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CICLOS COSMICOS DE LA HUMANIDAD MANRIQUE MIGUEL MOM (†) (Fragmento) Gnosis "Esta palabra significa el conocimiento que al revelar al hombre el porqué de la irreductibilidad del mal, es una noción salvadora. El gnóstico es un extranjero que rechaza las evidencias recibidas de este mundo. La gnosis es un saber cuya modalidad propia constituye no una contramarcha del pensamiento discursivo, sino una revelación narrativa de las cosas ocultas, una luz salvífica que aporta por sí misma la vida y la alegría, una gracia divina que actúa y asegura la salvación. Saber o conocer qué se es, quién se es, comprender un universo superior del cual se viene, donde están nuestros orígenes, es estar de antemano salvado, y ello es la gnosis. Esta no es jamás un conocimiento teórico, sino un saber operativo, es decir, conductor y realizador a la vez de la metamorfosis y del renacimiento de un ser." Henry Corbin Extracto de El elemento dramático de las cosmogonías gnósticas. Cuadernos de la Universidad de San Juan de Jerusalén Nº 5. PROLOGO El trabajo de recopilación e investigación que presentamos bajo el título de "Ciclos Cósmicos de la Humanidad", sin perjuicio de evidenciar directamente la presencia del tiempo cíclico desde la creación del Universo –incluído por cierto nuestro Sistema Solar– determina asimismo calidad cíclica a las sucesivas civilizaciones que han habitado y a las que hoy habitan la Tierra. Nuestro objetivo es limitado, pues solamente abarca cuatro grandes civilizaciones: el Hinduísmo, el Judaísmo, el Cristianismo, y el Islamismo, civilizaciones cuyas respectivas doctrinas incorporan con mayor o menor amplitud indicios firmes o relativamente velados –bajo formas diversas– de la calidad cíclico–cósmica de nuestro mundo y de nuestro tiempo, así como algunas breves referencias sobre el esoterismo propio de algunas de ellas. Un aspecto que consideramos indispensable destacar desde ahora está configurado por la llamativa correspondencia que se observa entre el origen y la terminación de la glaciación cuaternaria denominada genéricamente Würm cuya extensión abarca un lapso de unos 65.000 años, entre el 75.000 a.C. y el 10.000 a.C. en que comenzó la regresión

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CICLOS COSMICOS DE LA HUMANIDAD MANRIQUE MIGUEL MOM (†)

(Fragmento)

Gnosis "Esta palabra significa el conocimiento que al revelar al hombre el porqué de la irreductibilidad del mal, es una noción salvadora. El gnóstico es un extranjero que rechaza las evidencias recibidas de este mundo. La gnosis es un saber cuya modalidad propia constituye no una contramarcha del pensamiento discursivo, sino una revelación narrativa de las cosas ocultas, una luz salvífica que aporta por sí misma la vida y la alegría, una gracia divina que actúa y asegura la salvación. Saber o conocer qué se es, quién se es, comprender un universo superior del cual se viene, donde están nuestros orígenes, es estar de antemano salvado, y ello es la gnosis. Esta no es jamás un conocimiento teórico, sino un saber operativo, es decir, conductor y realizador a la vez de la metamorfosis y del renacimiento de un ser."

Henry Corbin Extracto de El elemento dramático de las cosmogonías

gnósticas. Cuadernos de la Universidad de San Juan de Jerusalén Nº 5.

PROLOGO

El trabajo de recopilación e investigación que presentamos bajo el título de "Ciclos Cósmicos de la Humanidad", sin perjuicio de evidenciar directamente la presencia del tiempo cíclico desde la creación del Universo –incluído por cierto nuestro Sistema Solar– determina asimismo calidad cíclica a las sucesivas civilizaciones que han habitado y a las que hoy habitan la Tierra.

Nuestro objetivo es limitado, pues solamente abarca cuatro grandes civilizaciones: el Hinduísmo, el Judaísmo, el Cristianismo, y el Islamismo, civilizaciones cuyas respectivas doctrinas incorporan con mayor o menor amplitud indicios firmes o relativamente velados –bajo formas diversas– de la calidad cíclico–cósmica de nuestro mundo y de nuestro tiempo, así como algunas breves referencias sobre el esoterismo propio de algunas de ellas.

Un aspecto que consideramos indispensable destacar desde ahora está configurado por la llamativa correspondencia que se observa entre el origen y la terminación de la glaciación cuaternaria denominada genéricamente Würm cuya extensión abarca un lapso de unos 65.000 años, entre el 75.000 a.C. y el 10.000 a.C. en que comenzó la regresión

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de glaciares. Esta glaciación cubrió de un modo amplio el Hemisferio Norte, estimándose que hacia el año 2.000 próximo podría prácticamente finalizar el retroceso de los hielos, salvo en los casquetes polares y sus proximidades inmediatas y no mediando una hipotética intervención de algunos factores astronómicos que analizaremos más adelante.

En el caso especial de la glaciación Würm (75.000 a.C. a 10.000 a.C.) y del ciclo cósmico de la humanidad cuyas últimas manifestaciones observamos actualmente, sabemos que su final podría producirse aproximadamente hacia el año 2.000 próximo, acumulando más o menos una duración de 64.800 años (62.800 a.C. + 2.000 d.C. = 64.800 años). Por cierto, las cifras consignadas son exclusivamente estimativas, pero reúnen no obstante adecuada credibilidad y pueden considerarse, por lo menos, posibles.

Nuestro actual ciclo cósmico –o Manvántara en la terminología hindú– comenzó en el año 62.800 a.C. y finalizará probablemente hacia el año 2.000 d.C.; sus ciclos internos se articulan y escalonan en la siguiente forma:

Krita-Yuga (Edad de Oro) 25.920 años 62.800/36.880 a.C.

Tretâ-Yuga (Edad de Plata) 19.440 años 36.880/17.440 a.C.

Dwâpara-Yuga (Edad de Bronce) 12.960 años 17.440/ 4.480 a.C.

Kali-Yuga (Edad de Hierro) 6.480 años 4.480/ 2.000 d.C. Duración del Manvántara 64.800 años

Cronología del "Kali-Yuga " o "Edad de Hierro" actual

Edades: Sandyhâ (crepúsculos)

Edad de Oro 4.480 a.C. / 1.888 a.C. 4.480 a.C. / 4.156 a.C.

Edad de Plata 1.888 a.C. / 56 d.C. . . . . . . . . . .

Edad de Bronce 56 d.C. / 1.352 d.C. . . . . . . . . . .

Edad de Hierro 1.352 d.C. / 2.000 d.C. 1.676 d.C. / 2.000 d.C.

De lo expuesto precedentemente es posible deducir sin esfuerzo que en el caso de la glaciación cuaternaria Würm (75.000 a.C./10.000 a.C.) existe una notoria coincidencia con nuestro ciclo cósmico actual, que abarca desde el 62.000 a.C. hasta el 2.000 d.C. incluída una razonable regresión de los glaciares würmienses hacia los tramos finales de la glaciación.

La carencia de información fidedigna referida a eventuales asentamientos humanos de alguna importancia, nos impide analizar la glaciación

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cuaternaria Riss (200.000 a 120.000 a.C.) en calidad de ciclo cósmico humano presumiblemente desarrollado en un lapso aproximadamente coincidente con la aludida glaciación. La geología –por su parte– nos señala que todos los períodos glaciales producidos en el pasado se caracterizaron por provocar extensas inundaciones de tierras, debidas al aporte de aguas que producen los grandes ríos que tienen sus fuentes en los glaciares. Los libros sagrados hindúes, al mencionar el vocablo prâleya lo hace derivar de pralaya (diluvio–destrucción), y aquél significa nieve, escarcha, o hielo, lo que indica que la relación entre hielos y diluvios no era desconocida por los hindúes de otrora. Simultáneamente, el agua evaporada de los mares, ríos, y grandes lagos, además de alimentar los glaciares al precipitarse en forma de nieve, provocaba un descenso generalizado de los niveles oceánicos, dejando al descubierto considerables extensiones de las plataformas continentales en todo el planeta, superficies en las que, en las zonas tornadas luego aptas climatológicamente, se registró la invasión, primero por la vegetación, luego por los animales, y más tarde por los hombres, en busca de sustento y de lugares de asentamiento y ulterior expansión.

George Gamow es el geofísico ruso–americano que una vez más –con su comprobado conocimiento– nos explicó en vida las causas de las invasiones glaciales que periódicamente se producen sobre la superficie de la Tierra. En primer lugar –sostenía– dicha periodicidad es doble, pues las congelaciones extensas sólo tienen lugar durante los períodos de la historia terrestre que siguen a las grandes revoluciones orogénicas, cuando se eleva la superficie de los continentes, cubriéndose éstos de altas montañas. Esta periodicidad indica, sencillamente, que la existencia de tales plegamientos es un requisito previo para la formación de gruesas capas de hielo, las cuales –creciendo más y más– descienden de las montañas e invaden áreas extensas de las llanuras en derredor, o también se desploman en algunos casos sobre los mares u océanos colindantes con las montañas –o próximos a ellas– cubriéndolos paulatinamente en extensiones más o menos importantes con gruesas capas de hielos flotantes.

Pero dentro de cada era glacial correspondiente a una revolución orogénica dada, también hay variaciones periódicas de duración considerablemente menor. Mientras las montañas todavía subsisten, el hielo avanza y se retira a través de las llanuras, o se funde en el océano, en formas muchas veces sucesivas. Esta segunda periodicidad es, sin duda alguna, independiente de las variaciones en las características estructurales de la superficie de la Tierra, y debe atribuirse a cambios auténticos de la temperatura.

Como el balance de calor de la superficie terrestre está enteramente

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regulado por la cantidad de radiación que llega a ella, debemos buscar los factores que puedan influir sobre la radiación solar incidente. Pueden ser factores de este género:

1) Las variaciones de transparencia de la atmósfera terrestre;

2) Los cambios periódicos que experimenta la actividad solar;

3) Los cambios en la rotación de la Tierra alrededor del Sol, y las anomalías concurrentes de orden astronómico y cósmico.

La explicación estrictamente atmosférica de la variabilidad del clima, descansa sobre la hipótesis de que, por el motivo que fuere, la cantidad de dióxido de carbono (CO2) que contiene nuestra atmósfera está sujeta con el tiempo a fluctuaciones periódicas. Como este componente de la atmósfera es en alto grado responsable de la absorción de calor solar, una disminución relativamente pequeña del dióxido de carbono contenido en la atmósfera podría ser la causa de una caída considerable de la temperatura de la superficie, resultando de ella la formación excesiva de hielo que caracteriza los períodos glaciales. Se debe –sin embargo– tener en cuenta que aunque esa explicación es, en sí misma, perfectamente posible, la razón de estas supuestas fluctuaciones periódicas en la composición de la atmósfera no está clara, ni mucho menos. Además, no hay manera de comprobar si las extensas invasiones glaciales del pasado estuvieron ligadas, efectivamente, a variaciones en el contenido atmosférico de dióxido de carbono.

La hipótesis que procura explicar las temporadas de frío con la variabilidad solar, adolece del mismo género de imprecisiones. Para asegurarnos, observemos las variaciones periódicas de la radiación solar que son debidas al número variable de manchas solares, las cuales alcanzan un máximo cada diez o doce años. También es cierto que durante los años de manchas solares en número máximo, la temperatura media terrestre disminuye unos 0º,55 a 1º centígrados, porque decrece la cantidad de radiación recibida. Pero no existen indicios –ni experimentales, ni teóricos– de que las variaciones en la actividad solar persistan miles de años. Igual que en las hipótesis del dióxido de carbono, también aquí parece imposible cotejar las coincidencias o no coincidencias de las pasadas edades glaciales con los mínimos de actividad solar.

La última de las tres hipótesis (los cambios en la rotación de la Tierra alrededor del Sol) no parece estar sujeta a estas limitaciones; según veremos, no sólo nos pone en condiciones de comprender las causas de las glaciaciones periódicas, sino que además resulta posible concordar

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muy bien sus datos en las pruebas geológicas.

Los cambios estacionales en la superficie de la Tierra se deben al hecho de que su eje de rotación está inclinado respecto al plano de la órbita; de manera que, durante seis meses el hemisferio Norte (y otros seis meses el hemisferio Sud) está vuelto hacia el Sol. Ahora bien, debido a la mayor duración del día y la incidencia más vertical de los rayos solares, el hemisferio vuelto hacia el sol recibe considerablemente más calor y está en la estación cálida tibio–veraniega (primavera–verano), mientras el hemisferio opuesto atraviesa la fría estación fresco–invernal (otoño–invierno).

Sin embargo, se debe recordar que la órbita de la Tierra no es exactamente un círculo, sino una elipse, con lo cual la Tierra está más próxima al Sol en algunos tramos de su trayectoria, que en otros. En la actualidad, la Tierra pasa por el perihelio (el punto más próximo al Sol) a fines de diciembre (hemisferio Sud), y llega a su máxima distancia al Sol (afelio) a fines del mes de junio (hemisferio Sud).

Por consiguiente, los inviernos deben ser algo más suaves en el hemisferio Norte que en el Sud. Por las observaciones astronómicas sabemos que la distancia al Sol en diciembre (hemisferio Norte) es el 3% más pequeña que en junio, aproximadamente, razón por la cual la diferencia entre la cantidad de calor recibido por uno u otro hemisferio tendría que ser del 6%, ya que la intensidad de la radiación disminuye en razón inversa al cuadrado de la distancia. Según una fórmula que relaciona la cantidad de radiación recibida y la temperatura de la superficie, puede –por ejemplo– deducirse que en los años 1941-1942 la temperatura media de los veranos del Hemisferio Norte era 3º,85 a 4º,95 Centígrados más baja, y la temperatura media de los inviernos del mismo Hemisferio era –a su vez– 3º,85 a 4º,95 Centígrados más alta que los valores correspondientes en ambos casos al Hemisferio Sud.

Podría creerse que estas diferencias entre los dos hemisferios no pueden contribuir a la explicación de los períodos glaciales, puesto que los inviernos más fríos se compensarán con los veranos más cálidos, y viceversa. Sin embargo, esto no es cierto, porque el efecto relativo de las variaciones de temperatura sobre la formación de hielo es por completo diferente para veranos e inviernos. En efecto, si la temperatura ya se halla por debajo del punto de congelación del agua (que es lo corriente en invierno en no pocos lugares), una ulterior disminución no influirá en la cantidad de nieve caída, pues toda humedad presente en el aire, de todos modos, se precipitará. Por otra parte, el aumento de radiación en los veranos acelerará considerablemente la fusión y la retirada de los hielos formados durante los meses invernales. Debemos pues llegar a la

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conclusión de que los veranos más fríos favorecen la formación de capas de hielo en medida mucho mayor que los inviernos fríos, y que, por consiguiente, las condiciones para la extensión de los glaciares se dan –en la actualidad– en el Hemisferio Norte.

Pero podemos preguntarnos, decía George Gamow, ¿por qué entonces si las condiciones climáticas lo favorecen, no tenemos en los tiempos actuales una época glacial en Europa y Norteamérica? La contestación a esta pregunta se apoya en el valor absoluto de la diferencia de temperaturas: parece que el enfriamiento de 3º,85 a 4º,95 Centígrados está justamente por debajo de la cantidad de frío necesaria para el crecimiento de las capas de hielo. Según hemos visto ya, los glaciares del hemisferio norte están actualmente retirándose, más que avanzando. Pero el muy delicado balance entre la cantidad de nieve caída durante los inviernos, y la cantidad de hielo que se funde en los veranos, y una caída de la temperatura veraniega que fuere solamente dos o tres veces mayor de lo que es, podría invertir por completo la situación.

Además de los factores geológicos y atmosféricos que influyen sobre el proceso de iniciación, desarrollo, y término de las glaciaciones, existen numerosos otros –de origen y naturaleza específicamente cósmicos y de características cíclicas– que concurren aislada o conjuntamente a condicionar el rigor o la suavidad del acontecimiento. Tales episodios cósmicos concurrentes son:

I) Angulo de inclinación del eje de la Tierra, referido al plano de la órbita.

Esta inclinación se encuentra sometida a variaciones con períodos de 40.000 años, o sea que en un ciclo completo de precesión de los equinoccios (aproximadamente 25.920 años) el eje varía su inclinación entre el máximo y el mínimo 1,5432 veces. A las mayores inclinaciones se incrementan las diferencias de temperaturas entre los dos hemisferios terrestres y conducen a veranos más cálidos e inviernos más fríos.

Por el contrario, la perpendicularidad del eje de la Tierra conduce a la uniformidad de climas, y las diferencias estacionales desaparecerían por completo si el eje de la Tierra fuere perpendicular al plano de la órbita.

II) Lento giro de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, con periódicos aumentos y disminuciones de su excentricidad, que

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varían entre 60.000 a 120.000 años. Este giro se superpone al de la precesión del eje de la Tierra.

III) Cambios periódicos en la excentricidad de la órbita de la Tierra. Durante las épocas de órbita muy alargada, la Tierra está especialmente alejada del Sol cuando pasa por el punto más distante de su trayectoria alrededor del astro, y la cantidad de calor que reciben ambos hemisferios es excepcionalmente baja.

A título de ejemplo, y según cálculos exactos, la excentricidad de la órbita terrestre hace 180.000 años, o sea en plena glaciación alpina RISS (SAALE, en Europa del Norte; ILLINOIS, en América del Norte; PRIMERA GLACIACION HIMALAYA, en Asia), era dos y media veces mayor que en la actualidad.

IV) Pese a que los cambios de temperatura resultantes de una cualquiera de las causas antes enumeradas no hayan sido muy importantes, debemos recordar que si en cierta época de la historia de la Tierra hubieran actuado todas las causas en un mismo sentido, el efecto combinado habría sido bastante grande. Consecuentemente, en la época en que el alargamiento de la órbita era especialmente amplio, el ángulo de inclinación del eje particularmente pequeño, y el verano del Hemisferio Norte ocurría al pasar la Tierra por el punto más lejano de su alargada órbita, la cantidad de calor que recibía este hemisferio tiene que haber sido excepcionalmente baja.

Por el contrario, una órbita poco excéntrica, y la inclinación opuesta del eje de rotación terrestre, tienen que haber causado en dicho hemisferio condiciones climáticas considerablemente más suaves.

¿Cuántos "mundos", cuántos "Días de Brahma" o "re–creaciones" tuvieron lugar antes de nuestra creación? ¿Cuántas "Noches de Brahma" o "retornos al principio" sucedieron a cada una de las "creaciones"? ¿Quién podría saberlo?

No existe medida ni conocimiento de los anteriores "Días de Brahma". Solamente sabemos que nuestro Kalpa del "Jabalí Blanco" está compuesto por catorce ciclos menores llamados "Manvántaras", y que el actual –nuestro Manvántara– habría comenzado hace unos 64.800 años, y que –entre otras posibles– abarcaría la zona hoy llamada "Arco Nor–occidental" de Asia, que cubre la región delimitada por las penínsulas de

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partes del "Arco Nor–oriental" asiático que abarcan las regiones delimitadas por el Hindukush y el Sud de los Himalayas.

Parece ser que el origen de las migraciones de los pueblos védicos y avésticos podría muy probablemente ubicarse en las costas del vasto estuario del río Ob (Península de Gyda, al este, y de Jamal, al Oeste), a la altura del paralelo de 70º Norte, y entre los meridianos de 65º y 85º Este de Greenwich, delimitado al Oeste por los Montes Urales – Mar Caspio, y al Este por el actual Turquestán y los Montes Tien-Shan.

Hasta hace poco más de un siglo muchos eruditos no podían comprender cómo una zona agradable para habitar podía estar situada casi en el límite del hielo, próxima al Polo Norte. Pero los progresos de la geología han logrado oportunamente demostrar que en el período interglaciar Riss-Würm (120.000 a 75.000 a.C.) y en sus equivalentes en Asia, Europa Septentrional, y en América del Norte, el clima circumpolar era suave y templado, y por lo tanto no era desfavorable para la vida autóctona, habituada al clima global resultante en la región.

¿Ha pensado el lector que desde el fin de la glaciación "Würm" hasta nuestros días han transcurrido unos 12.000 años, dando cabida a unas 400 generaciones humanas de 30 años cada una, y que en el período interglaciar previo "Riss-Würm" –que se prolongó a lo largo de unos 45.000 años– pudieron ubicarse 1.500 generaciones, también de 30 años cada una? ¿Es posible negar a estas últimas la posibilidad de haber alcanzado paulatinamente un acentuado desarrollo espiritual e intelectual acorde con su tiempo?

Las comarcas asiáticas a que hemos hecho referencia anteriormente y próximas al Océano Artico –entre otras– se tornaron inhabitables con la llegada de las glaciaciones "Riss" y "Würm", y los más tarde pobladores de partes del Norte asiático, obligados a abandonar sus territorios de origen, emigraron hacia el Sud atravesando diferentes regiones del Asia Central, para instalarse en la zona del Mar de Aral –en los valles de los ríos Amudarja y Syr-Darja, territorios a partir de los cuales, en el amanecer de los tiempos históricos, les vemos emigrar nuevamente, los védicos hacia el Este - Sudeste, y los avésticos en dirección Sud-Oeste.

Con el transcurso del tiempo, los védicos, así llamados por sus textos sagrados denominados "Vedas", integraron los pueblos hindúes, en tanto el "Avesta" pasó a ser el conjunto de libros sagrados de los pueblos avésticos, que se instalaron en parte de los territorios de lo que hoy constituye el Irán.

Del somero análisis realizado podemos deducir que –en términos

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generales– los períodos interglaciales del Hemisferio Norte fueron suficientemente aptos para posibilitar la implantación y desarrollo de poblaciones autóctonas, hasta la región delimitada por los paralelos de 45º a 55º de latitud Norte, y –excepcionalmente– hasta el paralelo de 70º, si bien en regiones de razonable altimetría. En los propios períodos glaciales, grupos humanos vernáculos podrían haberse instalado probablemente hasta los 40º a 50º de latitud Norte, exceptuando tal vez en parte la época cubierta por la glaciación "Riss".

Por lo tanto, todo parecería señalar que en aquellos períodos en los cuales los factores cósmicos concurrentes que hemos enumerado en su momento incidían favorablemente en forma poco menos que conjunta, las condiciones para el desarrollo de etapas aptas para la evolución de la vida podían configurar un verdadero "ciclo humano", tal como ocurrió en el período interglaciar "Riss-Würm".

Está suficientemente comprobado que con cierta periodicidad se producen en el espacio una serie de fenómenos celestes que actúan sobre nuestro planeta, y cuya calidad cíclica y origen cósmico obra a través de sus efectos y consecuencias sobre la Tierra y sus habitantes. Tal es el caso típico del fenómeno de la "precesión de los equinoccios" y del influjo de los "fenómenos o factores cósmicos concurrentes".

Cuando los pueblos hiperbóreos se vieron obligados a abandonar las zonas circumpolares arrasadas por la llegada del equivalente asiático de la glaciación "Würm", emigraron hacia el sud, atravesaron diferentes regiones de Asia Central, y se instalaron finalmente en los valles del Mar Caspio, del Mar de Aral y de sus afluentes, los ríos Amu-Darja y Syr-Darja, así como también –algo más tarde– en la región del Indo ("Sind"), que desagua en el Mar de Arabia, regiones de las cuales emigraron nuevamente, los arios védicos hacia el Sudeste, y los arios avésticos hacia el Sudoeste.

Otros pueblos hiperbóreos, merced a que la glaciación no afectó mayormente las llanuras de Siberia Occidental, ni tampoco la desembocadura del río Lena hasta el borde occidental de la Estepa de los Kazakos, emigraron –entre otras direcciones– desbordando el extremo Sud de los Montes Urales y, por el Norte de los mares Caspio y Negro, marcharon hacia Occidente. Simultáneamente –o muy poco más tarde– el éxodo de los pueblos hiperbóreos ariohablantes se extendió por toda el área circundante del Mar Negro y más allá del ámbito del Egeo, los Balcanes, Centroeuropa y el área báltica, y Rusia Central. Naturalmente, el éxodo alcanzó también los territorios del Próximo Oriente y el Asia Menor. Algunos pueblos ariohablantes irrumpieron en el área mesopotámica a partir de la meseta irania: tal fué el caso de los mitanios,

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kasitas, y hurritas, en tanto los hititas y luvianos, también ariohablantes, lo hicieron desde el Noroeste, a través de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos.

Los invasores eran portadores de la cultura "Kurgan" (o de los "Túmulos Funerarios"), potente y duradera cultura eurásica de raíces hiperbóreas que causó cambios locales en la prehistoria de Europa y del Próximo Oriente. A través de los pueblos que irrumpieron de tal manera, la mayor parte de Europa y algunas amplias comarcas del Próximo Oriente fueron gradualmente indoeuropeizándose o arianizándose, respectivamente. Parece una hipótesis aceptable la que sostiene que durante el cuarto y el tercer milenios, y principios del segundo milenio antes de Cristo, los pueblos ariohablantes consiguieron transformar los moldes culturales de una gran parte del Próximo Oriente, Asia Menor más Europa y, probablemente, convertir cierto número de las poblaciones locales en ariohablantes, o al menos en hablantes del indoeuropeo.

En el tercer milenio antes de Cristo, una de las manifestaciones de la expansión de la cultura Kurgan –denominada Kurgan III– se orientó por el Oeste del Mar Caspio y el Este del Mar Negro, en dirección a los territorios situados inmediatamente al Norte y Sud, para reunirse en una amplia zona sita en los territorios que hoy constituyen Georgia, Armenia, Azerbaiján, y el Norte y Nordeste de Siria, una de cuyas salidas está dada por la dirección general de los dos grandes ríos –Tigris y Eúfrates– así como por la orientación de los Montes Zagros. Asimismo, los plegamientos, las llanuras y los valles, determinaban la expansión general del país: sus habitantes intentarán salir –por occidente– más allá o muy próximos a las nacientes de los cursos superiores del Tigris y del Eúfrates, hacia Siria y el Mediterráneo, y –por oriente– en dirección a la meseta iraní.

Hacia el 2.500/2.300 a.C., una parte menor de la aludida expresión de la cultura Kurgan III, integrada en su gran mayoría por pueblos ariohablantes, se puso en movimiento en busca de los territorios que hoy constituyen el Norte y el Oeste de Siria, Fenicia, y el Líbano, en una especie de maniobra de exploración y reconocimiento ofensivo, en pos de información sobre territorios lindantes con el Mediterráneo, pueblos y riquezas, y posibilidades de establecer relaciones comerciales y políticas. Simultáneamente, otra columna menor se orientó hacia el Sudeste, a lo largo del cauce del Eúfrates, en busca de un objetivo asaz restringido, cual era el de intentar contactos pacíficos con los pueblos que ocupaban la más tarde denominada "mesopotamia".

Otro grupo numeroso de la cultura Kurgan III había continuado su penetración hacia Occidente por el Norte del Mar Negro, para luego de

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haberlo superado desprender una nutrida rama que irrumpió en el Asia Menor desde el Oeste a través del Bósforo y los Dardanelos, dividiéndose luego en dos columnas, las del Norte (hititas) se orientó hacia el Levante, y la del Sud (luvianos), lo hizo en dirección al llamado fondo del Mediterráneo, esto es, la costa marítima que se extiende desde Turquía, al Norte, hasta Egipto, al Sud.

PRIMERA PARTE

I El Cuadrado "SATOR" Durante las excavaciones que se realizaron en Pompeya desde 1750 se halló, hace hoy en día algo más de 60 años, una extraña inscripción fechada con certeza por la destrucción de la ciudad en el año 79 d.C., y que los arquitectos cristianos reprodujeron profusamente más tarde en diversos monumentos en Italia, Francia, en la iglesia de Pievi Iersagui, cerca de Cremona, en el castillo de Carnac, sobre la bahía de Quiberon (Morhiban, Bretaña), zona famosa por sus monumentos megalíticos, dólmenes y menhires extrañamente alineados, y en el templo de Saint-Laurent de Rochemaure. Así también, la inscripción fue descubierta en ruinas romanas situadas en Cirencester (Inglaterra), a 55 kilómetros al Noreste de Bristol, y en Doura Europos, antigua ciudad siria sobre la margen derecha del Eúfrates, donde actualmente se eleva la localidad de Qalat es Salihiya, unos 440 kilómetros al Nor–noreste de Damasco, y en otros lugares.

