, y que el libro VIII de las Confesiones re-evoca

con páginas de extraordinaria intensidad (Cf. Ibid. VIII,8,19-

12,30). Agustín rompió las últimas anclas que no lo dejaban

moverse y así logró ingresar en el puerto de la vida filosófica (Cf.

San Agustín, De beata vita 5, 1,4). En la calma de Cassiciacum

comenzó finalmente a gozar de la tranquilidad deseada y a

disponer del tiempo libre necesario para perseguir con el máximo

empeño el objetivo de comprender la verdad. (Catapano 2005a:

7-8)

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Así fue como Agustín se re-encontró con el cristianismo hasta

sumergirse en él y dentro de él adoptar un modo de vida concreto: la vida

monástica. En efecto, la superación de los «obstáculos» de una desordenada

atracción sexual y de la vanidad de la carrera retórica llevó a nuestro autor a

entregarse a ella; una lectura atenta de las Confessiones de Agustín revela la

dimensión intensamente ascética que está detrás de la conversión agustina,

preparada por la lectura de los libri platonicorum y la predicación de san

Ambrosio; y esta renuncia ascética del Primer Agustín no fue para nada

condicionada por un dualismo maniqueo (Cf. San Agustín, Confesiones

VIII,6,13-12,30; Markus 1996: 66-69). Además, la idea de ser un servus Dei

(expresión que en latín cristiano hace referencia al monje) recorre todo el libro

IX de las Confessiones y señala la opción tomada en Milán de seguir el estilo

de vida monástica (Cf. San Agustín, Confessiones IX,1,1; 2,3 y 5,13), lo que

fue alimentado en aquella época con la visita que hizo a algunos monasterios

y comunidades ascéticas de fuerte acento paulino tanto en Milán y como

en Roma (Cf. San Agustín, De moribus I,33,70). La experiencia comunitaria

del otium christianae vitae y de estudio en Cassiciacum (Cf. San Agustín,

Retractationes I,1,1), junto con amigos y familiares, fue el ambiente en el cual

nació una actividad literaria total y conscientemente puesta al servicio de Dios

(Cf. San Agustín, Confessiones IX,4,7), en un clima de oración en el que se

rezaban los Salmos (Cf. San Agustín, Confessiones IX,4,9-11). San Agustín, ya

bautizado, vuelve a África junto con sus compañeros con la finalidad de poner

en práctica el ideal de vida monástica: «Estabamos siempre juntos (simul),

habiendo tomado el santo propósito de habitar juntos también en adelante

(simul habitaturi). Buscábamos un lugar en el cual servirTe (servientes tibi) con

más utilidad: regresábamos juntos (pariter) a África» (San Agustín, Confessiones

IX, 8,17). Es necesario tomar en cuenta este horizonte de vida, este proyecto

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monástico en comunidad de nuestro autor, con el fin de situar el contenido

filosófico y la búsqueda de la sabiduría que testimonia su primera producción

literaria en su verdadero contexto, y así acercarnos más a su intención, a su

voluntas.

Habiendo aclarado este importante aspecto general, volvamos

a tomar en cuenta ciertos aspectos particulares que nos permitan captar el

proceso de acercamiento y conversión de Agustín a la fides católica, proceso

que poco a poco cambió su forma mentis y produjo un nuevo modo de

entender la investigación, la ciencia y el rol de la autoridad en el proceso de

aprendizaje hacia la verdad. Si hacia los 19 años la lectura del Hortesius de

Cicerón le había incentivado a filosofar, a amar y buscar la sapientia (Cf. San

Agustín, Confessiones III,4,7), los maniqueos lograron cautivarlo durante los

nueve años siguientes —374-383— con las falsas promesas de liberarle de

todo error y conducirle hacia Dios con la pura y simple razón, dejando a un

lado la mediación de la fe entendida como una autoridad del temor y como

presupuesto de la razón; de esta manera, Agustín pensaba superar, con los

maniqueos, una religiosidad contraria a la búsqueda racional, una superstitio

puerilis. De esta manera expone aquel momento de su vida:

A partir de los diecinueve años de edad, después de haber conocido,

al interior de la escuela del rétor, aquel libro de Cicerón cuyo título

es Hortensio, fui encendido por tan gran amor a la filosofía (tanto

amore philosophiae succensus sum) que tomé al instante la decisión de

ocuparme de ella. Pero no me faltaron las nieblas que confundieron

mi curso, y por largo tiempo, lo confieso, fijé la mirada en astros

que se sumergían en el océano, los cuales me condujeron hacia el

error (in errore). En efecto, cierta pueril superstición me disuadía

de esta misma investigación; y cuando, habiéndome hecho más

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seguro, eliminé aquella oscuridad y me persuadí a deber creer más

a quienes enseñan que a quienes ordenan (docentibus potius quam

iubentibus esse cedendum), tropecé con hombres que pensaban

que la luz que se ve con los ojos debía ser honrada como una de

las cosas más divinas [los maniqueos]. Estaba en desacuerdo con

esto, mas pensaba que ellos escondían en aquellas envolturas algo

grande, que en seguida me habrían debido desvelar. (San Agustín,

De beata vita 1,4. Cf. Doignon 1995: 324-328)

Por tanto, mi intención es demostrarte, si soy capaz, por qué los

Maniqueos insultan impía y desconsideradamente a quienes,

siguiendo la autoridad de la fe católica (catholicae fidei auctoritatem

sequentes), se fortalecen creyendo y se preparan para la futura

iluminación de Dios antes de poder contemplar aquella verdad

que se asga solo con la mente pura. En efecto, tú sabes, Honorato,

que llegamos a estar en medio de tales hombres únicamente

porque prometían, a quienes quisieran escucharlos, que, dejada

a un lado la autoridad que infunde temor (terribili auctoritate

separata), les habrían conducido hasta Dios con la pura y simple

razón (mera et simplici ratione), librándolos de todo error (et

errore omni liberaturos). En efecto, una vez rechazada la religión

que me había sido infundida por mis padres desde la infancia,

¿acaso habría podido otra cosa empujarme a seguir y escuchar

diligentemente a aquellos hombres por casi nueve años, fuera del

hecho de que decían que estamos dominados por el miedo de la

superstición (superstitione terreri) y que la fe nos era impuesta antes

que la razón (fidem nobis ante rationem imperari), mientras ellos a

ninguno empujaban para que creyera (nullum premere ad fidem) si

antes la verdad no había sido discutida y aclarada (nisi prius discussa

et enodata veritate)? ¿Acaso habrá persona que no sería seducida

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por estas promesas, sobre todo siendo un adolescente con ánimo

deseoso de la verdad (adolescentis animus cupidus veri) y soberbio

y locuaz (superbus et garrulus) gracias a las discusiones sostenidas

en la escuela con algunos hombres doctos? En aquel momento,

ellos me encontraron en esa situación. (San Agustín, De utilitate

credendi 1,2)

En sus Confessiones nos informa que más adelante, para el momento

de su primera estadía romana —año 383—, la forma mentis maniquea aun

pesaba sobre él y no le dejaba «levantarse» (Cf. San Agustín, Confessiones

V,10,18-11,21 y VII,1,1-7,11). Agustín, ya desde Cartago, cargaba en su

mente con grandes dudas de orden científico y filosófico acerca del contenido

de las enseñanzas recibidas al interior del Maniqueísmo (Cf. San Agustín,

Confessiones V, 3,3; V,7,12), y estas lo inducían a pensar en la inconsistencia

de sus mitos, cosa que el decepcionante encuentro con el obispo maniqueo

Fausto no resolvió (Cf. Ibid. V,6,10-11). En efecto, desvanecido en él todo

interés por las doctrinas maniqueas (Cf. Ibid. V, 7,13), había decidido

dejar Cartago, donde enseñó retórica desde el año 375; y pensó en ir a

Roma, dado que había escuchado que allí los alumnos eran más tranquilos

y disciplinados que los de Cartago; con todo, él mismo confiesa que el

deseo de ganar más dinero y más prestigio aún no habían desaparecido

en él (Cf. Ibid. V, 8,14). El trasladarse a Roma, entonces, era considerado

beneficioso para un mejor trabajo escolástico («ut docerem Romae artem

rhetoricam» (Ibid. V, 12,22)) y no como una solución a su crisis. Así pues,

lo acompañaron a Roma el sentimiento de desilusión por el tiempo perdido

en las falsas promesas maniqueas, junto a lo difícil que le era separarse de

sus doctrinas. Todo ello, lo condujo a simpatizar con el escepticismo de

la filosofía académica que, a decir de Agustín, comandaba dudar de todo

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y afirmaba la imposibilidad por parte del hombre de comprender alguna

verdad (Cf. San Agustín, Confessiones V, 10,19).Los académicos sostuvieron que el hombre no puede alcanzar

la ciencia (scientiam) de las cosas que interesan a la filosofía —

en efecto, Carnéades decía que no se ocupaba de las otras—, y

que, a pesar de ello, el hombre puede ser sabio (sapientem), y que

la función del sabio consiste solo en la búsqueda de la verdad

(conquisitione veri) […]; por tanto, sostuvieron que de ello se

deduce que el sabio tampoco admite (adsentiatur) nada por

cierto. (San Agustín, Contra Academicos II, 5,11. Cf. Catapano

2006b)

Con todo, el siguiente texto demuestra que, en medio de este

«tempus dubitationis (tiempo de la duda)» (San Agustín, Confessiones

V,14,25) contrario y oscilante (Cf. San Agustín, De beata vita 1,4), nuestro

autor jamás dejó de valorar la capacidad de la mente humana, lo que nos

lleva a entender que estas tesis escépticas nunca llegaron a disminuir su

deseo por llegar a la verdad:

Por momentos me parecía imposible encontrarla [la verdad

(verum)] y las grandes ondas de mis pensamientos me inducían a

favorecer a los Académicos. Y en cambio otras veces, considerando,

según mi posibilidad, la mente humana (mentem humanam), su

gran vivacidad, su gran sagacidad, su gran perspicacia, pensaba

que la verdad (veritatem) se le escondía solamente a causa del

desconocimiento del modo (modus) a seguir para buscarla y que

este mismo modo debía recibirlo de alguna autoridad divina

(ab aliqua divina auctoritate). Quedaba, pues, buscar cuál era

esa autoridad, en medio de tantos desacuerdos, puesto que

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cada uno prometía ofrecerla. Así pues, ante mí se abría una selva

inextricable, en la que precisamente me disgustaba mucho estar

dentro; y mi ánimo (animus) se agitaba sin algún descanso en

medio de estas cosas, empujada por el deseo de encontrar la verdad

(cupiditate reperiendi veri). (San Agustín, De utilitate credendi 8,20.

