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cuadernos taurus D i r e c t o r

P . J e s ú s A g u i r r e

Americo Castro / ESPAÑOL, P A L A B R A E X T R A N J E R A : RAZONES Y MOTIVOS

Page 3: Castro, A. - Español palabra extranjera

© Américo Castro. 1970 TAURUS EDICIONES, S. A.

Plaza del Marqués de Salamanca, 7 - MADRID-6

Depósito Legal: M. 489- 1970

PRINTED IN SPAIN

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AMERICO CASTRO

ESPAÑOL PALABRA EXTRANJERA

RAZONES Y MOTIVOS

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ADVERTENCIA PREVIA

COMO Y POR QUE NO PUDO SER AUTOCTONA LA PALABRA "ESPAÑOL"

En 1948 demostró el profesor suizo Paul Ae-bischer1 que español es voz originaria de Pro-venza, y propuso como fecha de su introduc­ción en España los años finales del siglo xm. Quienes, por nuestro oficio, hubiéramos debido averiguarlo mucho antes, habíamos faltado a nuestra obligación. Sabíamos que español no pa­recía ser vocablo castellano, pues lo esperable era que Hispaniolus en latín hubiese dado es-pañuelo. Motivo de nuestra incuria en este y en tantos otros casos, no fue tanto falta de téc-

1 Estudios de toponimia y lexicografía románicas, Barcelona. C. S. I. G. 1948.

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nica, como el hábito de dar por cierto lo dicho acerca de España y de los españoles en los li­bros, y lo legado por una secular tradición. Iden­tificábamos a la España del siglo xm con la His-pania romana, y fundíamos a los españoles del siglo xx con los de Numancia, Sagunto y sus ale­daños. Cuando en 1948 publiqué España en su historia, esbocé una imagen de los españoles distinta de la usual, aunque sin detenerme a se­parar lo español de lo no español a lo largo de aquella historia. Un año después, sin embargo, ya llamé la atención sobre "la no hispanidad de los visigodos" ("Nueva Revista de Filología His­pánica", Méjico, julio, 1949). Mi afirmación pro­vocó repulsas e indignaciones aún mantenidas por muchos, empeñados en no darse cuenta de qué está uno diciendo.

En publicaciones posteriores ha ido preci­sándose la auténtica imagen de los españoles. Por razones globalmente históricas, humana­mente reales, los españoles han ido apareciendo como un pueblo lentamente constituido a lo largo de las duras peleas de la Reconquista cris­tiana. La noción de esa Reconquista carece de sentido si no va calificada por el adjetivo "cris­tiano", y enlazada con una población de cris­tianos, de moros y de judíos.

Un gran arabista español ha aludido recien­temente, con ocasión de la Alhambra, a "la pun­zante tragedia que es para muchos pueblos vi­vir entre monumentos que no son "suyos" y

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que no han sabido "hacer suyos"; todo por in­digestión de la Historia. España ha tenido la virtud de no ponerse nunca este dogal, con tan­to más mérito cuando que los árabes eran—las cosas por su nombre—los "depredadores" y los "invasores" (no es la relación filial de Italia con Roma... y los monumentos romanos, mucho más consistentes, están más estropeados)"1.

No considero las palabras de este ilustre ara­bista como expresión de un juicio histórico, sino como voz de un ánimo dolido; según él había una España, vinieron los árabes, la invadieron, la depredaron y se fueron. "A enemigo que huye, puente de plata", dice poco después el profesor Emilio García Gómez.

Todo ello enlaza con el desconcierto creado por confundir la España de 1500 con la España de milenios atrás; los españoles de la misma época, con quienes nada tenían de españoles quince siglos antes. Incluso aumenta ese caos semántico llamar "andaluces" a los "andalusís" de la España musulmana—al-Andalus—y a quienes hoy viven en Andalucía. Y hasta hay franceses que no distinguen entre el "Anda-lou" musulmán y el "Andalou" de hoy: usan el mismo nombre*.

1 La Alhambra: la Casa Real [introducción], Al-baicín/Sadea Editores, Granada (España), Firenze (Ita­lia), 1966.

1 Ver la excelente información de Mme. Rachel ARIÉ, Relations entre musulmans d'Espagne et musul-

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Los historiadores españoles, y arrastrados por su estela los hispanistas extranjeros, proceden como si un historiador de Egipto dotara de igual sentido la palabra egipcio cuando alude a los subditos de los faraones; a los de los per­sas que conquistaron el país del Nilo en 525 a. d. C.; a los de los griegos, romanos y bizantinos que lo habitaron hasta 640 de la era cristiana, fecha de la invasión musulmana, que hizo de aquella tierra—como tierra siempre igual—un trozo de humanidad de lengua árabe.

Pero volvamos a lo dicho por el profesor Gar­cía Gómez.

A la luz de lo dado a conocer en los últimos veinte años, es insostenible la creencia de cier­tos arabistas españoles de haber sido los mu­sulmanes "depredadores" e "invasores" de una España previamente existente, y que retornó a su ser prístino luego de ser expulsados tan in-

mans d'Orient, en "Melanges de la Casa de Velaz­quez". París, Editions E. de Boccard 1965, I, p. 100. En ese artículo se cita uno de F. J. SÁNCHEZ CANTÓN, Viajeros españoles [!] en Oriente (p. 103), los cuales eran simplemente andalusís, musulmanes, sin nada de español. En el artículo de Mme. ARIÉ se puede ver, una vez más hasta qué punto era el Oriente musul­mán el horizonte cultural y artístico de los andalusís. A comienzos del siglo xm emigró a Egipto el botáni­co de Málaga Ibn al-Baytar. cuya obra científica es bien conocida (1. c, p. 103). ¿Qué botánicos españo­les había en el siglo xm?

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deseables ocupantes. Basta pasar la vista por la superficie geográfica de la Península para persuadirse de la total falsedad de ese aserto, por tantos compartido. Los "depredadores" y los "invasores" no dejan tras sí montañas, ríos y ciudades cuyos nombres revelan la presencia en un país suyo, de quienes imprimieron la hue­lla de su acción civilizadora en la lengua y en todo lo obrado por ellos. Guadalquivir es nom­bre árabe, y Tajo está arabizado, porque de no haber habido árabes se llamaría Tago. Sin ára­bes no habría ciudades que se llaman Alcalá, Medina, Almunia, Alcolea, Alcázar, Madrid, Almansa (vea el lector el libro de Miguel Asín, Toponimia árabe de España, el de J. Oliver Asín sobre el nombre de Madrid, etc.). Una casa es­pañola tiene aljibe, zaguán, alcobas, alféizares, baldosas, azoteas, albañal. ¿No hacían todo eso albañiles y alarifes cuya lengua fue inicialmente el árabe? En una vivienda castellana o anda­luza (¡no andalusí!) se ponían tabiques, había azulejos, argollas, arambeles (antiguamente 'col­gaduras'), y otras cosas que servían para alhajar la casa. En las paredes se empotraban alacenas, con anaqueles, en donde se ponían cosas que se colocaban en un azafate (todavía hoy en Co­lombia significa 'bandeja'). El agua de beber se conservaba fresca en una alcarraza, y se sacaba del pozo con un acetre. Se echaba dinero, para ahorrarlo, en una alcancía. La algorfa era el so-

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brado en donde se guardaba el grano. ¿Cuán­do habrá un alma lingüísticamente caritativa que agrupe en un léxico histórico-geográfico todos los arabismos del castellano, del catalán y del gallego-portugués? El de Leopoldo Eguí-laz no se reimprime y es insuficiente. En una obra de esa clase debería relacionarse el que, por ejemplo, el almotacén, el albacea y el almo­jarife fuesen menesteres que exigían saber de cuentas, y el que cifra y guarismo fueran tam­bién arabismos.

Pero aparte de lo ya muy dicho por mí en libros al alcance de cualquiera, conviene re­cordar lo escrito por un medievalista español:

"La expulsión del Islam del suelo de España vino a tonificar aquel dinamismo militar (de aragoneses y castellanos) y a fortalecer aquella identificación entre religión y patria que el con­tacto pacífico o guerrero con los sarracenos ha­bía arraigado en las mentes hispanas. El Islam al morir en al-Andalus concluía de envenenar a España. Los Reyes Católicos fueron muy pron­to víctimas de aquel terrible tósigo, y con mano inocente administraron la pócima a sus reinos. En primer término, abandonaron la tradicional tolerancia de las dos realezas castellana y ara­gonesa, se dejaron vencer por las ideas y los sentimientos de la minoría eclesiástica, y cre­yeron lograr la fusión de sus reinos mal unidos,

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convirtiendo la unidad nacional en unidad an­tes religiosa que política"1.

Aceptando en principio lo expresado en la cita anterior, me limitaría a precisar que la re­ligión ya había adquirido dimensión política un siglo después de iniciarse la Reconquista, si­guiendo al hacerlo el ejemplo musulmán. Por eso quienes a fines del siglo ix combatían con­tra el Islam se llamaban "cristianos"2, fenómeno sin análogo en Europa. La existencia de la to­lerancia de los reyes cristianos para con moros y judíos era de origen alcoránico, según he de­mostrado más de una vez. Dentro de cada casta de creyentes en los reinos cristianos, la reli­gión y la ley estaban unidas (los judíos tuvieron sus tribunales de justicia hasta fines del si­glo xiv). La tolerancia—insistamos en ello—, el que los reyes cristianos dejaran a moros y ju­díos practicar su religión y regirse por sus le­yes, dependía de motivos religiosos, no de prin­cipios de justicia secular, de derechos civiles como hoy diríamos. Por otra parte, quienes ha­bituaron a la sociedad española del siglo xvi a fundir, a reforzar la confusión de la vida re­ligiosa con la vida civil, no fueron los Reyes Católicos, sino los numerosos conversos de ori­gen judío, mucho más en contacto con las ins-

1 C . SÁNCHEZ-ALBORNOZ, España y el Islam, en "Re­vista de Occidente", 1929, VII, p. 27.

* La realidad histórica de España, 1962, p. 29.

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tituciones eclesiásticas o estatales que los mo­riscos.

En suma, quienes consideran a los musulma­nes de al-Andalus como "depredadores" e "in­vasores" de la auténtica España, proceden como quien pretendiera hacer visible el interior de una cebolla despojándola de sus capas, por pen­sar que bajo ellas se encuentra el auténtico bul­bo. No sabe uno ya cómo hacer inteligible lo que, por lo visto, es muy difícil de captar con la mente.

En los últimos veinte años me he referido con frecuencia al error básico de la historiografía española y muchos están ya persuadidos de que la pretendida españolidad de Séneca, Trajano y Columela fue simplemente un error de óptica historiográfica.

No hace mucho, Pedro Laín ya no conside­raba españoles a los numantinos', Paulino Ga-ragorri2 me honró al llamarme "mitoclasta", y Antonio Tovar3 ha atribuido la disposición es-

1 Ha dicho además Pedro Laín En traigo: "De acuerdo con la razonable propuesta de Américo

Castro, demos el nombre de "cultura española" sólo a la que nace y se constituye después de Covadonga". (Una y diversa España, Barcelona, EDHASA, 1968. página 68).

J Américo Castro, mitoclasta nacional, en "Revista de Occidente", Madrid, agosto, 1966.

* "Américo Castro ha encontrado en estas circuns­tancias tan peculiares [creadas por la Reconquista] una de las claves de la existencia de nuestro país, y por

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pacio-temporal de los dialectos y lenguas pen­insulares a circunstancias surgidas con poste­rioridad al año 700, o sea, después de la con­quista musulmana. Cito esos nombres, entre otros muchos que cabría alegar, como indicio de una nueva situación frente a la historia hasta hace poco sólo fabulosa. Es de todos modos sor­prendente el mutismo—de veinte años de espe­sor—, ante la incontrovertible demostración de Aebischer de ser provenzal el nombre de los españoles. ¿Se debe tal silencio a que el tema no importa a los así llamados, o a que les im­porta demasiado? Daría lugar a pensar esto úl­timo la ausencia de la palabra "español" en las varias ediciones del Diccionario etimológico de la lengua española, de Juan Corominas. ¿Cómo es concebible que se deje en hueco el lugar co­rrespondiente al nombre de la lengua etimolo-gizada en tan monumental construcción? En el presente caso se trata de algo más que filología. Para el profesor Aebischer era natural perma­necer impasible al encontrarse con el hecho de

eso ha dicho que: "las circunstancias que motivaron la fragmentación del latín en Francia e Italia estaban presentes en su mayor parte antes del siglo vm, y ad­quirieron pleno desarrollo en aquel siglo. En España, por el contrario, su disposición lingüística enlazaba con lo acontecido en el siglo vm y ix, es decir, con cir­cunstancias nuevas respecto de las dominantes en la época visigótica". (Lo que sabemos de la lucha de lenguas en la Península Ibérica, Madrid, G. del Toro, 1968, p. 57).

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que español es un provenzalismo; para los es­pañoles, en cambio, la cuestión ofrece aspectos molestos o incómodos. Quienes no han penetra­do en los más hondos estratos de este fenómeno lingüístico (intento hacerlo ahora), se sienten mal impresionados al darse cuenta de que los ha­bitantes de la Península no supieron o no pu­dieron darse un nombre que a todos los abar­cara, y a la postre aceptaron uno venido de fue­ra. Los francos llamaron Francia a la tierra que dominaban, el nombre de Inglaterra enlaza con el de los anglos, etc. Desde otro punto de vista, español suena a palabra catalana, y haría pen­sar, o sentir, que fue Cataluña y no Castilla quien redujo a una unidad nacional el conjunto de los pueblos peninsulares. Con todo lo cual llegamos a la conclusión de que temas como el ahora ante nosotros, no pueden ni deben ser abordados con métodos escuetamente lógicos o técnicos; además de convencer hay que tratar de disipar la idea de ser rebajante o deprimente que el nombre español no haya sido de factura castellana, o catalana, o gallega.

Al estudiante de su propia historia no le di­cen—y habrán de decírselo dentro de más o menos años—, que los cristianos que empren­dieron la tarea de ir arrojando a los moros ha­cia el sur de la Península, carecían de un nom­bre secular que los aunara a todos en el si­glo XIII. A lo cual habrá que añadir que el nom­bre español fue penetrando paulatinamente en

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la lengua hablada y en la literaria (Gonzalo de Berceo ofrece hasta ahora el más antiguo testi­monio), por la vía de las peregrinaciones a San­tiago. No hay en ello motivo de desdoro, si se reflexiona en que el conjunto de quienes po­blaban el norte de la Península y peleaban con­tra los moros, tenían como nombre común, des­de el siglo ix, el de cristianos, y nada más. Jun­to a ellos había moros y judíos, pero éstos apa­recen en los documentos o en las leyes por mo­tivos sociales o jurídicos, no como líderes del menester combativo en cada reino, empresa de cristianos, y que en primer término interesaba a las crónicas.

Si queremos encontrar a los moros y a los judíos que convivían con los cristianos, hemos de buscarlos principalmente en los documentos, en las leyes y en la literatura. Tomemos al azar dos ejemplos. En 1283 Pedro II de Aragón pidió ayuda militar a los moros de su reino de Va­lencia ; necesitaba sobre todo ballesteros y lan­ceros en su guerra contra los franceses1. Un texto legal revelará la posición ocupada por los judíos de Castilla en el siglo xm, a la cual no se refieren ni las crónicas ni los documentos. El substrato religioso sobre el que se afirmaba la vida castellana se pone de manifiesto en el Fue-

1 Colección de documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón", public, por P. de BOFARULL. VI, 1850, p. 196.

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ro Real, de Alfonso X (libro IV, tít. II, ley 1): "Defendemos que ningún judío no sea osado de leer libros ningunos que hablen en su ley y que sean contra ella en desfacerla, ni de los te­ner escondidos. E si algunos los tuviere o los fallare, quémelos a la puerta de la sinagoga con­cejeramente" ('públicamente'). O sea, que la or­todoxia judaica interesaba al rey cristiano tanto como la de su propia religión. Si el judío po­seedor de un libro heterodoxo no lo destruía en público, "el cuerpo y el haber esté a merced del rey". Las historias que leen los estudiantes no dicen nada de esto, ni tampoco que la herejía judaica de los caraítas (que aceptaban la re­velación bíblica, no la tradición rabínica) fue combatida y exterminada en Castilla con ayuda de los reyes Alfonso VI, Alfonso VII y Alfon­so VIII1.

Aceptado el hecho de que en los reinos cris­tianos—a causa de la estructura de su pobla­ción—lo religioso (en la forma que fuese) pre­dominaba sobre lo secular, es comprensible que no se sintiera la necesidad de aunar en una de­nominación secular a gallegos, leoneses, caste­llanos, navarros, aragoneses y catalanes. Y con­cuerda con tal situación, que fuera aceptado como común denominador el nombre introdu-

1 J . AMADOR DE LOS RÍOS, Historia social y polí­tica de los judíos de España, Madrid, Aguilar, 1960, págs. 880-883. Y . BAER, A History of the Jews in Christian Spain, Filadelfia. 1961, I, p. 390.

