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CAPITULO VI Bogotá.—El clima—Las (casas.—Los edificios públicos. — Los eonvenftos.—Mance'a •áe vivir.—Costumbres de ios habitan- tes.—Tesoros ocuHo|;.—'FestivWadesi íeligiosas y oivitols. — juegos y diversiones públicas.—El carnaval.—"Los Nacimien- tos".—Las mujeres de Bogotá ly Sas gentes del pueblo. El nombre de Bogotá, con que hoy se designa a la capital de Colombia, viene de Bacatá que, en tiempo de los antiguos habitantes de la llanura, significaba en su lenjua límite de íis tierras cultivadas. El conquistador español Gonzalo Xlmé- nez de Quesada, que fundó la ciudad el 6 de agosto del año 1538, la llamó Santa Fé, en recuerdo de la ciudad del mismo nombre situada en España en la provincia de Granada, que le pareció guardaba alguna semejanza. El ncmbre de Bogo- tá, añadido después al de Santa Fé íes el que ha perdurado; la primitiva denominación de Santa Fé fue abolida por una ley del congreso, reunido en Angostura el 15 de febrero de 1819 y que proclamó el 17 de diciembre siguiente la indepen- dencia definitiva de los Ebtados Unidos de Venezuela, dei Nueva Granada y del Ecuador con el título de República de Colombia. También en cecueixlo de la provincia de Grana- da, donde nació, él mismo Ximénez de Quesada dio el nom- bre de Nuevo Reino de Granada a todas las reglones del país que conquistaron sus soldados. La ciudad de Bogotá está emplazada en los últimos de- clives de las montañas que limitan la meseta por el este. Elste emplazamiento de la capital estuvo admirablemente es- cogido, tanto desde el punto de vista de Interés momentáneo como para el porvenir, pues el fundador encontraba en él a la vez que una buena posición estratégica contra el ene- migo y un vasto tenritorio, apto para la producción de tenlo

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CAPITULO VI

Bogotá.—El clima—Las (casas.—Los edificios públicos. — Los eonvenftos.—Mance'a •áe vivir.—Costumbres de ios habitan­tes.—Tesoros ocuHo|;.—'FestivWadesi íeligiosas y oivitols. — juegos y diversiones públicas.—El carnaval.—"Los Nacimien­tos".—Las mujeres de Bogotá ly Sas gentes del pueblo.

El nombre de Bogotá, con que hoy se designa a la capital de Colombia, viene de Bacatá que, en tiempo de los antiguos habitantes de la llanura, significaba en su lenjua límite de íis tierras cultivadas. El conquistador español Gonzalo Xlmé-nez de Quesada, que fundó la ciudad el 6 de agosto del año 1538, la llamó Santa Fé, en recuerdo de la ciudad del mismo nombre situada en España en la provincia de Granada, que le pareció guardaba alguna semejanza. El ncmbre de Bogo­tá, añadido después al de Santa Fé íes el que ha perdurado; la primitiva denominación de Santa Fé fue abolida por una ley del congreso, reunido en Angostura el 15 de febrero de 1819 y que proclamó el 17 de diciembre siguiente la indepen­dencia definitiva de los Ebtados Unidos de Venezuela, dei Nueva Granada y del Ecuador con el título de República de Colombia. También en cecueixlo de la provincia de Grana­da, donde nació, él mismo Ximénez de Quesada dio el nom­bre de Nuevo Reino de Granada a todas las reglones del país que conquistaron sus soldados.

La ciudad de Bogotá está emplazada en los últimos de­clives de las montañas que limitan la meseta por el este. Elste emplazamiento de la capital estuvo admirablemente es­cogido, tanto desde el punto de vista de Interés momentáneo como para el porvenir, pues el fundador encontraba en él a la vez que una buena posición estratégica contra el ene­migo y un vasto tenritorio, apto para la producción de tenlo

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lo que constituye la principal alimentación de los europeos, un clima también bueno para ellos y finalmente el punto central de un inmenso imperio bañado por un lado por el océano Atlántico y por el otro por el océano Pacífico.

Las montañas que rodean a Bogotá la guardan de los vientos del este y la abastecen en todo tiempo entre nume­rosos barrancos de las aguas de dos arroyos que después de atravesar la ciudad a lo ancho confluyen en la par.e más baja formando una riachuelo cuyo caudal se pierde luego en el río Punza, o por otro nombre, Bogotá. Se bre esos dos arroyos que llevan el nombre del convento ante el cual pasan, el San Francisco y el San Agustín, se han tendido cinco puen­tes de piedra.

Desde la parte alta de la ciudad se domina el llano en todas direcciones e igualmente desde la llanura se divisa la ciudad algunas horas antes de llegar a ella; pero el aspecto de Bogotá es triste lo mismo de lejos que de cerca, pues sus alrededores están desprovistos de árboles que pudieran velar, hermoseándola, la monotonía de las laderas desnudas de las montañas que la enmarcan, cuyes tintes grises o sombríos se confunden con los de las pesadas techumbres de teja que tienen todas las casas; además la entrada principal de la ciudad, lo mismo que todas las demás está bordeada por ca­sas de mezquino aspecto.

Según el sistema seguido por los geógrafos, de acuei'do con los habitantes de Colombia, como dije atrás, pai'a divi­dir las diversas regiones del país en tierras calientes, Kem-pladas y frías, teniendo en cuenta la temperatura resultante de la elevación del suelo sobre el nivel del mar, Bogotá y su meseta están consideradas como tierra fría; sin embargo la temperatura no es tan baja como podría darlo a enten-d«ir en Europa semejante denominación, ya que el termóme­tro se mantiene casi constamiemente a la sombra, durante el día, entre 10 y 14 grados Réaumur y sólo muy pocas ve­ces, en las épocas más frías y durante las noches baja hasta el límite de la congelación. Puede decirse a este respecto con exactitud que el clima de Bogotá se parece mucho du­rante seis meses del año al de Paris en la primavera y en los primeros días del otoño y que durante los otros seis meses es lluvioso en demasía. Las estaciones de lluvias y de se­quía, que se llaman en el país invierno y verano, respectiva-

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mente, se suceden alternativamente de tres en tres meses; de éstos, los más hermosos son los de diciembre, enero y fe­brero, siguen luego pero en menor escala, debido a los fre­cuentes aguaceros, junio, julio y agosto. Sin embargo du­rante esos meses mucha gente se viste con trajes ligeros como los que se usan en Francia durante el verano: los meses de marzo, abril y mayo y sobre todo los de septiembre, octubre y noviembre son meses en que caen grandes aguaceros algu­nas veces acompañados de toa-mentas intensísimas que du­ran varios días. En esas épocas se sienten más los efectos desagradables de la humedad, que los del frío; parecería na­tural que el fuego fuese el medio mejor de preservarse de ellos en los interlares, pero no hay chimeneas en las casas de los ricos ni en las de los pobres; ni siquiera se uaa el brasero, tan común en España. Una vez que expresaba cuan­to echaba de menos las chimeneas, me dijeron que la expe­riencia había demostrado lo peligroso que era después die haberse calentado salir a la calle y exponerse a la Intempe­rie, pues se cogían graves enfermedades, citándome el caso de uno de los últimos arzobispos, muy dado a las comodida­des de la vida, que habiendo oído ponderalr las ventajas que enqonta-ábamos en el íuego mandó construid- uno de esos hogai-es y lo encendió sólo dm-ante unos días, cuando murió de repente, acontecimiento éste que vino a reforzar las pre­venciones que ya se tenían contra la costumbre de calentair-se haciéndola objeto de la aversión general. Sin embargo, años más tarde Bolívar que sabia colocarse por encima de los prejuicios de sus compatriotas hizo construíi- una chime­nea a la prusiana y la hizo encender en la modesta quinta que el Estado le regaló en la parte del barranco que llaman El Boquerón y que es tanto más húmeda, cuanto con mucha frecuencia está envuelta en las nlebles que provoca la eva­poración de las aguas que corren por el mismo; verdad es, también que el héroe colombiano no disfrutó mucho tiempo de las dulzuras del fuego de su chimenea, pero no por las mismas causas que se consideraron como detetminantes de la muerte del arzobispo, sino porque al cabo de un año da haberle visto en su quinta murió lejos de Bogotá a conse­cuencia de una enfermedad en parte muy principal provoca­da por las fatigas de sus campañas y en parte también por

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las amarguras que sufrió al constatar la ingraititud de sus conciudadanos.

Pero volviendo al clima de Bogotá, puedo decir que aun­que sea lluvioso durante seis meses del año no es malsano, pues duranlte mi estancia de once años en esa capital nunca he visto que hubiera, ni he oído decir que haya habido en­fermedades epidémicas o de otra clase más peligrosas que las que suelen ser corrientes en las reglones más sanas de Eu­ropa.

Los extranjeros recién negados, suelen sufrir de tercianas, que provienen tanto de las fatigas soportadas en el viaje como de la cesación casi súbita de la transpiración por haberse acostumbraido al calor tólrrido que soportaban al atravesar las reglones bajas del país, desde La Costa hasta el momento de trepar a la Cordillera; pero en cambio no es frecuente pa­gar ese noviciado cuando, como yo lo hice, en lugar de subir direcitamente hasta Bogotá, se detiene uno en el camino por espacio de algunas semanas en un lugar intermedio, de tem­peratura moderada, como por ejemplo en la ciudad de Gua­duas, cuyas ventajas describí tanto desde el punto de vista de la suavidad del clima como de las comodidades. He obser­vado que los extranjeros al cabo de Uevavr ciento tiempo de residencia en Bogotá se precaven mejor de las enfermedades que las gentes del país; únicamente tienen que evitar en cuanto sea posible conservar puestos los zapatos mojadas.

iLos principales edificios de Bogotá son los conventos y las iglesias; pero ninguno de eltos por fuera, ofrece n,ada de particular, salvo la catedral, que en relación con los demás se distingue por tener una fachada más grande, dominada por dos torres altas, pero que al decir de los peritos en el arte de la consts-ucclón, carece de pureza de estilo.

•De los doce convenidas instituidos antiguamente, todavía, hay seis ocupados por frailes y cuatro por monjas; los otros dos fueron convertidos en colegios; todos están construidos según el modelo español; tienen en el interior un patio cua­drado cuyo centro está adornado con una fuente con su pilón correspondiente; alrededa- hay superpuestas dos amplias ga­lerías con arcadas contiguas a las partes del edificio destina­das a las habitaciones y a las que dan las celdas. En mu­chos casos los muros de las galerías y especialmente los del piso bajo están decoradas con cuadros o frescos que j-epre-

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sentan los principales [rasgos de la vida del santo die lai orden a que pertenecen los fí-ailes o las monjas del con­vento. (1)

Estos monasterios están ricamente dotados; cuantío yo me hallaba en Bogotá, me aseguraron que las dos terceras partes aproximadamente de las casas de la ciudad eran de su pro­piedad. Por una serie de leyes votadas a partir de 1821 estos establecimientos religiosos deberían ir desapareciendo a me­dida que el número de religiosos que hubiera en ellos dejase de ser el convenido.

