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© La Central 2004 Pàgines Centrals 1 Artículo publicado por vez primera en nuestra revista digital Páginas Centrales, en julio de 2004. Mallorca, 237 08008 Barcelona Tel 933 875 018 Fax 933 875 021 Elisabets, 6 08001 Barcelona Tel 933 170 293 Fax 933 189 079 Últimas tardes con Chéjov Últimas tardes con Chéjov Últimas tardes con Chéjov Últimas tardes con Chéjov Últimas tardes con Chéjov FERRAN GALLEGO En su prólogo al puñado de cuentos que seleccionó para su publicación hará cosa de un año, Richard Ford se preguntaba por qué nos gusta tanto Chéjov. No lo hacía desde un lugar inocente, sino desde dos puntos de observación complementa- rios, cómplices y nada ajenos al juego de la literatura. Uno era su propia condición de escritor que hereda, como lo hace buena parte del moderno cuento americano –el de los clásicos como Carver, Shepard o Coover, los más recientes del Ethan Canin, pero también los lejanos relatos de Wharton, James, Scott Fitzgerald, Faulkner o Capote- el «punto de vista» de Chéjov, la elección de un ritmo y un tono, la pulsación exacta con que un relato suena a eso y no a algo frustrado y frustrante: es decir, nunca como una novela en ciernes o una breve impresión dila- tada con artificios verbales para sumar páginas. Todos ellos, como lo reconoce el propio Ford, son herederos de esa capacidad para el oficio de relojero de precisión, al que no le basta con que el aparato se aproxime a las horas, sino que las anuncia con una dolorosa exactitud, como si delatara la consistencia implacable del tiempo. El segundo motivo por el que Ford se acercaba a Chéjov tenía la paradójica impresión de un reproche: le habían obligado a leerlo en los cursos de creación de una universidad americana,

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Ferran Gallego / Últimas tardes con Chéjov

© La Central 2004 Pàgines Centrals 1

Artículo publicado porvez primera en nuestrarevista digital PáginasCentrales, en julio de2004.

Mallorca, 23708008 BarcelonaTel 933 875 018Fax 933 875 021

Elisabets, 608001 BarcelonaTel 933 170 293Fax 933 189 079

Últimas tardes con ChéjovÚltimas tardes con ChéjovÚltimas tardes con ChéjovÚltimas tardes con ChéjovÚltimas tardes con Chéjov

FERRAN GALLEGO

En su prólogo al puñado de cuentos que seleccionó para supublicación hará cosa de un año, Richard Ford se preguntabapor qué nos gusta tanto Chéjov. No lo hacía desde un lugarinocente, sino desde dos puntos de observación complementa-rios, cómplices y nada ajenos al juego de la literatura. Uno era supropia condición de escritor que hereda, como lo hace buenaparte del moderno cuento americano –el de los clásicos comoCarver, Shepard o Coover, los más recientes del Ethan Canin,pero también los lejanos relatos de Wharton, James, ScottFitzgerald, Faulkner o Capote- el «punto de vista» de Chéjov, laelección de un ritmo y un tono, la pulsación exacta con que unrelato suena a eso y no a algo frustrado y frustrante: es decir,nunca como una novela en ciernes o una breve impresión dila-tada con artificios verbales para sumar páginas. Todos ellos, comolo reconoce el propio Ford, son herederos de esa capacidadpara el oficio de relojero de precisión, al que no le basta con queel aparato se aproxime a las horas, sino que las anuncia con unadolorosa exactitud, como si delatara la consistencia implacabledel tiempo.

El segundo motivo por el que Ford se acercaba a Chéjovtenía la paradójica impresión de un reproche: le habían obligadoa leerlo en los cursos de creación de una universidad americana,

