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CIVILIZACIONES CERRADAS
G. Lukács
¡Bienaventurados los tiempos que pueden leer en el cielo estrellado el mapa de los
caminos que les están abiertos y que deben seguir! ¡Bienaventurados los tiempos
cuyos caminos son esclarecidos por la luz de las estrellas! Para ellos todo es nuevo y
no obstante familiar; todo significa aventura y no obstante todo les pertenece. El mundo
es vasto y, sin embargo, ellos se sienten cómodos, pues el fuego que arde en sus almas es
de la misma naturaleza que las estrellas. El mundo y el yo, la luz y el fuego se
distinguen netamente y jamás, empero, se vuelven definitivamente extraños el uno al
otro, porque el fuego es el alma de toda luz y todo fuego se viste de luz. Así, no hay
ningún acto del alma que no tenga plena significación y termine en esta dualidad:
perfecto en su sentido y perfecto para los sentidos: perfecto porque su obra se separa de
ella y porque, devenid: autónoma, encuentra su propio sentido y le traza una especie de
círculo a su alrededor. "Filosofía -dice Novalis-, significa precisamente nostalgia,
aspiración a estar por doquier en sí mismo".
Por eso la filosofía, ya en tanto que es forma de vida como en tanto que determina
la forma y el contenido de la creación literaria, es siempre el síntoma de una grieta entre
el exterior y el interior, expresión de una diferencia esencial entre yo y el mundo, de un
desajuste entre el alma y la acción. Ésa es la razón por la cual las épocas felices no tienen
filosofía o -lo que es lo mismo- todos los hombres de esos tiempos, son filósofos,
poseedores del fin utópico de toda filosofía. ¿Por qué, cuál puede ser la tarea de la
verdadera filosofía sino dibujar este mapa arquetípico? ¿Cuál es el problema del lugar
trascendental, sino determinar en qué sentido debe ordenarse todo impulso surgido de
las más íntimas profundidades hacia una forma que le es desconocida pero que le está
asignada para toda la eternidad y que lo envuelve en una simbólica liberadora? Entonces la
razón es la vía predeterminada por la razón hacia la perfecta adecuación de sí mismo y, a
partir de la locura, hablan los signos enigmáticos pero descifrables de una potencia
trascendental que, en caso contrario permanecería condenada al silencio. Entonces no hay
aún ninguna interioridad, porque no hay ninguna exterioridad, ninguna alteridad para el
Tomado del libro Teoría de la novela, Editorial Siglo Veinte, Buenos Aires, 1920.
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alma. En tanto que el alma parte en busca de aventuras y las vive, ignora el tormento
efectivo de la búsqueda y el peligro real del descubrimiento; no se juega; no sabe aún
que puede perderse y no sueña jamás que le es necesario buscarse.
Tal es la edad de la epopeya. No es la ausencia de dolor o la seguridad del ser lo que
reviste a hombres y hechos de contornos alegres y estrictos ―la parte de absurdo y de
desolación en el mundo no ha aumentado desde el origen de los tiempos, sólo los cantos
consoladores suenan de modo más claro o más sofocante― sino esa perfecta conformidad de
los actos a las exigencias interiores del alma, exigencia de grandeza, de cumplimiento y
de plenitud. En tanto que el alma no conoce aún en sí ningún abismo que pueda llevarla a
la caída o impulsarla hacia las cimas, en tanto que la Divinidad que rige el Universo y
dispensa los clones desconocidos e injustos del destino se mantiene frente al hombre,
incomprendido pero conocido y próximo, como el padre frente a su pequeño hijo, no hay
acción que no sea para el alma una vestimenta conveniente. Ser y destino, aventura y
acabamiento, existencia y esencia, son entonces nociones idénticas. Pues la cuestión
que engendra la epopeya como una respuesta creadora de formas se expresa así:
¿Cómo puede la vida devenir esencial? Y si Romero, cuyos poemas constituyen
propiamente hablando, la única epopeya, sigue siendo inigualable, es únicamente porque
ha encontrado la respuesta antes que el desarrollo histórico del espíritu permitiera formular
la pregunta.