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cido por quienes venían a rendir culto al "pa­drón de españoles", como dice Berceo. La po­blación de los reinos cristianos, desde el si­glo VIII, se caracterizaba por su triple aspecto religioso, más que por sus dimensiones abstrac­tamente demográficas; pudo así comenzar a ser llamada española, desde el siglo XIII, en cone­xión con los mismos motivos que la hacían an­tes identificarse como cristiana. Unicamente los empeñados en desconocer y desestimar la au­téntica realidad del pueblo llamado hoy español —nombre importado—, pueden reaccionar ad­versamente ante la situación ahora traída a un primer plano de luminosidad. Porque fueron los futuros españoles, no los provenzales, quie­nes inyectaron sentido nacional a lo que, al otro lado del Pirineo, mentaba simplemente a unas gentes ultramontanas, sin asociarlas con el nombre de España. Según luego se verá, el nombre de esta nación, hoy tan obvio, desig­naba, en los siglos x y xi, la tierra peninsular dominada por los musulmanes, no los reinos de León y Castilla. Los españoles tienen, por tanto, derecho a considerar suyo el nombre español, porque fueron sus antepasados cristianos quie­nes recabaron para sí el nombre España (antes musulmán) y lo conectaron con el nombre es­pañol (antes provenzal). Situado en su propia contextura vital, español no es una adopción servil, como lo son tantas otras que, a causa de debilidades y presiones de diferentes tipos, en-

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tran en el propio vocabulario. Porque los ame­ricanos llaman rifle al fusil, o llaman conven­tional a las armas usuales o corrientes, algunos periodistas y locutores de radio hacen hoy igual; o se adopta el nombre de la penicilina, et­cétera. Pero el caso de español fue distinto, pues los que llamaron Española, a la luego isla de Santo Domingo, poseían una dimensión nacio­nal, colectiva, de que carecían los designados como espanhols en Provenza. Se trata en este caso de dos objetos humanos diferentes en cuan­to a su contenido semántico y a su sentido en el tiempo.

Lo anterior pone claramente de relieve el ab­surdo de retrotraer el sentido de español, y de aplicarlo a épocas en este caso sólo imaginaria­mente españolas. La finalidad de las páginas que en este opúsculo vienen en último término, es hacer ver que el enredo creado por los "españo-lizadores" de todo humano viviente nacido en la Península, se debe a una negligencia de la cual soy tan culpable como el que más: no nos ha­bíamos tomado la molestia de cotejar con sus fuentes latinas el texto de la Primera Crónica General, compuesta después de 1270, durante los reinados de Alfonso X y de Sancho IV. Ese cotejo, huelga decirlo, había que hacerlo partien­do del hecho indudable de ser español un voca­blo provenzal, introducido en la Península algo antes de lo que el profesor Aebischer pensaba.

A lo dicho más adelante sobre el vocablo es-

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pañol he antepuesto unas breves razones sobre el, en mi opinión, mal historiográfico de nuestro tiempo. De no atajarlo—será muy difícil, está respaldado por sentimientos secularmente enrai­zados; por intereses docentes, editoriales e in­cluso políticos; por pasiones islamofóbicas y antisemíticas—, de no ser remediada esa dolen­cia, lo repito, a los saberes sobre el pasado de los españoles les aguarda un muy triste porvenir.

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LA VIGENTE SEUDOHISTORIOGRAFIA

Como quien escribe está situado en una épo­ca en que reina gran confusión acerca de los tér­minos que han de emplearse al discutir nuestro problema—la historia, el área de lo humano en la historia—, conviene decir algunas elementa­les razones acerca del subproblema que nos sale al paso. "Historia" es término multívoco y, por tanto, equívoco. De ahí la falta de acuerdo en­tre quienes hablan de la vida colectiva temporal y espacialmente desplegada; de ahí las varias y extrañas interpretaciones que los españoles pro­yectan sobre su pasado tanto remoto como pró­ximo, o, incluso algo aún más grave, el ignorar el motivo de sus guerras intestinas e inciviles en los siglos xix y xx. Un reflejo indirecto de ese enorme fenómeno ha sido la literatura poste­rior a la Guerra Civil (1936-39) llamada "tremen-dista", aunque lo tremendo del fenómeno que

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la motivaba fue dejado en paréntesis o envuelto en tiniebla. Ahora como antes las recíprocas matanzas de españoles han suscitado miles de páginas de lo que llamaría "dicteriología" o "im-properiología", no "historiología" o "humanolo-gía". Desde tiempos de Larra (1809-37) y luego en el siglo xx se ha escrito mucho sobre la falta de armonía y de espontáneo y buen acuerdo entre los españoles. El "homo homini lupus", de Plauto y luego de Hobbes, pudiera traspo­nerse aquí en algo como "Hispaniolus Hispanio-lo lupus". Nos hemos contentado con llamar "individualismo" a odiar al Estado, a asesinar frailes en 1834, a los desacuerdos entre las regio­nes, o entre los ricos y los desvalidos, problema este último inexistente, resuelto a maravilla en Finlandia, en Escandinavia, en Holanda, con menos perfección en Inglaterra y en Norte Amé­rica, sin haber tenido que recurir ninguno de esos países al asesinato en masa y a los campos de concentración, coordinados con el sistema de mordaza y látigo. En todas partes, en 1969, exis­ten muy serios problemas, aunque distintos del para mí básico de los españoles. Los serios pro­blemas, hoy universalizados, afectan a cada país peculiarmente, lo mismo que ciertas epidemias hacen mayores o menores estragos según sea la previa salud de que disfruten (o no disfruten) los atacados por ella.

Mi afición a los estudios históricos no es des­interesada, no procede de afán de sabiduría, ni

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tiende a fomentar ninguna causa política o re­ligiosa. A causa de ser así mi intento de proyec­tar claridad sobre zonas de tiniebla, mis libros son blanco apetecible para gentes de creencia y filiación muy dispares. Para unos he alcanzado la alta dignidad de rabino mayor en Nueva York (se refirió humorísticamente a tan magno hecho "El Norte de Castilla", en Valladolid), o soy sefardita y no oriundo de la Vega de Granada, mientras que entre judíos de alto bordo funcio­no como un implacable antisemita. Desde cier­tos medios católicos han disparado contra mi obra con miras a anularla, aunque por fortuna sus proyectiles no dieran en ningún blanco. Mi interpretación del sentido del culto a Santiago Apóstol—para citar un ejemplo que ha dado lugar incluso a ridiculas y calumniosas críticas— sigue ahí inconmovible. Para completar el cua­dro, historiadores marxistas me acusan de aten­tar a sus sacros principios, por no entrar yo en el juego de las estructuras inferiores y superiores, y no aceptar el dogma de ser la economía base y centro del humano universo. Las circunstan­cias humanas no económicas, el hecho de tener que convivir los cristianos con los moros ven­cidos, y con los judíos (legalmente siervos y en muchos casos señores prepotentes), fueron cir­cunstancias humanas, subestructurales respec­to de las económicas; los seres humanos con­dicionaron el funcionamiento social de los rei­nos cristianos hasta fines del siglo xv e incluso

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más tarde. Pero en el mundo que se nos viene encima—de cifras, velocidades y tiranías tan ciegas las unas como las otras—, los ingenuos humanófilos o humanólogos quedarán reduci­dos a los ceros que figuran en la portada de la excelente novela que acaba de publicar Miguel Delibes, La parábola del náufrago. Llegará un momento en que carecerá de sentido y se hará ininteligible la frase "dimensión valiosa de la persona humana como tal". Dirán: "Sométanse al 'computer' y balen al unísono".

Continúo, mientras tanto, preguntándome por qué en España, un trozo de la geografía oc­cidental, sus habitantes han de dirimir sus que­rellas y enfrentar sus problemas recurriendo a luchas implacables, de tipo religioso, y no a dis­cusiones y construcciones de tipo secular, como en el resto de Occidente. Para que esa pre­gunta pueda algún día tener adecuada respuesta, el historiador ha de renunciar a todo partidismo político, religioso o sociológico, y dejar vía fran­ca a lo que honradamente crea uno ser verdad, después de haber puesto ésta a tono con lo exi­gido por la moral, por la lógica y por el buen sentido.

¿De dónde provienen las ideas que de sí mis­mos tienen los españoles? ¿Por qué sienten como sienten acerca de sus compatriotas? ¿De dónde arranca su complejo de inferioridad, tan bien descrito por el Dr. López Ibor? ¿Qué mo­tiva el afán de derribar lo existente, sea éste

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como fuere, el anhelo entre los de abajo de "que la tortilla se vuelva" mágicamente, o aquella frase desesperada, oída a Ramiro de Maeztu, hombre incapaz de matar a nadie, y que a ve­ces, en el diálogo íntimo, hablaba de la nece­sidad de "un metro de sangre"? O, en opuesta dirección, ¿en qué se inspira el sueño alucinado de una España "imperial"? No puedo sino es­bozar el examen de estas terribles cuestiones1, aunque lo hago como quien, con sólo barruntos de ciencia médica, auscultara en una contingen­cia a un ser muy querido, e intentase diagnosti­car su mal en espera de que los protomédicos propusieran luego más razonables soluciones. Hasta ahora no las ha habido, y el paciente, en momentos de agudo mal humor, incluso se que­ja de la incómoda postura en que hemos de co­locarlo para ser debidamente reconocido.

Ha sido posible, a pesar de todo, lograr al­gún fruto gracias al nuevo replanteo del proble­ma español, por haber partido este retrasado historiador de una base auténtica, de su propia y personal experiencia. De joven, con el amar­go sabor dejado por la guerra de Cuba (los sol­dados repatriados, andando sin rumbo, tiritando con sus uniformes de rayadillo) apetecía mar­charse a climas humanos menos desventurados. Nada en el ambiente escolar o universitario in-

' Sobre las cuales aporto más datos en De la Es­paña que aún no conocía, Méjico, Finisterre, 1970.

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vitaba o hacía posible rebasar el ínfimo nivel en torno a uno a comienzos de siglo. Ganivet (1865-1898) y su peregrinación a través de Europa se­ducía a los desencantados, a quienes no se con­formaban a que "aquello" fuera lo normal, no obstante la vulgar conformidad de quienes pa­saban inertes de uno a otro día. Años de rebel­día, como tal y por sí sola infecunda. Pertrecha­do más tarde de cultura europea, comenzaron los intentos de buscar algo español, digno de ser puesto a nivel con la Europa del progreso, la que aún nos seducía hace medio siglo. Tal vez —imaginaba, deseaba—existió una España so­terrada bajo la triunfante inquisitorial y mili­tarmente, y ayuna de ciencia e ideas maneja­bles, no obstante el nacionalismo patriotero de Menéndez Pelayo, cuya estrecha y clamorosa "ortodoxia" incitaba precisamente a seguir otras vías. Mi idea de haber habido en España algún latido renacentista en comunión con Europa, me llevó hace medio siglo a construir un Cer­vantes pensador, antes que artista inventor de nuevos modos de novelar, o sea, de expresiones de vida sin precedente en ninguna literatura. Pude intentarlo en los últimos veinte años gra­cias a haber relacionado la creación cervantina con la totalidad de la vida española1. Sobre lo

1 Mi modo actual de pensar acerca de Cervantes está expresado en El Quijote taller de existencialidad

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que esa vida fuera o significara en el ámbito de la cultura occidental, había y continúa ha­biendo gran confusión y arbitrariedad valora-tivas.

Ya en 1936 comencé a darme cuenta de nues­tra ignorancia acerca de nosotros mismos; ni sabíamos quiénes éramos, ni por qué nos ma­tábamos unos a otros. Hablo en primera persona por haber oído en la radio de San Sebastián, en julio de 1936, la noticia de mi fusilamiento; al­gún amigo se quedó gratamente sorprendido al oír mi voz aún existente. Años más tarde em­prendí la tarea—para tantos irritante—de ave­riguar el motivo de nuestro crónico cainismo; una tarea dificultada por la resistencia a reco­nocer la necesidad de tal averiguación, y por la tendencia española a cortar los nudos más bien que a soltarlos. Habría renunciado a ella, si no me animara a proseguirla el temor de que se añadan nuevos actos a esta ya larga trage­dia, y si no estuviera convencido de ser correc­to mi modo de plantear la cuestión. Si no lo fuera, no se habría hablado de ella con tan boba intención, ni se habría reconocido, en estos úl­timos años, la validez de mis razonamientos una y otra vez. En la ciencia de hoy se impone lo demostrado y hecho evidente; pero en el cam-

("Revista de Occidente", Madrid, julio, 1967, pp. 1-33). Hacia Cervantes, Madrid, Taurus, 1967. Cervantes y los casticismos españoles, Madrid. Alfaguara, 1966.

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po del saber acerca de lo humano, lo evidente a veces se hace obvio, sin dejar por eso de ser rechazado por molesto e incluso odioso. En la hora actual, por otra parte—maravillosa y deslumbrante en firmes y fecundas precisio­nes—, se intensifica la tendencia a convertir en unívoco y dogmático lo de suyo multívoco y equívoco. Los antes abiertos y contemplables panoramas de la historia, se han vuelto esque­mas de seudoprecisiones, subordinadas en últi­mo término a ideologías políticas, en realidad camisas de fuerza para el libre y fructuoso dis­currir. Intenté, por lo mismo, ofrecer al lector una historia de España liberada del pueril tra­dicionalismo de los panhispanistas retrospecti­vos (muchos creían que Tartesos, Viriato, Teo-dosio, Isidoro de Híspalis ya estaban en España, eran ya españoles), y protegida contra la arro­gante falacia de los historiadores seudocientífi-cos que todo lo reducen a economía, a geografía, a materia mensurable y expresada en gráficos. Los dogmas histórico-materialistas pesan sobre el historiador como antes la Iglesia (de Roma o de Ginebra) sobre el discurrir de los científi­cos y de los humanistas (Galileo, Servet). Los lectores jóvenes de nuestro tiempo no saben, muy a menudo, a quién creer o a quién seguir. Según Pierre Vilar—por ejemplo—mi historia está mal "étayée", pese a lo acertado del plan­teamiento de ciertos problemas, entre ellos, el de preguntar por primera vez cuándo comenza-

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ron a existir los españoles. Pero a Pierre Vilar no le importa cómo existan, y cómo valoren los españoles el mundo material o el invisible en torno a ellos.

Fenómenos históricos de gran volumen y de­cisivos, ni se entienden ni son explicables con razones económico-materialistas. Quienes com­batieron y fueron derrotados en la batalla del Guadalete (711) se llamaban "godos". Quienes a fines del siglo ix ya se oponían con éxito contra la morisma, se llamaban a sí mismos "cristia­nos" según ya sabemos. Quienes peleaban ten­drían, sin duda, alguna organización económica, mercados en donde se proveerían de cuanto necesitaban para subsistir y guerrear contra un poderoso enemigo; pero todos los mercados imaginables no hubieran logrado que aquellas gentes diversas en lengua y costumbres, sin un poder fuerte, central y único que los aunara a todos (astures, gallegos, leoneses, vascones), ad­quirieran conciencia de estar formando un con­junto, con suficiente fuerza para atacar y hacer retroceder paulatinamente al enemigo. Un prin­cipio elemental de táctica es que el atacado in­tente defenderse con armas análogas a las del adversario, y hasta que esa homogeneidad no se consigue, la victoria es siempre dudosa o imposible. En el caso de los musulmanes, el Alcorán era un arma muy potente que incitó y ayudó con suma eficacia a procurarse armas tangibles y a manejarlas con máximo denuedo.

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Sin el Alcorán los musulmanes no habrían lle­gado hasta Cantabria. Dice ese libro para tan­tos millones de gentes sagrado: "Sí, si tenéis paciencia, si teméis a Dios, cuando vuestros enemigos se lancen contra vosotros, vuestro Señor os hará llegar un refuerzo de cinco mil ángeles suyos, que arremeterán contra aqué­llos" (III, 125). "Cuando pedisteis auxilio a vuestro Señor, El atendió vuestro ruego: «'Os envío un refuerzo de mil ángeles, los unos tras los otros'» (VIII, 9). "Dios hizo bajar ejércitos invisibles" sobre sus fieles (IX, 26), etc. Es, por consiguiente, esperable y explicable que las varias gentes del norte cristiano, ante la catástrofe que las amenazaba, pusieran en jue­go todas las fuentes de energía a su alcance; atacadas en nombre de una fe triunfal y hasta entonces arrolladura, los cristianos pusieron sus esperanzas en fuerzas sobrenaturales, pre­sentes y posibles en el cristianismo, aunque no efectivas y funcionales en la Romanía antes de iniciarse la reacción ofensiva contra los musul­manes. Los ángeles belicosos del Alcorán ayu­dan a entender la virtud combativa del apóstol Santiago. Todo ello, naturalmente, existió en una contextura de circunstancias económicas, de líneas de aprovisionamiento, de mercados, de cuanto se quiera. Es obvio, desde luego, que la esperanza del botín moruno incitaba a la guerra, tanto como la fe en la ayuda sobre­natural. Es, no obstante, evidente que el rao-

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tivo de agruparse políticamente astures, vas-cones, etc., y, sobre todo, de sentirse estar formando una comunidad provista de virtud cohesiva, fue el hecho de ser como eran, cris­tianos. ¿Qué otra denominación, aunadora y abarcante, podía darles a aquellas gentes, en 880, el cronista de Alfonso III sino la de "cris­tianos"? El desarrollo ulterior del culto a San­tiago, la dimensión internacional de aquella decisiva creencia, tuvieron repercusiones eco­nómicas, y las peregrinaciones, a la postre, tu­vieron más de "negocio" que de fe. Sería, sin embargo, absurdo, enfocar aquel fenómeno y sus consecuencias, en tantos sentidos presti­giosas, como superestructuras de una base eco­nómica. Lo económico vino después, no fue ni actuó como un "logos" primario y unifi­cante.

Es notable que se insista tanto sobre las es­tadísticas demográficas, las "explosiones" de población, las circunstancias naturales, el cli­ma seco o húmedo, la producción agrícola, etc. —todo muy para ser tenido en cuenta sin duda alguna—, y se piense tan poco en que los fu­turos españoles fueron producto de contrastes y armonías entre tres pueblos, cada uno de los cuales estaba en unos sentidos abierto y en otros obturado a la influencia, mejor dicho, a la convivencia con los otros dos. Es decir, que las personas con quienes uno se encontraba al

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nacer eran tan circunstancia, tan infraestruc­tura, unas respecto de otras, como el alza o la baja de los precios o el volumen de la produc­ción, de la importación y de la exportación. El que en el siglo xvi infamara trabajar como artesano o comerciar, u ocuparse en menes­teres intelectuales, creaba una situación tan infraestructural como la climatológica que hace imposible cultivar la caña de azúcar en clima frío. En el Cantar del Cid y en el Poema de Fer­nán González—testimonios históricos de pri­maria importancia—la gente guerrera y de cas­ta cristiana, se siente superior a los moros y los judíos, de los cuales, sin embargo, no cabe prescindir. En su Cantar exclama el Cid:

"¡Oíd a mí, Alvar Fáñez e todos los Caballé-[ros !...

