cayetano betancur, la filosofía en colombia (1933), períodos 1 y 2

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LA FILOSOFÍA EN COLOMBIA Conferencias leídas en la Facultad de Filosofía y l e t r a s d e l a U n i v e r s i d a d d e A n t i o q u i a No permití que se me instara cuando el señor director de esta Facultad me insinuó que dijese algo sobre la historia de la filosofía en Colombia. Mis deberes hacia la Universidad, la gen- tileza del doctor García y mi devoción por la mayor y más fe- cunda forma de la cultura me vedaban una excusa justificativa. Y si bien es cierto que existen en abundancia los motivos que me separan de esta cátedra, quiero, sin embargo, que mis dis- tinguidos oyentes conozcan en esbozo, y en forma harto mengua- da, lo que más tarde harán otros con caracteres aquilatadores. Frente a nuestra suspicacia racial, es difícil discurrir sobre problemas que afectan a menudo la vida cotidiana. Tal vez por hallarnos en los preliminares de la cultura, la conciencia multi- tudinaria de nuestros compatriotas no ha desvinculado de las teo- rías el esmalte disolvente de la pasión partidarista. Aunque mi- rada la cuestión con benignidad, el fenómeno nos atrae porque demuestra cómo las ideas han sido las naturales compañeras del partidismo colombiano, de la emoción política, lo que hace a ésta y a aquél, singulares ocurrencias en el panorama social de América. Como aquí trataremos de ideas, habremos de entendernos». por lo mismo, con los hombres. A estos últimos cabe más fácil- mente la ofensa que a las primeras. Empero, procuraré ser im- parcial. Muchos merecedores de figurar en estas páginas po- drán faltar aquí, mas, sin duda, no debido a intención prefija- da de mi parte sino a olvido involuntario o deficiente informa- ción. De una vez anuncio mi creencia de haber pensado mucho en lo que diga, aunque no tanto en lo que deje de decir.

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Page 1: Cayetano Betancur, La filosofía en Colombia (1933), Períodos 1 y 2

LA FILOSOFÍA EN COLOMBIA

C o n f e r e n c i a s l e í d a s e n l a F a c u l t a d d e F i l o s o f í a

y l e t r a s d e l a U n i v e r s i d a d d e A n t i o q u i a

No permití que se me instara cuando el señor director de esta Facultad me insinuó que dijese algo sobre la historia de la filosofía en Colombia. Mis deberes hacia la Universidad, la gen­tileza del doctor García y mi devoción por la mayor y más fe­cunda forma de la cultura me vedaban una excusa justificativa. Y si bien es cierto que existen en abundancia los motivos que me separan de esta cátedra, quiero, sin embargo, que mis dis­tinguidos oyentes conozcan en esbozo, y en forma harto mengua­da, lo que más tarde harán otros con caracteres aquilatadores.

Frente a nuestra suspicacia racial, es difícil discurrir sobre problemas que afectan a menudo la vida cotidiana. Tal vez por hallarnos en los preliminares de la cultura, la conciencia multi-tudinaria de nuestros compatriotas no ha desvinculado de las teo­rías el esmalte disolvente de la pasión partidarista. Aunque mi­rada la cuestión con benignidad, el fenómeno nos atrae porque demuestra cómo las ideas han sido las naturales compañeras del partidismo colombiano, de la emoción política, lo que hace a ésta y a aquél, singulares ocurrencias en el panorama social de América.

Como aquí trataremos de ideas, habremos de entendernos». por lo mismo, con los hombres. A estos últimos cabe más fácil­mente la ofensa que a las primeras. Empero, procuraré ser im­parcial. Muchos merecedores de figurar en estas páginas po­drán faltar aquí, mas, sin duda, no debido a intención prefija­da de mi parte sino a olvido involuntario o deficiente informa­ción. De una vez anuncio mi creencia de haber pensado mucho en lo que diga, aunque no tanto en lo que deje de decir.

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Para evitar caer en lo grotesco, preguntemos desde ahora: ¿Es posible hablar de una historia de la filosofía colombiana? Porque no podemos forcejar como el buen Don Quijote con su­puestas ejércitos de gigantes. Y esta cuestión, que es primor­dial, se resolverá de diverso modo según el alcance que se le preste.

Anticipémonos a responder que no existe una filosofía co­lombiana si por ella se entiende un cuerpo de doctrina peculiar a nuestra cultura y de origen autóctono. Pero exigir esto es des­conocer las leyes más precisas de la historia. ¿Cómo pretender que Colombia con 120 años de independencia política haya también efectuado su emancipación ideológica? No podemos olvidar que somos todavía una colonia europea, cuyo influjo en nuestro pensamiento sólo alejará el trascurso de varias centurias. Por otra parte, las culturas autóctonas han menester también un estado de vida material de soberanía relativa que estamos lejos de disfrutar en estos momentos. No se me entienda que suscri­bo inconsideradamente a la ley de superestructuras del marxis­mo integral. Lejos de asignar a los fenómenos culturales una causalidad menguada, afirmo, por el contrario, el posible persis­t i r de culturas, sin embargo de haber perecido la omnipotencia económica.

Todo esto quizá se deba a mi especial manera de concebir una cultura. Subordinar la cultura a un orden de influencias ra­cíales es en mi sentir, sentar la verdadera causalidad del fenómeno cultural. Concebir una manera coordinada de re­laciones artísticas que obedecen a un mismo plan, remoto, pero no menos real, es dar el concepto limitativo de cultura.

