carlos luis torres - barco a la vista

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CAPITULO I Era aún muy temprano cuando abrí los batientes de madera de la única ventana que en nuestra casa mira al mar y lo vi por primera vez. Estaba allí, inmóvil, recostado contra el puerto. Recuerdo el día anterior, por el olor a húmedo que provenía del patio silencioso lleno de un sol marchito, posterior a la lluvia. Recuerdo que después de caminar una y otra vez por nuestra casa en domingo, de mirar tras el enrejado el patio cubierto de florecitas y de las huellas de las tardías mariposas que revoloteaban perdidas bajo las cayenas, me dediqué a contemplar las nubes alargadas y a ver caer la tarde tras el tejido de crochet que había desbaratado quince veces el último mes. Mamá pasó la tarde de ese domingo tan ocupada, persiguiendo con unas ramas secas unos pollos apestados que huían de la lluvia y dejaban el suelo con ese desagradable olor a madera y hongo descompuesto, que no prestó atención al cielo color eclipse ni al rumor de las ranas plataneras que anunciaban los vientos perdidos de marzo. Al cruzar la media noche, sólo tenía adelantado dos centímetros el tejido de crochet y me había cansado de esperar que cesara el rumor de la cantina de los paisas y que los muchachos del parque apagaran sus pick-up y se largaran a desgarrar la noche con sus angustias adolescentes. No sé que me impidió presentir su acercamiento al puerto. Tal vez fue el cansancio de ese domingo, o la mezcla de olores, o los grises del cielo, pues no recuerdo haber tenido esa sensación extraña como de moluscos caminando por la arena, que aún llega a mi piel al oír el viento entre los árboles y el ir y venir de las olas espumosas que cansadas se acercan a la playa. La mañana siguiente a ese domingo era límpida. El cristal del cielo botaba un arco iris sobre la Sierra. Del puerto subían olores de moluscos, de viajeros sin tierra, de flores marchitas de lejanos continentes y un humo de chimenea se mezclaba con el sonido de la sirena de un barco negro con aspecto de cetáceo, recostado contra el puerto. Con los brazos extendidos para sostener los batientes de la ventana que resistían abrirse, respiré sorprendida, después de muchos días de lluvia sórdida, un aire tibio, desconocido

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Segunda novela del escritor colombiano Carlos Luis Torres, Master de la Universidad Javeriana y profesor de literatura de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia

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  • CAPITULO I Era an muy temprano cuando abr los batientes de madera de la nica ventana que en nuestra casa mira al mar y lo vi por primera vez. Estaba all, inmvil, recostado contra el puerto. Recuerdo el da anterior, por el olor a hmedo que provena del patio silencioso lleno de un sol marchito, posterior a la lluvia. Recuerdo que despus de caminar una y otra vez por nuestra casa en domingo, de mirar tras el enrejado el patio cubierto de florecitas y de las huellas de las tardas mariposas que revoloteaban perdidas bajo las cayenas, me dediqu a contemplar las nubes alargadas y a ver caer la tarde tras el tejido de crochet que haba desbaratado quince veces el ltimo mes. Mam pas la tarde de ese domingo tan ocupada, persiguiendo con unas ramas secas unos pollos apestados que huan de la lluvia y dejaban el suelo con ese desagradable olor a madera y hongo descompuesto, que no prest atencin al cielo color eclipse ni al rumor de las ranas plataneras que anunciaban los vientos perdidos de marzo. Al cruzar la media noche, slo tena adelantado dos centmetros el tejido de crochet y me haba cansado de esperar que cesara el rumor de la cantina de los paisas y que los muchachos del parque apagaran sus pick-up y se largaran a desgarrar la noche con sus angustias adolescentes. No s que me impidi presentir su acercamiento al puerto. Tal vez fue el cansancio de ese domingo, o la mezcla de olores, o los grises del cielo, pues no recuerdo haber tenido esa sensacin extraa como de moluscos caminando por la arena, que an llega a mi piel al or el viento entre los rboles y el ir y venir de las olas espumosas que cansadas se acercan a la playa. La maana siguiente a ese domingo era lmpida. El cristal del cielo botaba un arco iris sobre la Sierra. Del puerto suban olores de moluscos, de viajeros sin tierra, de flores marchitas de lejanos continentes y un humo de chimenea se mezclaba con el sonido de la sirena de un barco negro con aspecto de cetceo, recostado contra el puerto. Con los brazos extendidos para sostener los batientes de la ventana que resistan abrirse, respir sorprendida, despus de muchos das de lluvia srdida, un aire tibio, desconocido

  • por aquella poca, mezclado con los gritos de los transentes que saltaban sobre las bolsas de agua retenidas por los bancos de arena. Esa maana los habitantes nos lanzamos como siempre a descubrir los marinos de lenguas desconocidas que nos saludaban desde lejos con la mano, a imaginar sedas de colores, bordados con hilos dorados, lmparas de cristales y las mercaderas que, das despus, los vendedores pregonaran por las calles anunciando licores legtimos, colonias con olores exticos, cuchillos inoxidables y recuerdos de Holanda para turistas del interior. Haba salido descalza corriendo desde la casa hasta el muelle, mi madre me gritaba desde lejos, pero yo corra alzando los pollerines de organd blanco, riendo al ver una gran jaula sobre cubierta con un hermoso avestruz rosado, que luego supe haban capturado en el Africa a pedido de un millonario del interior, quien deseaba darle compaa a un macho que en su zoolgico privado mora de tristeza al mirar solo el cielo y las montaas cubiertas de verde fango de trpico. Estaba all, sobre cubierta, al lado de la jaula, con el pecho descubierto, con unos apretados pantalones negros que hacan resaltar sus msculos. Sus ojos claros sonrieron al tiempo con sus labios al pasarse la mano por el cabello largo batido por la brisa, y al saludarme, mis piernas se doblaron pero mi madre me tom del brazo para sostenerme. Nia me dijo, cuando slo alcanzaba a sonrer y percatarme que ya corra por la playa y las caracolas cortaban mis pies descalzos y los pelcanos graznaban al contacto con el sol. La tarde, nublada y tibia, debi ser como tantas otras, menos para m, que me encerr en mi cuarto a hurgar entre los cajones y me encontr con ropa vieja que todava poda ser usada, con pedazos de muecas manchadas por los aos, con sus caras plidas y sus sonrisas detenidas, sus vestidos decoloridos y rotos, sus recuerdos ah vibrantes en mis manos mezclados con el olor a infancias de veranos eternos y mares azules, contemplados desde la mano de pap Andr que contaba historias de contrabandistas, de serpientes marinas, de barcos errantes repletos de hombres azules ya de tanto mirar el cielo y navegar sobre el mar. Un pedazo de brjula me trajo a la memoria aquellas caminatas cargando sus cuerdas y sus trpodes de topgrafo, durante el trazado de la nica carretera que an nos comunica con el pueblo ms cercano, en medio de nueve mujeres que preguntaban qu haba all despus de la Sierra, por qu tanto trabajo para abrir un camino de tierra, por qu los cocos crecen arriba y no abajo, por qu el mar es tan ancho y qu pasa sino encontramos el camino de regreso. El daba respuestas

  • interminables con referencias a indios curtidos que no haban visto hombres blancos, con dientes amarillos de tanto sol y tantas mujeres para cada uno, como a l le pasaba en la casa, que los caminos de tierra eran los mejores, aunque haba odo hablar de autopistas asfaltadas e iluminadas de noche, pero aqu, con tanto calor, los burros acabaran rpidamente con sus cascos, que los cocos crecen arriba para que no los alcancen las nias, que el mar es ancho para que no vengan a jodernos los del otro lado y que si no encontramos el camino de regreso nos vamos a ver a los indios de la Sierra. Esa misma tarde, la de mi regreso del muelle, encerrada en mi cuarto, por un instante, en medio del silencio, del viento clido con aroma a mar, retroced en el tiempo y me sent en medio de todas ellas, de las nueve mujeres que conmigo conformbamos el batalln de pap Andr, quienes ahora me miraban divertidas al ver mis manos llenas de recuerdos, de muecas empolvadas, de los sonajeros olvidados de sus primeros hijos, de aquellos juguetes que por momentos nos permitieron ser adultas, amas de casa, con hijos y maridos de sueos que partan con la promesa de un regreso despus de atravesar el mar, y las vi, tan reales a todas ellas: Nevis, Mema, Naila, Elo, Dolores, Alina, Helena y Ester, tomadas de la mano y riendo. Luego empezamos a girar, todas nias, todas iguales, todas all, en ese aire de recuerdos: Mambr se fue a la guerra, qu dolor, qu dolor, qu pena, Mambr se fue a la guerra no s cundo vendr. La voz de mam en el patio gritndole a unos perros que se dejaran de tanta bulla me zambull en el calor de la tarde y en la obligacin de volver a los oficios de la casa antes de sentarme frente a la ventana a ver caer la noche tras el tejido de crochet.

    * * *

    Era domingo brillante, con un sol que obligaba a cerrar los ojos y haca que las paredes de la catedral pareciesen ms blancas, rodeadas de un halo de luz, como se vea en las lminas de los libros de escuela, cuando nos metimos con mam bajo la sombra de un almendro del parque, frente a la Catedral, a ver el entierro del poeta Aragn. Yo conoc sus ojos negros y su mirada de viajero dijo mi madre, hacindose la seal de la cruz

  • despus de colocarse el rebozo de raso. Todos se movieron en la direccin del cortejo. Yo me qued bajo el almendro mirando las coronas de flores y los vestidos de las mujeres, ya no de pollerines blancos sino de grises y negros, repitiendo letanas que se quedaban en el aire debido a la falta de brisa, cuando lo vi acercarse con una camisa blanca de mangas anchas y el mismo pantaln ajustado, con su sonrisa de hombre seguro, dando unos pasos largos al tiempo que se pasaba una mano por los cabellos al decirme: A qu he venido aqu, sino a casarme contigo.

    * * * A lo lejos suenan campanarios que me traen recuerdos, mas ahora, despus de tanto tiempo, cuando Julin es casi un hombre con su camisa de cuello abotonado, puos estrechos y mangas alforzadas, que me dice adis-mama con un beso, mientras me quedo frente a la ventana rodeada de recuerdos, de su presencia ya lejana de marino, la rudeza de sus dedos de capataz de calderas, la cadencia de sus "eses" arrastradas, el color de su piel gallega, la mirada profunda de hombre de mares y ese olor indescifrable que todava tengo pegado a mi piel despus de tantos aos de remontarme a su rudeza de gigante desnudo, cubierto de tatuajes marinos, de ceniza de desiertos y de viajes sin final. Esa maana tena la piel distinta, brillante con el sol, cuando me dijo que se llamaba Nemesio Cabrera, de los de Galicia, de los armadores ms antiguos de Europa y que slo haba venido a esta ciudad blanca y bulliciosa a casarse conmigo. Las imgenes las veo ahora, despus de tanto tiempo, como a travs de un cristal de agua, distorsionadas, superpuestas, como escapndose de mis recuerdos. Las veo a ellas, casi todas, juntas de nuevo: all est Nevis, con su vestido rosa y sombrero de malla del mismo color, rodeada de sus hijos llorosos y malcriados; Elo, con su viudez marchita y ya cicatrizada; Mema, con su rudeza de mujer distante; Dolores, con sus cuarenta aos y quince hijos iguales al padre; Ester, con un vestido verde claro, bajo un paraguas rojo que slo combina con los aros de sus lentes (se ve cansada), y ahora yo, vestida de novia, sintiendo un vaco en los huesos, buscando a mam perdida entre las estatuas de los santos, y all, al fondo, Nemesio parado en medio de los marinos vestidos con trajes

  • claros y sombreros blancos con cintas de colores, hablando tal vez de los viajes, de los tiburones tan grandes como barcos, de las mujeres besadas en los puertos, y yo, persiguiendo con la mirada el comienzo de una ceremonia improvisada sin ms anuncio que el ruido de la sirena del barco, rodeada de marinos desconocidos, capitanes que hablaban lengua catalana y un cura que por momentos era pap Andr hablando de los indios curtidos por el sol, de lo que quedaba despus del mar, de la manera ms apropiada de usar el teodolito y de aquel sueo irrealizado, de verlas a todas ustedes casadas con millonarios, cuando me vi besada por el hombre ms alto que ha llegado al pueblo de casas blancas.