Los moros e las moras vender non los pode-[mos,

que los descabecemos, nada non ganaremos; cojámoslos de dentro, ca el señorío tenemos; posaremos en sus casas, e dellos nos servire­

mos" (616-622).

Pasaron siglos, los moros perdieron el seño­río de sus ciudades, y vivieron entre cristianos como mudejares o moriscos, despreciados o en­vidiados por muchos, y respetados y admi­rados por algunos. A. Domínguez Ortiz ha pu­blicado una relación de las actividades misio-

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ñeras del padre jesuíta Pedro de León a co­mienzos del siglo xvn. En 1610 asistió en sus últimos momentos a "Juan López, morisco, porque quebrantó el bando que dentro de treinta días se fuese de España. Murió como buen cristiano, y decía que más quería morir ahorcado en tierra de cristianos, que en su cama en tierra de moros. Y no hay duda sino que en esta expulsión de los moriscos [en 1609] se echó de ver quiénes eran los que es­taban fundados en nuestra fe, porque así, a la salida de España como en la estada por allá, se conoció en unos que lo estaban y en otros lo contrario"1. Este Padre León anduvo por las Alpujarras y pudo comparar el comportamien­to de los moriscos echados de sus tierras y el de los cristianos viejos que las habían ocupado. Estos, dice el Padre León, "eran cada uno de lugar diferente y cada cual tenía sus costum­bres, y sobre todo era una gente medio fora-gida y de mal vivir, gentes que no las avían podido sufrir en sus tierras adonde avían na­cido, matadores, facinerosos y de fieras e in­cultas costumbres, que ni tenían en sus tierras viñas, ni llovía sobre palmo de tierra suyo, hol­gazanes y de malas mañas, que no dexavan ma­durar las fructas de sus vecinos, porque en agraz se las hurtavan". A esta condición de

1 Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 1969, p. 33.

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las personas atribuía el Padre León que aun­que les habían repartido las tierras de tres o cuatro moriscos, morían de hambre, porque no trabajaban, mientras los moriscos solían de­cir: "cuando salir por allí el sol, darmi en la cara saliendo de mi casa para el campo; y cuando venir de allá, darmi en el colodrillo, y no como los cristianos viejos, que trabajan a veradas" [?] (o. c, p. 33). El Padre León re­cuerda lo dicho por el arzobispo Guerrero a los moriscos: "Hermanos, dadnos de vuestras costumbres y tomad de nuestra fe". Lo cual no era una opinión ocasional, porque ya el pri­mer arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera (de ascendencia hispano-judía), había dicho que para que los moriscos y los demás españoles fueran todos buenos cristianos, "ha­bían de tomar ellos de nuestra fe, y nosotros de sus buenas obras"1. Y el historiador de Gra­nada Francisco Bermúdez de la Pedraza decía en 1638 que, si entre los moriscos "faltaba la fe y el bautismo", era igualmente cierto que "tenían buenas obras morales, mucha verdad en tratos y contratos, gran caridad con sus po­bres; pocos ociosos, todos trabajadores" (ap. Longás, o. c, p. 52). Todo ello concuerda con el testimonio directo, de 1610, sacado ahora a luz por A. Domínguez Ortiz.

1 Ver P. Longás, Vida religiosa de los moriscos, Madrid, 1915, p. 75.

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Pese a cuanto Cervantes y otros escribieron contra los moriscos, el problema no se resuelve optando entre los elogios o los vituperios. Mientras funcionó el sistema de la tolerante convivencia, el cristiano tomó del moro todo lo manifestado en los vocablos de origen ára­be, la tarea (palabra árabe) de edificar casas, como la de transportar mercancías (arriero, re­cua, alhamel 'bestia de carga', albarda, ataha­rre, jáquima) y otras que no menciono ahora. Como quiera que fuese, el morisco conservó siempre la añoranza de su perdida soberanía, lo cual llegó a hacerlo peligroso; el temor a inteligencias con los enemigos de España fue multiplicándose por el odio provocado por su arte de poder ganarse la vida esforzadamente (lo dicho por el Padre León confirma lo sa­bido por otros conductos), cuando el cristiano viejo—ya sin tierra que reconquistar—langui­decía o se corrompía en su miseria, y no tomaba una de las tres honrosas salidas para el español del siglo xv i : "Iglesia, o Mar, o Casa Real", que aún cita Cervantes. O sea, en­trar en una orden religiosa, irse a las Indias, o ser funcionario del Estado, diríamos en len­guaje de hoy. Recuerdo estas elementalidades, con objeto de hacer comprensibles las conse­cuencias de haberse roto las armonías entre las tres castas, que con alzas y bajas, funciona­ran hasta fines del siglo xv, e hicieron posible sentar las bases del futuro imperio español.

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Se ha hecho incomprensible y antipático para los historiadores y para quienes no lo son, que haya habido un tiempo en la vida peninsular en que el antisemitismo y el antiislamismo fue­ran cosa de gente baja, no de grandes señores. De ahí las elusiones o los rechazos cuando nos referimos a los enlaces entre cristianos viejos y nuevos en las cimas de la sociedad española. Un párrafo especial merece el caso de la madre de Fernando el Católico.

Doña Juana Enriquez descendía de judíos

La historiografía española de nuevo estilo ha de abrirse camino a través de espesuras y matorrales de mitos y silencios, tanto en el caso del término español, como en el de la condición de las gentes portadoras de aquel nombre. Espontáneamente no se acepta que ninguna figura de alguna dimensión hubiese tenido ascendientes no cristianos, sobre todo hispanohebreos. Más de una vez se ha aludido (otros y yo mismo) a que la madre de Fernan­do el Católico, doña Juana Enríquez, tenía as­cendencia judía por parte de su madre. Ya en 1954 mencioné—sin nombrar a doña Jua­na—un texto del siglo xv, publicado por Fer-

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mín Caballero, Conquenses ilustres. Doctor Montalvo, 1873, p. 243, en que se aludía al linaje judaico de los Enríquez1. Daba fuerza a aquel juicio el que en el Libro de chistes, de Luis de Pinedo1 se contaran dos bromas a pro­pósito del linaje judío de Fernando el Católico y del duque de Alba, hijo de doña María, her­mana de doña Juana Enríquez2. Con posterio­ridad a lo escrito en 1954 han ido apareciendo datos que revelan un estado de opinión, tanto en la corte como entre el pueblo, que convier­ten en indiscutible lo tan cuidadosamente si­lenciado en las biografías de la madre del Rey Católico. Lo cual demuestra la falta de con­gruencia entre las opiniones o desestimas vigen­tes en el ánimo de los cronistas, y las de quie­nes no sentían el menor escrúpulo en casarse con una lindísima muchacha de origen judío. En la corte y en los medios aristocráticos no había antisemitismo en el siglo xiv ni en el xv. De haberlo habido no se hubiera casado Juan II de Aragón con doña Juana, ni el duque de Alba con la hermana de ésta. En una carta del rey, en 1462, cuando la reina tenía treinta

1 La realidad histórica de España, Méjico, 1954, p. 498.

2 En Sales españolas, edic. A. Paz y Melia, I, 1890, p. 279 (ahora publicado en la Bibli. Aut. Esp., 176).

8 Sobre el casamiento del Duque, ver Mosén Diego de Valera, Crónica de los Reyes Católicos, edic. Mata Carriazo, 1927, p. 74.

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y siete años, llama a su mujer: " M i ninya e mi senyora bella"1.

El pueblo bajo en tiempo de Juan II no pen­saba del mismo modo. Un acompañante del ba­rón de Rosmithal, que viajó por España de 1465 a 1467, oyó en Barcelona que el rey, al morir su primera mujer "se casó con otra de Castilla de origen innoble"; el editor, Antonio María Fabié, se apresuró a poner en nota: "Doña Juana Enríquez, aunque no de estirpe regia, era de la primera nobleza de Castilla'", lo cual no era cierto. Otro viajero, Nicolás de Popielovo, un noble polaco germanizado, que en 1483 estaba en España, atribuyó lo que se sabía y decía acerca de doña Juana Enríquez a la reina Isabel, y mezcló errores con verda­des : "He oído decir a muchos en España que

1 Nuria Coll Julia, Doña Juana Enríquez, Madrid, C. S. I. C, 1953, II, 13. La autora no hace referencia al linaje de la reina. Llama a su madre, la mujer de Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, Marina de Córdoba. Otro autor la llama doña Juana María de Ayala. Tampoco hace referencia a la cuestión ahora tratada, Carmen Muñoz Roca-Tallada, Doña Juana Enríquez, Madre del Rey Católico, Madrid, 1945.

2 El texto ahora en Viajes de extranjeros por Es­paña y Portugal, edic. de J. García Mercadal, Madrid, Aguilar, 1952, I, p. 405. Para Francisco Márquez no cabe duda de que ya se sabía en España "el judaismo que alcanzaba a don Fernando por parte de su madre doña Juana Enríquez" (Investigaciones sobre Juan Al-varez Gato, Madrid, R. Academia Española, 1960, página 70.)

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la reina es protectora de los judíos e hija de una judía", lo cual era falso. Pero lo que sigue se acerca bastante a la realidad: "Yo también observé con mis propios ojos que tiene más confianza en los judíos bautizados que en los cristianos. En sus manos entrega todas sus ren­tas y censos; son sus consejeros y secretarios, como también lo son del rey; y, sin embargo, en vez de respetarlos, más los odian que otra cosa"1.

El judaismo que "biológicamente" afectaba a doña Juana era mínimo y venía de muy le­jos, aunque el hecho de que se hablara de ello hace ver hasta qué punto había ido envene­nándose la cuestión del linaje al tomar nuevos rumbos, a fines del siglo xv, las relaciones en­tre las castas cristiana y judía, y al producirse una "explosión de prestigio"2 en la gente de

1 Viajes de extranjeros..., edic. cit., p. 319. Para la prominencia de que gozaban los conversos en la corte (los Santángel, los Caballería y otros) ver M. Serrano y Sanz, Orígenes de la dominación española en América, I, 1918, capítulos III y IV. Las rentas reales eran recaudadas por Abraham Sénior e Isaac Abravanel. Don Abraham y su familia se bautizaron; los Reyes y el cardenal Mendoza fueron sus padrinos.

2 Se habla de "explosión de población" por ser cuantificable el número de los habitantes; pero la "ex­plosión de prestigio" sólo se hace perceptible median­te criterios estimativos de signo positivo. La gente de "baja y servil condición" impuso su prestigio por ser utilizable en la guerra y tener limpia sangre. El im-

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abajo, entre los llamados "menudos" en el si­glo xiv. En el árbol genealógico de doña Juana que figura en la citada obra de Nuria Coll (p. 72) no se dice con quién casó el bisabuelo de la madre del Rey Católico, don Fadrique, maestre de Santiago, hijo de Alfonso XI y de doña Leonor de Guzmán; pero en un Me­morial anónimo, de la segunda mitad del si­glo XV11 se dice que el Maestre casó con "doña Paloma, judía de Guadalcanal". Sus descen­dientes procrearon hijos en abundancia, "de manera que en Castilla casi no hay señor que no descienda de doña Paloma". Uno de ellos era un tal Martín de Rojas, que solía acom­pañar al rey Fernando en sus cazas de altane­ría. En una de éstas, el halcón soltó una vez la garza que había apresado y se fue tras una paloma. "El Rey que le vido volver [a Martín con las manos vacías] le preguntó por su hal­cón. Martín de Rojas dijo: 'Señor, allá va tras nuestra agüela', porque este Martín era

perio se crearía sobre tales cimientos. Lope de Vega dio forma literaria a aquel prestigio en Fuente Ove­juna y en Peribáñez. Las "explosiones de prestigio" se producen hoy en la cinematografía, en el deporte, a veces cuando un científico es mitificado (Einstein), en el campo del arte (Picasso), etc. Pero en España la "explosión de prestigio" de los limpios de sangre tuvo dimensión colectiva y anónima. De ahí su enorme fuerza, y su dimensión historiable.

1 Publicado por C. Sanz Arizmendi en la Revue Hispanique, 1917, X L , p. 233.

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también descendiente de la misma Paloma." Se dirá que esto es chismografía calumnio­

sa, a lo cual replicaré en estilo de folletín no-vecentista: "Retrocedamos a 1481 y situémo­nos en la corte de Sus Altezas, en donde a la sazón se hallaban don Fadrique Enríquez, pri­mo del rey Fernando, y don Ramiro Núñez de Guzmán, el cardenal de España don Pedro González de Mendoza y damas de la Reina, algunas de ellas—imaginamos—de singular be­lleza". Pero es mejor dejarle la palabra a Fer­nando del Pulgar1: Acaesció en aquellos días que estando la Reina en Valladolid, una noche que se facía fiesta en su palacio, el fijo mayor del Almirante, que se llamava don Fadrique, ovo palabras con el señor de Toral, que se lla­mava Ramiro Núñez de Guzmán, sobre el asen­tamiento acerca de las damas; de las cuales don Fadrique se sintió injuriado..."

Fue informada doña Isabel de lo acaecido en su corte entre aquellos jóvenes de menos de veinte años el Enríquez, primo del Rey. Muy irritada, ordenó que ambos quedasen arrestados—diríamos hoy—, don Ramiro en casa del maestresala Garcilaso de la Vega, y don Fadrique en casa de su padre. El joven Fadrique, el más ofendido, huyó rápidamente, a fin de que "los mandamientos de la Reina

1 Crónica de los Reyes Católicos, edic. J. de Mata Carriazo. Madrid, 1943, I, p. 441.

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no le fuesen notificados". Doña Isabel ordenó entonces que Ramiro Núñez fuera puesto en libertad. "Dende a pocos días, andando aquel cavallero en una muía por la plaza de la villa, confiado en el seguro que la Reina le avía dado, salieron a él tres hombres a cavallo, cubiertas las caras, e diéronle ciertos palos. Lo cual sa­bido por la Reina, como quiera que a la hora facía gran fortuna de aguas ['no obstante ha­berse armado gran tormenta'], pero luego ca-valgó, e salió sola por la puerta del Campo", camino de Simancas, cuya fortaleza tenía el almirante Enríquez. Los capitanes de la guar­dia salieron al galope tras Su Alteza, incluso el mismo Almirante, y le dieron alcance. Lle­gada a Simancas pidió que le entregaran al jo­ven rebelde. " E l Almirante respondió: —Se­ñora, no le tengo, ni sé dónde está." La Reina pidió que en el acto le entregaran las fortalezas de Simancas y de Rioseco: "Señora [respondió el Almirante], plázeme de buena voluntad en­tregaros estas fortalezas, e todas las otras que tengo". La Reina regresó a Valladolid, y se quedó en cama el día siguiente. "Preguntada qué enojo sentía, respondió: 'Duele este cuer­po de los palos que ayer dio don Fadrique con­tra mi seguro'» (p. 443). Apresado por fin el audaz rebelde, la reina lo tuvo algún tiem­po incomunicado en la fortaleza de Arévalo, y más tarde lo desterró a Sicilia, "considerando que era primo del rey".

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Fernando del Pulgar se guardó muy bien de decirnos cómo fueron los insultos cambiados entre los jóvenes aspirantes a sentarse cerca de una dama de doña Isabel. Lo sabemos—lo mismo que gracias a él sabemos tantas otras cosas—por haber encontrado R. Menéndez Pi-dal1 un Memorial de linajes, de 1535, en la Biblioteca Nacional, que conserva el fragmen­to de un romance "que se cantava en estos rei­nos en nombre del dicho don Fadrique":

"Cavalleros de Castilla, no me lo tengáis a mal, porque hice dar de palos a Ramiro de Guzmán, porque me llamó judío delante del Cardenal."

Fadrique Enríquez dijo desdeñosamente a su rival: " ¡ Vete, para escudero!", y el así in­sultado respondió: "¡Vete, para judío!". Me­néndez Pidal añade, basándose en la bibliogra­fía que cita en nota: "aludiendo a una tatara­buela de raza hebrea". No me parece, sin em­bargo, que baste con notar que en este frag­mento de pobre poesía "tenemos un ejemplo curioso de romance destinado a ganar opinión en favor de los señores, no sólo en favor de los reyes". Del judaismo del Rey nada se dice.

Con los datos, elusiones y silencios que pre­ceden hay ya base de sobra para afirmar que Fernando el Católico era, por parte de ma-

1 Romancero hispánico, II, 1953, p. 53.

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dre, de ascendencia hispano-judía, y que el he­cho era un secreto a voces en los siglos xv y xvi. Como una hermana de doña Juana Enri­quez casó con el duque de Alba, se pone muy de relieve el siniestro absurdo de que existie­ran estatutos de limpieza de sangre—una ins­titución propia de hebreos—en una nación en donde los reyes y la más alta nobleza carecían de ella. Fue así posible que el cardenal de Bur­gos, don Francisco de Mendoza y Bobadilla, escribiera el Tizón de la nobleza de España, motivado—se dice—por haber sido acusado un sobrino suyo de no ser de sangre limpia1.

Honra en conflicto con la actividad intelectual o artesano

La preocupación de la limpieza de sangre trastornó y descoyuntó cultural y moralmente la vida española; se hizo habitual ignorarse a sí mismo y engañar al prójimo con falsas ejecu­torias. Las fábulas y las alucinaciones se hi­cieron tan normales que no hubo modo de tra-

1 M. Bataillon, Benedetto Varchi et le Cardinal de Burgos, D. Francisco de Mendoza y Bobadilla, en "Les Lettres Romanes", 1969, XXIII, p. 39.

