casas muertas y lope de aguirre príncipe de la libertad de miguel otero silva

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  • 8/19/2019 Casas Muertas y Lope de Aguirre Príncipe de La Libertad de Miguel Otero Silva

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    MIGUEL OTERO SILVA

    CASAS MUERTASLOPE DE AGUIRRE, 

    PRINCIPE 

    DE LA LIBERTAD

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    F u n d a c i ó n

    B i b l i o t e c a A y a c u c h o

    C o n s e j o D i r e c t i v o

    José Ramón Medina (Presidente)

    Simón Alberto Consalvi

    Pedro Francisco Lizardo

    Miguel Otero Silva

    Oscar Sambrano Urdaneta (Presidente Encargado)

    Oswaldo Trejo

    Ramón J. Velásquez

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    CASAS MUERTAS

    LOPE DE AGUIRRE, PRÍNCIPE DE LA LIBERTAD

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    MIGUEL OTERO SILVA

    CASAS MUERTAS

    LOPE DE AGUIRRE,

    PRINCIPE DE LA LIBERTAD

    Prólogo

    J OSE RAM ON M ED IN A

    Cronología y BibliografíaEFRAIN SUBERO

    BIBLIOTECA AYACUCHO

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    © de esta ediciónB I B L I O T E C A A Y A C U C H O

    Y M I G U E L O T E R O S I L V A

    Apartado Postal 14413Caracas - Venezuela - 1010Derechos reservadosconforme a la ley

    Depósito Legal, lf 84-1962ISBN 84-660-0130-1 (tela)ISBN 84-660-0130-X (rústica)

    Impreso en VenezuelaDiseño / Juan FresánVrinted in Venezuela

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    VIDA Y TRAYECTORIA LITERARIA DE MIGUEL OTERO SILVA

    LA BIOGRAFIA

    U n a s í n t e s i s b i o g r á f i c a del escritor Miguel Otero Silva ayudará acomprender al lector no familiarizado con su obra, la significativa trayectoria de este autor que destaca en el proceso literario venezolanocon muy característicos y personales brillos que van desde la acciónciudadana y política a la apasionada labor del periodista emprendedory combativo, para retornar, finalmente, a lo que fue siempre, desde elcomienzo, su más acendrada y fecunda actividad: la creación literaria.Actividad en la que sobresale no sólo como poeta, sino igualmente, enplano de importancia, como novelista, ensayista, conferencista y humorista. Una variedad de dotes excepcionales equilibrada a través de unaponderada y jugosa revelación participativa en el más completo y auténtico panorama de las letras venezolanas del siglo XX.

    De tal modo la apretada biografía de Miguel Otero Silva demuestraa plenitud el compromiso primordial que ha tenido en todo tiempo conel desarrollo social, cultural y literario del país y en concordancia conlo cual se expresa caudalosamente en la obra hasta ahora cumplida comotestimonio de su afán creador.

    Miguel Otero Silva nace en Barcelona, Estado Anzoátegui, el 26 deoctubre de 1908. La crítica nacional e hispanoamericana lo señalancomo uno de los primeros poetas y novelistas actuales de Venezuela.Hizo estudios primarios en Barcelona, donde residía su familia. Al trasladarse ésta a la capital, ingresó al Liceo Caracas para sus estudios secundarios. Pasó luego a la Universidad Central y allí completó cuatroaños en la Facultad de Ingeniería; pero no llegó a graduarse porquelas condiciones sociales del momento, la situación del país y las inquie

    tudes ideológicas que absorbieron su espíritu lo llevaron en plena juventud a la lucha política y al ejercicio de la literatura y del periodismo,tres fuentes poderosas e inestimables de su capacidad creadora. Estuvo

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    en el grupo más activo de los que comandaron el movimiento estudiantilde 1928 contra la dictadura de Juan Vicente Gómez y por tal motivosufrió cárceles y destierros. Estos acontecimientos marcaron honda huellaen su personalidad, le fijaron un derrotero y templaron su ánimo para

    la lucha cívica, democrática y nacionalista. Estando en Trinidad, durante su primer exilio, fue llamado a intervenir nuevamente, en 1929,contra la dictadura gomecista, formando parte de un grupo armado revolucionario que desde Curazao invadió al país por las costas de Coro; pero,fracasado este movimiento por falta de apoyo interno, tuvo que escaparotra vez al extranjero. Comenzó entonces un largo peregrinaje como desterrado, desde 1930 a 1936, que lo llevó de Trinidad y Curazao aEuropa, residiendo en España, Francia y Bélgica. En casi todos estossitios trabajó como periodista, profesión por la que sentía especial incli

    nación, pues ya, a los diecisiete años, se había iniciado en la redacciónde la revista humorística Caricaturas,  revelando de este modo una desus cualidades intelectuales de mayor intensidad y continuidad a travésde su vida: el humorismo. Muerto Gómez, el dictador, y entrado el paísen una fase de incipiente recuperación democrática, Otero Silva retorna

    a Venezuela. Entonces es cuando se va a dar de lleno a los afanes dela lucha política y del periodismo, utilizando este último medio comoinstrumento de agitación popular. Su beligerancia en este campo le procuró, en 1937, un nuevo destierro, al ser expulsado junto a otros connotados políticos venezolanos, durante el régimen de transición del general Eleazar López Contreras, último ministro de guerra de Gómez que

    a la muerte de este último había ascendido a la presidencia de la República. Esta vez el escritor se dirige a México y viaja por Estados Unidos,Cuba, Colombia y Panamá. Estando en México apareció su primer librode poemas: Agua y cauce  (Editorial México Nuevo, 1937). Cumplidala pena de expulsión, regresó al país en 1941. Inicia inmediatamenteuna larga, fecunda e ininterrumpida actividad periodística y literariaque lo coloca a la cabeza del movimiento intelectual venezolano de

    todos esos años. Es cuando, con un calificado grupo de escritores yperiodistas, funda y dirige el semanario humorístico El Morrocoy Azul, que, por la agilidad de su concepción y su estilo novedoso en el trata

    miento de la actualidad política, se constituyó en un órgano de granéxito y extraordinaria influencia en los medios populares. Al mismotiempo crea y orienta el semanario político Aguí Está,  combativo ypolémico, en el cual ejerce la jefatura de redacción. Ya en 1939 habíapublicado su primera novela, Fiebre,  en la que relata con estilo crudo,directo, próximo al reportaje, las tremendas experiencias vividas por él

    y su generación en las cárceles gomecistas. En 1942 apareció en Caracas su segundo libro de versos 25 Poemas,  y una edición de Fiebre, hecha en México, con prólogo de Armando Solano. Pero va a ser el

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    año 1943 el de su consagración en el ejercicio del periodismo; porque,en unión de su padre, quien lo patrocina, y también del poeta Antonio Arráiz, funda el 3 de agosto de ese año el diario El Nacional, que iba a convertirse en breve tiempo en uno de los periódicos más

    importantes de América Latina. En 1945 fue invitado por los gobiernos de Inglaterra y Francia a visitar esos países en reconocimiento asu labor desarrollada en favor de la causa aliada durante la guerracontra el nazismo. En 1949 se graduó de periodista titular en la Unijversidad Central de Venezuela. Poco después fue elegido presidentede la Asociación Venezolana de Periodistas.

    Una vez aparecido El Nacional,  Miguel Otero Silva instituyó unpremio anual de cuentos que, por su importancia, se ha convertido enun clásico consagratorio o de reafirmación para los escritores venezo'

    lanos del género. Ha creado también, desde la muerte de su padre en1952, el premio de pintura “Henrique Otero Vizcarrondo”, que seotorga anualmente en el Museo de Bellas Artes de Caracas, entre artis'tas menores de treinta años. En 1954 deja a un lado parte de suslabores inherentes a su cargo de jefe de redacción de El Nacional  yanuncia su retorno a la literatura. Meses después publicó su segundanovela Casas muertas,  en donde se relata la desaparición dramática deOrtiz, un pueblo de los llanos de Venezuela azotado por el paludismo.En 1958, publicó Elegía coral a Andrés Eloy Blanco,  en ediciones si'

    multáneas realizadas en España y Venezuela. En 1961 apareció enBuenos Aires su novela Oficina N9  I, cuya temática sustancial es elnacimiento arbitrario de un pueblo venezolano —El Tigre— como con'secuencia de la explotación petrolera en los llanos orientales de Vene'zuela. Esa mismo año da a las prensas un libro de ensayos, El cercado ajeno,  opiniones sobre arte y política. Y en 1962 se reúne toda suproducción humorística en un volumen, Sinfonías tontas,  publicadoen las Ediciones de la Casa del Escritor. Su cuarta novela, La muerte de Honorio,  cuyo ámbito narrativo corresponde a los momentos fina-les de la última dictadura padecida por el país, aparece en 1963. Dosaños después publica La mar que es el morir,  su cuarta colección deversos. Y en 1966 la Editorial Arte, de Caracas, recoge toda su pro'ducción lírica en un volumen titulado Poesía hasta 1966,  recopiladoy anotado por quien esto escribe.

    Su novela Cuando quiero llorar no lloro,  publicada en 1970, se haconstituido en uno de los más resonantes éxitos editoriales entre nosotrosal enfocar de manera maestra el cuadro social de la Venezuela contemporánea, centrando su preocupación en la crisis padecida por la juventuddel país.

    La poesía de Otero Silva ha sido traducida a muchos idiomas, apareciendo en revistas y antologías extranjeras. Del mismo modo, sus

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    principales novelas han sido vertidas al francés, italiano, portugués,alemán, sueco, ruso, checo, polaco, búlgaro, turco, lituano, japonésy otras lenguas.

    Lope de Águirre, Príncipe de la Libertad  fue su penúltima gran

    obra narrativa, aparecida en 1975, en Barcelona (España) con elsello de la Editorial Seix Barral. En ella el novelista venezolano reconstruye la aventura histórica de quien personifica en la América Españolauna de las figuras más controvertidas de la era colonial.

    El año pasado apareció su última novela La piedra que era Cristo, publicada por la Editorial Oveja Negra, de Bogotá, en la cual —concálido estilo de poeta— Otero Silva sigue, paso a paso, con apasionaday viva simpatía intelectual el tránsito fulgurante de la vida pública deCristo hasta su muerte en el Calvario.