Además de la catedral y de las iglesias de los conventos hay también un número considerable de capillas tanto en el recinto de la ciudad como en las altm'as que la dominan. Todos esos templos estuvieron ricamente adornados en otros tiempos, pero d'orante las guerras contra España y las lu­chas civiles han sido despojados de una parte de sus teso­ros. Por lo general son las Imágenes y las estatuas de la Virgen las que suelen tener los adornos más hermosos, aun­que más desde el punto de vista del buen gusto que por la profusión de las piedras preciosas.

No sé si todavía hoy los conventos de Nueva Granada si­guen gozando del privilegio de inviolabilidad que tenían has­ta en las pesquisas y en la acción de la justicia; peiro en 1831 he sido testigo ocular del respeto que merecían.

Un antiguo oficial plamontés, Castelli, general al servicio de Colombia, que fue condenado a muerte por una corte marcial como conspirador, por haber tomado parte en un movimleríto que provocó la caída de la administración de Joaquín Mosquera, era conducido a la prisión desde el tribu­nal donde le habían leído la sentencia, cuando la muche­dumbre que se aglomeraba para verle pasar, sea espontá­neamente o de acuerdo con un plan premeditado, rodeó y rechazó a los soldados que escoltaban al preso de modo que éste pudo escapar a favor del tumulto y llegar al atrio de la catedral que estaba a unos pocos metros y agarrarse al 11a-madoír de la puerta principal de la iglesia que estaba ce­rrada. Los soldados de la escolta en cuanto pudieron reha­cerse se lanzaron en pos del fugitivo, pero al encontrarle en

1. Loa seis conventos que todavía estaban ocupados por frailes eran: los de Santo Domingo. San Francisco, San Agustín, la Candelaria, San Juan de Dios y San Diego, y los cuatro conventos de monjas: Santa Inés, la Concepción, el Carmen y Santa Clara.

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la actitud que acabo de describir, se limitaron, en vez de cogerle, a formar un circulo a su alrededor e'h espera de las órdenes de sus jefes. Esas órdenes tardaron mucho tiempo en darse ya que por espacio de más de dos horas muchas personas atraídas como yo, por la novedad del espectáculo, pudieron ver al general Castelli apoyado con altivez en el portalón sagrado. La escena en su conjunto trajo a mi me­moria el pasaje de la Henriade en que Voltaire representa ail almirante de Coligny respetuosamente rodeado de sus ene. migos hasta la llegada de Besme; pero Castelli, mes afortu­nado que Coligny, en lugar de un feroz asesino que viniera a darle el golpe de gracia, vio llegar el socorro defl cielo que debía salvarle la vida. Empezaba ya a anochecer cuando de improviso la puerta de la catedral se abrió; apareció un ecle­siástico que cogiendo por la mano al que había puesto su íe en el altar, le llevó consigo hacia el Interior de la iglesia en medio de las aclamaciones de la muchedumbre y del asom­bro de los soldados que montaban la guardia y qu-e emboba­dos no dieron un solo paso para franquear la puerta, que por otra parte se cerró tan de prisa como se habia abierto poco antes. El desenlace de esta historia fue que, después de par­lamentar con el arzobispo, el gobierno no obtuvo la entrega de CaJstelll sino después de que el Consejo de Estado tomó la decisión de conmutau- la pena de muerte por la de des­tierro; más tai-de este veterano de la causa de la Indepen­dencia entró al servicio de la República de Venezuela, uno de los itres Estados de la antigua Colombia.

En la época en que .estuve en Bogotá, los edificios destina­dos a oficinas del Gobierno o a servicios públicos, como les ministerios, la aduana, el correo, los tribunales, la casa de la moneda, el museo, la biblioteca, las cáreeles y lo que se llamaba el palacio del presidente no se diferenciaban inte­riormente en nada de las casas de los particulares a no ser por los escudos que habla encima de la pueít-a de entrada o por la garita de los soldados que montaban la guardia. En una casa de una calle apartada estaban reunidos una biblio­teca nacional, un mus-so y un observatorio con un jardín bo­tánico; la biblioteca estaba constiltuída por unos 6 o 7.000 volúmienes; de los objetos reunidos en el museo, en una sola habitación, los más curiosos eran ejemplares de minccales, armas, fetiches y cacharros de los primitivos indios, algunos

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cuadros de Vásquez el pintor de más fama del país y final­mente el estandarte del conquistador Pizarro donado por ,©1 Perú a Bolívar; la toKre del Observatorio donde Humboldt hizo algunas experiencias años antes, estaba casi en ruinas y desprovista por completo de instrumentos; en cuanto al jardúa botánico estaba absolutamente abandonado o mejoí-dicho parecía un terreno baldío. Las reuniones de los re­presentantes y senadores de la Nueva Granada se celebraban por separado en dos grandes salones de una misma casa. En las paredes enjalbegadas de esos salones estaban pinta­das grandes figuras simbólicas de la Justicia, la Paz, Ja Política, etc.; tres o cuatro arañas pobretonas colgaban de'l techo y provistas de velas. Iluminaban el recinto durante las sesiones nocturnas. En el centro de esas salas había un re­cinto cerrado por barandillas que tenían una altura conve-nienta para apoyarse en ollas; dentro de ese recinto era donde los diputados y los senadores se sentaban en amplios sillones de cuero en cuyo respaldo estaban pintadas las annas de la República. El presidente y el vicep.^sidente de cada una de las cámaras se sentaban bajo un dosel de demasco rojo y tenían delante una mesa grande que hacía las veces de estrado presidencial; otras mesas pequeñas estaban reserva­das para los secretarlos, los taquígrafos, los miembi-os dcO congreso, y los ministros de la República, cuando tuvieran que tomat- parte en los debates. Los miembros del cuerpo diplo­mático tenían acceso al recinto, pei:-o como no había un si­tio especial reservado para ellos, se sentaban entre los re­presentantes o los senadores circunstancia que algunas ve­ces resultaba incómoda. ¡El espacio ireducido que metliaba entne las balustradas y las paredes, verdadero pasillo, se de­jaba para el público que, como no tenia dónde sentarse per­manecía de pie, apoyado en la baranda y muchas veces des­de allí dialogaba con los diputados y los senadores. No ha­bía tribuna para los oradores, pero hablaban desde su sitio.

Las cuati-o quintas paírbes aproximadamente de las casas de Bogotá son excesivamente bajas y no constan más que de un entresuelo; su as'pecto por fuera es muy poco seductor, pues en primer lugar paciecen como aplastadas bajo las te­chumbres de tejas que tienen muy poco declive y que so­bresalen desmesuradamente de las fachadas, y por que ade­más las ventanas están provistas de gruesos barrotes de ma-

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dera o de hierro; estas rejas, que al llegar a la altura de la cabeza o del hombro foi"man salientes son incómodas y hasta peligrosas para los ta-anseúntes que por la noche se arrimen mucho a las fachadas; las casas que se distinguen por su altura no tienen nunca más de un piso y en este caso llevan, a lo largo de toda la fachada, un gran balcón sobre el cual se prolonga el tejado a manara de sobradillo. Estos balcones tienen tanta menor gracia cuanto que descansan en unas gruesals vigas. Cuando en 1829 Ecigué a Bogpt|á había muy pocos cristales en las ventanas de las casas; éstos solían reemplazaa-se por cuadrados de unas telas de algodón o de muselina.

!La mayor parte de las casas que tienen piso alto están en la calle real donde también se hallan las tiendas principales.

En todas las ediflcatVones los muros tienen un espesor enorme y están hechos exclusivamente de ladrillos secados al sol. ¡La razión de que las casas tengan poca altura y los mm-os mucho espesor, estriba en la necesidad imprescindible en que se encuentran los habitantes de precaverse en cuanto sea posible de los terremotos que son muy frecuentes cn Bo­gotá y que ya han ocasionado estragos de consideración.

A propósito de los terremotos recuerdo una anécdota muy culríosa que estoy seguro de que al lector no le desagradará.

En 1826, un francés, cuyo nombre podría citar, pero que me limitaré a designar con la letra X, un francés repito, de esos que cuentan con más recursos en la imaginación que en el bolsillo y que maixíhan al extranjero en busca de for­tuna, acababa de llegar a Bogotá con todos los utensilios y medicamentos necesarios para abrir una farmacia; el local que alquiló al efecto en una de las calles más concmridas de la capital, la calle de San Juan de Dios, estaba provisto desde hacía unos días de estantería y de una cantidad en­tonces inuscitada de potes de porcelana y globos de cristal de todos los colores, cuando sobrevino un terremoto, que al sacudir la casa en todos sentidos, hizo baüar y caer por el suelo rotos en mil pedazos todos los fiascos y aparatos far­macéuticos del pobre hombre. Nuestro compatriota, para es­capar a esa granizada de proyectiles y también al peligro mucho mayor de verse aplastado por el derrumbamiento de la casa tuvo que salir de ésta más que de prisa no sin re­sultar con algunas contusiones y lanzai'se a la calle como

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tantas otras personas en espera de que pasara el peligi'o. En cuanto la tierra dejó de temblar, nuestro hombre entró en su casa pensando en su fortuna esparcida en pedazos por el suelo y, como el desesperado de la fábula, dispuesto a bus­car una cuerda para

. . . . Avec un clou Au )iaat d'un cert^iin mur attacher le ficou S'lmaginat qu'il iferait bien \ De se pendre, et finir lui-meme sa misere, (1)

pero se encontró ¡oh prodigio!, entre los pedazos de los fras­cos y el montón de drenas esparcidas por el suelo, infinidad de monedas de oro, peluconas relucientes que podrían valer cada una de 80 a 85 francos; no tardó en contirar la clave del enigma al descubrir por encima de su cabeza unas vigas rotas de donde se había escapado aquella lluvia de oro. Después de haber cerrado herméticamente la puerta y las ventanas de la farmacia para sustraer de ese modo sus manipulaciones a la curiosidad de inoportunos, empezó a facilitar la demoli­ción de lo que quedaba del techo para explorar las entrañas de esas vigas maravillosas. En resumen, todo lo que encontró y lo que ya había caído, formaría una cantidad de cerca de 200 a 250.000 francos.

En cuanto hubo recogido y puesto su tesoro a buen recau­do, desplegó tanta habilidad en guardar las apairiencias de un hombre abrumado por la desgracia y en dar a sus decires un acento tal de veracidad cuando hablaba de su ruina, que llegó a excitar la compasión de todas las personas que le conocían y hubo algunas que hasta llegaron a ofrecerle prue­bas de su generosidad; no sé si las aceptó, pero pocos días después de su supuesta ruina, tomó el camino de Francia con un equipaje cuya apariencia correspondía perfectamente a la idea que se tenía de la situación angustiosa en que habíaj quedado el dueño.