    * * * Nos quedamos en el cuarto que da al mar, mirando cmo los marinos perezosos vean pasar los das y los meses aprendiendo a jugar domin con los muchachos, a dormir en hamaca, a tomar ron caa puro sin hacer gestos, a gritar mir la vaina y a silbar como camioneros y no como marinos, a comer bollo-yuca y pescado seco, a contemplar el mar como animal dormido, a disfrutar a Daniel Santos y al Tro Matamoros, cantando de dnde son los cantantes, y ellos, de dnde son los marinos, de cualquier parte, hasta que Nemesio grit pues vaynse que ya estoy cansado de ver sus caras perdidas, este barco iba para otra costa, aqu todas las mujeres tienen marido y lleven todo, menos el avestruz rosado y mis bales de viajero y si no saben prender las calderas yo les enseo, pero leven anclas, gallegos de mierda. Todos quedamos sorprendidos al or sus gritos pero pensamos que era como quemar las naves, como romper las ataduras. A la maana siguiente, haba en la playa una jaula gigantesca con el avestruz rosado de ojos azucarados y tres bales amarrados con una cadena a un inmenso y oxidado candado de marino. Nemesio arrastr los bales por la playa, pas por las calles empolvadas bajo la mirada de los pobladores y la sombra de los almendros y trep en silencio los bales hasta el cuarto. Cuando los hubo colocado unos sobre otros llev la jaula hasta el parque, dedic sus das a contemplar el mar y a ensear al avestruz rosado a comer bananos y cangrejos ermitaos que recoga en las tardes slo para l.

  • Fue por esa poca cuando Naila volvi a casa (ms gorda que nunca), gritando desde la esquina del parque: Qu hace un animal de zoolgico frente a nuestra casa? al tiempo que empujaba a sus dos hijos de mirada solitaria que llevaban cada uno un paquetito de ropa y un par de zapatos en la mano. Se sent a la mesa con sus dos muchachos enfrente, a esperar que mam bajara del fogn el sancocho de sbalo y les sirviera el almuerzo, del que goz hasta el da de su muerte, meses antes que sus hijos se marcharan sin avisar en un barco desconocido del que slo supe despus que se llamaba Valentina. Nadie le hizo ninguna pregunta. Mam le dio un cuarto y dos esteras, una para ella y otra para los muchachos, quienes se dedicaron a ver cmo Nemesio, durante la hora del medio da, cuando los adultos hacan la siesta, armaba un inmenso barco de velas, cuyas piezas sueltas pero perfectamente conservadas iba encajando unas con otras a medida que las sacaba de los bales. As pas muchos meses, recortando los pedacitos de lienzo gordo que transformaba en velas cuadradas, las unas, en marconi las otras, en latinas, las ms pequeas y creo que fue al or aquellas explicaciones minuciosas que los nios aprendieron a soar con aventuras marinas y a distinguir entre el atiborrado velamen de la embarcacin una vela rabe de una cangreja y la sutil diferencia de esta con la de al tercio. Me quedaba en silencio tras la cortina de la habitacin, escuchando sorprendida cmo se entendan los tres, cmo Csar, ya casi un hombrecito, le mostraba lo hermoso que qued la empuadura punto de escota, la pulcritud de los anillos de ojal de rizo en la vela cuadrada y su ajuste preciso al mstil mayor. Una tarde al espiarlos, me di cuenta de la delicadeza de sus manos, a pesar de su tamao, pues al sostener el mstil con la izquierda ajust con camo la verga principal y luego, despus de dos nudos mariposa, la tom con la mano derecha y estir el brazo para mirar al contraluz de la ventana la exactitud de los ngulos rectos antes de suspirar al ver en la distancia, la vela flotar sobre el horizonte azul. Sus manos inmensas, cubiertas de vello, al levantar una a una esas pequeas construcciones delicadas, eran igual que sus palabras gratas acompaadas por esas eses arrastradas de hombre que habla espaol pero piensa en gallego. Ese hombre cuya desnudez haca sucumbir a cualquier hembra del caribe, con ese olor trado de tierras lejanas, me dej petrificada al verle despojarse, una a una de sus ropas, despus de la fiesta de bodas, ya en el cuarto y con la ventana abierta a la noche repleta de gritos y de msica bulliciosa.

  • Lo vi de espaldas, a m y al mar, colocar el sombrero sobre el mueble, aflojarse el corbatn de cinta color rojo, colocar sobre el sombrero su saco de lino blanco, quitarse la camisa sudada y manchada de abrazos y migas de pudn, apretar con los dientes el bstago de una mancorna mientras aflojaba la segunda, despojarse de sus pantalones ajustados y levantar uno a uno sus brazos al tiempo que desentuma las piernas para luego mirarme a m, desde el otro lado del mar con su piel velluda y salpicada de tatuajes sobre sus msculos duros, y yo, petrificada, vestida de novia y con el corazn en la boca apretando con las manos las sbanas y sudando agua de mar, mientras que esa sensacin de moluscos caminando por la playa recorra nuevamente mi piel. Entonces lo vi por primera vez, as, tan cerca de m, que no me di cuenta cuando me despoj de mis gafas, de mi vestido de novia, de mis medias veladas, de mi estupor de adolescente, y me arrastr hasta las profundidades marinas, al abrazarme con sus tentculos de pulpo joven, al mojarme con su saliva salada de marino ebrio, al arrastrarme contra las sbanas como a un estropajo, al recorrer con sus manos inmensas como alas de pelcano mi cuerpo erizado, al sentir como fuego su descarga mortfera y al cubrirme de palabras desconocidas y maldiciones erticas que oa como sintindome lejos tirada sobre la playa despus de aquel descenso brutal hasta la oscuridad y la muerte: Me gustan tus pies calientes me dijo, y se qued dormido. No nos levant el sol, ni los gritos de los vendedores de pescado, ni los aullidos de la vendedora de frito y guarapo, ni los olores a arepa de huevo y carimaolas. Nos levant la voz de mam y los golpes en la puerta del cuarto que anunciaban el primer desayuno de Nemesio en familia. Al salir, encontramos a todos semidormidos y perezosos; nos sentamos bajo el abanico del comedor, junto a marinos que no se haban marchado, olorosos a sudor, a humo de cigarros, a Tres Esquinas, a sexo pasmado y entre el aroma a patacn cubierto con queso salado, que mam reparta a montones entre las manos que se estiraban, ya para recibir un plato, ya para esperar que lo llenaran nuevamente o para canjearlo por una taza de tinto humeante, record una maana somnolienta, posterior a una fiesta de fin de ao, cuando das antes, an siendo nias, pap nos llev con los guajiros que lo acompaaban, a Cinaga a comprar un cerdo para despedir el ao, pues fiesta que no tenga harta comida, no es fiesta -dijo-, ya al volante del Willis y armando un alboroto que se prolong durante varios das. Despus de trado el animal, nos pusimos a buscarle parecidos a los actuales novios, a rer al ver a los dos guajiros perseguir por el patio a la marrana que ya saltaba resbalando en el barro, revolcndose entre las flores podridas, corriendo bajo las patas de la mesa, lista para el sacrificio, introducindose por un orificio de la malla del gallinero, pisoteando gallinas, y no slo asust a los vecinos, sino que, hasta la morrocoya centenaria y desaparecida entre un

  • hueco haca ms de cinco aos, asom sus prehistricos ojos ovalados y se escondi nuevamente, y para siempre, al or un grito casi humano mezclado con nuestro llanto, cuando Cabana, el guajiro ms viejo, agarr su cuerpo liso e introdujo su cuchillo en el cuello mientras el otro recoga con las manos la sangre que brotaba como al abrir una llave. Los pantalones de Pap Andr se haban manchado de sangre al tratar de colgar al animal del techo del kiosco. Yo, al verlo mezclado en tal batalla, coloqu un platn para recoger esa sangre espumosa y roja que tendramos que beber todas nosotras, antes que se coagulara, pues ella ayudara a la fertilidad y al amor. Despus llegaron los tamboreros contratados en Mamatoco, que se sentaron a pasar con Ron Caa y canciones el proceso de pringue y rasura de una marrana de ao nuevo. Todas ya cantbamos cuando pap Andr con el pecho descubierto, salpicado de sangre y sudor, abri a lo largo la marrana, sac sus tripas, el estmago -gritaba-, el hgado -coreaban los tamboreros-, los pulmones cantbamos mientras nos imaginbamos, ya al filo de la media noche, cubiertos de plvora y alegra, saboreando el pernil ahumado que mam alcanzaba una y otra vez con pedazos de costillitas secas y orejas chamuscadas, en medio de nuestros gritos y las canciones incomprensibles de los guajiros.

    * * * La noche anterior a la boda planeamos con Nemesio una cita frente al malecn. Ester y yo pasebamos muy despacio arrastrando nuestros pies casi desnudos sobre el cemento tibio, tapizado de arena y hojas secas, hablando de nuestras vidas, de lo distintas que seran despus de aquel 13 de mayo, cuando los marinos ya se hubiesen marchado, sin Nemesio, y t tal vez con un hijo en camino me dijo, y sonri. Se asom de improviso, tras la estatua de Don Rodrigo de Bastidas, el fundador de nuestra pequea ciudad blanca, y nos mir de arriba-abajo al tiempo que nos invitaba al Panamerican donde tocaba una orquesta antillana y servan cocteles tan grandes como barcos. All, sentada alrededor de aquella mesa metlica, repleta de mensajes de amor, me di cuenta que el marinero que acompaaba a Ester haba sido hipnotizado por su mirada dulzona y enternecida. Ella se sonri al sentir mi pie sobre sus sandalias de tela blanca y mi mirada juzgadora, olvidada de los das anteriores, cuando me hechizaron