    En el campo de la lírica se completa su labor bibliográfica con sendosvolúmenes editados en Caracas: Poesía completa,  Caracas, 1972, yObra poética,  Caracas, 1976.

    Un Morrocoy en el cielo  (Caracas, 1972) y sucesivamente Obra hu-morística completa  (Caracas, 1976) y JJn Morrocoy en el infierno  (Caracas, 1981) definen el ciclo de su intensa actividad en este peculia-rísimo género.

    El último libro de prosa ensayística fue publicado en 1983, con eltítulo Tiempo de hablar.

    Su novela Casas muertas  obtuvo, al publicarse, el Premio ArístidesRojas y posteriormente el Premio Nacional de Literatura. En 1960 lefue otorgado a Otero Silva el Premio Nacional de Periodismo. El 7 dediciembre de 1958 fue elegido senador al Congreso Nacional por elEstado Aragua. En el período siguiente fue diputado y, con posterioridad, nuevamente senador. Su actuación más destacada en el Senado fuela de proponer la creación de un Instituto Nacional de la Cultura, deacuerdo con un extenso proyecto que elaboró y que fue aprobado porunanimidad en el Congreso Nacional. Posteriormente se constituyó enuno de los principales propulsores de una Ley de la Cultura, que tuvo

    como propósito la creación del Consejo Nacional de la Cultura, un organismo de extraordinarias posibilidades para el desarrollo presente y futuro de las diversas áreas de la cultura venezolana.

    PERFIL DEL HOMBRE

    Como hemos señalado, la trayectoria vital de Miguel Otero Silva nos lo

    presenta en primera instancia como capitán de la aventura estudiantildel año 28. Es su bautismo de fuego en los azares de la actividad pública. Y el signo que va a marcar huella indeleble en la vida y conducta

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    del escritor, quien jamás podrá apartarse — que no lo van a dejar, además, ni amigos ni adversarios— de una fatigosa militancia de carácterpopular y democrático, ya sea en el verso, en la novela o el ensayo, enel panfleto o en el suelto periodístico.

    Desde entonces el escritor viene dictando una intensa lección en elcampo de las letras nacionales, compartiendo su labor entre el afán fecundo de la novela y el noble ejercicio de la poesía, que completa diariamente la tarea desarrollada en el periódico. Desde entonces — sinnegarse un instante— ha dado cumplida prueba de su sentir democrático, de su ideario político al servicio del pueblo. La lucha política hasido un denominador común tanto de su creación literaria como de suejercicio en el campo de la prensa nacional. De la Universidad Central,donde cursaba ingeniería, surgió la chispa de la rebeldía juvenil en un

    grupo que luego habría de manifestarse en el primer plano de la actividad pública del país, durante mucho tiempo. Primero fue rebeldía literaria y un movimiento estético que entonces tocaba las playas venezolanas — el vanguardismo— , se transformó en bandera de la insurgenciaporque era, también, en el ámbito específico de las letras una señal derevolución que llegaba a enfrentar lo caduco y a agitar nuevas consignas creadoras; mas, luego de la rebeldía literaria se pasó a la insurgencia política. Cárceles y destierros señalaron el fracaso transitorio dela aventura que alguna vez, también, hubo de impulsar el ánimo jovenhacia la acción armada contra la tiranía gomecista; pero, a la vez, esosmismos hechos templaron el espíritu para mejores tiempos. Y cuandose marcó la época del regreso otras fueron las tareas, pero los propósitosy las aspiraciones, la esperanza y la fe eran los mismos. El año 36 vioretornar a la actividad pública, más fogueado, más seguro, al incipienterevolucionario del 29 o al agitador estudiantil del 28. Y la actividadperiodística abrió sus prometedores cauces al fogoso empuje de quientodavía soñaba y luchaba con las mismas fuerzas de ocho años atrás,aunque ahora con más firmeza y seguridad en la decisión creadora ycombatiente.

    De esa época data su adhesión infatigable a dos causas fundamentales de la realidad venezolana: la política y el periodismo. Más estaúltima que la primera. O mejor, aquélla dentro de ésta, porque ejercerel periodismo ha sido para él también una forma de participar en elesfuerzo que la República ha demandado siempre de sus mejores hombres. Su vocación literaria ha sido, de tal manera, compartida preocupación por los problemas fundamentales del país, que es como decir pornuestro pueblo dentro de su tiempo histórico. Como todo verdadero escritor, Otero Silva ha tratado de expresar su tierra y los hombres de estatierra dentro de la realidad misma del ser y de la nación venezolana,asediados por innúmeras fuerzas y circunstancias que detienen, dentro

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    del proceso histórico, su ascenso hacia mejores formas de vida. Y al expresar de esta manera a Venezuela se ha expresado también a sí mismo,con la quemante brasa de la propia vida que ha ido a tomar aliento enla desgarrada intimidad del pueblo. Porque nunca ha sido la suya acti

    tud pasiva, sino conducta ancha para que la palabra —que es la lenguade la comunicación en la obra literaria— alce su estremecida vivencia,su mensaje de humana solidaridad, su enronquecida calidad de pueblo, que por boca del poeta, del novelista, del ensayista o del humorista, ha estado siempre hablando un solo lenguaje: el del diálogoque rescata el sentido más hondo del sentimiento colectivo. Por eso,Otero Silva jamás ha sido escritor reducido a planos estéticos puros,sino activo militante de una estupenda convicción creadora que desdeña los secos atributos de la asepsia literaria para hundir sus ma

    nos en el barro palpitante de la realidad. Y de allí ha salido, ciertamente, con las manos llenas de una sustancia turbia, pero viva; deuna aleteante materia humana, visceral, pero verídica. Por eso, sus

    libros de poesía, sus novelas todas, sus ensayos, y, en fin, su diversoquehacer literario, constituyen alegato insuperable de una manera de

    compartir el escritor la ansiedad de la propia existencia con la que

    emerge de la comunidad nacional poderosa y arrolladora como unrío crecido. Ese es, precisamente, el mejor destino de un escritor:

    poder expresar el compartido sentimiento de lo humano, como reflejo

    de una más ancha resonancia social.

    Por eso, en estas páginas que ahora iniciamos para presentar el volumen que la Biblioteca Ayacucho dedica a su extensa obra novelística,nos interesa por igual tanto el intelectual como el hombre. En muy pocos escritores venezolanos hay tanta claridad de vida en la conductaliteraria, como en Miguel Otero Silva. Quien se acerca sin mezquindadesa él ha de hallar, seguro, el resplandor de la amistad que no logran

    empañar avatares ni caídas. Noble y generoso lo es con quien no se

    escuda tras falso y egoísta ropaje. De una sola pieza para conocerlo decuerpo entero al primer encuentro verídico. Pero si con los amigosavanza la mano decidida en el gesto certero, para los adversarios reservael amargo zumo del limón en el trato que no admite componendas nisubterfugios. Su ingenio pronto y su cáustico lenguaje pulverizan la mediocridad o el pobre caudal imaginativo de quienes se le enfrentan. Esosí: siempre de frente, dando la cara. Dispuesto al lance que no escudael cuerpo y a dar el golpe que pide el contrincante. Si categórica es lapersonal manera desafiante de verlo en trance semejante, alcanza ma

    yores dimensiones su actitud cuando asume papel de polemista. Porqueestá en su medio, porque se desenvuelve dentro de los elementos naturales de sus características reservas intelectuales.

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    Sin embargo, es el ejercicio de la amistad lo que mejor define el perfil humano de Otero Silva. Quizás parezca a quien lo trate por primeravez, hosco o desconfiado, desdeñoso o altivo, antipático o cerrado alesfuerzo de la comprensión ajena; y en lo cual tiene mucho que ver

    su clásica falta de memoria para recordar rostros y señales de los seres.Pero la manadora fuente va por dentro, y el logro mejor está en acertarle el resplandor de la intimidad, la fibra generosa que le pulsa elalma, la desprendida claridad del hombre que busca la correspondenciasimpática en la coyuntura de estrechar los lazos del conocimiento. Hayque andarle muy de cerca para palpar el fuego crecido de la sangre, queno la hurta o regatea, pero que tampoco la prodiga o malgasta en laajena esperanza, casi siempre fallida. Por eso, es hombre de andar seguro, de sentirse seguro, de hallar que el calor que pone en los demás

    no es dádiva sino correspondencia. Hay que colocarle el oído muy decerca para sentir cómo está creciendo cada momento el desprendido árboldesde adentro, de lo hondo.

    Hombre sin fisuras, hombre decidido, enérgico y cordial. Hombreabierto a la luz cenital de la vida; hombre plantado en la responsabilidad de su tiempo, listo a darle el frente a los más singulares combates: idealista, generoso, situado a conciencia en su noble designiode creador, penetrante y resuelto, reflexivo y equilibrado, mesurado yactivo, dinámico y parsimonioso, es este Miguel Otero Silva figura destacada de la mejor representación intelectual de la Venezuela contemporánea.

    LA DEMANDA Y EL QUEHACER

    Confirmando lo apuntado en las páginas precedentes hemos de decir quela actividad literaria de Miguel Otero Silva asume una diversidad derealizaciones, verdaderamente notable, asombrosa por el equilibrio general impreso a todas sus formas expresivas, como si se tratara de laconjunción de muchas personalidades en una sola. Y así lo es, enefecto. Rara mezcla de manifestaciones distintas de una vocación intelectual nutrida de apetencias variadas, incapaz de contenerse en un soloámbito de la creación literaria.