No sé si, siempre de acuerdo con la fábula de La Fontaine, el dueño del tesoro acudiendo después

En Dn clavo

enterrado en lo alto de nn muro atar la soga

creyendo que haría bien en ahorcarse

para acabar de una vez con la vida y la miseria

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Et trouvant son argent absent Se pendit bien et beau. (1)

Lo que acabo de relatar y que considero tanto más autén­tico, cuanto que no sólo fue revelado después por confiden­cias del afortunado farmacéutico a algunas de sus amista­des, sino que un personaje Importante de Colombia, el señor Juan de Francisco Martín, que fue Ministro Plenipotenciario en París y que antes era negociante y banquero en Cartage­na, me refirió que había recibido y enviado a Eurepa, me­diante letras de cambio, la mayor pai-te de los fondos del señor X pues éste no estimó prudente exponerse a los ries­gos de una peligrosa travesía, llevándolos consigo.

Pero sin necesidad del concurso excepcional de los teiTe-m.otos, sucede muchas veces que los obreros, al det-ribar o al restaurar casas antiguas en las ciudades de la América es­pañola, encuentran alhajas, objetos de plata o monedas ocul­tas en escondrijos olvidados y sin otra indicación en cuanto al dueño, que la que puedan suministrar las suposiciones. He conocido varias personas que durante mi permanencia en Bogotá han hecho hallazgos más o menos considerables por el estilo del que hizo el señcii' X y me lo han contado con toda franqueza. La costumbre que antes tenían muchos habi­tantes del país, de esconder el dinero, proviene de diferentes causas que se explicati fácilmente; los dueños de grandes fincas, que vivían por lo general con gran sencillez, man­tenida por el alejamiento o el desconocimiento de los goces que procura a la gente rica el refinamiento de nuestra civi­lización europea, acumulaban improductivamente gran- par­te de sus rentas, porque el espíritu de empresa no había lle­gado, como hoy, a los rincones más apartados, los medios cómodos y variados de hacer fractificar los capitales; uno de los medios era el colocarlos en los empréstitos del Estado o confiarlos a las empresas particulares; otros enterraban sus ahorros o sus riquezas para ponerlos a salvo no sólo del ladrón vulgar sino de las extorsiones tan frecuentes de las bandas ai-madas dm'ante la guerra de la Independencia, pri-meiro, y después, durante las frecuentes guerras civiles, que desgraciadamente no han cesado todavía en muchas de estas

...y al constatar lu desaparicióu del J iuero

... se ahorcaría de hecho

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jóvenes Repúblicas de América. Se concibe pues que en esas épttcas en que la espada del enemigo caía con tanta rapidez, a ,veces sobre familias enteras, debieron desaparecer muchos atesoradores con sus secretos.

La creencia de las gentes americanas de que hay muchos tesoros por descubrir es tan co-Tiente, que se ven con fre­cuencia buscadores de tesoros romper las paredes o los pisos de sus casas con una verdadera perseverancia. Hasta en mi casa soiprendí a uno de mis criados haciendo excavaciones en el patio posterior donde, me decía, para justificarse, había visto por la nocüie luceclKas que andaban de un lado a otro; en efecto la imaginación popular exaltada por la creen­cia de que hay tesoros ocultos, juzga que durante la noche salen fuegos fatuos de los sitios en que están enterrados los tesoros, como si el diablo velase sobre ellos. Cien veces he oído narrar que según una tradición de los Indios, había un ciervo de a-o de tamaño natural enterrado desde la llegada de los españoles al país, en una caverna de las montañas que protegen a Bogotá, situada en línea recta con el empla­zamiento que ocupa la catedial y que, siempre de acuerdo con la tradición, algunas noches se ven ir y venir llamas en derredor de aquella cueva misteriosa; lo que hay de cierto en todo es.o es que nasta ahora, a pesar dí las pesquisas mi­nuciosas realizadas por infinidad de crédulos, el famoso cier­vo de oro, si es que existe, está también guai-dado por el dia­blo a cuya custodia ha sido confiado, y no se ha podido dar con él.

Por lo general las casas de Bogotá están edificadas sobre terrenos en gran extensión y tienen varios patios; antes de entrar al primer patio, hay que pasar habitualmente por dos puertas separadas por un vestíbulo Mamado zaguán, a cuyos lados corren uno o dos bancos de piedra en los que se sien­tan los mendigos en espera de que se les dlsti.ibuyan las li­mosnas o la pitanza que, me satisface decirlo, se les da en muchas casas y en los conventos, con un amplio espíritu de caridad. Sobre todo los domingos, días en que en número increíble se diseminan por la ciudad, acuden en bandadas a las puertas de las casas y exhiben algunos de ellos llagas re­pugnantes para excitar más la compasión. Los demás días de la semana suelen estar a la puerta, o en las escaleras de las iglesias.

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Las pai-edies del vestíbulo de las casas suelen tener pinta­das unas veces guirnaldas de flores, otras figuras alegóricas y generaDmente un San Cristóbal, de tamaño gigantesco, que Hev.i en una mano al Niño Jesús y en la otra un globo te­rrestre rematíudo por una cruz. Al primier patio dan las ha­bitaciones principales de la casa y tienen como ios de los conventos una o dos galerías superpuestas, según que las ca­sas sean de un solo piso o de dos. La afición a esas galerías se justifica por las grandes ventajas que ofrecen en la época de lllu'vias, para el sei-vicio interior o para pasearse cuando no se puede salir a la calle. El primer patio está generalmente adornado con un arriate en el centro; los otros patios sii-ven para los quehaceres ordinarios de la casa o para tener los caballos y demás animales domésticos y también para echar en ellos las inmundicias, pues pocas son las casas que tienen alcantarillas o pozos negros y, naturalmente, cuando las casas no tienen patios en la pas-te de atrás, las basuras de todas clases se tiran por la noche en los arroyos de las calles; esos arroyos se convierten así en especie de sucursales de otros focos de infección que la ciudad tiene en los arroyos que la atraviesan por algunas partes y que cuando no llevan agua son veirdaderos lestercolejros, donde se pudren les animales muertos y las cosas más repugnantes.

Por fortuna, la naturaleza que, como sí se preocupara de ello, pone siempre el remedio al lado de la enfermedad, ha dotado esta sabana lo mismo que casi todas las regiones de América del Sur, de un ave útilísima, ya que hace las veces, por deciflo así, de barrendero público; ese pájaro es el ga­llinazo, especie de buitre negro, de aspecto siniestro y del ta­maño de un pavo pequeño, que se alimenta exclusivamente de carroñas y que acude en número considerable a los centros de población, como si tuviera conciencia de la utilidad y de la importancia de sus sei-vicios, ni se inmuta ni mueve cuan­do se le aproximan las gentes mientras está ocupado en al­guno de sus abominables banquetes; cierto que su confianza está plenamente justificada, pues como su came es repug­nante y sus plumas pai'a nada sirven, nunca se le mata y hasta en algunas partes las disposiciones municipales le to­man bajo su protección imponiendo multas a los que les ma­ten. Los gallinazos suelen estar casi siempre posados en lar­gas filas en los tejados de las casas donde, en espera de que

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les llegue alguna presa, se quedan con las alas a medio des­plegar, con toda la apariencia de seres fantásticos. He visto a veces en el cíimpo, cuando había muchos gallinazos ocupa­das en despedazar el cuerpo de algún animal muerto, presen­tarse en m'Sdio de ellos otro pájaro de su misma forma pero un poco mayor y que tenía en la cabeza una especie de eS' crescencia membranosa; las plumas de este Einimal eran ne-gTas, blancas y rojas; entonces ocurría algo muy curioso: to­dos los gallinazos, a pesar de su extremada voracidad, aban­donaban su pt-esa al recién venido, sin mostrar la menor re­sistencia y se posaban a alguna distancia, casi siempre for­mando un círculo, en actitud de espectadores respetuosos, ante un amo poderoso que está ccwniendo. Este pájaro lla­mado -(ailig^aiinente el «"rey de los gaUinaaos" sería, s(egún Humboldt, el Sarcoramphus papa o el buitre real, y cuando es joven se le domestica fácilmente.

En las casas de la pequeña burguesía, donde se conservan todavía la mayor parte de las antiguas costumbres, el mobi­liario es de una sencillez que guarda relación exacta con el estado poco adelantado de la ebanistería; véase de qué se compone generalmente el mobiliario de la sala donde se re­ciben las visitas: dos mesitas colocadas simétricamente en los extremos de la habitación, un canapé forrado de una teto de algodón o cuyo asiento es de piel de toro, unas butacas y unas sillas de madera ordinaria talladas cuyos asientos y res. paidos están provistos de cuero curtido sujeto por una serie de clavos dorados; dos o tres espejos pequeños colgados a bastante altura, otras tantas lámparas pequeñas colgadas del techo y en las paredes unas estampas de gusto anticuado. En la alcoba, la cama que lleva por encima un baldaquín está adornada con cortinas de muselina que por la noche sirven de mosquitero. En las casas más elegantes se suelen ver soíás de caoba tapizados con telas de crin y sillas de Estados Uni­dos con asientos de paja o de madera barnizada. Eí armario es un mueble sumamente raro, y se reemplaza con baúles o cofres, para guardar la ropa blanca o los trajes. Hl piso de las habitaciones, como no está entablado, sino enladrillado, se cubre con esteras, tejidas por los indios y por el estilo de las que en PYancia se ponen delante de las puertas como Itaipiarirabos; también suelen ponet-se delante de los eofás esterillas más finas y de varios CQlores,

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La cocina tiene por su disposición y por los utensilios que en ella figuran, un aspecto singulai-mento primitivo, que por lo demás está muy en armonía con la calidad de la comida: hay una piedra ancha, colocada a la altura conveniente para apoyarse, que sirve para moler el cacao de hacer el choco­ilate, dos o tres piedras dispuestas en el suelo entre las cuales se enciende el fuego y se coloca una oUa de hierro o de barro para cocer el puchero u otros alimentos, una parrilla y una sartén para los firltos y asados, unos cántaros y final­mente una gran paila de cobre para hacer los dulces; a ve­ces se podría añadir una hornilla y un horno pequeño; ca­cerolas suele haber muy pocas, casi no se conocen. El agua de beber está en una tinaja de barro, panzuda que se cubre con una tapa grande de madera. H artista culinario que reina en ese lugar suele ser una mujer que se ocupa también por lo general en otros menesteres de la casa. La comida co-iTiente suele consistir en alguno de estos platos: carne co­cida con mazorcas de maíz, plátanos, yucas y diversas le­gumbres; un guiso de cordero o de cerdo, aves asadas o fritas, huevos fritos o en tortilla, todo ello acompañado de mucha cebolla, ipepinos y tomates; de mazamorra, que es una sopa hecha de harina de maíz, azúcar, miel y un sinnúmero de dulces y compotas. Se come muy peco pan: el que hace la gente del país está mezclado con huevo, lo que le da el as­pecto y hasta el sabor de un bollo malo. Hacia la época en que salí de Bogotá unos panaderos franceses que habían lle­gado hacía poco, empezaban a difundir nuestro pan. La be­bida además del agua es la chicha, especie de sidra hecha con melaza y maíz fermentado. El vino es bebida de lujo por lo muy caro y se bebe muy poco por que además está conside­rado como pernicioso.