  • unos ojos oscuros que contrastaban con los del avestruz, que eran rosados, como los de Rosa Julia al nacer ocho aos despus de la prediccin adolecencial de Ester sobre mi embarazo. Ester no pudo dormir aquella noche, pues ya era tarde -deca ella- para soar con dos casamientos en uno, con dos marinos en casa al mismo tiempo, con dos hombres nuevos y encantadores que abriran las maanas frescas con risas y canciones de marinos acompaados de la vihuela, aprendiendo a hablar espaol sin arrastrar las eses y a olvidar ese idioma atravesado que hablaban entre ellos cuando queran que no entendisemos lo que opinaban. Al da siguiente mi madre le pregunt si haba llorado toda la noche, pues sus ojos rojos as lo decan, pero ella simplemente dijo que no todas las veces se casaba su hermana y que yo no haba dejado de hablar de Nemesio hasta el alba. Ester habl de Jos durante muchos das, haciendo castillos en el aire. As se llamaba el marinero que no pronunci palabra alguna durante las tres horas que estuvimos sentadas en el Panamerican oyendo las historias de Nemesio cargadas de ancdotas y recuerdos de puertos visitados durante tres noches, en las Filipinas, en el mar del Japn y en la Habana, aspirando tabacos perfumados pasados con ron amarillo y atardeceres que slo pueden verse aqu en el trpico, frente al mar. Jos, deca ella, se parece a Sean Connery, tiene su misma voz, sus ojos grises, sus manos de hombre de aventuras emocionantes, la decisin que mostr 007 en la pelcula "Desde Rusia con amor", y yo la escuchaba en silencio, apenada con sus sueos, pues era yo la que me casara al da siguiente y no haba escuchado la voz de Jos, quin slo miraba y sonrea, hay que aceptarlo, con unos dientes blancos, hermossimos, que decan de l lo que deba ser, un hombre de paso con el misterio de todo un barco: muchas cosas para una muchacha de diez y ocho aos que era Ester aquella noche, pienso. Dos aos vivimos en la habitacin que mira al mar desde el piso de arriba. Nemesio esper que se fueran los marinos, que el avestruz se aclimatara, pues las primeras semanas estornud al respirar la fra brisa marina que en mayo se recuesta sobre estas costas y sentimos su aliento duro cargado de olores producidos, tal vez, por esa alimentacin con yerbajos secos que crece entre las rocas de las estepas del Africa. Esper muchos das besndome en silencio, mirando mi cara recortada contra la noche, pienso, recorriendo con sus dedos mis brazos, dando unos suspiros largos y entrecortados, hasta que se decida, despus de un largo trago de ron, a poseerme con sus

  • msculos duros, con su fuerza de gigante, con sus cabellos de brisa, con su mirada de fuego, con su calor y olor a tierra, a m, que me escurra como agua al sentirme herida, as, de muerte, y gritar despus, de vida. Nemesio se iba por las maanas antes del alba, a recorrer las playas, deca, a disfrutar de la vida bajo las plantaciones de banano, a hablar con los nativos, a aprender muchas cosas -responda a mis preguntas de la tarde cuando le alcanzaba un plato con arroz de coco, sierra frita y tajadas que ya se haban endurecido con la espera. Coma con el cuchillo, de manera extraa; simplemente lo introduca en el arroz y con la mano derecha lo llevaba a la boca, as, de frente, con su punta afilada, hasta el fondo, y utilizaba el suyo, el que llevaba al cinto, su cuchillo de marino, el que serva para cortar lazos, hacer tabacos y tatuajes. Pasaba las cosas con agua pura y rechazaba el guarapo de pia nativo aduciendo que no beba brebajes de indios salvajes. Las primeras noticias de sus largas caminatas por la playa llegaron por boca de mi madrina. Luego los morochitos de Pescadito vinieron con el cuento que conversaba con los pelcanos y se coma los meros vivos, que sta era la roca donde se sentaba por las maanas a esperar que el sol se levantara, que por aqu se iba derechito atravesando la laguna, despertando las grullas, asustando las marialucas, atrapando lagartijas por la cola y arrancando de sus huecos a los cangrejos ermitaos. Todos decan que en sus caminatas no cantaba, pues siempre se le vea mustio, tampoco le gritaba al mar pues se le vea derrumbado, y que por la tarde, despus de hacer una siesta hambrienta, bajaba un coco verde y luego se sumerga en el mar hasta que su piel quedaba cubierta con yerbajos, pedazos de moho negro y partculas de sal y baquelita metidas entre sus cabellos largos y castaos. Nadie se alarm por las historias. En la casa era de otro modo, no hablaba como nosotras, no gustaba de rer como pap, pero sus ojos dulces, su voz como un montono caer de piedras y sus cabellos movedizos hacan creer que poco a poco, al final, iba a ser uno de los nuestros. Ese domingo amaneci silbando, luego grit porque el caf quem sus labios, me mir con rencor porque no le serv el plato de guineo sancochado con queso a l primero y me dediqu a atender a los hijos de Naila que somnolientos se desperezaban bajo el abanico que ya arrojaba contra el piso un aire caliente y hmedo como nunca lo habamos sentido en esa poca. Recuerdo que mam dijo algo sobre el agua mala y, al pasar por el corredor murmur: la millonaria tiene hoy las hojas tristes.

  • Mam estir su brazo para entregarme el plato con el desayuno de Nemesio, me jal hacia ella y susurr en mi odo: recuerda mija que todos los hombres con hambre son como las fieras, se olvidan de querer y agreg: ms en un da como hoy que el sol se levant torcido. Cuando llegu hasta el taburete de cuero, que Nemesio recostaba contra la pared junto al muro de la sala, pues esa ubicacin le permita estar ni de espaldas ni de frente a la puerta principal, me recibi el guineo con una mueca y lo trag con los dedos. Ms tarde lo vi sentado en la puerta de la casa, con el hijo menor de Naila a su lado y Csar, su hermano, en sus piernas, repasando la vieja enciclopedia que pap Andr nos haba comprado para que aprendiramos del mundo, pues muchas cosas, deca l, quedaban mar adentro y nosotras slo conocamos el mar de este lado de la Sierra. Horas ms tarde se encerr con los muchachos en el cuarto de arriba sumergindose en la fastidiosa tarea de armar ese inmenso barco de velas blancas y casco verde que todos en nuestro interior desebamos ver construido antes de finalizar el ao. Recuerdo que esperbamos la hora de servir un almuerzo tardo y somnoliento, todos incmodos y desesperados pues mam se haba sentado desde haca tres horas a preparar un salpicn de pescado cuyas espinas abundantes hacan lenta y molesta su labor. Nemesio sentado en el taburete, despus de haber concluido su tarea diaria de armador, vio desde arriba el paso veloz de un gato negro entre sus piernas al tiempo que nos miramos sorprendidos al verlo saltar, corretearlo por la cocina, arrojarle ollas, cucharas, trapos viejos, zapatos abandonados, un florero de plstico, una revista de modas, mientras el gato arrojaba a su vez las escobas que estaban recostadas contra la pared, el tanque de la basura, la olla repleta de salpicn que estaba an en el suelo, y todo a su paso, hasta que atin a escurrirse tras el armario. Nemesio busc un balde, lo llen de agua y lo arroj sobre el animal asustado, al salir, lo atrap por la cola y torci su cuello ante nuestra mirada atnita y el grito asustado de los nios. Nadie volvi a hablar en el da, la casa asumi un tono de velorio que se prolong por mucho tiempo pues al da siguiente se celebraba uno de los aniversarios de la muerte de pap Andr. Mientras mam recoga en silencio los pedazos menudos y amasados de pescado repartidos por el corredor, me dediqu a alzar objetos, secar las baldosas pantanosas que con el agua y el polvo de los rincones se convirtieron en un fangal de trapos y pelos de gato negro teidos de sangre. Mam mandaba callar los nios de Naila,

  • quien haba mirado impvida el espectculo a travs de sus ojos abotagados por la grasa, tal vez ahora lamentando profundamente en lo ms hondo de su estmago, aquella cantidad de comida lanzada al suelo y deseando retornar a la elaboracin del salpicn, para el que, haba dicho, no estara nunca preparada debido a la tortura que significa la espera. Nemesio dio media vuelta y al salir por la puerta principal se zambull en el sol de la tarde sin darse por entendido de la mirada curiosa de los vecinos que se asomaban al advertir aquella algaraba con maullidos y maldiciones gallegas. Ya anocheca cuando mam sentenci: Maana es el da de Andr!, debemos hacer desde hoy el almuerzo, hablar las ltimas palabras con el padre Alfredo, recoger las flores y baar los nios. Recuerdo que ese mismo tono tena el da que lleg a la casa con la noticia de que pap haba muerto. Lo recuerdo, pues aquellos das an estbamos todas en casa, la una barriendo, la otra en silencio lavando los chismes, aquella rodando los muebles para sacar la arena que se acumulaba debajo de ellos, Helena bandose en el patio, sacando con una jarra el agua de la pileta y arrojando un poco sobre ella, y sobre cada uno, y por turno en orden de edades, de los cuatro hijos pequeos de Dolores, apenas el ltimo en edad de sentarse pero ya mostrando su parecido a todos ellos: iguales al padre. La angustia colectiva de aquellos das de la larga enfermedad de pap Andr, apenas interrumpida por el ruido de la radio hablando de deportes, las preguntas de Naila sobre la hora del almuerzo, el llanto de los nios por el tetero tardo, fue interrumpida por la voz spera y cortante de mam que deca: Andr acaba de morir, no soport el quinto infarto, se qued dormido y sin siquiera sollozar nos mir a todas una por una, nos dio una orden con la mirada y la casa qued inmersa en el halo clido de las tardes de octubre, cuando no hay vientos y los mangos se desgajan de tanto sol y azul de mar en la distancia. Elo y mam partieron hacia el hospital que queda por los lados del malecn. Nunca supe que pas all. Lo nico que recuerdo es que ya estbamos listas cuando ellas dos entraron sudorosas casi al medio da, con unos hombres vestidos de negro llevando un cajn sin flores, mientras una de nosotras rodaba nuevamente los muebles y reciba los cirios inmensos que transformaron nuestra sala en ese purgatorio de los das siguientes. Todos los nios se haban vestido con sus mejores ropas. Daniel, hijo de Dolores, sali

  • del cuarto con una camisa blanca de manga corta y un pequeo lazo negro amarrado al cuello a modo de corbata, dio un beso a mam y se fue a esperar las barcas de los pescadores que ya traan a su padre y a Pingui, cansados de todo un da y de pocos peces, como siempre. Nadie se fij en nadie, apenas nos asombramos cmo, poco a poco, la casa se fue llenando de parientes, de medios hermanos de pap, de sus primos hermanos, de los hermanos de sus antiguas mujeres, de los compadres y las familias de sus compadres, de sus hijos, medios hermanos nuestros ya casados y con sus hijos que traan de la mano, de los amigos del puerto, de sus compaeros de trabajo, de sus ayudantes y aprendices de topgrafo y todos aquellos vecinos y curiosos que se asomaban a mirar quin haba muerto y por qu motivo, en un barrio donde muere poca gente y menos de infarto cardaco. Fue una maana larga y calurosa en medio de apretones y discusiones sobre poltica liberal y conservadora, sobre el partido del Unin, la pesca de la noche anterior, el alto costo de la vida, la mujer que se fue sin siquiera decirme nada y la posibilidad de volver a sembrar banano o entrar un cargamento de whisky. Fue una maana cruzada por los llantos penetrantes de las plaideras, los aullidos de hambre de los nios, los murmullos de un rosario lento y sudoroso que saba a sal, a monotona, a camino de tierra, a sol ardiente, menos a pap que era lo otro. El cajn se asom a la calle al filo de las once, golpendose con un sol amarillo claro y, al sumergirse en el parque, repleto de curiosos y borrachos, alguien grit: viva el gran partido liberal! y otro: arriba el Unin Magdalena, carajo!. Vi, con los ojos en lgrimas, el tumulto doblar la esquina, a mam vestida de luto y ms negra que nunca, a Naila luchar con su cuerpo, a los guajiros inseparables de pap llorar como nios, a las mujeres abanicarse con los sombreros, a los hombres abrir paraguas negros en medio de la borrachera y a las plaideras caminar hacia la otra esquina, pues haban terminado su trabajo.

