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CAPÍTULO V LOS MÉRITOS SOCIALES DE LA REVOLUCióN COOPERATIVA O EL PROBLEMA DE LA ABOLICióN DEL SALARIADO Muy temerario sería quien pensara poner en duda la gravedad del malestar social que, sobre todo desde hace unos treinta años, sufren los países de la Europa occidental. Porque aunque los conflictos de orden nacional sean mucho mayores que los que tienen por origen la cuestión social, en las últimas décadas ésta ha tomado una gravedad excepcional; más exactamente, las dos causas de conflicto interfieren, exacerbándose recíprocamente. Contrariamente a las previsiones de H. Spencer y Marx, quienes por esta sola vez están de acuerdo, nuestro infortunado siglo xx, desde sus principios ha sido asolado por la violencia de las pasiones nacionalistas que han brotado de nación en nación. La tan deseable substitución de una sociedad militar por otra mercantil e industrial, que Spencer tenía por cierta, no se ha realizado en ningún grado. Más inexistente aún ha sido la famosa unión de todos los proletarios profetizada por Marx, los que olvidando sus conflictos nacionales darían todos a la vez el asalto al orden capitalista. La célebre frase del Manifiesto Comunista, "Proletarios de todos los países, uníos", ha quedado en el plano de las ideas. Porque ¿se habían visto jamás combatientes más empeñados en matarse mutua- mente que los proletarios alemanes y los proletarios franceses, ingleses, norteamericanos o rusos, tanto ele 1914 a 1918 como de 1941 a 1945? Las espantosas conflagraciones que se han desarrollado desde hace medio siglo en Europa han tenido como causas profundas el deseo de los pueblos de gobernarse por sí mismos y la lucha sin cuartel del germanismo contra el eslavismo. Y estos problemas están muy lejos de la cuestión social. Sin embargo, por un segundo efecto, esas grandes carnicerías de origen puramente nacional, más bien han exacerbado que atenuado los antago- nismos sociales. Muy bien pudo la guerra haber roto todas las Interna- cionales obreras, pero en cuanto se disipó el humo del combate, en cada Libro completo en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=3790 www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM DR © 1962. Instituto de Derecho Comparado

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CAPÍTULO V

LOS MÉRITOS SOCIALES DE LA REVOLUCióN COOPERATIVA O EL PROBLEMA DE LA

ABOLICióN DEL SALARIADO

Muy temerario sería quien pensara poner en duda la gravedad del malestar social que, sobre todo desde hace unos treinta años, sufren los países de la Europa occidental. Porque aunque los conflictos de orden nacional sean mucho mayores que los que tienen por origen la cuestión social, en las últimas décadas ésta ha tomado una gravedad excepcional; más exactamente, las dos causas de conflicto interfieren, exacerbándose recíprocamente.

Contrariamente a las previsiones de H. Spencer y Marx, quienes por

esta sola vez están de acuerdo, nuestro infortunado siglo xx, desde sus principios ha sido asolado por la violencia de las pasiones nacionalistas que han brotado de nación en nación. La tan deseable substitución de una sociedad militar por otra mercantil e industrial, que Spencer tenía por cierta, no se ha realizado en ningún grado. Más inexistente aún ha sido la famosa unión de todos los proletarios profetizada por Marx, los que olvidando sus conflictos nacionales darían todos a la vez el asalto al orden capitalista. La célebre frase del Manifiesto Comunista, "Proletarios de todos los países, uníos", ha quedado en el plano de las ideas. Porque ¿se habían visto jamás combatientes más empeñados en matarse mutua­mente que los proletarios alemanes y los proletarios franceses, ingleses, norteamericanos o rusos, tanto ele 1914 a 1918 como de 1941 a 1945? Las espantosas conflagraciones que se han desarrollado desde hace medio siglo en Europa han tenido como causas profundas el deseo de los pueblos de gobernarse por sí mismos y la lucha sin cuartel del germanismo contra el eslavismo. Y estos problemas están muy lejos de la cuestión social.

Sin embargo, por un segundo efecto, esas grandes carnicerías de origen puramente nacional, más bien han exacerbado que atenuado los antago­nismos sociales. Muy bien pudo la guerra haber roto todas las Interna­cionales obreras, pero en cuanto se disipó el humo del combate, en cada

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nac10n de Europa se han afirmado los deseos de subversión social con una virulencia sin precedente. Como los grandes conflictos armados han arruinado a toda nuestras naciones, la miseria ha hecho penosa la vida de las clases laborantes y hasta intolerable la vida de los más deshereda­dos, la de todos los rentistas o personas con ingresos casi fijos; como en todas las épocas de gran conmoción social, ante los ojos del público indignado se han levantado escandalosas fortunas, de las que felizmente la mayor parte se han hundido con gran rapidez. 1

l. JUICIO SOBRE EL CAPITALISMO Y SOBRE EL

INJUSTO REPARTO DEL INGRESO QUE LLEVA CONSIGO

Por un espejismo que los sufrimientos mismos del tiempo presente han afianzado, la clase obrera ha conservado la pueril idea de que una vez destruido el capitalismo el mundo se transformará en un Eldorado, de donde serán proscritas todas las miserias; cuando tocamos el fondo del abismo es cuando más necesitamos una gran esperanza de felicidad. Pero el malestar social no habría alcanzado el grado de agudeza que tiene, nuestros pueblos de la Europa occidental no habrían entrado en descom­posición, casi en revolución, más moral que material, si a la voluntad de subversión de la clase obrera no se hubieran reunido otros factores: la desmoralización de muchos elementos de las mismas clases capitalistas, la falta de confianza, casi hasta la mala conciencia de muchos de los jefes de las llamadas clases dirigentes. El factor más activo de la revolución que se realiza ante nuestros ojos, con frecuencia asombrados, no es otro que la convicción tan generalmente compartida por los hombres de nuestra época de que el régimen capitalista es profundamente injusto y ne­cesita una substitución total. En grandes capas de la población ni siquiera se discute la cuestión de su iniquidad orgánica, y como las multitudes no han dejado de ser supersticiosas, de dar crédito a los milagros, entre muchos europeos reina la convicción de que el capitalismo, como la serpiente en el jardín del Edén, es el principio y el fin de todo mal sobre la tierra, de todos nuestros infortunios. Así, transpuesto el capitalismo a un terreno trascendental, ha adquirido valor teológico: gran factor de la caída y del pecado humanos, es nada menos que la forma moderna de Satán. En fin, liberada de sus garras, la humanidad regenerada conocerá la edad de oro, sus goces y la fraternidad entre los hombres. Tal es, sin forzar sus términos, el sortilegio místico que mueve a la mayoría de nuestros contemporáneos, y lo que se considera revolucionario; a este respecto la

1 Lo que no ha sucedido aquí (N. de la T.).

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mayoría de quienes así piensan ha rechazado completamente la observación de los hechos para moverse con libertad en el terreno irracional y de la fe. Así pues, poco importan las causas materiales que, según la predic­ción marxista, muchos creen dar del desorden actual; no son más que secundarias, cuando no inexistentes. Todas las profecías de Marx, en términos de las cuales la sociedad capitalista debía sucumbir a una crisis económica más violenta que las precedentes, están actualmente desmen­tidas por el hecho evidente de que la crisis de 1929, a pesar de su agudeza excepcional, amplificada como estuvo por la política de economía dirigida y de inflación monetaria seguida por muchos gobiernos antes de 1929, principalmente el inglés y el norteamericano, ni remotamente ha hecho desaparecer la estructura capitalista. Al contrario, el capitalismo norte­americano, que ha sufrido una presión estatista mucho menor que el de los países europeos, mediante la duplicación de su producción industrial durante el curso de la segunda guerra mundial, su enorme contribución a la victoria militar y la cuantía de sus socorros a la. Europa arruinada, ha demostrado admirablemente la fecundidad del régimen económico al que el Nuevo Mundo permanece fiel.

Jamás estará de más repetir que no es por razón de su improductividad -salvo hasta que en todos los países se multiplicaron las coaliciones de productores con gran detrimento del público consumidor- sino por moti­vos puramente morales y políticos, por sentimientos de equidad social, con frecuencia también por pasión casi religiosa, por lo que el capitalismo es poco a poco eliminado en los diversos países, por decisión de los parla­mentos.

Si semejante política no emanara de una premeditada voluntad, de místicas preformadas, la reciente enseñanza de los hechos habría bastado a detener en seco ese gran movimiento de nacionalizaciones, más exacta­mente, de estatizaciones, que rompe en grandes olas a través de toda Euro­pa, porque en ningún país han sido satisfactorios los resultados y en algunos han sido desalentadores, casi catastróficos. Casi en todas partes, el brusco paso de vastas industrias: minas, ferrocarriles, gas, electricidad, ha dado nacimiento a impresionantes déficits, a la vez que ha puesto bruscamente a cargo de los respectivos tesoros públicos pesadísimas in­versiones -más de tres mil millones para el solo ejercicio de 1949, en Francia-, enormes fardos de los cuales, en las circunstancias actuales, de buen grado habrían querido desembrazarse. Así pues, si las naciona­lizaciones prosiguen, a pesar de que el orden capitalista continúe mos­trándose mucho más fecundo que el orden estatista, se debe a que al menos en este aspecto, nuestras modernas sociedades son movidas por la equidad y la fe, no por el interés y los ojos.

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No hay duda de que la extraordinaria difusión, la fuerza explosiva, verdaderamente estupefaciente de la ideología comunista, a despecho de la opresión de que se acompaña, tienen por motor la convicción amplia­mente compartida de que el régimen soviético es el único sobre la tierra en que toda huella de capitalismo ha sido desterrada; donde, por lo tanto, la explotación del hombre por el hombre ha terminado, no siendo objeto de apropiación y disfrute privados ningún medio de producción, ni si­quiera la tierra, a la que en todas partes es tan fanáticamente apegada la clase campesina.

Es tal la aversión habitual de nuestra generación al capitalismo privado, que casi nadie se digna observar que desde el origen del mundo, en todos los tiempos ha existido el orden capitalista, si por ello se entiende todo régimen económico en que el fin de la producción sea la ganancia per­sonal; 2 que en nuestros días, aquellos a quienes se llama los grandes magnates de la industria y de las finanzas tienen infinitamente menos utilidades de lo que la· imaginación popular supone 3 y que, en el sentido científico de la palabra, son capitalistas no sólo esos grandes dirigentes de la economía, sino también todos los productores o comerciantes miem­bros de las clases medias y aun todos los campesinos, de modo que el número de capitalistas en una nación como Francia, Inglaterra o Italia, es superior al número de proletarios. Todo esto no cuenta, porque el término "capitalista" ha sido reducido por el público al punto de consi­derar solamente a los administradores y grandes accionistas de las pode­rosas sociedades anónimas y las familias industriales propietarias de vastos medios de producción.

Tampoco se digna observar la opinión pública que hay muchas otras formas posibles de explotación del hombre, además de la forma capitalista. ¿Qué importa que no haya más explotación del asalariado por el patrón, que todas las utilidades de las empresas agrícolas o industriales pertenez­can al Estado, ese "monstruo el más frío de todos los monstruos fríos", según ha dicho Nietzsche, si entre las diferentes remuneraciones atribui­das a los diversos agentes de la producción, desde el director general hasta el último obrero, existen diferencias inadmisibles?- Ahora bien, es un hecho que en la Rusia bolchevique el "abanico" de los emolumentos y salarios es, por lo menos, tres o cuatro veces más abierto que en ningún país capitalista. Mientras que entre nosotros el ascensorista de una de

2 Remitimos al capítulo 11 de esta obra; ver también nuestro libro, Essor et Décadence du Capitalisme. Paris, Payot, 1938, 251 pp., in s•, cap. I.

3 Esta observación está, desgraciadamente, muy lejos de ser cierta en nuestro medio, donde más bien ocurre lo contrario; que las ganancias sean mayores de lo que la imaginación popular supone (N. de la T.).

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nuestras grandes sociedades de crédito tiene un salario igual a 1/9 o a 1/10 del que corresponde al Director General de la misma sociedad, en Rusia, la diferencia de los salarios entre las mismas situaciones extremas es por lo menos de 1 a 40 o a SO.

Añadamos a esto que en Francia, como en las demás naciones occi­dentales, es talla fiscalización, que pasando de 800,000 o de 900,000 fran­cos de percepción anual -y esas enormes ganancias son demasiado cono­cidas de todos para que puedan ser objeto de astutas ocultaciones de parte de los interesados-, de todo el excedente de emolumentos o de ganancias, cualquiera que sea su origen, por lo menos los 9/10 son confiscados por el tesoro público, de modo que la diferencia de ingresos en Francia o Inglaterra, es mucho menor de lo que parece al limitarse a consultar las cifras brutas de las remuneraciones.

En ningún país del mundo se ha podido establecer hasta hoy el Estado sin clases, porque todas las diferencias sensibles en los niveles de vida, más todavía, en los niveles de instrucción y de cultura, en los grados de educación, en el refinamiento de las sensibilidades y en la sutileza de la cortesía, crean esas grandes agrupaciones humanas que se denominan clases sociales. Por lo tanto, ningún error más profundo que el que con­Slste en creer que la división de clases es herencia exclusiva del régimen que tiene la utilidad capitalista por único fin. Todo grupo de profesiones similares engendra una clase distinta de las otras. Siempre han existido y siempre existirán divisiones en el seno de cada colectividad humana. No hay mayor espejismo e ilusión que ese sueño palingenésico de la ideología marxista según el cual un día existirá una estructura social en la que, entre los más altos dirigentes y los más humildes agentes de la producción, sólo subsistirá una distancia imperceptible. Aún hay más, si se quisiera descubrir los países en que la diferencia en cuestión es sin duda la más pequeña, habría que volverse, no del lado de Rusia, sino del de los países semicapitalistas, semisocialistas, como Suecia y Noruega, donde las fuentes de enriquecimiento son relativamente débiles y donde la nivelación de las clases está fuertemente impulsada en razón del fervor democrático que allí reina.

Inclusive en un país como Francia, donde las costumbres no son tan democráticas como en los países escandinavos, en lo que concierne al promedio de ingresos de las diversas clases, la verdad es que la realidad de las cosas resulta muy diferente de la leyenda. Un estudio documen­tado nos permitiría ver hasta qué punto son justificados o no los senti­mientos de envidia que alimenta la clase asalariada respecto de la clase burguesa y el "complejo de inferioridad" que de los mismos deriva. Des-

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graciadamente las declaraciones en las que los franceses manifiestan su ingreso global para el efecto del impuesto complementario sobre el ingreso son tan inexactas, que no se les puede conceder un gran valor. Quizá lo mejor será sondear o investigar la parte que corresponde al trabajo, al impuesto, y a las utilidades en las más poderosas empresas capitalistas de nuestro país.

Desde que se emprende este estudio, llama inmediatamente la atención lo extremadamente módico que son las utilidades netas obtenidas en Fran­cia por las más grandes empresas. Muy raros son entre nuestros com­patriotas aquellos que tienen una idea algo exacta, ya sea del monto absoluto, ya del valor relativo de los ingresos capitalistas, lo que no les impide en lo más mínimo formular los más severos juicios sobre la pretendida enormidad de las ganancias capitalistas. ¿ Hasta cuándo sub­sistirán semejante ignorancia y severidad?

La Asociación Nacional de Sociedades por acciones ha formulado para 1937 -último año para el que pudo procurarse los informes necesarios­la estadística siguiente, que en nada ha sido objetada y que se refiere a 260 sociedades de las más importantes que existen en Francia. En 1937 tenían esas sociedades un capital nominal de 16.5 mil millones y una cifra de negocios de 19,850 millones. En relación con su cifra de negocios, la parte de la mano de obra representaba 22.7%, más 2.7o/o por las cargas sociales, o sea en total, 25.4% de la cifra de negocios. Desde 1937 las cargas sociales han aumentado mucho; actualmente no son menos del 35 o el 40% del monto total de los salarios. La parte del Estado, o sean los impuestos, equivale a 8.8% de la cifra de negocios; la de los obligacionistas, era solamente 0.8% de la cifra de ventas y la parte de los accionistas (dividendos netos) era sólo el 2.8% del monto de las ventas. De estas cifras resulta que en 1937 el conjunto de cargas fiscales y sociales era más de cuatro veces superior al dividendo (2,279 millones contra 571). Abstracción hecha de las cargas sociales y de los intereses pagados a los obligacionistas, acreedores de la sociedad, las partes atri­buidas por esas 260 empresas a los asalariados, al Estado y a los accionistas eran, respectivamente, de 66.2%, de 25.6% y de 8.2%. En otras palabras, en el reparto de 1,000 francos, correspondían 662 francos a la mano de obra, al fisco 256, a los accionistas solamente 82 francos. Así pues, los asalariados obtenían ocho veces más que el conjunto de accionistas. El Estado, que no corría ningún riesgo, percibía más del triple de lo que correspondía a los accionistas. 4

4 Al hacer en México un análisis semejante encontraríamos proporciones muy diferentes (N. de la T.).

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He aquí reducida a sus proporciones exactas "la enormidad" de los in­gresos capitalistas por lo que hace a doscientas sesenta sociedades de las más representativas entre las sociedades anónimas existentes en Francia. Después de diez años, la situación ha empeorado mucho para las clases capitalistas. Sin duda los ingresos mixtos obtenidos por las clases medias (detallistas, pequeños comerciantes, comisionistas, sobre todo, traficantes del mercado negro) son mucho más elevadas, pero todos esos interme­diarios que son, con mucho, los principales beneficiarios del actual régi­men de economía dirigida, no forman parte del gran capitalismo contra el cual se vuelve todo el desprecio, casi el furor, de la opinión pública.