Es así como es posible captar el misterio de la helenidad, su perfección que se mantiene
impensable y su distancia que es para nosotros una realidad irremediablemente extraña:
el griego no conoce sino respuestas, no preguntas, soluciones -a veces enigmáticas- pero
no enigmas, sino formas, mas no el caos. Es más acá de la paradoja que él traza un
círculo que estructura las formas y todo lo que, desde que la paradoja ha devenido actual,
no podría conducir sino a la trivialidad misma, lo lleva a la perfección. Cuando
hablamos de los griegos, mezclamos siempre filosofía de la historia y estética,
psicología y metafísica, y tornamos abusivamente anacrónicas sus formas,
relacionándolas con nuestra época. Detrás de esas máscaras .silenciosas, por siempre
mudas, de almas bellas, buscaron sus propios instantes privilegiados, los instantes
fugitivos e inalcanzables de un reposo soñado, olvidando que el valor de éstos depende
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de su carácter fugitivo y que eso mismo de que huyen al volver a Grecia, es lo que
tienen realmente de profundo y de grande.
Los espíritus más profundos que se esfuerzan en endurecer como acero enrojecido
su sangre que corre a borbotones, para forjar una coraza capaz de disimular para
siempre sus heridas, y erigen sus gestos como ejemplo de heroísmo real y futuro a fin de
hacer surgir ese nuevo heroísmo, comparan la precariedad de sus propios
sufrimientos generadores de creación con los tormentos supuestos que tuvieron
necesidad de la pureza griega para ser dominados. Víctimas de un solipsismo que
concibe la perfección formal como una función de desgarramiento interior, ellos
pretenden percibir, a través de las figuras helénicas, la voz de un tormento que lo
supera en intensidad sobre su inquietud en la medida en que el arte griego
trasciende sus propias producciones. Pero aquí es invertir totalmente la topografía
trascendental del espíritu, topografía que puede muy bien ser descrita en su esencia y
en sus consecuencias, muy bien expuesta y adaptada en su significación metafísica,
pero a la cual le está por siempre jamás impedido aplicar una psicología, tan intuitiva
como se la suponga o simplemente comprensiva. Porque no hay comprensión psicoló-
gica que no presuponga un estado determinado de nexos trascendentales y que no
funcione sino en el interior de sus límites.
En lugar de querer comprender la helenidad sobre ese modo, es decir, en última
instancia, preguntarse inconscientemente: ¿cómo podríamos producir tales formas? o ¿de
qué manera nos comportaríamos si las poseyésemos?, sería más provechoso interrogarnos
sobre esta topografía trascendental del espíritu helénico, esencialmente diferente de la
nuestra y que ha tomado esas formas posibles tanto como necesarias.
Decimos que Grecia ha respondido antes de ser interrogada. He ahí un hecho que
escapa a toda comprensión psicológica y no revela -a lo mejor- sino una psicología
trascendental. Significa que, en la última relación estructural que condiciona toda
vivencia y toda creación de formas, no existe, entre los propios lazos trascendentales, y
entre esos lazos y el sujeto que les es ordenado a priori, ninguna diferencia cualitativa, es
decir, insuperable, tal que no se puede ir hasta el fin sino por un salto. Significa que la
ascensión hacia el más alto grado, y el descenso hacia los estadios más desprovistos de
significación, se cumplen en los caminos de la adecuación, es decir, en el peor de los
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casos por los grados fácilmente franqueables de una escala continua. Así, en esa
permanencia, el espíritu se limita a acoger pasivamente en su visión un sentido ya acaba-
do. El mundo de la significación puede ser comprendido y abrazado a través de una
sola mirada. Se trata solamente de encontrar en él el lugar que conviene a cada
individuo. El error no puede ser aquí sino por exceso o insuficiencia, falta de medida o
de discernimiento, pues saber no consiste sino en levantar un velo, ya que la creación se
reduce a establecer el descubrimiento de las esencias invisibles y eternas. La virtud sólo es
exacto conocimiento de los caminos y de los medios, y lo que permanece extraño a los
sentidos no es tal sino por excesiva distancia. Este mundo es homogéneo y, ni la separación.
entre el hombre y el mundo, ni la oposición del Yo y del Tú podrían destruir esa
homogeneidad.
