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Estudios y Análisis CAPITAL SOCIAL Y ETNODESARROLLO EN LOS ANDES Víctor Bretón Solo de Zaldívar Prefacio de Andrés Guerrero caap Centro Andino de Acción Popular

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Page 1: Capital Social y Etnodesarrollo en Los Andes

Estudios y Análisis

CAPITAL SOCIAL Y ETNODESARROLLO EN LOS ANDES

Víctor Bretón Solo de Zaldívar

Prefacio de Andrés Guerrero

caap

Centro Andino de Acción Popular

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Serie: ESTUDIOS Y ANÁLISIS

Título: CAPITAL SOCIAL Y ETNODESARROLLO EN LOS ANDES La experiencia PRODEPINE

Autor: Víctor Bretón Solo de Zaldívar

Ediciones: Centro Andino de Acción Popular –CAAP– Diagramación: Martha Vinueza Diseño original de portada: Magenta Impresión: Albazul Offset Derechos Autor: 022437 ISBN: 9978-51-021-4 Julio 2005 Quito-Ecuador

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CAPITAL SOCIAL Y ETNODESARROLLO EN LOS ANDES

La experiencia PRODEPINE

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ÍNDICE

Págs.

PREFACIO 7

CAPÍTULO 1 INTRODUCCIÓN

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Del desarrollo como discurso a los nuevos discursos sobre el desarrollo

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Etnicidad, ética y política o el dilema de las ciencias sociales 19

Nota sobre el origen de este trabajo 24

CAPÍTULO 2 CAPITAL SOCIAL Y DESARROLLO: DEL ANÁLISIS A LA PRAXIS

25 El Banco Mundial y su apuesta por el capital social 27 Capital social y fortalecimiento organizativo en los Andes 31

CAPÍTULO 3 PROYECTO DE DESARROLLO DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS Y NEGROS DEL ECUADOR

35 Filosofía y naturaleza de PRODEPINE 36 Líneas de actuación de la primera fase 41 El proyectismo de PRODEPINE a examen 44

CAPÍTULO 4 ¿QUÉ CLASE DE NUEVOS ACTORES PARA QUÉ TIPO DE NUEVA RURALIDAD?

59 PRODEPINE y la fragmentación étnica del campesinado andino 59

Siguiendo los pasos de las ONG 63 La controvertida y compleja naturaleza de las OSG 66 Los límites del proyectismo 70

CAPÍTULO 5 REFLEXIONES FINALES 77

ANEXOS ESTADÍSTICOS 83

Anexo 1. Subproyectos PRODEPINE y entidades ejecutoras en los cantones de la sierra

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Anexo 2. Importe de los subproyectos implementados en la primera fase de PRODEPINE en los cantones de la sierra

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Anexo 3. Estimaciones de población rural para los cantones de las provincias de la sierra

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Anexo 4. Proyectos de desarrollo rural de ONG y subproyectos PRODEPINE en los cantones de las provincias de la sierra

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APÉNDICE ¿QUÉ FUE DE LOS SUBPROYECTOS PRODEPINE? IMPRESIONES DESDE EL CAMPO

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El contexto: la OSG local y sus comunidades filiales 94 Ideología y realidad de los subproyectos PRODEPINE 95

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 101

ABREVIATURAS UTILIZADAS 109

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PREFACIO

El trabajo de Víctor Bretón o, más bien dicho, la evaluación crítica que intenta sobre los planes de desarrollo sustentados en la noción de capital social, está bien articulada y maneja argumentos y datos sóli-dos. Su propósito no es tan sencillo como podría parecer a simple vis-ta: no es tarea fácil criticar la algarabía que han armado los organis-mos internacionales en torno al capital social. Y la teoría que divulgan es, ante todo, coherente y atractiva. A uno de sus promotores, espe-cialmente, le sobra capital no solamente social (contactos y redes de clientelas globalizadas con los grandes poderes transnacionales) sino en dinero y motivaciones como para destinar un ínfimo presupuesto a justificar (o quizás encubrir) sus verdaderas acciones de financista, las serias políticas macro mundiales que coordina en todo los continentes con el Fondo Monetario Internacional; desde luego me refiero al Ban-co Mundial. Para las acciones de desarrollo inspiradas en el capital so-cial (que seguramente pesan como una pequeña propina que se otorga generosamente al portero) dicha entidad contrata grupos de científicos sociales que son, por supuesto, críticos y medio disidentes en y hacia la propia institución. La hegemonía, es bien sabido, no se construye sólo con los discursos de los adeptos sino sobre todo con el de los di-sidentes pero colaboradores. Imbuidos de su propia buena conciencia (en el irónico sentido de Nietzsche) y de un convencimiento de tintes religiosos en la razón universal, esos equipos son muy capaces de plantear investigaciones, evaluaciones y autocríticas que argumentan no sólo la buena fe sino la eficacia de sus “propuestas salvadoras” del desarrollo en la era del neoliberalismo y la globalización. Los promo-tores del capital social, la nueva ideología del desarrollo en boga, no son hierba reciente. Disponen de acumulaciones de experiencia y sa-ben que cuando se anda de ideólogo por el mundo es imprescindible cuidarse las espaldas, conviene siempre precaverse de los francotira-dores, los incrédulos y pesimistas de siempre. Y como hace toda buro-cracia digna de ese galardón, elaboran ensayos, convocan a discusio-nes y pagan investigaciones para comprobar y hasta criticar sus pro-

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pios planteamientos a nivel mundial. Es así como se construye la do-minación ideológica. No, realmente no es tan sencillo criticarlos.

El concepto de capital social, como han advertido algunos críticos, tiene una inmensa ventaja: es un cajón de sastre. Se inspira de un pá-rrafo y de una serie de referencias que hace Pierre Bourdieu al respec-to (dicho sea de paso, extraídas de unas breves notas, porque que yo sepa apenas desarrolló la noción). Para ese autor, el capital social se enmarca en contextos de relaciones de luchas sociales por los diferen-tes tipos de capital, ya éste sea simbólico o material. La acepción de capital para Bourdieu está referida siempre a campos sociales históri-cos, por ende específicos, en los cuales los actores despliegan estrate-gias que intentan mantener, ganar, instaurar o transferir la legitimidad del capital que poseen, adquieren o reconvierten en un espacio social definido por juegos de poder y de dominación.

En la definición de capital social tan citada que se hace de Bour-dieu, como una red de relaciones y de medios materiales y simbólicos (adquiridos o hereditarios) que un grupo o persona puede movilizar, el autor se refiere sobre todo a los procesos de reconversión del capital social en otros tipos de capital como el económico o el político, siem-pre en sistemas de dominación. Aún en la obra donde enfoca de mane-ra más explícita al capital social (en La distinción), aparece como una estrategia que puede ser destacada en ciertos grupos populares france-ses. Bourdieu enlaza una comparación implícita entre los sectores po-pulares y la pequeña burguesía, siendo el caso que, según explica (en la historia de Francia), éste último grupo no acumularía capital social ni desplegaría redes de apoyo y de protección familiares o de clientela (Bourdieu 1980, 389). Sin embargo, si se sigue de cerca la utilización que hace en otras páginas de ese mismo trabajo, al otro extremo de las jerarquías sociales, las clases dominantes (francesas, insisto) parecen disponer de acumulaciones importantes de capital social que, advierte Bourdieu, les son imprescindibles para la reproducción de la domina-ción: la valorización y reconversión de otras formas de capital, como el escolar y universitario. O sea que la noción de capital social, enten-dida como redes de apoyo y de solidaridad, en primer lugar, sería un atributo de ciertas clases o grupos sociales históricas: no es un atributo universal ni un fenómeno unificado ni homogéneo ni exclusivo, exis-

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tente por doquier en el mundo aún en los así llamados sectores popula-res1. Cada grupo social (salvo la pequeña burguesía, siempre refirién-dose a Francia) dispondría de modalidades de capital social que utiliza en juegos de poder. En segundo lugar, el espacio social en el que fun-ciona dicho capital es aquél de luchas de clases y de juegos de domi-nación.

La vinculación entre capital social y desarrollo cambiaría de conte-nido (sobre todo en la práctica) si se la reubica en este contexto de juegos de poder, estrategias de dominación y clases sociales –y en el sentido que Bourdieu (1987) le da a esa noción– teniendo en cuenta siempre la historia específica de un campo social y no como se tiende a pensar, algo así como un atributo universal de las organizaciones so-ciales comunales de por sí y doquiera. Desprendida de los contextos de la teoría de la práctica de Bourdieu, la noción se convierte en un leitmotiv, en el sentido más estricto de un marketing desplegado por las organizaciones financieras mundiales para lanzar una de esas nue-vas recetas sobre el desarrollo (que, en realidad, encubren las políticas de explotación) que aparecen cada década desde mediados del siglo pasado. Así, el lector puede hacer por su propia cuenta un ejercicio que la lógica emplea para demostrar lo vacío de un concepto por indi-ferenciado y general: la experiencia de una noción que puede ser subs-tituida por otras, todas igualmente vacuas cuando descontextualizadas de las teorías y de la historia. Si se remplaza capital social por una sarta de palabras generales al estilo “cultura política” o “cultura eco-nómica” u otra palabra del mismo tipo con un sentido difuminado, como “la democracia” o “la política” o la “igualdad” y hasta por lo contrario, “la competencia social”, se comprobará que no cambia casi nada o nada mismo el sentido de los párrafos en los que se la utiliza.

1 Asumo la noción de cultura popular en el sentido definido por De Certeau, o sea de

los “repertorios de esquemas de acción que ciertos grupos sociales crean, juegos de tácticas que aprovechan y desvirtúan la dominación oponiendo la astucia en ca-da oportunidad y ocasión propicias, en las coyunturas de la vida cotidiana (o sea, jugando con el momento y el tiempo). Mil maneras de jugar y burlar el juego del otro, o sea, el espacio instituido por los otros, caracterizan la actividad sutil, tenaz y persistente de grupos sociales que, no pudiendo tener un ‘propio’, tienen que arreglarselas en las redes de fuerza y de las representaciones establecidas” (De Certeau 1990, 35).

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Tómese un ejemplo preciso: revísese el texto de Uquillas que V. Bre-tón cita en este trabajo (capítulo 3) y hágase el experimento. Esto des-vela un hecho a mi parecer: los especialistas del Banco Mundial (in-ternos y externos, los orgánicos y los periféricos) se han pergeñado para su propio uso y para el mercadeo del desarrollo una noción que, rodeada del halo legitimador de la teoría de la práctica desarrollada por un eminente sociólogo, responde a una necesidad burocrático-política de encubrimiento. Tiene la inconmensurable ventaja de hacer comprender a cada quien lo que quiera hacer espejear. Requerido es un verdadero ingenio de marketing, que sólo la fe de los convencidos en el orden mundial puede producir, para elaborar una suerte de ket-chup que realza el entusiasmo perdido en casi todos los continentes por los proyectos de desarrollo impulsados desde los centros mundia-les de la finanzas.

Ahora, el asunto de por dónde acometer una revisión crítica de las prácticas desarrollistas que pone en juego esa noción, tampoco es nada sencillo. Siendo un discurso mantecoso, siempre se escurre por algún lado. Está hecho precisamente para eso. Para criticarlo se puede tener la tentación de irse a mirar de cerca la práctica y es lo que Bretón se propone. Pero tampoco allí, en lo concreto de las acciones, el proble-ma no se simplifica porque no se dispone de una distancia temporal como para exigirles a los proyectos de desarrollo basados en la noción de capital social una rendición de cuentas datos en la mano.