La vajilla es casi siempre de loza de los Estados Unidos o de Inglaterra; las cucharas y los tenedores son de quincalle­ría, lo mismo que los cuchillos; de plata, lo único que se ha vulgarizado, son los vasos o copas. Los bordes del mantel que cubre la mesa suelen serivlr para limpiarse la boca y las manos, pues a nadie se le pone servilletas. En casi todas las casa la puerta de la calle se cierra mientras se come, y en algunas casas los miembros de la familia no suelen reu­nirse pai-a comer alrededor de una mesa, pues cada uno co-

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me por separado a hoc-as diferentes y muchas veces teniendo los platos sobre las rodillas.

Cuando hablo aquí del interior de las casas es siempre ha­ciendo la salvedad de las de aquellas familias que han In­troducido en su modo de vivir algo de las comodidades y del lujo de Europa, casas en las cuales un francés o un inglés vuelve a encontrar costumbres que difieren muy poco de los usos de la mejor sociedad de su país; pero como no debemos ver las excepciones, es decú- el aspecto ficticio para estudiar y describir a un pueblo, seguiré considerando las cosas de orden general en los usos y las costumbres de los vecinos de Bogotá.

Cuando algún alto funcionario o algún potentado ofk-eoe una gran comida, se esfuerza tanto más en dar la sensación de magnificencia, cuanto que el resto del año vive con la mayor parsimonia. En esas solemnidades se suele encargar la comida y sus detalles más importantes a cocineros extran­jeros; pero esas comidas tienen de particular que -están di­vididas en dos partes como si fuesen una función de teatro en dos actos. Después del primer sei-vicio, en el que figuran todos los platos substanciales, como carnes, legumbres, repos­tería de mayor o menor cuantía, etc, los comensales se le­vantan de la mesa y pasan a otro salón para conversar un rato en espera de que en el comedor se haya vuelto a poner de nuevo la mesa hasta en sus menores detalles; en cuanto los criados han anunciado que el segrundo servicio está listo, se vuele al comedor y se sienta cada cual en el mismo sitio que tuvo antes; este segundo servicio es lo que en R-ancla llamaríamos el postre, pero se caracteriza siempre por la va­riedad de frutas y de dulces de todo género que se sirven, pues en cuanto a las frutas se pueden conseguir fácilmente en Bogotá todas las que se prcducen en los climas más va­riados, desde la zona más cálida hasta la más fría y en cuanto a los dulces se traen de los conventos de monjas donde se confeccionan con bastante habilidad.

Las calles principales están todas en la parte baja de la ciudad. La más concm-rida es la Calle Real donde las tiendas se suceden a ambos lados sin solución de continuidad en una extensión equivalente a nuestra antigua Vivienne de París, entre el Palais Royal y la Plaza de la Bolsa. Las tiendas se suelen abril- hacia las nueve de la mañana, y no ostentan lujo

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de ningún género por dentro nd por fuera; la mayaría de ellas sólo recibe la luz por la puerta y las mereancías y los objetos más diversos se amontonan en ellas, pues no suele ser frecuente que un comerciante se dedique a tma especia­lidad determinada, de donde resulta que la mujer más elegan­te o de la más alta díase social que quiere comprar artículos finos de vestir o de lujo, tiene que mezclarse y codearse con otros compradores pertenecientes a las más bajas clases del pueblo.

Entre doce y una las tiendas se cierran y no se abren de nuevo hasta las tres de la tarde; ese intervalo se consagra en parte a almorzar y en parte a dormir la siesta.

Como en el país no hay prejuicio alguno que considere como más o menos honroso ejercer el comercio, algunas de las personas que se dedican a él desempeñan a la vez cargos oficiales y son grandes figuras políticas; por ejemplo, en 1830 conocí al doctor Borrero, hombre de gran mérito y de ho­norabilidad incontestable, que había sido sucesivamente, miem­bro del Congreso, Fresidente del mismo, ministro de rela­ciones exteriores y que al día siguiente de haber presentado la dimisión de este último cargo vendía en su tienda telas midiéndolas él mismo con la vara en la mano. Otira prueba de la sencillez de los miembros del gobierno: a principios de 1829, mientras Bolívar estaba en las reglones del sur, al frente de una expedición contra el Pem, el general Harisson llegó a Bogotá como enviado extraordinario de los Estados Unidos, y los ministros colombianos le diet-on en el palacio presidencial mi gran banqtiste, lal que astistí. Durante la comida advertí que el Ministro de Hacienda no estaba pre­sente; creí que eUo se debía a que estuviese enfermo o que asuntos de importancia le retuvieran en su despacho, pero una de las personas que estaban sentadas a mi lado me mos­tró a su Excelencia que de vez en cuanto se asomaba por una de las puertas del comeda-, desde donde, como si fuera el mayordomo, dirigía el servicio de la mesa indicando a Jos criados lo que tenían que hacer para retirar las fuentes o cambiar los platos; en cl intervalo, según la costumbre, pa­samos al salón para esperar que se sirviera el postre y me di el gusto de ver cómo no sólo se contentaba con dirigir el servicio, sino que tomaba parte activa, ayudando a los cria­dos a cambiar los platos y a ponerlos en la mesa. En otras

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grandes comidas dadais en palacio con posterioridad pude comprobar que era cosa corriente esa transformación del mi­nistro de hacienda en mayordomo y además le vi dos o tres días antes de esas comidas, ir en persona al mercado, como si fuera un asistente, a escoger y compraa- las previsiones ne­cesarias.

A determinadas horas del dia, algunas tiendas suelen ser los puntos de reunión, no sólo de las personas que no Tienen nada que hacer, sino también de los principales personajes de la ciudad y del gobierno, reunión en la que, unos sentados sobre el mostrador y otros de pie, departen familiarmente mientras fuman. No hay que decir que esas reuniones alejan más bien que atraen al comprador; por esa razón los co-meuclantes que estiman en más los beneficios de sus ventas que el honor de que sus tiendas sean un centro de reunión, colocan en la puerta un letrero que dice: "No se admite ter­tulia".

Hasta 1840, año en que salí de Bogotá, todas las tiendas a excepción de las de ultramarinos y de bebidas, conocidas és­tas con el nombre de pulperías se cerraban unos minutos antes de la puesta del sol, hacia las seis de la tarde, para no abrirse de nuevo hasta el día siguiente; a esa hora todo «1 mundo se Iba a su casa y las calles quedaban desleírlas y silenciosas, pues aparte de la ausencia casi total de peato­nes nunca se oía el mido de un coche por la sencilla razón de que los únicos que había en la capital eran cuatro o cin­co, según los datos que tengo y que eran una carroza grande y antigua que i>ertenecía al arzobispado y que no salía de la cochera más que en las grandes solemnidades, una calesa que se regaló a Bolívar, pero que éste no utilizaba nunca y un lando tiraído de Europa por un cónsul general de Ingla­terra que gulba él mismo por las calles bajas de la ciudad, únicas que permitían el tránsito de vehículos. No había ca­rros y sólo se veían algunos en las haciendas de la Sabana.

A partir, pues, de la caída de la tarde, la vida de Bogotá desaparecía de las calles para el resto del día ya que no había en la ciudad ni un café ni un restaurante, ni estable­cimientos de recreo o pasatiempo que pudieran atraer a la gente fuera de sus casas como en las grandes ciudades de Europa; pero en muchas casas había reuniones de familia y de amigos, que se caracterizaban por su absoluta sencillez;

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mientras la gente joven, a la luz de una o dos velas, impro­visaba algún baile con acompañamiento de guitarra o arpa, las personas de edad, hombres y muje.es charlaban y fuma­ban o jugaban a las cartas, juegos de azar en que los afl-dionados aiTiesgaban a ¡veces sumas ienormes. Durante la velada se tomaba chocolate, lo mismo que en Francia se to­maría té o en Oriente, café.

En esa época no había más que tres o cuatro calles alum­bradas y eso en forma muy deficiente, puesto que, por ejem­plo, en la Calle Real, que era la principal, no había más que seis faroles con una triste vela en cada uno. En razón de esta obscm-ldad casi absoluta, los vecinos de Bc^otá tenían la costumbre cuando salían de noche, de llevar un farolillo o de haoerse acompañar por un criado para que lo llevara; precaución tanto más indispensable cuanto que las calles es­taban muy mal pavimentadas y además la incuria de la po­licía o de los empleados era tal, que en muchos sitios estaban sin tapat- las bocas de limpieza de los canales subteiTáneos; podría citar muclias personas, amigas mías, que, como me sucedió también a mí, por no haber llevado el farolillo pro­tector, ctiyeron en esos feígujeros (hiriéndose más o menfos gravemente.

La vigilancia y la seguridad de la ciudad por las noches estaba confiada a unos guardianes llamad(» serenos; pero ese servicio era muy deficiente, pues más de una vez oí ha­blar de grandes robos llevados a cabo en los almacenes de la Calle Real, donde los serenos hubieran debido ejercer ma­yor vigilancia.

Hay en Bogotá varias grandes plazas, que toman su nom­bre de los conventos o iglesias que están en ellas; como por ejemplo las de San Victorino, San Francisco, San Agustín y la de la 'Catedral. La primeiti de ellas por la que se pasa al entrar a Bogotá viniendo de Facatativá, de foi-ma trian­gular, tiene a derecha y a izquierda casas de fea catadura y al fondo un parapeto levantado en el mismo borde del ba­rranco principal, de ios dos que atraviesan la ciudad a lo ancho y que en ese sitio hace un codo; poc encima del pai-a-peto se divisa a favor de un gran claro y por entre las casas, una parte de las aguas torrentosas que corren por el barran­co y más allá, formando anfiteatro las montañas a cuyo pie se alza la ciudad.

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Si en general el aspecto de esta plaza es pobre y si p :e-dispone por lo tanto al forastero que entra por ella poco o nada en favor de la ciudad, en cambio para un pintor, ofre­ce por lo menos un aspecto muy pintoresco y me he entera­do, de que después de mi marcha de Bogotá, el barón de Gros, encargado de negocios de Francia la ha tomada como motivo para un cuadro al óleo. Las otras plazas antes citadas son todas cuadradas; la de la Catedral o por otro nombre Plaza Mayor, es la más grande, su superficie, según la me­dida del pais, es de una cuadra de unos 125 metros de lado, poco m&s o menos, más el ancho de las dos calles que desem­bocan en ella en cada esquina; es también la más hei mosa en razón de les edificios que la circundan y que son: la ca­tedral con una capilla anexa, la casa de Correos y la Adua­na, unas cuantas casonas pertenecletnes a particulares y las que ocupan los tribunales y el Consejo de Estado.

