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9 LA VERTIENTE POLÍTICA DE LA PASTORAL S. GALILEA — M. OSSA — A. GAETE R. BOSC — G. GIRARDI — P. FONTAINE

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9 LA VERTIENTE POLÍTICA DE LA PASTORAL S. GALILEA — M. OSSA — A. GAETE R. BOSC — G. GIRARDI — P. FONTAINE

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DEPARTAMENTO DE PASTORAL CELAM

Instituto Pastoral Latinoamericano ( I P L A )

(Con Licencia Eclesiástica)

Quito, Octubre 1970.

Colección IPLA

S. GALILEA — M. OSSA — A. GAETE — R. BOSC

G. GIRARDI — P. FONTAINE

EDITOR: SEGUNDO GALILEA

LA VERTIENTE POLÍTICA DE LA PASTORAL

Quito, Ecuador - 1970

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PRESENTACIÓN

El asunto de la incidencia político- social de la acción apostólica está hoy en el primer plano de la pastoral latinoamericana. El problema es antiguo como la Iglesia, pero su actualidad y originalidad de situación es nuevo y propio para América Latina. Es sobre todo a partir del Concilio —y Medellín— que los pensadores trabajan una "teología política", y que aparentemente (?) hay un deslizamiento de la Iglesia hacia la crítica e influencia en los centros de podar política. Como también es nueva la apa­rición de ciertas coyunturas políticas en el conti­nente: la violencia, el compromiso revolucionario de cristianos, la "concientización" como fenómeno general...

Con esta publicación, el Instituto Pastoral Latino­americano entiende contribuir a la cristalización de criterios político-pastorales latinoamericanos. Los tra­bajos que se presentan son ensayos —pues hay poco de definitivo en esta materia— que pretenden roturar un camino y abrir una discusión. Hemos reunido seis trabajos de otros tantos pensadores cristianos que se ocuparon últimamente del tema "Pastoral y Política" en América Latina. En los tres primeros se sitúa el problema en la realidad latinoamericana y en la teo­logía pastoral, a fin de crear criterios de acción. En los tres últimos se tocan algunos puntos más espe­cíficos y urgentes de la situación del cristianismo en la revolución latinoamericana: la violencia y la no violencia, la lucha de clases, y la situación de la fe en todo este contexto.

INSTITUTO PASTORAL LATINOAMERICANO

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LA VERTIENTE POLÍTICA DE LA PASTORAL

En este artículo, Segundo Galilea, del Instituto Pastoral La­tinoamericano, nos presenta la actual evolución y significado pas­toral en América de las relaciones Iglesia-Política. Situada en sus antecedentes históricos próximos, esta evolución pastoral presenta hoy fuertes exigencias a los apóstoles, en cuanto a po­breza, riesgo y purificación de la Misión.

Las relaciones e implicaciones entre la acción de la Iglesia —la Pastoral— y la política, a través de la historia, no han dejado de pecar a veces de ambi­güedad ni han sabido liberarse de posiciones que re­flejan una situación cultural, una cierta eclesiología o teología pastoral discutible, o una concepción estre­cha de lo que es política. (Lo cual refleja a su vez, nuevamente, una cierta cultura].

Para salir de esta concepción estrecha de "la po­lítica" tenemos que desembarazarnos de una imagen que hace de "la política", política "partidista". El cam­po de los partidos políticos y su juego es un aspecto secundario y puramente eventual de la política. Es decir, ahí donde no hay "política de partidos" (y exis­ten hoy muchos países latinoamericanos en esa cir­cunstancia], "la política" subsiste. Según la defini-

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ción hoy clásica, ia acción política es toda acción "en las estructuras donde se ejerce autoridad y poder con respecto a una ley, o sea en estructuras donde se de­fine y determina la marcha de una sociedad, su re­lación con otras y la relación de los grupos de ella". De modo que toda acción de influencia, directa o indirecta, sobre estas estructuras políticas, será de alguna mane­ra una acción con una dimensión política. Aun el juicio crítico sobre ellas, desde el momento que esa crítica es el comienzo de una dinámica de cambio, es una acción política. El juicio crítico podrá tener motiva­ciones puramente éticas —o motivaciones pastora­les—, pero tendrá una vertiente política. Que es pre cisamente lo que de hecho está sucediendo hoy en la configuración que va tomando la pastoral de la Igle­sia latinoamericana.

Algunos ejemplos. Tanto en la "Populorum Pro-gressio" como en varios momentos de sus discursos en Bogotá, Pablo VI pidió reformas económico-socia­les" profundas, rápidas y audaces'. En el mismo sen­tido, el documento "Justicia" de los obispos de Me-dellín (ns. 3, 10, 1 6 . . . ) . Evidentemente aquí no hay ningún juicio en cuanto a los medios o a la técnica (no es función de la jerarquía), pero para el que co­nozca algo la situación latinoamericana, la traducción histórica de ese imperativo de reformas significa, simplemente, que el papa y los obispos no desean gobiernos conservadores, sino inspirados en ideolo­gías de cambio, ni una política de desarrollo de tipo capitalista. Lo cual implica un juicio político. Unos meses antes, en su carta pastoral sobre Desarrollo e integración (marzo del 68), el episcopado mexicano lanzó una crítica (suave, dada las peculiares circuns­tancias político-religiosas del país) tanto a la refor­ma agraria como al sistema ejiditario (n. 12, 43); igualmente al sistema político, paternalista y de po­ca participación (14), llamando a un cambio de es­tructuras políticas (25) y a una mayor intervención de los cristianos (52). Todo este juicio, que viene desde un ángulo pastoral, no puede evitar tener hon­das repercusiones políticas.

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Prácticamente en todos los países latinoamerica­nos las diversas agrupaciones de presbíteros han asu­mido posiciones, desde entonces, de gran significa­ción política. El consejo de presbíteros de Ecuador, en su primera Convención nacional (enero 1970) se pronunció en contra de cualquier sistema político dictatorial, y en pro de una política de nacionaliza­ción 7.7.c.). El grupo de presbíteros "Golconda", en Colombia, en su declaración de diciembre de 1968 condenó claramente el actual sistema político-econó­mico de su país, se solidarizó con los movimientos de cambio revolucionario, y optó por un sistema so­cialista (III, 3 y 6). El grupo "Onis". en Perú, varias veces ha apoyado explícitamente la gestión del ac­tual gobierno militar y varias de sus opciones políti­co sociales. En Santiago de Chile, el Centro "Me-dellín", en su comunicado de julio del 69, al propug­nar para la iglesia una acción liberadora, dice que esta acción implica una opción política de realizar una nueva sociedad, y que prescindir de esta opción sería también una actitud política, con signo opuesto (II, 1). En Argentina, los "Sacerdotes del Tercer mun­do" han tenido confrontaciones permanentes con los gobiernos locales y central . . .

Los ejemplos se podrían multiplicar indefinida-te, sin hablar de los choques de la jerarquía con el gobierno en Brasil, en Paraguay, y sin mencionar tam­poco los numerosos sacerdotes extranjeros expulsa­dos "por mezclarse en política interna" ya sea en Brasil, en México o en Ecuador. Lo que aquí nos in­teresa es que se trata de pronunciamientos de após­toles que comprometen oficialmente la pastoral de la Iglesia (por eso hemos aportado exclusivamente pos­turas jerárquicas), ya que nadie discute que el laicado intervenga en política. Igualmente podrían discutirse tal o cual análisis político o social en que se basan algunas de estas posturas, pero aquí nos interesa más bien el hecho de tomarlas.

¿Qué sucede hoy día con la pastoral? ¿Los pas­tores "se meten en política"? ¿La pastoral simple­mente se politiza? Tratemos de entender lo que pasa

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viendo primeramente la evolución que en América Latina tuvo la acción de la Iglesia frente a la socie­dad temporal.

De la dimensión social a la dimensión política de la pastoral.

Hasta más o menos la década de los treinta —de­pende mucho de cada país— la pastoral oficial tuvo un marcado tinte político en ciertos momentos. Por ejemplo, hizo causa común con el partido Conserva­dor y se enfrentó con el partido Liberal y con grupos de izquierda. Estas intervenciones, que hay que com­prender en su contexto histórico, tenían una motiva­ción fundamental: defender las conviciones y posicio­nes de la Iglesia (sobre escuelas, unión Iglesia-Esta­do, matrimonio, libertad de acción, etc.). Esta acción política en defensa de los derechos espirituales o in­tereses materiales (todo se mezcló un poco) de la Iglesia llegó hasta la violencia, como en el caso de México. Pero por los años treinta la situación cam­bia. La Iglesia renuncia a su predominio temporal y a apoyarse en partidos o medios políticos. Hay una marcada inhibición de la vida política, para centrarse más y más en los problemas de ética social (la "cues­tión social") y de justicia económico-social. Creo que esta orientación se mantuvo hasta el Concilio en los países de América Latina en que la Iglesia tomó po­sición en lo social. No fue en todos así. En muchas Iglesias el desvincularse de lo político creó de hecho una dicotomía "pastoral- sociedad", "acción religiosa-compromiso social". Este dualismo desencarnó la pastoral y la marginó históricamente. Fue el caso notorio de la pastoral preconciliar de muchos países.

En el Concilio se produce una conversión, y el reflejo de esta conversión es la Conferencia de Me-dellín. Oficialmente se termina el dualismo Iglesia-Sociedad y la Iglesia vuelve a proyectar su influencia en lo social. Pero aparecen aquí dos diferencias in­teresantes con respecto a la actitud ya sea anterior a los años 30, ya sea a la asumida por las Iglesias

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que ya antes del Concilio se definían socialmente. Primeramente, la Iglesia ahora interviene en lo social no para salvaguardar sus convicciones o posiciones, sino para defender y liberar al hombre latinoamerica­no oprimido. Es decir, la Iglesia ahora sigue procla­mando el Evangelio, pero pasando por los derechos del hombre oprimido. Creo que esta perspectiva es la gran novedad de Medellín, y el secreto de su éxito. Porque el hombre moderno —y el cristiano moderno— quiere una Iglesia que defienda no sus intereses, si­no al hombre. Eso es lo que quiere decir "Iglesia ser­vidora". Si la primera actitud "política" terminó por hacerse inaceptable y apareció a muchos narcisista, la segunda actitud no lo es. El hombre sabe reconocer y aceptar en la Iglesia una "actitud política" cuando es en servicio de la justicia.

Hemos hablado de "actitud política", porque esto marca la segunda diferencia de la actual situación: la pastoral comienza a comprender que la evangeliza-ción liberadora y el juicio crítico y profético de la Igle­sia sobre la sociedad injusta tiene necesariamente implicaciones políticas. Que en la actual situación histórica latinoamericana la acción pastoral tiene ne­cesariamente una vertiente política, so pena de dejar al Evangelio fuera de la Historia. Paradojalmente, en la medida que la Iglesia abandonó la intervención po­lítica partidista, creció su influencia e inspiración po­lítica en su sentido prístino. Es lo que está sucedien­do ahora. La Iglesa se libera de la política partidista e interesada "en lo suyo", y con ello deja en libertad su verdadera influencia política. Cuanto más asume su misión inspiradora y profética, sin entrar en lo téc­nico ¡cuanto más asume su vocación social; cuanto más decididamente entra en la historia, su profecía, su inspiración y toda su acción pastoral comienzan a producir terremotos en el sector político.

Esto podría corroborrarse con los datos de ex­periencia pastoral. Por un lado, todos aceptamos que la pastoral tenga una doctrina social e imperativos sociales, por razón de las exigencias de un Evange­lio que alcanza también los aspectos sociales de la

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vida, o por razón de la defensa o promoción de valores humanos que están en juego. Pero resulta que cuanto más agudo es un problema social o humano, cuanto más en peligro está el hombre, cuanto la injusticia y la opresión es mayor (caso de América Latina), el problema social se transforma más y más en proble­ma político, el aspecto político se hace más totali­tario, la solución del hombre oprimido queda más uni-lateralmente en manos de las estructuras de poder. Lo económico y lo social quedan incluidos en deci­siones políticas, y los buenos planes de desarrollo quedan nulos si no hay voluntad política de realizar­los. La legislación social chilena, o argentina, o me­xicana — por poner sólo algunos ejemplos —hace ya 30 años era bastante avanzada, pero con resultados mínimos en la liberación de los oprimidos: el engra­naje político, obstaculizado por los intereses de todo tipo del colonialismo interno y externo, no funcionó. Los planes de desarrollo del litoral ecuatoriano son buenos y viables, pero están paralizados a causa de que el sistema político está prisionero de una es­tructura colonial. Por eso muchos latinoamericanos miran sin entusiasmo los organismos vaticanos y na­cionales de "Justicia y Paz", y sus diversas iniciativas sociales y de creación de fondos para el desarrollo: les parece que desconocen de hecho el problema político, que parecen pensar en la eficiencia del desarro­llo desligado de opciones políticas, y que eluden, en fin, la confrontación con los poderes de decisión. Es­ta crítica se hace hoy a todo un tipo de "pastoral social".

Por otra parte, los pastores que cayeron en la cuenta de estas limitaciones, han optado por una "pas­toral social" que "libere y concientice", más que "ha­ga cosas". La Conferencia de Medellín trae precisa­mente ese mensaje. La evangelización es presentada en toda su fuerza liberadora y personalizadora. Ac­ción pastoral y liberación humana se descubren inse­parables. Pero resulta que la toma de conciencia les revela en primer lugar su dependencia de los centros de poder, la opresión de los grupos influyentes, y lo inhumano de las estructuras, también las políticas.

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Y resulta que la liberación que inspira esta pastoral inspirada por el Evangelio va a pasar necesariamente por las decisiones políticas. Y por todo esto sucede lo que estamos viendo: que la pastoral auténtica y li­beradora es políticamente subversiva, ahí donde la so­ciedad es injusta.

Libertad pastoral y estructura de poder.

Pero la experiencia actual de la pastoral latino­americana nos enseña también otra cosa: que no to­dos los pastores, ni mucho menos, han optado por esta vía pastoral, o por lo menos no han aceptado sus consecuencias lógicas. Se escamotean sus_( implica­ciones político-sociales, o se mantiene un "desarro-llismo" ingenuo. En este sentido la realidad enseña que el CELAM en Medellín se adelantó a la mayoría de los episcopados nacionales. Clero en postura apostólica liberadora (con su inevitable vertiente po­lítica) recibe escaso apoyo de sus obispos en Colom­bia, en Argentina, en Brasil, a menudo en México, para no mencionar sino países importantes. Dicho francamente, la mayoría del episcopado latinoameri­cano aún no se compromete con la historia.

Las razones de esto son muy variadas. En mu­chos pastores late aún el viejo dualismo "lo religioso-lo temporal". Propugnan una pastoral sin referencia temporal, por lo tanto sin vertiente ni liberadora ni política. (Carecen de "teología política", en el sen­tido moderno del término). En otros vibran aun imá­genes perturbadoras y paralizantes de "la política". La identifican con política partidista, pequeña, que empañaría la misión trascendente de la Iglesia, que divide. Pero ya vimos de qué política se trata real­mente. Entre estos pastores, muchos temen "ensu­ciarse las manos". Es verdad que esta pastoral libe­radora embarca al apóstol en riesgos, pero a éstos se les podría reprochar aquello de "tienen las manos limpias, pero no tienen manos". . . (Tienen una pas­toral sin riesgos, pero no hacen pastoral).

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Tal vez el problema central en muchos estribe en su falta de libertad frente al poder, político-guber­namental u otro. Desde el momento que la Iglesia asume su función profética-crítica en defensa de los oprimidos e inspirando cambios, inevitablemente, en América Latina, sus representantes oficiales van a molestar y a chocar con los poderes establecidos. De hecho estos o favororecen el actual sistema, o bien, detentando una ideología de cambio, son ellos mis­mos prisioneros del "sistema", hasta el punto de ser más sensibles a las presiones de los poderosos que al mudo clamor de la injusticia. En tales circunstan­cias, la confrontación de la pastoral liberadora con el poder parece inevitable en América Latina, conce­diendo que ésta disminuye en el grado que los pode­res hacen obra de justicia (y de hecho ésto se realiza en algunos países, en mayor o menor grado). Más los pastores se comprometen en esta línea, más se multiplican los conflictos. Los casos de Paraguay y Brasil, aunque radicalizados, son paradigmáticos. Y si la pastoral quiere ser realmente histórica y libe­radora, tendrá que tener la libertad de tomar posi­ción, de compometerse. Los pastores deben desoli-darizarse explícitamente y con hechos de poderes opresivos o que no están al servicio de los cambios necesarios. La libertad pastoral de la Iglesia en la América Latina de hoy cuesta cara. Muchos postóles han mantenido un "equilibrio" o neutralidad falsa, que es de por sí una toma de posición; la aceptación tá­cita del "sistema". Para cada vocación cristiana la santidad hoy tiene un estilo y un precio. En la voca­ción pastoral, la santidad pasa por la conversión del compromiso —aun confictivo— con los oprimidos, y por una libertad valiente frente a las estructuras de poder. Cada vez se hace más difícil en América ser pastor sin al mismo tiempo aceptar las consecuencias dolorosas de ser también un profeta.

Se trata en definitiva de entrar en la historia la­tinoamericana par encarnar en ella el poder trans­formador de la Cruz. De procurar con toda la fuerza inspiradora del Evangelio que la liberación definitiva de la escatología se realice "ahora" lo más posible.

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Que la Pastoral tiene una vertiente política quiere de­cir finalmente que ella está llamada a fermentar una sociedad cuyas estructuras y centros de poder sirvan más y más a la justicia y a la fraternidad humana, como una realización de la Pascua de Cristo que se consumará en el Reino definitivo.

En la práctica, esta libertad pastoral de la Iglesia —que constituye también su libertad política— está llevando al pastor a situaciones cuyas opciones difie­ren un tanto de ciertos ideales que primaron en tiem­pos anteriores. El ideal entonces pareció para la Igle­sia el cumplir una misión de mediadora, de concilia­dora en los conflictos sociales y políticos. Así el pa­pado en Europa hasta hace poco, obispos y sacerdo­tes en América Latina mediaron en la Colonia en be­neficio de los esclavos, más adelante ante los patro­nes para aliviar la suerte de los campesinos... En su época, esta forma de intervención fue más o me­nos eficaz. Supone además un sistema de "cristian­dad". Hoy día, pastoralmente es cuestionable. Por de pronto una Iglesia que hoy quiere estar bien con todos, y hacer de "mediadora" sin tomar opciones o "compromisos", no parece alcanzar resultados. Las mediaciones papales en las guerras y conflictos ac­tuales y que hubo en este siglo han fracasado. Los obispos no pueden traer armonía en la actual lucha social en América. El caso de Brasil, de Estados Unidos, y demás países según les llega el turno.

Es que hoy día se requiere que la Iglesia en es­te campo tome opciones y se comprometa al lado de la justicia y de los oprimidos. La neutralidad, o las posiciones dialécticas hoy escandalizan, aunque se pretenda hacer reconciliación. Se trata de pasar de usía pastoral de "mediación" a una pastoral de "com­promiso". A menudo son incompatibles. Si Pablo VI fracasó como mediador en la guerra de Nigeria, fue en buena parte porque se comprometió en la ayuda de los hambrientos en Biafra. La ineficacia de muchos llamados a la paz, a la no violencia, a la caridad de muchas altas personalidades eclesiásticas de Amé­rica Latina —al respecto basta recorrer cada año los

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mensajes de Navidad, por ejemplo, a menudo a-his­tóricos— se debe a que no se pasó de una perspec­tiva "mediadora" a una "comprometida" y verdade­ramente liberadora. Esas frases y buenos deseos, sin hechos valientes en pro de situaciones u oprimi­dos concretos, son retórica. No son pastorales. Es­te peligro acecha hoy también a las mejores decla­raciones de la jerarquía latinoamericana (Medellín...), y está en la raíz del desperestigio popular de los do­cumentos oficiales. Un pastor, en cambio, evangéli­camente libre y solidario con la suerte de los opri­midos, al inspirar las conciencias hacia el cambio y la liberación, y al proclamar que el amor debe ser el alma de toda lucha y de toda revolución social, lo­grará que su palabra sea fermento en la Historia. Varios ejemplos actuales latinoamericanos lo con­firman.

Para terminar, diría que la actual coyuntura pas­toral latinoamericana requiere del pastor una muy buena formación social y política. De otro modo que­dará en vaguedades o se dejará llevar por la tenden­cia de moda, por la emotividad de los acontecimien­tos o caerá en simplismos ingenuos. Muchas veces el actual clero latinoamericano que está tomando po­sición es políticamente analfabeto. Esto se resiente en sus posturas. Por la formación recibida, sus jui­cios éticos son exactos, pero al no pasar éstos —o al pasar mal— por la mediación de una reflexión po­lítico-social, no encajan en esta realidad "aquí y aho­ra"; se queda en apriorismos y slogans. Se desorien­ta, y el juicio crítico pastoral queda ambiguo.

Una formación realista, y el deseo absorbente de servir los derechos del hombre por encima de cual­quier partidismo político, será en cambio un auténtico servicio pastoral en el continente.

Segundo Galilea.

Abril, 1970.

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INTERVENCIÓN DE LA IGLESIA Y DEL CRISTIANO

EN POLÍTICA

Manuel Ossa, teólogo chileno y redactor de "Mensaje" cen­tró últimamente su reflexión teológica sobre esta materia, y la hizo objeto de diversos trabajos aparecidos en esa revista. En la selección que presentamos destacan tres aspectos: el proble­ma de la intervención de la Iglesia (sobre todo oficial) en lo político (qué, cómo, cuándo]; el cristiano y la política, y la sig­nificación que ésta tiene para la fe y acción cristiana de cató­licos situados en posiciones políticas límite. Este último pro­blema es tratado más adelante en este mismo libro, dada su im­portancia clave en el cristianismo latinoamerciano de hoy.

A — LA IGLESIA Y LA POLÍTICA

Algunos hechos

Hace pocos días leíamos en un diario chileno una inserción del grupo Fiducia (Sociedad para la defensa de la Tradición, Familia y Propiedad) que contenía 860 firmas de "campesinos y obreros de Curacaví". Se trataba de una expresión de protesta contra "la re­forma agraria que no es una ventaja para la clase obrera", y su origen era la expropiación de un fundo perteneciente al presidente de Fiducia. Esta actitud en sí no tiene mayor relieve que otras reacciones si-

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milares de este mismo grupo. El dato nuevo es que el manifiesto de protesta se había entregado con ocasión de "un magnífico acto de reparación (?) a la Virgen del Carmen, que consistió en el traslado de una ima­gen que se veneraba en el fundo expropiado, erigién­dose una gruta en el pueblo de Curacaví". Participa­ron en esta procesión campesinos, militantes de Fi-ducia y un Obispo, quién bendijo el nuevo oratorio. En el acto político-religioso hablaron "el inquilino Jo­sé Ángel Salinas, afirmando que la clase campesina detesta el socialismo, por ser contrario a nuestros intereses", y el presidente (expropiado) de Fiducia que "elevó una súplica a Nuestra Señora, pidiendo que libre a Chile del socialismo, que es la muerte de la civilización cristiana".

Por estos mismos días, se publicaba un cable procedente de Roma que decía textualmente: "El pe­riódico del Vaticano dijo que la Iglesia podría retirar su apoyo al partido político dominante, el Demócrata Cristiano, si cede ante los otros partidos de centro-izquierda en la cuestión del divorcio".

Por otra parte, en este último tiempo, diversos grupos de cristianos, entre los que se encuentran también sacerdotes, han manifestado su inclinación por una sociedad de inspiración socialista. En Colom­bia, por ejemplo, el grupo llamado "Golconda" (inte­grado en una proporción significativa por sacerdotes) se ha propuesto "comprometerse cada vez más en las diversas formas de acción revolucionaria contra el im­perialismo y la burguesía neo-colonial, evitando caer en actividades meramente contemplativas, por lo tan­to, justificadoras. La enérgica reprobación que hace­mos del capitalismo neo-colonial nos lleva a orientar nuestras acciones y esfuerzos con miras a lograr la instauración de una organización de la sociedad de t i ­po socialista".

En forma más excepcional en esta línea de com­promiso poltico, es conocido el caso del sacerdote colombiano, Camilo Torres, y más recientemente, el de Domingo Laín, sacerdote español, que el 15 de fe-

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brero pasado (49 aniversario de la muerte de Camilo) se unió en Colombia a la guerrilla del Ejército de Li­beración Nacional (ELN). Al explicar su decisión afirmaba: "Siguiendo un imperativo moral, nacido de la conciencia de no pertenecer a mí mismo como re­volucionario, sino a las masas, a la vez que respon­diendo al carácter público que en nuestra sociedad aún reviste la función sacerdotal, cumplo con un de­ber de orientador del pueblo, al incorporarme a la guerrilla del ELN". Y agregaba: "Pienso que ahora comienza mi auténtica consagración sacerdotal que exige el sacrificio total para que todos los hombres vivan, y vivan en plenitud".

