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SHELBY TUCKER Con la insurgencia A pie por Birmania

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Page 1: Con la insurgencia A pie por Birmania - melusina · lectores, habría estropeado tanto la aventura como el libro. Hasta la reciente apertura de la ruta terrestre que condu-ce a Kengtung

SHELBY TUCKER

Con la insurgenciaA pie por Birmania

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Capítulo uno

La estrella se apaga

Hace unos años hice el camino a pie desde la China ala India, a través de la región de las montañas de Ka-chín, al norte de Birmania.* Me acompañaban un

joven sueco llamado Mats y destacamentos de dos ejércitosque estaban en guerra con la junta militar que gobernaba esepaís. La ruta nos llevó por lugares que no figuraban en los ma-pas, pero no éramos cartógrafos. Cada paraje albergaba unaflora exuberante y diversa, en gran parte sin clasificar, perono éramos botánicos. Desde la publicación de The Political Sys-tems of Highland Burma, en 1954, de E.R. Leach, no se habíahecho ningún estudio acerca de las tribus que habitaban la re-gión y, sin embargo, no éramos antropólogos. Ni siquiera te-níamos una tesis que preparar para un público harto ya de in-formes sobre muertes y atrocidades perpetradas en Birmania.Al final, y como colofón a nuestro viaje, fuimos arrestados ydetenidos por la policía india, bajo sospecha de tener «víncu-

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* Desde 1989 el país se llama Myanmar. Siguiendo al autor, en estatraducción el país continuará siendo designado Birmania. Esto tiene unaresonancia política, pues Myanmar es un nombre de origen birmano ele-gido por la junta de gobierno (Comité Estatal por la Restauración de la Leyy el Orden o cerlo). Los pueblos de las montañas y las minorías étnicasprefieren el término Birmania, en inglés «Burma», que consideran políti-camente neutro. (N. de la t.)

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los con el espionaje internacional» y de ser «agentes de lacia»; y os lo juro: tampoco éramos espías. Aún más, aparte dela natural curiosidad de dos viajeros que nunca en su vida ha-bían visto un campo de amapolas en flor, no nos interesaba elcomercio internacional de estupefacientes. El afán de aventu-ra era el único motivo que teníamos para hacer nuestro largocamino a pie por Birmania. Nadie nos había brindado apoyofinanciero y, por cierto, no teníamos la intención de escribirun libro. El mero hecho de haber emprendido una caminataa través de ese país con la mente puesta en unos hipotéticoslectores, habría estropeado tanto la aventura como el libro.

Hasta la reciente apertura de la ruta terrestre que condu-ce a Kengtung vía Tachilek, los caminos que iban y venían deBirmania estaban cerrados para los extranjeros, y los visadosque se otorgaban sólo permitían entrar y salir del país por elaire. Los viajes internos estaban restringidos a determinadasáreas que se hallaban bajo el control del ejército. Quizás fue-ron esas consideraciones las que espolearon nuestro espírituaventurero: ¿Queríamos probar algo o probarnos a nosotrosmismos? ¿Eran las opresivas leyes birmanas un anzuelo para ti-pos engreídos como nosotros? ¿Acaso no solía yo jactarme deque toda restricción era inaceptable para «viajeros de ver-dad», a quienes todo les estaba permitido? Por eso, comoMats se mostraba indeciso sobre si acompañarme o no en laaventura, le pregunté: «¿Podrás vivir en paz contigo mismo sino cruzas Birmania a pie?»

Aunque la idea nació en mi juventud, no la llevé a la prác-tica hasta que cumplí los 53 años. Entonces tomé la firme re-solución de aprenderlo todo acerca de Birmania, investigarlas diversas rutas para llegar y salir del país y conseguir el libroAprenda birmano por su cuenta, para adquirir los rudimentos delidioma. Sin embargo, lo único que hice fue visitar brevemen-te la Sala de Mapas de la Biblioteca Bodleian de la Universi-dad de Oxford y hacer que uno de los bibliotecarios me foto-copiara unos mapas ya obsoletos. De este modo, quien abordóel autocar X70 de Oxford al aeropuerto de Gatwick (al sur de

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Londres) el jueves 24 de noviembre de 1988 y luego el vueloDA 3430 hacia Berlín-Tegel, en su camino a Birmania, era elmás completo iluso.

Una semana más tarde, me encontraba en un tren arrastradopor una locomotora que lucía una vieja estrella roja en su de-lantera. Carole, mi mujer, me había hecho prometerle que yotrataría de encontrar a alguien que me acompañase en misaventuras, y también, atinadamente, que dicha persona debíaser joven y fuerte y, por encima de todo, de sexo masculino. Eltren estaba lleno de excelentes candidatos, todos en el apo-geo de sus jóvenes vidas, y yo sacaba el tema a cada instantedurante mis visitas al coche comedor. Curiosamente, nadiemostraba el menor entusiasmo por la aventura. Uno de ellosafirmó con desparpajo que quien manifestase en público suintención de atravesar Birmania a pie era simplemente unfanfarrón. Otro dijo fríamente que todo aquel que siquierapensase en caminar a través de un país como Birmania era, sinlugar a dudas, un chiflado.

Incluso mi mujer, que me apoyaba en todo lo demás, du-daba de mi sensatez en lo tocante a lo que ella llamaba «ElPlan Birmania». Tratando de convencerla y «razonar» conella, le dije que estaba profundamente equivocada en susaprensiones, que en realidad no había peligro, y si lo había,ella lo estaba exagerando enormemente. Que le daba dema-siada importancia a rumores y que todo rumor era engañosoy casi siempre equivocado: la moneda corriente del chismo-rreo, de la triste mendacidad en la que vivimos. En fin, no ha-bía porqué preocuparse por nimiedades; no había nada serioque pudiese disuadir a un explorador como yo. Y si a pesar detodo surgía algún peligro imprevisto, ella podría estar segurade que yo jamás incurriría en un riesgo «inaceptable». Peroella no se convencía: «¡Nada de lo que digas logrará hacermecambiar de idea!»

Lo cierto es que, ambos sabíamos que la razón no había

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desempeñado papel alguno en mi decisión. Era un proyectoque enraizaba en un modo de vida que había comenzado enel verano que precedió a mi último año de colegio, cuando ledejé una nota a mi padre informándole que me iba a México.Que sólo tuviera un dólar con 42 centavos en mi bolsillo nome pareció un obstáculo suficiente: había un camino y ésteconducía a México. La comida y el alojamiento eran proble-mas que ya se resolverían solos: Considerad los lirios del campo...Diez meses más tarde, me encontraba en un buque cisternarumbo a Venezuela y dos veranos después estaba en Argelia,mi primera experiencia de un país en guerra. En 1957, cuan-do era estudiante en Oxford, viajé a Pekín mientras esa ciu-dad se hallaba bajo una cuarentena impuesta por el Departa-mento de Estado de Estados Unidos, según la cual se prohibíaviajar a «aquellas regiones de China bajo control comunista».Y al regresar a Moscú, me encontré con que los «ojos y oídosdel mundo libre» ora me denunciaban como un «traidor alpaís», ora me elogiaban como un «nuevo Paul Revere».*Cuando la Unión Soviética probó el primer misil interconti-nental, yo me encontraba a bordo de otro tren en Siberia, ycuando Estados Unidos lanzó el primer mono al espacio, yoestaba en la India, en éxtasis por la música sagrada de los tem-plos, viviendo con medio chelín al día. Después conseguí tra-bajo en un carguero que iba a Nueva Zelanda; seguí haciaAustralia y viajé a dedo a través del Nullabor. Luego, en el in-vierno de 1962, me embarqué en otra nave cuyo rumbo eraYakarta. Para la primavera, había cruzado el río Mekong y conHermann, un alemán de Colonia, viajábamos por Laos, consi-guiendo vuelos gratis en zonas militares de aterrizaje o en de-pósitos de municiones. Seguí viajando. «No hay ruta por tie-rra hacia Panamá», proclamó el cónsul estadounidense enBogotá y todos aquellos a quienes pegunté; y sin embargo talruta existía: eran los senderos que los indígenas habían abier-to a golpe de machete por la jungla y utilizado durante mile-

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* Héroe popular de la independencia de ee.uu. (N. de la t.)

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nios. Y en 1972, cuando el gobierno de Etiopía cerró su fron-tera terrestre con el Sudán, viajé hacia Metema a lomo de ca-mello. Finalmente, cuando me casé, lo hice en Zanzíbar, enuna catedral erigida en el lugar del antiguo mercado de es-clavos. El templo había sido emplazado allí por el obispo Ste-ere, para conmemorar la abolición de este tráfico humano. Elsacerdote que bendijo nuestra unión era el hijo del hombreque había sido el cocinero de Stanley cuando el exploradorgalés se encontró con Livingstone en Ujiji. El oficiante culmi-nó la ceremonia firmando nuestro certificado de matrimoniocon la impresión de su dedo pulgar. Cuando regresamos a Eu-ropa, lo hicimos navegando por el Nilo. El anuncio que mimadre puso en las páginas sociales del Memphis Commercial Ap-peal decía así: «La feliz pareja está pasando su luna de miel enJuba».

La idea de hacer un viaje a pie por Birmania nació duran-te la primavera de 1962, cuando caminaba con Hermann porel istmo de Kra, al sur de Tailandia. Seductora por su cercaníay misterio, Birmania se situaba apenas más allá de las brumo-sas montañas azules que se levantaban hacia el oeste. Mientrasel alemán y yo marchábamos fatigosamente, charlando y so-ñando como todos los vagabundos de la tierra, imaginábamosun viaje mítico en el cual, con la ayuda de primitivos peroamistosos montañeses, pasaríamos clandestinamente de unaaldea a otra.

No sé si alguna vez Hermann logró llegar a Birmania o no.Puede que haya muerto en alguna de sus aventuras. Nos sepa-ramos en Japón y no volví a tener noticias suyas... Pero haciael verano de 1988, yo ya había adquirido la certeza de que sientonces no intentaba realizar aquella fantasía de los monta-ñeses, ya nunca lo haría.

Mientras el tren rodaba a unos monótonos treinta kilómetrospor hora a través del nevado paisaje de Rusia, primero al no-reste, entre pinos cargados de nieve, luego hacia el este cru-

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zando bosques de plateados abedules, también cubiertos porla nieve, y más allá al sureste, pasando por más nieve todavía,yo tenía muy poco que hacer a excepción de comer, dormir,mirar por las ventanillas y pensar. Entonces no podía adivinarque Birmania iría a consumir una década de mi vida y aúnmás. En esos momentos era apenas un vacío que yo llenabacon imágenes: en vez de hileras de casas adosadas, bancalesen las laderas de los cerros; a cambio de rascacielos, árbolesenormes; en lugar de enmarañados archivos legales, forestasenmarañadas. Muy lejos de una Europa pronta a sucumbir aun nuevo invierno, había una tierra de jardines que exhala-ban el intenso aroma de la flor de la luna y del franchipán.Los ríos de Rusia estaban ya congelados y cubiertos de nieve.Tristes camiones vacíos languidecían sobre carreteras hela-das, esperando cerca de los pasos a nivel. Los escasos pueblosque avistábamos consistían en un puñado de casas de un pisocubiertas por la nieve que rodeaban la omnipresente estatuaniquelada de Lenin: cargado de carámbanos colgantes, susempiterno brazo estirado apuntando proféticamente a unmetafórico futuro que ninguna persona sensata podría espe-rar jamás.