He aquí otro índice que explica también la fuerte disminución del por­ciento de ingresos de la clase capitalista: muchos de nuestros contempo­ráneos son irrazonablemente insensibles a este hecho, capital, sin embargo, consistente en que desde hace unos treinta años los valores mobiliarios, las acciones, más que las obligaciones y las rentas del Estado, habitualmente no reportan ningún dividendo o interés apreciable. Las rentas u obligacio­nes producen el 4 o el 5% del interés, pero su curso se aproxima a la par, lo que quiere decir que su posesor ha perdido los 9/10 del valor que el título tenía en 1939. Las acciones de las grandes sociedades francesas tienen mucho mejor salvaguardado su valor mercantil, pues tienen un coeficiente de 10 a 12 con relación a 1938; pero en cambio, una vez pagado el impuesto sobre los cupones y el derecho de guarda del título por el banco, donde casi todos esos valores están depositados, el prome­dio de su dividendo neto anual es de unos SO céntimos sobre cien francos, curso mercantil del título. En suma, si en nuestra época el capitalista no quiere perder completamente su capital, está obligado a renunciar a todo dividendo a causa de la desvaloración incesante de la moneda. Por último, a los capitalistas que no son ellos mismos empresarios o admi­nistradores de las grandes sociedades y que, por lo tanto, se contentan

con guardar en cartera sus valores mobiliarios, les es imposible vivir de las rentas de éstos.

Tales son, pues, actualmente los hechos: el capital-mobiliario -que representa todavía un valor comercial considerable- 5 no produce ya rentas. De este modo, desde hace veinte o treinta años, en Francia y en otros países como Inglaterra, Italia, los "burgueses", que antes de 1914 vivían de las rentas de sus títulos mobiliarios, se han visto condenados a comerse progresivamente toda o parte de su fortuna mobiliaria, sólo para poder vivir modestamente. Incluso con esta enajenación constante

~ Los valores mobiliarios cotizados en la bolsa de París a fines de 1947 estaban valuados en 733 000 millones de francos.

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de su capital, su actual nivel de vida es 1/5, en ocasiones 1/10 del que tenían antes de 1914, salvo que habiendo encontrado alguna ocupación muy lucrativa, lo que es raro, hayan podido compensar mediante el ingreso de su trabajo o por ingresos "mixtos", el hundimiento de sus in­gresos capitalistas.

Como conclusión a todo esto puede afirmarse: desde 1914 la inmensa mayoría de la burguesía de los países occidentales de Europa se encuen­tra arruinada en una proporción de unos tres cuartos, por la caída catas­trófica de la renta de los títulos mobiliarios. Quienquiera que no trabaje por sí mismo o no participe en los negocios, no puede ya vivir. Tal situación es mucho más moral que aquélla otra en virtud de la cual una clase privilegiada de la nación vivía sin hacer nada, sólo de la renta de sus valores. Nosotros no criticamos de ninguna manera la actual situa­ción. Pero es preciso que la opinión pública termine por darse cuenta de este hecho capital: la desaparición de todo interés de importancia del capital-dinero, cuando es colocado en títulos mobiliarios. He aquí que hace un siglo, o quizá menos, todos los autores socialistas pedían con vehemencia la abolición de los "ingresos sin trabajo". Las dos guerras mundiales, con el alza de precios desde 1914 de 1 a 120 o a 140, y el enorme aumento de la fiscalización, han dado en Francia este resultado que a Prouhdon, a Carlos Marx, les parecía imposible imaginar a menos de desquiciar la estructura económica de la sociedad: la eliminación prác­tica del dividendo capitalista. Así pues, vituperar "los privilegios inmo­rales de la clase capitalista", como no cesan de hacerlo todavía todos los oradores socialistas, es tener un retardo de un tercio de siglo. Esos privilegios no alcanzan, sin duda, a 1/10 de lo que eran en 1914. Los beneficiarios del régimen económico actual no son los burgueses deten­tadores de valores mobiliarios, miembros de clases de otro tiempo ricas, sino esos miembros de las clases populares que son los agricultores y los traficantes del "mercado negro", lo que socialmente es muy diferente. Una inmensa transmisión de riquezas acaba de operarse: los antes ricos, que eran los burgueses, han visto ocupado su lugar en la jerarquía de las fortunas por numerosos miembros de la población, pertenecientes a las clases en otro tiempo modestas. 6

6 Que no se crea que la nivelación ya tan acentuada de las clases sociales, en cuanto a sus ingresos, no implica graves inconvenientes para toda la colectividad, en consecuencia, para las clases asalariadas. Jamás había tenido Francia tanta nece­sidad de ahorro como después de la liberación ; en todas partes no se habla más que de planes de inversión para la renovación tan necesaria de nuestros equipos indus­triales : Plan Monet, que prevee más de dos mil billones de inversiones antes de 1950, en particular para construcción de presas hidroeléctricas, 200,000 millones; plan Pflimlin para inversiones agrícolas, 236,000 millones en dieciocho meses ... Ahora bien, habiendo gravado la política fiscal del Estado francés, desde hace unos

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Este enorme debilitamiento de la fortuna constituida es un hecho social de primer orden, el que sería inexcusable no tomar en cuenta. N o hay necesidad de hacer la revolución social que desde hace un siglo vienen pregonando los socialistas; en una vasta medida está ya realizada. Seme­jante resultado es tanto más considerable, cuanto que este hundimiento de las rentas capitalistas se ha conjugado con este otro hecho social, tam­bién de primera importancia: la desaparición casi total de todo servicio doméstico. Mujeres y jovencitas prefieren ganarse la vida en la fábrica o en una oficina, que trabajar en la casa de los "burgueses"; desde 1939, de un día para otro las mujeres de la clase capitalista se han visto con­denadas a realizar ellas mismas casi todos los numerosos trabajos que exige un hogar. La desaparición de toda clase de "sirvientas" ha tenido otro efecto, el de dar un fuerte golpe a la intelectualidad, incluso a la instrucción de la clase burguesa. N o solamente los hombres absorbidos por ocupaciones, sino también las mujeres de esta clase, la que, excep­ción hecha de los intelectuales, en su conjunto es hasta ahora la menos ignorante de la nación, han debido renunciar casi a toda lectura, lo que ha originado una deplorable baja de sus conocimientos y de su interés por los asuntos de carácter intelectual.

En fin, para completar este cuadro, ante las clases burguesas y medias ha aparecido una clase asalariada cuyo poder de compra en valor abso­luto, debido al enorme aumento de los salarios nominales, es al presente apenas menor en valor absoluto al que tenía en 1939, pero en propor­ción al empobrecimiento general del país, es cierto, y felizmente es así, que la clase obrera, cuyo nivel de vida era bajo en 1939, ha logrado defenderlo mejor que la clase burguesa.

Estos son los principales rasgos de la evolución social tal como se pre­senta en Francia, muy diferente, podría decirse, de lo que "piensa un pueblo vanidoso". Desgraciadamente, la idea que la nación se forma de las cosas es la única que cuenta para su comportamiento político, y de nin-

30 años por lo menos, principalmente los grandes ingresos, tanto de los capitalistas como de las grandes sociedades, los ingresos de los primeros y los beneficios de las segundas han sido reducidos a su más simple expresión. A la vez, capitalistas y empresas han sido colocados en la imposibilidad, los primeros, de suscribir emprés­titos, las segundas, de continuar su auto-financiamiento. Así, en un momento trá­gico entre todos, en que la nación francesa, como Inglaterra, debe acrecentar mucho su producción o morir, su recuperación económica se encuentra en situación des­ventajosa por la falta de ahorro que sufre la nación, porque es bien sabido que la clase asalariada casi no constituye ningún ahorro, aunque actualmente reciba como remuneración la mayor parte del ingreso nacional - en 1948, 110% del ingreso de 1938.

Por lo tanto, los hechos mismos nos revelan que la solidaridad entre las clases no es una palabra vana y que la clase asalariada no tiene por qué regocijarse, sino al contrario, deplorar el empobrecimiento de la clase capitalista.

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gún modo la realidad. La voluntad de ver el reparto del ingreso aún más profundamente modificado es tal, que muchos de nuestros coetáneos acep­tan a la ligera sacrificar sus libertades privadas y públicas, a la satisfacción de ver destruido el orden capitalista, y con la engañosa esperanza de poder trocar sus libertades contra un aumento de su seguridad y bienestar ma­terial. Eso es una quimera, porque en un régimen totalitario, la ola de la reglamentación estatista cada vez mayor, las discriminaciones que vo­luntariamente hace el poder público entre las clases sociales, tienen por efecto hacer más problemático para todos el bienestar, incluso el del día siguiente, a la vez que nulifican la libertad personal. N o hay régimen en que el futuro más próximo sea más incierto. Lo mismo que Esaú al vender a Jacob su derecho de primogenitura, los hombres de nuestro tiem­po hacen un cálculo de cándidos -y es un cálculo deshonroso-, tratando de adquirir su seguridad económica mediante su renuncia a los valores espirituales.

A la hora presente Europa se encuentra en una encrucijada. Su vo­luntad de llegar a un orden material más equitativo que el actual régimen, es firme. Repudiando la economía liberal, acepta con más o menos en­tusiasmo uno u otro de esos regímenes autoritarios de economía dirigida y aun de planismo estatista centralizado que, irreflexiblemente, cree capa­ces de evitarle las angustias de las crisis cíclicas; de asegurarle, por lo mismo, la seguridad económica y el pleno empleo.

Pero la verdad es que los países occidentales no tienen por qué escoger entre economía liberal y estatismo autoritario y centralizador. Existe una tercera vía que, por desgracia, muy pocos sospechan, pero que no por ello es menos original y fecunda; nos referimos al orden cooperativo. Es de capital interés mostrar que el estatuto cooperativo proporciona una solución importantísima al problema del salariado, es decir, a la cuestión social. Pero antes de exponer la forma en que el orden cooperativo re­suelve este problema crucial, es preciso mostrar las razones por las cuales son ineficaces las fórmulas mediante las que, conservando en lo esencial la estructura capitalista, tanto en un campo como en otro, empresarios y filántropos han ensayado recientemente hacer del salariado un régimen satisfactorio para los asalariados mismos.

Al lado de las tentativas hechas desde la liberación para mejorar al salariado conservando el cuadro capitalista, examinaremos un segundo grupo de tentativas aún más ambiciosas pero, en cambio, mucho más raras, que al margen del orden capitalista tratan de crear pequeños islotes donde el salariado se encuentra substituido por una organización de tra­bajo totalmente diferente.

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LA REVOLUCIÓN COOPERATIVA

Il. LAS TENTATIVAS DE MEJORAMIENTO DEL SALARIO DENTRO

DEL CUADRO CAPITALISTA

279

19 La modificación más leve que puede hacerse al salariado dentro del régimen capitalista consiste sin duela en la innnovación que M. Schu­ller, su ardiente propagandista, ha denominado el salario proporcional. Según esta concepción, en cada empresa el monto de los salarios es un por ciento ele la cifra ele negocios que la empresa obtenga, el que se fija ele antemano entre el personal y la dirección.

En sus escritos M. Schuller habla sin cesar ele aumento o disminución ele la producción. Eso es una forma defectuosa de expresarse porque, refiriéndose precisamente a la cifra ele negocios ele la empresa, él consi­dera no solamente el valor producido, sino también el vendido por la empresa. El acrecentamiento del monto ele las ventas lo mismo puede proceder del aumento del precio ele venta por unidad, permaneciendo cons­tante la producción, que del aumento ele la producción en especie, man­teniéndose los mismos precios. Tanto en un caso como en el otro, el conjunto del personal verá aumentada la cifra absoluta ele los salarios en la misma proporción que el monto ele las ventas.

La inmensa ventaja de este mecanismo es la ele incitar a todo el per­sonal a aumentar su esfuerzo ele producción. Como cuando el obrero trabaja por tiempo y no a destajo, con frecuencia realiza un esfuerzo muy inferior a aquél ele que es capaz, la certidumbre ele ver su salario seguir el aumento de la cifra de ventas lo conducirá a aplicarse más al trabajo. La experiencia en las quizá lOO o 200 empresas francesas que lo han aplicado, parece indicar que con frecuencia la introducción del salario porporcional ha aumentado la producción en un 10, 20, casi 30%. Que el obrero se sienta en cierto modo asociado a la prosperidad de la empresa es ya una ventaja, tanto moral como material, que no podría discutirse.

Pero por otra parte, al salario proporcional se oponen graves objeciones.

1) En primer lugar, es bastante difícil fijar el monto de la porción que ele las ventas corresponderá a los asalariados. M. Schuller indica que lo mejor es basarse en el pasado, observando cuales han sido las cifras de venta año por año y, por otra parte, las ele los salarios, lo mismo que todas las cargas, directas e indirectas, ele la remuneración del trabajo. Hecho esto, bastará dividir el segundo de esos miembros por el primero y se obtendrá el porciento buscado. De un año a otro ese porciento,

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salario

valor producido y vendido variaría muy poco. Admitámoslo, pero si es así, inmediatamente se ve que la adopción del salario proporcional no cambia gran cosa el tipo actual de remuneración del trabajo. Habría que preguntarse si los sindicatos obreros o el personal de las empresas se contentarán fácilmente con una solución que casi no modifica el presente estado de cosas. De todos modos, la fijación de ese porciento no deja de ser delicada y sujeta a contro­versias.

2) Otras dos objeciones parecen más serias aún. Suponiendo que como resultado de la aplicación del sistema Schuller en una rama de la indus­tria, '¡a producción de un gran número de empresas aumenta el 20 o el 30%; se podría apostar que si todos los demás elementos permanecen iguales, el precio de venta por unidad terminaría por bajar. Esta es una hipótesis que parece haber omitido M. Schuller. Muy pronto el aumento de la masa de salarios no provocará casi ningún aumento en la demanda efectiva de ese producto, ya que muchos de los asalariados no consumen los productos que provienen de su trabajo. De todos modos, el aumento de la demanda efectiva sin duda no bastará a anular la tendencia a la baja, consecuencia del aumento de la oferta. En un término muy corto el monto global de las ventas y, por lo mismo, de los salarios, descen­derá al inicial, a pesar del aumento de la producción. Si, por ejemplo, los obreros han acrecentado su esfuerzo en un 20% (y aún más, porque mientras mayor es el esfuerzo más penoso resulta), no viendo su salario aumentar más que en 10% e inclusive no aumentar nada, es muy dudoso que mantengan su dedicación al trabajo, pudiéndose hasta asegurar lo contrario. Su decepción será inmensa.

Lo mismo ocurrirá en el caso de sobrevenir una crisis, pues la baja general de los precios ocasionará el descenso de la cifra de negocios y, en consecuencia, de los salarios. Todos tenemos la tendencia a suponer un alza continua de los precios. Sin embargo, no hay duda de que la depre­sión sucede siempre al auge. M. Schuller hace notar que en caso de baja del monto de las ventas, el descenso automático de los salarios es una de las ventajas de su sistema. Sin duda, pero no se ha comprobado jamás que la clase obrera haya aceptado una reducción de su salario en efectivo, inclusive cuando había reducción del costo de la vida. Por lo tanto, es muy probable que el salario proporcional sea un mecanismo de sentido único; no funcionando sino en el sentido del alza de los salarios, sería

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fatalmente arrastrado como una brizna de paja en el caso de baja general de precios.