    En 1937 Agua y cauce, su primer libro, es el tributo juvenil a lapoesía, y obra que recoge el impulso y la experiencia de aquellos añosde febricitante actividad político-literaria, señalada por el vigoroso pronunciamiento de la generación del 28, de la que Otero Silva formaparte con pasión y reciedumbre de iniciado. Dos años más tarde, lanovela Fiebre  manifiesta, de una vez, la garra magistral del narrador.Es ya la pasión, virtual pasión, del novelista que sin desamparar al

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    poeta anuncia su incontrastable y briosa fuerza. En 1942, otra ofrendaa la poesía: 25 Poemas,  recopilación de una dispersa actividad de años,con intención antològica o selectiva, no del todo precisa. Un año anteshabía sido la experiencia periodística, creadora con la fundación de El 

    Morrocoy Azul,  o con la aparición de aquel recordado semanario político, trinchera de combate, que fue Aquí Está.  En 1943, de nuevo lafunción del periodismo, echando las bases de ese gran periódico que esEl Nacional.  Es la entrega total, al parecer definitiva, al periodismo exigente, comprometedor y responsable. Y Miguel se da a la faena contodas sus fuerzas y potencias, con todas sus iluminadas y dispuestasaptitudes. Parece, así, haber enterrado las otras vocaciones. Y el largotiempo que transcurre de 1943 a 1954, parece dar la razón a quienespiensan haber ganado un gran periodista para perder al poeta y al novelista. Pero ese último año su novela, Casas muertas, anuncia de improviso la vuelta al ejercicio literario, al cultivo de las buenas letras. Y lapoesía, igualmente, toma nuevo impulso en sus manos, esta vez paracantar, en 1958, con tono grave e inspirado, la desaparición de unentrañable poeta amigo, muerto trágicamente: Elegía coral a Andrés Eloy Blanco.  Dominio del verso, riqueza de expresión, seguridad en ellenguaje y en la eficacia magistral del tema poético, dan calidad insospechable a esta obra. Luego otra novela en 1961, Oficina N? 1,  continuación — en cuanto a los personajes principales— de Casas muertas,siendo en realidad obra creada con independencia de ambiente, de ca

    racterísticas y estilo distintos a esta última. Pero también el ensayistase manifiesta con certera dignidad en el libro El cercado ajeno  publicado por la Librería “Pensamiento Vivo” en 1966. Otras obras reseñadas precedentemente (novela, poesía, ensayo, humorismo, teatro) ponen de relieve la amplitud de su obra y el desafío que ha debido enfrentar, a plenitud, en la variedad y densidad de su creación.

    Mas esa diversidad no ha roto jamás, de ninguna manera, el cuadrounitario de la expresión literaria del autor. Ni siquiera cuando ha pa

    sado, sin solución de continuidad, de la prosa llena de profundas resonancias de sus novelas al ensayo biográfico o literario, o al tratamientodirecto de la áspera realidad política de nuestro tiempo venezolano, o alalegato vibrante en favor de una causa del pueblo o de la cultura nacional; o del remansado fuego de la poesía a la traviesa aventura del ingenio, flor de humorismo. En todo tiempo y circunstancia una doble condición se advierte siempre en el escritor: la presencia del poeta y la delperiodista. En el ensayo, por ejemplo, está antes que nada la garra delperiodista, como en la novela se hace viva y penetrante la presencia del

    poeta; pero en aquel primer caso sin desmerecer, naturalmente, el buenestilo literario. Porque es erróneo el juicio de quienes pretenden identificar, con inexcusable precipitación, ligereza de estilo y creación diaria

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    del periodismo. Su libro, El cercado ajeno,  contentivo de opiniones sobrearte y política, es muestra irrefutable en este sentido.

    Pero hay algo más definitivo en todo esto. Y es que no sólo el estilo,el aliento o la concepción creadora, determinan esa unidad que seña

    lamos en la obra literaria de Miguel Otero Silva. La temática de suslibros —prosa o verso, ensayo o humorismo— es una sola: temática dela vida nacional en su más amplia experiencia; y por tanto, de profunda resonancia humana que va a enfrentar su responsabilidad creadoracon el destino mismo del pueblo venezolano. Y esto sí que es a nuestroentender sello que define una trayectoria, carácter que apresa el rasgomayor de una creación literaria de trascendencia, signo que revela elcompromiso solemne de un escritor de nuestro tiempo.

    FRENTE AL ESCRITOR Y SU OBRA

    Conozco a Miguel Otero Silva desde hace unos cuantos años. Los suficientes como para poder escribir sobre él y su obra con entero dominioy fidedigna imparcialidad, a pesar de mi cercanía espiritual a su persona. Esto hago ahora cuando soy llamado a presentar su obra narrativacon un prólogo que recoja una visión total de su persona y de su actividad creadora en el campo de la literatura venezolana de nuestro tiempoen dos de sus vertientes principales: la poesía y la novela. No es difícilseñalar las coordenadas de este proceso personal del poeta y del novelista dentro del contexto general de la poesía y la novela venezolanasde este siglo: sus líneas son muy claras, su trayectoria muy precisa ycertera; pero especialmente su vocación y su dedicación a las tareas intelectuales —en profusa dignidad y pasión— le asignan una categoríay un valor especiales en el cuadro más auténtico de nuestros valoresliterarios nacionales.

    Su profundidad y conocimiento del curso literario de estos tiempos,su cultura y sensibilidad abiertas al fenómeno total de la vida universaldel arte contemporáneo y las diversas posibilidades en que se ha manifestado con vibrante y a la vez contenida disposición creadora, hacenque sus aciertos y sonoros triunfos en la novela, el ensayo, el periodismo, el teatro, en suma, respondan, por encima de cada una de esasfacetas del escritor, a la más primordial y definitiva de su arte toda:la del poeta. Así lo ha manifestado con orgullo el propio Miguel OteroSilva en más de una ocasión, de modo que no hacemos más que destacarla que puede ser considerada como virtud iluminadora, como rumbo ycauce definidores de una acción literaria comprometida en primer término con el alumbramiento lírico.

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    En un libro publicado por Fernando Paz Castillo (UCV , 1975) paraexplicar la obra literaria del autor se asienta con muy convincentes razones que él es:

    “acaso, uno de los temperamentos más complicados de nuestro medio inte

    lectual. A la par, alegre y triste; hablador y silencioso; amigo del mundoy también de la soledad; mordaz y compasivo; democrático y aristocrático;aficionado al deporte y sedentario. Y, sobre todo, amante de la novedad

    en la vida y en el arte, mas siempre respetuoso de lo clásico, o de lo que,por justas razones, se acerca a parecida categoría”.

    Es una muy precisa y sumaria calificación que perfila al hombre, yespecialmente a su compromiso literario.

    Pero aún hay algo más. Con aguda penetración de amigo, ArturoUslar Pietri piensa en un hombre hecho de una sola pieza, incorruptible

    y entero en su misión en la vida y en el arte, cualesquiera que sean susmanifestaciones y el destino que le depare su compromiso real ante lahistoria de su país y del mundo:

    “No va a amanecer al día siguiente siendo un hombre distinto del que fueayer. No se hagan ilusiones los que esperan verlo ablandado o indiferente.

    Va a seguir siendo el mismo diablo de hombre lleno de la mayor capacidadde entusiasmo, dotado del mismo agudo sentido del humor, que no es sino

    de poner las apariencias en cuarentena, que con el mismo gesto displicente

    puede irse a escribir un libro, a incorporarse a una barricada o a adivinar

    poesía”.

    El escritor Juan Marinello, de Cuba, coincidió, a su vez, en la indivisibilidad del creador y del hombre:

    “El poeta, el ensayista, el periodista y el narrador que hay en Miguel OteroSilva poseen estatura sobrada para ganarle la devoción cordial e intelectualde toda nuestra América. En los tres campos se juntan la humanidad valerosa y la sensibilidad sin sosiego”.

    Otro que dio sus palabras para acercarse, con sinceridad, a la perso

    nalidad del escritor fue Benjamín Carrión, del Ecuador, al decir:

    “Reedita Miguel Otero Silva la configuración del polígrafo: hombre que,en letras y artes, domina todos los géneros desde el lector y admirador

    apasionado y estimulante de las obras ajenas, hasta el cultivador de las

    formas de expresión. Poeta — acaso poeta como denominador común— ,novelista, crítico, polemista, periodista, ensayista. Y en todas esas líneas,con obra bastante, en cantidad y calidad, para que se le aplique, en cada

    caso, el título que corresponda: el novelista Miguel Otero Silva, el poeta

    Miguel Otero S ilv a .. . , y así en todo lo demás. El hombre Miguel Otero

    Silva vale tanto como el escritor: lealtad de amigo, generosidad de compañero. Y ese colocarse siempre, con los pies muy firmes, en la buena orillade las causas del hombre”.

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    Escribía Ramón Díaz Sánchez, el novelista, el historiador venezolano:

    “Yo admiro en Otero Silva al escritor de novelas, al creador de categorías

    individuales bien definidas dentro del clima social de la vida venezolana.También al pintor de nuestros paisajes y al dramático evocador de acon

    tecimientos y momentos inconfundibles del proceso social de un pueblo quebusca sus coordenadas históricas en medio de vaivenes de su existencia.

    Creo que para juzgar con acierto su posición y sus soluciones es necesario

    tener siempre presente que no se trata de un matemático ni de un meroeconomista sino de un artista, y que el arte es un privilegio que hay que

    aceptar en razón de su fuerza creadora y de su exaltación expresiva”.

    Antonia Palacios, la excelente narradora y poeta venezolana, coincideen destacar los aspectos más característicos del escritor:

    “Gozador de cada minuto, de cada segundo, sumergido hasta lo hondo enese “aturdido milagro” que es la vida: dándose a todo y a todos, sabiendo

    tanto de la sensualidad del roce en la vasta piel de la existencia como de

    lo que está más allá de la epidermis en ámbito oculto, iluminado, Miguel

    Otero ha auscultado las palpitaciones del correr de su propia sangre y dela sangre que tiene por cauce el mundo. Y es a esa obra de Miguel, aquella

    que está siempre haciendo y rehaciendo, en infatigable dinámica, aquella

    que nunca desfallece, en incesante renovación, a la que nos encontramos

    incorporados los que tenemos el privilegio de ser sus amigos. Allí nos brinda

    la condición insustituible para toda obra, para toda vida: fidelidad” .