Diversos tipos de intervención

Sin duda llama la atención que tal variedad de actitudes políticas, se de en una misma época. ¿Sig­no del pluralismo dentro de la Iglesia? En todo caso, cada una de estas actitudes exige un análisis en pro­fundidad que no tenga sólo en cuenta ciertos princi­pios abstractos sino también el contexto político-so­cial en que se desarrollan. En este artículo no pode­mos entrar en este tipo de análisis, pero creemos conveniente señalar algunos interrogantes que estos hechos plantean. Queremos suscitar más bien una reflexión que nos permita retomar el tema con nue­vos elementos de juicio.

En general se tiende a designar esta clase de ac­titudes con la frase: "intervención de la Iglesia en po­lítica". Esto es cómodo y simple. En realidad, con­viene distinguir de qué Iglesia se trata y qué significa aquí política. El laico católico tiene el derecho y el deber de participar en la vida política y comprometer­se con opciones determinadas Nadie debería cuestio­nar esto. En este mismo estudio más adelante se re­flexiona sobre cuál ha de ser el aporte del cristiano comprometido en política y bajo qué condiciones po­drá realizar este aporte. El caso es diferente cuando se trata de la Iglesia jerárquica, es decir, de la ac­ción e influjo de obispos y sacerdotes. Difícilmente

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podría desconocerse que la Jerarquía en cuanto au­toridad espiritual de un grupo religioso numeroso, tiene siempre un influjo político. De aquí precisamen­te la preocupación que suscitan sus actitudes o de­claraciones que inciden en lo político.

Reflexiones sobre los hechos

Volvamos a la serie de hechos arriba señalados, donde la Jerarquía o miembros de ella influyen de al­gún modo en el ámbito político.

El primer hecho constituye sin duda una utiliza­ción de la religión en beneficio de intereses político-económicos. Pareciera que las imágenes de la Virgen María estuviesen destinadas en América Latina a con­solidar los sistemas reaccionarios y a apoyar las co­rrientes más conservadoras. El año pasado en Argen­tina y Paraguay se utilizaron con fines políticos actos de consagración y veneración a la Virgen, aprovechan­do la devoción mariana del pueblo. En el caso de Fi-ducia se pretendía identificar la "civilización cristia­na" con un determinado sistema económicosocial. En realidad esta alianza entre piedad y política, vestigio de otra época, parece haber sido eficaz en algún país de América Latina.

Otra es la problemática que plantea la actitud de la Iglesia jerárquica en Italia, en relación con el pro­yecto de ley sobre el divorcio. Sí creemos al cable, se trataría allí de la presión del poder espiritual de la Iglesia sobre un grupo político para la obtención de fines religiosos. Esta actitud, según "II Messagero" (cable UPI, 9 de marzo) habría suscitado una decla­ración de tres profesores de la Pontificia Universidad Gregoriana. Uno de ellos, el P. Tufari, advertía que "los jóvenes en particular están escandalizados por los métodos chantajistas que la Iglesia utiliza en esta absurda contienda. . . Si apelando a tales medios lo­grase una victoria transitoria, la Iglesia perdería cen­tenares de miles de creyentes. . .". Sin duda que toda institución tiene derecho a defender su propio punto de vista. Pero cabe preguntarse si la Iglesia del Gon-

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cilio, que se define más como comunidad al servicio del hombre y menos como poder, debe seguir ejercien­do influjo político en beneficio de sus propias convic­ciones, por legítimas que sean. ¿Puede imponerse a la sociedad la doctrina de Cristo aprovechando una coyuntura política favorable o debe ser sólo una invi­tación a hombres de buena voluntad capaces de en­tenderla y practicarla?

En América Latina se toma cada día más concien­cia de la situación de explotación y miseria de amplios grupos sociales en contraste con los privilegios de pe­queños sectores. En un ambiente de agitación y ten­siones sociales crecientes, y cuando parece desinte­grarse el orden establecido, se despierta la urgencia de sustituirlo por estructuras que liberen al pueblo de su condición oprimida. En este contexto hay sa­cerdotes que han creído necesario pasar del juicio y orientación ética a la acción política. Sin duda las circunstancias son aquí determinantes para compren­der este tipo de compromiso. Cuando se pisotean los derechos más elementales del hombre como es el ca­so de Haití y quizás de otros países de América La­tina, la doctrina para ser eficaz, debería transformar­se en una alternativa política concreta. En este caso, pareciera que todo cristiano, sacerdote o no, debie­ra comprometerse en la defensa del hombre.

Algunas interrogantes

La situación se complica cuando a un juicio y orientación ética sobre la estructura imperante, co­rresponden diversas opciones políticas concretas. ¿Qué lugar ocupa el sacerdote "en cuanto sacerdote" en una acción política determinada? Por qué se com­promete como tal en ésta y no en otra? Si hay va­rias, ¿habrá también pluralidad de opciones políticas sacerdotales? Su inserción como sacerdote en una comunidad que defiende una alternativa política, ¿le obliga por lealtad a solidarizar con su acción? ¿O habría grados de acción política que tomen en cuen­ta su misión sacerdotal? Cabría además preguntarse si se trata de una acción subsidiaria, y si no hay pe-

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ligro de crear una nueva forma de clericalismo. Cual­quiera respuesta valedera debería en todo caso evi­tar caer en la utilización de la religión con fines par­tidistas.

El caso del sacerdote comprometido en una ac­ción violenta puede parecer desesperado. Hemos di­cho más de una vez que consideramos la violencia como una solución extrema, agotadas las otras alter­nativas. Creemos que esto vale para todos. Pero res­petando el imperativo de conciencia de los sacerdo­tes nombrados y la situación particular en que se encontraron, nos preguntamos ¿cuál será el lugar del sacerdote "como sacerdote" en una revolución vio­lenta? Como decíamos más arriba, parece que sólo circunstancias extremas pueden justificar allí su lugar.

Más allá de las palabras

Hay aún otras formas de influjo de la Iglesia je­rárquica que son eficaces en la medida en que su actitud es consecuente con la palabra que se pro­nuncia. Esto sucede especialmente cuando el poder espiritual de la Iglesia se coloca al servicio de los oprimidos y explotados. Es el caso en que el Epis­copado de un país solidariza con sus intereses y de­mandas y se desolidariza —no sólo con sus pala­bras— del sistema opresor. Porque no basta un pro­nunciamiento en favor de la reforma agraria o de re­formas estructurales, si las instituciones eclesiásti­cas participan o se benefician del sistema que denun­cian. Pero la Iglesia se compromete en el cambio y demuestra su libertad, cuando su acción es conse­cuencia de su palabra.

La misión fundamental de la Iglesia es la predi­cación del amor como motivo unificante de la exis­tencia; ésta es la vocación recibida de Jesucristo. Y la Iglesia la realiza plenamente cuando compromete su influjo y su acción en defensa del hombre opri­mido y de sus derechos. Aquí se encuentra más que nunca en su propio campo. Si a esto se llama "inter­vención política", sólo los que se beneficien con la opresión y la injusticia pueden condenarla.

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B — CRISTIANISMO Y POLÍTICA

La polémica europea en torno al celibato sacer­dotal ha ocupado recientemente muchas columnas de nuestros periódicos. Pero esta inflación publicita­ria no es capaz de acallar inquietudes más hondas. El problema de los cristianos en Latinoamérica no es en primera línea el de si habrá o no sacerdotes casa­dos, sino el de decidir si el Evangelio tiene o no algo que aportar a la lucha de los oprimidos. Algo signi­ficativo, se entiende.

El pulso latinoamericano se acelera. Las fuerzas y las conciencias entran en ebullición conflictiva. El caso de Haití deja de ser excepcional. En Brasil se instala un enorme aparato represivo. En Paraguay la hipocresía e injusticia de un régimen "pacificador" no logra ya silenciar la protesta. En Colombia, grupos co­mo el cristiano de "Golconda" y el movimiento Edu­cacional integrado del marxista Dr. Germán Zabala se­ñalan que la bandera izada hace cinco años por Cami­lo Torres sigue todavía en alto. La crisis económica del Uruguay socava las bases sociales y políticas de un gobierno. Aun en un país rico como la Argentina cunde la impresión de que la "institucionalidad" mi­litar es una fachada, por ahora firme, pero incapaz de confrontarse con la voluntad política de los tra­bajadores. Perú y Bolivia representan un interinato de dudosas expectativas.

Hay algo que hacer, y la acción ha sido ya inicia­da. Bien o mal, está andando. No pertenece a un gru­po sino a muchos. Es ya persuación de un pueblo, fermentación y levantamiento de una masa, movimien­to surgido en todas partes. La iniciativa no partió de nosotros los cristianos. Pocos piensan que la solu­ción nos pertenezca. La única pregunta restante y va­ledera es la de nuestro aporte.

No se trata de aportar algo, como grupo particu­lar, con el fin de sacar luego nuestro propio dividen­do. Una o varias generaciones de cristianos pudieron procurar el advenimiento o la mantención de regíme­nes que fueran favorables a la Iglesia. Así pensaban

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salvarla y posibilitar con esto el anuncio (el "triun­fo", se decía entonces) del Evangelio. Este "triunfo" era también el de una forma cultural, el occidente cris­tiano. ¿No disfrazaría el de un grupo dominante? Hoy la preocupación se desplaza. La teología y la espiri­tualidad se vuelven a los acontecimientos y situa­ciones, en búsqueda de lo que Dios en ellos quiere decirnos. Muchos cristianos se persuaden de enca­minarse hacia un tipo de comunidad de fe y esperan­za que no necesite ni procure el reconocimiento de los regímenes políticos (1).

Condiciones del aporte cristiano

Nada aportarían los cristianos si quisieran redu­cirse al aislamiento del culto, a la soledad de una mística lejana, a la acogedora intimidad de pequeños grupos.

Por otra parte, su aporte no tendría mucho de cristiano si el mimetismo con ideologías y partidos los llevara a fusionar métodos y finalidades.

Dicho en forma positiva: sólo hay aporte cuando hay compromiso histórico y político. Esto vale de cualquier grupo o persona. Sólo hay aporte cristia­no cuando se lleva a la historia la perspectiva del Evangelio. ¿Es posible unir compromiso histórico y perspectiva evangélica?

El tema merecería ser abordado con profundidad desde varios puntos de vista: sociológico, psicoló­gico, histórico y teológico. No podemos cumplir aquí un programa tan vasto. Nos contentaremos con al­gunas insinuaciones.

(1) Ver J. L. Segundo, Esa comunidad llamada Iglesia, cap. IV, nota 3, pp. 140-147 (Ed. Lohlé, Bs. Aires); Gustavo Gutié­rrez, La Pastoral.. ., P. II, cap. IV. (Ed. Centro de Documen­tación MIEC-JECI, Montevideo, 1968; Hugo Assmann, Carac-terizacao de urna Teología da Revolucao, PONTO HOMEN, sep., oct. 1968, NI* 4, p. 6-45. (Hemos sabido que esta re­vista fue suprimida poco después de la aparición de este número}.

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Compromiso político

Por compromiso histórico entendemos compro­miso político. Y por compromiso político entende­mos una acción en las estructuras donde se ejerce autoridad y poder con referencia a una ley (2), es decir,, donde se define y determina la marcha de una sociedad, su relación con otras y la relación de los grupos dentro de ella. El compromiso político en La­tinoamérica implica, a nuestro juicio, no sólo y prin­cipalmente una preocupación por el funcionamiento corriente de la autoridad, la aplicación ordinaria de las leyes y el simple ajustamiento de las relaciones sociales e internacionales, sino el enjuiciamiento crí­tico de todo un sistema de intercambios económicos, relaciones sociales, legalidad, generación del poder y ejercicio de! mismo; implica también una postura creadora en la búsqueda de los cambios indispen­sables.

El compromiso histórico y político así definido puede llevarse a cabo sea en el seno de los partidos sea desde otras esferas de actividad. Se puede de­cir que casi cualquier actividad significativa tiene al­guna incidencia política. Así por ejemplo la educa­ción, tanto si ella se contenta con impartir conoci­mientos tradicionales como si pretende despertar la conciencia de los educandos frente a los proble­mas de la sociedad. Pues, en el primer caso, fomen­tará el conformismo con el sistema vigente, lo que es una manera de situarse políticamente; y en el se­gundo, pondrá las condiciones culturales para que pue­dan despertarse ciudadanos críticos y creadores.

Cuando se trata de la actividad religiosa y cris­tiana, se incurre frente a ella en una contradicción. Por una parte, se pretende apartarla J,e toda inciden­cia en lo político. Por otra, se utiliza la religión para fines ideológicos y partidistas. Esto último sucede tanto entre los representantes de las derechas como en los de las izquierdas.

(2) Para esta parte de la definición, remitimos al manual de Robert Dahl, Modern Political Analysis, (Prentice Hall, En-glewood, N. J., 1965).

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Sofismas e inconsecuencias

Para alejar al cristianismo de incidencias polí­ticas lesivas a ciertos intereses de clase, se maneja en todos los tonos la frase de Cristo ante el tribunal de Pilatos: "Mi Reino no es de este mundo". Se olvida que El la dijo para negarse a sí mismo todo uso de poder armado en defensa personal, pero no para abdicar de la defensa que El mismo había asu­mido del pobre, del desheredado social y religioso, del despreciado y oprimido. Quienes así comentan el Evangelio muestran por lo demás la inconsistencia de su interpretación cuando no dudan en utilizar po­líticamente a la religión establecida —en este caso, los sentimientos religiosos populares, las jerarquías— en la mantención de sus privilegios, tradiciones, pro­piedades y poderes.

El que "la iglesia no deba meterse en política" parece ser una consecuencia del axioma anterior. Pero esta consecuencia se fundamenta en raciona­lidades teológicas por lo menos discutibles. Se dice, por ejemplo, que la misión de la iglesia es "tras­cendente". Ella debería moverse, pues, hacia "lo de arriba" y hacia el "más allá". ¡Bonita manera de sig­nificar lo que no tiene "nada que ver" con esta tierra, un entretecho olvidado, la nube de lo imaginario! Se insiste en que ese "más allá" es el de la "salvación eterna" de los individuos. Tal debería ser la inquie­tud constante de la iglesia, asunto principal ante el que empalidece la importancia de todos los otros. No lo social, pues, sino lo individual; no lo de aquí sino lo de allá. Pero no se toma en cuenta que el in­dividuo aislado no existe; que la salvación eterna no es sino la absolutización de! amor al prójimo vivido en el tiempo; que en el orden del quehacer real, la preocupación por las cosas da aquí abajo a la luz' de la eternidad del amor coincide hasta identificarse con la preocupación por las "de arriba"; que buscar al Dios trascendente en un cielo desconocedor de la miseria de la tierra es condenarse a encontrar a un Zeus Olímpico y no al Dios de Jesucristo, cuya tras-

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cendencia no consiste en hallarse por encima de la condición humana sino en atraer y aspirar al hombre en la dirección del futuro: el advenimiento de su Reino de paz, de justicia, de reconciliación (3).

Se dice, además, que la política es el dominio de la diversidad, del enfrentamiento, de la lucha. La Iglesia y el cristianismo tienen que representar la unidad y la paz y no pueden predicar sino el amor. Todo esto es cierto. El asunto es saber si el amor, la paz y la unidad pueden ser "representados" de veras sin preocuparse de que alguna realidad huma­na y social corresponda a la representación ;si los ritos y las palabras no pueden hacer que los cristia­nos se contenten con la paz de sus asambleas, el amor de sus familias y vecinos, la unidad con sus propios jerarcas y se resignen a que la sociedad hu­mana, allá afuera, siga condenada a la guerra, el odio, la división (4).

Palabras sin realidad

Los sofismas y las inconsecuencias nos persi­guen aun dentro de la Iglesia, adueñándose del len­guaje de la Jerarquía. Pero todos somos de una u otra manera solidarios y responsables de nuestra Je­rarquía. Por eso hablaremos en plural.

Siempre con el temor de la acción concreta, se insiste en que la Iglesia es portadora de una Palabra, de un mensaje, Deudores de una larga historia en que, progresivamente, las palabras se han ido sepa-

(3) Para una comprensión renovada, a la vez histórica, socio­lógica y teológicamente de la trascendencia, cfr. Jürgen Moltmann, Die Zukunft ais neus Paradigma der Traszendenz, INTERNATIONALE DIALOG ZEiTSCHRIFt, 1969, N' 2, p. 2-13, y el libro del mismo autor que citamos en la nota 5, infra.

[4) Es el peligro señalado por Christian Laliue en su obra El Refugio de las masas. Estudio Sociológico del Protestan­tismo chileno. (Ed. del Pacífico, Santiago, Chile, 1968). El peligro amenaza también a las "comunidades de base".

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rando de la realidad hasta el punto de poder sustituir­se a la acción, hemos acumulado declaraciones con las que después, en la práctica, no nos sentimos comprometidos. O si llega a salir de labios oficiales una palabra más incisiva, con mayor mordiente en situaciones de injusticia, generalmente se le opone el contrapeso de otras más sesudas y prudentes; de es­ta manera queda anulado el desequilibrio provocado por la primera; los actos no pueden desencadenarse. O también elaboramos espléndidas teorías, agudas e ingeniosas pero inaplicables o ineficaces porque no están alimentadas por una experiencia de acción ni son capaces de ofrecerse flexiblemente a la compleji­dad de verificaciones reales. Otras veces adoptamos las palabras de moda, como por ejemplo, al decir que la pastoral de la Iglesia tiene que ser "concientiza-dora": pero en el momento en que caemos en la cuen­ta de que la concientización lleva a una comprensión de las dimensiones políticas del actuar y a la de­nuncia de las alienaciones sociales, muchas veces con referencia a determinados cuadros ideológicos, entonces retiramos nuestra ficha del juego y dejamos a los "concientizados" en la estacada. Y la estacada, nuevamente, es la de la acción...

Se dirá entonces que una es la acción de la Jerar­quía en la Iglesia y otra la de los laicos. Pero nos preguntamos de nuevo si no es ésta a menudo una distinción de palabras. Corresponde ella, por cierto, a la realidad de funciones distintas en el interior y hacia el interior de la Iglesia. Más aún, es posible que, para realizar su aporte de cristiano, el laico ne­cesite que su hermano sacerdote no se halle impli­cado como él en la milit'ancia partidista. Así podrá éste ayudarle mejor a discernir ciertas idolatrías de partido de su compromiso con el hombre. Pero cuan­do se trata de dar la cara por ciertas orientaciones del Evangelio, la distinción es inoperante. De mante­nerla, sólo serviría de disfraz a la cobardía de los clérigos. En la realidad de los hechos no siempre se la mantiene —gracias a Dios—. Por lo demás, los "in­teresados" no se equivocan. Así, cuando en el Pa-

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raguay, el gobierno quiere reprimir una toma de con­ciencia social y evangélica a la vez, sabe muy bien donde asestar los golpes: fueron clérigos los exila­dos. Y la iglesia oficial —jerárquica— les ha pres­tado su apoyo, respaldando con esto también a los laicos comprometidos y a la acción política de éstos. Porque en este caso la política no es la de la mera lucha partidista.

Opciones políticas

En América Latina, la causa del hombre —en con­creto, la del trabajador del campo y de la industria— es una causa que trasciende al partidismo. Pero es una causa también —aunque no sólo— política. Y en este terreno hay opciones reales.

Hay cristianos a quienes les parece, no por co­razonada, sino después de serios análisis y estudios, que en las actuales circunstancias y por un período difícil de determinar a priori .tienen que ligar sus es­fuerzos políticos a los de las únicas ideologías que ofrecen una alternativa real frente al capitalismo, es decir, algunos de los diversos socialismos. Ninguno de los socialismos existentes les deja satisfechos desde el punto de vista de un humanismo abierto a ciertos valores fundamentales y últimos. Ven una lamentable carencia de creatividad en las genera­ciones que pudieron y no lograron en el pasado (¿por­que las circunstancias no estaban maduras?, ¿por en­cerramiento de perspectivas?) inspirar tales valores en alguno de los socialismos políticamente viables o en otros que hubieran podido idearse. Pero habiendo llegado la hora de la acción, piensan que nada se sa­ca hoy con lamentarse sobre el pasado y que, por otra parte, las urgencias del momento no les permi­ten cruzarse de brazos en la espera de una ideología óptima. Creemos que, quienes así encaran sus opcio­nes no pueden ser condenados en nombre del Evan­gelio, sino merecen que se los aliente a luchar por la causa del hombre en las vías concretas que ellos han elegido. Merecen, además, que se los acompañe en

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su acción para que, en ella y desde adentro, puedan realizar un aporte integralmente cristiano. Integral­mente, decimos: porque aunque ya es cristiano el comprometerse con el oprimido, la fe en Cristo tiene algo que aportar, y desde adentro lo repetimos, a es­te mismo compromiso.

Aporte cristiano

Volvamos ahora al punto de partida de nuestras reflexiones. ¿Cuál es, en la tarea política, el aporte del cristiano? Es imposible reducir a unos pocos te­mas toda la riqueza de una aportación de vida. Y tra­tándose de una vida transformada por la gracia, su in­flujo benéfico no se deja cuantificar. Pero algo se puede decir, en la espera de que la acción efectiva de los cristianos ofrezca ulterior materia de reflexión a la teología.

La acción y la lucha política se mueven en el pla­no de realidades reducibles a números, como las eco­nómicas; en el de las generalidades, como las masas humanas; el de las estrategias, tácticas y programa­ciones a corto y mediano plazo. Estos enfoques son necesarios en orden a la eficiencia de la acción. Pero no son totales. Se corre el riesgo de pasar por alto las dimensiones que dan sentido a la vida humana, tanto de los grupos como de los individuos: las di­mensiones de la profundidad y la de un futuro no pro-gramable, el futuro absoluto. Sin la visión de un sen­tido último ,no hay acción ni compromiso durable y fructífero. Tarde o temprano, sea en la vida de un in­dividuo, sea en la de una sociedad que ya ha conse­guido sus metas, la pregunta del sentido y de la sig­nificación se plantea ineludible. Y la respuesta, para seres marcados por la muerte, no puede venir sino de una fe que engendra una esperanza. En el momento en que se plantee la pregunta, el cristiano tiene que descorrer el velo de un horizonte, situando al hombre en sociedad ante la expectación del Reino de Dios.

Es posible que haya quienes vean el sentido de su acción y de su lucha aun sin denominar Reino de

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Dios a la meta a la que tienden. Pero, precisamente por no llamarlo así y por no someterse a sus exigen­cias, corren constantemente el riesgo de poner el absoluto en una meta obtenible por medios puramente técnicos y políticos. Y esta absolutización de metas inmanentes —es decir, puramente de este mundo— es una manera de idolatría que, tarde o temprano, se vuelve contra el hombre y particularmente contra el más débil. Un cristianismo que se conforme y conten­te con "este mundo", es decir, con cualquier sistema o lucha, hasta el punto de no distanciarse críticamen­te de él, deja de ser cristianismo y cesa de aportar un elemento que toda lucha y sistema requiere. La raíz de la crítica cristiana y la razón última por la que el cristianismo no será nunca bien avenido ni siquiera en un sistema socialista —con tal que sea verdadero cristianismo— no es un desprecio de este mundo si­no la visión que posee del absoluto de justicia, paz y reconciliación que significa el Reino de Dios pro­metido.

Pero, precisamente porque espera con firmeza que el Reino comienza en esta única tierra e historia —aunque no se consume aquí— y porque cree que ia reconciliación, la justicia y la paz son posibilida­des reales y alcanzables por el hombre, la crítica del cristiano y su descontetamienio son o deberían ser propulsores de una acción que se compromete con realismo en obtener lo que se pueda de las condicio­nes sociales, políticas y económicas en cuya trans­formación se empeña [5). Decimos: con realismo. Pensamos, en efecto, que el cristiano, por esperar en un futuro absoluto, no se dejará descorazonar fácil­mente por las desilusiones inherentes a toda acción política y a sus logros limitados. Puede resultar así de la fe un aporte insospechado de energía, constancia y abnegación.

C5) Las orientaciones actuales de una teología en relación con la política van en la línea de una "teología de la esperanza". Ver Jürgen Moltmann, Theology of hope (Harper and Row, N. Y., 1967) y J. B. Metz, Zur Theologie der Welt, (M. Grünewald, Maguncia, 1968).