Víctor Bretón trata de salirle al paso a este problema por un atajo que puede ser de lo más provechoso; comparar y cotejar lo que se está haciendo hoy en día con lo que se hizo en un pasado reciente: los pro-yectos de hoy y los que se implementaron hace unas tres décadas. Ubicados en una perspectiva histórica (pues sí, la historia, parece que es algo que los planificadores del desarrollo aborrecen puesto que, al contrario, practican y fomentan una desmemoria instrumental), resulta que no es tan distinto lo que se hizo antes y lo que se promueve ahora con bombos y platillos. Con lo cual me parece que queda al descubier-to un punto clave: que sus famosos planteos repiten (desde luego con variantes y actualizaciones) acciones ya realizadas. Al leer el trabajo de Bretón se me vino a la cabeza que, por ejemplo, sería interesante

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comparar las acciones de FODERUMA2 lanzadas por el Banco Cen-tral en la primera mitad de los años 1970 (sus ideas en la definición y el manejo de los proyectos por los implicados, el fortalecimiento de las organizaciones, la autonomía frente al Estado y el sesgo étnico comunal) y los actuales bajo el icono del capital social. En aquella época, si mal no recuerdo, hubo toda una elaboración en la definición y la realización de esos proyectos en la que participó un sector de la izquierda vinculada al Estado en diálogo con los dirigentes de las co-munidades. Los proyectos de FODERUMA ya traían propuestas sobre la creación y el fortalecimiento de organizaciones de primer y segundo nivel, planteamientos medio ambientalistas y enfocaban prioritaria-mente a las poblaciones indígenas como quienes formulaban y ejecu-taban las acciones. Se me ocurre que es quizás por esa misma razón que, como advierte Bretón, calce tan bien la superposición de cantones y organizaciones ya sembrados por los planes de desarrollo anteriores y los actuales proyectos de capital social.

Lo que si puede haber cambiado no son tanto los proyectos sino un punto que el autor plantea al final. Desde antes de 1996 hay un “apara-to indigenista de Estado” que concentra en una institución burocrática (el CODENPE) algunos vectores del juego político y las relaciones de poder del Estado y las poblaciones indígenas en cuanto al desarrollo. Ese aparato está destinado concretamente a obtener y distribuir los fondos nacionales e internaciones; a definir y administrar los proyec-tos y a elaborar los consiguientes discursos oficiales sobre la etnicidad y el desarrollo; a negociar con las instancias del Estado y las interna-cionales; y, algo muy importante que no hay que olvidar, a reproducir-se como cuerpo de intelectuales indígenas burócratas que mantienen y expanden redes de clientela.

Es algo que antes no existía. Por ejemplo, entre FODERUMA y ECUARUNARI hubo fuertes tensiones, juegos de poder abiertos y larvados que definían un espacio de juego por quién controlaba las or-ganizaciones, cómo se distribuían los fondos, y quienes tenían las atri-buciones de decisión. Era el juego entre un organismo político de la sociedad civil (ECUARUNARI) y una instancia del Estado. Las orga-nizaciones indígenas rechazaban que el Estado se entrometiera en las 2 Acrónimo del Fondo de Desarrollo Rural Marginal.

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comunidades. Por su parte, FODERUMA incitaba a los comuneros a organizarse para obtener proyectos: era una de las condiciones previas que planteaba para conseguirlo. Las organizaciones indígenas, desde luego, no podían evitar que el Estado se inmiscuyera en las comunida-des puesto que llegaba con dinero en la mano y terminaban negocian-do con el Estado una participación en el manejo de los proyectos, lo cual FODERUMA aceptaba gustoso. Rápidamente se dieron cuenta las organizaciones indígenas de que les convenía ese juego de oposi-ción, negociación y obtención de recursos: les permitía ampliar su es-pacio político en las comunidades y organizar federaciones en los can-tones. Una parte de los Organismos de Segundo Grado surgieron de este juego. Obtenían del Estado recursos materiales y simbólicos que eran revertidos para fortalecer las organizaciones locales, crear cua-dros políticos, tender nuevos enlaces hacia arriba (la provincia) y hacia abajo (las parroquias) y elaborar un discurso político. De todas maneras, seguían los indígenas en la condición de poblaciones admi-nistradas, sin capacidad reconocida de representación propia ni discur-so, había una relación de exterioridad de las organizaciones frente al sistema político y el Estado. Desde la Constitución de 1998 hubo un cambio fundamental. Los pueblos y nacionalidades indígenas tienen varios campos de representación política: son orgánicamente una parte de la burocracia estatal y están integrados en el sistema político; parti-cipan en los concejos provinciales, en los municipios cantonales y las juntas parroquiales; tiene su propios partidos políticos e intelectuales.

Queda finalmente un tema por estudiar: como advierte M. De Cer-teau, ningún consumo es puramente pasivo sino que, en los espacios intersticiales que se le escapan al poder, los actores realizan una pro-ducción creativa secundaria de lo que consiguen. La pregunta sería: ¿que hacen en los márgenes tanto las organizaciones, como los inte-lectuales y los dirigentes indígenas, de los discursos y los recursos de-sarrollistas apuntalados por la noción de capital social y de etnodesa-rrollo? Habría que cotejar las prácticas de adulteración de los indíge-nas y los discursos y evaluaciones de los ideólogos internacionales. ¿En que medida se intercalan actos de resistencia y de creatividad en el proceso de consumo de esos discursos y en el momento de su apli-cación?; ¿En que medida esos discursos son desviados de sus objeti-

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vos y apropiados fuera de la funcionalidad instrumental de los orga-nismos internacionales?

La lectura del trabajo de V. Bretón me hizo pensar también que habría que comparar dos ejemplos de desarrollo que han marcado la segunda mitad del siglo XX. Uno es la transformación de las estructu-ras agrarias (lo que esa política desató) y otro es lo que se vino luego: el proyectismo que clausuraba el período de los cambios estructurales. Se podrían tomar dos situaciones, por un lado, al estilo de las hacien-das Cayambe-Olmedo y, por otro lado, algunos de los múltiples luga-res de proyectos de desarrollo sin reformas estructurales. Tal vez sea una idea anticuada, pero me parece que el cambio de estructuras socia-les agrarias tuvo un gran impacto en la transformación de las relacio-nes de poder, lo cual abrió la posibilidad a una redefinición de los su-jetos sociales, de la formulación de los discursos propios, de la capa-cidad de organizarse, en la formación de “elementos organizadores de la sociedad” (Gramsci) o sea de intelectuales indígenas, en cuanto a la posibilidad de representarse sin ciudadanos ventrílocuos y la capaci-dad de aprender a definir y administrar la cosa pública; y, además, la formación de capas de pequeños capitalistas o ricos campesinos indí-genas gracias a lo cual sus cuyos hijos llegaron a las universidades y cumplen funciones relevantes en el movimiento.

Cabe destacar que al inicio de las políticas de cambios estructurales lo que hubo fue una intervención del Estado, secundada y presionada por movimiento de toma de tierras, que transformó el marco general de la experiencia de vida de los indígenas y de los pobres del campo. Y desde luego, significó que una clase social dominante y dirigente –los hacendados de antaño– fuera despedida de la Historia. Ahora bien, con toda la cháchara del capital social si de algo se huye como del olor a azufre es de plantear que el desarrollo (sea cual fuere su dominio) implica una modificación sustancial del marco general de las relacio-nes de poder. Lo cual no puede realizarse sin que, en un momento, haya una intervención del Estado, desde luego presionada por los mo-vimientos sociales.

En este sentido concuerdo plenamente con Víctor Bretón en que uno de los efectos más buscados por el inconsciente o semi consciente del Banco Mundial (no a nivel del puñado de plumíferos que ambicio-

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nan poder y prestigio de salvadores de desgracias en el campo de la burocracia mundial del desarrollo, más o menos convencidos o disi-dentes de los discursos que inventan) es desechar como absurdo todo planteo que vaya en el sentido de una discusión sobre la transforma-ción del marco de las estructuraciones de poder globales y parciales de la sociedad local o global. Lo cual es un tópico de la fe neoliberal.

Andrés Guerrero, enero de 2005

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Capítulo 1 INTRODUCCIÓN

En su sugerente estudio sobre la historia de la noción de desarrollo, Gilbert Rist (2002) define a éste como una creencia quasi religiosa –es posible y deseable ser como los presuntamente desarrollados– de la que se ha derivado históricamente un conjunto de prácticas (a menudo contradictorias entre sí) propias de una cultura y una sociedad –la ca-pitalista, tanto la industrialista como la post-moderna– que tiene por objeto último garantizar su reproducción a través de su expansión ad infinitum. En tanto creencia en que todos pueden (y deben) desarro-llarse, el desarrollo deviene (al menos desde la última postguerra mundial) un imperativo moral –de ahí la indispensabilidad de la co-operación y la ayuda internacional, así como la consolidación de un sofisticado entramado institucional (el aparato del desarrollo) encar-gado de canalizarla (Sogge 2004)–, pues la forma de ser y de vivir de los desarrollados –el Primer Mundo– es indiscutiblemente mejor que las otras, dado que encarna –siempre según la creencia– el vértice de una dilatada evolución. El desarrollo como imperativo es así el corola-rio de la vieja noción de progreso3. En este sentido, vale la pena recor-dar que una parte importante de su éxito reside en que asimila un cre-do que, aunque legitima el dominio de una parte del globo sobre otra, “es adoptado por los gobiernos y las gentes del Tercer Mundo como constitutivo de sus propias aspiraciones” (Picas 2001, 39). Como ha señalado en diversas ocasiones Arturo Escobar (1995, 1999), la misma realidad ha sido colonizada en su totalidad por ese meta-discurso: tan-to desarrollados como subdesarrollados, a pesar de la percepción sin-gular que posean de sí mismos, lo asumen indistintamente.

En términos epistemológicos, las tesis de Escobar y Rist hunden sus raíces en la vieja propuesta foucaultiana de una arqueología del saber (Escobar 1984). Con todo, tras diseccionar el constructo ideoló-gico del desarrollo –tarea previa ineludible– parece necesario perseve-

3 Ver, en especial, Rist (2002, 19-36).

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rar en el análisis de sus prácticas substantivas; de las mutaciones, con-tinuidades y aparentes rupturas de éstas; de su envolvente y eficaz di-námica transformadora en aras de allanar el camino a la expansión del capitalismo a escala planetaria. En base a ello, me parece remarcable apostar por el estudio –en pasado y en presente– de las maneras en que los diferentes patrones de intervención experimentados sobre áreas, regiones o países por desarrollar –llámense subdesarrollados, tercermundistas, periféricos, en vías de desarrollo o de desarrollo tardío– se adaptan, se moldean, se adecúan a la coyuntura por la que atraviesa el conjunto del sistema mundial. Las modas en materia de desarrollo se suceden, y con frecuencia la emergencia de un nuevo pa-radigma trae aparejada la crítica (más o menos ácida, depende del ca-so) del paradigma anterior. Una mirada superficial podría propor-cionar una visión más o menos kuhniana de ese fenómeno de (apa-rentes) rupturas paradigmáticas. Una mirada más en profundidad, sin embargo, revela hasta qué punto todos y cada uno de los paradigmas emanados desde la creencia en el desarrollo son desarrollistas: tanto la revolución verde como la agroecología, el modelo cepalino como el neoliberal o la teoría estructuralista como la dependentista, por poner ejemplos de ámbitos y escalas dispares, comparten la misma fe por una quimera –el desarrollo convencionalmente entendido– que actúa, parafraseando de nuevo a Rist (2002, 13), como la música de las sire-nas capaz de embriagar a todo tipo de navegantes. El estudio que el lector tiene entre las manos se inscribe en esa línea de investigación, tomando como objeto específico algunos de los modelos presunta-mente más novedosos con que se ha planificado la injerencia del apa-rato del desarrollo sobre el medio rural andino en los últimos años.