    Por su parte el norteamericano Carleton Beals remata con palabrasdefinitivas el perfil viviente y creador del escritor:

    “Quien no conoce la obra de Miguel Otero Silva, no conoce Venezuela. Un

    viajero puede saber de su grandeza y belleza, desde los llanos a la cima

    de sus montañas; hasta Maracaibo, donde la independencia estuvo medio

    perdida; pero en las novelas, los ensayos, los poemas de Otero Silva se penetra la verdadera alma del pueblo venezolano, un alma generosa, degrandeza y hasta terrible por los crímenes, abusos y profanaciones que hasufrido. De lejos he combatido las tiranías de Juan Vicente Gómez y Pérez

    Jiménez, etc., pero no sabía toda la iniquidad hasta leer la novela de OteroSilva sobre una penitenciaría en la selva. Es igual a lo mejor de Dostoiesvs-ki. Todas sus escrituras revelan un espíritu íntegro, moral, modesto, sensible. En fin, un artista”.

    Germán Arciniegas, escritor colombiano ligado a la vida y a las letrasvenezolanas, escribe con receptivo humor tal vez el más cordial y completo perfil de Miguel Otero Silva:

    “Ancho de espaldas, abierto en la risa, bueno en el humor, bravo en la

    lucha, afortunado en las rifas, enorme en la tribuna, señor en Macondo,espléndido en la amistad, experto en caballos, blasfemo en las coplas, juga

    dor en la política, humanista en la novela, triunfador de las letras en

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    Rusia, manobrava en los sarcasmos, venezolano puro, del clan de los Buen-

    días; señor en Arezzo, fichado en Curazao, poeta, gozador de la vida, caribeen el infierno, toreador de tempestades, poeta, cantor de la madrugada,sagitario nocturno, trotamundos, alucinado, socialista impenitente, medala-

    gana en la aventura, matemático vocacional, riguroso en la lógica, feliz

    en el absurdo, poeta, buzo en las realidades, fantasioso ocasional, artistaconstante, intrépido polemista, niño caprichoso, ¡ah!, el de las Casas muertas, ¡ah!, el de La muerte de Honorio,  coleccionista de cuadros, dueño de marfiles, nombre de arcángel, apellido de loma, selva o silva, sesenta años lleva

    este hombre jugando con el diablo a la caza de las almas. El Diablo le

    dice: ¡San Miguel Dorado, por una alma vengo! Abre Miguel, las alas de

    papel, salta, corre, ríe. e l   d i a b l o : ¡Si no me la das, cogida la tengo!

    m i g u e l : No te la doy. Etcétera. Loor a Miguel Otero Silva”.

    Todo eso es Miguel Otero Silva. Preciso y real. Miguel Otero Silva noes un hombre —su personalidad, su obra, su quehacer— ante el cualse puede permanecer indiferente. Además, concita odios gratuitos, rabiosas embestidas, insólitos quebrantos sin razón, diatribas enconadas,como tiene —igualmente— amistades que se juegan todo por él endefensas aguerridas, rayanas en la más perfecta impunidad del afecto.Este carácter —por demás significativo— me parece que pone de relieve la calidad excepcional del escritor, en sus más diversas y afirmativas facetas, dentro del proceso contemporáneo de las letras venezolanas. Yo me cuento del lado de la amistad.

    Pero esta circunstancia no amengua ni limita mi capacidad crítica,imparcial y objetiva, frente al hecho de la creación literaria que distingue el esfuerzo creador de Miguel Otero Silva dentro de las coordenadas particulares que caracterizan sus diversas tareas por más de cincuenta años en el campo de las letras venezolanas de este siglo.

    En efecto, hay una trayectoria histórica del creador, un desasosegado ypermanente impulso que lo obliga a concretar su acción en el poema, enel ensayo, en la novela, en el artículo de periódico, en el arranque mul-tifacético del verso o del dicho humorístico, en todo eso que contiene la

    “vertiente artística de su vida”, una forma de la actividad del hombre quese afirma con sus años de combate en la arena política y social del país,cualquiera que sea el sitio donde se encuentre. Por eso — a todo lo largode su vida— su quehacer literario, emparentado estrechamente con suquehacer ciudadano — que es como decir lo humano esencial en funciónde totalidad hacia dentro y hacia afuera— , se manifiesta como un compromiso ineludible que se vuelca torrencialmente en la calidad testimonialde su obra creadora, sea esta la novela, el ensayo, el poema o la razón másalta de su condición humorística. Por encima de todas las circunstanciasy exigencias a que lo obliga su participación popular en el destino delpaís, Miguel Otero Silva ha sido, es y será siempre el poeta por excelencia, el hombre del verso que golpea y aturde, que denuncia o alecciona

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    o que simplemente llama la atención para que el amor y la paz reinenen el corazón del hombre. Está hecho de arcilla parecida a todos loshombres de esta tierra y por eso entiende —ha entendido siempre—que la faena del intelectual, cualquiera que sea el camino que escogió

    para su creación, es la del testimonio. Del testimonio vivido, sentido yprofundizado como un sentimiento más, porque la vida no deja tiempopara otras cosas.

    Razón tuvo Jorge Zalamea al escribir:

    “Las dos vertientes de la actividad de Otero Silva confluyen, se unen, se

    identifican en su creación poética. Miguel pertenece a la gran familia de

    los poetas testimoniales que han sabido escaparse de sí mismos, trascender

    de su indispensable confrontación con el alma propia, superar su justo

    orgullo de creadores de sueños y de mitos, para buscar la comunión de

    boca a boca con los pueblos, con su innumerable, miserable y admirablesemejanza. Miguel es poeta de testimonios y, por lo tanto, poeta de aire

    libre, poeta de grandes audiencias. No de capillas y recetas”.

    Esta es la realidad atrayente y comprometedora de Miguel Otero Silvacomo hombre y como escritor. Una trayectoria vital y una creación—densa, profunda y encarecidamente venezolana y de su tiempo— quese manifiesta como un compromiso constante e imperioso con la verdadhistórica de la literatura y con la primordial solicitud de un país como

    el nuestro, complejo y alucinante como toda América. Por eso, sin dejarde ser venezolano —hasta los tuétanos— en todas sus manifestaciones,Otero Silva ha alcanzado, sin querer y sin proponérselo, pero por lasrazones sustantivas y de severa autenticidad de su obra intelectual, una jerarquía y una dimensión netamente americana.

    LA NOVELA COMO TESTIMONIO

    Específicamente la obra narrativa de Miguel Otero Silva es una de lasmás significativas en la historia de la literatura venezolana. Las sietenovelas que ha escrito hasta el presente han marcado un proceso deevolución y maduración constante, y constituyen, sin ninguna duda, unaporte sustantivo de Venezuela al extraordinario desarrollo de la novelística latinoamericana dé las últimas décadas.

    El crítico Alexis Márquez Rodríguez, quien ha estudiado detenidamente y a fondo la obra novelística de Otero Silva, señala cómo suobra posee, en cierto modo y vista de conjunto, un carácter autobio

    gráfico, en el sentido de que, por lo menos desde Fiebre  hasta Cuando quiero llorar no lloro,  esa obra traza un vasto mural de la historia contemporánea de Venezuela, sobre la base de una serie de sucesos de los

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    cuales el mismo Otero Silva ha sido, o bien protagonista directo, o bientestigo excepcionalmente despierto y sagaz. En efecto, Fiebre  es la novela de la Generación del 28,  de la cual Otero Silva fue figura muyimportante, y sin duda la más notable desde el punto de vista intelectual.

    Casas muertas  narra episodios ocurridos entre 1909 y 1929. Oficina N? 1,  que es continuación inmediata, en lo anecdótico, de Casas muer-tas,  extiende su acción desde 1929 hasta 1941. La muerte de Honorio se sitúa exactamente en los ocho o diez meses que precedieron a lacaída de Pérez Jiménez, en 1958; pero en el recuerdo de sus protagonistas nos lleva hasta mucho más atrás, y nos pone al tanto de muchode lo ocurrido en Venezuela desde el derrocamiento del gobierno democrático de Isaías Medina Angarita, en 1945. Cuando quiero llorar no lloro  presenta el cuadro dramático de la violencia que imperó en Vene

    zuela durante casi toda la década de los años sesenta, y que hizo dela juventud su principal víctima, trágicamente signada, o bien por laagitación guerrillera de los grupos de izquierda que se empeñaban enderrocar el poder constituido para establecer un régimen socialista, obien por la delincuencia marginal, o por la delincuencia patotera  quedurante mucho tiempo imperó entre jóvenes de familias pudientes.Sólo las dos últimas novelas — según observa Márquez Rodríguez—Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad  y La piedra que era Cristo, no se refieren a la historia reciente de nuestro país. Sin embargo, con

    cluye el mismo ensayista, no obstante referirse a períodos históricosremotos, en ambas novelas el autor hace innumerables alusiones ahechos de la vida presente venezolana, y en general del mundo contemporáneo, casi siempre con un tono satírico y de denuncia.

    Esto último, precisamente, ha sido otro de los signos más notoriosde la obra narrativa de Otero Silva. Su presentación del acontecer venezolano a través de episodios novelescos no ha sido meramente pasiva,menos aún inocua. Antes bien, ha sido siempre en un tono de críticay denuncia, aunque sin incurrir tampoco en la literatura de cartel. El

    mismo ha señalado más de una vez ese propósito, de mostrar las lacrasde nuestra sociedad pero sin caer en lo panfletario.

    En todo esto es posible advertir — como lo han señalado muchoscríticos y el propio novelista— una especie de convergencia entre lonovelesco y lo periodístico, que siempre han convivido como impulsosvocacionales, y aun como oficios, en Miguel Otero Silva. Sus novelas—e incluso sus poesías, ha dicho él mismo— siempre han tenido mucho de reportajes, y en general de material periodístico. Lo cual sirvepara desmentir el prejuicio inveterado de que el trabajo periodístico

    suele ser perjudicial para el estilo del escritor. Otero Silva demuestralo contrario. No sólo porque sus novelas se han servido muchas veces,con evidente brillantez, de los recursos periodísticos, sino también por

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    que no pocas veces sus escritos específicamente periodísticos han resultado favorecidos por el empleo de elementos formales propios de lanovela. Lo cual no debe sorprendernos, pues ello ha sido más bien usualen nuestra América. No son sólo los casos, harto conocidos y comen

    tados, de escritores y periodistas norteamericanos como Hemingway,Truman Capote o Norman Mailer, sino también latinoamericanos comoGarcía Márquez o Carpentier, en quienes la convergencia periodismo-literatura ha sido sumamente vigorosa y fecunda.