Cf. Catapano 2006a: xxiv)

La primera estadía romana se mostró muy desafortunada desde

punto de vista académico: Agustín fue presa del complot que armaban los

estudiantes con el fin de no pagar (Cf. San Agustín, Confessiones V, 12,22).

Decidió cambiar de lugar e ir a Milán, aprovechando el puesto de profesor de

retórica vacante en esa ciudad (Cf. Ibid. V, 13,23). Nuestro autor, siendo ya un

intelectual, progresaba en el aspecto secular, pero este progreso no podía hacer

sombra a sus preocupaciones más profundas de intelectual dentro de la época

imperial tardía: le impacientaba el tema de la salvación, y al no encontrar

respuestas, caía en momentos de confusión y tristeza. En particular, la sección

de Confessiones VII,1,1-7,11 es importante en cuanto nos muestra en qué

situación se encontraba Agustín en ese entonces, poco antes de descubrir

el neoplatonismo: por un lado había superado el dualismo maniqueo y la

curiosidad astrológica; por otro lado se reforzaba en él la fe en Dios, en Cristo,

en las Escrituras y en la Iglesia; pero quedaban aún por resolver tres cuestiones:

la dificultad de concebir una realidad inmaterial, el problema del origen del

mal y el entendimiento del libre albedrío (Cf. Madec 1994: 166-169).

En Milán —años 384-386—, la lectura providencial de «algunos libros

de los platónicos traducidos del griego al latín» (San Agustín, Confessiones

VII,9,13) supuso un claro primer momento del cambio sustancial de su modo

de pensar. Agustín mismo nos informa que fue inflamado por la lectura de

«muy pocos libros de Plotino» (San Agustín, De beata vita 1,4); la crítica

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actual suma a ellos algunos escritos de Porfirio. En estas obras descubrió un

método para el conocimiento de sí mismo, a saber, el camino de la interioridad;

además, alcanzó una nueva manera de reflexionar acerca de Dios y del alma

gracias al descubrimiento del mundo inmaterial y espiritual (Cf. San Agustín,

Confessiones VII,10,16). Con todo, estas mismas obras platónicas fueron

releídas y confrontadas con la autoridad de los libros sagrados; Agustín afirma

haber leído en ese entonces todas las cartas de san Pablo «con gran atención

e interés» (San Agustín, Contra Academicos II,2,5). No podemos dejar de

mencionar aquí la ayuda que nuestro autor recibió del presbítero Simpliciano:

gracias a él no solo conoció el relato de la conversión de Mario Victorino

y recibió ánimos para seguir estudiando y bebiendo de la originalidad del

platonismo (Cf. San Agustín, Confessiones VIII,2,3-5,12), sino que también

de él escuchó ciertas explicaciones sobre el prólogo del evangelio de San Juan

(Cf. San Agustín, De civitate Dei X,29,2), en las que le habría mostrado las

diferencias entre cristianismo y platonismo. Además, es conocido por todos

que San Ambrosio y su predicación contribuyeron también para que Agustín

superase la aversión de los maniqueos al Antiguo Testamento y la presunta

falsificación judaizante del Nuevo Testamento que estos sostenían; los

sermones del obispo de Milán fueron aclimatándolo hacia una interpretación

alegórica y espiritual de las Escrituras. Tampoco podemos negar, por lo demás,

que Agustín en Milán leyó literatura cristiana: la investigación científica acerca

de la influencia de escritores cristianos en el Primer Agustín ha alcanzado

puntos firmes en los últimos años (Cf. Dulaey 2002: 267-268; Cipriani 1994:

308-312), llegando a clarificar, por ejemplo, que parte del conocimiento de la

filosofía neoplatónica llegó a nuestro autor a través de autores cristianos como

San Ambrosio y Mario Victorino, lo cual atenuó este influjo y favoreció la

no-identificación de esta filosofía con el cristianismo (Cf. Cipriani 1997b:

768-769).

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Pues bien, todos estos recursos sirvieron para que Agustín llegara

a descubrir que la Iglesia no negaba la comprensión de lo que se cree y

la misma racionalidad del acto de fe, es decir del hecho de creer a una

autoridad. Además, tuvo a su disposición suficiente material para confrontar

la tradición platónica con la cristiana; el resultado personal que sacó nos lo

presenta retrospectivamente en las Confessiones: los platónicos se mostraban

dignos de aceptación en cuanto señalaban la patria a la cual dirigirse, pero

insuficientes pues no llegaban a la confessio que señala la via que conduce a

ella, que es Cristo Encarnado, sino solo a la praesumptio de un conocimiento

muy elevado y preferible a otros, pero imperfecto (Cf. San Agustín,

Confessiones VII,20,26-21,27; San Agustín, De beata vita 1,4; Cf. Madec

1994: 169-171). Todo ello supuso, además de una primera diferenciación

entre neoplatonismo y cristianismo —cosa que creció con el pasar de los

años en cada tema tratado en sus obras—, una reconsideración del papel

de y de la relación entre la razón y la fe en la labor del conocimiento que

superó la versión dilemática maniquea de ello, logrando una constructiva

y fecunda relación de correspondencia biunívoca entre ambas, tal como lo

expone Giovanni Reale en un estudio relativo al primer diálogo filosófico

agustino, el Contra Academicos:

[...] para nuestro pensador [Agustín], la fe tiene un valor

no solo metarracional y metacognitivo, sino también y

fundamentalmente cognitivo […] Por tanto, el «paradigma»

que se debería perfectamente adquirir y utilizar es aquel que

podríamos llamar «circular», que el mismo Agustín formuló

perfectamente en la muy conocida proposición: «credo ut

intelligam, intellego ut credam» [«intellege ut credas, crede ut

intelligas» (San Agustín, Sermo 43,9)]. Proposición perfecta que,

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con un magistral círculo hermenéutico, logra y expresa la justa

medida, es decir, la perfecta posición media entre el fideísmo

[…] y el racionalismo. (Reale 1986: 14)

La experiencia y los contenidos del acto intencional de creer, por

tanto, según nuestro autor, iluminan, complementan, dan sentido a y

confirman el esfuerzo de la razón humana por llegar a la verdad: tienen un

valor indiscutiblemente gnoseológico. En efecto, el mismo acto de creer, por

un lado, exige haber alcanzado un mínimo de comprensión del contenido

que se predica para ser creído, gracias a la tenencia de un alma racional (Cf.

San Agustín, Epistola 120,1,3; Sermo 43,7); por otro lado, exige considerar a

quién o a qué brindar tal asentimiento de fe, para no caer en la credulidad

(Cf. San Agustín, De vera religione 24,45-25,46); finalmente, es un estímulo

para el intelecto. Este modo de concebir la relación fe-razón, de alguna manera

preanunciado por Cicerón (Cf. Cicerón, Topica XIX, 73), se presenta en Agustín

como resultado de su proceso de conversión agustina y una constante de su

pensamiento, muchas veces reformulada en sus obras —aplicada a la experiencia

religiosa, a la experiencia cognoscitiva, a las relaciones sociales (Cf. San Agustín,

Confessiones VI,5,7; De utilitate credendi X, 23-24)—, por ejemplo, al afirmar

que la experiencia de autoridad, que precisa la fe, es anterior a la razón —«fides

praecedat rationem» (San Agustín, Epistola 120,1,3); «cuando aprendemos

algo, el orden natural hace de tal manera que la autoridad preceda a la razón

(rationem praecedat auctoritas)» (San Agustín, De moribus I,2,3); «la autoridad

exige la fe y prepara al hombre para la razón; la razón conduce a la comprensión

y al conocimiento» (San Agustín, De vera religione 24,45); la precedencia de la

autoridad divina se explica también por el hecho de que la mente humana se

encuentra ofuscada por pecados y vicios, necesitada de una medicina divina que

la purifique (Cf. Ibid.; 17,34)—, o al exponer la universalidad de la experiencia

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de creer con relación a comprender y opinar, en un famoso texto del De utilitate

credendi:

lo que comprendemos lo debemos a la razón; lo que creemos lo

debemos a la autoridad; lo que opinamos lo debemos al error (quod

intellegimus igitur, debemus rationi, quod credimus, auctoritati, quod

opinamur, errori) […] todo aquel que comprende, también cree;

todos creen, y [cree] también quien opina; pero no todo aquel que

cree, comprende; y ninguno que opina, comprende. (San Agustín,

De utilitate credendi 11,25. Cf. Pacioni 2004: 32-37)

Todo ello, en parte y en gran medida, maduró en Agustín una

sincera y real conversión al cristianismo —año 386—. En Milán recibió

de san Ambrosio tanto la catequesis de tipo doctrinal que se impartía a los

competentes en el tiempo de cuaresma como la catequesis mistagógica de la

octava de Pascua —esta fue la única escuela que frecuentó en aquella época—;

a la vez practicó los ejercicios ascéticos requeridos, como preparación para

la vida virtuosa. El centro de todo ello fue el rito cristiano de renacimiento.