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dando «por supuesto» que La dama del perrito era una obra maes-tra. Eso lo reconocía el joven Ford, pero tal actitud reverencialse distanciaba de la afectiva: podía respetarlo, pero no acababade comprender con el corazón por qué había de gustarle. Y esoes lo que al astuto Ford maduro, al autor de novelas aún algoviscosas como Un trozo de mi corazón o de narraciones ya diáfa-nas como El periodista deportivo, le preocupa: por qué no descu-brió, de entrada, a la primera ojeada, con el tacto de aquellasprimeras palabras de apariencia impasible, al acto genial de crea-ción al que estaba asistiendo. Quizás porque cayó en la mismatrampa en la que todos caemos –incluso los grandes autores ylectores como Ford- al leer a Chéjov: somos víctimas de la astu-cia de su trivialidad. Como el peso de lo cotidiano, del tedio, dela falta de sentido de la existencia, de esa humana plenitud so-metida al desafío de su propio absurdo son los ingredientesfundamentales de su obra, el tono de trivialidad es que da unavirtud cromática a sus personajes, cercados por un entorno amor-tiguado, ambiguo; una atmósfera extenuada que los rodea conalgo parecido a una actitud de perpetua perplejidad ante lo vul-gar de las cosas, lo constante de los acontecimientos, la escasezde solemnidad de nuestras vidas. Atrapado por ese ambientedelineado con tanta pericia, el lector acaba confundiendo sussentidos y se entrega a la docilidad de una historia en la quenada ocurre, un trayecto sin paisaje memorable, sin accidentesdel territorio, sin relieves que recordar. Y, sin embargo, se tratade una trampa que solamente descubrimos cuando nos familia-rizamos con Chéjov y sus disfraces, con su habilidad terca paraesconder la intimidad del mundo o para presentarla como sufuera su apariencia desarreglada. Algo así como un trozo de vidaque no esperaba recibir nuestra visita y nos recibe tal como es,con la cara limpia y la mirada tomada por sorpresa. Y nosotros,que confiamos en hallar la vida de esta forma, nos disgustamoscuando nos sucede en la literatura: lo confundimos con lo verí-dico con lo superficial y la naturalidad con lo inconsistente.

Eso le pareció a joven Ford al enfrentarse con La dama y elperrito, antes de que su perfección le aturdiera, le conmoviera

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con ese impulso firme y cauto que poseen las cosas perfectas,las páginas donde nada sobra, la penetración en los personajesrealizada como al azar, el trazo casi accidental que nos desvela lamateria de la que están hechos los sueños. Le pareció que lahistoria era tan trivial como lo era la vida que Chéjov queríatransmitirnos, su punto de vista moral, su delicadeza al indicar-nos que esa pequeña existencia es nuestra sin ser importante. Eldrama se produce, sin embargo, tan sólo cuando sus personajesadquieren conciencia de su pequeñez, de su cotidiana fijación acostumbres sin más significado que esa vida experimentada adiario, sin trascendencia, sin pompa, sin más proyección que sufuturo inmediato, idéntico al instante que hemos vivido pocoantes; sin más esperanza que el de seguir siendo dueños de nuestravida limitada, ensombrecida solamente por esa petulancia y fan-tasía que parece iluminarla y nos conduce directamente al des-engaño más insoportable.

Como no podía ser de otra forma, Ford se refiere al mo-mento en que los dos amantes, Dmitri y Anna, contemplan elagua perpetua a sus pies y consideran que allí ha estado siempre,antes de que ellos se conocieran. De esta forma, la ligereza de suaventura que va agrandándose en sus corazones hasta conver-tirse en un amor desesperado, tiene que compararse con la con-tinuidad y la grandeza de ese mar contemplado inmóvil y peren-ne, inmortal, único y multiplicado por las formas farsantes quele proporciona el declinar del día. Para Ford, la actualidad de lospersonajes de Chéjov se encuentra, precisamente, contenida enesa frase, porque ahí es donde el lector atento descubre, de lamisma forma que lo hacen los dos amantes, no sólo su escasez,su estatura pequeña, su amor reducido a ese asunto que les ata-ñe a solas, aunque les parezca que debería transformar el mun-do. Lo que les ofrece esa visión no es solamente la magnitudauténtica del mar, su poder y su permanencia, sino una tradi-ción que nos vincula a todos, haciendo que esos personajes seannuestros contemporáneos. De un acto de humildad, Chéjov haceun gesto de soberanía. «No hay destino que no venza el despre-

«Chéjov es un maestro enhacer lo más difícil:construir un ambiente enel que no ocurre nadaanormal, donde todo seva desarrollando connormalidad. Donde,según algunos, no habría‘nada que decir’»

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cio», decía Camus refiriéndose al suplicio de Sísifo. La contem-plación del mar eterno no convierte en mortales a sus observa-dores, sino en parte de una línea imperfecta, pero atestiguada alo largo de los cien años transcurridos para que Dmitri y Annanos resulten tan familiares como las personas a las que vemospor nuestras calles, en nuestro trabajo, en nuestras compras.Como todos los grandes escritores, Ford envidia. Envidia esacapacidad de Chéjov de haberlo dispuesto todo con su farsantesencillez. Y, adaptando esa relatividad del punto de vista que losamantes adquieren en Yalta en 1899, Ford convierte al pequeñoChéjov, al sencillo Chéjov, en el gran cirujano de la condiciónhumana, a través de los tiempos, de los lugares, de las personas.