Del desarrollo como discurso a los nuevos discursos sobre el desarrollo

De los inicios de los noventa –al menos– en adelante, una nueva moda se ha ido instalando en ese mundo del desarrollo. Conceptos tales co-mo vida asociativa, sociedad civil o capital social han ido ganando espacio entre las ciencias sociales, generalizándose en el terreno del diseño de políticas contra la exclusión de todo tipo (económica, polí-

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tica, social y cultural) la asunción de que existe una relación directa entre el grado de fortaleza de la sociedad civil, la vitalidad de la de-mocracia participativa y el nivel de desarrollo alcanzado. Una socie-dad civil articulada –se suele argumentar– puede apoderarse del timón de sus propios procesos de cambio (el célebre empowerment de la lite-ratura al uso)4, garantiza la participación de la ciudadanía en los asun-tos públicos y permite, en el caso de los países del Sur, implementar programas de intervención sostenibles en términos sociales y econó-micos5. Esa visión de la sociedad civil, así como la forma en que se ha convertido en objetivo predilecto de buena parte de las agencias públi-cas y privadas de cooperación, ha devenido con el tiempo una suerte de cajón de sastre capaz de legitimar cualquier cosa afín a los aires neoliberales que destila el actual pensamiento económico (y economi-cista) dominante. Obsérvese por ejemplo de qué manera ese nuevo su-jeto está, a modo de eslogan político, en todo tipo de propuestas: alienta la agenda de los teóricos y activistas que exaltan las virtudes de las ONG y las organizaciones populares como paradigmas del men-cionado empoderamiento de los pobres del Sur; encaja con los intere-ses de las políticas económicas domésticas perseverantes en la exter-nalización (¿abandono?) de esferas antaño controladas por el Estado y que ahora podrán “transferirse” a esas sociedades civiles emergentes y robustecidas por la cooperación exterior; y hasta es compatible con

4 El vocablo empowerment ha sido muy manido por las ciencias sociales. Una defini-

ción operativa del mismo es la que aporta Deepa Narayan (2002), autora que lo concibe como la expansión de los activos de los pobres para negociar, controlar y tener cabida en las instituciones que afectan a sus vidas. Otras acepciones –proce-dentes de la escuela del capital social– enfatizan la capacidad que tienen las orga-nizaciones populares de aglutinar y obtener intereses comunes que no pueden ser alcanzados individualmente (Carroll 2003).

5 En su significación contemporánea, “sociedad civil” hace alusión a la ciudadanía y a la distinción de una esfera “pública” de las relaciones sociales, entre la familia y el Estado. De ese modo, la sociedad civil puede ser definida como la totalidad de las instituciones –formales e informales– que no son de naturaleza estrictamente productiva, gubernamental o familiar. Constituye, pues, una suerte de espacio aso-ciativo “intermedio” poblado por organizaciones que gozan de autonomía relativa con respecto a los poderes públicos y que están constituidas por individuos o gru-pos de individuos que se unen libremente para proteger sus intereses o valores co-munes (White 1994, 379).

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quienes, desde la izquierda, continúan apostándole al fortalecimiento organizativo de los más excluidos como herramienta de cambio social.

En ese universo discursivo, el del capital social es un tema recu-rrente que ha desatado un intenso debate académico y que ha cristali-zado en algunas experiencias concretas que, en el ámbito específico del desarrollo rural, permiten retomar la polémica a la luz de nuevos argumentos empíricos. En este trabajo voy a examinar la trayectoria de una iniciativa –el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE)– que ha hecho del capital social el icono distintivo de su quehacer institucional. La intención es tantear no tanto las virtudes y los límites analíticos de esa noción –temas apuntados, a modo de introducción, al inicio del primer acápite– como el modo en que organismos de la envergadura del Banco Mundial la han interpretado y proyectado en forma de herramienta de interven-ción. El cuerpo central del ensayo está dedicado a las características de su concreción en los Andes del Ecuador –vía PRODEPINE–, y constituye la contraparte fáctica que permitirá volver, ya en el seg-mento final, sobre los paradigmas actuales del desarrollo rural y sus vínculos con el neoliberalismo6.

Aquí vale la pena llamar la atención sobre la importancia –en tér-minos de capacidad de movilización y de aglutinación de extensas ca-pas de población contra los ajustes estructurales de alto coste social– de los movimientos indianistas consolidados en los países andinos, sobre todo en Ecuador y en Bolivia. Desde el decenio de los ochenta y, muy especialmente, en el de los noventa, estas plataformas organi-zativas, articuladas en torno a la identidad étnica, se han constituido como las instancias más importantes de contestación y de interlocu-ción con los agentes externos, públicos o privados, nacionales o mul-tilaterales. Ante la emergencia –y la eficacia– del discurso étnico, la respuesta del establishment ha sido la de recoger esas demandas para, en cierto sentido, fagocitarlas e insertarlas en el campo de acción de la

6 Como veremos más adelante, PRODEPINE nació en el entorno del Banco Mundial

y es un proyecto que, dirigido a la población indígena y negra, abarca al conjunto de la República del Ecuador. Con objeto de limitar espacialmente el alcance de la investigación, y en buena parte también debido a la trayectoria investigadora del autor, el estudio que se presenta se ha circunscrito al área andina.

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praxis (de lo posible, lo negociable, lo viable) en forma de un conjunto de propuestas que ubican aquellas reivindicaciones originales dentro de un escenario políticamente correcto y digerible desde la ortodoxia neoliberal. Ese proceso de apropiación ha pasado por el lanzamiento de una serie de modelos de actuación sobre las sociedades indígenas, entre los que el “desarrollo con identidad” (etnodesarrollo) y el capital social desempeñan un rol protagónico; modelos que en el caso ecuato-riano –y a nivel experimental para el conjunto de la región– han con-vergido en la puesta en funcionamiento de PRODEPINE, cuyo diseño –y ahí reside una de sus principales peculiaridades– fue resultado de una compleja negociación entre las grandes plataformas étnicas nacio-nales, el Estado y el mismo Banco Mundial. En cierto sentido, pues, encaja dentro del esquema característico de las luchas indias de las úl-timas décadas: la conquista de espacios de representación –y de deci-sión– insertos, a pesar de todo, en escenarios macro que escapan a su control y que obedecen a dinámicas del todo ajenas al mundo campe-sino.

Etnicidad, ética y política o el dilema de las ciencias sociales

Estamos entrando en un tema que considero fundamental: el de las re-laciones entre el aparato del desarrollo y la agenda política de las or-ganizaciones indígenas; un asunto espinoso que me indujo, a tenor del estudio de las interacciones ONG-OSG en los Andes ecuatorianos (Bretón 2001 y 2002), a definir los modelos actuales de intervención sobre las comunidades andinas como neo-indigenistas y etnófagos7. Lo de neo-indigenistas viene porque se nos antojan similares a los del indigenismo clásico en su afán de situar la etnicidad en un plano polí-tico asumible, aunque adecuando el horizonte final –la domesticación del movimiento indígena y la neutralización de su potencial revul-sivo– al signo de los tiempos de la era de la globalización: la asunción de la pluriculturalidad, del plurilingüismo y, en el mejor de los casos,

7 En realidad, la expresión la tomamos parcialmente de Héctor Díaz-Polanco (1997),

quien habla literalmente de indigenismo etnófago. Dado que el término “indige-nismo” está históricamente relacionado con el paquete de políticas dirigidas a las poblaciones indígenas durante la etapa desarrollista, preferimos hablar de neo-in-digenismo etnófago para aludir a la situación creada en el contexto neoliberal.

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de la plurinacionalidad de los Estados latinoamericanos no tiene por qué atentar contra la lógica de la acumulación capitalista neoliberal. Esta es una lección que han aprendido los organismos multilaterales que han “descubierto” la importancia de la inversión en rubros como el capital social en países donde, con el Ecuador a la cabeza, los mo-vimientos étnicos han mostrado su capacidad de canalizar el descon-tento popular ante el ajuste. La etnofagia, por su parte, alude a la pe-culiaridad más sutil del nuevo indigenismo: al hecho de que los pro-gramas sean con frecuencia gestionados y ejecutados por indígenas. Una simple ojeada al funcionamiento del entramado institucional del desarrollo evidencia de qué modo sectores importantes de la intelec-tualidad étnica –la misma que elaboró un discurso contestatario y anti-neoliberal en la década de los ochenta– se ubica y opera desde su ma-quinaria burocrático-administrativa y desde los estamentos privilegia-dos de la alta política convencional. Lo mismo cabe argüir sobre los pisos intermedios del andamiaje organizativo indígena –las federacio-nes supra-locales–, con frecuencia dependientes funcional y financie-ramente de las agencias de desarrollo.

Esto nos ubica ante el debate general sobre multiculturalismo y po-líticas de ajuste. Como certeramente recuerda Willem Assies, el pro-yecto neoliberal va más allá de las políticas económicas y de la re-forma del Estado estricto senso; incluye, en efecto, medidas traumáti-cas de ajuste social articuladas alrededor de un proyecto cultural pro-pio (Assies 2000, 10). Es útil recordar de qué modo éste último ha so-lido plasmarse en América Latina en el reconocimiento de algunos de-rechos culturales de las minorías étnicas –aquellos que no ponían en entredicho el núcleo duro del patrón de acumulación– y en el rechazo tajante (y sibilino) del resto. Optar por ocupar los espacios políticos abiertos (en buena parte) por la lucha de las organizaciones indígenas es, para algunos autores, una opción inteligente. Eso supone, no obs-tante, articularse al bloque dominante, a no ser que esa decisión forme parte de una estrategia bien planificada de resistencia y/o de búsqueda de una verdadera alternativa política. Esta postura es defendida con fuerza, entre otros, por Charles R. Hale (2003). En su trabajo sobre el movimiento indígena guatemalteco, este investigador centra su aten-ción en las relaciones recíprocas que se pueden constatar, a lo largo de

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la década de los noventa, entre la consolidación de las organizaciones (neo)mayas y el apogeo del neoliberalismo como alma mater de la ac-tuación del Estado y los poderes públicos, lo que le lleva a definir di-chas relaciones como un sui generis “multiculturalismo neoliberal”. Hale parte de la siguiente base argumental:

“…that indigenous struggles and neoliberal ideologies stand fundamentally opposed to one another, that any convergences we might observe result either from unintended consequences of neoliberal reforms or from the prior achievements of indige-nous resistance. The victories of indigenous cultural rights, in short, keep the devastating effects of neoliberalism (…). This assumption is incomplete and misleading, I contend, because it neglects a facet of the relationship that I will call ‘neoliberal multiculturalism’, whereby proponents of the neoliberal doc-trine pro-actively endorse a substantive, if limited, version of indigenous cultural rights, as a means to resolve their own prob-lem and advance their own political agendas” (2003, 487).

Han pasado ya algunos años, de hecho, desde que Bruce Albert (1997) explicitara, a partir de su minucioso estudio de campo en la Amazonía brasileña, cómo las modas (otra vez el etnodesarrollo), los paradigmas noveles y la labor tenaz y bienintencionada (y mejor di-reccionada) de sus correas de transmisión –básicamente las ONG de los países del Norte, en los primeros lustros de rodaje y consolidación del neoliberalismo en el Continente– han incidido poderosamente en la redefinición de las demandas indias, generando una verdadera di-námica de etnogénesis calificada, en este caso concreto, como de “re-sistencia adaptativa” (1997, 192). Lo que a Albert le parecía más pre-ocupante, con todo, era lo funcional que este entramado de la coopera-ción al desarrollo resultaba en el escenario de la aceleración de la glo-balización neoliberal:

“Mais, l’aspect le plus préoccupant de cette orientation vers l’ethnodéveloppement multisubventionné est sans doute qu’elle accompagne (accentue?) une dilution croissante des responsa-bilités légales de l’Etat en matière de services publics dus aux collectivités indiennes: (...) le gouvernement brésilien ne mette

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à profit les initiatives actuelles du mouvement indienne et pro-indien en matière de développement local pour favoriser une privatisation rampante de la ‘question indigène’ (son ouverture aux ONG et aux financements internationaux ‘éco-indigénistes’ est sans doute interprétable dans ce sens). Dans cette hypothèse, l’État n’aurait qu’à phagocyter peu à peu l’idéologie autoges-tionnaire et multiculturaliste de l’indigénisme non gouverne-mental pour favoriser l’instauration d’une politique d’indirect rule dans laquelle ONG et agences de développement devront assurer à sa place les services que la loi lui impose de garantir aux ‘communautés indigènes’” (Albert 1997, 198).

Impresiona, a mi juicio, la similitud de estos diagnósticos para con el proceso de etnofagia experimentado en Ecuador, pues tanto en los Andes, como en la Amazonía o en los altiplanos mesoamericanos, el mundo indígena y campesino está enfrentando el desafío del polifacé-tico proyecto neoliberal. ¿Qué hacer, ante una situación como ésta? ¿Tiene sentido, en base a estos argumentos, demonizar al conjunto del aparato del desarrollo? ¿Vale la pena ‘negar la mayor’ para ubicarse como outsiders más o menos curiosos (y en cualquier caso impoten-tes) ante la inexorabilidad de las leyes del devenir histórico? ¿Conti-núa siendo válida la apuesta neopositivista en favor de la ciencia como herramienta de transformación o, por el contrario, es mejor (¿mejor para quién?) apuntarse al “todo vale” subjetivista y postmoderno do-minante en una parte remarcable de los cultural studies?