    DOS NOVELAS FUNDAMENTALES

    Las dos novelas seleccionadas para este volumen de la Biblioteca Aya-cucho, Casas muertas  y Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad,  son,sin duda, altamente representativas de la narrativa dé su autor. Setrata, sin embargo, de novelas muy diferentes entre sí, no sólo por loopuesto de sus temas, como por lo distinto de sus estilos. Casas muertas narra, a través de la vida de unos personajes muy precisos, la vida languideciente de un pueblo venezolano en la época pre-petrolera, en eseperíodo trágico de nuestra historia que va desde el fin del caudillismoy de las guerras civiles cuyo punto de arranque lo marca la dictadura de

    Juan Vicente Gómez, hasta el inicio, todavía bajo su imperio, de la explotación petrolera. Un período de miseria, de hambre, de desolación,en que el paludismo había sustituido con enorme eficacia al flagelo representado por la presencia de los caudillos voraces y de las guerras civiles en el país, durante todo el proceso histórico del siglo XIX en Venezuela. Es, pues, una historia contemporánea, tanto más cuanto que loshechos narrados en la novela coinciden cronológicamente con la vidadel novelista.

    Se trata, por lo demás, de una historia real, en el sentido de que el

    pueblo donde Otero Silva ambienta su novela, Ortiz, en el Estado Guá-rico, efectivamente vivió esa dolorosa experiencia de ver cómo su antiguaprosperidad se iba disolviendo, destruida por la violencia, por las enfermedades endémicas, por la incuria de los gobernantes. . . Ortiz, en talsentido, no fue sino un símbolo, escogido por el novelista para representar el drama vivido igualmente por muchos otros pueblos venezolanos:Barinas, Guanare, Ospino, Calabozo, San Femando de Apure. . .

    Historia real, dijimos, en lo que tiene precisamente de referenciasimbólica. Los personajes y sus hechos son, desde luego, creación novelesca, invención imaginativa del autor. Pero la Carmen Rosa, el Sebastián, el Olegario, la señorita Berenice, el señor Cartaya, la Petra Socorrode la novela, no fueron sólo de Ortiz, sino que vivieron en todos y cada

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    uno de aquellos pueblos venezolanos que descendieron de una antiguaprosperidad a la más aterradora desolación y desesperanza.

    La temática, en cambio, de Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, nos remonta a los tiempos de la Conquista. La vida de Lope de Aguirre,

    el famoso caudillo español cuyas terribles ejecutorias, a pesar del pocotiempo que abarcaron en la realidad, llenan todo un capítulo en lahistoria de nuestro Continente, y en especial de Venezuela, fue unasucesión de hechos insólitos, que han despertado siempre la curiosidady el interés no sólo de los historiadores, sino también de los novelistas.Y aun han dado origen a las consejas, al mito y la leyenda.

    La novela de Otero Silva refleja muy bien la vida trágica y complejade Lope de Aguirre, una dura sucesión de esfuerzos y frustraciones enbusca de una meta que él juzgaba esclarecida, y en persecución de

    la cual no vaciló en emplear los métodos más inhumanos y horrendos,incluso y sobre todo el asesinato de todo aquel que, bien en realidad,ora en su imaginación atormentada, se opusiese a sus propósitos. Mastambién refleja con patético verismo la dureza de aquellos tiempos, enlos cuales unos hombres venidos desde lejos atraídos por la ambiciónde riquezas o de glorias — unos pocos también en cumplimiento deuna misión evangelizadora— , se lanzaron a la conquista de un mundodesconocido, cuyas primitivas formas de vida sólo eran comparables ala brava realidad de una naturaleza totalmente indómita, donde todavía

    el hombre estaba en la etapa en que era débil juguete de las fuerzascósmicas y de los furores telúricos.

    Lo mismo en cuanto a la temática, Casas muertas  y Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad  difieren también en relación con la técnica novelesca. Hay, desde luego, elementos estilísticos comunes, como entodas las demás obras de Otero Silva. Pero hay igualmente muchospuntos divergentes. No en balde pasaron, entre una y otra, casi veinticinco años. El paso de tanto tiempo, como es obvio, alguna huellatiene que dejar en la evolución de todo escritor. Pero en el caso de

    Otero Silva ya hemos señalado cómo uno de los rasgos primordialesde su obra es la búsqueda constante de la novedad, de la renovación.Entre estas dos novelas no sólo ha transcurrido el tiempo antes señalado, sino que también han mediado tres novelas sucesivas, que es preciso considerar como otras tantas etapas en esa búsqueda incesante delo nuevo, en este caso a través de la experimentación y el ensayo denuevas formas de expresión.

    En Casas muertas  puede decirse que aún se percibe en el novelistael peso de una tradición narrativa que venía de Gallegos y de la llamada

    novela regional.  Esto, aclaremos, en cuanto a la técnica primordialmente,y en menor medida en cuanto a la temática. La concepción de lospersonajes, primero, y luego su misma estructuración psicológica, algo

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    deben a la técnica galleguiana. Lo mismo cabría decir de algunosaspectos relacionados con la elaboración de la trama narrativa. Sinembargo, en esta misma comienza también su diferencia con la novela tradicional. El manejo del tiempo, no tanto como elemento de

    fondo, sino más bien como recurso técnico, representa ya en Casas muertas  cierto grado de novedad, no sólo en relación a sus antecedentes, sino incluso en cuanto refleja una búsqueda estilística, y sobretodo un encomiable afán de poner al día la narrativa venezolana conreferencia a la que ya comenzaba a manifestarse en la realidad, de loque poco después dio origen al llamado boom,  hoy conocido con máspropiedad como nueva narrativa latinoamericana.  El antes citado críticoAlexis Márquez Rodríguez, en un trabajo publicado en el Papel Lite-rario  de El Nacional  el 23/10/83, con motivo del 75? aniversario de

    Otero Silva, dice al respecto lo siguiente:Casas muertas  ( . . . ) publicada en 1955, a menudo considerada como lamejor (novela) de su autor, adopta la técnica del empalme,  interesante modalidad, en su caso, del llamado relato circular.  El relato se inicia, enefecto, con la muerte de uno de lós personajes centrales, Sebastián. Lanovela comienza diciendo: “Esta mañana enterraron a Sebastián” . Segui

    damente el narrador se remonta a mucho más atrás, y va relatando unaserie de hechos que tienen como eje al propio Sebastián, y al otro perso

    naje central, Carmen Rosa. Al final del capítulo XI, la acción se empalma con aquella referencia inicial: “El padre Pernía bendijo el cadáver y le

    cubrió la faz amarilla. Carmen Rosa rompió a llorar sin trabas, refugiadala frente entre las manos, curvada sobre la mesa donde la lámpara de laVirgen del Carmen consumía sus últimas gotas de querosén. . . Pero hay

    un capítulo más, en el cual la acción continúa desarrollándose. De modoque no se trata de una coda,  como suele ocurrir. El capítulo XII de estanovela es un capítulo estructuralmente completo, y además fundamental,puesto que va a enlazarse, más tarde, con Oficina N? 1,  la siguiente novelade Otero Silva, que es continuación de Casas muertas.

    Hoy día la técnica aquí descrita supone un manejo del recurso cro

    nológico bastante común en la narrativa latinoamericana, y no significa,por ello mismo, ninguna novedad para el crítico o el lector familiarizado con esa narrativa. Pero hace treinta años, cuando se publicaCasas muertas,  no era así, pues si bien dicha técnica no podría considerarse, ni aun entonces, como una innovación absoluta, sí resultabainusual en Venezuela, y todavía poco extendida en el resto de nuestroContinente.

    En Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad  las cosas son muy distintas. Se trata, como ya se ha dicho, de una novela de tema histórico.

    Para escribirla el autor hubo de fundamentarse en una rigurosa y minuciosa información. Después de realizar este trabajo en forma exhaustiva, a la hora de reconstruir la vida del personaje protagónico, el autor 

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    rebasó intencionalmente sus fuentes documentales, e inventó  detallescomo parte del tratamiento novelesco de la materia que tenía en susmanos. Todo ello, precisemos, sin deformar la verdad histórica  acercade la vida de Lope de Aguirre.

    Sin embargo, en cuanto se refiere a la trama narrativa, esta novelaadopta una linealidad de tipo tradicional, en el sentido de que respetala secuencia cronológica de los hechos relatados. Esto no lo señalamoscomo virtud ni como defecto. Simplemente registramos el dato. No es,pues, aquí, donde podemos señalar novedades en Lope de Aguirre,Príncipe de la Libertad.  Pero sí hay experimentación en el empleo deciertos anacronismos, muy en boga en la narrativa contemporánea, aunque de hecho tienen sus raíces en novelas publicadas ya en los añosveinte, como el Orlando  de Virginia Woolf, y en lengua castellana lanovela EcueYambaO,  del cubano Alejo Carpentier. En Lope de Agui-rre, Príncipe de la Libertad,  por ejemplo, el novelista pone en boca delcaudillo marañón exactamente las mismas palabras que Simón Bolívarpronunciara tres siglos más tarde, cuando increpó a la naturaleza enmedio del pánico causado por el terremoto de Caracas, el jueves santode 1812. Como éste hay en la novela varios pasajes en los cuales el

    novelista juega con las incongruencias cronológicas.

    Uno de los rasgos que más insistentemente se han señalado en las

    novelas de Otero Silva se refiere al aliento poético de su lenguaje. Enefecto, el poeta que hay en este autor no se expresa sólo en su obra en

    verso —ya lo hemos apuntado— sino que se manifiesta también en lanarrativa, y en general en todo cuanto escribe, incluso el material periodístico. En las novelas, por ejemplo, emplea con frecuencia la meta-forización, aunque no con exceso, sino más bien bajo un evidente controlestilístico. Lo cual revela en él lo que, refiriéndose a Rómulo Gallegos,

    Orlando Araujo llama una conciencia lingüística.  Lo mismo podríamosponer de relieve respecto de otros recursos poéticos del lenguaje, que

    están igualmente presentes en la prosa narrativa de Otero Silva, perodentro de un esquema de sobriedad que los hace aún más gratos a lalectura.