Apodada el "cuadrado mágico" –o con más propiedad el cuadrado SATOR– la inscripción se presenta en la siguiente forma:

S A T O R A R E P O T E N E T O P E R A R O T A S

Este palíndromo1 latino es con toda seguridad una inscripción paleocristiana. En efecto, las veinticinco letras que lo forman permiten escribir –sin repeticiones– dos veces la palabra PATERNOSTER, y dos veces también las letras A y O, el alpha y el omega –el Principioy el Fin– que relata el Apocalipsis del apóstol Juan (IV-21-6), tal como se puede comprobar seguidamente:

P A

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A T O E R

P A T E R N O S T E R O S

O T A E R

El vocablo SATOR, en la traducción que mejor responde al mensaje del palíndromo, significa creador; AREPO carece de sentido en latín, pero debemos señalar que es la inversa de OPERA; TENET, en las aceptaciones que pueden interesar, distingue a mantener, ocupar, dirigir, gobernar; OPERA nos indica los sentidos acto, trabajo, o proceso; ROTAS puede ser rueda, círculo, ciclo, o también disco del Sol.

En nuestra opinión –eliminando transitoriamente AREPO– el palíndromo debe interpretarse así: "El Creador gobierna los procesos cíclicos"…, y lo realiza con AREPO, o sea con trabajo, acto o proceso (OPERA) inverso del que ejecuta con otro u otros fines. De esta manera obtenemos provisionalmente el siguiente resultado parcial: "El Creador gobierna los procesos cíclicos con un trabajo inverso…" ("SATOR – AREPO – TENET – OPERA – ROTAS").

Pero todo palíndromo se caracteriza por leerse igual desde arriba hacia abajo que a la inversa, o de izquierda a derecha y recíprocamente. En consecuencia, si el palíndromo SATOR se lee desde arriba hacia abajo, y de inmediato desde abajo hacia arriba, pero partiendo siempre desde la izquierda, tal como se escribe y se lee en latín, encontramos la clave y el mensaje del palíndromo, ya que si bien es cierto que SATOR – AREPO – TENET – OPERA – ROTAS significa "El Creador gobierna los procesos cíclicos con un trabajo inverso", no lo es menos que "ROTAS – OPERA – TENET – AREPO – SATOR" expresa sin la más leve duda que El Sol se ocupa de los trabajos inversos del Creador.

Ambas lecturas son absoluta y necesariamente complementarias para descriptar el mensaje puesto en el palíndromo, pero a la vez confirman el desconocimiento –todavía existente en los tiempos inmediatamente anteriores y posteriores a la Era Cristiana– de los descubrimientos de Aristarco de Samos (hacia 310-230 a.C.) referidos a la rotación de la Tierra sobre su eje polar y en torno al Sol (heliocentrismo), y los de Hiparco de Rodas (hacia 150 a.C.), relacionados con el fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios, que constituye una de las resultantes de los diversos movimientos simultáneos y combinados que, por los efectos gravitacionales conjuntos del Sol, la Luna,

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y otros cuerpos celestes, realizan nuestro planeta –y su órbita– en torno al Sol. El desconocido autor del palíndromo SATOR –aferrado todavía al geocentrismo anterior a Aristarco de Samos, y desconociendo sin duda los descubrimientos de Hiparco de Rodas, atribuyó directamente al Sol la función de ejecutor de los "trabajos inversos del Creador", o sea de los efectos emergentes de la precesión de los equinoccios, los cuales regulan "Nolens Volens" el ritmo y la duración de los ciclos cósmicos de la humanidad.

En efecto –y para el Hemisferio Norte– el equinoccio de primavera marca el punto en el que la Tierra, en su movimiento anual de traslación alrededor del Sol, pasa del semiplano eclíptico austral a su homólogo boreal, punto que es variable pues anualmente se desplaza en sentido retrógrado a lo largo de su órbita sobre la eclíptica. Esta retrogradación o precesión es de 50,27 segundos de arco por año trópico (365,242 días solares medios), lo que implica en forma poco menos que exacta una variación de 1º de arco en 72 años, 30º en 2160 años, y 360º en la cantidad de 25.920 años, lapso este último durante el cual una hipotética proyección del punto vernal (del latín ver: primavera) sobre la corona de constelaciones zodiacales efectuaría una vuelta completa para regresar aproximadamente al punto de partida. Además, en dicho ciclo precesional de 25.920 años, las estrellas polares Norte y Sud se modifican varias veces, sin repetirse en el lapso indicado.

El período cíclico–cósmico que con mayor frecuencia aparece en casi todas las grandes tradiciones, no es tanto el de la precesión de los equinoccios, cuanto su mitad. Es este período el que corresponde notoriamente a aquel denominado gran año por los pueblos hiperbóreos, los caldeos, los persas preislámicos, los griegos y los atlantes, evaluado en 12.960 años. Fuentes de origen hindú y caldeo –entre otras– señalan en 5 (cinco), o sea el mismo número de los elementos del mundo sensible (éter, aire, fuego, agua, tierra), la cantidad de grandes años que incluye nuestro actual ciclo cósmico, lo que hace un total de 64.800 años a contar desde su ya lejano comienzo, hasta su culminación luego de un crepúsculo final, para reiniciarse un nuevo ciclo de la cadena de mundos.

II

El Simbolismo del Rosario, o del Collar de Perlas2 El conjunto de la manifestación universal comporta una cantidad indefinida de ciclos, o sea de estados y grados de existencia, cuyo encadenamiento es en realidad de orden causal y no sucesivo, y las expresiones utilizadas al respecto por analogía con el orden temporal deben considerarse como exclusivamente simbólicas. Cada mundo o cada estado de existencia puede ser representado por una esfera atravesada diametralmente por un hilo, de modo de constituir el eje que une los dos polos opuestos de dicha esfera. Se observa así que el eje

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de este mundo no es, hablando en propiedad, sino un segmento del eje de la manifestación universal íntegra, y –de ese modo– se establece la continuidad efectiva de todos los mundos incluídos en la manifestación.

La cadena de mundos se representa generalmente en forma circular, pues si cada mundo se considera como un ciclo y se simboliza como tal por una figura circular o esférica, la manifestación íntegra, que es el conjunto de todos los mundos, aparece en cierto modo a su vez como un "ciclo de ciclos". Así, la cadena no sólo podrá ser recorrida de un modo contínuo desde su origen hasta su fin, sino también podrá ser recorrida siguiendo nuevamenteel mismo sentido, lo cual corresponde –en el despliegue de la manifestación– a otro nivel distinto a aquel en el cual se sitúa el simple paso de un mundo a otro, y como ese recorrido puede prolongarse indefinidamente, la indefinitud de la manifestación misma está así representada de un modo más sensible. Empero, es esencial agregar que si la cadena en cierto modo parece cerrarse, ello se justifica a fin de no dar pie a la suposición de que un nuevo recorrido de esa cadena pudiera no ser sino una especie de repetición del recorrido precedente (un "eterno retorno"), lo cual es una imposibilidad por constituir algo netamente contrario a la verdadera noción tradicional de los ciclos, según la cual solamente hay correspondencia y no identidad; además, un tal supuesto "eterno retorno" implicaría confundir "eternidad" con "duración indefinida".

Las doctrinas de los ciclos cósmicos de la humanidad han sufrido desde el Siglo IV un embate tan encarnizado como injusto, cuya base finca en un importantísimo desconocimiento del Universo y de la mecánica celeste, así como en una concepción lineal del tiempo histórico, que algunos autores contemporáneos han rotulado como una conquista fundamental del proceso humano.

Las concepciones cíclicas –dice René Guénon– "no se oponen en forma alguna a la historia, ya que ésta, por el contrario, no puede tener realmente un sentido sino el de expresar el desarrollo de los acontecimientos en el transcurso del ciclo humano, aunque los historiadores profanos no sean con seguridad absolutamente capaces de darse cuenta de ello".

El tiempo cósmico no es lineal sino cíclico y la humanidad no debe olvidar que también forma parte del cosmos. Mircea Eliade lo dijo así, justamente cuando el hombre occidental, en una nostalgia de eternidad, evidencia su anhelo por un paraíso concreto, y cree que ese paraíso es realizable aquí abajo, en la Tierra, y ahora, en el instante presente, en una especie de eternidad experimental a la que piensa que todavía puede aspirar.

En casi todas las grandes tradiciones monoteístas el símbolo más corriente de la cadena de mundos es el "rosario". El elemento esencial del símbolo es el hilo que une las cuentas, pues no puede haber rosario si no existe primero ese

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hilo en el cual las cuentas vienen después a ensartarse "como las cuentas de un collar". Es necesario, empero, llamar la atención sobre ello debido a que desde el punto de vista externo, se ven más las cuentas que el hilo, y esto mismo es muy significativo, puesto que las cuentas representan a la manifestación sensible, mientras el hilo simboliza el Espíritu puro universal, identificado con Dios, en todos Sus Nombres.

El número de cuentas del rosario varía según las tradiciones, e incluso puede modificarse en función de ciertas aplicaciones especiales, pero al menos en las formas orientales es siempre un número cíclico, por su relación con la división geométrica del círculo y con el período astronómico de la precesión de los equinoccios. Así, particularmente en la India y el Tibet, dicho número es por lo común el 108. En realidad, los estados que constituyen la manifestación son una multitud indefinida, pero es evidente que esta multitud no podría representarse adecuadamente en un símbolo de orden sensible como aquel que aquí se trata, y es forzoso entonces que las cuentas tengan un número definido. Siendo así, un número cíclico conviene naturalmnte para una figura circular como la considerada, la cual representa por sí misma un ciclo, o –más bien– un "ciclo de ciclos".

En la tradición islámica, el número de cuentas del rosario es de 99, número también cíclico por su factor 9., y el rosario se divide en tres series de 33 cuentas, cada una de las cuales representa un mundo. La esfera faltante para completar el centenar equivale a reducir la multiplicidad a la unidad, ya que 99 es igual a 100 menos 1. La cuenta ausente sólo se encuentra en el Paraíso.

Por su parte, en la tradición cristiana, el rosario, cuyo origen se atribuye a Santo Domingo de Guzmán (1.170-1.221), posee 50 cuentas separadas de diez en diez por otra de mayor tamaño, y sus extremos se unen en una cruz; totaliza así 54 cuentas (la mitad del rosario oriental de 108 cuentas), número cíclico submúltiplo de 12.960.

SEGUNDA PARTE I

Las especulaciones acerca del influjo de las emanaciones de la divinidad sobre la astronomía antigua Para comprender adecuadamente el pasado hemos de olvidar transitoriamente el presente, recomendación que es sencillo formular, pero complicado cumplir. Hay que resistir la tentación de tratar los problemas antiguos como si exigieran nuestras modernas respuestas. Para comprender plenamente lo que dejaba atónitos a los antiguos debemos obligarnos a planteárnoslo nosotros mismos, y así –sólo así– se tornará claro por qué las viejas respuestas les parecían a ellos plausibles y razonables; después de todo, aquellos hombres no eran menos inteligentes ni menos perspicaces que nosotros. Imaginémonos

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entonces a nosotros mismos en el mar hace unos milenios, cuatro, cinco, seis, o más. Con una buena carga a bordo, nuestro barco se desliza lentamente hacia la costa, que comienza a ser invadida por las tinieblas: ¡un raro momento de la lucha por la vida! Es la hora de contemplar los titilantes cielos, donde las estrellas constituyen para nosotros un importante hecho natural. La aurora, el arco circular del vuelo del Sol a mediodía y, luego, su inmersión de fuego en el mar occidental es algo familiar, así como el giro nocturno de las estrellas –excepto una: la estrella polar– en torno al polo celeste. Estas serían las experiencias seguras de nuestra vida. Lo eran para los pre–socráticos, esto es, los filósofos anteriores a Sócrates (470 a 399 a.C.) que integraron –agrupados en varias escuelas– el período llamado "cosmológico".

Los Griegos Todos los observadores antiguos se sentían justamente impresionados por la contemplación del Sol, las estrellas y la Luna moviéndose en círculos perfectos, obviamente en torno a un eje celeste. Así pues, la observación atenta de los cielos constituye un trabajo de gran antigüedad. En los primeros momentos de nuestra historia –¿o prehistoria?– el cielo se dividió en áreas arbitrarias, cada una de las cuales abarcaba una "aglomeración natural" de luces celestes. Pronto se comprobó que cada "aglomeración natural" de dichas luces celestes no se mantenía absolutamente constante y entonces, para facilitar la identificación y observación de tales agrupamientos, se dividió el horizonte celeste en doce sectores iguales de treinta grados de arco cada uno y se les llamó "signos", así como "constelaciones" a cada una de las "aglomeraciones naturales" de luces celestes incluídas en cada sector, cualesquiera que fueren los componentes agrupados en cada "signo". Así, una aglomeración natural de luces celestes o "constelación" podía a veces ocupar más o menos cómodamente el espacio de un "signo", o bien –otras veces– desbordar el sector tanto hacia el Este, cuanto hacia el Oeste, o en ambos sentidos.

Con el correr de los siglos se comprobó que las salidas y puestas del Sol no se producían siempre frente al mismo telón de fondo de estrellas, sino que más bien se deslizaban lentamente hacia el Este a lo largo de la banda de los doce sectores trazados sobre las "aglomeraciones naturales". Esta banda se denominó "eclíptica" ("ekleiptiké"), porque sólo se observaban eclipses ("ekleipsis") cuando la Luna la cruzaba. Cada una de las "aglomeraciones naturales" que se encontraba a lo largo de la eclíptica estaba animada, representándose mitológicamente como uno de los doce obstáculos o trabajos que había superado el dios solar en su ronda anual. La totalidad de las criaturas representadas por las "aglomeraciones naturales" se llamó "zodíaco" (de "zoodiakós", "figura de animal"). Una de las figuras mitológicas asociadas con el Sol era "Heraklés" (Hércules), cuyos doce trabajos posiblemente deriven de los acontecimientos zodiacales a que hemos aludido, como el

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parecer ocurre con Tauro, Géminis, Cáncer (Cangrejo), Leo y Sagitario, por lo menos.

Cerca del Eúfrates se han descubierto tablillas caldeas que datan del Siglo VI a.C., en las que se nombran las constelaciones de un modo muy semejante al de los griegos del mismo período. Con todo, las ideas que se esconden tras esos nombres son mucho más antiguas que las propias tablillas, según se desprende de un hecho sorprendente. La constelación, o bien el signo que llamamos Tauro se denomina –en las tablillas del Eúfrates– "Toro–de–frente". El comienzo del año en aquella época se determinaba por el equinoccio de primavera. Hoy en día, como es sabido, el punto vernal en el Hemisferio Norte se halla en la constelación de Acuario, luego de haber recorrido los últimos tramos de la constelación de Piscis. Este es un ejemplo típico que ilustra el desbordamiento hacia el Este de un signo por una constelación (Piscis – Acuario) por no haberse respetado los límites reales de las "aglomeraciones naturales", es decir, "constelaciones".

Un siglo antes de Hiparco de Rodas (150-85 a.C.) el punto vernal (equinoccio de primavera) transitaba en el Hemisferio Norte los finales de la constelación de Aries (1.532-212 a.C.) del actual ciclo precesional, que coincidía cómodamente con el signo análogo, para ingresar en la constelación de Piscis en 212 a.C., que abandonó en 1.948 d.C. para penetrar en la constelación de Acuario que hoy en día nos cobija (Nota: Leo, en el Hemisferio Sud). De esta manera, "Toro–de–frente" sugiere que cuando se le dio ese nombre, la constelación de Tauro contenía el equinoccio de primavera en el Hemisferio Norte, lo que ocurrió entre 4.532 y 1.532 a.C., o sea cuatro mil quinientos años antes que en las tablillas caldeas. No puede caber duda que las tablillas del Eúfrates registraban más bien una tradición, que observaciones del año 600 a.C.

La geometría de los cielos era conocida en tiempos de Homero (900-800 a.C.) y Hesíodo (850-750 a.C.), y ello desde varios milenios antes. Y por supuesto, la conciencia del primer gran hecho que son los cielos tiene un origen realmente pretérito. Muchos de los antiguos se apercibieron de que podían dar explicaciones alternativas: el movimiento diurno del Sol y los nocturnos de las estrellas se podrían explicar suponiendo que la Tierra rotare alrededor de su eje polar, en lugar de suponer que eran los cielos los que giraban en torno a nosotros, como era usual en la Era Cristiana. Así hace mucho tiempo se sabía la existencia de al menos dos explicaciones posibles de la revolución nocturna de las estrellas circumpolares boreales y del arqueado vuelo del Sol sobre nosotros. La segunda explicación consistía, naturalmente, en suponer que la Tierra giraba en torno de su propio eje.

Entre los presocráticos, Heráclito de Efeso (576-480 a.C.), Filolao (500-420 a.C.), Hicetas de Siracusa y Ectanto de Siracusa, son los filósofos que se

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erigen entre aquellos que optaron por la segunda explicación, pero la audacia de una Tierra girando aparecía ante la mayoría como algo intelectualmente intrincado y observacionalmente sin fundamento. La alternativa giratoria sugerida por Heráclito, Filolao, Hicetas y Ectanto, se oponía a los hechos, tal como se estudiaban hace 2.500 años.

Heráclides de Ponto (Siglo IV a.C.), Aristarco de Samos (Siglo III a.C.), y Seleuco de Seleucia (Siglo II a.C.) proponen también los tres que la Tierra gira sobre su eje polar, y los dos últimos que también lo hace en torno al Sol. Pero sus ideas fueron rechazadas. Aunque los pitagóricos creían en un cierto heliocentrismo, los filósofos griegos tuvieron en general una concepción geocéntrica del mundo. Esta concepción se concretó en el sistema de esferas homocéntricas de Eudoxio de Cnido (408-355 a.C.), a la que adhirió Aristóteles (384-322 a.C.) con argumentos ingeniosos. Las ideas de Eudoxio de Cnido, recogidas por Aristóteles, unidas a las que desarrolló Claudio Tolomeo (Siglo II a.C.) en su "Syntaxis Mathemática", más conocida por su nombre árabe "Almagesto", permanecerán vigentes hasta el Siglo XVII. El universo de Tolomeo tenía a la Tierra como centro, y ocho esferas concéntricas: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno, la esfera del Zodíaco y las estrellas fijas, con un total de 1.022 estrellas, y –por último– nada en absoluto.

La obra de Tolomeo, vista en retrospectiva, parece un monumento a la obstinación en el error al propugnar un geocentrismo absurdo que, sin embargo, al igual que Aristóteles, se impuso en la Europa cristiana como la última palabra en el campo científico. Los griegos, en conjunto, no comprendieron el mundo avizorado por Aristarco de Samos: lo observaron y sistematizaron sus observaciones, y nada más.

La historia de la Astronomía se atascó en Aristarco de Samos e Hiparco de Rodas, y con Tolomeo sus ruedas comenzaron a girar hacia atrás durante unos 1.500 años (Siglos II al XVII). Este es el aporte griego.

Los Romanos Los pensadores de los comienzos del Imperio Romano hicieron muy pocas contribuciones, sea a la ciencia astronómica, sea a la cosmología. Plinio, el Viejo (23 ó 24-79 d.C.) llevó a cabo una influyente compilación de todos los descubrimientos, artes y ciencias de la humanidad, a modo de libro de texto, titulado "Historia Natural". su obra se convirtió en fuente común de todos los escritores de cosmología y astronomía posteriores. El Imperio y la civilización romana, contribuyó apenas al avance de la astronomía, y si bien estudió las estrellas con vistas a la predicción del futuro, sus navegantes las usaron para conocer su situación en el mar, pues Tolomeo había compuesto en su tiempo una tabla estelar muy amplia sobre la base de los estudios de Hiparco de Rodas, realizados en 140 d.C.

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En 410 los vándalos tomaron Roma y la saquearon. En el nuevo orden había considerable hostilidad contra el saber derivado del mundo greco–romano. La preservación del considerable caudal del conocimiento antiguo se debió al surgimiento de los monasterios y escuelas asociadas. En el Oeste europeo, el primero de ellos fue el de Monte Cassino, erigido por San Benito en 529. Pero entre los propios cristianos había tanta enemistad y salvaje hostilidad hacia la ciencia astronómica como en los peores tiempos del paganismo. Los escritos de Clemente Romano (96 d.C.), Clemente de Alejandría (200 d.C.) y Orígenes (254 d.C.), eran más alegoría que astronomía, y los de Diodoro (394), Teodoro (428), Filopón, y especialmente San Gerónimo (347-420) contra la "estúpida sabiduría de los filósofos", palidecen ante la atroz masacre de Hipatia, astrónoma y directora de la reconstruida biblioteca de Alejandría. Es cierto que Ambrosio de Milán (397) escribió con algo de moderación sobre la ciencia astronómica greco–romana, pero en Africa, Agustín, obispo de Hipona la condenó severamente. La actitud de San Agustín y su desorbitado dogmatismo tuvo importancia porque sus obras fueron "éxitos de copistas" en la Edad Media, y se conservan de ellas más ejemplares manuscritos que de cualquier otra obra, exceptuando la Biblia.

Los Arabes A principios del Siglo VII, el Profeta Mahoma (570-631) predicó el Islam y los pueblos árabes, prontamente unidos, partieron para convertir el mundo. En 640, Alejandría y los restos de su biblioteca cayeron en sus manos, y un siglo más tarde el Gran Califa Abú-Cháfar al-Mansur, segundo califa de la dinastía Abbassí, constructor de Bagdad, supo por una feliz casualidad que en el monasterio cristiano de Jundishapur, distante 250 kilómetros de Bagdad, existía una biblioteca en la que abundaban los clásicos griegos, y entre ellos los clásicos de astronomía. Desde muy antiguo los pueblos árabes preislámicos, por influjo de sumerios y babilonios, creían en la astrología por entender que los hombres están sujetos a la influencia de los cielos y de los astros. Pero ahora, los musulmanes tenían además motivos piadosos y prácticos para interesarse en la astronomía. En efecto, el Corán contiene repetidas referencias cosmológicas y astronómicas geocentristas, entre las cuales se destacan netamente:

a) Sura 2.– Vers. 27: "El (Allah) es quien, ocupándose también de los cielos, los dividió en siete. Porque es sabio en todas las cosas".

b) Sura 71.– Vers. 14: "¿No véis cómo Allah ha creado los siete cielos en forma de capas superpuestas sucesivamente unas sobre otras?"

c) Sura 71.– Vers. 15: "El ha colocado la Luna como luz, y El ha colocado al Sol como una gran antorcha".

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d) Sura 85.– "El Sura de los signos del Zodíaco", Vers. 1: "Por el cielo, poseedor de los signos del Zodíaco, juro".

El Califa Al-Mansur ordenó entonces la traducción de los textos astronómicos al árabe y, de ser necesario, su puesta al día. Unos años más tarde, en 773, un viajero hindú apareció en la corte de Bagdad con varios manuscritos: el saber astronómico, en su versión griega, había entrado en la India y Persia con Alejandro Magno en 331 y 327 a.C., donde se unió con otros manuscritos –muchísimo más antiguos– provenientes de China, y con las tradiciones astronómicas caldeas y las indoiranias –védicas y avésticas– anteriores y posteriores al fin de la glaciación "Würm", hacia el 8.500 a 9.500 a.C. El viajero llegado a Bagdad era portador del equivalente hindú de la "Sintaxis Matemática" de Tolomeo, que incluía un libro de tablas estelares titulado "Siddharta". Además, el hindú enseñó a los musulmanes a escribir con cifras menos engorrosas que en los sistemas latino y árabe, lo que hizo más fáciles las matemáticas, y simplificó las cartas de las estrellas.

Ya en el año 711 los árabes habían conquistado España, y los tesoros del saber greco–romano que habían sobrevivido en la Roma de los Antoninos (96 a 192), navegaron hacia el Próximo Oriente en los barcos de los mercaderes y soldados a partir del 800, ya que Venecia, Nápoles, Bari, Amalfi, Pisa y Génova reiniciaban el comercio con los árabes del Mediterráneo Oriental. De este modo, poco a poco, el conocimiento de las matemáticas árabes comenzó a distinguir a los estudiosos serios de los monasterios análogos al de Monte Cassino.

Alfonso X, el Sabio, transformó a Toledo en centro de irradiación del saber y de la traducción del árabe al latín, entre otros, de los "Libros del Saber de Astronomía", y las "Tablas Alfonsinas" (de Alfonso el Sabio) en 1272 –según la tradición tolemaica a través de astrónomos árabes– entre otras.

Mediante estas y otras influencias la astronomía se enriqueció con las joyas del lenguaje árabe: "Aldebarán", "Altair", "Deneb", "Betelgeuse", "Nadir", "Cenit", "Algebra", "Algoritmo", entre muchas otras. Estas palabras abundaban en los cargamentos de manuscritos griegos que los barcos transportaban durante el siglo XII, desde el Próximo Oriente al Mediterráneo Norte. En el Siglo IV Calcido había traducido al latín el "Timeo" de Platón, lo que explica por qué su influencia fue la primera en dejarse sentir como traductor. Más tarde, a comienzos del Siglo XII, Adelardo trasladó al latín las tablas astronómicas del árabe Al-Khwarismi (Siglo IX d.C.), y el importantísimo "Liber Astronomiæ" se virtió al árabe (en Toledo) en el año 1.217 gracias a Miguel Escoto. Se trataba de la primera traducción realmente comprensible del sistema geocéntrico de Aristóteles, pero no tenía conexión alguna con la "Sintaxis Matemática" de Tolomeo. Entonces, Miguel Escoto

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tradujo los "Comentarios" del árabe Averroes sobre "De Coelo", de Aristóteles.

Pero el mayor logro de todos tuvo lugar a fines del Siglo XII cuando el "Almagesto" ("La Mayor Obra") de Tolomeo se tradujo al griego (en Sicilia) y del árabe, por empeño y dedicación de Gerardo de Cremona.

Los Cristianos A través de todas estas obras, y en particular del análisis de la cosmología aristotélica, los cristianos doctos eclesiásticos fueron demasiado lejos inaugurando "la creación" de un cosmos que combinaba en uno solo las joyas del saber antiguo y la estructura y finalidad global de la doctrina y sino cristianos. Así pues, las especulaciones cosmológicas de los comienzos de la Edad Media no estaban informadas de los minuciosos análisis ni de la precisión computacional que habían sido la gloria de Grecia, de Eudoxo a Tolomeo.

La cosmología aristotélica fue la que por desgracia determinó la resurgente mentalidad europea del Siglo XIII, reemplazada felizmente por la de Tolomeo antes del Siglo XIV. Y a partir de la invención de la imprenta en 1.456, con la difusión de las "discrepancias" entre Aristóteles y Tolomeo en algunos puntos esenciales de la astronomía, se inició la conmoción del geocentrismo. Y con Copérnico (1.473-1.543) el geocentrismo comenzó a trastabillar, para derrumbarse y desaparecer paulatinamente con Tycho Brahe (1.546-1.601), y con Newton (1.643 -1.727).

TERCERA PARTE I

La Concepción General de los Ciclos Cósmicos Los fenómenos celestes, con su armoniosa y disciplinada periodicidad, muestran a todo aquel que desee y sepa observarlos e interpretarlos, la existencia de un Universo que escapa al capricho y arbitrariedad de los hombres y de las concepciones religiosas que éstos hubieren elaborado sobre la base de la tradición primigenia, reestructurada según los particulares puntos de vista o conveniencias de cada vertiente cultural o confesional.

Sin embargo de ello, existen en la Tierra variadas concepciones religiosas basadas innegablemente en "revelaciones" efectuadas por Dios –en Todos Sus Nombres– o bien, entre los "paganos" y aún entre los "agnósticos", en indicios o señales que sostienen que el Universo se halla sujeto a períodos que siguen un orden determinado, después del cual o de los cuales se repiten análogos fenómenos en el mismo o similar orden o secuencia.