Los breves y grises días se confundían imperceptiblemen-te con las largas y oscuras noches, desorientando mi ciclo dehambres y reposos. Mientras dormía, pasamos por Yaroslav, ycuando desayunaba llegábamos a Sharja (Nizhni Novgorod),localidad que los camareros del vagón comedor sólo pudie-ron identificar después de un largo debate. Una vez, uno deellos confundió nuestra posición con un lugar por el que ha-bíamos pasado el día anterior, un margen de error de casi dosmil kilómetros, como si fuese un marinero navegando en elocéano guiado únicamente por el color de las olas. Una no-che desperté contemplando una luna llena que luchaba porliberarse de unos harapos de nubes negras; a la mañana si-guiente, el sol se levantaba de mala gana, como agobiado portanto hielo.

En Kirov, un temerario sueco dirigió un grupo de juer-

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guistas de Gadarene hasta un paso peatonal sobre nivel, pararegresar unos minutos después anunciando que no había en-contrado nada.

—¿Nada? —repetí.—¡Esto es Rusia, hombre!Le pregunté si quería irse a caminar por Birmania con-

migo.—¿Birmania? —replicó intrigado—. ¡Hombre, no tengo

ni idea dónde está Birmania! Pero lo pensaré.A unos tres o cuatro mil kilómetros al sur desde donde nos

encontrábamos, serpenteaba «la Ruta de la seda», que cruza-ba hacia el este a través del territorio de los desaparecidos ka-natos del Turquestán, donde hacía un siglo y medio habíantenido lugar las tortuosas intrigas políticas del Great Game.*Muchos murieron en la empresa: Alexander Burnes, asesina-do a machetazos en Kabul por una turba de cornudos; Char-les Stoddart y Arthur Conolly, decapitados en Bujará. Todosellos arriesgaron sus vidas. Conolly sacó fuerzas de sus convic-ciones religiosas, pero no creo que ninguno de ellos actuarasolamente por lealtad hacia su país o a su soberano. Estabanen ello por la aventura y porque amaban los grandes espaciosabiertos, y acaso porque querían probar su coraje, puesto queen esos tiempos remotos todavía se valoraban los atributos dela hombría.

Bajé del tren y me paseé por el andén congelado.—¿Gdye zdyes? («¿Dónde ser aquí?») —pregunté a un em-

pleado del ferrocarril que se cubría la cara con una bufandade lana.

Dicha entonces con orgullo, esa fue mi primera frase enruso y la creí correcta.

—Balezino —me contestó y se alejó cruzando la nieve de lanoche que, soplada por el viento, desaparecía en la oscuridad.

Unas horas más tarde le hice la misma pregunta a un sol-

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* El Gran Juego: pugna entre los imperios ruso y británico por la su-premacía comercial y política en el Asia Central (N. de la t.).

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dado vestido con un voluminoso uniforme y un sombrero depiel.

—¡Por favor! —me gritó en inglés, implorándome que nole hablase.

Estábamos en Perm, donde se habían encontrado los res-tos de dos miembros de la familia imperial, probablementefusilados. La ciudad cambió de nombre, y se llamó Molotoventre 1940 y 1957, pero cuando Jruschov denunció al epóni-mo héroe, volvió a ser Perm de la noche a la mañana. No mepude imaginar que a aquellas cansadas y desilusionadas gen-tes de pálidas caras de patata, que se acurrucaban alrededorde la estufa de hierro, les importara un comino cómo se lla-maba finalmente el lugar.

Después de Sverdlovsk (Ekaterimburgo), donde el zar Ni-colás II y su familia fueron asesinados, ya nos encontrábamosen Asia. Sí, en Asia, a pesar de que al borde de la estepa de Ba-rabinsk, a tres grados de latitud al sur de la taiga, la tempera-tura descendía a catorce grados bajo cero. Desde ese punto enel mapa, Birmania parecía una quimera inalcanzable.

En Nizhneudinsk, unos intrépidos suecos se desnudaronhasta quedar en ropa interior y corrieron hacia el andén en-vueltos en sábanas, adoptando poses que iban de lo acrobáti-co a lo lascivo. Se tomaron de las manos y bailaron en círculo;subieron las escaleras y entraron gritando de forma endemo-niada en la sala de espera, donde un gentío circunspecto sehabía refugiado, mudo y sombrío, para pasar allí la noche.Uno de los juerguistas puso su brazo desnudo alrededor deuno de los rusos como diciendo: «No se preocupe hombre, essólo una broma. Seamos amigos». Pero el ruso le rehuyó, ha-biendo confirmado sus peores prejuicios sobre la decadenciade Occidente: la tranquila intimidad del refugio que habíabuscado para dormir durante esa gélida noche se había estro-peado de pronto por culpa de una turba de demonios. Muchomás tarde, en la India, preguntándonos por qué nos habíanarrestado y cuánto duraría nuestra reclusión, Mats y yo iría-mos a recordar las horas vacías que pasamos contemplando la

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helada e infinita magnitud de Rusia. Cuando los guardias nosencerraban por la noche teníamos, para comparar, el recuer-do de la claustrofobia de Siberia.

Cuando el sol se puso sobre una pradera de Mongolia azo-tada por el viento, Birmania por fin comenzaba a anunciar suinminente realidad. A la mañana siguiente, íbamos viajandopor un terreno cruzado por hileras de altos álamos que se er-guían a lo largo de canales de regadío y sucios terraplenes so-bre los cuales se amontonaban bicicletas y carromatos deenormes y sólidas ruedas. Hacia el norte, se erigía la Gran Mu-ralla, una pálida línea azul que discurría a lo largo de unacresta entre montañas.4 Más allá, tras un velo de fino polvo ne-gro, la gran ciudad industrial de Datong se perfilaba antenuestra vista. Era el 5 de diciembre y Carole debía llegar a Pe-kín el día 10, para unas vacaciones que habíamos planeadopasar juntos. En unas pocas horas estaríamos en Pekín, y to-davía yo no lograba conseguir un compañero para hacer el ca-mino por Birmania y cumplir así la promesa hecha a mi espo-sa. Mientras meditaba sobre ello, Carsten y Søren, dos danesesde mediana edad que habían prometido discutir el asuntoconmigo, se acercaron a mi compartimiento.

Con ellos venía Mats. Como el mismo reconoció, vino porqueno tenía nada mejor que hacer. Tenía 23 años, la mirada in-teligente, estatura de un metro noventa y tres y una constitu-ción muy fuerte. Dijo que era teniente en el ejército sueco y sedirigía a Brisbane con su amigo Dany. Deseaban jugar alrugby para un club de esa ciudad australiana y habían estadoahorrando para este viaje durante los cinco últimos años.Aparte de haber visitado una vez a su hermana en Marruecosy de haber pasado una media docena de fines de semana en lacosta en Dinamarca, Mats nunca había salido de Suecia y nosabía nada sobre Birmania, excepto que tenía una relacióncon el llamado Triángulo Dorado. Me preguntó si lo que yoproponía tenía algo que ver con drogas. Le aseguré que yo no

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tenía ningún interés en ellas, y que intentaría evitar el Trián-gulo Dorado a toda costa. Añadí que fuera de eso mis planeseran flexibles y estaban sujetos a múltiples variables, abun-dando en este extremo.

—El camino más fácil para entrar a Birmania es por Tai-landia. Iremos a Bangkok y obtendremos visados birmanos,de los mismos birmanos si fuera posible. De lo contrario, lospodremos conseguir en la calle: el mercado negro para visa-dos birmanos es floreciente en Bangkok —concluí con granseguridad.

Esta demostración de dominio técnico sobre posibles difi-cultades les impresionó.

—¿No es eso un poco arriesgado? —preguntó Carsten.—De ninguna manera —dije yo con el mayor aplomo—.

Mientras esperamos nuestros visados, recorremos Bangkokpara obtener más información. Tengo el nombre de un agen-te de viajes al que podemos contactar allí. Antes de los distur-bios del verano pasado en Rangún, él organizaba viajes a Bir-mania y dicen que conoce el país del derecho y del revés.Entrar o salir de Birmania no será ningún problema

—afirmé de forma categórica—. La frontera es un colador:la gente la cruza todos los días por el Paso de las Tres Pagodas,por Mae Sariang y otros lugares. Los problemas empezaránuna vez que estemos en Birmania. Las Tres Pagodas están de-masiado al sur. Mientras más al norte vayamos, más corta serála ruta a la India o Bangladesh y mayor la protección que ofrez-ca la montaña. Por lo tanto, lo mejor que podemos hacer estratar de cruzar la frontera desde Mae Hong Son, al noroestede Chiang Mai. Desde Mae Hong Son hay un camino que se di-rige a Ban Sap Mea Sant vía Ban Tha Pu Deang y Ban HuaiDua. Ban Sap Mea Sant está a unos ocho kilómetros de la fron-tera, una caminata de menos de dos horas. Seguimos el trayec-to del río hasta Wan-Hwe-On, donde deberíamos encontrargente que hable tailandés, y que nos podrá informar de posi-bles problemas. En Bangkok conseguimos un libro de frasesen tailandés y un diccionario. El primer pueblo de alguna im-

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portancia, llamado Ywathit, está a treinta kilómetros de la fron-tera. Quince kilómetros más allá de Ywathit está Bawlake, en lacarretera principal. En este momento me parece que hay quehacer dedo hasta Toungoo y desde allí tomar un tren a Man-dalay. Si los policías birmanos son como los demás, no nos hos-tigarán. Supondrán que somos turistas, como los demás mochi-leros. Desde Mandalay cogemos un tren a Monywa y desde allíviajamos a dedo a Ponna, donde nos las arreglaremos para pa-sar por las montañas de Chin hasta Bangladesh.

Llevado por la magia de mi propia retórica, me sentía in-superablemente bien informado sobre asuntos acerca de loscuales en realidad nada sabía. Carsten interrumpía mi discur-so con unos frecuentes «¡Claro que sí!» o, «¡Seguro, hom-bre!», mientras que Søren sonreía todo el tiempo, de formaalentadora. Ambos daban la impresión de que su aprobaciónse podía ganar o perder con la misma facilidad. Un minuto es-taban entusiasmados con las chicas, el siguiente con la cerve-za e inmediatamente después con hacer la caminata por Bir-mania. No así el marcial joven sueco, aunque ello no fueraevidente para mí en aquel momento. Terminé convencido deque no los volvería a ver nunca más.

Sin embargo, unos días después de que nos separáramosen Pekín, me encontré por casualidad con Mats en el vestíbu-lo de un hotel.

—¿Sabe, señor Tucker? —me dijo en un cuchicheo inten-so—. He estado pensando en lo que me dijo en el tren. Nocreo que pueda vivir en paz conmigo mismo si no hago la ca-minata por Birmania con usted...