Es, pues, para mí la cultura un fenómeno complejo y concre­to de relaciones artísticas. Por lo cual es fácil comprender por qué sea preciso el elemento geográfico como constitutivo de cul­tura. Ahora bien, el hombre colonial es un hombre transeúnte: su cordón umbilical subsiste en la metrópoli y sólo lo une transi­toriamente a la tierra que cultiva (acaso no es ésta la etimología de colonia?), la aspiración hacia el centro de donde es originario. Con razón advierte Ortega y Gasset el sentimiento de pre­potencia que se apodera del colono en presencia de la colonia. Cuando el colono procede de una elevada cultura, la tierra culti-

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vable se le muestra como esclava rendida a sus ímpetus (1). Podríamos decir, aplicando, el pensamiento del sociólogo hispano, que la rebeldía de Estados Unidos hacia Europa es el tributo que a ésta rinde la colonia.

¿Mas cómo la colonia se transforma en metrópoli? ¿Cómo lo que era vida desde fuera se convierte en vida desde dentro, en inmanencia vital, en fenómeno de cultura? Porque del paisa­je vivido al paisaje creado hay sólo la distancia que cubre el genio creador. Es fácil de concebir que después y sólo después nazcan las escuelas filosóficas y se coordinen los sistemas; el conocimiento abstracto es superior a nuestra visión concreta.

Pero no pretendamos tampoco hacer una filosofía nacio­nal, como si se tratara de una carretera nacional. La ciencia no conoce límites y se la mutila sacrílegamente cuando se intenta amojonar su campo de influencia. Bien está que el espíritu de u-na raza aporte a la investigación científica su peculiar manera de ser. Grande ha sido el beneficio prestado a la ciencia por el filósofo de Köenigsberg. No obstante, hoy le estaríamos más a-gradecidos si en vez de haber hecho un sistema de suspicacia, propiedad inherente al germano estructurado, hubiera introdu­cido al dogmatismo sus dudas, no para destruirlo, sino más bien para fortalecerlo. El pensamiento latino exageró también su ambición de afirmar cuando por boca de Tongiorgi sentó el prin­cipio de las tres verdades primitivas. En uno y otro caso, la filo­sofía necesitaba crítica, pero no criticismo, afirmación modera­da, pero no dogmatismo a ultranza. Amemos la verdad tal como es: ya se ostente en el juicioso milenario de los Kíthanes o se encuentre entre el legado espiritual del rey Micenos, o surja de los labios de un plebeyo del tiempo de Menenio Agripa.

Hemos convenido en negar a Colombia una filosofía au­tóctona. Entonces, ¿de qué iremos a hablar? Está bien que en sentido estricto llamemos filósofo al que ha construido una doc­trina con ingredientes propios, o vertebrando los ajenos en una ordenación peculiar. Pero el uso nos autoriza asimismo para lla­mar filósofo al que profesa una doctrina extraña, de la misma manera que llamamos físico, químico, jurisconsulto al hombre ver­sado en esas ciencias, aunque su aporte haya sido tan precario que no tolere siquiera él ser conocido de los demás. En este sen­tido hablaremos de los filósofos colombianos.

(1) "Sobre Estados Unidos" J. O. y G.

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Parejamente, las ideas que han influido en nuestra organi­zación política y en nuestro ambiente social, cuando esas ideas llevan el signo de nuestra concepción del universo, merecen lla­marse también filosofía colombiana, Y en este sentido harto tendría yo que decir y vosotros qué escuchar si me fueran bas­tantes tiempo y capacidad para remover este movimiento de las ideas con las naturales repercusiones que han tenido en la vida nacional. Sin embargo, procuraré mostraros la sucesión de doctri­ñas que han regido la mente de los directores espirituales de es-de pueblo. Para fortuna nuestra, podemos exhibir ante las na­ciones circundantes las consideraciones sobre el universo que más nos han inquietado; y esto es ya suficiente, porque como de­cía Taine: "Si algún habitante de otro planeta descendiera a éste en que habitamos para preguntarnos por nuestra especie, sería menester enseñarle las cinco o seis grandes ideas que te­nemos del espíritu y del mundo. Esto sólo habría de mostrarle la medida y capacidad de nuestra inteligencia".

Cuando las místicas carabelas de Colón prendieron sus a-marras en nuestro continente, el estado de civilización aborigen no era tan menguado como es costumbre suponer. La textura de estas edades desaparecidas apenas la entrevemos merced a pacien­tes investigaciones de los arqueólogos que auscultan la vida precolombina. Cuando imaginamos lo que eran los aztecas bajo el dominio de Jahcoalt y del primer Moctezuma; cuando se nos hacen presentes las profecías de Quetzal-Coalt sobre la destruc­ción del imperio al advenimiento de los hombres blancos; cuan­do pensamos en el pueblo que rigieron Manco Capac y Mama Oello; cuando reconstruímos la vida de los chibchas y arauca­nos, no podemos menos de sentir congoja ante el pueril prejui­cio racial que sólo vio en aquellas civilizaciones, pueblos primi tivos, homúnculos más o menos semejantes al hombre euro­peo. Porque la civilización europea ha padecido del antropomor-fismo propio de cada uno de sus miembros. En su pórtico pare­ce estar escrito: "Fuera de nosotros, el hombre de las cavernas".

Este problema de las civilizaciones se ha resuelto en los últimos tiempos con el criterio de un relativismo, que si no se exagera, merece tenerse por una conquista de la humanidad. Es preciso poseer un ideal de cultura en que a lo relativo y dife­rencial que antes señalé, se una la posesión de la ciencia y de la moral que no confinan.

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Pero el momento en que se inicia la destrucción de las culturas americanas, es el de los años primeros del siglo XVI. Y la llevan a cabo, no podríamos negarlo, los españoles que acaban de vencer a la morisca. La España de la reconquista no se hizo fieramente dogmática como lo afirma Pompeyo Gener ( l ) , a causa de la lucha secular por el sentimiento de su fe. El sociólogo catalán olvidó que fue en la Península donde la fi­losofía escolástica se aceptó con más incisivas apostillas: Suá-rez no es un ciego secuaz, como no lo son Vitoria, ni Báñez, ni Molina. ¿Y qué diríamos de Vives? No fue, pues, el dogmatis­mo a ultranza lo que llevó a extinguir las culturas precolombi­nas. Digamos entonces, que más se debió aquel hecho a la tor-peza de los conquistadores. El conquistador español, heróico y cruel, provenía de los más bajos fondos sociales de la Península. Búsquese lo que eran Pizarro, Balboa, Almagro, Belalcázar y se explicará todo el tránsito de los conquistadores.