Por eso nos gusta tanto Chéjov. Por su carencia de preten-siones, por su sincera falta de entusiasmo, que se acompaña conuna idéntica carencia de desesperación. Por disponer de ese di-fícil equilibrio y saber transmitirlo. Según nos cuenta Ivan Bunin,Chéjov decía que no podía contemplarse al ser humano sin sen-tir compasión. Desde luego, eso es lo que contiene la mayoría desus relatos, incluso los que parecen distanciar al autor hasta loslímites que se confunden con una cierta ironía, con una compla-cencia cuando los individuos descubren de qué poca cosa estánhechos, su origen polvoriento, su futuro de ceniza y podredum-bre.

Chéjov es un maestro en hacer lo más difícil: construir unambiente en el que no ocurre nada anormal, donde todo se vadesarrollando con normalidad. Donde, según algunos, no ha-bría «nada que decir». No es habitual esa capacidad para recons-truir un ambiente, como la que nos proporciona en un cuentono demasiado conocido, En camino, cuando un grupo de perso-nas tiene que pernoctar en una pensión y la pluma de Chéjovpasa por la respiración de los durmientes, por el llanto de la niñadesconcertada por la pobreza y la suciedad del lugar, por lossonidos de las campanas que van llenando de un indicio metáli-co el ambiente. Uno puede recordar el enfoque de una cámara,que va recorriendo una sala en penumbra y se detiene en loscuerpos y los objetos, escucha los sonidos, se atiene a los parpa-

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deos del silencio, a la vacilación del aire sofocado. La técnica,construida con palabras, es más difícil, dispone de menos recur-sos para proporcionarnos el mensaje: tiene que explicarse, no lebasta con mostrar. Las palabras no se nos ofrecen simultánea-mente, sino que se suceden por pura necesidad. Bien decía Joyceque la literatura no está construida con palabras, sino con elorden en que éstas se escriben. Y la estructura fílmica de Chéjoves irreprochable. Por eso, cuando la historia empieza, estamosen ese mismo lugar, nos sentamos al lado de Liharev y Ilovaskaya,justamente cuando éste va a dar comienzo al relato de sus creen-cias absolutas y sus constantes desengaños, que le han llevado ala degradación y la pobreza, hasta encontrarse en ese lugar mi-serable y aguardarle solamente la esperanza de un trabajo comoencargado de una mina aislada, en un lugar de completadeshumanización. Por eso, averiguamos la firmeza de su cora-zón cuando adopta la fatalidad que se asigna a los rusos, paraseñalarle a su horrorizada oyente que todo esta bien. Por esonos conmueve su seguridad de que ella le seguiría en una empre-sa desesperada y última si se lo pidiera, arrojada como está avivir también en el tedio de una granja: «O bien la fina sensibili-dad de Liharev había leído algo en esa mirada, o bien, quizá, leengañaba su fantasía; el caso es que se le antojó de pronto quehabía agregado al cuadro otras dos o tres buenas y vigorosaspinceladas, que esa muchacha le había perdonado su fracaso, suedad avanzada y su desgracia, y que le hubiera seguido sin hacerpregunta o reflexión alguna.»

Esa esperanza de una vida distinta está siempre a punto devolver a engañarnos, y Chéjov nos la muestra con malicia, nostienta con esa escapatoria, tras habernos recordado con tantacrueldad lo que supone haber descubierto hasta qué punto ca-minábamos junto a las fachadas huecas de un estudio de filma-ción, atestado de adornos de cartón y de simulaciones, de cami-nos de gloria que llevan solamente a los cementerios. En Laonomástica, por ejemplo, la joven esposa embarazada, OlgaMijailovna, hace frente a un día de fiesta lleno de compromisoscon los invitados; un día que nunca acaba, que nunca la deja a

«Al leer a Chéjovpodríamos pensar en laindiferencia, pero se tratade una trampa, de unanueva celada de esehombre tan cauteloso,que no queríaimpresionarnosdemasiado, sino dar unaréplica exacta al mundo,incluyendo la exageraciónde nuestras emociones.»