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zar la raya entre el absurdo y el sentido común. No es extraño que, en tal clima de ocultacio­nes y fantasías, resulte tan difícil hacer com­prensible y aceptable que el mismo nombre de los españoles haya sido impropiamente usa­do, y continuará siéndolo quién sabe por cuán­to tiempo. No más fácil de conseguir será con­vencer a los historiadores de que el trastorno de la economía española en el siglo xvi corrió parejas con la ausencia de personas capaces de enfrentarse con los problemas económicos y financieros, que desde entonces corrieron a cargo de extranjeros. Fue sin duda inevitable que la heterogénea composición de la sociedad española y el curso forzosamente bélico de la historia castellana, obligaran a los reyes a re­currir a los judíos a fin de llenar de moneda las arcas del tesoro real. Los Reyes Católicos se veían muy apretados en 1484, y vieron el cielo abierto al saber que don Isaac Abravanel se encontraba en Segura de la Orden (cerca de Plasencia), por haber tenido que huir de Por­tugal, en donde don Juan II intentaba matar­lo. Abraham Sénior, encargado de la admi­nistración de las rentas y finanzas del reino, no allegaba suficientes fondos; Abravanel, en cambio, logró en cuatro años elevar los ingre­sos del reino y enriquecerse él mismo consi­derablemente. Los Reyes lo tuvieron en alta estima, pues sin él y Abraham Sénior el ejér­cito no habría estado suficientemente abaste-

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cido. Fue decisiva su ayuda en el asedio de Má­laga; "nada había faltado en el real, abasteci­do al propio tiempo por mar y tierra con tal abundancia, que no solamente hubo hartura para las huestes cristianas..., sino que sobró la harina, amontonada de propósito a vista de los moros, para apagar el hambre de los ren­didos. En tal manera respondían don Abraham Sénior y don Isaac Abravanel en el cerco de Málaga a las esperanzas de Isabel y de Fer­nando"1.

El que más tarde, en los reinados de Car­los V y de los Felipes, la hacienda del reino se viniera abajo2, se atribuye a toda clase de mo­tivos menos a uno, según pienso, central: los cristianos viejos nunca se ocuparon de menes­teres financieros, o técnicos en algún otro modo, no por carecer de inteligencia y capa­cidad, sino para evitar el que se les tomara por judíos. La historiografía de la civilización es-

1 J. Amador de los Ríos, Historia de los judíos de España, Madrid, Aguilar, 1960, p. 713. B. Netan­yahu, Don Isaac Abravanel, Filadelfia, 1968, pági­nas, 38, 51.

2 Ya dije en La realidad histórica de España, 1954, p. 559, que en tiempo de Felipe III no hubo modo de averiguar "lo que valían las rentas sreales". Lo cuenta muy bien el Inca Garcilaso, Historia general del Perú, edic. A. Rosenblat, I, p. 33. El Inca Garcilaso poseía información de las rentas de las monarquías de Europa, e incluso de Turquía, pero nunca logró averiguar las de España.

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pañola—e inclusa en ella la de su economía— se ha cerrado sus vías explicativas, por no que­rer afrontar el problema de quiénes y cómo han sido los españoles. La expulsión de los ju­díos, o de los moriscos, no fueron por sí solas causa o motivo del empobrecimiento de Espa­ña ; lo grave fue que la obsesión de tener sangre limpia hizo imposible hacer nada que diera la impresión de tenerla sucia. O en otra forma: privamos a alguien de todas las provisiones que almacenó en su despensa y, al mismo tiem­po, le impedimos salir a comprar otras. He men­cionado más de una vez el caso de Rodrigo de Dueñas, el acaudalado mercader y regidor de Medina del Campo. El príncipe Felipe quiso llevarlo al Consejo de Hacienda, pero el fiscal del Consejo real escribió al Emperador que "en esta corte casi todos murmuran [de Rodrigo] y les parece mal porque, dicen, es nieto de un judío tornadizo, e hijo de un tintorero"1. En suma, los judíos fueron expulsados, pero al marcharse dejaron tras sí hábitos de estimación social de cuño judaico, que paralizaron la men­te de los españoles y cualquier intento de ac­tividad productiva. Es extraño que en su mo­numental estudio sobre la situación de las fi­nanzas en tiempo de Carlos V, Ramón Ca-rande no haya tenido en cuenta que lo acon-

1 Ramón Carande, Carlos V y sus .banqueros, II, 1949, págs. 128-129.

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tecido al rico mercader de Medina del Campo, en 1553, estuvo precedido (ya antes de 1540) del anatema lanzado sobre los miembros del Consejo real que no descendían de labriegos —la única garantía de no tener antepasados judíos. Cualquier otra profesión o tarea se había hecho sospechosa.

Aunque el ser hidalgo no garantizase tener sangre limpia, el presidente del Consejo de Ha­cienda, don Juan Suárez de Carvajal, obispo de Lugo, propuso la venta de hidalguías a cris­tianos nuevos, en 1553 (Carande, o. c. III, 421). El obispo razonaba así: "los que no son hidal­gos por su cuna, ni por sus hazañas, ¿qué in­conveniente hay en que lleguen a serlo dando dinero a la hacienda?".

Lo peculiar de este arbitrio para remediar la pobreza del erario, era la naturaleza de lo com­prado: sangre cristiano-vieja. Esto, sin más, colocaba a España en una situación sin aná­logo. Por otra parte, es indiferente que fuera o no aceptada la sugestión de aquel insensato arbitrista, puesto que, de hecho, la venta de hidalguías tenía lugar siempre que un tribunal de justicia (la cnancillería de Valladolid o de Granada) se dejaba sobornar, y otorgaba una ejecutoria de hidalguía a quienes, manifiesta­mente, descendían de judíos. Casos notables, y ya muy citados, son el de los hermanos de Te­resa Sánchez de Cepeda (la futura Santa) y el

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de los nietos de Fernando de Rojas, autor de La Celestina.

El ansia agoniante de limpieza de sangre creó una situación sociológica, también peculiarísi-ma, sin enlace con la economía, y sí con la conciencia de como estaba situada la persona en su medio social. Aquel frenesí no dio oca­sión a ejercitar ni la inteligencia ni la destreza manual de las personas; reforzó el prurito de ser quien se es, sin necesidad de hacer nada.

Lo cual significó un violento viraje en el rum­bo de la vida castellana. Las personas reales o los grandes señores que mezclaron su sangre añejamente cristiana con la de algunas hebreas de belleza trastornante, no temían los juicios y murmuraciones de la masa plebeya, de "los menudos", según se decía en el siglo xiv. A lo largo del siglo xv el sistema de las estimaciones fue variando, según lo hace ver lo acaecido en la reyerta entre un pariente de Fernando el Ca­tólico y un cristiano viejo.

El Romancero, el lugar social ocupado por los romances orales y anónimos, va a decirnos cómo fue produciéndose el desplazamiento de los juicios valorativos en este caso—decisivo para orientarnos y hallar sendas de intelección en la selva confusa de la vida de los siglos xvi y xvn. Mis razones van a ser sucintas en la pre­sente instancia, aunque espero que claras.

Juan de Mena, hacia 1444, alude al romance

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cantado por gente rústica sobre la muerte, en 1312, del rey Fernando IV, el Emplazado:

"del que se dice morir enplazado de los que en Martos ovo despeñado, según dicen rústicos desto cantando".

Medio siglo más tarde, dice el doctor Lo­renzo Galíndez de Carvajal, ese romance era cantado en el palacio real, y "lo solía oír can­tar muchas veces la Reina Católica, enterne­ciéndose del agravio manifiesto que hizo don Fernando" a los caballeros despeñados en Mar-tos1.

Casi al mismo tiempo que Juan de Mena lla­maba "rústicos" a quienes cantaban romances, escribía el Marqués de Santillana la conocida Carta proemio al condestable don Pedro de Portugal, en que habla despectivamente de "aquellos que sin ningún orden, regla, nin cuen­to, facen estos romances e cantares de que las gentes de baxa e servil condición se alegran"2.

Los romances orales se imprimían en pliegos sueltos a comienzos del siglo xvi, pero a me­diados de siglo (entre 1547 y 1549 según Me-néndez Pidal) publicó Martín Nució en Ambe-res el Cancionero de romances, tras el cual

1 El laberinto de fortuna, copla 287. Ver R. Me-néndez Pidal, Romancero hispánico, 1953, I, p. 311; II, p. 27.

2 R. Menéndez Pidal, o. c, I, 86.

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vino, en torrente, la serie de romanceros de todos conocida. Sabían romances los soldados de Hernán Cortés y también Felipe II, todos, los altos y los bajos. Todos se habían empare­jado con "las gentes de baxa e servil condición", que, dominada antes por la casta judía—rica, industriosa, a nivel con la clase señorial—, obli­ga ahora a desterrarla, porque "los menudos" han demostrado ser indispensables durante los diez años de la guerra de Granada, y para los planes de expansión imperial que los conver­sos venían formulando desde comienzos del si­glo xv, con el fin de crearse un ambiente pro­picio en las cimas de la monarquía. Mucho an­tes de que asomara en el horizonte la figura de Colón, Castilla, los Reyes Católicos, se pre­paraban para extender sus conquistas hacia el oeste. Aunque el hecho carezca de novedad, hace a mi propósito recordar cómo en 1480 habían contratado los Reyes la conquista de la Gran Canaria: "Pacto estipulado el 24 de fe­brero de 1480 entre los Reyes de Castilla, A l ­fonso de Quintanilla y Pedro Fernández Ca­brón, acerca de los gastos, anticipos, remune­raciones y demás condiciones bajo las cuales han de tomar estos señores a su cargo la con­quista de la Gran Canaria, Tenerife y restantes islas que estaban por conquistar para la corona de Castilla"1.

1 R. Fuertes Arias, Estudio histórico acerca de Alonso de Quintanilla, Oviedo, 1909,11, p. 75. Los

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Insuficiencia de la historiografía económico-sociológica

No niego la utilidad de la historiografía geo­política, sociológica, económica, etc., cuando sus datos son seguros, exactos. No creo, en cambio, en la posibilidad de determinar con ta­les métodos—a prueba, en apariencia, de sub­jetivismos—la singularidad y personalidad de una comunidad humana, el sentido y el alcance de sus creaciones (porque si una comunidad humana no crea algunas singularidades de di­mensión trascendente y durable, ¿qué conte­nidos vamos a poner en su perfil espacio-tem­poral?). No me parece que el régimen griego de la polis, sus esclavos, su tráfico marítimo, sus factorías comerciales, sus supersticiones y

conquistadores usufructuarían las Islas durante diez años (con escepción "de la mina de oro"), después de los cuales las Islas serían plenamente propiedad de Castilla. El nombre Cabrón hace pensar en que el así llamado fuera de casta hispanohebrea. Dice Francisco Márquez: "Como es sabido, son muy abundantes entre los judíos [los] apellidos consistentes en nombres de animales" (Juan Alvárez Gato, Madrid, R. Acade­mia Española, 1960, p. 47). La lista es larga, desde Azor a Zorrilla; no se menciona Cabrón, pero sí Ca­bra, Cabrit, Muleto, Ovejuno, Bicha [!], o sea 'culebra', nombre todavía hoy nefando en Andalucía.

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creencias, etc., puedan situarse a igual nivel que lo creado por la mente y la capacidad sen­sible y expresiva de los helenos de antaño, sin lo cual no hubieran podido ir a la luna los as­tronautas americanos, ni pensaríamos como pensamos en otros campos de la cultura occi­dental. Sin Homero, Sófocles, Demócrito, Só­crates, Pitágoras, etc., las ruinas de los monu­mentos griegos y de sus factorías mediterráneas no continuarían atrayendo la atención de unos cuantos doctos y de rebaños de turistas. Es des­atino de esta época, orgiástica para todos los complejos de inferioridad, embrollar los valo­res de lo que algunos ingenuos seguimos lla­mando civilización, ccn estructuras abstractas que sirven lo mismo para lo sublime que para lo a ras de tierra. ¿Qué importan las exacti­tudes unívocas y reductibles a cifras frente a lo problemático, a lo que pone en tensión la inteligencia y cuanto hay en el hombre por en­cima de la bestia? Es frecuente burlarse hoy de lo "inefable"; en América muchos tratan de "antiquarians" a quienes se empeñan en mantener vivo y en "contemplar" lo digno de perdurar, lo que continuará inquietando el es­píritu (o como queráis llamarlo), incluso cuan­do dentro de equis siglos instalen "night clubs" —o lo que entonces se estile—en cada planeta de nuestro sistema solar. El día en que todo se sepa, y sea reductible a esquemas y cifras, el hombre se animalizará, o se vegetalizará,

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como acontece en esa notable novela de Miguel Delibes, La parábola del náufrago. Incluso la naturaleza, sus pájaros y sus plantas, sufren en esa obra las consecuencias de la hipertec-nificación de lo humano. O tendremos que re­signarnos (más bien tendrán) a dar como ex­presión del Supremo razonar, lo que Samuel Beckett pone en boca de Lucky en su inquietan­te En attendant Godot.

Va ya resultando intolerable que los temas que llamo humanológicos, sean tratados par­tiendo de fobias, cegueras y utópicos dogma­tismos, cuya única razón de ser es la fuerza sobre la cual se apoyan—la de sectas y partidos de amplio radio, o en último término la de los tanques. Es por lo mismo alentador y digno de loa y de compasión, lo declarado por el gran novelista soviético Alexander Solzhenitsyn, de lo cual cito un fragmento, que dejo en la len­gua en que lo he leído, comprensible para quie­nes hoy lean libros:

"What would you do without enemies? You couldn't possibly live without enemies. Your sterile atmosphere has become hate, hate not even stopping at racial hatred...

And if tomorrow the ice of the Antarctic mel­ted and all of us were transformed into drow­ning mankind, then into whose nose would you stuff the 'class' struggle'?

Al l the same it is time to remember that we

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belong first of all to mankind. Mankind has separated itself from the animal world by thought and speech. Men naturally have to be free. But if they are suppressed, we become again animals.

Free speech, honest and complete free speech —that is the first condition of health in any society, and of ours also. And he who does not want free speech for our country is indifferent to the motherland, thinks only of his own nar­row self-interest. He who does not want free speech for the motherland does not wish to cleanse it of sicknesses, but to drive them in­side so that they rot there." (International He­rald Tribune, Paris, 15 noviembre, 1969).

En el pasado de los españoles, los odios y la ausencia de mutuos entendimientos adquirie­ron máxima dimensión justamente en el pe­ríodo de los mayores esplendores. Cité antes un romance, obra en mi opinión de un cris­tiano nuevo, en el cual queda buena memoria de los palos recibidos por quien se permitió llamar judío al tataranieto de una judía con­versa. Fray Luis de León diría más tarde lo tantas veces recordado en mis escritos: "Ge­neraciones de afrenta que nunca se acaba." A fines del siglo xv, como antes dije, el Ro­mancero había penetrado en las capas más al­tas de la sociedad castellana, lo cual significa que "las gentes de baja y servil condición"

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coincidían en alguna de sus aristas con las de condición señorial. El pueblo iletrado de Cas­tilla—los "rústicos" mentados por Juan de Mena—se había conferido a sí mismos una eje­cutoria de hidalguía colectiva al conservar en su memoria, de generación en generación, lo digno de ser rememorado en bellas y melodio­sas palabras. El pueblo castellano se vertebró como tal pueblo mientras iba reviviendo su propia historia, sin que nadie se la enseñara, a lo largo de la nunca interrumpida línea de sus romances. Esto debí haberlo notado y di­cho hace mucho tiempo, a fin de explicar la peculiaridad castellana respecto de las otras zo­nas de la Península. El reino de Aragón estaba escindido lingüísticamente; no hubo unidad de sentir, de sentimiento, entre el conquistador de "Aragó" y el poetizar de "Catalunya". No hubo conciencia, como en Castilla, del cami­nar progresivo y homogéneo del "pequeño rin­cón" originario, a las anchuras de lo ya con­quistado a mediados del siglo xm. Galicia po­seyó, por así decirlo, un imperio espiritual, gra­cias al Apóstol cuyo prestigio internacionaliza­ba el lugar en donde yacían sus restos. Su len­gua fue usada por los notarios que redactaban documentos legales en el reino de León hasta mediados del siglo xm, su poesía (muy afec­tada por la de Provenza) se proyectó en ciertos cancioneros de Castilla, pero los beneficios bé­licos de la acción del Apóstol en los campos

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de batalla engrandecieron a Castilla, no a Ga­licia. De ahí la impopularidad de que goza en­tre los intelectuales y regionalistas gallegos el mito de Santiago Matamoros.

La chispa inicial de donde surgió la con­ciencia de Castilla como una entidad secular, brotó de la ocurrencia de ensalzar en un decir poético (o sea, en palabras "hipersemánticas") lo hecho por un personaje de carne y hueso, y contemporáneo y aureolado de un prestigio terrenal, no fabuloso. La oposición primaria en­tre Castilla y León (que incluía a Asturias y a Galicia) consistió en el contraste de quienes en León esperaban de la tradición eclesiástica (more Gothico) y del milagro celestial (la pre­sencia de Santiago en Compostela) el remedio de sus males, y de quienes en la primitiva Cas­tilla pusieron su esperanza en el conde Fernán González, un personaje local, y convirtieron en temas de interés colectivo, ya en el siglo x, las contiendas y odios entre grandes familias castellanas, de todos conocidas (los Infantes de Lara), y lo acaecido en torno a los reyes de Castilla en el siglo xi (partición de reinos, el Cid). La circunstancia de la contemporaneidad y de lo consabido de los temas impiden pensar en influjos franceses, cuyos juglares operaban sobre figuras previamente mitificadas (Roldan). Sea como fuere, la genética del fenómeno cas­tellano importa menos que su arraigo, su fe­cundidad y el que la gente de Castilla fuera

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creándose una existencia en la cual el poetizar y el combatir se trenzaron sin solución de con­tinuidad entre los siglos x y xv. Lo decisivo en ello fue calificar como gente "rústica" o "baja y servil" a quienes gozaban recitando y cantando las maravillas de su propio pasado, de un patrimonio poético que los enaltecía co­lectivamente. Un cierto tipo de poesía sirvió de fundamento al substrato de la sociedad cas­tellana, desde abajo hasta las cimas, desde un pasado siempre mantenido como presente poé­tico.