Toda esta experiencia tuvo como marco la vida de la comunidad católica de

Milán, pueblo guiado por el celo y la autoridad pastoral de san Ambrosio

(Cf. San Agustín, Confessiones IX,6,14-7,16; San Posidio, Vita Augustini

I,5; Biffi 1987: 29; Pizzolato 2002: 259-268). En el caso de Agustín, este

acontecimiento es entendido como un reencuentro con el cristianismo de

su niñez.

Por tanto, todos estos datos nos llevan a concluir que San Agustín

nunca pensó en realizar una obra de síntesis entre fe cristiana y platonismo.

La génesis de su conversión intelectual, sin negar el puesto fundamental

que la filosofía neoplatónica tuvo en ella, no concibió respecto a esta última

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un trabajo de síntesis, sino un trabajo de análisis: análisis de las teorías

neoplatónicas bajo un punto de vista racional que tenga como base esencial e

indiscutible la fides de la Iglesia Católica. Efectivamente, San Agustín, en sus

obras, muestra ser un pensador de su tiempo, muy ilustrado y competente,

conocedor de muchos campos del saber, original en el uso que hace de sus

conocimientos (Cf. Zekiyan 1993: 515-516) y perfecto dominador de la

lógica de los predicados y de las relaciones (Cf. Balido 1991: 200 y 206-

207; Balido 1998: 10-15); pero también muy crítico y decidido en tomar

una posición cristiana cuando encuentra algo que difiere con esta fe. Por

ello, llega a discutir, con rigor racional, con los académicos, con Plotino

y Porfirio, sobre temas específicamente filosóficos. Y aunque a veces no

parta del dato revelado, sus conclusiones nunca se separan de él. Tomemos

en cuenta que Agustín mismo afirma que solo después de confrontar a los

platónicos con las cartas paulinas se sintió iluminado y pudo reconocer el

rostro de la filosofía (Cf. San Agustín, Contra Academicos II, 2,5-6). Y San

Ambrosio no inició a Agustín al neoplatonismo, sino al cristianismo (Cf.

Madec 1986: 179-180).2

2 Cabe resaltar que San Agustín siempre valoró a los platónicos: en su tratado tardío De civitate Dei afirmó, por ejemplo, que Porfirio era un «nobilissimus philosophus paganorum» (San Agustín, De civitate Dei XXII,3) y, conociendo su postura anticristiana, lo llamó también «doctissimus philosophorum quamvis christianorum acerrimus inimicus» (Ibid. XIX,22); los consideró superiores a otros filósofos y los más cercanos a los cristianos en su concepción sobre Dios y sobre la felicidad del hombre, puesto que comprendieron que el Summus Deus no es ni corporal —incorporeus— ni mudable —incorruptibilis, incommutabili—, y es Hacedor sin hacedor (Cf. Ibid. VIII,6), lumen mentis que hace posible todo conocimiento (Cf. Ibid. VIII,7), cuyo disfrute y amor —como verus ac summus bonus— proporciona la felicidad al hombre (Cf. Ibid. VIII,8-10). Con todo, lo repetimos, nunca se calló las innegables diferencias entre ambos grupos: los cristianos no pueden hablar de tres Principios o Dioses, al modo de Porfirio (Cf. Ibid. X,29), y tampoco pueden negar la resurrección de la carne, a pesar de estar de acuerdo con estos filósofos en considerar la vida futura como absolutamente perfecta y llena de bienes espirituales (Cf. Ibid. XXII, 25).

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1.1. ¿En qué consiste y cómo investiga la filosofía de San Agustín?

Son cuestiones a las que siempre vuelven los estudiosos. Para responderlas

comienzo con el análisis de un texto clave que encontramos en la oratio

perpetua final de su primer diálogo filosófico, el Contra Academicos (año

386), a partir del cual llamaremos otros textos agustinos que complementan

la exposición:

Esta es la convicción —aceptable, según mi posibilidad—

que por ahora me he hecho acerca de los Académicos. Y me

importa poco si es falsa, puesto que me basta ahora no creer

que la verdad no pueda ser encontrada por el hombre (cui satis

est iam non arbitrari non posse ab homine inveniri veritatem)

[…] Mas, para que en pocas palabras conozcais mi propósito,

os diré que aún no he logrado la sabiduría humana (humana

sapientia), sin importar su condición. Sin embargo, puesto que

tengo treinta y dos años, me parece que no debo desesperar por

alcanzarla algún día. Como sea, habiendo despreciado todas

las cosas que los mortales consideran bienes, me he propuesto

dedicarme a seguir los rastros de esta sabiduría. Y puesto que

las argumentaciones de los Académicos me alejaban no poco de

este trabajo, creo haberme cargado con suficientes argumentos

en contra de esas, con esta discusión (ista disputatione). Ahora

bien, ninguno duda que estamos impulsados hacia el aprendizaje

por medio del doble peso de la autoridad y de la razón (gemino

pondere… auctoritatis atque ratione). Por tanto, he decidido

nunca separarme de la autoridad de Cristo (Christi auctoritate),

puesto que —efectivamente— no encuentro una más válida (non

enim reperio valentiorem). En cambio, en lo que debe seguirse

con la razón más fina (subtilissima ratione) —puesto que me

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encuentro dispuesto de tal manera que deseo con impaciencia

aprender lo verdadero (verum) no solo creyendo sino también

entendiendo (non credendo solum sed etiam intellegendo)— tengo

confianza en encontrar en los Platónicos (apud Platonicos) lo que

no sea incompatible con nuestros sagrados textos (sacris nostris).

(San Agustín, Contra Academicos III,20,43)

Con mucha razón Reale ve en este texto del 386 a un Agustín que

muestra el sentido y la dirección de su conversión y su posición teorética

hacia la verdad (Cf. Reale 1987: 22 y 25-26). Primero, después de haber

afirmado que la verdad existe y puede ser alcanzada por el hombre, Agustín

muestra su «propositum» al respecto: la actitud de quien rechaza las «rationes

Academicorum» y decide dedicarse a investigar y alcanzar, con «ratio

subtilissima», la «humana sapientia» - la «veritas», la cual claramente será

identificada con Cristo-Dios: «Te invoco, Dios Verdad, en quien, por quien

y gracias a quien son verdad todas las cosas que son verdad (Te invoco, Deus

veritas, in quo et a quo et per quem vera sunt, quae vera sunt omnia)» (San

Agustín, Soliloquiorum I,1,3. También Cf. San Agustín, De Ordine II,19,51;

De animae quantitate 14,24; Confessiones VII,10,16; X,24,35). En efecto,

la tesis de fondo de los libros II-III del Contra Academicos consiste en que

la verdad-sabiduría puede llegar a ser conocida con certeza por la razón

humana, lo que es entendido como la base más sólida para preservar al actuar

humano de todo error (Cf. Catapano 2006a: xxviii); de ser imposible que

el hombre alcance la verdad, la misma vida filosófica que está enteramente

dirigida hacia ella (Cf. San Agustín, Contra los académicos II,2,4; II,3,8) no

tendría sentido alguno.

Además, en el «texto programático» antes citado Agustín se considera

ya en camino hacia la verdad, sin desesperar por encontrarla, aunque la

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busque «impatienter», «non credendum solum, sed etiam intellegendo». Esta

última expresión, en el contexto, se despliega densamente de la siguiente

manera (Cf. Pacioni 2004: 31-33; Grabowski 1957: 310-311; O’Daly

1988: 22-23):a) «Ninguno duda que estamos impulsados hacia el aprendizaje por

medio del doble peso de la autoridad y de la razón (Nulli autem

dubium est gemino pondere nos impelli ad discendum auctoritatis

atque rationis)». Auctoritas y ratio (Cf. Pacioni 1985: 81-91), en

relación a las cuales se cree (credere) y se entiende (intellegere)

respectivamente, hacen referencia a la «fe» y al «pensamiento

crítico-filosófico»; ambos son presentados como medios ad

discendum veritatis, en unidad y coherencia gracias a la figura

del «geminum pondus», un doble peso que por inercia produce el

acto cognoscitivo humano. Un texto paralelo y complementario

al respecto: «Necesariamente estamos conducidos hacia el

aprendizaje de dos maneras: por la autoridad y por la razón.

En cuanto al tiempo la autoridad es la primera, en cuanto a los

hechos la razón (Ad discendum item necessario dupliciter dicimur,

auctoritate atque ratio. Tempore auctoritas, re autem ratio prior

est)» (San Agustín, De Ordine II,9,26). También en el De Ordine

serán presentados como una «duplex via» que supera la «obscuritas

rerum» (Cf. San Agustín, De Ordine II,5,16). Por tanto, con

relación a la investigación filosófica, la razón tiene mayor valor

en cuanto es su instrumento necesario;3 pero, como vemos, no es

considerada auto-suficiente, puesto que la experiencia confirma

que todo conocimiento humano necesariamente pasa por un

momento previo al uso crítico de la razón, en el que se brinda fe

3 En efecto, la razón es «el movimiento de la mente que tiene el poder de distinguir y unir lo que se aprende» (San Agustín, De Ordine II, 11,30), confirmando la coherencia y validez de lo aprendido con relación al todo.