Tal periodicidad o calidad de periódico se refiere –en general– al tiempo humano en que tarda en repetirse un acontecer tangible u observable, o en

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retornar al estado o condición que dicho suceso, hecho o cosa, tenía al principio del período. Cronológicamente, periodicidad equivale a "calidad de cíclico", o sea a la repetición de los mismos fenómenos en el mismo orden y en el transcurso de un período análogo, o si se prefiere, "período después del cual se repiten los mismos fenómenos en el mismo orden".

El componente inicial y esencial, y materia prima del Universo, es el hidrógeno neutro y frío. Este elemento no emite ninguna radiación, excepto cuando su único electrón –que es levógiro– cambia su sentido de rotación y se hace dextrógiro. Dicho fenómeno periódico, cíclico, se produce cada once millones de años y se manifiesta por una radioemisión en una longitud de onda de 21 centímetros, o sea 1.420 Megahertz por segundo.

Otros fenómenos celestes –por no citar sino una ínfima parte de ellos– son el ciclo de nacimiento, desarrollo y muerte de las estrellas, el de la luminosidad variable de las estrellas "cefeidas", el de rotación de las estrellas binarias, el de la periodicidad de las explosiones de novas y supernovas en una galaxia dada, el ritmo de irradiación de los "púlsares", la rotación del Sol sobre su eje en 25 días y su ciclo de manchas cada once años en promedio, el ciclo lunar promedio de 29,5 días, y –ya en nuestro planeta, y entre otros cual las mareas– el ciclo de precesión de los equinoccios, cuya duración es de 25.920 años, con pequeñas alteraciones en más o en menos, que paulatinamente se compensan.

El sustantivo griego "KIKLOS" (círculo, o también ciclo) señala que el vocablo significa: "Serie de fenómenos que se siguen en un orden determinado", o "Período después del cual se repiten los mismo fenómenos en el mismo orden", o bien, "Conjunto de operaciones que concurren a un mismo fin".

Son ejemplos contundentes los que siguen: CICLO LUNAR: período de diecinueve años después del cual vuelven a repetirse en el mismo orden todas las fases de la Luna. CICLO SOLAR: período de veintiocho años, a cuya expiración vuelve a comenzar con el mismo día.

El Tiempo Cósmico René Guénon sostiene que en tanto el espacio puede ser medido directamente, resulta en cambio imposible medir el tiempo, a menos de reducirlo a espacio. Entiende que lo que verdaderamente se mide nunca es una duración, sino el espacio recorrido durante ese intervalo por un cierto movimiento cuya ley se conoce.

Al presentarse dicha ley como una relación entre el espacio y el tiempo, es posible, cuando se conoce la magnitud del espacio recorrido, deducir la del tiempo empleado para recorrerlo. De tal manera, sean cuales fueren los

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artificios que se utilizaren, no existe en definitiva otro medio para determinar las magnitudes temporales.

Podemos aceptar en consecuencia que a nivel de la humanidad terrestre, el "tiempo cósmico" está dado por el espacio recorrido por el movimiento precesional en uno o más ciclos durante los cuales, y en cada uno de ellos, la prolongación del eje polar de nuestro planeta describe un círculo proyectado sobre la esfera celeste (boreal y austral), y el punto vernal –equinoccio de primavera– retrocede lenta e incesantemente "barriendo" cual un haz de rayo láser las doce constelaciones de la corona esférica zodiacal. La magnitud temporal de este tiempo cósmico se mide por la cantidad de traslaciones sucesivas de nuestro planeta sobre su órbita alrededor del Sol, cada una de las cuales se denomina "año". Así, cada "ciclo precesional" es un "momento cósmico" de 25.920 años trópicos terrestres.

"No veo por qué –ha escrito Mircea Eliade– la humanidad pretende no pocas veces excluir el tiempo cósmico, que no es irreversible sino cíclico y tan importante para la especie humana, de la que se tiende a olvidar que forma parte, también, del cosmos. Quiero decir simplemente que no se puede hacer abstracción de eso que todo el mundo vive y conoce: la sucesión acompasada del día y de la noche, el retorno incesantemente reiterado de las estaciones. Son experiencias de tipo cosmológico, en las cuales el tiempo, justamente, es cíclico. Tomar en cuenta esto no comporta una evasión de la Historia, sino una apertura hacia una admirable trascendencia, perfectamente palpable".

El tiempo cíclico es aquel que se regenera periódicamente. Por su parte, solamente existe un infinito, pues la infinitud –al no tener fin en ningún sentido– carece de límites de cualquier naturaleza. Si existiere más de un infinito se limitarían recíprocamente, perdiendo así la calidad básica que le define. Todo lo demás es indefinido, cuyos límites el hombre puede a veces no conocerlos ni mensurarlos–pero sí estimarlos– puesto que por naturaleza el tiempo indefinido los posee. Solamente existe un infinito: Dios, en Todos Sus Nombres. El resto –incluso el tiempo cíclico– es indefinido. "El infinito es metafísico; el indefinido es matemático" (René Guénon).

La Concepción Islámica de los Ciclos Cósmicos El Islam sostiene que el hecho de que la libertad divina se halla por encima de la regularidad normal de la Naturaleza, es el principio que no permitiría una concepción mecánica de los ciclos cósmicos, semejante a la que existe en la tradición hindú ("Kalpas" – "Manvántaras" – "Yugas").

Sin embargo –pese a la opinión islámica– los ciclos cósmicos de la tradición hindú no tienen nada de "mecánico", pues se basan exclusivamente en el fenómeno astronómico de la "precesión de los equinoccios", redescubierto por

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Hiparco de Rodas hacia el 150 a.C. y confirmado por Tolomeo hacia el Siglo II antes de Cristo.

La inquietud islámica es sumamente interesante pues ella no cuestiona la realidad astronómica del fenómeno, pero si su calidad aparentemente mecánica, razón por la cual trataremos de clarificar el tema al máximo, sin entrar por supuesto en excesivos tecnicismos de mecánica celeste, pero sí observando lo esencial, pues ello aportará al lector no especializado una dosis considerable de confianza en la credibilidad de nuestro trabajo.

En primer término debemos dejar firmemente establecido que el planeta Tierra cumple en el espacio cinco movimientos principales simultáneos, cuales son:

1. En su calidad de integrante del Sistema Solar, el de rotación en torno al núcleo central de nuestra galaxia "Vía Láctea".

2. El movimiento de rotación sobre su eje polar.

3. El movimiento de traslación sobre su órbita en torno al Sol. 4. El movimiento de precesión de los equinoccios.

5. El movimiento de nutación.

Además, la Tierra realiza varios movimientos cuya causa debe ser atribuída a las variaciones que experimenta su órbita en el espacio, al influjo del planeta Júpiter, y a las variaciones que cíclicamente acusa la inclinación de su eje sobre el plano de la eclíptica.

Hemos citado precedentemente algunos vocablos de orden técnico–astronómico, que consideramos indispensable definir en la forma más sencilla que estuviere a nuestro alcance, y si cometemos alguna herejía técnica más o menos leve, valga nuestra intención de ubicar dichos vocablos a "distancia de tiro" del lector que solamente poseyere conocimientos básicos de astronomía.

a) La eclíptica constituye el plano ideal por donde discurre la órbita terrestre, y el círculo máximo de intersección de este plano con la esfera celeste. Asimismo, la eclíptica forma con el plano del ecuador celeste –representado por el plano ecuatorial del Sol ampliando adecuadamente– un ángulo de 23º 27', al que corta en dos puntos opuestos 180º entre sí, llamados equinoccios. La línea ideal que une los dos equinoccios– "línea de los equinoccios"– pasa por el centro del plano eclíptico, centro éste que también atraviesa el eje vertical del plano del horizonte celeste, esto es, el eje vertical del Sol.

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b) La línea que, en el plano eclíptico, atraviesa perpendicularmente a la línea de los equinoccios por el centro de dicho plano, se llama "línea de los solsticios" y en rigor no es otra cosa que la prolongación del eje horizontal del Sol sobre el plano eclíptico.

c) Los "equinoccios" son de "primavera" o de "otoño" y se sitúan cada uno de ellos en los puntos donde la "línea de los equinoccios" atraviesa el límite supuesto del ecuador celeste. Se deduce de ello que en razón de la oblicuidad de la eclíptica que contiene la órbita terrestre, los equinoccios de "primavera" y de "otoño" se alternan cada seis meses con relación al mismo hemisferio terrestre.

d) Los "solsticios" son de "verano" o de "invierno", y se ubican cada uno en cada uno de los puntos en los cuales la línea de los solsticios corta el plano del supuesto límite del ecuador celeste. También aquí puede deducirse que en razón de la oblicuidad de la eclíptica que contiene la órbita terrestre, los solsticios de "verano" y de "invierno" se alternan cada seis meses con relación al mismo hemisferio terrestre.

e) Los equinoccios marcan los puntos en los que el Sol aparenta pasar de un hemisferio celeste al otro, en tanto que los solsticios señalan los puntos de tangencia de los trópicos terrestres con la eclíptica, indicando los lugares más elevados –o los más bajos– que supuestamente alcanza el Sol en uno u otro hemisferio terrestre, según la estación del año que corresponda a cada hemisferio.

f) La línea de los solsticios, manteniendo constante la perpendicularidad recíproca con la línea de los equinoccios, se desplaza precesionalmente al mismo ritmo que ésta; los solsticios marcan los puntos en los cuales la inclinación del eje de la Tierra registra el mayor o menor ángulo con el plano de la eclíptica, por donde discurre en su totalidad la órbita terrestre.

g) La línea de los equinoccios –al igual que sus hipotéticas prolongaciones– se desplaza en sentido retrógrado un grado de arco en 72 años (30º en 2.160 años), con lo cual –en el tiempo y en el espacio– los equinoccios recorren precesionalmente (en sentido retrógrado) las doce constelaciones que incluye la corona esférica zodiacal (12 x 30º es igual a 360º), recorrido que insume ciertamente unos 25.920 años o "ciclo de precesión de los equinoccios" (12 x 2.160 es igual a 25.920 años), para recomenzar luego –"nolens volens"– un nuevo ciclo precesional, y ello hasta que el Creador –en Todos Sus Nombres– no disponga otra cosa.

Los Movimientos del Planeta "Tierra" Nuestra galaxia –"Vía Láctea"– y con ella todo el Sistema Solar, gira en torno a su núcleo central a una velocidad de 225 kilómetros por segundo, o sea unos

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810 mil kilómetros por hora. Una vuelta completa del Sistema Solar (y con él nuestro planeta) alrededor del núcleo central galáctico se realiza en forma de un gigantesco movimiento helicoidal en aproximadamente unos doscientos cincuenta millones de años, y con un "paso de espiral" orientado hacia el "Apex", el cual –como sabemos– es un punto imaginario ubicado en las proximidades de la estrella cuádruple ("doble–doble") Vega ("alpha" de la constelación de Lira), situada en el hemisferio celeste boreal a unos 27 años–luz de la Tierra.

El período de 250 millones de años citado más arriba es llamado por los astrónomos "gran año" o "año cósmico", el que no debe ser confundido con el "gran año" de las tradiciones védica, caldea, persa pre-islámica, y griega –entre otras– al que se atribuía una duración de 12.000 a 13.000 años terrestres en cada una (exactamente 12.960 años, o sea medio ciclo precesional de 25.920 años).

Además del precitado movimiento helicoidal conjunto con todo el Sistema Solar, la Tierra cumple cuatro movimientos principales: 1) El de rotación diaria sobre su eje polar; 2) El de traslación anual sobre su órbita alrededor del Sol; 3) El de precesión de los equinoccios; 4) El de nutación.

Todos estos movimientos se realizan por supuesto simultáneamente, pero su análisis es conveniente realizarlo por separado, en forma independiente e individual.

El Movimiento de Rotación La Tierra gira sobre sí misma cumpliendo una vuelta en 24 horas (23 horas, 56 minutos, y 4,9 segundos), pero en realidad el movimiento del planeta no es absolutamente regular debido al roce de las mareas con el lecho de los mares poco profundos, que retarda la rotación; también por el efecto de causas geofísicas inexplicadas aún que provocan variaciones irregulares e imprevisibles en el movimiento de la Tierra, del orden de algunas milésimas de segundo por año (en más o en menos), y por último a causa de razones estacionales, ya que nuestro planeta gira más lentamente en primavera que en otoño. Estas variaciones en la duración de la rotación de la Tierra sobre sí misma impide utilizar este fenómeno para definir la unidad de tiempo.

El movimiento de rotación se realiza alrededor del eje polar terrestre Norte–Sud, eje éste que forma con el plano de la eclíptica (que contiene la totalidad de la órbita terrestre) un ángulo promedio de 23º 27' –o sea la cifra de 23,44229 grados– lo cual explica la desigualdad de la duración de los días y las noches según la latitud geográfica y la estación del año.

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La oblicuidad media del eje polar terrestre varía en 3.000 años entre 21º 59' y 24º 36', o sea un promedio de 52', 33 cada mil años; el proceso se repite luego a la inversa entre los 24º 36' y los 21º 59' (estas variaciones son independientes del movimiento de nutación).

El geofísico ruso–americano Georges Gamow señalaba que además de la precesión ordinaria existen otras perturbaciones del movimiento de la Tierra, causadas por la acción de otros planetas, en particular Júpiter que –orgulloso de su gran masa– forcejea con casi todos los planetas del Sistema Solar. El estudio de estas perturbaciones es el principal objeto de la Mecánica Celeste, " . . . la que enseña que la inclinación del eje de rotación de la Tierra respecto al plano de su órbita (que no está afectada por la precesión ordinaria), se halla sometida a variaciones con períodos de unos 40.000 años. Puesto que la existencia misma de los inviernos y veranos se debe a esta inclinación, debemos deducir que las inclinaciones mayores aumentan las diferencias de temperaturas entre los dos hemisferios, y conducen –cuando alcanzan su máxima o su mínima inclinación– a veranos más cálidos y a inviernos más fríos".

El Movimiento de Traslación La Tierra gira alrededor del Sol siguiendo una órbita casi circular –en realidad ligeramente elíptica– cuyo eje mayor tiene 300 millones de kilómetros, y 240 millones de kilómetros su eje menor. En razón de la excentricidad –que es de 0,017– los dos focos de la elipse se encuentran separados entre sí unos 5 millones de kilómetros. Para cualquier elipse, la excentricidad oscila entre cero y uno, y cuanto menor sea el valor, más se aproxima la elipse al círculo. Venus. la Tierra y Neptuno tienen órbitas casi circulares, con valores de excentricidad iguales a 0,007; 0,017; y 0,009, respectivamente. Plutón, en cambio, tiene una órbita muy elíptica, con una excentricidad de 0,25.

Cuando la Tierra se halla en el extremo del eje mayor de su órbita que está del mismo lado que el foco de la elipse donde se ubica el Sol, nuestro planeta está a la distancia mínima del astro (147 millones de kilómetros): se encuentra entonces en el "perihelio". Medio año más tarde, la Tierra está en el otro extremo del eje mayor, es decir, en el punto más alejado del Sol, o "afelio" (152 millones de kilómetros). La diferencia es de un 3,3%, "lo que en verdad –dice Asimov– no es mucho".

En el curso de la mitad de la órbita terrestre que está más cerca del Sol, la Tierra sufre una atracción gravitatoria mayor, desplazándose un poco más rápido que en la otra mitad. Esto significa que a la Tierra le lleva unos 186 días y 9 horas el pasar de un extremo del eje menor de la elipse –a través del "afelio"– hasta el otro extremo del eje menor en cuestión, mientras que para

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pasar de este extremo del eje menor –a través del "perihelio"– hasta el punto inicial, le insume aproximadamente 178 días y 19 horas. Esto provoca la desigualdad de la duración de las cuatro estaciones, cosa que hemos mencionado antes.

Durante el movimiento de traslación el eje de la Tierra permanece sensiblemente paralelo consigo mismo, con una inclinación promedio de 23º 27' con respecto al plano eclíptico por donde discurre la órbita. En los equinoccios de primavera y de otoño los rayos solares inciden perpendicularmente sobre el ecuador terrestre, en cambio, en los solsticios lo hacen sobre los trópicos (de Cáncer, en Junio, y de Capricornio, en Diciembre), pues la inclinación del eje terrestre hace que en Junio el Hemisferio Norte esté inclinado hacia el Sol, mientras que en Diciembre es el Hemisferio Sud el que se inclina hacia el Sol.

La regularidad, a nuestra escala humana, de los fenómenos astronómicos nos lleva –a veces– a medir el tiempo refiriéndolo al movimiento "aparente del Sol", esto es, el que realizaría suponiéndolo en desplazamiento sobre la órbita terrestre, y a la Tierra fija en el foco de la elipse más próximo al "perihelio", o sea en el lugar que realmente ocupa el Sol. En esta forma se determina:

1) Año sidéreo: Intervalo temporal que separa dos aparentes posiciones consecutivas del Sol en un mismo punto del cielo visible desde un mismo Hemisferio terrestre. Cuando este punto es una estrella supuestamente fija, el año se denomina sidéreo (365 días, 6 horas, 9 minutos, y 10 segundos).

2) Año trópico: Tiempo que separa dos equinoccios de primavera consecutivos en un mismo Hemisferio terrestre (365 días, 5 horas, 48 minutos, y 46 segundos). El año trópico es más corto que el año sidéreo, a causa de la precesión de los equinoccios (20 minutos y 23 segundos). Las estaciones son fracciones del año trópico que –como sabemos– comienzan en los equinoccios (primavera y otoño) o en los solsticios (verano e invierno).

Al adoptarse el año trópico, el comienzo de las estaciones tiene lugar en las mismas oportunidades astronómicas (equinoccios o solsticios). Pero como el año trópico no está compuesto por un número entero de días, no se emplea directamente en la vida práctica, reemplazándosele por el "año civil" formado por un número entero de días y arreglado de tal manera que las estaciones comiencen siempre en la misma fecha. En otros términos, el "año civil" es el intervalo temporal adecuado para que transcurran 365 (ó 366) días medios consecutivos.

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Pero las características de la órbita terrestre y la inclinación del eje polar Norte–Sud no se mantienen permanentemente y sin variaciones. En este sentido, "tanto la órbita como la inclinación serían fijas si la Tierra y el Sol estuvieren solos en el Universo", lo que en realidad no ocurre, puesto que es innegable la presencia de la Luna, de los planetas, y de las estrellas cercanas y distantes. Cada uno de estos objetos celestes posee un campo gravitacional, con capacidad para influir en los movimientos de la Tierra.

"Todos ellos –dice Isaac Asimov– son mucho más pequeños que el Sol, o están mucho más lejos que el Sol, o ambas cosas, de modo que ninguno puede competir con el abrumador efecto gravitacional del Sol sobre la Tierra. Pese a todas las fuerzas del Universo, pues, la Tierra continúa su majestuosa trayectoria alrededor del Sol, casi sin ser afectada por los otros objetos existentes".

"Casi sin ser afectada". Pero sólo "casi". "Las fuerzas ajenas a que la Tierra está sujeta producen cambios menores en la órbita terrestre (perturbaciones), todos ellos de tan escasa magnitud en períodos de tiempo ortodoxos que no afectan los asuntos humanos en el espacio de una vida y no molestan a nadie, salvo a los astrónomos".

Sin embargo, Asimov aclara que "aun perturbaciones muy pequeñas pueden producir a la larga efectos desproporcionados con su magnitud". Y agregamos nosotros: por ejemplo, luego de un número incierto de milenios, cuando al sumarse natural y paulatinamente los efectos de múltiples y muy pequeñas perturbaciones que no se compensaren recíprocamente, se llegare eventualmente a un punto de inflexión donde el equilibrio –en su más amplia acepción– sufriere una ruptura más o menos brusca y más o menos violenta.

II

El Movimiento de Precesión de los Equinoccios El tercer movimiento de la Tierra lo consideramos apasionante. Y lo es por su complejidad cósmica, por su plasticidad y armonía, por el desconocimiento casi total que se tiene de él fuera de los ámbitos científicos de índole astronómica, y también por qué no decirlo aquí, por la conspiración del silencio urdida en torno a la "precesión" desde fines del Siglo IV después de Cristo, luego del Primer Concilio de Nicea –en el año 325 de nuestra Era– que repudió el "tiempo cíclico" e impuso al Cristianismo la doctrina del "tiempo lineal", vulnerando así el orden natural de los fenómenos celestes.

Históricamente, el movimiento astronómico de la precesión de los equinoccios fue "redescubierto" por Hiparco de Rodas (nacido en Nicea) en el año 125 antes de Cristo, y decimos "redescubierto" por cuanto el fenómeno era

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conocido desde no pocos milenios antes por los pueblos hiperbóreos védicos y avésticos, por los "kaldes" (celtas y caldeos), los egipcios (de quienes lo aprendió Hiparco), y los toltecas y mayas entre otros.

Al tratar en capítulos anteriores los "puntos equinocciales" y los "puntos solsticiales" expresamos que, en el Hemisferio Norte, el punto vernal o equinoccio de primavera –que marca el momento en que la Tierra pasa del semiplano eclíptico austral al semiplano eclíptico boreal, es un punto variable, pues anualmente se desplaza en sentido retrógrado a lo largo de la eclíptica. Esta retrogradación es del orden de los 50,27 segundos de arco por año trópico, lo cual implica en forma muy aproximada una variación de 1º de arco en 72 años, 30º de arco en 2.160 años, y 360º en 25.920 años, lapso este último en el cual la proyección del punto vernal sobre la corona esférica o banda de constelaciones zodiacales, efectúa una vuelta completa en la eclíptica, recorriendo las doce constelaciones para regresar muy aproximadamente a su punto de partida. Además, en dicho período de 25.920 años las estrellas polares Norte y Sud se modifican varias veces, sin repetirse en el lapso indicado. Esta es una descripción muy simplificada del movimiento de precesión de los equinoccios, o simplemente "precesión".

La "precesión" se desarrolla con una lentitud tal que, en el lapso de una razonable vida humana no se percibe sensación alguna de que "algo está ocurriendo". La rotación diaria y la traslación anual nos son "astronómicamente" suficientes.

Pero hemos dicho que el fenómeno es apasionante, y para corroborarlo debemos analizar sus características con algún detalle, pues su comprensión acabada es la que da sentido y razón al objeto del presente ensayo.

Al tratar el movimiento de rotación expresamos que la Tierra gira sobre su eje polar Norte–Sud. Debemos agregar ahora que, al igual que cualquier objeto que gira, y como consecuencia de su inercia, nuestro planeta sufre un efecto centrífugo que tiende a alejar todas y cada una de sus partes del eje de rotación. Dado que la Tierra es una esfera que rota en su totalidad al mismo tiempo, sus diferentes partes giran a velocidades desiguales. Así, en los polos Norte y Sud, la superficie terrestre está ubicada sobre el mismísimo eje, y por lo tanto el movimiento rotatorio es prácticamente nulo. Pero si nos alejamos de los polos, y cuanto más nos acercamos al ecuador, más rápido es el movimiento en la superficie, y por supuesto también en el interior del globo terráqueo, hasta que llegados al propio ecuador el movimiento alcanza su máxima velocidad: unos 28 kilómetros por minuto, que equivale a 1.680 kilómetros por hora, esto es, 40.320 kilómetros en veinticuatro horas.

Consecuentemente, el efecto centrífugo se incrementa desde un mínimo en cada uno de los polos hasta un máximo en el ecuador. La corteza terrestre, los

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mantos del núcleo y el mismo núcleo, se alejan del eje de rotación polar siguiendo una curva que tiende a hacerse cada vez más pronunciada a medida que se aleja de los polos y se aproxima al ecuador. Dicha curva, que Asimov llama "comba ecuatorial" alcanza unos 21,5 kilómetros de altura en el ecuador (con relación a una esfera terrestre perfecta), o sea comparable con el doble de las más altas montañas del planeta, o también más.

El elipsoide de revolución cuya forma adopta aproximadamente la Tierra tiene –según Hayford– un diámetro ecuatorial de 12.756,776 kilómetros, en tanto el diámetro polar es de 12.713,818 kilómetros, lo cual brinda una diferencia de 21,479 kilómetros en cada extremo de un diámetro ecuatorial cualquiera, o sea, redondeando, 21,5 kilómetros en los puntos máximos de la comba. Las cifras calculadas por diversos autores e instituciones pueden variar ligeramente con respecto a las consignadas.

En la suposición de que la Tierra fuere una esfera perfecta, la atracción gravitacional conjunta del Sol, la Luna, y los restantes planetas, se ejercería enteramente sobre el centro de nuestro planeta. Pero al no ser la Tierra exactamente esférica, se produce una tracción gravitacional adicional sobre los centros gravitatorios de la comba, permanentes alrededor de la periferia de la Tierra, sin perjuicio de la que se ejerce sobre el centro del planeta.

Nuestro satélite merece un par de párrafos especiales. Si la Luna girara alrededor de la Tierra a nivel del plano ecuatorial no provocaría importantes perturbaciones. El centro gravitacional de nuestro planeta y los de la comba (permanente), tanto del lado donde en ese instante está la Luna como del lado diametralmente opuesto, se encontrarían en una misma línea: la comba no introduciría posiblemente una perturbación precesional demasiado notoria.

Pero la luna gira en torno de la Tierra sobre una órbita elíptica de excentricidad 0,0549 –inclinada 5º 8' con respecto a la eclíptica. Y si recordamos que el eje polar terrestre está a su vez inclinado un promedio de 23º 27' sobre su órbita –que discurre sobre la eclíptica– comprobamos que el plano orbital lunar está muy inclinado respecto al plano ecuatorial terrestre, de donde se desprende entonces que la Luna ejerce atracción sobre los tres centros gravitacionales terrestres ("combas" permanentes diametralmente opuestas, y sobre el centro del planeta).

El fenómeno de la precesión se debe pues: 1) a la acción conjunta del Sol y la Luna; 2) a la variación de la oblicuidad de la eclíptica, la que –aparte de las alteraciones debidas a la precesión y la nutación– sufre una variación importante, ya que en aproximadamente 3.000 años oscila su valor (oblicuidad) entre 21º 59' y 24º 36' –o sea un promedio de 52',33 cada 1.000 años– tal como lo hemos expresado antes. El día 1 de enero del año 1968, la oblicuidad media (excluída la nutación) era igual a 23º 26' 36",4.

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Esquemáticamente, y en función del principio de atracción universal, las cosas pueden presentarse en la siguiente forma.

MOVIMIENTO DE PRECESION DE LOS EQUINOCCIOS

Referencias a) 1. Polo de la eclíptica 2. Eje de la eclíptica 3. Eje terrestre 4. Eclíptica 5. Banda zodiacal (corona esférica zodiacal) 6. Plano ecuatorial 7. Movimiento del plano ecuatorial 8. Comba ecuatorial del geoide o elipsoide de Hayford 9. Cono de revolución generado por la rotación del eje terrestre alrededor del eje de la eclíptica –con un ángulo de 23º 27'– describiendo una vuelta completa en cada ciclo de muy aproximadamente 25.920 años.

Referencias b)

Explicación del movimiento cíclico de la precesión de los equinoccios, por aplicación del principio de atracción universal de los cuerpos.

El movimiento cíclico de la precesión de los equinoccios constituye la resultante de la acción combinada de las fuerzas de gravitación del Sol y de la Luna sobre la comba ecuatorial del geoide terrestre, comparando éste con una esfera perfecta.

La fuerza F es mayor que F' en virtud de la ley de gravitación universal, según cuyos términos las intensidades de las fuerzas son directamente proporcionales a las masas respectivas de los cuerpos, e inversamente proporcionales al cuadrado de las distancias que los separan.

La fuerza de la atracción lunar sobre la dilatación ecuatorial de la Tierra tiene por efecto hacer variar el ángulo de oblicuidad de la

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eclíptica en 9",21 de arco a una y otra parte de un valor medio de 23º 27' de arco.

Este "temblequeo" del eje de rotación de la Tierra se denomina "nutación", y es debido a ello que el polo de la eclíptica no describa un círculo paralelo a éste, sino una oscilación con respecto a dicho círculo.