Con tales pertrechos, sin necesidad de levan­tamientos o violencias exteriores, la poesía del Romancero penetró en el aula regia como una avanzada de quienes, poco después, inspirarían los destinos de la monarquía. Al caer Granada en manos cristianas, los de abajo, los labriegos sin mácula de judaismo y con aureola de va­lerosos, aparecían situados en primer término como núcleo de una fuerza militar. Los pobres judíos—sin más respaldo que su inteligencia, su técnica y el favor regio—estaban, falsa e inicuamente, tildados de cobardes. El "hate, hate", de que antes nos ha hablado heroica­mente Alexander Solzhenitsyn. Por el mismo motivo se desearía hoy que no hubiesen exis­tido judíos en la historia de España, y son di­sueltos en el aire de una inexistente "loi du nombre". Las "gentes de baja y servil condi­ción", en breves años habían pasado de nive-

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les de semitiniebla, a la claridad que daba lus­tre, con su ancestral ignorancia, a los conseje­ros del Emperador. Cuatro abuelos labriegos abrían la vía de los grandes honores. Lo cual no impide que el Romancero conservado gra­cias a aquellos labriegos, siga siendo la mara­villa que siempre fue, incluso entre sefardís.

La genética económica—en conexión básica con sistemas políticos, férreos, ultrapoderosos y avasallantes-—, carece de validez fuera del ámbito de quienes hoy día marcan la pauta y la dirección a los estudiosos de la historia huma­na, y despliegan fanática arrogancia contra quie­nes osan desviarse de la pauta histórico-mate-rialista. Aunque sus nocivos efectos se notan ya en el enorme desequilibrio entre los estudios humanísticos centrados en el aspecto humano de la historia y de la cultura, y aquellos otros orientados por la sociología abstracta, por la geo-política, por la economía, en suma, por cuanto deja en segundo lugar lo que en el ser humano hay de singular, de personal, de des­collante, etc. Se trata, por lo visto, de hacer que las masas humanas, o enmudezcan o balen al unísono, que obedezcan dóciles a una voz de mando. Lo humano como mar, no como ma­nantial, ni cascada, ni torrente rumoroso. Mi lenguaje suena hoy a arcaico y a reaccionario. No obstante lo cual, el Alcorán me ha sido más útil que las cifras y la economía para hacerme cargo del motivo de llamarse políticamente

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"cristianos" quienes siglos adelante serían lla­mados "españoles", precisamente por peregri­nos venidos del sur de Francia, según más ade­lante verá el lector.

La visión histórico-materialista del pasado prefiere lo que llamo describible, a lo historia-ble; ni siquiera se interesa por la narrable1. Aunque el ser y la dimensión de los hechos o fenómenos circunstanciados por el hombre, di­ría ahora que no interesan como tales, sino por su capacidad de proliferar nuevas y más altas realidades. Una circunstancia genérica entra en el campo de la historia al dar ocasión a algo concreto y nuevo, que hace olvidar lo previo a ella. La visión de lo historiable permite res­ponder a preguntas tales como "¿a qué dio eso ocasión?, ¿qué aconteció luego?". Para lo en verdad historiable queda muy en segundo tér­mino cualquier substrato o concomitancia, lo constante y reiterado, como tales inertes. Los historiadores materialistas—tal vez sin propo­nérselo—infunden un nuevo espíritu mitológico a la naturaleza, a la tierra, a las montañas, a los mares y vías fluviales. Tiene razón Fernand Braudel en decir que "La montagne, ordinaire-mente, est un monde á l'écart des civilisations" (La Mediterranée, 1966,1, 30). Según él, es, por ejemplo, significativo que Santa Teresa haya

1 Para estos conceptos ver J. FERRATER MORA, Dic­cionario de filosofía, 1965, I, págs. 809-810).

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situado en Duruelo, lugar montañoso, su pri­mer monasterio de frailes del Carmelo refor­mado; entre ellos figuraba el futuro San Juan de la Cruz. Braudel menciona a continuación otro caso de montañismo religioso en Córcega, y fuera del cristianismo, entre musulmanes. Pero al aparear así la naturaleza geográfica del terreno y ciertos fenómenos humanos de ca­rácter religioso, se invita al lector a situar am­bos hechos en un mismo plano, dado que, para el historiador geógrafo, son equivalentes, en cuanto a su situación montañesa, Santa Teresa, San Juan de la Cruz o los marabutos de Africa. No ve Braudel que lo significativo, para el his­toriador, es el valor artístico y religioso de lo escrito por Santa Teresa y por San Juan de la Cruz, cuyas singularísimas obras no se conec­tan con ninguna montaña. Ambos iniciaron sus experiencias espirituales y místicas en la tie­rra llana. Seducido por la acción de las mon­tañas, de las planicies o de los espacios marí­timos, Braudel acaba por conferir función de agentes de historia humana a los elementos na­turales y a las cifras de población. Braudel as­pira a coordinar espacialmente y a calcular y a dinamizar numéricamente lo para nosotros —los interesados en lo en sí significativo, en lo singular, en lo descollante y único, en lo pro­blemático, en lo que vale por sí y no por otro—, es irreductible a aritmética, a geometría, ni si­quiera a topología. En nuestro humanismo to-

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dos los gatos no son pardos, ni hay "puntos" determinables por la coincidencia de una orde­nada y una abcisa. Para Braudel el Mediterrá­neo es una entidad viva que plantea y resuelve o no resuelve problemas; para mí es como una pared en la cual puede colgarse un Goya o un trapo sucio. Los egipcios, los griegos, los roma­nos, los turcos, antes los cartagineses, luego los písanos, los españoles, hoy los americanos y los rusos, han usado el Mediterráneo lo mismo que, quienes se han servido durante milenios de vehículos acuáticos de muy varia naturaleza. Los americanos están en el Mediterráneo a cau­sa de los rusos, no a causa del Mediterráneo. Los hombres que viven en las costas del Medite­rráneo, lo que hicieron, han hecho y hacen es lo significativo, no el Mediterráneo, de aguas, a menudo plácidas y azuladas, y a veces enfu­recidas. Cuando los písanos contribuyeron a tomar Palermo, se llevaron para casa unas cuan­tas naves árabes repletas de riquezas, emplea­das para comenzar la construcción del "Duo-mo" de Pisa—una maravilla única, no explica­ble por cifras ni por economía—. Lo genérico, los comunes denominadores ceden el paso, como en todo lo análogo al "Duomo di Pisa", a lo único, imposible de explicar ni de entender para quien no comienza por contemplar, amar y admirar. Desde luego, en este caso interesan los pisanos, no el Mediterráneo.

Escribe Fernand Braudel: "Si la Méditerra-

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née n'avait pas été ouverte de tous côtés et spé­cialement vers l'Ouest, sur l'Atlantique, elle aurait dû résoudre seule le gros problème de ses excédents de population, c'est à dire mieux en répartir la masse à travers son propre espace. Ce qu'elle a fait d'ailleurs en grande partie". (La Méditerranée, I, 380). Quien no pertenece a alguna de las sectas utópicas y mesiánicas que hoy rigen las mentes y los ánimos de millones de europeos, asiáticos y americanos1, lee con estupefacción, que "la preuve du surpeuplement de l'Europe méditerranéenne, ce sont, à partir de la fin du X V e siècle, les expulsions répétées des Juifs, chassés de Castille et du Portugal en 1492... En des pays trop peuplés pour leurs ressources, et c'était peut-être le cas de la pé­ninsule Ibérique au temps des Rois Catholi­ques, la religion a été le prétexte, autant que la cause de ces persécutions. Plus tard, la loi du nombre jouera contre les Morisques dans l'Espagne de Philippe III". (La Méditerranée..., I, p. 380). Ninguna de estas tajantes afirma­ciones es cierta. Ante todo, los judíos no fue­ron expulsados de Portugal en 1492 sino más tarde. La situación de los judíos en España nada tenía que hacer con el Mediterráneo, sino

1 W . E . MÜHLMANN, Messionismes révolutionnaires du tiers-monde, Gallimard, 1968. O. V. KUUSINEN y otros, Manual de marxismo y leninismo, Méjico, 1960. F. V. KONSTANTINOV, Fundamentos de la filosofía mar-xista, Méjico 1965.

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con la entraña misma de la historia de aque­llos reinos, que Fernand Braudel revela ignorar en absoluto; a este autor le da igual que la religión fuera, en el caso de los judíos, pre­texto o causa, pues lo decisivo para él es esa extra-humana "loi du nombre", que nada tuvo que hacer con el destierro de los judíos no bau­tizados. Si los Reyes Católicos hubieran querido aligerar la población de sus reinos, no hubie­ran ofrecido quedarse en España a cuantos se bautizaran, según hicieron muchos millares de judíos; el problema no era, pues, la "loi du nombre", sino la "loi du baptême"1. Fernand Braudel no tiene la menor noción de lo acon­tecido en España entre 1391 (cuando comen­zaron las matanzas y expulsiones regionales de judíos) y el destierro de 1492 ; prueba de esa su ignorancia es decir (I, 133) que Barcelona per­dió su "juiverie" en 1492, dado que los judíos renunciaron a volver a Barcelona después de la atroz matanza de 1391.

No es menos falso cuanto dice Braudel acer-

1 En 5 de septiembre de 1499 dispusieron los Re­yes Católicos que sólo pudieran volver a España los judíos de veras convertidos "a nuestra santa fe cató­lica e lo pusieren por obra ante escrivano e testigos en el primer lugar donde entraren. E a estos tales tornados christianos públicamente..., permitimos que bivan christianos en estos nuestros regnos". (L. SUÁREZ FERNÁNDEZ, Documentos acerca de la expulsión de los judíos, Valladolid, 1964, p. 535).

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ca de los moriscos, no expulsados por Felipe II a raíz de la durísima guerra en las Alpujarras (1568-71), sino mucho después a causa de sus inteligencias con Turquía y otros enemigos de España. Lamento tener que usar este lenguaje, pero lo hago movido por una causa supraperso-nal, y por el daño atroz que significa para la ju­ventud en esta época anárquica y nihilística, una teoría de la historia humana fundada en la "loi du nombre", cada vez más aceptada en los centros docentes de Europa y América. Muchos sueñan ya en determinar y calcular electrónica­mente la historia humana. Pero insistir en po­ner de realce las falacias de Fernand Braudel era indispensable para no dejarse impresionar por este "retablo de las maravillas", sostenido por una masa de erudición documental, impo­nente por su volumen, aunque no por su fuer­za demostrativa. Es increíble que en lugar de intentar probar con cifras y con hechos que los españoles, en 1492, no cabían en sus moradas, deduzca el exceso de población "des expulsions répétées des Juifs"; una regla de sentido común es partir de lo conocido para conocer lo que se desconoce, pero ahora se nos dice, para probar que el exceso de población motivó la expulsión de los judíos, que los judíos fueron expulsados en 1492, cuando la toma de Granada ampliaba la extensión geográfica de Castilla y Aragón, con la tierra de Granada, Málaga y Almería. No ve Braudel, además de esto, que bastantes

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judíos españoles hallaron refugio junto a los pontífices de Roma, en donde dudo que hu­biera mucho espacio para vivir holgadamente.

No son raras, por otra parte, las incoheren­cias en este tratado de historia extrahumana, geografizada y cuantificada. Por ejemplo: an­tes de la colonización romana la zona baja del Guadalquivir era muy pantanosa, pero con la conquista de la Bética, ésta "allait devenir le coeur de l'Espagne romaine, un jardin" (I, 74). ¿Son las circunstancias naturales y las cifras las que deciden del curso de la historia, o es el comportamiento del ser humano y su capa­cidad para servirse de las circunstancias natu­rales y humanas lo que ha de tener en cuenta primariamente el historiador?

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COMO LLEGARON A EXISTIR LOS "ESPAÑOLES"

La errónea idea de los historiadores acerca del origen y de quienes son los españoles guar­da relación con el origen del nombre que se les viene dando desde el siglo xm. Ese nombre, español, como ya he dicho, fue importado de Provenza. Antes de 12701 no se habían escrito crónicas en castellano en las cuales hubiera ha­bido que mencionar a los primitivos habitan­tes de la Península Ibérica. Los redactores de la Crónica General, dirigida por el rey Alfon­so X, utilizaron obras escritas en latín en las cuales eran llamados Hispani los primeros po­bladores de la tierra llamada Hispania por los romanos. Entre aquellas crónicas figura De re-

1 R . MÉNENDBZ PIDAL, Primera Crónica General de España, 1955, I, p. X X .

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bus Hispaniae, de don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, un navarro nacido a fines del siglo xn, educado en Bolonia y en París, en donde aprendió su buen latín medie­val. Según él, los primeros pobladores de His-pania descendían de Túbal, nieto de Noé1. El texto citado en nota fue traducido así en la Primera Crónica General: "Mas del quinto fijo de Japhet, que ovo nombre Thubal, donde vi­nieron los españoles..." Los descendientes de Túbal peregrinaron por muchas tierras, "fasta que llegaron a parte d'Occidente, a los grandes montes que son llamados Pireneos" (edic. Me-néndez Pidal, 1955, I, p. 6). El traductor de De rebus Hispaniae no tuvo ningún otro nombre con que traducir Hispani, y se sirvió del pro-venzalismo español, dado ya en el primer ter­cio del siglo xm a los habitantes de los reinos cristianos. Un fenómeno lingüístico adquiere así, súbitamente, gran significación histórica.

La presencia del extranjerismo español en la Crónica General prueba que no se usaba en Castilla espanesco (Hispaniscus) que luego ci­taré, ni derivados castellanos de Hispaniensis o Hispaniolus; es decir, que no existía ningún nombre, fuera del de cristianos, para designar

1 "Quintus au tern filius Japhet fuit Thubal, a quo Iberi, qui et Hispani (ut dicunt Isidoras et Hierony­mus) processerunt" De rebus Hispaniae, lib. I, cap. Ill, en Opera. Madrid. Ibarra, 1793).

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el conjunto de los, en el siglo XIII, llamados españoles. Sería inoperante pensar que el in­existente derivado castellano de Hispaniolus, españuelo, no logró subsistir porque el sufijo -uelo habría dado al nombre de los habitantes de los reinos cristianos un sentido diminutivo o peyorativo (mozuelo, gordezuelo, pequeñue-lo, etc.). La conciencia de formar parte de un grupo humano, de poseer una dimensión políti­co-colectiva, es impensable sin la existencia de un nombre que la exprese; si el derivado de Hispaniolus hubiese sonado mal a quienes lo usaban, lo hubieran cambiado por otro mejor sonante; nada se oponía, desde un punto de vista abstractamente lingüístico o axiológico, a que los habitantes de los reinos cristianos—des­de el cabo de Finisterre al de Creus—se hu­bieran llamado Hispanienses-españeses (como los cordobeses), espanescos (como decían los mozárabes) o simplemente espanos, como en latín hablado se pronunciaría Hispanos, nom­bre dado a los habitantes de Hispania. O sea, que antes de que ingresara en la lengua ha­blada de Castilla la palabra español, ni había habido ocasión, ni se había sentido la necesidad de considerar como una entidad secularizada a los cristianos del norte de la Península.

Pero como se trata de un problema clave del cual ha de partir quien aspire a separar la his­toria fabulosa de los españoles de la verdade­ra, hemos de acudir de nuevo a la historiografía

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escrita en latín en el siglo xm a fin de que el lector juzgue por sí mismo. En la Historia Ara-bum, también de Jiménez de Rada, e incluso en la citada edición de sus Opera, el autor llama Hispani o Christiani a quienes guerrean contra los moros'. Pero el Arzobispo cronista destaca claramente que el motivo de haberse refugiado en Asturias el rey Pelayo fue religioso y no po­lítico, lo cual está de acuerdo con la Crónica del siglo ix, citada en el cap. II de La realidad histórica de España, 1966, según la cual "los cristianos combaten a diario contra los musul­manes". Cuatro siglos más tarde repite Jiménez de Rada que el motivo de la resistencia en As­turias fue conservar "algún destello del nom­bre cristiano, pues los musulmanes habían ocu­pado la totalidad de España"2. Más adelante, al ser derrotado Alfonso VI en Zalaca (1086) dice el cronista que la hueste del Rey estaba for­mada por cristianos, y nada más (lib. VI, cap. 31). En otros casos se identifican los comba­tientes con los nombres de sus respectivos rei-

1 Abd al-Malik "pro regimine nocua coepit in His­panos exercere" (edic. cit., cap. 15). En De rebus His-paniae: "Taric Christianos fuit usque in Ecijam secu-tus (lib. III, cap. 123). Los ejemplos abundan, y carece de sentido citarlos todos.

"Christiani nominis aliquam scintillam conservare. Saraceni enim totam Hispaniam occupaverant" (De rebus Hispaniae, lib. IV, cap. 1).

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nos: "De victoris regis Aragoniae contra Ga-llaecos et Castellanos" (VII, 2).

El Chronicon Mundi de don Lucas, obispo de Túy1, muerto en 1249, fue también utilizado por la Crónica General; don Lucas llama "His-pani" a los habitantes de los reinos cristianos (p. 2), y otras veces "Christiani" (p. 75). Termi­na con la mención de la conquista de Córdoba (1236) que puso fin al "opprobrium Hispano-rum" (p. 116).