Si tal era el aspecto general de lo que se ha llamado Con­quista, es inútil esperar de esa época una manifestación filosó­fica, fuera de que no se prestaba para tan altas disciplinas la labor implacable de la dominación. Pero pronto llegó la obra co­lonizadora. Ya España se hallaba señora de las tierras de Amé­rica. La inmigración produjo entre nosotros caracteres diver­sos a los ocurridos en las colonias de otras metrópolis. La na­ción que llevó a cabo la reconquista con la mística ardentía de los cruzados, que salió vencedora en las Naves de Tolosa; el pueblo que en estos momentos vence en Lepanto con sobreco-gimieto de los siglos, es el mismo que hoy recorre el mundo nuevo colonizando de modo bien distinto, al que usarán más tarde sus rivales europeos. .

Si queremos motivar inequívocamente el fenómeno especí­fico de las colonias hispanas, atendamos en primer término al ideal religioso que guía a la nación peninsular, y en segundo lugar, no olvidemos que vive España el mejor siglo de su his-toria. El siglo de oro es ilustre por todas las ostentaciones del espíritu. Salamanca y Alcalá son castillos almenados de Sabidu­ría, La literatura, el derecho, las ciencias físicas y la filosofía alcanzaban el nivel de los tiempos. España dio en aquel momen­to a la humanidad el espectáculo de una restauración escolás­tica frente a la decadencia que avasallaba la filosofía en otras naciones. Los españoles fueron esta vez admirablemente equili-

(1) "Herejías".

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-20-brados. Del Renacimiento tomaron lo que podría armonizar con las ideas cristianas. La filosofía independiente miró a la pro­fundidad del pensamiento y a la belleza de la forma como pue­de verse en Luis Vives. Los escolásticos persiguieron la claridad de exposición de los filósofos del siglo XIII. La corriente es­colástica dominó en España en aquel tiempo, por la calidad y el número de sus gonfalonieros: Vitoria, Donmingo Soto, Melchor Cano, Báñez, Juan de Santo Tomás, Fonseca y Suárez merecen el agasajo de las generaciones. Tuvo la filosofía de ese entonces los caracteres de los Renacimientos. No se aceptó incondicional-mente; tampoco se rechazó sin juicio minucioso. Hoy podemos considerar de nuevo sus doctrinas aceptando y rechazando, mas permaneciendo siempre fieles al ideal de la sabiduría: la ver­dad.

Tal era la nación que llevó a cabo la colonización de Amé­rica. España derramó sus hombres por este continente, paten­tando a veces su crueldad legendaria (porque yo creo en la Es­paña cruel e inhumana), otras veces su magnificencia, y en to­da ocasión su heroísmo. Pero no paró allí su obra. España fun­dó en América una colonia del espíritu, como me encargaré de mostrar. Cuando se piensa con un ilustre escritor venezolano que a España faltó conquistar Américas del espíritu, se escribe por escribir y nada más.

Como mi propósito sea sólo tratar de la filosofía colom­biana, apenas por incidencia aludiré a las restantes naciones.

En Colombia podemos distinguir cinco períodos filosóficos, tomando como base las escuelas que han ganado la adhesión de las minorías directoras.

Nace el primer período como proyección en América de la grandeza metropolitana de que hablaba hace un momento. Sur­ge luego el ergotismo o escolástica decadente para morir cuando la expedición botánica empieza a dar sus frutos cientifistas. Maduran después las ciencias particulares a las que cobija más tarde una filosofía utilitarista que perdura por media centuria, Viene luego un brillante renacer escolástico, que alcanza hasta nuestros días en los que es preciso ver, en esbozo, un quinto período filosófico, aunque no perfectamente definido.

PRIMER PERIODO

Han creído distinguidos historiadores de nuestra cul-

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tura que a la llegada de los españoles, vino con ellos la filosofía decadente, trasunto mortecino de la alta escolástica. Para quie­nes, como dice Mr. Carrasquilla (1) ergotismo, peripato, esco­lástica, tomismo y hasta cristianismo son una soda cosa, la cues tión no ofrece lugar a duda. Otros, ampliamente versados en la evolución del pensamiento escolástico, Mora y Rengifo, por ejem­plo, se inclinaban a creer que fue la decadencia la que tuvo vi­gor en nuestros primeros movimientos culturales. Yo suscribo, sin temor a errar, la tesis de un distinguido rosarista , que por los años de 1917 demostró con sobradas razones "que la filoso-sofía que llegó a América era la que exponían en el siglo XVI Suárez, Vásquez, Fonseca, Vitoria, Soto y Melchor, Cano, a quienes nadie será osado a tachar de decadencia o ergotismo". (2). En efecto, cinco centros de estudio fundados en Bogotá, exhibieron famosos profesores que habían logrado en España altas cátedras en sus universidades.

"La Universidad tomística" fue en un principio "Colegio de Santo Tomás" y allí, en 1573 dictaron los dominicanos las primeras lecciones de filosofía. En 1639 después de largas vi­cisitudes, el colegio se tornó en Universidad que vivió hasta el año de 1861, manteniendo su fama regularmente constante.

La Universidad Javeriana se inauguró en 1623. En ella bri­llaron las doctrinas de los claros varones de San Ignacio que en España regían, con los dominicos, los altos estudios filosóficos.

El Colegio Seminario de Saín Bartolomé siguió de cerca la orientación javeriana.