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Finalmente, aunque no participa en los idealismos de quienes olvidan que el hombre es un ser condicio­nado por la naturaleza y por las relaciones de pro­ducción, sin embargo no cree tampoco el cristiano que la mera transformación de la materia y de la economía consiga eliminar la explotación del hom­bre por el hombre. Por esto él aporta, con su visión de la libertad humana, es decir, del pecado y de la gracia, la preocupación por hacer posible la conver­sión del hombre hacia las perspectivas de un mayor amor. Y por esto, dicho sea de paso, no piensa que una dictadura, ni la del proletariado, conseguirá man­tener y afianzar la sociedad del futuro.

Con estas cuantas reflexiones no hemos pre­tendido abarcar el problema en toda su complejidad. Hay temas que permanecen en suspenso, como el de la figura de la Iglesia oficial, por su parte, y el de las comunidades cristianas, por otra, en diversas situacio­nes políticas; o el de moralidad y medios políticos; o el de la espiritualidad del político, etc. Otros han sido apenas insinuados, remitiendo a quienes los han tratado más extensamente o a estudios futuros. Oja­lá que estas ideas así como están sirvan al menos para sugerir caminos de reflexión y de acción.

C — CRISTIANOS QUE ACTUALMENTE SE

COMPROMETEN EN POLÍTICA

I. Cristianos en política: Tres posibilidades

Me parece muy importante insistir en que me voy a referir sólo a la situación actual, porque creo que muy distinto es el análisis que se podría hacer de quienes se comprometieron en política como cris­tianos por los años 35 al 40; me refiero también es­pecialmente a la situación chilena, consciente de sus analogías y relación con el resto de América Latina. Hablando, pues, de la situación actual, me parece que se dan 3 posibilidades :

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1) Algunos se comprometen en política por razón de su fe; o sea, una profundización en su fe los

ha llevado a darse cuenta que, si querían llevar ade­lante un compromiso evangélico de justicia y de ca­ridad con el prójimo, tenían que entrar a trabajar en las estructuras que amenazaban la justicia y la ca­ridad del prójimo actualmente. Esta sería la primera posibilidad.

2} Hay otros que se comprometen en política, no porque su fe los impulsara a ello, sino simple­

mente, porque se hallan como hombres compartiendo con otros una responsabilidad histórica. Y llegan a la política porque su vida universitaria los hizo des­cubrir en ellos capacidad y cierta vocación política. Su fe no jugó en este caso un papel preponderante. Creo que entre estas dos posibilidades, la primera, el hecho de que la fe impulse a comprometerse polí­ticamente, está siendo cada vez menos frecuente en la actualidad. Lo era más en el tiempo de la Acción Católica Universitaria, por los años 61 ó 62. Creo que actualmente es más raro el caso de los que entran en la acción política por razón de su fe. Más corrien­te es el caso de quienes, al mismo tiempo que tienen fe, por ser simplemente estudiantes, hombres ciuda­danos, se comprometen en la acción política.

3] No conozco el caso de una tercera posibilidad-la de quienes, habiéndose comprometido en po­

lítica primero, descubren luego la fe en la misma ac­ción política. Este caso de una tercera posibilidad abstracta, creo que en concreto se da muy poco, q no se da.

II. La fe de los políticos cristianos

¿Qué le sucede entonces a la fe de quienes se comprometen con la política?

Hay varios casos: 1) Hay algunos que simplemente conservan la fe,

con un deseo tranquilo de realizarla, de persona­lizarla, profundizarla, sin problemas.

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Ellos, a veces, no encuentran en las expresiones tradicionales de la Iglesia el lugar más apto para esta tarea de profundización tranquila a la que quieren de­dicarse. Les da la impresión de que la realidad en la cual están metidos no es dicha en términos cristia­nos en ninguna o en casi ninguna de las publicacio­nes o libros espirituales que conocen; se encuentran un poco ayunos en este deseo de profundizar la fe. He encontrado un caso, uno, para quten un teólogo como Paul Tillich, protestante, le ha dicho mucho, en un librito que se llama "Amor, poder y justicia". Por­que trata de temas que él está manejando continua­mente, el poder y la justicia en relación con el abso­luto del amor cristiano. Pero daría la impresión de que falta actualmente una reflexión, en términos cris­tianos de la acción política. Este es el primer caso, el caso de aquellos en quienes la fe se sigue profundi­zando a un ritmo normal. Yo diría que este caso, más que el de los poltíicos, es el de los científicos socia­les o el de los técnicos, o sea economistas, sociólo­gos, gente que está en e! estudio, más que en la ac­ción política directa.

2) Hay otros, segundo grupo de personas que co­nozco, que hallándose en medio de su acción po­

lítica sufren como un eclipse de Dios; no que Dios se les haga inútil, pesado, lejano o adversario, no que Dios se les aparezca como obstáculo, sino que sim­plemente no tienen tiempo: la acción política los aca­para de tal manera que no hallan tiempo material y espiritual, para dedicarse a una profundización en la fe.

3) Hay otros que abandonan la fe, porque abandonan la doctrina social de la Iglesia. La doctrina so­

cial de la Iglesia estuvo muy vinculada con los orí­genes del compromiso político de muchos cristianos. Orígenes que no siguen ya influyendo de la misma manera en este presente.

En todo caso la doctrina social de la Iglesia de­jada ella sola, fue y tiene que ser ineficaz no sola­mente en términos económicos, sino sobre todo en términos políticos. Por otra parte, lo que pretende

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la Doctrina Social de la Iglesia es corregir ciertos abusos de un sistema dado. De ahí que ella piensa en los términos de un sistema ya dado como supo­niendo que este sistema puede durar mucho tiempo. A este sistema concreto, la Doctrina Social de la Igle­sia pretende aportar remedio, pero sin replantearse la cuestión del sistema como tal o por lo menos, no lo ha hecho en forma muy típica.

Todo lo dicho hasta ahora corresponde a conver­saciones y análisis hechos antes de Medellín, pero Medellín llegó en el momento en que el quiebre con respecto a la doctrina social de la Iglesia se había ya producido. Ahora bien, el abandono de la doctrina social de la Iglesia para muchos ha coincidido con el abandono de la fe, no de la fe en teoría, sino en la práctica. A ellos les parecía que la fe como tal no aporta nada puesto que no había logrado realizar un aporte en lo social. Ese es uno de los factores por los cuales muchos abandonan la fe y encuentran en otros análisis de diversas filiaciones marxistas ins­trumentos más eficaces para diagnosticar y también para operar un cambio en la sociedad presente. Aho­ra bien, como estos análisis marxistas están al mar­gen de la Iglesia, no les parece muy coherente seguir confesando una fe que por otra parte abandonan en algunos de sus aspectos. Muchos de ellos guardan un cierto respeto por esta dimensión de la fe y ven que puede tener cierta importancia, pero les parece que es más importante trabajar en el cambio en el que están empeñados en vez de dedicarse a profun­dizar en su fe. Además tienen la impresión de que la Iglesia como tal está más empeñada en la conver­sión del corazón que en el cambio de estructuras, y ellos piensan después del análisis que han hecho, que con la conversión del corazón no se saca nada, porque por muy convertidos que estén algunos em­presarios, capitalistas banqueros, no van a poder na­da contra las estructuras, de las cuales ellos siguen siendo prisioneros. El cambio de las estructuras de­be operarse por medios propiamente políticos. La exhortación moral a la que se dedica la Iglesia les parece, pues, ineficaz.

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4) Una cuarta razón por la que otros abandonan la fe y en forma más agresiva: porque encuentran

que la Iglesia es la institución (son palabras que he oido recientemente), menos dialógica que conocen; el diálogo en ella es imposible, el diálogo verdade­ro entendamos, es decir, aquél en el que la palabra de uno tiene posibilidad de ser entendida, respetada y es capaz de desencadenar una acción.

5) Quinta razón: les parece que la Iglesia no se ha definido claramente, que está con demasiadas

dificultades internas, en parte, reflejo de las dificul­tades exteriores. 6) Sexta razón: se separan también de la Iglesia,

porque piensan que el trabajo político es un tra­bajo propiamente secular y temen el que la Iglesia pretenda tomar la hegemonía o el mando en este tra­bajo político. Temen varías cosas: sobre todo, que la Iglesia influya demasiado en la político (pues creo que ninguno piensa en serio que la Iglesia pueda po­líticamente tomar el mundo).

Temen este influjo en cuanto que es capaz de re­tardar el proceso con ideologías aparentemente revo­lucionarias, pero en la práctica conservadoras. Hay crí­ticas muy serias que se hacen incluso en Chile con respecto, por ejemplo, a gente que a ojos de muchos están comprometidos como Helder Cámara. Dicen en efecto, que la doctrina de la no violencia es una nueva manera de mantener el statu quo, el orden es­tablecido, porque en el fondo la no violencia es una doctrina que no ha sido eficaz políticamente en nin­guna parte: ha conmovido mucho, por ejemplo, el ca­so de Martín Luther King; ha sido aparentemente efi­caz en India, pero en la India había primero una filo­sofía de la vida completamente distinta a la occiden­tal y en último término, dicen, la independencia de la India no se debió a la no violencia, sino a otras co­yunturas económicas y políticas que pusieron a Gran Bretaña ante la necesidad de darle la independencia. Temen, pues, que lo que esté proponiendo Helder Cá­mara sea inconscientemente una nueva manera de conservar el régimen promoviendo una cruzada bas-

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tante espectacular, pero poco afectiva y que en el fondo deja contenta a la gente que mantiene las rien­das del poder.

Hasta aquí los planteamientos que he oído. Los he expuesto sin crítica con el fin de suscitar una refle­xión de Iglesia y para ella.

III. Reflexiones para ia Iglesia

Indicaré sólo someramente algunas líneas de re­flexión. 1) Creo que una definición se impone a la Iglesia.

Actualmente la Iglesia tiene que definirse muy clara y empíricamente, o sea viendo las circunstan­cias concretas en las que se encuentra en cada país, tal vez sin buscar que su definición sea eterna y que sirva para todos los siglos venideros, sino para hoy. Creo que Medellín ha sido una definición bastante clara, por más que tenga incoherencias. Creo que habría que trabajar en esa línea y hacer lo posible para que la Iglesia efectivamente la adopte, porque después de Medellín da la impresión que nos queda­mos callados, que todos los obispos de América Lati­na dijeron amén y luego, gran silencio, fuera de uno que otro caso particular.

2) Creo que habría que mostrar humilde pero ver­daderamente, la importancia del mensaje cristia­

no en todo proceso político, digo humildemente, por­que no hay que pensar tampoco que sea de una im­portancia única y absoluta. Creemos que Dios está trabajando a través de su Espíritu en todo lo bueno y verdadero que se da entre los hombres. Creo que la Igiesia como institución visible no tiene la exclu­sividad de todo lo bueno y verdadero que se produz­ca aun en los procesos poltíicos. Pero, sin embargo, ya que tenemos algo que decir y lo tenemos gracias a Jesucristo, creo debemos decirlo junto con otros que también tengan que decir eso, esto es, una pa­labra que sirva a una elevación de miras, a un apun­tar hacia una salvación total y definitiva, a una insis­tencia en el amor. Creo que vale la pena decirlo, y

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que es necesario que lo digamos. No podemos dejar de hablar y de actuar. 3) Creo que una cosa que falta bastante actualmen­

te es gente que acompañe a los cristianos com­prometidos en política con una perspectiva, yo diría, mística. Falta mística a la Iglesia de hoy. Creo que hay una experiencia espiritual en ese ocultamiento de Dios que muchos sufren cuando entran en la ac­ción política, una experiencia espiritual a la cual no se le ha sacado suficientemente partido y creo que no hay manera de sacarle partido sin una experiencia mística, en el gran sentido de la palabra. Ése ocul­tamiento de Dios tiene alguna semejanza con algu­nos ocultamientos de Dios de los cuales nos hablan propiamente los místicos. Creo que la acción huma­na, esa acción en el mundo donde Dios parece ocul­tarse proporciona la ocasión de una crítica de ciertas ideas anteriores que tenemos sobre Dios y la posi­bilidad de encontrarlo de otra manera. Creo que el político puede encontrar a Dios de una manera dis­tinta a la que tenía antes de comprometerse en po­lítica. Creo que la Iglesia tendría que tener destaca­dos místicos al lado de los políticos, para hacerles sentir ese soplo de Dios que pasa a su lado, sin que se den cuenta, tal vez. Hacerles sacar partido de es­ta experiencia "nocturna" de Dios, de ese ocultamien­to de Dios.

Con estas reflexiones finales no he pretendido agotar la lista de cosas que debería hacer la Iglesia. Son sólo las dos o tres perspectivas que se me ocurren. Habría mucho que trabajar y reflexionar para las cir­cunstancias actuales. Es cierto que las ambigüeda­des acechan a cada instante cualquier definición de la Iglesia. Creo por mi parte que es imposible que la Iglesia en su acción pretenda actuar o hablar cuan­do las ambigüedades todas queden suprimidas. Hay que actuar y hablar aun exponiéndose a las ambigüe­dades. De lo contrario no hay manera de actuar ni de hablar.

Manuel Ossa, Marzo 1970.

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DEFINICIÓN E INDEFINICIÓN DE LA IGLESIA EN POLÍTICA

Arturo Gaete, filósofo y también redactor de "Mensaje" nos entrega en este artículo su reflexión crítica sobre las actuales ambigüedades de la creciente definición de la Iglesia en el te­rreno socio-político.

Desde hace tres años la Iglesia ha expresado su pensamiento sobre los problemas económicos, socia­les y políticos de América Latina. Hay dos documen­tos importantes: Populorum Progressio y las declara­ciones de los obispos en Medellín. Estos documentos son objetivamente ambiguos: hay en ellos definición

e indefinición. A esto se suma la ambigüedad sub­jetiva de los cristianos que a menudo leen en ellos o más de lo que hay o menos de lo que hay.

Si analizamos el contenido objetivo de las decla­raciones pontificias y episcopales, veremos que en ellas se entremezclan continuamente tres géneros di­versos de pensamiento: una teología de la liberación, un diagnóstico del subdesarrollo y orientaciones con­cretas para la acción.

Como teología de la liberación estos documentos definen algo; de lo contrario no hubieran caído tan

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mal en algunos círculos capitalistas y tan bien en al­gunos círculos de izquierda. Definen un conjunto de valores que podríamos llamar un humaismo social. Es­te es el lado de la definición.

Pero si nos volvemos al dignóstico y a la solu­ción veremos aparecer la indefinición. ¿Cuál es la actitud frente al capitalismo? Medellín denuncia una serie de hechos: hay una distorsión creciente del co­mercio internacional, fuga de capitales económicos y humanos, endeudamiento progresivo; hay imperia­lismo que interviene indirecta y directamente en Amé­rica Latina; hay un nacionalismo exarcebado, etc. Hay hay, y hay; no debe haber y es preciso corregir. La Jerarquía ha hecho un innegable esfuerzo de defini­ción. A los antiguos mandamientos individuales "no robes (la propiedad privada de tu prójimo)" ahora añade otros sociales: "no evadas los impuestos", "no saques tus ganancias al extranjero", etc. Pero, a pe­sar de todo, subsisten importantes indefiniciones. En efecto, Medellín no aclara si estos hechos son los abusos de un régimen en sí legítimo o los usos de un régimen en sí ilegítimo. Entonces el mandamiento 'evita el desequilibrio creciente de los términos de intercambio" puede significar dos cosas muy distin­tas: "modifica profundamente tu sistema neocapita-iista" o bien "cambia definitivamente tu sistema por otro". En resumen, la definición no define.

¿De dónde viene la indefinición del mandamien­to? De la indefinición del diagnóstico. En efecto, se trata de un diagnóstico empírico, no de un diagnóstico genético y esencial. Si un médico se limita a regis­trar los síntomas de su paciente, pero no logra orga-nizarlos en un cuadro que le explique de dónde pro­viene la enfermedad y en qué consiste, la terapia tendrá que proceder por tanteo y error. Ahora bien, Medellín no ofrece una reflexión sobre el principio esencial del capitalismo. Históricamente dos hom­bres han reflexionado a fondo sobre él: Adam Smith y Karl Marx. Para llegar a soluciones verdaderamente definidas, los obispos tendrían que hacer suyo uno

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de éstos diagnósticos o inventar otro. Yo no veo que la fe cristiana por sí sola, permita en este momento de la historia, escoger entre tal o cual diagnóstico esencial.

¿Quiere decir esto que el Papa y los Obispos no tienen nada que aportar en nombre de la fe a la libe­ración política, económica, etc. del hombre latinoame­ricano? No. Ellos se han dado cuenta que tenían algo que decir y han hablado. De ahí se han seguido con­secuencias. Con toda la indefinición teórica que se quiera, Medellín ha sido una "carta mínima". Mu-chis sacerdotes le han dicho a sus obispos: "Pedimos la aplicación de Medellín, nada más, nada menos". Muchos educadores de colegios católicos se lo han dicho a los padres de familia. Consecuencias: apo­yados en Medellín, muchos sacerdotes, estudiantes y cristianos de toda condición asumen posiciones de avanzada. Le piden a sus obispos que dejen de ha­blar "lenguaje de obispo", que frente a hechos como torturas y muertes hablen en forma tan clara como don Helder Cámara; les piden sobre todo, que em­prendan acciones concretas que los comprometan con la liberación del hombre.

Mi impresión es que la práctica de Medellín es buena y el modo de relacionar pensamiento teórico y pensamiento práctico es malo. Los obispos han in­tuido adecuadamente en qué dirección hay que mar­char, pero la teoría subyacente a esa pastoral no es adecuada. La teoría desemboca en mandamientos so­ciales, cuyas premisas son una teología de la libera­ción y un diagnóstico empírico. Creo que tal vez con­vendría buscar en otra dirección: desarrollar una teo­logía y sobre todo una espiritualidad de la liberación, y dejar todo el diagnóstico y solución a cargo de los laicos. El Evangelio es un anuncio y un llamado a la decisión. No a decisiones parciales —"haz esto, evi­ta lo otro"— sino a la decisión en un sentido muy pro­fundo: "vive en la radical transparencia de la verdad". El hombre es un maestro en el arte de engañarse a sí mismo. Si yo íe doy vn mandamiento social, ya

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se las arreglará para encontrar un pretexto. Si el hombre es muy inteligente, el pretexto que lo deje tianquilo deberá ser muy inteligente también. En el Evangelio hay muy pocos mandamientos. Pero al ver­dadero auditor de su palabra Cristo le corta todas las escapatorias verbales, todas las soluciones de compromiso, y le desbarata todas las pequeñas co­medias que él se representa a sí mismo. De un hom­bre que haya pasado por esta experiencia de Evange­lio cabe esperar definiciones también en política. Movido por su fe, el cristiano se verá llevado a pro­fundizar en los problemas económicos y políticos del continente. Su juicio será poltíieo; pero el motor exis-tencial que lo habrá impulsado a un juicio honrado en lo político y sobre todo a ser consecuente con él, será su fe religiosa. Mi anticipación personal es que esto significará de hecho en los próximos años un despla­zamiento hacia la izquierda de grandes grupos de cris­tianos: laicos, sacerdotes y eventualmente obispos.

Arturo Gaete,

Agosto 1970.

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LA VIOLENCIA Y LA NO VIOLENCIA EN EL

PENSAMIENTO DE LA IGLESIA

Robert Bosc es un sacerdote jesuíta francés, sociólogo y es­tudioso de los problemas del desarrollo y revolución en el Ter­cer Mundo [especialmente en América LatinaL En una serie de ponencias que presentamos en forma de artículo, nos entrega su análisis de la revolución y de la no violencia en el mundo, y es­pecialmente en nuestro continente, en una persepectiva cristiana. Para ello aborda el asunto en sus raíces históricas, en su rea­lidad sociológica y en su significación teológica.

Análisis histórico

Vamos a tratar este tema de violencia y no-vio­lencia en las enseñanzas de la Iglesia contemporánea en tres secciones. Pienso distribuir el tema de la ma­nera siguiente:

Primero un esquema histórico, creo que no se puede entender bien los problemas teológicos que tenemos hoy frente al problema de la violencia, sino tenemos en cuenta la tradición, que al mismo tiem­po nos ayuda, aunque quizás en algunos casos no nos ayuda.

En la segunda parte veremos el tema de la vio­lencia hoy, en su aspecto sociológico.

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Y en la tercera parte, se podrá reflexionar sobre lo que podría ser una teología de la revolución. Ahora se habla mucho de una teología de la violencia, una teología de la revolución; creo que la palabra es po­co correcta, pero como hay libros que se publican con el título de teología de la revolución, podríamos reflexionar y discutir sobre este problema. Hoy va­mos a hacer rápidamente un esquema histórico de la manera que la iglesia ha enfocado el problema de la violencia y de la no violencia durante los distintos siglos.

En los primeros siglos no hay ninguna doctrina sobre el problema. La violencia no era problema. La primera contribución de la Iglesia a la sociedad, ha sido hacerle unas preguntas sobre el tema de la vio­lencia; si la violencia es siempre lícita, o con los términos de San Agustín: "si hacer la guerra es siempre pecado". Este problema es nuevo en la an­tigüedad. En los primeros siglos hay varias opinio­nes pero no pesan mucho. Discuten los historiado­res si la mayoría de los cristianos en los primeros siglos eran aficionados a la no-violencia. Yo creo que hay textos varios. De todas maneras la profesión de soldado, que es la profesión de la violencia, nunca ha sido prohibida a los cristianos por la excelente razón que en el Evangelio mismo tenemos varios sol­dados que el Señor y Juan el Bautista elogian.

Hay algunos como Tertuliano y otros que se han puesto muy en pro de la no-violencia absoluta. Pero como veremos en varias secciones, muchas veces lo que se llama una teología es una ideología, es de cir, que refleja la situación social. Cuando un señor está bien acomodado con los bienes de la tierra ha-bitualmente está contra la violencia. Cuando es po­bre está en pro de la violencia. De tal manera que lo que muchos llaman una teología de la violencia es una ideología, un reflejo de su situación en la socie­dad. Tertuliano era catedrático de retórica en Carta-go, una ciudad muy pacífica en que había algunos sol­dados romanos que estaban en las fronteras para cuidarla de los invasores. De tal manera que él po-

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día disertar sobre la violencia como quería. El día que los cristianos llegan a ser responsables en el imperio romano tienen que afrontar el problema de la violencia. Cuando uno tiene una responsabilidad en la sociedad tiene que afrontar el problema de la fuerza contra los enemigos. De tal manera que en los primeros siglos no hay una doctrina clara. Las opi­niones son opiniones particulares de algunos teólogos más que doctrina de la Iglesia.

La doctrina empieza con San Agustín. Su contri­bución que ha sido poner el problema de la Guerra tal cual él la veía, en términos éticos; lo que era nue­vo, porque como lo vemos muchas veces en la Biblia aún no es un problema ético. El problema ético se encuentra recién en San Agustín. Llegamos al mo­mento cuando se forma la doctrina de la violencia jus­ta. Lo que llamamos en nuestros libros la doctrina de la guerra justa. Que el Concilio Vaticano II ha re­chazado. Es interesante ver por qué la doctrina de la guerra justa tal como Santo Tomás la había explicitado se va a rechazar.

En Santo Tomas el problema de la violencia tie­ne, como en nuestros días, dos tipos de violencia. La violencia exterior contra un enemigo más allá de la frontera y la violencia interior [guerrillas) llama­da la sedición y que nosotros ¡lamamos la subversión. Santo Tomás expone una doctrina sobre estos dos tipos: la violencia externa puede ser justificada en algunos casos. Es como sabemos la teología que después se ha enseñado bajo el nombre de doctrina tradicional de la guerra justa. Es decir que con al­gunas condiciones lo principal es lo que él llama la INTENCIÓN RECTA que es el amor al prójimo oprimido. El problema de la violencia no puede ser justificado en un pensamiento cristiano si no es por amor al pró­jimo oprimido; cuando hay una injusticia puede ser que la violencia sea un deber, eso es la dialéctica, la contradicción interna que se encuentra en cualquier juicio cristiano sobre la violencia, que al mismo tiem­po es un acto contra el prójimo, pero que se hace por amor al prójimo. Va a ser desde el principio la

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dificultad de la violencia en un pensamiento cristiano. Para Santo Tomás es posible en algunas situaciones de violencia exterior. Al contrario Santo Tomás no acepta la violencia en el caso de la violencia interna (sedición) por una razón filosófica. Quizás parece un poco fuera del momento. Pero la cultura histórica es necesaria.