En cuanto a los godos, Jiménez de Rada y Lucas de Túy los llaman siempre Gothi, nunca Hispani: "Deploratio Hispaniae, et de causa excidii Gothorum" (De rebus Hispaniae, lib. III, cap. 22). El Tudense aún dice que Alfonso el Católico fue elegido rey en 738 "ab universo populo Gothorum" (p. 73).

Estos poco amenos detalles demuestran que los castellanos del siglo xm, cuando escribían en latín, podían optar entre los nombres Hispani o Christiani al referirse a la población comba­tiente de los reinos cristianos; a los godos los llamaban Gothi y a los habitantes de la Hispa-nia romana, Hispani, sin posible traducción en castellano antes de bien entrado el siglo xm. En la zona cristiana de la Península existía un regionalismo o "dialectalismo" político sin más dimensión común que la religiosa. No

1 En Hispania Illustrata, de Andrea SCOTT, Franc­fort, 1608, t. IV.

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fue así posible, como ya he dicho, lanzar un nombre secular, no religioso, en que todos se sintieran englobados. Se hablaba de "los re­yes de España" en el Cantar del Cid (hacia 1140), aunque el juglar no pudo todavía aunar en un nombre a todos sus vasallos.

En los capítulos IX y X de La realidad his­tórica de España (1966) trato extensamente de las peregrinaciones a Santiago de Galicia; omi­tí decir, sin embargo, que una importante con­secuencia de aquellos contactos con Europa fue haber dotado de un nombre unificante a las gentes a través de cuyas tierras discurría el lla­mado "camino francés" o de Santiago. Unas frases de la Crónica General expresan vivamen­te la impresión de internacionalidad dada por aquellos millares y millares de extranjeros que, siglo tras siglo, venían cruzando la zona norte de la Península: "E l camino de Santiago... por o vienen et pasan faseas ['casi'] todas las tie-rraras del mundo o ['donde'] cristianos a" (o. c, p. 356). Añádase a esto, que no sólo extranje­ros visitaban el santuario del Apóstol. Para los cristianos que durante siglos venían guerreando contra los musulmanes, y siendo afectados al mismo tiempo por sus usos y por su civiliza­ción, la peregrinación a Santiago correspondería a la de los mahometanos a la Meca (hayy), pre­cepto alcoránico observado por cuantos mus­limes podían cumplirlo. Aunque los más de los peregrinos a Santiago procedían de Francia,

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al sur de la cual llamaban espanhols (o sea, es-pañols) a las heterogéneas poblaciones que ocu­paban las zonas cristianas de la Península al sur del Pirineo.

La lengua, además de comunicar, ofrece tras-fondos de vida interpretable. Al llamarse cris­tianos los futuros españoles situaban su exis­tencia en un más allá, porque no es lo mismo vivir en una creencia sobrenatural, que en una tierra sentida como una proyección del grupo humano en el cual el hablante se encuentra in­cluso. Cuando Hispania era una provincia ro­mana, había en ella Astures que moraban en Asturia; Gallaici, en Gallaecia; o Váscones, en Vasconia. Más tarde hubo lugares o aldeas llamados Romanos o Godos (u otros nombres parecidos) a causa de ser eso sus pobladores.

Mas en ninguno de aquellos casos logró di­mensión extrarregional y durable la correlación del habitante con la tierra habitada, y de ahí arranca todo el problematismo de la his­toria española. Entre el habitante y la tierra habitada se interpuso una circunstancia sobre­natural, más precisamente, oriental. Y motiva­do por ello, el nombre de los futuros españoles hubo de venirles de fuera. En donde no hubo ingerencia oriental de ninguna clase, por ejem­plo en Francia, el poeta Ausonio (a fines del siglo iv) ya estableció una relación entre Fran­cia y los Franci que, al durar y ampliarse, vale

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como piedra angular en la historia del país ve­cino.

Todo lo cual enlaza, por motivos que más adelante explico, con el diferente modo de ti­tularse el rey de Francia y los de España. En el tratado de Corbeil (1258) entre San Luis y Jaime el Conquistador, el primero se llama sim­plemente: "Ludovicus, Dei gratia, Francorum rex...", mientras que don Jaime se titula rey de Aragón, de Mallorca, de Valencia, conde de Barcelona y de Urgel, señor de Montpellier1.

La denominación religiosa de los recon­quistadores surgió como adverso paralelismo de los ya en el siglo x llamados "mozlemos"2. Aho­ra bien, si la dimensión política del nombre "cristiano" expresaba por contraste una identi­dad colectiva frente a la de quienes también fundaban la suya en una creencia religiosa3, al

1 Colección de documentos del archivo de la co­rona de Aragón, publ. por P. de Bofarull, t. VI, Bar­celona, 1850, p. 130.

2 R . MENÉNDEZ PIDAL, Orígenes del español, 1950, p. 14. El que "mozlemos" aparezca por vez primera en unas glosas de aquel siglo, no significa que antes de ese tiempo el pueblo cristiano no llamara ya "musul­manes" a sus poderosos vecinos, a los enemigos de su fe, aunque entonces superiores en cultura.

3 Los francos, los normandos y los anglosajones tenían religión, pero la conciencia de su identidad co­lectiva se fundaba en motivos seculares. El fundar en religión (modernamente) la personalidad del Estado o de la Nación es un rasgo judaico-islámico.

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llegar el siglo xiii el provenzalismo español re­flejaba indirectamente la fe en un Apóstol de Cristo de quienes, desde hacía siglos, venían pe­regrinando a Galicia. Santiago ayudaba a los cristianos en sus guerras contra el moro, y atraía a quienes tenían que llamar de algún mo­do al conjunto formado por vascos, catalanes, castellanos, leoneses, aragoneses y gallegos. Los cuales se vieron reflejados como una imagen única en el espejo de aquella palabra, con tan­ta insistencia repetida por los venidos del otro lado del Pirineo. Todos ellos terminaron por llamarse como eran llamados; por primera vez se creó un acorde entre las palabras España y español. Es explicable por otra parte que el vo­cablo español fuera adoptado por la literatura en el primer tercio del siglo xm, cuando esta­ba vivo el recuerdo de la gran batalla ganada en 1212 por "los tres reyes de España", la de las Navas de Tolosa, después de la cual comen­zó en verdad a eclipsarse el poderío de al-An-dalus. Describiendo esa victoria, escribía en su Crónica el catalán Bernat Desclot: "Lo rey d'Aragó e els áltres reys d'Espanya s'en tor­naren cascú en sa térra" (edic. M. Coll, II, 32-37). Aquella España era ya buen campo para que en él tomara tierra y echara raigambre el vocablo "español", sin parar mientes en si su o estaba o no diptongada.

Téngase en cuenta que, todavía en el siglo xi, el nombre Spania continuaba dándose a la tie-

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rra ocupada por los musulmanes, no a la de los reinos cristianos1. Si en tierra de moros sobre­vivía Hispania, es explicable que se conservara entre mozárabes la palabra Hispaniscus, usa­da en latín vulgar o hablado : "Aredoma erea espanesca", es decir, 'una redoma de bronce de estilo moruno'2.

Corresponde al Prof. Aebischer el mérito de haber fijado, en el antes citado estudio, la zo­na de donde procede el provenzalismo espanhol, derivado de Hispaniolus, nombre usado para denominar a los habitantes de Hispania, como los de Grecia fueron llamados Graecidi. Aebis-crer cree que español apareció por vez primera

1 En el siglo rx el rey Ordoño 1 pobló ciudades tomadas a los moros (León, Astorga) con gentes "en parte venidas de su reino de Asturias, y en parte de Spania". Comentando este texto de la crónica de Al­fonso III, dice R. Menéndez Pidal: "Sabido es que cuando casi la totalidad de la Península cayó bajo la dominación extranjera, la voz Hispania fue, para los cristianos independientes, sinónima de la tierra mu­sulmana" (Orígenes del español, 1950, p. 441). En un testamento otorgado por un catalán antes de empren­der un viaje a tierra de moros, el 2 de mayo de 1010, se dice: "Ut si de isto itinere quod ego fació ad Spa­nia..." (Paul AEBISCHER, O. C. p. 45).

2 M . GÓMEZ MORENO, Iglesias mozárabes, I. p. 342. Como la tierra de moros se llamaba Spania, lo moruno se llamaba "espanesco". Aebischer (o. c. p. 19), men­ciona "argento spanescho" (del año 986) y "asino es­panesco" (de 1027), o sea, "plata, un asno traídos de al-Andalus".

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a "finales del siglo x i i i " (o. c, p. 32); pero como ya se ha dicho, fue usado mucho antes y con referencia a las peregrinaciones a Santia­go. El poeta Gonzalo de Berceo, hacia 1230, llamó "padrón de españoles" al Apóstol cuyos restos se veneraban en Compostela (Vida de San Millón, copla 431). Berceo glorifica a San Millán de la Cogolla, coterráneo suyo; lo equi­para con Santiago y solicita para él las mismas ofrendas que se hacían al "padrón de españo­les". Berceo escribía a poca distancia de la ruta seguida por los peregrinos, muchos de los cua­les procedían del sur de Francia; allá apren­dían el nombre de los patronizados por San­tiago, tan interesante por los milagros que rea­lizaba, como por el provecho económico que para muchos significaba su caminar entre es­pañoles. De todo ello se deduce la consecuencia de que el nombre colectivo de los españoles fue motivado, indirectamente, por circunstancias religiosas. Repitamos: quienes combatían con­tra los moros fueron llamados cristianos; los patronizados por Santiago fueron llamados es­pañoles por los peregrinos que venían a rendir culto al cuerpo del Apóstol. Cayó en olvido la dimensión secular de Romani y Gothi que re­ferían a una soberanía imperial o regia; su hue­lla aparece hoy fosilizada en topónimos como Romanos, Romanillos, o Godos, Gudillos (ver MENÉNDEZ PIDAL, Orígenes del español, 1950, pp. 505-506).

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La presencia de la palabra español en la Pri­mera Crónica General, de fines del siglo xm, ha tenido desastrosas consecuencias para la his­toriografía española. Como en algunos casos la Crónica se sirvió del extranjerismo español pa­ra traducir el término Hispani usado por cro­nistas que escribían en latín, ambas palabras fueron dotadas de la misma dimensión espacio-temporal. Como había habido Hispani en la Península antes de la conquista romana, se dio por supuesto que también había habido espa­ñoles. Alonso de Palencia, un inteligente escri­tor del siglo xv, aunque desconocedor de la historia antigua, puso en su Universal Vocabu­lario (1490): "Túbal fue hijo de Japhet, de quien vinieron los íberos, que son españoles." Los diferentes estratos de población quedaron uniformados "españolamente": el prerromano, el romano, el hispano-visigodo, el de los siglos de la Reconquista, el de los españoles de di­mensión imperial y con una sola creencia, el de los españoles mal avenido con su pasado y con su presente. Confundidos los Hispani y los españoles, no fue necesario tener presente que, desde el siglo vm al xvi, hubo tres castas de españoles, cada una con su creencia, su misión, sus tareas y sus especiales problemas. Así tomó forma y arraigo la absurda leyenda de que los vasallos de Carlos V fuesen tan españoles, como quienes habían combatido contra cartagineses y contra romanos antes de nacer Cristo.

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En la Crónica General (p. 17) se dice que Aní­bal "tomó aquella gente que troxiera d'Africa e de los españoles quantos quiso, e fuesse con­tra los romanos". Hacia 1270, cuando la Cró­nica comenzó a escribirse, la palabra español, ya usada por Berceo unos cuarenta años antes, debía estar bastante difundida, y resultaba có­moda para traducir el Hispani de los cronistas en latín. La Crónica no es sistemática; no lla­ma "españoles" a los cántabros, asturianos (pá­gina 103) ni a los gallegos. Estos últimos, "cue­rno no estavan apercebudos de guerra", aunque lucharon con gran denuedo, fueron vencidos por los romanos (p. 29). La Crónica muestra, muy anacrónicamente, su preferencia por los europeos y su antipatía por los africanos (o sea, por los moros). Los romanos se atrajeron la simpatía de "quanta buena cavallería fallaron en la ribera d'Ebro", porque aquellos jinetes "teníen que era más razón de tener ['irse'] con los romanos, que eran de parte de Europa, que non con los de Carthago, que eran de Africa" (p. 19). Ya en el siglo xra se manifestaba el an­helo de "europeizarse", en una época en que aún no existía la Europa grata a ciertos cola­boradores de Alfonso el Sabio.

Mas, a pesar de todo, la Crónica distingue los Hispani, los antiguos habitantes de España (llamados aquí españoles), de los godos y de los cristianos que peleaban contra los moros. La

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fusión de los españoles con los Hispani tuvo como resultado convertir en "españoles" a Quintiliano, Trajano, Adriano, Séneca y a cuan­to romano ilustre nació en Hispania (págs. 129, 145, etc.). Pero la terminología cambia al co­menzar la dominación visigoda: "Alearon los godos por rey a Teodisclo" (p. 256). "Agora deja aquí la estoria de hablar de los godos de España et torna a contar de cómo nasció Maho-mat" (p. 261). En 1195 fue vencida en la bata­lla de Alarcos "la hueste de los cristianos del rey Alfonso VIII de Castilla" (p. 681). Es tam­bién llamada "hueste de los cristianos" la for­mada por castellanos, navarros y aragoneses que, en 1212, ganó la batalla de las Navas (pá­gina 697). Todavía a fines del siglo xv, Mosén Diego de Valera llamaba cristianos a cuantos combatían contra los moros de Granada: "Plu­go a Nuestro Señor que los cristianos passaron [el puerto de una sierra] sin recibir daño" (Cró­nica de los Reyes Católicos, edic. J. de M. Ca-rriazo, p. 135)1.

Los fatigosos detalles acerca de los nombres dados a los españoles en las antiguas crónicas eran necesarios para mostrar que aquellos cro­nistas distinguían claramente la población pre-

1 En la Gran Conquista de Ultramar, obra tradu­cida del francés en el siglo xm se habla de "una com­paña de caballeros españoles" («Bibl. Aut. Esp.», X L V , p. 196).

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rromana y romana de la de los godos, y ésta de la de los cristianos que luchaban para poner fin a la dominación musulmana. Enfocada en esta forma, la historiografía de los cronistas medie­vales está más de acuerdo con la realidad que la de quienes hoy día continúan llamando in­distinta e insensatamente españoles a los go­dos, a los hispanorromanos y a la población pre­rromana de la Península1.

Fases y aspectos del pasado español.

Se ve ahora claramente cuan necesario era comenzar a remover los obstáculos que impe-

1 El hecho de haber sido español una palabra im­portada y no nativa se manifiesta en haberse llamado "castellana" la lengua hablada por los españoles aún a comienzos de este siglo. Los hispanoamericanos pre­fieren "lengua castellana" a "lengua española". Amado Alonso notó el hecho de que el adjetivo "español" no aparece en títulos de libros antes de 1520 (Castellano, español, lengua nacional, Buenos Aires, 1938). Todavía ahora se publica en Madrid una colección de "Clási­cos Castellanos". ¿Se concibe en Italia una colección, en el siglo xx, de "Classici Toscani"? Toscana con­quistó Italia lingüística y culturalmente; Castilla am­plió su "pequeño rincón", sus límites políticos, béli­camente.

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dían sacar a plena luz la oculta faz del pasado español. Lo primero era fijar con precisión de qué se habla al decir "español"; inmediatamen­te después conviene referirse a fases y a aspec­tos mal enfocados por aceptar como verdades las ideas hasta hoy vigentes acerca de quiénes y cómo fueron los españoles. Cuesta trabajo reconocer que España, es decir, los auténticos españoles, se constituyeron como nación en for­ma diferente a la de los otros pueblos del Oc­cidente europeo. Por este motivo el autor de esta obra ha tenido que simultanear el trabajo de demoler con el de reconstruir, y no ha po­dido exponer de una vez y expresar en un con­junto, desde el principio bien organizado, su idea del pasado de los españoles, muy relacio­nada con su situación en el presente momento.

Para los no españoles, la historia de éstos tal vez no ofrezca gran interés; España no influye hoy en la política internacional como hace cua­tro siglos. No obstante lo cual, quien ahora es­cribe está persuadido de que la aportación es­pañola a la civilización universal ha sido con­siderable, aunque no en el campo de la ciencia y de la técnica. La difusión de su lengua, la ac­ción de su literatura y de su arte son en cambio muy visibles, si bien no son esos aspectos cultu­rales lo que ahora desearía acentuar. Pienso en que tras el fabuloso progreso de la técnica y del desarrollo económico en nuestro tiempo, surge esta grave dificultad: ni la técnica, ni la

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economía, ni los armamentos han encontrado manera de que convivan y no piensen en ani­quilarse mutuamente, quienes juzgan intangi­ble y no "negociable" el modo en que cada pue­blo se encuentra situado dentro de su propia vida. Intentaré expresarme más precisamente: por encima de las maravillas de la física y, en general, de la ciencia del siglo xx, se eleva la suprema cuestión de si va a ser posible conti­nuar existiendo como americano, como eu­ropeo, como ruso, como musulmán, como israe-lí, como chino, como africano, etc. Los proble­mas nacionales y étnicos están hoy subordina­dos a ideologías y creencias tan inconmovibles y combativas como las que dieron lugar, en el siglo xvn, a la Guerra de los treinta años, o actualmente a la pugna irreconciliable entre musulmanes y judíos. Durante el imperio de Hitler la creencia de ser, de tener que ser arios los alemanes, dio lugar al exterminio de quie­nes tenían que existir como judíos. Hoy día el marxismo-leninismo y el capitalismo liberal o socializado son, en último término, modos de creer y de vivir tan absolutos y contrarios co­mo los de quienes, en ambas márgenes del canal de Suez, enfrentan bélicamente a su Alá con su Yahvé.