Fr. Cristóbal de Torres, discípulo de Domingo Soto, fundó en 1653 el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Los maestros dominicanos, seguidores del Aquinate, pervivieron en ella la alta tradición escolástica. Historiadores de aquel ilustre Claustro nos cuentan que allí al par que se estudiaban los di­vulgadores del tomismo, se recurría frecuentemente a la Sum-ma y se escrutaban, con paciencia de sabios, las obras primoge-nitoras de la filosofía griega y patrística.

Juan Duns Escoto tuvo en estas tierras del trópico un se­minario digno de su doctrina. Los padres franciscanos consti­tuyeron en Santafé el colegio de San Buenaventura. remotos profesores obtuvo la Colonia tratados filosóficos

(1) "Barbarie del lenguaje Escolástico" (2) Franco Quijano: "La filosofía tomística en Venezuela"

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que recorre, siempre inconforme, el incisivo pensar del maestro.

Hé aquí, ligeramente revistados, cinco centros difusores de cultura, cuyo influjo se siente todavía. Algunos de ellos, después de muchos lustros de gloria, sucumbirán al mandoble implacable del anticlericalismo. Otros habrán de padecer la herida de una decadencia, tanto más insufrible cuanto más glorioso fuera su pasado.

Delicadas excavaciones ocurridas en las bibliotecas capita­linas han permitido reconstruir en nuestros días la época desa­parecida de las grandes escuelas de la colonia.

Sin serme posible citar obras que no dejaron o no se cono­cen, vais a oír los primeros nombres que figuran en nuestra pa­tria como cultivadores de la filosofía. Al dominico Juan de La-drada (1) tocóle en suerte leer por primera vez filosofía en e1 Colegio que más tarde se llamó Universidad Tomística. El Pa­dre de Ladrada fue posteriormente obispo de Cartagena. En el seminario de San Bartolomé enseñaron filosofía, a poco después de su fundación, Martín Funes, Bartolomé de Rojas y otros (2) Del insigne fundador del Rosario no poseemos obra sistemática que nos señale la ruta de su pensamiento. De gran mérito, empe-ro, son las constituciones que dictó al colegio, por donde se co­lige una copiosa información en ciencias humanas y divinas, unidas a la mesura del legislador estructurado.

En la biblioteca nacional reposa un manuscrito titulado "Metaphisica Aristotelica" donde se examina al autor de las Ca­tegorías a través de los comentarios de Santo Tomás. En opi­nión de los que conocen aquella obra, el autor se revela admira­blemente dotado de criterio y erudición a la altura de la época. No desconoció el autor las teorías heliocéntricas de Galileo y Copérnico y parece que las suscribía. Franco Quijano trascribe algunas proposiciones del filósofo de la "Metaphisica" que po­nen en evidencia el avance cultural y la osad.ía del escritor, lo que habrá hecho acongojar a los interesados calumniadores del legado espiritual de España. Me permitiréis que lea aquí las citas de Franco Quijano:

(1) V. Revista del Rosario página 492—T. XVII. (2) Revista del Rosario, p. 495. T. XVII.

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"Pythagoras Terram in centro mundi collocavit"... "Co-pernici sectatores collocant solem incentro"... "Nec tamen opi-nio quae prius blasphema credebatur, paulatim sese in acade­mias et ipsas Religiosas Familias insinuavit" (1). Un estu­dio cuidadoso debió de hacer el autor de la física Aristotélica, pues así lo revela la última parte del manuscrito, según nos dice el historiador antecitado. En opinión del mismo, la obra de­bió salir del siglo XVII. Contemporáneas de aquella obra son el "Cursus philosophicus" del jesuíta José Aguilar publicado en Lima y las "Dissertationes Scholasticae" del padre Peralta (S. J.) que vio la luz en Méjico. No podemos dejar de citar al pa­dre Juan Chacón, "professor in Solmaticensi Academia", como orgullosamente se decía y de quien existe un códice en la Bi­blioteca del Rosario, en el cual se revela fervoroso suarista. Nom­bremos también otro partidario de Suárez por estos tiempos, el Padre Pérez Merocho.

Aquel insigne filósofo escolástico, Duns Escoto, de quien se ha dicho que no hubo doctrina tomista que él no combatiese, tuvo aventajados discípulos en los tiempos de la remota Colo­nia. Ni podía ser de otra manera, pues el advenimiento de los franciscanos y la fundación del colegio de San Buenaventura, de­bía, por explicable causalidad, engendrar la afición al maestro, del que fundadamente se enorgullece aquella orden. Todo el esco­tismo peninsular irrumpirá en América donde habrá de escri­birse una obra, en ningún caso despreciable: "Domus sapientis Doctoris subtilis Joanis Duns Scoto" a fratre Hiecronino Mar­cos, philosophiae Lectore" (2) . Este códice trae un colofón de 1692 (3).

Los secuaces del doctor Sutil continúan alimentando el fervor de su maestro; y nuevas obras son elaboradas con el pen­samiento del escotismo. Antonio de Córdoba escribe los "Comen­tarios del maestro de las sentencias". Las "Disertaciones de Me-Metafísica" de fr. Antonio Briceño y los "Comentarios" de Fray

(1) Franco Quijano—"Historia de la Filosofía Colombiana" (2) Biblioteca Nacional—Cita de Franco Quijano.

(3) Franco Quijano—"La Filosofía Tomística en Venezue­la".

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José Merinero ostentan el estigma de la decadencia; fray To-más Llamazares trabaja a la sazón en obra de poca entidad, pe­ro de importante alcance educativo: "Filosofía escolástica se­gún la mente de Escoto".