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—se cree— a una autoridad que le enseña. Ahora bien, la primera

producción agustina muestra que la existencia de una autoridad

divina, invencible y —lógicamente— superior a toda razón

humana, haría que esta última necesitase indiscutiblemente de

aquella. Justamente a continuación se especifica esta situación,

lo que otorga un lugar a la fe cristiana dentro de la investigación

filosófica.

b) «Por tanto, he decidido nunca separarme de la autoridad de

Cristo, puesto que no encuentro una más válida (Mihi ergo

certum est nusquam prorsus a Christi auctoritate discedere; non

enim reperio valentiorem)». Más que una prioridad, o absoluto,

o punto de partida, esta frase denota una decisión vital hecha

referencia obligatoria en toda investigación posterior. La

auctoritas de la frase anterior, pondus et via ad discendum, es ahora

cristificada: se trata de la divina auctoritas Christi, confirmada

como tal por sus milagros y por la tradición de la religión que

congrega a quienes Le siguen, viviendo irreprochablemente (Cf.

San Agustín, De utilitate credendi 14,32-17,35). De por sí, esta

visión resulta novedosa con respecto a la filosofía pagana que

usaba una auctoritas con el fin de confirmar sus ideas, poniendo

la ratio en el primer lugar; en cambio Agustín sitúa la auctoritas

no solo al final, sino también como punto firme de partida,

como fuente desde la cual extraer componentes seguros para

la creación de hipótesis filosóficas viables. En efecto, en cuanto

divina, la auctoritas Christi es la única vera, firma y summa,

superior a toda auctoritas humana, puesto que esta última falla

muchas veces (Cf. San Agustín, De Ordine II, 9,27). Ahora bien,

no pensemos que nuestro autor desprecia por ello toda auctoritas

humana; lejos de ello, a continuación encontramos lo siguiente.

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c) «En cambio, en lo que debe seguirse con la razón más fina [...]

tengo la confianza de encontrar en los Platónicos lo que no sea

incompatible con nuestros sagrados textos (Quod autem subtilissima

ratione persequendum est […] apud Platonicos me interim, quod

sacris nostris non repugnet, reperturum esse confido)». Por un lado,

esta frase resalta el aspecto prioritario y no-cuestionable de la

auctoritas Christi, aquí matizada en su fuente bajo la expresión

«sacris nostris».4 Por otro lado, muestra una confianza crítica en

relación con la tradición platónica. Los libri platonicorum, en

efecto, le habían hecho superar intelectualmente el materialismo y

dualismo maniqueos y le iniciaron en el camino de la interioridad;

así podemos entender que el pensamiento platónico sea preferido

y considerado como el más plausible por nuestro autor. Pero,

conociendo su entera y primera producción literaria, entendemos

que aquí se está haciendo referencia a una fundamental diferencia

cualitativa entre platonismo y cristianismo, que exige que el

primero deba ser superado en varios puntos y en vista de no negar

en ningún aspecto el segundo. San Agustín recibió a Platón sobre

todo en su traducción neoplatónica y, según Reale, este texto

parece referirse sobre todo al corazón de la metafísica platónica

(Cf. San Agustín, Contra Academicos III, 19,42): la existencia de

dos mundos, uno inteligible y de la verdad, otro sensible y de la

opinión, «semejante» al primero (Cf. Reale 1987: 22-26). En fin,

este es además un texto clave que nos permite decir que Agustín,

en ese entonces, ya distinguía la tradición platónica de la tradición

cristiana (Cf. Madec 1977: 559).

4 En la primera producción agustina, la mayoría de las veces el sustantivo «sacrum» hace referencia a las Escrituras Sagradas o a los ritos sagrados, es decir a la transmisión y al contenido de la fe católica (Cf. San Agustín, Contra Academicos III,19,42; De Ordine II,9,27; Epistola 11,2; 14,2).

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Resumiendo, el «texto programático» de Contra Academicos III,20,43

presenta un método de investigación basado en dos principios fundamentales:

primero, nunca alejarse de la fe católica; segundo, apertura crítica al

platonismo. Este aspecto cristiano resulta más claro si tomamos en cuenta

el «optimismo gnoseológico» del Primer Agustín que, aunque afirme que en

esta vida el conocimiento perfecto de Dios es solo de pocos dado que son

muchos los cristianos que se contentan en creer solo a la auctoritas Christi sin

dedicarse a la filosofía y pocos los que en esta vida logran la sabiduría (Cf. San

Agustín, De Ordine II,9,26; II,16,44), no niega la salvación final de todos los

que creen y viven bien (Cf. San Agustín, De animae quantitate 7,12), ideas

que con el pasar del tiempo van abriéndose más, siempre de manera contraria

al pensamiento porfiriano al respecto (Cf. Cipriani 1997a: 134-146). En

efecto, Agustín en sus diálogos señala dos maneras de vivir el cristianismo

en este mundo: como filósofo, investigando las realidades inteligibles a partir

de la fe y con una formación científica; y como su madre, Mónica, de quien

Agustín afirma que ha alcanzado el «vértice de la filosofía (arcem philosophiae)»

—amar ardientemente la sabiduría y no temer la muerte— simplemente

creyendo (Cf. San Agustín, De beata vita 2, 10), lo que demuestra, una vez

más, la potencia filosófica de la fe cristiana. Las dos maneras, una considerada

difícil y para pocos, la otra fácil y seguida por la gran mayoría, son igualmente

irreprochables y las dos conducen a la misma liberación prometida (Cf. San

Agustín, De Ordine II, 5,15-16; II,17,45-46; De animae quantitate 7, 12. Cf.

Holte 1962: 364).

Agustín enriquece aún más esta visión acerca del modo de

investigación afirmando que es necesario respetar un «doble orden (geminum

ordinem)»: el ordo vitae que purifica la mente de todo vicio, y el ordo

eruditionis que ejercita la mente a través de las disciplinas liberales, sobre todo

la dialéctica y la matemática (Cf. San Agustín, De Ordine II,8,25; II,18,47;

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De animae quantitate 15,25). Además, en Soliloquiorum la investigación es

precedida por una especial invitación de la razón: «pide con la oración la

salud y la ayuda para lograr lo que deseas (ora salutem et auxilium, quo ad

concupita pervenias)» (San Agustín, Soliloquiorum I,1,1); en efecto, logrará

el fin de la vida —que consiste en «ver a Dios (Deum videre)»— «qui bene

vivit, bene orat, bene studiat» (San Agustín, De Ordine II,19,51), para lo

cual son necesarios los dones purificantes de la fe, la esperanza y la caridad

—alusión directa al bautismo cristiano— (Cf. San Agustín, Soliloquiorum

I,6,12). El auxilium necesario que viene de Dios, en la teoría agustina para

todo tipo de conocimiento, es entendida como una luz incorpórea que

ilumina la mens para ver lo inteligible: «Dios es, justamente, aquel que nos

ilumina y esclarece (Deus autem est ipse qui inlustrat)» (Ibid.). Y tengamos

en cuenta que Agustín, cuando teoriza su método de conocimiento, no cita

la concepción platónica de la anamnesis o reminiscencia.

Se ha notado, finalmente, que el presupuesto de todo este método

es una concepción agustina de la filosofía que está de acuerdo con la

explicación terminológica ciceroniana de la misma como «amor y deseo de

la sabiduría» y en relación con el platonismo en cuanto este es considerado

la base filosófico-racional para comprender y explicar las «cosas humanas y

divinas». Por ejemplo, en el Contra Academicos II,3,7, texto que aparenta la

philosophia con la philocalia, se notan las ideas clásicas de la filosofía como

otium y como condición para alcanzar la felicidad (Cf. Catapano 2001:

68-72). Pero, como podemos suponer a partir de lo antes expuesto, esta

concepción de la filosofía es profundamente re-dimensionada en cuanto

que muchos datos revelados que son objetos de fe para los católicos son

concebidos al interior del trabajo filosófico como apoyo firme para la

elaboración de hipótesis filosóficas viables, como argumentos al interior

de la misma investigación y como «censores» tanto del mismo platonismo

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como de las conclusiones de la investigación: el resultado es una original

«simbiosis» entre auctoritas religiosa y ratio filosófica (Cf. Ibid. 288-289).

Agustín piensa que el cristianismo es superior a la filosofía platónica puesto

que ha logrado aquello que esta no ha podido: convertir pueblos enteros

a los bienes espirituales y a un culto de Dios consecuente con su doctrina

(Cf. San Agustín, De Ordine II,5,16; De vera religione 3,3-5,8; De utilitate

credendi 14,31; Epistola 118).

1.2. ¿Qué investiga la filosofía agustina?

Los temas de la reflexión filosófica agustina muestran una indiscutible

continuidad con la tradición secular. De Ordine II,18,47 es el texto clave

de la primera producción agustina al respecto. Agustín, en el contexto

de la presentación del ordo eruditionis y después de describir las otras

disciplinas —ramas del saber—, considera la última y más importante:

la philosophiae disciplina, de la cual a continuación se desarrollan sus

argumentos fundamentales de investigación y de discusión; estos llegan a ser

resumidos con originalidad en dos: Dios y el alma humana. Son varios los

textos de esta época que resaltan esta consideración, valorada como la más

explícita afirmación agustina relativa a la problemática de la filosofía (Cf.