La definición de la sedición en Santo Tomás se da cuando un grupo particular dentro da la COMUNI­DAD política, utiliza los bienes de la comunidad para su propio bien, en vez de trabajar para el bien común. Un grupo quiere acaparar los bienes de la comunidad para si. Es decir, una parte del pueblo lucha contra otra parte del pueblo para su propio bien particular en contra del bien común. Santo Tomás dice que en algunos casos el rey puede ser sedicioso, es decir, que no únicamente los ciudadanos pueden hacer se­dición, sino también el rey cuando en vez de gober­nar para el bien común gobierna para su propio in­terés. En este caso es el rey sedicioso y se puede hacer la guerra contra el rey. Es el problema del tira­nicidio. La guerra civil es siempre pecado ;pero pue­de ser que sea el rey el sedicioso (hoy diríamos la oligarquía) en este caso el deber del pueblo puede ser cambiar el rey.

La dificultad para aplicar esto es que en núes tros tiempos el rey, el tirano, no es una persona sino un sistema político o económico. No se lo puede cam« biar fácilmente como a un tirano. Se pueden matar 200, 300 o 4.000 personas de la oligarquía de un país y la situación no cambiará. Veamos ahora porqué Sto. Tomás considera que la guerra exterior puede ser justificada en algunos casos y nunca la guerra ci­vil. Es por una teoría filosófica del Estado que ahora el Papa Pío XII ha rechazado. En la mentalidad de la época se dice que el estado es una sociedad perfecta completa. Dentro de las unidades políticas de la Eu­ropa de ese tiempo, España, Portugal, Francia, Ingla­terra, cada unidad política, dice Tomás, siguiendo la filosofía clásica griega, es completa. Una guerra ex­terior entre dos sociedades perfectas no pone en pe-

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ligro la unidad de la comunidad polética. El bien su­premo de la unidad política es la Unidad; la Comuni­dad. Una guerra exterior no pone en peligro la uni­dad del estado y hasta en algunas circunstancias cuando hay que defender al prójimo oprimido puede ser justificada. Al contrario, una guerra exterior da más fuerza a la unidad política y tampoco destruye la otra unidad política contra la cual se lucha. Todos saben que una lucha de este tipo hace más fuerte la unidad, de tal manera que el bien supremo del estado no está en peligro ;al contrario la guerra civil pone en peligro la unidad de la sociedad perfecta, la uni­dad en la cual el hombre encuentra todos los bienes que necesita para su vida: la educación, los alimen­tos, la seguridad.

En la escolástica baja del siglo XIX algunas veces se habla de la Iglesia como sociedad perfecta, frente al estado. Esta no es de ninguna manera la enseñanza tradicional. La iglesia en Sto. Tomás no es sociedad perfecta. Es otro tipo de comunidad. La única socie­dad perfecta es el estado; la sociedad política. Esta es la doctrina tradicional. Cuando Pió XII en sus en­cíclicas y mensajes de Navidad dice "hoy día ningún estado es sociedad perfecta, la sociedad perfecta es la comunidad internacional", tiene como consecuen­cia que cualquier guerra entre las naciones es ahora una sedición, pone en peligro la unidad de la comu­nidad internacional que es la sociedad perfecta. Y desde Pió XII veremos que la Iglesia en la enseñanza va a tener una posición diamentralmente opuesta a la de la edad media. Pero por los mismos principios fundamentales, hoy, una guerra entre las naciones, pone en peligro la unidad de esta comunidad inter­nacional que todos necesitamos para vivir. Ningún hombre puede vivir fuera de un estado político. Pero esta unidad política hoy día no es Perú o Brasil. Nin­guno de estos estados, hoy es una sociedad comple­ta. La sociedad completa es la sociedad internacio­nal. De tal manera que desde el tiempo de Pió XII vemos que la Iglesia en sus enseñanzas encuentra cada vez más y más difícil justificar cualquier gue-

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rra internacional. Porque la guerra internacional, hoy, tiene las mismas características de la sedición de la Edad Medía, es una acción que pone en peligro la unidad de la comunidad humana, y al contrario ve­mos más y más que la tradición nunca ha justificado la guerra civil. Si conocen la historia de la gran Igle­sia Católica, nunca ha justificado la guerra civil; úni­camente sectas como los Ana-baptistas, Alemanes del siglo XVI o los puritanos de Cronwell en Inglaterra, han justificado la guerra civil. Nunca la Iglesia católica, incluyendo a las protestantes y ortodoxas.

Hoy se ve más y más que la Iglesia encuentra por lo menos algunas circunstancias, por ejemplo el amor al prójimo oprimido, que pueden justificar una vio­lencia civil. Que no es una sedición si está hecha no para el bien particular sino para el bien común. Al mismo tiempo, cuando los teólogos y el Vaticano II rechazan la doctrina tradicional de la guerra justa, el problema se reintroduce por el camino de la gue­rrilla y con los mismos motivos que justificaban la guerra en Sto. Tomás: por amor al prójimo oprimido.

Resumiendo la idea principal, diremos que ahora llegamos a posiciones que parecen ser diametral men­te opuestas a las de Sto. Tomás, pero que consideran los mismos principios.

De tal manera que esta introducción histórica es bastante útil para ayudarnos a ver los principios por los cuales la Iglesia puede justificar tal o cual uso de la violencia.

Siguiendo esta historia vemos que la doctrina tradicional queda bastante viva hasta el siglo XVI. Los teólogos, hasta los grandes teólogos españoles del siglo XVI, se puede decir que estudian la realidad po­lítica, pero después del siglo XVI llegamos a un gran vacío en la historia. Una doctrina social no tiene sen­tido sino se funda sobre un estudio sociológico. Las condiciones de la violencia, o de cualquier tipo de acción cambian cuando la situación cambia. Si se re­pite la misma doctrina y principios llegamos a un mo-ralismo, que es una moral falsa apoyada en principios

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sin un análisis político-social de la realidad. Desde el siglo XVI, hasta Pió XII más o menos, los teólogos van repitiendo las mismas fórmulas del pasado sin ningún conocimiento o estudio de la realidad social y por eso hay un vacío total del pensamiento católico en los terrenos políticos, sociales y económicos du­rante tres siglos. Los cristianos no tienen en estos siglos ninguna luz por parte de la enseñanza de la Iglesia sobre estas temas y siguen todos los errores de la época (nacionalismos, imperialismo, restable­cimiento de la esclatvitud). Se encuentran Obispos que dicen que la esclavitud es de ley natural, porque es muy natural que algunos más inteligentes tengan a su servicio a otros menos inteligentes.

Encontramos en algunos textos de Papas, Obis­pos, algunos trozos, algunas líneas, en contra de tal abuso del nacionalismo, pero en general los Obispos, la Jerarquía, los católicos, siguen todos los errores de la época. Al mismo tiempo, la Iglesia condena al mundo moderno y condenándolo no lo entiende; todas las revoluciones modernas, liberales o socialistas, que transforman el mundo son condenadas. Y los cris­tianos van siguiendo todos estos errores del tiempo sin ayuda por parte de la Iglesia. Yo creo que hay que confesar con toda franqueza que durante todos estos siglos no hubo doctrina sobre estos temas sociales y políticos por razones de una separación entre la Iglesia y el mundo moderno. Desde el siglo XVII y hasta principios del S. XX. Esto ha sido la tradición.

Cuando no hay estudio social de la realidad no puede existir ninguna doctrina; es el gran peligro de muchos sacerdotes de hoy, que hablan de temas po­líticos de la violencia, sin un conocimiento social de la realidad. El amor es perfecto, pero cuando se dan valores y principios sin estudio social se produce cual­quier cosa.

Lo que ahora vemos muchas veces, en muchas declaraciones que se hacen por el mundo es un anal­fabetismo político extraordinario. Esta es una época de un analfabetismo político tremendo. Es el gran pe-

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ligro que tenemos frente a tantas declaraciones que hoy oímos, particularmente de los sacerdotes que son los más analfabetos. Y esto es tremendo porque ellos tienen una cierta autoridad y abusan de su autoridad de esta manera. Yo creo que los últimos años, la Iglesia nos ha ayudado un poco.

Llegamos a la época de Pió XII que ha preparado hechos en el terreno para el Concilio que sigue. En Pió XII vemos dos o tres importantes hechos so­bre el tema de la violencia. Ya lo he notado antes. Primero hoy día la sociedad perfecta en términos fi­losóficos de la palabra no es el estado particular, si­no únicamente la sociedad internacional. En todo es­to Pió XII ha sido el discípulo de los sociólogos, tenía contacto con muchos sociólogos y su sociología de la sociedad internacional es muy buena; no es sólo por razones filosóficas que él va a cambiar la doctrina.

Analizando la sociedad él ve que los principios que se repiten desde Vil siglos ya no valen porque la sociedad ha cambiado; el primer cambio es una rea­lidad internacional bastante unificada. Ideológicamen­te dividida, pero técnica y diplomáticamente unificada. Hoy todos los estados pueden entrar en conflicto, en violencia, contra los estados. Lo que pasa en Checoes­lovaquia, en Vietnam, en Cuba, en cualquier país, nos interesa directamente. Esto es una novedad. Hace un siglo lo que pasaba en este continente no intere­saba directamente a la vida de los que vivían en otros continentes. Hoy no es verdad. Si un conflicto llega a ser mundial, y todos los conflictos pueden serlo, es­tamos en la misma comunidad política. Esta es la gran diferencia.

Y esta va a ser una de las ideas de Pió XII: La so­ciedad perfecta es la sociedad internacional. Conse­cuencia de este fenómeno social es que la guerra hoy, (Pió XII no llega a la claridad del Vaticano II) no se ve en qué circunstancias puede ser justificada. Si queremos resumir el pensamiento de Pió XII pode­mos hacerlo en tres sentencias:

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Primero: la comunidad internacional hoy es la so­ciedad perfecta.

Segundo: Su consecuencia: la guerra exterior no puede ser justificada; por lo menos no se ve bien cómo.

Tercero: La guerra ha sido un mecanismo socio­lógico primitivo, pero un mecanismo para resolver los conflictos.

Esto se ha dado desde los principios de la histo­ria. Si la guerra no funciona (hablo en términos so­ciológicos) no digo, la guerra es inmoral. Esto va a ser una consecuencia; un acto estúpido no puede ser moral, un acto violento en tales circunstancias, si no funciona no puede ser bueno. Si funciona puede ser bueno o malo. Pero si no funciona no puede ser bue­no, es un acto contra la razón, no tiene sentido. Pero qué vamos a poner hoy frente a este mecanismo. Con toda la humanidad Pió XII piensa que las instituciones internacionales que se van difundiendo, la ONU y to­das las demás, quizás en el futuro podrían ser el me­canismo nuevo para solucionar los conflictos. Y por eso Pió XII apoya a todas las iniciativas en pro de la organización internacional; esta no era la actitud de los Papas anteriores a la segunda guerra mundial, an­tes de Pió XII. Los Papas entre las dos guerras mun­diales han apoyado muy poco la Sociedad de las na­ciones, al contrario desde Pió XII vemos que los Pa­pas están apoyando las instituciones internacionales para hacerlas más fuertes. Cuando Pablo VI va a la ONU en el 65 sigue el mismo camino. No es que él crea que la ONU es la solución, pero es que no hay otra solución, porque la guerra no funciona y el mun­do está ahora en una situación bastante peligrosa. El mecanismo para la solución de los conflictos entre las naciones que era la guerra y que solucionaba bien o mal pero que daba una solución, hoy no funciona.

Vemos en los casos de guerra internacional que tenernos hoy, por ejemplo, el Vietnam, que el poder militar más fuerte del mundo no puede llegar a resul-

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tados porque en el mundo unificado en que vivimos el pequeño Vietnam del Norte puede siempre pedir el apoyo de otros que le permiten resistir. El caso de Israel y los árabes. La victoria militar quizás la más grande de los tiempos modernos no ha consegui­do ningún resultado político desde hace más de un año. Israel no ha obtenido lo que quería: ser aceptado por sus vecinos. La guerra no funciona. Por eso veo bastante bien que los chocos están iniciando un tipo de no-violencia que hasta ahora parece tener algunos resultados. Vamos a ver. Es un tipo de resistencia al poder militar que por lo menos nos abre algunos ca­minos de reflexión. Esta es la contribución de Pió XII.

Pero todo esto queda en el terreno de la violencia exterior. Juan XXIII en Pacem in Terris dice pocas co­sas nuevas; claro que el tono, la manera de hablar de Juan XIII era muy diferente a la de Pió XII, pero el contenido es idéntico. Quizás lo único nuevo en el contenido, es una afirmación más clara en la tercera parte de Pacem in Terris de que hoy en la época ató­mica la guerra no puede ser un instrumento para res­tablecer la justicia. La guerra no funciona. También en la misma Pacem in Terris Juan XXIII insiste sobre la necesidad de fomentar las organizaciones interna­cionales, pero eso no es algo muy nuevo. El Vaticano II en la Gadium et Spes, en cambio, trae elementos nuevos, en la misma línea, pero nuevos. Con una gran laguna. Lo que está expuesto sobre el tema de la gue­rra exterior es muy bueno. Pero nada sobre el otro aspecto, lo que Sto. Tomás llamaba la sedición y nos­otros subversión, violencia intenrior o guerra civil; no encontramos nada en el Vaticano II. Creo sinceramen­te que es un poco la culpa de los Obispos de América Latina porque no han hecho ninguna presión para que el tema fuera tratado. Los teólogos que han redacta­do la Gadium et Spes eran teólogos de todos los con­tinentes, pero seguramente la mayoría eran europeos. El problema de la guerra se enfoca desde un solo tipo de violencia, el de la guerra atómica moderna, y este no es el único tipo de violencia que interesa a todos.

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Pero, ¿qué pasó? Los Obispos del Tercer Mundo, en especial los de América Latina, en los años del Con­cilio 1962 a 1965, pone el problema del subdesarrollo en términos económicos casi únicamente. Es el mo­mento de la Alianza para el Progreso; el momento des­pués del 61 en que la mayoría de los estados miem­bros de la ONU son del Tercer Mundo y por consiguien­te la mayoría de los votos; es el momento cuando el señor U Thant es el primer Secretario General miem­bro de un Estado del Tercer Mundo. Desde el 61 la problemática de la ONU es problemática del desarro­llo. Estos años 61 a 66, son de optimismo. Se cree que en 10 años vamos a reequilibrar el desequilibrio mundial. En estos años fui a las reuniones generales de la ONU y los ambientes internacionales creían que con la ayuda internacional por parte de los ricos a los pobres se podría arreglar el desequilibrio mundial. El problema del subdesarrollo era un problema de ayuda por parte de los desarrollados a los subdesarollados.

En estos años los Obispos del Tercer Mundo en Roma no piensan en otros términos. Piensan única­mente en obtener ayuda económica o de personal. No piensan en los problemas políticos. AI mismo tiem­po se van preparando en América Latina todos estos movimientos revolucionarios que ahora conocemos. Creo que los responsables se dan poca cuenta de lo que pasa. Olvidan una cosa muy importante en socio­logía y es que la sociedad política es la sociedad suprema en la cual la economía es una parte dentro de ella, y no al revés. Somos demasiados marxistas al pensar que cambiando las estructuras económicas se cambia todo. El mismo Lenín no pensaba así. Para él lo político tiene que ser primero y Mao Tse Tung piensa lo mismo. Pero nuestros ambientes cle­ricales tienen cierto marxismo vulgar que no ayuda a solucionar los problemas.

De todas maneras, después del 66 en la ONU se invierte el optimismo por un pesimismo radical. En el 67, durante la Asamblea de las Naciones Unidas se podía notar una lucha de clases internacional y esta

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lucha no es únicamente económica. Además no te­nemos ninguna solución económica. El fracaso de la conferencia de Nueva Delhi en febrero pasado es una prueba clarísima de esto. El problema entre pueblos desarrollados y subdesarrollados no tiene solución desde el punto de vista puramente económico. Son problemas políticos los que se deben enfrentar y por eso yo creo que en el Concilio Vaticano II por falta de visión no se habló más que de un tipo de violencia, de manera que hoy debemos pensar el problema nos­otros mismos.

Otra prueba de la manifestación de esta actitud de los Obispos. Cuando al final del Concilio Vaticano II algunos Obispos propusieron hacer dos comisiones, una para estudiar los problemas políticos internacio­nales y otra para los económicos, la mayoría de los Obispos rechazó esta proposición y se creó la comi­sión única de "Justicia y Paz". Pero desde el 67 esa comisión se preocupa únicamente de problemas eco­nómicos. Cosa más fácil y sin peligro.

Los protestantes crearon dos comisiones en Gi­nebra, en el Consejo Mundial de las Iglesias: una para los temas políticos y otra para los económicos. En la última asamblea mundial de las Iglesias en Upsala (Suecia), en julio del 68 sucedió lo mismo. El porve­nir dirá cuál es más útil.

Volviendo atrás veremos lo que el Concilio nos di­ce sobre la violencia externa, dejando para después la violencia civil en la que hay muy pocos textos di­rectivos, pero en la cual hay que pensar.

Sobre la violencia externa el Concilio Vaticano II habla bien:

1) La introducción del capítulo sobre la naturaleza de la paz. Es excelente y fundado en un análisis

sociológico. Lo hizo el P. Háring según parece.

Estos obispos han hecho un trabajo enorme. Para la Gadium et Spes hubo 40.000 enmiendas.

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Para esta introducción hubo tres esquemas. En el primero se repetía por pereza lo ya dicho y utiliza­ba la paz como "tranquilidad en el orden", definición tomada por Agustín y Tomás de sus maestros filóso­fos estoicos, que no es bíblica de ninguna manera. Para los estoicos la inmovilidad era lo más bello. Es­ta definición se va repitiendo en todos los documen­tos cuando se habla de la paz. El Vaticano II rechaza los dos primeros esquemas. El primero de Suenens, Cardenal de Malinas Bélgica, el segundo de Haring, Quedó el 3? que no fue rechazado por que debía ter­minar el Concilio.

Cuando se pensó la definición en términos mo­dernos se vio que era la definición perfecta del Es­tado totalitario. Cuando hay un policía en cada es­quina hay una perfecta tranquilidad de tal manera que para un moderno esta definición tradicional evoca un tipo de paz que no tiene nada que ver con la paz cris­tiana.

Esto no quiere decir que explicándola no tenga sentido. Así la usó Pablo VI. Pero debe dársele un sentido dinámico. Por eso en un documento destinado al pueblo cristiano la paz no puede definirse. Es co­mo todas las cosas sencillas Se empieza por negar lo que no es: no es la mera ausencia de guerra, ni se reduce al equilibrio de las fuerzas contrarias, ni nace de un dominio despótico pero, ¿qué es paz? es un esfuerzo dinámico hacia más justicia, y más comuni­cación. La palabra sociológica moderna "comunica­ción" después del Concilio es lo mismo que fraterni­dad, que amor; pero si queremos paz tenemos como importante más justicia, más comunicación, de tal ma­nera que la paz nunca está hecha.

Al final de este capítulo sobre la naturaleza de la paz, el Concilio habla de la no violencia. Yo creo que es el primer texto en la historia de la Iglesia sobre la no violencia. Inmediatamente vinculada con el es­píritu Santo.

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Se dice en los párrafos precedentes que no te­nemos ninguna solución nosotros cristianos, a ningún problema político como el Vietnam o el subdesarrollo, pero tenemos al Espíritu Santo.

Hay casos en que por amor al prójimo hay que uti­lizar la violencia. Pero cuando la no violencia es un instrumento capaz de hacer más justicia y más amor entre los hombres, la no violencia debe ser preferida. Es el texto del capítulo sobre la naturaleza de la paz,

Después viene el capítulo sobre la guerra exte­rior. Se dice por primera vez claramente: la guerra moderna es un crimen. El texto después de algunas consideraciones sobre la violencia moderna dice: "Es­to nos obliga a examinar con una mentalidad nueva todo el problema de la guerra".

Cuando este esquema último fue mandado a los Obispos para juicio final, había una nota explicando por que el esquema no mencionaba la doctrina tradi­cional de la guerra justa. En las últimas secciones había obispos que tomaron la palabra para decir: "por­qué no se repite la doctrina tradicional que hemos es­tudiado en el seminario". Esa nota decía explícita­mente que se rechazaba la doctrina tradicional, no porque no valía sino porque en la situación actual des­pués de un análisis de las condiciones modernas de la guerra y la paz, la doctrina tradicional no puede ser justificada tal cual. Todo eso nos obliga a examinar con mentalidad nueva todos los problemas de la gue­rra. "Sepan todos los hombres de nuestro tiempo que habrán de dar cuenta de sus acciones". . . "Tras estas consideraciones este sacrosanto Sínodo, haciendo su­ya las condenas de la guerra total, pronunciadas ya por los recientes Sumos Pontífices (Pió XII — Juan XXIII) declara (Es la única condenación del Vaticano II, en el que no hay condenas dogmáticas. Esta es la única y no es dogmática). Toda acción bélica que sin discriminación alguna pretende la destrucción de ciu dades enteras o de extensas regiones".. . La guerra moderna, porque si hay una guerra en el futuro, una

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guerra que va a fondo, no va a ser con palos y pie­dras, las armas no son otra cosa que instrumentos técnicos, en la era de piedra hay instrumentos de piedra y armas de piedra y en la era de hierro hay ins­trumentos de hierro y armas de hierro. Todos citamos el texto de Isaías: "Debemos transformar la espada en arado y las lanzas en hoces". Pero nunca citamos el texto del profeta Joel que dice exactamente lo con­trario. En un momento de lucha nacional por el pueblo de Israel, Joel dice: "De los arados hagamos espedas y de las hoces hagamos lanzas".

Si hay una guerra exterior, digamos la gran gue­rra posible de los años que vienen, y no encontramos ninguna solución a los problemas del desarrollo y subdesarrollo (distribución mundial), una gran guerra de luchas de clases de nivel mundial es muy posible, no inmediatamente, pero si quizás dentro de 10 años. Todos los sociólogos (esto es la sociología de las relaciones internacionales) lo consideran como una cosa posible. Una guerra de este tipo no va a hacer­se con piedras sino con armas de la época moderna. Por eso la China es el país kerygmático, cuyas armas atómicas son consideradas por todo el tercer mundo como la manera de preparar la lucha final, si no se llega a un acuerdo de tipo sindical, digamos, en la lu­cha de clases organizada. No tenemos muchos cami­nos. Existe el camino de la lucha de clases organizada, del sindicalismo mundial, una violencia organizada o una guerra. Pero esta guerra en estas condiciones no funciona tampoco. De tal manera que el Concilio di­ce "toda acción bélica es un crimen contra Dios y contra el mismo hombre que se ha de condenar con firmeza y sin vacilaciones".

Aquí llegamos al punto final de esta evolución doctrinal.

Por amor al prójimo la violencia exterior podría ser justificada. Hoy, en las condiciones nuevas de la sociedad internacional, el uso de la violencia en estas condiciones no funciona y por eso es un crimen. Esto

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no soluciona los problemas pero por lo menos pode­mos encontrarnos en situaciones criminales que no son por culpa nuestra. Qué vamos a hacer? El peligro par­ticular de la guerra de hoy consiste en que aquellos que poseen las más modernas armas científicas, si se les da ocasión de perpetrar tales crímenes pueden impulsar la voluntad humana a los proyectos más atro­ces. Todos los pueblos preparan este crimen. Los que todavía no pueden, esperan poder dentro de pocos años.

El problema de la violencia exterior no está aca­bado hoy. Existe. Pero lo que el Concilio nos hace ver claramente es que entramos en una situación cri minal. ¿Y qué vamos a hacer en situaciones crimina­les? Por lo menos que sepamos que ahora estamos en el mundo del pecado. No vamos a hablar si nos encontramos en situaciones criminales. Digamos que mañana a un nuevo conflicto mundial por culpa de cualquiera, sea ruso, chino o norteamericano, (ya que estamos todos en el mismo barco) no vamos a nom­brarla cruzada anticomunista o anti-imperialista, o anti-no se qué.

Vamos a nombrarlo crimen y pecado. Pero esta es una debilidad del Vaticano II. El aspecto sociológi­co está muy bien visto, pero el teológico bastante flo­jo. Porque nuestra teología clásica no nos da ninguna respuesta a este problema. ¿Qué vamos a hacer en esta situación de pecado? No podemos quedarnos de brazos cruzados porque estando en el mismo barco, tenemos que tomar parte en los conflictos. No po­demos ir a un monasterio en los Andes y quedarnos todo el tiempo de un conflicto. Pero, ¿cómo se puede pensar una acción moral necesaria en una situación de pecado?