Pero por el momento, él y su amigo Dany se sentían obli-gados con dos chicas con quienes habían ligado, y él no habíatomado aún una decisión. Quedamos en encontrarnos enCantón, a finales del mes: todo parecía depender de cómo ély Dany se llevaran con las chicas.

Toda entusiasmo y expectativas, Carole llegó desde Moscú enel vuelo nocturno de Aeroflot. «¡Carole está en China!» excla-

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mé, abrazándola en la puerta de Llegadas. Obsesionada por elrecuerdo de pasadas vacaciones conmigo, calzaba unas fla-mantes botas de montaña, recién adquiridas en la TiendaScout de Oxford.

Durante las siguientes tres semanas nos dedicamos a serturistas a tiempo completo. Al igual que todos los turistas, ala-bábamos la comida pero nos quejábamos en voz alta por tenerque pagar en Certificados de Moneda Extranjera por nuestroshoteles y por los billetes de tren y por tener que viajar en esosautobuses repletos de pasajeros. Y rezongábamos también porlos prepotentes y agresivos chinos y contra unos funcionariosque parecían no conocer más que una palabra en su extrañoe insoportable idioma: mei (no tenemos). Como buenos turis-tas, leíamos las mismas guías de viaje, comprábamos los mis-mos billetes, esperábamos en las mismas colas y admirábamoslas mismas vistas. Pekín había cambiado hasta lo irreconocibledesde mi anterior visita en 1957. Habían demolido las mura-llas de la antigua ciudad tártara para dar paso al primer metrode China. Los dieciséis portales con sus torres y sus magníficasmurallas semicirculares eran ahora meras estaciones de me-tro, funcionales hasta la crueldad. Los templos, pagodas y pa-lacios, las balaustradas, los azulejos verdes o azules, los intrin-cados aleros y las refinadas esculturas —criaturas míticas paraahuyentar los malos espíritus—; nada de eso existía ya. La«ciudad de los jardines» había sido pavimentada y sobre esteyermo de hormigón se abalanzaba una rugiente avalancha deautobuses articulados, camiones y coches monocromos, sincontar los tuo la jis, esos desgarbados triciclos motorizadosque arrastran remolques, tan característicos de China.

Abordamos un tren, encadenamos nuestras mochilas a lasrejillas del portaequipaje para que no las robaran durante lanoche, y llegamos a Xian, donde de forma inexorable desfila-mos entre batallones de soldados de terracota, para luego tre-par, ya sin energía, hasta la cúspide de la Pagoda del GranGanso. Cogimos otro tren y nos dirigimos a Cantón, donde lassoleadas palmeras rompían en parte la monotonía generaliza-

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da. Macao fue una reconfortante profusión de viejas iglesias yantiguos cementerios. Una placa conmemoraba a Camoens,cuyo contacto con la pagana Catay de Marco Polo inspiró sucelebración de la grandeza de su cristiana patria portuguesa.Nuestra visita a Hong Kong consistió en un trayecto en trenhasta Victoria Peak —gastando un dineral en porcelana, cerá-mica vidriada y seda en el Emporio de Arte y Artesanía de Chi-na— y en una misa de Navidad en la Catedral de San Juan.Desde allí, regresamos a Cantón. Y durante esta prolongadadistracción, ninguno de nosotros habló de Birmania.

Un día, súbitamente, las vacaciones de Carole llegaron asu fin. Cuando se despidió para regresar a Inglaterra, lo queera sólo una hipótesis pasaba a ser realidad. Tenía por delan-te meses de ansiedad que tendría que aguantar sola, y ella losabía cuando nos dimos el beso de despedida. Quise burlarmede su miedo, pero mi jovialidad no le hizo la menor gracia. Leprometí estar de vuelta el 1 de marzo. «El 1 de abril a más tar-dar» le dije. Pero ella sabía que no sería para entonces, que laangustia persistiría en enero, febrero, marzo, abril, mayo... yque acaso nunca supiera lo que me había ocurrido; lo peor se-ría la incertidumbre. Todo lo que compramos en el Emporiode Arte y Artesanía de China, lo que ella siempre había queri-do tener para la casa y nunca antes pudimos adquirir, llegaríadespués desde Hong Kong envuelto en papel de embalajepara llenar nuestra casa como memento mori.

Al regresar a mi hotel en Cantón, encontré a Mats, Dany ydos chicas en el comedor. Ya no esperaba toparme con él. Ha-bían estado en el Tíbet y se dirigían a Hong Kong para com-prar cámaras fotográficas y «celebrar el Año Nuevo».

—¿Y después? —pregunté.—He decidido ir a Birmania contigo —me dijo—. Sólo así

podré estar en paz conmigo mismo.Decidimos que no debía perder tiempo en Hong Kong ob-

teniendo visados para Tailandia y la India. Según como fuera,podría obtenerlos en otra parte. Yo ya tenía los míos. Resolvi-mos aplazar el plan que yo le había propuesto en el tren; pri-

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mero intentaríamos la «Opción China». Después de todo qui-zás China no estuviera ya tan completamente cerrada por una«cortina de bambú» como yo lo suponía.

Nuestro objetivo era cruzar Birmania, y cualquier ruta serviríasiempre que los países por los cuales entrásemos y saliésemosno fuesen contiguos. El camino más fácil hacia Birmania eradesde Tailandia, pero ello significaba una caminata muchomás larga a través de Birmania. Podríamos acortar esa distan-cia de forma considerable si cruzábamos la frontera donde lacarretera de Birmania se adentraba en China, unos cuatro-cientos kilómetros al suroeste de Dali. Dali estaba abierta a losextranjeros, pero no así la ruta entre esa ciudad y la frontera,y corría el rumor de que la jing cha (policía) había disparadocontra un extranjero que encontraron allí. No obstante, cal-culamos que era poco probable que los chinos corrientes ymolientes consideraran nuestra presencia tan extraña comopara que nos denunciaran a la jing cha, y que si nos cogían,como mucho nos deportarían, imponiéndonos primero unamulta. Si fallábamos, nos quedaba la posibilidad de intentaralguna otra vía de ingreso.

Así fue como en la primera semana de enero estábamos yaen Dali. La que fuera una vez orgullosa capital de los dai oshan, era una antiquísima ciudad, según lo atestiguaban susmagníficas puertas y sus altas murallas de ladrillos, aunquepoco más que eso perduraba de esas pasadas glorias. Todoslos restaurantes tenían nombres ingleses: el café Jim’s Peace oel Lisa’s, y allí servían tortitas con relleno de frutas, pizzas,muesli y pan integral con mantequilla al ajo. Un pequeñoejército de sastres hacía muy buen negocio, confeccionandode la noche a la mañana trajes de seda para mochileros reci-clados, y los profesores de las instituciones estatales gozabande una segunda remuneración impartiendo clases de chino.La elección de alojamiento se limitaba al Hotel Dali n.º 1 (máscaro) o al Dali n.º 2 (más barato). Elegimos este último y allí

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nos asignaron una pequeña y oscura habitación de cemento.Fuera del cuarto, en un oscuro corredor también de cemento,había una escupidera llena de esputos y orines. Las encarga-das se negaban a vaciarla: nos despreciaban tanto a nosotroscomo a los demás huéspedes por ser aún más pobres queellas, y se pasaban las horas de trabajo haciendo punto parasus bebés. En los servicios para caballeros había anuncios ex-hortando a los clientes a que se abstuviesen de usar las pare-des de los retretes como substitutos del papel higiénico y quetirasen de la cadena «después de haber realizado sus depósi-tos». No había agua caliente y las duchas, cuando uno se atre-vía a desafiar el frío, funcionaban a su regalado capricho. Nin-guno de los horrores que nos ocurrirían después en el PaísKachín o en la India -elefantes salvajes, serpientes, matorralesde espinas; ni el mismísimo ejército birmano, ni el comisariode policía en Changlang- nada, ni siquiera las sanguijuelas, se-ría tan horroroso como el Hotel Dali n.º 2.

Felizmente, los preparativos finales para nuestro intentode cruzar la frontera nos mantuvieron ocupados. El plan erasimple. No viajaríamos en autocar o en taxi, ni tampoco en ca-miones cerrados, porque supusimos que los jing cha detendrí-an y registrarían tales vehículos. Ello dejaba como única posi-bilidad los camiones de combustible, los que operaban comouna especie de servicio de enlace en el que los mismos con-ductores iban y venían por las mismas rutas. Además, no habíaen ellos lugar para esconder ninguna carga sospechosa. Pero,a menos que nos disfrazásemos, los jing cha se fijarían en no-sotros. Por ese motivo, compramos chaquetas Mao de algo-dón azul, sombreros de paja de ala ancha y mascarillas qui-rúrgicas. Al pasar los puntos de control, nos inclinaríamoshacia adelante para que nuestros sombreros ocultasen las ca-ras pálidas, los ojos grises y las grandes narices. A través de laventanilla del conductor habría un breve intercambio de bro-mas entre viejos amigos, y si los policías se tomaban la moles-tia de mirar más allá del conductor ¿qué verían? Sólo un parde campesinos dai, dormidos. Mucha gente llevaba mascari-

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llas quirúrgicas para protegerse de la contaminación. Con-cluirían: nada fuera de lo corriente, nada que merezca otramirada. Así, inspección tras inspección, los jing cha nos dejarí-an pasar con una sonrisa. Nosotros, simplemente nos echaría-mos «a dormir» al cruzar cada punto de control.

—Necesitamos provisiones para una semana; por si tene-mos que escondernos en el bosque sin poder comunicarnoscon nuestros contactos locales —le dije a Mats.

De modo que compramos una docena de paquetes de fi-deos, algunos pimientos, un contenedor de plástico para elagua y un frasco de yodo, para purificarla. También compra-mos un mapa de Yunnan con los nombres geográficos escritosen chino, para que al pedir instrucciones pudiésemos compa-rarlos con el mapa de China que yo había obtenido de la re-vista National Geographic. Conocimos a un estudiante y le pedi-mos que escribiera para nosotros los mensajes que, a falta deintérprete, utilizaríamos. Él detestaba a los jing cha y le hizomucha gracia la idea de que pudiésemos engañarles, pero nosadvirtió: «No se dejen atrapar: no son tipos simpáticos».