San Agustín, De Ordine II, 11,30; 16,44; Soliloquiorum I,2,7; 8,15; 15,27;

II,1,1; 6,9; 15,27; De libero arbitrio II, 9,25), de la que pueden probarse

influjos ciceronianos y neoplatónicos, como el de la teoría de la introspección

equivalente a la contemplación del Uno (Cf. Plotino, Eneada V, 6,5,17;

VI,9,7,33ss), equivalencia que Agustín nunca aceptó (Cf. Catapano 2001:

246-248; O’Daly 1988: 17). Así pues, esta duplex quaestio philosophiae es

presentada a través de cuatro antítesis:

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Su doble problema gira en torno al alma y en torno a Dios. El

primero hace que nos conozcamos a nosotros mismos, el segundo

que conozcamos nuestro origen. El primero es para nosotros más

agradable, el segundo es más precioso; aquel nos hace dignos de

una vida feliz, este nos hace felices; el primero es para aquellos que

están aprendiendo, el segundo es para quienes ya aprendieron. (San

Agustín, De Ordine II,18,47)

Tenemos, por tanto, las siguientes antítesis (Cf. Catapano 2001: 247):�

ANTÍTESIS� QUAESTIO DE ANIMA� QUAESTIO DE DEO�

�����������conocimiento:� ��������� �� �� ��� ����������� ��

������������������ ������ ������� ���

�������valor afectivo:� ������������ ��������������

�������������felicidad:� ���������������������������� ������������������

�������orden de sucesión:� ��� ���������������� ���� ��������� ��������

Se trata de cuatro antítesis que cumplen con diferenciar los objetos

de ambas quaestiones, —Deus et anima—, explicando que los resultados

de la indagación de cada una son distintos, aunque tengan una relación

de progresión. Queda claro que para Agustín la quaestio de anima hace

referencia concretamente al anima humana, y ya en el contexto de su primera

producción resulta evidente que el Deus de la quaestio de Deo no es sino el

Deus christianorum, al cual sigue la vera religio, la vera philosophia (Cf. San

Agustín, De vera religione 5,8). Pues bien, siendo esta la problemática de la

filosofía agustina, resulta cierto que nuestro autor nunca elaboró un verdadero

y propio sistema filosófico, al estilo de Platón: los temas tratados en los diálogos

de Cassiciacum son lugares comunes de la filosofía, tratados a la manera

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ciceroniana tradicional; la problemática de estos temas era conocida, en cambio

no lo eran las soluciones cristianas que Agustín ofrece (Cf. Madec 1996: 29).

Nuestro autor pone el focus de su filosofía en la antropología y la teología5,

tomando una posición diferente a la de la filosofía clásica que, a excepción de

Sócrates y de los sofistas, pensaba que todo conocimiento debía estar dirigido

hacia la búsqueda del principio explicativo del cosmos (Cf. Pacioni 2004: 69-

70). Nos podría parecer extraño que este programa no dé lugar a los eventos de

la historia de la salvación; según los textos, parece que Agustín piensa que solo

después de llegar al conocimiento intelectual de Dios Suma Causa o Supremo

Autor o Principio de todo, a través de Cristo Verdad y Sabiduría divina, se

podrá conocer —no científicamente, sino en lo razonable y conveniente—

cuánto son verdaderas las cosas que la Iglesia ordena creer y las leyes divinas

(Cf. San Agustín, De animae quantitate 33,76; De vera religione 8,14); por lo

demás, tal como hemos visto, no podemos olvidar que la auctoritas Christi, al

guiar o confirmar la investigación filosófica, excluye a priori la posibilidad de

que esta niegue o demuestre algo contrario a aquella.

2. EL DE ANIMAE QUANTITATE: UN DIÁLOGO FILOSÓFICO

DIDÁCTICO-MAYÉUTICO ENTRE CRISTIANOS

Pasemos ahora a considerar con criterio esta temprana obra Agustina. Y

comencemos afirmando algo obvio: una de las más seguras guías para leer y

estudiar obras literarias antiguas es tomar muy en cuenta el género literario

5 Lo que llamamos hoy «teología», antiguamente era entendido como la más elevada rama de la filosofía que buscaba la comprensión de la divinidad (Cf. San Agustín, Contra Académicos III, 17, 37; De civitate Dei VIII,4). En efecto, la división marcada entre teología y filosofía es propia de la escolástica medieval y por tanto debe ser considerada fuera del horizonte mental de nuestro autor (Drobner 1999: 426; O’Daly 1988: 21; Zekiyan 1993: 499-500).

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que les da forma y figura. En lo que concierne al De animae quantitate,

comenzada y terminada en su segunda estadía romana — año 387—, el

género literario es aquel del diálogo filosófico, el cual fue el primer modo de

expresión literaria escogido por Agustín (Cf. Drobner 1999: 95-96; Beatrice

1991: 589-591; Fuhrer 2003: 184-185; De Capitani 1994: 20-21). Al

respecto, Diógenes Laercio nos ha legado las cuatro normas que regulaban y

caracterizaban un diálogo en la antigüedad (Cf. Diógenes Laercio, De clarorum

philosophorum vitis, Plato, III, 48, 6-9): ser un discurso estructurado a base de

preguntas y respuestas; tratar un tema filosófico o político; tener personajes

diversos en cuanto condición y pensamiento, respetando a lo largo de la obra

sus características; y presentar un cuidadoso uso del lenguaje conforme a los

clásicos. Veamos ahora estos aspectos al interior de nuestro diálogo agustino,

para descubrir su forma literaria, su perspectiva pedagógica y su contenido

filosófico-cristiano.

2.1. La forma dialógica

Pues bien, el primer aspecto es indiscutible, no solo por la evidente forma

dialógica que llevan la mayoría de sus primeras obras, sino también por la

objetiva valoración e importancia que Agustín da al diálogo como modo de

buscar la verdad interrogando et respondendo, lo que también considera la mejor

forma de presentar la investigación filosófica (Cf. San Agustín, Soliloquiorum

II, 7, 14; De animae quantitate 4,5). Particularmente, el razonamiento

agustino en forma de diálogo se muestra dependiente del modo del «paso

a paso», que consiste en continuar la argumentación solo si las anteriores

ideas han sido comprobadas rigurosamente. Varias veces nuestro autor

llega a un momento conclusivo parcial o total solo después de largos giros

argumentativos —circuitus, considerados necesarios, por ejemplo, al trata el

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tema de la no-corporeidad del alma humana (Cf. San Agustín, De animae

quantitate 7,12)—, por lo que suele valerse de una oratio perpetua que cumple

la función de un discurso didáctico ininterrumpido y un espacio literario en

el cual abordar temas más complejos que alarguen el dominio teórico de la

obra, sintetizar la argumentación y presentar claramente las conclusiones, tanto

parciales como finales (Cf. Fuhrer 2003: 185-186).

Además, tomemos en cuenta que esta forma literaria ofrecía a los

escritores la posibilidad de proponer preguntas que no serían respondidas en

el desarrollo de la obra, característica ya mostrada por los mismos diálogos

platónicos (Cf. Ibid.) y ciceronianos. Así pues, no debemos pensar como Fortin,

quien afirma que Agustín quiere mostrarse insatisfecho de su obra al proponer

y no responder los temas de la eternidad del alma, de la presencia misma del

alma en el cuerpo, del origen del alma, del número de las almas y del alma del

mundo (Cf. Fortin 1991: 139; San Agustín, De animae quantitate 5,7; 20,34;

30,61; 32,69). Otras veces, en cambio, el hecho de considerar como tarea ardua

y difícil la respuesta a una cuestión particular que, a fin de cuentas, termina por

ser abordada con una dubitatio, puede ser entendido como el típico locus de

modestia, visto como eficaz para ganar la benevolencia del lector (Cf. Garavelli

2000: 63-64; San Agustín, De animae quantitate 31,62-63 y 32,69).

Finalmente, nuestro diálogo puede ser considerado como didáctico-

mayéutico, en cuanto es «ejercitación» y «proceso de aprendizaje» para uno de

los personajes: Agustín, en su papel de maestro, busca ejercitar a su discípulo

Evodio, mostrándole la importancia de las artes liberales y haciéndole progresar

en sus ideas y opción de vida y de fe, mientras que ambos toman una posición

firme contra ciertas filosofías y contra el maniqueísmo.

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2.2. El tema

El tema principal del De animae quantitate es la quaestio infinita del alma

humana. Considerado en sí mismo, este tema filosófico muestra que la

primera reflexión agustina se encuentra en directa relación temática con el

pensamiento filosófico antiguo, tanto clásico como cristiano. Agustín sin

duda conoció muchas de las concepciones materiales y espirituales sobre

el alma humana gracias a la reseña ciceroniana de las mismas (Cf. Cicerón,

Tuscolanae Disputationes I,16,38-25,63). En general, el pensamiento

cristiano antiguo sobre la naturaleza y el destino del alma humana se

desarrolló controversialmente sobre todo frente al pensamiento estoico que

concebía el alma como materia y llamada a disolverse en la conflagración

cíclica, y al pensamiento platónico en todas sus formas, por lo que desarrolló

la cuestión de la relación alma-cuerpo contra una visión del alma que la

concebía como pre-existente, no creada y caída en el cuerpo (Cf. Grossi

1991: 86-88).

