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1 DOSSIER TEMÁTICO JULIO 2011 CENTRO DE DOCUMENTACIÓN (CEDOC) INSTITUTO NACIONAL DE FORMACIÓN DOCENTE (INFD)

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DOSSIER TEMÁTICO JULIO 2011

CENTRO DE DOCUMENTACIÓN (CEDOC)

INSTITUTO NACIONAL DE FORMACIÓN DOCENTE

(INFD)

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CUENTOS PARA ACOMPAÑAR EN LAS VACACIONES Definición de cuento: “Breve narración de sucesos ficticios y de carácter sencillo, hecho con fines morales o recreativos”.

Real Academia Española Desde siglos, mujeres y hombres inventaron historias ordinarias y extraordinarias. Quizás con el deseo de contar cosas vividas, escuchadas, soñadas, pasar a la inmortalidad, decir así vivimos algunas personas en estos tiempos, vencer al propio aburrimiento, volcar las pasiones de monstruos y dioses, sentirse felices. Vaya uno a saber. Esta es una selección de 10 diez cuentos cuidadosamente seleccionados que a nosotros nos gustaría que leyeran los demás, en este caso ustedes, colegas nuestros. Encuentran cabida figuras tan prestigiosas como Isidoro Blastein, Ray Bradbury, Mario Benedetti, Giovanni Verga, Villiers de l’Isle-Adam, Stig Dagerman, Clarice Lispector, William Wymark Jacobs, Marcelo Lillo e Ítalo Calvino. Han sido escogidos pensando en aquellos colegas que les encanta leer historias bien contadas. Historias que tienen que ver con lo con los sentimientos, los hábitos sociales, los valores humanos, sin dejar a un lado lo fantástico y la ciencia ficción. Este Dossier Temático no aporta datos sobre los autores escogidos, salvo el país de origen y la fecha de nacimiento y, en varios casos, de muerte. Tampoco hace consideraciones sobre la producción literaria en lo relativo a cuestiones tales como argumento, estilo, técnica, personajes, época, etc. Nuestro deseo, es que estos cuentos les gusten (y en el fondo fortalezcan la tarea pedagógica). Que su lectura no los canse ni los aburra. Los días son pocos y hay que aprovecharlos al máximo, no les parece? Que nuestra búsqueda y compilación no haya sido en vano. Es nuestra esperanza. Cuando regresen nos cuentan…

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INDICE

1. EL TIO FACUNDO, ISIDORO BLAISTEN (ARGENTINA), Los grandes cuentos del siglo XX, Promociones Editoriales Mexicanas, México, D. F., 1979, p. 3-10

2. LA PRADERA, RAY BRADBURY (ESTADOS UNIDOS), El hombre ilustrado, Minotauro, Buenos Aires, 1973, p. 15-31

3. LA NOCHE DE LOS FEOS, MARIO BENEDETTI (URUGUAY), La muerte y otras sorpresas, Alfa Argentina, Buenos Aires, 1975, p. 87-91

4. LA LOBA, GIOVANNI VERGA (ITALIA), Revista Médico Moderno, México, D. F., noviembre 1986, p. 113-116

5. LA ESPERANZA, VILLIERS DE L’ ISLE-ADAM (FRANCIA), Revista Médico Moderno, México, D. F., mayo 1987, p. 84-87

6. MATAR A UN NIÑO, STIG DAGERMAN (SUECIA), Los grandes cuentos del siglo XX, Promociones Editoriales Mexicanas, México D. F., 1979, p. 249-251

7. AMOR, CLARICE LISPECTOR (BRASIL), Los grandes cuentos del siglo XX, Promociones Editoriales Mexicanas, México D. F., p. 44-51

8. LA PATA DE MONO, WILLIAM WYDMARK JACOBS (GRAN BRETAÑA), Antología del cuento literario, M. Díez Rodríguez, Madrid, 1984, p. 116-125

9. LA FELICIDAD, MARCELO LILLO (CHILE), El fumador y otros relatos, Mondadori, Santiago de Chile, 2009, p. 39-48

10. LA AVENTURA DE UN LECTOR, ÍTALO CALVINO (CUBA), Colección tres puntos, Buenos Aires, sin fecha de edición, p. 65-90

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EL TIO FACUNDO Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros. Mamá decía: los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los médicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe. Papá decía: la natación es el deporte más completo, loa alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasquito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo. Mi hermana decía: no hay cosa más linda que ir al cine cuando llueve. Un pájaro solo se muere de tristeza. A los que son blancos el sol los pone colorados en seguida, a los morochos no, van rodando de hombre en hombre y después. Odio las películas que hacen llorar. Me encanta aprender, y aprender. No como algunas que se casan de blanco. No sé la directora para qué insiste con el método global. Yo decía: la verdad que a la industria alemana hay que sacarle el sombrero. Los japoneses son muy traicioneros. La natación saca músculos flojos. A los tipos chinchudos la bronca se les pasa en seguida. Hasta que no me reciba, nada de novias. Yo lo que quiero es estudiar, la política fuera de la facultad. Así era mi familia hasta que llegó el tío Facundo. Papá trabajaba en el ferrocarril, Sección Tráfico de la estación Retiro. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba mate mientras se leía el Clarín de punta a punta y después caminaba las siete cuadras hasta la estación Saavedra. Mamá cuidaba la casa, regaba las plantas y miraba televisión. Mi hermana hacía pirograbado, era maestra y estudiaba de asistente social. Yo estudiaba Ciencias Económicas y era empleado de Contaduría en Casimires Bonplart. De chicos, recuerdo que mamá y papá hablaban en voz baja del tío Facundo. Cuando mi hermana o yo nos acercábamos, ellos interrumpían la conversación. En verano, después de cenar, papá sacaba a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo daba vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana. En esas noches, sucedía que cada vez que papá, después de comentar cómo iba la medianera, volvía a contar otra vez de cuando le publicaron su carta de los lectores en Clarín, no sé por qué, mamá siempre hablaba del tío Facundo. El tío Facundo era el hermano de mamá y de la tía Fermina. Papá no lo conocía ni nosotros

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tampoco. Cuando mamá se puso de novia con papá, el tío Facundo ya había desaparecido. Cuando tuvimos edad para comprenderlo, mamá nos contó que el tío Facundo se había casado en Casilda y que su mujer había muerto misteriosamente, y que las malas lenguas y la tía Fermina decían que el tío Facundo la había matado. El tío Facundo era la oveja negra de la familia de mamá. La tía Fermina decía que para ella no existía como hermano, y que por su culpa había muerto de disgusto la abuela. Un día recibimos un telegrama del tío Facundo: "Queridos hermanos y sobrinos: llego viernes 10. Tren internacional Posadas.» Papá no quería recibirlo, pero mamá dijo que a pesar de todo era el hermano, y que el pobre muchacho debía sentirse muy solo, y que si no quería ir a la casa de la tía Fermina y elegía nuestra casa, por algo sería. De manera que el viernes 10 a las 23.45 estábamos todos en la estación Chacarita. El tren venía como con dos horas de atraso y mientras esperábamos en la confitería se armó una discusión. Papá decía que el tío Facundo era un vago y que si era por unos días podía estar en casa, pero que no se fuera a creer que él lo iba a mantener toda la vida. Mamá y mi hermana decían que basta que uno esté al borde de un precipicio, para que en vez de ayudarlo le pisen los dedos. Yo no decía nada. En eso vino el tren. Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó. Estaba parado contra una columna, aferrando un paquete corno una caja de zapatos entre las manos. Y entonces, cuando lo ví me pareció que lo conocía desde siempre, desde toda la vida. Es que el tío Facundo daba esa impresión. Y cuando estuvo junto a nosotros, alzó en el aire a mamá, la besó, a papá le dio un abrazo que lo hizo toser, a Angelita la levantó como a una novia, y a mí me apoyó una mano en el hombro sin decirme nada, mirándome como si fuera un cómplice. -¡Vengan, vamos a tomar algo! – exclamó -. Quiero mostrarles unas cosas. Papá dijo que primero había que retirar el equipaje. Pero el tío Facundo no traía equipaje solamente la caja de zapatos. En la confitería pidió vino blanco para todos. Mamá y papá se miraron. Salvo papá (un poquito con mucha soda), en casa nadie tomaba vino. Pero mi hermana, que estaba como en las nubes, quería ver a toda costa lo que el tío Facundo había traído y la verdad que todos estábamos intrigados y nos tomarnos todo el vino y hasta dos vueltas. Mamá estaba desconocida y se reía a carcajadas, sobre todo cuando el tío Facundo levantó la tapa de la caja y le entregó el mantón paraguayo tejido en encaje de ñandutí por las indias, Era de unos colores impresionantes, hermoso, Era algo que mamá había ambicionado toda la vida. Y esa noche, el tío Facundo nos conquistó a todos, A todos nos regaló las cosas que ambicionamos toda la vida. A papá una caja de habanos. Habanos de La Habana. Los mejores, los más caros, no los apestosos charutos que Michelim le traía de Brasil. Habanos. A mi hermana le regaló un anillo y un collar haciendo juego. Los eslabones entraban unos adentro de otro y se achicaban y se alargaban y cuando se cerraban quedaba un aguamarina colgando entre los eslabones de oro y plata. Mi hermana pegó un salto y le dio un beso. Cuando me entregó el cuchillo creo que me sentí mal. Era una daga de hoja Solingen Arbolito, cabo y vaina de plata con incrustaciones de oro, cincelado con un trabajo como jamás volví a ver otro igual. Nos tomarnos otra vuelta de vino. Papá pagó y nos fuimos a casa en taxi. Y esa noche, salvo el tío Facundo, nadie en casa pudo dormir. Esa fue la primera batalla que nos ganó el tío Facundo. A veces pienso de qué le sirvió. Pero también pienso de qué nos sirvió a nosotros haberlo matado. De qué le sirvió a mamá el haberlo ahogado con la almohada, de qué le sirvió a papá el haberlo estrangulado y a mí clavarle el cuchillo que me regaló, entre el esternón y los grandes vasos, mientras mi hermana le cortaba las venas con una yilé.