También deberá considerarse el caso en que la producción sea aumen­tada como consecuencia de una mejor gestión técnica: mejor utilización de las materias primas, mejor método de fabricación, mejor maquinaria, sobre todo. En la mayor parte de los casos, el empresario habrá tenido que invertir capitales considerables. Partiendo de este supuesto, admita­mos que en razón de los intereses y de los gastos suplementarios sopor­tados por la empresa, el total de todos los costos de producción, con excepción de los salarios, no haya aumentado más que un 10t¡'o. La pro­ducción en especie y paralelamente la cifra de negocios, se habrán elevado en un 15%, manteniéndose constante el precio de venta por unidad. Si el por ciento de la cifra de negocios que corresponde a los obreros por concepto de salarios es, por ejemplo, 60%, el personal habrá obtenido el 60% de ese 1 S% suplementario, sea 9t¡'o; por su parte, el patrón no tendrá más que 40% de esos mismos 15%, es decir, 6%, mientras que sus gastos de producción habrán aumentado en 10%. De modo que sufrirá una pérdida. De este modo, en razón del mecanismo del salario propor­cional, todas las inversiones de capital llegarán rápidamente a resultar sin ningún provecho para el empresario y hasta se traducirán en pérdida. El salario proporcional es una terrible desventaja para toda política de inversión de capitales. Ahora bien, ésta es una condición necesaria para todo progreso industrial.

Cada vez que el aumento de la producción tenga por causa el perfec­cionamiento del equipo industrial, será completamente lógico que no ha­biendo contribuido a ello el esfuerzo de los obreros,

el Salario

cifra de negocios sea disminuido. Siendo más abundante la producción, el monto absoluto de los salarios no será disminuido, hasta podrá suceder que sea ligera­mente aumentado. Pero ya pueden suponerse las dificultades prácticas que suscitará la dismi-nución del salario proporcional en las discusiones con el personal a cada nueva inversión de capital. Se penetrará en una red de dificultades casi inextricable.

En suma, las dos condiciones que supone el salario proporcional para dar buenos resultados son: 1) el alza o, al menos, la estabilidad de los precios de venta; 2) la no inversión en la empresa de nuevo capital abundante. Para desgracia de estos tiempos, desde 1936 la inflación mo­netaria no ha cesado de elevar los precios de venta en Francia y de

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frenar y hasta de hacer imposible todo mejoramiento serio del capital fijo. Esas dos circunstancias tan deplorables son las causas de que las empresas que desde hace diez años han aplicado el sistema Schuller, no hayan tenido razón para estar descontentas de él, sino al contrario. Pero que la crisis vuelva o que la inversión de capital sea otra vez posible: el salario proporcional no podrá resistir tales acontecimientos. Tomado en cuenta todo lo anterior, siendo el obrero fanáticamente adicto a con­servar su salario nominal, nos parece que sobre el sistema Schuller resulta más ventajoso el universalmente conocido como salario por unidad de producción, el cual es aplicable dondequiera que la naturaleza de las cosas lo permita. También incita al obrero a aumentar su esfuerzo y lo pone al abrigo de las consecuencias enojosas que en el caso de una crisis puede acarrearle el sistema que criticamos. Además, deja al empresario el inte­rés por la modernización de su equipo, cuando pueda realizarla. El acre­centamiento de la producción que de ello resulta, aumenta el salario del obrero pagado por unidad de trabajo. No obstante, el empresario obtiene una reducción en el precio de costo, estando el precio del equipo repartido entre un mayor número de productos fabricados.

Notemos, además, que en tanto que el precio de venta del objeto fabri­cado permanece constante, salario proporcional y salario por pieza coin­ciden exactamente, siendo en este caso, tanto uno como otro, proporcio­nales a la producción. Al contrario, son diferentes cuando la situación económica cambia, sea en sentido de alza o de baja. El salario propor­cional tiene la ambición de hacer soportar al obrero la desventaja de la baja de precios, desde el momento que lo beneficia en el alza. Como el personal obrero jamás ha aceptado una disminución de su salario, ni siquiera nominal, el patronato argumenta en forma completamente lógica al decir que como él soporta solo el riesgo de las crisis, es muy natural y desde el punto de vista del equilibrio de las empresas, casi forzoso, que también se beneficie solo de las situaciones favorables del ciclo económico.

2Q Desde hace mucho tiempo diversos autores, a la cabeza de los cuales figura Hyacinthe Dubreuil, han recomendado calurosamente la coman­dita obrera. Esta constituye una modificación importante, no del régimen de remuneración capitalista, sino de la organización y de la disciplina internas en el régimen de la producción en la empresa. Pensamos que este es el mejoramiento más eficaz que pueda hacerse al salariado si ha de ser compatible con el mantenimiento del actual régimen económico. Remitimos su estudio al lugar en que se trate de la transformación del salariado en un régimen cooperativo.

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39 En casi todos los países se han establecido los comités de empresa conforme a leyes expedidas recientemente. Así ha ocurrido en Inglaterra, Francia y Suecia. Aunque estos consejos no tienen poderes de decisión, la dirección de la empresa debe ponerlos al corriente de la marcha gene­ral de la sociedad y se les someten, a fin de que opinen, todas las cuestiones concernientes a salario y reglamentación del trabajo. Semejantes comités de empresa crean útiles contactos entre dirección y personal, cuando el clima social es favorable, pero parece que no debe exagerarse su eficacia. Se trata de un leve pali<>tivo y no de una profunda modificación lo que aportan al régimen del salariado.

49 Recientemente han brotado a través de Francia, ya sea motivadas por una excepcional generosidad y filantropía del empresario, o bien como resultado de confiscaciones decididas por el Estado, toda una serie de empresas cuyo rasgo general es una amplia participación del personal obrero, no solamente en las utilidades, sino en la gestión de la empresa. N o disponiendo de lugar suficiente para describir con minuciosidad las características propias de cada una de estas empresas, nos será forzoso mencionar sólo sus nombres e indicar brevemente su funcionamiento ge­neral.

Desde 1937, el director -propietario de la empresa Ruinet, de Dijón-, instituyó la participación en las utilidades y una prima a las economías en provecho de sus ciento cincuenta obreros; por otra parte, dividió todo su personal en seis equipos o comanditas obreras. Cada una de ellas está encargada de una fabricación determinada, organiza ella misma el trabajo y es remunerada mediante un precio global, que se reparte a prorrata.

Las fábricas Berliet, de Lyon y la Cerrajería y Fundición de Acero de Lyon, fueron confiscadas a sus propietarios desde la Liberación y total­mente confiadas al personal. Durante mucho tiempo sus estatutos, tanto económicos como jurídicos, quedaron sin precisar. Es públicamente noto­rio que la primera de esas empresas, no obstante su prosperidad mientras estuvo bajo la dirección de M. Berliet, ha sufrido importantes pérdidas y ha tenido que ser estatizada. No tenemos informes respecto a la segunda. De un modo general, el ardor del trabajo de que ha dado testimonio el personal de esas empresas una vez que ha substituido al patrón, no ha bastado a compensar los errores de gestión técnica de los que su dirección ha resultado responsable. Por lo regular, como no se han realizado utili­dades, no ha sido necesario plantear el problema de su reparto entre los obreros.

Antes de su reciente estatización, los estatutos de las fábricas Berliet y de la Cerrajería y Fundición de Acero de Lyon habían permanecido en

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la indeterminación; puede decirse que no obstante sus innovaciones, tanto estas empresas como la fábrica Ruinet, de Dijón, en cierto modo habían quedado dentro de la órbita del capitalismo. Por el contrario, las em­presas de que vamos a hablar en seguida, pertenecen al segundo grupo que hemos formado, porque esos organismos se sitúan manifiestamente más allá del capitalismo.

59 Completamente originales son las dos "comunidades de trabajo" ins­tituidas desde 1945 y 1943 en Romans y Valence (Drome) por M. Peysson y Marcelo Barbu. Se trata aquí de empresarios capitalistas que voluntariamente, movidos por una admirable preocupación filantrópica, gratuitamente han donado a su personal toda la instalación y capitales de que disponían.

El contrato hecho por M. Peysson con la "comunidad de trabajo Sirius" formada con sus obreros, se limita poco más o menos a reservar al capital social, que es fijo, un interés superior sólo en dos puntos al tipo de descuento sobre títulos de crédito en el Banco de Francia. Todo el resto es, de hecho, entregado al personal obrero. M. Peysson ha con­servado la gestión técnica de la empresa, pero ha renunciado a la trans­misión hereditaria de la misma gestión a sus hijos. El futuro gerente será libremente elegido por el personal. Los obreros están repartidos en equipos autónomos de trabajo. Para M. Peysson es satisfactorio pensar que semejante régimen pondrá fin a la lucha de clases. Esto es indudable, puesto que los creadores y apartadores del c~pital, que de una pieza han creado la fábrica de calzado en cuestión, a título gracioso se ha,n echado a cuestas la obligación de entregar la propiedad, la gestión y las utilidades de la misma al personal. En esas condiciones hay eliminación total del elemento capitalista y, por lo mismo, el salariado se encuentra abolido. Sin embargo, una enajenación tan cabal y voluntaria de todos sus bienes y sus derechos ¿no implica en el capitalista un altruismo tal que es muy poco probable que tal ejemplo sea imitado? Semejante generosidad no ha bastado a preservar la "comunidad Sirius": ésta quebró poco después de su creación.

Análoga en sus rasgos esenciales es la "comunidad de trabajo" Boimon­deau establecida en 1943 por Marcelo Barbu, en Valence. Igual proceso general que para la "comunidad Sirius". El mismo don gratuito al per­sonal, hecho por su fundador, M. Barbu, en este caso, de una fábrica de cajas de reloj; la misma organización en equipos de trabajo, de los obreros, convertidos en asociados; la misma atribución casi integral de las utilidades al personal que forma la comunidad de trabajo.

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Sin embargo, la "comunidad" establecida en Valence marca un grado mayor de audacia por el hecho de que su jefe, M. Barbu, animado de un fervor de verdadero apóstol, sostenido por convicciones profundamente católicas, se ha mostrado mucho más revolucionario que M. Peysson. Ha dado a la agrupación que ha fundado una fisonomía tanto moral como material completamente fuera de lo común, decidiendo que los miembros de la comunidad Boimondeau serán retribuidos tanto por su "valor hu­mano" y su "valor social" como por su contribución al trabajo, y que cada socio anotará libremente su propio "valor humano" y "valor social"; decidiendo, en fin, que todos los acuerdos relativos a la vida de la comu­nidad, a la marcha de la empresa y al nombramiento del "jefe" deberán tomarse por unanimidad. Inútil decir que el jefe elegido por unanimidad e investido de un poder casi dictatorial, tanto en el plan moral como material, ha sido M. Barbu mismo. Así pues, la comunidad Boimondeau presenta el singular carácter de una república que se gobierna por una­nimidad, pero bajo el control y la autoridad absoluta de un dictador pa­ternal, pero todopoderoso. 7

De todos modos, es imposible imaginar semejante sociedad sin la po­tente personalidad de M. Barbu o de un "jefe" que se le asemeje. A la fe ardiente de un místico, aúna M. Barbu un extraordinario sentido de la acción práctica y del poder de mando sobre los hombres. Todo esto constituye un conjunto de cualidades muy excepcionalmente reunidas en un mismo hombre. Y como el mismo Barbu ha sentado el principio de que una comunidad como la suya no puede comprender más de ciento cin­cuenta personas, es claro que para que de un país como Francia desapare­ciera el salariado, serían necesarios cientos de miles de seres a la vez místicos y dotados de un gran sentido práctico como el fundador de la comunidad Boimondeau. Sin contar con que muchos de los obreros no serían susceptibles de plegarse a la disciplina tan estricta que reina en el seno de esta república tan autoritaria, el "sistema" de Boimondeau no puede proporcionar la solución de la cuestión social, aunque no sea más que por la simple razón de que no hay país en el mundo donde en las calles se tropiece uno a cada paso con los santos.

En cuanto a las tentativas de orden corporatista y a las ambiciosa­mente llamadas "comunidades de trabajo" por diversos autores de la escuela católica, principalmente por M. Francois Perroux, mi col~ga y amigo de la facultad de Derecho de París, seremos muy breves. Lo? go-

7 Hace ya varios años que M. Barbu dejó la dirección de la empresa y aun la empresa misma, debido a serias dificultades con sus compañeros. Sin embargo, la "comunidad", que hemos tenido ocasión de visitar, continúa sus actividades con mucho éxito (N. de la T.).

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biernos nazi y fascista han pretendido instituir un orden corporativo. En verdad, esto no era sino una etiqueta puesta al régimen total de economía dirigida que esos Estados despóticos habían instituido. Todos los autores corporatistas han declarado que esa organización traicionaba gravemente su ideal, el que, desgraciadamente, sin duda por utópico, no ha sido objeto de ninguna realización. En efecto, las "comunidades de trabajo" de que nos hablan los autores católico-sociales, o bien han quedado en el estado de nebulosa, o no son otras que las comunidades Sirius de Romans, y Boimondeau de Valence, de que acabamos de tratar. Desgraciadamente, por las razones que han sido expuestas, un estatuto económico tan gene­roso no es susceptible de expansión.

Así, por diversas razones, ni el salario proporcional, ni las tentativas hechas para poner gestión y utilidades en manos del personal de diferen­tes empresas, ni, en fin, las "comunidades de trabajo", que hemos descrito, unas no proporcionan resultados sociales favorables, otras no pueden mul­tiplicarse como sería necesario. A despecho de todos estos esfuerzos tan meritorios, sólo la aplicación de un principio a la vez nuevo y de mayor alcance, será susceptible de sustituir el salariado por un régimen mejor y completamente original.

Ill. EL RÉGIMEN ACTUAL DE LOS ASALARIADOS EN

EL MOVIMIENTO COOPERATIVO

Antes de investigar desde el punto de vista doctrinal la forma en que el orden cooperativo logra la abolición del salariado, conviene preguntarse cuáles son las relaciones que de hecho existen al presente entre las coo­perativas de consumo y su personal e investigar si el régimen actual de trabajo ha podido modificarse ya en estos organismos.

Resumiremos la cuestión diciendo que hasta el presente, las sociedades cooperativas han modificado muy poco el régimen del salariado, pero que lo más pronto posible, pueden y deben transformarlo completamente, de modo que dé nacimiento a un estatuto social completamente nuevo.

1 Q Por lo que hace a la situación actual, la principal ventaja de que goza el personal de las cooperativas distributivas es la de recibir la re­muneración más elevada que se practica en la profesión, siempre que el Estado no pretende fijar el tipo de los salarios. Antes de la reglamentación de los salarios por el Estado, lo más frecuente era que los pagados por las cooperativas fueran los previstos por las convenciones sindicales. Raros eran los movimientos cooperativos que aceptaban pagar salarios superio-

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res a los mencionados y la razón que daban no carecía de fuerza: ¿cómo podrían resistir las cooperativas distributivas la competencia capitalista de los grandes almacenes de artículos alimenticios y de las sociedades de sucursales múltiples, si tenían gastos de personal más e;evados? ¿N o representaban éstos, sobre todo en el comercio, el gasto más considerable? De este modo, en la mayor parte de las regiones siempre han pagado a su personal sólo el salario sindical. Así ha sido en particular en Francia, Suiza y Suecia.

Por el contrario, desde hace varios años Inglaterra es una excepción a esta regla. Una encuesta muy reciente muestra que los salarios llamados normales, fijados en Inglaterra de común acuerdo entre cooperativas y sindicatos obreros, son notablemente superiores a los pagados en el co­mercio, principalmente como consecuencia de las primas de rendimiento. Según que el empleado del almacén tenga 15, 21 o 24 años, la superioridad del salario cooperativo en relación con los salarios del comercio corres­ponde al siguiente porciento: 10, 26 y 15% en Londres; 17, 30 y 23% en las ciudades de provincia. En cuanto al personal femenino, la dife­rencia en su favor en las cooperativas es aún mayor; los porcientos siguientes expresan la diferencia en favor de las vendedoras de los alma­cenes cooperativos: a los 15, 21 y 24 años, 27, 28 y 23% en Londres; 38, 35 y 267o en provincia. Añadamos a lo anterior que el comercio aplica la semana de cuarenta y ocho horas de trabajo, mientras que las cooperativas no hacen trabajar a su personal más que cuarenta y cuatro horas a la semana.