Leer a Escoto es reconciliarnos con los escotistas. No sé qué de latente me mueve a admirar al glorioso franciscano. Su existencia obedece a una necesidad que Dios llenó en la filosofía del siglo XIII. Escoto es un control. Tal vez no a Santo Tomás, pero muy probablemente al tomismo, fue indispensable que Escoto viviera. Era natural y estaba entre la debilidad humana que la admirable síntesis del Aquinate pecara un tanto de op­timismo al pasar a sus consultadores. Escoto detuvo los exce­sos. Si a Escoto no hubiese tocado en suerte ser el opositor del tomismo, y si más bien hubiese formado en las derechas de la filosofía, yo estoy tentado a creer que su sistema habría per­durado. Pero le cupo cumplir una labor de crítica que puso aler­ta al adversario y lo hizo más seguro. Duns Escoto tal vez ha­bría construido un sistema si hubiese sido anterior a Santo Tomás. El doctor Angélico estaba constituido de equilibrados dogmatismo y criticismo. En Escoto éste era mayor que aquél. De haber trocado posiciones en el tiempo los dos insignes maes­tros, quizás hoy estuviéramos estudiando a Escoto, esmaltado con la mesura del tomismo, resumida en apostillas admirables. Pero fue providencial que Santo Tomás precediera a Escoto y que Escoto imprimiera la pausa en los discípulos del Angéli­co, levemente tentados de euforia, para que examinasen mejor el legado fecundo.

La Compañía de Jesús ha sido muchas veces grande. Una de ellas es cuando Francisco Suárez, un granadino, decide ir a Sa­lamanca para ingresar en las milicias ignacianas. Con Suárez clausura la Escolástica la serie dé grandes figuras de restaura­ción con que España colabora en la historia de la filosofía. Y hubo en la América continuadores esclarecidos de la doctrina del maestro Eximio.

A comienzos del siglo XVII, ya Suárez no se contaba entre los vivos, pero su sistema era estudiado en la Compañía que lo acogió. Plateresco, Rococó, Góngora, son ingredientes pondera­dos del siglo décimo séptimo español. Sus colonias no reciben el refinado arte gongoriano; pero se indemnizan con los libros de Francisco Suárez.

"Fue el Padre Jerónimo de Escobar, dice Franco Quijano,

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el primer escritor que en Santafé expuso las opiniones del Exi-mio. En 1637 redactó las Disputas Teológicas, códice de 86 fo­lios, en que sigue las huellas del maestro con un orden y p r e ­cisión asombrosos. El padre Escobar, docto, fecundo y erudito, emprendió el estudio concienzudo de las obras de Suárez y fue uno de los más ilustres profesores de la Javeriana. Su dialécti­ca es terrible".

En 1641 escribió el "Liber unicus de virtutibus" y empezó la "Controversia de actibus humanis", donde expone la doctri­na de Molina; en 1647 terminó la "Controversia de angelis" calcada sobre la obra correspondiente de Suárez, y el mismo año inició los "Prolegómenos a la Sagrada Teología"; en 1657 tra­bajó en el tratado "De Fide, Spe et Charitate" y en 1661 en el opúsculo "De Incarnatione"; en 1662 en el "De Beatitudine"; y su obra "De Scientia, Voluntate et Providentia Dei" (en que adop­ta el congruísmo del Eximio); su última publicación fue la "Con­troversia de Divina Gratia", que más parece un programa que una obra (1).

Por esta larga cita que acabo de leer, habréis advertido que las labores del Padre Escobar se encaminaban primordialmente a la exposición teológica más que filosófica propiamente dicha. Sin embargo, su nombre merece recordarse como divulgador en estas comarcas del gran filósofo granadino.

En la Biblioteca de Monseñor Zaldúa reposaba un precio­so manuscrito titulado "Tractatus de Mysterio Yncarnationis" escrito para San Bartolomé por el Padre Andrés de la Barra, Con escritura igual a la del códice hállase al final un soneto de sostenida emoción y que recuerda por más de un concepto los catorce versos de autor controvertido que todos conocemos (2). 'Teólogos suaristas fueron, asimismo, Juan Antonio Vari­llas ("De concientia" y "De actibus humanis") y Juan Manuel Romero autor del inconcluso artículo "De peccatis".

Los jesuítas Herrera y Mimbela enriquecieron la biblio­grafía teológica con obras de positivo mérito. Débese al primero el "Tractatus de Sacrosancto Triados Mysterio" y el "Tratac-tus de Arcano Trinitatis Mysterio". El segundo escribió un nue­vo "Tratactus de Essentia et Attributis Dei".

En el siglo XVIII, cuando se inicia la decadencia de la es-

(1) "Suárez el Eximio en Colombia", (2) Franco Quijano: "Hallazgo".

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cuela dominicana, el suarismo se proporciona todavía defenso­res de inusitado vigor. Fue entre ellos el más ilustre por la uni­versalidad de sus conocimientos el jesuíta Juan Martínez de Ri­palda. Contra la decadencia que se precipitaba, echó a la circu­lación un libro editado en Lieja en 1704: "De usu et abusu Doc­trinae Divi Tomae, pro Xaveriana Academia Collegii Santae Fidensis in Novo Regno Granatensi". Al presente sólo se co­nocen dos ejemplares que moran en la Biblioteca Nacional. No esquiva el autor su malquerencia a la orden dominicana; pero todo se le excusa ante la fuerza poderosa de su argumentación y el rico arsenal de doctrina. Atribúyense también con buenas razones al padre Ripalda los renombrados opúsculos "De ente supernaturali" y "Apéndix" contra Bayo.

La influencia del Padre Ripalda se deja ver en los años que subsiguen. En 1705 es conocida la obra "Tractationes Phy-sicas per R. P. Ignatium Meabrium S. J . " . En este libro se adivina grande independencia de criterio, pues siendo su autor abiertamente suarista, no teme apartarse del maestro en doc­trinas matrices de la filosofía.