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De qué nos sirvió todo eso, pienso, si el tío Facundo sigue estando ahí, incrustado en la pared del patio, de costado, como un nadador, reducido quizás, o quizá quede el hueco de la carne, mientras la argamasa sigue calcinándose al sol, y el tío Facundo sigue metido adentro de la pared... Pero eso fue después, mucho después, cuando no nos quedó otro remedio que matarlo. Al día siguiente de aquella noche memorable, el tío Facundo fue el primero en levantarse. Y esto fue también memorable, porque en todo el tiempo transcurrido hasta su muerte (y ahí precisamente) siempre fue necesario despertarlo durante largo rato. Era sábado y el tío Facundo fue al patio y junto a la pared medianera que después iba a ser su tumba, encontró las latas vacías de brea y encontró las herramientas y con eso le construyó a mamá una especie de estantería para el sucucho, y después fue a despertarla con un mate. Al mediodía, cuando todos nos levantarnos y vimos lo que el tío Facundo había hecho, nos quedamos maravillados de su habilidad manual y entonces recuerdo que él nos dijo que el verdadero trabajo es el que se hace con las manos, y que lo demás, los números y los papeles, son un simulacro y una cobardía. Ese almuerzo fue una fiesta. El tío Facundo se la pasó contándonos cómo había recolectado el arroz en Entre Ríos y las anécdotas de las estancias de Corrientes donde había trabajado. Pero lo más gracioso fue cuando nos contó las cosas que había hecho cuando fue sepulturero en Casilda y mandó a mi hermana a comprar dos botellas más de vino. Después mamá, con los ojos brillantes, propuso jugar a la lotería, pero el tío Facundo dijo que mucho mejor era el póker y todos nos miramos porque nadie sabía y después estaba el problema del mazo. Entonces mamá preguntó cómo eran las barajas y el tío Facundo le explicó y mamá fue a buscar al ropero y vino con toda una caja intacta que tenía un dominó, una perinola, dos mazos y las fichas, que había comprado en la liquidación de Gath y Chaves. -¿Son éstas? –preguntó, mientras les sacaba el papel de celofán. Por suerte eran, y el tío Facundo nos enseñó a jugar y el póker nos resultó el juego más maravilloso y apasionante que habíamos conocido en nuestra vida, y primero las fichas no tenían valor y después les pusimos diez pesos, y después cincuenta y después cien y papá mandó a mi hermana a traer dos botellas más de vino, pero el tío Facundo dijo que mejor era traer dos de cubana, y cuando Angelita estaba por salir cayó la tía Fermina. Cuando la tía Fermina vio lo que había sobre la mesa, casi se muere. Ni siquiera saludó al tío después de tantos años. Lo insultó, le dijo de todo. Mamá, que parecía medio borracha, salió en su defensa. Papá movía la cabeza como ausente y decía: - Haya paz. Haya paz. Pero de pronto papá se levantó y le tiró un bofetón a mi hermana por encima de la mesa, y desparramó todo, las fichas y la plata, y gritaba como un desaforado; ¡Pero qué esperás, estúpida, traé la cubana de una vez! Era la primera vez en mi vida que veía a papá levantarle la mano a mi hermana. Angelita salió corriendo para el almacén, y el tío Facundo se levantó y se fue al patio y se quedó fumando junto a la medianera, mirando las estrellas que ya empezaban a aparecer. Ahora que lo pienso, parecía que el tío Facundo sintiera predilección por esa pared donde ahora está empotrado, de perfil y rodeado de ladrillos con la boca y los ojos llenos de cemento, aunque a lo mejor ahora no quede más que el aire rodeando al esqueleto... En fin, habría que golpear esa pared. Bueno, al final la tía Fermina se fue, y al principio nadie tenía apetito, pero después, el tío Facundo empezó a contar chistes y mandó a mi hermana a buscar dos botellas más de vino y le enseñé a mamá a preparar los saltimboquis a la romana y cenamos como reyes y continuamos con el póker, nos tomamos también las dos botellas de cubana y seguimos jugando al póker hasta las seis de la mañana. Al día siguiente los vecinos se quejaron y papá, que por primera vez en su vida había faltado al trabajo, le quiso pegar a Michelini.

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Y así empezó todo. Papá y el tío Facundo iban todos los sábados y domingos a las carreras. Mamá les daba sus ahorros para que jugasen. Angelita trajo a todas sus maestras amigas y el tío Facundo les enseñaba a bailar el tango y después se acostaba con ellas. Mamá era feliz como una descosida y salía todas las noches con el joven poeta, y el tío Facundo decía que eso era bueno, que era salud y era la vida, que en la vida las cosas había que matarlas viviendo, que la belleza y la pornografía debían ir juntas y que el gran problema de la gente, cuando no había guerras, era que se aburría. Por eso, decía, los vecinos se pasaban la vida en la puerta viviendo de la vida de los demás, que los chismes eran una forma del romanticismo frustrado y que la gente consumía revistas de crimen y pornografía porque lo necesitaban, porque le suplían la vida, porque la verdadera vida era un vendaval. Yo traje a los muchachos de la facultad para que lo escuchasen. Hasta ahí todo podría haber seguido muy bien. Papá, que siempre fue un tipo incapaz de matar una mosca, le había roto el alma a casi todos los vecinos, y primero entraron por la variante de respetarlo y después se hicieron habitués y lo seguían a papá admirando sus cuadros. Papá había descubierto su "vocación dormida", como decía el tío Facundo, y sus cuadros estaban por toda la casa, y Michelíni venía a casa y se quedaba mirándolos largas horas. A veces los ojos se le nublaban, lo palmeaba en la espalda a papá y se iba en silencio. Yo habla cambiado, sentía que emitía un magnetismo personal. Las chicas de la facultad me adoraban y venían a casa. Todos vivíamos. No había un minuto, ni un resquicio donde tuviéramos que pensar lo que podríamos hacer. Todo estaba como aceitado de vida. Por las noches se bailaba, se jugaba al póker, se escuchaba al tío Facundo, mamá leía las últimas cosas del joven poeta, papá pintaba, leía la fija, se peleaba. Todos vivíamos. Pero a mi hermana se le dio por hacerse la intelectual de izquierda y ahí empezó la toma de conciencia. Primero empezó con el sensualismo embrutecedor de la burguesía, y después siguió con el diálogo entre católicos y marxistas. Papá a toda costa quería pegarle. Entonces Angelita se alió con la tía Fermina. La tía Fermina vivía masticándose el odio. Desde que apareció el tío Facundo, quiso venir a casa con su prédica, dos o tres veces, pero le tenía miedo a papá, que cada vez que la veía le quería pegar. Y ésta fue su gran oportunidad. Lo primero que hizo la tía Fermina, ayudada por mi hermana, fue introducirse un domingo en casa, mientras todos dormíamos, y con la espátula destrozó todos los cuadros de papá. Pobre papá. Parecía el retrato de Dorian Gray. Yo recuerdo su semblante cuando vio los lienzos cortajeados, los pomos vacíos, los bastidores pisoteados. No dijo nada, ni una palabra. Pero el lunes volvió a ser el mismo de antes. Se levantaba a las cinco, tomaba mate. se leía el Clarín de punta a punta y a la noche se iba a la puerta con la sillita baja, mientras adentro todos bailábamos, o jugábamos al póker, o escuchábamos las poesías del joven poeta

Y entonces, papá también tomó conciencia, y se alió con mi hermana y la tía Fermina. De cualquier forma, aún antes de que la tía Fermina diera el próximo paso, antes de que me

convenciera a mí (porque mamá fue la última en rendirse, aun cuando fue la que demostró más saña cuando ahogó al tío Facundo con la almohada), aún antes de que papá fuera ganado por

la tía Fermina, digo, algo había comenzado a romperse, algo que le facilitó las cosas a la tía Fermina. Era el verlo a papá como un marciano, distinto, caminando entre nosotros, explicando cómo los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, mientras los que quedábamos junto

al tío Facundo vivíamos. Y a la tía Fermina no le fue difícil conquistarme.

Y ya la vida comenzó a declinar. Pero mamá era irreductible. Era la amante del joven poeta (que según el tío Facundo veía en ella a la madre y a la mujer). El muchacho estaba

enloquecido por mamá y le escribía unos poemas maravillosos, Pero mamá estaba sola. Y entonces la tía Fermina triunfó. La agarró a mamá y le planteó el dilema: - Sos la única que

queda. O matamos a Facundo o matamos al poeta.

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Venció el amor. Esa noche decidimos matar al tío Facundo. Lo encontramos dormido, con una

sonrisa inolvidable. Papá lo estranguló y yo le di la primera puñalada entre el esternón y los grandes vasos. Mi hermana le abrió las venas con la yilé. La tía Fermina organizaba todo. Nos costó trabajo desprender a mamá, que quería seguir ahogándolo con la almohada. Después lo

pusimos de costado y levantamos la medianera alrededor de él. Y eso es todo.

Y ahora que el tío Facundo está ahí muerto, metido en esa pared para siempre, calcinándose al sol, no puedo dejar de mirarla con cierta melancolía, sobre todo en las noches de verano,

cuando papá saca a la puerta d sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo doy vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana, y mamá dice que

los perros presienten cuando está por morir el dueño, y papá dice: la plata está en el campo, y mi hermana dice: no sé la directora para qué insiste con un método global, y yo digo: los

japoneses son muy traicioneros.

ISIDORO BLAISTEN (1933-2004)

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LA PRADERA 1. -George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños. -¿Qué le pasa? -No lo sé. -Pues bien, ¿y entonces? -Sólo quiero que le eches una ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche él. -¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo? -Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes. -Muy bien, echémosle un vistazo. Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave. -Bien -dijo George Hadley. Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había dicho George. La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo. George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar. -Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño. -Espera un momento y verás dijo su mujer. Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley. -Unos bichos asquerosos -le oyó decir a su mujer. -Los buitres. -¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé el qué. -Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor. -¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa. -No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda. -¿Has oído ese grito? -preguntó ella. -No. -¡Hace un momento! -Lo siento, pero no. Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba! Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y

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sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando. Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos. -¡Cuidado! -gritó Lydia. Los leones venían corriendo hacia ellos. Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro. -¡George! -¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia! -¡Casi nos atrapan! -Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo. -Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin parar-. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real. -Vamos a ver, Lydia... -Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África. -Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano. -¿Lo prometes? -Desde luego. -Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que se me calmen los nervios. -Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación. -Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer. -Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso. -No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones? -¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos? -Sí -Lydia asintió con la cabeza. -¿Y zurzirme los calcetines? -Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían. -¿Y barrer la casa? -¡Sí, sí..., claro que sí! -Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas. -Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso. -Supongo que porque he fumado en exceso. -Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario. -¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente. -¡Oh, George! -Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden? Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado. -Claro que no -dijo.

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2 Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico. -Nos olvidamos del ketchup -dijo. -Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup. En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte. Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete. Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un león... Y repetido una y otra vez. -¿Adónde vas? No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente. Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor. Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención. George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente. -Largo -les dijo a los leones. No se fueron. Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas. -Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos. La sabana siguió allí; los leones siguieron allí. -¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió. No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas. -¡Aladino! Volvió al comedor. -Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar. -O... -¿O qué? -O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.