Obtener en Dali información sobre la ruta a seguir no re-sultó nada fácil, pues nadie parecía haber viajado más allá deXiaguan, al extremo sur del lago. Sin embargo, en la vísperade nuestra partida, nos encontramos por casualidad con untipo llamado Chang quien, durante un intervalo de paro so-cialista forzoso, antes de que Dali se transformara en un lugarturístico de moda, había probado suerte como comerciante.Nos contó que había viajado por esa ruta muchas veces y quela conocía al dedillo, refiriéndose a ella con convicción y au-toridad. Le gustó nuestra idea de disfrazarnos de dai y hacerdedo con los camiones cisterna. No obstante, dijo, todo esono serviría para nada. El área restringida empezaba justo másallá de Xiaguan y había doce puntos de control desde allí has-ta la frontera y aún otro más en la frontera misma. Todo el trá-fico desde la frontera estaba controlado de manera rigurosa,pues la obsesión dominante de los jing cha era el creciente flu-jo de heroína procedente de las refinerías de Birmania. Por

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otro lado, el control del trafico hacia la frontera era más rela-jado, y si éramos cuidadosos, y además, recalcó, afortunados,quizá podríamos pasar diez de los doce controles. Pero, nos ad-virtió, era casi seguro que seríamos descubiertos ya sea en Ba-oshan o en el puente de Nu Jiang, y debíamos darnos por ad-vertidos que íbamos a pasarlo mal si nos cogían. Era casi unacerteza que nos apresarían y que permaneceríamos en prisióndurante un largo tiempo: además de justa, la justicia socialistaera severa. Aun suponiendo que de algún modo lográsemospasar más allá del puente de Nu Jiang, Chang no se mostrabaen absoluto optimista acerca de nuestras posibilidades de lle-gar a la frontera. Para ese improbable acontecimiento, nosaconsejó que tratásemos de llegar a un pueblo situado a unosveinte kilómetros al este de Wanding. Él ya no recordaba sunombre, pero encontraríamos el sendero para llegar a él jus-to antes de alcanzar Wanding. No obstante, había muchassendas que nacían de ese camino y no supo cómo describir elsendero de marras. Añadió que necesitaríamos un guía, puesmucho dudaba de que pudiésemos encontrar el sendero pornuestra cuenta. Y si por fin nos las arreglábamos para llegar aBirmania, tendríamos que estar dispuestos a sobornar a loshombres del ejército birmano que, con seguridad, nos inter-ceptarían. El soborno podía conseguirlo todo en Birmania,especialmente si llevábamos dólares. Lo más seguro, aconsejó,era esperar hasta la primavera, cuando las restricciones detránsito hasta Mangshi fueran suprimidas.

Armado con esta información, redacté y eché al correouna larga carta para Carole, detallándole nuestra ruta y ro-gándole una vez más que no se preocupara. Al día siguiente,después de desayunar en el café Jim’s Peace, nos pusimosnuestros disfraces. Nos despidió un francés que había mostra-do un entusiasmo algo burlón por nuestros planes. Había via-jado mucho, pero reconoció con nobleza que nunca había ca-minado por Birmania. «Mais pourquois pas? C’est une excellenteidée» dijo. Mientras pasábamos por Lisa’s, una alemana saliócorriendo a hacernos una foto. Cuando un año después me

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topé con ella en el aeropuerto de Bangkok, al verme exclamó:«¡Vaya! Eres tú, pensé que estabas muerto».

Un conductor nos paró en las afueras de Xianguan. Al vernos,se palmoteó los muslos —cubiertos por un mono— riéndosea carcajadas. Con nuestras chaquetas Mao, sombreros dai ymascarillas, teníamos una pinta francamente ridícula. Y ade-más, ¡sin saber una palabra de chino! La verdad es que a nues-tro conductor todo parecía causarle hilaridad: unos campesi-nos de anchos pantalones azules y sombreros cónicos, culísequilibrando con delicadeza sus cargas en pértigas de bambú,mujeres con bebés de caras sonrosadas en sus arneses, cerdosde color rosa revolcándose en el lodo, un ganso que cruzabatorpemente el camino: ¡la vida era divertida!

Treinta kilómetros después, al lado de un puente colgan-te, encontramos el primer puesto de control. Pero los guar-dias, ocupados con un autocar que iba hacia el este, nos indi-caron por señas que pasáramos. Nuestro conductor iba tanentretenido con otro de sus chistes que no se dio cuenta deque algo inusual había ocurrido.

El camión cisterna ascendía lenta y laboriosamente porunas curvas cerradísimas, luchando contra la pendiente delterreno y desembarazando el motor al bajar las cuestas. Cercade una hora después del atardecer, las luces delanteras del ca-mión iluminaron la silueta de una mujer de pantalones ne-gros de satén y tacones de aguja que se erguía entre otros ca-miones aparcados en el peralte del camino. La mujer nosindicó que nos acercásemos. Nos detuvimos, descendimos y,tras un animado coloquio, la seguimos hacia una casa de cañacon techo de paja. Allí, encorvada sobre una fogata de leños,se encontraba otra mujer que cocinaba. La única luz era laque procedía del fuego. Había media docena de hombres encuclillas en la oscuridad. Suponiendo que estábamos en unburdel, aguardé con expectación, pero la mujer que nos ha-bía atraído hasta allí dejó de interesarse por nosotros. Se aga-

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chó, besó a un bebé desnudo que estaba en el suelo, proba-blemente el suyo, y desapareció para proseguir con su trabajode señuelo. Los hombres parecían demasiado cansados, ham-brientos o drogados como para interesarse en ninguna con-versación. En ese momento, la mujer que cocinaba me hizoun gesto. Hasta el bebé parecía observarme en ese momento.«Cree que tienes dinero» me comentó Mats, cínicamente. Sinembargo, la mujer sólo trataba de saber si yo quería una fuen-te de agua caliente para lavarme. Dócilmente, todos nos fui-mos a la cama en la habitación contigua, después de haber ce-nado carne de venado seco, huevos, col y arroz, todo pagadocon gasolina extraída del camión. Nos levantamos antes delamanecer y continuamos viaje.

Todavía estaba oscuro cuando pasamos el siguiente pues-to de control: los soldados de guardia con sus gorros de lana,paralizados por el frío, apenas si nos miraron.

El amanecer sobrevino lentamente, el sol iba iluminandogradualmente los tiernos brotes de soja, el arroz en los arro-zales y las techumbres de tejas de unas casas protegidas por al-tos muros y complicados portones que impedían la entrada aespíritus malignos.

Alrededor de las ocho de la mañana llegamos a Baoshan,cuyas calles adoquinadas estaban atiborradas de campesinosvestidos con ropas acolchadas y ruidosos tuo la jis con sus mo-tores de un cilindro. Conscientes de que, según dijera Chang,podríamos encontrar problemas en ese lugar, nos pusimos lasmascarillas y bajamos el ala de nuestros sombreros, esperandoque el conductor no lo notase. Pero éste se palmoteó las rodi-llas, muerto de la risa: ¡otra vez los payasos salen a la pista! Noobstante, minutos más tarde se detenía frente a una comisaría.

Así que él lo sabía. Pero, ¿porqué no nos había denunciado an-tes? No, decidí, después de reflexionar un momento, él no po-día saber nada. Sólo sospechaba y nos estaba denunciandopor si acaso.

Media docena de tipos vestidos de civil y con bigotes man-chús holgazaneaban y fumaban fuera de la comisaría; sin

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duda pertenecían al Servicio Secreto. El conductor se apeó yentró, y regresó al cabo de unos minutos. Lo estudiamos bus-cando algún indicio de lo que estaba ocurriendo. Consiguióun tubo de goma, levantó el capó del camión y empezó a darmartillazos al motor. Uno de los policías parecía estar miran-do en nuestra dirección. ¿Nos había visto? Un hombre se unióal conductor por debajo del capó. Les podíamos escucharcharlando alegremente por encima de los golpes de martillo.Cuando el estruendo amainó y el capó bajó, apareció el con-ductor, su enorme pecho todavía estremecido por las carcaja-das. Entonces se nos ocurrió la espantosa idea de que nos po-dría presentar a su amigo. Casi le podíamos oír diciendo:«Ven aquí Wu. ¡Tienes que conocer a este par de payasos quevienen del fin del mundo! ¡Son increíbles!» Pero el conductorsimplemente volvió al camión y continuamos el viaje.

Habíamos pasado con éxito Baoshan, nuestra primeragran prueba, y nuestra confianza era superlativa. Estábamosdispuestos para la siguiente prueba: el puente de Nu Jiang.

En un cruce de caminos nos despedimos de nuestro con-ductor y muy pronto nos recogía otro camión que iba rumboa Mangshi. El nuevo conductor no era oligofrénico como elanterior y nos pareció que ya estaba lamentando la impulsivadecisión de pararnos. ¿Qué hacían allí dos burgueses NaricesGrandes haciendo dedo? Y además, ¿por qué iban vestidoscomo dai? Empezó a interrogarnos. No comprendíamos laspalabras, pero sabíamos lo que estaba preguntando. Tratamosde tranquilizarlo con sonrisas, pero ello sólo exacerbaba sussospechas. Si íbamos de buena fe, no había necesidad de son-reír, y si no ¿por qué sonreíamos? Pensamos que era aconse-jable desmontar pero decidimos que si lo hacíamos, podría-mos inducirlo a que nos denunciara. De todos modos, nohabía un lugar apropiado para apearnos; en todo el contornolos cerros estaban cubiertos por densos bosques, excepto poruna mancha color marrón dentro de la verde colcha de la ca-ñada que se veía más abajo, en donde se elevaba una delgadalínea de humo azul que señalaba un minúsculo caserío. El

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conductor se detuvo unos instantes para inspeccionar nues-tros pasaportes. Luego, todavía receloso, siguió adelante.Conducía a tal velocidad que calculamos que estaríamos enMangshi antes de la puesta de sol. Pero necesitábamos la pro-tección de la oscuridad para escurrirnos por Mangshi sin serdescubiertos.

Llegamos al puente de Nu Jiang5 cerca de las tres de la tar-de. Un policía se aproximaba lentamente... otro camión, otrainspección, las mismas preguntas, un par de campesinos daidormidos...

¡Un momento! ¿Está todo bien? El policía nos miró denuevo, esta vez sus ojos se abrían más y más. ¡No podía creer-lo! Entonces explotó: «¡Salir! ¡Salir!» y pensar que hasta aho-ra todo había resultado tan bien. Sentí la sangre agolpándoseen mi cerebro. Absurdo, esto no está ocurriendo, no puedeestar pasando; no a mí, no a este gallito impetuoso e invenci-ble que soy yo; esto no figura en mi horóscopo; no es como lo heplaneado. Otros policías salieron del edificio para ayudar a sucolega, y el soñoliento lugar que achicharraba el sol se llenóde imprecaciones. Se abalanzaron sobre el conductor, lo sa-caron a tirones de la cabina y empezaron a golpearlo y zama-rrearlo.

Mantén la calma. No debes dudar del objetivo o del éxito final...Has tomado una decisión, y ahora ¡a aguantarse! No les dejes ver queestás asustado. Y no pongas nervioso a Mats, no sea que nos delate.Deja que sientan nuestra indignación. Pero recordé unos retretesen Pekín, donde los hombres se ponían en cuclillas en fila so-bre una trinchera de cemento. Así podría ser una prisión chi-na. Y en las mangas de Mats, bien enrollados, estaban los men-sajes que el estudiante de Dali había preparado para nosotros:Queremos ir a Yongping,

, Longling, Mangshi, Wanding, Ruili. ¿A qué distancia está lafrontera? No queremos ir a Birmania por los caminos que todos losdemás usan. Debemos evitar el control de inmigración de la aduana.¿Conoce a alguien que quisiera ser nuestro guía? Y para ser usadoen caso de estricta necesidad: De ningún modo debe saber la poli-

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cía de nuestra presencia aquí. ¿Qué podíamos decir? ¿Que tenía-mos esos papeles en caso de que alguien pudiera necesitarlosy que intentábamos presentarnos a la policía? Chang nos ha-bía advertido que casi seguro terminaríamos en prisión y per-maneceríamos allí por largo tiempo. «No son tipos simpáti-cos» había dicho.

