capítulo 3.3 - inocencia · se acercaron para ver qué ... llegados a este punto ya debe de estar...

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Capítulo 3.3 - Inocencia

- Puta, ¡puta! - grité. Llamé la atención deCristian y Cristina. Se acercaron para ver quéme sucedía. - ¿Cómo no te diste cuenta? - lepregunté a Akira.

- Estaba ocupado pensando en las tetas deIrene. Tío, ¿se las viste?

- ¿En serio? ¿Te pones a hacer esos chistesahora? ¿Me acaban de mangar el colgante y tepones a decir tonterías?

Sonrió. Era imposible enfadarse con él cuandosonreía. Tenía una sonrisa tan encantadora quederretía tanto a hombres como a mujeres.Maldito galán. Me fui tranquilizando poco apoco.

- ¿Cuántas veces hemos visto a una bruja deverdad? - pregunté.

- Dos, con ésta tres. También tenía su punto.

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- Oye.

- Me dirás que no.

- Es una ladrona, y rozaba los cincuenta.

- Eso le da su morbo.

- ¿Hace cuánto que no mojas?

- ¿Hace cuánto que no te cambias la cara?

Sus respuestas me irritaban, pero como merespondía con su sonrisa me hacía más graciaque desagrado. Pero la situación no era de risa.Me faltaba el medallón, que tanto nos habíaayudado, y encima ella era una bruja real.¿Cómo podríamos combatirla?

- Chicos, ¿qué sucede? - preguntó Cristian.

- Resolvimos el caso. Un fantasma se volvióloco, quería matar a su mujer, o ex mujer,porque técnicamente estaba muerto.

- Qué pena que el fantasma mintiera, porque yome habría ofrecido a cumplir el sueño de Irene.

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- dijo Akira.

Fruncí el ceño y alcé mi ceja izquierda,extrañado. Entonces recordé que Carlos ledeseó que tuviera hijos. En serio, yo llevabamucho más que Akira sin mantener relaciones,pero él parecía desesperado. Entonces volví amirar su sonrisa. Nah, es que le encantababromear.

- Como decía, expulsamos al espíritu de estemundo, y apareció una bruja de la nada que merobó el medallón. Sí, he sido un despistado, yun desorganizado. Sé que vivo en los mundosde yupi y no sé cómo he sobrevivido tantotiempo. Y, para colmo, mi sombrero y migabardina están destrozados. Ah, muy buena lafoto con flash, Akira.

Al hacer una foto pudo revelar la posición dedonde se encontraba. Gracias a eso le eché lagabardina encima, la cual siempre llevaba elsímbolo que retenía fantasmas. Profanar así ami gabardina me había salvado en más de una

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ocasión. No me agradaba nada la idea dellevarla pintada por dentro, pero, como no seveía, tampoco llamaba la atención.

La dejé doblada sobre el sofá, y Cristina seacercó.

- ¿Quieres que te la lave? - preguntó, tras tantotiempo en silencio.

- A mano, si puede ser. No quiero que sigaperdiendo el color. - dije con una sonrisa.

- Me tendrás que relatar cómo acabaste con él.Tengo que escribirlo todo.

- Sabes que, aunque lleves pruebas, nadie tecreerá nunca.

- Me inspirarás bien para mis historias.

- Ante la falta de imaginación, buena es larealidad.

- Esto… - iba diciendo Cristian. - Recordé una delas iglesias donde estudió mi maestro.

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- ¿Dónde está? - pregunté.

- La respuesta no te va a agradar.

- Dispara.

- ¡PUM! - gritó Akira, asustándonos. Era sonreíry perdonarle todo.

- En Francia… - dijo Cristian. Suspiré. No sería laprimera vez que nos íbamos fuera. De hecho,viajábamos constantemente por toda Europaresolviendo casos, comunicándonos en uninglés pobre y cochambroso. No todo iba asuceder en España…

- Viajaremos, tan pronto como recuperemos elmedallón. - mi respuesta impactó a Cristian. Elcura se esperaba otra reacción por mi parte. -Llegados a este punto ya debe de estarlanzándome un hechizo o un mal de ojo. Sin minombre le costará más.

- Estáis más tranquilos de lo que se espera,¿por qué?

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- Porque somos así, tranquilos y dejados. Vagos,para ser sinceros.

- No creo, hacéis mucho. - aseguró Cristina.

- No, podríamos hacer más. Bueno, ¿se lo dicestú, o yo? - le pregunté a mi compañero.

- La joyita lleva un mini dispositivo GPS paracasos como éstos en los que al tontaina se le vala olla.