    El manejo del lenguaje, por lo demás, contribuye grandemente en lasnovelas de este autor a crear un clima peculiar, en el cual el lector sesumerge desde las primeras páginas. En Casas muertas, por ejemplo, laatmósfera de desolación y de abandono que el autor busca ofrecer hallaen el lenguaje un auxiliar inmejorable. Lo mismo puede observarse enLope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, donde el clima de tragedia que

    rodea la vida del protagonista no está dado sólo por los hechos, sinotambién mediante el auxilio eficacísimo de un lenguaje manejado comoinstrumento expresivo con gran habilidad y certera pertinencia.

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    APUNTE FINAL

    En las páginas precedentes hemos pasado revista, aunque en forma somera, a la vida y la obra de Miguel Otero Silva, con especial atención

    en las dos novelas que integran el presente volumen de la BibliotecaAyacucho, Casas muertas  y Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad. Son éstas, sin duda, dentro de su diversidad temática y de estilo, lo mismo que en atención a lo que tienen en común, altamente representativasde una obra y un autor que con justo título han sido y son tenidos comode los más importantes de la narrativa, y en general de la literaturahispanoamericana contemporánea, y aun de la escrita en lengua castellana. El prestigio de tal autor y de tal obra alcanza significación sobresaliente lo mismo en Venezuela, como en el resto de nuestro Continente

    y España. Lo testimonian así sus novelas traducidas y conocidas en numerosísimas lenguas extranjeras. De tal suerte que Otero Silva es hoy porhoy uno de los escritores venezolanos más conocidos fuera de su país.

    Este tomo de la Biblioteca Ayacucho, por lo demás, se publica comoun homenaje al autor, con motivo de haber cumplido su 7 59 aniversario,y en atención a los grandes méritos de su vida y de su obra. Una viday una obra que lo colocan en cimero lugar de la historia intelectual contemporánea de Venezuela, y han contribuido ampliamente a que nuestropaís, su cultura y sus valores espirituales, sean conocidos y apreciadosmás allá de las fronteras nacionales. Miguel Otero Silva es, sin la menor

    duda, uno de los clásicos de nuestro Continente.

    J o s é   R a m ó n   M e d i n a

    Atenas, abril de 1985

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    CRITERIO DE ESTA EDICION

    De acuerdo con el propio autor, el criterio fijado para el texto de Casas Muertas reproduce el de la segunda edición de Tipografía La Nación, Ediciones “Pasa”,

    Caracas, 1956, segunda que siguió a la primera que corresponde a EditorialLosada, 1955.

    Para Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad   se ha seguido la tercera edición(octubre 1979), Editorial Seix Barral.

    En ambos casos se han salvado las erratas detectadas.

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    CASAS MUERTAS

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    CAPITULO I 

    UN ENTIERRO

    1

    E s a m a ñ a n a e n t e r r a r o n a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afectole profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo,y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no eraacontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba delcamino que conducía al cementerio, y los perros seguían con rutinariamansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando laruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia

    fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero.Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada,fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, noquedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera delacabamiento.

    Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo elcrucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de elevados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas del

    hábito y el sol del Llano. En seguida los cuatro hombres que cargaban laurna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmopausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de enfermos.Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo lapresión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las callesdel pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de lascasas.

    Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebastián era sabida por todos — ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo

    no la ignoraba— desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llantopara ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esalluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confir

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    mación inapelable de su sentencia a muerte, sólo esperaba ver brotar suslágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto yponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzoviolento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mien

    tras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebastián se moría. Peroluego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de unvaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente porel rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por lascalles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño,Carmen Rosa lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba losnervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero,casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse enla ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida con los ojos abiertosy anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.

    Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistíaal entierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remontabanla leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella caminabaarrastrando los pies como todos, en la misma cadencia de todos, perose sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido se negabaa aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba con su cuerpoeran dos personas distintas y que bien podía la una seguir con pasosde autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regresaba a lacasa en busca del llanto.

    Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, doña Carmelita,con el mohín de niño asustado que la vejez no había logrado borrar, llorando no tanto por Sebastián muerto, como por el dolor que sobre CarmenRosa pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no haberpodido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Marta, lahermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada por aquellalenta marcha bajo el sol. Carmen Rosa advertía en la atmósfera la fluenciadel amor de las dos mujeres, la ternura de ambas sosteniéndola para queno diera consigo en tierra.

    En el trecho final cargaron la urna cuatro hombres jóvenes como Se

    bastián, aunque no vigorosos como lo fuera él antes de caer. Eran cuatroperfiles en ocre, aguzados como la cabeza del gavilán. Su juventud naufragaba en las miradas tardas, en los desfiladeros de los pómulos, enlos pliegues que circundaban los ojos. Uno de ellos, primo hermano deSebastián, había venido en burro desde Parapara. Los otros tres erande Ortiz y Carmen Rosa los conocía desde niños. Había corrido con ellospor las márgenes del Paya, había matado palomas montañeras junto conellos. El más alto, Celestino, sobre cuyos hombros caía poco menos delpeso total de la urna, había estado siempre enamorado de ella, desde

    que corrían a la par del río y mataban pájaros. Ahora cargaba el cadáverde Sebastián y dos lágrimas de hombre le bajaban por los pómulos angulosos.

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    Se divisaba ya la tapia del cementerio, su humilde puerta con cruzde hierro en el tope y festones encalados a los lados. Carmen Rosa recordaba el texto del cartelito, escrito en torpes trazos infantiles, que colgabade esa puerta: “No sálte la tapia para entrar. Pida la llave”. La tapia era

    de tan escasa altura que bien podía saltarse sin esfuerzo. Y no habíaa quién pedir la llave porque nadie cuidaba del cementerio desde quemurió el viejo Lucio. El gamelote y la paja sabanera se hicieron dueñosde aquellas tierras sin guardián, campeaban entre las tumbas y por encima de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos, asomaban por sobrede la tapia diminuta.

    A escasa distancia de la puerta, la marcha del cortejo se tornó lentísima. Los cuatro hombres que llevaban la urna iniciaron, con gravedadde ceremonia ritual, un viraje de sus pasos destinado a hacer virar elataúd hasta situarlo de frente al portal del cementerio. Como en una

    conversión de escuadra militar, pero incalculablemente más despacio,tres de los cargadores giraban alrededor de aquel que se mantenía en elángulo delantero izquierdo. Este último se limitaba a mover los pies,levantando humaredas de polvo seco, simulando pasos que no daba. Erauna evolución muy semejante a la que cumplían los cargadores de laimagen de Santa Rosa, cuando la procesión doblaba la última esquinade la plaza y tomaba el rumbo de la iglesia. Cesaron los murmullosy los rezos, las mujeres acallaron el llanto por un instante, y sólo seoyó el arrastrarse isócrono de los pies, un largo y patético chas-chas que

    encerraba para aquellos hombres una honda expresión de despedida.Después lo enterraron. Eso no lo vio Carmen Rosa. Cerró los ojoscon desesperada fuerza, reclinó la cabeza sobre el hombro de la madre,sintió en la garganta una sal de lágrimas que ya no salían y en el costadouna herida casi física, como de lanza. A sus oídos llegaron confusamentelos latinazos roncos del padre Pernía y la voz atiplada del monaguilloque decía “Amén” pensando en otra cosa.

    2

    Regresaron por la misma ruta, ya sin la urna. Marchaban, también devuelta, al paso lento y desgonzado de los que no quieren llegar adondevan. Tal vez era domingo. Sin duda era domingo, pero nadie pensabaen eso. Ninguna diferencia existía entre un martes y un domingo paraellos. Ambos eran días para tiritar de fiebre, para mirarse la úlcera, paraescuchar frases aciagas: “La comadre Jacinta está con la perniciosa”; “Nació muerto el muchachito de Petra Matute”; “A Rufo, el de la calle real,se lo llevó la hematuria”. Apenas el padre Pernía se preocupaba por

    recordarles cuándo era domingo, desatando la voz de las campanas paraanunciar su misa. Pero aquel día, domingo o lo que fuera, el padre Per-nía presenció la dura agonía de Sebastián, amaneció junto al cadáver 

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    tegidos desde pintones con fundas de lienzo que los libraban de la voracidad de los pájaros, todas aquellas plantas debían su lozanía, su vigor,su existencia misma a las manos de Carmen Rosa.

    Tanto o más le debía la mujer al jardín. Sembrar aquellas matas, vigilar amorosamente su crecimiento y florecer con ellas cuando ellas florecían, fue el sistema que Carmen Rosa ideó, desde muy niña, para abstraerse de la marejada de ruina y lamentaciones que sepultaba lenta yfatalmente a Ortiz bajo sus aguas turbias. Aquel largo corredor de ladrillos que daba vuelta al patio, aquel claustro con  pórtico de trinitarias yrelieves de helechos, eran su mundo y su destino. Desde ese sitio habíavisto transcurrir tardes, meses, años, toda su adolescencia, oyendo el canto de los cardenales y de los turpiales, respirando el aroma de las floresy el olor de las plantas recién mojadas por la lluvia. Y ella creía con firmeza — ¿cómo podría ser de otra manera?— que solamente su presencia

    en aquel pequeño cosmos vegetal del cual formaba parte, su contacto constante con el verde pulmón del patio, le había permitido crecer y subsistir,no abatida por fiebres y úlceras como los habitantes del pueblo, sino fresca y lozana como la ramazón del cotoperí.

    3

    El patio era diferente después de la muerte de Sebastián. Las lágrimashabían retornado a los ojos de Carmen Rosa y la silueta altanera deltamarindo le llegaba difuminada, como cuando la enturbiaba el aguacero.Aquel tamarindo de duro tronco era el árbol más viejo del patio y también el más recio. Ella creyó que Sebastián era invulnerable como eltamarindo, que jamás el viento de la muerte lograría derribarlo. Y ahorano acertaba a comprender exactamente cómo había sucedido todo aquello,cómo el pecho fuerte y el espíritu indócil se hallaban anclados bajo latierra y el gamelote del cementerio, al igual que los cuerpos enclenquesy las almas mansas de tantos otros.