José Velásquez es profesor de la Javeriana y como autor de "Physica" se muestra afecto a la letra y al espíritu del sua­rismo.

Moisés Bacón, lector de filosofía en San Bartolomé, se hace memorable con las "Disputationes in libros Aristotelis de anima". Luis Chacón escribe "De Dei scientia" y deja iniciadas las "Disputationes metaphysicae". Simón Viñas, (1) José Ro­jas (2) y el Padre José Molina se revelan suaristas de méri­tos desiguales. El último de los citados, es el primer jesuíta na­cido en Antioquia. Es autor del tratado "De divina Providentia et pradestinatione"; ágil en la argumentación y defensor va­liente de la tesis de su homónimo español sobre tema de tan al­ta trascendencia.

Quizás como fruto espiritual del padre Molina, aparece a mediados del siglo (1764) un filósofo y teólogo antioqueño: el jesuíta Juan Antonio Ferraro. Su obra es meritoria en con-

(1) Controversia de Deo Trino. (2) "Tractatus scholasticus de Proemialibus Theologiae et

disputationibus gratiae actualis".

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cepto de los conocedores. Cinco libros legó a la posteridad: "Tratactus de Deo Homine", "De perfectionibus inmaculatae Matris Christi", "De gratia habituali et merito" y el "Tracta-tus de Deo Trino". Algunas de esas obras fueron escritas en colaboración con el ilustre jesuíta Antonio Julián. Otras com­plementaban las doctrinas de éste. Pero su meritoria labor que­dó consagrada en las insignes "Disputationes Teologico-scho-lasticae de Deo Homine", el más importante de sus libros, y cuyo ejemplar manuscrito mora en la biblioteca del doctor Zaldúa (1)

Anterior a estos trabajos fue el "Tractatus de Visione Bea­tífica", (1753) obra interesante por sus comentarios a la "Pri­ma" de Santo Tomás. Su autor, el Padre Antoniode Guzmán, (S. J . ) , era antioqueño, miembro de esclarecida familia (2).

Aníonio Julián era misionero infatigable y escritor profun do. En 1765 hizo imprimir su obra "De Deo Uno et Trino" a la que habia precedido un "Tractatus de perfectionibus Christi et ejus Matris". No falta historiador que hable de este jesuíta como de un "ilustre polígrafo".

Va ya larga la serie de autores suaristas y al cabo surge alguno que merece especial memoria. Ni vosotros ni yo podemos columbrar su nombre; los historiadores callan, sin in­sinuar siquiera quién puede ser autor tan meritorio. Se pre­sume fundadamente sea un jesuíta; pero el manuscrito sólo deja ver en concepto de los que lo conocen, la exposición impersonal de la doctrina. Y digo impersonal, queriendo ausentar de la o-bra la nota lírica o romántica, pues si de conceptos propios se trata, abundan en el autor, si nos atenemos a las afirmaciones de los que leyeron el infolio. Franco Quijano advirtió en el anó­nimo filósofo, al más fiel intérprete de Suárez. Sobre el Doctor Eximio adelanta conceptos que cien años después pronunciará Zeferino González. En frases descosidas se deja ver como parti­dario de una escuela jesuítica frente al tomismo: "Respondetur thomistis", "obiectácula thomistarum", son locuciones corrientes en la obra. Según nos dice el rosarista ya nombrado, el autor se adelantó a Mercier. El anónimo propugna dos tesis que para

(1) Julio César García: "Historia de la Instrucción Pú­blica en Antioquia".

(2) Julio César Garata: "Historia de la Instrucción Pú­blica en Antioquia".

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mí gozan de profunda verdad. Para el desconocido, como para el cardenal belga, en Metafísica general sólo cinco categorías ha­cen parte de su objeto propio, (1) a saber: substancia, cualidad, relación, acción y pasión. (Franco Quijano cita mal a Mercier cuando introduce la cantidad y olvida la acción y la pasión; o en caso de ser la enumeración del rosarista la que corresponde al autor de la obra que Comentamos, ya entonces no me afanaré por defender su opinión, pues no sabría cómo hacerlo).

Otra de las tesis del anónimo escritor consiste en afirmar contra el cartesianismo latente en esa época, que el alma de los brutos no es simple sino compuesta. Los comentadores hacen coincidir esta opinión con la correspondiente del arzobispo de Malinas. No podría pronunciarme definitivamente en este litigio por no conocer los términos precisos que el desconocido emplea para sustentar su doctrina. Empero, paréceme que hay un equi­voco y una incomprensión cuando se interpreta a Mercier y se le atribuye el concepto de negarle simplicidad a las almas de los brutos. El sutil espíritu de Lovaina no afirmó nunca aqué­llo. Se hallaba en presencia del legado cartesiano que se había infiltrado en todas las filosofías. La simplicidad de las formas de los brutos apenas si se distinguía de la exclusiva del espíri­tu, y a ella, y no al compuesto era atribuida la sensibilidad. Fue ante todo su intención demostrar la tesis de que "el primer su­jeto de la sensibilidad es una substancia compuesta" (2) en nin­gún caso que la forma substancial de los brutos poseyese prin­cipios constitutivos.

SEGUNDO PERIODO

¿Cuál fue el primer conato de decadencia en la filosofía de los tiempos coloniales? Sería difícil establecerlo con precisión. El caso es que a la América debió ocurrirle un fenómeno aná­logo al que invadió la Europa del siglo décimo quinto: La inca­pacidad de los hombres para inaugurar nuevos temas de discu­sión. "Ya es un intento común de los sociólogos colocar las épo­cas de decadencia en los umbrales mismos en que aparece el formulismo.

(1) V. D. Mercier. "Ontologie". (2) V. D. Mercier "Psychologie".