Todos los viernes se celebra en esta plaza el mercado prin­cipal y a él van pior la mañana tanto las damas de la alta clase social, cerno las pertenecientes a las demás, las pri­meras acompañadas de una criada o de un indio que lleva a la espalda un gran canasto donde se van poniendo las provisiones que se compran para toda la semana. Esos días y siempre a la misma hora se congregan en la escalinata de la catedral una multitud de curiosos o de hombres a caza de caras bonitas; desde lo alto de esas gradas la vista domi­na todo ese enjambre de vendedores, compradores o desocu­pados, conjunto de gentes del campo y de la ciudad de toda clase y condición, color y pelaje, que ofrece a la mUada del observador un cuadro extraño, al que prestan no poca ori­ginalidad los curas y frailes de las diferentes órdenes que, mezclados a los grupos de mujeres, hablan con ellas fami­liarmente.

Entre los artículos de que está abundantemente provisto el mercado figuran, al lado de los productos tropicales, pro­venientes de las tierras calientes, casi todas las legumbres de Europa que suministra la Sabana de Bogotá.

La escallnato de la catedral se llama altozano; éste. In­cluyendo la part« correspondiente a la capilla anexa, puede tener unos 50 o 60 metros de largo por 8 o 9 de ancho y no eólo sirve de observatorio para los curiosos los días de mer­cado o cuando haya alguna fiesta en la plaza, sino de paseo

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muy frecuentado todas las tardes de cuatro a seis sobre todo de los hombres pertenecientes al mundo del periodismo o al de los negocios; desde allí, cuando el cíelo está despejado se iiiivisan perfectamente, aun de noche cuando hay luna, en dirección al oeste y por encima de las montañas que encua-dttan la meseta de Bogotá, los picos nevados de una parte de la Cordillera de los Andes que se designan con el nom­bre de Quindío que domina majestuosamente el gigantesco co­no truncado del Tolima, cuya elevación sobre el nivel del mar es de 5.617 metros; esa masa colosal que por un efecto de óptica parece a veces que está muy próxima, dista no obs­tante en línea recta del observatorio de Bogotá 35 leguas.

Existía en el mismo centro de la plaza una fuente que hacia 1846 fue sustituida por la estatua de Bollívar, que el señor José París, antiguo amigo del héroe colombiano, hizo fundir a sus expensas en Roma por el eminente escultor Ita­liano Pietro Tenerani y que después donó a la ciudad de Bo­gotá. lEsa estatua de bronce es un poco mayor que el natu­ral, y es notable tanto en su conjunto como en los detalles.

Bolívar está representado con el uniforme de los genera­les de su época; sólo lleva una condecoración al cuello, con­sistente en una medalla con la efigie de 'Washington, a quien Bolívar profesaba la mayor estimación y al que procuró siem­pre no ya imitaír sino igualar; tiene en un mano la espada desnuda con la jnmta dirigida al suerO y en la otra un rollo de papel a medio desenrollar que representa la constitución que dio a Colcmibia, después de haberla emancipado; sobre el hombro izquierdo, una capa, una de cuyas puntas, pasando por debajo del brazo derecho y ciñendo la parte baja del busto por delante, va a unirse con la otra parte por debajo del brazo izquieirdo, en el que se enrolla y cae con elegancia en anchos pliegues hasta media pierna. La cara, que r ^ r o -duce con fidelidad pocas veces lograda, los rasgos del ge-r>eral, tiene una expresión que denota a la vez un pensa­miento profundo y una noble resolución.

La estatua descansa sobre un elevado pedestal de mármol blanco y las faces consulares encuadran en los ángulos cuatro bajo relieves cuyos motivos son algunos de los hechos prin­cipales de la vida del Libertador, como la proclamación de la Independencia americana, el juramento de la constitución,

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su clemencia para con im soldado enemigo y la declaración de la abolición de la esclavitud.

(Muchas personas, aun aplaudiendo como yo, el triunfo de la justicia en los honores que se rinden a la memoria de Bolívar, cuyo nombre- desde luego deberá quedar gloriosa­mente grabado en primer lugar en la Historia de la Améríca española, muchas gentes, repito, ¿no se extrañarán de ver su estatua levantada tan poco tiempo después de ocurrida su muerte, en el centro de una ciudad cuya población o por lo menos una parte de ella fue abierta o tácitamente cómplice del atentado que el 25 de septiembre de 1828 se hizo contra la vida de ese gran ciudadano y cuando todavía algunas de las personas que tomaron parte activa en el mismo, no sólo viven, sino que han seguido desempeñando altas funciones de Estado?

Y mientras estoy hablando de Bolívar mis recuerdos se re­trotraen al día en que le vi por primera vez en una de esas situaciones que despojan ridiculamente a los hombres, por grandes que sean, del prestigio con que la imaginación se complace en rodearlos. Pue apt-oximadamente tres meses des­pués de la conspiración que estuvo a punto de costarle la vida; se había retirado desde hacía algunas semanas a una quinta de los alrededores de Bogotá para poder atender a BU salud que empezaba a desmoronarse, con más libertad; a pesar de esto el Cónsul General de Francia, señcír Bucfiet-Martigny me propuso, dos días después de mi llegada a Bo­gotá, hacerle una visita y presentarme.

¡Llegados a la quinta nos recibió en el salón una señora lla­mada Manuela Sáenz, la misma que en la noche del 25 de septiembre de 1828 había expuesto con tanto valor su vida para salvar la del Libertador; nos dijo que aunque éste es­taba mal y se había purgado por la mañana, iba a informar­le de nuestra visita y a enterarse de si podría recibimos. A los pocos momentos apareció un individuo de cara larga y amarillenta, enclenque de aspecto, con un gorro de dormir, envuelto en una bata, en zapatillas y cuyas piernas le fla-queaban dentro de unos pantalones de fL-anela muy anchos; en una palabra, con el verdadero traje del pobre Argan como lo describe Moliere en El Enfermo Inr^^ginario y que parecía más indicado para ir al ropero que al encuentro de una vi­sita. Era Bolívar, el héroe colombiano a quien teníamos de-

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lante; como estimaba mucho a Buchet-Marlgny no había que­rido que se marchase sin recibirle. Una vez que me presen­taron nos hizo sentar y se puso a hablar en francés con nosotros.

A las primeras palabras que le dirigimos respecto de su sa­lud nos respondió: "¡Ay de mí!'—enseñándonos sus brazos descarnados,—no son las leyes de la naturaleza las que me han reducido a este estado que ustedes ven, sino las amar­guras que me roen el corazón. Mis conciudadanos que no han podido matarme a puñaladas tratan de asesinarme mo­ralmente con su ingratitud y sus calumnias; en otras épocas me han Incensado como si fuera un dios, hoy tratan de man­charme con su baba; cuando yo no esté aquí para aplastar a todos esos demagogos, se despedazarán los unos a los otros como si fuesen lobos y el edificio que levanté con tanto tra­bajo se abismará en el fango revolucionario".

Mientras pronunciaba esas frases, que reproduzco abrevia­das, desahogando con ellas la cólera que le producían sus enemigos, los rasgos de la cara se habían animado y los ojos volvieron a adquirir el brillo que da la fiebre, pero al punto cambió de conversación y poco a poco fue serenándose su semblante: nos pidió noticias de Francia, país que él amaba más que a cualquiera otro y que habia visitado en su juven­tud, en la época de esplendor del Imperio; nos contó la vida alegre que había llevado en París sin sospechar el rango emi­nente y las preocupaciones que el porvenir le tenía reservado.

En definitiva su palabra elocuente, florida y llena de in­geniosa originalidad, que denotaba un alma generosamente dotada, nos subyugó al punto de hacernos olvidar su grotesca vestimenta; y, cuando nos retiramos teníamos menos ganas de reimos de él que de compadecer su infortmiio.

Bogotá en la época en que viví tenía un teatro muy pobre; la sala era casi del mismo tamaño que la del teatro de Va­riedades de París, y con varias filas de palcos; peio carecía de todo adorno. El alumbrado consistía únicamente en unas cuantas ve'ias y quinqués, lo que quiere decir que era detes-i.able. Los palco?, lo mismo que el pallo carecían de asien­tos, y si uno quería estar sentado tenía que enviar ccn ante­lación las sillas. Aunque había letreros que prohibían fumar en la sala, durante los entreactos pocos eran los especiado-

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res que no infrigieran esa prohibición, fumando cigan-os o cigarrillos en los pasillos.

Como por no haber coches no .se podía salir de casa más que a pie, todos los anuncios llevaban la advertencia de que se suspenderla si llovía por la noche.

Como los actores no eran profesionales sino aficionados, se comprenderá lo que el espectador deberia esperar de su mediocridad. En todo el tiempo que estuve en Bogotá no lle­gó una sola compañía de teatro; dos o tres veces pasaron y ss detuvicüron algún tiempo, unas compañías francesas de equilibristas y prestidigitadores que con la novedad de sus espectáculos atraían gi-an cantidad de público y ganaban mu­cho dinero. Siempre me acordaré de que la mujer de uno de esos saltimbanquis, moza de unos treinta a treinta y seis años, alta y de buen parecer, que ayudaba a su marido en todos los ejerclciíDs, deslumhró de tal modo al elemento fe­menino con los vestidos Increíblemente excéntricos que lle­vaba, que muchas señoras fueron a verla para rogarla que les dejase sus trajes para sacar un patrón, pensando que eran la última palabra de la moda parisina.

Publicaciones destinadas a la divulgación y difusión de ideas útiles había muy pocas en Bc^otá: salla un periódico se­manal titulado "Gaceta de la Nueva Granada", especie de monitor oficial en el que el gobierno Insertaba las leyes, de­cretos y otras disposiciones que consideraba oportuno poner en conocimiento del público; después -̂ íenía una parte no oficial consagrada a las noticias del extranjero y del pais. Pero además de esta gaceta, todos los domingos se publica­ban varias hojitas efímeras llamadas papeluchos; esta hojas, ya estuvieran escritas en tono serio o burlesco, género éste que gusta mucho en Colombia, no contenían más que cri­ticas de los actos del gobierno o sólo servían para mantener polémicas entre algunos individuos, que casi siempre exce­dían en sus ataques contra las personas, los límites de lo que se puede llamar libertad de prensa.

Entre esos libelos algunos tenían un carácter todavía más desagradable, se les denominaba ensaladillas y eran sátiras en verso y manuscritas, que gentes mal Intencionadas, pero en ocasiones ilustradas, amparadas siempre en el anonimato, ha-clan circular de vez en cuando clandestinamente. En esas sá­tiras sus autores se esforzaban no sólo en censurar con acri-

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tud los defectos y las debilidades de sus conciudadanos sino en divulgar todas las Intrigas galantes y devaneos del día. Estas pérfidas ,producciones literarias, a jiesar de ser el te­rror de las familias pasaban de mano en mano, precisamente por el temor que inspiraban y también por la esperanza que cada cual alentaba de verse excluido a expensas del vecino.