El alma se sitúa en el mundo como cualquier otro elemento de esa armonía; la frontera
que le da sus contornos no se distingue esencialmente del contorno mismo de las cosas;
ella traza líneas netas y seguras, pero no separa sino de una manera relativa, en función
de un sistema de homogeneidad y de equilibrio. Porque el hombre no se puede considerar
como solidario, portador único de la sustancialidad, en el seno de entidades reflexivas. Sus
relaciones con los otros y las estructuras que nacen son, como él, ricas en sustancia, es
decir, más ricas, porque son más universales, más "filosóficas", más próximas y más
emparentadas con la patria arquetípica: amor, familia, ciudad. Para él, la obligación
moral es una pura cuestión pedagógica; expresa simplemente que no se ha vuelto
aún al hogar, pero no todavía la única e indestructible relación con la sustancia. En
el propio hombre, no hay nada más que la obligación a operar una ruptura;
manchado por la contingencia de la materia, debe purificarse por un movimiento
ascendente que se aleja de esa materia y lo acerca a la sustancia; un largo camino se
abre frente a él, pero no lo lleva a ningún abismo.
En tales límites el mundo no podría ser sino cerrado y per fecto. Aun si más allá
del círculo que las constelaciones del sentido presente trazan alrededor de un cosmos
inmediatamente vivido y destinado a recibir forma, se oprime la exis tencia con
potencias amenazadoras e incomprensibles, siguen siendo impotentes para privarles
de su sentido. Capaces de destruir la vida, no pueden atentar contra el ser; pueden
lanzar sombras siniestras sobre el mundo que ha recibido forma, pero esas propias
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sombras entran en el sistema de formas a título de contraste que las hacen resaltar
mejor. El círculo metafísico en el interior del cual viven los griegos es más estre cho
que el nuestro; es por eso que nosotros no podemos jamás encontrar allí nuestro lugar; o
mejor, ese círculo cuya finitud constituye la esencia trascendental de su vida, lo
hemos quebrado; no podemos ya respirar en un mundo cerrado. Hemos descubierto
que el espíritu es creador; y por eso, para nosotros, los arquetipos han perdido
definitivamente su evidencia objetiva, y nuestro pensamiento sigue en lo sucesivo, el
camino infinito de la aproximación siempre inacabada.
Hemos descubierto la creación de formas y, desde entonces, falta siempre la
realización en aquello que abandonan nuestras manos cansadas y decepcionadas.
Hemos descubierto en nosotros mismos la única sustancia verdadera y, desde entonces,
hemos debido admitir que entre el saber y el hacer, entre el alma y las estructuras,
entre el yo y el mundo, se ahondan infranqueables abismos y que más allá de ese
abismo, toda sustancialidad flota en la dispersión de la reflexividad. Ha sido necesario,
por consiguiente, que nuestra esencia devenga para nosotros un postulado y que entre
nosotros y nosotros mismos se abra un abismo más profundo y más amenazante.
Nuestro mundo se ha tornado inmensamente grande y, en cada uno de sus rincones,
es más rico en dones y en peligros que el de los griegos; pero esa propia riqueza hace
desaparecer el sentido positivo sobre el cual reposaba su vida: la totalidad. Pues la
totalidad, en tanto que realidad primera formadora de todo fenómeno singular, implica
que una obra cerrada sobre sí misma pueda ser cumplida, porque todo adviene en ella sin
que nada sea excluido o remita a una realidad superior, cumplida porque todo madura
en ella hacia su propia perfección y, alcanzándose a sí misma se inserta en el
edificio entero. No hay totalidad posible del ser sino ahí donde todo, ya, es homogéneo
antes de estar investido por las formas, donde las formas no son impuestas, sino la simple toma
de conciencia, la puesta al día de todo lo que, en el seno de todo lo que debe recibir forma,
duerme como pura aspiración. Ahí donde el saber es virtud y la virtud felicidad, ahí
donde la belleza manifiesta el sentido del mundo.
Tal es el mundo de la filosofía griega. Pero ese pensamiento no ha nacido sino en la
hora en que ya la sustancia comenzaba a esfumarse. Si es verdad que estrictamente hablando,
los griegos han ignorado la estética porque la metafísica se había anticipado a la
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estética, Grecia ha ignorado del mismo modo toda verdadera oposición entre la historia
y la filosofía de la historia, es en la historia misma que ha recorrido todos los estadios
correspondientes a las grandes formas a priori. Su historia del arte es una estética
metafísico-genética; el desarrollo de su civilización una filosofía de la historia. En el
curso de esa evolución, hemos podido ver alejarse la sustancia, de la absoluta inmanencia
de la vida de Homero a la trascendencia de Platón, absoluta también ella pero captable
y tangible; y los estadios clara y nítidamente distintos -en ese dominio Grecia ignora
las transiciones- donde el sentido de esa evolución se ha depositado como en los
eternos jeroglíficos, son las grandes formas, las formas intemporalmente ejemplares que
corresponden a la estructuración del mundo: epopeya, tragedia, filosofía.