En mi caso, la investigación sobre estos temas –polémicos, espino-sos y con una gran capacidad de herir susceptibilidades, en una u otra dirección– es realizada partiendo de tres premisas básicas, a saber: la empatía hacia el objeto de estudio (el movimiento indígena), la con-vicción en la importancia estratégica del conocimiento científico como instrumento de cambio social y la creencia en la indispensabilidad de desenmascarar (y ahí reside mi hipótesis de trabajo) el carácter con-servador, sesgado y neocolonial de los nuevos modelos de interpreta-ción e intervención sobre la sociedad rural. En este sentido, bienve-nida sea la crítica y el debate subsiguiente, en caso de llegar, siempre y cuando ambos se sustenten en argumentos contrastables que permi-tan matizar, refutar o reforzar los planteamientos de partida. No com-

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partimos la actitud de aquellos y aquellas a quienes sus lineamientos políticos e ideológicos les limitan el campo de alcance de sus investi-gaciones; de quienes, en última instancia, la particular e inmediata co-yuntura política anima o desanima a abordar determinados temas o a omitir determinadas lecturas de la realidad social. Opino, por el con-trario, que esa es una mala apuesta que, en el mejor de los casos, sólo redunda en la mixtificación de los actores (sean éstos las ONG, las or-ganizaciones indígenas o el Banco Mundial), aunque por desgracia se trate de una actitud demasiado extendida entre la comunidad acadé-mica8. La ética se demuestra en la honestidad con que se abordan las investigaciones; en el rigor con que se aplican las premisas del método hipotético-deductivo; nunca en el sesgo intencionado ni el desdén de determinados temas por miedo a descubrir algo que se intuye pero que no conviene reconocer.

Desde estas premisas, este ensayo se enfrenta, así, al problema de lo poco alternativos que son los nuevos modelos de (supuesto) desa-rrollo alternativo y en lo paradójicamente desarrollistas que sí son. Aquí me parece conveniente traer a colación las reflexiones de Eas-terly (2002) sobre el funcionamiento del aparato del desarrollo, al que define irónicamente como “el cartel de las buenas intenciones”. En su opinión, cada una de las grandes agencias de desarrollo actúa en su es-fera como un pequeño monopolio; de la convergencia de intereses y orientaciones entre todos y cada uno de esos monopolios surge el car-tel, que fija en última instancia las directrices –las modas, los para-digmas en su versión final– que van a circunscribir el modus operandi del conjunto del entramado institucional del desarrollo9. El mundo de 8 Salvando todas las distancias, estas disquisisciones me recuerdan la postura polé-

mica adoptada por David Stoll cuando, en su controvertido libro sobre Rigoberta Menchú, argumentaba en el prefacio la importancia del papel de las humanidades y las ciencias sociales –con su carga de objetivismo– frente a las visiones subjetivas, deformadas pero políticamente funcionales (en esta ocasión a los intereses de la iz-quierda en los procesos de paz en Guatemala) que ofrecían una visión bien parti-cular de la biografía de la Premio Nobel de la Paz. Véase Stoll (1999) y Arias (2001).

9 En ese armazón destaca el papel preponderante del Banco Mundial, no tanto por la cantidad de recursos directamente invertidos por él en proyectos de desarrollo, co-mo por el rol que tiene en la destilación de las modas; modas que, una vez ben-decidas por la institución, van a permear y “marcar estilo” en todos los niveles que

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las agencias privadas –las ONG– compite por los recursos de la co-operación, pues, en un mercado distorsionado por las directrices ema-nadas del cartel; unas directrices obviamente encaminadas a hacer dis-currir las intervenciones por andariveles compatibles y funcionales con la lógica del modelo macro imperante. Un buen ejemplo de todo esto lo constituye el ascenso meteórico del capital social como para-digma rector en materia de desarrollo y, en el escenario de los Andes rurales, la implementación de un experimento de la envergadura de PRODEPINE. Qué de innovador y qué de realmente continuista para con los modelos modernizadores previos tiene todo esto es lo que es-pero poder desvelar en las páginas que siguen.

Nota sobre el origen de este trabajo

Este trabajo es resultado de una estadía de investigación en Ecuador realizada durante el año 2003. Sus principales conclusiones fueron presentadas y discutidas en el Segundo Encuentro de LASA sobre Es-tudios Ecuatorianos (Quito, junio de 2004) y en el XXV Latin Ameri-can Studies Association International Congress (Las Vegas, octubre de 2004). La presente es una versión ampliada –con todo su aparato estadístico y los preceptivos apéndices– de un artículo de dimensiones más reducidas publicado en la European Review of Latin American and Caribbean Studies (vol. 78, abril de 2005). Debo agradecer al CAAP la posibilidad de dar a conocer en Ecuador el texto íntegro del estudio, pues es aquí justamente donde puede (en su caso) suscitar mayor interés.

componen el aparato del desarrollo, desde las grandes financieras multilaterales hasta las más modestas ONG. En este sentido, las críticas vertidas en este artículo no van dirigidas a la vertiente del Banco Mundial como “factoría de conocimiento” –tributaria de la más estricta y sólida tradición académica–, sino a las decisiones (por definición políticas) adoptadas en cada momento por su staff de cara a fomen-tar una(s) determinada(s) vía(s) de intervención(es) en detrimento de otras.

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Capítulo 2 CAPITAL SOCIAL Y DESARROLLO:

DEL ANÁLISIS A LA PRAXIS

Como categoría explicativa, el capital social ha irrumpido en una am-plísima gama de fenómenos que va desde los problemas derivados de la acción colectiva hasta el desarrollo económico, pasando por la crea-ción de capital humano o por el debate sobre el porqué de la mayor o menor efectividad de las instituciones democráticas. Se trata no obs-tante de un término difuso y difícil de definir, tal como lo atestigua la enorme dispersión de acepciones de que ha sido objeto; dispersión que, para algunos analistas críticos, puede hacer del capital social una etiqueta maleable, imprecisa y poco útil como herramienta analítica (Fine 2002, 20). Sin ánimo de ser exhaustivos, sin embargo, se pueden señalar algunas grandes posiciones teóricas en torno al alcance y los límites del capital social en función de dónde ubican el núcleo central de dicho activo.

Por una parte están las definiciones estructurales tributarias de las aportaciones de Bourdieu (2001) y Coleman (1990), autores para quienes –al margen de las nada desdeñables discrepancias entre am-bos– el capital social debe entendrese como un conjunto de recursos disponibles por los individuos en tanto miembros de una red social que, como tal, está estructurada, tiene historia y continuidad (Herreros y De Francisco 2001, 7)10. En el otro extremo están las concepciones

10 Me parece oportuno traer a colación las palabras de Bourdieu cuando, ya en 1980,

definía el capital social como “el conjunto de los recursos naturales o potenciales vinculados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institu-cionalizadas de interconocimiento e interreconocimiento; o dicho de otro modo, a la pertenencia a un grupo, en tanto en cuanto que conjunto de agentes que poseen no sólo propiedades comunes (capaces de ser percibidas por el observador, por los demás o por ellos mismos) sino que están también unidos por vínculos permanen-tes y útiles. Estos vínculos no pueden reducirse a las relaciones objetivas de proximidad en el espacio físico (geográfico) o incluso en el espacio económico y social porque se basan en intercambios que no pueden separarse desde un punto de vista material o simbólico y cuya instauración y perpetuación suponen el reco-

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de carácter culturalista, en las que el capital social es concebido como un fenómeno subjetivo compuesto por las actitudes y los valores que determinan cómo se relacionan unos individuos con otros. Llevados hasta el extremo, estos últimos planteamientos conducen a una suerte de determinismo superestructural en virtud del cual “no todas las nor-mas y valores, y por tanto todas las culturas, son creadas iguales en lo atinente a su capacidad de fomentar el crecimiento económico”, pues no todas tendrían “la misma reserva (stock) de capital social” (Fuku-yama 2003, 37). Entre ambos tipos encontramos, por supuesto, una amplia gama de posicionamientos intermedios11. Hasta tal punto es así que, a pesar de los esfuerzos, debates y ríos de tinta que ha suscitado, más de dos décadas después de su introducción en los estudios sobre desarrollo, el capital social continúa sin estar definido de forma preci-sa (Durston 2003).

Sea como fuere, el caso es que este ítem ha terminado convirtién-dose en uno de los grandes “temas estrella” en lo que al diseño de mo-delos de intervención sobre el mundo rural se refiere y ha llevado, en consecuencia, a proponer definiciones operativas susceptibles de ser plasmadas en políticas substantivas. Buena muestra es el esfuerzo desplegado por Carroll (2002), quien, intentando salvar la disyuntiva entre las conceptualizaciones estructurales y las culturalistas, sugiere entender el capital social como “la confianza, reciprocidad, normas y reglas de relación cívica en una sociedad, que facilitan la acción coor-dinada con el fin de lograr objetivos mutuamente deseados”: entronca, por lo tanto, con “la historia, la tradición y la cultura”; “es relacional y está incrustado en la estructura social”. Su interés radica en que, por

nocimiento de dicha proximidad. En consecuencia, el volumen de capital social que posee un agente social depende de la extensión de la red de vínculos que pue-de movilizar efectivamente así como del volumen del capital (económico, cultural o simbólico) que cada uno de aquellos a los que está vinculado posee en propie-dad” (2001, 83-84).

11 Tal es el caso del uso del concepto que realizó Putnam (1993) en su célebre –e in-fluyente– trabajo sobre la relación entre el capital social y los desequilibrios re-gionales en Italia. Tal como lo planteó Putnam, el capital social podría ser identi-ficado con la existencia de expectativas mutuas de cooperación entre los habitan-tes de una comunidad (o región) dada sostenidas por redes institucionales –las asociaciones u organizaciones– donde cristalizan esas expectativas en pautas de cooperación continuadas.

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tratarse de un recurso asociativo “que puede acumular un grupo social como resultado de interacciones que favorecen la confianza, el respeto mutuo y la cooperación”, “es capaz de aumentar el efecto de otros ti-pos de capitales, al volver más efectivas las inversiones”. En este pun-to el autor distingue entre dos categorías interrelacionadas de capital social, el puramente estructural –y que está asociado con la orga-nización social y con los roles y reglas en que ésta se basa– y el cog-nitivo o alusivo a normas, valores, actitudes y creencias (Carroll 2002, anexo A). El capital social estructural –equivalente, sin más, a la ca-pacidad organizativa– es en realidad el que interesa a las agencias de desarrollo, pues se considera que es éste –y básicamente éste– el que permite aumentar “la capacidad de la sociedad para actuar e influen-ciar en la naturaleza y conducta de los actores en las esferas del mer-cado y del Estado” (Bebbington y Torres 2001, 78). El razonamiento es bien simple: “reforzar la capacidad colectiva de grupos pobres u oprimidos es una estrategia clave del empoderamiento” (Carroll 2002, 59). En el caso de América Latina ello es así porque, en aras de cons-truir estrategias sostenibles de supervivencia y reproducción social, el acceso a los recursos es prioritario para los habitantes de las áreas ru-rales. La inversión en capital social estructural podría constituir, en es-te sentido, un precursor para facilitar dicho acceso (Bebbington 1999, 2039).

El Banco Mundial y su apuesta por el capital social

La Social Capital Initiative del Banco Mundial, operativa entre 1998 y 2001 y apoyada financieramente por el Gobierno danés, constituye hasta el momento la prueba más palpable de la importancia otorgada por esa institución al capital social como guía de las políticas de desa-rrollo. Su objetivo era analizar las potencialidades de ese concepto, así como perfilar metodologías que permitieran cuantificar su densidad y medir su impacto sobre el bienestar de los actores sociales. Con este fin, se puso en marcha una docena de proyectos de investigación12 cu-ya culminación ha reafirmado la tesis de que el capital social puede 12 Investigaciones llevadas a cabo en la India, Madagascar, Mali, Indonesia, Bangla-

desh, Rusia, Kenia, los países andinos (Ecuador, Perú y Bolivia), Camboya y Rwanda.