El tema del alma humana había sido tratado anteriormente por

nuestro autor en Milán, sobre todo en los Soliloquia y en el De immortalitate

animae, en un ambiente bautismal muy intenso (Cf. Madec 1996: 34). Al

comienzo del De animae quantitate Evodio plantea seis aspectos particulares

de este tema: «de dónde viene el alma, cuáles son sus atributos, cuán grande

es, por qué fue dada al cuerpo, qué transformaciones sufre una vez que se

une al cuerpo y una vez que se aleja de él (unde sit anima, qualis sit, quanta

sit, cur corpori fuerit data, cum ad corpus venerit qualis efficiatur, qualis cum

abscesserit)» (San Agustín, De animae quantitate 1,1). En efecto, el título

de nuestro diálogo se explica en cuanto el único aspecto de estos seis en

ser desarrollado «diligentissime ac subtilissime» (San Agustín, Retractationes

I,8,1) —adverbios que subrayan el esfuerzo realizado por querer lograr un

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verdadero y exigente trabajo especulativo— fue aquel de la incorporeidad y

capacidad del alma humana —el quanta sit—; con todo, se debe notar que

las Retractationes en ningún momento afirman que los otros cinco aspectos

no fueron tratados o fueron evadidos —como afirma Fortin (Cf. Fortin

1991: 145)—, limitándose solo a aclarar el significado de dos expresiones

en nuestra obra que no tocan la sustancia de la argumentación (Cf. San

Agustín, Retractationes I,8,2-3).

La concepción agustina del anima humana muestra una superación

de la concepción dualista-materialista que los maniqueos tenía de ella y

una aceptación —mediada por los platónicos— de su inmaterialidad, de

su bondad y de un poder especial y superior al del cuerpo que gobierna.

Con todo, las seis quaestiones desarrollas en nuestro diálogo dan lugar a una

presentación del ser del alma humana: dueña de una substancia simple y

propia; procedente de Dios-Patria por creación; semejante a Dios, lo que no

debe entenderse como igualdad, pero característica que la hace capax dei; ser

un don para el cuerpo; estar en una situación de vetustas y de mors original

que puede superar solamente con la ayuda de su mismo creador a través

de la vera religio; ser libre y dueña de su destino, capaz de pecar y de ser

virtuosa; finalmente, llamada a desplegar su «grandeza» —es decir, su valor,

su poder, su virtud— en el cuerpo, consigo misma y en relación con Dios,

hasta lograr verLo y gozar de Él en esta vida mediante la contemplación

y después de haberse separado de este cuerpo como premio a su virtud y

piedad, o de lo contrario a sufrir la muerte causada por su pecado.

2.3. Personajes

Agustín y Evodio son los dos únicos personajes de nuestro diálogo; su

conversación no es ambientada sino solo por la frase «sobreabundar en

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tiempo libre (abundare otio)» (San Agustín, De animae quantitate 1,1) del

primer párrafo. Estas dos características —la de haber solo dos interlocutores

y la de no ofrecer otros particulares que ambienten la discusión— hacen que

nuestra obra, a decir de Trapè, sea diferente «en la forma» con respecto a los

anteriores diálogos de Cassiciacum (Cf. Trapè 1976: ix-x). Ambos personajes

se muestran igualmente dispuestos a tratar el tema del alma: Evodio en

cuanto aprendiz y Agustín desde su condición de maestro-guía, mejor

preparado, con el fin de lograr que Evodio se ejercite y venza la «consuetudo

corporum» (Cf. San Agustín, De animae quantitate 3,4; 4,6; 14,24; 31,63)

que no le permite elevar la mirada —es decir, su razón— hacia las realidades

espirituales.

Evodio era compatriota de Agustín y más joven que él; se unió a su

comitiva en Milán, ya bautizado, y compartió el proyecto religioso de vida

común y búsqueda de la verdad, habiendo dejado su trabajo de funcionario

estatal (Cf. San Agustín, Confessiones IX,8,17; O’Donnell 2001: 551;

De Capitani 1994: 26-29). Como único interlocutor (Cf. San Agustín,

Epistola 162,2), no lleva el aspecto pasivo de quien retarda el desarrollo

del tema, como algunos lo entienden: para Marrou, Evodio es un tipo

poco preparado y poco astuto, puesto que cae en todas las trampas que

Agustín le pone a lo largo del diálogo, sirviendo solo para dar la ocasión al

maestro de desarrollar y mostrar su ciencia (Cf. Marrou 1938: 309); para

Fortin, Evodio es una persona de buena voluntad pero con pocos méritos

y mediocre preparación intelectual, al cual Agustín se abaja, no enseñando

más de lo que pueda asimilar, lo que explica que esta obra termine siendo

superficial (Cf. Fortin 1991: 144-145). Ciertamente Agustín, en su rol de

maestro, dirige la argumentación en sus particulares, buscando que Evodio

logre el aprendizaje de las ideas fundamentales, por lo que las compendia

al final de cada sección, a modo de conclusiones parciales. Pero de Evodio

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no podemos tener una visión negativa, puesto que él también juega un

rol importante en la dinámica del diálogo, condicionando gran parte del

desarrollo de esta obra, siempre desde su papel de discípulo: él es quien, al

comienzo, presenta la temática y la división de los puntos a tratar en la obra

(Cf. San Agustín, De animae quantitate 1,1); introduce las preguntas sobre

la substancia propia del alma (Cf. Ibid. 1,2) y sobre el hecho de que el alma

sea semejante a Dios (Cf. Ibid. 2,3); en el desarrollo del quanta sit anima,

muestra la forma mentis de quien piensa al alma humana como material, lo

cual hace que Agustín exponga una gran argumentación al respecto en base

a las dimensiones corporales (Cf. Ibid. 4,6-5-7), a la memoria (Cf. Ibid. 5,8-

6-10) y a la geometría (Cf. Ibid. 6,10-15,26); más adelante, propone varios

puntos específicos, a saber, si el alma crece con el cuerpo y cómo es que siente

todas las afecciones de este (Cf. Ibid. 15,26), y finalmente la cuestión del

milpiés dividido en partes (Cf. Ibid. 31,62). Evodio sigue con gran interés las

respuestas de Agustín a todos estos aspectos. Así pues, en cada punto tratado,

sobre todo en el grueso de la obra que trata el tema de la incorporeidad del alma,

Evodio es quien pone las dificultades que logran un desarrollo final de la obra

que Agustín, como hemos visto, considera «diligentissimum ac subtilissimum»

(San Agustín, Retractationes I,8,1. Cf. Madec 1996: 33: Lancel 1999: 183).

Además, Evodio representa a quienes tienen poca paciencia en seguir

los circuitus argumentativos por la prisa de concluir y conocer la verdad; por

esto a veces recibe la amigable admonitio agustina de saber llevar con paciencia

la larga argumentación (Cf. San Agustín, De animae quantitate 4,6; 7,12).

Otras veces se encuentra con la sorpresa de haber aceptado verdades aparentes,

cosa que él mismo acepta, mostrando el deseo de superar su error (Cf. Ibid.

5,9, 10,16; 12,21; 18,32; 23,43; 24,45; 26,50-51; 28,54; 32,65). Solamente

dos veces en todo el diálogo Agustín resalta el hecho de dar una respuesta

condicionada por la capacidad de Evodio (Cf. Ibid. 31,64 y 32,69); pero estos

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dos casos no pueden condicionar el desarrollo de todo este diálogo filosófico,

el cual cumple su papel didáctico de hacer que el discípulo logre superar sus

dificultades y realice una exercitatio mentis.

2.4. Uso del lenguaje

Respecto al uso del lenguaje, el De animae quantitate muestra estar

formulado con un latín conforme al uso clásico que prohibía las palabras y

las estructuras/sintaxis «vulgares», según la regla de la puritas y de la latinitas.

Ahora bien, cabe señalar que los escritores de la antigüedad tardía, aun

tomando muy en cuenta los modelos clásicos, mostraron cierta apertura,

acercándose más hacia el ideal de una lengua rica en variantes, por lo que

llegaron a aceptar el uso de neologismos y construcciones fuera de lo que se

podía esperar (Cf. Deléani 2002: 6-9). Justamente el latín cristiano de esta

época es un ejemplo de ello, aunque bajo la necesidad particular de llegar a

significar un mundo nuevo de conceptos; por influencia de su texto sagrado,

los primeros escritores cristianos latinos crearon nuevas palabras y adoptaron

estructuras morfológicas y sintácticas extrañas al sistema genuino del latín,

llegando al punto de provocar una diversidad en el ordo rectus verborum.

Minucio Félix y Lactancio, ambos escritores cristianos, mostraron ya el uso

de términos y frases cristianas en una lengua latina modelada por el sistema

clásico (Cf. Calvano 2002: 314-324)

Agustín se había formado en las escuelas paganas del gramático y

del rétor, y en su primera producción literaria se percibe una preocupación

no excesiva por las formas gramaticales, lexicales y prosaicas del latín clásico

de estilo ciceroniano (Cf. Ibid. 326-327; Di Capua 1931: 644-651), aspecto

que va disminuyendo con el pasar del tiempo, acercándose cada vez más

a una apertura con relación al uso del latín cristiano popular, tanto en la

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sintaxis como en el vocabulario (Cf. Mohrmann 1954: 113-116). Por esto,

no sorprende que Agustín afirme, en una de las ideas de paso de nuestro

diálogo filosófico, lo tan favorable que es pensar que las res —los contenidos—

son más importantes que los verba —las palabras— (Cf. San Agustín, De

animae quantitate 6,11). Así pues, el De animae quantitate es un diálogo

que ya se encuentra enriquecido por el uso de ciertos términos técnicos del

lenguaje cristiano, seguramente aprendidos en el círculo cristiano milanés

(Cf. Solignac) y romano, sin negar la influencia de la lectura personal de las

Sagradas Escrituras y de autores cristianos.