Por el momento, los policías se concentraron en nuestroequipaje. Agarraron mi mochila y la abrieron violentamente.Justo cuando parecía que nuestra suerte se acabaría, se volvie-ron al conductor. ¿Qué le iba a pasar a él? Sólo era culpablede ser generoso con dos mendigos europeos, pero dicen quelos funcionarios chinos son aún más duros con los suyos quecon los forasteros. Lo llevaron a la fuerza hacia un edificiocontiguo a una antena de radio en el otro lado del recinto yde pronto Mats y yo nos quedamos solos.

—Recuerda, no saben cuán insignificantes somos—, le dije.Tras una espera que pareció interminable, los policías re-

gresaron al camión y volvió a comenzar el interrogatorio.Ahora les acompañaba un joven oficial. Mostramos nuestrospasaportes y, apuntando a nuestros visados de turistas, hici-mos todo lo posible por mostrar un gran resentimiento por laforma descortés con la que sus hombres nos habían tratado.El oficial estudió con calma los pasaportes.

—¡Visado! —afirmé con fuerza.—¿Visado?—¡Visado! —repetí.Era una palabra nueva para él, pero parecía querer hacer

alarde de su inglés y ocultar su ignorancia ante sus hombres.Reflexionó sobre qué hacer, mientras volvía lentamente laspáginas de nuestros pasaportes y nos echaba miradas de vezen cuando, esperando descubrir alguna clave sobre nuestraculpa o inocencia. Examinó los visados otra vez, luego regresóal edificio situado cerca de la antena, presumiblemente paraconsultar por radio con sus superiores. Retornó después deun tenso cuarto de hora y, prorrumpiendo en una gran sonri-sa que nos sobresaltó por lo repentina, nos informó que po-

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díamos proseguir nuestro viaje sin problemas. Supusimos quehabían terminado por aceptar nuestra legitimidad. ¿De quéotro modo podríamos haber llegado tan lejos?

Para entonces, por cierto, habíamos destruido los mensa-jes que nos incriminaban, ocultando los pedacitos debajo delasiento. Quizá nuestro conductor los encontraría, confirman-do por fin lo que había sabido todo el tiempo: que no éramostrigo limpio.

Los jing cha habían hecho lo que todo policía inseguro de suautoridad hubiera hecho en cualquier parte del mundo: tras-ladar la responsabilidad de arrestarnos a los que estaban másadelante. Sabíamos que sus colegas nos esperarían, ¿perodónde? El cielo se cubrió de nubes, amenazando lluvia, y otravez recordamos las agoreras predicciones que nos hicieraChang.

Pasamos Longling, un lugar feo y cubierto de lodo, cuyoatributo más sobresaliente era un ingenio de azúcar, y llega-mos a Mangshi poco después de las cinco de la tarde. Comotemíamos, nos encontramos en una calle llena de gente en elcentro del pueblo, donde no había manera de que pudiéra-mos pasar desapercibidos. De algún modo tendríamos queatravesar el pueblo y coger otro vehículo antes de la puesta desol, pues más tarde los conductores no se detendrían para lle-varnos. Cogimos un tuo la ji que nos hizo avanzar un par de ki-lómetros. Nos bajamos y cogimos otro. Encaramados sobrenuestras mochilas en la carrocería abierta, nos despedíamoshaciéndoles señas a la gente que deambulaba por unos jardi-nes de banyanes. Inhalando profundamente el aire impreg-nado de olor a petróleo barato, nos sentimos de pronto ma-jestuosamente superiores al común de los mortales. «Me estásenseñando cosas nuevas» me dijo Mats. Exactamente tres me-ses más tarde, el mismo olor señalaría el comienzo de una ca-rretera en la India y el final de un infierno de sanguijuelas.

Al caer la noche, abordamos otro camión cisterna, y el

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conductor nos dijo que se dirigía a Ruili, situada más allá de laciudad fronteriza de Wanding. Birmania estaba ahora apenasa un poco más de dos horas de viaje y era tiempo de decidircómo proseguir desde Wanding. Había dos posibilidades: po-díamos seguir adelante con este conductor hasta alcanzarLongchuan para continuar hasta la frontera siguiendo el río;o bien apearnos antes de Wanding y tratar de encontrar elsendero que conducía hacia el este, tal y como Chang nos ha-bía aconsejado. El atractivo de la ruta del Longchuan era susimplicidad. Pero sabíamos que había un puesto de controlen el puente y si, como lo sospechábamos, los guardias de NuJiang habían alertado a sus superiores, la policía estaría espe-rándonos e interceptarían todos los vehículos. Optamos, porlo tanto, por buscar el sendero de Chang, reservando la op-ción Longchuan para el caso de no encontrarlo.

Fijamos la posición de las estrellas más brillantes con rela-ción al sol que ya se ocultaba, con el objeto de usarlas comoprimitivas guías de navegación, y cuando el resplandor de lasluces de Wanding apareció en el valle que se extendía másabajo, nos apeamos. Sentí un vehemente deseo de confiarlenuestro secreto al conductor, decirle que su cómodo camiónera el último vehículo motorizado que utilizaríamos por mu-cho tiempo y que nos dirigíamos a un lugar sin caminos, don-de el único medio de transporte era el elefante.

Wanding se encuentra en la ribera norte del Nam Long (ríoLong). Donde sus luces terminan, Birmania comienza: un abis-mo negro y tentador. El pueblo sin nombre mencionado porChang estaba en la parte china de la frontera, a medio día decaminata hacia el este de donde nos encontrábamos. Por lotanto, si alcanzábamos el Nam Long y lo seguíamos en direc-ción este, nos encontraríamos con el sendero de Chang. ¿Perocómo llegar al Nam Long? El bosque era una impenetrable ma-raña de espinas y de bambú, y la única ruta posible hacia el ríoparecía consistir en atravesar por el centro de la ciudad. Discu-timos si uno de los dos debería adelantarse para explorar, perodecidimos que lo menos arriesgado sería probar suerte juntos.

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Wanding resultó ser casi una plaza fuerte. Eludimos a va-rios soldados, sólo para encontrar a otros haraganeando cer-ca del río. Contemplando anhelantes el agujero negro quehabía más allá, nos volvimos.

—Pase lo que pase, al menos podremos decir que llega-mos a ochenta metros de nuestro objetivo —musité a Mats através de mi mascarilla.

—¿Crees que nos han visto? —me murmuró a su vez.—Espero que no. Sigamos con cuidado por esta calle y ve-

amos adónde nos lleva.La calle conducía a otros cuarteles y a una plaza donde fu-

maban más soldados. De modo que, abandonando el plan dellegar al Nam Long por esta ruta, regresamos al camino aMangshi.

—Apasionante —dije—. Y por eso estamos aquí, Mats, porlo apasionante.

—Sería igualmente apasionante por la mañana, y podría-mos ver por dónde vamos.

—¿Y perder el amparo de la oscuridad? No, tenemos queseguir.

—Shelby, ¿te das cuenta de que no hemos cenado?La comida era más importante para Mats que para mí. Ésta

no iba a ser la última vez que la cuestión surgiría entre noso-tros. Pero yo también estaba hambriento y había una hospe-dería unos cuantos metros más allá del cruce con el camino aRuili, donde habíamos descendido del camión. De modo quesubimos otra vez el cerro del cual acabábamos de bajar. Un ca-mión se encontraba aparcado junto a la hospedería, apuntan-do en dirección a Ruili. Justo cuando llegábamos su conduc-tor salía de la hospedería. Si hubiésemos tenido máspresencia de ánimo, le habríamos pedido que nos llevase, re-viviendo así la alternativa Longchuan. Pero la ilusión de unacomida nos trastornó brevemente, lo que resultó en una ven-taja para nosotros según nos enteramos después, Longchuanconducía inexorablemente a los brazos del ejército birmano.

El hostelero era un viejo lisiado de una pierna. Después de

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cenar un poco de col fría impregnada de aceite que extrajo deunos cacharros de hierro de la cocina, le preguntamos por elsendero recomendado por Chang. Dábamos patadas en el sue-lo para sugerir que buscábamos un camino, separábamos de-dos y manos para indicar distancias o señalar nuestro rumbo yrepetíamos a viva voz: «¡Man Guo!», que como se verá resultóser una expresión muy ambivalente. En la conversación quehabía tenido con Chang, con el auxilio de nuestro mapa deYunnan, yo había puesto el dedo por pura casualidad en MöngKo, una aldea shan al este de Wanding, en la parte birmana delNam Long. Chang creyó que me refería a la aldea en vez de alpaís, y de este modo la expresión Mang Guo —como en YingGuo (Inglaterra) y Zhong Guo (China)—, entró en nuestro lé-xico de palabras chinas como un equivalente a «Birmania».

Había dos caminos que conducían a Man Guo, contestó elhostelero, impresionado quizás por nuestro acabado conoci-miento de la toponimia local. Uno (el que acabábamos deprobar) llevaba hacia el sur, a través del pueblo y sobre elpuente internacional a Banzai;6 era el más fácil. Podrá ser elmás fácil, objetamos con convicción empleando nuestros re-cursos de mimos, y llevándolo hacia afuera apuntando haciael este: ¿no había acaso otra ruta? Le indicamos que prefería-mos un desafío mayor; atacar un sendero a través de la jungla.Si realmente queríamos ir por esa ruta más difícil, nos contes-tó, la encontraríamos más adelante en el camino. ¿A qué dis-tancia? Levantó tres dedos, que entendimos significaba tres-cientos metros, la distancia desde la hospedería hasta elsendero de Chang, ó treinta kilómetros, la distancia desde elcamino a la aldea de Chang, en la frontera con Birmania. Dealgún modo nos convencimos a nosotros mismos que ellocoincidía con los «veinte kilómetros» mencionados porChang. Y sostenidos por tan precaria información, nos pusi-mos en marcha hacia «Man Guo».

Encontramos un sendero que parecía corresponder a lasdescripciones del hostelero. Proseguimos sin linternas hastaque estuvimos lo suficientemente lejos del camino. Era una

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noche oscura y tan pronto como me desvié un poco del sen-dero, caí en un agujero. Pero no encontramos obstáculos se-rios. Seguimos por el sendero hasta cerca de la medianochecuando, agotados, nos echamos a dormir sobre un terreno pe-dregoso, junto a una pila de ladrillos, en el patio de una fá-brica de ladrillos. Oímos toser a alguien en una casa cercana;nada de qué preocuparse, aunque por si acaso, guardé mi cá-mara fotográfica en uno de los bolsillos de mi mochila, la en-cadené a un poste y me metí en el saco de dormir con la bol-sa que contenía mis objetos de valor.