Estos aumentos de salario, comunmente del 15 al 30%, representan para el personal una ventaja inapreciable. Sin embargo, indudablemente que sólo la extensión y la prosperidad incomparables del movimiento coo­perativo inglés le han permitido mostrarse tan generoso. N o tenemos noticia de que el ejemplo inglés haya sido seguido en otros países.

29 Muy excepcionalmente se ha aplicado por los organismos coopera­tivos la participación en las utilidades. Menos de 1/10 de las cooperativas inglesas practican, ya sea el coparthershipsystem o sea el accionariado obrero, debiendo el empleado ser accionista de la sociedad, o bien el profitsharing, o sea la simple participación en las utilidades. Los resultados obtenidos han sido mediocres; con frecuencia, la participación en las uti­lidades representa menos del S% del salario anual.

Hace muchos años que el almacén de mayoreo o Wholesale de las Cooperativas de Escocia, cuya sede es Glasgow, ha acordado a sus em­pleados una participación en las utilidades. Finalmente, debido a dificul­tades que por tal decisión se originaron con el personal, ha tenido que

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renunciar a repartirlas. Como todas las cuentas de las cooperativas son públicas, la participación simple a las utilidades no debería suscitar tantos malentendidos como en las empresas capitalistas, que con frecuencia disi­mulan el monto de sus utilidades.

39 Es muy frecuente que las sociedades cooperativas dejen una gran libertad de acción a su personal, pues confían la gestión de sus múltiples pequeños almacenes o depósitos a gerentes, responsables bajo fianza, de las mercancías que se les confían para ser vendidas. Tomemos, por ejem­plo, la Unión de Consumidores de Lorena: a fines de 1947 contaba por lo menos con 216,262 socios, repartidos entre 844 almacenes escalonados de Thionville a Belfort (2,440 millones de ventas en 1947). Como toda cooperativa que tiene más de un almacén de ventas (caso en que forzo­samente es imposible el control por los administradores), desde hace muchos años la gran cooperativa de Lorena ha adoptado el sistema de la gerencia responsable. Además de un sueldo mínimo garantizado, el gerente, ayudado por los miembros de su familia, recibe un 5% del valor de las mercancías vendidas en su agencia. El propio agente reparte el trabajo en la forma que quiere, entre sí mismo y sus familiares. Por lo tanto, goza de autonomía de gestión lo mismo que los miembros de toda comandita obrera a la que H. Dubreuil concede tanto valor, pues ve en ella el mejor medio de liberación del asalariado. Siendo la remuneración proporcional a las ventas, en cierto modo es el asociado y no el asalariado de la cooperativa. Sin embargo, esta ventaja concedida al personal no es especial de las cooperativas. Al contrario, hacia 1913, éstas se han limitado a imitar el mecanismo de gestión de sus adversarios, las sociedades de sucursales múltiples. La gerencia responsable se ha revelado el único método capaz de suprimir el despilfarro en los almacenes de artículos alimenticios, tanto cooperativos como capitalistas.

49 Inversamente a lo que sucede en las sociedades comerciales, los empleados de las cooperativas distributivas tienen amplia facultad para inscribirse como miembros de la cooperativa, de participar en las asam­bleas generales de la sociedad con el mismo derecho que todos los demás socios. Algunas cooperativas, por cierto muy raras, inclusive autorizan a los miembros de su personal para que, dado el caso sean elegidos para las funciones de administradores de la sociedad. Pero los resultados de esta experiencia no han sido hasta aquí satisfactorios. Es frecuente que la situación de esos asalariados-administradores sea muy delicada, aco­rralados entre el deber de defender los intereses de la cooperativa y el deseo de no decepcionar al personal en el caso de que éste presente de-

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mandas. De modo que casi en todas partes los miembros del personal de las cooperativas han renunciado espontáneamente a tal acumulación de funciones.

La participación del personal a la gestión sólo ha dado buenos resulta­dos cuando se ha realizado en el seno de organismos cooperativos de se­gundo grado, es decir, que tienen por miembros, no particulares, sino coo­perativas de primer grado que venden directamente al público.

Los estatutos del Banco Central de las Cooperativas, instituido por la Unión Suiza de Cooperativas de Consumo, disponen que dos de los siete administradores del Banco serán designados por los grandes sindicatos o federaciones que agrupen a los obreros del comercio de la alimentación, y el personal de los servicios públicos de Suiza. De ese modo la represen­tación del personal es mucho menos directa de lo que sería si fueran los empleados mismos del Banco los que eligieran esos dos administradores. Por otra parte, el nombramiento de esos dos delegados por los sindicatos obreros se comprende fácilmente, porque en Suiza muchos de los emplea­dos han confiado sus economías a las cooperativas locales, que las en­tregan a su vez al Banco Central Cooperativo. Las sociedades ele Seguros Unidas, Folket y Samarhete, del movimiento cooperativo sueco, han dado a la Federación sindical sueca el derecho ele designar uno de los tres au­ditores y un miembro de la comisión de control encargado de la vigilancia de las dos cooperativas ele seguros. N a da tiene esto de sorprendente, por­que un gran número ele los setecientos cincuenta mil asegurados ele esas dos sociedades, son miembros ele los sindicatos afiliados a la federación sindical. No conocemos ningún otro caso en que los sindicatos obreros par­ticipen en el nombramiento de administradores o de controladores en organismos que forman parte del moyimiento cooperativo distributivo. Baste decir que las relaciones entre movimiento cooperativo y sindical son bastante limitadas. Agregaremos que en la mayoría ele los países sólo una pequeña parte del personal de las cooperativas distributivas está afiliada a los sindicatos obreros, aunque las cooperativas nunca hayan puesto nin­gún obstáculo para que lo hagan.

En resumen, en el seno ele nuestras cooperativas las relaciones entre la dirección y el personal no presentan hasta ahora mucha diferencia con las de las organizaciones capitalistas.

También es cierto que la dirección ele las cooperativas trata siempre con miramientos a su personal, pero muchos patrones capitalistas hacen lo mismo, de modo que esto no es una característica de las cooperativas. En definitiva, no hay nada de sorprendente en que hasta ahora los trabaja­dores de las cooperativas hayan estimado que contratados por éstas, si­guen siendo asalariados; que la cooperativa es para ellos "el patrón". Sin

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embargo, sería injusto desconocer que también desde ahora el clima mo­ral no es exactamente el mismo en el seno de las cooperativas que en el seno de las empresas capitalistas. Una prueba, digamos, oficial, de este hecho, nos la proporcionan los acuerdos celebrados en muchos países en­tre cooperativas y sindicatos, prohibiendo el ejercicio del derecho de huel­ga en el seno de las cooperativas.

Entre los acuerdos más antiguos está el celebrado en 1920 entre la Federación Nacional Cooperativa Francesa y la C. G. T. En esa época ambos organismos decidieron la constitución de una comisión arbitral paritaria cuya función sería preparar el texto de los contratos colectivos de trabajo; en cada región se instituiría una comisión mixta entre coope­rativas y sindicatos, para "comprobar los salarios y las condiciones de trabajo regionales en los empleos y empresas similares". Las cooperativas se comprometían a pagar a su personal "el salario normal pagado en las casas o empresas similares". Si esta comisión mixta no tenía buen éxito, se recurriría a un arbitraje cuya sentencia sería obligatoria para ambas partes. En principio, las cooperativas no debían contratar sino personal sindicalizado; sus empleados y obreros debían dar su adhesión al sindi­cato en caso de que no estuvieran ya sindicalizados.

En cambio, las cooperativas de consumo son declaradas "instituciones que, por su naturaleza, no persiguen ningún beneficio y, por sus fines, constituyen elementos de una sociedad nueva". La Federación Nacional ha obtenido así que todo movimiento de huelga en nuestros organismos sea condenado por la C. G. T. Ha hecho resaltar lo absurdo de una huelga en una cooperativa. ¿Por qué harían huelga los trabajadores contra sus propios camaradas obreros y contra ellos mismos, miembros de la socie­dad? Tendrían la satisfacción de obtener el salario normal pagado en la región: nada menos, pero nada más, porque si no fuera así, si las coope­rativas tuvieran que soportar salarios más elevados "serían colocadas en situación de inferioridad ante sus competidores privados" y correrían el riesgo de desaparecer. Así pues, cualquiera suspensión del trabajo es in­explicable. Sin embargo, supongamos que en un momento dado se declare una huelga en una profesión que comprenda el personal de una coopera­tiva. ¿ N o podrán los empleados de las cooperativas declarar la huelga por solidaridad con sus compañeros? La resolución firmada entre la Federa­ción Nacional y la C. G. T. recomienda al personal que aun en ese caso continúe en el trabajo. En cambio, la cooperativa se compromete antici­padamente a aceptar el tipo del salario y todas las condiciones que obten­gan los obreros como consecuencia de los conflictos con las empresas patronales similares. De este modo los trabajadores de las cooperativas no tienen ninguna razón para hacer huelga contra la democracia de los con-

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sumidores y, en caso de conflicto, deben obedecer la sentencia de la comi­sión arbitral constituida entre la C.G.T. y la Federación Nacional.

Sin cambio alguno notable, tal convención ha sido renovada en 1936 y está todavía en vigor. De hecho, en el seno del movimiento cooperativo francés las huelgas, sin que hayan dejado de presentarse en absoluto, han sido muy raras y de muy corta duración. Así pues, la convención ha re­sultado muy útil.

Como las mismas necesidades producen los mismos efectos, en muchos países extranjeros se han celebrado convenciones análogas entre los sin­dicatos obreros y los almacenes cooperativos ele mayoreo. Tal ha ocurrido principalmente en Suiza, Suecia y la Gran Bretaña. En todos los países las huelgas han sido muy raras en el seno ele los organismos cooperativos. Acuerdos como el mencionado, aunque no hayan abolido el régimen ge­neral del salariado, desde el punto de vista moral, lo han suavizado. En ocasiones esos acuerdos han sido firmados no sólo por los almacenes ele mayoreo, sino también por las grandes cooperativas que venden al pú­blico. Tal ocurrió en Francia en 1938. Los salarios mínimos fijados de­berían seguir, tanto en baja como en alza, las variaciones del índice ofi­cial del costo de la vida, cada vez que éste sufriera una variación de más de un 10%. Estaba estipulado el pago del salario en los casos ele mater­nidad o durante el tiempo de instrucción militar. Y una concesión aún más apreciable: a los empleados de las cooperativas se les reconocía el derecho de nombrar delegados encargados de representarlos ante el con­sejo ele administración ele la sociedad para todo lo concerniente al régimen de trabajo y la reglamentación de los salarios. Una comisión mixta estaba encargada de resolver cualquier diferencia entre la dirección de las coo­perativas y el personal. Como se ve, este régimen instituido hace ya diez años, no deja de presentar muchas ventajas en favor del personal.

lV. LA SOLUCIÓN COOPERATIVA DOCTRINAL 8

19 Substitución del capitalismo por el régimen del trabajo asociado

Es preciso reconocerlo: el indispensable examen de los hechos, al que acabamos ele dedicar las páginas anteriores, no deja de ser bastante des-

8 Contrariamente a lo que algunos habían pensado, no se encontrará en este libro ningún desarrollo relativo a la educación cooperativa. Cierto, como el que más, como el doctor Fauquet, como nuestro amigo Ch. Barbier, director de la Unión Suiza de Cooperativas de Consumo, estamos convencidos de la extrema importancia que para los organismos cooperativos tiene la educación de los cooperadores tanto desde el punto de vista de su desenvolvimiento moral como bajo el de sus co~vicciones coope-

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alentador. Fuera del acuerdo firmado entre el movimiento cooperativo y los sindicatos obreros y la condenación de la huelga en los organismos cooperativos, nada hay de nuevo, nada que entrañe una verdadera dis­tinción entre la organización del trabajo en el seno de las cooperativas y en el de las empresas capitalistas. Sin embargo, nos proponemos demos­trar que corresponde al orden cooperativo reemplazar el régimen actual del trabajo por un estatuto enteramente nuevo: el salariado terminará y será substituido por el régimen del trabajo asociado, y el cambio de tér­minos, lejos de ser puramente verbal, corresponderá a un cambio pro­fundo de la realidad.

Mientras que los organismos que pertenecen al movimiento cooperati­vo profesional 9 no pueden intentarlo, todas las empresas que engloba el movimiento cooperativo distributivo --el único cuya doctrina elaboramos aquí- pueden y deben transformar al asalariado en un trabajador asocia­do, como consecuencia de su participación, tanto a la gestión, como a las utilidades de las sociedades cooperativas que lo emplean. En otros tér­minos, el salariado resulta de una doble no-participatión: ese régimen apa­rece cuando no hay participación ni a la gestión ni a las utilidades. Pu­diendo el orden cooperativo abolir esas dos exclusiones, al salariado se substituye un régimen nuevo. 10

En primer lugar, una observación previa: la existencia de la suQordi­nación en la ejecución del trabajo de ningún modo es característica del salariado. Por una parte, los miembros de una comandita obrera, que por lo mismo están libres de toda disciplina patronal en la ejecución del tra­bajo, siguen sintiéndose asalariados. Por el contrario, los ingenieros y hasta los empleados de las categorías superiores de una empresa, están obligados, al igual que los simples obreros, al control, a la disciplina dic­tada por la empresa; sin embargo, ellos no se sienten asalariados, aunque en realidad lo sean en el sentido científico de la palabra, pues remunerados por un tanto, como los trabajadores manuales, no corriendo ninguno de

rativistas. El orden cooperativo no podrá surgir sino hasta el día en que una buena parte de la población esté convencida de la justeza de las ideas cooperativas. Los pio­neros de Rochdale estuvieron sabiamente inspirados al resolver que una parte impor­tante de las utilidades anuales de la sociedad sería consagrada a obras de educación. Pero como este libro está reservado a los problemas de orden económico que suscita el régimen cooperativo, no encuentra lugar aquí el estudio de las cuestiones educativas.

9 Es decir, las cooperativas de producción, ya sean agrícolas o de otra índole y las de compra y venta en común (N. de la T.).

lO Sabido es que Carlos Marx no precisa cuál sería la estructura de la sociedad socialista cuyo advenimiento quería, ni el régimen que reemplazaría al salariado. Se limita a decir que en lugar del salariado existirá el trabajo asociado. Escogemos la misma expresión sin estar influidos por este autor, pero gracias a todas las expe­riencias vividas desde la aparición de El Capital, nos será posible no permanecer en la imprecisión, como Marx.

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los riesgos financieros de la empresa y no participando en las utilidades, no son sino asalariados de un rango superior. Así, desde el punto de vista de las convicciones psicológicas, que son las verdaderas realidades socia­les, vemos subsistir en los interesados el sentimiento de asalariado cuando está liberado de la disciplina patronal y, por otra parte, desaparecer ese sentimiento en casos en que tal disciplina existe.

Así pues, no será liberando al obrero de la disciplina del taller como se podrá resolver la cuestión del salariado. Pero de todos modos, no es menos útil dar a los trabajadores -lo mismo en los organismos coopera­tivos que en las empresas capitalistas- la satisfacción de organizar por sí mismos el trabajo, de controlarse mutuamente, en lugar de estar suje­tos a la disciplina de un capataz.

Por lo tanto, será preciso que en todos los casos en que sea posible, se constituyan entre obreros y entre empleados, pequeños equipos regidos por las reglas de la comandita obrera. Muy conocido es el hecho de que esta organización del trabajo, de la que, con verdadero mérito H. Dubreuil se ha convertido en el apóstol de clarividencia elocuente, existe en Fran­cia desde hace casi un siglo. La primer comandita obrera parece haberse formado en 1853, en la imprenta Dubuisson, de París. En 1880 se esta­blecía en la imprenta del Diario Oficial; en 1899 las imprentas de treinta y cuatro periódicos parisienses aplicaban este mecanismo. Es al empre­sario a quien principalmente corresponde confiar a un equipo obrero un cierto trabajo mediante un precio global determinado, proporcionando a la vez todos los útiles y material necesarios. El equipo recluta libre­mente sus propios miembros; en cuanto a la organización del trabajo, está libre de toda vigilancia patronal; por último, también libremente reparte entre sus miembros el precio global que se le paga. La comandita forma­da en la Imprenta Nacional de París, contrariamente al uso practicado en la profesión, ha decidido pagar igual remuneración a todos sus miem­bros, aunque las tareas encargadas a cada uno tengan dificultades muy diferentes. La comandita obrera se encuentra mucho menos en la gran industria que en la imprenta y en diversas empresas pequeñas o media­nas. Sin embargo, el ejemplo de Bata, largamente descrito por H. Du­breuil, demuestra que en muchos casos, también en el seno de las más grandes empresas es posible subdividir el trabajo entre un gran número de pequeños talleres, vendiéndose unos a otros los productos elaborados sucesivamente, y confiar el trabajo en cada taller a equipos que formen una comandita obrera. En la gran industria francesa se cuentan ya mu­chas aplicaciones de esta forma de organización del trabajo. 11

11 Además del libro de H. DuBREUIL, Exemple de Bata, Paris, Grasset 1936 se consultará con provecho la ,obra de M. MAIRE, Au delii d!t Salarial, Payot, Laussa~ne,

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A este respecto, el movimiento cooperativo debe también dar el ejem­plo. No hay duda de que la gerencia responsable, bajo fianza, utilizada por todas las cooperativas que tienen varios almacenes, es la aplicación de la idea de la comandita al comercio de la alimentación; el gerente y su mujer son remunerados mediante una cantidad global y organizan el trabajo según su voluntad. Sería de desearse que la comandita fuera establecida también en los almacenes que tienen un numeroso personal. Pero para esto es preciso que los obreros y empleados se tengan mutua­mente confianza y acepten formar entre sí equipos solidarios; eso depende de ellos mismos y no de la dirección de la cooperativa.