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-Podría ser. -O que Peter la haya conectado para que siga siempre así. -¿Conectado? -Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo. -Peter no conoce la maquinaria. -Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es... -A pesar de eso... -Hola, mamá. Hola, papá. Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero. -Llegáis justo a tiempo de cenar -dijeron los padres. -Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los niños, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos. -Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro. -¿El cuarto de jugar? -De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad. -No te entiendo -dijo Peter. -Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomás Wift y su león eléctrico - explicó George Hadley. -En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter. -Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente. -No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú? -No. -Id corriendo a ver y volved a contárnoslo. La niña obedeció. -Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección. -Wendy mirará y vendrá a contárnoslo -dijo Peter. -Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto. -Estoy seguro de que te has equivocado, padre. -No me he equivocado, Peter. Vamos. Pero Wendy volvía ya. -No es África -dijo sin aliento. -Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación. Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en trono a su largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas. George Hadley contempló la escena que había cambiado. -Id a la cama -les dijo a los niños. Éstos abrieron la boca. -Ya me habéis oído -dijo su padre. Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus dormitorios. George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer. -¿Qué es eso? -preguntó ella. -Una vieja cartera mía -dijo él. Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados. Cerró la puerta de la habitación y echó la llave. En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba también. -¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a oscuras. -Naturalmente.

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-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los leones? -Sí. -¿Por qué? -No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe. -¿Cómo ha llegado allí tu cartera? -Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como ésa... -Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano. -Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el techo. -Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa... ¡Secretos, desobediencia! -¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables..., admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder también. -Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete. -No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué. -Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con nosotros. -Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un ojo a África. Unos momentos después, oyeron los gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones. -Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer. Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza. -No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar. -Esos gritos... suenan a conocidos. -¿De verdad? -Sí, muchísimo. Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno. 3 -¿Padre? -dijo Peter. -¿Qué? Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre. -Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad? -Eso depende. -¿De qué? -soltó Peter. -De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas... Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China... -Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos. -La tenéis, con unos límites razonables. -¿Qué pasa de malo con África, padre? -Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es así? -No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-. Nunca. -En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada. -¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme? -Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees? -No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado. -Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo. -Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer? -Muy bien, vete a jugar a África. -¿Cerrarás la casa pronto? -Lo estamos pensando. -Creo que será mejor que no lo penséis más, padre. -¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo! -Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.

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4 -¿Llego a tiempo? -dijo David McClean. -¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley. -Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema? -David, tú eres psicólogo. -Eso espero. -Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa habitación? -No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada. Cruzaron el vestíbulo. -Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los pudieras ver. De la habitación salían gritos terribles. -Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues. Entraron sin llamar. -Salid afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambiéis la combinación mental. Dejad las paredes como están. Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado. -Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...? David McClean se rió. -Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa esto? -Algo más de un mes. -La verdad es que no me causa ninguna buena impresión. -Yo quiero hechos, no impresiones. -Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero. -¿Es tan mala? -Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas. -¿Ya has notado esto con anterioridad? -Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo? -No les dejé que fueran a Nueva York. -¿Y qué más? -He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran. -Vaya, vaya. -¿Significa algo eso? -Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año, espera y verás. -Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente, para siempre?

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-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo. Los leones estaban terminando su festín rojo. Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres. -Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso. -Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá ningún modo de... -¿De qué? -... ¡De que se vuelvan reales! -No, que yo sepa. -¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo? -No. Se dirigieron a la puerta. -No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre. -A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación. -Me pregunto si me odia por querer desconectarla. -La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo? -No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia. Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar. Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles. -¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes! -Vamos a ver, chicos. Los niños se arrojaron en un sofá, llorando. -George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco. -No. -No seas tan cruel. -Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro! Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano. La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón. -¡No les dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-. ¡Te odio! -Los insultos no te van a servir de nada. -¡Quisiera que estuvieses muerto! -Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir. Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella. -Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar - gritaban. -Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño. -Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego desconectada para siempre. -Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas. -Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta. Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia. -Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando. -¿Los has dejado en el cuarto? -También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?

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-Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla? -El orgullo, el dinero, la estupidez. -Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras. Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños. -Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida! Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños no estaban a la vista. -¿Wendy? ¡Peter! Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones, que los miraban. -¿Peter, Wendy? La puerta se cerró dando un portazo. -¡Wendy, Peter! George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta. -¡Abrid esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abrid! Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta. -No les dejéis desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo. George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta. -No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento y... Y entonces oyeron los sonidos. Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo. Los leones. George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso. George Hadley y su mujer gritaron. Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les habían sonado tan conocidos. 5 -Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh, hola - miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar-. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la vista y sonrieron. -Oh, estarán aquí enseguida. -Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la sombra de los árboles. Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados. Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber. Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador. -¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.

RAY BRADBURY (1920)

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LA NOCHE DE LOS FEOS Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. "¿Qué está pensando?", pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. "Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

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Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. "Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?" "Sí", dijo, todavía mirándome. "Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida." "Sí." Por primera vez no pudo sostener mi mirada. "Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo." "¿Algo cómo qué?" "Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad." Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. "Prométame no tomarme como un chiflado." "Prometo." "La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?" "No." "¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?" Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. "Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca." Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. "Vamos", dijo. 2 No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

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Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

MARIO BENEDETTI (1920-2004

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LA LOBA Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores. En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traía al trote con una sola mirada de Satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venía a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno quería casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero él seguía segando tranquilamente, viendo los montes y le decía: -¿Qué le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sólo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caía a plomo. La Loba hacinaba montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un solo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: -¿Qué quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: -¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! -En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera -respondió Nanni, riendo. La Loba se llevó las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volvió a aparecerse en la era. Pero en octubre volvió a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque él trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. -Toma el costal de aceitunas y ven conmigo -le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que éstas cayeran bajo la muela, gritando‘’ ¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. -¿Quieres a mi hija Mariquita? -le preguntó doña Pina. -¿Qué le va a dar usted a su hija Mariquita? -respondió Nanni. -Tiene lo que le dejó su padre; además le doy mi casa. A mí me bastará con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón. -De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad -dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo quería bajo ningún aspecto; pero su madre la agarró por los cabellos frente al fogón, y le dijo rechinando los dientes: -¡O te casas con él o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormían de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la única alma que se veía vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba en el horizonte. -¡Despierta!- le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate, que te traigo vino para que te refresques la garganta.

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-¡No! ¡No hay mujer buena entre las víspera y la nona!-sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos-. ¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón. Pero La Loba volvió a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aún, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vísperas y nona, él iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y después volvía a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: -¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba día y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda. -¡Malvada!-le decía-. ¡Madre malvada! -¡Cállate! -¡Ladrona! ¡Ladrona! -¡Cállate! -¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir! -¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella también amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandó llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negó nada; pero tampoco intentó disculparse. -¡Es la tentación!-decía-. ¡Es la tentación del infierno! Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. -¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡No me deje volver a verla nunca! ¡Nunca! -¡No! -respondió La Loba-. No tengo más que un rincón en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy! Poco después, una mula pateó a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos óleos si La Loba no salía de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse también, como buen cristiano; se confesó y comulgó dando tantas muestras de contrición y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó. -¡Déjeme en paz! le decía a La Loba! -. ¡Por caridad déjeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. ¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí… Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacían sentir que perdía el alma y el cuerpo. Ya no sabía qué hacer para zafarse del hechizo. Mandó decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: -¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! -Mátame-respondió La Loba, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volvió a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradío verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajó los ojos, siguió caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con la mirada de sus ojos negros. -¡Ay! ¡Maldita sea su alma!-murmuró Nanni.

GIOVANNI VERGA (1840-1922

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LA ESPERANZA

Bajo las bóvedas del Tribunal de Zaragoza, en un atardecer de aquel entonces, el venerable Pedro Arbuez de Espila, sexto prior de los dominicos de Segovia y Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (ejecutor de torturas) y precedido de dos familiares del Santo Oficio, que llevaban faroles, descendió a un calabozo perdido en la oscuridad. Chirrió la cerradura de una pesada puerta, entraron en un "in pace" donde la luz que llegaba desde lo alto de un vano enrejado, dejaba entrever, entre dos anillas empotradas en el muro, un caballete ennegrecido por la sangre, una hornilla y un cántaro. Sobre un lecho de paja, sujeto con grilletes, la argolla de hierro al cuello, estaba sentado un hombre huraño, vestido de harapos, de una edad imprecisa.

No era otro este prisionero que el rabí Aser Abarbanel, judío aragonés que, acusado de usura e inhumano desprecio por los pobres, había sido sometido a tortura, día a día, desde hacía más de un año. Sin embargo, como su "ceguera era más dura que su piel" se había negado a abjurar.

Orgulloso de una filiación más que milenaria, envanecido de sus rancios antepasados, pues todo judío que se precie de serlo es celoso de su sangre, descendía según el Talmud, de Otoniel y, por consiguiente, de Ipsiboe, mujer de este último juez de Israel, circunstancia que había sostenido su valor en lo más duro de los ininterrumpidos suplicios.

Fue entonces cuando el venerable Pedro Arbuez de Espila, con los ojos llenos de lágrimas, pensando que esta empedernida alma se cerraba a la salvación, se acercó al tembloroso rabino y le dijo estas palabras:

--"Hijo mío, regocijaos porque vuestros sufrimientos en este mundo van a llegar a su término. Si ante tanta obstinación tuve que permitir, a mi pesar, que usaran de extremada severidad, mi deber de corrección fraterna tiene sus límites. Sois la higuera recalcitrante que hallada tantas veces sin frutos se expone a secarse... pero sólo a Dios corresponde decidir sobre vuestra alma. ¡Quizá la infinita misericordia de Dios brille para vos en el instante supremo! ¡Debemos esperarlo! Existen ejemplos... ¡Así sea! Descansad, pues, tranquilo esta noche. Mañana formaréis parte del "auto de fe"; es decir, seréis expuesto en el quemadero, hoguera precursora de la Llama Eterna. Bien sabéis, hijo mío, que no quema sino al cabo de cierto tiempo y la Muerte tarda en llegar al menos dos horas (frecuentemente tres) debido a los paños mojados y helados con los que procuramos proteger la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis solamente cuarenta y tres. Pensad que situado en la última fila, tendréis el tiempo necesario para invocar a Dios y ofrecerle este bautismo de fuego que es el del Espíritu Santo. Así pues esperad en la Luz y dormíos."

Terminado este discurso, don Arbuez hizo un signo para que desencadenaran al desgraciado y lo besó con ternura. Después le llegó el turno al fraile redentor que, en voz muy baja, pidió al judío perdón por lo que le había hecho sufrir para redimirle; luego le abrazaron los dos familiares, cuyo beso fue silenciado por las cogullas. Acabada la ceremonia, el cautivo quedó solo y desconcertado en medio de las tinieblas.

El rabí Aser Abarbanel, seca la boca y enervado el rostro por el sufrimiento, se fijó vagamente en la puerta cerrada. "¿Cerrada?" Esta palabra despertó en lo más recóndito de su ser, entre sus pensamientos confusos, una ilusión. Había vislumbrado un instante la débil luz de los faroles por la rendija entre el muro y la puerta. Una leve esperanza nació en su cerebro debilitado, conmocionando todo su ser. Se arrastró hacia la insólita visión y, muy suavemente, deslizando con grandes precauciones un dedo en el resquicio de la puerta, tiró de ella hacia sí. ¡Oh, profundo asombro! Por una casualidad extraordinaria, el familiar que la había cerrado giró la pesada llave antes de que la puerta llegase al tope en el marco de piedra, por lo que, al no entrar el enmohecido pasador en su orificio de engaste, la puerta pudo volver a abrirse. El rabino se arriesgó a mirar hacia fuera. Gracias a una especie de lívida oscuridad distinguió primeramente un semicírculo de muros terrosos en los que habían tallado unos escalones en espiral y frente a él, en lo alto, tras cinco o seis gradas de piedra, algo semejante a un pórtico

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negro daba acceso a un espacioso corredor, del cual solamente podían vislumbrarse desde abajo los primeros arcos.