Cuando despertamos tres horas más tarde, nuestros sacosde dormir estaban mojados por el rocío y soplaba un vientofrío. Rápidamente recogimos nuestro equipaje y reemprendi-mos la caminata. Ahora me sentía lo suficientemente seguropara encender la linterna, pero Mats, varios pasos detrás demí, prefirió confiar en lo que él llamaba sus «ojos nocturnos»,perfeccionados durante su vida de soldado en el Ártico sueco.

Ahora lamentábamos amargamente no haber traído unmapa más detallado. Las constelaciones se habían desplazadoy para guiarnos ya no podíamos confiar en la posición de lasestrellas, como lo habíamos hecho hasta entonces. De vez encuando nos encontrábamos con una bifurcación en el sende-ro y teníamos que decidir cuál de las rutas nos llevaría hacia eleste. Al llegar a una intersección en t, elegimos el senderoque «se dirigía al sur» y terminamos en un pantano. Desan-dando el camino, tomamos la senda «hacia el norte» por lacual continuamos caminando «al norte» durante casi un kiló-metro, para entonces torcer «hacia el este», luego al «sur» ydespués al «este» otra vez. Pasamos delante de una casa, don-de la luz amarilla de un farol se filtraba por entre los intersti-cios de las paredes de bambú. Minutos más tarde, aunque noeran aún las cuatro de la mañana, nos topamos con un cam-pesino quien, de forma inquietante, evitó mirarnos. Sin duda,se había levantado temprano y como todos los días se dirigía aWanding, y he aquí que se encontraba con dos gigantes conlas caras cubiertas con mascarillas.

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Luego adelantamos a algunas ancianas shan que porta-ban madera en canastos sujetos a la cabeza. Esa fantasmalprocesión se dirigía obviamente a Wanding y, como era desuponer, nos denunciarían a los jing cha, quienes de todasmaneras se estarían preguntando qué había sido de nosotros.Y si no nos denunciaban, sus cuentos acerca de los dos gigan-tes que habían visto esa mañana pronto llegarían a oídos delos jing cha. El sendero era transitable para los jeeps o tuo la ji:¿Cuánto tardarían en encontrarnos? ¿Dos horas? ¿Tres? De-tuvimos a una de las mujeres para preguntarle si íbamos porel camino correcto. Ésta confirmó que íbamos en dirección aMan Guo.

Seguimos adelante. No había señales del alba todavía. Lasmontañas se elevaban a ambos lados y la distancia entre ellasparecía disminuir. Al parecer, nos aproximábamos a un desfi-ladero. Encontramos otras mujeres, con cargas de madera ca-mino a Wanding, que dejaban de charlar al pasar por nuestrolado. Unos minutos después entrábamos en la aldea. Sus ha-bitantes estaban todavía dormidos, pero un perro asustadodesencadenó una cacofonía de ladridos. Otros perros salie-ron de debajo de las casas, poniéndose cada vez más feroces yatrevidos, hasta formar una jauría que nos mordía los talones.Volví mi linterna hacia el cabecilla y éste me mostró los dien-tes y retrocedió. Fuera de la aldea, el sendero se transformabaen un reguero de lodo.

Proseguimos por la senda, que subía por entre matorrales,sin que el amanecer diera señales de llegar. Pasamos junto aunas tuberías de acero. Un poco más allá nos encontramosante una pendiente que franqueaba un estrecho riachuelo.De súbito, alguien desde la ribera sur encendió un poderosohaz de luz y lo lanzó en nuestra dirección. Nos arrojamos alsuelo y nos quedamos inmóviles. Mientras el reflector barríala floresta a nuestro alrededor, Mats me susurró al oído: «¿Sa-bes qué fecha es hoy? ¡Viernes trece!»

—Sólo recuerda —le repetí—, que no saben lo poco impor-tantes que somos.

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Decidimos aguardar al amanecer, pensando que quien-quiera que operase esa extraña luz estaría menos dispuesto adispararnos si nos podía ver.

El alba nos encontró arrastrándonos con cautela, pero de-cididamente hacia el este, en paralelo al arroyo aunque lejosde la misteriosa amenaza de la ribera sur. Cuando sentimosque era posible arriesgarnos, volvimos a caminar, pero prontooímos a unos hombres que avanzaban hacia nosotros. Nos es-condimos en el follaje y los vimos pasar. Parecían inofensivos:peones camineros que tendrían que ver con las tuberías deacero. En todo caso, confiábamos en que no nos hubieran vis-to. En ese momento, por detrás de nosotros, escuchamos enla distancia los primeros y apenas perceptibles golpes del pis-tón de un tuo la ji y buscamos donde ocultarnos. Cualquieraque fuese la indefinible presencia que nos amenazaba desdela ribera sur del riachuelo, allí había un bosque que ofrecía elúnico escondite disponible.

El sendero ascendía unos cien metros y luego bajaba ser-penteando hasta un puente de troncos. A medida que avanzá-bamos lo más rápido posible, el ruido del tuo la ji se oía cadavez más fuerte y más amenazante. En el puente nos topamos,¡amor a primera vista!, con una esbelta joven de labios llenosy bien pintados; sus claros ojos, brillantes y muy separados, es-taban delicadamente maquillados. Hizo una perfecta peque-ña reverencia y sujetándose el antebrazo derecho con la manoizquierda, nos tendió la mano. Apuntando hacia la jungladije: «¿Man Guo?» Con gestos nos respondió que Man Guo es-taba al este, no al sur. Parecía intrigada por nuestra confusióny nuestra prisa por avanzar. El tuo la ji estaba ahora a sólo unospocos cientos de metros detrás de nosotros. Nos separamos deella con pesar y entramos en el bosque mientras el estrépitodel tuo la ji se perdía en la distancia, cada vez menos audible.

Un poco más tarde llegamos a un manantial sulfurosodonde, bajo un banyán, cuatro hombres jóvenes se bañaban.Me desvestí y me eché al agua también. Fue entonces cuandodivisé sus gorras de colegial adornadas con estrellas rojas de

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plástico y sus Kalashnikov detrás de las rocas, en otro extremodel manantial. Guardias fronterizos chinos...

Sus armas eran chinas y sus uniformes chinos, pero: ¿Eran chi-nos estos desnudos jóvenes guardias fronterizos? Nos mirabanasombrados. Comencé a ponerme mis ropas otra vez. Consuerte podríamos escaparnos antes de que se les ocurriera de-tenernos.

—¡Qué casualidad encontraros aquí! —exclamé con unagran sonrisa falsa—. ¡Mi amigo sueco y yo hemos hecho todoel trayecto desde Dali para darnos un chapuzón en vuestroagradable manantial, y... esto es de verdad una sorpresa!

—Vinimos aquí por la aventura —añadió Mats.Lanzaron risitas tímidas. Aparecieron más jóvenes vestidos

con uniformes del Ejército Popular de Liberación (epl). Unode ellos nos escudriñó fríamente y ordenó a los otros que traje-sen refuerzos. Y ellos se mostraron fastidiados con esas órdenes.

Nos despedimos y nos marchamos a zancadas, mirandohacia atrás a cada rato para ver si nos seguían. Anduvimosmuy deprisa por arrozales duros como piedra y nos abrimospaso por entre arbustos y matorrales en busca de un sendero.Al subir un cerro, encontramos una senda que nos condujohacia una casa construida sobre pilares en un campo de plan-tas de mostaza. Subimos al porche y golpeamos la puerta: alno recibir respuesta la empujamos y entramos. Tres débilesancianos y una mujer joven amamantando un bebé estabansentados alrededor de una fogata encendida, situada en unrectángulo de tierra en el centro del suelo. Nos miraron sincuriosidad, como si estuvieran hartos hasta la saciedad de eu-ropeos que irrumpían en su tranquila morada sin ser invita-dos. Dos de los hombres fumaban unos gruesos cigarrillos lia-dos a mano, el tercero estaba preparando un mejunje denueces de betel y lima en polvo, que en nuestra inocencia nosimaginamos que era heroína. Mats les ofreció un poco de sutabaco para masticar.

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—¿Man Guo? —preguntamos.Apuntaron hacia el norte, desde donde veníamos. Protes-

tamos haciendo gestos de negación. Seguro: ¿Man Guo estabaal sur? Bueno: entonces si Man Guo está detrás de nosotros,¿hacia dónde entonces está Zhong Guo?

También al norte.¡Imposible! Birmania y China no pueden ambas estar de-

trás de nosotros.¿Exactamente adónde queríamos ir? se las arreglaron para

preguntarnos, después de un largo silencio.—Lashio.Podíamos llegar a Lashio, nos indicaron, continuando ha-

cia el sur, por las montañas. Era la ruta más corta y más direc-ta. Pero era más fácil ir por la carretera desde Wanding a tra-vés de Banzai, Möng Yu y Namhpakka. Sugirieron queregresásemos a Wanding.

Evidentemente, algo andaba mal. ¿Cómo podía la ciudadbirmana de Lashio estar por delante de nosotros si la Repú-blica de Birmania estaba detrás? Ahora, por primera vez enesta aventura a la buena de Dios, consultamos nuestro librode frases en chino, y ¡quien lo iba a decir!: el término chinopara Birmania era Mian Dian, no Man Guo.

—¿Mian Dian? —preguntamos llenos de esperanza, y to-dos, como un solo hombre, apuntaron hacia el suelo.

A esto siguió un momento de euforia y mutuas congratu-laciones. Mats y yo, nos estrechamos las manos dos veces, ini-ciando así un rito que íbamos a ejecutar al finalizar cada eta-pa de nuestro viaje. La Etapa Uno y la Dos habían sidocumplidas, puesto que no sólo habíamos llegado a Birmaniasino también entrado en Birmania. Ahora, a la Etapa Tres:¡Cruzar Birmania!

Llamar «plan» a lo que nos proponíamos hacer a conti-nuación resultaba grotesco, ya que intentábamos sortear loscontroles fronterizos y retomar la carretera entre Möng Yu yNamhpakka, donde haríamos dedo hasta Lashio: allí «nosperderíamos en un mar de turistas europeos». Lashio era ca-

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beza de línea del ferrocarril procedente de Mandalay. Toma-ríamos un tren, haríamos trasbordo en Mandalay, llegaríamosa Rangún y allí, con la ayuda de nuestras embajadas, regulari-zaríamos nuestra presencia en el país. Si esto fallaba, iríamosa Tailandia por alguna ruta clandestina o como polizones enun barco de carga costero en dirección a Singapur o Calcuta.Todo parecía tan supremamente fácil... solamente teníamosque expresar nuestras intenciones para llegar a Rangún yabandonar Birmania. En realidad, nunca hubo la menor po-sibilidad de que este «plan» tuviese éxito: la región entreMöng Yu y Namhpakka, según nos enteramos después, estabarigurosamente patrullada por el ejército birmano, para quienla captura de extranjeros constituía el más preciado botín. Lapresencia de forasteros ilegales en Birmania era prueba irre-futable de la injerencia extranjera en los asuntos internos delpaís, sin la cual no habría rebelión en la Tierra Dorada. Deeste modo, los soldados que capturaban o disparaban contraestos agentes de la desunión nacional se llenaban de gloria.Ni siquiera a los turistas se les permitía llegar tan al nortecomo Lashio.