Cada 18,6 años el polo aludido vuelve a encontrarse en su posición promedio.

Como sabemos, la Tierra está achatada en los polos y dilatada en el ecuador, formando algo vagamente semejante a una comba ecuatorial. La atracción solar es una fuerza F que actúa sobre la parte de la comba más cercana al Sol, en tanto una fuerza F' actúa sobre la parte de la comba diametralmente opuesta. La fuerza F' es menor que F en virtud del principio de gravitación universal ("la fuerza es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa los cuerpos, y directamente proporcional a sus masas respectivas").

Las fuerzas F y F' tienen entonces por efecto hacer balancear la comba y llevarla al plano de la eclíptica, o sea hacer bascular el plano del ecuador terrestre por encima y por debajo del plano eclíptico.

Este movimiento basculante del plano del ecuador terrestre hace que el eje polar, prolongado indefinidamente tanto hacia el cielo boreal cuanto hacia el austral, describa un círculo de unos 47º de diámetro alrededor del eje de la eclíptica, completando en sentido directo una vuelta completa en 25.920 años. Obviamente, al girar el planeta, el movimiento basculante del ecuador terrestre se realiza sobre los 360º de su perímetro, única manera de que el eje polar describa el ya citado círculo en torno al eje eclíptico, y no realice sólo un movimiento pendular.

Es por demás frecuente hallar en textos y tratados de astronomía comparaciones entre el movimiento precesional del eje polar y el que ejecuta el eje de un trompo en rotación ligeramente inclinada. Pero no es común que en tales textos hallemos el "símil del trompo" explicado con la claridad y la sencillez propia de Isaac Asimov. Dice al respecto este notable autor que "podemos presenciar esto (los círculos que describe el eje polar) cuando gira un trompo. Si está inclinado al rotar, la atracción terrestre lo hace vacilar de tal manera que la inclinación gira alrededor del punto sobre el que rota. Desde luego, la Tierra no está girando apoyada sobre un punto, de modo que ambos extremos del eje (polar) oscilan alrededor de un punto fijo en el centro de la Tierra".

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La analogía puede ser completada imaginando dos trompos en vez de uno, firmemente unidos en una misma línea recta por las puntas (púas) opuestas de sus respectivos ejes, girando al unísono inclinados en el espacio. El eje común a los dos trompos es el eje polar inclinado; la vertical que pasa por el punto de unión de las púas de los dos trompos es el eje de la eclíptica a cuyo alrededor gira el eje polar; y la levísima oscilación de los extremos del eje polar, o sea las respectivas cabezas de los dos trompos, es la nutación, movimiento que analizaremos algo más adelante.

Los efectos combinados de los movimientos de rotación y de traslación, así como de las fuerzas gravitacionales luni–solares e interplanetarias que hemos analizado, tienen dos consecuencias primordiales:

La primera consecuencia consiste en que si "Polaris" ("alpha" de Osa Menor) es actualmente nuestra estrella polar Norte, y "sigma" de "Octante" la estrella polar Sud, no lo han sido siempre, y dejarán de serlo dentro de uno o dos milenios. En la hipótesis de que este fenómeno sea constante –y todo indica que lo es, por lo menos desde hace muchísimos milenios– la estrella "alpha" de "Dragón" fue estrella polar Norte 3.000 años antes de Cristo, y "alpha" de "Lira" lo fue entre 12.200 y 8.700 años antes de nuestra Era, y lo volverá a ser dentro de unos 13.000 a 14.000 años, luego que la tarea de ser estrella polar Norte haya sido cubierta por algunas estrellas de las constelaciones de Cefeo y de Cisne.

Alberto Durero, Hemisferios celestes, Viena 1515

En el Hemisferio Sud hemos tenido como estrella polar a "épsilon" (Avior) y a "alpha" (Canopus) de Carina alrededor de los años 4.000 a 10.000 antes de Cristo, respectivamente. Para el futuro, serán estrellas polares Sud algunas estrellas de la constelación "Serpiente Macho de agua" ("Hydrus") y, dentro de unos 5.000 años, "alpha" de "Eridano" ("Achernar"). "Canopus" ("alpha") de "Carina" volverá a ser estrella polar Sud dentro de unos 15.000 años.

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La segunda consecuencia es un continuado y lento desplazamiento del plano del ecuador terrestre con relación a la eclíptica, es decir, de la "línea de los equinoccios" que une el "punto vernal", o "punto Aries", o "equinoccio de primavera" (del Hemisferio Boreal), con el "punto otoñal", o "punto Balanza" o "punto Libra", o "equinoccio de otoño" del mismo hemisferio. Recordaremos que en un mismo hemisferio, el "punto otoñal" o "punto Balanza", o "punto Libra", suele ser llamado "segundo punto Aries" en razón de que allí se inicia la primavera correspondiente al otro hemisferio, en este caso el Hemisferio Austral.

La "línea de los nodos" señala los dos puntos en los cuales el plano de la eclíptica corta el plano del ecuador celeste, determinando dichos puntos los supuestos extremos de la línea de los equinoccios de primavera y de otoño, los cuales –tal como hemos visto oportunamente– se corresponden inversamente según el hemisferio de que se trate.

Hemos expresado con antelación que el "punto vernal" se va desplazando a lo largo de la eclíptica en sentido retrógrado, a razón de 50",27 de arco por año trópico, o sea un grado (de arco) cada 72 años, 30º en 2.160 años, y 360º en 25.920 años, lapso este último en el cual el "punto vernal" regresa aproximadamente al punto de partida, luego de conformar una vuelta completa alrededor de la eclíptica.

En otras palabras, en el Hemisferio Norte, en el día del equinoccio de primavera (aproximadamente el 21 de marzo), el Sol –visto desde la Tierra– no aparenta levantarse siempre en el mismo punto del horizonte. Por ejemplo, si el 21 de marzo del año 212 antes de Cristo hubiésemos podido proyectar el punto vernal sobre la corona esférica zodiacal, habríamos comprobado que el Sol de primavera se levantaba justamente sobre la estrella "El-Rischa" (El Nudo), o sea "alpha" de la constelación de Piscis, que es la estrella donde se inicia la constelación. De repetirse la observación 72 años más tarde, comprobaríamos que el Sol del primer día de primavera aparentaría levantarse en esta ocasión un grado de arco antes del punto en que lo había hecho el 21 de marzo del año 212 antes de Cristo. Y en el año 1948 de nuestra Era, el equinoccio de primavera del Hemisferio Norte mostró al Sol levantándose 30º de arco antes del lugar en que lo hiciera inicialmente, frente a la estrella "alpha" de Piscis. Pero entre la primera y la última observación han transcurrido 2.160 años, y en todo ese lapso el Sol de primavera en el Hemisferio Norte tuvo como "telón de fondo" la constelación zodiacal de Piscis. El "punto vernal" recorrió la constelación a razón de 50",27 de arco por año trópico, 1º de arco en 72 años, y 30º de arco en 2.160 años.

Y a partir de la salida del Sol del primer día de primavera del año 1948 de nuestra Era, el astro aparentó levantarse en el Hemisferio Norte inmediatamente al Oeste de la estrella "omega" del asterismo "Pequeño

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Círculo", que algunos astrónomos persisten en asignarlo a la constelación de Piscis, pese a que las fotografías celestes lo ubican nítidamente al Este del meridiano del "punto vernal", en el territorio celeste natural que en la ocasión correspondía a la constelación zodiacal de Acuario.

El período durante el cual la constelación que oficia el telón de fondo se encuentra al Este del "punto vernal" a partir de la cual se inició permanece sin cambio, suele llamarse "era zodiacal", nombre que se complementa habitualmente con el nombre de la referida constelación. El período delimitado por los equinoccios de primavera en el Hemisferio Norte, correspondiente a los años 212 a.C. y 1948 d.C., podría llamarse "era zodiacal de Pisces" o "era de Pisces" a secas, así como la actual –en el mismo hemisferio– es susceptible de llamarse "era zodiacal de Acuario", o lisa y llanamente "era de Acuario". Varias o muchas eras zodiacales han sido y son agrupadas para constituir "edades", "manvántaras", "shemittas", "soles", etcétera, nombres que varían según la tradición de que se trate.

En tiempos de Susa I –entre 6.000 y 5.500 años antes de Cristo– y antes de las invasiones elamitas, la ornamentación y los decorados geométricos en busca de una cierta simetría, comprobados en la cerámica y en objetos de cobre, denotan una característica típica del arte de la era zodiacal de Gémini ("Gemelos"), desarrollada entre los años 6.692 y 4.532 antes de Cristo. A su vez, en Sumeria y en otros lugares, entre 4.500 y 2.000 años antes de Cristo, y tal como lo atestiguan innumerables representaciones táuricas de la época, el Sol de primavera aparentaba levantarse frente a la constelación de Tauro (4.532 a 2.372 a.C.). Fue por entonces que se desarrolló la era zodiacal de Tauro.

Hacia el año 2.000 a.C. aparecen en Egipto los primeros indicios firmes de la nueva era zodiacal en desarrollo (Aries, el Carnero: entre los años 2.372 y 212 antes de Cristo) que se materializan alrededor del 1.500 al 1.400 antes de nuestra Era con la Dinastía XVIII y el culto a Amón-Rá, al que se representaba con cuerpo humano y cabeza de carnero, o simplemente con cornamenta de carnero y el disco solar sobre la cabeza. Moisés sanciona hacia los años 1.300 a 1.250 antes de Cristo la "era zodiacal de Aries", al destruir el "becerro de oro", símbolo de la era –Taurus– ya finalizada. Y a partir del año 1.532 antes de Cristo el punto vernal se proyectó sobre la constelación de Aries luego de abandonar precesionalmente la de Tauro, hasta que hacia el año 212 antes de Cristo comenzó la era zodiacal de Pisces".

Estas brevísimas notas históricas insertas en este lugar no persiguen otra finalidad que la de atestiguar el conocimiento de la precesión de los equinoccios no pocos milenios antes de Hiparco de Rodas.

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El Movimiento de Nutación Hemos expresado antes que la órbita de la Luna tiene una inclinación de 5º 8' 43",427 respecto al plano de la eclíptica según una línea denominada "línea de los nodos", análoga a la línea de los equinoccios, ya que divide el plano orbital lunar en dos semiplanos, uno inferior y otro superior, situados respectivamente por debajo y por arriba del plano de la eclíptica. La Luna describe una elipse en torno de la Tierra. En esta elipse –cuya excentricidad es de 0,054900489– la Tierra ocupa uno de los focos, conforme a las leyes de Kepler y de Newton. Los nodos –uno ascendente y otro descendente– marcan los puntos en que respectivamente la Luna pasa del semiplano inferior al superior, y del superior al inferior, a lo largo de su trayectoria en torno a la Tierra. El nodo ascendente da una vuelta completa sobre la eclíptica –en sentido retrógrado– en 6.793,5 días, o sea un poco más de 18,5 años, en una suerte de "precesión de los nodos". Por su parte, el perigeo lunar (punto en que la Luna se halla más cerca de la Tierra) varía su posición y realiza una vuelta completa en poco menos de 9 años (exactamente 3.232,6 días).

Estas alteraciones en la posición de la Luna y de su órbita, y por consiguiente de la atracción lunar sobre la dilatación ecuatorial ("comba") de la Tierra, más la gravitación solar, tiene por efecto hacer variar el ángulo E, oblicuidad del eje polar, que oscila 9",21 alrededor del valor medio de 23º 27' conocido, variación que se traduce en un pequeño movimiento de cabeceo del eje polar terrestre, denominado "nutación".

Este cuarto movimiento, que es reducido, superpone pequeñas "rosetas" sobre el círculo precesional del eje polar. La nutación es una pequeña elipse con ejes de 18",5 y 13",7. Los extremos del eje polar completan un solo movimiento de cabeceo cada 18,5 años, coincidentemente con la retrogradación de los nodos lunares, de donde surge que en un ciclo precesional de 25.920 años se producen unas 1.400 "rosetas". Cada 18,5 años el eje polar terrestre vuelve a encontrarse en su posición media.

No obstante que nuestro planeta cumple en forma individual o en conjunto con el Sistema Solar (o con partes de él) alrededor de diez movimientos distintos y simultáneos, nos hemos limitado hasta aquí a tratar con cierto detalle solamente cinco de ellos, es decir, los de rotación, traslación, precesión, nutación, y el de rotación en torno al centro galáctico. Pero existen otros –vinculados a los anteriores– que no podemos ignorar.

Variaciones de la Orbita y del Eje de Rotación Terrestre El extraordinario geofísico ruso–americano Georges Gamow sostiene que la misma órbita de la Tierra no permanece invariable, sino que gira lentamente alrededor del Sol, con periódicos aumentos y disminuciones de su excentricidad de 0,017 –variaciones éstas de periodicidad variable entre 60.00

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y 120.000 años– razón por la cual para conseguir una descripción exacta de estas periodicidades no hay más remedio –dice Gamow– que utilizar los complicados recursos matemáticos de la Mecánica Celeste. Por fortuna, los métodos de esta ciencia son de tan fabulosa precisión, que se puede reconstruir la descripción completa del comportamiento de la órbita terrestre de un millón de años acá, con un error probable no mayor de un diez por ciento.

Evidentemente, la rotación de la órbita alrededor del Sol produce los mismos efectos que la precesión del eje de la Tierra, y los dos fenómenos –sostiene Gamow– deben sencillamente superponerse.

Los cambios periódicos en la excentricidad son de gran importancia para las condiciones climáticas de ambos hemisferios. Durante las épocas de órbita muy alargada, la Tierra está especialmente alejada del Sol cuando pasa por el punto más alejado de su trayectoria, y la cantidad de calor que ambos hemisferios reciben es excepcionalmente baja. Por ejemplo –dice Gamow– según cálculos exactos la excentricidad de la órbita terrestre hace 180.000 años era 2,5 veces mayor que en la actualidad, de donde se deduce que las diferencias de temperaturas entre los hemisferios Norte y Sud deben de haber sido de unos 8º a 9º centígrados, aproximadamente.

Basándose en los elementos del movimiento de la Tierra que se obtienen por los métodos de la Mecánica Celeste, el geofísico y astrónomo serbio Milutin Milankovitch construyó diagramas que representaban las variaciones climáticas de los hemisferios Norte y Sud, producidas por causas exclusivamente astronómicas. Una de sus curvas para el Hemisferio Norte, que representa la cantidad de calor solar recibido a los 65º de latitud Norte durante los últimos 650.000 veranos analizados, demuestra que la acción convergente de las tres causas estudiadas (inclinación del eje terrestre; cambios en la excentricidad de la órbita; rotación de la órbita alrededor del Sol) deben haberse producido en los años 25.000, 70.000, 115.000, 190.000, 230.000, 475.000, 550.000, y 590.000, todos antes de Cristo, naturalmente.

Comparada esta curva –obtenida teóricamente por los astrónomos– con la curva empírica de los geólogos –en las que se representan las máximas avenidas de los glaciares de la Era Cuaternaria (Período Pleistoceno) –se encuentra que la coincidencia es incluso mejor de lo que se podía esperar. Esto prueba que las variaciones de la órbita de la Tierra y del eje de rotación tienen que haber jugado un papel importante en los períodos glaciales, o sea en su comienzo y en su terminación. Para el Hemisferio Sud se obtienen resultados análogos, pero en este hemisferio es mucho menos decisiva la comparación de la teoría con las observaciones, en razón de que nuestros conocimientos sobre los avances y retrocesos glaciales en dicho hemisferio no son tan firmes.

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CUARTA PARTE PROEMIO

Para la Divinidad la infinitud es absoluta, en tanto que para el hombre la indefinitud constituye una de las expresiones de la realidad a su alcance. El infinito es metafísico y por lo tanto dominio exclusivo de Dios. El indefinido es matemático y –por ende– propio del mundo y de los hombres. En Dios el espacio y su corolario el tiempo no cuenta, pues para el Creador –el Eterno– no rigen el antes, ni el ahora, ni el después. A nosotros, seres humanos, solamente nos es dado conocer algunas evidencias espirituales, intelectuales, y materiales de lo que fue el hombre en un pasado más o menos remoto; así como de lo que tal vez pueda o podrá serle posible o probable ahora, y también vislumbrar una parte ínfima de lo que el poder y la voluntad de Dios –en Todos Sus Nombres– podría brindarnos en un futuro cuya inmediatez presunta no logra superar el término ignorado pero presentido de nuestra propia y limitada vida terrena.

El Hinduismo Es la forma más reciente del " brahamanismo" y su creencia se basa en la "Trimurti" o "Trinidad" constituida por Brahma, Vishnú, y Siva. Brahma simboliza el dios invisible que es en sí y engendra lo múltiple por emanación: todo procede de él y todo retorna a él; Vishnú es el dios redentor, y Siva es el dios destructor, que aniquila selectivamente para permitir así la reconstitución de los mundos, de los seres, y de las cosas.

Brahma –el primero de los tres grandes dioses de los hindúes– es considerado el "creador", pero dado que la doctrina de los ciclos cósmicos de la tradición hindú implica sucesivas creaciones de mundos ("días de Brahma") y la ulterior destrucción de los mismos ("noches de Brahma"), cada ciclo posee su "Manu", nombre que no designa en absoluto un personaje histórico más o menos legendario; lo que en realidad individualiza es un Principio, la Inteligencia Cósmica que refleja la luz espiritual pura y formula la Ley (Dharma) apropiada a las condiciones de nuestro mundo, de nuestro ciclo de existencia, así como de los ciclos que sucederán al nuestro.. Simultáneamente, el Manu es el arquetipo del hombre, considerado en tanto que ser pensante. El título de "Rey del Mundo", tomado en su acepción más elevada, la más completa, y a la vez la más rigurosa, se aplica propiamente a Manu, el Legislador Primordial y Universal. El nombre del Manu de nuestro actual ciclo cósmico es Vaiváswata.

A Vishnú se le conoce como la segunda persona de la "Trimurti", "Tríada", o "Trinidad" hindú, pero a pesar de ser el segundo ello no

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implica en modo alguno que deba ser considerado inferior a Brahma. Algunos textos expresan que Brahma es la primera causa de todas las cosas vivas o inertes, mientras que en otros se afirma enfáticamente que este honor pertenece a Vishnú, en tanto en unos pocos más ello se le concede a Siva. Así como el principal trabajo de Brahma es la creación, el de Vishnú –en tanto que preservador– deja de lado su individualidad y desciende a la Tierra bajo alguna forma, por lo general humana. Cuando su trabajo ha terminado, vuelve nuevamente a los cielos. No existe absoluta certeza sobre la cantidad de veces que Vishnú se ha manifestado. Algunos textos describen diez "avatâras" ("descenso" del Principio divino en el mundo manifestado), de los cuales describiremos ahora con algún detalle el primero y el décimo, esto es, el que inauguró nuestro actual ciclo, y aquel que lo culminará.

En la India, la manifestación en forma de pez se considera como el primero de todos los descensos de Vishnú ("Matsya-avatâra"), y se sitúa al comienzo de nuestro actual ciclo de la humanidad, y –por lo tanto– en relación inmediata con el punto de partida de la "Tradición Primordial" ("primera", "principio fundamental"). El simbolismo del pez, que se encuentra en numerosas formas tradicionales, incluso el Cristianismo, es muy complejo y presenta aspectos múltiples que requieren distinguirlos con precisión. Su origen es nórdico, y aún hiperbóreo, desde donde se difundió por el Norte de Europa y Asia Central, en particular en la India y Persia.

Al finalizar el "Manvántara" que precedió al nuestro (para el cual ya han comenzado a "repicar las campanas"), Vishnú, en forma de pez, se aparece a Satyávrata ("Consagrado a la Verdad") quien –con el nombre de Vaiváswata– sería y es el Manu o Legislador del ciclo actual. El dios le anuncia que el mundo va a ser destruido por las aguas, y le ordena construir un arca en la cual deberán encerrarse los gérmenes de un mundo futuro; luego, siempre en forma de pez, guía él mismo el arca sobre las aguas durante el diluvio. Esta representación del arca conducida por el pez divino es tanto más notable cuanto que se encuentra su equivalente en el simbolismo cristiano.

L. Charboneau-Lassay (1871-1946), en su obra El Bestiario de Cristo (Descleé de Brouer - París 1946), en un artículo publicado en la revista "Regnabit" (París, diciembre 1926), que titula "El Pez", cita ". . . el ornamento pontifical decorado con figuras bordadas que envolvía los restos de un obispo lombardo del Siglo VIII ó IX, en el cual se veía una barca conducida por el pez, imagen de Cristo sosteniendo su Iglesia, así como la barca. Se trata pues, ciertamente, de la misma idea, que encontramos así en el simbolismo hindú y en el simbolismo relacionado

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directamente con la doctrina de los ciclos cósmicos.

Vinculado con el tema del simbolismo, no podemos dejar de recordar que Vishnú representa el "Principio Divino" considerado especialmente en su función de "conservador del mundo", lo cual está muy próximo a la del "Salvador" o más bien, éste es cual un caso particular de aquél. Y verdaderamente como "Salvador" es que aparece Vishnú en algunas de sus manifestaciones correspondientes a fases críticas de la historia del mundo. Tal sería el caso del último descenso de Vishnú como el "Kalki-avatâra" ("El que está montado sobre el caballo blanco"), lo cual ha de ocurrir presumiblemente al final de nuestro ciclo, y que se halla descripto en los "Puranas" ("Puranas de Vishnú" I y II: "Creación del Universo" y "Su destrucción y recreación"). Señalemos también a este respecto que la última manifestación de Vishnú –el "Kalki-avatâra"– está descripta en los "Puranas" en términos semejantes en cierto modo con los que se encuentran en el "Apocalipsis"del Apóstol Juan, en las partes referidas a la "Segunda venida" de Cristo (IV –"La Jerusalén futura", Versículos 1 a 8; Versículos 9 a 22, Versículos 1 a 15, y 16 a 21).

Ahora bien, la idea de "Salvador" aplicada a Vishnú está igualmente vinculada de modo explícito con el simbolismo cristiano del pez, pues cuando éste se toma como símbolo de Cristo, su nombre griego "IKHTHYS" se considera como formado por las iniciales de las palabras "Ieosous Khristós Theous Hyiós Soter" ("Jesu-cristo, de Dios Hijo, Salvador").

Siva es la tercer persona de la "Trimurti" o "Trinidad". Siendo Brahma el Creador y Vishnú el Preservador, y estando todas las cosas sujetas a decaer hacía falta un Destructor para completar el sistema: la destrucción es considerada como la función especial de Siva, pero dado que la destrucción es exigencia de toda creación, Siva posee también un aspecto positivo. La "danza de Siva" se considera que representa las cinco actividades divinas: creación, conservación, destrucción del universo, encarnación y liberación de las almas. Siva manifiesta también su poder por medio de su "sakti", es decir, de su energía, personificada en divinidades femeninas: Parvati (la Dorada), Kali (la Negra: destructora), Durga (forma femenina del dominio), Uma (la benefactora), y Sati (una de las formas de Uma).

Según las enseñanzas del hinduísmo, la muerte no implica pasar a la no existencia, sino simplemente un cambio a una nueva forma de vida. Aquel que destruye, por lo tanto, hace que los seres asuman nuevas fases de existencia: el destructor es realmente un re–creador. De allí que se le haya dado el nombre de Siva, el Radiante, el Dichoso. No hubiera sido así en caso de considerársele como el destructor, en la acepción corriente

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del término.

En el Hinduísmo reciente, según las enseñanzas de los "Puranas", Siva jugaría un papel muy importante, habiéndose escrito varios libros dedicados a cantarle alabanzas. Sin embargo, su nombre no figura entre los dioses de los "Vedas".

Desde otro punto de vista, este dios del hinduísmo, posiblemente de origen no–ario, podría ser la fusión en un dios único de distintas divinidades locales. Bajo el nombre de Rudra personifica la fuerza destructora de la Naturaleza, y la fuerza creadora concebida como procreación sexual y realizada a través de su "sakti", mencionado más arriba. Es invocado como dios de los mundos subterráneos en las ceremonias fúnebres, y honrado como dios de la generación en las ceremonias y ritos orgiásticos.

El Historicismo En la segunda mitad del año 1937, en sus Estudios sobre el Hinduísmo y bajo el título de "El Quinto Veda", René Guénon sostenía que entre los errores específicamente modernos había tenido a menudo ocasiones de señalar uno de aquellos que se oponen lo más directamente a toda comprensión verdadera de las doctrinas tradicionales, cual es el "historicismo", que por cierto –en el fondo– no es sino una simple consecuencia de la mentalidad "evolucionista": en efecto, aquél consiste en suponer que todas las cosas han debido comenzar del modo más rudimentario y burdo, y luego experimentar –a partir de allí– una elaboración progresiva, y si bien tal o cual concepción habría aparecido en un momento determinado, ese momento se le juzgaba tanto más tardío cuanto más elevado fuere el juicio que merecía la susodicha concepción, lo cual implicaba que ello no podía sino ser "el producto de una civilización ya avanzada", según una expresión tornada tan frecuente que es repetida a veces en forma maquinal por aquellos mismos que buscan reaccionar contra semejante mentalidad, pero que no tienen sino intenciones "tradicionalistas", mas sin ningún verdadero conocimiento tradicional. Frente a esta manera de ver es conveniente oponer con toda energía la afirmación de que por el contrario, es en el origen que todo lo que pertenece al dominio espiritual e intelectual se encuentra en un estado de perfección, del cual no ha hecho sino alejarse gradualmente en el transcurso del "oscurecimiento" que acompaña necesariamente todo proceso cíclico de manifestación. Esta ley fundamental –que debemos conformarnos aquí con recordar sin entrar en desarrollos más amplios– basta evidentemente para reducir a la nada todos los resultados de la pretendida "crítica histórica". Se puede sin embargo destacar que aquella postura implica tomar partido firme en negar todo elemento "supra–

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humano", y tratar las doctrinas tradicionales en sí mismas a la manera de un "pensamiento" puramente humano, comparable a este respecto a lo que son la filosofía y las ciencias profanas. Ante tal punto de vista –además– ningún acuerdo resulta viable, y por otra parte es en realidad este "pensamiento" profano en sí mismo, que es de fecha muy reciente (anterior a 1937), el que sólo pudo aparecer como producto de una degeneración ya avanzada, tratando de revertir en un sentido "anti–evolucionista" la frase que hemos citado más arriba.

I

La doctrina de los ciclos cósmicos En el año 1937, René Guénon publicó en inglés en el "Journal of the Indian Society of Oriental Arts" un estudio titulado "Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos", en el cual suministró los primeros elementos relativos a esta compleja doctrina, que reviste sin embargo una importancia primordial para fijar definitivamente en la dimensión temporal la grandiosa estructura de la Tradición, que sin ello no podría "encarnarse" ante los ojos de los occidentales, es decir, materializar un punto de contacto con el estrecho universo espacio–temporal que éstos se han creado paulatinamente. De alguna manera, las doctrinas tradicionales, por rigurosas que fueren sus lógicas internas, habrían arriesgado permanecer "en las nubes", alejadas de toda realidad, por el solo hecho de que su postulado esencial –la "Tradición Primordial" ("Sanatana Dharma")– correlativa a la perfección en los orígenes, era perfectamente escandalosa para seres ahítos de evolucionismo.

Ante todo –expresaba Guénon– debe entenderse muy bien el hecho de que ninguna doctrina tradicional admite la idea de un "progreso" general, a menos que se lo entienda exclusivamente en el restringido sentido del desarrollo material, ya que en este caso concuerda bien con el mismo proceso del ciclo. En consecuencia, no es absolutamente necesario suponer un tal desarrollo material entre los primeros hombres: lo que todas las tradiciones afirman es que los primeros seres poseían de un modo espontáneo un estado espiritual que no puede ser alcanzado sino difícil y excepcionalmente por los hombres actuales. Debe destacarse también que los restos descubiertos por los paleontólogos no constituyen forzosamente los de los primeros hombres, en particular si éstos habitaban algún continente que luego ha desaparecido. Puede ser también que haya habido ya en épocas lejanas casos de degeneración, sobre todo entre aquellos que pudieron escapar de algún cataclismo; no son pues los

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indicios materiales los que permiten juzgar la realidad.