En los talleres de producción de las cooperativas de segundo grado o almacenes de mayoreo, lo mismo que en los de las cooperativas públicas descentralizadas, será esencial aclimatar más y más el mecanismo de la comandita obrera. Pero esta extensión exige la colaboración activa de los mismos trabajadores, limitándose el deber de la dirección a proponer al personal la institución de tal estatuto, en cuantas ocasiones sea posible.

Consideraremos ahora las únicas reformas de estructura capaces de permitir que el salariado sea realmente substituido por el trabajo asocia­do. Son dos:

1) En primer lugar, la participación del personal a la gestiónP

Desde hace muchos años la queja esencial de los elementos más cons­cientes y preparados de la clase obrera, en contra del régimen capitalista,

1945, pp. 325-340 y, sobre todo, el excelente folleto del doctor FAUQUET, L' Or,qani­sation du Travail par Equipes Coopératives, Unión de Cooperativas de Consumo, Basi­lea, 1943. El doctor Fauquet habla también del "trabajo asociado", pero él entiende por esto únicamente el trabajo en comandita. Según nuestro punto de vista el "trabajo asociado" debe tener un contenido mucho más substancial.

12 Aquí no se tratará de la función de los sindicatos en relación con la clase obrera. Por persuadidos que estemos de que la hegemonía del consumidor es la única capaz de aportar las soluciones deseadas en el mundo occidental al dolor del nacimiento de un mundo nuevo, nos parece que los sindicatos tienen una importancia capital para la clase obrera.

Es cierto que hasta ahora éstos han descuidado mucho educar, instruir, moralizar a las masas obreras. Hablando muy raramente a los obreros de sus deberes, con fre­cuencia los han embriagado con el enunciado enfático de sus derechos. Su acción, por lo menos en Francia, casi no ha sido más que "reivindicativa", lo que, ciertamente, es una tarea fácil. Pero no se excluye que los sindicatos, volviendo a sus más nobles tradiciones, a la enseñanza de un Fernando Pelloutier, lleguen un día a conceder más importancia a su función educativa.

De todos modos, es menester que no solamente ante los patrones y ante el poder público, sino también ante los consumidores, sea defendido el interés de los trabaja­dores como productores.

La existencia de los sindicatos obreros es, además, necesaria para la firma de las convenciones colectivas de trabajo. Tan luego como el franco se haya estabilizado, será urgente quitar al Estado, que tan mal lo hace, la función de fijar -por lo de­más teóricamente- el monto del salario. Deberán firmarse convenciones colectivas

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no es tanto la insuficiencia de salarios, como el hecho de que no se le toma en cuenta para las decisiones de la empresa. El "complejo de inferioridad" que dolorosamente sufre el proletariado no viene solamente del senti­miento de que no es más que el auxiliar y como el aprendiz de la máquina a que sirve, sino, sobre todo, de que cada vez se convierte más en una parte de un vasto mecanismo que lo domina y cuyos móviles ignora. Es­tima injusto y contrario a su dignidad de hombre el que para nada se le tome en cuenta en las decisiones de la empresa y que no se le ponga al corriente de las utilidades del negocio. Por eso, fuera de los periodos de rápida alza del costo de la vida en que aparecen las demandas de eleva­ción general de salarios, por cierto vanas por lo ineficaces, actualmente la reivindicación esencial de la clase obrera es la participación en la gestión.

Es de esta exigencia de la que en los últimos años han surgido en la mayor parte de los países europeos todas esas leyes sobre los comités de empresa que, en lo esencial, son análogas en todas partes. Siempre se trata de dar a los delegados del personal el derecho de conocer la marcha económica de la empresa. Sin embargo, no puede haber un verdadero acuerdo entre empresarios y asalariados porque mientras que desde el punto de vista del empresario los comités de empresa son la máxima concesión posible, desde el punto de vista del personal son el punto de partida, siendo su finalidad substituir al patrón tanto en la gestión como en la propiedad de la empresa.

Inclusive sin pensar en esta última etapa, la afectación que se dé a las utilidades es, entre las dos partes, una causa de conflicto al que no se encuentra ninguna solución satisfactoria. No hay ninguna explicación eficaz para demostrar a los asalariados que a causa de la renovación del equipo industrial o de las pérdidas que la crisis cíclica no dejará de

entre empresarios y sindicatos. Nadie ignora el papel capital que en nnestra época juega el sindicalismo obrero y aun los que, como nosotros, juzgamos excesivo el lu­gar que al presente ocupan esos organismos en el Estado, somos los primeros en proclamar la necesidad de los sindicatos obreros. Negociaciones y acuerdos entre cooperativas, representando los intereses de los usuarios, y los sindicatos, defendiendo los de los mismos hombres, pero considerados como productores, serán cosa corriente cuando el orden cooperativo sea puesto en práctica.

Legión son las obras que exaltan los derechos e intereses de los productores. Cuan­do se contienen en límites prudentes, no discutimos su legitimidad. Pero siendo el plan de esta obra expresar los derechos e intereses de ese desconocido que es el con­sumidor, no sorprenderá que pasemos por alto el papel de los sindicatos obreros. El orden cooperativo no comprometerá en nada los intereses de los productores· simple­mente afirma que la mayor satisfacción material que pueden obtener, in~luso los productores, es obtener el precio más bajo posible.

La desaparición que de las utilidades capitalistas se opera en el régimen cooperativo, facilita mucho más que en el actual el que capital y trabajo firmen acuerdos, los cuales se celebrarán entre los organismos cooperativos, como patrones, y los sindicatos obreros.

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producir, se impone afectar a las reservas una parte importante de las utilidades. Invariablemente el personal preferirá la distribución de esas utilidades en su provecho, bajo la forma de aumento de los salarios o de participación en una fracción importante de las utilidades de la empresa. Como nadie puede prever con exactitud el momento en que aparecerá la crisis, será discutible cualquier respuesta que se dé al problema que la anterior situación plantea. He aquí la razón por la cual en el régimen capitalista el conflicto entre el capital y el trabajo permanece siempre abierto, sin solución posible. Todas las tentativas hechas generosamente por diversos empresarios han fracasado, o no son susceptibles de exten­sión, según lo hemos visto.

Consideremos ahora los organismos cooperativos. Del hecho de que ninguna fracción de las utilidades obtenidas es destinada a las acciones como dividendo, sino que al contrario, todas vienen a disminuir retro­activamente el precio de venta de los productos vendidos el ejercicio precedente, o son afectadas a las reservas sociales en vista de la amplia­ción de la empresa y de la baja ulterior del precio de las mercancías, el conflicto capital-trabajo desaparece para dar lugar a un conflicto mucho menos peligroso: consumidor-productor. Como todos los miembros del personal de las cooperativas son consumidores, todos están seguramente interesados en el descenso del costo de la vida y, si quieren ser lógicos, deberá serles indiferente percibir un aumento de salarios o beneficiarse con una disminución del costo de la vida. Más adelante volveremos sobre este punto capital. Por el momento, hemos dicho lo suficiente para de­mostrar que el organismo cooperativo puede, sin mayor , inconveniente, ir mucho más lejos que las empresas capitalistas en la vía de las aspira­ciones obreras, admitiendo en el consejo de administración un cierto nú­mero de delegados del personal.

Por una parte, todo miembro de un organismo cooperativo que tiene cuidado de estar exactamente informado de la marcha de la sociedad puede, gracias a las relaciones de camaradería que tiene con muchos de los administradores, gracias a las comisiones de control, estar infinita­mente mejor informado que el accionista de una sociedad capitalista. Nuestras cooperativas se preocupan mucho menos que las empresas capi­talistas de guardar el secreto de la contabilidad. La presencia de los delegados del personal en el consejo de administración de las cooperativas no choca, como en los organismos de tipo capitalista, con el non possumus, derivado de la necesidad de mantener el secreto de los negocios. En segundo lugar, como ha desaparecido todo dividendo capitalista, no existe en las cooperativas el insoluble conflicto entre el capital y el trabajo.

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En cambio, es inmensa la ventaja de disipar el "complejo de inferio­ridad" que sufre el proletariado moderno, mantenido hasta ahora al mar­gen de toda gestión económica, al poder, mediante los delegados del personal, estar al corriente de las dificultades encontradas, instruir a los empleados de la sociedad sobre la frecuente pequeñez de las utilidades, porque la multitud tiene ingenuamente la tendencia de creer ilimitadas las ganancias de cualquier empresa. Al lado de esta ventaja capital, ¿qué incon­veniente podría haber para una sociedad tener en el seno de su órgano dirigentes dos o tres delegados encargados de apoyar las reivindicaciones del personal? ¿ N o es hasta excelente que éstos cuenten con un medio regular de expresión? Como los delegados del personal serán siempre una pequeña minoría en el consejo, el peligro para la sociedad será mínimo.

Así pues, consideramos que para convertir a los obreros y empleados en trabajadores asociados cooperativos, todos los componentes del per­sonal, reunidos obligatoriamente en colegio electoral (¿para qué emplear el término medieval y presuntuoso de "comunidad?), deberán estar in­vestidos del derecho de designar dos o tres de sus miembros para que formen parte del consejo de administración de la sociedad. En el consejo ellos representan al personal -y no a los accionistas de la cooperativa, como es el caso cuando en las asambleas generales de algunas cooperati­vas se admite comprender en la lista de los administradores dos o tres socios que son a la vez empleados de la sociedad. Tales representantes, en cierto modo anfibios, están forzosamente en una posición falsa. De acuerdo con la sugestión hecha más arriba, es el personal como tal el que está representado en la sociedad por algunos de sus miembros. Todos los miembros del personal de la cooperativa, sean accionistas o no, par­ticipan en la elección de esta delegación del personal y con este carácter son elegibles.

Ya cuando se precisó el esquema de la cooperativa pública descentra­lizada hemos previsto la adición de esta delegación del personal en el consejo de administración de la misma. En nuestra opinión, debe existir la misma delegación tanto en el seno de las cooperativas distributivas de primer grado, que venden al público, como en las de segundo grado, que son los almacenes de mayoreo cuyos miembros son cooperativas de primer grado. Los ensayos, en general desafortunados, hechos hasta aho­ra por algunas cooperativas que han admitido en sus consejos administra­dores-empleados de la sociedad, no deben hacer abandonar ese proyecto. Esos administradores "anfibios" no tenían una situación clara. Por otra parte, del hecho de la gestión económica, es de esperar un progreso gradual en la comprensión de los trabajadores, la que, por lo demás, sólo puede

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obtenerse si no se les tiene al margen de los problemas que se quiere que comprendan.

2) Participación del personal en las utilidades.

La segunda reforma que, completada por la primera no menos impor­tante, pondrá fin al salariado, es la participación de los trabajadores en las utilidades de toda empresa cooperativa. En el régimen capitalista, la participación de los trabajadores en las utilidades, lo mismo que en el caso de la participación en la gestión, casi no puede aclimatarse. Evidentemen­te, el patrón capitalista no puede permitir a su personal que discuta el modo en que se hace el balance, que verifique si las utilidades reales son o no superiores a lo declarado en ese balance. Ahora bien, en ausencia de este control, el personal obrero guarda fatalmente la convicción -con frecuencia errónea- de que la empresa para la que trabaja disimula las cuantiosas utilidades de las que él quisiera obtener su parte bajo cualquier forma que fuese. Bajo el imperio del estatuto capitalista el problema es, pues, insoluble en sí, sin contar con las desconfianzas de las dos clases en presencia, que enrarece habitualmente la atmósfera donde se desarrolla cualquier discusión.

Por estas razones han fracasado hasta aquí todas las tentativas de par­ticipación de los obreros en las utilidades. Hace ya más de un siglo -fue en 1842- que la casa Leclaire de París trató la primera de aplicar esta medida generosa. A despecho de millares de artículos o de libros que la preg~man, el número de empresas en que se aplica sigue siendo muy reducido. Por otra parte, los asalariados juzgan muy insuficiente el aumento que a sus salarios han aportado las diversas distribuciones de utilidades que se han practicado. Y los años en que los negocios han sido malos y las utilidades distribuidas han disminuido o no ha habido, la decepción obrera ha sido muy grande. En suma, a despecho de la buena voluntad de los patrones que lealmente han hecho el ensayo, la nue­va institución no ha logrado ni abolir el conflicto capital-trabajo, ni siquiera atenuar su agudeza.

Lo mismo ha ocurrido con esa forma perfeccionada de la participación en las utilidades que se llama el accionariado obrero. Puesto en práctica anteriormente en los Estados Unidos, el accionariado obrero ha recibido en Francia su consagración oficial con la ley del 26 de abril de 1917, que previene la creación de "sociedades anónimas de participación obrera". Así, desde 1917, es posible, si así se quiere, estipular en los estatutos de las sociedades anónimas que los obreros de esas empresas se consti­tuyen en cooperativa de mano de obra: ésta debe retener por lo menos el 25~~ de las acciones. Esas acciones de trabajo son gratuitamente en-

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tregadas a la cooperativa de mano de obra. Gozando exactamente de los mismos derechos que las acciones de capital, permiten el nombramiento de trabajadores entre los miembros del consejo de administración en un número proporcional a la cantidad de acciones de trabajo, en relación con el número de acciones de capital. Cada acción de trabajo da a la coope­rativa ele mano de obra, por lo mismo a todo el personal, derecho a la atribución del mismo dividendo que el correspondiente a las acciones de capital. En caso de disolución de la sociedad, las acciones ele trabajo ob­tienen la parte alícuota del activo realizable que corresponda al monto de las acciones de trabajo, respecto a la totalidad del capital. Dado este mecanismo, es evidente que los obreros de la empresa tendrán que deber a la generosidad de los accionistas de la misma el ser transformados en capita­listas en pequeño, sin ningún desembolso ele su parte, puesto que mediante la cooperativa de mano de obra cada uno de ellos participa de todas las ventajas de las acciones de capital. ¿Es de sorprender que semejante gene­rosidad no haya sido del gusto de los hombres de negocios que han consti­tuido sociedades desde 1917? Parece que desde que la ley fue votada, apenas han sido fundadas tres o cuatro sociedades con participación obrera. 13

En nuestra opinión, las cooperativas deben recurrir a un método muy diferente para instituir la participación en las utilidades. En nuestras so­ciedades no hay ninguna dificultad para dar a conocer el monto anual

13 Las fracciones VI y IX del artículo 123 constitucional en que se consigna el de­recho de los trabajadores a participar en las utilidades de las empresas son disposicio­nes que después de 43 años permanecen incumplidas. Cuando algunos sindicatos han reclamado el cumplimiento del referido mandato constitucional, se han encontrado ante el argumento de la falta de reglamentación del mismo. Pero hay que convenir en que, sin resolver el conflicto socio-económico entre patrones y trabajadores, presenta gran­des dificultades para su aplicación.

La vigente Ley General de Sociedades Mercantiles acoge tímidamente el acciona­riado obrero al establecer en su artículo 114: "Cuando así lo prevenga el contrato social podrán emitirse en favor de las personas que prestan sus servicios a la socie­dad, acciones especiales en las que figurarán las normas respecto a la forma, valor, inalienabilidad y demás condiciones particulares que les correspondan."