    Me qued entonces sola, cuidando unos nios desconocidos, todos muy similares, con rasgos de familia y muchos de ellos con el mismo lunar negro que tena pap sobre un muslo. Por eso no supe dnde lo enterraron, quin lo acompa hasta la tumba, quin trajo despus a mam ni dnde se quedaron todos los hombres, pues en la tarde y por varios das la casa se convirti en un cuartel de mujeres y nios que lloraban, corran

  • como locos, jugaban con los trozos de cirios, arrastraban las cintas de las coronas de flores, hacan ventas simuladas con los pedazos de amapolas y claveles marchitos y

    fabricaban barcos de papel con los anuncios de la muerte de pap Andr.

    CAPITULO II

    El cielo color rosa despierta la ciudad y en la playa las sombras se van trasformando en hileras de negros que jalonan lazos amarrados a las redes, que durante la larga noche, con sus tentculos silenciosos, atraparon poco a poco, sierras desprevenidas, meros somnolientos y un gran volumen de peces rojos, camarones perdidos, cangrejos asustados, rayas que an no salen del asombro, pedazos de llantas, latas de cerveza, un viejo zapato de la Colonia y un pedazo de media de lana perteneciente a Carlos I de Espaa. Nemesio arrastr sus pies grandes y desnudos, maldijo los pinchazos de la arena, contest saludos incomprensibles, salud con el brazo a un pjaro grande que le mir con ojos asesinos y se lanz a la tarea de contar sus pasos hasta el otro lado de la playa, mientras recoga cangrejos ermitaos y recordaba la balada del agua del mar: "El mar sonre a lo lejos. Dientes de espuma labios de cielo". Ya al otro extremo de la playa, junto a las rocas y los inmensos troncos trados tal vez de las islas pero ahora cubiertos de un moho largo y verde, Nemesio sinti un sol tierno a las espaldas y una suave brisa recorri sus huesos de marino anclado. El sonido del mar, una pequea caracola amarilla, un minsculo grano de arena, el follaje verde amarillento cubierto de enredaderas de espinos, el canto de un pjaro verde, el paso rpido de un lagarto, una hilera de hormigas con sus hojas a cuestas, las huellas en la arena de los pjaros zancudos, una flor, un barco a lo lejos, tres negros seguidos por sus mujeres, un anciano que deambula por la playa, una nia negra que juega con su sombra, una hoja seca, un mar azul y verde, una isla a la distancia y un continente nuevo

  • le trajeron sus recuerdos de capitn de calderas del Santa Cecilia, cuando arrib por primera vez a Paramaribo y respir el olor a oxgeno selvtico de ese nuevo continente imaginado a travs de los ojos de pescado de su camarote lleno de libros tcnicos y afiches de mujeres, en su primer viaje a estas tierras en el barco de la Compaa Madrilea de Transportes Intercontinentales. All estaba la ciudad, a orillas del ro Surinm, con sus calles calurosas y hmedas, olorosas a hongo, a mujeres mulatas con sabor a pescado, vestidas de rojo y azul, contrastando con el verde oscuro de los arbustos y el color negro de los canales que cruzan una ciudad que le pareci holandesa, pero habitada por chinos, indonesios, hindes, blancos europeos y negros. All oy por primera vez la historia del tesoro no encontrado por los conquistadores, escuch la voz enigmtica de la selva y se llev para siempre el aroma de las semillas que aprendi a masticar para evitar los bostezos. Ahora, aos despus, kilmetros al occidente de la misma costa, al ver los esqueletos fantasmales de los manglares de la cinaga, al palpar el limo salobre reseco por el sol, al perder la mirada entre extensiones de escombros de bosques tropicales de otros tiempos, se qued observando las aves que desorientadas se devolvan al no encontrar el agua verde, se ensimism con los insectos petrificados en los troncos, se encegueci con el sol penetrante hasta las entraas y lo rodearon restos de peces y de algas, el olor nauseabundo de la muerte y el cielo azul claro y sin final, que por contraste, le devolvi la visin virgen del lago Blommestein sobre el ro Surinm que en silencio, viene de lo primitivo. Nemesio, al igual que Rodrigo de Bastidas, slo que muchos aos despus, alz los ojos y luego llor al no percibir en el ambiente ese olor a selva y a distancia, sino ste aroma a ausencia, a muerte, a sal, a soledad. Tres meses haban transcurrido desde el da que los marinos se quedaron borrachos por las calles del puerto, olorosos a ron, jugando domin con los nativos, cambiando monedas gallegas por sombreros de paja, enamorndose de mulatas de pies descalzos, desayunando con caf tinto y durmiendo la siesta frente al mar, mientras un barco silencioso los miraba desde la distancia. Tres meses haban transcurrido desde que se enamor de la ciudad blanca, de las historias de Chachy sobre una ciudad perdida en la sierra y de su sonrisa de jungla, como lo haba pensado varias veces justificando el da que le dijo por primera vez que haba venido a ese pueblo a casarse con ella. Ese da recogi los zapatos blancos que haba escondido al otro lado de la playa, arroj

  • nuevamente los cangrejos sobre la arena y se dirigi a travs del Callejn Pedro de Sales, hasta toparse con la calle grande esquina con la plaza de la Catedral, a aspirar bajo el almendro un tabaco nativo y a recordar la segunda vez que la vio, presenciando un entierro, vestida de negro pero burbujeante y sonriente, como queriendo arrojarse al mundo sin pensarlo dos veces. Su olor a verde, sus pisadas blancas, su voz de azul maravilloso, su historia profunda y sonora, su sonrisa que le traa recuerdos imaginados sobre las olas de barcos errantes, el color de su pelo que lo remontaba a aos tan distantes, que con ella, ya estaba metido en la aventura de atravesar el ocano por primera vez, en un bergantn de tiempos idos, hablando un idioma perdido y sufriendo las emociones de ir hacia lo desconocido, a donde no hay luz, de donde slo haba odo historias de hombres-perros y horizontes de tinieblas ms all del mar y del abismo. Era como recoger pistas del mar, troncos an verdes, hierba tierna, un pedazo de madera labrada, una luz de fantasma al horizonte, un olor a selva, una gaviota en el cielo mirando sorprendida y esa aventura de llegar por primera vez para que ella lo viera con sus miles de ojos, an sobre la mar y jalando la vela maestra con su pelo al viento, sus brazos tatuados y esa sonrisa que la hizo gritar desde la playa: barco a la vistaaa... ! . Ese mismo olor tena el da de la boda, esa sonrisa sin trabas y los hoyuelos que le iluminaron los ojos cuando, amarrado a sus manos, diez aos ms tarde, l le pidi que no le dejara ir, que su vida se iba por entre los agujeros de muerte que tena en la espalda, que no haba subido a la Sierra, que an no conoca ese pueblo olvidado, ni tocado la nieve blanca de la cumbre. Ella le dijo que otro da y cerr sus ojos al caer la tarde con una frase hmeda : Ema na zaku ni.

    * * * Tambin era un reto. Ah estaba la frontera. El lmite entre la tierra y el mar, entre lo conocido y lo desconocido, entre lo viejo y lo nuevo, entre el verde y el azul. Tambin era un reto. Quedarse por algn tiempo en un sitio, sembrar melones, tener hijos, buscar fortuna, entender a los hombres ac del mar. Tambin era un placer. Una mujer morena vista por primera vez, una ciudad de recuerdos, un atardecer rojo en silencio, una tierra florecida, palmeras ululantes, ejrcitos de insectos, un mar azul, un puerto sin abrirse al mundo, una fortuna por hacerse en este lado donde ningn europeo haba fracasado, una

  • colonia grande y pujante. Tambin era la curiosidad. La blancura y los misterios de la Sierra al alcance de la mano, playas enigmticas, montaas all al fondo, ciudades inmensas kilmetros adentro, muchos pases all abajo, cordilleras, selvas, ros, desiertos, volcanes, razas y todo ah, por primera vez. Tambin era como volver a nacer, sin objetivo definido, aprender muchas cosas, trabajar en esto y en aquello, dejar los socavones de los barcos persiguiendo calderas, pensar slo en este da. Simplemente era como volver a nacer, como repetirse, como hacerlo nuevamente, como volver al mismo lugar, como respirar el mismo aire, ver el mismo color verde, como volver a empezar. Ah estaba entonces la ciudad despus de la playa, los vendedores de fantasas de hielo y azcar de colores, los morenos que anuncian huevos de iguana frescos y calientes, las carimaolas amarillas, los guineos verdes amontonados al lado de las ventas de pescado, los negritos que ofrecen ccteles de mariscos al gusto, la orquesta de los bares sonando en pleno da, las mulatas cantando bajo la sombra de los rboles, un barco a lo lejos, un cielo azul y un pjaro que se lanza hacia el mar. Ah estaba entonces, el comienzo, el lmite, la frontera. No lo pens dos veces, camin por las calles que atraviesan la ciudad hasta la plaza de la catedral y la vio por segunda vez, presenciando un entierro. El trece de mayo, da de la boda con Chachy, tambin Nemesio se sorprendi al ver tanta gente. All conoci a Manuel, quien, al verle, le entreg un largo abrazo como anunciando los muchos que seguiran. Fue un sbado caluroso. Nemesio haba llegado mucho antes de la hora fijada para la ceremonia. Rodeado de sus compaeros de viaje, soport el sol inclemente de las once de la maana parado como una estatua en la esquina de la Calle Grande con la Catedral, hasta que Chachy apareci del otro extremo, en medio de un tumulto de sombreros, trajes de tul, velos verdes y azules, gritos de mujeres, advertencias de madre, llantos de nios que por primera vez se ponan corbata y zapatos, reencuentros de hermanos, parientes lejanos, tos ya olvidados y abuelos rezagados que llamaban a los ms jvenes para que les ayudaran a trepar los escalones. Nemesio recibi sorprendido aquella algaraba de entusiasmos y flores que se desgajaban con la brisa. Se sobresalt al igual que los marinos al or el ruido de una sirena de barco y lanz con ellos sombreros al aire, chiflidos de bucaneros, vivas en gallego y tambin, prematuras manotadas de arroz con los curiosos. Fue una ceremonia descuidada, sin mucho tino. El cura cant solo los salmos, pero se sonri, al ver que Nemesio agarr a Chachy con sus brazos robustos y le dio un beso que fue coreado por aquel tropel de hombres jvenes, que abordaron sin mucho recato la iglesia blanca y escueta de la Santa Marta.

  • * * * Haban pasado ya varios aos desde su llegada y empezaba a sentir que su cuerpo haba enflaquecido, que su pelo comenzaba enrarecerse, que ya no miraba a Chachy con la misma codicia de otros tiempos, que ya no se levantaba con el entusiasmo de otros das cuando, al terminar el barco verde, como solan llamarlo, lo mostr para que todos supieran que l s era un armador, de esos de Galicia, de los que se pasan la vida construyndolos, para luego, como sus antepasados, lanzarse a la aventura de atravesar el mar. Haban pasado cinco aos. Cinco aos durante los cuales todos lo vieron caminar de extremo a extremo por esa playa de pescadores nocturnos, de jugadores de cartas y domin, lo vieron contestar saludos, intentar comenzar algo, como aquella empresa de reparacin de motores fuera de borda, o aquella otra de sembrar primero melones para la exportacin y luego banano para ese mismo destino, o la de construir tanques para criar camarones en cautiverio, o la de empezar una compaa de turismo ecolgico para europeos que venan en busca de indios desnudos y desnutridos, o la de comercializar pescado y moluscos con el interior o la de montar un espectculo de acrobacias con el avestruz rosado. Haban pasado cinco aos de intentar algo todos los das en sus largas caminatas llenas de silencio y de esa angustia que le produca el rebusque incierto, el deambular por las calles empolvadas de un ciudad donde slo de vez en cuando atracaba en su muelle un barco.