Yo creo que la teología católica tiene poca pre­paración para este problema. Los protestantes en cambio mucho más. En esta época de ecumenismo, es muy útil que podamos ayudarnos mutuamente. Los protestantes en general han reflexionado más que los

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católicos sobre el problema del pecado original. Pe­ro una cierta pereza tradicional de los católicos en estos problemas políticos es preguntar qué es peca­do y que es bueno, Por ejemplo, matar a muchos mu­sulmanes en los tiempos de las cruzadas era ir segu­ramente a! cielo. Los musulmanes decían lo mismo. De tal manera que la teología muchas veces es una mera ideología. Porque los mahomentanos decían exac­tamente lo mismo que los cristianos. Aunque con otra, así llamada teología. Al católico por su formación le gusta saber qué es pecado, cuántas bombas se pue­den tirar hasta el pecado mortal. Esto no es posible. Es nuestro defecto. Lo que estoy haciendo es una ca­ricatura, pero es nuestra tendencia. Y respecto a la violencia civil pasa lo mismo. El problema es que en­tramos por el camino de la violencia, entramos por el camino del pecado y quizás hay situaciones en que tenemos que entrar por este camino. Porque quizás no es nuestra culpa. Estamos en una situación de pe­cado. Pero nuestra teología nos prepara muy poco a estos problemas. Y por esto necesitamos pensar un poco. Hay dos otras cosas flojas en el capítulo del Vaticano II. Hay cosas muy buenas, toda la parte es­piritual, la naturaleza de la paz, es perfecta. Pero la parte floja está en que no se trata del otro tipo de violencia. Únicamente se piensa en la violencia entre las naciones, y aún hablando de este tipo de violencia, el problema teológico no está bien pensado. Porque se dice, la guerra es un crimen, y después, la guerra no está excluida de las relaciones humanas. Y por eso el Concilio siente la dificultad. No puede conde­nar las armas, condena el acto de guerra. Pero en el capítulo siguiente se habla de la carrera armamentista y el Concilio dice: que la guerra es un crimen. La ca­rrera armamentista, las armas, son una plaga, una en­fermedad. Se puede condenar un acto, pero no se puede condenar una enfermedad. Hay que curarla. ¿Por qué los hombres construyen armas? Porque se tienen miedo unos a otros. Hay dos miedos fundamen­tales en el hombre. A la naturaleza: epidemias, fuego, enfermedad contra él; el hombre primitivo tiene un

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mecanismo sociológico bastante eficaz, muy primiti­vo pero que da un poco de esperanza, es la magia. Desaparece la magia cuando viene la ciencia. El cam­pesino deja al mago cuando llega el veterinario.

El otro miedo fundamental del hombre es el mie­do a los otros hombres. El hombre primitivo tiene co­mo medio de protección las armas. Pero el hombre tiene un momento, como el campesino, que empieza a dudar del valor de la magia. Estamos en este mo­mento: se duda del valor de las armas para proteger­nos contra los otros hombres. Pero estamos en mo­mentos difíciles en que no sabemos cuál será el nue­vo mecanismo sociológico que sustituirá las armas como medio eficaz de protección. Se espera que unas instituciones internacionales mejor organizadas, un co­nocimiento de las fuerzas políticas, una educación po­lítica, una alfabetización política, una ciencia política, pueda ser un elemento más eficaz que las armas para protegernos contra los otros. Hoy las armas son un poco mágicas. Los estados tienen armas que saben que si las usan se destruirá todo. Frente al miedo a las armas la Iglesia dice son una enfermedad. Hay que curarla. ¿Cómo? Quitando el miedo que los hombres se tienen unos frente a otros. Eso nos abre el camino para trabajar de una manera eficaz para la paz. ¿Có­mo quitar el miedo de un grupo de hombres a otro? En los americanos, chinos, imperialistas, el miedo es la causa de casi todos los conflictos. ¿Cómo se puede eliminar el miedo entre los hombres? ¿qué caminos para superar este miedo? Terminamos así este esque­ma histórico hasta el Vaticano II. En la segunda con­ferencia podremos seguir con la parte que todavía no tiene fuentes conciliares o magisteriales. Veremos lo dicho en los últimos 3 ó 4 años sobre la violencia. Haremos un análisis socio-político de la violencia pro­curando descubrir cómo comportarnos en situaciones de violencia. Un tercer paso será, apoyándonos sobre este análisis, si se puede pensar una reflexión teoló­gica para resolver estos problemas tan difíciles que hemos tratado.

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Análisis socio-político

Después del esquema histórico vemos a tratar ahora la forma en que se puede presentar el proble­ma de la violencia. Como hemos visto, se habló poco en la Gaudium et Spes de la violencia interna, por ra­zones accidentales. Hay algunas líneas en la Populo-rum Progressio sobre la revolución.

Los protestantes se nos han adelantado en la re­flexión cristiana sobre el tema de la revolución.

El artículo de Iglesia Joven "Una teología de la revolución" (en francés) perteneciente a cuatro pro­testantes, reflexiona sobre las ponencias de julio de 1965 en el Consejo ecuménico de las Iglesias, reuni­do en Ginebra y que convocó a 400 miembros de va­rias Iglesias.

Trataba sobre la Iglesia y la sociedad al igual que la Gaudium et Spes. En ella muchas veces se tocó el tema de la revolución espontáneamente y por parte de muchos delegados especialmente de América La­tina. Los delegados de Uruguay, Colombia y Argen­tina pusieron fuertes ponencias para que los cristia­nos estudien el problema de la violencia revolucionaria.

En 1967 la reunión del apostolado de los laicos en Roma, también trata este problema pero menos a fondo que los protestantes.

En estos momentos en todas las revistas se ha­bla del problema de la revolución, de teología de la revolución y de cristianismo y revolución.

Los teólogos del Vaticano II al rechazar la doc­trina tradicional sobre la guerra justa lo hacen dicien­do que hoy esta doctrina no es válida en las circuns­tancias concretas del mundo contemporáneo. Pero el problema de la violencia vuelve a ser foco y centro de interés teológico, en las circunstancias de la re­volución, particularmente de la revolución del tercer mundo, de las guerrillas, y por el mismo motivo que

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justifica el uso de la violencia en Sto. Tomás: el amor al prójimo oprimido. Es un hecho muy interesante que cuando se aprueba la Gaudium et Spes (65) —la cual rechaza de una manera solemne la doctrina tradicio­nal de la guerra justa— el problema de la violencia se reintroduce al mismo tiempo en el pensamiento cató­lico, por el camino de la violencia interna, por el ca­mino de la guerrilla.

Vamos a ver hoy como se plantea esto. Tenemos pocas declaraciones y textos de obispos o teólogos. Del Papa sólo las declaraciones de Bogotá. Lo pri­mero que se puede ver es si la tradición teológica puede ayudarnos. Yo creo que no. El modo de enfo­car el problema en el pasado es muy distinto a como se lo debe enfocar hoy. El problema de la sedición es muy diferente al problema de la revolución moder­na. El tirano era un estado patrimonial. Como los estados de la Edad media cuando el rey era como un padre de familia. Si él era sedicioso, es decir, si en vez de gobernar para el bien común gobernaba para su propio interés, la solución será cambiar el rey. Si no quería irse el tiranicidio era apoyado por los teó­logos. El problema de la edad media era el problema del tiranicidio. Hoy matar a una persona, dos minis­tros, 220 oligarcas, no cambia nada, porque el tirano es un sistema. Se podría cambiar o matar un rey. Pe­ro no se puede matar al capitalismo, al imperialismo. De tal manera que las circunstancias son demasiado diferentes.

Si queremos presentar una reflexión útil hay que distiguir dos niveles en la reflexión: el nivel de los valores y el nivel del análisis socio-político. Cuales son los valores que entran en juego en cualquier de­cisión revolucionaria de violencia. Fundamentalmen­te el mismo valor que para Sto. Tomás era la única justificación de la violencia: "El amor al prójimo opri­mido". Es lo que se llama la intención recta. El valor que pretenden defender los que hoy hacen protestas para justificar la violencia es el amor al prójimo opri-

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mido. Hay muchos pobres en América Latina y com° no hay otro modo de defenderse es necesaria la v¡o-lencia por amor al prójimo oprimido.

Este valor es común a todos los revolucionarios-sea quien sea. Es más o menos común. Los que to­man las armas, que no son ladrones o asesinos, \o hacen por amor al prójimo oprimido. Cristianos y no cristianos pueden comulgar en el mismo ideal. Pero además los cristianos tenemos otro valor evangélico que no podemos olvidar: "El amor el enemigo". Sa­bemos que es muy difícil el perdón de los enemigos-En este punto el cristiano que ha entrado por el cami­no de la violencia no puede odiar al adversario, y es muy difícil hacer una revolución sin odio. Entrar por el camino de la violencia sin odio, es difícil. Pero es un valor evangélico que no podemos dejar de lado.

En este punto cristianos y no cristianos muchas veces no pueden ir muy unidos. A pesar de muchos valores comunes este es el punto más difícil de con­frontar. El evangelio nos obliga a esta actitud de amor a los enemigos.

Pero a nivel de los valores no se puede tomar una decisión. El peligro de muchos católicos, sacerdotes, de casi todos los que ahora publican textos sobre la violencia, es que ignoran el nivel socio-político. Esto se llama moralismo. El moralismo es una decisión que se toma nicamente a nivel de los valores. Sin análisis político.

Si se toma una decisión sólo desde el nivel so­cio-político, sin incluir valores, puede ser amoral o in­moral. Cuando los rusos entran en Checoeslovaquia no sé si hay muchos valores en este acto político. Pero es un análisis que ellos han hecho que para de­fenderse tienen que ocupar Checoeslovaquia. Es una decisión que si no incuye valores es también un acto amoral y quizás inmoral.

El acto ético es el acto, la decisión, que se toma al nivel del análisis socio-político pero que incluye valores. i:

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En todo lo que se refiere a la violencia, estas distinciones pueden ayudarnos a entenderla un poco mejor y a criticar. Concretamente veo que la mayoría de las declaraciones que se hacen por ahora, son anal­fabetos políticos, porque no han hecho ningún análi­sis.

Tenemos declaraciones que resultan muy her­mosas pero que pueden servir tanto para la violencia como para la no violencia. Se puede proclamar la no violencia absoluta. Pero puede ser amoral, o pura­mente moralismo.

De este modo la no violencia como principio abso­luto, puede ser tan inútil como la violencia. (Cito el ejemplo de la revista francesa a cargo de los franciscanos, llamada "Freres du Monde", inclinada primero totalmente a lo no violencia y ahora a la vio­lencia).

Es necesario entrar en el terreno del análisis. Y toda decisión política depende de la conclusión del análisis. Este análisis está relacionado con las si­tuaciones concretas. La doctrina de Sto. Tomás era excelente porque hacía el análisis poltíico de su tiem­po. Pero cuando la misma doctrina se va repitiendo tres o cuatro siglos después, habiendo el mundo cam­biado, la doctrina no vale para nada. Por lo menos no se puede utilizar.

Dos peligros nos amenazan. El peligro de una casuística, que es el tipo que calcula cuantas bombas son pecado mortal. Estudia con anticipación todos los casos posibles y da una solución. Dice lo que está permitido y lo que está prohibido. En estos temas polí­ticos hay una necesaria ambigüedad. Y la ambigüdad en muchos casos hace difícil una casuística. Esto es falta de teología.

Pero tenemos otra tentación. Que es la de mo­ver a la Iglesia al servicio de la revolución, como en siglos pasados se movió al servicio del orden esta­blecido. Lo cual me parece una falta de cultura his-

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tonca tremenda en muchos de esos sacerdotes que nos asesinan con sus proclamaciones violentas. Es la falta de cultura histórica. Se quiere movilizar a la Iglesia al servicio de la revolución como en el pasado se movilizó por el orden establecido. Pero no es razón suficiente que si en el pasado tuvimos errores deba­mos hacer lo mismo ahora, pero hacia el otro lado. He­mos pecado a la derecha, ahora vamos a pecar a la izquierda. (Pensemos en los Papas y obispos que he­mos tenido como guerrilleros en nuestra historia).

Siempre hay que pensar que cuando se toma una decisión se piensa hacer el bien: v. g. las cruzadas. Pero cuando uno toma o anima a tomar una decisión violenta hay que pensarlo bien. Es necesario mirar las consecuencias que se pueden desencadenar.

Sin embargo es necesario que asumamos nues­tra responsabilidad. Pero es una falta de teología cuando se quiere eliminar la ambigüedad. Lo que los moralistas algunas veces quieren es que no haya am­bigüedad. Cuándo la violencia es justa o injusta. Es una tentación que todos tenemos. Ahora nadie puede pensar según estos términos. Quitar o eliminar la ambigüedad de una decisión política para tranquilizar la conciencia es un juego peligroso. Mejor quedar­nos en esta situación bastante trágica del hombre que tiene que elegir. En la política nunca se elige entre el bien y el mal. Se elige entre dos males. Y por eso no podemos quitar totalmente la ambigüedad. Pero es una tentación que tenemos: saber qué es justo, qué no es justo. Es una falta de cultura teológica. Al­gunos quieren ser puros, sin pecado. Y en eso creo que los protestantes nos ayudan. Toda acción tiene elementos pecaminosos, impuros; esto es difícil para muchos católicos. Nuestra formación muchas veces nos lleva a buscar esa pureza. Hace algunos años se nos daba una formación que buscaba una perfección absoluta. En la política esto es una cosa peligrosa.

La otra tentación es la falta de cultura histórica. Cuando algunos olvidándose de que la Iglesia ha uti-

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lizado muchas veces la violencia para defender al or­den establecido, quieren ponerla ahora al servicio de la revolución.

Otra distinción sería indicar los varios grados de violencia. Hablando de la violencia como medio para conseguir un fin político, habría que distinguir entre los varios tipos de violencia; la presión política es una violencia, la huelga general, la violencia sangrienta. La palabra violencia tiene varios sentidos. La presión política que puede ser una violencia; todo cambio de gobierno o de todo régimen político es una violencia aunque no haya sangre, y también la violencia de tipo guerrilla. Ningún político o sociólogo, excluye total­mente la violencia como medio. La violencia es un hecho universal. La violencia es un hecho fundamen­tal de la vida humana. Las opiniones varían en cuan­to a la medida y a las condiciones concretas nece­sarias.

Ahora entramos en el análisis socio-político. La decisión confirmando la violencia o el grado de vio­lencia, depende del análisis socio-político. No se pue­de hacer una regla general. Es lo que me parece bas­tante desagradable y poco desarrollado de los que hablan de la violencia como medio necesario en Atri­nca Latina, porque América no es una unidad socio-política. Digamos: entre la isla de Haití y la Argen­tina hay mucha diferencia.

Quizás se puede pensar, de acuerdo a los soció­logos, que en un país muy subdesarrollado la violen­cia de tipo guerrilla (donde no hay casi nada por des­truir) puede ser funcional. Yo vuelvo al ejemplo de la I9 Conferencia. La guerra exterior no funciona. Y una cosa que no funciona no puede ser ética. Una cosa que no tiene racionalidad no puede ser ética. Pero no se puede decir lo mismo de la guerra civil, porque la guerra civil, puede ser funcional. Una de las razones por las que la guerra internacional no puede funcionar es porque escala hacia las armas últimas y entonces no queda nada. ¿Por qué los EE. UU. no triunfan en el

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Vietnam? Podría usar armas potentes, pero no que­daría nada. Y si no queda nada no es una guerra. Es decir no puede usar las armas últimas. Entonces el pequeño (como Vietnam) siempre encontrará a me­dios para defenderse.

La destrucción de Vietnam no logra el fin políti­co. No funciona como guerra. Como mecanismo po­lítico para lograr un fin político. El fin de la guerra no es la destrucción, sino que el adversario adopte las condiciones del otro. Pero si no queda ningún vietnamita...

De esta manera la guerra moderna no funciona. Y no puede ser ética. La gurra civil, al contrario, por naturaleza no puede utilizar las armas últimas, pues en terreno reducido no se pueden usar las armas úl­timas. Y por eso puede funcionar y puede ser ética.

Puede ser que en un país pequeño y muy subde­sarrollado este tipo de violencia se acerque más o menos al caso clásico del tiranicidio y en este caso se podría justificar. No podemos, al menos como pa­dres espirituales, decir a un joven cuyo país se encuen­tra en estas condiciones que la violencia no es per­mitida para cambiarlas. Yo creo que en estas condi-cions, el análisis socio-político lo permite. Es un acto ambiguo y no puedo quitar la ambigüedad. No estoy seguro si es la mejor manera, pero es razonable por­que está encuadrado dentro de un análisis socio-po­lítico.

También podría tener resultado cuando el poder político y militar está en manos de extranjeros, por ej., el caso de descolonización. Cuando la utilización de la violencia es para luchar contra el colonizador, particularmente si hay fuerza externa (digamos las guerras de liberación), me parece tener un cierto sen­tido (v. g. Argelia). La violencia por parte de los co­lonizados tiene sentido. El análisis socio-político per­mite esperar un éxito por este medio. Pero cuando llegamos a un país más desarrollado donde el poder

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tiránico (porque si se hace revolución es para derribar a un poder tiránico), no es un señor, no es un poder extranjero, pero sí una clase social, un poder econó­mico y político para algunos la violencia de tipo gue­rrilla no tiene sentido. Sería el caso de Brasil, país bastante desarrollado. Repito que esa es una solución ambigua. Pero por lo menos no se puede presentar en casos de este tipo, la violencia como la única so­lución cristiana. El análisis nos enseña qué en un país bastante desarrollado los métodos para cambiar las estructuras malas, no pueden ser este tipo de violen­cia poco organizada. Tenemos que buscar otros mé­todos para hacer la revolución. Esto no quita el deber de preparar la estrategia revolucionaria si las estruc­turas son malas, opresivas. Tenemos el deber de cambiar las estructuras. Pero es el método de este tipo de violencia sangrienta (la guerrilla) el modelo de violencia, que parece ser poco conducente al re­sultado.

Lo que el documento base de Medellín indica es bastante acertado. El párrafo sobre la violencia dice: "En muchos países de la América Latina estamos en una situación de violencia por parte de la oligarquía. Hay una situación de violencia por parte de las es­tructuras opresivas que existen en muchos países de América Latina".

A esta situación corresponde una tentación de violencia. Esto está bastante bien por un lado. Me parece un hecho bastante claro. Una clase opresora impide a una parte del pueblo que se desarrolle nor­malmente. (Manifiesto de los sacerdotes de Bogotá sobre la violencia injusta).

A esta situación de violencia le corresponde la tentación de violencia para romper esta situación por lala violencia. En tal situación el peligro de una explo­sión es muy grave. Si esta explosión sucede en un país no podemos hacer una casuística para ver qué podemos hacer. Es una situación explosiva. . . En el caso de que un loco con una pistola salga a la calle, no puedo con

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anticipación decir qué voy a hacer. Algo debo hacer, pero no con anticipación. Lo que debemos hacer en tales situaciones es preparar un cambio de situación para que esta situación de violencia no siga, no con­tinúe. ¿Y cuáles son los caminos? ese es el fruto del análisis sociopolítico. ¿Cuáles son los caminos para impedir esa explosión?

¿Cuáles son los caminos? Yo veo tres caminos en los últimos documentos de la Iglesia de América Latina:

Comblin. (Ver el documento preparatorio a la Conferencia de Medellín).

Un documento bastante violento, pero racional, que se funda sobre un análisis político de Brasil. Es un análisis de la situación de Brasil y de América La­tina, y para cambiarla él propone el camino de la conquista del poder. (Sigue más o menos las líneas de la Acción Popular de Brasil, movimiento en un principio católico). Presenta una táctica revoluciona­ria muy leninista. Yo no veo ninguna dificultad desde el punto de vista político, me parece bastante sano. No me gusta como método. Tampoco que un sacer­dote presente el método leninista... admito a un lai­c o . . . Yo tengo que confesar que el leninismo tiene éxito. En una situación revolucionaria yo aceptaría que jóvenes católicos tomen este modelo para cam­biar la situación de violencia injusta. Precisamente para evitar una explosión desorganizada.

Helder Cámara. Dice que Brasil necesita un cam­bio de estructuras; que no se puede esperar un cam­bio normal, una evolución de reforma, pero antes de pensar en una violencia, en un cambio de estructuras hay que cambiar las mentalidades. Es el camino de la concientización. O la línea de Mao Tse Tung, quien habla de la revolución cultural. Tomando algunas ideas de Mao: Mao dice que no se puede hacer una revolu­ción de estructuras si no hay primero una revolución cultural (habló de esto hace 25 años). Helder dice que necesitamos una revolución cultural: "cambiar

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las mentalidades de tal manera que podamos cambiar las estructuras". (Cfr. el discurso del mes de abril en París que es bastante bueno).

Sin embargo, no se puede pensar una revolución si no hay una doctrina, un modelo revolucionario. Mu­chos de los que proponen la violencia como una pala­bra mágica que da resultados por sí misma, no tienen una doctrina del cambio.

La tercera vía, también basándose en un análisis político, es el camino de los focos guerrilleros del Che Guevara. Yo creo que es lo menos aceptable. Pero no diría que es lo menos funcional. Yo hablo en términos de sociología. Lo que funciona, lo que no fun­ciona. Hay varios caminos que podrían funcionar, in­cluyendo todos elementos de violencia. Leyendo el diario del Che, vemos que este hombre en sus últimos meses de su vida, cuando hace el análisis del mes, descubre que los campesinos no se unen sino que se alejan. Esto hace ver la crítica que Mao Tse Tung le hizo al Che. Mao piensa que este método no puede cambiar las estructuras opresivas de América Latina. Según Mao se asemejan a los tres mosqueteros que se espera realicen aventuras extraordinarias.

Hemos presentado así los tres casos de la vio­lencia, de la violencia organizada, controlada, bien pensada. Y creo que desde el punto de vista cristia­no esto puede tener sentido si incluye los dos valores apuntados al principio: Amor al prójimo y también amor al enemigo.

Resumiendo:

Tenemos que pensar en los problemas de la vio-lencia porque:

1. La Iglesia no nos dice mucho sobre este punto.

2. Estamos en una situación de violencia. Quizás no siempre, pero sí en algunos países del mun­

do y en este mundo no podemos cerrarnos en nues­tras fronteras.

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¿Cómo vamos a impedir la tentación de violencia? La elección no se realiza entre la conservación de las actuales estructuras y la revolución, sino entre el cambio radical y la revolución sangrienta.

Estando en una situación de violencia, para evi­tar caer en la tentación de la violencia. ¿Cuáles son los caminos posibles? No es el primer deber del sa­cerdote inventar el camino, eso es trabajo del político, de los laicos. Pero tenemos que entender lo que ellos hacen. No apruebo mucho al sacerdote que dice "va­mos a seguir el camino de Lenín", pero debemos en­tender si este camino es aceptable o no.

A mi juicio el camino del P. Comblin no es el más acertado. El pensamiento que me parece más confor­me al cristianismo es el de Helder Cámara. El cam­bio puede hacerse bastante pacífico si gran parte del pueblo ya está preparado. El camino de los focos gue­rrilleros me parece poco acertado.

En la tercera parte veremos los problemas espiri­tuales. Trataremos de pensar una teología para tiem­pos de revolución. La forma de comportarnos como cristianos en tiempo de revolución. Para ello nos basaremos en la Biblia.

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Análisis teológico

Vamos a tratar el último paso en esta reflexión sobre la violencia. La primera parte fue histórica. Después tratamos la necesidad de una reflexión socio­lógica para fundamentar una reflexión teológica. Vol­veremos sobre esto.

Hoy quería tocar el tema de una posible teología de la revolución. Una reflexión espiritual. Como de­cía una teología de la revolución me parece una pa­labra bastante inadecuada. Mejor sería hablar de una teología para tiempos de revolución. Pero se utiliza mucho en los últimos años.

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Una nota preliminar y tres elementos de refle­xión. Se trata de una tentativa. No es una cosa aca­bada ni muchos menos.

Nota preliminar:

Hay que tener mucho cuidado en este terreno porque lo que se presenta como teología, es muchas veces una ideologa más. Hay ideología cuando las afirmaciones, las posiciones, reflejan una mera dife­rencia de posición social en la lucha de clases. Los pobres están en pro de la revolución, aún de la vio­lencia. Los ricos están en contra, aparentemente, por razones teológicas, en realidad por razones ideoló­gicas. (Lochmann trata el tema de la teología e ideo­logía). Este peligro lo tenemos todos. El problema de la violencia revolucionaria no debe ser resuelto ideológicamente. Muchas veces estamos en pro o en contra de la violencia por razones ideológicas y no por razones bíblicas o de nuestra fe cristiana.

Primer paso de la reflexión.