La exposición de motivos de la misma ley revela la falta de confianza del legislador en la eficacia del precepto, al explicar: "Al aceptar las acciones de trabajo dejando plena autonomía a los estatutos para la determinación de su régimen jurídico, el Go­bierno no ha querido prejuzgar si esas acciones de trabajo ofrecen el mejor procedi­miento para cumplimentar los incisos VI y IX del artículo 123 constitucional, en cuanto establecen que en toda empresa agrícola, comercial, fabril o minera, lo!> trabajadores tendrán derecho a una participación en las utilidades. Por prevención expresa de la Constitución toca a las comisiones especiales que se formarán en cada municipio y, en su defecto, a las Juntas Centrales de Conciliación y Arbitraje fijar dicha participación. La ley se ha limitado por ese motivo a ofrecer esquemáticamente la posibilidad, que era preciso consignar, puesto que implica una restricción al principio de que toda acción debe ser representación de una parte del capital, de que actúen como socios personas que no hayan hecho una aportación inicial de cosas, siempre que presten trabajo o servicios a la compañía en el curso de su existencia jurídica."

Y, efectivamente, no ha servido como instrumento para cumplir los preceptos cons­titucionales sobre participación en las utilidades, pues casi no ha tenido aplicación en la práctica (N. de la T.).

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de las utilidades: el consejo de administración que, como lo hemos dicho, comprenderá dos o tres delegados del personal, propone a la asamblea general la aprobación del balance que le presenta. Una vez efectuada la separación del 5% de las reservas legales, las utilidades netas son distri­buidas en la proporción que la asamblea general decida, entre el reembolso a las compras y la afectación a las reservas extraordinarias, en la inteli­gencia de que las utilidades correspondientes a las ventas hechas a los no-socios,· o sea al público, son íntegramente afectadas a las reservas.

Nada más fácil que decidir que una vez realizada la afectación legal a las reservas, la cooperativa de mano de obra formada por el conjunto del personal, reciba tal o cual porción bastante modesta de las utilidades netas, atribuyendo el resto al reembolso a los compradores o a las reservas extraordinarias. Un 15 o un 20% de las utilidades netas podrían, por ejemplo, ser atribuidas a la cooperativa de mano de obra. únicamente a ésta corresponderá decidir cada año si aplica esa suma a obras de interés general o la reparte entre sus miembros, acrecentando con ello su remu­neración individual.

Mediante este método tan simple, el personal tiene la satisfacción, moral más que material, de sentirse asociado a la prosperidad de la cooperativa.

Por otra parte, bajo ninguna forma se convierten los miembros del personal en capitalistas en pequeño, como en el accionariado obrero; a título de trabajadores no poseen ninguna acción de la sociedad. En el caso de que sea disuelta, no tienen derecho a ninguna parte del activo. Es únicamente debido a su aportación de trabajo a la cooperativa por lo que reciben una parte de las utilidades sociales. La reforma sugerida ratifica, pues, y satisface esta reivindicación obrera esencial consistente en que, como aportador de la fuerza de trabajo, el asalariado tiene derecho de plano a una parte de las utilidades sociales.

El día en que esta doble reforma sea aplicada, el salariado habrá sido eliminado de los organismos cooperativos: asociados a la gestión, aso­ciados a las utilidades, proporcionando su esfuerzo a sociedades que no distribuyen ningún dividendo capitalista, sino que reembolsan a su cliente­la las utilidades obtenidas sobre sus compras, los trabajadores pertenecen desde entonces a un mundo económico totalmente nuevo, evidentemente socialista en el sentido amplio y verdadero de la palabra: el salariado habrá sido sustituido por el trabajo asociado.

29 Consecuencias de la nueva estructttra económica

Sólo nos falta señalar las consecuencias económicas y sociales de este! profundo cambio aportado al régimen de trabajo.

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1(} En el régimen cooperativo no tiene interés práctico para el obrero ninguna variación general de los salarios

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El orden cooperativo tiene un primer efecto capital -desde luego para­dójico y, sin embargo, verdadero-: el mecanismo de la distribución del ingreso es modificado de tal modo que una variación de los salarios no tiene ningún efecto práctico útil para el trabajador. Por lo tanto, es natu­ral que el problema del nivel de la remuneración del trabajador, cuya agudeza es siempre tan irritante, se desvanezca de nuestro horizonte el día en que pierda su utilidad cualquier modificación que se haga al tipo de los salarios. ¿Cómo es que una tan feliz renovación del problema social. una tan sorprendente armonía súbitamente introducida en las relaciones sociales pueda producirse en el orden cooperativo? Demostraremos que del modo más natural, por la sola fuerza de su virtud, el nuevo principio produce esta gran metamorfosis.

En el régimen capitalista, un alza de salarios que no es demasiado fuerte, puede tener por efecto disminuir la parte correspondiente al capital y acrecentar la del trabajo sin originar un aumento del precio del producto, sin ser una carga para el consumidor. Sólo cuando el aumento de salarios es considerable, como han sido todas las elevaciones generales ele salarios desde 1936, repercute muy rápidamente en el costo ele la vida y determina un alza del mismo, casi proporcional al alza de salarios; en suma, es una simple desvaloración de la moneda.

El carácter secreto de las utilidades realizadas, celosamente guardado por el empresario capitalista, permite y mantiene esta gran ilusión de los trabajadores ele que los aumentos ele salarios pueden disminuir las utilidades capitalistas sin producir un aumento del costo de la vida.

No es un error afirmar que esto ha tenido en Francia desastrosas con­secuencias para la democracia y el régimen republicano. Por que es la idea de que las utilidades patronales son considerables, lo que desde 1936 -año del advenimiento del ministerio Blum- alimenta sin tregua esta cándida e inverosímil utopía proletaria, incansablemente invocada por los sindicatos obreros, de que puede haber a la vez alza general de salarios y bloqueo ele precios de venta. Porque esta sinrazón forma parte integrante del credo de un enorme número de trabajadores, es por lo que en la IV República ha sido aún más difícil estabilizar el franco, de como lo fue en la Tercera. Sin embargo, una nación no puede vivir indefinidamente con una moneda siempre en descenso. Ha sido forzoso que esta situación tuviese un fin. Pero jamás se repetirá bastante cuán nocivo ha sido para el régimen republicano la ilusión de que el alza general de salarios aumen-

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ta el poder de compra de la clase laborante. Ahora bien, semejante su­perstición queda excluida del régimen cooperativo, a causa de su misma estructura.

Notemos que a partir de 1936 el problema de la elevación de los salarios ha cambiado completamente. Hasta esa fecha, en Francia eran sólo los patrones los que la acordaban. Por otra parte, para todos los productos existían entonces precios mundiales que, a despecho de los derechos aduanales, se repercutían sobre todos los mercados nacionales. Así pues, los patrones franceses no podían admitir aumentos de salarios que les hubieran ocasionado pérdida, puesto que estaban imposibilitados para ele­var sus precios de venta. De ahí viene que hasta 1936, en cierto modo las e~evaciones de salarios se hayan acordado sólo al interior de los precios de venta, no sin razón supuestos casi fijos.

Pero he aquí que con el ministerio Blum, queriendo el poder público favorecer a la clase obrera, se adjudicó el derecho de fijar el nivel de los salarios y, con una ingenuidad conmovedora, creyó que el equilibrio eco­nómico no era una necesidad inmanente de toda actividad económica, sino una diabólica invención de los economistas; siempre ese desprecio de los políticos por los "expertos", ¡esos seres siempre importunos! Por lo tanto, pensó que un aumento general de los salarios no repercutiría inmediata­mente y hasta en ningún caso, sobre los precios. El resultado evidente del alza de los salarios en un 25 o 30%, decidida en 1936 por los llamados acuerdos Matignon, ha sido disminuir el valor de la moneda francesa en la misma proporción, al resentirse muy rápidamente en los precios esta elevación general de las ganancias de los trabajadores. Lo que ha ocurrido ayer a cada elevación de salarios desde 1936, seguirá ocurriendo también mañana, porque es en vano creer que no juegan los automatismos materiales.

Se ve, pues, que las utilidades capitalistas, infinitamente sobrevaloradas por la opinión popular, han sido hasta ahora la causa inicial o el pretexto de este lamentable error compartido aun por muchos políticos, dirigentes sindicales y asalariados, y que consiste en identificar moneda y riqueza efectiva: toda alza de salarios elevará en la misma proporción el poder de compra de la clase asalariada, porque será absorbida por las utilidades patronales, juzgadas inagotables. Vamos a ver por qué en el régimen cooperativo se encuentra proscrita semejante pamplina.

El día en que mediante el reembolso hecho al comprador al final del ejer­cicio, las utilidades de la empresa cooperativa permitan la baja del costo general de la vida -en lugar de ser la más importante fuente de ingreso de las clases capitalistas- una elevación de salarios no tendrá por efecto, como hoy (por lo demás, en apariencia mucho más que en

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realidad), disminuir la parte correspondiente al capital y acrecentar la reservada al trabajo, sino que tendrá por consecuencia simplemente elevar en una proporción igual el precio de venta del producto.

Instituido el orden cooperativo, cualquier elevación de salarios conce­dida a una categoría de trabajadores será muy rápidamente extendida a todas las otras categorías, lo mismo que sucede actualmente. Por otra parte, como no podrá tomarse de las utilidades, las que son restituidas al comprador por medio del reembolso, el alza de salarios automática­mente, y de manera casi proporcional, aumentará el costo de la vida. Desde ahora, y a despecho del mantenimiento del régimen capitalista y, en conse­cuencia, de la existencia de ese resumidero que se llaman las utilidades patronales por donde se escapa sin ninguna ventaja ni para el consumidor, ni para el obrero productor, una parte del valor del producto, por lo demás, bastante corta, las más de las veces todas nuestras estadísticas demuestran que en un lapso muy breve, el alza del costo de la vida, alcanza y hasta sobrepasa la elevación de los salarios. ¿Con cuánta mayor razón será así necesariamente en el régimen cooperativo, en el que ninguna porción del alza de los salarios podrá cargarse a las utilidades, las que serán restituidas al corri'prador?

En un régimen en que las empresas cooperativas fuesen numerosas y dominasen el mercado, cualquier alza de salarios que no resultase de un aumento notable del rendimiento industrial sería, en primer lugar, una torpeza, y, además, una iniquidad: una torpeza, porque esta elevación sería muy rápidamente absorbida por un alza equivalente del costo de la vida; una iniquidad, porque sin ninguna razón impondría a todas las clases o personas con ingresos fijos, una penalidad absolutamente arbi­traria e injusta, por la supresión radical de una parte de sus ingresos.

En el régimen cooperativo, es en la disminución del costo de la vida en la que los asalariados, lo mismo que todos los consumidores, encuen­tran el aumento de sus ingresos.

Hasta últimas fechas, tanto la mayoría de los asalariados como sus sindicatos, cuya pasión es, desgraciadamente, siempre reivindicar, decla­raban preferir la estabilización del costo de la vida, a la elevación nominal de los salarios y decían que sólo reclamaban ésta, por no poder obtener la estabilidad de los precios. Esto equivalía a plantear el problema a la inversa, porque la reciente elevación de las remuneraciones era el factor principal del alza del costo de la vida, de lo que se quejaban. Esta actitud de la clase trabajadora permite prever que una vez desaparecido el régimen capitalista, los trabajadores asociados, que estarán entonces en lugar de los asalariados, no buscarán más elevación nominal de salarios, sino

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disminución del costo de la vida, es decir, aumento del poder de compra. Ese día, consumidores y productores estarán por primera vez de acuerdo.

En el régimen cooperativo, cualquier huelga que se hiciese no sería ya contra tal o cual empresa capitalista, tampoco contra el gobierno, sino contra la nación misma, puesto que toda suspensión de trabajo, todo au­mento de la remuneración del trabajo, disminuiría la abundancia de los productos y encarecería directamente su precio. Baste decir que siendo entonces las huelgas necesariamente impopulares, tendrían las mayores probabilidades de fracasar, sin contar con que, como lo hemos visto, inclu­sive desde el punto de vista de los trabajadores, los aumentos de salario no ofrecerían ningún interés práctico.

Una vez establecido el orden cooperativo, la única elevación de salarios que se explica, es la que sea paralela al mejoramiento de la técnica y al aumento de la productividad económica, porque ésta no elevaría el costo de la vida. Pero con muy poca diferencia, el obrero tendrá el mismo interés en obtener una elevación de salarios bajo la forma de una dismi­nución del costo de la vida, que bajo la forma de un aumento de salario en efectivo. Como los grandes mejoramientos técnicos se extienden con frecuencia en muy poco tiempo a la mayor parte de las producciones, si al obrero de una producción favorecida ~or un descubrimiento técnico no se le aumenta su salario. no tendrá que esperar mucho tiempo para dis­frutar, como consumidor, de un mejoramiento general del costo de la vida. Por lo tanto, deberá serie casi indiferente recibir un aumento como productor o como consumidor. Además, dará prueba de un sentido mucho mayor de solidaridad obrera si prefiere ser "aumentado" como consumi­dor, porque en ese caso todos los ciudadanos beneficiarán instantáneamente del mejoramiento de la productividad. Por el contrario, cada corporación profesional disfrutaría por algún tiempo egoístamente del mejoramiento de la técnica que le concierne, si bajo la forma de aumento de salario pretendiera apropiarse, casi confiscar, el aumento del rendimiento. Esta pretensión será tanto más injustificable, cuanto que el progreso realizado en la producción industrial casi siempre será debido a descubrimientos técnicos o económicos en los que la clase obrera no habrá tomado casi ninguna participación. En el régimen cooperativo la justicia quiere que los mejoramientos del rendimiento beneficien instantáneamente a todos los consumidores y no se conviertan en botín de corporaciones particulares. Entre las corporaciones profesionales, como entre las naciones, el estado de guerra es un régimen insostenible por el razonamiento, perjudicial en los hechos.

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Mientras más se reflexiona en ello, más se percibe que la causa, no única, pero sí principal, de la lucha de clases en nuestra sociedad, es la existencia en favor del empresario de esa detracción fácil de disimularse bajo formas múltiples, impenetrables; presente en todas partes o en todas partes suceptible de existir; misteriosa en cuanto a su importancia; desmesuradamente enorme en la imaginación popular, que se llama las utilidades capitalistas. Lógrese eliminarla y se habrá abolido la gran fuente emponzoñada de nuestros desórdenes sociales, se habrá cortado de raíz el odio entre las clases y dejado entre los ciudadanos competen­cias, en el lugar donde ahora sólo hay enemistades.

El orden cooperativo dejará subsistir clases sociales diferentes desde el momento en que los emolumentos e ingresos permanecerán desiguales, aunque menos que al presente. Pero como todos los ciudadanos tendrán la retribución de su trabajo como fuente principal de sus ganancias y las funciones públicas y privadas (estas últimas ofrecidas sobre todo por los organismos cooperativos), estarán abiertas a todos, no habrá más motivo de odio entre los ciudadanos. Con la instrucción ampliamente difundida, los hombres que permanezcan en los últimos peldaños de la jerarquía social deberán incriminarlo a su insuficiencia y a sus limitaciones, y no a la organización de la sociedad. Habrá diferencias entre los ingresos, pero no un abismo entre los hombres. Los agentes superiores serán en cada empresa primi inter paris respecto a sus subordinados.

Al imperar el régimen cooperativo los sindicatos obreros conservarán una real utilidad para la clase trabajadora, aunque la cuestión del monto de las retribuciones haya desaparecido. Las modalidades de la ejecución material del trabajo -duración, intensidad, fijación de los descansos, reglas de disciplina- tendrán que discutirse y mejorarse. Organizaciones coo­perativas y agrupaciones obreras, en mutua comprensión, las estudiarán, celebrarán convenciones colectivas y verán bajo qué formas y en qué medida se podrá, paralelamente al progreso de la técnica industrial, dis­minuir el esfuerzo cotidiano de los trabajadores.

Si en el régimen cooperativo una elevación general de salarios no tiene interés práctico, en cambio, una disminución de las horas de trabajo, consecutivo a una invención técnica, conserva para el obrero toda su utilidad. El hombre no vive para trabajar, sino a la inversa, trabaja para poder vivir. El acrecentamiento de sus ratos libres, condición de toda cultura, seguirá siendo precioso. Todo será cuestión de prudencia; el acrecentamiento de las horas libres sólo es deseable cuando se ha alcan­zado un suficiente nivel económico.

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2~ El orden cooperativo, en forma directa o indirecta restituye al conjunto de trabajadores la copropiedad colectiva

de los medios de producción

El orden cooperativo lleva consigo una segunda e mmensa ventaja: cuando los trabajadores habían perdido la esperanza de lograrlo, les res­tituye, aunque sea bajo una forma indirecta, la propiedad de los medios de producción de que se sirven.