Me encogí de hombros. Ante todo, precavidos.Bajamos a nuestro santuario y hallamos lalocalización. Estaba en un pueblo a las afueras.Típico pueblo deshabitado. Nos encontraríamoscon todo un aquelarre. Cogimos un cartucho debalas de plata, por si las moscas, y tres de balasnormales. Cogí otra gabardina y otro sombreroque desempolvé. Al subir y vernos, me miraronraro.

- ¿Qué? Los héroes siempre tienen un uniformede repuesto.

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- Dirás disfraz. - se mofó Akira.

- ¿No teméis la magia? - preguntó Cristian. Akiramostró un colgante que llevaba por debajo desus camisetas, el cual era un pentágono mágico.

- Es protector.

Yo me encogí de hombros.

- El mío me lo han sisado.

Montamos en el coche. Condujo mi amigo. Yoestaba nervioso, para qué mentir. Noencontraba la postura en el asiento.

- Esta gabardina me pica.

- Y huele a cerrado que tira pa'trás. Cámbiala. Odéjala.

- No, ante todo personalidad. Tú me enseñasteeso.

- Sí…

Por un momento lo vi nostálgico. Se me hizoraro. Siempre estaba alegre, pero en esos

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momentos su semblante parecía tornarmelancólico.

- El sombrero sí que lo voy a dejar.

- Te ha crecido la cabeza, ya no te vale.

- Ja, qué gracioso. No, pero está como mustio,como… apolillado. En fin.

Abrí la guantera. Ante mí cayó una vieja cinta de música de todo tipo ochentera. Pop, rock, rap, e incluso clásica. No lo podía creer. Herencia musical de mis padres. Aquel trasto noadmitía cintas de casete. Recordé entonces por qué la llevaba. Para recordar quién era yo, y cuál era mi objetivo. Sí, yo seguía siendo aquel niño asustado, aunque pareciese que nada me importaba, y con ganas de soñar y de ilusionarse. Yo seguía siendo inocente. Sonreí con dulzura, y volví a meterla dentro. Encendimos la radio. Un comentarista soso se indignaba por partidos de fútbol de equipos que sólo interesaban a amigos y familiares. En

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otro había música de hoy en día que parecía querer explotar los cerebros, y acabamos sintonizando uno de jazz clásico. Relajante. Al cabo de una hora estábamos allí. Ya se acercaba la noche.

- Podría ser peligroso. Según el cura, el colganteera de un ángel caído, y usado con magiapodría atraer a semejante demonio. Nosabemos las intenciones de las brujas. - dije.

- Y hoy es luna llena.

- Mierda. - miré el cielo. No había caído en lacuenta. Evocarían mucho más poder mágico.Necesitábamos parar su ritual ya. No teníanpoderes psíquicos, ni podían invocar fuego, nihacer hechizos al instante, pero sí desdoblarseastralmente y realizar conjuros que nosperjudicasen. Buscamos la casa donde el GPSparpadeaba y la encontramos. Desde fueraparecía normal. Dos pisos, con luces dentro.Akira iría por detrás, y yo por delante.Teníamos que colarnos y encontrarla. Tendría

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un aquelarre, sin duda, conque debíamos irprevenidos.

Con una ganzúa forcé la puerta delantera.Asomé la cabeza. No había nadie. Las lucesestaban encendidas para distraer. Sonidosprocedentes del sótano. Voces que sonaban alunísono hablando en latín. Akira se reunióconmigo delante de la puerta del sótano.

- No parece haber nada por aquí. - habló ensusurros.

- Ve arriba, yo bajaré.

- No, es peligroso. Debemos asegurar todoantes de entrar en la boca del lobo.

- Lo sé, pero tengo un pálpito. Por favor, hazmecaso.

Nos miramos a los ojos. Suspiró. Se marchó, yyo bajé los escalones descalzo, con miedo a quecrujieran y delatasen mi posición. Una vez abajovi a un total de cuatro brujas, de

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nacionalidades distintas, rodeadas de velas, contogas blancas, unidas de las manos, ojoscerrados, y, en medio, el medallón. Cargué lapistola. Me miraron, asustadas. No meesperaban para nada. Una de ellas fue a agarrarsu bolso. Esperé a ver qué hacía, y en cuanto vique sacaba una pistola le disparé. No tuvepiedad. Sus sesos volaron, estampándosecontra la pared. Las otras reaccionaron,moviéndose. Cayeron, hasta quedar la que mehabía robado.

- ¿Por qué? - pregunté. Pegó su espalda a lapared. Me dijo:

- Mil rayos te partan.