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¿Qué está sucediendo en las Cortes españolas durante el régimen del absurdo Rey Deseado? El protocolo palaciego ocu­pa la atención de los grandes de España; todo el laberinto del ceremonial es de mayor momento que el caudal almacenado para regir los pueblos. La decadencia española que se inicia en el a-dusto entrecejo de don Felipe 11 por causas que inútilmente es­tarían aquí, culmina en los tiempos atormentadores del reinado de Fernando VII.

Bizancio es un símbolo de decadencia. Cuando leemos la vida de Napoleón, nos asalta el presentimiento de la inminente derrota del héroe a cada momento que opone la fórmula a la realidad. Napoleón nos indemniza del grotesco espectáculo de la coronación imperial cuando, tomando la corona, se la ciñe ante la perpleja muchedumbre que mira el oprobio a la Santidad de Pío VII.

¿Acaso Monsieur Thiers no fue parcial al advenimiento de los Borbones? Todo habría podido realizarse, si el conde de Chambord no hubiese interpuesto su anhelo pueril de las r e ­membranzas de familia. Las democracias perecen, cuando consi­deran que el país se hizo para la constitución y no la constitu­ción para el país. Las universidades tienden a desaparecer cuan­do los símbolos se tornan en jugo vital de su existencia.

Yo amo los símbolos pero cuidando siempre de darles su lugar merecido. Nuestra compleja humanidad ha menester de la forma sensible que refleje su caudaloso ser interior. El sim­bolismo de las altas culturas cuenta hoy historiadores tan pers­picaces como lo requiere el fondo de las civilizaciones. Las fuer­tes rebeldías de los humanos frente a la tradición se resumen muchas veces en un cambio de símbolos. Una entidad, cualquie­ra que sea, despojada de la fuerza de los signos es, en su des­gracia, tan solo comparable a aquella cuya estructura no revela más que simbolismos.

Tal fue el suceso que ocasionó el destronamiento de la Es­cuela en los siglos, medios como en la edad histórica a que he­mos llegado.

Augusto Messer, un historiador heterodoxo de la filosofía, expone así el sentido de la decadencia: "En los últimos siglos de la Edad Media, la Filosofía escolástica se mantuvo fiel a los grandes sistemas del siglo XIII; pero, generalmente, sus culti­vadores se limitaban a aceptar los conceptos fundamentales co­mo dados y sobreentendidos; perdiéndose cada vez más en la dis-

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cusión de cuestiones de detalle, que degeneraban frecuentemen­te: en sutilezas sin base, y polémicas hueras de palabras, e in­cluso en cuestiones sin sentido". (1)

Este es el sentir común de todos los historiadores de la escolástica. Un contemporáneo de la decadencia, se burla con perversa agilidad de las cuestiones movilizadas en las disputas filosóficas. Reléanse los capítulos del "Stultitiae laus" y pare­cerá tener en frente los labios descarnados, entre compasivos y crueles, de Erasmo de Rotterdam que asiste a un quodlibetal.

En el desfallecimiento de la escuela influyó antes que todo el ergotismo. La forma silogística constituía el núcleo de toda discusión. Era mil veces más trascendental para aquellos filó­sofos mediatizados saber si argumentaban en Baroco o en Fri-sesomorum, que toda la bella teoría de la potencia y el acto del Angélico Maestro. Y aquellos pobres espíritus imaginaban que hacían filosofía, de la misma manera que el torpe que cree cons­truir la Divina Comedia teorizando sobre los tercetos.

Este grave peligro lo había advertido desde la antigüedad Aristón de Chíos cuando afirmaba que "los que se encierran en la dialéctica son comparables al que come cangrejos: pasan la vida buscando un bocado de carne en un montón de escamas".

Suele asignarse como causa de la decadencia escolástica su adhesión irrebatible a la teología. Condicionalmente no es fá­cil rechazar esta afirmación. En efecto, ¿cómo negar la influen­cia de los hombres cuando por un afán aberrante, se empeñan en desacreditar una doctrina? Aviesamete se entendió la expre­

sión "philosophia ancilla theologiae"; con malignidad impon­derable se hizo creer en una positiva y perenne intromisión de las verdades da la fe en las verdades científicas. Se desconocía, por interés, que el asentimiento a la fe es, en su principio, tan racional, como la constante certeza de la ciencia.

En dura frase decían los antiguos, que la filosofía era es­clava de la teología. ¿Pero quién, que no sea un calculador, en­tiende que se trataba de la sumisión de una ciencia a otra? ¿Quién no ve que ahí solo se expresaba la esclavitud de la inte­ligencia finita a la infinita y de la ciencia falible que aquella cohesiona a la infalible revelada por Dios? Para iconformes estos sí esclavos de lia letra, "podríamos decir que no hay esclavi­

(1) "Filosofía antigua y medieval".

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tud de una verdad a otra: hay supremacía de inteligencias. El Giorgione inventó el caballete que permite trasladar la obra de arte que antes permanecía adherida al muro de la arquitectura. Eugenio D'Ors asocia: "Philosofía ancilla; pintura ancilla tam­bién; hé aquí la Edad Media. Dos nombres hay que citar jun­tos al final de todo esto: el Giorgione, inventor, dicen, de la pintura de género y Montaigne, diremos, de la filosofía de gé­nero" (1). La imagen nos parece admirable e ingeniosa; sólo que presumimos habrá de. ir alguna distancia entre el caballete y la inteligencia infalible.

Si atendemos al desquiciamiento de la física medieval ante las nuevas miradas de la ciencia da los, siglos XV y XVI como una de las causas de decadencia, no podremos menos de distinguir con sumo cuidado. Hubo un error de perspectiva del particionero de la filosofía del Medio Evo, al confundir la con-cepción física con la metafísica. Sostener el sistema aristotéli­co de los cuatro elementos era un anacronismo imperdonable; pero no lo era mantener defendida su teoría hilermorfista.