En los primeros tiempos de la humanidad, cuando sólo existía la eco­nomía familiar, cada productor, que lo era esencialmente agrícola, sólo trabajaba para su propio consumo. Cada una poseía el fruto de su indus­tria; no existía entonces ninguna posibilidad de explotación del hombre por el hombre. Durante siglos, y hasta el advenimiento de la gran indus­tria moderna al principio del siglo XIX, la propiedad de los medios de producción -tierra, útiles o máquinas poco costosas- pertenecía con frecuencia a un pequeño propietario, el artesano. Sin embargo, el día en que el progreso técnico ha obligado a utilizar en la industria útiles muy productivos, pero infinitamente costosos, se hizo imposible para los tra­bajadores reunir los fondos necesarios para comprarlos. Esta es una de las causas más graves del fracaso de las asociaciones obreras de produc­ción. Hasta para los capitalistas individuales fue imposible hacerlo. Con frecuencia ha sido menester que la empresa individual ceda el lugar a las grandes sociedades por acciones en donde, para reunir los fondos ne­cesarios, los capitalistas llegan a diez o a cincuenta mil.

Sin embargo, esta separación entre la persona del propietario del equi­po industrial y la persona del trabajador que lo pone en obra, ha engen­drado, ipso jacto, el salariado. Completamente insoluble es el problema del cálculo de lo que en sentido científico del término podría llamarse el "justo salario". Hace ya varios siglos que incansablemente el obrero dice al propietario de los útiles que le da demasiado poco como remunera­ción por su trabajo y el propietario replica que no le puede dar más. Y allí estamos: cada uno se mantiene en sus posiciones y en ellas se mantendrá siempre -y eso es todo el conflicto social-, porque no hay ningún medio científico de saber cuál es, en el valor del producto ter­minado, la parte que corresponde directamente al trabajo y cuál la que proviene de los medios de producción, es decir, del ahorro que ha servido para comprar todo el equipo industrial y las materias primas. La cuestión misma no tiene sentido. El producto terminado forma una masa compacta, indisoluble, un bloque.

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Hasta la teoría complicada y sabia de la imputación, que los economis­tas han construido, no permite, en nuestra opinión, resolver la cuestión. Sería muy largo demostrarla aquí. El hecho es que ningún empresario y tampoco ningún gobierno han intentado jamás -y con razón- recu­rrir a la teoría de la imputación para resolver el problema del justo salario. 14

El orden cooperativo tiene un doble medio de resolver este problema crucial en el que siempre fracasa el estatuto capitalista.

El cooperativismo no intenta de ninguna manera calcular lo que podría ser el justo salario, sino resolver el problema de manera completamente diferente, como lo hemos visto: haciendo al trabajador indiferente al mon­to mismo del salario, puesto que pierde como consumidor lo que gana en su calidad de productor.

El segundo medio de que dispone el estatuto cooperativo es el de volver al conjunto de trabajadores la propiedad de los medios de producción, aunque sea en una forma indirecta. No podría encontrarse otro método eficaz para resolver el conflicto, siempre renovado, del reparto del valor

14 Ni los análisis más sutiles de la ciencia económica han logrado resolver este problema. Los economistas modernos admiten que en el régimen de competencia nor­mal el monto del salario es igual a la productividad marginal del trabajo, lo que equivale a decir que lo es a la plus-valía neta que resulta para la empresa del empleo de la última dosis de trabajo que se aplica a la misma. Se ha observado que conside­rados el equipo industrial, el aprovisionamiento en materias primas y la clientela de que dispone una empresa, la fuerza de trabajo de un primer obrero tiene un gran­dísimo rendimiento, procura a la empresa una utilidad neta considerable, una vez pa­gados todos los gastos, comprendidos en éstos el salario del obrero. Pero a medida que el empresario afecta al mismo equipo industrial un mayor número de trabajado­res, disminuye la plus-valía neta que cada uno de ellos deja; finalmente, la plus­valía neta que produce el empleo de un último obrero es tan pequeña, que tiende a ser igual a cero, lo que significa que pagados los gastos suplementarios totales (materias primas, impuestos, interés del capital invertido, sin contar los salarios), el aumento de entradas es precisamente igual al salario de ese último trabajador. Como todos los obreros encargados del mismo trabajo son fungibles, es inevitable que el empresa­rio se rehuse a pagar el salario de cualquiera de sus obreros a un tipo superior al monto de la productividad marginal del trabajo.

Los economistas están de acuerdo en reconocer que no hay en eso explotación del trabajo; que hay salario "normal" o "natural" cuando la remuneración del tra­bajo es igual a dicha productividad marginal. Para demostrar el fundamento de esta opinión sería necesario extenderse en explicaciones que exceden los límites de este estudio. Sin embargo, esta teoría marginalista del salario, si satisface a los econo­mistas, sería, ante todo, apropiada para servir de arma a los asalariados. Efectiva­mente, si la conocieran, ¿no pretenderían que sería más justo que se les diera como remuneración, no el monto de la menos productiva de todas las dosis de trabajo que la empresa absorbe, sino una suma igual al promedio de todas las plus-valías netas que proporcionan las diferentes dosis de trabajo? Metida en este terreno científico, la discusión entre patrones y trabajadores estaría más lejos que nunca de llegar a un acuerdo.

El problema de la determinación matemática irrefutable del "salario justo", es, pues, insoluble. Si tuviera solución, ya habría sido descubierta, porque por lo menos desde el siglo xm en que Santo Tomás de Aquino escribió la Summa Theológica, este inquietante problema no ha dejado de estar a la orden del día.

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producido entre capital y trabajo, a la vez que abolir radicalmente el problema mismo, llegando a restablecer en la misma persona la confu­sión de las dos calidades de capitalista y asalariado, actualmente separadas. En efecto, vamos a demostrar que en los términos del orden cooperativo, el trabajador asociado que proporciona la mano de obra puede al mismo tiempo, en calidad de consumidor, proporcionar el capital, adquirir los me­dios de producción, de manera directa o indirecta. Porque superponiéndose en la misma persona las dos calidades de capitalista y trabajador, inevita­blemente se encuentra radicalmente abolido el conflicto capital-trabajo.

He aquí que siendo uno y el mismo el productor y el consumidor, aun aplicando la más moderna técnica de la división del trabajo, poco a poco el orden cooperativo llevará a todos los que lo adopten la misma paz social, la misma tranquilidad que en otros tiempos produjera la economía familiar, patrimonio de los tiempos remotos.

Mediante nuestra adhesión directa a las cooperativas distributivas de primer grado, mediante nuestra adhesión indirecta a los organismos coo­perativos de segundo grado -almacenes de mayoreo formados entre cooperativas de consumidores- o a las cooperativas públicas, todos nos convertimos, en cierta manera, en accionistas de esas empresas y, por lo mismo, en productores de los objetos y servicios que consumimos. Cier­tamente, nuestra acción de productores no tiene nada de absorbente; bastan la simple suscripción de una acción de la cooperativa de consumo de que somos clientes, el modesto pago de cotización del grupo de clientes de que formamos parte y que suscribirá las acciones de la cooperativa pública de la que utilizamos los servicios: banca, sociedad de seguros, mina de carbón, fábrica de productos metalúrgicos.

Cuando no somos clientes regulares de la cooperativa pública y como miembros del público nos refugiamos en el anonimato, no pagamos nin­guna cotización al grupo de usuarios de la cooperativa, de la que podría­mos formar parte. Pero aun en este caso, este organismo nos vende los productos a un precio que no le deja sino un módico beneficio. Son otros, los socios de la cooperativa pública, los que la han organizado en la forma más favorable a nuestros propios intereses de clientes ocasionales. En cierto modo estamos representados ante la sociedad en virtud de una especie de mandato tácito. Así, a cualquier organismo cooperativo a que nos dirijamos, siempre reunimos en nuestra modesta persona, y en grados variables, pero jamás nulos, a las veces casi sin pensar en ello, las dos categorías complementarias de productor y consumidor. De modo que, por la virtud incontenible del principio cooperativo, todo consumidor, que piense en ello o no, es el "rey poltrón" de toda producción a cuyos servicios recurre. Nada importa la pereza de que dé prueba este usuario, este

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propietario universal de las empresas de producción que necesita. Para que cada empresa prospere, bastará que un pequeño núcleo de consumi­dores competentes y dedicados, miembros del consejo de administración de la cooperativa privada o pública, velen por la elección juiciosa de los directores, de los agentes técnicos, y de los obreros de este organismo; en suma, que se conduzcan como gerentes de negocios, inteligentes y des­interesados, en nombre y en representación de la masa de usuarios que en cierto modo les han depositado su confianza.

Este es el resultado sorprendente a que llegamos: que nos adhiramos o no a los organismos cooperativos de que somos clientes, mediante la sus­cripción de una modesta acción o de una cotización, en cualquier parte donde reine el principio cooperativo, de la manera más simple, aun igno­rándolo, nos es conferida la doble calidad de productor y consumidor, con todas las felices consecuencias que esta yuxtaposición comporta.

Y entre ellas, ésta que nos interesa aquí directamente: como todos los trabajadores, siendo consumidores, forman en cualquier país la gran ma­yoría de la población, ello significa que el conjunto del público consumidor que, como acabamos de ver, resulta el propietario colectivo de los medios de producción, se compone ante todo de la clase obrera. Y he aquí que mediante la aplicación del principio cooperativo, el conjunto de traba­dores se transforma en propietario colectivo de una gran parte del total de los medios de producción de que dispone el país.

Más exactamente, cada trabajador individualmente considerado tiene un derecho de propiedad, directa o indirecta, sobre los medios de produc­ción que se encarga de poner en marcha, o de aquellos de que es cliente.

Aun haciendo abstracción de que el personal esté representado con este carácter en el consejo de administración de todos los organismos coope­rativos, todo trabajador empleado en una cooperativa distributiva puede, si lo quiere, lo mismo que todos los clientes de ésta, convertirse en accio­nista; ser, pues, copropietario del equipo industrial. Si el obrero está em­pleado en los talleres de una cooperativa de mayoreo u organismo de se­gundo grado, no podrá ser accionista de la cooperativa, puesto que ésta sólo admite sociedades locales, pero por su categoría de comprador estará directamente interesado en la buena gestión y en la modicidad del precio de los productos de la sociedad.

De todos modos, que en calidad de accionista de una cooperativa el tra­bajador tenga la propiedad jurídica directa del organismo cooperativo, o que no tenga sino un derecho de propiedad indirecto y general en calidad de consumidor de los productos, este derecho de propiedad no tiene na­da de ficticio: el trabajador disfruta de todas las ventajas de la propiedad,

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puesto que aprovecha ya sea del reembolso de las utilidades, ya de lo barato de los productos, lo mismo que cualquier miembro del público que compra a un organismo cooperativo. ¿Qué beneficio puede proporcionar en el régimen cooperativo la propiedad de la empresa, sino precisamente la ventaja de comprar al precio de costo o casi a ese precio, los productos o los servicios? Este es el meollo a la vez que la paradoja del régimen cooperativo: la compra a precio de costo de los productos o servicios creados, que es la realidad, la substancia misma de la propiedad. Por esta razón ser consumidor es a la vez ser propietario-productor de todas las empresas cuyos productos se adquieren.

Como la clase obrera forma en su conjunto la mayor parte del público consumidor, con esta calidad está llamada a tener en mayor proporción la propiedad colectiva de todos los medios de producción, a medida que el orden cooperativo se ensanche. La evolución de la técnica industrial moderna es causa de que sea solamente en calidad de consumidor, y no ya de productor, como el obrero del siglo xx podrá reconquistar esta eminente dignidad que en otro tiempo fue su orgullo: la propiedad de los útiles de que se sirve.

Sentado lo anterior, el problema puede ser considerado desde una ma­yor altura.

El actual orden capitalista está caracterizado por la existencia de dos oposiciones, digamos, de dos binomios bien conocidos: productor-consu­midor, capitalista-asalariado. Estas dos oposiciones no coinciden una con otra, puesto que el productor mencionado por el primer binomio engloba los dos términos capitalista-asalariado, del segundo.

Pues bien, por vía de fusión, el orden cooperativo hace desaparecer esas dos oposiciones. De golpe desaparece la oposición productor-consumidor, puesto que en el régimen cooperativo todo consumidor se convierte por este mismo hecho en productor. En cuanto a la segunda oposición, tam­bién se encuentra abolida, porque todo asalariado, a título de consumidor es copropietario, directo o indirecto, de los medios de producción, convir­tiéndose así, en cierta forma, en accionista de la empresa, en suma, en ca­pitalista: en lugar de dos personajes, capitalista y asalariado, no encon­tramos más que uno solo: el trabajador asociado.

En lugar de los cuatro términos que componían los dos binomios, sólo encontramos dos: productor-consumidor y trabajador asociado. Pero he aquí que esas dos categorías coinciden a su vez una con la otra: no hay cogestión y copropiedad de los medios de producción, es decir, trabajador asociado, sino porque todo productor es al mismo tiempo un consumidor. Brevemente, siendo productor consumidor sinónimo de trabajador aso­ciado, los cuatro términos quedan, de uno al otro extremo, reducidos a

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uno solo. Así se realiza en cada uno de nosotros la unidad de las catego­rías económicas, lo que pone fin a todos los conflictos sociales.

Es mucho rnás directa la propiedad colectiva de los medios de produc­ción que el orden cooperativo otorga a la clase obrera, que aquélla con que el colectivismo estatal pretende beneficiarla. El Estado soviético disfruta de un gran dominio sobre las masas obreras, casi puede decirse que de todo el mundo, no sólo porque casi ha abolido todo vestigio ele capitalis­mo, sino también porque se jacta de ser el gobierno del pueblo, de haber devuelto al conjunto de trabajadores la propiedad y el uso ele todos los medios de producción. Sin embargo, ¡cuán teórica, hasta ilusoria, es la pro­piedad del pueblo soviético sobre el equipo agrícola e industrial de la nación! El pueblo ruso no participa bajo ninguna forma en la prepara­ción de los planes quinquenales ni en la fijación de los precios o ele los salarios, o en la determinación del monto ele los impuestos. N o le corres­ponde ninguna porción de las utilidades de las empresas. Sobre todo, al pueblo ruso no se le ha concedido la ventaja ele comprar a precio ele costo todos los productos, como es el caso en el régimen cooperativo. Al con­trario, se sabe que el Estado soviético vende la mayor parte de los pro­ductos de gran consumo como el trigo, el alcohol, el azúcar, a precios a tal punto elevados, que los enormes beneficios que obtiene por medio de esos impuestos al consumo, recaudados de toda la nación, son el más constante de sus recursos fiscales. Una propiedad verdaderamente sin­gular, desprovista de todo derecho o ventaja, es ésta del pueblo ruso sobre los medios de producción de que el Estado soviético dispone. El capita­lismo de Estado, en cuya virtud el poder público es propietario de todos los bienes de producción, establece una deplorable separación aún mayor que en el actual régimen capitalista, entre la propiedad de los medios de producción y la persona de los trabajadores o de los usuarios.

Al no comprar nadie los productos a precio de costo, en calidad de con­sumidor, nadie tiene el sentimiento de ser propietario de ninguno de los medios de producción poseídos por el Estado, mientras que en calidad de productor cada uno tiene el sentimiento de continuar siendo un asala­riado al servicio de un patrón análogo a los empresarios del régimen capitalista. La reciente representación del personal en el consejo de admi­nistración de las empresas francesas llamadas nacionalizadas, no ha bas­tado para dar a los empleados u obreros de esas empresas del Estado, el sentimiento de no seguir siendo proletarios. Todo capitalismo integral de Estado llegará, pues, a una proletarización universal de la mano de obra.

Por desacreditado que esté el capitalismo actual, por lo menos mantiene en actividad innumerables pequeñas explotaciones campesinas, comercia-

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les o artesanales, que tienen la ventaja de dar la propiedad de los bienes de producción a aquel que los utiliza. Nada semejante es concebible en un régimen de colectivismo de Estado. Así, la evolución actual, que en lugar de restringirlo, cada día extiende más el campo de las empresas públicas, generaliza ese doloroso régimen de separación que coloca frente a frente a los propietarios de los medios de producción y a los obreros que los emplean.