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jugar un papel remarcable en las medidas orientadas a reducir la ex-clusión y la pobreza (Grootaert y Van Bastelaer 2001). Los estudios sugieren, concretamente, que una alta concentración de capital social facilita el éxito de los programas de desarrollo rural, ya que, entre otros ítems, estimula el incremento de la productividad agrícola y fa-vorece la gestión comunitaria de determinados recursos.

Pero más allá de los resultados analíticos obtenidos por el trabajo desplegado desde la Social Capital Initiative, es necesario hacer hin-capié en el hecho de que la utilización que a partir de ahí hace el Ban-co Mundial de la noción de capital social converge plenamente con el espíritu del Post-Consenso de Washington13. Ben Fine ha señalado en diferentes trabajos14 de qué manera el término es atractivo para el Banco porque permite generalizar (y ligar los diferentes aspectos de un entramado social concreto), incorporar contribuciones académicas precedentes (aunque no hablen explícitamente de capital social), y po-seer una escala de actuación que facilita no ser muy críticos con las in-tervenciones anteriores, aspecto éste especialmente remarcable en contextos donde ya se habían ensayado programas económicos de alto coste social. Explícitamente, Fine apunta cinco grandes razones que dan cuenta del rápido ascenso de la noción de capital social entre los defensores de la filosofía del Post-Consenso:

“First, it incorporates all of the results of the information-theo-retic economics –it can be seen as the non-market response to

13 Las tesis de economistas como Joseph Stiglitz en torno a las imperfecciones de los

mercados y a la pobreza de las instituciones para resolverlas característica de las economías en desarrollo, condujeron a finales de los noventa a la consolidación del conocido como Post-Consenso de Washington: un estado de opinión al inte-rior del Banco Mundial en virtud del cual ambas variables –mercados e institucio-nes– deben ser objetivos de las políticas económicas; unas políticas, por cierto, menos austeras y menos extremas con el Estado como las que se derivaron del Consenso de Washington (el que sancionó los ajustes estructurales puestos en funcionamiento a partir de los ochenta y cuyos resultados sociales y políticos con-dujeron precisamente al giro social del Post-Consenso). A pesar de que los plan-teamientos de Stiglitz eran quizás demasiado “radicales” para los intereses reales del Banco (dimitió de su puesto de Senior Vice President y Chief Economist en febrero de 2000), la retórica del Post-Consenso de Washington y su peculiar aproximación a la nueva economía del desarrollo han sobrevivido.

14 Ver, entre otros, Fine (2001), (2001b), (2001c) y (2002).

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market imperfections. Second, it allows the formal results of the new economics to be expressed in non-economics terms. Thus, social capital can be understood as institutions or as customs that are recognised to matter for development. Third, by the same token, economics can be open to interdisciplinary endea-vour, and vice versa, for ‘capital’ is ‘social’. Fourth, all of this can be seen favourably from the perspective of non-economist –than they are ‘civilising’ the economists and being taken seri-ously by them. Last, social capital is such a chaotic and all-em-bracing notion, that it can mean whatever you want it to, thereby granting extraordinary analytical discretion and power to the hands of those who use it” (Fine 2001c, 136).

Ante la dureza de las críticas vertidas por Fine, algunos autores han intentado matizar el sentido en que debe interpretarse la apuesta del Banco Mundial por el capital social. En un sugerente artículo al res-pecto, Bebbington, Guggenheim, Olson y Woolcock (2004) plantean que es necesario contemplar, en primer lugar, que gracias a ella se han abierto en el Banco importantes espacios de debate que están contri-buyendo a renovar el concepto mismo de pobreza e inspirando nuevas formas de entender las intervenciones15. Señalan, por otra parte, que estamos ante una institución mucho más plural y heterogénea de lo que suele creerse y que, para entender un poco las complejas interac-ciones que se dan entre los discursos, los nuevos paradigmas y las po-sibilidades de cambios en la praxis del desarrollo, hay que tener en cuenta los procesos a través de los cuales las ideas se discuten, se di-funden e influyen en los lineamientos políticos definitivamente priori-zados. Como es habitual en el mundo académico, al interior del Banco hay distintos paradigmas que se discuten simultáneamente, constitu-yendo éste en sí mismo un gran campo de batalla del conocimiento con diferentes arenas y diferentes contendientes: los actores pertene-

15 Aquí habría que enmarcar el proyecto dirigido por Deepa Narayan para el Informe

sobre el desarrollo mundial de 2000-2001 que, sugestivamente titulado La voz de los pobres y realizado en base a la recopilación del testimonio de más de 60.000 informantes de 60 países, tenía como objeto principal redefinir la noción de po-breza a partir de la percepción de los propios afectados. Ver Narayan (2000) y Na-rayan, Chambers, Shah y Petesch (2000).

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cientes al staff de la institución, los actores externos que se cruzan con los técnicos propios en los procesos de implementación de los pro-yectos y los bandos que –desde el mundo académico hasta el staff in-terno– discuten en los medios de intercambio científico. En ese con-texto, la noción de capital social emergió como una herramienta capaz de vincular la polémica sobre la participación popular con la teoría del desarrollo. Su éxito radica –siempre según estos autores– en su encaje dentro de una ambiciosa estrategia y de un intento programático de prestar atención a rubros tan trascendentales (y tan olvidados) como la exclusión y el poder, así como los procesos a través de los cuales éstos persisten o pueden ser transformados16.

Conviene insistir sin embargo –y ahí retomamos la reflexión sobre el escenario del Post-Consenso de Washington– en que una cosa es el debate científico en el seno del Banco Mundial alrededor de la viabili-dad del capital social como categoría teórica y como instrumento para la praxis –debate sin duda rico y plural– y otra muy diferente el modo en que, por último, dicha noción ha sido interpretada y elevada a la ca-tegoría de paradigma en materia de desarrollo rural: el contenido prác-tico (político) que finalmente se le ha dado coincide, al menos en el mundo andino, con la puesta en funcionamiento de unos proyectos de actuación sobre la realidad indígena y campesina muy respetuosos con las directrices que marcan las políticas neoliberales al uso. Hacen gala, para empezar, de una retórica postmoderna que, en nombre de la sos-

16 Si bien las concepciones dominantes del Banco Mundial identificaron por mucho

tiempo desarrollo con crecimiento económico, siendo en consecuencia la genera-ción de capital productivo el único indicador tomado en cuenta por los planifica-dores (Serageldin y Steer 1994), más adelante –y la publicación del World Deve-lopment Report de 1990 marca un hito en este sentido–, el capital humano (la dis-ponibilidad de individuos con formación y capacidad para desempeñar tareas que requieren de esa formación) fue incluido en las recetas para combatir la pobreza. Los grupos ambientalistas –recuérdese la Cumbre de Río de Janeiro de 1992– in-fluyeron con posterioridad en que se asumieran los impactos medioambientales del desarrollismo convencional. En el caso del capital social, el detonante de la discusión fue la rápida difusión entre los científicos sociales del trabajo de Putnam (ver supra, nota nº 11), cuya tesis sobre la relación entre ese activo, el desarrollo y la democracia participativa en Italia fue adoptada por Ismaeil Serageldin –a la sa-zón Vice President of Environmentally Sustainable Development–, quien vio en ella una manera de concebir coherentemente la agenda social del Banco.

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tenibilidad, el empoderamiento y el etnodesarrollo, justifica actuar a través de la sociedad civil, preservando y manteniendo los prejuicios neoliberales contra el Estado y las organizaciones de viejo cuño, tales como sindicatos o similares. En nombre del capital social, además, el Banco puede intervenir selectivamente y de un modo discrecional en aquellas regiones y áreas donde exista o se considere posible fomentar ese activo. Todo esto sirve, en buena parte, para distraer la atención de los aspectos fundamentales y claves desde el punto de vista del poder político y económico, al tiempo que da coherencia y viabilidad virtual a la demanda de un ajuste con rostro humano.

Capital social y fortalecimiento organizativo en los Andes

Para los países andinos, se ha tomado la decisión de identificar –de forma casi axiomática– a las instancias representativas de los pobres rurales con su anhelado empoderamiento, en la medida en que sólo a través de esas entidades se cree posible cambiar el contexto institucio-nal –tradicionalmente favorable a los sectores poderosos–, pues con-densan y vehiculan las demandas de los más excluidos. Es más, de to-do el universo posible de formas asociativas, se considera que deben ser las federaciones de organizaciones de base –conocidas como orga-nizaciones de segundo grado (OSG)– los referentes primordiales de las acciones en materia de desarrollo. Por encima de las comunidades, las cooperativas o los diferentes grupos corporativos constituidos alre-dedor de determinados intereses (tales como las juntas de riego o las agrupaciones de productores), suele identificarse a las OSG con las instituciones que mejor actúan como caja de resonancia de las necesi-dades y expectativas de las bases, así como las más eficientes desde el punto de vista de la interlocución con los agentes externos.

En uno de los working papers elaborados para la Social Capital Initiative es precisamente donde Anthony Bebbington y Thomas Ca-rroll (2000) más y mejor desarrollaron estos argumentos. A partir de una serie de estudios de caso ubicados en Ecuador, Perú y Bolivia ar-gumentan que este tipo de federaciones tiene la peculiaridad de arti-cular un nivel supra-comunal de organización que vincula a las comu-nidades y asociaciones de base alrededor de un conjunto de intereses económicos, políticos y culturales compartidos. Se trata de un plano

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estratégicamente muy importante, puesto que está cerca de las bases (al contrario de las organizaciones regionales o nacionales, muy aleja-das ya del sentir de la cotidianidad popular) y, por ello, permite la par-ticipación individual al tiempo que la proyecta hacia la esfera micro-regional. Sociológicamente, las OSG constituyen sistemas sociales es-tructurados que tienen la capacidad de combinar fuertes lazos intra-grupales con redes de trabajo externas, generando lo que se ha califi-cado como un “ciclo dinámico positivo” (Woolcock 1998): canalizan la acción colectiva hacia la intermediación “con actores e instituciones que regulan tanto la creación de otros tipos de capital, como las reglas que gobiernan el acceso a esos capitales” (Bebbington y Torres 2001, 76-77) y facilitan el engranaje de las comunidades de base con los po-deres públicos, la sociedad civil y el mercado merced a procesos po-tencialmente participativos y sostenibles. Su presencia en los Andes, de hecho, fortalece

“la capacidad existente en el nivel de base para negociar con otros actores que regulan: el funcionamiento de diferentes mer-cados (de insumos, productos, servicios y recursos naturales); la generación de la tecnología; la información y el conocimiento; y la determinación de aquellas reglas que definen el acceso so-cial a los medios de producción (sobre todo, tierras, bosques, aguas y otros recursos naturales). En consecuencia, pueden in-fluir [las OSG] en los procesos que definen la distribución so-cial de los derechos a través de los cuales se genera, se distri-buye y se usa el valor que surge de la producción rural. A su vez, esto influye en la posibilidad y naturaleza de los procesos de intensificación local y en la distribución social de los benefi-cios de esta intensificación” (Bebbington 2003, 493-494).