Nuestros anfitriones nos dijeron que el camino más direc-to para Lashio era a través de Möng Bo. Sin embargo, se ne-garon a llevarnos hasta allí y aunque tratamos de negociar conellos se mostraron inflexibles: no irían a ningún precio. Creí-mos que nos trataban de decir que el ejército birmano teníaun búnker en Möng Bo y que el sendero que conducía hastaallí estaba minado.

Les dejamos y encontramos otra casa donde había a unamujer recostada sobre una cama y arrebujada en unas mantas,como aturdida; un hombre que aparentaba unos cuarentaaños y era quizá el hijo de la mujer, y un joven, que podría serel hijo de ese hombre. El cutis de la cara de la mujer tenía unaspecto marchito, tosco y deprimente. Al lado de su cama ha-bía una larga pipa. Todo el cuadro era, para nosotros, claraevidencia de consumo de estupefacientes. Nos agenciamosuna comida con ellos, pero nos mantuvieron a distancia. Evi-

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dentemente, el hombre estaba atemorizado por nuestra pre-sencia y salió de forma subrepticia mientras el joven recalen-taba una olla con hojas de mostaza fermentadas y hervíaarroz. Quedamos desconcertados. Media hora más tarde vol-vía con dos soldados. Vestían los mismos uniformes y estabanarmados con los mismos ak-47 que llevaban sus camaradasdel manantial, lo que nos convenció que el epl operaba al surde la frontera con China y que sin querer habíamos descu-bierto un secreto de alguna importancia, quizá peligroso paranosotros. Tratamos otra vez de ocultar nuestra preocupacióncon un despliegue de afectado descuido, y les invitamos acompartir nuestra cena, pero se mostraron dubitativos. Huboun intervalo de silencio mientras nos escudriñaban hosca-mente y trataban de sistematizar sus observaciones: no llevá-bamos armas y éramos solo dos, pero: ¿Quién diablos éramos?Intentaron un interrogatorio y pronto se dieron cuenta deque era inútil. Hubo una discusión con el hombre de la casa.Entonces, todavía huraños, se marcharon. Se escuchó un dis-paro desde la selva, pero el hombre se apresuró a asegurarnosque ello no significaba nada malo. Estaba probablemente tra-tando de decirnos que sólo se trataba de un cazador. Ahoraparecía relajado, y cuando le ofrecimos diez yuanes para lle-varnos hasta Möng Bo, aceptó con entusiasmo.

Terminamos de comer, bebimos té y partimos. Sin em-bargo, no nos habíamos alejado más de cuatrocientos metroscuando nos encontramos con un grupo de soldados dormi-dos sobre unos camastros, bajo un toldo de paja que se afir-maba en cada lado del sendero. Nuestra repentina intromi-sión en su siesta pareció más bien agradarles por su novedad.No portaban insignias que denotaran rango, pero uno deellos, el que no estaba reclinado, parecía tener autoridad so-bre los demás. Con leves señales y gestos, unas pocas palabrasapenas susurradas, hizo que sus hombres se levantaran y lesordenó que nos registrasen, lo que hicieron con la mayorenergía que pudieron desplegar. Luego escribió una notaque entregó a nuestro guía —quien dio muestras de que en-

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tendía bien de qué se trataba— y nos permitió seguir nuestrocamino.

Nuestro guía nos llevó fuera del sendero y utilizando unaespecie de machete, que en birmano llaman dah y en jingponhtu, se abrió paso a través de la jungla. Presumiblemente,éste era uno de esos lugares donde el sendero estaba minado.Descendimos con dificultad hasta un riachuelo y continua-mos a lo largo del mismo durante un rato, pisando con cuida-do sobre rocas resbaladizas. La vegetación en esta cañada erajusto lo que esperábamos de Birmania: hojas céreas y chorre-antes, largas lianas colgantes, ramas muertas perpetuamentehúmedas que se desmoronaban, desde donde estallaban or-quídeas y setas amarillas, todo dentro de una oscuridad mór-bida. Al volver al sendero, empezamos a trepar un cerro sur-cado por sendas hechas por animales de la jungla. Mats, quienllevaba una pesada carga, tropezó en unas raíces y casi se fuerodando cuesta abajo hacia una superficie rocosa. Alarmado,el guía ofreció llevar algo de la carga, pero Mats noblementerehusó. Aquí y allá la vegetación se hacía menos densa y rayosde sol deslumbrantes atravesaban la espesura, tentándonoscon la idea de que estábamos cerca de la cima.

Tras varias horas de tedioso ascenso, llegamos hasta unpaso. Empezamos a bajar. De pronto el guía anunció con or-gullo «¡Möng Bo!», apuntando hacia un claro en la jungla lle-no de nubes que se veía más abajo. Un espolón de nubes se di-rigía hacia el oeste desde la depresión principal, que secorrespondía con una línea en nuestro mapa que indicaba uncamino que llevaba a la carretera. Todo parecía encajar y conprudente optimismo confiábamos en que antes de veinticua-tro horas estaríamos en Lashio o más allá.

Algunas casas de bambú aparecieron frente a nosotros.«Hkai-lekko» explicó el guía, y mientras hablaba, unos solda-dos salieron de las casas y al vernos vinieron a investigar. Tam-bién llevaban uniformes del epl. El guía presentó su nota. Laleyeron y se rieron con descaro, luego empezaron a examinarnuestras cosas y pronto empezaron a pelearse.

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—¿Qué es esto?—¡No, enséñamelo!—¡Lárgate, yo lo vi primero!Aparecieron más soldados, atraídos por la diversión, y exi-

gieron su parte. Ofendido, nuestro guía se marchó, sólo pararegresar en unos instantes exigiendo su pago en forma pe-rentoria. Le señalamos que lo habíamos contratado para lle-varnos hasta Möng Bo, no Hkai-lekko, a lo que respondió quelos soldados nos escoltarían hasta Möng Bo. Los soldados asin-tieron, de modo que no sin cierto recelo, le pagamos.

Nos llevaron hasta un claro del bosque cerca de allí, dondeunos treinta soldados acampaban en medio de pilas de fusiles,cajas de municiones y un transmisor de radio. Fue allí donde senos ocurrió por primera vez que estos guerreros de la jungla po-drían no ser chinos. Comparados con los del epl, se les veía po-bres y algunos de ellos parecían no tener más de ocho o nueveaños. Dos hombres salieron de una tienda, nos echaron una mi-rada pensativa, se consultaron entre sí sin saber bien cómo pro-ceder y desaparecieron dentro de la tienda para deliberar otravez. Les escuchamos discutir acaloradamente. Luego, comopara solucionar el altercado y resolver sus dudas, ordenaron quese nos registrara. Nuestras posesiones fueron extraídas de lasmochilas, desplegadas en el suelo y examinadas una vez más,ahora de una forma algo más ordenada. Cuando nos ofrecieroncomida tuvimos la ilusión de que nos estaban tratando comohuéspedes. Hicieron un intento de interrogatorio, llevado acabo con buenas maneras, hasta que finalmente decidieron en-viarnos con otro pase a un lugar llamado Konshua. «No quere-mos ir a Konshua» protestamos. Afirmamos que queríamos ir aMöng Bo, enfatizando que ya habíamos caminado demasiadopara una jornada. No nos sirvió de nada. Habían tomado unadecisión irrevocable: iríamos a Konshua. Sin duda, sus respon-sabilidades incluían el evitar nuestra captura por parte de lossoldados del ejército birmano acuartelados en Möng Bo.

Tres soldados en miniatura nos escoltaron hasta Konshua.Marchamos detrás del mayor, que también era el más alto, y

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los otros nos siguieron con los ak-47 a la espalda, casi arras-trándolos por el suelo. Ninguno usaba calcetines y llevabanun calzado de tela sin abrochar. Todos tenían orejas grandesy ojos brillantes y apartados de ciervo. No obstante, reflexio-namos con amargura, esta temible columna nos estaba sen-tenciando a prisión: Konshua era sólo un eufemismo... ¡nosconducían de vuelta a China!

El sendero se dividía, y tomamos el camino de la izquierda;el de la derecha daba una vuelta y se dirigía a Möng Bo. Hici-mos una pausa y contemplamos con pesadumbre lo que está-bamos perdiendo. El sendero nos llevó a otro desfiladero ycontinuó a lo largo de una cresta. De vez en cuando, uno delos muchachos que marchaba detrás de nosotros corría haciadelante y apuntaba a un pájaro con su fusil. Pero una vez quetenía al ave en el punto de mira, invariablemente retenía eldisparo, como un cachorro jugando a acechar su presa. Losotros mostraban gran interés en estas payasadas y cesaban sucharla mientras él apuntaba a sus supuestos objetivos. Trasunos instantes los pajarillos, alarmados por el silencio de lacolumna, se alejaban volando. Cada vez que preguntábamos(señalando nuestros relojes) por la distancia que faltaba paraKonshua, nuestros guardias contestaban con los dedos quefaltaban otras dos o tres horas, urgiéndonos a caminar más rá-pidamente. Continuamente teníamos que recordarles que nonos apuntaran con sus fusiles.

No llegamos a Konshua hasta el día siguiente por la tarde.Enjambres de niños extasiados y sucios nos saludaron allímientras que otros soldados venían a inspeccionar nuestrasmochilas otra vez. Un hombre lleno de vendajes que habíasido víctima de una mina, sedado por los medicamentos y san-grando, yacía conectado a un gota a gota. Despertó de un sue-ño profundo y nos miró con ojos extraviados, como si vislum-brase los primeros y terribles atisbos del más allá. Empezamosa darnos cuenta de que, desde nuestro primer encuentro conestos soldados niños, nos habían estado pasando de un esla-bón de la cadena de mando, a otro superior. Después de ali-

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mentarnos nos enviaron con otra escolta y otra nota a MöngKo, alias Man Guo.

El comandante de la unidad que vigilaba los accesos a MöngKo leyó la nota y tras reflexionar, decidió que a pesar de serprisioneros, merecíamos respeto. Nos envió a una casa lujosa-mente amueblada, provista de aire acondicionado y alumbra-do de neón, a ver al coronel Kol Liang, un hombre de moda-les reposados y de cara redonda, oleosa y sonriente,definitivamente china. Estaba ataviado con un chándal de ter-gal, y después de leer la nota nos invitó a sentarnos y nos ofre-ció cerveza. Hizo unas llamadas por un teléfono de manivelay un cuarto de hora más tarde, el teniente coronel SengHpung hizo su entrada. Möng Ko era el Cuartel General(c.g.) del Buró Norte del Ejército del Pueblo, del Partido Co-munista de Birmania (pcb) y Kol Liang era el comandante desu 1.ª Brigada. Habían sido sus soldados quienes nos habíaninterceptado. Seng Hpung fue nuestro primer encuentro conla Organización por la Independencia de Kachín (oik).