Estas consideraciones nos introducen directamente en el resumen o bien en la glosa de algunas observaciones o simples sugerencias de René Guénon sobre el sentido de la doctrina de los ciclos cósmicos en la concepción hindú, más bien que en su explicación.

Destacamos que la doctrina hindú de los ciclos cósmicos no es la única conocida, pues existen en las diversas tradiciones otras concepciones cíclicas dignas del mayor interés: tal –por ejemplo– entre otras, la de los "ciclos mundiales" o "shemittot" de la tradición judía ("Kábala").

Pero la doctrina hindú, al basarse en el fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios para la fijación de sus ritmos cósmicos, nos ha parecido la que más sólidos argumentos naturales posee entre las que han llegado a nuestro conocimiento. Por otra parte, es la doctrina cíclica con la que más estrechas analogías y correspondencias guardan las tradiciones hebrea–judíae islámica, circunstancias que nos estarían indicando que aquélla sería muy probablemente la que más cerca puede hallarse de la Tradición Primordial.

Jacob Böhme, Dreyfaches Leben

(De la triple vida), Amsterdam 1682

Aproximaciones a la doctrina hindú de los ciclos cósmicos René Guénon considera a un ciclo, en la acepción más general del vocablo, "la representación del proceso de desarrollo de un estado

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cualquiera de manifestación, o bien, tratándose de ciclos menores, de alguna de las modalidades más o menos limitadas o especializadas de dicho estado de manifestación". Además, dice Guénon, "en virtud de la ley de correspondencia que relaciona todas las cosas en la Existencia Universal, hay siempre y necesariamente una cierta analogía entre los diferentes ciclos de igual clase, o bien, entre los ciclos principales y sus divisiones secundarias". "Esta analogía es la que posibilita el empleo de un solo y mismo modo de expresión, si bien ello frecuentemente debe entenderse en forma simbólica, ya que precisamente la esencia de todo simbolismo se funda sobre las correspondencias y las analogías que existen en la propia naturaleza de las cosas". Deseamos sobre todo aludir aquí a la forma "cronológica" bajo la cual se presenta la doctrina de los ciclos: el "Kalpa", al representar el desarrollo de un mundo en su totalidad, o sea de un estado o grado de la Existencia Universal, evidencia que no es posible hablar literalmente de su duración –evaluada según una medida de tiempo cualquiera– a menos que a tal duración se la relacione con un estado (de manifestación) en el cual el tiempo sea una de sus condiciones determinantes, lo que constituye propiamente el caso de nuestro mundo. En cualquier parte fuera de nuestro planeta estas consideraciones sobre la duración y la sucesión que ello implica, no podrán tener más que un valor puramente simbólico, y deberán ser transpuestas analógicamente, ya que la sucesión temporal no es sino la imagen del encadenamiento lógico y ontológico a la vez –o sea sin contradicciones– de una serie de causas y efectos extratemporales. "Por otra parte, como el lenguaje humano no puede expresar directamente otras condiciones distintas a aquellas que surgen de nuestro estado (humano, terrestre), semejante simbolismo está por esa misma razón suficientemente justificado y debe considerársele perfectamente natural y normal".

Tchoang-Tsé, gran comentarista del Taoísmo en el Siglo IV antes de Cristo, decía: "El hombre no tiene ningún poder sobre su propia vida, puesto que la ley que rige la vida y la muerte, las mutaciones que le afectan, están fuera de su conocimiento. ¿Qué puede entonces pretender saber de la ley que gobierna las grandes mutaciones cósmicas, la evolución universal?".

Por otra parte, en la tradición hindú, el "Purâna de Vishnú" expresa que no existe medida de los Kalpas anteriores y posteriores, es decir, de los ciclos mayores que se relacionan con otros estados de la Existencia Universal. Consecuentemente, las cifras que no pocas veces se insertan sobre la duración presumible de los "kalpas" carecen de base y no pasan de ser meras especulaciones. La tradición hindú nos aclara suficientemente que nuestro actual "Kalpa" ("Shri – Shweta – Varaha –

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Kalpa", o "Kalpa del Jabalí Blanco") está integrado por catorce subciclos menores denominados "Manvántaras".

El Bhagavad-Gita, en el diálogo entre Krishna y Arjuna, y referido a la noción de "Kalpa", pone en boca de Krishna (Capítulo VIII: El misterio de la omnipresencia): "En incesante vaivén nacen y mueren los mundos, incluso el de Brahma, uno de cuyos días dura billones de años terrestres, y otro tanto su noche.

–Al día de Brahma sucede la noche de Brahma.

–Al apuntar el día de Brahma todas las cosas surgen de la inmanifestación a la manifestación.

–Al llegar la noche de Brahma todas las cosas retornan de la manifestación a la inmanifestación.

–Se disuelve el universo, pero un nuevo universo surge a la existencia de manos del Creador."

(Capítulo IX: Sublime conocimiento): "–Al fin de un "Kalpa", de un año de Brahma, de un período de creadora actividad, los seres y las cosas vuelven a Mí.

–Y al comenzar un nuevo "Kalpa", un año de Brahma, emano todos los seres y las cosas y reanudo mi creadora actividad.

–Por medio de la Naturaleza, a la que infundo mi poder, emano reiteradamente todo cuanto constituye el Universo."

Antes de retomar a Guénon en su exposición sobre aproximaciones a la doctrina hindú de los ciclos cósmicos, digamos que –en esquema– dicha concepción podría esbozarse de la siguiente manera:

1. Un gran ciclo denominado "Kalpa", eslabón de una cadena indefinida de ciclos análogos.

2. En el interior del "Kalpa", ciclos menores o "Manvántaras". 3. Cada "Manvántara" se subdivide en subciclos o "Yugas",

equivalentes a las "edades" de la tradición greco–latina (Oro–Plata–Bronce–Hierro).

4. Al finalizar un "Yuga" y al comienzo del subsiguiente subciclo análogo, se producen crepúsculos temporales denominados "sandhyâ".

5. Finalmente, al término de cada "Manvántara" se produce –o puede

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producirse– un cataclismo de disolución o "Pralaya", tras el cual, y luego de un espacio intemporal, se inicia un nuevo ciclo cósmico menor, o sea un nuevo "Manvántara".

Continuando ahora con las "aproximaciones" a que nos hemos referido más arriba, nos ocuparemos de los ciclos que se desarrollan en el interior de nuestro "Kalpa", o sea los "Manvántaras", y de sus correspondientes subdivisiones.

"A dicho nivel –expresa Guénon– los ciclos tienen a la vez un carácter cósmico e histórico, ya que conciernen más especialmente a la humanidad terrestre, pero permaneciendo al mismo tiempo estrechamente ligados a los acontecimientos que se producen en nuestro mundo fuera de aquélla. No hay en ello nada que nos deba asombrar, ya que la idea de considerar la historia humana como aislada en cierto modo de todo lo demás es exclusivamente moderna, y netamente opuesta a lo que enseñan todas las tradiciones, las cuales, por el contrario y unánimemente, afirman la existencia de una correlación necesaria y constante entre los órdenes cósmico y humano".

II

Los Manvantaras y sus Yugas Los "Manvántaras" o eras de "Manus" sucesivos3 son catorce, formando dos series septenarias de las cuales la primera corresponde a los seis Manvántaras pasados y aquel en el que nos encontramos, y la segunda a los siete Manvántaras futuros. A cada Manvántara le corresponde uno de los siete "Dwîpas"o regiones en que se divide nuestro mundo, y no obstante que estas siete regiones estén representadas –según el sentido propio del vocablo que las designa– por otras tantas islas o continentes distribuidos de una cierta manera en la superficie de nuestro planeta, es indispensable cuidarse de tomarlo literalmente, es decir, de observarlo simplemente como partes de la Tierra actual. De hecho, las siete regiones "emergen" por turno y no simultáneamente, lo que equivale a decir que una sola entre ellas se manifiesta en el dominio sensible durante el transcurso de un cierto período. Si este período es un Manvántara, habrá que concluirse que cada Dwîpa deberá aparecer dos veces en el Kalpa, o sea una vez en cada una de las series septenarias a que nos hemos referido. Y de la relación entre estas dos series, que se corresponden en sentido inverso, como ocurre en todos los casos similares, puede deducirse que el orden de aparición de los Dwîpas deberá ser, en la segunda serie, inverso al que tuvo en la primera. En suma, se trata de estados diferentes del mundo terrestre, más que de

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regiones propiamente dichas.

El "Jambu–Dwîpa" representa en realidad la Tierra entera en su estado actual, y si se dice que se extiende al Sud del "Meru" o montaña "axial" alrededor de la cual se efectúan las revoluciones de nuestro planeta (movimiento de rotación), es que en efecto el Meru, al estar simbólicamente identificado con el Polo Norte, toda la Tierra está verdaderamente situada al Sud con respecto a aquél.4

Esta forma de considerar los siete Dwîpas se encuentra confirmada también por antecedentes concordantes de otras tradiciones, en las que se habla igualmente de "siete tierras", en particular en el esoterismo islámico y en la "Kábala"judía. Así en esta última, las "siete tierras", sin perjuicio de ser consideradas externamente como otras tantas divisiones de la tierra de Canaán, son relacionadas con los reinos de los "siete reyes de Edom", que se corresponden de manera asaz manifiesta con los siete Manus de la primera serie de Manvántaras.

Las "siete tierras" están comprendidas en su totalidad en la "Tierra de los Vivos", que representa el desarrollo completo de nuestro mundo, al que se considera como realizado de modo permanente en su estado "principial". Podemos notar aquí la coexistencia de dos puntos de vista: uno, de sucesión, que se refiere a la manifestación en sí misma; otro, de simultaneidad, que atañe a su "principio", o sea lo que podría llamarse su "arquetipo". Y en el fondo, la correspondencia entre estos dos puntos de vista equivale de un cierto modo a la del simbolismo temporal y a la del simbolismo espacial, correspondencia ésta a la que hemos aludido antes al referirnos a los Dwîpas de la tradición hindú.

La tradición original es polar. Solamente en una época ya alejada de los orígenes, la sede de la tradición primordial, transferida a otras regiones, pudo tornarse sea occidental, sea oriental; occidental en ciertos períodos y oriental en otros, pero en todo caso seguramente oriental en último término y ya mucho tiempo antes del comienzo de los tiempos llamados "históricos" (que son los únicos accesibles a las investigaciones de la historia "profana"). El origen nórdico de las tradiciones, o más exactamente "polar", está expresamente afirmado tanto en el "Veda" cuanto en otros libros sagrados. La tierra donde en el verano el Sol "realizaba la vuelta al horizonte" sin ocultarse, debía estar cerca del polo, si no en el mismo polo. Aparentemente, habría para el período de manifestación de cada Dwîpa una posición diferente del "Meru"o montaña "axial", pero como éste es inmutable por ser el centro, es la orientación del mundo terrestre en relación con el "Meru" la que se modificaba de un período a otro. Está demostrado científicamente que no han sido los polos geográficos los que se movieron, sino en cambio las

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estructuras terrestres emergidas las que lo hicieron en relación con los polos.

La subdivisión del Manvantara En sí mismo, un Manvántara se subdivide en cuatro Yugas, y esta particularidad cuaternaria de un ciclo es susceptible de aplicaciones múltiples, reencontrándosela en numerosos ciclos de orden más particular, como por ejemplo las cuatro estaciones del año, las cuatro semanas del mes lunar, y las cuatro edades de la vida humana; asimismo guarda correspondencia con el simbolismo espacial, relacionado en este caso con los cuatro puntos cardinales; se ha señalado a menudo la equivalencia manifiesta de los cuatro Yugas con las cuatro edades, de oro, plata, bronce, y hierro, tal como se las conocía en la antigüedad greco–latina. Tanto en unas cuanto en otras, cada período se encuentra caracterizado por una decadencia en relación con el que le ha precedido, y ésto, que se opone directamente a la idea de "progreso" tal como lo conciben nuestro contemporáneos, se explica muy fácilmente por el hecho de que todo desarrollo cíclico, es decir, en suma, todo proceso de manifestación, al implicar necesariamente un alejamiento gradual del "principio" constituye en efecto y con toda certeza un "descenso", el cual es también por lo demás el sentido real de la "caída" en la tradición judeo–cristiana.

De un Yuga a otro, la decadencia se ve acompañada con un acortamiento en la duración –que por cierto se considera influye en la longevidad de la vida humana– pero lo que importa ante todo en este sentido es la relación existente entre las duraciones respectivas de estos diferentes períodos. Si a la duración total de un Manvántara se la representa por 10 (diez), la del Krita-Yuga ó Satya-Yuga lo será por 4 (cuatro), la del Tretâ-Yuga por 3 (tres), la del Dwâpara-Yuga por 2 (dos), y la del Kali-Yuga por 1 (uno). La división del Manvántara se efectúa pues según la fórmula 10 = 4 + 3 + 2 + 1, que, en sentido inverso, es el de la Tétraktys pitagórica: 1 + 2 + 3 + 4 = 10.

Con relación a este acortamiento progresivo de la duración de las cuatro edades, ello se compara analógicamente con la aceleración de los cuerpos en caída libre, con el agregado de que la doctrina de los ciclos implica esencialmente la noción de un tiempo "cualificado", y no el de un desarrollo uniforme susceptible de ser representado geométricamente por una recta. Ello resulta de que no solamente cada fase de un ciclo temporal, cualquiera que él sea, tiene calidad propia que influye sobre la determinación de los acontecimientos, sino que la misma velocidad con la que tales acontecimientos se desarrollan es algo que depende también de dichas fases, lo cual es de orden más cualitativo que realmente

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cuantitativo. Lo que se quiere decir es que siguiendo las diferentes fases del ciclo, las series de acontecimientos comparables entre sí no se consuman en lapsos cuantitativamente iguales. Es precisamente por esta razón que los acontecimientos se desarrollan actualmente a una velocidad que se vé acelerada sin cesar y que continuará hasta el fin del ciclo. Existe aquí algo comparable a una "contracción" progresiva de la duración, cuyo límite corresponde a un "punto de detención" que no es otro que el instante que marca el fin de nuestro "Manvántara" y el comienzo de un nuevo ciclo. Las consecuencias de esta "contracción" que son las más inmediatamente perceptibles en el marco de la existencia individual, se traducen en la agitación frenética de nuestros contemporáneos. Se dice a veces, indudablemente sin comprender la verdadera razón, que hoy en día los hombres vivimos más rápidamente que otrora: ello es literalmente una verdad. La prisa característica que los hombres actuales aplicamos a todas las cosas no es por cierto –en el fondo– otra cosa que la consecuencia de la impresión que confusamente experimentamos. Todo esto permite comprender que al finalizar el ciclo, "el tiempo se convierte en espacio".

En efecto, esta contracción progresiva del tiempo termina por reducirlo a un instante único, y la duración, por eso mismo, queda abolida. Es así que Cronos, "el tiempo devorador", termina por devorarse a sí mismo, y es así también por qué se dice que "la muerte es el último ser que morirá", ya que allí donde no hay más sucesión de ninguna especie, no hay tampoco muerte posible. La sucesión se encuentra pues de alguna forma transmudada en simultaneidad, lo que se puede expresar también diciendo que el tiempo se ha transformado en espacio. De tal manera se produce a último momento una "reversión" del tiempo en provecho del espacio: en el instante mismo en el cual el tiempo aparenta terminar de devorar el espacio, es el espacio –por el contrario– el que absorbe el tiempo.

La duración del "Manvantara" y sus "Yugas" Ahora, y para retomar el análisis de las cuatro edades, cuyo acortamiento progresivo dió lugar a las precedentes consideraciones, queda por determinar la duración de cada uno de los Yugas. Por razones que no es posible profundizar aquí por insalvables limitaciones de espacio, adoptaremos como número básico de cálculo el 4.320, el cual –además de su calidad cíclica– está en relación directa con la división geométrica del círculo.

Si la duración del Manvántara fuere 4.320, la de los cuatro Yugas será, respectivamente (siguiendo el ritmo 4, 3, 2, 1, de la inversa de la Tétratkyspitagórica) de 1.728 para el Krita ó Satya-Yuga, 1296 para el

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Treta-Yuga, 864 para el Dwâpara-Yuga, y 432 para el Kali-Yuga. No obstante, podemos preguntarnos: ¿por qué números habrán de multiplicarse estas cifras para obtener en años la expresión de sus respectivas duraciones? Debe insistirse en algo muy sencillo, cual es el hecho de que todos los números cíclicos están en relación directa con la división geométrica del círculo: así, 4.320 es igual a 360 x 12; no hay en esta división nada arbitrario o puramente convencional pues, por razones derivadas de la correspondencia que existe entre la aritmética y la geometría, es lo normal que la división del círculo se efectúe según los múltiplos de 3. 9, y 12, en tanto la división decimal es la que conviene en propiedad a la línea recta. Sin embargo, esta observación, pese a ser verdaderamente fundamental, no permitiría llegar muy lejos en la determinación de los períodos cíclicos, si no se supiese además que la base principal de éstos es –en el orden cósmico– el período astronómico de la precesión de los equinoccios, cuya duración es de 25.920 años. De tal modo, el desplazamiento de los puntos equinocciales es de un grado de arco cada 72 años. Este número 72 es precisamente un submúltiplo de 4.320 (72 x 60 es igual a 4.320), y 4.320 es a su vez un submúltiplo de 25.920 (4.320 x 6 es igual a 25.920).

El hecho de encontrar en el período de la precesión de los equinoccios números relacionados con la división del círculo es por lo demás una prueba adicional del carácter verdaderamente natural de esta última. Pero el interrogante que se plantea ahora es éste: ¿qué múltiplo o submúltiplo del período astronómico aludido corresponde realmente a la duración del Manvántara?

Cuarta Parte (cont.)

NOTAS 3 MANU: El nombre "Manu" no designa en absoluto un personaje histórico o

más o menos legendario; lo que en realidad individualiza es un "Principio", la "Inteligencia Cósmica" que refleja la Luz espiritual pura, y formula la Ley ("Dharma") apropiada a las condiciones de nuestro mundo o de nuestro ciclo de existencia. Simultáneamente, el "Manu" es el arquetipo del hombre, considerado en tanto que ser pensante. El título de "Rey del Mundo", tomado en su acepción más elevada, la más completa, y a la vez la más rigurosa, se aplica propiamente al "Manu", el "Legislador Primordial y Universal". El nombre de "Manu" en nuestro actual ciclo cósmico es "Vaiváswata". (René Guénon: El Rey del Mundo. Gallimard, París 1952, 8ª ed. 1958, Capítulo VI). En la tradición judeo–cristiana, Vaiváswata es implícitamente reconocido bajo el nombre de Melquisedec (San Pablo: "Epístola a los Hebreos", III 7; Versículos 1 a 28). Recordemos que la

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fórmula latina que consagra al sacerdote cristiano expresa: "Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melquisedec".

4 MERU: Montaña axial alrededor de la cual se efectúa el movimiento de rotación del planeta sobre el eje polar. Simbólicamente está identificado con el Polo Norte geográfico, razón por la cual toda la Tierra está al Sud del Meru. Este Meru es simbólicamente inmutable por considerársele el "centro". Está probado que geológicamente existió en el Océano Glacial Artico –por sobre el nivel de las aguas– una cordillera volcánica hoy sumergida (Cordillera Lomonosov) que se extiende entre las islas de Nueva Siberia y la de Ellesmere (en el archipiélago ártico canadiense), y en la que su pico más elevado se halla ahora unos 1.000 metros bajo el nivel del mar y muy cerca del Polo (87ª de latitud Norte y 150ª de longitud Este). Esta cordillera emergió muy probablemente hasta fines del Pleistoceno o comienzo del Holoceno (12 mil a 10 mil años antes de Cristo). De ello se desprende rotundamente que el supuesto mito de la montaña sagrada emergida en el Polo Norte (Meru), tuvo y tiene un absoluto fundamento geológico e histórico. La cordillera ártica Lomonosov fué descubierta y estudiada por científicos rusos en los años 1948/1949. Se recomienda muy especialmente la lectura y análisis del artículo "El Océano Artico" –Selecciones de American Scientific– H. Blume Ediciones, Madrid 1982, por P. A. Gordienko, páginas 96 a 109, en particular "La cordillera Lomonosov", las cartas batimétricas de páginas 102-103, y el texto de página 108.

CUARTA PARTE (cont.)

III

El "Manvantara", los "Yugas", y los"Sandhyâ" El período que con mayor frecuencia aparece en diferentes tradiciones es en verdad menos el de la misma precesión de los equinoccios, que su mitad. Es ésta, en efecto, la que notoriamente corresponde a lo que era el "gran año" de los persas y de los griegos, evaluados a menudo por aproximación en 12.000 a 13.000 años, siendo su duración de 12.960 años (o sea 25.920 / 2). Dada la importancia particularísima que de tal modo se atribuye a este período, puede presumirse que el Manvántara deberá comprender un número entero de estos 'grandes años'; pero entonces, ¿cuál será dicho número?

Al respecto, y fuera de la tradición hindú, encontramos por lo menos una indicación precisa que parece lo suficientemente plausible como para poder esta vez ser aceptada literalmente: entre los caldeos, la duración del reino de Xisusthros, que es manifiestamente idéntico al Vaiváswata hindú, el Manu del actual ciclo, está fijado en 64.800 años, o sea

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exactamente cinco'grandes años' (12.960 x 5 = 64.800 años). Señalemos accesoriamente que el número cinco, al ser el de los "bhutas" o elementos del mundo sensible, debe necesariamente tener una importancia especial desde el punto de vista cosmológico, lo que viene a confirmar la realidad de semejante evaluación, tema que por cierto ya hemos tratado antes en otra parte de esta investigación.

Sea lo que fuere, si tal es la duración real del Manvántara (64.800 años), y se continúa tomando como base el número 4.320, que es igual a un tercio del "gran año" (12.960 / 3 = 4.320), surge que esta cifra deberá multiplicarse por quince (4.320 x 15 = 64.800). Por otra parte, los cincos "grandes años" serán repartidos naturalmente de manera desigual, pero siguiendo relaciones simples entre los cuatro Yugas: el Krita-Yuga contendrá dos; el Tretâ-Yuga, uno y medio; el Dwâpara-Yuga, uno; y el Kali-Yuga, medio. Estos números son por supuesto la mitad de aquellos obtenidos precedentemente al representar por diez la duración del Manvántara. Evaluados en años ordinarios, estas mismas duraciones de los cuatro Yugas serán respectivamente de 25.920 años para el Krita, 19.440 para el Tretâ, 12.960 para el Dwâpara, y 6.480 para el Kali, conformando un total de 64.800 años. Debe reconocerse –sostiene Guénon– que estas cifras se ubican al menos dentro de límites perfectamente verosímiles, pudiendo muy bien corresponder a la antigüedad de la presente humanidad terrestre.

El "Sandhyâ" El vocablo sánscrito "sandhyâ" (derivado de "sandhi": punto de contacto o de unión entre dos cosas) se emplea también en una acepción más corriente, para designar el crepúsculo (matutino o vespertino) y –en la doctrina de los ciclos cósmicos– individualiza el intervalo entre dos Yugas, intervalo o intermedio que no implica alargamiento en el tiempo, sino tránsito o transcurso entre un ciclo y el siguiente (o entre el ciclo final y la disolución, o –al fin de ésta– el comienzo de un nuevo ciclo), tal como el crepúsculo señala la transición, intervalo o paso, entre el ocaso y la noche, o entre el fin de ésta y el día. Este es en nuestra opinión el sentido simbólico del crepúsculo y el natural del "sandhyâ", aplicado a la doctrina cíclica. El vocablo "intervalo" –del latín "intervallus"– presenta dos acepciones: la raíz "inter" indica –en el "tiempo"– "durante", "mientras", "en el transcurso de"; y, en el "espacio", "entre", "en", "en medio de". El vocablo se emplea aquí en el sentido del tiempo, pero –al finalizar el ciclo– el intervalo debe tomarse en el sentido del espacio, pues entonces el intervalo –hasta el comienzo de un nuevo ciclo– es intemporal.

Debemos extremar las precauciones y agotar el análisis en la medida de

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lo posible, ya que "los fenómenos naturales en general, y en especial los astronómicos, jamás son contemplados en las doctrinas tradicionales si no es a título de simple modo de expresión, como simbolizando ciertas verdades de orden superior; si los mismos los simbolizan efectivamente es porque sus leyes no son en el fondo otra cosa que una expresión de dichas verdades en un dominio especial, algo así como la traducción de los principios correspondientes, adaptados naturalmente a las condiciones particulares del estado corporal y humano". "Puede comprenderse por lo tanto cuán grande es el error de aquellos que quieren ver "naturalismo" en estas doctrinas, o creen que éstas sólo proponen describir y explicar los fenómenos tal como puede hacerlo la ciencia "profana", si bien en formas diferentes. Ello importa propiamente invertir las relaciones y tomar el símbolo mismo por lo que representa; el signo por la cosa o la idea significada".

Ahora bien, con esta prevención y volviendo al tema, consideramos que al basarse el ritmo de los ciclos cósmicos de la doctrina hindú en el fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios, resulta congruente con ello apoyar en el "crepúsculo astronómico" el cálculo de la duración temporal del "sandhyâ".

El crepúsculo astronómico vespertino es el producido por el reflejo en la atmósfera de la luz del Sol, mientras éste aparenta5 recorrer hacia el "poniente"el arco comprendido entre el horizonte y el círculo paralelo a él situado 18º más abajo. Prácticamente, la terminación del crepúsculo astronómico vespertino coincide con la "aparición" de las estrellas de sexta magnitud, que son las de menor brillo que pueden observarse a simple vista. Inversamente, el crepúsculo astronómico matutino está constituido por el reflejo de la luz del Sol en la atmósfera, mientras éste aparenta recorrer hacia el naciente el arco de 18º comprendido entre los círculos que hemos mencionado más arriba. El alba se inicia con la desaparición visual de las estrellas de sexta magnitud, y termina cuando el Sol despunta el horizonte. Agreguemos que la duración del crepúsculo astronómico varía con las épocas del año, pues para una misma latitud son diferentes los tiempos que tarda el Sol en recorrer hipotéticamente arcos de distinta declinación, comprendidos entre el horizonte y el círculo crepuscular astronómico, y viceversa. En Buenos Aires, por ejemplo, situada a 34º 36' de latitud Sud, el crepúsculo del día del solsticio de verano, cuando la declinación del Sol es de –23º 27', alcanza a 1 hora, 50 minutos, 50 segundos, mientras que en el día del equinoccio de primavera, –cuando la declinación del Sol es de 0º– el crepúsculo dura 1 hora y 19 minutos. Así también, la duración de los crepúsculos aumenta con la latitud del lugar. Ya expresamos que en Buenos Aires el crepúsculo del día del solsticio de verano dura 1 hora, 50 minutos, 50

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segundos, en razón de estar dicha capital a 34º 36' de latitud Sud; para la misma fecha, en la ciudad de Ushuaia, situada a 54º 49' 22'' de latitud Sud, el crepúsculo vespertino prácticamente se une con el matutino, es decir, no se observa noche cerrada.

Este pequeño pero indispensable paréntesis cosmográfico nos permite aportar un fundamento complementario al hecho ya comentado de que la tradición primigenia, inicialmente "hiperbórea", tenía su sede espiritual en un lugar donde el Sol daba en verano la vuelta al horizonte sin ponerse, lo que ocurre en el mismo Polo Norte y en la región circumpolar.

I. – Características polares:

1. El Sol se levanta por el Sud.

2. Las estrellas no se levantan ni se ocultan; giran aparentemente en planos horizontales, culminando una aparente revolución en 24 horas. El hemisferio celeste Norte es visible durante todo el año, y el hemisferio celeste Sud permanece siempre invisible.