"De entre las ruinas de la ciencia medieval quedaban en pie datos de observación bastantes para servir de punto de apoyo a las doctrinas substanciales de la filosofía". Tal es el sabio 'pensar de Mauricio de Wulf. Más adelante añade: "La escolásti­ca fue derrotada por falta de hombres, no por falta de ideas". (2).

Y la historia, que carece de imaginación, se repite acá en América. El suarismo sostuvo sus puntos de vista con regula­do vigor hasta mediados del siglo XVIII. De ahí en adelante, todo fue el decaer soñoliento de las grandezas pasadas. Los fi-lósofos, inamoldables al soplo científico engendrado por la Ex­pedición Botánica, permanecieron enclaustrados en el formulis­mo de la Escuela. Vergara y Vergara habla del plan de estudios de aquella época: "El primer curso de la filosofía era el de lógi­ca", en el cual, "se desgañitaban en meras cuestiones de tér­minos, signos y s i g n a d o s . . . En el segundo año se aprendía la

(1) "El Valle de Josafat". (2) ''Historia de la filosofía". '

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metafísica en latín, y en el tercero, la física, sin instrumentos. El Arzobispo Virrey se quejaba de esta anomalía. "Porque (de­claraba) un reino lleno de producciones que utilizar.. . , cierta­mente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza.. . que de quienes entiendan y discutan el ente de razón, la primera materia y la forma substancial".

Hubo un programa de reformas. Moreno y Escandón ela­boró un plan de estudios cuyo intento primordial era conducir al estudiante a la observación de la naturaleza. El señor Moreno llegó hasta querer abolir el estudio de Santo Tomás en el Cole­gio del Rosario, a lo cual se opuso con energía plausible el rec­tor don Manuel de Cayzedo, quien por otra parte intensificaba el estudio de matemáticas y ciencias naturales.

No faltaron en esta decadencia hombres equilibrados que uniesen la filosofía a la ciencia nueva. Mutis difundió en el Ro­sario el libro del Padre Narciso, de que hablaba antes, a causa de su copiosa información sobre la física copernicana. No obs­tante, las antiguas disputas se obstinaban en persistir y la reac­ción fue más violenta de lo que podía desearse. Las obras filo­sóficas estaban relegadas, por aquellos tiempos, en el rincón de las cosas inútiles. El estudiante sólo miraba el paisaje feno­menal rechazando toda concepción trascendente.

A mí se me ocurre que América estuvo en ese tiempo a la altura de la edad histórica. Va a advenir el ochocientos y el mun­do se prepara para la investigación de la naturaleza. Todo el siglo XIX, a pesar del materialismo fogoso que lo invade, es una aspiración desesperada hacia el conocimiento. El agnosticismo es un símbolo paradójico de la realidad interior que mueve las almas. Desventurada e ilusa, con todo, la centuria decimonona es magnífica, aunque no se le mire, sino como preparación de este siglo XX de inquietantes sugestiones.

Las matemáticas constituían el arco toral de la cultura de fines del siglo XVII. Cuando don Felipe Romana, colegial del Rosario, envió a Colombia la Filosofía del P. Francesch de Gua­temala, fue acremente criticado por el claustro rosarista. En un ejemplar que se cuida en la biblioteca del colegio, pueden leerse notas y comentarios burlones a la obra del profesor de la Uni­versidad de San Carlos. Copio los siguientes citados por Fran­co Quijano: "Aristóteles a quien siguieron los españoles ciega­mente por mucho tiempo, y con él, el Angélico doctor Santo To­más, quería que los que hubieran de estudiar filosofía estuvie-

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ran instruidos en las matemáticas. Ya se ve: no hablaban de esta ridicula filosofía". Y todo esto se escribe en el que fue fun­dado para semillero del tomismo. Otra nota tendenciosa expre­sa lo siguiente: "sine mathematicis philsophare velle, idem est ac sine cruribus ambulare".

En tanto, ¿qué hacían los filosofículos? Discutir imbécil­mente. Nadie los oía; los novísimos frutos de la Enciclopedia em piezan a conocerse en Bogotá. Nariño tiene una biblioteca de la eficacia de los extintores anarquistas.

Citaremos tres autores que, aunque con términos entre sus obras, son sin embargo minoría selecta en la filosofía decaden­te. Tales son: el jesuíta Nicolás Candela que en 1747 escribe un "Cursus Philosophicus in quinque tractatus". El doctor A-larcón y Castro, colegial del Rosario, es autor de un "Tractatus de Dialéctica, seu Lógica parva in tres divisus libros, justa mi-ram Angelici nostri Doctoris doctrinam", que vio la luz en 1758.

Don Felipe de Vergara y Cayzedo es un hijo póstumo de la muerta filosofía. En los años finiseculares hace conocer unos "Elementos de filosofía natural" y el libro "Filósofos griegos". Toda esta bibliografía, nacida dentro de la decadencia, no po­dría, sin embargo, tacharse de decadente.

Estas dos épocas que acabamos de estudiar son a nosotros lo que la Edad Media a la historia europea. Mirémoslas sin pa­siones ni prejuicios. Es el primer escalón de nuestra cultura. Los pueblos nunca han empezado por donde nosotros gloriosa­mente abrimos a la nacionalidad. Que no subsista más la im­punidad científica que hasta ahora nos ha torturado. Aquí, en Colombia, donde un profesor o de química, o de economía, o de hacienda pública, o de estadística habla con olímpico despre­cio del "caos de la Edad Media" y todo porque no hubo esta­dística, ni hacienda, ni economía, ni química o si existieron no estaban a la altura de nuestro tiempo. Citemos de nuevo a Hi­pólito Taine: "Las tres cuartas partes de la humanidad toma las concepciones de conjunto por especulaciones odiosas. Tanto peor para e l los . . . . Para qué, sino para formarles y educarles vive su nación y su siglo" (1).

(1) "Le Positivisme anglais".