El mundo de la epopeya responde a la pregunta: ¿cómo la vida puede devenir
esencial? Pero la respuesta no ha madurado suficientemente como para devenir problema
sino en el momento en que la sustancia es ya un llamado surgido de un horizonte
lejano. Para que podamos tomar conciencia de que la vida tal como es -y todo
deber-ser suprime la vida- había perdido la inmanencia de la esencia, era necesario
en primer lugar que la tragedia respondiera a la pregunta: ¿cómo la esencia puede
devenir viviente? En el destino que da forma y en el héroe que, creándose se
encuentra a sí mismo, la pura esencia despierta a la vida, en tanto que la vida pura y
simple se destruye frente a la única realidad verdadera, la de la esencia. Así se
alcanza, más allá de la vida y de su rica y abundante plenitud, un nivel de ser con
respecto al cual la vida cotidiana no podría ni aun servir de antítesis.
Ese advenimiento de la esencia, sin embargo no ha surgido tampoco de él, de la
necesidad, del problema. El nacimiento de Palas es el prototipo que corresponde a la
aparición de las formas griegas. Del mismo modo que la realidad de la esencia traiciona
la pérdida de su pura inmanencia haciendo irrupción en la vida y engendrándola, en la
filosofía, por primera vez esta perspectiva problemática de la tragedia se manifiesta y
se vuelve problema. Cuando la esencia, que está totalmente alejada de la vida, se
convierte en la única realidad trascendental, cuando en el acto estructurante de la
filosofía aun el destino trágico se revela como arbitrariedad empírica, natural y des -
provista de sentido, la pasión de héroe aparece como conducta terrestre y su
cumplimiento como limitación del sujeto contingente, la respuesta trágica a la
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cuestión del ser no se presenta en la forma de una evidencia inmediata sino como un
milagro, como un sutil arcoiris firmemente lanzado por sobre los abismos. El héroe
trágico sustituye al hombre viviente de Homero y, porque recibe de él su antorcha a
punto de apagarse y la hace brillar con un nuevo resplandor, explica justa mente a
ese hombre y lo transfigura.
En cuanto al hombre nuevo de Platón, el sabio, con su conocimiento actuante, con su
visión creadora de esencias, no se contenta con desenmascarar al héroe, pero advierte
el sombrío peligro que ha vencido, y superándolo lo transfigura. El sabio, sin
embargo, es el último tipo humano, el mundo del sabio la última estructuración
ejemplar de la vida, que haya sido acordada al espíritu griego. La elucidación de
los problemas que condicionan y que sostienen la visión platónica ha dejado de producir
nuevos frutos. El mundo se ha vuelto griego en el transcurso del tiempo, pues el espíritu
griego se ha vuelto cada vez menos griego, en ese sentido. Ha planteado nuevos problemas
eternos lo mismo que ha aportado soluciones, pero lo que había de más puramente
helénico en el en el espacio espiritual, ha zozobrado para siempre. Y el santo y seña del
espíritu portador de un nuevo destino, es "una locura para los griegos".
¡Sí, verdaderamente una locura para los griegos! El cielo estrellado de Kant no brilla
ya en la sombría noche del puro conocimiento; no aclara ya el sendero de ningún viajero
solitario y, en el nuevo mundo, ser hombre es estar solo. La luz interior no proporciona
sino el próximo paso, la evidencia o la falsa apariencia de la seguridad. Desde dentro,
ninguna luz resplandece ya sobre el mundo de los acontecimientos y sobre su laberinto
privado de toda afinidad con el alma. En cuanto a saber si la conformidad del acto con la
esencia del sujeto -la única señal que ha quedado en su lugar- toca efectivamente a la
esencia, ¿quién puede decidir entonces que el sujeto no es para él mismo más que
fenómeno, objeto, que su ser más íntimo sólo se presenta ya a él bajo la forma de una
exigencia infinita inscripta en el cielo imaginario del deber ser? ¿En consecuencia, debe
ella surgir de un insondable abismo situado en el seno mismo del sujeto, puesto que éste sólo es
esencia que se eleva por encima de esos fondos inaccesibles y jamás nadie podría pisar ni
contemplar su fundamento? La realidad visionaria del mundo que nos es adecuada, el
arte, por eso mismo se ha vuelto autónoma; ya no es copia, pues todo modelo ha
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desaparecido; es totalidad creada, porque la unidad natural de las esferas metafísicas se
ha roto para siempre.