Luego, arrastrándose, llegó a la altura de este umbral. Sí, era verdaderamente un corredor, pero de una longitud desmesurada. Una pálida claridad, un resplandor de ensueño lo iluminaba. Lamparillas colgadas de las bóvedas teñían de azul, a intervalos, el aire enrarecido: el fondo lejano era sólo una sombra. ¡En tan gran espacio, ni una puerta lateral! Por un solo costado, a su izquierda, tragaluces enrejados, en los huecos del muro, dejaban pasar un crepúsculo, que debía de ser el de la tarde por las rayas rojas que, de trecho, cortaban el enlosado. ¡Y qué pavoroso silencio! Sin embargo, allá abajo, en lo profundo de estas brumas una salida podía ofrecer la libertad. La incierta esperanza del judío era tenaz por ser la última.

Así pues, sin vacilar, se arriesgó sobre el enlosado, bordeando el muro de los tragaluces e intentando confundirse con las sombras tenebrosas de los largos muros. Avanzaba lentamente, arrastrándose sobre el pecho y ahogando los gritos cuando una llaga en carne viva le laceraba.

De pronto, en el eco de esta galería de piedra, oyó un ruido de sandalias que se acercaban. Le sacudió un temblor, le ahogó la ansiedad, se le oscureció la vista. ¡Vamos! ¿Acaso era éste el fin? Se acurrucó en un hueco y esperó medio muerto.

Era un familiar que caminaba deprisa. Pasó rápidamente, con unas tenazas en la mano, echada la cogulla, terrorífico el aspecto, y desapareció. La sobrecogedora impresión que el rabino acababa de padecer le oprimió dejándole como privado de sus funciones vitales, por lo que permaneció durante casi una hora sin poder realizar movimiento alguno. Ante el temor de que aumentaran sus tormentos si volvían a cogerle, le vino la idea de volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le susurraba en el alma ese divino "quizá" que consuela en los momentos más angustiosos. ¡Se había producido un milagro! ¡No cabía duda! Continuó, pues, arrastrándose hacia la posible evasión. ¡Agotado por el dolor y el hambre seguía adelante! ¡Y este corredor sepulcral parecía alargarse misteriosamente! Y él, sin dejar de avanzar, miraba constantemente hacia la sombra, a lo lejos, donde tenía que haber una salida hacia la salvación.

¡Oh, oh! He aquí que de nuevo sonaron unos pasos, pero esta vez más lentos e inquietantes. Surgiendo del aire, se le aparecieron las figuras blancas y negras de dos inquisidores, con largos sombreros de bordes redondeados. Hablaban en voz baja y parecían discutir sobre algo importante por la forma en que movían las manos.

Ante esto, el rabí Aser Abarbanel cerró los ojos: el corazón le latía hasta ahogarle, sus harapos se empaparon de un frío sudor de agonía. Permaneció con la boca abierta, inmóvil, echado a lo largo del muro, bajo la luz de una lamparilla; inmóvil, implorando al Dios de David.

Al llegar delante de él, los inquisidores se pararon bajo el resplandor de la lámpara, indudablemente por casualidad, en medio de su discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se quedó mirando al rabino. Y bajo esta mirada cuya expresión distraída no logró comprender el desventurado, creyó sentir aún las candentes tenazas mordiendo su lacerada carne. ¡Iba a convertirse de nuevo en un lamento y una llaga! Desfalleciente, sin poder respirar, los ojos parpadeantes, se estremecía bajo el roce de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural, los ojos del inquisidor, que eran, sin duda, los de un hombre intensamente preocupado por lo que iba a contestar, absorto en lo que estaba escuchando, se fijaban en el judío y parecían mirarle sin verle. Efectivamente, después de unos minutos, los dos siniestros discutidores, hablando constantemente en voz baja, siguieron su camino, a paso lento, hacia el cruce de donde había salido el cautivo: ¡No le habían visto!... De suerte que en medio del terrible desconcierto de sus sensaciones, pasó por su cerebro esta idea: "¿Estaré ya muerto, puesto que no me ven?" Una impresión espantosa le sacó de su letargo: fijándose en el muro, pegado a su rostro, creyó ver muy cerca de los suyos, dos ojos crueles que le observaban... Echó la cabeza hacia atrás con un movimiento agitado y brusco, los cabellos erizados. ¡Pero no! No, su mano, palpando las piedras, descubrió que aquello era el "reflejo" de los ojos del inquisidor que tenía aún impresos en sus pupilas y que él había proyectado sobre dos manchas del muro. ¡Adelante! Era preciso apresurarse hacia esa meta que él, de modo enfermizo sin

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duda, imaginaba ser la liberación; hacia esas sombras de las que sólo le separaban una treintena de pasos, más o menos. Así pues, reanudó más rápidamente su vía dolorosa, arrastrándose sobre las rodillas, las manos y el vientre.

Poco después, entró en la parte tenebrosa de este pavoroso corredor. De pronto, el miserable sintió un frío en las manos que apoyaba sobre las losas: procedía de una fuerte corriente de aire que se colaba por debajo de la puerta en que desembocaban los dos muros. ¡Oh, Dios mío! ¡Si esta puerta se abriese al exterior! El triste evadido sintió que una loca esperanza llenaba todo su ser. Examinó la puerta de arriba abajo sin poder distinguirla bien por las tinieblas que le envolvían. Palpó: no había cerrojos ni cerradura. ¡Un picaporte! Se irguió: el picaporte obedeció a sus dedos y la puerta giró, silenciosa, ante él. ¡"Alleluya"! musitó en voz baja, con un hondo suspiro de acción de gracias, el rabino que se hallaba ahora de pie bajo el umbral, contemplado lo que aparecía ante sus ojos. ¡La puerta se había abierto a unos jardines bajo una noche estrellada! ¡A la primavera, a la libertad y a la vida! El jardín daba a un campo cercano, extendiéndose hacia las sierras cuyas onduladas líneas azules se perdían en el horizonte. ¡Allí estaba la salvación! ¡Oh! ¡Huir! Correría toda la noche entre esos bosques de limoneros cuyos perfumes le alcanzaban. ¡Cuando llegase a las montañas estaría a salvo! Respiraba aquel aire bendito; el viento le reanimaba y sus pulmones recobraban vida. Escuchaba en su corazón regocijado el "veniforas" de Lázaro y para bendecir todavía más a Dios que le concedió esta misericordia, abrió los brazos elevando los ojos al cielo. Fue un éxtasis.

Creyó ver entonces la sombra de sus brazos volviendo sobre él mismo: le pareció sentir que estos brazos de sombra le rodeaban, le enlazaban, que le oprimían tiernamente sobre un pecho. Efectivamente, una alta figura se hallaba junto a la suya. Confiado, dirigió su mirada hacia ella, y se quedó sin aliento, espantado, los ojos aterrados, vacilante, tumefactas las mejillas, babeando de espanto.

¡Horror! ¡Se hallaba en brazos del mismísimo Gran Inquisidor, del venerable Pedro Arbuez de Espila, quien tenía los ojos cuajados de lágrimas y el aire del buen pastor que encuentra a la oveja extraviada...!

El siniestro sacerdote apretaba contra su corazón al desdichado judío, con tal ímpetu de ardiente caridad, que las puntas del cilicio monacal que el dominico llevaba bajo el hábito, se le hincaron en el pecho. ¡Y entretanto, el rabí Aser Abarbanel, con los ojos en blanco, jadeando angustiosamente entre los brazos del ascético dom Arbuez, comprendía confusamente que cada etapa de la noche funesta no fue más que un previsto tormento de esperanza! El gran Inquisidor con un tono de dolorido reproche y la mirada desolada, le susurraba al oído con aliento abrasador, viciado por el ayuno:

--"¿Cómo, hijo mío? ¡Queríais dejarnos la víspera, quizá, de vuestra salvación?"

VILLIERS DE L'ISLE-ADAM (1838-1889)

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MATAR A UN NIÑO Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los 3 pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre. Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará. ¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos ?

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Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. -Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató. Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un Niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente". Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

STIG DAGERMAN (1923-1954)

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AMOR

Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

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¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

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Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí. De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo* pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada. Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero,

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suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...

-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

-No dejes que mamá te olvide -le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en

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que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos. Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.

-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

CLARICE LISPECTOR (1920-1977)

* Pequeño mamífero roedor.

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LA PATA DE MONO

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. —Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. —Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque. —No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero. —Mate —contestó el hijo. —Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. —No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez. El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. —Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido. Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. —El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños. —Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora. —No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente. —Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo. —Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza. —Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo? —Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír. —¿Una pata de mono? —preguntó la señora White. —Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó. —A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente. —¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla. —Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos. Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. —Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White. El sargento lo miró con tolerancia. —Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció. —¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White. —Se cumplieron —dijo el sargento. —¿Y nadie más pidió? —insistió la señora. —Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

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—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda? El sargento sacudió la cabeza: —Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después. —Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría? —No sé —contestó el otro—. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió. —Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento. —Si usted no la quiere, Morris, démela. —No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó: —¿Cómo se hace? —Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. —Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos? El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento. —Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable. El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India. —Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa. —¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido. —Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán. —Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer. El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad. —No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo. —Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras. El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves. —Quiero doscientas libras —pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él. —Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora. —Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré. —Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza. —No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto. Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse. —Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos. Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

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A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible. —Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte? —Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert. —Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre. —Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes. —Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse. —Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo. —Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente. —Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede? Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio. —Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin. La señora White tuvo un sobresalto. —¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. —Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor. Y lo miró patéticamente. —Lo siento... —empezó el otro. —¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió. —Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre. —Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio. —Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante. —Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados. —Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro. El otro se levantó y se acercó a la ventana. —La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida. —Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada. El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus

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labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto? —Doscientas libras —fue la respuesta. Sin oir el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio. Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio. Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar. —Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío. —Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar. Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó. —La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono. El señor White se incorporó alarmado. —¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: —La quiero. ¿No la has destruido? —Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres? Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente: —Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste? —¿Pensaste en qué? —preguntó. —En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno. —¿No fue bastante? —No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. —Dios mío, estás loca. —Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo! El hombre encendió la vela. —Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. —Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo? —Fue una coincidencia. —Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: —Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... —¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado? El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano. Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo. —¡Pídelo! —gritó con violencia. —Es absurdo y perverso —balbuceó. —Pídelo —repitió la mujer. El hombre levantó la mano: —Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre

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no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe. —¿Qué es eso? —gritó la mujer. —Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa. —¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó. —¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente. —¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta. —Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando. —¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: —La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. —Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

WILLIAM WYMARK JACOBS (1863-1943)

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LA FELICIDAD Lo único que hacíamos era mirar televisión. Hablo de mi mujer y yo; ninguno de los dos tenía trabajo y estábamos acostados todo el día. No pasábamos frío y a veces hasta nos olvidábamos de comer. Veíamos todos los programas desde la mañana a la noche, dormitando de vez en cuando, levantándonos solo para ir al baño y mirar la calle y las casas vecinas cuyas chimeneas humeaban porque era invierno. Lo menos que teníamos era leña. No teníamos ni muebles, porque fue lo último que vendimos unos meses atrás. Antes le tocó el turno a las joyas; lo primero fueron los discos y el computador. Intentamos que la plata fuera eterna, que pudiéramos pagar las cuentas y comer algo. Lo único que nos negamos a vender fue el televisor. Ni mi mujer ni yo quisimos hacerlo, tal vez porque sabíamos que vendrían momentos en que la televisión nos rescataría de algo. Pero estábamos llegando a lo más hondo, no teníamos nada más que vender y todos los días eran iguales. Despertábamos, encendíamos el televisor y pasábamos así todo el día, sintiendo el vacío en medio del cuerpo, que es igual al vacío que se imaginan los que nunca han pasado hambre. Un hueco bajo las costillas. Había momentos en que mi mujer se ponía a llorar; otras me tocaba a mí. Llorábamos porque creíamos que nos íbamos a morir y eso nos alegraba y aterraba al mismo tiempo, una de esas raras mezclas que hacen que la vida no tenga otro nombre. Un domingo amaneció lloviendo y el lunes fue idéntico. El martes el agua se detuvo pasado el mediodía, después salió el sol y los techos comenzaron a humear. Mi mujer estaba tapada hasta la nariz cuando la miré antes de ir al baño; ella levantó las cejas y supongo que sonrió bajo las sábanas. Oí el murmullo de la televisión en el baño y cuando salí fui a la pieza que había sido de mi madre y miré hacia fuera. La calle estaba seca y las nubes se arrinconaban; vi que un auto se detuvo a la entrada de la casa del frente. Era un taxi y de él bajó una mujer con una torta en las manos; el chofer se había bajado primero para abrirle la puerta. La mujer le dio las gracias con un movimiento de cabeza. —Trajo una torta —le dije a mi mujer cuando volví al dormitorio—. La mujer del frente. —¿Cuál mujer? —preguntó ella desviando la vista de la pantalla. —La del frente, la nueva. Rato después nos vestimos, mi mujer apagó el televisor y salimos. Habíamos estado encerrados tantos días que me sentí raro, quizás fue el aire tan limpio luego de una lluvia tan larga. Todavía quedaban algunas pozas, pero flotaba un agradable olor a tierra húmeda. Cruzamos la calle y cuando nos detuvimos frente a la puerta me acordé que con la mujer nos vimos un par de veces pero no nos saludamos. No sabía si eso era bueno o malo. Toqué y ella abrió. Nos quedó mirando como si quisiera preguntarnos algo, pero no le di tiempo porque dije: —¡Feliz cumpleaños! Me acerqué y la abracé. Cuando la solté la mujer se llevó una mano a la frente y sonrió. —Es el cumpleaños de mi hijo —dijo—. Pero pasen… Mi mujer pasó primero y yo sentí el olor a humedad de su ropa. Enseguida sentí el calor adentro y vi una mesa llena de comida con la torta al medio. Las sillas se arrimaban a las paredes y de las lámparas colgaban globos de colores. El chico estaba en el extremo más alejado de la mesa, sentado en las piernas de una anciana que tenía el pelo blanco y las manos metidas en un par de guantes rojos. —¡Feliz cumpleaños! —le dije al chico, y me fijé que tenía puesto un gorro de cartón parecido a una hallulla—. ¿Cuántos años cumples? —Cinco —respondió la madre por él. —¡Cinco!, ya eres todo un hombre. —Mi mujer se rió pero no la vi porque no le quitaba los ojos al chico, que comenzaba a ponerse nervioso y refregaba la espalda contra el cuerpo de la anciana. —Ella es la abuela —dijo la mujer. Le dije hola, pero la anciana no respondió. Estuvimos unos segundos parados sin saber qué hacer ni qué decir. Por entre las cortinas vi nuestra casa al frente, la puerta cerrada que llevaba meses así porque no teníamos a nadie a quien recibir. Hasta que la mujer dijo:

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—Por favor, siéntense. —Gracias —dijo mi mujer, y se sentó en una silla junto a la ventana. Yo me senté dos sillas más allá, cerca de la estufa que calentaba el ambiente haciéndolo sofocante a ratos. —Mi hijo se llama Felipe —agregó la mujer, y miró al chico que no nos quitaba la vista de encima, como si fuésemos extraterrestres o un par de payasos contratados para alegrarle el cumpleaños—. Ella es mi mamá y yo soy Leticia. Le dije nuestros nombres y sonreímos los tres al mismo tiempo. Miré la mesa; además de la torta había canapés, un kuchen trozado, papas fritas y varios platos con galletas. Tuve la certeza que dentro de un rato no muy largo estaría comiendo. —¿Quieren tomar bebida? —preguntó Leticia. La quedé mirando y descubrí que su rostro se parecía al de un pájaro, con la nariz larga, los ojos pequeños y la barbilla en punta. El chico era igual a ella, no así la anciana, que era distinta aunque solo fuera por los guantes rojos. Leticia desapareció y al poco rato volvió con una bandeja con cinco vasos llenos de bebida. Mientras tomaba el mío me pregunté si había un padre allí y cuándo haría su entrada. Miré la pieza, pero en ninguna parte descubrí algún objeto que indicara la existencia de un dueño de casa. Ni ropa ni fotografías ni esos objetos propios de los hombres como son las herramientas o alguna colección de autos en miniatura. —Sírvanse —dijo Leticia, señalando la mesa. Se sentó con el vaso entre las manos y agregó—: ¿Cómo se les ocurrió venir? —Lo estábamos pensando hace tiempo —contestó mi mujer—. Venir para darles la bienvenida. —Yo los había visto a los dos —dijo Leticia—, pero no me atrevía a hablarles. Los veía cuando iban a comprar, pero después no los vi más. —Quedé sin trabajo —dije yo, y Leticia dijo ah. Luego miró su vaso y se pasó la mano por el pelo. Miré el vaso de mi mujer y vi que estaba vacío. Entonces estiré la mano y tomé una galleta redonda; era la primera galleta que comía en un largo tiempo. Sabía que mi mujer me estaba mirando, pero seguí comiendo, no me importó que todo sucediera muy rápido, que yo fuera el único de los cinco que comía. Tenía hambre y no había más que decir, ni siquiera lo siento o ¿por qué no me acompañan y comemos todos a la vez? —¿Les gusta el chocolate? —dijo Leticia de pronto. —Sí, me gusta —contesté—, pero hace tiempo que no tomo, desde que era niño y celebraba mi cumpleaños. —Quedé mirando al chico y él también me miraba, no hacía nada más. La anciana lo tiraba de las axilas cuando comenzaba a resbalarse por sus piernas. —Yo para todos los cumpleaños hago chocolate —dijo Leticia. La miré y Leticia se rió. Luego se paró, salió y volvió con varias tazas. Sacó un canapé y se lo echó a la boca; tomó una galleta, se la puso al chico en la mano, pero éste la soltó. La abuela movió la boca tan despacio que no entendí lo que dijo. Leticia le pasó un pedazo de kuchen e insistió con el chico, con un canapé, pero el chico lo rechazó igual que la galleta. Leticia le gritó no seas mal educado. El chico tomó el kuchen que la abuela aún no mascaba y lo tiró. El kuchen se partió al caer. Mi mujer me miró y levantó las cejas; yo dejé de comer y comencé a sentir el olor a chocolate caliente que venía de la cocina. En eso Leticia le pegó al chico una cachetada en la boca y el chico soltó el llanto, tan fuerte que fue como el grito de una de esas aves prehistóricas que se ven en la televisión. La abuela miró a Leticia, pero no dijo nada; siguió mirándola durante un rato sin necesidad de abrir la boca. Leticia acarició la cabeza de su hijo antes de salir otra vez. Miré el kuchen en el suelo, al que empezaba a salírsele la crema, mientras de reojo veía las manos apretadas de mi mujer. A ella no le gustaban las peleas, decía que la deprimían y que después no podía estar bien durante varias horas. Levanté la vista y vi los ojos húmedos del chico, que intentaba zafarse de los brazos de la abuela. En eso Leticia apareció con una olla de chocolate y el olor perfumó la pieza. Llenó las tazas de chocolate humeante, luego volvió a desaparecer y regresó con un cuchillo. Le sonrió a mi mujer y miró al chico. —¿Puede cortar la torta? —me preguntó—. A mí se me desarma toda. Yo nunca había cortado una torta, pero le dije sí, por supuesto. Me pasó el cuchillo y traté de acordarme de cómo lo había visto hacer en la televisión. Enterré el cuchillo y enseguida lo bajé con fuerza; así fui cortando los pedazos que repartí en cada plato. Leticia trajo tenedores y servilletas. Me volví a sentar, probé la torta, miré a mi mujer; le sonreí, ella me correspondió y seguimos comiendo. Miré al resto, que también comía. La abuela masticaba cada pedazo varias veces; el chico tenía los codos en la mesa y se echaba enormes trozos a la boca. Fue el primero en terminar y de un movimiento logró por fin zafarse de la abuela. Cuando sentí el golpe me imaginé una