Una teología de la revolución debe fundarse en la dinámica bíblica del cambio, del movimiento his­tórico. Si hablamos de una reflexión teológica, no po­demos repetir lo que cualquier político dice: que hay que ¡r a la revolución para hacer más just ic ia. . . eso no basta como teología. Esta es un poco la crítica que le hago a Schaull, él repite un poco los temas po­líticos de la revolución cubriéndolos de un vocabula­rio teológico. Para una teología de la revolución hay que fundarse en la dinámica bíblica, en la dialéctica cristiana de una historia que corre hacia el Reino de Dios. Incluyendo muerte y resurrección.

Y todo el problema va a ser, cuál es el sentido de la muerte, de la violencia. Y la Biblia tendrá que ayu­darnos a entender el sentido, el significado de la muer­te y resurrección: la victoria sobre la injusticia, sobre el pecado, y la reconciliación. "El elemento nuevo que la fe cristiana trae al fenómeno revolucionario

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—dice el Pastor Dumas— es la novedad de la resu-rección. Lo trágico de las revoluciones —dice— es que, concentrándose en su propio poder, en su propia fuerza de negación, continúan el antiguo orden con­virtiéndose en sistemas conservadores y cerrados". Toda la teoría de la revolución de Hegel y Lenín se funda sobre la violencia inicial de la negación; según Hegel y después Marx, el motor de la historia es la negación, el motor de la dialéctica es la negación. La negación destruye el sistema anterior y permite el movimiento histórico; y la guerra —dice Hegel— es la fuerza de negación. Cuando después Lenín toma la misma dialéctica dice que la guerra es la partera de la revolución. Para que nazca el nuevo mundo socia­lista necesitaba una revolución, una guerra que per­mita instituir la lucha de clases. La diferencia entre Hegel y Marx está en qu éste dice que después de una última negación de la sociedad de clases llegaremos a una sociedad sin clases en la cual la guerra, la vio­lencia, no será necesaria para el movimiento histórico.

Castro en su discurso del 4/2/62 dice que para llegar a una nueva situación revolucionaria en Amé­rica Latina necesitamos la violencia como partera de la nueva situación. El peligro —dice uno de estos autores— lo trágico de lo revolucionario, es que con­centrándose en su propio poder, en su propia fuerza de negación, perpetúan el antiguo orden, transformán­dose así en sistemas conservadores y cerrados. Hay que tener cuidado de no confundir revolución y resu­rrección. Es el error de un dominico famoso en Fran­cia, el P. Carbonnel. Durante la cuaresma de 1968 a los estudiantes, su última plática fue "La Resurrección estímulo para la revolución".

¿Cuál es la diferencia entre esta fórmula y la fór­mula "religión opio de los pueblos"? En un caso la religión es el opio que hace dormir y en el otro la ca­feína que despierta. Pero si la religión es una inyec­ción para la revolución, es el mismo concepto que Marx tenía de las religiones, que como opio del pue­blo pueden hacer dormir o despertar. Tengo miedo

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que para el P. Carbonnel ahora la Resurrección del Señor sea un estímulo para la revolución, es decir, que el fin es la revolución y la Resurrección es el me­dio, el instrumento.

No se puede hablar de teología en este caso. Aunque la revolución permita la libertad del culto o de religión, no significa que va a ser una verdadera liberación del hombre. Por eso antes hablamos en términos positivos de Mao Tse Tung, pero claro que no podemos aceptar el tipo de sociedad que él pro­pone. Podemos ver aspectos positivos en el pensa­miento de Mao pero no podemos aceptar una socie­dad en que el hombre viva inmerso en la sociedad por y para la sociedad. Como él dice poco importa que ahora mueran 200 millones de chinos, porque después tendremos la sociedad perfecta. No podemos pensar de esta manera.

La trascendencia de Dios al menos significa para el hombre la posibilidad de servir a su prójimo sin perder su vocación personal. Una verdadera revolu­ción debe llegar a dar una verdadera libertad: es de­cir, posibilidad de criticar, de distanciarse de la so­ciedad. Si esto no se da, la revolución no es un pro­greso para el hombre, puede ser un progreso en algu­nos elementos, pero no podemos conformarnos con ello. Tal ocurre actualmente en Checoeslovaquia, don­de no se permite (los rusos no permiten) críticas al régimen comunista.

Los distintos tipos de revoluciones, que por serlo deben negar la situación anterior, si se quedan en es­ta etapa de la negación y no pasan a la situación de resurrección, el hombre pierde la libertad para desa­rrollarse. Esto no podemos aceptarlo. Por lo menos un teólogo que quiere reflexionar sobre la revolución no puede contentarse con lo que Lenín u otros comu­nistas dicen; no digo que no dicen nada bueno, sino que no podemos identificarlos con una reflexión cris­tiana sobre la revolución. Lo que vemos en muchos artículos que se escriben hoy es que repiten única-

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mente lo que muchos comunistas podrían afirmar. Es lo que veo un poco en el texto del P. Comblin. Me duele que un sacerdote no se sienta un poco otra co­sa. Por lo menos él no puede decir que sea teología lo que está haciendo. Será una reflexión política de tipo leninista que puede tener un cierto valor políti­co, pero al fin de cuentas no es una reflexión teológica. Yo creo que la trascendencia de Dios es lo que nos permite siempre salvar esta posibilidad del progreso humano. En un nuevo libro que estoy escribiendo, "Cartas a algunos amigos soviéticos, sobre la fe y la revolución", procuro hacerles ver la mutilación que significa para el hombre una revolución que no incluye la fe en una trascendencia.

El sistema socialista es, a mi juicio, mejor que el capitalista; pero al mismo tiempo debo constatar que están encerrados en el sistema. Se quedan en la negación, no pasan a la resurrección. Y no pueden pasar, la dialéctica hegeliana-marxista no les lleva a la dialéctica cristiana de la muerte y la resurrección. Este es el poblema del apostolado hoy.

Este sería el primer paso. Habría que hacer una reflexión sobre la revolución que no se quede con el primer paso de la negación: destruir. Repito, es lo que se lee en muchos artículos poco pensados. Des­truir para hacer el bien al prójimo oprimido. Si nos quedamos en la etapa leninista, no pasamos a la eta­pa cristiana.

Segundo paso: ¿Qué vamos a preguntar a la Bi­blia? Ella no puede darnos respuesta a la cuestión de cómo vamos a hacer una revolución, cómo vamos a cambiar las estructuras. Pero debe ciarnos el sig­nificado de los grandes hechos humanos. ¿Cuál es el significado de la violencia? ¿de la muerte violenta? ¿Cuál es el significado teológico de este fenómeno de ruptura? ¿Es o no es absurdo?

En la violencia el hombre toma conciencia de una fraternidad quebrada, rota, que es preciso recons­truir y ésta será la vocación del hombre. Si leemos

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la primera violencia que encontramos en la Biblia: la muerte de Abel, ¿qué nos dice la Biblia? En esta es­cena el protagonista es Caín. ¿Qué va a hacer Caín después de su homicidio? Es el problema de Caín. Caín descubre en la muerte de Abel una fraternidad destruida que es preciso rehacer. El problema es, ¿cómo podrá vivir Caín después de la ruptura de la fraternidad? Lo que la Biblia nos dice es bastante sig­nificativo para entender la violencia. En ella toma­mos conciencia de una fraternidad destruida y la vo­cación del hombre es rehacerla. Y creo que se podría prolongar esta reflexión, aunque no sea lo que dice este pasaje del Génesis inmediatamente. La no-vio­lencia, la no-resistencia a la violencia, también tiene un sentido bastante profundo que el P. Ossa en su editorial en "Mensaje" de mayo, a propósito del ase­sinato de M. L. King, explica así: No defenderse es en este caso reconocer que hay una realidad que tras­ciende la propia vida, es reconocer en la causa de una comunidad sin barreras a un ¡ncondicionado y absoluto. Cuando alguien muere sin defensa por la violencia de otro ,le entrega a otro la verdad parcial y superficial de la vida de un hombre, pero se lleva consigo la verdad total y última.

Dar este paso es vivir en la fe y vivir en la fe no requiere menos, sino más coraje que defenderse violentamente. Requiere el coraje de pasar por débil y aceptar la suprema debilidad de la muerte. Pero al aceptarla, la fuerza del hombre se despliega en su suprema tensión. Porque no se contenta con afirmar lo obvio de la existencia, sino que lo afirma más allá de todo Imite. Y obliga al otro (Caín] a descubrir el pecado, lo que significa una hermandad destruida. Sin embargo, la acción directa noviolenta no es un método siempre y universalmente aplicable. Lo que este método supone para ser eficaz es que aquellos contra los cuales se ejerce desean finalmente vivir y convivir como hombres, aunque por razones de tra­dición social, de cortedad de miras e intereses eco­nómicos se hallen actualmente en la condición de

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opresores. Permiten al asesino descubrir esta frater­nidad destruida. Caín no está perdido, puede seguir viviendo, pero ha descubierto el pecado en la violen­cia que destruyó la fraternidad.

De esta manera, leyendo la Biblia entramos en un conocimiento más profundo de lo que puede signifi­car la violencia. El sociólogo, el historiador, el filó­sofo todos estudian el fenómeno de la violencia en sus respectivos niveles como fenómeno esencial de la historia que se encuentra en todas las épocas. Pe­ro ellos pueden aprender algo del teólogo; el signi­ficado de la violencia vinculado al pecado esencial del hombre y que el hombre debe y puede superar con la gracia de Dios para hacer más justicia. De manera que encontramos esta ambigüedad que hemos dicho ayer: de una violencia que es pecado, pero que mu­chas veces es únicamente frente a un acto de vio­lencia o ante una no-violencia, que el hombre descu­bre la vocación de la fraternidad.

Cuando el teólogo quiere eliminar la situación de ambigüedad fundamental que hallamos en la violencia, p. e. cuando se quiere justificar la Cruzada, el teólo­go que la justifica quiere eliminar la ambigüedad di­ciendo que la violencia es completamente buena, no hay pecado y no hay que preocuparse de reconstruir la fraternidad con los musulmanes. Hay que destruir­los; esto es bueno, santo, justo y realmente necesa­rio; si el teólogo quiere justificar totalmente la vio­lencia, quita, elimina la ambigüedad, pero destruye el valor espiritual de la situación del hombre, quiere qui­tar la ambigüedad, hace un trabajo muy malo. El jo­ven que va a tomar la decisión de ir a la guerrilla debe pensar que está en una dialéctica de pecado y de jus­ticia. A través de la violencia, rompiendo la frater­nidad humana, quiere reconstruir la fraternidad. Creo que es un mal servicio eliminarle la ambigüedad que se le presenta ante su decisión. No es una teología sana de la violencia. Si el joven elige el camino de la violencia porque lo ve como única salida, que lo haga, pero sin olvidar que entra por un camino difícil en el

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cual tiene que superar esta situación de pecado para reconstruir más amor y fraternidad.

Llegamos así al tercer paso. ¿Cómo comportarse ahora en una decisión de violencia? Creo que una teo­logía más acertada procuraría estudiar, ¿cómo a una situación "pecadora" —y yo también soy pecador— no debo llemarla "de justicia" para quitarle la ambi­güedad? No hacer esto sería una mala casuística que trata de quitar las dificultades de la decisión. ¿Cómo salvar la vocación del hombre a la unidad, a la frater­nidad? Estando en la situación de guerra es preciso pensar siempre en la reconciliación futura necesaria. No cometer ningún acto que pueda comprometer las relaciones futuras de reconciliación. En la situación de violencia no podemos separarnos de la comunidad política en que vivimos. Pero en esta situación que llamamos de "pecado", ¿cómo salvar la reconciliación, la fraternidad futura? Esto es difícil de entender. To­davía más para los católicos que para los protestantes que tienen una teología del pecado original más avan­zada quizás que la nuestra. Para ellos, como todo ac­to de la naturaleza está viciado por el pecado, prác­ticamente todo acto en el campo económico, político, 60cial, es pecado. Un poco más o un poco menos pe­ro es pecado. Únicamente la gracia de Dios nos hace justos. Quizás ellos exageran demasiado. Pero tam­bién nosotros exageramos por el otro lado cuando queremos que en algunos casos todo sea puro, bueno, santo, justo. Estamos en una situación de pecado. Yo creo que la teología del Concilio Vaticano II es bas­tante floja en este punto del pecado original: no dice nada que pueda ser entendido por el hombre contem­poráneo. Repite sólo lo dicho en el siglo XV. Nues­tra reflexión sobre el pecado original, lo que signifi­ca esta situación de pecado, habría que explicitarla un poco más. Creo que estas situaciones de violencia son particularmente típicas de la situación de pecado y no podemos nombrarlas de otra manera más que co­mo pecado. Pero eso no significa que no podemos actuar; debemos actuar. Pero, qué puede significar para una conciencia católica poco preparada a estos

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problemas, un acto en situación de pecado que sea al mismo tiempo necesario, porque no puedo no ac­tuar. No actuar puede ser tan pecado como actuar.

La consecuencia práctica de esta actitud de re-Flexión teológica sería:

1) No puedo sentir odio frente a la persona del ad­versario. Esto hace bastante difícil a una con­

ciencia cristiana el entrar en la violencia. Un cristia­no nunca debería decir que el odio sea un camino ne­cesario para la revolución (tal como lo hizo Dome-nach). Pero concedo que hacer revolución violenta sin odio es bastante difícil también.

2) Ser humilde y no fariseo. Estar siempre dispues­to al perdón del enemigo y la reconciliación. Aún

si para esto debo aceptar ciertos compromisos una vez asegurado lo esencial frente a la justicia. Esto es también lo que nos diferencia de un compañero de lucha comunista, leninista. La capitulación incondicio­nal de Alemania al final de la II guerra mundial no es cristiana. Aún cuando luche contra un capitalista ase­sino, un nazi, o un comunista, él es un hermano, una persona humana que debo respetar y no puedo im­ponerle una capitulación incondicional. La reconci­liación es esencial en una dialéctica cristiana. La dia­léctica pecado-reconciliación es idéntica a la de la muerte-resurrección.

3) Conservar un cierto juicio crítico en la acción re­volucionaria misma. No puedo ser iluso; debo

saber que el nuevo mundo que quiero edificar con la revolución violenta no será del todo limpio de injus­ticia y de alienaciones. La ilusión del marxista y del maoísta es que después de la revolución no quedarán alienaciones. Que el pecado existe es una verdad re­velada, que no podemos probar y que es más di­fícil de creer que la existencia de Dios. Pero si creemos que el hombre es pecador, debemos sa­ber que después de la revolución que debemos hacer, habrá también una situación pecadora, con mu-

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chas alienaciones. Esto nos dará un poco de distancia dentro de la acción que nos permitirá un juicio crítico frente a la violencia. No podemos estar totalmente inmersos en la acción. No puedo tener ilusiones ante la sociedad futura, por eso antes de tomar decisiones debo pensarlo bien. No puedo sacrificar porque sí no más 200 millones de chinos, como dice Mao. Esto puede realizarlo quien no cree en la trascendencia, pero no un cristiano.

Una teología de la revolución, en resumen, inclu­ye primero la perspectiva primordial del amor a los pobres y su defensa. Para defenderlos puede ser que en algunas circunstancias tenga el deber de emplear la violencia. El Vaticano II y la Populorum Progressio nos han dejado las puertas abiertas para esto. 2°) Aún cuando entro en la violencia, en esta dialéctica del pecado y de la reconciliación, debo denunciar el pe­cado y la injusticia, sabiendo que yo también soy pe­cador, injusto, y estar siempre dispuesto para la re­conciliación y el perdón de los enemigos, aún con un cierto compromiso. 3?) Una preferencia para la no-violencia cada vez que este tipo de acción parece posible. Aconsejo leer el artículo del P. Ossa en "Mensaje" de mayo 1968 sobre M. L King, es lo me­jor que he leído sobre la no-violencia, no excluyendo una cierta violencia, pero dando la preferencia a la noviolencia como método político y de acción, cada vez que este camino sea posible. Creo que esto es lo que el Papa ha querido decir en Bogotá para ir un poco contra la magia de la violencia que se encuentra en muchos círculos. Parece que la magia de la violen­cia dispensa de pensar en el futuro. Esto no quita la realidad de la violencia en el mundo; es un fenómeno sociológico, filosófico, político. Pero hay que pensar­lo bien. No se la puede suprimir pero en algunas cir­cunstancias en ciertos círculos hay un cierto roman-ticisco de la violencia que la hace parecer a un acto mágico. En este caso creo que es deber de los que tienen autoridad en la Iglesia llamarnos a la prudencia, pero eso no excluye el deber de pensar en una estra-

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tegia revolucionaria en el futuro. Pero no olvidemos que hay otros caminos además de la violencia mágica.

Este esquema de teología de la revolución es só­lo una tentativa.

Tipología de las relaciones del mundo actual

Tipología de las relaciones entre los países más desarrollados y los menos desarrollados, que puede llevar de hecho a la violencia. La tomo de un soció­logo noruego. Galtung, Director del Instituto de Inves­tigaciones sobre la Paz, de Oslo. El hace esta tipolo­gía del comportamiento de las relaciones entre los países, más desarrollados y menos desarrollados: ¿cuáles son y serán en los años que vienen esas re­laciones?

Hay dos tipos de relaciones:

al nivel de los individuos al nivel de los estados

según que haya poca solidaridad o más solidaridad

Esto servirá como ejemplo de lo que es la so­ciología de las relaciones internacionales.

1) Tipo de relación al nivel de los individuos cuando hay poca solidaridad en el nivel más alto de la

sociedad: Se produce una evasión de los cerebros: estudiantes y técnicos. Esto sucede en la India, Áfri­ca, que huye a Europa o U. S. A.. Los que pueden es­capar escapan. Hay poca solidaridad entre los indi­viduos. Al nivel obrero sucede lo mismo: así los bo­livianos, chilenos, paraguayos, que vienen a la Argen­tina.

2) Tipo, siempre al nivel de individuos pero con más solidaridad. Relación entre un país que ha sido

colonia y el colonizador.

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Se pueden dar dos situaciones:

—si se puede arreglar se da una negociación de ven­tajas recíprocas. El país más desarrollado enviará

expertos a cambio de algunas ventajas.

—si el intercambio de ventajas recíprocas no fun­ciona se produce una situación de rebeldía. Caso

de Guinea Francesa con Francia. La Guinea al no po­der negociar ventajosamente con Francia, trata de ha­cerlo con Rusia.

3) Ayuda internacional: relación al nivel de los esta­dos de poca solidaridad. Dos casos:

—los países más desarrollados ayudan sucesiva­mente a los países subdesarrollados que le dan

algunas ventajas políticas. Preferentemente ayudarán a los países que están más avanzados y que prometen ser bastante útiles para la política. El caso de la In­dia: es de interés de todos los países capitalistas li­berales que se desarrolle para evitar el peligro de ser otra China Comunista.

El país desarrollado es puesto como modelo e ideal hacia el cual debe tender el menos desarrollado. A esta política atacaron los estudiantes franceses en mayo.

—Cada país más fuerte tiene su propio pobre, como la dama de caridad que tiene su familia pobre, con

la condición de que los niños sean bien educados y le den las gracias, que el marido no sea borracho. Es la política del 'niño mimado". Caso concreto de Puer­to Rico y EE. UU. Rusia también tiene los suyos. Fran­cia e Inglaterra también. Es la política de la "dama de caridad" que da mucha buena conciencia a la opinión pública del país más desarrollado.

Ninguna de estas dos políticas en realidad ayudan mucho. Crean más resentimientos que verdadera co­munidad internacional, porque no gusta mucho ser ayudado.

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4) Hay un poco más de solidaridad: lo cual produce una negociación del tipo de luchas de clases or­

ganizada a nivel mundial. La reunión de Nueva Delhi es típica de esta forma de relación internacional {2-1967), en la cual los países menos desarrollados dis­cuten más solidariamente con los más desarrollados las condiciones de reequilibrio en la sociedad mun­dial. Es una lucha de clases sindical a nivel mundial. Si esto no funciona y no de resultado llegamos a la última solución posible:

5) La REVOLUCIÓN SOCIAL, lucha armada para con­quistar por la fuerza lo que no se pudo conquis­

tar por el diálogo y las negociaciones.

Galtung, al final del esfuerzo para comprender las relaciones de este esquema entre naciones más desarrolladas y menos desarrolladas dice que es evi­dente que este tipo de relación no da mucho resulta­do. Puede salvar alguno pero no puede reequilibrar la sociedad mundial. Prácticamente ahora estamos en un período en que nos quedan dos soluciones:

Una solución de lucha de clases internacional or­ganizada de tipo sindical. Si no podemos arreglar el equilibrio mundial por este camino, por desgracia lle­garemos a la segunda solución de una guerra mundial. Y por esto en una reflexión ética basada en un análi­sis sociológico, 19 no debemos ocultar el hecho de la lucha de clases mediante diversos métodos de ayuda. Esto puede ser útil pero no dará solución a los proble­mas. Mejor hacer lo realizado en las naciones desa­rrolladas de aceptar el hecho de que hay intereses opuestos en una sociedad. Que hay una lucha de cla­ses. Cuando esta pasa al nivel institucional se em­piezan a solucionar muchos de los problemas que Marx analizaba muy bien el siglo pasado, pero que no han llegado a ser la verdad porque los países indus­triales han encontrado distintos métodos para reequi­librar la sociedad. Al nivel mundial, como el Papa dice en la Populorum Progressio, la cuestión social

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ahora es mundial. Pero hay que entenderlo bien. La cuestión social es la lucha de clases y no podemos ocultarlo. Si lo hacemos pensando en las ayudas —al­go de esto se nota en la Populorum Progressio— y no institucionalizamos la lucha de clases a nivel mun­dial, tendremos a nivel mundial no una guerrilla ro­mántica, sino un país carismático que va a unir la fuer­za de los pobres para preparar la violencia organizada y si esta no da resultado tendremos la revolución ar­mada. Esto no puede suceder antes de 10 años.

Durante estos 10 años tenemos el tiempo para ins­titucionalizar la violencia limitada, controlada y organi­zada. Habrá en este tiempo choques menores, en la frontera entre los ricos y los pobres. Vietnam; el Ca­ribe con Santo Domingo y Guatemala. El futuro no va a ser muy pacífico. La cultura política es tener una visión un poco amplia de las relaciones de fuerza en el mundo; no encerrarse en una problemática dema­siado estrecha.

¿Cuál será la política basada en un análisis de este tipo? Por una parte institucionalizar la lucha de clases. Es como fomentar el sindicalismo a nivel na­cional, pues permite a las clases menos favorecidas conquistar de una manera institucionalizada con un mínimo de violencia pero con una presión fuerte sus derechos. De la misma manera hay que pensar este problema a nivel mundial.

Para evitar los choques demasiados fuertes, li­mitados pero peligrosos como Vietnam y Sto. Domin­go debemos repensar los problemas del derecho in­ternacional. Aquí en América Latina por ej. la no in­tervención es un dogma sagrado. Yo digo que nos gus­te o no habrá intervención, el problema es ver como evitar que la intervención no estalle en una lucha Mun­dial. U Thant, Secretario de la ONU tiene ideas útiles cuando insiste en la necesidad de una fuerza de paz, no interamericana porque el desequilibrio entre USA y el resto impide un buen resultado, pero sí a nivel mundial. Una fuerza que pueda intervenir en un país

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que lo pide para defender su propia identidad. Por ej., al desaparecer los "cascos azules" en Palestina la gue­rra volvió a estallar.

Propondré ahora otra reflexión sobre la violen­cia y el análisis sociológico. La violencia es un he­cho pero la reflexión ética del hombre es cómo limitar esta violencia y reconstruir la fraternidad. Estos es­quemas pueden darnos algunas ideas para captar las cosas que eviten las violencias más graves. Por ejem­plo, 19 no confiar demasiado en la ayuda internacional; mejor institucionalizar la lucha de clases internacio­nal y en 2" lugar para evitar los choques más graves, como dicen los Papas, fomentar y ayudar los esfuerzos de las instituciones internacionales para impedirlos. El gran servicio de los teólogos del siglo XVI a la so­ciedad fue la creación del derecho internacional. No han hecho una teología de la guerra, sino han creado el derecho internacional moderno. Así Suárez y Vi­toria. Hoy sería quizás más útil que una teología de la revolución o del desarrollo que Iglesia piense en lo que debe ser un nuevo derecho internacional pues el del siglo XVI era para países cristianos, no acepta­do hoy por los países comunistas.

No podemos esperar mucho más en un mundo de pecado donde debemos salvar la vocación del hombre a la unidad y la fraternidad.

Robert Bosc,

Agosto 1968

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CRISTIANISMO, PASTORAL Y LUCHA DE CLASES

Abundando en el tema anterior, Giulio Girardi, el conocido teólogo y especialista italiano en asuntos de diálogo entre cris­tianismo y marxismo, trata el punto específico de la lucha de clases (lucha por la liberación) de los grupos oprimidos. Des­pués de aclarar los sentidos y ambigüedades de esta lucha, el autor la sitúa e integra en las exigencias de la caridad cristiana, y de la vocación del cristiano y de la iglesia a la unidad.