3. El año consiste en un largo día y una larga noche de seis meses cada uno.

4. No hay sino una mañana y una tarde, o sea que el Sol no se levanta ni se pone más de una vez al año, pero los crepúsculos de la mañana y de la tarde duran cada uno cerca de dos meses, o sea sesenta períodos de 24 horas cada uno. El resplandor rojizo de la mañana o de la tarde no está localizado al Este o al Oeste como entre nosotros, sino que aparentemente se desplaza como las estrellas, rodeando al horizonte como el torno de un alfarero, cumpliendo una revolución cada 24 horas. Esta aparente rotación del resplandor matinal se prolonga hasta que el disco solar aparece por sobre el horizonte, a partir de cuyo momento el astro se desplaza –sin acostarse– alrededor del observador, cumpliendo una aparente revolución cada 24 horas.

El crepúsculo vespertino se produce a la inversa, hasta que la noche se cierra.

II. – Características circumpolares: 1. El Sol se encuentra siempre al Sud del cénit del observador, pero como tal es el caso asimismo de un observador ubicado en la zona templada del Hemisferio Norte, no se lo puede considerar como una característica especial.

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2. Una gran cantidad de estrellas son circumpolares, es decir, que las mismas se encuentran por sobre el horizonte durante la totalidad de su aparente revolución, y por lo tanto son siempre visibles. Las otras estrellas –no circumpolares– aparecen y se ocultan como en las zonas templadas, pero aparentemente giran a lo largo de círculos oblicuos.

3. El año se compone de tres partes: (1) Una larga noche contínua, en el momento del solsticio de invierno, de una duración mayor de 24 horas y menor de seis meses según sea la latitud local; (2) Un largo día contínuo, en el momento del solsticio de verano, de una duración mayor de 24 horas y menor de seis meses según sea la latitud local: y (3) Una sucesión de días y de noches ordinarios durante el resto del año; un día y una noche consecutivos no superan en conjunto una duración de 24 horas. El día siguiente de la larga noche contínua es al comienzo más corto que la noche, pero se va alargando hasta constituir un largo día contínuo. Al término de este largo día, la noche es inicialmente más corta que el día, y luego –a su vez– comienza a aumentar su duración hasta el comienzo de la larga noche contínua que dará culminación al año.

4. El alba, al término de la larga noche contínua, se extiende varios días, pero su duración y su esplendor son tanto menos grandes cuanto más se aleja el observador del Polo Norte. En ciertos lugares, a algunos grados del Polo Norte, el fenómeno de rotación aparente del resplandor matinal será todavía observable durante la mayor parte del alba. Las otras albas, es decir aquellas que separan los días de las noches ordinarias, no se extenderán, a semejanza de las albas de las zonas templadas, sino algunas horas o fracción. El Sol, cuando se encuentra por sobre el horizonte en el transcurso del día contínuo, girará aparentemente, sin ponerse, alrededor del observador –como en el Polo– pero a lo largo de círculos oblicuos, y no horizontales. En la larga noche, el Sol se encontrará enteramente por debajo del horizonte, mientras que en el resto del año saldrá y se pondrá, permaneciendo por sobre el horizonte durante un lapso variable de la jornada según la posición aparente del astro con respecto a la Tierra, esto es, un lapso creciente en primavera, y decreciente en otoño.

Tenemos pues de esta manera dos conjuntos distintos de características concernientes a las regiones polares y circumpolares, características que por lo demás no se encuentran en ninguna otra parte de la superficie del planeta. Como los polos terrestres son los mismos hoy en día que hace millones de años, las características astronómicas expuestas más arriba son valederas para todas las épocas pasadas, pese a que el clima polar haya experimentado durante el Pleistoceno profundas alteraciones. En

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resumen, consideramos aquellas características como guías infalibles, de manera tal que si una descripción o una tradición védica revelan unas u otras de las mencionadas características, podremos tranquilamente deducir si la tradición es de origen polar o circumpolar, y que el fenómeno, si no fué observado realmente por el propio relator, al menos le era conocido por intermedio de una tradición fielmente transmitida de una generación a otra.

Hemos expresado antes que los dos arcos de 18º recorridos por el Sol en ambos crepúsculos no polares ni circumpolares suman 36º y representan la décima parte del recorrido total de 360º que aparenta realizar aquél en el transcurso del ciclo diario de 24 horas en zonas no polares ni circumpolares.

Ahora bien, en virtud de la ley de correspondencia que relaciona todas las cosas en la Existencia Universal, se observa siempre y necesariamente una cierta analogía sea entre los diferentes ciclos del mismo orden, sea entre los ciclos principales y sus divisiones secundarias. Frecuentemente, esto se debe interpretar simbólicamente, ya que la esencia misma de todo simbolismo se apoya precisamente sobre las correspondencias que existen realmente en la naturaleza de las cosas.

Analógicamente, entonces, puede aceptarse una cierta correspondencia entre el simbolismo de los crepúsculos –matutino y vespertino– del ciclo diario, y del "sandhyâ", que designa el tránsito entre dos Yugas o ciclos menores del Manvántara. Puede aceptarse también analógicamente que a medida que los Yugas se encuentran más próximos en el tiempo al instante del comienzo del ciclo cósmico que los contiene, y por lo tanto más cercanos en el simbolismo espacial al Polo Norte como sede del poder espiritual y origen de la tradición primordial hiperbórea, tanto más extensos serán los crepúsculos de comienzo y fin del subciclo. Inversamente, cuanto más se alejen simbólicamente del Polo, tanto más corto será el "sandhyâ" de cada Yuga, crepúsculos que en todos los casos guardan la proporcionalidad pitagórica con la décima parte del respectivo Yuga.

Así, para el Krita-Yuga (25.920 años), ambos crepúsculos suman 2.592 años (10%) en total, distribuidos en un amanecer y un anochecer de 1.296 años cada uno; en el Tretâ–Yuga (19440 años), tendrán 1.944 años en dos crepúsculos matutino y vespertino de 972 años cada uno; en el Dwâpara-Yuga (12.960 años) cubrirán 1.296 años en un alba y un atardecer de 648 años cada uno; y en el Kali-Yuga (6.480 años), el amanecer y el anochecer totalizarán 648 años, distribuidos en dos fracciones de 324 años. La suma de todos los crepúsculos matutinos y vespertinos detallados alcanza a 6.480 años (o sea un décimo del total del

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ciclo cósmico de 64.800 años, es decir medio "gran año" de los caldeos), y cualesquiera que fueren las comprobaciones que se desearen efectuar, se observará que subsiste permanentemente el ritmo inverso de la Tétratkys pitagórica y la proporcionalidad con los números cíclicos fundamentales que ya hemos tratado (25.920 – 12.960 – 4.320 – 360 – 108 – 72 – 54 – y otros más).

Ahora bien, si tomamos cada Yuga por separado y le aplicamos el ritmo inverso de la Tétraktys pitagórica, buscando analógicamente identificar en cada uno de ellos algo así como sus respectivas "edades" o "subperíodos" de "oro", de "plata", de "bronce", y de "hierro", y resumimos en un cuadro los resultados que surgen del cálculo, y si además consignamos para cada "Yuga" sus correspondientes crepúsculos o "sandhyâ", obtenemos el panorama que detallaremos –Dios mediante– en la próxima parte.

IV

Tal cual propusimos en el último párrafo de la 4ª Parte, III, articulamos seguidamente un cuadro que resume la división de nuestro "Manvántara", cuyos 64.800 años de duración se dividen en cuatro "Yugas", cada uno de los cuales –a su vez– es susceptible de ser fraccionado en cuatro "edades" en las que sus respectivas extensiones en el tiempo surgen de la aplicación del ritmo inverso de la Tetraktys pitagórica (10 = 4 + 3 + 2 + 1), en tanto sus correspondientes nombres son idénticos a los utilizados en la tradición greco–latina.

En cuanto a lo que se relaciona con la duración de los respectivos "crepúsculos" (alboradas y anocheceres), consignamos en años las cifras para cada "sandhyâ", así como para cada uno de los Yugas.

a) Krita-Yuga (25.920 años).

Edad: Crepúsculos

Alborada Anochecer

de oro 2.592 x 4 = 10.368 años 1.296 –

de plata 2.592 x 3 = 7.776 años – –

de bronce 2.592 x 2 = 5.184 años – –

de hierro 2.592 x 1 = 2.592 años – 1.296

25.920 años 2.592 años

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b) Tretâ–Yuga (19440 años).

Edad: Crepúsculos

Alborada Anochecer

de oro 1.944 x 4 = 7.776 años 972 –

de plata 1.944 x 3 = 5.832 años – –

de bronce 1.944 x 2 = 3.888 años – –

de hierro 1.944 x 1 = 1.944 años – 972

19.440 años 1.944 años

a) Dwâpara-Yuga (12.960 años).

Edad: Crepúsculos

Alborada Anochecer

de oro 1.296 x 4 = 5.184 años 648 –

de plata 1.296 x 3 = 3.888 años – –

de bronce 1.296 x 2 = 2.592 años – –

de hierro 1.296 x 1 = 1.296 años – 648

12.960 años 1.296 años

d) Kali-Yuga (6.480 años).

Edad: Crepúsculos

Alborada Anochecer

de oro 648 x 4 = 2.592 años 324 –

de plata 648 x 3 = 1.944 años – –

de bronce 648 x 2 = 1.296 años – –

de hierro 648 x 1 = 648 años – 324

6.480 años 648 años

Notas: Destacamos en este apartado d) Kali-Yuga, los siguientes aspectos: 1.– Los 6.480 años de duración del Kali-Yuga constituyen ciertamente el tiempo que el punto vernal (equinoccio de primavera) insume en recorrer precesionalmente un cuadrante de 90º proyectado sobre el plano horizontal del ecuador solar. 2.– La aplicación del ritmo inverso de la tetraktys pitagórica para determinar en el Kali-Yuga las cuatro edades de la tradición greco-latina brinda –para cada una de ellas, y para la suma total– la décima parte de la duración de cada uno de los Yugas y de todo el Manvántara, así como porcentuales equivalentes (10%) para los "sandhyâ" totales de cada uno de los subciclos del Manvántara.

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Del análisis del panorama obtenido surge la comprobación de que luego de la disolución del Manvántara anterior, y el iniciarse nuestro ciclo actual, se produjo una alborada que constituyó el comienzo temporal del Krita-Yuga, y que en la finalización de este primer Yuga se presentó un anochecer que empalmó con el alba del Tretâ-Yuga, cuyo crepúsculo vespertino desembocó en el amanecer del Dwâpara-Yuga, cuyo anochecer se continuó con el amanecer del Kali-Yuga. El anochecer del ciclo –a su vez– termina en el instante mismo en que se produce el fin del tiempo y su conversión en espacio, o sea cuando se inicia el proceso de disolución del Manvántara, momento espacio–intemporal que el hombre no puede comprender ni mensurar, pero que cesa al ingresar el mundo terrestre en el espacio–tiempo de un nuevo Manvántara y en la alborada de su correspondiente Edad de Oro o Krita-Yuga.

Pero las cosas no son demasiado sencillas en la compleja doctrina hindú relativa a los ciclos cósmicos de la humanidad. Hemos transcripto con anterioridad expresiones de René Guénon en el sentido de que "todo desarrollo cíclico, es decir, en suma, todo proceso de manifestación, al implicar necesariamente un alejamiento gradual del principio, constituye en efecto y con toda certeza un "descenso", el cual es también por lo demás el sentido de la "caída" en la tradición "judeo–cristiana". Mas considerar que el proceso de manifestación cíclica se desarrolla "siguiendo una línea recta, según un único sentido y sin oscilaciones de ninguna especie", es algo demasiado simple y esquemático; la realidad es por cierto más complicada. En efecto, en todas estas cosas es prudente contemplar dos tendencias opuestas, una descendente y otra ascendente, o si se quiere presentarlas de otro modo, una centrífuga y otra centrípeta. Del predominio de una u otra de estas tendencias provienen dos períodos complementarios de la manifestación: uno, de alejamiento del principio; otro de retorno hacia ese principio; ambos son comparados frecuentemente en forma simbólica con los movimientos del corazón o con las dos fases de la respiración. No obstante que éstas son descriptas por lo común como sucesivas, en realidad hay que interpretar a las dos tendencias a las cuales corresponden estos dos aspectos, como actuando siempre simultáneamente aunque en proporciones diversas. Y a veces, en ciertos momentos críticos en los cuales la tendencia descendente aparenta hallarse a punto de imponerse definitivamente en la marcha del mundo, ocurre una acción especial que interviene para reforzar la tendencia contraria, de modo tal de restablecer un cierto equilibrio por lo menos relativo y adecuado a las posibilidades del momento, operándose así una recuperación o resurgimiento parcial, por cuyo intermedio el movimiento de caída puede aparecer detenido o neutralizado momentáneamente. Esto se relaciona con la función de "conservación

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divina" que –en la tradición hindú– está representada por Vishnú –el dios preservador– y particularmente por la doctrina de los "avatâras" o "descensos" del principio divino en el mundo manifestado.

Señalemos que en nuestro actual Manvántara Vishnú efectúa diez descensos o "avatâras": cinco se produjeron en el Krita-Yuga (Matsya, el Pez; Kuma, la Tortuga; Varaha, el Jabalí; Nara-Shima, el Hombre-León; y Vamana, el Monje-Enano; dos descensos tuvieron lugar en el Tretâ–Yuga (Paraçu-Rama, y Rama-Chandra); uno en el Dwâpara-Yuga (Krishna, el Negro). Cada descenso tiene su simbolismo, su razón, y su leyenda.

En cuanto a los descensos en el transcurso del Kali-Yuga, el noveno "avatâra" reconoce tres versiones: una, señala a Gautama Buda (563-483 a.C.), otra, al Budha Planetario (el Mercurio hindú, o Hermes Trismegisto), y la tercera, aceptada en no pocos medios hindúes y sostenida por René Guénon, expresa que el noveno descenso de la divinidad ("Mleccha Avatâra") es el Cristo. Esta afirmación de Guénon sobre el "Mleccha Avatâra" requiere algunos párrafos adicionales.

Si consideramos cuál era en el Siglo I de nuestra época el estado del mundo occidental, esto es, el conjunto de países incluídos en el Imperio Romano, es muy sencillo caer en la cuenta de que si el Cristianismo no hubiera "descendido"al dominio exotérico, este mundo, en su conjunto, habría perdido muy pronto toda tradición, ya que las que existían hasta entonces, en particular la tradición greco–romana, y salvo una minoría espiritualmente muy desarrollada, habían llegado a una tan extremada degeneración y decadencia que indicaban que su ciclo de existencia se hallaba a punto de finalizar.

El referido "descenso" no fue en absoluto un accidente o una desviación, y debemos por el contrario contemplarlo como dotado de una característica verdaderamente "providencial", ya que impidió a Occidente caer en aquella época en un estado que habría sido en suma comparable a aquel en el cual se encuentra actualmente inmerso.

El momento en que debía producirse la pérdida general de la Tradición, tal como el que caracteriza propiamente a nuestro tiempo, no había por cierto llegado todavía al promediar el Siglo I. Era indispensable entonces que se produjera una recuperación, y solamente el Cristianismo podía por entonces lograrlo, a condición de renunciar al carácter esotérico y "reservado" que tenía en sus comienzos. El pasaje del esoterismo al exoterismo constituyó un real y profundo sacrificio, lo cual es por lo demás una verdad absoluta en todo "descenso" del espíritu divino.

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De tal manera. la "recuperación" no solamente fué beneficiosa para la humanidad occidental, lo cual es demasiado evidente como para insistir al respecto, sino que al mismo tiempo –tal como necesariamente ocurre en toda acción "providencial"interviniente en el curso de la historia– estuvo en un todo en perfecto acuerdo con las propias leyes cíclicas.

Agreguemos que sería probablemente imposible asignar una fecha precisa al cambio mencionado, que hizo del Cristianismo una religión en el sentido propio del vocablo, y una forma tradicional dirigida a todos sin distinción. Pero es innegable que ello era ya un hecho consumado en la época del emperador Constantino y del Concilio de Nicea I (325), que no tuvo sino que "sancionarlo", si así puede decirse, inaugurando una era de formulaciones "dogmáticas"destinadas a constituir una "presentación" puramente exotérica de la doctrina.6

El décimo "avatâra" sobrevendrá hacia el fin de nuestro Manvántara, y según la tradición hindú, Vishnú (Kalki, el Salvador) lo hará blandiendo una espada y montando un caballo blanco, color propio de la divinidad.

Por su parte, la escatología islámica describe en un marco específicamente musulmán el descenso de Seyidna Aisa (el Cristo Glorioso de la Segunda Venida), precedido por El-Mahadî, duodécimo Imâm, que tendrá a su cargo la lucha con el Anticristo, recayendo en Cristo el privilegio de darle muerte. Buda Maitreya, cuyo mesianismo es reconocido en los textos iranio–orientales, y el Mashiaj (Mesías), corresponden al descenso del Principio Divino hacia el fin de los tiempos en las tradiciones budista y judía, respectivamente.

Para el Cristianismo, el décimo descenso de la divinidad será la Segunda Venida del Cristo Solar, el Cristo Glorioso, o la Parusía.

Pero en razón de que Dios posee innúmeros nombres, todos los Principios Divinos mencionados –Vishnú-Kalki, Seyidna Aisa, El-Mahadî, Hermes Trismegisto, Buda Maitreya, el Mashiaj, y Cristo, entre otros– constituirán un único descenso de la divinidad para presidir el Juicio Final de la humanidad terrestre correspondiente al presente Manvántara.

V

El "SAMSÂRA" El conjunto de la manifestación universal –frecuentemente designado en sánscrito con el vocablo "samsâra"– comporta una cantidad indefinida de ciclos, o sea de estados y grados de Existencia, de manera tal que cada

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uno de dichos ciclos, al finalizar la disolución exterior, no constituye en propiedad sino un momento del "samsâra".

Por lo demás, y a fin de evitar cualquier equívoco, recordemos otra vez que el encadenamiento de estos ciclos es en realidad de orden causal y no sucesivo, y que las expresiones utilizadas al respecto por analogía con el orden temporal deben considerarse como exclusivamente analógicas.

En términos de la tradición hindú, el tránsito de un mundo a otro es un "prálaya" (disolución), y el paso por el punto donde se unen los extremos de la cadena de mundos es un "mahâprálaya". Esto, por otra parte, sería aplicable también, analógicamente, a un grado de manifestación en particular si, en lugar de considerar los mundos con respecto a la totalidad de la manifestación, se observaran solamente las diversas modalidades de un mismo mundo con respecto a la totalidad de éste. En otros términos, digamos que, analógicamente, en un Kalpa considerado aisladamente puede existir un "prálaya" entre un Manvántara y el que le sigue, así como un "mahâprálaya" entre el fin del Kalpa observado y el que le siguiere, y que –como ya dijimos– en la totalidad de la manifestación existirá un "prálaya" entre un Kalpa y el siguiente, y un "mahâprálaya" al llegar la manifestación al punto donde se cierra la cadena de los mundos.

Regresando ahora a nuestro relato de las aproximaciones sobre la disolución, digamos que "la destrucción de toda verdadera jerarquía" caracteriza al último período del Kali-Yuga. El ciclo cósmico–histórico, iniciado a un nivel superior al primero de la escala de la diferenciación jerárquica, debe culminar –a través de un descenso gradual– en un nivel aún inferior al último de la citada escala inicial de diferenciación, ya que existen dos maneras opuestas de ubicarse fuera de las jerarquías en su conjunto: se puede estar colocado más allá o más acá, por encima de la más alta, o por debajo de la más baja, y si el primero de los dos casos era normalmente el de los hombres a comienzos del Manvántara, el segundo será el que tendrá la inmensa mayoría en su fase final. Se observan ya desde hace no pocos años atrás indicios suficientemente precisos como para tornar inútil detenernos más en estos aspectos, pues a menos de estar completamente cegados por ciertos prejuicios o resentimientos, nadie puede negar que la tendencia a nivelar hacia abajo es una de las características más notables de la época actual.

Se podría sin embargo objetar que si el fin del ciclo debe necesariamente coincidir (analógicamente) con el comienzo de otro, ¿cómo puede ser posible que el punto más bajo pueda encontrarse con el más elevado? Al respecto, es necesario señalar muy bien que el "restablecimiento" por el cual se opera el retorno del punto más bajo al punto más alto es

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propiamente "instantáneo", es decir, en realidad, "intemporal", o mejor aún, para no limitarnos a la consideración de condiciones especiales de nuestro mundo, "fuera de toda duración", lo cual implica un pasaje o estadía por el "no manifestado", o sea por el momento espacio–intemporal que cesa cuando nuestro mundo terrestre ingresa nuevamente en el espacio–tiempo de un nuevo ciclo y en la alborada de una nueva "Edad de Oro" o "Krita-Yuga", tal como lo hemos explicado oportunamente.

Si así no fuere, el origen y el fin no podrían coincidir en el Principio si se trata de la totalidad de la manifestación, ni corresponderse si sólo se consideran los ciclos particulares. En razón de la "instantaneidad" de tal pasaje, en realidad no se produce ninguna solución de continuidad, pero como el pasaje aludido se sitúa en lo intemporal no existe manera alguna de investigarlo desde el exterior. Aquí, el intervalo o "sandhyâ" que según la tradición hindú existe entre dos ciclos o entre dos estados de manifestación, sólo se encuentra en el espacio, esto es, fuera del tiempo, razón por la cual no debe ser confundido con el crepúsculo o "sandhyâ" final del Kali-Yuga, que es temporal e inmediatamente anterior a este "sandhyâ" intemporal.

Por lo demás, para la restauración del "estado primordial" se hace necesaria la intervención inmediata de un principio trascendente, en cuya ausencia nada podría ser salvado, desvaneciéndose el "cosmos" en el "caos". Un restablecimiento deberá pues operarse, el que no será posible sino precisamente cuando es alcanzado el punto más bajo, lo cual se relaciona especialmente con el secreto de la "inversión de los polos".

Ese punto más bajo aparece como "el fin de los tiempos" (cuando el tiempo se transmuta en espacio, y la sucesión temporal en simultaneidad espacial), siendo entonces cuando según la tradición hindú los "doce soles" habrán de brillar simbólicamente en forma simultánea, ya que el tiempo, al ser medido efectivamente por el paso de nuestro planeta frente a las doce constelaciones zodiacales –constituyendo así el ciclo anual– al haberse detenido en el tiempo el movimiento de traslación de la Tierra sobre su órbita alrededor del Sol, tales "doce Soles", que son otras tantas manifestaciones de una esencia única e indivisible, aparecerán todos simultáneamente al fin del ciclo, puesto que no difieren más que respecto a la manifestación cíclica, que por entonces habrá acabado. Pero sólo la leyenda de los "doce soles" o "Adityas", es decir emanados de Aditi –madre de todos los dioses según el "Rig–Véda"– aclara la incógnita: Aditi es la personificación de lo infinito, en especial de la inmensidad del Cielo, por oposición a la limitación de la Tierra. También se le supone la representante misma y única de la Naturaleza o Ser Universal que lo contiene todo. Los hijos de Aditi se conocen con el nombre de "Adityas",

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que son doce: Mitra – Dhatri – Aryaman – Rudra – Varuna – Surya – Bhaga – Vivaswat (de quien emanó Vaiváswata, "Manu" del ciclo actual) – Pushan – Savitri – Twashtri – Vishnú, que son otras tantas manifestaciones de una esencia única e indivisible. Los "Adityas" están formados por la luz celestial y no coinciden en absoluto con ninguna de las formas en que la luz se manifiesta en el Universo. No son ni el Sol, ni la Luna, ni las estrellas, ni el alborear, sino los sustentadores eternos de esa vida luminosa detrás de este fenómeno: son los dioses de la Luz.

Después de haberse producido la detención en el tiempo del movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol y luego del paso intemporal al que nos hemos referido repetidas veces, se producirá en el mundo sensible la reaparición del "Paraíso Terrestre" (Edad de Oro ó Krita-Yuga), desde el cual se podrá comprobar la presencia de "un cielo nuevo y una tierra nueva" en virtud de haberse producido el comienzo de otro y nuevo "Manvántara", y de otra y nueva humanidad terrestre.

Encontramos en el Apocalipsis, IV, "La Jerusalén futura", algunos versículos del Capítulo 21, que creemos necesario analizar. Dice textualmente el Versículo 1: "Luego ví un cielo nuevo y una tierra nueva –porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya". (Los subrayados son nuestros).

Comprobamos aquí la profecía Johánnica de la disolución del mundo luego del fin del actual ciclo, pues "el primer cielo y la primera tierra desaparecieron", cielo y tierra que para la descendencia de Adán y Eva –o sea la actual humanidad terrestre– son obviamente el cielo y la tierra de nuestro mundo de hoy día, pues otros no ha conocido. La referencia del versículo "y el mar no existe ya"– implica en nuestra opinión una alusión directa a las aguas cataclísmicas del "diluvio", del "prálaya", que ya se han dividido, apareciendo como otrora el suelo seco ("Génesis": Capítulo 1, Versículos 1 a 10).

Mircea Eliade, sintetizando las valencias metafísicas y religiosas de las aguas, expresa: "Cualquiera que sea el conjunto religioso en que se presenten, la función de las aguas se muestra siempre igual: desintegran, realizando la abolición de las formas, "lavan los pecados", purificando y regenerando al mismo tiempo. Su destino es preceder a la creación y reabsorberla, no pudiendo exceder nunca su propia modalidad, es decir, no pudiendo manifestarse en formas. Las aguas no pueden rebasar la condición de lo virtual, de los gérmenes y de las latencias. Todo lo que es forma se manifiesta por encima de las aguas, desprendiéndose de las aguas. Recíprocamente, apenas desprendida de las aguas, dejando de ser virtual, toda "forma" cae bajo la ley del tiempo y de la vida; adquiere límites, conoce la historia, participa en el devenir universal, se corrompe

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y termina por vaciarse de su sustancia, si es que no se regenera por inmersiones periódicas en las aguas, sino se repite el "diluvio" seguido por la "cosmogonía".7

Señalemos por nuestra parte que prácticamente todo lo que sigue a continuación del Versículo 10 del Capítulo 1 de "Génesis", hasta el Apocalipsis del Apóstol Juan, no hace sino atestiguar la justeza de los conceptos de Mircea Eliade que hemos transcripto precedentemente. Y el Versículo 2 del Capítulo 21 del Apocalipsis nos confirma que todo lo que es forma se manifiesta por encima de las aguas, desprendiéndose de las mismas: "Y ví la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, . . .". Aquí, el Apóstol Juan designa con el nombre de "la nueva Jerusalén" a la nueva Edad de Oro que llega: "El mundo viejo ha pasado. (. . .); "ha sido hecho un mundo nuevo" (Versículos 4 y 5).

Volviendo una vez más a las aproximaciones sobre la disolución –de la que nos hemos apartado momentáneamente con las precedentes reflexiones– digamos que la "inversión de los polos", o sea "el día en que los astros se levantarán por Occidente y se pondrán por Oriente", se refiere al hecho de que el movimiento de rotación terrestre sobre el eje polar, según se observare de un lado u otro del planeta, aparentaría efectuarse en dos sentidos contrarios, a pesar de no ser en realidad más que el mismo movimiento que se continúa desde otro punto de vista, correspondiendo así, analógica y simbólicamente, a la trayectoria de un nuevo ciclo.

El restablecimiento a que hemos aludido algo más arriba deberá ser preparado –aún abiertamente– antes del fin del ciclo actual, pero solamente lo podrá realizar aquél que reuniendo en sí los poderes del Cielo y de la Tierra, los de Oriente y Occidente, manifieste visiblemente tanto en el dominio del conocimiento cuanto en el de la acción, el doble poder espiritual y temporal conservado a través de los tiempos en la integridad de su Principio Unico por los ocultos depositarios y poseedores de la Tradición Primordial.

Sería vano por lo demás pretender saber desde ahora cuando y cómo se producirá una tal manifestación, la que sin duda será muy diferente a todo lo que al respecto podría imaginarse. Los "misterios del Polo" (del Adi–Manu hindú, del Dios judeo–cristiano, y del Qutb islámico) están con toda seguridad muy bien guardados, y nada podrá trascender antes de que el tiempo establecido haya llegado. Ello significa, de acuerdo con todas las tradiciones, que antes del fin de ciclo se ubica el reinado de Aquel que es esperado a la vez como Vishnú–Kalki, Seyidna Aïsa, El–Mahadî, Buda Maitreya, el Mesías (Mashiaj), Cristo, Quetzacóatl,

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Viracocha, Enoch–Elías o Hermes Trismegisto.8

VI

El final de ciclo Llegados a este punto de nuestra investigación surge inevitablemente el interrogante: ¿dónde estamos, cíclicamente hablando?