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piedra rebotando en el piso, un sonido violento y breve, incómodo para el que no sabe lo que es. —Felipe —alcanzó a decir Leticia, con la boca llena, pero el chico caminaba hacia mí con sus piernas ortopédicas, parecido a un robot porque no doblaba las rodillas y sus falsos pies sonaban a cada tranco—. No está acostumbrado a ver gente—se disculpó ella. —Déjelo, está de cumpleaños —dije. El chico llegó hasta mí y apoyó una de sus manos en mi rodilla. —Hola —dijo. —Hola —le dije y después no supe qué hacer. Se me había olvidado la última vez que estuve con un niño. —¿Ustedes no tienen hijos? —le preguntó Leticia a mi mujer. —No. Miré a la abuela buscando ayuda, pero la anciana seguía comiendo con sus manos rojas. —Sírvanse el chocolate antes que se enfríe —dijo Leticia. Agarré la taza y el aroma me hizo recordar mi infancia, pero fue solo un instante, no tuve tiempo para añoranzas mayores porque el chico estiró la mano hacia mi taza. Se la ofrecí, él intentó aferrarla con las dos manos, pero tenía miedo de soltarse de mi pierna. Lo sujeté por las costillas y esperé que diera un trago largo de chocolate. —Es un fresco —dijo Leticia, moviendo la punta de los pies como siguiendo una melodía. Usaba el pelo corto y seguramente representaba menos edad de la que tenía. Mi mujer terminó de comerse la torta y empezó a tomarse el chocolate. Sujetaba la taza por la oreja, no con las dos manos como Leticia. Entre ellas se miraban; o miraban al chico, que tiraba de mí para que me levantara. Lo hice y él me miró hacia arriba. —Nunca vienen hombres a la casa —oí que dijo Leticia—. Y él es tan alto que a Felipe le llama la atención. El chico me tomó de la mano y me sacó de la pieza mientras las mujeres se reían. Sentí el frío del pasillo y me acordé de mi casa al tiempo que sentía chirriar las prótesis. Era como si me estuvieran haciendo algo en los dientes. En su pieza tenía muchos juguetes, pero ningún televisor; y había móviles colgando encima de su cama. Hizo que me sentara y me rodeó de peluches y pelotas mientras no paraba de reírse. Su cara de pájaro se le desfiguraba con la risa, que le estiraba los ojos dejándoselos como ojales. Abrió la cómoda y me mostró su ropa; luego fue hacia un pequeño escritorio y me trajo los cuadernos para que yo viera lo que hacía en el jardín. Puso en mi mano una caja de lápices y me pidió que dibujara algo. —No sé dibujar —dije y pensé cómo serían sus amigos del jardín. —Un tigre —balbuceó él—, un tigre amarillo. —No sé dibujar tigres, son muy difíciles. El chico abrió la boca y le vi los dientes pequeñitos. La saliva le corrió por la barbilla hasta que la detuve con mi dedo. —Gracias por venir —me dijo. O repitió lo que le enseñó a decir Leticia. —De nada, compadre —le dije yo, apretándole la mano. Le acaricié la cabeza como le vi hacer a Leticia y me fijé que tenía los ojos vidriosos. Le saqué la hallulla, me la puse en la cabeza y empecé a hacer morisquetas, a hablarle a los monos de peluche, a hacer con mi boca ridículos sonidos de autos. El chico volvió a reírse, dio dos saltos con sus fierros y la pieza se estremeció. Oscurecía cuando entró Leticia. —Felipe tiene que acostarse —dijo—. Mañana tiene que levantarse temprano para ir al jardín. —Perfecto —dije yo. Ella corrió las cortinas y llevó al chico al baño. Al volver lo desvistió, le puso el piyama y lo acostó, mientras mi mujer y yo mirábamos. Junto al pequeño escritorio quedaron las prótesis igual que las armas después de la batalla. Las estuve mirando hasta que el chico me dijo: —¿Te sabes algún cuento? Leticia me miró. —Me sé varios, pero para otra vez será. Te los debo, compadre. En el pasillo Leticia me dio las gracias, yo no dije nada y mi mujer me apretó la mano. —Usted sabe —agregó—. Los invitamos, pero nunca vienen.

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Mi mujer la quedó mirando y Leticia bajó la cabeza. En la casa llegamos a encender el televisor; nos acostamos y vimos películas hasta la madrugada. Ninguno de los dos dijo nada, y meses después, cuando nos acordamos, ya nadie vivía en la casa del frente. Se fueron un día sin que nos diéramos cuenta.

MARCELO LILLO (1963)

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LA AVENTURA DE UN LECTOR

En el cabo la carretera del litoral pasaba por la parte más alta; abajo, en el fondo del acantilado y todo alrededor, el mar se extendía hasta el horizonte alto y esfumado. También el sol estaba en todas partes, como si el cielo y el mar fueran dos lentes de aumento. Allá abajo, contra la melladura irregular de los escollos del cabo, el agua batía tranquila, sin espuma. Amedeo Oliva bajó por una rampa de peldaños empinados con la bicicleta al hombro y la dejó en un lugar a la sombra, después de poner la cadena antirrobo. Siguió bajando la escalerilla entre desmoronamientos de tierra amarilla y seca y agaves suspendidos en el vacío, e iba buscando con la mirada el pliegue rocoso más cómodo para tenderse. Llevaba bajo el brazo una toalla enrollada y en medio de la toalla, el bañador y un libro. El cabo era un lugar solitario: unos pocos grupos de bañistas se zambullían o tomaban el sol escondidos unos de otros por las anfractuosidades del terreno. Entre dos rocas que lo ocultaban a la vista, Amedeo se desvistió, se puso el bañador y empezó a saltar de una cresta a otra de los escollos. Atravesó así, brincando con sus piernas flacas, la mitad de la escollera, por momentos volando casi sobre las narices de parejas de bañistas semiocultas, tendidas sobre toallas de baño. Después de un bloque de arenisca, de superficie porosa e irregular, empezaban los escollos lisos, de contornos redondeados; Amedeo se quitó las sandalias y llevándolas en la mano siguió corriendo descalzo, con la seguridad del que sabe calcular a ojo las distancias entre roca y roca y tiene unos pies cuyas plantas no le temen a nada. Llegó a un lugar donde la pared rocosa caía a pico sobre el mar: la pared estaba atravesada a media altura por una especie de escalón. Allí Amedeo se detuvo. Sobre un saliente plano acomodó su ropa bien doblada, y encima puso las sandalias con la suela hacia arriba, para que una ráfaga de viento no se lo llevara todo (en realidad apenas soplaba una ligerísima brisa del mar, pero ese gesto de precaución debía de ser habitual en él). Llevaba consigo una bolsita que era un cojín de goma; sopló hasta inflarlo, lo apoyó en un punto, y desde allí hacia abajo, en un tramo del borde rocoso en ligero descenso, tendió la toalla. Se dejó caer boca arriba y ya abría con las manos el libro en la página señalada. Así pasó largo rato tendido en la roca, bajo el sol que reverberaba por todas partes, la piel seca (tenía el bronceado opaco, irregular, de quien torna el sol sin método pero es resistente a las quemaduras), apoyó en el cojín de goma la cabeza cubierta con una gorra de tela blanca, mojada (sí: había bajado hasta un escollo al nivel del agua para empaparla), inmóvil, sólo los ojos (invisibles detrás de las gafas oscuras) seguían por las líneas blancas y negras el caballo de Fabrizio del Dongo. A sus pies se abría una pequeña cala de agua verdeazul, transparente casi hasta el fondo. Los escollos, según la exposición, eran de un blanco calcinado o estaban cubiertos de algas. En el fondo había una playita de guijarros. Cada tanto Amedeo alzaba los ojos hacia el espectáculo circundante, los posaba en un centelleo de la superficie y en la marcha oblicua de un cangrejo; después volvía absorto a la página donde Raskolnikof contaba los peldaños que lo separaban de la puerta de la vieja o Luden de Rubempré, antes de meter la cabeza en el nudo corredizo, contemplaba las torres y los techos de la Conciergerie. Desde hacía un tiempo Amedeo tendía a reducir al mínimo su participación en la vida activa. No es que no le gustara la acción; más aún, del gusto por la acción se alimentaban todo su carácter y sus preferencias; y sin embargo, de año en año, el furor de ser él quien actuaba iba disminuyendo, disminuyendo tanto que era como para preguntarse si alguna vez lo había sentido realmente. No obstante, el interés por la acción sobrevivía en el placer de la lectura: su pasión eran siempre las narraciones de hechos, las historias, la trama de las vicisitudes humanas. Novelas del siglo XIX, ante todo, pero también memorias y biografías y así sucesivamente hasta llegar a las novelas policíacas y a la ciencia ficción, que no desdeñaba pero que le daban menos satisfacción aunque sólo fuera porque eran libritos breves: a Amedeo le gustaban los volúmenes gruesos y sentía al abordarlos el placer físico que da hacer frente a un gran esfuerzo. Sopesarlos en la mano, apretados, espesos, sólidos, observar con un poco de aprensión el número de páginas, la vastedad de los capítulos; después entrar en ellos: un poco reticente al principio, sin ganas de hacer el primer esfuerzo de recordar los nombres, de seguir el hilo de la historia; después confiar en ellos, deslizándose por los renglones, atravesando el enrejado de la página uniforme, y más allá de los caracteres de plomo aparecía entonces la llama y el fuego de la batalla y la bala que silbando en el cielo caía a los pies del príncipe Adrei, ahora es la tienda atestada de estampas, de estatuas y Frédéric Moreau

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palpitante hacía su aparición en casa de los Arnoux. Más allá de la superficie de la página se entraba en un mundo en el que la vida, antes era más vida que la de aquí, de este lado: como la superficie del mar que nos separa del mundo azul y verde, grietas hasta perderse de vista

El sol era ardiente, el escollo quemaba y al cabo de un momento Amedeo se sentía uno con la roca. Llegaba al final del capítulo, cerraba el libro poniendo como señal el folleto publicitario, se quitaba la gorra de tela y las gafas, se ponía de pie medio atontado, y con grandes saltos llegaba a la punta extrema del escollo donde a toda hora un grupo de chiquillos se zambullía y volvía a trepar. Amedeo se erguía en un peldaño a pico sobre el mar, no demasiado alto, a un par de metros del agua, contemplaba con ojos todavía deslumbrados la transparencia luminosa que se extendía bajo sus pies y de golpe se tiraba. Su zambullida era siempre igual, de pez, bastante correcta, pero con cierta rigidez. El paso del aire asoleado al agua tibia habría sido casi imperceptible si no fuese brusco. No reaparecía en seguida, le gustaba nadar debajo del agua, cada vez más hondo, rozando casi el fon-do, hasta faltarle la respiración. Le daba mucho placer el esfuerzo físico, imponerse tareas difíciles (por eso iba a leer su libro en el cabo, al que subía en bicicleta, pedaleando furiosamente bajo el sol meridiano): nadando bajo el agua, trataba siempre de llegar a una pared de roca que emergía en cierto lugar de la arena del fondo, cubierta de un espeso matorral de hierbas marinas. Volvía a la superficie entre esas rocas y nadaba un poco alrededor; empezaba practicando el crawl con método, pero gastando más fuerzas de lo necesario; en seguida, cansado de tener la nariz metida en el agua como un ciego, pasaba a una brazada más libre, «marinera»; la vista le daba más satisfacción que el movimiento, y poco después de la «marinera» pasaba a nadar de espaldas, cada vez de manera más irregular y con interrupciones, hasta detenerse para hacer el muerto. Giraba y se revolvía en aquel mar como en un lecho sin orillas, y se proponía como objetivo o bien llegar a un islote, o bien dar algunas brazadas, y no cejaba hasta no llevar a buen término su propósito; unas veces se dejaba estar indolentemente, otras avanzaba hacia mar abierto deseoso de tener el cielo y el agua a su al-rededor, a veces volvía a acercarse a los escollos que emergían alrededor del cabo para no perder ninguno de los itinerarios posibles del pequeño archipiélago. Pero mientras nadaba se daba atenta de que la curiosidad que iba creciendo en él era la de conocer la continuación —pongamos— de la historia de Albertine. ¿La encontraría o no Marcel? Nadaba furiosamente o hacía el muerto, pero su corazón estaba entre las páginas del libro que había dejado en la orilla. Entonces, con rápidas brazadas alcanzaba su escollo, buscaba el punto donde se treparía, y así casi sin darse cuenta se encontraba arriba, frotándose los hombros con la toalla de esponja. Volvía a encasquetarse la gorra de tela, se tendía de nuevo al sol y comenzaba el nuevo capitulo. No era sin embargo un lector apresurado, famélico. Había llegado a la edad en que la segunda, la tercera o la cuarta lectura dan más placer que la primera. Y sin embargo, le quedaban todavía muchos continentes por descubrir. Cada verano, los preparativos más laboriosos antes de partir al mar eran los de la pesada maleta de libros: según la inspiración y los razonamientos de los meses de vida ciudadana, Amedeo escogía cada año ciertos libros famosos que quería releer y ciertos autores que afrontaba por primera vez. Y allí en el escollo los iba agotando, alzando a menudo los ojos de la página para reflexionar, jumar las ideas. En cierto momento, al levantar la vista, vio que en la playita de guijarros, en el fondo de la cala, se había tendido una mujer. Estaba muy bronceada, era flaca, ni demasiado joven ni de gran belleza, pero le pegaba estar desnuda (llevaba un «dos piezas» sucinto y bien arrollado en los bordes para tomar todo el sol posible), y atrajo la mirada de Amedeo. El observó que, mientras leía, separaba cada vez más a menudo los ojos del libro y los alzaba en el aire, y ese aire era el que había entre la mujer y él. la cara de ella (estaba tendida en la orilla en pendiente, sobre una colchoneta de goma, y a cada ojeada Amedeo veía las piernas no carnosas pero armoniosas, el vientre perfectamente liso, el pecho exiguo pero quizá no desagradable aunque probablemente un poco marchito, los hombros algo huesudos, como el cuello y los brazos, y la cara oculta por gafas negras y por el ala del sombrero de paja), ligeramente marcada, era vivaz, perspicaz e irónica. Amedeo la clasificó como el tipo de mujer independiente, que veranea sola, que a los balnearios populosos prefiere la escollera más desierta y le gusta estar así poniéndose negra como el carbón: evaluó la parte de indolente sensualidad y de insatisfacción crónica que había en ella; pensó furtivamente en las probabilidades que ofrecía para una aventura de rápido desenlace, las comparó con la perspectiva de una conversación convencional, de un programa nocturno,