Es así evidente que la situación de las perso­nas dentro de su propia vida es la que, en fin de cuentas, traza el curso seguido por los acon­tecimientos humanos. Si los israelíes y los ára-

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bes estuvieran respecto de sus respectivas creen­cias religiosas en la misma posición interior que los franceses y los ingleses respecto de las su­yas, ni existiría el sionismo, ni estarían frag­mentados como hoy lo están los países musul­manes.

Lo anterior sirve de escalón para ingresar en el problema de la historia de los españoles, toda ella nacida, magnificada espléndidamente y, a veces, atormentada, a consecuencia de los choques de gentes de tres distintas creencias re­ligiosas. En el espacio humano de esas tres cas­tas de creyentes se produjeron, en grado ex­tremo y en forma recíproca, admiraciones, en­vidias y odios. La casta guerrera impuso su nombre, "cristianos", a cuantos vivían bajo la autoridad de los reyes cristianos; pero los ju­díos de ascendencia española continúan lla­mándose "sefardís", o sea, españoles; y los mo­riscos expulsados en 1609 formaron grupos "an-dalusís", pues al-Andalus, es decir, la España musulmana, seguía siendo su patria. En el si­glo X, mozárabes venidos de al-Andalus cons­truyeron en 940, en Celanova (Galicia) una ca­pilla para el culto cristiano de puro estilo ára­be. En el siglo xvn los moriscos expulsados de España edificaron una mezquita en Túnez cuya fachada es como la de una iglesia cristia­na. Esos fenómenos de vida permiten acer­carse a la dramática complejidad de la historia española. El observador extranjero, o superfi-

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cial, no percibe el sentido yacente tras el hecho de que dos sinagogas, dos extraordinarias obras de arte, fueran conservadas en Toledo como iglesias cristianas. Añádese a ello que Fernan­do III no hizo destruir la maravillosa mezquita mayor al conquistar la ciudad de Córdoba en 1236; el que una parte de ella fuera reedifica­da en forma cristiana, hace bien visible la nece­sidad de orientar nuestra visión y nuestro áni­mo hacia la adecuada comprensión de una his­toria singularísima.

Las fases y los aspectos de la historia de los españoles no son ni determinables ni inteligi­bles si nos limitamos a describir o narrar acon­tecimientos, o a hablar de procesos ascenden­tes seguidos de situaciones de decaimiento y ruina. Lo en efecto real tras esas apariencias ha sido el modo de comportarse, en cada reino cristiano, cada uno de los tres grupos que lo integraban respecto de los otros dos. En ese "comportarse" se incluye el esfuerzo por coor­dinar sus capacidades, o el intento de sobresa­lir a expensas de las dos castas rivales. Es no­table que no se considere problema para ser resuelto históricamente, por qué los cristianos no pudieron absorber a los musulmanes venci­dos, a quienes convivían como mudejares en las zonas reconquistadas, y más tarde como mo­riscos después de la toma de Granada en 1942. O por qué los judíos fueron acrecentando su influencia en las cortes regias y en la sociedad

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cristiana, en general, a medida que iba estre­chándose la zona dominada por los musulma­nes. Los historiadores materialistas alegarían motivos demográficos y económicos (un suelo poco productivo, falta de técnica); pero a fi­nes del siglo xiv el rey de Castilla tenía en su mano los puertos del Cantábrico y las campi­ñas andaluzas al Sur, y gentes capaces de tejer la lana y realizar otras labores de artesanía. No obstante lo cual, los castellanos exportaban pri­meras materias (la lana), y no las elaboraban. Los siglos de la Reconquista habían habituado a guerrear al cristiano de Castilla, y a servirse de moros y de judíos para todo menester de artesanía e incluso para la administración de sus finanzas. Es notable que términos tan bá­sicos para el pastoreo como rabadán y rehala1

sean árabes. El cristiano de Castilla, antes de 1500, ni pudo asimilar al mudejar ni prescindir del judío.

Las historias, al tratar de los siglos xiv y xv, hablan de la población de España en abs­tracto, como si las cifras demográficas fuesen lo decisivo2. En este caso, si el número de los

1 Julius Klein. La Mesta. Madrid, Revista de Occi­dente, 1936, p. 17.

2 Aragón y Cataluña tenían menos habitantes que Castilla (J. L. MARTÍN, LOS reinos hispánicos a fines de la Edad Media, en "Anuario de Estudios Medie­vales", Barcelona, 1966, p. 669. La chiquita Finlandia vale más socialmente que la inmensa India.

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habitantes decidiera el curso de la historia, el "pequeño rincón" castellano del siglo x, de que habla el Poema de Fernán González, en el siglo xm, no hubiera debido extender su do­minio por la tierra luego llamada España, ni su lengua por la mayor parte de ella. Ni es expli­cable numéricamente cómo los romanos de la "Roma quadrata" pudieron ensanchar su poder y romanizar las gentes que luego integrarían el imperio romano. La historia de quienes comen­zaron a llamarse "españoles" en el siglo xm y llegaron a crearse un imperio en el xvi, tuvo como punto de partida el ímpetu bélico del con­dado de Castilla en el siglo x, convertido en reino en el siglo xi. Sólo entre castellanos, ya lo dije, surgió una épica sobre temas contem­poráneos (el Conde Fernán González, los In­fantes de Lara, el Cid); el Cantar del Cid, del siglo xn, es el único que sobrevive, pero R. Me-néndez Pidal ha demostrado que los orígenes de esta poesía, de tema colectivo (nótese bien), han de situarse en el siglo x. Con lo cual el dialecto hablado alcanzó la dignidad de lengua literaria, un fenómeno de dimensión histórica, que nada tiene que ver con la demografía. El Romancero, convertido en vehículo expresivo para lo cantado en las gestas y lo narrado en las crónicas, para el suceso local y anecdótico o para el de dimensión nacional, para lo traído a Castilla por las brisas del folklore próximo o lejano, todo eso fue vertido artísticamente en el

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molde del Romancero castellano, y desde él, llevado a la canción popular galaico-portuguesa o catalana en la misma forma métrica. De ese "imperialismo" castellano, a nivel popular y anónimo, quedan hoy oíbles huellas desde Chi­le y Nuevo Méjico hasta los Balcanes, en donde subsisten grupos de hebreos de lengua cas­tellana.

Insistiré brevemente, aunque desde otro pun­to de vista, sobre la ya notada singularidad cas­tellana. Comencemos por recordar la peculia­ridad del nombre "Castilla" frente a los de los otros reinos o regiones integrantes de la futura España. El nombre Galicia es continuación del romano Gallaecia. León deriva del nombre de la legión romana (Legio VII Gemina) emplaza­da en el lugar ocupado hoy por aquella ciudad. Navarra y Aragón deben sus nombres a cir­cunstancias geográficas (nava, 'terreno inculto entre montañas', el río Aragón). El nombre de Cataluña no aparece hasta fines del siglo xi y se ignora su origen1. El nombre de "Casti­lla", por el contrario, deriva del latín castella 'castillos'2. Es notable que el nombre de la ca-

1 F . UDINA MARTORELL en "Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón", Zaragoza, vol. VII, pági-nass 549-577. Tampoco se conoce la etimología del nombre "catalán".

2 "En el siglo ix empieza a sonar en la historia el nombre de Castella "los castillos", aplicado a esta pe­queña y combatida frontera oriental del reino astu-

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pital de Castilla la Vieja, Burgos, fuera tam­bién un plural, porque como se dice en la Cró­nica General (edic. cit, p. 473), su fundador po­bló aquella ciudad "entre unos burguetes". Los orígenes de Castilla, como se ve, guardaban re­lación con actividades bélicas (con fortalezas defensivo-ofensivas), no con circunstancias tra­dicionales o geográficas. No es extraño que el ritmo combativo del castellano fuera más vivaz que el de sus otros compañeros de Reconquista. La "melodía" en la historia está representada por lo que en ella haya de volitivo e intencio­nal; el resto es un indispensable "acompaña­miento".

riano" (R. MENÉNDEZ PIDAL, Orígenes del español, 1950, p. 472).Los musulmanes tradujeron esa palabra como al-Qilá (castillos), cuyo singular aparece en Al­calá, un topónimo frecuente en España. (Para al-Qilá. ver E. LÉVI-PROVENÇAL, España musidmana, en "His­toria de España", dirigida por R. Menéndez Pidal, IV, p. 136).

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EN RESUMIDAS CUENTAS

Las páginas anteriores se refieren a hechos e ideas en apariencia inconexos. Esa impresión se debe a que en ellas no se habla rigurosamente de lo que es, sino de cómo se sitúan, de cómo están en sus vidas unos seres humanos, y de la posición de quienes escriben sobre ellos. Lo averiguación de lo que es con propósito cientí­fico, una vez realizada, prescinde de cuanto no es ella, de que sean muchos o pocos quienes la entiendan. En el pensamiento teórico de nues­tro tiempo hay muchas verdades que de veras existen y funcionan en un número muy limita­do de cerebros. Pero las "pretensiones" de ver­dad en este opúsculo son de otro tipo; no son aislables de las reacciones a que puedan dar lu­gar, ni lo son tampoco del modo de conducir­nos privada y públicamente. No se trata, por tanto, de fijar unívocamente el ser de lo que

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es, sino de hacer ver cómo existen en ciertas áreas de vida unas determinadas personas. Esta forma de historia, o de averiguación humana, es de suyo indiscreta y desagradable para quie­nes no tomen una actitud anuente frente a ella. Será, en cambio, válida para quien acepte, no sólo su verdad, como en el caso de una reali­dad abstracta, sino para quien se decida a orien­tar la idea acerca de su vida hacia panoramas distintos de los para él habituales. Las grande­zas o desdichas del pasado adquirirán entonces otro sentido, y cabrá en lo posible idear nue­vos modos de prevenir desatinos y desastres, en muy íntima conexión con los modos hispánicos de estar el pueblo español apegado a la ima­gen de su propia vida, una imagen a la vez su­ya y falsa.

Estas línea se escriben en el llamado antaño Día de la Raza, y ahora de la Hispanidad. A fin de atajar el paso a cualquier equívoco, saco a luz el recuerdo de lo dicho por mí en inglés, en Nueva York, hace más de veinte años, en una reunión de gente culta: llamar "Columbus Day" al 12 de octubre es una solemne farsa. El descubrimiento de América, como posibilidad y como realización, fue "a Spanish affair", una empresa española. Lo de "Columbus" en este caso fue ocurrencia de un alcalde neoyorkino, de ascendencia italiana, con miras a ganarse los votos de sus numerosos compatriotas. Hacia 1960 hablé sobre el mismo tema en la Univer-

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sidad de Santa Bárbara, y recibí, por cierto, al­gunas cartas muy favorables, en las cuales se reconocía que sería ya tiempo de poner fin a la ocultación de la presencia española en el des­cubrimiento de América.

Ahora bien, imaginemos que en forma tan ilusoria como Quevedo reunió a algunas divi­nidades del Olimpo en La hora de todos y la fortuna con seso, convocáramos una asamblea luso-hispánica para examinar, impávidamente y con sana intención, el hecho clarísimo de no ser hoy fácilmente hacedero en ningún país de lengua española o portuguesa, que sus habi­tantes se gobiernen por sí solos—de veras y sin simulaciones o vagos atisbos de democracia—, como acontece, por ejemplo, en Holanda o en otros países occidentales1. Condición previa e ineludible para ese nuestro ilusorio congreso, se­ría rechazar como ilícito, inútil e inoperante, atribuir el motivo de tan llamativo fenómeno a los gobernantes y no a los gobernados. Así vis­to, el problema tomaría en seguida carácter his­tórico ; las comisiones "de trabajo", como aho­ra dicen, descubrirían que ninguna historia en español o en portugués suministra los datos y razonamientos necesarios para explicar la forma de regirse hoy políticamente más de doscientos

1 Los angloparlantes, desde Escocia a Nueva Ze­landia, se gobiernan democráticamente, poseen liber­tad de prensa, etc.

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millones de personas. Algo ha debido alejarlas del rumbo tomado hace siglos por los países occidentales. Lo cual no impide—no faltaría más—que en el mundo luso-hispano haya ha­bido, antes y ahora, obras y hombres de ex­traordinaria valía. Pero en la presente instancia hablamos de gobernarse o no gobernarse en la forma hoy vigente en Francia o en Finlandia.

Mi historiografía aspira a ser explicativa y no demoledora. Tiende a usar el examen del pasado y la observación de lo grato y de lo atroz, dejando a un lado sectas y partidismos, a fin de extraer de todo ello vacunas que in­municen contra el cainismo y la autodestruc-ción. Quizá en un lejano futuro se hará visible que tanto en la Península como en sus impe­riales dominios fue desgastándose socialmente lo que, en un cuerpo humano, correspondería a la materia orgánica y conjuntiva (cultura secu­lar en este caso). Tal es la función de estar ocu­pado en cosas que dignifican a su hacedor; si lo hecho y creado, además de ser simple objeto ma­terial y de corto radio, conserva alguna huella del esfuerzo y de la tensión pensante que lo hizo po­sible, estimulará e incitará a otros a continuar ejercitando las manos y los músculos de su mente, no a permanecer inertes, contemplando el ombligo de su hidalguía, complaciéndose en pertenecer a la casta de los cristianos viejos, en

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no poner en juego su inteligencia (la cual aca­ba por atrofiarse), en ser empleado público, en servirse industrial y comercialmente de lo in­ventado por gentes, para las cuales, devanarse los sesos y ejercitar las manos no era deshonra. Aquí y en Hispanoamérica se extraen documen­tos de los archivos, y se publican estudios "muy documentados", y ahí se detiene el asunto.

He publicado, entre otros, dos documentos síntomas muy alarmantes, que yacían momi­ficados en las páginas de los libros. Uno, de 1590, en que el guardián de un convento de franciscanos en Buenos Aires, escribe, muy compungido, a Felipe II, "que los vecinos y moradores hacen sus labores y [cuidan sus] ganados por sus propias manos, porque él [el Guardián] lo ha visto ser y pasar así, lo cual es cosa de mucha lástima; los dichos vecinos se sirven [ellos mismos], como si fuera en la mínima aldea de España" (La realidad his­tórica de España, 1954, p. 603). Por haber sido así la historia, en Buenos Aires se con­sideraba deshonroso en 1923 (no sé si ahora) andar por la calle con un paquete en las manos. Pese a la mescolanza de gentes de toda procedencia, en Buenos Aires arraigó tan hon­do el antiguo sentir de ser deshonroso el tra­bajo material y técnico (menester de moros y judíos), que cuatro siglos más tarde el argen­tino se creía degradado si no se vestía con ele-

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gancia y daba impresión de ser un señor. Como era esperable, allí como en España, los extran­jeros tuvieron que traerles los ferrocarriles y la ciencia. Por eso las traviesas de la vía férrea se llaman "durmientes", traducción del inglés británico "sleepers". El documento de 1590 de aquel buen padre guardián ilumina aspectos de la Argentina colonial e incluso de la tan culta surgida más tarde. En una ocasión tuve que pasar por la calle Florida (en aquel tiempo, no sé ahora, cerrada al tráfico a ciertas horas a fin de convertirla en paseo) con una maleta llena de libros. "¡Pero, doctor!", me dijo un cono­cido con dolida sorpresa. Mi respuesta: "Soy rústico, no hidalgo."

He aquí otro documento, de hacia 1530, que nadie hasta ahora había osado tener en cuen­ta1: Para ser consejero de S. M. Cesárea, el rey-emperador don Carlos V, había que tener padres, o por lo menos cuatro abuelos, que fue­ran labriegos (De la edad conflictiva, Madrid, Taurus, 1963, p. 197). Toda profesión o todo oficio que no fuera el de cavar o arar la tierra se habían hecho—¡ya en 1530!—sospechosos de judaismo. Pero los historiadores callan, o se enfurecen, y la auténtica historia de España, lo

1 Me sorprende que se haya atrevido a hacerlo Juan Goytisolo, en un importante libro, espléndida­mente ilustrado y que levantará gran polvareda (Spa-nien und die Spanier, Lucerna y Francfort, C. J. Bu-cher, 1969, p. 32).

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mismo que la de sus antiguos dominios, con­tinúa sin ser escrita, por motivos patrióticos y de honor nacional. ¿Tiene ese hecho estimativo menos funcionalidad histórica que las aguas del Mediterráneo, las cifras de población, las cimas de las montañas o las epidemias? Los oficios y las profesiones, no el hecho de ser judío (¡lo repito!), era lo deshonroso.

La ausencia de cultura agrupante y unitiva tuvo como normal consecuencia que las per­sonas luso-hispánicas (insisto en ello) concedie­ran a su apariencia social más importancia que a lo pensado y hecho por ellas, refrenaran su poder inventivo, y estimaran la opinión aje­na, y no la eficacia del pensar y hacer pro­pios. Esa fue la razón inicial de las divisio­nes y del constante choque entre los reinos pen­insulares, unidos en el vértice de una creencia religioso-monárquica, y en su base secular, des­unidos. Desaparecida en 1808 la autoridad de aquel miserable Fernando VII, el inmenso im­perio de las Indias quedó reducido a lo que era como realidad secular: a trozos de desunida humanidad. Don Luis de Góngora, en su pro­digioso soneto a El Escorial ("Sacros, altos, do­rados capiteles") llamó a Felipe II "el mayor rey de los fieles", como si fuera un amir al-Muslimin, literalmente, 'el que manda sobre los que obedecen a lo mandado por Dios'. Otro nombre del rey en árabe era malik, deri­vado de malaka, 'poseer lo conquistado con las

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armas'. El carácter militar del soberano late bajo los títulos que se daban los reyes de Cas­tilla y Aragón. Jaime I de Aragón—como an­tes dije—se titulaba, además, rey de Valencia y de Mallorca ; en cuanto a Jaime II, basta con copiar el comienzo de la carta dirigida a él por Nasar I, rey de Granada, en 1314:

" A l muy noble don Jayme, por la gracia de Dios rey de Aragón, de Valencia, de Cerdeña, Córcega e Conde de Barcelona; de mí, don Nácar, por esa misma gracia, rey de Granada, de Málaga et de Algesira, de Ronda, de Gua-diex et amir al-moslemín, salut..."1.