Creemos –por todos los antecedentes expuestos– que ya nos es posible deducir sin gran esfuerzo la siguiente conclusión: desde hace un largo tiempo nos hallamos en el "Kali-Yuga", o sea en la situación cíclica terminal que la tradición greco–latina designa con el nombre de "Edad de Hierro".

Incluso y sin temor a errar burdamente– podemos afirmar que nos encontramos realmente en una fase muy avanzada de aquella, de la cual los antecedentes brindados hasta ahora responden de la manera más sobrecogedora a la actualidad. ¿No hemos llegado acaso –dice René Guénon– a esa época temible anunciada por los libros sagrados de la India, en la que las castas se mezclarán, en que la familia no existirá más? Sólo basta lanzar una mirada en derredor de uno mismo para convencerse que tal estado es realmente el del mundo actual, y para verificar por doquier esa degradación que el Evangelio llama "la abominación de la desolación" (Mateo 24, 15), y que hoy en día podemos comprobar en toda su crudeza. "No hay que engañarse sobre la gravedad de la situación: conviene apreciarla tal cual es, sin ningún optimismo, pero también sin ningún pesimismo, puesto que el fin del antiguo mundo será también el comienzo de un mundo nuevo".9

La civilización moderna, como todas las cosas, tiene su razón de ser, y si ella es realmente la que culminará el ciclo, puede afirmarse que ha llegado en su tiempo y lugar. Pero no podrá menos de ser juzgada según las palabras evangélicas a menudo tan mal interpretadas: "¡Ay del mundo por los escándalos!. Es forzoso, ciertamente, que vengan escándalos, pero ¡ay de aquél hombre por quien el escándalo viene!". (Mateo, Capítulo 18, Versículo 7).

Tal como hemos expresado en nuestra investigación, en el año 1937 René Guénon suministró a la opinión pública los primeros elementos de juicio coherentes de base astronómica cierta, referidos a la compleja doctrina de los ciclos cósmicos de la humanidad terrestre, según la concepción hindú. Su descripción, en forma de "aproximaciones", fué complementada expresamente con referencias a otras concepciones

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afines derivadas de sucesivas reelaboraciones de la Tradición Primordial hiperbórea, producidas a lo largo de un variado número de milenios, tales como la celta, caldea, egipcia, persa pre–islámica, hebrea, islámica, y mesoamericana, entre otras. En sus "aproximaciones", Guénon suponía –como hipótesis de trabajo– que el presente ciclo de la humanidad se prolongaría todavía durante un cierto tiempo, cualquiera que fuere el destino reservado al mundo occidental.

Tal actitud resultaba indispensable para no contribuir al desorden generalizado, y para brindar una posibilidad de actualizarse a todas aquellas virtualidades que la conciencia tradicional occidental todavía detentaba. Aun cuando para no pocas de dichas latencias una materialización de alcances generales estaba de antemano excluída, el provecho que los occidentales podían extraer a título individual constituiría una adquisición inalienable.

Pero la aceleración incesantemente creciente del proceso de "caída" cíclica permite desde no hace poco tiempo ubicar el destino de Occidente (y del resto de la humanidad) en una perspectiva propiamente escatológica, cosa que René Guénon no podía hacer todavía, explícita y públicamente, pese a que desde el principio se hallaba en posesión de antecedentes y datos cíclicos que le permitían determinar con el máximo de precisión la cronología del "fin de los tiempos", y que únicamente imperativos de prudencia y reserva tradicionales le aconsejaban por entonces no exponer.10

Sin embargo, a lo largo de su obra, René Guénon brindó "discretamente" elementos de juicio ("llaves"o "claves") que permitían adquirir una exacta conciencia de la inminencia del mencionado "fin de los tiempos". El elemento de juicio fundamental suministrado por René Guénon estaba constituido por el hecho de que el cataclismo que puso fin a la civilización de Atlántida parece ser tuvo lugar 7.200 años antes del año 720 del "Kali-Yuga", año éste que constituye el punto de partida de una "Era" conocida, cual es la "Era Hebrea". Esta "Era" se inició en el año 3.760 antes de Cristo, de donde se infiere que el año 1 del "Kali-Yuga" es el que surge de sumar 720 al año de iniciación de la "Era Hebrea", o sea que el "Kali-Yuga" habría comenzado en el año 4.480 antes de Cristo (3.760 + 720 = 4.480).

En consecuencia, el cataclismo que terminó con Atlántida se habría producido –en principio– 7.200 años antes del año 3.760 a. C., o sea alrededor del año 10.960 antes de Cristo, época que coincide notablemente con el proceso final de la glaciación Würm (75.000 a 10.000 a.C.) y el hundimiento progresivamente acelerado de la cordillera Centro–Atlántica, sus cordilleras menores laterales, y partes de algunos

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grandes archipiélagos atlánticos –hoy sumergidos en su mayor parte– sobre cuyo conjunto se asentaba en gran proporción el imperio atlante.

Ahora bien, habida cuenta de que el "Kali-Yuga" tiene según la tradición hindú una duración de 6.480 años, surge como conclusión que nuestro Manvántara llegaría presumiblemente a su fin a partir de los próximos ocho años (6.480 – 4.480 = 2.000), según el cuadro que se inserta unos renglones más abajo.

Establecida entonces teóricamente la oportunidad del posible fin del actual Manvántara, surge para cada uno de los "Yugas" o "Edades" la siguiente datación y cronología:

Krita-Yuga (Edad de Oro) 25.920 años 62.800 a.C. a 36.880 a.C.

Tretâ-Yuga (Edad de Plata) 19.440 años 36.880 a.C. a 17.440 a.C.

Dwâpara-Yuga (Edad de Bronce) 12.960 años 17.440 a.C. a 4.480 a.C.

Kali-Yuga (Edad de Hierro) 6.480 años 4.480 a.C. a 2.000 d.C.

Duración del Manvántara 64.800 años

62.800 años antes de Cristo más 2.000 años después de Cristo:

64.800 años

Cronología del Kali-Yuga:

Edad: Sandhyâ

de Oro 4.480 a.C. a 1.888 a.C. 4.480 a.C./ 4.156 a.C.

de Plata 1.888 a.C. a 56 d.C. –

de Bronce 56 d.C. a 1.352 d.C. –

de Hierro 1.352 d.C. a 2.000 d.C. 1.676 d.C./ 2.000 d.C.

En cuanto se refiere al "Kali-Yuga" en el cual estamos sumergidos, digamos que desde el año 1.676 d.C. nos hallamos en el crepúsculo final de nuestro ciclo cósmico –último Manvántara de la primera serie septenal del actual "Kalpa".

Hemos expresado antes que el término del Manvántara se produce teóricamente en el año 2.000, y el vocablo adquiere particular significación ya que es indispensable tener en cuenta que el final de un ciclo cósmico está rodeado de una cierta indeterminación, atestiguada además en los libros sagrados: "Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Marcos, Capítulo 13, Versículo 32; Mateo, Capítulo 24, Versículo 36); "A

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vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad (...). (Hechos de los Apóstoles", Capítulo 1, Versículos 6 a 8). También el Corán lo expresa con análoga vehemencia: "Los hombres te interrogarán a propósito de la Hora (del Juicio Final). Diles: El conocimiento de esto tan sólo Alá lo tiene. ¿Quién podría pues, hacerte saber si esta Hora no está ya próxima? (Sura XXXIII, Versículo 63). Pero para conjurar vanos pavores, esas angustias que suscita la época presente, es oportuno recordar con Guénon que "si se pretende alcanzar la realidad de orden más profundo, es posible afirmar con todo énfasis que el 'fin de un mundo' no es nunca y no podría ser otra cosa más que el fin de una ilusión".

No obstante, y para aquellos seres propensos al abatimiento y la desesperanza, digamos que, en un célebre "hadîth", el Profeta declaró:

"Si no le quedare al mundo más que tan sólo un día de existencia, Dios prolongaría ese día hasta que se manifieste un hombre de mi posteridad, cuyo nombre será mi nombre y su sobrenombre mi sobrenombre; él colmará la Tierra de armonía y justicia, tal como aquélla lo estuvo hasta entonces llena de violencia y opresión".

Ese día que se prolonga es aquel período del tiempo de ocultación, y este anuncio explícito ha propagado su eco a todas las edades y a todos los grados de la conciencia "shiîta". Lo que han percibido aquellos hombres dotados de aguda inteligencia es que el advenimiento del Imâm esperado, El–Mahadî, manifestará el sentido oculto de todas las Revelaciones. Ello constituirá el triunfo de la hermenéutica, que permitirá a la raza humana encontrar su unidad, del mismo modo que durante el tiempo de la ocultación el esoterismo habrá guardado el secreto del único y verdadero ecumenismo. El Imâm oculto –El Mahadî– no aparecerá antes de que seamos capaces de comprender el sentido esotérico de la Unidad Divina.

Y comprobaremos entonces que Vishnú–Kalki, Buda Maitreya (el Mesías búdico), Mashiaj (el Mesías judío), Seyidna Aïsa (Cristo), y El–Mahadî (el 12º Imâm), y Hermes Trismegisto, Quetzacóatl, Viracocha, Enoc, Elías, etc., constituirán todos "un único descenso de la Divinidad para el Juicio Final" de la humanidad terrestre correspondiente al Manvántara que habrá culminado.

QUINTA PARTE APROXIMACIONES A LA TRADICION HEBREA

I

La tradición hebrea –dice René Guénon– es esencialmente "abrahámica", o sea de origen caldeo ("kalde").11 Las sucesivas readaptaciones realizadas ulteriormente por Moisés –y mucho más tarde

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por Salomón y Esdras– pudieron sin duda, a causa de múltiples circunstancias de lugares y tiempos, adecuar no pocos elementos egipcios de origen "atlántide" ("céltidas" y de otros pueblos cromagnones atlánticos), así como también provenientes de varios grupos humanos con los cuales los hebreos mantuvieron relaciones prolongadas –a veces pacíficas– como en el caso de los filisteos, o bien los fenicios y otros pueblos, cananeos o no.

Pero tales adaptaciones –añade Guénon– no podrían haber tenido como efecto apartar la tradición abrahámica–caldeo–atlántida de su orientación, para transportarla hacia direcciones extrañas al pueblo para el que estaba destinada, y en el idioma del cual debía ser formulada.

Por otra parte –sostiene Guénon– a partir del momento en que se reconoce la comunidad de origen y de fondo de todas las doctrinas tradicionales, la comprobación de ciertas similitudes no trae aparejada en modo alguno la existencia de una filiación directa de éstas entre sí.

Sabemos que el origen primero de la tradición, y por consiguiente de toda civilización fué en realidad hiperbóreo, y no oriental ni occidental. Es muy cierto que la tradición egipcia reconoce su propio origen en la Atlántida y en las civilizaciones cromagnones atlánticas,12 lo que por supuesto no significa que aquellas y éstas fueren las sedes de la tradición primordial, sino tan solo subsedes occidentales.

Pero Atlántida no fué la única subsede, ya que el pueblo caldeo constituye otra, por cierto oriental con respecto a Egipto. Si la sede principal es así la misma ("hiperbórea"), las diferencias entre las formas egipcia y caldea, así como sus semejanzas y correspondencias, fueron posiblemente determinadas por el encuentro recíproco de ambas, una proveniente de Occidente, y otra de Oriente, en forma respectiva. Y ambas pudieron complementarse en grados diversos de prevalencias particulares en el ámbito de los pueblos del Próximo Oriente, especialmente en las tierras de Canaán, zona de encuentro de las corrientes tradicionales caldeas y céltidas.

Canaán, nombre por el cual fué conocido durante muchos siglos por egipcios y babilonios el territorio situado entre el río Jordán y la costa, recibió su nombre de los predecesores de los hebreos.13 Ambos, cananeos y hebreos pertenecían a la gran familia más tarde denominada "semítica"; había, por consiguiente, una gran similitud entre sus idiomas y sus costumbres respectivas, similitud que se extendía a sus vecinos los fenicios, sirios, amorritas, edomitas, madianitas, moabitas y amonitas, tanto como a los pueblos más conocidos de Babilonia y Asiria.

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Se cree que los cananeos emigraron del desierto de Arabia y fijaron su residencia en las tierras altas de Canaán hacia el año 2.000 antes de Cristo. Arrojaron de allí o esclavizaron a los anteriores habitantes y, con el transcurso del tiempo llegaron a desarrollar un alto grado de civilización. Vivían en ciudades amuralladas, cada una gobernada por un rey, formando una ciudad–estado independiente. Pero estos reyes eran generalmente vasallos de monarcas más poderosos que regían las tierras del Nilo o las del Eúfrates, para quienes la posesión de Canaán tenía una gran importancia política y económica.

Los cananeos eran un pueblo rico y próspero y su civilización debía mucho a la de los países con los que entraban en contacto. Babilonia es un claro ejemplo de lo expuesto, pues su influencia sobre los cananeos puede advertirse fácilmente en sus leyes, en sus leyendas, y en su escritura. La comunicación entre reyes o príncipes cananeos y sus señores babilonios y egipcios era fácil y regular; los mensajeros iban y venían constantemente llevando cartas escritas usando la grafía cuneiforme babilónica sobre tabletas de arcilla cocida al Sol, o bien recurriendo a través de escribas a los caracteres jeroglíficos sobre papiro.

En 1887 se descubrieron cerca de trescientas de estas cartas en Tell-al-Amarna, la capital egipcia fundada por Akhenatón (Amenofis IV). Estas cartas arrojaron mucha luz sobre la condición de Canaán a mediados del Siglo XV a.C., es decir, entre 1.463 y 1.432 a.C. Los reyes locales peleaban unos con otros, y los jefes egipcios destacados en la zona no lograban mantener el orden. Los hititas –pueblo ariohablante muy civilizado– se apoderaron de los distritos del Norte de Canaán, en tanto el territorio meridional y central era invadido por las tribus nómades del desierto, a las que el gobernador de la región llama "habirus", o sea "hebreos". Estos grupos hebreos fueron muy verosímilmente aquellos que abandonaron la zona de Goshén en Egipto, antes del éxodo conducido por Moisés.

Puede comprobarse a través de lo expuesto hasta aquí que –no mediando presiones intelectuales y religiosas– atribuir preponderantemente al influjo caldeo la formulación de la tradición hebrea, configura ubicarse en una posición que no es en absoluto la verdadera, pues el aporte caldeo –esto es el de raíz hiperbórea–, cuanto el de los egipcios –o sea de origen atlántico (céltida)– así como el de los fenicios, filisteos, hititas, cananeos, sumerios, babilonios y asirios, en general, contribuyeron a dar forma a la tradición del pueblo hebreo. Destacamos que los hititas constituyeron un pueblo muy cultivado, de raigambre hiperbórea.

Cuando los pueblos hiperbóreos se vieron obligados a abandonar las

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zonas circumpolares arrasadas por la llegada del equivalente asiático de la glaciación "Würm" (75.000 a 10.000/8.000 a.C.) emigraron hacia el Sud, atravesaron diferentes regiones de Asia Central, y se instalaron finalmente en los valles del Mar Caspio ("Rengha"), del Mar de Aral (Lago "Oxo"), y de sus afluentes, los ríos Amu-Darja ("Oxus") y Syr-Darja ("Iaxartes"), así como también –algo más tarde– en la región del Indo ("Sind"), que desagua en el mar de Arabia, regiones a partir de las cuales emigraron nuevamente –en el amanecer de los tiempos históricos– los arios védicos hacia el Sudeste, y los arios avésticos hacia el Sudoeste.

Otros pueblos hiperbóreos, merced a que la glaciación no afectó mayormente las llanuras de Siberia Occidental, ni tampoco la zona abarcada desde la desembocadura del río Lena hasta el borde occidental de la Estepa de los Kazakos, emigraron –entre otras direcciones– desbordando el extremo Sud de los Montes Urales y, por el Norte de los mares Caspio y Negro, marcharon hacia Occidente. Simultáneamente –o muy poco más tarde– el éxodo de los pueblos hiperbóreos ariohablantes se extendió por toda el área del Mar Negro y más allá del ámbito del Egeo, los Balcanes, Centroeuropa y el área báltica, y Rusia Central. Naturalmente, el éxodo alcanzó también los territorios del Próximo Oriente y el Asia Menor. Algunos pueblos ariohablantes irrumpieron en el área mesopotámica a partir de la meseta irania: tal fue el caso de los mitanios, kasitas y hurritas, en tanto los hititas y luvianos, también ariohablantes, lo hicieron desde el Noroeste, a través de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos.

Los invasores eran portadores de la cultura "Kurgan" (o de los "Túmulos Funerarios"), potente y duradera cultura eurásica de raíces hiperbóreas que causó cambios locales en la prehistoria de Europa y del Próximo Oriente. A través de los pueblos que irrumpieron de tal manera, la mayor parte de Europa y algunas amplias comarcas del Próximo Oriente fueron gradualmente indoeuropeizándose o arianizándose, respectivamente. Parece ser una hipótesis aceptable la que sostiene que durante el cuarto y el tercer milenio, y principios del segundo milenio antes de Cristo, los pueblos ariohablantes consiguieron transformar los moldes culturales de una gran parte del Próximo Oriente, Asia Menor más Europa y, probablemente, convertir cierto número de las poblaciones locales en ariohablantes o, al menos, en hablantes del indoeuropeo.

En el tercer milenio antes de Cristo, una de las manifestaciones de la expansión de la cultura "Kurgan" –denominada "Kurgan III"– se orientó por el Oeste del Mar Caspio y el Este del Mar Negro, en dirección a los territorios situados inmediatamente al Norte y Sud de los Montes del Cáucaso (Ciscaucasia y Transcaucasia, respectivamente) –cuyo franqueo

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a través de montes y valles no habrá sido ciertamente una operación sencilla– para reunirse en una amplia zona sita en los territorios que hoy constituyen Georgia, Armenia, Azerbaiján, y el Norte y Nordeste de Siria. La zona de asentamiento elegida por los hiperbóreos recién llegados estaba protegida hacia el Sud por una barrera montañosa difícilmente franqueable: los Montes del Kurdistán. Pero más al Norte de esta barrera, alrededor del Lago Van, se extiende una altiplanicie situada a unos 1.700 metros sobre el nivel del mar, cuyos recursos materiales y posibilidades económicas iban a permitir la instalación y posterior expansión de una civilización fuerte y floreciente: el reino de Urartu. La configuración geográfica de este territorio parece separarlo del mundo mesopotámico. En efecto, en el mapa físico y en el de los intercambios humanos, dicho conjunto se encuentra inserto según un enorme eje que va muy aproximadamente de Norte a Sud, materializado por la dirección general de los dos grandes ríos –Tigris y Eúfrates– así como por la orientación de los montes Zagros que los bordean. Pero, a partir del Lago Urmia, la estructura montañosa se inflexiona en una nueva dirección –Este a Oeste– según la cual se ordenan en Armenia los plegamientos, las llanuras, y los valles. Esta orientación determina la expansión natural del país: sus habitantes intentarán salir –por occidente– más allá o muy próximos a los nacientes de los cursos superiores del Tigris y del Eúfrates, hacia Siria y el Mediterráneo, y –por oriente– en dirección a la meseta iraní.

Hacia el 2.500/2.300 a.C., una parte menor de la aludida expresión de la cultura "Kurgan III", integrada en su gran mayoría por pueblos ariohablantes, se puso en movimiento en busca de los territorios que hoy constituyen el Norte y Oeste de Siria, Fenicia y el Líbano, en una especie de maniobra de exploración y reconocimiento ofensivo, en pos de información sobre territorios lindantes con el Mediterráneo, pueblos y riquezas, y posibilidades de establecer relaciones comerciales y políticas. Simultáneamente, otra columna se orientó hacia el Sudeste, a lo largo del cauce del Eúfrates, en busca de un objetivo asaz restringido, cual era el de intentar contactos pacíficos con los pueblos que ocupaban la más tarde denominada "mesopotamia".

Otro numeroso grupo de la cultura "Kurgan III" había continuado su penetración hacia Occidente por el Norte del Mar Negro, para luego de haberlo superado desprender una nutrida rama que irrumpió en el Asia Menor desde el Oeste a través del Bósforo y los Dardanelos, dividiéndose luego en dos columnas, la del Norte (hititas) se orientó hacia el Levante, y la del Sud (luvianos), lo hizo en dirección al "fondo" del Mediterráneo.14,15

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ABRAHAM Abraham nació en Ur de Caldea (Ur-Casdim) hacia el año 2.160 a.C., hijo de Teráj o Tharé, quien se había desempañado otrora como alto oficial de los ejércitos babilonios. Acompañaban a Teráj o Tharé su nieto Lot, hijo de Harám, hermano de Abraham. No se sabe muy bien por qué razones, cuando murió Harán, Teráj o Tharé –con toda su familia– emigró hacia una región situada en la parte Oeste del más tarde reino de Urartu, estableciéndose en Harán, al Norte del Eúfrates, a unos 350 kilómetros al Sudoeste del Lago Van. Una tradición referida por Nicolás de Damasco dice que Abraham reinó en Damasco, y que era un extranjero que vino con un ejército desde un país situado al Norte de Babilonia, llamado Tierra de los Caldeos, y que después de un largo tiempo reunió a su pueblo y partió hacia una región denominada Tierras de Canaán. Desde entonces, Abraham se erigió en jefe de las tribus nómadas "habiru" –de origen semítico– pero que habían llegado a esos lugares con mucha antelación, estableciéndose con sus tiendas en el encinar de Mambré, al Oeste del Mar Salado (Mar Muerto).

Aconteció por entonces que Amrafael, rey de Sinar, forjó una alianza con otros reyes locales, entre ellos Tidal, rey de Goyem, y Kedorlaomer, rey de Elam, y se lanzaron a la conquista de las tierras próximas al Mar Salado, derrotando a las fuerzas locales, apoderándose de todos sus bienes y tomando prisionero a Lot, sobrino de Abraham, para retirarse luego a sus dominios. Un evadido avisó a Abraham –que por entonces habitaba el encinar de Mambré– que Lot había sido cautivado, ante lo cual Abraham movilizó sus tropas y persiguió a Kedorlaomer y sus aliados y –atacándolos de noche– los derrotó y los persiguió hasta el Norte de Damasco, recuperando la hacienda robada, a su sobrino Lot, a las mujeres, y a toda la gente. (Génesis 14, Versículos 1 a 16).

A su regreso después de batir a Kedorlaomer y sus aliados, se produce un episodio crucial que el texto bíblico cita con extraña brevedad, y cuya exégesis aparentaría querer diluir el grandioso simbolismo que encierra el acontecimiento: el encuentro de Abraham con Melquisedek ó Melki-Tsedek (Génesis 14, Versículos 17 a 20). Este episodio, analizado a fondo por René Guénon, nos permite comprobar fehacientemente el origen básicamente "hiperbóreo" de la tradición hebrea.16

MELQUISEDEK El nombre Melquisedek, o más propiamente Melki-Tsedek, no es otro que el apelativo bajo el cual la función misma del "Rey del Mundo" se encuentra expresamente designada en la tradición judeo–cristiana. "Hemos dudado un poco –dice René Guénon– en enunciar este hecho, que comporta la explicación de uno de los pasajes más enigmáticos de la

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Biblia hebrea", pero desde el momento en el cual se decidió tratar este interrogante del "Rey del Mundo", le fué imposible guardarlo en silencio. Podríamos aquí –expresa Guénon– retomar las palabras que sobre el tema escribió San Pablo: "Tenemos –a este respecto– muchas cosas para expresar y cosas difíciles de explicar dado que vosotros os habéis tornado lerdos para comprender". (Epístola a los Hebreos III, Capítulo 5, Versículo 11).

He aquí ante todo el texto mismo del pasaje bíblico del cual se trata: "Entonces, Melki-Tsedek, rey de Salem, presentó pan y vino,17 pues era sacerdote de Dios Altísimo ("El-Elión"). Y bendijo a Abraham, diciendo: "Bendito seas Abraham del Dios Altísimo, creador de los Cielos y de la Tierra; y bendito sea el Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos". Y Abraham le dió el diezmo de todo lo que había tomado". (Génesis 14, Versículos 19 y 20).

Melki-Tsedek es pues rey y sacerdote a la vez; su nombre significa "Rey de Justicia" y, al mismo tiempo "Rey de Salem", es decir, "de la Paz". Encontramos aquí –ante todo– la "Justicia" y la "Paz", es decir, precisamente los dos atributos fundamentales del "Rey del Mundo". Debe destacarse que la palabra "Salem" –contrariamente a la opinión común– jamás ha designado en realidad una ciudad, pero si se la toma como el nombre simbólico de la residencia de Melki-Tsedek, puede ser considerada como un equivalente al término "Agarttha", en la concepción hindú, residencia de Dios, en Todos Sus Nombres. En todo caso, constituye un error querer ver en "Salem" el nombre primitivo de Jerusalém, pues dicho nombre era "Jebús"; por el contrario, el de Jerusalém le fué dado a "Jebús" cuando los hebreos instalaron aquí un centro espiritual, para indicar que ella –a partir de entonces– constituiría algo así como una imagen de la verdadera Salem. Debe tomarse nota que el Templo fué edificado por Salomón, cuyo nombre ("Shlomoh"), derivado también de Salem, significa "El Pacífico". Corresponde señalar que la misma raíz se reencuentra asimismo en las palabras Islam y moslem (musulmán): la "sumisión" a la "Voluntad Divina" (en el sentido de la palabra Islam) es la condición necesaria de la "Paz". La idea aquí expuesta debe relacionarse con la del "Dharma" hindú, esto es, la designación del "Dharma-Rajá", que constituye con toda precisión el exacto equivalente del poder real de Melki-Tsedek.

Veamos ahora los términos con los cuales San Pablo comenta lo que se ha expresado de Melki-Tsedek: "Este Melki-Tsedek, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, que va al encuentro de Abraham cuando éste regresaba luego de derrotar a los reyes, que le bendice, y a quien Abraham ofrenda el diezmo de todo su botín; que ante todo –según el significado de su nombre– es rey de Justicia, luego rey de Salem, es

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decir rey de Paz, que no tiene padre, ni madre, ni genealogía, que su vida no tiene ni comienzo ni fin, pero que está hecho así a semejanza del Hijo de Dios, este Melki-Tsedek es y permanece sacerdote a perpetuidad". ("Epístola a los Hebreos" 7, Versículos 1 a 3).

Ahora bien, Melki-Tsedek es representado como superior a Abraham, puesto que le bendice, siendo incuestionable que el inferior recibe la bendición del superior, y –por su parte– Abraham reconoce dicha superioridad ya que le obla el diezmo, lo cual señala su dependencia. He aquí una verdadera "investidura", casi en el sentido feudal de esta palabra, pero con la diferencia de que acá se trata de una investidura espiritual. Podemos agregar –dice René Guénon– que así se materializa en los hechos el punto de confluencia de la tradición hebrea con la tradición primordial.

La "bendición" a que nos hemos referido es propiamente la comunicación de una "influencia espiritual" de la que Abraham participará en adelante. Y es posible destacar que la fórmula empleada coloca a Abraham en relación directa con el "Dios Altísimo", que el propio Abraham invoca de inmediato identificándolo con Jehovah. (Génesis 14, Versículo 22).

Si Melki-Tsedek es así superior a Abraham, es porque el "Altísimo" (Elión) que es el Dios de Melki-Tsedek, es en sí mismo superior al "Todopoderoso" o sea "Shaddai", que es el Dios de Abraham o, en otras palabras, que el primero de estos nombres –Elión– representa un aspecto divino más elevado que el segundo (Shaddai). Por otra parte, lo que resulta verdaderamente importante, y que al parecer no ha sido jamás destacado, es que "El-Elión" es el equivalente de "Emmanuel", ya que estos dos nombres tienen exactamente el mismo número, lo cual vincularía directamente la historia de Melki-Tsedek con la de los "Reyes Magos".