- Sí, tengo muchas maldiciones sobre mí, perotan pronto ese colgante vuelva a mi cuellodejarán de atormentarme. Llevo sintiendo unaopresión en el pecho desde el momento en queme lo quitaste. Noto los malos sentimientosfluyendo por mí. Pero cuando lo llevo encima,se desvanecen, y vuelvo a ser el de siempre.

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Lo agarré y me lo puse encima. Por unosmomentos se pensó que así dejaría de ser unasesino sin escrúpulos, y es cierto. Me arrepentíde lo que acababa de hacer. El odio fuedesvaneciéndose, y pude respirar tranquilo,calmado. Recordé el casete. Ah, aquel niño,¿dónde estaba? Aún seguía latiendo en micorazón.

- ¿Por qué me lo robaste?

- Hay alguien interesado en él…

- ¿Quién? ¿Y qué hechizo estabais invocando?

- No te lo voy a decir, ya lo descubrirás. - sacóun cuchillo que llevaba detrás de ella y fue aclavárselo en el corazón, pero, en su lugar, alcéyo antes la pistola y disparé, asesinándola. Sí, elniño que llevaba dentro, el niño inocente querecordaba con el casete… tenía que morir.Pero… seguía viva. La creí muerta, pero suspulmones seguían respirando, y se arrastró porla habitación. Entonces me sentí igual que se

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sentirían los seres infernales que cazábamoscuando acechaban a sus presas. Alguna vezhabían perdido por querer disfrutarlodemasiado, por prolongar mucho el sufrimientode sus víctimas, deleitándose mirándolas,sabiendo que están por encima, y que puedenacabar con sus vidas en un periquete, y en esosinstantes uno de nosotros dos aparecía parasalvar al otro derrotando al malo. Sí, como enlas pelis. Pero en esos segundos de mi vidacomprendí por qué lo hacían. Una cosa que meparecía estúpida me pareció comprensible,incluso necesaria. Tras el odio que sientes poralguien, y lo tienes derrotado ante tus pies,arrastrándose cual gusano, sientes un subidónque te hace sentir poderoso, superior, aunquenadie sea más que nadie, uno no puede evitarsentirlo. Sí, la arrogancia me poseyó, y no loquise prolongar más, o sabía que yo acabaríaperdiendo. Lo suficiente listo para disfrutarloen la medida oportuna. Como el que consumedrogas con responsabilidad. Y apreté el gatillo

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de nuevo, acabando, por fin, con su vida. Lapuerta del sótano se derrumbó. Akira cayó porlos escalones, y de inmediato se puso de pie,aunque, obviamente, parecía haberse hecho unesguince en esa caída.

- Llevo minutos intentando tirar la puerta,pensando que estabas en peligro. La cerrastetú, ¿verdad? - preguntó. No respondí, y con elloobtuvo mi respuesta. - El medallón, no te lorobó, dejaste que te lo robase…

Me encogí de hombros.

- Eliminamos seres malvados y perversos. Ellasno eran distintas.

- Pero, si lo hubieran sido, ¿las habrías matado?

Parpadeé con lentitud y pesadumbre.

- No sé. Esperé una reacción suya. No medijeron nada, fueron directamente a intentareliminarme, y yo lo hice primero. Ni dialogaron.No sé sus intenciones. Sé que querían

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vendérselo a alguien, o dárselo, no sé. No medijeron más. Acabé con ellas.

- ¿Antes, o después de ponerte el medallón?

- Antes con esas tres, y después con ésa. Se ibaa suicidar, y yo apreté antes el gatillo.

- ¿Por qué?

- Porque aquí los niños inocentes y tiernos notienen posibilidades de ganar.

- Fingiste indignación cuando te lo robó paraque yo me confiase. Tu plan era éste desde elmomento en que viste sus intenciones en casade Irene.

- Sabes que no soporto a las brujas.

- ¿Y todas merecen pagar por el crímenes deotros?

Me encogí de hombros.

- Qué importa.

- Importa, y mucho.

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- No, no deberían pagar. Pero… creo que nopuedo evitarlo…

- Tienes suerte de que ellas no eran de lasbuenas, si no…

- ¿Si no qué?

- Te acabarías transformando en un demonio. Yte recuerdo que yo también cazo demonios.

Nos miramos con tensión. Hacía años que novivíamos un momento así. Luego el amuletobrilló, y una ola de arrepentimiento fluyó pormi alma. Mis ojos se inundaron de lágrimas queamenazaban con salir, y yo caí de rodillas sobreel suelo.

- ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho…?

¿Sería el medallón, o realmente mi alma estabavolviéndose malvada? Akira se acercó a mí eintentó consolarme. Y él, aun estando cojo, metendió una mano para ayudarme a levantar. Erahora de ponernos rumbo a Francia, sin mirar lo

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sucedido, sin mirar atrás…

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