    * * *

    Esa tarde le vi muy contento. Me haba llevado a ver su "pequeo negocillo", como lo sigui llamando durante esos meses. Me dijo que le iba a convertir en una gran empresa Colombo-Espaola pues en este campo l era un especialista. Lo dijo con mucho nimo

  • en su espaol arrastrado :una compaa donde se gane mucho y se trabaje poco.

    Fue la primera vez que le vi entusiasmado, es ms, creo que fue el momento en el que comenc a entenderlo y a tenerle afecto. Se le vea la felicidad sobre la ropa, manoteaba diciendo que era una sorpresa para mi cuada, pues ella nunca, -gritaba- crea que aqu, l iba a volverse rico.

    Era un pequeo cuartico oscuro con un solo foco y una puerta de hierro oxidado. En el fondo se vea un orinal mugriento y un lavamanos desportillado rodeado de letreros obscenos hechos con pinturas de diversos colores. Nemesio haba pintado l mismo el aviso en la puerta: MECANICA "EL GALLEGO" y debajo con letras pequeas y muy delicadas como hechas con ms amor: "Se reparan motores fuera de borda".

    Yo le felicit, le di dos palmadas en la espalda y dije ahora s te invito una de ron. Nos metimos en la tienda de al lado. El habl todo el tiempo. Hizo un recorrido por un gran nmero de puertos europeos y asiticos que en ese momento yo imaginaba tan remotos e iguales que me adormil con el ruido de los vallenatos de Escalona y los recuerdos de Nemesio; tal como le pas a Chachy meses antes, pienso ahora.

    Ya al caer la noche, ambos con la cara enrojecida y abrazados como dos viejos amigos,

    resultamos socios. El, poniendo su destreza; yo, ayudando en la administracin y aportando unos pesos para pagar inicialmente el arriendo del "localito", que no s cmo Nemesio obtuvo en sub-contrato de un negro alcohlico que en l venda frito a los mecnicos que trabajaban cerca del mercado.

    Abramos a la mitad de la maana, y los dos, nos sentbamos a hablar mierda y a jugar cartas mientras yo cruzaba los dedos de los pies para que apareciese la clientela que nos iba a sacar de pobres. Durante los primeros das slo apareci una morena descalza preguntando si sabamos componer Osterizer y un anciano en huesos con un ventilador Hoover del ao treinta. Ilusionado, salt de alegra cuando el viejo "Pingue" lleg al taller con el cuento de conocerlo y que le ayudramos a matar el tiempo ya fuera hablando fsica o jugando domin, pues tena la barca varada.

    Nemesio mir a Pingue con desconfianza pues no entenda nada debido a la velocidad con la que ste hablaba. Yo invit unas cervezas, que bebimos mientras Pingue le daba rodeos para decirnos que estaba buscando quien le metiera la mano al motor del bote Carolina, con el que arponeamos la otra vez el tiburn, acurdate Manuel que ese motor lo quiero mucho porque no me ha dejado hasta ahora, y pienso que ya va a sacar la mano, no joda, necesito que me ayuden a bajarlo, cuando ya estbamos all en la

  • baha comiendo grasa y aceite, pero encantados de ver cmo Nemesio lavaba con delicadeza cada uno de los anillos en gasolina y luego los dejaba en hilera como siguiendo un orden del desorden para dedicarnos ms tarde, en la noche, a silbar muy bajo y tirar niln para atrapar algunos parguitos y mamarle gallo al cansancio y a lo jodido que es estar en medio de dos parlanchines, uno en gallego y otro en idioma de pescador o mejor alemn como lo decan los amigos pues a Pingue pocos lo entendan.

    Esa maana Nemesio se levant muy temprano, nunca lo dijo, pero creo que el quera terminar su obra solo, sentir el rugido del motor all abajo en las entraas del Carolina, ver cmo era capaz de hacer andar ese vejestorio, pero su grito-aullido nos despert, y lo vimos, cubierto de fuego, gritando como un condenado, con el cuerpo, la cara y los brazos en llamas, tratando de arrojarse al agua, mientras que sus ojos desorbitados pedan ayuda por ese dolor de sol que debe producir el desgarro de mil cuchillos ardientes pegados a la piel.

    An tengo las huellas de sus uas en mis brazos cuando entre maldiciones Gallegas se revolcaba sobre cubierta, llorando como lloran los marinos, sin lgrimas, gritando como gritan los gallegos, con rabia, por no ser capaz de soportar el ardor de los msculos rojos ante el sol inclemente, de los labios cuarteados, de los brazos con sus tatuajes ensangrentados y de su propia voz cortante. Lo dejamos en el hospital, frente al malecn, donde las enfermeras huan al vernos y un mdico viejo que lo observ sin inmutarse, y sin decir palabra, le arroj agua y jabn sobre su piel... que no era piel.

    Lo encontramos all, tiempo despus, botado sobre una cama de tubos verdes, tapado con una sbana blanca, desnudo, en medio de los gritos de otros quemados que lloraban y pedan la muerte, maldecan el calor de junio que se precipitaba por unas ventanas tan altas que slo permitan mirar el cielo, pedan encender abanicos sobre sus rostros, botar agua fra sobre sus llagas, aumentar la desnudez que produce la desnudez de la piel, cubrir con hojas de pltano las partes lceradas, llorar como locos por esta vida de tanta llaga y dolor, hasta que todos nos acercamos en silencio para orle decir simplemente: Chachy, esto es lo ms parecido al infierno.

    Me qued esperndolo mucho tiempo en el taller. Recost un taburete contra el marco de la puerta y le contest a la clientela que por ahora el mecnico estaba enfermo. Cinco meses ms tarde, cerr como todos los das el portn oxidado.

  • Es increble. Han pasado casi veinte aos. An se lee " EL GALLEGO " y un viejo

    en huesos, vende fritanga a los mecnicos de este sector del mercado.

    * * * Haban pasado cinco aos de largos silencios, de tardes extenuantes construyendo poco a poco, all, en el pisito de arriba, ese barco de casco verde que le llevara algn da de regreso, de eso estaba seguro. Le haba enseado al avestruz a cambiar su dieta africana por bananos verdes y cangrejos. Al principio hablaba con l todo el tiempo y tal vez fue por puro cario que el animal acept la nueva alimentacin, no sin perder el brillo de sus plumas, el color de sus ojos azucarados y la esbeltez con que lleg, a pesar de la jaula, sobre la cubierta del barco. La lentitud del paso de las horas, el calor insoportable de los das de junio, la llegada intempestiva de borrascas caribeas, los montonos sonidos de los vallenatos, las largas esperas de una brisa bajo un almendro, el latido flaco y lleno de peladuras de Kiser, las interminables comidas de slo arroz con coco y pltano sancochado, el idntico grito de los nios al jugar al caer la tarde, el interminable deambular de los pollos debajo de los muebles, los abanicos del techo levantando el polvo y pasando las hojas de una Biblia mugrienta, abierta en cualquier parte, el grito lastimero de los vendedores de frito, pescado, cocadas y alegras, pero sobre todo, el sol penetrante de los ltimos das, la ausencia de aventuras y el hecho de encontrarse no con la riqueza imaginada de los tunjos de oro, de los trueques con grandes ganancias, de las inmensas posibilidades para un europeo, como lo pens un da, sino con los fracasos continuados en sus negocios de motores, melones y pescado, le hicieron proponerle a Chachy una temporada alejados del pueblo, en la pequea casita que haba construido haca ya varios aos el viejo Andrs, all tras los cerros, frente al mar y bajo la luna. Se lo propuso a ella una noche de abril bajo las estrellas que les miraban por la ventana despus de hacer el amor, pensando en los hijos. A Chachy le son la idea. Se trataba de ese pequeo conglomerado de pescadores muy cerca del pueblo a donde iban, siendo muy nias, tomadas de la mano del pap Andrs, haciendo preguntas sobre qu haba despus de la Sierra, por qu el mar es tan ancho, por qu este camino de tierra y qu pasara si no encontrasen el camino de regreso, y l -lo record al instante- daba respuestas interminables sobre indios curtidos en medio de

  • historias maravillosas de pocas remotas, cuando slo existan ellos, los Bondas, los dueos de estos cerros salpicados de sol. A Chachy le son la idea. All se haba ido a vivir la gorda, su hermana, haca algunos aos con Colina, el pescador. La amistad con Manuel comenz el da de la boda. El era un hombre del interior, pero vesta pantalones blancos, zapatos de tela y algunas veces usaba camisas de hilo que le daban el tono caracterstico de un hombre que intenta quedarse. Nemesio sola llamarlo "El Intelectual", pues al buscarlo, lo encontraba siempre leyendo bajo un rbol, anotando en pequeos papelitos las frases importantes. Los primeros aos slo se vieron algunas veces. Manuel se haba casado con Mema haca algn tiempo, y los dos llegaban al pueblo de sorpresa, siempre al caer la tarde, a hacer visitas cortas, como en coro solan decirlo. La estada de Manuel polarizaba la casa. Las mujeres se dedicaban a las tareas domsticas revoloteando con los nios y sus teteros, con las ollas y las verduras del almuerzo, y con la necesidad de contarse las novedades, hasta lo ms ntimo. Nemesio y Manuel salan al parque a sentarse en el escao frente al avestruz, a conversar sobre las noticias del interior y del exterior, sobre las jornadas de los tabacaleros de la sabana, sobre las posibilidades de golpe de estado en la lejana capital, sobre las mismas discusiones del siglo pasado entre los partidos tradicionales, sobre los guerrilleros que seguan sindolo y los muchos que eran slo bandoleros, sobre el posible comercio de fruta y pescado con el interior o de otro negocio all en la playa como lo dijo Nemesio ese da, ya est lejano el da del ltimo trabajo Manuel, lo recuerdo slo cuando me veo en un espejo y me sorprendo, pues ya casi no se notan las cicatrices de la cara. Me suena la cosilla aquella de los camarones, vente nuevamente y le damos una mano, cuando ya andaban haciendo planes los dos, sobre la casita de la ensenada, all tras las montaas, la que sirvi de sitio para celebrar los primeros seis aos de matrimonio sin hijos, el comienzo y el fin de un nuevo negocio y el escenario para las largas caminatas por la playa con conversaciones de sueos, mientras las dos mujeres, como nias nuevamente, rieron y jugaron con agua, lavaron la ropa, fritaron el pescado e hicieron el experimento de sembrar melones entre los cactus gigantes que ascendan las montaas. A la "Cabaa", como la llam todo el mundo de ah en adelante, se iba por un angosto camino que con timidez naca a partir de una de las calles colaterales del pueblo y entre gigantes mrmoles veteados tomaba la direccin opuesta a la Sierra, ascenda en caracol con lentitud polvorienta, colina tras colina y dejaba atrs las casas de cal blanca, la imagen luminosa de un mar profundo, la silueta de un barco de carga, la carrilera vaca de un tren que se haba retardado por la inundacin en la zona bananera y los almendros