De esta manera podemos valorar la presencia, en el De animae

quantitate, del uso cristiano de creare (Cf. San Agustín, De animae quantitate

1,2; 33,75; 33,76; 34,77; 34,78), creatura (34,77; 36,80), creator (34,77),

peccatum (34,78); 36,80; 36,81), consecrator (36,80), caritas (33,76; 34,77),

mysterium (3,4), divina providentia (14,24), dei providentia (33,73), renovatio

(3,4), reconciliare (34,78), reconciliatio (3,4; 36,80). También encontramos

palabras y expresiones de cuño específicamente cristiano como mater ecclesia

(33,76), ecclesia catholica (34,77), ecclesiae scripturae (34,78), scripturae

divinae (28,55), apostolus (33,76), propheta (33,75), resurrectio (33,76),

angelus (34,78). Además encontramos tres citas bíblicas explícitas: Sal 50,12:

«cor mundum crea un me, deus, et spiritum rectum innova in visceribus meis»

(33,76); Qo 1,2: «quam sit omnia sub sole “vanitas vanitantium”» (33,76); y Dt

6,13: «dominum deum tuum adorabis et illi soli servies» (34,78). Por último, se

nota especialmente cómo, con giros de palabras —circumloquia—, Agustín

omite ciertos términos técnicos cristianos: refiriéndose al Hijo de Dios, no

usa incarnatio, sino: susceptum hominem (33,76); ni consubstantialis, sino:

potentissimus, aeternus, incommutabilis (33,76); y en general, sobre Dios,

no usa trinitas, sino: incommutabilis principium incommutabilis sapientia

incommutabilis caritas, unus deus verus atque perfectus (34,77). Todo ello

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demuestra la actitud agustina que supo ir más allá del dilema lenguaje clásico

/ lenguaje cristiano. En efecto, nuestro autor fue superando aquello que más

adelante criticó de sí mismo: la soberbia al mostrar un irreprochable uso del

latín (Cf. San Agustín, Confessiones IX,4,7; Retractationes prol. 3).

3. MAESTRO HUMANO, DISCÍPULO, AUCTORITAS Y RATIO EN

LA INVESTIGACIÓN FILOSÓFICA

Tomando en cuenta los aspectos desarrollados hasta ahora, analicemos el

contenido de algunos textos del De animae quantitate que nos presentan la

temprana concepción agustina acerca de la relación maestro-discípulo. Estos

textos están en nuestro diálogo filosófico bajo la forma de digressiones y con el

fin de advertir —admonere, es decir, estimular desde el exterior con la fuerza de

la Verdad (cf. San Agustín, De beata vita 4,35; De libero arbitrio II,14,38)— a

Evodio que es necesario esfuerzo y fatiga mental para conseguir los resultados

esperados en el proceso de indagación filosófica bajo el uso de la razón. En efecto,

el maestro Agustín no pretende librar a su discípulo de ello. La primera digressio

se encuentra al inicio del desarrollo del quanta sit anima:

Agustín: Sé que queda por desatar este nudo [probar que la

grandeza del alma no es espacial], y te había prometido que

a continuación lo iba a desenredar; en realidad, puesto que la

cuestión es muy sutil y precisa ojos mentales (mentis oculos)

muy diferentes de aquellos que la costumbre humana (humana

consuetudo) está habituada a tener en los actos de la vida de cada

día, te exhorto (admoneo te) a proceder de buena gana por el

camino a través del cual pienso que debo conducirte, y a soportar

el hecho de llegar un poco más tarde a la meta que deseas,

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fatigado por este nuestro indispensable giro (quodam necesario

circuitu). (San Agustín, De animae quantitate 4,6)

El contenido de esta pequeña digressio resalta la necesidad de

contar, para investigar temas como la no-corporeidad el alma humana y

cumplir con la didáctica filosófica, con una razón diestra en el discurso

de lo no-sensible, de lo espiritual, lo cual es distinto al modo en el que la

razón se desenvuelve dentro de la vida habitual de los hombres —humana

consuetudo—. Circuitus hace referencia al indispensable giro argumentativo

que empeña tiempo y fatiga, pues se trata de un proceder pausado, gradual,

en el que cada paso debe ser revisado y probado, y en el que no faltarán

desarrollos aparentemente sin conexión con el tema central. En efecto,

inmediatamente después de esta digressio, el diálogo continúa con el tema

de las imágenes en la memoria, y al abordar el tema de la línea y de la figura

geométrica, Evodio expresa su incomprensión sobre la pertinencia de estos

asuntos toda vez que es el tema de la presunta corporeidad del alma humana

el que se intenta discutir (Cf. San Agustín, De animae quantitate 6,11).

Agustín toma la palabra y exhorta una vez más a su aprendiz de esta manera:

Agustín: Al comienzo te puse en guardia (te admonui) y te pedí que

soportes con paciencia por un momento nuestro giro (circuitum

nostrum); te ruego, una vez más, que pongas en práctica esta

petición. Se trata de una cuestión no ligera, no fácil de conocer; en

efecto, nosotros queremos, si es posible, conocer perfectamente y

entender este argumento [el de la grandeza no espacial del alma

humana]. Pues una cosa es confiar en la autoridad y otra cosa

es confiar en la razón (aluid est enim cum auctoritate credimus,

aliud cum rationi). Confiar en la autoridad consiste en un gran

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ahorro y no precisa fatiga alguna; si esto te agrada, podrás leer

muchas cosas que, habiéndolas considerado necesarias, hombres

grandes y divinos han dicho sobre tales cuestiones, para beneficio

de los ignorantes, como si les dirigieran una orden; estos hombre

desearon ser creídos por quienes, a causa de sus mentes muy

torpes o muy confusas, no podían contar con otra salvación. En

efecto, tales personas, que sin duda constituyen la gran mayoría,

si quieren comprender la verdad con la razón (si ratione velint

verum), terminan por ser engañadas con extrema facilidad por

apariencias de razones (similitudinibus rationum), resbalando

de tal modo en opiniones diversas y nocivas, que o nunca o

con la más grande fatiga podrán sobre-salir y ser liberados de

tal situación. Para estos, por tanto, es muy útil (utilissimum)

confiar en la autoridad más célebre (excellentissimae auctoritati), y

conducir su vida basados en ella. Si piensas que esta es la solución

más segura, no solo no me opongo, sino que te doy mi sincera

aprobación. En cambio, si no puedes contener tu ansia, por la

que te has convencido de que hay que llegar a la verdad con la

razón (ratione pervenire ad veritatem), debes soportar muchos y

largos giros (multi et longi circuitus), para que seas conducido

solo por aquella razón que merece este nombre, es decir, la razón

verdadera (vera ratio); y no solo verdadera, sino también de tal

modo cierta y carente de toda semejanza con la falsedad (certa et

ab omni similitudine falsitatis aliena) —admitido que esta razón

puede ser encontrada de alguna manera por el hombre— que

ninguna discusión falsa o verosímil te pueda arrastrar lejos de

ella.

Evodio: No deseo otra cosa de manera precipitosa: que la razón

me conduzca y me guíe por donde quiera, con tal que me lleve a

la meta. (San Agustín, De animae quantitate 7, 12)

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Hemos ya tratado el asunto de la relación auctoritas-ratio en

la temprana filosofía agustina. Particularmente aquí encontramos una

distinción entre seguir a la autoridad humana y seguir a la propia razón, ambos

considerados como dos caminos o medios válidos para alcanzar la verdad:

uno —el de seguir a la autoridad de hombres grandes y divinos— fácil,

seguro, útil y rápido, ideal para personas poco despiertas intelectualmente;

otro —el de seguir a la razón— fatigoso y lento, pero en el cual la razón

humana despliega y muestra su capacidad de llegar a la verdad; el método

filosófico basa su posibilidad y valor en este último. Seguir a la autoridad, tal

como queda descrito aquí, resulta un camino paralelo al filosófico, lo cual

debe entenderse como una explicación no contraria a la que antes hemos

expuesto acerca de la autoridad divina —la auctoritas Christi— que guía o

confirma toda investigación filosófica agustina y en la cual se basa su éxito.