    En el interior de la tienda trajinaba doña Carmelita. Escuchaba suir y venir detrás del mostrador, cambiando de sitio frascos y botellas,abriendo y cerrando gavetas. Sabía que su madre realizaba aquellos movimientos maquinalmente, con el pequeño corazón estremecido por eldolor de la hija, debatiéndose entre el ansia de venir a murmurarle frasesde consuelo y la certeza de que esas frases de nada servirían. La tiendaocupaba un amplio salón de la casa, situada justamente en la esquina dela manzana, con dos puertas hacia la calle lateral y otra hacia la plazade Las Mercedes.

    — ¡Medio kilo de café, doña Carmelita! —chilló una voz infantil, yCarmen Rosa reconoció la de Nicanor, el monaguillo que decía “Amén”en el cementerio.

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    Después llegaron dos o tres mujeres que hablaban en voz baja y respetuosa. Hasta el corredor trascendió apenas el rumor de esas voces, laresonancia del trajín de doña Carmelita, el tintineo de las monedas y elsonido amortiguado de los pasos que entraron y salieron de la tienda.

    Así fue atracando la tarde en el patio, haciendo más oscuro el verdedel cotoperí y apagando el aliento caliente del resol. Por la puerta delfondo entró Olegario con el burro. A lomos del animal venía del río elbarril con el agua. Olegario lo descargó al pie del tinajero, como todoslos días, y se acercó tímidamente, dándole vueltas al sombrero entre lasmanos torpes, para decir:

    —Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.En ese instante sonaron de nuevo las campanas. Era el toque de ora

    ción pero Carmen Rosa se sobresaltó porque no había sentido correr lashoras, ni apercibido la llegada del atardecer. En el vano de la puerta que

    unía el salón de la tienda con el corredor de la casa se dibujó la siluetade doña Carmelita.

    — ¡El Angel del Señor anunció a María! —dijo.Y Carmen Rosa respondió, como todas las tardes:—Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.

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    CAPITULO II 

    LA ROSA DE LOS LLANOS

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    Aquella noche Carmen Rosa permaneció muchas horas inmóvil, a la luzde la lámpara que doña Carmelita había traído consigo. Las sombras borraron el color de las flores y el perfil de las matas, destacándose solascontra el cielo las ruinas de la casa vecina. Había sido una casa de dospisos y las vigas rotas del alto apuntaban por sobre de las ramas de losárboles como extrañas quillas de barcos náufragos. Una casa muerta, entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una épocadesaparecida.

    Todos en el pueblo hablaban de esa época. Los abuelos que la habíanvivido, los padres que presenciaron su hundimiento, los hijos levantadosentre relatos y añoranzas. Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasadocomo en aquel pueblo del Llano. Hacia adelante no esperaban sino lafiebre, la muerte y el gameloté del cementerio. Hacia atrás era diferente.Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejosel haber sido realmente jóvenes alguna vez.

    Carmen Rosa había prestado siempre más atención que nadie a aquellashistorias de un ayer alucinante. Cuando niña no empleó su imaginación

    en crear un mundo donde las muñecas son seres vivos, la tortuguita unogro y el arrendajo un príncipe que espanta a las brujas con su canción.Eso quedaba para su hermana Marta que se ponía a llorar cuando a Ti-tina, la muñeca, le daba calentura. Pero Carmen Rosa prefería reconstruir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblarlas casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en “La Nuñera”, con orquesta de siete músicos y farolitos de papel pintado.

    Y como a todos los viejos les deleitaba hablar del pasado, como ya novivían sino para hablar del pasado, a Carmen Rosa le resultaba faena

    sencilla recoger evocaciones aquí y allá —un personaje, un decorado,un episodio, una canción— para reedificar con ellas una imagen viva dela ciudad muerta. Hermelinda la de la casa parroquial, la señorita Bere-

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    nice la maestra de escuela, el descreído señor Cartaya, hasta Epifanio elde la bodega, tan gruñón y tan de pocas palabras, todos murmurabanmás o menos lo mismo al ver asomar a Carmen Rosa:

    —Ya viene esa muchachita con su curiosidad y su preguntadera.

    Pero no les desagradaba, naturalmente que no les desagradaba, oírlaindagar por las cosas de ayer y mucho menos verla escuchar subyugadacuanto le referían, verdad o mentira, y reír cuando valía la pena hacerloy enjugarse dos lágrimas cuando era triste lo que había acontecido tantosaños atrás. Más aún, si pasaban tres días y Carmen Rosa no aparecía enla casa parroquial ni en la bodega, ni en el oscuro caserón del señor Car-taya, eran los viejos quienes se trasladaban a su casa con cualquier pretexto y la reconvenían:

    — ¿Has estado enferma, muchacha? — preguntaba Cartaya.

    — ¿Te fastidiaste de mis historias? — rezongaba Epifanio.—¿No estarás enamorada? —insinuaba Hermelinda.

    Hermelinda, la de la casa parroquial, formaba parte indivisible de laiglesia, como el San Rafael que estaba al lado del altar mayor, o comola piedra rústica del bautisterio, o como las flores de papel blanco conlunares de moscas que rendían homenaje a la imagen de la Virgen delCarmen. Hermelinda había nacido en una casa cercana al templo, sólidotemplo en construcción qué en construcción quedóse para siempre. Desdemuy pequeña había pasado a vivir en la casa parroquial. Primero como

    niña recogida por la mano caritativa del padre Franceschini, para ir alos mandados y regar las matas del patio; luego, con el padre Tinedo,como empleada para todos los oficios, cocinar, lavar, aplanchar, barrerla casa y cuidar de la iglesia; ahora, con el padre Pernía, como disponedora de todas las cosas prácticas, suerte de ama de llaves, archivo de lasvidas y de las muertes de todos los habitantes del pueblo. De los trescuras para quienes había servido, mucho más de los dos primeros quedel último, hablaba Hermelinda sin parar cuando Carmen Rosa acudíaa visitarla. Había tenido Ortiz otros curas, había trabajado también Hermelinda para ellos, pero jamás desfilaron por sus evocaciones ni mencionaba sus nombres.

    —No ha pasado por este pueblo un hombre más inteligente, ni másbueno, ni más sabio que el padre Franceschini — decía— . Era un santoy era testarudo como todos los santos. No quiso nunca nacionalizarse venezolano porque le parecía que dejar de ser italiano era renegar de algoque había nacido con él. Y el padre Franceschini nunca renegó de nada.Aunque sabía que nacionalizarse venezolano, con todo lo que él teníapor dentro, significaba llegar a ser obispo. . .

    Y comenzaba a narrar las fiestas religiosas que el padre Franceschiniorganizaba, justamente cuanto Carmen Rosa deseaba, porque al conjurode ese relato se iba levantando Ortiz de sus escombros.

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    — ¡Qué procesiones, mi hijita, qué procesiones! Para la Semana Santavenía gente desde muy lejos, desde Calabozo, desde La Pascua, sin contarlos de Parapara, San Sebastián y El Sombrero que se la pasaban metidosaquí. Figúrate que Ortiz tenía dos parroquias y dos jefes civiles y dos

    curas. Y el Viernes Santo se desprendía la Virgen de los Dolores desdeSanta Rosa, tomaba después por la calle real, iba hasta Las Mercedes yvolvía a Santa Rosa por otras calles, acompañando al Santo Sepulcro, alpaso de una música triste de tambor y flauta, seguida por una colmenade mujeres con velas encendidas, hombres de liquiliqui y muchachos haciendo travesuras. . .

    Era poblar las ruinas. El padre Franceschini, con musical acento italiano, derramaba un sermón elocuente desde el púlpito de Santa Rosay prometía, después de hacer llorar a sus feligreses con la pasión de Cristo,convertir aquella iglesia en una de las más bellas de la provincia venezo

    lana. Los altares estallaban de flores cortadas en los jardines de Ortiz yla Virgen del Carmen no se resignaba a las flores blancas de papel conlunares de moscas sino que al pie de su imagen terminaban de abrirselas mejores rosas del pueblo. Damas de crinolina y trajes de encaje susurraban una oración o escondían una sonrisa detrás del abanico de marfil. Carmen Rosa guardaba una fotografía de la abuela, que el sepia deltiempo hacía más evocadora, ensayando un paso de minuet. ¡Minuet enOrtiz, Santo Dios!

    Pero luego Hermelinda dejaba de hablar del padre Franceschini y co

    menzaba Ortiz a derrumbarse. Llegó la fiebre amarilla en el 90. Enseguida aparecieron el paludismo, la hematuria, el hambre y la úlcera.Se esfumaron los airosos contornos del padre Franceschini. La espléndidaiglesia quedó a medio construir, desnudos los ladrillos de las paredes, arcos sin puertas, ventanas sin hojas.

    — Vinieron muchos curas, mi hijita, pero ninguno soportó esto. Hastaque un Domingo de Ramos, montado en un burro como Jesús, llegó elpadre Tinedo y se quedó con nosotros. Ese sí era otro hombre. Muy distinto al padre Franceschini, es verdad, pero otro hombre. ¡Dios lo hayaperdonado!

    Y sonreía siempre al nombrarlo. Porque el padre Tinedo no había tenido ni la prestancia, ni la cultura, ni la elocuencia, ni el abolengo delpadre Franceschini. Era simplemente un hombre del pueblo con unasotana encima y el hormigueo del corazón por dentro.

    — Hasta tomaba aguardiente — refunfuñaba Hermelinda— . Cuando yole reclamaba, me respondía que lo hacía para espantar las enfermedades,que el alcohol era un gran desinfectante, que su olor ahuyentaba a losmosquitos malignos. Pero la verdad, mi hijita, era que tomaba porque legustaba mucho.

    Fue realmente un gran bebedor el padre Tinedo. Epifanio, el de labodega, le despachaba la primera yerbabuena “—Dame mi yerbabuenita,

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    Epifanio. . . ”— cuando apenas había concluido sus oraciones matinales.Y entre yerbabuena y yerbabuena se le pasaban las horas del día y algunas de las de la noche. A la casa parroquial lo trajeron en vilo uno queotro sábado, cuando la yerbabuena podía más que él.