Los autores que comparten estos puntos de vista también coinciden en un par de ideas muy importantes: que las OSG nacieron en una de-terminada coyuntura social, política y económica –habitualmente vin-culadas a los procesos de reforma agraria–, muchas veces gracias al apoyo de diferentes agentes del aparato del desarrollo (el Estado, las

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ONG o sectores de la Iglesia progresista)17; y que las generalizaciones sobre su naturaleza son difíciles, dada su enorme heterogeneidad. Sus intereses y la dirección de sus actuaciones, para empezar, han variado conforme lo hacía el contexto en el que operan, pasando a menudo de demandas políticas y de acceso a recursos a otras más orientadas a las esferas técnicas y económicas. Así, junto a unas organizaciones toda-vía predominantemente de corte reivindicativo –ahí están los sindica-tos bolivianos y las federaciones ecuatorianas cuyos principales re-clamos se centran en la presión por la tierra y el reconocimiento ét-nico–, encontramos las ligadas al aprovechamiento y conservación de recursos hídricos o áreas ecológicas frágiles, las especializadas más bien en el fomento del procesamiento y la comercialización de las producciones agropecuarias o artesanales, y las realmente polifuncio- 17 En unos casos durante la lucha por la tierra, en otros tras la reforma como conse-

cuencia del reparto, el caso es que es en ese parteaguas donde se sitúa la pro-liferación de las federaciones de organizaciones de base. En Bolivia las OSG han tenido serias dificultades para consolidarse de forma mayoritaria. En primer lugar, porque tras la reforma agraria de los cincuenta se superpuso a la forma tradicional de los ayllus el sindicalismo promovido por el Estado. En segundo lugar, porque muchas de las corporaciones agropecuarias impulsadas a partir de los años ochen-ta –y que buscaban trascender el perfil exclusivamente político-representativo de los sindicatos y establecerse, en cierto sentido, como su contraparte económica– sólo cuajaron en zonas que pudieron afianzar determinados nichos de mercado, estilo café orgánico, quinua o chocolate (cf. Rivera-Cusicanqui 1992; Bebbington, Quisbert y Trujillo 1996; Healy 2001). En Perú, la reforma velasquista supuso una verdadera eclosión de plataformas campesinas, tales como las cooperativas crea-das para preservar las economías de escala y la infraestructura de las haciendas y plantaciones expropiadas. Las pocas que consiguieron sobrevivir, empero, lo hicieron en buena parte gracias al apoyo obtenido de las ONG para acceder al cré-dito y a la difusión tecnológica. Lamentablemente, la era del terror senderista y la subsiguiente supresión, ya en la etapa de Fujimori, de las organizaciones rurales (a excepción, claro está, de las rondas campesinas pensadas más bien como una es-trategia anti-Sendero Luminoso), marcaron un antes y un después en esta historia (Pásara, Delpino, Valdeavellano y Zarzar 1991): no en valde, la mayor parte de las asociaciones operativas en el medio rural peruano actual son de creación re-ciente, de no más de 15 años, y son más bien resultado, aún respondiendo a la ne-cesidad de la acción colectiva, de la intervención de las instancias de promoción externas (Glave y Fort 1999; Díez 2000). De los tres países andinos, es en Ecua-dor donde se constata el florecimiento más espectacular y la evolución más pro-metedora de las OSG: si en 1974 sólo había 10, en 1993 ya se contabilizaban 140 (Carroll 2003) y en 2001 PRODEPINE trabajaba con 208 de esas federaciones.

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nales –la mayor parte hoy en día– que, partiendo de unos postulados cercanos a los de la izquierda clásica, han ido ensanchando su campo de actuación (Carroll 2002).

En términos generales, parece desde esta perspectiva que las OSG encarnan –o pueden encarnar, mejor dicho– todas las virtudes del ca-pital social estructural. En cualquier caso, la tesis dominante es, para-fraseando a Bebbington (2003), que la consolidación de federaciones eficientes y representativas ha permitido articular “islas de sostenibili-dad” en el medio rural andino, un medio dominado por “mares de de-sarrollo no sostenible”. De ahí la pertinencia de su apoyo.

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Capítulo 3 EL PROYECTO DE DESARROLLO DE LOS PUEBLOS

INDÍGENAS Y NEGROS DEL ECUADOR

El Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE), arrancó con la propuesta clara de financiar y dar la mayor autonomía posible a las OSG como punta de lanza del etnodesarrollo sostenible. Se trata del primer gran experimento de es-tas características a nivel de toda la región andina, razón por la cual es preceptivo interrogarnos, antes de continuar, sobre las razones que in-dujeron a elegir precisamente la República del Ecuador como escena-rio privilegiado. Un elemento a considerar es que, con sus obvias es-pecificidades, Ecuador es un país muy representativo –geográfica, his-tórica, social y económicamente representativo– de la realidad del mundo andino18. Cuenta, por otra parte, con uno de los movimientos indígenas más organizados del continente: vertebrado alrededor de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CO-NAIE)19, éste se consolidó durante los años ochenta y se ha caracteri-zado por una naturaleza alejada de los partidos políticos y los sindi-

18 Ello es así porque geográficamente está atravesado de norte a sur por la cordillera

de los Andes, que delimita claramente la existencia de tres macroregiones natura-les (costa, sierra y alta Amazonía); históricamente porque su territorio formó parte del Cinchasuyo incaico (tierra de colonización quechua tardía) y, bajo la adminis-tración colonial, del virreinato del Perú primero y del de Nueva Granada después; socialmente porque, como en Perú y en Bolivia, un importante porcentaje de su población se autodefine como indígena; y económicamente porque ha pasado por todos y cada uno de los modelos de desarrollo económico implementados en la América Latina contemporánea (desde el viejo modelo agroexportador y el desa-rrollismo cepalino a la ecuatoriana –tributario de la expansión petrolera de los se-tenta–, hasta los ajustes neoliberales de las últimas décadas).

19 Aunque es sin duda la más representativa, la CONAIE no es la única organización indígena de carácter nacional. Junto a ella coexiste la FENOCIN (Federación Na-cional de Organizaciones Campesinas, Indias y Negras del Ecuador), con un dis-curso más clasista que la CONAIE y la FEINE (Federación Nacional de Indíge-nas Evangélicos del Ecuador), coordinadora en exclusiva de organizaciones evangelistas.

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catos convencionales, por una alta capacidad de movilización (pién-sese en los levantamientos de 1990 y 1994 o en el de enero de 2000, que le costó el cargo al Presidente Jamil Mahuad), por una notable destreza negociadora con el Estado (ahí queda el reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos y nacionalidades sancionado en la Constitución de 1998), así como por la presencia de un discurso de fuerte contenido étnico; elementos coincidentes a grandes rasgos con las coordenadas en que se mueven los demás movimientos indianistas latinoamericanos. En el caso ecuatoriano, ante el descalabro del Es-tado desarrollista de los años del boom petrolero, ésta ha sido la única instancia capaz de aglutinar y enfrentar a sectores amplios de la pobla-ción contra la implacabilidad de un ajuste económico de alto coste so-cial.

Filosofía y naturaleza de PRODEPINE

Ideado desde el Banco Mundial, con una primera fase ya concluida (1998-2003) y otra segunda en ciernes, PRODEPINE se ha convertido en una de las tentativas más ambiciosas y mejor dotadas presupuesta-riamente en materia de desarrollo rural en Ecuador20. Nos hallamos, además, ante la mayor apuesta por el fortalecimiento organizativo co-mo prioridad de sus inversiones: nunca antes se había ensayado un macro proyecto tan descentralizado21, participativo y celoso de que las

20 PRODEPINE arrancó a partir de un convenio internacional de crédito firmado en-

tre el Estado ecuatoriano, el Banco Mundial y el Fondo Internacional para el De-sarrollo Agrícola (FIDA) en 1997. Sus fondos ascendían en 1999 a 25 millones de dólares aportados por el Banco Mundial, 15 por el FIDA (estas dos partidas a cuenta de la deuda externa ecuatoriana), más una cuota de 10 millones desembol-sada por el Estado y, en mucha menor cuantía, por las propias organizaciones in-dígenas. Los resultados han satisfecho a los evaluadores del Banco Mundial, lo que explica la prórroga del Proyecto en una segunda fase de cuatro años más (ope-rativa a partir de junio de 2004) costeada mayoritariamente, como la anterior, a cargo de la deuda nacional.

21 Además de la sede central en Quito, PRODEPINE ha puesto en marcha siete ofici-nas regionales: en Ibarra, para atender a las provincias de Carchi, Imbabura y Pi-chincha (sierra norte); en Riobamba, para Cotopaxi, Tungurahua, Bolívar y Chim-borazo (sierra central); en Cuenca, para Cañar, Azuay y Loja (sierra sur); en Tena, para Sucumbíos, Orellana, Napo y Pastaza (Amazonía norte); en Macas, para Mo-rona Santiago y Zamora Chinchipe (Amazonía sur); en Esmeraldas, para la pro-

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OSG orienten y gestionen el devenir de sus filiales, pues PRODE-PINE se ha limitado a financiar y asesorar a esas organizaciones para que controlen y supervisen las actuaciones a realizar en su territorio22. Esta es, en definitiva, la concreción experimental más importante de la sensibilidad mostrada por el Banco Mundial hacia los pueblos indíge-nas desde los inicios de la década de los noventa. A escala nacional supone un giro en la actitud gubernamental, pues por vez primera se inyectan tantos recursos a la población indígena y afroecuatoriana to-mando su adscripción identitaria como elemento discriminador en po-sitivo de esas inversiones.

Algunos autores ubicados en el entorno del Proyecto señalan, fi-nalmente, que éste ha sido asumido por la dirigencia de las grandes organizaciones étnicas –con la CONAIE a la cabeza– como resultado directo de su larga lucha. La cita que reproducimos a continuación, si bien algo extensa, expresa de modo harto explícito la combinación de sensibilidad ante la diferencia y el cambio de rumbo en las políticas convencionales del desarrollo –a través de la asunción de temas tan novedosos como el etnodesarrollo y el capital social– que representa PRODEPINE:

“In the early 1990s the World Bank launched its Indigenous Peoples Development Initiative in Latin America and has been working ever since to open new and innovative avenues of sup-port for indigenous peoples development. Initial efforts focused on mitigation measures, training and capacity building, and pre-investment operations. Gradually, indigenous peoples develop-ment is becoming an integral part of the Bank’s loan portfolio. ‘Ecuador’s Indigenous and Afro-Ecuadorian Peoples Develop-ment Project was the direct result of this initiative. Furthermore, as indigenous people in Ecuador often point out, local condi-

vincia del mismo nombre (costa norte) y la parte tropical de Pichincha; y en Santa Elena, para Guayas y Manabí (costa sur).

22 Si bien es cierto que las luchas por el control de sus recursos han generado tensio-nes entre las organizaciones indias (Karakras 2003, 39), Bebbington, Woolcock, Guggenheim y Olson (2004) subrayan que se trata de una iniciativa que interactúa con la agenda sobre capital social del Banco Mundial, en la medida en que per-mite proyectar sobre ésta sus logros y dificultades.

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tions for such a project were right in terms of both the level of organization of indigenous peoples and the readiness of the government to enter this uncharted territory. In fact, the major national indigenous federations claim that the project was the result of their long struggle for recognition of the rights of in-digenous peoples, including their right to a fairer share of fiscal resources. ‘The project is the first stand-alone investment operation fi-nanced by the World Bank that focuses exclusively on indige-nous peoples and other ethnic minorities. It is the first time that Ecuador borrowed resources specifically for investments to benefit poor indigenous and Afro-Ecuadorian populations, channelling resources directly through indigenous organizations with only a minimal role for the government. It is also the first time that indigenous federations and the Ecuadorian govern-ment have joined forces in an effort explicitly based on putting into practice the vision of “development with identity,” or “eth-nodevelopment.” This vision builds on the positive qualities of indigenous cultures and societies –such as their sense of ethnic identity, close attachment to ancestral land, and capacity to mo-bilize labour, capital, and other resources for shared goals– to promote local employment and growth. It is an effort to build social capital as an asset of the poor, while at the same time working directly with that asset” (Uquillas y Van Nieuwkoop 2003,1).

A través de la elaboración de un autodiagnóstico previo, PRODE-PINE persigue que las federaciones de segundo grado23 sean capaces de priorizar sus necesidades, de establecer líneas de acción suscepti-bles de convertirse en perfiles y de contratar al personal técnico nece-sario a fin de traducir eso en obras y realidades tangibles. La intención ha sido, en esta línea, poner al alcance de las OSG los recursos para que asuman todas las acciones derivadas de unos planes de desarrollo local –210 en total, habitualmente de ámbito parroquial– emanados a 23 En las provincias amazónicas han sido las entidades de tercer grado las que han

asumido el rol asignado a las OSG en la sierra y en la costa, dadas las particulari-dades poblacionales y organizativas de los grupos étnicos autóctonos.

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su vez de los diagnósticos participativos preliminares (Larreamendy y Uquillas 2001). Por medio del trabajo con las OSG, se esperaba cons-truir capital social de tres formas diferentes:

“Primero, cuando el capital social ya es fuerte, las otras formas de capital pueden complementarlo eficazmente (por ejemplo, fortaleciendo las asociaciones de usuarios del agua ya existen-tes). Segundo, cuando el capital social es débil, estos recursos adicionales, que en la mayoría de los casos no son bienes indi-viduales, promocionan el manejo colectivo y la solidaridad en-tre sus miembros. Tercero, cuando el capital social ya existente en comunidades indígenas tradicionales no llega al mínimo exi-gido actualmente en lo administrativo-económico e inclusive en el manejo de infraestructura social, el proyecto estimula el for-talecimiento gradual del capital social original en nuevos cam-pos, niveles o tipos de cooperación (como las asociaciones de crédito o cajas solidarias de mujeres)” (Uquillas 2002, 7).