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de posibles dificultades logísticas, del esfuerzo de atención que es siempre necesario para trabar conocimiento aunque sea superficial con una persona y siguió leyendo, convencido de que la mujer no podía en realidad interesarle. Pero o había pasado demasiado tiempo tendido en aquel lugar de la roca, o era que esos rápidos pensamientos le habían dejado una huella de inquietud, el hecho es que se sentía dolorido; las asperezas de la roca debajo de la toalla que le servía de colchón empezaban a resultarle incómodas. Se levantó para buscar otro lugar donde acostarse. Durante un instante dudó entre dos sitios que parecían igualmente cómodos: uno más alejado de la playita donde estaba la señora bronceada (inclusive al otro lado de un espigón de piedra que le impediría verla), el otro más próximo. La idea de acercarse y de que por sabe Dios qué juego de circunstancias imprevisibles se viera obligado a iniciar un diálogo e interrumpir por lo tanto la lectura, le hizo preferir en seguida el lugar más alejado, pero, pensándolo bien, se podría creer que él quería escapar de la señora recién llegada, y eso podía parecer poco elegante, de modo que optó por el lugar más cercano, de todos modos la lectura lo absorbía tanto que no sería desde luego la vista de la señora —que por lo demás ni siquiera era demasiado guapa— lo que pudiera distraerlo. Se tendió sobre un costado, sujetando el libro de modo que le ocultara la vista de ella, pero le cansaba mantener el brazo a esa altura y terminó por bajarlo. Entonces, la misma mirada que se deslizaba por los renglones, cada vez que tenía que volver al comienzo, encontraba, apenas más allá del margen de la página, las piernas de la veraneante solitaria. También ella se había desplazado un poco, buscando una posición más cómoda, y el hecho de haber alzado las rodillas y cruzado las piernas exacta-mente en la dirección de Amedeo, le permitía examinar mejor algunas proporciones de la señora, nada desagradables. En una palabra, Amedeo (aunque el filo de una roca le cortara la cadera) no hubiera podido encontrar una posición mejor: el placer que podía darle la vista de la señora bronceada —un placer marginal, un extra, pero no por ello despreciable ya que podía disfrutarlo sin esfuerzo— no perjudicaba el placer de la lectura, sino que se insertaba en su curso normal, de modo que estaba seguro de poder seguir leyendo sin tener la tentación de apartar la mirada.

Todo estaba en calma, sólo se deslizaba el fluir de la lectura a la que el paisaje inmóvil servía de marco, y la señora broncea-da se había convertido en una parte necesaria de ese paisaje. Amedeo contaba naturalmente con su propia capacidad para permanecer largo rato absolutamente inmóvil, pero no tenía en cuenta la movilidad de la mujer, que ya se levantaba, se ponía de pie, avanzaba entre los guijarros hacia la orilla. Se había puesto en movimiento —comprendió en seguida Amedeo— para ver de cerca una gran medusa que un grupo de chiquillos arrastraba hacia la orilla, empujándola con unas cañas. La señora bronceada se inclinaba hacia el cuerpo invertido de la medusa e interrogaba a los chicos; sus piernas se alzaban sobre zuecos de madera de tacones muy altos, incómodos para aquellas rocas; su cuerpo, visto de atrás como ahora lo veía Amedeo, era el de una mujer más agradable y más joven de lo que le había parecido antes. Pensó que para un hombre en busca de aventuras el diálogo de ella con los chiquillos pescadores habría sido una ocasión «clásica»: acercarse, comentar también él la captura de la medusa e iniciar así la conversación justo lo que él no hubiera hecho por todo el oro del mundo!, pensó para sí, sumiéndose de nuevo en la lectura. Claro que esta norma de conducta le impedía también satisfacer una curiosidad natural respecto a la medusa que era, por lo que se veía, de dimensiones insólitas, y de una extraña tonalidad esfumada, entre el rosa y el violeta. Curiosidad ésta por los animales marinos que, lejos de distraerlo, era coherente con el mismo tipo de pasión por la lectura; además, en aquel momento el interés por la página que estaba leyendo —un largo pasaje descriptivo— había ido disminuyendo; en una palabra, era absurdo que para defenderse del peligro de iniciar una conversación con la veraneante, él se vedase también impulsos espontáneos y bien justificados, como el de distraerse unos pocos minutos observando de cerca una medusa. Puso la señal, cerró el libro y se levantó: su decisión no podía ser más oportuna: justo en ese momento la señora se separaba del grupito de muchachos, disponiéndose a volver a su colchoneta. Amedeo lo notó mientras se iba acercando y sintió la necesidad de decir en seguida una frase en voz alta. Gritó a los muchachos: —¡Cuidado! ¡Puede ser peligrosa! Los chicos, en cuclillas alrededor del animal, ni siquiera levantaron los ojos: con los trozos de caña que tenían en la mano seguían tratando de levantarla y darle la vuelta; pero la señora se

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giró vivamente y se acercó de nuevo a la orilla, con aire entre interrogativo y asustado: —¡Uy!, qué miedo, ¿muerde? — Si se toca quema la piel —explicó él, y se dio cuenta de que se había dirigido, no a la medusa sino a la veraneante, que quién sabe por qué se cubría el pecho con los brazos en un estremecimiento inútil y sus miradas casi furtivas pasaban del animal boca arriba a Amedeo. El la tranquilizó y así, como era de prever, empezaron a hablar, pero no importaba, porque Amedeo volvería en seguida al libro que lo esperaba; le bastaba echar un vistazo a la medusa y por eso acompañó ala señora bronceada, que se inclinó en medio del círculo de chiquillos. La señora observaba ahora con asco, los nudillos de los dedos contra los dientes, y en cierto momento estando uno al lado del otro sus brazos se tocaron y tardaron un momento en separarse. Amedeo se puso entonces a hablar de medusas: su competencia directa no era mucha, pero había leído algunos libros de famosos pescadores y exploradores submarinos, de modo que —sobrevolando la fauna menuda— llegó en seguida a hablar de la famosa «manta». La veraneante lo escuchaba mostrando un gran interés y cada tanto intervenía, siempre a destiempo, como suelen hacer las mujeres. —¿Ve esta mancha roja que tengo en el brazo? ¿No habrá sido una medusa? —Amedeo palpó el punto, un poco más arriba del codo, y dijo que no. Estaba un poco rojo porque se había apoyado en el codo mientras estaba echada. Con eso, todo se terminó. Se saludaron, ella volvió a su lugar, él al suyo y reanudó la lectura. Había sido un intermedio que duró el tiempo justo, ni mucho ni poco, una relación humana no antipática (la señora era cortés, discreta, dócil) justamente porque apenas había comenzado. Pero en el libro encontraba una adhesión a la realidad mucho más plena y concreta, donde todo tenía un significado, una importancia, un ritmo. Amedeo se sentía en una disposición perfecta: la página escrita le abría la verdadera vida, profunda y apasionante, y alzando la vista encontraba una conjunción casual pero placentera de colores y sensaciones, un mundo accesorio y decorativo que no podía comprometerlo en nada. La señora bronceada, desde su colchoneta, le sonrió y le hizo un gesto de saludo, él respondió también con una sonrisa y un gesto vago y bajó en seguida la mirada. Pero la señora había dicho algo.

—¿Cómo dice? —¿Lee, sigue leyendo? —¿Es interesante? —Sí. —¡Que siga bien! —Gracias. No debía alzar más los ojos. Por lo menos hasta el final del capítulo. Lo leyó de un tirón. Ahora la señora tenía un cigarrillo en la boca y se lo señalaba con un gesto. Amedeo tuvo la impresión de que desde hacía ya un momento ella trataba de llamar su atención. —¿Cómo? —… cerillas, disculpe... —Ah, no, no fumo... El capítulo había terminado, Amedeo leyó rápidamente las primeras líneas del siguiente, que encontró sorprendentemente apasionantes, pero para abordar el nuevo capítulo sin preocupaciones, había que solucionar cuanto antes la cuestión de las cerillas. —¡Espere! Se levantó, salió saltando entre los escollos, medio aturdido por el sol, hasta encontrar un gntpim de gente que fumaba. Pidió prestada una caja de cerillas, corrió hasta la señora, le encendió el cigarrillo, volvió corriendo a devolver la caja, le dijeron: —Quédesela, quédesela, por favor —corrió de nuevo hasta la señora para dejarle la caja, ella le dio las gracias, él esperó un momento antes de irse, pero comprendió que después de aquella pausa tenía que decir algo más y dijo: —¿No se baña? —Dentro de un rato —dijo la señora—, ¿y usted? —Yo ya me he bañado. ¿Y no vuelve a meterse en el agua? —Sí, leo otro capítulo y nado otro poco. —Yo también, fumo el cigarrillo y me zambullo.