Si llegara a establecerse el colectivismo de Estado en Francia, ¿qué francés se sentiría propietario de una cuarentamillonésima parte de la totalidad de los medios de producción agrícolas e industriales existentes en el país, bajo el pretexto de que el Estado fuera el propietario y ge­rente universal de los mismos? ¿Qué campesino, qué artesano, qué deta­llista, en suma, qué productor, en el momento de ver su tierra, sus útiles, su almacén, su taller, confiscados. por el Estado, declararía encontrarse contento de cambiar su propiedad minúscula, pero personal, contra una parte alícuota, por ínfima que fuese, de la propiedad colectiva de la na­ción? El francés es demasiado individualista para no ver en eso sino una engañifa. De modo que en lugar de aproximarnos a la meta, los progresos de la estatización nos alejan cada vez más de ella.

He aquí el nuevo estatuto propuesto: en el régimen cooperativo hay trabajadores asociados y no hay ya asalariados porque todos los trabaja­dores gozan en él de esta doble clase de ventajas: en calidad de productor, todo el personal tiene derecho a la cogestión y a la participación en las utilidades de la empresa; en su calidad de consumidores, obreros y em­pleados, lo mismo que todos los demás miembros de la nación, tienen un derecho de propiedad eminente sobre el conjunto de medios de produc­ción de que dispone el país; al hacer todas sus compras al precio de costo, ellos ejercitan efectivamente este derecho.

Se convendrá en que somos los antípodas del régimen capitalista.

Semejante estatuto es mucho más favorable al obrero que cualquiera otro. Así, en el colectivismo de Estado, que no es más que un capitalismo reforzado en que el poder público, único patrón, es tan ávido de ganan­cias como los empresarios privados, si no más, el obrero no tiene derecho de propiedad sobre el equipo industrial y, muy rara vez, derecho de ca­gestión.

El único estatuto que puede enorgullecerse de reivindicar para la mano de obra un derecho más amplio a la participación en la gestión y en las utilidades, es el de la asociación obrera de producción. Desgraciadamente, como lo hemos demostrado, a su extensión se oponen obstáculos insupe­rables.

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No ocurre exactamente lo mismo con el socialismo asociacionista o corporatisnzo obrero que resultaría de la multiplicación de vastísimas so­ciedades semejantes a las asociaciones obreras de producción. Ese es el régimen utópico en el que la dirección y la propiedad de las empresas, pequeñas o grandes, pertenecería a los obreros, aunque éstos no hubieran sido capaces de aportar los capitales necesarios.

En el curso del capítulo n de esta obra hemos señalado cuán irrealiza­ble es semejante concepción, según la cual el poder público proporcionaría indefinidamente todos los fondos y generosamente dejaría a la mano de obra todos los beneficios de la gestión. Además, muy raramente la mano de obra, convertida en ama de la empresa, sabría imprimirle una gestión favorable.

Tal régimen, vagamente imaginado a mediados del siglo xrx por Fourier y Robert Owen, jamás ha podido ser precisado y la idea menos im­perfecta que nos podemos formar de él, es la que corresponde a la fórmu­la muy conocida de la mina a los mineros y del ferrocarril a los ferroca­rrileros. Pero si se pusiera en práctica este un tanto ingenuo estatuto, reservaría muy crueles dificultades al obrero, quien sería, por hipótesis, amo de la producción.

Ciertamente, el salariado sería abolido, porque desde entonces la retri­bución del trabajo dependería de las utilidades anuales de la empresa. Sin embargo, si el trabajador está investido de la gestión, aunque no haya po­dido proporcionar el capital, deberá estar en guardia, porque ipso facto heredará las ventajas, pero también las dificultades morales del patronato. El obrero, amo de la fábrica, se apropia forzosamente las utilidades. Su in­terés estará, pues, en vender a los consumidores lo más caro posible. Ten­dría la misma razón que para explotar al público tiene el capitalista ac­tual. Aunque aporte a la empresa su fuerza de trabajo, lo que no hace el accionista ordinario, participará directamente de la naturaleza del capita­Esta. En efecto, no hay término medio: quien quiera que no reciba una remuneración fija, sufre el riesgo de la empresa, lo que quiere decir que es un capitalista.

En el orden moral no se habrá realizado ningún progreso sobre el ré­gimen actual, inclusive desde el punto de vista tan vago de la justicia distributiva, puesto que el obrero ocupado en una empresa no tiene más derecho de percibir las utilidades que el que ha ahorrado y ha expuesto sus economías, confiándolas a la empresa. El ahorro individual muy fre­cuentemente representa trabajo acumulado y puesto en reserva y no se ve porqué el trabajo ejecutado ayer o anteayer, sería menos respetable que el trabajo ejecutado hoy. ¿Qué sofisma podría legitimar la expoliación que tendría por resultado privar de remuneración al capital invertido en

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la producción y esto en provecho de un colaborador que, retribuido al día por su trabajo, no corre ningún riesgo en el negocio, puesto que no ha proporcionado el capital?

En fin, este régimen de corporatismo obrero -abstracción hecha siem­pre de su carácter utópico.- implicaría varias injusticias para los mismos obreros. Imaginemos dos obreros que hacen el mismo trabajo, uno en una empresa próspera, el otro en una empresa deficitaria. ¿Sería justo que uno ganara el doble que el otro? No obstante, eso será lo que ocurrirá, puesto que la prosperidad de una de las explotaciones autorizará una re­tribución mucho más elevada. ¿Cómo conjurar esta molesta desigualdad?

Los constructores de planes sociales no son cortos de imaginación. Se fusionarán, dicen, todas las empresas similares, los beneficios y las pérdi­das serán puestos en común o, lo que es lo mismo, entradas y gastos se adscribirán al sindicato nacional de la corporación, que fijará un salario nacional uniforme.

Suponiendo equitativa esta retribución uniforme del trabajo, a pesar de las diferencias del costo de la vida de una región a otra, derivaría de esto una consecuencia inmediata: desde ese momento ningún obrero tendría interés en trabajar bien, porque la disminución de las utilidades que para sí mismo y para la empresa resultara de su pereza, sería insignificante. Como el sindicato jamás tendría la crueldad de mostrarse "duro" res­pecto a un "camarada", a un "hermano" sindicalizado, incluso si holgaza­neaba un poco, jamás o casi jamás sería despedido un trabajador. Es vi­sible que este régimen conduciría rápidamente a un gran relajamiento de la intensidad del trabajo. Como la riqueza de la nación consiste funda­mentalmente en la abundancia de los productos de consumo, el fruto de este predominio de los sindicatos obreros sobre el conjunto de las em­presas de la producción sería un empobrecimiento general, aun haciendo abstracción, lo que siempre se olvida, de la competencia técnica y finan­ciera de los sindicatos obreros en lo que concierne a la gestión industrial.

Las organizaciones sindicales, supuestas dueñas de la producción, se encontrarían atrapadas en un círculo vicioso: por una parte, la cantidad producida disminuiría; por otra, aumentaría el precio de costo y la vida encarecería. Con el pretexto de que se elevaba el precio de la vida, el sin­dicato elevaría los salarios para ponerlos en relación con el costo de la vida. El costo de la vida se elevaría más que antes. Por una corriente ver­tiginosa, la carestía de la vida, que provenía de la disminución del trabajo, engendraría la elevación de los salarios y los salarios elevados engendra­rían de nuevo la carestía de la vida.

Este círculo infernal, lejos de ser imaginario; ¿no está produciendo sus perjuicios ante nuestros ojos? Si desde 1936 se ha abatido tanto el poder

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de compra de la moneda en Francia, es esencialmente a causa de las alzas generales de los salarios consecutivamente acordadas. ¿De qué manera po­drían los sindicatos, suponiéndolos investidos de la gestión económica, romper jamás este círculo infernal, si ahora que el nivel de los salarios depende del gobierno, que la producción no está confiada a los sindicatos, éstos han logrado muy bien obligar a los diferentes gobiernos a arriesgarse en el camino fatal de la inflación de los salarios, desatando automática­mente la inflación de los precios?

Así, el socialismo asociacionista o corporativo obrero, cuya idea se man­tiene aún viva en el fondo de la conciencia de los trabajadores, es el plan más erróneo que pueda concebirse. Abandonada esta quimera, es evidente que el cooperativismo es el régimen que más se aproxima a la abolición del salariado, el que mayor satisfacción proporciona y el que da mayores derechos al conjunto de trabajadores.

3:¡¡ Tendencia a la igualdad de ingresos entre las clases

El cooperativismo aporta a todas las clases sociales, y en particular a la clase obrera, una tercera ventaja que no por ser de orden moral es menos considerable: por sí mismo tiende a reducir la desigualdad de in­gresos entre las clases. Una ele las situaciones que actualmente irrita más a la clase obrera, es la impresión, verdadera o falsa, de que los ingresos ele las clases capitalistas son mucho más elevados que los suyos. Hay en esta creencia mucho menos verdad de lo que los trabajadores manuales se imaginan. 15 Y a hemos tenido ocasión de expresarlo: desde la prime­ra Guerra Mundial, el ingreso medio de las clases burguesas e incluso el de los grandes acaparadores de negocios, y el ingreso medio de los asala­riados, se han aproximado mucho. Actualmente, el capitalista pasivo con valores en su cartera, pero que no hace fructificar por sí mismo su ca­pital, está arruinado, pues los valores mobiliarios no dan más del 1% anual de interés o dividendo. Cualquier obrero calificado tiene un ingreso superior al de un capitalista pasivo que posea unos diez millones de fran­cos.

A pesar de este hecho, existen todavía grandes ingresos debidos a uti­lidades comerciales o a la especulación en la bolsa, sobre valores o mer­cancías. Ahora bien, en un Estado donde toda la economía comercial e industrial estuviera cooperativizada, todas estas funciones comerciales las asumirían los organismos cooperativos que serían los únicos que ob-

15 Y a se ha indicado que esto es verdad en Francia, pero no en México, donde esa diferencia es grande (N. de la T.).

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tendrían la utilidad o la pérdida. En cuanto a la especulación sobre los valores mobiliarios, sólo sería posible sobre los de ingreso fijo, rentas del Estado u obligaciones industriales, puesto que todas las acciones capita­listas se habrían transformado en acciones de organismos cooperativos y éstas, que jamás se cotizan en la bolsa, cuando más, valdrían a la par. Pues bien, las fluctuaciones del mercado sobre valores de ingreso fijo son siempre mínimas, siendo poco lucrativa la especulación.

Con el cooperativismo las dos principales fuentes del ingreso sin traba­jo: las utilidades comerciales o industriales apropiadas privadamente y las especulaciones en la bolsa, serían abolidas totalmente las primeras; las segundas quedarían sumamente disminuidas. Baste decir que la diferencia de ingresos, que desde 1914 es mucho menor que antes de la primera Guerra Mundial, se reduciría más a medida que se implantara el coo­perativismo. 16

4ª' Desaparición de las utilidades capitalistas

Por último, por conocido que sea, no olvidemos este último rasgo del régimen cooperativo: la desaparición de las utilidades capitalistas. Parece evidente que este es un factor muy favorable para la paz social. Lo que desespera al obrero y disminuye mucho su productivadad material, es la certidumbre que tiene de que en el régimen capitalista, todo nuevo esfuerzo de su parte servirá, sobre todo, para acrecentar las utilidades capitalistas, aun en el caso de que el salario esté en proporción con el rendimiento material del trabajo. Esta es la razón esencial por la que el asalariado encuentra humillante su posición: el fruto de su trabajo be­neficia en parte a otro; en otras palabras: sirve a un amo.

Esto no se encuentra en el cooperativismo: todo esfuerzo suplementario que haga el obrero beneficiará -él está cierto de ello- a la colectividad entera: obreros y colectividad estarán asociados en el mismo interés, mientras que obreros y capitalistas tienen actualmente intereses divergen­tes. Como las utilidades de la sociedad son reembolsadas al comprador o incorporadas al fondo de reserva impersonal e indivisible de la sociedad, la clase capitalista no existe más, al menos en función de las empresas que estén cooperativizadas. Así pues, de un extremo al otro de la escala formada por los agentes de cada sociedad o cooperativa pública, tanto directores como obreros calificados o simples obreros manuales, todos están al servicio de la clientela y sólo de ella. De nadie puede sospecharse

16 Lograr la reducción de la desigualdad del ingreso, que constituye entre nosotros un problema tan serio, será suficiente motivo para justificar el esfuerzo que se de­dique a la difusión del cooperativismo (N. de la T.).

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que busque su interés personal fuera de su remuneración y de su pro­greso legítimo. Todos tienen esa admirable cualidad de servidores de la colectividad pública formada por el conjunto de usuarios del producto fabricado o del servicio suministrado.

Por la fuerza de las cosas, toda empresa cooperativa, en lugar de bus­car fines particulares o interesados, es un verdadero servicio público; constituye una especie de "fundación caritativa" dedicada en cuerpo y alma al servicio de los otros; y con esto, la distinción habitual entre derecho público y derecho privado desaparece, puesto que sociedades cooperativas privadas y cooperativas públicas descentralizadas con ser independientes del poder público, tienen sin embargo, una finalidad de interés general.

No podría ponerse en duda que la substitución del salariado por el tra­bajo asociado; la indiferencia que para el trabajador presentará el nivel nominal de los salarios; la propiedad colectiva de los medios de produc­ción reconocida a los trabajadores en su categoría de consumidores; la disminución, casi desaparición de los ingresos sin trabajo; por último, la abolición de todas las utilidades capitalistas en la medida en que se ex­tienda el cooperativismo, conducirán a este inmenso resultado: la des­aparición de la lucha de clases.

Hubo un tiempo --cuando la calidad de propietarios de los medios de producción y la del trabajador que los usa estaban confundidos en una misma persona- en que la lucha de clases no existía. No existe violenta sino desde hace siglo y medio, lo que no es más que un instante, en com­paración con la larga historia de la humanidad. Y vendrá de nuevo un tiempo en que no habrá lucha de clases. En toda sociedad humana sub­sistirán diferentes clases, porque la clase nace de la diferenciación de las profesiones, la que supone y engendra diversidad de gustos y de aptitudes. Pero cuando no haya más utilidades capitalistas, cuando todas las clases vivan del fruto de su trabajo -reducidos los ingresos capitalistas como en la Rusia actual, al interés fijo de las obligaciones o a las rentas del Estado-, la diversidad de las clases no engendrará más lucha entre ellas, pues no la hay en un taller entre obreros calificados y manuales, entre jefes e ingenieros. Entre las clases sociales, lo mismo que entre los di­versos agentes de la producción, habrá una emulación fecunda, llegando los mejores elementos a los escalones superiores gracias a sus méritos y a su trabajo. Pero estando todos al servicio de la colectividad, se sentirán siempre miembros de un mismo orden.

La Revolución Cooperati·va es mucho más profunda que la que resulta­ría del advenimiento del colectivismo de Estado. Este último régimen, pe-

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rezosamente, mantiene la utilidad capitalista. Las empresas de Estado --que se piense, por ejemplo, en las administraciones fiscales- no son menos ávidas de ganancias que las empresas capitalistas privadas. Un Estado socialista, como la U.R.S.S., obtiene la mayor parte de sus recur­sos del enorme aumento del precio que fija a los productos más esencia­les para la vida, en relación con el costo de producción. En suma, en el régimen colectivista el público consumidor no se beneficia con ninguna liberación de orden económico, sin contar con que pierde todas sus liber­tades públicas. Al cambiar de explotador, no hace sino cambiar de amo.

En otro aspecto es fundamental la revolución cooperativa: el fin de toda la actividad económica sigue siendo la economía de los recursos em­pleados, pero desde entonces deja de serlo para obtener un lucro, ya que las utilidades son reembolsadas al comprador.

En definitiva, si es preciso resumir en una frase la idea que consti­tuye el rasgo genial del cooperativismo, es tan radical como simple: en lugar de mantener separado en dos personas distintas las categorías opuestas de productor y consumidor -como lo hacen casi todas las eco­nomías humanas: la economía campesina, la economía artesanal, la economía capitalista, también la economía estatista-, el cooperativismo yuxtapone, incluso confunde en cada persona las dos calidades de produc­tor y de consumidor. Confundiéndose el interés de cada uno con el de todos, es posible edificar sobre la base de sentimientos egoístas, inaltera­dos en el hombre, un orden altruista y generoso.

Lo que vanamente habían intentado Platón en su República, donde es­taba proscrita toda propiedad privada y hasta toda familia privada, todo lazo conyugal entre los sexos, se ofrece fácilmente a la humanidad como uno de los benéficos frutos del cooperativismo. Lo que ayer no era más que la utopía de un filósofo, se convierte en una feliz realidad de la vida.

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