No podemos ni queremos elaborar aquí ninguna filosofía de la historia relativa a esta
transformación estructural de lugares trascendentales; no vamos a determinar si es
nuestro progreso o nuestra decadencia la que ha provocado esos cambios o si los dioses de
Grecia han sido rechazados por otras potencias. Y, ni aun alusivamente, vamos a describir
todo el camino que conduce a nuestra realidad; esta seducción está presente aún en la
helenidad muerta, cuyo resplandor luciferino no deja de hacer olvidar las fallas irreparables
del mundo, de hacer soñar en nuevas unidades contradictorias con la nueva esencia de éste
y, de hecho, destinadas al fracaso.
Es así como de la Iglesia sale una nueva ciudad; de la ligazón paradojal entre el
alma irremediablemente pecadora y la absurda certidumbre de una redención, un reflejo
casi platónico de realidad celeste se expande sobre la realidad terrestre; del abismo
abierto, la escala de jerarquías terrestres y celestes se reconstruye. Y en Giotto y Dante, en
Wolfram d'Eschenbach y Pisano, en Santo Tomás y en San Francisco, el mundo
vuelve a ser una circunferencia cerrada, una totalidad captable de una sola mirada. El
abismo abierto escapa a los peligros de su efectiva profundidad, pero sin perder nada de
su fuerza y de sus negros reflejos, toda su tiniebla se transforma en pura superficie
y se funde, sin violencia, en una unidad cerrada de colores. El grito de llamado a la
salvación se vuelve disonancia en el perfecto sistema rítmico del mundo y permite la
constitución de un nuevo equilibrio no menos coloreado y no menos acabado que el
equilibrio griego; el de las intensidades inadecuadas y heterogéneas. El carácter
inabordable, eternamente inaccesible del mundo rescatado es acercado hasta un
alejamiento visible. El juicio Final se vuelve realidad presente y no constituye ya sino un
elemento en la armonía de las esferas concebidas como ya realizadas. Hay que olvidar su
verdadera naturaleza que exige que el mundo sea alcanzado como Filoctetes con una
herida envenenada que sólo puede curar el Paracleto. Vemos surgir una Grecia
nueva, una Grecia paradojal: la estética es nuevamente una metafísica. Por primera
vez, que es también la última. Una vez rota esta unidad, no hay lugar para ninguna
totalidad espontánea del ser. Las fuentes cuyas aguas habían dividido la antigua
unidad están seguramente agotadas, pero sus lechos desesperadamente disecados han
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abierto en el relieve del mundo grietas irreparables. De ahora en adelante, todo
renacimiento del helenismo significa que la estética, más o menos consciente, se ha
hipostasiado en pura metafísica; ya se apodere por la fuerza y se quiera reducir a la
nada todo lo que es exterior al reinado del arte; ya se intente olvidar que el arte es
sólo un dominio entre muchos, que no puede existir ni tomar conciencia de sí mismo sino a
condición, en primer lugar, de que el mundo caiga en ruinas y deje de bastarse a sí mismo.
Pero necesariamente esta misma manera de exaltar sin medida la sustancia lidad del arte,
sobrecarga las formas, de modo que ellas deben producir por sí mismas lo que hasta
entonces no era sino un dato simplemente recibido. Obligados, por consecuencia, antes de
comenzar a manifestar su propia eficacia apriorística, a crear por sus propios medios sus
condiciones particulares: el objeto y su mundo circundante.
Para esas formas, no hay más totalidad que las que ellas tienen que asumir. Así, es
necesario que estrechen y volatilicen aquello a lo que deben dar forma, de modo de poder
soportarlo, o bien que iluminen de una manera crítica la imposibilidad de realizar su
objeto necesario y la nada interna de lo único posible, introduciendo así en el universo
de las formas la incoherencia estructural del mundo.
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