    —Pero era muy bueno, mi hijita. No hubo casa con calentura o conhambre, aquí en Ortiz o en las afueras, donde no se apareciera el padreTinedo, con sus tragos encima, es verdad, dispuesto a dar lo que tuviera.Primero daba lo suyo y después lo de la Virgen del Carmen y lo del templo y lo que le cayera en la mano. Decía que la Virgen no necesitabavelas, ni la iglesia que la terminaran, ni Santa Rosa procesión, mientrasse estuvieran muriendo como moscas los prójimos. Y sacaba lo poco quecaía en los cepillos de los santos para comprar quinina y leche conden-sada. ¡Dios lo haya perdonado!

    Además, la gracia llanera del padre Tinedo no se dejó desmantelarpor el turbión de desgracias. Su buen humor agudizado por el espíritu delas yerbabuenas, logró sobrevivir no obstante que sobre sus débiles espaldas se derrumbó la ciudad y hubo días de recitar siete De Profundisen el cementerio.

    — Una vez —refería Hermelinda— estaba diciendo un sermón contra el egoísmo. ¡Ay, mi hijita!, y con la iglesia llena de beatas, delantede las señoritas viejas más decentes de Ortiz, lo terminó de esta manera:—“Y esto del egoísmo lo he dicho también por ustedes, mujeres que nise casaron ni parieron solteras. Como quien dice, que nada le dieron a

    Dios, ni tampoco le dieron al Diablo. En nombre del Padre, del Hijo ydel Espíritu Santo, Amén” . . . Y se bajó del pùlpito. ¡Dios lo hayaperdonado!

    5

    El señor Cartaya no veía el pasado de Ortiz a través de sus curas. Por elcontrario, con todos ellos había tenido argumentos porque el señor Car-

    taya fue federalista en su adolescencia, liberal y crespista luego, masónsiempre. Aún ahora, viejo y vacilante como andaba por el estrecho corredor oscuro, el señor Cartaya realizaba prodigiosos esfuerzos visuales parareleer páginas de un libro de Renán y de otro de Vargas Vila que eran losúnicos supervivientes de su biblioteca librepensadora.

    A Carmen Rosa la placía particularmente la charla del señor Cartayaporque ninguno como él evocaba el fausto de otros tiempos. Había sidotambién músico de la banda, porque el Ortiz remoto tuvo banda y elseñor Cartaya tocaba entonces la flauta bajo los robles de la plaza, como

    también la tocaba en la orquesta que regía los grandes bailes, y la hacíallorar en la procesión de la Dolorosa o estallar de pasodobles en las tardesde toros coleados.

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    A la casa del señor Cartaya se le había caído la mitad, no obstantehaber sido en su origen una sólida construcción española de dos pisos,vigas de dura fibra, calicanto y ladrillos bien cocidos. Ahora lucía comoseccionada por el mandoble de un gigante, como esas casas belgas partidas por los cañones alemanes que Carmen Rosa había visto en las postales aliadas de 1917. No es que fuera la casa de Cartaya porque éste lahubiese comprado o heredado, sino que pasó a ocuparla graciosamentecuando sus dueños la abandonaron y empezaron a poblarla los lagartijosy a espinarla los ñaragatos. A Cartaya se le nublaron los ojos. En aquellacasa había tocado la flauta con toda el alma juvenil aventada en lasnotas del vals, confundido en la orquesta, mientras Isabel Teresa, rubiae hija de godos, educada en Caracas por monjas francesas, apenas seenteró de la existencia de un músico liberal y masón que casi desfallecíamientras tocaba la flauta y . la miraba. Al poco tiempo se casó con el

    general Pulido y se marchó para siempre de Ortiz. Pero al pobre Cartayale quedó aquel recuerdo, el de una sonrisa que le concedió Isabel Teresa,el de una mirada de los insólitos ojos verdes de Isabel Teresa, punzándole el corazón con la saña del ñaragato. Por eso ocupó la casa cuandoya nadie quiso habitarla, la limpió de sabandijas y de plantas salvajesy decidió esperar en ella la muerte, solterón y solo, fumando sus taba-quitos de a locha y adivinando su Renán con ojos ya cansinos. Hastaque llegó Carmen Rosa a preguntarle por los tiempos viejos.

    — Esta era la capital del Guárico, niña. La ciudad más poblada y

    más linda del Guárico, la rosa de los Llanos.“Sol de los Llanos”, por cierto, se llamaba la Logia y el señor Cartaya,que llegó a ser grado 33, se sentaba entre el doctor Vargas y RosendoMartínez, para oírlos hablar de la Revolución Francesa o de Thiers yGambetta. Era una Logia pulcra y culta, ceremoniosa y caritativa, dignaenemiga de su temible contendor el padre Franceschini.

    El combate entre los masones y el cura paraba en un armisticio todoslos años, el 30 de agosto, día de Santa Rosa. Por algo era ella la patronadel pueblo, la más primorosa patrona de todos los pueblos del Llano.Ese día el señor Cartaya olvidaba su grado 33 para tocar la flauta, mon

    tado en el alto coro de la iglesia, mezclando sus notas afiladas con lasdel bronco corazón del órgano y con la voz de barítono napolitano delpadre Franceschini. Y seguía tocando la flauta luego, señalando el rumbo a las tiernas voces de las Hijas de María, en todo el recorrido de laprocesión. Y más tarde bajo los robles de la plaza; y en el baile de galahasta la madrugada y aun después del baile acompañando a los arrenda

     jos del amanecer, cuando corría con generosidad el brandy, que todos losaños corría.

    — Ortiz echaba la casa por la ventana, niña. Y los orticeños nos fajá

    bamos con los coleadores del bajo Guárico, con los galleros de Calabozoy Zaraza, con los cantadores de Altagracia y La Pascua. Y en materia defuegos artificiales, nadie podía con nosotros.

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    Medio siglo, ¡y qué medio siglo!, no había logrado marchitar el orgullodel señor Cartaya con respecto a los fuegos artificiales de Ortiz. El amanecer del día de Santa Rosa se anunciaba por el estampido de cohetes ycohetones, más madrugadores aún que las campanas de la iglesia. Ape

    nas concluida la misa, ya estaban allí los triquitraques y los buscapiés,culebrillas rojas serpeando entre los zaguanes, asustando a las beatas consu chisporroteo, enredándose entre las piernas de “La Burriquita”. Yal promediar la tarde, cuando Santa Rosa surgía linda y juvenil por elancho portal de la iglesia, resonaba el trueno gordo de los voladores queascendían desde la propia plaza central o que salían a cruzar el cielodesde Las Topias, Banco Arriba y El Polvero.

    — Eran barrios del viejo Ortiz, niña — suspiraba Cartaya— . No intentes buscarlos ahora porque ni las ruinas quedan. Ahí mismito, tres cuadras más allá de la carretera, donde ahora no se ve sino paja seca y no

    se oye sino la escapada de las iguanas, se levantaban las casas de LasTopias, Banco Arriba y El Polvero, cuando Ortiz era ciudad. . .

    Pero lo realmente grandioso era la noche. Para la noche de SantaRosa reservaba el pueblo su atronante homenaje en luz y pólvora a latierna patrona. Meses enteros pasaban el italiano Cecatto, su mujer y sushijos, fabricando aquellos surtidores de llama que luego se abrían en lanoche llanera. La girándula que daba vueltas enloquecidas y lanzabachorros de luz en todas direcciones. El árbol de fuego que florecía decandela su ramazón hasta quedar convertido en el boceto otoñal del vari

    llaje. El castillo de fuego que ardía entre estampidos como en una escenafantástica de guerra y vandalaje. El toro de fuego, resoplando llamas porlas toscas narices de cartón, monstruo infernal batallando entre la hoguera que lo destruía.

    —La última gran fiesta de Ortiz —precisaba el viejo Cartaya— fueen el 91, cuando Andueza preparaba el continuismo. Carlos Palacios, primo de Andueza, lanzó su candidatura a la presidencia del Guárico y lofestejó con bailes y terneras que hicieron época. En la plaza de LasMercedes se levantó en siete días, con troncones de madera y piedrasdel río, un circo de toros. “Los Cimarrones” se llamaban los toreros que

    vinieron desde Caracas para la corrida. Y corrió el aguardiente como sihubiera sido lluvia del cielo. Y yo toqué la flauta tres días con sus noches. Y ni Andueza pudo reelegirse, ni Carlos Palacios llegó a presidirel Guárico, porque no se los permitió mi general Joaquín Crespo, deParapara.

    Fueron los últimos destellos de "la rosa de los Llanos”. Ya había pasadola fiebre amarilla pero el paludismo comenzaba a secarle las raíces a laciudad llanera. Sin embargo, bajo la presidencia de Crespo, parapareñoque es casi como decir orticeño, vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, de

    batiéndose contra un destino que estaba ya trazado. El doctor Núñez,secretario general de Crespo, había nacido en el propio Ortiz. En su casa,“La Nuñera”, se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo

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    —Aquella misma noche — continuaba Cartaya— esperó Juan RamónRondón que se apagaran las luces de Ortiz, que se cerraran las puertas delbillar, que se retiraran los conversadores de las esquinas, antes de tomarel camino de la casa de Pedro Loreto.

    Pasada la plaza de Las Mercedes, ya apagado a su espalda el rumordel Paya, Juan Ramón vio venir en sentido contrario una hamaca quecargaban dos hombres de larga sombra. Al principio supuso que traíanun enfermo, pero luego, al observar el lado azul de la cobija hacia arriba,a la luz del farol que un tercer hombre llevaba, comprendió que setrataba de un cadáver.

    Ya se cruzaba con ellos. Se descubrió Juan Ramón y formuló sin detener el paso la pregunta ritual:

    — ¿Quién es el difunto?

    Y el del farol, flaco bejuco embozado, respondió con voz ronca quese tornaba prolongado calderón en el arrastrar de las oes:

    — ¡Juan Ramón Rondón!

    Su propio nombre. Se e