La cantidad de fiestas religiosas era considerable; pero las ép(x;as de las mayores festividades eran: Semana Santa, Pas­cua, Coipus y Navidad. Todo el mundo las vela llegar con gusto; el comereiante, parque aumentaba las ventas, las mu­jeres por el placer inapreciable de lucir sus galas y los hom­bres por las ocasiones que les proporcionaban de contemplar a las damas en balcones.

Durante los tres días de la Semana Santa, que conmemo­ran la muerte de N. S. J . , las autoridades de la ciudad, en corpocación, y casi todos los vecinos, ya para cumplir con un deber religioso, ya para observar ima costumbre, van ves­tidos de luto a visitar las iglesias donde se expone con gran ostentación de duelo un monumento que simula el santo se. pulcro; .principalmente cuando ya es de noche se suelen ver en la semi obscuridad de las iglesias, que sólo se alumbran con pocos cirios, muchas personas que, desnudas de la cin­tura paira arriba se azotan con disciplinas la espalda y el pecho. He visto algunos de estos fanáticos, si no clavados, por lo menos atados a una cruz en la postura de Cristo en su último suplicio. El sábado santo se da al pueblo una di­versión análoga a las que antes también teníamos en Europa; desde por la mañana se cuelgan en diferentes sitios de la ciu­dad y casi siempre encima de Has pueirtas de las iglesias principales, unos muñecos que representan a Judas y a Sa­tanás y en cuanto se entona el Gloria in excelsis, se les des­cuelga entre el estampido de cohetes y petardos y se les en-fc'ega a la gente que, después de arrastrarlos por las calles haciéndoles objeto de toda suerte de ultrajes, acaba prendién-" doles fuego, con tanta mayor satisfacción cuanto que suelen estar revenos de materias inflamables y de fuegos aítlfi-ciales.

'El Corpus y la Pascua son las festividades que se celebran con más pompa fuera de las iglesias, con procesiones a las que una mezcla de sentimiento profano y religioso imprime un sello particular de originalidad; se ven a la cabeza de esas

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procesiones grupos de gentes que, con trajes de indios pri­mitivos, diablos, etc., bailan al son de instmmentos discor­dantes, danzas grotescas; carros tirados a mano con niños y personajes en grupos alegóricos de motivos tomados del An­tiguo y del Nuevo Testamento; estatuas pintadas que re­presentan escenas de la Pasión y que se llevan en enormes andas apoyadas en los hombros de varones vestidos de pe­nitentes entre los cuales algunos, según me (han asegurado, pertenecen a la más alta clase social y que tratan por medio de este penoso y humilde trabajo de expiar sus pecados. Vie­nen después Ice altos dignatarios, grupos de muchachas unas con cestas de flores, otras con banderas, incienso, etc.; el clero, tanto secular como regular de todas las órdenes de la ciudad y finalmente la muchedumbre, que siempre toma par­te en todas las ceremonias. Las casas de las calles por donde pasa el cortejo, se engalanan con colgaduras y guirnaldas y las señoras desde ventanas y balcones, arrojan al paso de la procesión rosas deshojadas. Entre las estatuas que se llevan en la procesión, la de la Virgen se destaca por la riqueza de sus vestiduras y de las piedras preciosas que la adornan.

Al pasar el sacerdote que lleva el Santísimo Sacramento, (que suele ser el arzobispo de Bogotá), ante la bandera de las tropas que llenan la calle, ésta se inclina hasta el suelo de modo que sirva de alfombra a los pies del oficiante, en re­conocimiento de la supremacía de la Iglesia. En 1833 asistí a una de esas procesiones y el abanderado, exprofeso, sea por Inadvertencia, no hizo más que inclinar la bandera pero sin que tocara el suelo; vi al arzobispo que lo era Mongr. M. J. Mosquera, detenerse, hacer con una de las manos un gesto imperativo y no seguir adelante hasta que el estandarte es­tuviera colocado a sus plantas y lo pudiera pisar varias ve­ces apoyando en él los pies en forma bien acentueida. Este mismo arzobispo, años más tarde, a raíz de la constitución de un gobierno militar surgido de una de las mudhas revo­luciones de Nueva Granada, fue expulsado y murió en el exi­lio, en Marsella, triste y repetido ejemplo de las vicisitudes íiumanas, que con frecuencia hacen seguir de cerca la •vic­toria de la dea-rota.

Con motivo de las .íestividades del Coipus, la plaza prin­cipal de Bogotá presenta durante varios días un aspecto asaa curioso; mediante plantaciones improvisadas se la transíor-

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ma en un jai'dín al que se le da el .^ombre de Paraíso, donde se reúnen como en un campo de fej-ia, los nidios y otras gentes que viven en la campiña de los alrededoues de Bogotá, paia vender o sólo para exhibir todo género de producto.'' por ellos fabricado, amén de fi-utas y animales raros o extraordinarios y se ven carteles unas veces con lemas, otros con chirigotas y hasta sátiras más o menos extravagantes, en prosa o e» verso, alusivas al objeto exhibido; más de uno de esos car­teles se debe a la pluma de gentes cultas y chistosas.

iLas festividades de Na'Vldad no se limitan a los regocijos acostumbrados que suelen Ir unidos a las ceremonias reli­giosas del día, sino que sirven de pi-etexto para una serie de diversiones que a veces duran casi cinco días, hasta la Epi­fanía .

Desde la víspera, en muchas de las iglesias, los altares se peparan para lo que se llama Pesebres, es decir, para re­producir, mediante decoración teatral y figurillas de cera o de cartón, las circunstancias alusivas al nacimiento del Sal­vador.

Algunas familias los hacen también en sus casas y gastan en ello grandes sumas, movidas por el deseo de eclipisarse unas a otras por el lujo y la variedad de sus exposiciones.

La parte principal del Pesebre está constituida por el es­tablo con sus animales, la Sagrada Familia, les pastores y los reyes magos en adoración ante el divino Niño o en ca­mino para ir a adorarle; en este último caso y con objeto, sin duda, de que nadie pueda equivocarse acerca del papel que desempeñan las figuras que representan a los reyes ma­gos, cada una de éstas tiene en la mano un cordón que va a parar a las puntas de la estrella que les precede y les guía.

En las casas particulares los accesorios que acompañan a lo p.-lnclpal, ofrecen un verdadero atractivo a la curiosidad por la reunión de todo lo que el capricho más extravagante ha podido conseguir en muñecos y juguetes mecánicos en un bazar para niños. Así, escenas de su vida desde la huida a Egipto, hasta su muerte en la cruz; el diablo, que aparece y desaparece por un escotillón; una ermita con un capuchino que trae una nlñlta medio oculta en un haz de paja; pro­cesiones, campesinos que bailan, artesanos que trabajan, hom­brecillos de aspecto y rasgos grotescos, barcos que navegan por ríos y hasta ferrocarriles en marcha; en fin, para dar

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una idea del punto a que llega la fantasía excéntrica de los decoradores, añadiré que recuerdo haber visto una vez en el cortejo de los reyes magos, teniendo como éstos en la ma­no, un cordón unido a la estrella, a un Bonaparte perfecta­mente reconocible por su levitón gi-is y su famoso sombrero; conjunto de cosas que resulta grotescamente cómico al ver­las alrededor de la cuna del Salvador.

El nacimiento, cuando se exhibe, suele estar por la noche iluminado con luces; todo el mundo puede entrar a verlo gra­tis y la gente acude en masa llevando a los niños ccmo a una diversión.

Independientemente de esta distracción, desde Navidad has­ta Reyes, en muchas casas se dan bailes que se organizan de la siguiente foi-ma: cada noche las señoras, antes de separar­se designan, entre los señores de su grupo, a cuatro o cinco para que sufraguen los gastos y hagan los honores del baile del día siguiente: si mal no recuerdo, estos señores son los alíéceres; éstos, estimulados por un sentimiento de emuiación no escatiman nada para no quedar por lo bajo de sus prede­cesores en esas fmiciones y resulta, en definitiva, que muchas de las familias en cuyas casas se celebran esas fiestas, no co-irren con más gastos que el de ceder el local.

En estas fiestas el baile principal es una contra-danza es­pañola muy movida, que no se baila por un determinado nú­mero de personas distribuidas en cuadrillas sino por parejas en número indefinido, colocadas en dos filas; la pareja que está a la cabeza es la que inicia y dirige las figuras; éstas sue­len consistir casi todas en cadenas entremezcladas y oon vueltas de va^se, en las que cada caballero cambia y vuelve altornativamente a coger a su pareja. Esta contra-danza no deja un instante de reposo a los que la bailan y se acaba cuan­do cada pareja ha recorrido toda la fila y vuelve a su puesto primitivo; su duración depende, no del número de figuras, sino del de parejas. Las polkas y los rigodones recientemente puestos de moda, aun cuando se bailan algunas veces, no están aún muy en boga.

Otros de los bailes que goza de gran predilección es la cachucha, especie de minué, de una pareja, pero es mucho más vivo y tiene más pasos de danza que el que antiguamente estaba de moda en P\-ancia y en el que las damas y los ca­balleros acompañados de castañuelas y de panderetas se in-

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genlaban en desplegar toda la gracia y en expresar toda la pasión con sus posturas y piruetas; en los grandes bailes éste no se acostumbra más que como un intermedio y por muy pocas personas, ya que requiere para que resulte perfecto y se mantenga en los límites que impone la corrección, un arte y aptitudes especiales, pues bailado sin discreción como la gente del pueblo, adquiere inmediatamente un tono del peor gusto.

Hay otras festividades religiosas que aunque de menor im­portancia que Tas que acabamos de mencionar no dejan de atraetr a una buena parte de la población devota; son éstas las fiestas que las iglesias y los conventos celebran en honor de sus santos patronos.

Con ese motivo, presencié varias veces una ceremonia bas­tante extraña que tenía lugar alternativamente en uno de los dos conventos cercanos a mi casa: la víspera de la festividad' de Santo Domingo, los agustinos llevaban en la procesión la imagen de San Agustín y en unas andas ricamente adornadas a visitar a Santo Domingo en cuya iglesia quedaba depositada en un sitio de honor, desde el cual asistía a las ceremonias del día siguiente, como si fuese un personaje que quisiera dar con su presencia más realce a la solemnidad; al siguiente día al emprender San Agustín el regreso a su convento, Santo Domingo le acompañaba hasta la puerta y sus frailes forma­ban parte del cortejo. Es fama que durante estas visitas de un santo a otro, cuando en los intervalos de los oficios se les deja discretamente solos; los frailes de ambas órdenes frater­nizan con menos reserva dándose recíprocamente, con ale­gres comilonas, pruebas efusivas de cordialidad.

La gran fiesta patriótica y nacional es la que se celebra todos los años en el mes de julio para comr>ímorar la proclamación de la independencia; después de las ceremonias religiosas con que principia, vienen los regocijos públicos, que de ordinario duran tres días. Con ese motivo he visto muchas veces la Plaza Mayor de Bogotá convertida en palenque rodeado de gradas para los espectadores al que acudían jinetes escogidos entre lo más selecto de la flor y nata de la juventud, elegan­temente ataviada en cuadrillas, para ejecutar veirias evoluci*/-nes, carreras, etc.