La justificación de un diseño programático como éste –exclusivo para la población indígena y afro del país– descansa sobre la constata-ción estadística de la recurrencia del binomio exclusión / pobreza ca-racterístico de estos colectivos, a pesar de los logros conquistados a raíz de la emergencia de la CONAIE y las otras grandes plataformas étnicas. PRODEPINE nace, pues, ante la evidencia de que “los pue-blos indígenas y afroecuatorianos presentan las peores condiciones de vida, los niveles más bajos de escolarización con sistemas educativos inadecuados, una grave situación de desempleo, un mínimo acceso a los servicios de salud y una fuerte discriminación económica y social” (PRODEPINE 2002, 1). Por fortuna –se afirma desde la misma página web del Banco Mundial– se trata de sociedades donde el capital social fluye y puede, con el correcto asesoramiento externo, convertirse en un activo formidable capaz de revertir esas tendencias. De ahí el énfa-sis puesto en “rescatar y fortalecer el patrimonio cultural de los pue-blos y nacionalidades”, pues se parte de la base de que las sociedades beneficiarias “tienen altas potencialidades para movilizar fuerza de trabajo, capital y otros recursos que promueven empleo local y el de-

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sarrollo básicamente por los elementos de sus culturas, en especial su sentimiento de identidad, solidaridad y cercanía a la tierra”24.

Antes de entrar a analizar la vertiente más proyectista de este gran experimento, me interesa remarcar sus connotaciones políticas desde el punto de vista de su impacto sobre la dirigencia indígena y sobre unas bases sociales pauperizadas que, justamente por ello, lo perciben más como un triunfo que como una posible hipoteca capaz de limitar en algún sentido el margen de maniobra de sus organizaciones. Un tema crucial para calibrar el sesgo político de PRODEPINE es el de la cronología de su creación, pues no parece gratuito que fuese en 1995 cuando empezó a madurar la idea de articular una propuesta como és-ta25. En un primer momento, su diseño no estuvo vinculado a las in-quietudes mostradas desde el Banco Mundial por el capital social, aún orientándose hacia el apoyo de las organizaciones étnicas en Ecuador. A pesar de contar con raíces diferentes, terminó ensamblándose ple-namente con esa nueva línea de desarrollo, pudiéndose afirmar, así, que el perfil final de PRODEPINE constituye un buen ejemplo de có-mo la dimensión política que el Banco ha acabado otorgando al capital social se ha apropiado de este tipo de iniciativas, en principio surgidas fuera de la controversia. De hecho, aunque el Proyecto no pudo arran-car hasta el mes de septiembre de 1998, lo cierto es que la discusión sobre su conveniencia se inició un año después del gran levantamiento indígena de 1994 y de que, en México, un ejército de indios chiapane-cos se sublevara contra la exclusión económica, política, social y cul-tural a que los condenaba la ortodoxia salinista. Como apuntamos en un trabajo anterior,

24 Http://www.bancomundial.org.ec/proy-01.htm (cita extraída en abril de 2003). En

otro lugar se añade que “la pobreza material de las comunidades indígenas y afro-descendientes tiene como contrapartida costumbres y prácticas distintas de las de otros grupos sociales, con redes de solidaridad basadas en el parentesco y en la comunidad, que reproducen la unidad social a través del intercambio de trabajo y de formas de reciprocidad profundamente arraigadas para mantener las relaciones familiares como medio de supervivencia económica y social, así como conoci-mientos, saberes y prácticas ancestrales que reflejan una tradición y una riqueza cultural invalorable” (PRODEPINE 2002, 2).

25 Información obtenida en 1999 a través de entrevistas con los responsables enton-ces de PRODEPINE. Ver también Uquillas y Van Nieuwkoop (2003, 2).

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“en el momento de una cierta crisis del patrón macroeconómico imperante; cuando sin que fuera previsto por nadie la indianidad irrumpía en América Latina como un referente capaz de cues-tionar la legitimidad moral de la globalización; cuando de pron-to algunas de las externalidades del crecimiento económico –los costos sociales– se incrustaban sobre las perspectivas de los be-neficios a corto y a medio plazo como verdaderas inter-nalidades que hacían peligrar la viabilidad del modelo; en ese momento preciso fue cuando los planificadores del desarrollo voltearon sus caras hacia el fortalecimiento organizativo como estrategia de lucha contra la pobreza y, de paso, como vía indi-recta para cooptar y limitar el alcance de los nuevos movi-mientos sociales” (Bretón 2002, 56).

Desde este punto de vista, se nos antoja pertinente plantear la cues-tión que nos ocupa de la siguiente manera: ¿es posible interpretar la emergencia de PRODEPINE –con todo el celo mostrado en sus di-ferentes etapas de materialización sobre el terreno por parte de sus pa-dres putativos y sus responsables técnicos– como un ensayo experi-mental más sofisticado que sus predecesores –atomizados y dispersos en el territorio– de intervención sobre el medio indígena desde los pa-rámetros de ese nuevo indigenismo etnófago?

Líneas de actuación de la primera fase

Los objetivos establecidos para la primera fase de PRODEPINE eran, por este orden, “fortalecer la capacidad de gestión de las organizacio-nes” de corte étnico; “lograr una integración democrática de los pue-blos indígenas y negros, incorporando su propia visión del desarrollo y potenciando sus actuales recursos y su capital humano y social”; disminuir el impacto de la pobreza en esos colectivos, “diversificando fuentes de ingreso y empleo”; e incentivar al Estado “para que imple-mente un sistema de planificación participativo y descentralizado que atienda las demandas de las comunidades”. De lo que se trataba, en suma, era de mejorar estratégicamente las aptitudes técnicas, legales e institucionales de las federaciones de segundo o tercer grado “para que éstas fomenten el desarrollo sostenible” entre sus bases (PRODEPINE 2002, 3).

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Para cumplir con tan vastos propósitos, el Proyecto fue diseñado con cuatro grandes componentes. El primero, calificado como de “for-talecimiento a las nacionalidades, pueblos y organizaciones”, tenía como meta apoyar a las instancias de tipo OSG en la planificación participativa, en la formación de equipos técnicos propios, en la recu-peración del patrimonio cultural y en la incorporación del enfoque de género. El segundo componente era el de tierras y aguas, y estaba orientado, básicamente, a intentar solventar todo lo relacionado con la “titulación y legalización de los derechos de tenencia de la tierra en áreas productivas, forestales y de posición ancestral”26. El tercer rubro era el de inversiones rurales, y se tradujo en la financiación de peque-ños subproyectos “solicitados, preparados, implementados, [cofinan-ciados] y administrados por las comunidades, a través de las organiza-ciones de segundo grado”. Por último, PRODEPINE contribuyó a consolidar al mismísimo Consejo de Desarrollo de las Nacionalidades y Pueblos del Ecuador (CODENPE) a través de la capacitación de personal o la adquisición de bienes y equipos, entre otras actuaciones (PRODEPINE 2002, 3)27.

La generosidad de los recursos invertidos –no olvidemos que la disponibilidad presupuestaria de PRODEPINE excede a la de cual-quier otra agencia nacional de desarrollo– explica en buena parte el “apantallamiento” que pueden producir las “grandes cifras” esgrimi-das por sus panegiristas. Sólo en recursos humanos, “para mediados del 2002, 1.080 estudiantes de secundaria y 850 estudiantes de nivel superior habían recibido becas por parte del proyecto, 77 personas (...) cursos de riego, conservación de suelos, agro forestería y otros temas, y 496 hombres y mujeres jóvenes se habían beneficiado de un pro-grama de pasantías en agroecología” (Uquillas 2002, 11). De igual

26 Este es un objetivo prioritario de PRODEPINE, en tanto se presupone que consti-

tuye un paso clave en el proceso de fortalecimiento de las instancias de decisión comunitarias.

27 El CODENPE es un organismo del Estado adscrito a la Presidencia de la Repú-blica creado con personería jurídica en diciembre de 1998. Su función es definir las políticas públicas orientadas al sector indígena, así como coordinar cuantas ac-ciones –financiadas y/o planificadas desde el exterior– tengan como objeto a ese colectivo. PRODEPINE es una de ellas y forma parte orgánica, pues, del CO-DENPE.

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modo, al final de la primera fase se habían titularizado 252.000 hectá-reas de “tierras ancestrales” (Banco Mundial 2003, 72), al tiempo que las entidades ejecutoras de PRODEPINE habían ascendido a 241, 208 de las cuales eran OSG (Uquillas 2002, 16). La evaluación realizada por Fernando Larrea y su equipo sobre la base de esas 241 organiza-ciones detectó un incremento en su capacidad organizativa como re-sultado de la implementación de PRODEPINE; constatación funda-mentada en el estudio de variables tales como recursos humanos y li-derazgo, capacidad de gestión, cultura organizativa (participación y comunicación) y resolución de conflictos (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002).

Por varias razones, en este trabajo hemos priorizado el estudio del componente de inversiones rurales (el de los subproyectos). En primer lugar, porque es el rubro que más se asemeja a lo que han venido haciendo las ONG en el área rural andina y, por ello, permite estable-cer comparaciones a fin de averiguar –más allá de la retórica sobre el capital social– hasta qué punto y en qué medida las intervenciones de PRODEPINE marcan continuidades o cambios remarcables en rela-ción a los últimos veinte años de presencia masiva de agencias de de-sarrollo privadas en el entorno indígena-campesino. En segundo lugar, y no menos importante, porque con sus doce millones de dólares cons-tituye el componente más caro del Proyecto, así como el más sus-ceptible de ser manejado (me estoy refiriendo a sus orientaciones y a las expectativas a que responde) desde las OSG, convirtiéndose así en uno de los principales elementos de su fortalecimiento. Los resultados obtenidos han sido –a los ojos del Banco Mundial– muy satisfactorios, tal como se reconoce en Implementation Completion Report de enero de 2003:

“The overall achievement of this Component is rated Satisfac-tory. The Component objective aimed to increase access of in-digenous and Afro-Ecuadorian communities to services and markets and to diversify and/or intensify rural production. At the regional level there were 160 second tier organizations (OSGs) which represented their community groups, either in-digenous or Afro-Ecuadorian. These OSGs played a key role by implementing subprojects for their communities. In this regard,

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the Project, was able to provide (six months before closing) grants for 654 rural investment subprojects, 82% of the target defined by the appraisal. The shortfall was caused by lack of Project financing to continue the program. So far 518 (79%) subprojects have been concluded and the total investment gen-erated by these subprojects including community contribution was US$16.6 million. There are 123 subprojects worth US$7.3 million, which have been prepared but cannot begin implemen-tation, until further financing is obtained. Additionally there are still about 1800 subprojects ideas worth an estimated $150 mil-lion which could be considered for future financing, if the pro-posed PRODEPINE 2 Project has an investment component” (World Bank 2003, 7).

El rol jugado por las OSG no hubiera sido posible –se enfatiza des-de PRODEPINE– sin el correcto asesoramiento del Proyecto. La ex-periencia de la primera fase demuestra, siempre según sus res-ponsables técnicos, que los cuatro años de apoyo sin resquicios a las federaciones las ha colocado, en términos generales, mejor posiciona-das institucionalmente “para representar y canalizar adecuadamente” las demandas de sus bases, “establecer alianzas estratégicas con las diversas instituciones y otros actores que gravitan en el desarrollo ru-ral, acompañar la administración eficiente de los recursos para pro-yectos a favor de sus comunidades, facilitar los servicios de capacita-ción y asistencia técnica para sus miembros, incorporar una cultura participativa en la toma de decisiones y fortalecer procesos de control social y rendición de cuentas” (Orbe 2002, 403). Veamos a continua-ción cómo funcionó ese proceso de empoderamiento de las organiza-ciones a través del control de la pléyade de subproyectos que se deri-varon del componente de inversiones rurales.