La oik y su brazo armado, el Ejército para la Independen-cia de Kachín (eik), controlaban toda la zona montañosa alnorte del río Shweli y algunas áreas situadas al sur de ese río.Seng Hpung era miembro del consejo directivo y su viceminis-tro del Exterior. Había pasado su niñez entre shan, palaung ychinos, y hablaba con fluidez los idiomas de esos pueblos, asícomo también los idiomas birmano y jingpo (kachín). Estabaal mando de la 4.ª Brigada del eik, que operaba en el rincónnoroeste del estado de Shan (que la oik llama el subestado delPaís Kachín). Por lo tanto, él era el soldado-diplomático idealpara ser destinado a Möng Ko, donde se encargaba de las im-portantes y delicadas relaciones entre la oik y el pcb. Estos dosgrupos insurgentes se habían enfrentado en una guerra im-placable, pero ahora eran estrechos aliados.

Seng Hpung tenía entonces cincuenta y tres años, exacta-mente mi edad, y llevaba, de manera desconcertante, gafas os-

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curas en esa habitación desprovista de ventanas. Como toda laalta jerarquía de la insurgencia del País Kachín, había sidoeducado por misioneros cristianos que ejercieron en él unainfluencia prometeica. El celebrado director de su antigua es-cuela de Nam Hkam, el Dr. Gordon Seagrave,7 había muertoen Nam Hkam en los tiempos en que Ne Win nacionalizó laescuela. Seng Hpung había enseñado inglés allí antes de alis-tarse en la oik. Sin embargo, mientras hablábamos con él, nonos dimos cuenta de que ese hombre tostado por el sol y po-seedor de una erudición que parecía incongruente, desempe-ñaba un papel tan importante en una organización tan fasci-nante como era la que él representaba. Nada sabíamos de loskachín ni de su guerra y no había nada en ese lugar lleno deplásticos chillones que sugiriese que en el curso de los tresmeses venideros, en medio de la jungla, se sellaría una granamistad. Para nosotros, Seng Hpung era simplemente alguienque hablaba inglés extraordinariamente bien.

—Dígame francamente señor Tucker —dijo—. ¿Cuál es supropósito?

—La aventura —contesté.Él traducía para las otras personalidades que con rapidez

estaban llenando la habitación para saber a qué se debía tan-to alboroto. Las sillas de felpa, las mesas bajas cubiertas deplástico, las botellas de cerveza, los soldados armados queguardaban el lugar, el video chino y el casete de música chinade discoteca que sonaban simultáneamente, la extraña luz ylas gafas oscuras de Seng Hpung, todo me producía una cu-riosa y agradable sensación de estar en medio de un cónclavede la mafia. Sentado sin decir palabra, Kol Liang, a pesar desu atlético atuendo, fumaba un cigarrillo tras otro, y lo mismohacían todos los demás.

Entonces llegaron los generales Kyi Myint y Aung Gyi.8 Esteúltimo, de 56 años de edad, era un simpático y bucólico birma-no de mejillas regordetas, el jefe del Estado Mayor nominal delBuró Norte. Sin embargo, el que verdaderamente ejercía el car-go era Kyi Myint, casi veinte años menor. Los chinos habían

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controlado el pcb desde su expulsión del Pegu Yomas en losaños setenta. La «Campaña de crítica a Liu Shaoqi y a Confu-cio» estaba entonces en su apogeo, y Kyi Myint, alias Jiang ZhiMing, fue uno de los miles de «voluntarios» que cruzaron elNam Long y «ayudaron» al pcb a apoderarse de 8.000 millascuadradas de Birmania septentrional. Ellos habían planeadootra Gran Marcha que condujera a otra victoria de obreros ycampesinos, aunque Kyi Myint era menos fanático que otrosGuardias Rojos (a quienes tuvo que impedir que mataran a susprofesores). Al igual que millones de otros escolares chinos, susueño era simplemente el de emular a Mao. El desencanto vinomás tarde, cuando los líderes del pcb acusaron a Deng Xiao-ping de ser «un revisionista renegado», China retiró el apoyo asu causa y algunos elementos dentro del pcb recurrieron a ladroga para financiar la revolución. Pero para nosotros, todoesto estaba por descubrir. Por el momento, Kyi Myint era sólootro tipo que llevaba una gorra de colegial con una estrellaroja, que parecía sentir curiosidad sobre quiénes éramos y que,al igual que Seng Hpung, emanaba poderío y personalidad.

Nos interrogó a través de uno de sus intérpretes, un jovenmitad chino llamado Kyaw Nyunt (se pronuncia: «ChaoYuan»), estudiante de derecho de la Universidad de Rangúnque, en diciembre de 1974, huyendo de la represión de estu-diantes que sobrevino tras los disturbios de U Thant en Bir-mania central, se había pasado al pcb. Kyaw Nyunt hablaba agran velocidad, dejándose llevar por arrebatos de entusiasmo,y como al falstaffiano camionero que nos recogió la primeravez, a Kyaw Nyunt todo le parecía absurdo. Nos anunció queKyi Myint le había ordenado conducir esta investigación, unade las típicas tonterías que sus impredecibles superiores le or-denaban hacer. Trabajaba para el Servicio de Inteligencia:¿No era aquello ridículo en alguien con un cerebro de pájarocomo él? Tras solicitar nuestros pasaportes y fijarse en los da-tos, me preguntó:

—¿Puede decirme cuál es su profesión?—Escritor —le dije.

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—¿Escritor? —repitió incrédulo.—Sí, escritor.—¿Es usted periodista?—No —le corregí. —Escribo libros.—¿Puede decirme quién le publica?—Nadie publica mis libros. Ya lo sé, es humillante. Sin em-

bargo, soy un verdadero escritor, que escribe a pesar de enor-mes desengaños.

Esto, también le pareció absurdo.—¿En qué libros está trabajando?—El libro en el cual trabajaba cuando salí de casa se llama

El último plátano.—¿Plátano?—Sí, de plátano... p - l - a -t - a - n - o... —deletreé—, la

fruta...—¿El último plátano?—Sí, El último plátano.Esto era el colmo del absurdo. Pero él lo apuntó todo cui-

dadosamente. Un sello de visado en mi pasaporte le interesósúbitamente:

—Disculpe. ¿Qué es esto?Examiné el sello y le contesté:—Botswana.—Parece un nombre birmano.—Quizás, pero es africano.—¿Ha estado en Birmania antes?—Nunca, hasta ayer.Esta investigación se volvía más y más absurda.Íbamos a pasar allí más de dos semanas, tiempo durante el

cual ocurrirían muchas cosas interesantes. Además de SengHpung y Kyi Myint, conoceríamos al gran Sai Lek, presidentey secretario general del Partido para el Progreso del Estado deShan (ppes), mitad shan, mitad gurka, un formidable guerre-ro de la jungla. Encontraríamos soldados del ejército birmanohechos prisioneros, incluso a un comandante capturado enuna batalla reciente. Escucharíamos las biografías de nume-

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rosos héroes revolucionarios y aprenderíamos mucho sobre elpcb y otros grupos rebeldes, así como sobre la relación sim-biótica entre la guerra en Birmania y el tráfico de opio. Yo ibaa escribir un largo y sesudo artículo exponiendo mis opinio-nes sobre estos magnos asuntos, una nueva ofrenda a la verda-dera literatura. Pero nada fue tan fascinante como esa prime-ra noche con nuestros anfitriones revolucionarios.

Pidieron la cena y trajeron más cerveza: un lujo considera-ble después de toda las ansiedades y preocupaciones de nues-tra larga marcha desde Wanding. Llegó más gente luciendogorras con estrellas rojas. Todos querían ver a los dos exóticosNarices Grandes capturados en la jungla. Y, respondiendo auna discreta insinuación de Seng Hpung, les conté nuestra his-toria. Hablé de nuestro viaje clandestino desde Dali hacia el su-roeste, del cuasi desastre en el puesto de control del puente deNu Jiang y de los bandazos que dimos cerca de Wanding enbusca del quimérico sendero de Chang. Les referí lo del hazde luz que la madrugada anterior nos tiró al suelo y de nuestroarresto posterior por sus «chicos de la floresta». Como demos-tración, nos pusimos el disfraz completo: chaqueta Mao, som-brero de paja y mascarilla, provocando vendavales de carcaja-das. La sola estatura de Mats los mataba de risa. Era difícildisfrazar de chino a ese gigante tan poco chino, comentó SengHpung. Alguien se acercó, levantó la mochila de Mats, e hizoostensibles signos de respeto por su gran peso y por la fortale-za de ese gigante capaz de llevar tamaña carga, y todos los de-más le imitaron. Bajo mi insistencia y ante exclamaciones deasombro de los combatientes, Mats le demostró la técnica delejército sueco para enjaezarse la mochila, con un marcial mo-vimiento: «¡Brazos-entre-correas!» «¡Alzar-sobre-cabeza!».

—Sir Edmund Hilary no ascendió el Everest por la hermo-sa vista —dije.

—No —asintió Seng Hpung—. Lo hizo simplemente porla aventura.

Me pareció que ganábamos terreno.Cerca de las nueve de la noche —lo que parecía ser bastan-

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te tarde— la División de Transporte del Buró Norte envió unprehistórico vehículo de manufactura china para recogernos yllevarnos a nuestro alojamiento. Todos me invitaban a sentar-me en el asiento delantero. Yo rehusé, protestando que segura-mente este privilegio correspondía a los distinguidos coman-dantes del Buró Norte. Un joven soldado wa le dio a lamanivela del vehículo y nos desplazamos unos doscientos me-tros hasta otra casa. Allí, Kyi Myint nos guió con nuestras cosasa una habitación amueblada con dos camas, donde se guarda-ban cerca de veinte gruesos edredones de color verde militar yhabía un cinturón con una pistolera vacía colgando de las vigas.«Esta es su casa» anunció, y aquí pernoctaríamos. Pero la nocheestaba lejos de haberse terminado. Kyi Myint quería mostrarnosun video. De modo que trajeron más cerveza y en un instanteestábamos viendo un convoy de elefantes avanzando por la jun-gla, lo que iba acompañado por... ¡un relato en sueco! Se trata-ba del Noticiario Sueco de la Noche que presentaba un documen-tal de Bertil Lintner acerca de su viaje a través del País Kachín.Era para nosotros la primera noticia sobre este intrépido indi-viduo, quien había entrado en Birmania desde Nagaland, paraluego ser transferido al eik por los naga y posteriormente porel eik al Ejército Popular, quienes a su vez le hicieron cruzar deforma clandestina parte del territorio chino para luego escol-tarlo al este, hasta que enfermó y no pudo continuar, por loque debieron conducirlo secretamente de vuelta a China.

La electricidad se cortó de repente concluyendo abrupta-mente el documental. Desde luego, ver la televisión sueca encasa del subjefe del Estado Mayor del Ejército Popular, BuróNorte, no era la única de las cosas maravillosas que nos habí-an ocurrido últimamente. Si Bertil Lintner pudo cruzar Bir-mania, nosotros también podríamos hacerlo. Antes de irnos ala cama esa noche, Mats y yo nos felicitamos mutuamente unay otra vez, y una vez acostados, reímos y casi lloramos, hastaquedarnos dormidos. Nuestra aventura había comenzado.

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