  • verde amarillo que no se movan por la falta de brisa. Dos horas de viaje eran suficientes para ver desde la altura la ensenada con la cabaa. Un mar primero azul profundo, luego verde tierno y al terminar, junto a la playa, la quietud de un azul suave y transparente a esa hora de la maana cuando, cargados de bales, de una jaula con el avestruz inquieto, de varias cajas de cartn, ollas, peroles y dos colchones de tela floreada, los hombres y las mujeres divisaron, una casita de tejas de cinc y paredes de roca, dos docenas de casas de pescadores y un sol que mezclaba el calor, la humedad y el sabor salobre que se perciba a travs de una brisa suave con olor a moluscos. Descendieron el camino empinado y se cruzaron con caravanas de burros cargados de lea, bultos de carbn e imgenes erguidas de cactus espinosos, sombras de iguanas que se atravesaban en el camino y esqueletos de animales. La playa era tan grande que, de extremo a extremo, slo podan divisarse las sombras de los escasos habitantes, pescadores de siempre, marinos de costa, hijos de arena, negros de tanto sol y raza africana, como lo haba sealado Manuel cuando le dijo a Nemesio que l haba aprendido con un amigo el cultivos de camarones en cautiverio alimentados con artemias criadas en frascos y le mostr luego esquemas de dos piletas semi-industriales con los estantes para colocar los frascos para la artemia, primero trasparentes y luego oscuros, creme, Nemesio, le dijo, sacamos el agua del mar y la devolvemos despus de que haya engordado los animales con su alimento invisible. Dos hileras de casas paralelas pero boquetas, pues no estaban situadas una frente a la otra, conformaban el poblado de pescadores. Al final de la calle, como se le llamaba por convencin, estaba la casita de Colina y Naila. No era ms que dos espacios con varios taburetes grasientos, algunas hamacas y los aperos de pescador. Como todo el mundo lo haca, a un lado de la casa se construa la cocina, sin paredes y cubierta de paja, pero la cabaa se diferenciara de todas las dems, pues lo primero que hizo Nemesio despus de descargar el camioncito con las pertenencias de los cuatro, fue dedicarse con Manuel a pintar las paredes exteriores e interiores con cal blanca, a acomodar las tejas de cinc y luego a cubrirlas con pintura aislante, a construir un cielo raso en cartn, a pulir el banco de cemento que sobre los laterales de la casa haba construido el viejo Andrs para divisar atardeceres, a disear una letrina con pozo sptico y a instalarle el agua, pues la cabaa era de las pocas que no gozaba de ella, a pesar que a muy escasos metros descansaba una hilera de caas que la bajaban de la montaa. El mar estaba all, inmvil casi todo el tiempo. Las hileras de pelcanos reconocieron en

  • seguida a Nemesio por sus largas caminatas solitarias, cuando vena a esta playa a lanzarle rocas al agua, a sumergirse en las horas de mareas altas y a salir con el cuerpo desnudo cubierto de yerbajos y briznas de baquelita. Por ello Chachy se sorprendi cuando fueron recibidos con entusiasmo por los pescadores que ya conocan a Nemesio, quien jugaba con ellos desde haca varios aos largas partidas de domin debajo de los rboles, y quien ya saba que vendra algn da a este sitio, a descubrir por qu le atraa aquella ensenada, por qu pasaba las horas mirando un horizonte brumoso en las maanas, por qu all se senta l mismo, el marino de siempre, el aventurero de las costas allende el mar, el que lleg por primera vez en un bergantn que dependa del viento, a buscar un final que era slo el comienzo, por qu este tumulto de rocas le recordaba un lejano veintitres de febrero rodeado de Bondas y Bondingas con la piel roja por el tinte de la bija, aullando en forma ensordecedora, defendiendo con macanas y flechas envenenadas este pueblo llamado Saturma, y l, leyndoles proclamas incomprensibles en un idioma desconocido, sobre obediencia, sometimiento y recato.

    Todos corrieron a internarse en los manglares. No haban visto rostros como aquellos ni odo sonidos tan extraos. Haban peleado

    muchas veces, comido carne de otros indios, derrotado a los tigres de manchas negras, desafiado a las tormentas, pero stos, cubiertos de escamas que hacan partir flechas y que producan sonidos extraos los obligaron a internarse en los manglares.

    Metieron sus cuerpos delgados entre los juncos, se sujetaron del fondo de la cinaga y asustados esperaron.

    Rodrigo de Bastidas, al frente de un grupo de hombres, sali en su bsqueda. Un soldado que marchaba a su lado, Gnzalo del Arroyo, fue herido por una flecha durante la refriega que se desat al borde de la cinaga. Al tercer da muri de rabia, comindose a pedazos y mordiendo la tierra. La yerba que aquestos indios usan, la hacen segn algunos indios me han dicho, de unas manzanillas olorosas y de ciertas hormigas grandes y de vboras y alacranes y de otras ponzoas que ellos mezclan, y la hacen negra que parece cera-pez muy negra.

    * * * Un mar oscuro recoga entre sus fauces el sol amarillo de ese final de ao. Una brisa

  • fresca bata las hojas de las palmeras. Los pescadores se haban cansado de esperar y la playa haba quedado desierta. Chachy sonri al sentir calientes sus pies desnudos, los acarici con sus manos, ara con cuidado cada uno y se columpi en la hamaca al sentir ese viento cargado de moluscos metindose por entre las piernas. Se levant para recostarse contra una palma a mirar un sol calientito que se mojara muy pronto y pens en las tardes con pap Andrs en esta misma playa, en lo feliz que era ahora, viendo pasar lunas y soles amarillos, peces y redes, pjaros y hombres, lagartos y caracoles, cuando las vio por primera vez. Ah estaban las dos carabelas de Don Rodrigo, con sus velas rojizas, oscilantes, salidas de la nada.

    Ah estaban los monstruos, sobre el agua, rompiendo el cielo con palmeras de hojas blancas. Ah estaban los monstruos acercndose y creciendo en el amanecer. Era la tierra al frente, all a lo lejos, bosques verdes a la distancia que suben y bajan al ritmo de las olas, era encontrarle borde al mar, era llegar a lo desconocido y deseado, era saber que se tena razn, era el comienzo de otro mundo, el calor, la riqueza, la aventura, el valor, la religin. Eran los antepasados que regresaban, sin avisar, no como lo haban dicho; ah estaban sus rostros plidos de tanta noche, era cierto, regresaban pero no con el canto y el humo, no con el sonido y el fuego, regresaban. Entonces huimos despavoridos a internarnos en la maleza verde y hmeda, eran ellos, horror, mujer de tierra, mujer de maz, no se dejen ver, me cubro con las manos el rostro y lloro al or sus pisadas extraas, sus cuerpos cubiertos, sus cabezas de soles y en sus manos objetos de dioses. Son ellos, nos encontrarn al fin, nos buscarn debajo de las rocas, nos sacarn del fondo de los ros, nos mirarn con sus ojos de cielo furioso.

    * * * Todo all era sencillo. Una maana lanzando y recogiendo un chinchorro. Tres lisas para el almuerzo, un coco verde con sabor a ron. Una siesta larga frente a un mar metlico. Tres partidas de domin mientras se oculta el sol. Las conversaciones con Manuel

  • esperando que Chachy preparara la comida de la noche. Una mirada a los camarones cautivos, un paseo por la playa para recoger los cangrejos del avestruz. Un da, otro da, un amanecer, un atardecer, un ao, otro ao, un amanecer, un atardecer. Todo all era sencillo. Nadie volvi a preocuparse de nada. Simplemente hoy era lunes o sbado, iguales frente a un mar repleto de aos. Nemesio camina por la playa. Nemesio caminaba por la playa. Nemesio caminar por la playa. Todo all era sencillo. Los martes un burro polvoriento tirado por un viejo mudo y ciego traa dos canastas de cerveza, unos paquetes de cigarrillos, cuatro docenas de velas, una caja con pan duro, cuatro kilos de sal, dos rollos de hilo, un galn de petrleo para lmparas, una lata de aceite y una caja de chocolates que Chachy le encargaba todas las semanas. Se situaban junto al almendro, frente a la cabaa, y poco a poco todos se acercaban. El viejo conoca sus voces, la dureza de sus manos, los arrugados billetes que reciba, las palmadas en el hombro, te olvidaste de mis peridicos, este pan tiene cien aos, tmate una, supiste de viejo Anty?, que dicen por all de ..., la otra semana me traes un par de ..., mejor no, aqu de nada sirven, mejor consgueme un lpiz y un bloc de cartas, sabes qu es un bloc? Mejor cualquier cuaderno Cardenal de esos que usan en las escuelas, no te olvides de traerme lo mo, si sabes de mi madrina dile que me ves bien... mejor, que estoy bien. Era un burro viejo, pero mientras se entregaban los pedidos, caminaba por la playa cargado de nios que a veces le jalaban la cola, se colgaban de las orejas y lo baaban en el mar. El capitn, como todos llamaban al viejo, sonrea al sentirse rodeado de voces, de rebuznos y de encargos. Manuel le daba dos palmadas en el hombro, un billete de cinco pesos y le susurraba al odo. Este era su contacto con lo que quedaba, detrs de las colinas de cactus, pues el contacto con l mismo era hablar con Mema, su mujer, a solas, frente al mar.

    - Necesitas una cuchilla de afeitar. - Me estoy dejando la barba. - Te ves feo. - T me ves as? - No. - Entonces no necesito cuchilla de afeitar.

  • - Por qu no te vas a dormir? - No tengo ganas, estoy pensando. - En qu?. - En todo. Parece que aqu hubiese estado siempre. Siento tan remoto el da que

    llegamos. Tengo una sensacin de lentitud, de ausencia de tiempo, como si el da o la noche fuesen tan largos y yo tan viejo. A veces creo que he vivido mucho tiempo. Es el mar. Es el agua que tengo al frente mojando la luna desde hace muchos aos la que me pone as.

    Yo estoy como saliendo, como queriendo caminar ms y se me acab el camino. Me siento acorralado, sabes. Vengo huyendo. Siempre te lo he dicho, huyendo de ese mundo de montaa, de aguas estancadas, de hombres especializados, de m.

    - Qu ests leyendo? - No es eso. - Te conozco. - Fue Nemesio. Anda muy triste sabes?. Creo que tiene ganas de hablar y no puede. - Nemesio nunca habla. - Creo que nos parecemos mucho. El viene huyendo. Huyendo del mar y yo de la

    montaa. Venimos de lados opuestos y nos encontramos en el lmite. El sin saber caminar, yo sin saber nadar.

    Ayer cant una cancin. Yo no entiendo Gallego pero creo que deca algo as como partir. Est cansado, sabes. porqu no hablas con Chachy?

    - De qu? - De eso. - Vamos a dormir. - Ve t, yo quiero or el ruido de las olas. Me entristecen, cierto, pero me arrullan. Nemesio dice que para m las olas son como las calderas para l, los ruidos estn

    milimtricamente espaciados. Voy a quedarme un rato. - No te demores, te espero despierta. - Durmete. Esperar a que todo desaparezca. Esta playa es el principio y el final, creo

    que aqu naci el mundo y aqu morir. Hace tanto tiempo que no veo un auto. Me asustara con el ruido de su bocina. Ya no

    recuerdo el orden de los colores de un semforo, ni una sala de cine, ni el parque de los juegos mecnicos, ni ... a veces creo que tengo que irme, que debo volver. Eso es lo que le pasa a Nemesio, l se va.

    - Chachy se queda. - S, yo tambin lo creo. Mira esa luna, se ve la silueta de sus crteres.

  • - Nunca cre que llegramos hasta all. - Nos vamos? - A dormir? - No, de aqu. - Si quieres. Me duele por Chachy. - A dnde te gustara ir? - A cualquier parte. - No lo s. Uno puede ir a cualquier parte pero siempre llevar a cuestas a uno mismo. Yo estoy huyendo de ... Yo. Nemesio me lo dijo hace algunos das, con otras palabras,

    claro. - No te preocupes tanto, no fumes, te hace dao. - Muchas cosas me hacen dao y una de esas es no poder hablar. Me morira siendo

    mudo. Yo del capitn me cambiara por el burro. Ese por lo menos habla con los nios. Esta tarde record mi infancia y creo que por eso me puse as. Cuando uno tiene

    recuerdos se est volviendo viejo o cuando uno se parece a su pap se ha vuelto viejo, y, sabes, me mir en un espejo y tengo las mismas entradas que l y su misma edad.