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solas con su preocupación por el matrimonio que va mostrandosus sucias entrañas y el hijo que va convirtiéndose en el únicosentido real de su felicidad, depositada en ese futuro que sientecrecer como una parte de sí misma aún no contaminada por lavulgaridad de los engaños cotidianos, por la languidez del mari-do antes heroico, por los días idénticos antes repletos de es-pléndidas incertidumbres. Como lo hace Coppola en los prime-ros minutos de El padrino, la cámara de Chéjov va yendo de laalgarabía impersonal de la fiesta, deteniéndose en uno u otroindividuo intercambiable, a las angustias y el tedio de la mujer.De la luz del patio a la oscuridad del despacho de Don Corleone,mezclando las imágenes hasta que constituyen ese todo en queconsiste la simultaneidad de la vida. Y, nuevamente, cuando seproduce un final inesperado, cuando el niño nace muerto, sola-mente el sueño le indica a Olga en qué consiste la existencia,muy lejos de aquel día de su santo en que todo el mundo actua-ba como si la felicidad fuera nuestra única condición posible:«Esa torpe indiferencia por la vida que se había apoderado deella cuando los médicos la operaban seguía dominándola porcompleto».

Al leer a Chéjov podríamos pensar en la indiferencia, perose trata de una trampa, de una nueva celada de ese hombre tancauteloso, que no quería impresionarnos demasiado, sino daruna réplica exacta al mundo, incluyendo la exageración de nues-tras emociones. ¿Cómo no pensar en ello en un cuento como Elbeso, dedicado precisamente a señalar la fuerza de una mentiraque se vive en forma de experiencia, cuando un joven oficial esabordado, en la residencia de un noble de provincias, por unadesconocida que le besa en la mejilla sin que nunca llegue a ave-riguar quién es, aunque sepa que se ha tratado de un error? Ahíquedan las palabras del protagonista: «Y el mundo, la vida ente-ra le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y absur-da».

Mas si Chéjov puede llamar a la puerta de la ironía, la alda-ba siempre resuena con el rumor de la compasión. La que seencuentra, cómo no, al contemplar a los dos amantes de La

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dama del perrito en los últimos párrafos del cuento, al descubrirque se han enamorado de una forma a la que pertenecen y queya no dominan, cuando todo había sido un juego intrascenden-te y la felicidad plena se presenta en forma de una desgraciallena de vergüenza, de riesgos sociales, de expiación. O, por citaralgo mucho menos conocido, la forma en que Várenka, prota-gonista del cuento del mismo nombre, le confiesa su amor a unjoven funcionario que ha pasado unos días en su casa y éste esincapaz de corresponderle, con una torpeza que nos sorprende.Como el mismo Chéjov dice, lo accesible de la muchacha hadesvanecido la fuerza del deseo: la sinceridad ha ido contra laintensidad de la vida, que precisa de una preparación, de ciertainseguridad, de un repliegue de duda como el que se produce enLa dama del perrito. Sin ellos, la confesión se convierte en unescarnio que avergüenza al amante, incapaz de expresar su des-agrado, atenazado por la compasión y lleno de irritación por suincapacidad para amar; pues, en el fondo, sabe que se trata dealgo que no volverá a producirse en toda su vida. Y que su nega-tiva no procede de la situación, sino de su propio interior, de suvejatoria relación con la objetividad de las cosas, con el trabajoproductivo, con lo prosaico de lo cotidiano, con la claridad hela-da de las cifras.

Ese es el Chéjov con quien vale la pena pasar una de estasúltimas tardes antes de la plenitud del verano. Cuando, justa-mente hace cien años, agotado por la agonía de la tuberculosisen un sanatorio alemán, dijo «Ich sterbe», y el médico le permi-tió beber champán. Y luego, sonriendo, satisfecho por el cono-cimiento de esa vida compleja que él había descrito tantas ve-ces, se reclinó sobre su costado y murió para siempre.

Ferran Gallego