En efecto, los tres misteriosos "Reyes Magos" no son nada menos que los tres jefes del "Agarttha" (residencia de Dios, en Todos Sus Nombres), donde el Mahâtmâ representa más especialmente el poder sacerdotal, y el Mahangâ el poder real, en tanto el Brahâtmâ tiene el carácter a la vez sacerdotal y real.

Los tres Reyes Magos del Evangelio (Mateo 2, Versículos 1 a 12) aparecen como reuniendo en sí los dos poderes (real y sacerdotal). En la adoración de los Reyes Magos, el Mahangâ ofrece a Cristo oro y le saluda como "Rey" (pues el oro simboliza la Realeza); el Mahâtmâ le ofrece incienso y le saluda como "Sacerdote" (en razón de que el incienso simboliza a la Divinidad), en tanto el Brahâtmâ le saluda como

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"Profeta" o "Maestro espiritual" por excelencia, y le ofrece mirra (símbolo de la "Incorruptibilidad").

El homenaje así rendido al Cristo Naciente, en los tres mundos que son los dominios respectivos de los tres auténticos representantes de la Tradición Primordial es, asimismo y simultáneamente, digno de ser destacado con amplitud, pues configura el mejor testimonio de la perfecta ortodoxia del Cristianismo con respecto a la referida Tradición.18

Señalemos también que el nombre del Rey Mago llamado en castellano Melchor o "Melki-Or" –en hebreo "Rey de la Luz"– es por demás significativo. No se conocen con certeza los nombres en hebreo atribuidos a los otros dos reyes magos (en castellano, Gaspar y Baltasar).19

Retornando al tema de la superioridad de El-Elión sobre la de Shaddai, recordemos que el sacerdocio de Melki-Tsedek es el sacerdocio de El-Elión. El sacerdocio cristiano es el de "Emmanuel", y si El-Elión es Emmanuel, estos dos sacerdocios no son sino uno, y el sacerdocio cristiano, que por cierto comporta la ofrenda eucarística del pan y del vino es –verdaderamente– "según el orden de Melki-Tsedek".

La tradición judeo–cristiana distingue dos sacerdocios: uno, "según el orden de Aarón", y el otro, "según el orden de Melki-Tsedek", siendo éste superior a aquél, tal como el mismo Melki-Tsedek es superior a Abraham, del cual surgió la tribu de Leví y, consecuentemente, la familia de Aarón. Esta superioridad es netamente confirmada por San Pablo, quien dijo: "Leví mismo, que percibe los diezmos (sobre el pueblo de Israel), los pagó –por así decirlo– por medio de Abraham, pues ya estaba en las entrañas de su padre cuando Melki-Tsedek le salió al encuentro" ("Epístola a los Hebreos" 7, Versículos 9 y 10). René Guénon señala que, sin extenderse más sobre el significado de los dos sacerdocios, considera conveniente mencionar las siguientes palabras de San Pablo: "Aquí –en el sacerdocio levítico– son los hombres mortales quienes perciben los diezmos; pero allá, es un hombre del cual está atestiguado que vive". Este hombre viviente es Melki-Tsedek, o sea "Manu", que permanece en efecto "a perpetuidad" (en hebreo, "le-olam"), es decir, por toda la duración de su ciclo ("Manvántara"), o del mundo que él rija en especial. Es por eso que se le considera "sin genealogía", pues su origen es "no humano"), ya que él mismo es el prototipo del hombre, "hecho a semejanza del Hijo de Dios", puesto que la Ley que él formula constituye, para este mundo, la expresión de la imagen misma del Verbo Divino. Es sabido que en la "Pistis Sophia" de los gnósticos alejandrinos, Melki-Tsedek es calificado como "Gran Receptor de la Luz Eterna", lo

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cual concuerda asimismo con la función de Manu, que recibe efectivamente la "Luz Inteligible" por medio de un rayo emanado directamente del "Principio", para reflejarlo en el mundo que es su dominio, siendo por tal razón que "Manú" es llamado también "hijo del Sol".20

II

En la antigüedad existía aquello que podría darse en llamar una "geografía sagrada" o "sacerdotal", y la ubicación y orientación de ciudades y templos no era en modo alguno arbitraria, sino por el contrario determinada de acuerdo con leyes muy precisas, de donde se deducen los vínculos que unían el "arte sacerdotal" y el "arte real" con el arte de los constructores, así como las razones por las cuales las antiguas corporaciones se hallaban en posesión de una verdadera tradición iniciática. Por lo demás, entre la fundación de una ciudad y la constitución de una doctrina –o una nueva forma tradicional– por adaptaciones a condiciones definidas de tiempos y lugares, existía una relación tal que la primera era a menudo decidida para mejor simbolizar la segunda. Naturalmente, se debía recurrir a precauciones particularmente especiales cuando se trataba de fijar el emplazamiento de una ciudad que estuviere destinada a ser –desde un punto de vista u otro– la metrópoli de una parte del mundo, y los nombres de las ciudades –al igual que aquello que se relacionare con las circunstancias de su fundación– eran examinados cuidadosamente desde estos puntos de vista.

Sin extendernos por ahora más sobre estas consideraciones, podemos sí agregar que centros de esta índole existían en varios lugares del mundo, y es probable que Egipto haya contado con algunos –probablemente fundados en épocas sucesivas– tales como Menfis y Tebas. El nombre de esta última –que fué también el de una ciudad griega– debe retener particularmente nuestra atención como nombre de un centro espiritual, en razón de su identidad manifiesta con la "Thebah" hebrea, es decir, el "Arca del Diluvio".

El Arca es además una representación del centro supremo, considerada especialmente así en tanto asegura la conservación de la "Tradición", en cierta forma en estado de latencia encubierta o germen durante el período transitorio comparable al intervalo entre dos ciclos, lo que está señalado por un cataclismo cósmico que destruye el estado anterior del mundo, para hacer lugar a un estado nuevo. Este estado es asimilable al que representa para el comienzo de un ciclo el "Huevo del Mundo", que contiene asimismo en germen todas las posibilidades que se desarrollarán para la restauración del mundo, y que son los gérmenes de su futuro

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estado.21

La función del Noé bíblico guarda semejanzas y correspondencias con aquella que en la tradición hindú desempeña Satyávrata, que se convirtió luego en Vaivásvata, uno de los nombres del Manu de nuestro actual ciclo. Pero debe destacarse que la tradición hindú se relaciona con el comienzo del presente Manvántara, en tanto el diluvio bíblico señala solamente la iniciación de otro ciclo más restringido, incluído en el interior de nuestro propio Manvántara: no se trata pues del mismo acontecimiento, sino tan sólo de dos sucesos que guardan cierta analogía entre sí. El diluvio bíblico se relaciona exclusivamente con el cataclismo tectónico y oceánico en el cual desapareció Atlántida, aproximadamente hacia los finales de la glaciación "Würm" (10.960 a 8.000 a.C.), "diluvium" que la tradición hebrea trasladó al Asia Menor. Otro tanto podría argumentarse por analogía con respecto a algunas otras tradiciones diluviales que se reencuentran en gran cantidad de tradiciones, y que concierne todavía a ciclos más particulares.

En el mito griego, al parecer importado desde el Cercano Oriente, el diluvio de Deucalión fué datado en el año 1.529 a.C. En rigor, este diluvio debe ser atribuido a la erupción y explosión del volcán de la isla de Tera, actual Santorín, en el Mar Egeo, que recientes descubrimientos científicos ubican en el período que media entre los años 1.500 y 1.470 a.C.: este suceso, en cierta forma reciente, superó a la antigua y supuesta inundación mesopotámica en forma tan completa que, a la larga, ésta quedó olvidada y sólo conservó su nombre: "el Diluvio".

Deucalión, rey de Tesalia –relata el mito griego– prevenido por su padre Prometeo, el Titán, al que había visitado en el Cáucaso, construyó un arca, la abasteció, y entró en ella con su esposa Pirra. Heleno, hijo de Deucalión, es el supuesto antepasado de todos los griegos; Deucalión significa "marinero de vino nuevo", lo que establecería una cierta relación con el mito de Noé, supuestamente el inventor del vino, que lo habría obtenido de una cepa sustraída del Edén.

Heleno, hijo de Deucalión, era hermano de Ariadna de Creta, la que se casó con Dionisio (Baco), el dios del vino. Dionisio, durante el diluvio, viajó en una nave en forma de luna nueva, llena de animales. Mircea Eliade sostiene que "así como las fases lunares gobiernan las ceremonias de iniciación, del mismo modo la Luna se encuentra en estrecha conexión con las inundaciones y el diluvio que aniquilan a la vieja humanidad y preparan la aparición de una humanidad nueva".22 , 23

En cuanto a lo que atañe a los diluvios de Ogigia u Ogigés, que habrían sido dos, uno de ellos tal vez pueda identificarse con el de Deucalión; el

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otro, mencionado por el historiador Jenofonte (430 a 355 a.C.), pudo producirse en el Atica, o bien posiblemente podría referirse al que cita el historiador Timeo (Siglo IV, autor de una "Historia" compuesta por 38 libros).

Hemos llegado a un punto apropiado a partir del cual nos hallamos en buenas condiciones para profundizar este somero análisis de la tradición hebrea.

Afirmamos nuevamente que dicha tradición es básicamente de raigambre "hiperbórea", y que su transmisión se realizó muy verosímilmente por intermedio de los caldeos ("kaldes", en sánscrito), o sea a lo largo de la línea "Hiperbóreos – Caldeos – Abraham", y "Melkisedek – Abraham", pero también –en tiempos distintos aunque posteriores –vía Atlántida – Celtas – Egipto – Moisés". Como sabemos, la civilización de Atlántida, que fué una subsede occidental de la tradición hiperbórea, se transmitió a los celtas ("kaldes", en sánscrito), y por intermedio de éstos llegó a los "egipcios predinásticos" y luego a los sacerdotes egipcios, para después –Moisés mediante– arribar a los hebreos.

Estas dos corrientes –análogas, mas no iguales– desembocaron, entre otras, en la tradición hebrea, en sus vertientes abrahámica y mosaica, comunicada de generación en generación –completada a veces, desvirtuada en otras– hasta que después de varios intentos y no pocos siglos, fué definitivamente fijada por escrito en su texto actual y en su versión exotérica por Esdras, en el Siglo IV antes de Cristo.

Creemos que el propio Esdras y sus asesores sobre las milenarias tradiciones que guardaba el pueblo hebreo, se han de haber encontrado en graves aprietos para imaginar y relatar sucintamente el presumible "principio" de la manifestación universal, esto es, lo que pudo haber ocurrido antes de las catástrofes naturales que precedieron a las que arruinaron, y en parte destruyeron, las civilizaciones particulares de sus remotísimos antepasados de todo origen. Y, al parecer, no hallaron mejor solución que englobar en un mismo acontecimiento la creación del Universo –y dentro de éste la de nuestro planeta y su evolución– a partir de un "caos" un tanto extraño, y adjudicando al "diluvio de Noé" el cataclismo de agua que habría destruído todo rastro de sus antepasados. Obsérvese cómo se compagina magistralmente la saga del diluvio bíblico –que hipotéticamente destruye "toda carne", menos Noé y su familia, así como las especies embarcadas– con la "nueva humanidad" surgida del patriarca que, a través de Sem habría dado origen al pueblo hebreo –"elegido de Dios"– y con la intervención de Cam y Jafet al resto de la actual humanidad.

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Con el diluvio bíblico, la tradición exotérica recopilada por Esdras intenta romper con el lejano origen hiperbóreo y celta, circunstancia ésta que es absolutamente congruente con "el exclusivismo habitual de las concepciones hebreas, que no se encuentra cómodo con las aproximaciones a otras tradiciones".24

Pero un episodio post–diluvial aparentemente nimio del relato estructurado por Esdras, habría de frustrar sin atenuantes su intento de ignorar ya por entonces todo vínculo con las raíces profundas de las civilizaciones hiperbóreas, o de origen hiperbóreo. El "arca de Noé", después de su incógnito periplo, se posó sobre "las montañas de Ararat" (Génesis 8, Versículo 4), justamente en la Transcaucasia, región donde se habían instalado antes del tercer milenio previo a nuestra Era numerosos pueblos de las culturas hiperbóreas "Kurgan II" y "Kurgan III ". La coincidencia –pese a las diferencias en el tiempo– no puede dejar de ser considerada –como mínimo– de "curiosa".

Las montañas de Ararat se ubican en la actual Turquía Oriental, inmediatamente al Suroeste de la intersección del paralelo de 40º Norte con el meridiano de 45º Este, setecientos cincuenta kilómetros al Noreste del Lago Van. El Gran Ararat tiene una altura de 5.165 metros sobre el nivel del mar, y el Pequeño Ararat sólo 3.925 metros. Los textos bíblicos no mencionan en qué zonas de las montañas "del Ararat" varó el arca, pero –razonablemente– ello no debe interpretarse en el sentido de que lo hubiese hecho en alguna escarpa de gran altitud.25

Como puede comprobarse, luego de tantos esfuerzos mentales de ingeniería naval para diseñar el arca (Génesis II, El Diluvio; Versículos 13 a 16), así como el presumible gasto de materiales y energías físicas para construirla, a lo que debemos agregar las penurias sin cuenta para imaginar el listado de animales a embarcar y luego reunir las especies y su alimento, la cosa quedó así: no hubo arca, ni tampoco diluvio universal, pero en la realidad numerosos pueblos de origen y tradición hiperbórea se instalaron en la Transcaucasia, en inmejorable aptitud para crecer, expandirse, y afianzar su poder y su cultura en los territorios que habían ocupado y que, con el tiempo, integrarían el pujante reino de Urartu.

Pero lo más notable a nuestro entender es que en las tradiciones de origen hiperbóreo no se mencionan en absoluto diluvio alguno contemporáneo con el que supuestamente habrían protagonizado el patriarca Noé y sus familiares.

El Diluvio bíblico (Génesis II, Capítulos 6, 7, 8 y 9), ese episodio local derivado de una leyenda sumeria que pudo haber tenido lugar en el "país

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de los dos ríos", tal vez unos 3.000 a 4.000 años antes de Cristo, se convirtió para la humanidad en símbolo del crimen y del castigo. ¿Por qué razones se instaló con tal fuerza en las leyendas y tradiciones de gran parte de la humanidad Occidental? La historia de nuestro planeta nada tiene que ver con ese presunto cataclismo, puesto que se escribió y se fijó en la piedra antes del diluvio bíblico.26

Aquella inundación caldeo–babilónica ocurrida sobre una superficie de unos 650 kilómetros de largo por 150 kilómetros de ancho, exhaustivamente investigada por los trabajos de Sir Leonard Woolley entre 1922 y 1929, patrocinados por los museos Británico y el de la Universidad de Pensylvania, ¿fué en realidad el diluvio de que nos habla la Biblia?. Creemos enfáticamente que no, y nos asisten para ello los resultados obtenidos por los estudios y exploraciones efectuadas, que resumimos seguidamente.

Se acepta desde ya muchísimo tiempo que la historia del Diluvio, tal como se relata en Génesis 7 y 8, está inspirada en la leyenda súmera. Las versiones escritas más antiguas que poseemos de esta leyenda datan de hace más de dos mil años antes de Cristo y son, por lo tanto, algunos siglos anteriores a Abraham; pero son muchas las autoridades que ponen en duda que tanto la versión súmera cuanto la bíblica estén basadas en hechos históricos. Pero es indudable que los súmeros no tenían semejantes dudas, pues aparte de la leyenda, sobrecargada como está de mitología y milagros, los cronistas –en sus sobrios cuadros de los reinados de los magnates– hacen mención del "Diluvio" como un acontecimiento que interrumpió la marcha de la historia. No nos dan detalles acerca de esto ("después vino el diluvio, y luego del diluvio la realeza descendió de nuevo de los cielos"), pero ya que afirman que existieron dos o tres ciudades súmeras tanto antes cuanto después del diluvio, podemos aceptar que la interrupción de la historia no fué definitiva, y que a pesar del desastre "universal" sobrevivieron algunos de los centros locales de civilización.

Es posible –sostenía Woolley– que se descubran referencias más extensas con respecto al "diluvio" en las tablillas todavía enterradas en el fértil suelo de la Mesopotamia, pero aún así habrá quienes opinen que sólo sirven para amplificar la leyenda. El historiador tiende a pedir una prueba material, y, una prueba de esta índole, sobre un acontecimiento de este tipo, es muy difícil de encontrar. Sin embargo, tomando en consideración todos los hallazgos de la expedición conducida por Woolley, no cabía duda alguna que la inundación confirmada correspondía al diluvio de la historia y de las leyendas súmeras, esto es el diluvio en que está basada la historia del patriarca Noé.

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¿Qué conclusiones fue posible derivar de los hallazgos? El descubrimiento de la existencia de una inundación real que dió origen a las dos leyendas del diluvio –la súmera y la hebrea– no confirma desde luego ni uno solo de los detalles de ninguna de las dos. Este diluvio no fue universal, sino simplemente un desastre local restringido al valle inferior del Tigris y el Eúfrates, es decir una zona que hoy en día podría abarcar con alguna amplitud la zona intermedia entre los cauces de ambos surcos de agua, y que se extendería entre la actual costa de Kuwait sobre el Golfo Pérsico, y unos 100 kilómetros al Norte de Bagdad.

Sin embargo, para los habitantes de las regiones inundadas esto era todo el universo, o mejor dicho, todo su universo.27

"Los mitos y símbolos vienen de demasiado lejos: son parte del ser humano y es imposible no hallarlos en cualquier situación existencial del hombre en el Cosmos".28

Una cuestión de gran interés que debe señalarse aquí es la relación que existe entre el simbolismo del "Arca" y el del "Arco–iris", aspecto éste que en el texto bíblico es sugerido por la aparición del arco–iris después del diluvio, como signo de la alianza entre Dios y las criaturas terrestres (Génesis 9, Versículos 12 a 17). El Arca, en el transcurso del cataclismo, flota sobre el océano de las aguas inferiores; el Arco–iris, en el momento que marca el restablecimiento del orden y la renovación de todas las cosas, aparece "en las nubes", esto es, en la región de las "aguas superiores". Se trata de una relación de analogía en el sentido más estricto del vocablo, esto es, que las dos figuras son inversas y complementarias la una con la otra: la convexidad del Arca se halla vuelta hacia abajo, en tanto la del Arco–iris lo está hacia arriba, y su reunión forma una figura circular o cíclica completa, de la que son cual sus dos mitades. Esta figura estaba completa al comenzar el ciclo, y su restitución debe operarse al finalizar el mismo ciclo.

Esta analogía guarda profunda correspondencia con el simbolismo de las letras "NÛN" (árabe) y "NA" (sánscrito) unidas, y con la letra "YOD" (hebreo), así como también con el símbolo astrológico del Sol y del oro alquímico–hermético, aspectos éstos que analizaremos detenidamente en un futuro trabajo.

Agosto 25 de 1993

NOTAS 11 René Guénon: Formes Traditionnelles..., op. cit., "Ubicación de la tradición

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atlante en el Manvántara". pgs. 46 a 51; 153, 154 y 155. 12 Marcelle Weissen-Szumlanska: Les origines atlantéens des anciens

égyptiens. Les Eds. des Champs Elysées, Omnium Litteraires, París 1965, 1ª parte, cap. 1º: pgs. 27, 30, 31, 32, 35, 36, 37 144.

13 B. K. Rattey: Los Hebreos. Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 2ª ed. en español, México 1974. Pgs. 29 a 33.

14 Marie-Henriette Alimen y Padre Marie-Joseph Steve: "Prehistoria". Historia Universal Siglo XXI, Vol. I. S. XXI de España Editores, Madrid, 5ª ed. 1973. Cap.: 'Europa': c. 4: Europa Central y Septentrional, pgs. 95 a 123; 124 a 133; E. Asia: pgs. 209 a 245; 260 a 269.

15 Bâl Gangâdar Tilak: Origine polaire de la tradition védique. Arché, Milán, 2ª ed., caps. XI, XII, y XIII.

16 René Guénon: Le Roi du Monde...., op. cit., cap. VI: "Melki-Tsedek", p. 50 a 52.

17 Ibid., p. 48, nota 1 de pie de página: "El sacrificio de Melki-Tsedek al presentar a Abraham pan y vino es habitualmente considerado como una "prefiguración de la Eucaristía"; y el sacerdocio cristiano se identifica en principio al propio sacerdocio de Melki-Tsedek, según la aplicación a Cristo de estas palabras de los "Salmos": "Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchissedec" ("Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedek"). Salmo CX, Versículo 4.

18 Ibid., cap. IV: "Las tres funciones supremas", pgs. 35 y 36. 19 Ibid., pgs. 35 y 36. 20 Ibid., cap. IV, pág. 52, nota 1 de pie de página. 21 René Guénon: Le Roi du Monde..., op. cit., capítulo XI: "Localizaciones de

los centros espirituales", pgs. 88 a 94. 22 Mircea Eliade: Tratado de Historia de las religiones. Ediciones ERASA 2ª

Edición. México 1979, capítulo V, pág. 198. 23 Gerd von Hassler: Los sobrevivientes del Diluvio. Javier Vergara Editor, Bs.

As. 1980, pgs. 26 a 36. 24 René Guénon: Formes Traditionnelles..., op. cit., cap.: "La Kábala judía",

pgs. 102 y 103. 25 El Pentateuco: Con el comentario de Rabí Shlomó ben Yitzjaki (Rashi)

(Troyes, 1040-1105). 2ª edición. Editorial Yehuda, Bs. As. (sin fecha). Traducción directa al castellano del original hebreo por Enrique Jaime Zadoff (El Pentateuco) y Jaime Barilko (Rashi). Pág. 32: Génesis 8, Versículo 4: "Posó el arca en el séptimo mes, a los diecisiete días del mes, sobre la montaña de Ararat". En lo que nos interesa aquí, la exégesis de Rashi dice: 4)... "Se deduce, pues, que el arca estaba hundida 11 (once) codos en el agua por encima de las montañas". Por nuestra parte, digamos que de lo expresado no puede interpretarse en modo alguno que el arca se "posó" a gran altura, puesto que "las montañas" no implican necesariamente "las cumbres": el arca podría haberse posado casi a cualquier altura, a contar de las más bajas estribaciones de sus laderas, pues sólo habrían sido

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necesarios once codos de agua (4,62 m.) bajo la quilla de la nave. 26 Herbert Wendt: Antes del Diluvio. Editorial Noguer SA. Barcelona 1972.

Libro Sexto, página 451 (extracto glosado del último párrafo). 27 Leonard Woolley: Ur, la ciudad de los Caldeos. Breviarios del Fondo de

Cultura Económica. 2ª Edición 1966, cap. I: pgs. 15 a 22. Las investigaciones de mayor alcance fueron realizadas entre los años 1922 y 1929. Glosa de los conceptos expresados en las páginas 15, 20 y 21.

28 Mircea Eliade: Imágenes y Símbolos. Taurus Ediciones SA. 3ª Edición, Madrid 1979. Prólogo, pág. 25 (penúltimo párrafo); cap. V: "Historia y Simbolismo": "Bautismo, Diluvio y simbolismos acuáticos"; pgs. 165 a 167.

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

1ª PARTE

I Jean Charles Pichon: Les cycles de l'éternel retour, T. I, "El reino y los profetas". Ed. Robert Laffont, París 1963, cap. I: pgs. 70 y 71. Roger Caratini: "Astronomía", Enciclopedia Temática ARGOS, T. 2. Ed. Argos, Barcelona 1970. "Precesión": 521-2 pág. 22. René Guénon: Formes Traditionnelles et Cycles Cosmiques. Gallimard, París 1970, pgs. 13 a 24. Id: L'Homme et son devenir selon le Vêdânta. Eds. Traditionnelles, París 1978, cap. VIII: pág. 76; cap. XIX: pág. 153 n. 1. Id: Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada. EUDEBA, Buenos Aires, 2a. ed., agosto de 1976, cap. LXI, pgs. 322 a 330. Lokamanya Bâl Gangâdhar Tilak: Origine polaire de la tradition védique. Ed. Arché, Milán 1979, cap. XIII, pgs. 330 a 363.

II

R. Guénon: Símbolos fundamentales... op. cit., cap. LXI: pgs. 322 a 330. Id.: Formes Traditionnelles... op. cit., pág. 27. Mircea Eliade: Tratado de Historia de la Religiones. Eds. ERA S.A. 2a. ed., México 1975, cap. XI: pgs. 364/365. Jean-Charles Pichon: op. cit., "Introducción general", pág. 17.

2ª PARTE

I Colin Wilson: Buscadores de Estrellas. Cinco milenios de historia de la astronomía. Ed. Planeta, Barcelona 1983, 1ª parte: "La cosmología antigua", pgs. 7 a 63. David Layzer: La construcción del mundo. Ed. Labor, Barcelona 1989 (Biblioteca "Scientific American"), caps. 1º a 4º: pgs. 1 a 204. Carl Sagan: Cosmos. Ed. Planeta, Barcelona 1980. pgs. 4 a 71. R. Caratini: op. cit.,. 52, Astronomía: 521-1; 521-2 (pgs. 11 a 19). San Agustín: Confesiones. Ediciones Paulinas S.A, 6ª ed., México 1979, cap. 3: párrafos 3, 4. y 7.; pgs. 112 a 116.

3ª PARTE

I R. Caratini: "Astronomía". op. cit. pgs. 8 y 117. Georges Gamow: Un planeta

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llamado Tierra. Espasa-Calpe, Madrid 1967, cap. VI: pgs. 184 y 185 (primera parte). Isaac Asimov: Luces en el cielo. Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1980, pgs. 127 y ss., y 133.

II Isaac Asimov: op.cit., pgs. 135 y 136. R. Caratini: "Astronomía", op. cit. pgs. 22, 23, 66 y 124. Donald H. Menzel: Guía de campo de las estrellas y planetas de los hemisferios Norte y Sud. Eds. Omega, Barcelona 1976, pgs. 178-179, 202, 360-361, 380, 408 (placa fotográfica Nº 10, del-9-1948. G. Gamow: op. cit., pgs. 180 a 187.

4ª PARTE Proemio

R. Guénon: Símbolos fundamentales... op. cit. ed. 1969, cap. XVII: pgs. 131 a 135. Enciclopedia Temática Argos: op. cit., T. 3: "Filosofía y Religión", pgs. 140 a 144; 163 (cuadros 18 y 19); 164 (cuadros 20 y 21). H. J. Wilkins: Mitología Hindú, Védica y Puránica. Visión Libros S.A., Barcelona 1980, Brahma: pgs. 105 y s.s.; Vishnú: pgs. 125 y s.s.; Siva: pgs. 255 y s.s. R. Guénon: Etudes sur l'Hindouisme. Traditionnelles, París 1979: "El Quinto Veda", pgs. 87 a 94.

I R. Guénon: Formes Traditionnelles... op. cit., cap. I: "Quelques remarques sur la doctrine des cicles cosmiques", pgs. 13 a 24 (resumen parcial).

II (Bibliografía principal)

R. Guénon: Le Roi du Monde... Gallimard, 8ª ed., París 1918, cap. I, pág. 13. R. Guénon: Formes Traditionnelles... op. cit., pgs. 12 a 24. Yogi Ramacharaka: Bagavadad Gita. Ed. Kier, Buenos Aires, 7ª ed. 1970, caps. VIII y IX. Jean Robin: René Guénon, Témoin de la Tradition. Guy Trédaniel, Eds. de la Maisnie, París 1978, cap. XII: pgs. 340 a 348. R. Guénon: Le symbolisme de la croix. Ed. Vega, París 1957, cap. XXIII, pág. 249, n. 2. Id.: Le Roi du Monde, op. cit, cap. II: pgs. 13 a 21; y cap. VI: pgs. 47 a 58.

III Lokamanya Bâl Gangâdhar Tilak: op. cit., cap. III: pgs. 53 a 67. [El resto de la bibliografía aparece en las notas del artículo].