    - Esta noche no hace fro. Me gustara pescar. Pap Andr nos llevaba a pescar de noche. Nos bamos hasta la roca de concha a botar el anzuelo con l. Nosotras nos cansbamos y empezbamos a hablar y a caminar de un lado para otro, y l, que hiciramos silencio, que espantbamos los peces.

    Recuerdo que Chachy no se le despegaba, pareca un chicle. Pap la quiso mucho, ms que a todas, no s por qu.

    - Vamos. Manuel acarici el cabello de Mema, pas las manos sobre sus rollizos brazos morenos, camin junto a ella a oscuras y al pasar frente a la otra alcoba oyeron los ronquidos tatuados de Nemesio, divisaron su sombra desnuda cayendo del camastro y vieron el brillo de los ojos de Chachy fijos contra el techo. Manuel apag con cuidado la lmpara de petrleo, dese volver a contar con el ventilador durante la noche, maldijo el ltimo corte de electricidad y bes a Mema, que ya se haba dormido. Entonces se dedic a darle vueltas a la conversacin de minutos antes. Lo haba pensado ya algunas veces, abandonar la cabaa y volver a la ciudad a hacer lo mismo de siempre, esta vaina es de visita, se dijo. El sol levant a los cuatro y todo era como siempre. Las dos mujeres rean en la cocina mientras Nemesio y Manuel hablaban con Colina, quien se acerc a proponerles una

  • salida de pesca. Se fueron todos en El Veterano: Eran como seis hombres que ms que hablar hacan seas con las manos mientras alistaban los aperos y se disponan a empujar la barca sobre la arena tibia de tanta noche. Nemesio iba ms contento que todo el mundo, remando con sus brazos duros, silbando una cancin que nadie conoca, mientras los otros contaban aquella travesa de los aos cincuenta cuando se arriesgaron a ir hasta la Guajira para traer unas cajas de ron en el barco de Pingui, Te acuerdas? Tena uno pequeito, pero eso s, soport la tormenta de ese da que pareca noche y no jodaaa! S lo recuerdo, yo nunca haba vomitado y creo que me qued sin nada en el estmago esa vez, y la otra en la que pescamos un tiburn con el alemn, no jodaaa, si nos dio que hacer, tena la piel como un ngel, tierna y suave, recuerdo que lo perseguimos durante mucho tiempo, haba enganchado mi anzuelo y tiraba ms que nosotros hasta que al fin lo subimos al bote para que nos diera coletazos, nos mostrara sus dientes curvos en tres hileras, nos araara con su mirada sin prpados hasta que Pingue le golpe la cabeza con el remo, le introdujo su cuchillo de dos filos en el vientre y sac sus entraas hmedas y un saco transparente y manchado de sangre en el que haba otro animal idntico, mirndonos de la misma forma, dando coletazos y dentro de ste, otro tiburn con las mismas entraas hmedas mostrando sus tres hileras de dientes curvos.

    - Es el hasto Mema. El sol. Los das iguales. Esa sensacin de no progreso. Nada pasa o lo que pasa siempre es igual. Qu da es hoy?. No importa, estn las mismas barcas. Colina se agacha a recoger un cangrejo. El cielo es azul, lo fue tambin ayer, lo ser maana. No hay prisa. Existe todo el tiempo, como si la vida fuera una mancha eterna, blanca, azul, de cualquier color, no hay prisa; tampoco nada que pensar. Vale la pena pensar?

    - Manuel, deseas comer algo? - No, hoy no tengo apetito. Tengo ganas de correr hasta el otro extremo de la playa.

    Para matar el tiempo. Existe el tiempo? Recuerdas cuantos das han pasado desde que llegamos?, aqu

    naciste! Ha pasado el tiempo? - Claro, no me ves grande? - S eres apenas, una chiquilla. - Te vuelves bobo. - Es cierto, me he vuelto un bobo. Recuerdo unos pjaros marrones que se paran horas

    enteras sobre una rama, miran pasar a los hombres, hasta que uno de ellos, de los

  • hombres, le lanza una piedra y zas, pjaro abajo... los llaman pjaros bobos... esperan la muerte... hoy parezco un pjaro de esos.

    - Ests tan pesimista estos das. - No s cmo hacen ustedes. Chachy y vos, todava ren. Nemesio y yo nos sentamos en

    silencio a or hablar a las piedras, ellas a veces nos ganan. Te acuerdas de Federico? Hace tanto tiempo que no lo veo. La ltima vez que le vi fue

    aquella cuando vine a conocer su puesto de trabajo. Me haba invitado muchas veces, cada vez que logrbamos comunicarnos por carta yo le deca a ti no te deben pagar sueldo, con el paisaje te debe bastar, te envidio y l, ven, ven, y te muestro.

    - Federico? - Si, el compaero de bachillerato que siendo slo un adolescente se crea un

    granduln experimentado con mujeres. Una vez te cont el cuento aquel de la uva entre los dientes. El se pasaba el da dndole vueltas a la fruta, su pericia consista en no lastimarla. Ahora es guarda en una estacin del Himat en las islas de coral, ya te lo haba contado, pues bien, hace algn tiempo fui a visitarle. De all te traje ese coral morado con visos verdes y azules y las conchas que usaste de aretes. Su trabajo consista en esperar sentado frente a una ventana, tras un escritorio y anotar en una hoja de papel el nmero de pelcanos que se lanzaban al mar a comer, adems de llevar unos cuadros con la velocidad del viento registrada en el anemmetro, el nivel de evaporacin del tanque y dos o tres pendejadas ms.

    Haba viajado como tres horas en una lancha oficial para verle. Estaba asombrado del paisaje, del agua cristalina, de los peces de colores, de las islas vivientes, de los pueblos abandonados cuyas ruinas an flotan sobre el mar, cuando al verle le grit carajo, vives en el paraso! Dos horas despus nos sentamos en su puesto de trabajo, l me mir y dijo: cada vez que alguien me dice algo sobre eso del paraso, me digo que si as era el paraso, con razn Adan y Eva se mamaron. As nos pasa, nos cansamos de estar en este paraso de mierda.

    - Vete. - Nos iremos. Esperar recuperar algo de los camarones, que el avestruz eche pelo,

    parece una arpa en lugar de un ave de las llanuras. Luego convencer a Nemesio que ha llegado la hora de irnos. Manuel vio a Nemesio levantarse, caminar por el corredor estirando sus brazos de rbol mientras bostezaba con aliento de hongo seco, mirar el mar azul, dar una ojeada a Chachy, que ya estaba en la cocina, colocarse una cachucha roja, despedirse con las manos y caminar por la arena en busca de ...

  • Cerca del medio da, los dos ayudaban a jalar el eterno chinchorro de Colina, quien una vez ms arrastraba sus pies descalzos sobre la arena, separando trozos de madera y uno que otro marisco atrapado en las redes. Colina los vio desde lejos, eran dos peces payos, el uno pegado del otro como una ventosa a su cuerpo. Se llama rmora o reverso y es un pez vampiro, se alimenta del ms grande, dijo, como quien encuentra un tesoro. Tom con cuidado los peces y poco a poco los separ con la ayuda del cuchillo e introdujo el rmora en un balde con agua. Manuel fue el ms sorprendido. Nadie guarda a un monstruo y menos le alimenta con sangre por las noches, verdad?, le dijo a Nemesio horas ms tarde, pero ste, le mir con ojos dulzones, como recordando una lejana y extraa visin, y permaneci en silencio.

    - Mema, me escuchas? - S. - Empuja mi hamaca con tu pie. Me agrada la sensacin de movimiento. El paso rtmico

    de las varas del techo. La luna que aparece o desaparece entre las hojas de la palma. La sombra de tu cuerpo que me mira cada vez menos a medida que me muevo. El calor de tus dedos al tocarme. El sonido de tu voz cuando an no has dicho nada.

    Me encanta el movimiento. Por eso me vine al mar, porque aqu el piso se mueve, pero ste, se trasform en quietud.

    - Ven ac. - Crees que el lazo aguanta a los dos? - No importa.

    - ...

    - Me ests abrazando como si no estuviera. - Una manera de no cambiar es decir siempre que hay que cambiar. - Ya, cllate.

    crii ... crii...

    * * *

  • Das despus, al levantarse, Chachy grit al descubrir una nata de camarones flotar en el estanque. Era un mundo de patas agitndose lentamente. Todos muertos, le anunci a Nemesio, quien se encontraba como sorprendido y aliviado mirando entre sus manos las races rojas, los ojos punto-negro, las caparazones veteadas, as por millares, y ese olor penetrante a marisco. Los habitantes de la ensenada hicieron cola ante los estanques. Se quitaban la gorra y se acercaban en silencio, como a mirar a travs del vidrio de un atad, no jodaaa, Neme, lo siento, no importa, ya vendr otra cochada, eso fue la falta de oxgeno, se murieron los bicho esos del alimento. Nemesio retir el agua de los estanques y los llev por canastados al avestruz que comi en silencio como lo haba hecho con los cangrejos durante todos esos aos.

    * * * Ese animal me mira. Me duelen sus ojos que miran como si me mirara a m mismo. Dos bolas movindose en un cascarn negro y seco. No

    necesita mover la cabeza para divisarme, lo hace igual que yo, de frente. Me miro a los ojos. Me gustara sacarle esos granos de arena que

    tienen mis ojos. Ese animal me mira con mis ojos rojos, ahora tristes tal vez de tanta sequedad. Tiene granos sobre el cuerpo, pstulas

    amarillas, garrapatas negras, sarna de perro viejo, caones de plumas atrofiadas, su pescuezo de gallinazo se ha doblado. Se para casi en una

    sola pata, sus dedos estn cubiertos de escamas duras. El lazo que pende del cuello le ha dejado una huella de sangre. Coloca sus patas

    flacas sobre una plasta de su misma mierda. Me mira. Me da lstima. No re. No habla. Me mira. Le quit su libertad africana. Me mira con

    sus ojos de tortuga. Me escupe. El aves-truz. plas...plas...Escupe. Escupo. El ave-s-truz.

    * * * Subamos la cuesta. Todos en silencio. Nemesio tiraba de la cuerda al avestruz que tambaleaba. Era el calor de julio. Las partculas de arena se pegaban a mi piel pegajosa y hmeda. La lengua grande, blanca, de mal sabor, apenas caba en mi boca, senta los dientes speros y mi pelo apenas ... mi pelo. No s, nadie vino de la casa a ayudarnos, dos burros viejos hicieron el trabajo. Camino largo. El regreso es en pendiente. Silencio,

  • un viento cargado de retazos de mar. Manuel lleva la carga ms pesada (sus libros). Mema y su cantidad de trapos ... menos mal que el burro es fuerte. Volver, regresar al punto de partida. Igual. Todos exactamente iguales ... no! Nemesio ms viejo, ms solo, ms agrio, ms flaco, ms triste, ms de otra parte, ms intruso, ms ... ms odio. Manuel ya no re, ya no lee, ya no canta, ya no juega con las rocas, ... ya no es. Mema, apenas me mira, apenas me habla, apenas sigue siendo mi hermana. Yo estoy sola, estoy seca, estoy cansada, estoy triste, estoy asustada, estoy odiando, estoy... estoy simplemente. Volver al punto de partida. Todos salimos pensando en regresar, pero no as. Yo pens volver con un hijo de la mano, soe aquella vez; Nemesio dijo que era una oportunidad para despegar, creo que se refera a los hijos y a la fortuna; Manuel para escribir un libro; Mema no dijo nada. All est, el cuadrado del parque, los almendros agitados por el viento, creo que esa es mam que cruza la calle en busca de frito. All est nuevamente.