Se da hoy, en el espíritu de muchos militantes, una grave tensión entre las exigencias de la fidelidad a la iglesia y a la clase obrera, entre la exigencia de entregarse a la liberación social —que parece exigir una lucha de clases a nivel nacional e internacional— y la doctrina social de la Iglesia, que parece incluir una condena de esta lucha, considerándola como ras­go esencial del comunismo ateo. Es éste un proble­ma importante y de los más candentes en nuestro tiempo postconciliar. Porque no se trata de una cues­tión de detalle, sino que es el punto clave del problema de las relaciones entre Iglesia y mundo, entre vida cristiana y compromiso temporal.

Una opción en este campo supone además una serie de tomas de posición que afectan al conjunto de la vida y pensamiento cristianos. Es, por un lado,

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una cuestión práctica —en el ámbito de las grandes orientaciones de la vida de la comunidad— y por otro, tiene muchas implicaciones doctrinales e impone, co­mo veremos, una opción entre dos teologías e inclu­so dos antropologías. Se trata de un problema que encauza la vida comunitaria y personal de los cristia­nos, en relación con un aspecto fundamental de la imagen de la Iglesia, que ha de ser el título de la pre­sencia de Dios: el testimonio que los cristianos de­ben ofrecer y que no puede ser únicamente individual, sino que ha de ser comunitario. Se trata de algo esen­cial para determinar el sentido de la misión de la Igle­sia en el mundo.

La Lucha de clases afecta a la misma Iglesia

Este problema nos sitúa en el centro de la divi­sión que afecta a la Iglesia postconciliar, enfrentada en todos los campos con agudas tensiones teóricas y prácticas.

E! concilio concluía con un documento sobre la Iglesia en el mundo de hoy. Se establecía oficialmen­te con ello un clima de diálogo, de reconciliación y casi de idilio: en contraste abierto con el Syllabus (recuérdese su condena a la proposición de que la Iglesia debía reconciliarse con la civilización moder­na), el Vaticano II venía a realizar lo que un docu­mento precedente había anatemizado. Pero he aquí que el idilio ha durado poco: apenas se ha manifestado el contenido explosivo de la abertura al mundo, pa­rece como si entre éste y la Iglesia surgiera una in­compatibilidad de carácter. El encanto se ha roto y el divorcio amenaza también con una serie de proble­mas no sólo morales e individuales, sino sociales: la Iglesia tiene que enfrentarse, en concreto, con un sis­tema social que actualmente apoya a menudo a la misma Iglesia, favoreciéndola y ofreciédole una posi­ción de poder. La Iglesia se ha dado cuenta de que criticar este sistema, poniéndolo en cuestión, es po­nerse en cuestión a sí misma en la medida .en que se

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halla comprometida con él, en la medida en que ha asimilado en su propia vida eclesial la mentalidad, la cultura y las posturas que integran el estilo de vida de este mundo concreto. Ahora bien, dado que en la Iglesia se da todavía una resistencia muy fuerte a la autocrítica y a la humildad comunitarias, las decisivas premisas que se han establecido a partir del concilio no han descendido aún al ámbito de las consecuen­cias, sobre todo en lo que se refiere a la revolución y a la lucha de clases.

El concilio, por otra parte, creyó y así lo manifes­tó, que la apertura de la Iglesia al mundo debía impli­car una actitud muy peculiar de la misma Iglesia con respecto al mundo de los pobres. La Iglesia, como ga­nando una nueva sensibilidad, se ha vuelto a descu­brir como Iglesia de los pobres: ha intuido que con­vertirse a los otros quiere decir convertirse a los po­bres. Pero también aquí el discurso se ha vuelto más complejo y turbador cuando se han ¡do descubriendo algunas implicaciones de esta conversión. Porque con­vertirse a los pobres no quiere decir simplemente amarlos, sino que supone comprometerse en su libe­ración, participar en su lucha contra la opresión. No se puede estar enteramente en favor de los oprimidos y de los pobres, si no es entrando en conflicto con los opresores y con los ricos. Es necesaria una opción en favor de una clase y en contra de otra. Y esta elec­ción parece dividir a la Iglesia, introduciendo en su misma vida la lucha de clases. Porque resulta, en efecto, que muchos ricos —la gran mayoría de ellos— son cristianos.

La Iglesia se encuentra, así, teniendo que enfren­tarse precisamente contra aquellos en quienes acaso pensaban muchos cuando proyectaban abrirse al mun­do: los bienpensantes, los exponentes más poderosos de la política, de la industria, y de la cultura; personas e instituciones que, a lo mejor, apoyan a la Iglesia y le proporcionan medios para desarrollar su misión. Aque­lla apertura al mundo que parecía ser —y era en cier­to sentido— una llamada a la reconciliación, se con-

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vierte e nuna declaración de guerra, y esto provoca un sentimiento de resistencia en el espíritu de la ma­yoría de los cristianos. Esta actitud, por lo demás, no deja de encontrar fundamento y expresión en mu­chos documentos oficiales de la Iglesia que condenan la lucha de clases, asociándola a la condena global del comunismo ateo y oponiéndola al llamado "inter-clasismo" que sería característico de la doctrina so­cial cristiana. La mentalidad de nuestros ambientes refleja esta actitud oficial. Y se trata de una menta­lidad que no es simplemente cosa del pasado.

Planteamiento de la cuestión

Antes de abordar el problema que se plantea en todo lo que precede, conviene apuntar, al menos en una primera aproximación, que la lucha de clases es al mismo tiempo un hecho y un método.

Es un hecho: es decir, se trata de reconocer la división de la sociedad en clases irreductiblemente antagonistas, tanto en cuanto a sus intereses econó­micos, políticos y sociales, como en lo que respecta consecuentemente a su cultura. De un modo más preciso, es la división de la sociedad entre opresores y oprimidos, entre los que deciden y los que ejecutan. Este hecho es además una ley histórica: en el sentido de que, puestas ciertas condiciones (por ejemplo, el régimen de propiedad privada o de los grandes bienes de producción), esta lucha se hace necesaria, y tam­bién en el de que condiciona otros aspectos de la vida social, con lo que resulta componente fundamen­tal en la interpretación de la evolución histórica.

Pero la lucha de clases es igualmente un método que se impone a las clases oprimidas para conseguir su liberación: en el sentido de que la transformación de la sociedad pasa por una iniciativa solidaria y sis­temática de lucha de las clases oprimidas contra las dominantes. Se trata de un método para superar el estado social de alienación, de una iniciativa a tomar ante una situación impuesta.

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Esto supuesto, podemos ya examinar las relacio­nes entre cristianismo y lucha de clases. Analizare­mos, en primer lugar, la condena del cristianismo sobre la lucha de clases, según la comprensión común que de la misma se tiene. Y enunciaremos, en segundo lugar, el radical cambio de perspectiva al que parece llamada hoy la conciencia cristiana sobre este pro­blema, para sacar finalmente las consecuencias de esta nueva actitud en la vida interior de la Iglesia, especialmente en la concepción de su unidad.

EL RECHAZO CRISTIANO DE LA LUCHA DE CLASES

De hecho, el cristianismo ha rechazado la lucha de clases, invocando unas determinadas motivacio­nes contra una imagen concreta de la misma. Pero además se ha apoyado, al hacerlo, en unas razones o presupuestos más profundos, que deberán ser exa­minados en toda su aplítud. Así podremos sacar al­gunas conclusiones.

El rechazo de la lucha de clases

Este rechazo se refiere a la lucha de clases no sólo como método, sino también como hecho. Se da, en efecto, una tendencia constante en nuestra cultu­ra cristiana a no reconocer, en su radicalidad, la divi­sión de la sociedad en clases opuestas y, por lo mis­mo, a no condenar su injusticia ni a comprometerse a eliminarla. Así, se dice que los intereses de las diversas clases no son divergentes, sino convergen­tes y que los conflictos reales entre dirigentes y obre­ros no se deben al sistema, sino a la debilidad de los hombres: se pueden, pues, eliminar dejando intacto el sistema de relación clasista, a base de buscar la armonía y la colaboración de las diversas clases y de promover sucesivas reformas, sin recurrir a la revo­lución misma.

Se añade, además, que la división en clases no es fruto culminante de un desorden, sino la simple expresión de una diversidad {inscrita en la naturale-

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za de las cosas y reflejo de la voluntad de Dios) de capacidades y de tareas entre los hombres. Sobre todo, es natural que unos guarden relación de depen­dencia con respecto a otros, a quienes Dios les con­fía la tarea de dirigir la historia y una misión pater­nal (propia de los ricos y poderosos y de las autori­dades); los primeros, en cambio, se realizarán como hombres aceptando su dependencia con espíritu obe­diente. De ahí que toda tentativa de modificar esta situación sea un movimiento subversivo, opuesto a la naturaleza y a Dios, y por lo mismo utópico.

Lo anterior nos prepara para entender el juicio que se da sobre la lucha de clases considerada como método, cuya imagen es presentada siempre como algo lúgubre y sanguinario, suscitando espontánea­mente una actitud reaccionaria. Más en concreto,, es-, te juicio se refiere a los objetivos de la lucha, a los motivos de la misma y a los medios de que se sirve. En cuanto a sus objetivos ya sabemos por qué han de ser condenados: se trata de romper el orden es­tablecido por la naturaleza y por Dios y las relaciones naturales de dependencia, abocando al desorden y a la anarquía; se supone, pues, que la situación actual­mente establecida es mejor. Por lo que respecta a sus motivos, se atribuye también a la lucha de clases el brotar fundamentalmente del odio, resentimiento y egoísmo de los trabajadores y pobres; identificada así la lucha con el odio de clases (instintos y pasio­nes desencadenados, resentimientos y sed de ven­ganza), resulta incompatible con el amor cristiano. Finalmente, también los medios de la lucha son con­denables: la violencia, el derramamiento de sangre y el abuso de poder por parte de las masas que se sir­ven prácticamente de cualquier medio a su alcance.

Las motivaciones que surgen ante esta imagen que se forma en el ambiente cristiano de la lucha de clases no pueden sino condenar a ésta como método. Sólo cabe, entonces, la alternativa ya mencionada del interclasismo cristiano: un ideal de colaboración, ar­monía y unidad en el amor; un ideal que intenta reno-

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var las cosas fundándose en la iniciativa de ricos y poderosos, llamados a una misión paternal en la so­ciedad y en la historia y que deberán convertirse —cambiar de mentalidad— para que cambie la situa­ción. El cambio, con todo, nunca será tan radical co­mo para suprimir relaciones de dependencia (se trata, al fin y al cabo, de algo definitivo y necesario), por más que no parezca compatible con esto el derecho de todos los hombres a la libertad: una libertad enten­dida también como posibilidad concreta de participar en la iniciativa política, económica y, en último tér­mino, histórica.

Las razones que este rechazo presupone

Por algunos indicios de lo anteriormente expues­to se podría concluir que lo condenado por la Iglesia es un cierto tipo de lucha de clases y que si el sen­tido de ésta fuera otro, la condena ya no valdría. Po­dríamos, así, por un lado, comprender y justificar la posición de la Iglesia y, por otro lado, movernos con libertad en la elaboración y realización de nuevas po­sibilidades. Sin embargo, las cosas no son tan sen­cillas. La Iglesia, de hecho, tiene esta imagen —y no otra— de la lucha de clases, y sus directrices socia­les no sólo brotan de ahí, sino que además presupo­nen otras razones más profundas. La posición ideo­lógica de la Iglesia y de los cristianos en este tema comporta una serie de raíces que brotan de su misma vida y pensamiento: raíces culturales, doctrinales y estructurales.

En efecto, la actitud que nos ocupa no es cues­tión de detalle: no se trata de una actitud concreta ante la lucha de clases, sino que implica toda una visión del cristianismo, toda una ontología y una mo­ral, toda una interpretación de la realidad y de los valores. Supone una visión de la realidad estática, jerárquica (estructurada por naturaleza según relacio­nes de dependencia) y providencialística: es decir, atribuye los cambios únicamente a Dios, poniendo al

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hombre ante un mundo ya hecho y una sociedad ya establecida. Esto comporta una actitud moral y es­piritual que es la de la docilidad: el hombre ideal —el que ha entendido su misión en el mundo— es el hom­bre capaz de conformarse a lo real, al orden estableci­do de las cosas, tal como Dios lo ha creado, y tal co­mo está inscrito en la naturaleza.

Así pues, los problemas a solucionar por parte del hombre no son los de la estructura del mundo, sino que se reducen a problemas individuales. La es­piritualidad correspondiente es individualiística e ire-nista: no se propone luchar contra la situación sino aceptarla. Querer a los hombres, por ejemplo, signifi­ca quererlos tal como están en el mundo, sin preocu­parse por transformar la situación en que se encuen­tran. Ciertamente, un cambio de actitud en todo este ámbito supondría una cierta revolución cultural. Por­que sería un cambio en toda una concepción del cris­tianismo, en toda una mentalidad y cultura.

Pero resulta también que el rechazo de la lucha de clases es manifestación —o al menos, nos pone el problema— de un proceso de osmosis con la menta­lidad burguesa dominante sufrido por el cristianismo. La imagen que éste se ha forjado de la lucha de cla­ses corresponde, en efecto, a la que se forja desde una actitud estructuraímente burguesa. Y la doctrina interclasista es, de hecho, muy clasista: refleja el pun­to de vista de la clase dominante. Por un lado, pues, una religión que funciona de este modo es muy útil para una sociedad conservadora. Pero, por otro lado, explica y da pie a la intepretación marxista de la re­ligión.

Quienes tienen la experiencia de la originalidad de la dimensión religiosa, saben ciertamente que ésta no puede reducirse a un producto que el hecho his­tórico de la lucha de clases suscita como instrumento de conservación: hay algo, en la relación del hombre con Dios, que supera toda posibilidad de explicación histórica. Pero se ha de reconocer que el condiciona-

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miento clasista de nuestra religión puede engendrar una sospechosa actitud religiosa e imprimir su carác­ter en la vida y pensamiento cristianos. Y esto es tan­to más fácil cuanto más favorecida se encuentra la Iglesia por el orden constituido. Sociológicamente alia­da con el poder e identificada con la clase dominante, la Iglesia ha de tomar conciencia de sus condiciona­mientos para poder autocriticarse audazmente, de­nunciando las causas de una situación realmente gra­ve y devolviendo, así, el mensaje a su pureza evan­gélica.

Algunas conclusiones

Por todo lo dicho, en el espíritu de muchos cris­tianos se da —como indicábamos al principio— una tensión interior entre fidelidad a la Iglesia y fidelidad a la clase obrera, al mundo de los pobres. Tensión que puede llevar, y que ha llevado no pocas veces, a una ruptura. El descubrimiento del ideal revolucionario es para muchos jóvenes de nuestro tiempo una experien­cia rica y prometedora, es el descubrimiento de una manera nueva de concebir la vida y la entrega de uno mismo. Pero esto entra en crisis ante la formación católica que se ha recibido.

"Dejé la Iglesia hace diez años para entrar en el Partido Comunista, y la dejé fundamentalmente para defender las ideas que Ud. ha expuesto hoy", me de­cía hace poco un obrero después de una conferencia en la que había tratado del tema de la lucha de cla­ses. Hemos de crear una situación en la que nadie tenga que dejar la Iglesia por esta razón. Porque el ejemplo es signo de un problema que no afecta úni­camente a casos individuales, sino a la clase obre­ra en su conjunto.

Se ha hablado de la apostasía moderna de la cla­se obrera, pero de hecho ¿es ésta la que ha abando­nado la Iglesia o es la Iglesia quien abandonado a la clase obrera? En la conclusión del concilio, uno de sus mensajes se dirigía al mundo obrero, y en él se

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hablaba de profundas incomprensiones entre la Igle­sia y la clase obrera: esto ha hecho sufrir a ambas partes, se añadía, pero ha llegado la hora de la re­conciliación. La Gaudium et Spes habla de la respon­sabilidad de los creyentes —por su vida y doctrina, por sus culpas y errores— en la génesis del ateísmo, valiendo esto particularmente en el campo social don­de se ha engendrado todo el movimiento marxista en su componente atea. Esto supone que la reconcilia­ción a la que se alude comporta el reconocimiento de las culpas pasadas, una sería autocrítica y una verda­dera humildad comunitaria. Un reconocimiento de fal­tas no sólo genéricas, sino concretas, en esta situa­ción, ante este problema; y a nivel comunitario, no sólo individual, puesto que en la génesis del ateísmo lo más grave no son las culpas personales, sino las comunitarias, que son las responsables de la imagen con que aparecen la religión y la Iglesia. El tema de la lucha de clases es un lugar privilegiado para la nueva actitud cristiana de sincera y humilde autocrí­tica. Se trata de presentar una alternativa positiva al ateísmo manifestando la posibilidad de ser fieles a la Iglesia y a la clase obrera.

LA ACEPTACIÓN CRISTIANA DE LA LUCHA DE CLASES

¿En qué consiste, pues, la nueva dirección y orien­tación de la conciencia cristiana de hol ante la lucha de clases?, ¿qué consecuencias comporta?

El hecho de la injusticia y el método de la justicia

Por lo que se refiere a la lucha de clases como hecho —la división de clases antagónicas que se da en la sociedad— hay que decir que la cuestión es his­tórica antes que ética o religiosa. La lucha está en las cosas, lo queramos o no. Y negar el hecho o pre­tender mantenerse ajeno a la lucha es ya una toma de postura en favor del orden constituido.

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Por lo demás, la nueva conciencia cristiana ya no puede reconocer la división en clases como algo legítimo. La evolución de la conciencia de la huma­nidad penetra y transforma la conciencia cristiana y le imprime un nuevo sentido de la dignididad de la persona humana, en virtud del cual no se puede con­siderar como normal una situación de esclavitud y de­pendencia. Descubierta la libertad como un derecho y como un deber esta situación se detecta como alie­nación. Forma también parte de dicha conciencia un nuevo sentido de la historicidad. Se tiene una visión dinámica del mundo, no considerando ya como algo hecho y constituido, sino como una tarea de desarro­llo confiada por Dios a los hombres. Cosas que se creían "naturales" han aparecido constantemente co­mo sujetas a la acción del hombre y a sus posibilida­des de transformación. Se ha cobrado conciencia del poder "y de las responsabilidades del ser humano que está tomando en sus manos la iniciativa histórica y la tarea de transformar lo dado. Es, pues, toda una nueva visión del universo la que aquí se supone.

Respecto al método de esta lucha, el gozne del cambio de perspectiva está en distinguir entre lucha de clases y odio de clases. La lucha seguirá siendo rechazada cuando sea expresión del odio y en la me­dida en que se confunda con él, y esto supone una continuidad con la actitud tradicional. Pero la novedad de la postura viene de la diversa interpretación que se da de las exigencias del amor. Este no se ve como necesariamente incompatible con la lucha e incluso nos exige comprometernos seriamente en la libera­ción de los pobres y oprimidos y en la transformación total de un sistema que los engendra y mantiene como tales. El evangelio manda amar a los enemigos, no dice que no los tengamos o que no debamos comba­tirlos. Las fuerzas interesadas en conservar una situa­ción de privilegio, poder y riqueza para unos pocos opondrán resistencia al cambio, y la lucha se hará inevitable. Históricamente se puede comprobar que la renuncia a privilegios sólo se da cuando se ha per­dido en la lucha. De ahí que el amor cristiano no sólo

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no excluya la lucha, sino que la exiga: no se ama a los pobres sin alistarse por su liberación.

El mandato del amor no se puede disociar ya de la lucha de clases. Este es el gran giro que se ha dado con respecto al amor. Se trata de un amor diná­mico y transformador que descubre la tarea de crear un hombre nuevo, no en sentido meramente individual, sino comunitario. Un amor militante que da nuevo sentido a la universalidad del amor: ésta no puede significar neutralidad, sino opción en favor de quie­nes defienden los intereses de una humanidad por li­berar. Hay que amar a todos, pero no es posible amar­los a todos del mismo modo: se ama a los oprimidos liberándolos, se ama a los opresores combatiéndolos. Se ama a unos liberándolos de su miseria, y a los otros de su pecado.

Pero si el amor cambia de sentido es todo tam­bién lo que cambia de sentido. Nace así, en la moral, una nueva categoría de pecado que podríamos llamar "jubliarse", desentenderse de la clase social oprimi­da: no se trata tanto del hecho concreto de abstenerse en una huelga, por ejemplo, cuanto de traicionar a dicha clase. Es éste un pecado no sólo contra el amor y la solidaridad, sino también contra la historia y el porvenir. Un pecado del que acaso nadie se confiesa, por más que la conciencia de clase ha de ser compo­nente esencial de la conciencia cristiana.

Consecuencias de la nueva actitud en la Iglesia

Aceptar, también entre cristianos, la lucha de cla­ses no significa introducir la división en la Iglesia, sino tomar conciencia de una división profunda que ya existe —los cristianos, de hecho, se encuentran a ambos lados de las barricadas sociales— y ser con­secuentes con ello. No se trata, una vez más, de de­cidir si hemos de combatir o no combatir, sino de es­coger aquellos cristianos con quienes queremos estar combatiendo. Tolerar a los opresores por el hecho de que sean cristianos querría decir renunciar a conde-

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nar y combatir su pecado, compartiendo con ellos la responsabilidad de éste. Luchar contra hombres y es­tructuras que invocan el nombre cristiano para con­servar una situación social injusta no es sólo un de­ber ético, sino religioso. Liberar a un cristiano de sus privilegios es posibilitarle una fidelidad al evangelio que, en su situación de privilegio, le suele resultar objetivamente imposible.

La Iglesia será madre de todos si se pone con sus hijos más débiles en contra de los más fuertes, sólo si sabe denunciar la injusticia aunque ésta sea come­tida por sus hijos; es más, es en este caso cuando sobre todo debe combatirla. La Iglesia no ha dudado en condenar la violencia desesperada de los pobres, siendo así que antes debería condenar la violencia sistemática de los ricos y de los poderosos. Es verdad que con esto corre peligro de alejar de sí muchas per­sonas y no escasas protecciones; pero es por ahí por donde han de ir aquellas persecuciones que Cristo le ha anunciado, siempre que la Iglesia le sea profun­damente fiel. Deberíamos preocuparnos más de los pueblos en los que la Iglesia no es perseguida que de las persecuciones sufridas por ella en otros pue­blos. Porque la Iglesia puede ser privada de su liber­tad no sólo siendo reducida a la impotencia, sino tam­bién y sobre todo por estar cargada de potencia: el poder ata más que las cadenas.

El compromiso cristiano en la lucha de clases no brota sólo del amor a los hombres sino también del amor a Cristo y a la Iglesia, cuyo nombre tiene que ser urgentemente disociado de todas las formas de es­clavitud social y de todas las versiones de un cristia­nismo que las canonice. Es aquí donde se da el drama de fieles y sacerdotes que se hallan en la lacerante alternativa de elegir entre la fidelidad a los pobres y oprimidos y la fidelidad a la Iglesia institucional tan comprometida con los poderosos y opresores. Y esto parece cuestionar la misma unidad de la Iglesia. Pero, ¿de qué podría ser signo una unidad conquistada al precio de olvidar a los débiles? Sin duda sería signo de cualquier cosa- menos del amor y de Cristo.

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Paradójicamente, lo que se ve en estos momen­tos como signo auténtico es la división que amenaza a una Iglesia cuya unidad estamos acostumbrados a interpretarla a partir de su compromiso con el orden establecido, con el escándalo que esto supone. El problema de Cristo y de la Iglesia surge, pues, en tér­minos nuevos, despertando una nueva esperanza: la unidad de la Iglesia no se puede separar de la unidad del mundo y de los hombres, y ambos caminos de uni­dad pasan por la liberación de los pobres. Así, ya na­die ha de escoger entre Cristo y los pobres, nadie tendrá que negar a Dios o abandonar la Iglesia para afirmar y entregarse a la liberación de los oprimidos. Al contrario: en nuestra fidelidad a Dios, a Cristo y a la Iglesia, encontraremos nuevas y más profundas razones de fidelidad a los pobres. Con tal que nuestra entrega sea valiente, capaz de comprometernos con ellos y de participar en sus sufrimientos y riesgos. Así, la Iglesia en estos tiempos de inquietud volverá a ser en el mundo signo de esperanza y de libertad.