Una de las principales diversiones a la que el pueblo tleiie mareada afición y que foi'ma, por deciirlo así, parte obligaoa

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de los festejos, son las corridas de toros, pero no las corridas con la secueíla de muerte y sangre que se ven en España y de las que sólo en Lima, donde hay una magnífica plaza cons­truida exprofeso, he visto una corrida completa. En Nueva Granada la comida, desprovista de la parte dramática, se ce­lebra en una plaza o mejor dicho en la Calle Mayor de los pueblos, calle que a veces ni siquiera está cerrada con va­llas. En la mayoría de los casos, los toros no están deC todo en libertad sino que llevan atada a la base de los cuernos una cuerda larga cuya otra punta sostiene un jinete atada a la cabeza de la silla, jinete que va detrás o delante del toro paira detenerle en sus arrancadas cuando un torero poco dies­tro está a punto de ser cogido.

Además tampcco hay esos matadores a quienes, en otras ciu­dades, les dorreBponde el pr¡vlieg(io peüigroso de matar al toro con la espada; toda la corrida se limita a excitar al bicho con picadores a caballo, armados con una lanza llamada ga­rrocha y a clavarle unos arponclUos con banderolas o con pe­tardos pc(r los banderilleros que van a pie, suerte és'„a que no se resJilza siem,pre por toreros de profesión, sino por cual­quier aficionado y hasta por rapaces que quieren divertirse ejecutando esa suerte.

Otras veces los jinetes se lanzan a toda carp-era tras el toro y tratan, al pasar, de cogerle la cola y derribarle, mediante un tirón dado con habilidad en el momento en que el animal, al correr, levanta las patas del suelo y por lo tanto pierde el equilibrio más fácilmente. Si hay algunos que en medio de los aplausos de los espectadores, logran su intento, en cambio hay otros muchos también que dañan la suerte y sólo cogen la cola del animal, para perder los estribos e ir de cabeza al suelo, entre la gritería de la multitud.

Como se ve, por lo que acabo de describir, los toros en rea­lidad únicamente sufren pinchazos y desgarrones más o me­nos graves, pero en cambio puede suceder, aunque no sea fre­cuente, que entre los aficionados, principalilnente entre los indios inexpertos o que estén borrachos, haya alguno que pa­gue su atrevimiento con la vida y entristezca la diversión o quede imposibilitado para el resto de sus días.

Esos festejos no se limitan en Bogotá a los que acabo de describir; hay que añadir los celebrados en los barrios extre­mos o en los pueblos de los alrededores; en éstos la plaza de

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la iglesia se convierte durante unos cuantos días en un ver­dadero campo de feria, donde al aire libre, o bajo tiendas, sa instalan rp-aestos donde se venden carnes asadas, pasteles, fru­tas, chicha, aguardleiite y fritos y también cafés-restaurantes, juegos de dados y mesas de monte y de ruleta. Estos juegos atraen a muchas gentes, pues la afición al juego está muy extendida en el país, entre personas de todas las clases so­ciales; y aunque por mi parte esté dispuesto a atribuir muchas de estas cosas al abandono republicano, sin embargo y me ape­nó ver muchas veces a familias burguesas honorables y hasta a señores que ocupaban los puestos más elevados en la admi­nistración o en el ejército, pasarse toda la ncohe sin experi­mentar la menor vergüenza, alrededor de la mesa de juego jugándose los cuartos con palurdos, negros o mulatos, de la más baja estofa.

Entre las diversiones del carnaval hay una a la que la mayor parte de la gente se entrega con verdadero frenesí des­de el domingo de quincuagsima, hasta el martes de carnesto­lendas, inclusive; pocas son las casas en que desde los bal­cones o las ventanas, las muchachas o las señoras no acechen a los transeúntes para arrojarles agua o una granizada de bolas de cera o de yeso, huecas, que en foi-m(a de huevos de todos los colares se rompen al dar contra la víctima, deján­dola cubierta unas veces de esencias y otras de harina. Si después de haber tenido la suerte de evitar esos ataques me­diante hábiles maniobras se refugia uno en una casa para ha­cer una visita, es muy raro que no se encuentre detrás de las puertas en el momento de entrar, con una acogida de Idén­ticas aspeu'slones y análogos proyectiles; de modo que todo aquel que tema comprometer su presupuesto por el estado en que quede su traje, o la seriedad de sus funciones por el as­pecto un poco ridículo que presente o sencillamente si recela que su salud pueda resentirse por esas duchas intempesti­vas, hará bien en quedarse encerrado en casa durante esos tres días; pero en cambio todos los que siendo jóvenes, o gus­tándoles esas diversiones, no se detienen ante esas conside­raciones, se van al enemigo después de haberse provisto abun­dantemente a guisa de proyectiles, de confetis, o jeringas y de cuantos instrumentos hidráulicos pueden llevar consigo, con el objeto de estar en condiciones de contestar a los ataques que van a afrontar.

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En esas condiciones, hay sitios donde se entablan verdade­ras batallas entre los viandantes y esas amazonas atrinchera­das en sus casas. La manera como acostumbran los paladi­nas afrontar esas duchas y metralla es pasando a caballo y a la carrera por delante del enemigo; pero los más galantes se limitan a contestar a los objetos que se les disparan, lanzan­do a los balcones, donde están las bellas guerreras, bombo­nes y ramilletes.

La afición a estas diversiones es común a todos los países de América del Sur, pero en Buenos Aires raya en el delirio. En las azoteas que suelen tener todas las casas, el bello sexo se concentra como en un fuerte y desde esa posición venta­josísima y provisto de barreños y de cubos, vierte a torrentes el agua sobre los viandantes y los asaltantes. He visto cómo una partida de ellos arrastraba tras de sí, en carretas, cubas llenas de agua y bombas de incendio como único medio para igualar la lucha y en ocasiones para asegurarse la vwtoria. poniendo en franca retirada ante los efectos de su potente artllleiría a los batallones femeninos.

Esta especie de saturnal que acabo de esbozar su3le durar los tres días que le están consagrados, desde la mañana has­ta las seis de la tarde, hora en que las campanas tocan al ángelus y en que los combatientes, calados hasta los huesos, se separan y, después de reparar las fuerza y secarse, termi­nan el dia bailando o disfrazándose para pasear de casa en casa sus intrigas.

Como estas diversiones suelen dar lugar a algunos desór­denes y a riñías graves, seguidos de golpes y de heridas, cuan­do por ejempio son víctimas de ellas algunas personas que no tienen ganas de tomar pai'te en las mismas, muchos In­tendentes han tratado de prohibirlas por disposiciones que fueron siempre letra muerta ante la costmnbre inveterada. En Buenos Aires, todo lo que pudo conseguir la autoridad mu­nicipal en el sentido de la moderación fue limitar la dura­ción de esas diversiones anunciando el principio y el fin con dos cañonazos, uno a las doce del dia y otro a las seis de la tarde.

Las mujeres de Bogotá, salvo las que pertenecen al pue­blo o las domésticas, son criollas y todas o casi todas pre. tenden provenir, sin mezcla alguna de sangre, de las fami­lias españolas que vinieton a Colombia en las épocas poste-

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rlores a la conquista; pretensión que podría impugnarse en muchos casos, habida cuenta del cruce de razas que induda­blemente se ha operado desde la llegada de los conquistadores y de otros europeos, entre aquéllos y los indígenas; pero sea de esto lo que se quiera, las mujeres de Bogotá, son por re­gla general, bonitas, bien formadas, más morenas que rubias, y tieneii una tez sonrosada, que tal vez conservan gracias al aire fresco que se disfruta y sus pies son diminutos. A los quince o a los diez y seis años estaa ya en todo el esplendor de su belleza que conservan más tiempo que las mujeres de las tierras calientes; pero hay algunas, sobre todo en la edad madura, que están desfiguradas por bocios más o menos apa­rentes.

Para andar por casa se ponen unos vestidos de percal es­tampado, casi siempre escotados y con manga corta y un chai con una de sus puntas echada sobre el hombro Izquierdo; mu­chas llevan en la cabeza un pañuelo de seda anudado por de­lante. No suelen sentarse como las eui-opeas sino acurrucar­se a la manera oriental en un canapé o en el suelo, sobre un tapiz delante de una mesa baja.

El vestido que suelen llevar cuando van en el día de visitas o de compras y hasta a la iglesia, es de un tipo que por su originalidad no deja de ser muy atractivo: consiste en un manto de paño azul, de corte semicircular, colocado encima de la cabeza y sujeto por el reborde ancho y alto con una pei­neta de carey; ese manto cubre las espaldas y cae formando anchos pliegues hasta un poco arriba de las caderas; por delante se cruza sobre el pecho dejando la cara al descubier­to. Encima se ponen un sombrero de fieltro con copa en forma de cúpula y de alas planas, pero como este sombrero está más en equilibrio que sujeto, las mujeres tienen que Ir muy derechas para que no se les caiga y hasta sujetarlo cuan­do se agachan o cuando hacen algún movimiento brusco; por esto, casi siempre lo llevan en la ñiano parí, evitarse aque­lla molestia. Completa el vestido una falda de seda negra, llamada saya, adornada, según la fortuna de la persona, con volantes de encajes y franjas con azabaches o con cualquier otro adorno de moda y sujeta a la cintura con corchetes o cordones. Esta falda se pone encima del vestido de iiercal escotado y va ampliando su vuelo desde la cintura, en plie­gues amplios y regulares y llega hasta el tobillo. Una coqueta

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extrae fácilmente partido de este traje para lucir sus atrac­tivos: unas veces, sacando la mano para sujetar un bucle, lucirá el brazo desnudo; otras abriendo y cerrando sin afec­tación la mantilla al abanicarse dejará ver las formas del tor­so y las curvas de las caderas. ,

Cuando van a la iglesia donde no hay más asientos para los fieles que un banco a lo largo de cada lado de la nave, reser. vado a los hombres, las mujeres, según el rango que ocupan en la jerarquía social, llevan consigo un cuadrado de alfom­bra o lo hacen llevar por las criadas o por un lacayito que Vestido de librea, anda cej-emoniosamente dettás de ella^. EEÍn esos tapices, a falta de sillas, es donde permanecen unas veces de rodillas y otras acurrucadas mientras oyen misa.

Ouando salen de noche o a excursiones campestres' se ponen en vez del manto un chai y sustituyen el sombrero de fieltro negro por uno de fieltro blanco o de paja de forma exactamente igual a nuestros sombreros de copa con una cinta ancha alrededor del ala, que termina en la psirte de­lantera en un nudo o en una lazada.