Mi sospecha de que bajo estos reyes con múl­tiples reinos yace una presencia islámica, ha parecido verosímil a algunos amigos orientalis-

1 A. GIMÉNEZ SOLER, Don Juan Manuel, Zarago­za, 1932, p. 437. Que la dignidad regia estaba condi­cionada por circunstancias que la trascendían y habían de ser mencionadas, está expresado claramente en es­tos documentos aragoneses de 1124:

"Regnante Domino nostro Ihesu Cristo et sub eius imperio ego Adefonsus dominans in Aragone, in Su­perarvi [Sobrarbe] et in Ripacurcia [Ribagorza]". El rey manda en nombre de Dios y domina sobre dife­rentes territorios. Su número aumenta en este otro do­cumento del mismo año: "Ego Adefonsus, rex in Pam-pilona et in Aragón, in Superavi et Ripacurcia, in Tu­tela et Caragoca". (J. M . LACARRA, Documentos para el estudio de la reconquista y repoblación del Valle del Ebro, en "Estudios de Edad Media de la corona de Aragón", Zaragoza, 1946, II, págs. 433-434).

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tas. Uno de ellos, el profesor James T. Monroe, escribe: "Lo que dice acerca de malik me pa­rece bastante plausible. El derecho islámico dis­tingue entre el khalifa, el cual posee autoridad espiritual, y el malik, que sólo posee poderío efectivo (mulk) como resultado de sus conquis­tas. En al-Andalus, hasta el reinado de Hi-sham II, los dos aspectos se daban en una mis­ma persona. Después se separaron, y al-Man-sur se llamó malik; el título de khalifa se daba al soberano recluido en el harén. Los reyes de taifas eran, precisamente, muluk at-tawa'if, es decir, sucesores del poder ejercido por al-Man-sur. Su autoridad se acordaba mal con el ideal islámico, una vez desaparecido el califato. Los reyes cristianos serían, por consiguiente, como los muluk árabes, reyes por dominación o con­quista, no en virtud de un principio espiritual y religioso. De ahí que bajo el régimen almo-rávide, los alfaquíes se pusieran de acuerdo para destituirlos con una fatwa [una declaración de carácter religioso] a favor de Yusuf ibn Ta-shufin. Los alfaquíes nunca hubieran podido des­tituir a un califa, pues su autoridad estaba por encima de la de ellos, cosa que no ocurría en el caso de los muluk".

Observo ahora que en la guerra de Granada, don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, tenía clara idea del valor de la dignidad regia entre moros. Cuando Boabdil fue hecho prisio-

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ñero por los Reyes Católicos, en 1483, don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, acon­sejó al rey don Fernando que no libertara a tan ilustre cautivo. El marqués de Cádiz fue de parecer contrario, "porque los moros tie­nen poca fe en sus reyes, e les an tan poco aca­tamiento, que ligeramente los fazen e desfazen estando libres; mayormente estando presos, se-gund que en diversos tiempos lo avernos visto, e agora lo veemos en la prisión deste. La cual sa­bida, luego los más que estavan a su obidiencia, tornaron a la del rey su padre [Muley Hacen], e privaron al fijo del nombre de rey que le avían dado... Así que no se puede decir que tenéis rey preso, mas que tenéis un hombre particular"1. Muy cuerdamente, don Fernando liberó a Boabdil, más útil para él como rival de su padre que como prisionero.

Viene al recuerdo la guerra civil (más bien incivil) entre Alfonso X y su hijo Santo IV en 1282 y 1283, tan bien descrita por Luis G. de Valdeavellano'. El padre llamó en su auxilio a los Banu Marín de Marruecos, quienes lle­garon con sus tropas hasta cerca de Toledo. Don Alfonso les había entregado, como prenda, incluso su propia corona. El futuro Sancho el

1 Fernando del Pulgar, Crónica de los Reyes Ca­tólicos, edic. J. de Mata Carriazo, 1943, II, p. 87.

* Los días penosos del Rey Sabio, en Residencia (Revista de la Residencia de Estudiantes), número conmemorativo, publicado en Méjico, 1963, págs. 28-35.

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Bravo, por su parte, estaba respaldado por el rey moro de Granada. La muerte de don A l ­fonso en 1284 puso fin a tan lamentable situa­ción, en su esquema, comparable con la de Mu-ley Hacen y su hijo Boabdil.

Una vez más, las palabras y lo yacente tras ellas permiten acercarse a la realidad en la cual existían las personas, para quienes vivir siem­pre consiste en los acuerdos o en los choques con el mundo de lo material y de lo inmaterial, en la vida, no sólo en la historia. Los cristia­nos de los reinos peninsulares tenían que ha­bérselas con los moros próximos a ellos. Sin la cual vecindad de siglos, no habría logrado hacerme comprensible el que un rey cristiano lo fuera de varios reinos.

El nombre del rey de Francia, por el contra­rio, era el de los francos, que desplazaron a las otras poblaciones germánicas que habían ocu­pado la Galia Romana, no el de la tierra ganada o poseída por ellos. De ahí que no tuvieran que figurar en el título del rey los nombres de las regiones que fueron acreciendo el área de la monarquía francesa. (Si los godos que conquis­taron la Hispania romana hubieran estado me­nos romanizados, y no hubiera sido destruida su soberanía por los musulmanes, Hispania qui­zá hubiera podido llamarse Gotia). Fue autó­nomo el poder culturalmente asimilador de la monarquía francesa, transmitido luego al Es-

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tado francés. ¿Quién se da hoy cuenta de que Niza es ciudad francesa desde 1860, y no antes? ¿Por qué no pueden publicarse hoy en Toulou­se periódicos y libros en provenzal, y sí en ca­talán en Barcelona? El rey de Francia se lla­maba "tres chrétien" por ser defensor de la Iglesia de Cristo (ver Jean de Pange, Le roi tres chrétien, 1949); pero la monarquía era secular y los vasallos del rey se llamaban "franceis" en la Chanson de Roland, mientras que en el Can­tar del Cid, quienes peleaban contra los moros no tenían—ya se dijo—más nombre que el de "cristianos". Y los reinos de lo que en el futuro había de ser España, se llamaban "cristianos".

La palabra rey en castellano—lo repito1—fue inyectada de sentido oriental, el rey mandaba sobre fieles creyentes y sobre territorios con­quistados; de ahí la necesidad de mencionar los nombres de sus reinos y de estar fundida la potestad regia con la fe religiosa de sus va­sallos. Es, pues, muy lógico, no obstante, el silencio de las historias vigentes, que desde Al ­fonso VI a Alfonso X de Castilla, los reyes se cuidaran de mantener la ortodoxia judía tanto como la cristiana. Una herejía, parecida a la de los albigenses, fue exterminada por Fernan­do III ("enforcó muchos omes e coció muchos

1 Algunos me reprochan en inglés mi estilo "re­petitive", sin darse cuenta de que me fuerza a ello la noluntad intelectiva de ciertos lectores y mi deseo de armonizar sin destruir.

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en calderas")2; y como antes dije, los caraítas judíos fueron también aniquilados en los si­glos xi y xii, aunque no hay por lo visto datos concretos sobre la forma en que fueron supri­midos.

La institución regia en Castilla o Aragón no se ajustaba al sentido del vocablo latino rex, relacionado con regere 'poner derecho lo que está torcido', con recto, tanto en sentido lineal como en el moral de rectitud. Rey, en sentido latino, sería el gobernante justo; en sentido islámico, el que manda sobre los creyentes y sobre las tierras conquistadas. En este último caso, al desaparecer quien manda, los antes mandados se desmandan, palabra muy signi­ficativa y sin equivalente literal en otras len­guas europeas. El rey era vértice de una pirá­mide sin base, frase absurda, desde luego, aun­que no tengo modo mejor de expresar lo que pienso. No eran las cimas las que flotaban en­tre nubes, sino los valles y los llanos por bajo de aquéllas. Con lo cual todo el imperio his­pano, desde Chile y Buenos Aires a Méjico y Venezuela, se encontró sin base sobre la cual construirse un sistema de gobierno, fundado en realidades no míticas, sino secularmente

2 Ver Anales toledanos, en "España Sagrada", t. XXIII, y La realidad histórica de España, 1954. p. 315; o Réalité de l'Espagne, París, Klinksieck.1963, p. 317.

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funcionales. En vez de coligarse, se desmanda­ron y se desbandaron.

Todo lo cual guarda perfecto paralelismo con lo acontecido en la Península, y nada tiene que ver con el desorientador concepto de "indivi­dualismo español", cuando no de "iberismo", aún si cabe más irreal. Es obra justa y de amor hacia el mundo hispano hacerle despertar de sus sueños alucinados. Lo que falta es solera, no ríos de vino sin graduación suficiente. Los Estados Des-unidos de Hispanoamérica, vistos en la perspectiva de la auténtica (no ilusoria) vida de la mal llamada en España Edad Me­dia, me permitieron entender el qué y el por qué, las razones y los motivos de lo grande y de lo mínimo en la vida de este pueblo entra­ñable. Claro es que un pueblo no es como un niño que puede ser llevado a una clínica no obs­tante sus lloros y rabietas. Lo sé perfectamen­te, y a pesar de todo, continuaré diciendo mien­tras tenga pluma y mano, que a los españoles y a los hispanoamericanos les convendrían mu­cho largas sesiones de reposada y serena medi­tación. Ante todo, enterarse de quiénes han sido y de que por qué les acontece lo que les acontece. De no ser así, su confusa pirámide cambiará de vértice, sin por ello crearse una base suya, sobre la cual labrarse una grata mo­rada. Difícil, sí; ¿pero fue fácil nunca vencer el propio impulso, oponerse al cómodo dejarse ir? En momentos de honda desesperanza abre

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uno el Quijote, y lo hecho por su autor (no por su personaje) estremece, y se dice uno que si aquel desventurado alcabalero, en aquella casa, con tal familia, con aquel mal comer y masticar, en el Madrid de Felipe III, pudo sacar adelante una obra gigantesca en cuanto a su perfección y universalidad, ¿cómo no aver­gonzarnos de confundir el auténtico brío es­pañol con el imbécil y facilísimo cainismo? O recuerda uno a don Santiago (sigo llamando así a Cajal), y su deliciosa baladronada, en un acento que siempre me retintinea en los oídos: "Cuando un aragonés se pone a tener pacien­cia, que le echen alemanes." O aquella otra: " E l cerebelo es mío." Con qué respeto hablaban en Princeton, Von Neumann y otros a su mismo nivel, de la obra de Cajal, que los no enterados podríamos juzgar ya superada.

Para terminar con una nota agrio-divertida, recordaré lo acontecido hace dos o tres años a quien escribe, con un admirativo corresponsal peruano. Me pedía aquel señor datos sobre mi vida, fotografías, mi propia pluma y, finalmen­te, un mensaje autógrafo para la juventud pe­ruana. Le envié una página sobre el tema, para mí obsesivo, de la desunión hispanoamericana, ejemplo de hispanitis, más bien que de hispa­nidad. Lo más urgente, escribí para aquellos jóvenes, sería que se dieran cabal cuenta del grave error cometido por quienes destruyeron la unidad virreinal e incaica. Gran hazaña se-

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ría federar al Perú con Ecuador y Bolivia en una sola nación. (Como escribí a mano, no guardo copia de mis exactas palabras, pero este era su sentido.) La reacción de mi antes entu­siasta admirador fue decirme que yo era una persona agria, de mal carácter y muy mal edu­cada. A lo mejor tiene razón, su razón; pero creo que estoy en lo cierto. Un amigo mío, tam­bién con escaso predicamento tanto entre tirios como entre troyanos, ha escrito hace algún tiempo recordando a Pierre Bayle: "La perfec-tion d'une histoire est d'étre désagréable á tou-tes les sectes."

Ha de insistirse, en un libro como éste, vul­garizante y bolsillable, en que si en España fue imposible averiguar qué es el aire, el agua o el fuego, la causa fue el temor a que fuera toma­do por judío quien intentase satisfacer tan pe­ligrosas curiosidades. Paulino Garagorri ha ex­humado el libro de Xavier de Munibe, conde de Peñaflorida, Los aldeanos críticos, 1758, en la "Revista de Occidente", diciembre, 1964. Sar-cásticamente, Munibe llama "cristiano viejo" a Aristóteles. Para los "físicos" españoles del si­glo xviii, Aristóteles seguía vigente, pero Des­cartes y Newton eran "unos perros herejes, ateístas y judíos... Galileo de Galileis, según su nombre, debió de ser algún archijudío" (p. 340). Culminó en el siglo xviii el proceso iniciado en el siglo xvi, analizado por mí en De la edad conflictiva, 1963. La Inquisición petrificó el an-

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tisemitismo, inyectó sentido religioso al hecho de ser o no ser cristiano viejo y digno de hidal­guía. El absurdo de la historia vigente, lo mis­mo que el de la vigilancia inquisitorial aun en el siglo xvin contra toda innovación científi­ca, serán situados en su lugar propio, en cuanto se acepte que la incultura española fue resulta­do de una postura. El cultivo de la inteligencia ponía en riesgo el principio de que ser español implicaba cristiandad de linaje y valerosa hi­dalguía. El principio se impuso totalitariamen­te, tanto como la creencia actual en los dogmas marxistas, sobre los cuales se funda el imperio soviético; el de los españoles se mantuvo (sin armas nucleares) trescientos años, hasta 1810, no obstante las embestidas de ingleses, holan­deses y franceses. El triunfo de la ciencia mo­derna puso en crisis la postura española; pero esa crisis aun no se ha resuelto completamente. El gusto por la investigación científica—incluso entre quienes poseen independencia económi­ca—es todavía muy escaso, y se acude a toda clase de subterfugios para explicar tan perni­ciosa apatía. Los extranjeros continúan estu­diando la civilización española, mientras que los españoles (incluso si son millonarios) no se interesan en acrecentar el volumen de la cien­cia y de la historia universales. George Ticknor (1791-1871) era rico y trabajó por gusto, no por necesidad. Fue a estudiar a Gotinga, en 1815, y escribió por placer la primer Historia de la

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literatura española (en España no había nin­guna) que fue traducida al alemán, al español y al francés. Su enorme y valiosa biblioteca fue legada a Harvard. En Francia hay dos duques de Broglie (Maurice y Louis) cuyos nombres figuran en la historia de la física; el segundo obtuvo el premio Nobel en 1929 por haber crea­do la mecánica ondulatoria. La productividad cultural y científica no va siempre ligada a la protección del Estado, ni se da necesariamente entre personas de condición modesta. Con tiem­po—que me falta—formaría una lista de eu­ropeos y norteamericanos que han pensado y contribuido a la ciencia universal libremente, no para ganarse la vida. La tradición y las cos­tumbres hispánicas son las que han impedido que los ricos españoles, en los siglos xvn, xvm y xix creen ideas originales, y de dimensión universal. Entre esas tradiciones figura la de achacar a falta de medios la improductividad intelectual.

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A MANERA DE "COLOFON"

El autor se disculpa, una vez más, por haber tenido que mezclar lo nunca antes dicho con lo una y otra vez reiterado en obras y artículos anteriores. Pero mi situación sería como la del que tuviera que dirigirse a una Facultad de Me­dicina, en donde fuera corriente enseñar a unos desdichados estudiantes, que el hígado y las cápsulas suprarrenales [en este los moros y los judíos] son órganos de escasa importancia e ignorables, o tumores que han de extirparse a fin de salvar la salud del paciente; y sobre todo, para que éste conserve su buena figura y, so-cialmente, no haga mal papel.

Ojalá los historiógrafos españoles, en vista de las razones expuestas en este librito, se de­cidan a llamar españoles a quienes realmente lo son, y no a los entes fabulosos que hoy ocu­pan su fantasía. Dice Fernando del Pulgar en

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su Crònica de los Reyes Católicos, edic. cit., II, 35 : "Léese que el Capitolio de Roma, to­mada ya por los franceses la cibdat, fue reco­brado por el graznido de un ánsar, que desper­tó las velas." Según la leyenda, el cónsul Marco Manlio Capitolino, refugiado en el Ca­pitolio (hacia 389 a. de C) , se despertó al oír el graznido de los gansos sagrados, y logró rechazar a los galos del norte de Italia que habían ocupado Roma. Para Fernando del Pulgar, los galos de la Galia cisalpina, en 389 a. de C, eran ya franceses; que aquel esplén­dido cronista, tan buen narrador de lo que acontecía en torno a él, desbarrara al referirse a la historia de Roma, es excusable en el si­glo xv. Que quinientos años más tarde, los historiadores españoles llamen españoles a los numantinos, a Viriato y al emperador Teodo­sio y los godos, es sólo un síntoma de la ra­dical anormalidad de la historiografía hoy pa­decida por un pueblo, cuya conciencia colecti­va se nutre de ilusorias fantasías, y carece de un objeto real a que referirse, situado en un tiempo y en un espacio rigurosamente deter­minados.

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I N D I C E

Págs.

Advertencia previa. Cómo y por qué no pudo ser autóctona la palabra "español" 7

Acerca de la vigente seudohistoriografía 23 Doña Juana Enriquez descendía de judíos 38 Honra en conflicto con la actividad intelectual o

artesana 46 Insuficiencia de la historiografía económico-

sociológica 54 Cómo llegaron a existir los españoles 69

Fases y aspectos del pasado español 83

En resumidas cuentas 93 A manera de colofón 110

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