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—Hasta luego, entonces. —Hasta luego. Esta especie de cita le devolvió una calina que —ahora se daba cuenta— no conocía desde que había advertido la presencia de la veraneante solitaria: ahora ya no le pesaba sobre la conciencia la idea de mantener con aquella señora una relación cualquiera; todo quedaba postergado al momento del baño —baño que de todos modos él se hubiera dado, aunque ella no estuviera— y ahora podía abandonarse sin remordimientos al placer de la lectura Al punto de no advertir que en cierto momento —cuando aún no había llegado al final del capítulo— la veraneante, terminado el cigarrillo, se había levantado y se le había acercado para invitarlo a bañarse. Vio los zuecos y las piernas rectas a poca distancia del libro, alzó la mirada, volvió a bajarla a la página —el sol era deslumbrante— y leyó de prisa algunas líneas, miró nuevamente hacia arriba y la oyó: —¿No le estalla la cabeza? ¡Yo me zambullo! Sin embargo, se estaba bien allí, leyendo y alzando la vista entre párrafo y párrafo. Pero como no jodía seguir postergando, Amedeo hizo algo que no hacía nunca: se saltó casi media página hasta el final del capítulo, que en cambio leyó con mucha atención, y después se levantó. —¡Vamos! ¿Se zambulle desde la punta? Después de tanto hablar de zambullirse, la señora bajó al mar con cautela desde un peldaño al ras del agua. Amedeo se arrojó de cabeza desde una roca más alta de lo habitual. Era la hora en que el sol todavía declina lentamente. El mar estaba dorado. Nadaron en aquel oro, un poco separados; por momentos Amedeo se hundía unas brazadas bajo el agua y se divertía pasando por debajo de la señora para asustarla. Decimos que se divertía: cosa de niños, claro está, pero por lo demás, ¿qué se podía hacer? El baño de a dos era ligeramente más aburrido que a solas; pero la diferencia era mínima. Fuera de los reflejos de oro, el azul del agua se ensombrecía, como si del fondo aflorase una oscuridad de tinta. Era inútil, nada igualaba el sabor a vida que hay en los libros.

Mientras nadaba entre ciertos escollos hirsutos, semisumergidos, y dirigía a la señora asustada (para hacerla subir a un islote le rodeó las caderas y el pecho, pero de tanto estar en el agua, sus manos se habían vuelto casi insensibles, las yemas de los dedos estaban blancas y onduladas), Amedeo miraba cada vez más seguido hacia la orilla donde se distinguía la tapa del libro en colores. No había otra historia, otra espera posible que la que había dejado en suspenso entre las páginas donde estaba la señal, y todo lo demás era un intervalo vacío. Pero de regreso ala orilla, el ayudarse a subir, secarse, frotarse mutuamente los hombros, terminó por crear una especie de intimidad, de modo que a Amedeo le pareció que en ese momento volver a su rincón sería poco elegante. —Bueno —dijo—, me quedo a leer aquí; voy a buscar el libro y el cojín. A leer, había tenido buen cuidado de advertir. Y ella: —Sí, muy bien, yo también fumo un cigarrillo y leo un poco Annabella. Tenía una revistilla de ésas de mujeres, y así los dos se pusieron a leer cada uno por su lado. La voz de ella le llegó como una gota fría en la nuca, pero sólo decía: —¿Por qué se queda ahí, que es duro?, venga a la colchoneta, le dejo lugar. La propuesta era amable, en la colchoneta se estaba bien y Amedeo asintió de buen grado. Estaban echados, él en un sentido y ella en el otro. La señora no hablaba, hojeaba las páginas ilustradas y Amedeo consiguió sumergirse por entero en la lectura. El ocaso era lento, de esos en que el calor y la luz casi no disminuyen sino que se van atenuando suavemente. La novela que leía Amedeo había llegado a ese momento en que se revelan los mayores secretos de los personajes y del ambiente, y uno se mueve en un Inundo familiar, y se alcanza una especie de paridad, de confianza entre el autor y el lector y se avanza al mismo paso, y uno no se detendría nunca. En la colchoneta de goma se podían hacer también esos pequeños movimientos que los miembros necesitan para no entumecerse, y una pierna de él, en un sentido, se adhirió a una pierna de ella, en el otro. A Amedeo la cosa no le desagradaba y se quedó así; a ella por lo visto tampoco, porque no se movió. La dulzura del contacto se sumaba a la lectura y, en lo que respecta a Amedeo, la hacía más completa; en cambio para la veraneante debía de ser diferente, porque se incorporó, se sentó y dijo:

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—Pero... Amedeo tuvo que levantar la cabeza del libro. La mujer lo miraba y sus ojos eran amargos. —¿Le pasa algo? —preguntó él. —¿Pero no se cansa nunca de leer? —dijo la mujer—. ¡No se puede decir que sea usted un tipo sociable! ¿No sabe que a las señoras hay que darles conversación? —añadió con una semisonrisa que tal vez quería ser sólo irónica pero que a Amedeo, que en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por no despegar-se de la novela, le pareció francamente amenazadora. «¡Quién me manda meterme en esto!», pensó. Ahora estaba claro que con aquella mujer al lado no podría leer ni una línea más. «Habría que hacerle entender que se ha equivocado», pensó, «que soy el tipo menos indicado para hacer de galán de playa, que soy un tipo al que es mejor no darle ninguna confianza.» —¿Conversación? —dijo en voz alta—. ¿Qué conversación?—y estiró una mano hacia ella. «Bueno, si ahora le pongo las manos encima, se sentirá ofendida por un gesto tan fuera de lugar, quizá me dé una bofetada y se vaya.» Pero tal vez fuera su natural reserva, tal vez un deseo diferente, más dulce, lo que en realidad lo impulsaba, el hecho es que la caricia, en vez de brutal y provocativa, fue tímida, melancólica, casi suplicante: le rozó el cuello con los dedos, levantó una cadenita que ella llevaba y la dejó caer. La respuesta de la mujer consistió en un gesto primero lento, como resignado y un poco irónico —bajó la barbilla de costado, para retener la mano—, después, rápido, como en un calculado impulso de agresividad, le mordió el dorso de la mano. —¡ Ay! --exclamó Amedeo. Se separaron. —¿Así es cómo da usted conversación? —dijo la señora. «Está bien», razonó velozmente Amedeo, «esta manera mía de dar conversación no le gusta, de modo que hasta de conversación y a leen», y ya se arrojaba sobre un nuevo párrafo. Pero trataba de engañarse a sí mismo: se daba perfecta cuenta de que habían llegado demasiado lejos, que entre él y la señora broncea-da se había creado una tensión que no se podía interrumpir; sentía que él era el primero en no querer interrumpirla, de todas maneras no conseguiría volver a la única tensión de la lectura, toda recogida e interior. Podía en cambio tratar de que esa tensión externa siguiera, por así decirlo, un curso paralelo a la otra, para no tener que renunciar ni a la señora ni al libra Como la señora se había sentado apoyando la espalda en un escollo, él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros, con el libro sobre las rodillas. Se volvió hacia ella y la besó. Se separaron y volvieron a besarse. Después él bajó la cabeza hacia su libro y reanudó la lectura. Mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar corno antes. El sol se ponía poco a poco detrás del promontorio cercano, y detrás del siguiente y del siguiente, dejándolos sin colores, a contraluz. De las anfractuosidades del cabo habían desaparecido todos los bañistas. Ahora estaban solos. Amedeo ceñía los hombros de la veraneante con un brazo, leía, la besaba en el cuello y en las orejas —le parecía que a ella le gustaba— y cada tanto, cuando la mujer se giraba, en la boca; después volvía a leer. Quizás esta vez había encontrado el equilibrio ideal: hubiera continuado así durante un centenar de páginas. Pero una vez más fue ella la que quiso cambiar la situación. Empezó a ponerse tiesa, casi a rechazarlo, y entonces dijo: —Es tarde. Vamos. Yo me visto. Esta brusca decisión abría perspectivas completamente distintas. Amedeo se quedó un poco desorientado, pero no se detuvo a sopesar el pro y el contra. Habla llegado a un punto culminante del libro y la frase de ella: «Yo me visto», apenas oída, se había traducido en su cabeza en esta otra: «Mientras se viste, tendré tiempo de leer algunas páginas seguidas». Pero ella: —Ten en alto la toalla, por favor --le dijo, tuteándolo quizá por primera vez—, que nadie me vea. La precaución era inútil porque la escollera había quedado desierta, pero Amedeo asintió de buen grado, ya que podía sostener la toalla sentado y leyendo el libro que tenía apoyado en las rodillas.

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Al otro lado de la toalla la señora se había soltado el sujetador sin preocuparse de que él la mirase o no. Amedeo no sabía si mirarla fingiendo que leía o si leer fingiendo que la miraba. Las dos cosas le interesaban, pero mirarla le parecía mostrarse demasiado indiscreto, seguir leyendo, demasiado indiferente. La señora no practicaba el sistema habitual de las bañistas que se cambian al aire libre, que consiste en ponerse primero el vestido y después quitarse el bañador por abajo; no: ahora que tenía el pecho desnudo se quitaba también el «slip». Entonces fue cuando por primera vez ella volvió la cara hacia él: y era una cara triste, con un pliegue amargo en la boca, y meneaba la cabeza y lo miraba. «¡Ya que tiene que suceder, que suceda en seguida!», pensó Amedeo echándose hacia adelante con el libro en la mano, un dedo entre las páginas, pero lo que leyó en aquella mirada —reproche, conmiseración, desaliento, como si quisiera decir: «Estúpido, hagámoslo ya que hay que hacerlo, pero no entiendes nada, corno todos los otros...»—, es decir, lo que no leyó, porque no sabía leer en la mirada, pero advirtió confusamente, le provocó tal arrebato que, al abrazarla y caer junto a ella en la colchoneta, giró apenas la cabeza hacia el libro para comprobar que no acabara en el mar. Cayó en cambio justo al lado de la colchoneta, abierto, pero habían pasado algunas páginas y Amedeo, aunque siempre en el arrebato de sus abrazos, trató de liberar una mano para poner la señal en la página justa: no hay nada más fastidioso, cuando uno quiere reanudar rápidamente la lectura, que tener que estar allí pasando hojas sin volver a encontrar el hilo. El entendimiento amoroso era perfecto. Podía tal vez prolongarse más; pero, ¿acaso no había sido todo fulminante en ese encuentro suyo? Oscurecía. Abajo los escollos se abrían en tobogán, formando una pequeña cala. Ahora ella había bajado y había metido la mitad del cuerpo en el agua. —Ven tú también, démonos un último baño... —Amedeo, mordiéndose un labio, contaba las páginas que faltaban para el final.

ÍTALO CALVINO

(1923-1985)

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