Cuando tienen que ¡r un poco mejor vestidas a alguna giran ceremonia no se ponen sombrero, manto de paño, ni chai en la cabeza, sino la verdadera mantilla española de blonda o de gasa, ci-uzada con gracia por debajo de la barbilla; siem.-pre, en cualquier momento, ya sea que vayan elegantes o sen­cillas, no dejarán de poner de relieve el atractivo de sus pies diminutos, pues llevan medias de seda y zapatos de raso. También cuidan mucho el cabello, que se peinan ellas mismas con mucha gracia y conservan muy abundante y sin canas durante mucho más tiempo que las mujeres de Europa. ¿Se debe única y exclusivamente este privilegio a la naturaleza, o ayudará a ello el empleo de un cosmético especial, en cuyo uso roe negué a creer? Hasta que estando de visita por ca­sualidad en tma casa se lo vi aplicar a una linda muchacha, que mojaba el peine en un liquido cuya naturaleza se reve­laba, sin duda alguna, por el recipiente que le contenía. Este cosmético, que se consigue en todas partes y que no cuesta nada, parece que se emplea no sólo en la Nueva Granada si­no también en otros países de la América española, a juzgar por la nota que transcribo a continuación, tomada de un li­bro publicado recientemente por Paul Marcoy con el título do "Escenas y p-aisajes de los Andes": "Las peruanas, dice ©1

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autor, tienen la costumbre de lavarse el cabello con orina y lustrarlo con sebo de cordero. Este sistema de lavado es muy general. Según dicen las personas que lo emplean, el amo­niaco que contiene ese líquido Impide el estrechamiento y desecación de los bulbos capilares y por tanto la caída del cabello. Que esto sea cierto o no, lo que no puede ponerse en duda es que en los Indígenas no se da un solo caso de calvicie y conservan absolutamente negras sus abundantísimas cabelle­ras hasta edad muy avanzada.

En cuanto a la belleza y conservación de la dentadura, las bogotanas, por lo menos las criollas, a quienes dedico espe­cialmente este capítulo, no se hallan tan favorecidas, como res­pecto del cabello; padecen con frecuencia de odontalgias y de flegmones, siendo por lo tanto muy frecuente verlas tanto en casa como en la calle, con la cara tapada por un pañuelo puesto como si fuera un barboquejo.

'Para los grandes bailes, la manera de vestirse está calcada sobre la de las mujeres europeas en tales ocasiones, sin perder en muchos casos nada de su elegancia y buen gusto; pero soy de los que ven, con profundo sentimiento, desaparecer poco a poco los diferentes tipos del traje de Bogotá, ante la im­portación de las modas francesas, que si bien significan para nuestros comerciantes y modistos pingfües ganancias, son en cambio desfavorables para el turista y principalmente para el artista que va siempre al extranjero en busca de cosas que le proporcionen un atractivo distinto de los usos y cos­tumbres casi uniformes de nuestros mundo europeo.

Las bogotanas son por lo general alegres. Ingeniosas y com­binan sin la menor mortificación las prácticas más superstl-ciossis de la religión, con los devaneos galantes; tienen gran disposición natural para aprenderlo todo; pero por desgracia su inteligencia, debido a la educación defectuosa que reciben, no adquiere gran cultura; unas por haber sido confiadas desde su más tierna Infancia al cuidado de criadas casi siempre de­pravadas, toman de las conversaciones y del ejemplo de éstas, ideas peligrosas cuya influencia se hará sentir más tai-de expo­niéndolas, cuando lleguen a la edad de las pasiones, a muchos deslices; las que han escapado a esos peligros, por haber vivido menos en compañía de las sirvientas o por haber sido educadas en conventos, reciben en eüos una educación que tal vez me­rezca la aprobación del Crysale de las "Mujeres Sabias" de Mo-

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para tratar de agradar a las damas de sus pensamientos, los virtuosos y los enamorados, para rendu- el corazón dé las in­gratas les dan serenatas por las noches como hacían los es­pañoles en otros tiempos, que por pasados siempre fueron mejores; pero como el clima de Bogotá no es, ni mucho me­nos, tan propicio como el de Andalucía o el de Castilla para esta clase de conciertos nocturnos, tan dulces para los oídos de las odaliscas, a que van dedicados, como mortificantes pa­ra los celosos, sucede muchas veces que con gran fastidio de las primeras y con mayor satisfacción de los segundos un chaparrón endiablado viene de repente a interrumpir y a dispersar a los ejecutantes. También suele suceder que la fiesta se agua con la llegada de algún rival que no trae más instrumento para tomar par-te en el concierto que un garrote.

Por no haber Industrias suficientemente productivas apar­te el comercio ya muy limitado, sucede que gran número de familias de la clase media vive con estrechez; así es corno la miseria, mala consejera, hace que algunas madres no solo cierren los ojos a las Intrigas de sus hijas sino que hasta a veces las favorezcan para sacar algún provecho. Esto hace que haya Infinidad de muchachas que ayudan a los gastos de la casa con el producto de la liberalidad de sus amantes, que suele estar regulada por una especie de pacto traducido generalmente en ei pago de una cantidad semanal.

AI extranjero recién llegado se le recibe por todo el mun­do con cordialidad, pero naturalmente esta acogida la en­cuentra siempre con más facilidad por parte de las familias de la clase a que acabo de referirme; y cuando cree, en su Inexperiencia, que esas atenciones se deben única y exclu­sivamente a su mérito personal, un buen día recibe una carta, que en términos tiernos y melosos el lindo pimpollo en cu. yos ojos se ha estado mirando acaso más de lo debido, le ruega que le preste algunas onzas; si las da cae de lleno en el engranaje de unas relaciones desagradables, desde el punto de vista de la moral.

Este género de relaciones, desgraciadamente muy frecuen­tes en Bogotá, cuando yo residía en ella, daban origen a in­finidad de hijos bastardos, muchos de los cuales eran bon­dadosamente admitidos y educados juntamente con los le­gítimos.

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Si trato de estos temas, no es con ánimo de poner de re-lleve intencionadamente la relajación de las costumbres de una parte de la sociedad granadina, sino para dar a cada hecho que señalo, el carácter de peculiaridad que le corres­ponde; pues, desde luego ya sé que en las capitales o en las grandes ciudades de los demás países, hasta en las de aque­llos que se jactan de estar a la cabeza de la civilización, hay muchas gentes tan disolutas como en Bogotá, que ofrecen a la obsei-vación de los extranjeros un número igual o mayor de familias clandestinas o de uniones con impúdicas Prinées.

Por lo que se refiere a las familias de la alta sociedad de Bogotá, sería injusto con ellas si no las tratase con el res­peto que merecen y si no reconociese que, aparte algunas ex­cepciones, como sucede en todas partes, las muchachas están educadas dentro de unos principios de moral qu'3 las con­servan inmaculadas y que luego hacen de ellas esposas tan fieles como las nuestras.

Se suele ver señoras jóvenes de esa clase que están entre merced y señoría y que han llevado una vida disipada, en­dosarse durante algún tiempo unos ti-ajes de corte parecido a los de las monjas, sujetos por un cordón de cuero o de San Francisco; para unas es el acto de la pecadora que se convierte y trata así de conseguir de nuevo una cierta con­sideración social; para otras no es sino un acto más de co­quetería que disimulan bajo el santo propósito de conseguir la curación de un enfermo al que profesan afecto; pero por mi parte he observado que las que afectan ese barniz de de­voción suelen ser las mujeres ya de edad madura. Las que entran, ya sea a perpetuidad o sólo por un tiempo determi­nado, en la orden tercera para llevar a calx) obras de piedad se llaman beatas.

El matrimonio que, en Nueva Granada lo mismo que en España, no es más que un acto puramente religioso, no se celebra generalmente en la iglesia con ese boato y solemni­dad que en Francia le presta el acompañ|amlento de pa­rientes y amigos. Oon mucha frecuencia el saccírdote que bendice la unión, realiza su ministerio ante un número muy reducido de personas en el domicilio de uno de los contra­yentes y sólo algunos días después de la ceremonia, es cuan­do se recibe la participación de la boda que suele estar con­cebida en estos términos:

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"M. A y su esposa la señora B . . . tienen la honra de ofrecerse a usted en su nuevo estado".

Asistí a una boda en una casa particular, a la cual dio el padre de la novia una suntuosidad mayor que la habitual, ofreciendo un gran baile: hacia las doce de la noche la fiesta se Interrumpió unos minutos; un sacerdote que figu­raba entre los invitados, se revistió delante de todo el m'undo con sus hábitos sacerdotales y después de decir las preces de ritual en esas ceremonias y de dar la bendición nupcial, cl baile continuó, favoreciendo al cabo de algún tiempo la desaparición discreta de los recién casados.

'La gente de la clase baja, como no hay en Bogotá esta­blecimientos comerciales ni industriales donde puedan en­contrar empleo y como además no tienen al alcance de la mano todo lo que la naturaleza en las regiones cálidas pro­diga con tanta largueza y sin trabajo alguno para el soste­nimiento del ser humano, esas gentes, repito, viven en la mayor miseria, y van en un estado de suciedad tal, que es sin duda la causa principal de las enfermedades cutáneas que padecen; casi todos andan descalzos o con a lpar^ tas que son unas sandalias con suela y ataderes de cuerda; mu­cha gente tiene las piernas y los pies inflamados a conse­cuencia de la Introducción en esas extremidades de un In­secto conocido con el nombre de nigua, especie de pulga pe­culiar de América que se Introduce entre la piel y la carne principalmente debajo de las uñas. (1)

La gente del pueblo, obligada por la miseria a vivir en verdaderas covachas, no tiene cama y duei-me por lo general en el suelo encima de una estera o de una piel de toro, no se quita, para acostarse la ropa que ha llevado puesta du­rante el día, que suele consistir en muy poca cosa: las muje­res en la casa llevan una falda de franela ordinaria atada a la cintura por encima de una camisa con manga corta y en la cabeza una cofia hecha con una pañoleta de algodón en forma de toga; para salir a la calle se echan por enci.. ma de la cabeza y de los hombros, como las mujeres de clase

(1) t.a presencia de la nigua se revela primero por ooa picac'.n eu la psrte atacada; después por la formación de una paqueifa pústula en curo interior el insecto rea-lisa su trabajo invasor rodeánjose de una especie de bolta memhian >sa; para d, s-embaracarse de este enemigo se abre el tumorcito con una aguja o un alfiler y se saca la bolsa a la que está adherido el animal cuya presencia delata por \tu puntito negro o amarillo.

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social superior a la suya, un manto de pana y sombrero de fieltro o de paja. Los hombres no llevan más que una ca­misa, calzón o pantalón de tela de algodón muy gruesa, una ruana de lana y sombrero de paja. La ruana es una manta abigarrada con una abertura en el centro para mjetEr la cabeza; cuando la ruana está puesta parece una casulla de sacerdote o una dalmática de la edad media. Esta prenda, que se usa en toda la América del Sur, lo mismo por los campesinos que por la gente del pueblo, la llevan en las ciudades también las personas de la alta sociedad para sus­tituir con ventaja a la capa, en especial cuando montan a caballo para Ir de viaje o aunque sólo sea pai-a salir al campo.