Giulio Girardi

Octubre 1969

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EL REVOLUCIONARIO CRISTIANO Y LA FE

Pablo Fontaine es un teólogo asesor de universitarios en Santiago. El artículo que nos propone es al mismo tiempo teo­lógico y pastoral: las relaciones entre fe cristiana y revolución, y el "tratamiento pastoral" de la fe en los cristianos revoluciona­rios. Este punto es de gran importancia y está llamado a pasar a la primera línea de la así llamada "pastoral de élites" en Amé­rica Latina.

El cristiano de izquierda, el que está realmente comprometido en una acción revolucionaria, está su­friendo hoy una verdadera crisis en su fe. Esta cri­sis se presenta como un desafío del que puede resul­tar una purificación de esa fe o su desaparición.

Pensamos, por ejemplo, en aquéllos que, dicién­dose cristianos, militan en grupos políticos como De­mocracia Cristiana de Izquierda, Movimiento de Ac­ción Popular Unitaria, Movimiento de Izquierda Revo­lucionaria, Tupamaros, Partido Comunista Revolucio­nario, o están en la línea de estos grupos. Algunos de ellos tienden a desolidarizarse no sólo de la Iglesia como institución, sino aun de la pequeña comunidad cristiana, y en general, de toda expresión específica de la fe. Tal actitud puede conjugarse con una adhe-

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sión de fondo a lo esencial de la fe y no pasar de ser un desafecto, como puede llegar a ser un claro re­chazo de la comunidad cristiana y del mismo Cristo.

En este último caso, se considera al "cristianis­mo", independizado ya de una Iglesia, como el patri­monio común de todos aquéllos que luchan por una liberación del hombre a través de la revolución.

El tema será estudiado aquí, en una primera aproximación, en tres partes:

—Una descripción del malestar que sufre la con­ciencia cristiana revolucionaria.

—Una interpretación de la revolución como " fe" .

—Una confrontación positiva con el mensaje cris­tiano.

La conciencia cristiana revolucionaria

Tratemos de describir los problemas que afronta la fe de un número importante de Cristianos revolucio­narios. Sin pretender que todos sostengan todo lo que aquí se afirma, hay que reconocer que la mayoría se mueve en un ambiente marcado por las posiciones que señalamos a continuación.

1} Anhelo de liberación personal.

Muchos de estos cristianos han tenido la expe­riencia, por lo que han vivido en su hogar, en su liceo, colegio, parroquia o movimiento apostólico, de una cierta opresión que viene de lo religioso y eclesiásti­co: dogmas, prescripciones morales, orientaciones de la jerarquía, consejos de los sacerdotes, "ambiente católico" aun con pretensiones de ser "renovado", etc.

Esta opresión es semejante y paralela a la que proviene de la autoridad paternal o estatal. La gene­ración joven se descubre a sí misma como una fuerza,

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en un mundo complejo, injusto y asfixiante, y se esti­ma capaz de crear un mundo libre y feliz.

Para esto, ve necesario desolidarizarse de lo es­tablecido, respirar ancho, crear su mundo con ima­ginación y sin trabas, poner, por tanto, entre parén­tesis a Dios, la Iglesia, el dogma y la moral. Lo que siempre queda en pie es la figura de Cristo, supremo modelo de hombre, entregado a los hombres hasta la muerte, para liberarlos.

2) Crítica a la religión.

La crítica marxista a la religión les produce gran imprensión. La actitud de la Iglesia pasada y presen» te les parece confirmar esta crítica y les hace com­probar los males que vienen de la religión: manse­dumbre de las masas dopadas por una predicación se­dante, postergación de la salvación hasta después de la muerte, alianza de la Iglesia con los poderosos, fanatismo, etc.

La Iglesia católica aparece como una institución muy grande, poderosa, adinerada, demasiado preocu­pada de sí misma, más cercana del rico que del pobre, y uno de los pilares del actual sistema. Por lo mismo, no es fácil ser y decirse solidario de tal Iglesia.

Es verdad que muchos redescubren la Iglesia en la pequeña comunidad a dimensión humana, pero ine­vitablemente les pesa su solidaridad con un cuerpo más amplio cuya imagen histórica dista mucho de ser entusiasmante y con la cual los lazos afectivos son muy débiles.

Para muchos, la lucha contra la Iglesia como ins­titución es un imperativo ineludible.

3} El marxismo, un camino claro de acción. El marxismo se presenta como una ciencia, una

técnica y un modelo concreto suficientes para liberar al hombre, sin necesidad de otros principios ni de trascendencia alguna.

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El cristianismo, se dice, no ha transformado al mundo en veinte siglos (más bien lo ha explotado) ni presenta un programa claro para hacerlo ahora. El marxismo, en cambio, analiza la historia de la socie­dad humana, muestra cómo y por qué está oprimido el hombre y señala un camino claro para liberarlo.

Tal es la posición que asumen, entre otros, no pocos católicos cansados de una dedicación intensa a la comunidad cristiana, al movimiento católico, a actividades "religiosas" como reuniones, retiros, cam­pamentos, que llegan a constituir la zona única de su actividad. Esta actividad "ad intra" suele alimentarse con interminables discusiones sobre cómo habría que actuar "ad extra", pero sin que finalmente esta ac­ción llegue a concretarse.

4) Estar en lo urgente.

Muchos estiman que, en un momento de urgencia como éste, importa sobre todo ir a lo esencial, y lo esencial es que millones de hombres sufren la injus­ticia, lo sencial es que, de una vez, se ponga en mar­cha el desarrollo de América Latina, y esto por un im­perativo evangélico, el más importante de todos.

Ahora bien, hay miles de hombres, los marxistas, que están en esta tarea con toda la lucidez y la efi­ciencia deseables. ¿Qué importancia puede tener el preocuparse de un "algo específico", propio de los cristianos en este momento, cuando lo que apremia es "lo genérico", lo que es tarea común a todos los hombres que estiman la justicia?

Además, esa preocupación por lo trascendente, o los problemas de Iglesia, parece frenar a los cristia­nos, o por lo menos, distraerlos en torno a cosas inú­tiles que, de tener alguna importancia, podrían pos­tergarse para tiempos mejores. Es mucho más urgente unirse con los no católicos para "actuar" que reunir­se entre cristianos para "hablar".

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5) El hombre religioso no es revolucionario.

Todo revolucionario desea un mundo fraternal y humanizado, y esta intención puede estar presente o en la meta o ya desde el comienzo del proceso re­volucionario.

Pero lo que no se ve necesario para la revolución, dicen, es que el hombre se sitúe ante lo trascendente. La experiencia indica más bien lo contrario, que ese hombre religioso no reacciona con suficiente agilidad y eficacia ante la tarea de liberación que hoy día se impone.

En el mejor de los casos, la religiosidad fue ca­paz (no siempre) de estimular la ayuda directa de hermano a hermano, pero no la lucha por la transfor­mación de la sociedad desde sus fundamentos, y esto por varias razones:

—La sociedad establecida se reviste de un carácter sagrado. Parecería que la revolución de algún modo atenta contra los derechos de Dios.

—La lucha supone energía, odio, eficiencia, pero lo religioso (fuera de los casos de guerra santa) tiende a redondear las puntas, a apaciguar y dul­cificar. Basta pensar en la imagen clásica del santo católico.

—En la revolución se arriesga todo. No sólo la vi­da, como puede suceder eventualmente en la ca­ridad de persona a persona. Se corre también el riesgo de errar éticamente en la acción; y a eso, el hombre religioso no está acostumbrado. Su opción religiosa es aparentemente menos ambi­gua y más segura.

Si el cuadro trazado corresponde a la realidad, nos toca ahora tratar de comprender, desde adentro, la mentalidad que refleja, e intentar una interpretación que no se acerque a la raíz de esta crisis.

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La revolución como absoluto

Viviendo en un mundo conflictivo y de injusticia, el revolucionario, cristiano o no, siente vitalmente que debe actuar para transformar la situación. Desde que entra en la tarea revolucionaria, cesan sus vacilacio­nes y la pregunta sobre qué hay que hacer. Tiene por fin un cauce concreto de acción.

Esta acción es de tal envergadura que, por ella, vale la pena perder la carrera profesional, pelear con la familia y la novia, ir a la cárcel, por último, ser tor­turado o morir; pues se trata de un proceso de libe­ración único en la historia que romperá las cadenas de miles de hombres y cambiará la faz de la tierra.

Implica, por lo tanto, un alto grado de sacrificio en vistas de una meta de gran valor. Ya no se trata de pequeñas metas como "sé bueno. . . " o "convierte a tu curso. . . " , ni de una misión grande, pero vaga; sino de lanzarse con toda la fuerza de la.vida a una empresa universal y concreta a la vez.

Es decir que la tarea revolucionaria se presenta con las características de una " fe " en el sentido que Paul Tillich (1) da a la fe: "La fe, como preocupación última, es un acto de la persona entera. Se produce en el corazón de la vida personal y abarca todas las estructuras. La fe es el acto más interior y más to­talizante del espíritu humano. No es un acto de un sector particular ni una función particular del ser hu­mano total. Todas las funciones se unifican en el ac­to de f e . . . consiste en ser asido por lo que nos im­porta de un modo último, es la preocupación última del hombre".

La actividad revolucionaria (la actividad, no las especulaciones) concentra todas las fuerzas en un punto, recoge las energías del hombre entero, presen­ta un absoluto por el que vale la pena dar la vida.

(1) Paul Tillich, Dynamique de la foi, Ed. Casterman

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Impulsada por esta fe en la nueva sociedad, en el pue­blo, en la victoria de la revolución, la mística revolu­cionaria se presenta como una verdadera religión, y cada vez que se da así, como actividad absoluta, no da cabida a otra fe.

Esta "religión" a la que van adheridos una serie de elementos cristianos, deja a un lado lo más propio del mensaje cristiano:

—No acepta la salvación como una gracia, actuante desde ya en la historia.

—Ni acepta que esa salvación se refiere sobre to­do al pecado (personal o social).

—Ni cree que esa salvación conduce a la vida re­sucitada cuya primera expresión se da en Cristo Jesús.

Por todo ello, suele estar ausente en la práctica la relación personal con el Padre o con Jesucristo cu­yo Espíritu hemos recibido.

No se pretende decir aquí que el mensaje cristia­no sea incompatible con la revolución. Al contrario, es lógico que el Evangelio de Dios vivo, que pone en cuestión todo orden establecido, puede traducirse po­líticamente en la acción revolucionaria de los cristia­nos. Lo que se sostiene es que, cuando esta revolu­ción toma carácter de absoluto y prescinde de los ele­mentos indicados más arriba, no da cabida a la fe del Evangelio de Jesucristo.

En suma, se hace necesario que el cristiano re­volucionario tome conciencia de la grandeza de su ta­rea, pero que perciba en qué sentido el Don de Dios le es ofrecido, no para anular su esfuerzo, no para competir con el trabajo humano, sino para impulsarlo, animarlo y coronarlo en una plenitud que está por en­cima de todo. "Lo que el ojo vio o el oído oyó o pasó por el corazón del nombre".

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La revolución abierta a la fe

El ambiente revolucionario constituye un mundo compacto, con sus leyes propias, su lenguaje, sus anhelos. Como sucede frente a todas las naciones y culturas, la Revelación debe expresarse para este mundo en un lenguaje apropiado, mientras mantiene a la vez su propia originalidad.

Pero esa Revelación llegará sólo si el mundo al que va dirigida es un mundo abierto, esto es, si no pretende llevar dentro de sí mismo el sentido último de la existencia, sino que está dispuesto a la irrup­ción de un mensaje nuevo, capaz de poner en cues­tión su propia estructura.

Hay entonces dos exigencias: apertura a lo im­previsible por parte del sistema revolucionario y adap­tación del lenguaje evangélico por otra parte.

Revisemos las dificultades ya señaladas, procu­rando detectar los lugares de impermeabilidad cultu­ral y los malentendidos, más exactamente la rigidez revolucionaria y la inadaptación del Evangelio. Expre­sémoslo en dos puntos que retoman lo que decíamos sobre la mentalidad del cristiano de izquierda.

1) Anhelo de liberación personal y crítica de la religión.

Es verdad que las formas religiosas oprimen cada vez que se constituyen a sí mismas en Absoluto. En­tonces sucede que "el hombre se hace para el sába­do y no el sábado para el hombre". Cristo mismo cuestionó las formas religiosas. Y cuando decimos que los cristianos creemos en el Don del Padre que nos es ofrecido, no nos referimos a nada que pueda ser expresado adecuadamente en una "doctrina" ni en una " ley" escrita. La Revelación de Dios supera todos los moldes conceptuales y su Ley prescribe una entrega total que no puede ser medida.

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El Dios que ha hablado en Jesucristo no es un objeto, no es una cosa que está en el mundo y se su­ma a las otras; ese Dios me es más íntimo que yo mismo, sino Alguien que me ha encontrado y me lla­ma a una verdad y a una libertad interior de la que dio testimonio Jesucristo en la tierra.

Cuando hablamos de un Dios trascendente no queremos decir que Dios sea un monarca que habita más allá de las estrellas; queremos señalar que, estando en el centro de todo ser, no está redu­cido a tal o cual modo de ser; que mi encuentro con El no puede ser una limitación para mi existencia, sino al contrario una expansión y su más alto desarro­llo. Cuando hablamos del Dios vivo y verdadero nos referimos a un Dios Personal cuyo modo de actuar es imprevisible y revolucionario, que rompe nuestros es­quemas y conduce al hombre a su plena libertad.

Podrá decirse que esta Plenitud no existe, que el hombre no tiene delante de sí al Infinito Dialo­gante, que el fondo de la historia y la vida humana no es un Amor sin fin, podrá decirse todo eso, pero que no se hable de un Dios que limita, cercena, opri­me lo humano y luego se afirme que ése es el Dios revelado por Jesucristo.

Queda, sí, en pie el problema de las formas reli­giosas. La descripción que hemos hecho de este Dios quizás no parezca compatible con los dogmas y leyes de la Iglesia católica. Pero hay aquí una con­dición necesaria de la Encarnación. Cuando decimos que la Verdad de Dios es indecible y supera todo con­cepto, no negamos que deba ser "dicha" de algún mo­do, aunque necesariamente imperfecto y relativo. Y este "decir", como el "actuar" del cristiano, no puede ser anárquico e informe. Si diera lo mismo decir cualquier cosa sobre la Revelación, ésta no ha­bría llegado realmente al hombre. Si diera lo mismo hacer cualquier cosa, si ni siquiera hubiera la obli­gación de seguir la ley interna de las cosas, no sería posible ninguna libertad.

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Desde el momento en que se acepta que Dios habla al hombre, y no sólo al hombre individual, sino a un pueblo, hay que aceptar el dolor de la Palabra que se encarna, hay que renunciar a tener el propio pensamiento como última instancia de verdad y bon­dad, pero no hay que renunciar a la búsqueda de la verdad y al riesgo ético, pues éstos se refieren a "encarnaciones" concretas de la Palabra Infinita. Por el contrario, Esta siempre estará enjuiciando y desqui­ciando los maldes de pensar y de vida que hayamos construido.

Podrá negarse que Dios haya hablado al hombre, pero, si habla, tendrá que haber "formas", todo lo re­lativas que se quiera. ¿Y en nombre de qué podría negarse que Dios habla al hombre? ¿No es, por el contrario, lo normal en un ser hablante como el hom­bre y que anhela lo Infinito, el que le sea dado escu­char la Palabra de Dios?

En suma, es comprensible que el revolucionario se rebele contra las formas limitantes que se dan en la Iglesia. En ello está de acuerdo con el mismo Evangelio que las juzga. Pero que no pretenda reem­plazarlas por otras formas también absolutas que pe­trifican al hombre y lo llevan a la desesperación. Cuando el hombre quiere ser libre absoluto, se muere de soledad. Cuando ama y acepta ser amado, se hace libre.

Si queremos distinguir lo cristiano de toda otra expresión religiosa, importa mucho determinar qué es lo que espera cada religión de su Dios. Esto vale no sólo para las religiones históricas, sino también para la 'religión" marxista y para la misma "religión" de muchos católicos.

Si un hombre hace una manda por la curación de un pariente y espera solamente esa curación y na­da más; si alguien se esfuerza por la salvación indi­vidual de su alma y nada más; si alguien trabaja con toda su vida por una sociedad mejor, y nada más; todavía no se trata del mensaje evangélico.

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Todas estas "religiones" representan la búsque­da máxima de la superación humana; en todas ellas se converge a un punto central que unifica y motiva el dinamismo humano, foco central y último, pero que permanece inmóvil, que es un Algo, infinito si se quie­re, pero no Alguien; por lo tanto, es un ídolo y no el Dios vivo, el Padre que da la vida, el Dios que tiene Rostro y se torna hacia el hombre, al tiempo que éste se convierte a El desde su pecado y recibe la Vida nueva.

Ya San Pablo, desde el comienzo de la predica­ción cristiana, recordaba a los convertidos de Tesa-lónica que, después dé "abandonar a los ídolos", se habían vuelto "a Dios para servir al Dios vivo y ver­dadero y para esperar a su Hijo cuando vuelva de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos". (I Tesalonic, I, 8-10).

2) El marxismo, camino para realizar lo urgente.

Es un hecho que para un número creciente de cristianos, el marxismo es el único análisis válido de la realidad social y la única forma concreta de libe­rar al hombre. Partamos de este hecho sin dar un juicio sobre su valor intrínseco. Lo que nos importa subrayar aquí es que, si urge dar vida humana a mi­llones de seres, "condenados de la tierra", importa preguntarse íntegramente qué significa vida humana. La respuesta a esa pregunta configurará la actitud de fondo del cristiano marxista.

El marxismo ha descubierto en la enajenación económica la llave maestra de todas las ataduras del hombre. Su realismo nos hace salir de especulacio­nes que no transforman al mundo, deshace los mitos de la libertad democrática, la igualdad ante la ley, los derechos del individuo y nos pone ante la dura realidad de los que tienen su trabajo y sus vidas en manos ajenas.

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Pero, ¿es verdad que el cambio de condiciones económicas transforma a todo el hombre? Porque estamos hartos de mistificaciones en que se escamo­tea el problema del condicionamiento material y se "idealiza" la solución. Se comprende la insistencia en la infraestructura económica, pero no que se la presente como el determinante único de la vida hu­mana.

Es verdad también que el verdadero revolucio­nario no niega que el hombre es más que el condicio­namiento económico, pero su tendencia, de hecho, es postergar toda preocupación integral por el hom­bre, hasta después de la revolución, como si de ésta hubiera de brotar la liberación total y como si toda palabra en este sentido, dicha con anterioridad, hu­biera de frenar la revolución.

Pero, ¿qué decir de un Evangelio que impulsa al hombre a luchar con todas sus fuerzas por la libera­ción económica y el establecimiento de la sociedad solidaria, pero que, junto con invitarlo a romper sus cadenas con sus propias manos, le ofrece la Vida Eterna? ¿Cómo puede esto frenar el proceso? Por el contrario, ¿no le da todo el tiraje, la amplitud, la hondura que requiere la acción humana?

Al decir "Vida Eterna" no queremos indicar una prolongación de esta vida biológica ni tampoco la mera supervivencia del "alma". Vida Eterna es la plenitud del hombre y de la sociedad, es la entrada de toda la humanidad en la vida de Dios, es la reali­zación de la fraternidad perfecta en la Comunidad Di­vina, lo cual implica la redención de nuestro cuerpo, la total comunicación, el gozo pleno en el amor.

La ideología revolucionaria exalta la ¡dea de que el hombre se libera, de que el pueblo, hasta ahora humillado, se levanta y se hace agente de la historia. Haber afirmado esta verdad es un buen aporte del marxismo. Pero es un error que, por eso, se niegue la dependencia radical del hombre respecto a Dios (2).

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Asimismo, Marx vio muy bien quo muchas pe­nalidades de este "valle de lágrimas" podrían supri­mirse al transformarse las relaciones del hombre con los bienes y de los hombres entre sí. He aquí otra verdad enorme. Pero no por eso se ha de negar la existencia de un pecado que hiere al hombre más profundamente de lo que puede detectar un análisis económico.

Por último, es excelente que la revolución resti­tuya al hombre en lo suyo, le devuelva su propio ser. Pero la revolución no puede prejuzgar cuál es el ser del hombre. ¿En nombre de qué análisis científico podría negarse que, frente al Infinito (y sólo frente a El], el hombre es un indigente y que este Infinito le revela su ser como un ser de pecado y le ofrece una vida de Hombre que es más que el nombre?

Si se acepta el mensaje de Jesucristo, hay que acogerlo con todo esto. No es posible contentarse con ver en El sólo un modelo de hombre generoso. No es ése el Jesús de los Evangelios.

Todo lo dicho nos está mostrando por qué la en­trega a la Revolución como a un Absoluto, con ses­mas valiosa que muchas otras "religiones", se que­da inevitablemente corta y termina empequeñeciendo al hombre. La misma construcción de una sociedad igualitaria y fraternal es una tarea limitada y una li­beración parcial, y si es la preocupación última, viene a convertirse en un ídolo. El único horizonte último para el hombre o, si se quiere, el único foco central que puede absorberlo entero sin destruirlo es la rea­lidad misma de Dios como se dio en Jesucristo, y que sólo se hará patente plenamente en un Futuro Absoluto.

(2) Esta dependencia radical, en efecto, no ie quita al hombre su autonomía, no lo coarta; por el contrario, lo hace real­mente libre y lo impulsa a una acción creadora. Es que no depende el hombre de Dios como depende un hombre de otro. Cuando se habla de Dios, se trata del autor de la li­bertad, de la creatividad y del amor.

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Cuando los cristianos anuncian el Evangelio en el "mundo" revolucionario, no lo hacen por engrosar sus filas o por un imperativo ciego recibido de lo alto; lo hacen como un real servicio a! mundo.

Descubrir al hombre que lucha por su liberación que, dentro de él, hay una enfermedad más radical que todas las enajenaciones, y que esta enfermedad lo distancia de sus semejantes y de aquél de quien viene toda paternidad, es llevar ese hombre a la ver­dad, es revelarle su propio ser y ayudarlo a lograr su liberación entera

Igualmente, si este hombre reconoce, en conse­cuencia, la necesidad de pedir un perdón y, por lo tanto, si se reconoce pobre, no en la superficie de su ser, ahí donde es poderoso y capaz, sino en lo más hondo, de donde surge la ofensa, la enfermedad y la muerte (3), entonces le está dando toda su di­mensión a la lucha.

En plena lucha por la justicia, ese hombre nece­sita saber que está Mamado a superar la misma muer­te y a tener el gozo pleno. Para todo lo cual necesita saber, no sólo que debe amar a sus hermanos, sino que debe amarlos como los ama una persona concre­ta, Jesús de Nazareth, quien nos ha dado su Espíritu de amor y libertad para que seamos capaces de diri­girnos al Padre como El y para que, cohesionados por ese mismo Espíritu, formemos un solo Pueblo, un solo Cuerpo, en una Familia cuya unidad no es otra que la del mismo Dios.

Cuando tantos hombres luchan por la justicia, es necesario que algunos hombres que han creído todo lo anterior, mientras participan también en esa lucha,

(3) No es que la muerte como mero hecho físico dependa del pecado, pero ia muerte tal como la enfrentamos hoy, des­de nuestra fe, con todo su carácter de fracaso total, de aniquilación y su absurdo, lleva, en su raíz, el misterio del pecado.

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formen pequeños núcleos que sean a la vez un modelo de la nueva sociedad y un anuncio del Reino futuro que está más allá de toda realización social histó­rica. Esa es !a realidad de la Iglesia, comunidad que es signo y presencia de Cristo Dios en la tierra, pero que está sujeta a todas las variaciones o infidelidades del corazón humano.

Si los cristianos se encienrran en sus comunida­des y estiman que esa es su "acción", que no culpen de ello al Evangelio, pues éste los impulsa a trabajar con todos los hombres para liberar al hombre (4).

Los cristianos no pretenden guiar la revolución ni aprovecharse de ella para ventaja personal, pero quisieran ser, dentro de ella, un fermento de huma­nización verdadera, entendiendo por humanización no sólo la construcción de un hombre nuevo, abierto, fraternal y solidario, sino de un hombre que es más que el hombre, que espera para todos los hombres la Vida sin límites y que está empujado a ello por la Fuerza de un Amor sin medida.

Pablo Fontaine,

Mayo 1970.

(4) No puede hacerse una revolución allí donde hay pesimismo y desaliento. Uno de loa aportes importantes que debie­ran ofrecer los cristianos en el proceso revolucionario, es el de la Esperanza.

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Intervención de la Iglesia y del cristiano en po­

lítica 1?

Definición e indefinición de la Iglesia en política. 39

La violencia y la no violencia en el pensamiento

de la Iglesia 43

Cristianismo, pastoral y lucha de clases 8?

El revolucionario cristiano y la fe 101

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