En efecto, el método agustino de investigación filosófica asume el

trabajo de comprobar que las enseñanzas de cualquier autoridad humana

tengan validez racional y no contradigan los contenidos de la fe cristiana,

lo que ciertamente relativiza su alcance. En cuanto a la autoridad divina,

lejos de ser relativizada, quedan acogidos sus contenidos para la creación de

hipótesis firmes, para filtrar los elementos acogidos de cualquier autoridad

humana y para la comprobación definitiva de la valía de los resultados

obtenidos por la indagación, en cuanto estos no contradicen a o coinciden

con aquella, lo que finalmente termina por comprobar también, en la

medida de lo posible, la racionalidad que a priori se otorga a esta. Se trata,

por tanto, de dejarse guiar por la razón verdadera (vera ratio), aquella que,

lejos de tratar con la falsedad, alcanza la comprensión de lo que se cree, la

verdad: Aquel que mediante la verdadera razón entiende lo que antes

pensaba que era cierto solo por la fe, es sin duda más preferible

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que aquel que aun desea entender lo que cree. Además, en caso

de que este no sintiera ni siquiera tal deseo y considerase que las

verdades que aun debiera entender son como objetos que solo

deben ser creídos, ese tal ignoraría para qué es útil la fe. (San

Agustín, Epistola 120,2,8)

No hay pues autoridad humana incontestable y definitiva, en lo que

se refiere a la investigación filosófica. En efecto, Agustín subraya repetidamente

en sus diálogos filosóficos que la libertad en relación con cualquier autoridad

humana es un principio fundamental para los seguidores de la filosofía (por

ejemplo: Cf. San Agustín, Contra los académicos I,3,9; De libero arbitrio

I,4,10). Cicerón es una de las fuentes clásicas de estos pensamientos acerca de

la relación autoridad-razón en San Agustín, sobre todo con relación al rechazo

de un seguimiento servil de alguna autoridad humana. Por ejemplo: «la

autoridad de quienes se proclaman maestros es obstáculo para quienes desean

aprender […] tan grande era el peso de una opinión preconcebida como

verdadera, que la autoridad prevalecía aun prescindiendo de la posibilidad

de demostrarla racionalmente» (Cicerón, De natura deorum I,5,10); «Pero tú

desprecia la autoridad y combate tus batallas con la razón» (Ibid. III,4,10).

En expresiones como estas, el arpinate busca disminuir la influencia de la

autoridad de quien enseña para que sea la fuerza de los argumentos la que sea

buscada en la disputatio.

Por todo ello, para Agustín, el maestro humano de temas filosóficos

debe guiar hacia la solución sin pretender demostrarse infalible, sin dar la

solución sin más; debe acompañar el crecimiento del discípulo, enseñándole

el modo de proceder para llegar a la verdad y a ser crítico con otros y consigo

mismo, favoreciendo siempre su aprendizaje y explicando los aspectos más

difíciles gracias a su mayor experiencia en el tema; en fin, debe «dirigir la

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atención del discípulo no hacia una opinión o hacia un doctrina que él

pretendiera enseñar, sino a la voz de la razón que habla en el interior y lleva

a la verdad» (Catapano 2005b: 53). Todo esto, en lo que viene del diálogo,

queda expresado en varios textos, mostrando al maestro Agustín y al discípulo

Evodio como la encarnación de estas ideas:

Agustín: Es necesario pensar cosas «grandes» acerca del alma,

créeme, grandes, pero sin masa alguna. Esto lo logran más

fácilmente quienes se acercan a estas cosas bien instruidos (bene

eruditi), encendidos no por el deseo de vanagloria, sino por un

divino amor de la verdad (divino amore veritatis), o bien a quienes ya

se encuentran ocupados en tales cuestiones, aunque hayan llegado

a indagar con menor instrucción, si pacientemente se ofrecen

dóciles y buenos (bonis et dociles) y se alejan de toda costumbre

corporal (corporum consuetudine), en la medida permitida en esta

vida. Ahora bien, no es posible, gracias a una cierta providencia

divina, que a los ánimos religiosos que buscan de manera pía, casta

y diligente a sí mismos y a su Dios, es decir a la Verdad (seipsos et

deum suum, id est veritatem), les falte la capacidad de encontrar.

(San Agustín, De animae quantitate 14,24)

Agustín: Pones exactamente los mismo problemas [el alma humana

que parece crecer con la edad y estar extendida por todo el cuerpo]

que también a menudo llegaron a empeñarme. Por tanto, no es

que no estoy preparado para responderte (non sum imparatus tibi

respondere), puesto que frecuentemente lo hago conmigo mismo;

si responderé bien, eso lo juzgará la razón que te empuja. En todo

caso, cualquiera que sea mi respuesta, no soy capaz de lograr más,

a no ser que, mientras discutimos (cum disputamus), nos venga a

la mente algo mejor gracias a una divina inspiración. Pero, si te

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agrada, procedamos con nuestro habitual método (more nostro), de

tal modo que tú mismo te respondas bajo la guía de la razón (ut

duce ratione tu tibi ipse respondeas).

Evodio: Haz como te agrade; en efecto, también yo considero que

este es el mejor modo de enseñar y de aprender (genus docendi ac

discendi). No sé de qué manera, cuando encuentro por mí mismo

la respuesta que buscaba sin saber, el descubrimiento mismo se

hace más dulce (dulcior), no solo por el hecho en sí de haberlo

encontrado, sino también por la admiración (admiratione) que se

asocia al descubrimiento. (San Agustín, De animae quantitate 15,26)

Evodio: Esta definición [de la sensación] es de mi agrado.

Agustín: Favorécela, entonces, como si fuera tuya y defiéndela,

mientras que yo la confuto por un pequeño momento.

E: Ciertamente la defenderé, si es que tú me ayudarás; de lo

contrario, ya no me agrada más; en efecto, tendrás algún motivo

para pensar que hay que confutarla.

A: No dependas demasiado de una autoridad (Noli nimis ex

auctoritate pendere), sobre todo de la mía, que es inexistente; y,

como dice Horacio, ‘ten el coraje de ser inteligente’ [sapere aude:

Horacio, Epistola I, 2, 40], para que más bien la razón, y no el

temor, te subyugue (ne non te ratio subiuget priusquam metus).

E: En verdad no tengo temor alguno, sin importar cómo proceda

el asunto; en efecto, no me dejarás en el error. (San Agustín, De

animae quantitate 23,41)

Agustín: Tal como he establecido, te contentaré y te permitiré

ciertamente el hecho de que te corrijas todas las veces que te

desagrade haber concedido algo. Pero, por favor, no abuses de este

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permiso y no me prestes poca atención cuando te interrogo, para

que no suceda que muchas concesiones malas te obliguen a dudar

también de aquellas buenas.

Evodio: Continúa con lo que viene, entonces. En cuanto pueda,

seré más vigilante. En efecto también yo me avergüenzo por

cambiar de parecer tantas veces. Pero nunca dejaré de resistir a

este sentimiento de vergüenza y de volverme a levantar de mi

error, tanto más si tú me das una mano. En efecto, el hecho de

deber aspirar a la coherencia no es un buen motivo para caer en la

testarudez.

A. En verdad, que esta coherencia te alcance lo más pronto posible.

Me ha agradado mucho tu declaración. (San Agustín, De animae

quantitate 26,51)

4. CONCLUSIONES

Ofrezcamos ahora las conclusiones del caso. La primera sección de este trabajo

ha aportado una exposición de la génesis del concepto y rol de auctoritas en

el Primer Agustín. El hecho de tomar postura frente a ella consiste en un

aspecto vital e insustituible para quien se apresta a la indagación filosófica. Su

mismo proceso de conversión, en sus aspectos intelectual y volitivo, hizo que

Agustín superase una concepción de autoridad ligada al temor, a la imposición

y a la superstición; con su conversión católica nuestro autor gana para

siempre una concepción nueva: una autoridad invencible y —por tanto—

divina, estímulo, guía y fuente de confianza para la razón que busca llegar a

la Verdad (ratio perveniens ad veritatem). Queda, así, colocada la auctoritas

Christi en el mismo centro de su método de investigación filosófico, como

elemento inquebrantable, según su misma naturaleza; frente a ella, quedan,

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las auctoritates humanas, como recursos de los que servirse críticamente, con el

fin de intellegere lo que se cree acerca de Dios y del alma humana. En efecto,

Agustín no fue un autor que se mimetizaba con lo que leía. Por su parte, el De

animae quantitate, en su forma y contenido, tal como lo hemos presentado en

la segunda sección, es un buen ejemplo de la producción agustina temprana,

en la que quedan aplicados todos estos criterios. Particularmente, en la

sección tercera nos hemos adentrado en su mecanismo dialógico-didáctico-

mayéutico, a partir del análisis de algunas digressiones: el maestro humano

Agustín, experimentado y guiado por la razón verdadera, cumple el papel

de acompañante y guía del discípulo Evodio, con el fin de que este llegue a

la comprensión filosófica de los temas propuestos sin prescindir de la fatiga

que conlleva el proceso de indagación; más bien, es en este proceso que el

discípulo descubre su potencial racional y experimenta alegría cuando da con

la comprensión y se descubre guiado también por la razón verdadera.

Así pues, la pedagogía agustina, según este estudio, se basa en la

confianza que ofrece la experiencia y acogida racional de una auctoritas divina;

en el valor de una ratio humana diestra y despierta; en la ejercitación fatigosa

de la disputatio realizada bajo la guía de maestros experimentados y siguiendo

un ordo vitae; en el soporte o auxilio de la vera ratio que, a modo de gracia,

ilumina y guía a la vez a maestros y discípulos hacia la comprensión compartida

de la fe; y, a partir de todo ello, en la crítica de todas las auctoritates humanas.

Los elementos humanísticos de esta pedagogía, finalmente, concuerdan con

las demandas educativas actuales (cf. ver la introducción) y, de ser acogida

del todo, hasta podría elevarlas a otros planos, para cubrir otras demandas

humanas también actuales que quedan aun abiertas y que tienen que ver con

la estructura misma del hombre en su capacidad religiosa y trascendente,

capacidad que, por muchos motivos, hoy es obviada, desvalorada y hasta

desconocida.

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