  • CAPITULO III

    "Durante un eclipse lunar, los Cayap tiran flechas con lumbre hacia el disco oscurecido, mientras cantan canciones para devolverle la luz" WALTER KRICKEBERG Las mujeres se movieron nerviosas. Arrastraron sus pies callosos sobre el suelo endurecido. Rozaron con las manos sus brazos y sus pezones para aplacar la piel erizada por el viento fro cargado de hongos que provena de la selva a travs de la lluvia que se precipit despus que el hombre desconocido pregunt si los cazadores ya haban regresado. Llova sobre la lluvia del da anterior, y sta sobre la de los das primeros. El sol apareci con luz plida y difusa en dos oportunidades, en el descanso de dos aguaceros que las mujeres aprovecharon para escuchar el sonido rtmico del maguar: la primera vez les pareci provenir del poniente, la segunda, del lado opuesto. La ms vieja de todas col licor de maz durante todo el tiempo, vigil cuidadosamente

  • a las jvenes que aprendan a fabricar tazones de arcilla y cant una montona frase que pretenda acallar el llanto de los nios. Todo comenz muy temprano una la maana, cuando los hombres en silencio, sin acordar los pormenores, simplemente atendiendo el llamado de la selva, se dividieron en grupos, se distribuyeron los arcos, se armaron de palos largos, recibieron de las mujeres la comida del viaje y cantaron al ritmo del maguar la cancin de la caza, de la suerte, de la alimentacin, del regreso, del trabajo y de la danta. Chuyachi-chaki, el ms fuerte de todos, se abri camino en medio de lianas, de hojas tan grandes como nubes, de sonidos de muerte producidos por flores gigantes, de ruidos parecidos al trueno pero realizados por insectos invisibles, de una sucesin interminable de troncos, de hojas sueltas y de riachuelos lodosos. Pronto se vio observado por cientos de pequeos micos de ojos saltones, percibi los movimientos silenciosos de los reptiles y la respiracin arbrea, lenta y maciza de los diez hombres que traa a su espalda, enfrentados una vez ms a cumplir la repetible labor, miles de veces, hasta la muerte, tal como lo ensearon los dioses: la caza de la danta. El hombre viejo se acerc a la choza grande donde las mujeres esperaban, pregunt por la llegada de los cazadores, se sent en el borde de una roca, tom una buena dosis de licor de maz, mir al cielo, se roz fuertemente la palma de sus manos, cant con voz cansada dos veces y se perdi entre la selva sin pronunciar palabra, dejando a las mujeres extraadas y a los nios llorosos por el dolor que produce el viento de la tarde al tocar sus cuerpos frescos y sus estmagos vacos. Chuyachi-chaki, presinti algo malo cuando vio las nubes negras colarse por entre los espacios dejados por los rboles, cuando observ la selva vaca de animales y a un viento hmedo anunciar la lluvia que se precipitara ms tarde, desbordando los pequeos caos y convirtiendo el suelo en un fangal con hojas muertas. La lluvia gruesa y fra, dolorosa sobre los hombros, contino tres das ms hasta que Chaki, agotado por el cansancio, tiritando de fro, sin alimentos, se dio cuenta, al igual que los otros, que haban caminado sin parar y no encontraban el regreso. Hizo sonar el maguar hmedo pero su sonido sordo slo fue respondido horas despus por su hermano. De comn acuerdo todos sealaron: provena de aquella direccin. Caminaron con ese rumbo pero nunca encontraron al otro grupo ni a la aldea. Oyeron

  • nuevamente el tam tam tal como lo escucharon la vez anterior al caer la tarde. Durmieron parados y caminaron al amanecer pues el sonido ahora provena del otro lado. Caminaron bajo la lluvia y las hojas. Chaki los gui siempre pero das ms tarde golpe l mismo el tambor hmedo y su sonido sordo opac su llanto. Cuando los conquistadores arribaron a ese claro de la selva, encontraron una aldea habitada por viejas mujeres que colaban licor de maz y esperaban, al escampar, la llegada de los hombres despus de la caza de la danta. La Espaola tiene una provincia llamada Caonao, en la que hay una montaa llamada Canta, y en ella dos grutas, denominadas Cacibayagua y Amayauba. De Cacibayagua sali la mayor parte de la gente que pobl la isla. Cuando vivan en aquella gruta, ponan guardia de noche y se encomendaba este cuidado a uno que se llamaba Marocael, del cual, dicen, que lo arrebat el sol porque un da tard en venir a la puerta. Viendo pues, que el sol se haba llevado a ste por su mala guardia, cerraron la puerta. Dicen tambin, que otros al ir a pescar, fueron presos por el sol, y se convirtieron en rboles llamados jobos. (La razn por la cual Marocael haca guardia, era para ver a qu parte enviara o repartira a su gente. No volvi, parece que su mal dur mucho).

    COMO DICEN QUE FUE HECHO EL MAR

    Hubo un hombre llamado Yaya, y su hijo se llamaba Yayael. El cual queriendo matar a su padre, ste lo desterr, y as estuvo desterrado cuatro meses. Despus su padre lo mat, puso sus huesos en una calabaza y la colg del techo de su casa, donde estuvo colgada algn tiempo. Sucedi que un da, con deseo de ver a su hijo, Yaya dijo a su mujer: Quiero ver a nuestro hijo Yayael y ella se alegr, y tomando la calabaza, la volc para ver los huesos de su hijo. De ella salieron muchos peces grandes y pequeitos, por lo que viendo que aquellos huesos se haban transformado en peces, resolvieron comrselos. Dicen, que un da, habiendo ido Yaya a sus coconucos o posesiones, que eran de una herencia, llegaron cuatro hijos de una mujer llamada Itiba Tahuvava, todos de un vientre y gemelos. (La mujer, habiendo muerto de parto, la abrieron y sacaron fuera los

  • cuatro dichos hijos, y el primero que sacaron fue Caracaracol, que quiere decir rooso. Los otros no tenan nombre.) Los cuatro hijos gemelos de Itiba Tahuvava, fueron juntos a coger la calabaza de Yaya, donde estaba Yayael, que se haba transformado en pez, y ninguno se atrevi a bajarla, excepto Caracaracol, que la descolg. Todos se hartaron de peces, y mientras coman, sintieron que vena Yaya de sus posesiones, y de modo que cay en tierra y se rompi. Dicen que fue tanta el agua que sali de aquella calabaza, que llen toda la tierra, y con ella salieron muchos peces, y de ah dicen que haya tenido origen el mar. La humanidad naci del pico ms alto de la Sierra. Los primeros habitantes fueron las cuatro tribus originarias y por ello son los "Hermanos Mayores". Todos los que vinieron despus son los " hermanos menores", que no poseen todo el conocimiento de la naturaleza. Los "Hermanos Mayores" tienen la misin especial de cuidar el mundo, velar para que los ciclos csmicos sean regulares o las enfermedades de los hombres no destruyan la vida. El mundo es un gran caracol que descansa sobre dos varas cruzadas por el centro. Estas se sostienen sobre los hombros de cuatro hroes. Internamente est conformado por nueve pisos o mundos, cada uno con una calidad de tierra y con sus propios habitantes. El quinto piso es la tierra negra, la tierra frtil, donde habitamos. Hacia arriba hay cuatro mundos relacionados con la luz y hacia abajo cuatro mundos relacionados con la oscuridad. La humanidad desciende de la Sierra. La humanidad est creada a su imagen. La cabeza son los picos nevados; las lagunas de los pramos son el corazn, las venas y las arterias son los ros y quebradas; los huesos son las rocas; los msculos son las capas de tierra y el cabello y las velocidades son las palmas y los pajonales. La nieve es el mundo de las almas y es masculino. El mar es el principio y es femenino. El agua es la fertilidad: la nieve derretida, el mar, los ros, las quebradas y las lluvias. Arhuavico, baj la cabeza y guard silencio. Acarici con sus manos brillantes el

  • poporo de calabazo, como expresin de conocimiento, y luego, lentamente, nos mir sin mirarnos. Hay unas aves que llaman pjaros bobos, y son menores que las gavinas, y tienen los pies como los anadones, y psanse en el agua alguna vez, y cuando las naves van a la vela cerca de las islas, a cincuenta o cien leguas de ellas, y estas aves ven los navos, se vienen a ellos, y cansados de volar, se sientan en las entenas y rboles o gavias de la nao, y son tan bobos y esperan tanto, que fcilmente los toman a manos, y de esta causa los navegantes los llaman pjaros bobos: son negros, y sobre el negro, tienen la cabeza y espaldas de un plumaje pardo oscuro, y no son buenos de comer, y tienen mucho bulto en la pluma, a respecto de la poca carne; pero tambin los marineros se los comen algunas veces.

    GONZALO FERNANDEZ DE OVIEDO. 1526

    En TIERRA-FIRME, en poder de los indios caribes flecheros, hay unos perrillos pequeos, gozques, que tienen en casa, de todas las colores de pelo que en Espaa los hay algunos bedijudos y algunos rasos. Y son mudos, porque nunca jams ladran ni gaen, ni allan, ni hacen seal de gritar o gemir aunque los maten a golpes, y tiene mucho aire de lobillos, pero no lo son, sino perros naturales. E yo los he visto matar, y no quejarse ni gemir, y los he visto en el Darin, trados de la costa de Cartagena, de tierra de caribes, por rescates, dando algn anzuelo en trueco de ellos, y jams ladran ni hacen cosa alguna, ms que comer y beber, y son harto ms esquivos que los nuestros, excepto con los de la casa donde estn, que muestran amor a los que les dan de comer, en halagar con la cola y saltar regocijados, mostrando querer complacer a quien les da de comer y tienen por seor.

    GONZALO FERNANDEZ DE OVIEDO

  • 1525

    CAPITULO IV

    Ya llegamos. Interrumpan lo que estaban haciendo. Todo empieza desde ahora. El hombre que extiende la mano para escoger mujer: sta. Su corazoncito se lo dice. Yo tengo la facultad, la libertad, la posibilidad.

    MARIA LUISA PUGA. Naila siempre fue as. Demasiado gorda para su edad. Todos decan que aparentaba muchos aos. Aunque ella me llevaba pocos, yo la vea mucho ms vieja. La gorda, siempre as, la gorda. Cuando tena doce aos mam deca que ya pareca una mujer adulta. Sufra desde nia. Los calores de julio en ella eran perodos de inactividad total. Se pasaba las tardes en el patio, sentada en una banca que recostaba contra el palo de mango y cerraba los ojos como si estuviera muerta. Slo se levantaba al caer el sol y se apareca as, de repente, en la cocina, a levantar las tapas de las ollas y a devorar kilos de comida que saboreaba como si fuera la primera vez. Recuerdo bien el da que Naila se march de casa porque mam tena el luto an fresco y haba ido a misa de doce con un vestido de cuello blanco, bordado a mano, que resaltaba con el color de la blusa y con una falda plisada que la haca ver mucho ms gorda. Ese domingo todas nos echbamos aire con cartones y pedazos de peridicos porque haca un calor insoportable y los abanicos no giraban, pues desde muy temprano en la maana

  • nos levantaron con la noticia de que la compaa no tena c