El proyectismo de PRODEPINE a examen

Una primera imagen general del esfuerzo inversor de PRODEPINE nos la brindan los datos publicados en el Informe de cierre del Pro-

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yecto editado en el verano de 200228. Tal como muestran los cuadros 1 y 2, PRODEPINE ha beneficiado en esta etapa, según sus propios re-cuentos, a un 24,9% del total de la población indígena del país y a un 32,8% de sus organizaciones de base. Unos y otros –individuos, fami-lias y organizaciones– accedieron a las regalías del Proyecto por me-dio de la intermediación activa de 152 entidades ejecutoras, la mayoría OSG. Es interesante también el hecho de que, de los 16.609.580 dóla-res a que asciende el costo de los subproyectos, el 72,4% haya sido aportado directamente por PRODEPINE, quedando el 27,6% de las inversiones restantes bajo la responsabilidad de las comunidades re-ceptoras. El sentido último de esta política de co-financiación es el de implicar, responsabilizar y hacer sentir como propios los subproyectos a la población favorecida y a sus plataformas de representación. En muchos casos, dadas las características sociales y económicas de las áreas de intervención, la mayor parte de las aportaciones comunitarias se realizaron en forma de prestaciones de trabajo (a través de la orga-nización de mingas).

Más allá de la información sobre los subproyectos, los cuadros 1 y 2 merecen algunas consideraciones colaterales importantes. La pri-mera tiene que ver con el énfasis que desde PRODEPINE se ha dado a los procesos de redefinición de las identidades étnicas en Ecuador. De hecho, es interesante observar cómo su puesta en funcionamiento ha coincidido con un aparente proceso de etnogénesis sin precedentes en el país; proceso plasmado en las adscripciones identitarias en nacio-nalidades y pueblos indígenas. Vemos así que junto a las nacionalida-des que podríamos calificar como históricas –achuar, awa, chachi, co-fán, huaorani, tsáchila, quichua o secoya–, aparecen otras de nuevo cuño –épera, huancavilca, manteña– y todo un boom de pueblos –an-dinos y amazónicos– que se diferencian entre sí a pesar de pertenecer

28 Hay que advertir, empero, de que hay un cierto baile de cifras entre este docu-

mento y los balances en soporte informático a que tuve acceso un año después. La razón estriba en que, si bien es cierto que la primera etapa de PRODEPINE tenía previsto terminar en 2002, la verdad es que prosiguió –especialmente en los sub-proyectos que no habían podido ser culminados y/o que necesitaron de financia-ción adicional– hasta bien entrado 2003. Con todo, las diferencias no son muy importantes, pudiéndose en cada caso hacer un seguimiento de las tendencias ge-nerales y de su distribución territorial sin mayores problemas.

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a una gran nación quichua que funciona como referente macroétnico de elevados contingentes de población rural, sobre todo (aunque no sólo, como demuestran los quichuas de Napo, Orellana y Pastaza) en el área andina. La cuestión sería dilucidar, por un lado, hasta qué pun-to este resurgimiento de pueblos y nacionalidades es una elaboración de la intelectualidad y la dirigencia indígena; en qué medida responde a un sentimiento generalizado de las familias y organizaciones de ba-se; y cómo se relaciona en algunos casos muy concretos –estoy pen-sando por ejemplo en manteños y huancavilcas– simple y llanamente con la llegada de PRODEPINE a la costa centro-sur en busca de clien-tes potenciales y con un manejo local del discurso etnicista extraordi-nariamente hábil y funcional de cara a obtener recursos en base a sus (supuestas) raíces indígenas (re)descubiertas.

Otro aspecto interesante es el del volumen total de población indí-gena. Los datos manejados por PRODEPINE en el citado documento no coinciden con las cuantificaciones más exhaustivas y recientes. Así, la Estimación de la población indígena y negra realizada a ins-tancias del CODENPE en base a las proyecciones elaboradas en 199529, arroja un cómputo de 630.840 individuos, mientras que el Censo de población y vivienda de 2001 eleva éste a 680.58630 (SIISE 2003). En su informe final, sin embargo, PRODEPINE da como vá-lida la cantidad de 1.439.078 personas sin ningún tipo de explicación al respecto. Dada la orientación de PRODEPINE, además, cabe supo-ner que esa población sea mayoritariamente rural, con lo cual sor-prende, se mire como se mire, la desproporción de esta estimación31.

29 Ver infra, anexos 3 y 4, precisión metodológica núm. 4. 30 Ver infra, anexos 3 y 4, precisión metodológica núm. 3. 31 Debo llamar doblemente la atención sobre la calidad de la información brindada

desde el Proyecto. Digo esto porque si observamos con detenimiento el cuadro 1 descubrimos algunas incorrecciones ciertamente preocupantes, tales como que el 125,58% de las organizaciones de base de los achuar y el 110% de las de los awa se han beneficiado de la actuación de PRODEPINE (108 organizaciones de un to-tal de 86 en el caso de los achuar y 22 de 20 en el de los awa); así como que más awa y más shiwiar de los contabilizados –los presuntamente existentes– se han visto agraciados por los subproyectos. Errores de tal magnitud nos hacen mante-ner una actitud cautelosa y prudente ante la lectura de los datos a la vez que ad-vierten sobre los controles de calidad del Banco Mundial en el manejo de una in-formación tan sensible desde la óptica de la investigación social.

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Cuadro 1. Población total, población beneficiaria de PRODEPINE y or-ganizaciones indígenas por nacionalidades y pueblos

NACIONALIDAD PUEBLO POBLACIÓN BENEFICIARIOS Total OB Total OB EE

ACHUAR Achuar 4.673 86 3.004 108 1 AFRO Afro 93.585 362 44.183 157 19 AWA Awa 3.500 20 3.650 22 1 CHACHI Chachi 8.040 41 7.112 14 1 COFÁN Cofán 650 8 EPERA Epera 283 9 170 1 1 HUANCAVILCA Huancavilca 94.030 79 13.875 10 1 HUAORANI Huaorani 2.100 35 1.141 12 1 Chibuleo 45.702 107 10.500 8 3 Kañari 142.498 357 19.720 143 12 Karanki 19.161 73 3.028 14 3 Kayampi 56.966 162 25.499 103 9 Kitukara 58.915 77 440 1 1 Napo 21.379 153 977 9 1 Natawelas 3.832 17 Orellana 17.400 81 4.325 76 1 Otawalo 75.301 157 7.415 69 6 KICHWA Panzaleo 266.008 634 43.626 113 20 Pastaza 12.033 63 83 1 1 Pilahuines 15.160 23 6.185 21 2 Puruwua 211.012 808 96.728 248 35 Quisapinchas 8.759 18 7.265 6 1 Salasakas 12.365 51 1.480 5 2 Sarakuros 37.290 174 7.548 39 4 Sucumbios 16.210 57 595 8 2 Tomabelas 24.822 35 12.578 15 2 Waranka 59.382 180 22.417 62 13

TOTAL KICHWA 1.104.195 3.227 270.409 941 118 MANTEÑOS Manteños 75.487 240 PUNAHES Punahes 2.242 7 SECOYA Secoya 350 5 SHIWIAR Shiwiar 686 13 750 12 1 SHUAR Shuar 46.974 596 14.118 273 6 SIONA Siona 350 5 TSÁCHILA Tsáchila 1.338 8 1.035 5 1 ZÁPARA Zápara 595 7 260 4 1

TOTAL GENERAL 1.439.078 4.748 359.707 1.559 152

OB: Organizaciones de base o de primer grado. EE: Entidades ejecutoras de PRODEPINE.

Fuente: Elaboración a partir de PRODEPINE (2002, 20-21).

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Cuadro 2. Inversión en concepto de subproyectos PRODEPINE por na-cionalidades y pueblos

NACIONALIDAD PUEBLO INVERSIÓN (USD) PRODEPINE Comunidad Total

ACHUAR Achuar 497.221 97.816 595.037 AFRO Afro 1.708.407 531.763 2.240.171 AWA Awa 47.059 9.930 56.989 CHACHI Chachi 212.707 63.921 276.627 COFÁN Cofán EPERA Epera 42.297 42.245 84.542 HUANCAVILCA Huancavilca 234.867 81.233 316.099 HUAORANI Huaorani 61.231 14.689 75.920 Chibuleo 153.207 100.637 253.844 Kañari 682.696 250.468 933.164 Karanki 205.178 72.888 278.066 Kayampi 1.149.738 486.331 1.636.069 Kitukara 64.500 22.800 87.300 Napo 193.187 57.386 250.574 Natawelas Orellana 97.470 134.013 231.483 Otawalo 496.764 192.078 688.843 KICHWA Panzaleo 1.195.399 457.301 1.652.700 Pastaza 20.450 5.979 26.429 Pilahuines 81.602 25.598 107.199 Puruwua 2.299.030 1.168.948 3.467.978 Quisapinchas 78.168 31.846 110.015 Salasakas 58.588 16.371 74.959 Sarakuros 214.571 58.031 272.602 Sucumbios 96.419 33.534 129.953 Tomabelas 165.555 55.925 221.480 Waranka 536.655 169.871 706.526

TOTAL KICHWA 7.789.178 3.340.007 11.129.184 MANTEÑOS Manteños PUNAHES Punahes SECOYA Secoya SHIWIAR Shiwiar 78.347 18.500 96.846 SHUAR Shuar 1.179.564 341.251 1.520.814 SIONA Siona TSÁCHILA Tsáchila 120.931 33.513 154.444 ZÁPARA Zápara 53.380 9.526 62.906

TOTAL GENERAL 12.025.188 4.584.393 16.609.580

Fuente: Elaboración a partir de PRODEPINE (2002, 20-21).

Un buen indicador del impacto de PRODEPINE sobre el anda-miaje organizativo es comparar las cifras disponibles sobre OSG: las procedentes del censo levantado en los primeros momentos del Pro-yecto (Coronel 1998); las contenidas en la revisión y actualización posteriores realizadas por la Fundación Heifer Ecuador (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002); y las de la propia base de datos de la ofi-

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cina central de Quito sobre las entidades finalmente ejecutoras de in-tervenciones concretas. De la comparación de esas tres fuentes (cua-dro 3) salta a la vista, para empezar, el incremento de ese tipo de fede-raciones entre 1998 y 2002, período en el que se pasa de 141 censadas a 164 (+23). De esas 164, además, 107 están implicadas en subpro-yectos, lo que representa el 65,2% del total. Si tomamos como punto de referencia 1998, año del inicio operativo de PRODEPINE, el por-centaje aumenta al 75,8%. Este dato es importante, ya que muchas de las OSG ejecutoras ya existían (o estaban en proceso de constitución) en el momento en que arrancó el Proyecto, de donde se deduce, a tí-tulo de hipótesis, que éste ha actuado como estímulo para la aparición de un número significativo de nuevas organizaciones a la expectativa de poder aprovechar la nueva coyuntura proyectista. Luciano Martínez recuerda en un trabajo reciente (2003b) de qué manera, en efecto, la población rural ha buscado con frecuencia agruparse alrededor de la figura de las OSG “como un mecanismo para obtener recursos eco-nómicos”. Con todo, en el caso que nos ocupa, éste “incremento orga-nizacional está vinculado con la oferta de proyectos no sólo desde las ONG o de las instituciones tradicionales de desarrollo”, sino más bien “desde el principal proyecto indígena financiado con fondos del Ban-co Mundial”: recuérdese que una de las condiciones sine qua non para participar en PRODEPINE era justamente que existiera como contra-parte una organización, preferentemente de segundo grado (Martínez Valle 2003b, 6).

Si atendemos a la distribución provincial de las OSG, el cuadro 3 indica cómo el orden de importancia de cada provincia en cuanto a su presencia cuantitativa en 2002 se mantiene escrupulosamente en lo que a entidades ejecutoras se refiere, con la única excepción de Bolí-var, séptima en OSG operativas pero quinta en cuanto al volumen de las que estaban comprometidas en la gestión de subproyectos. To-mando como referencia la columna de 1998 en relación a la de 2002, la cosa es bastante similar: sólo cambian Cañar (segunda en OSG en 1998 y quinta en 2002 –perdió dos organizaciones al tiempo que Chimborazo, Cotopaxi, Imbabura y Tungurahua aumentaron entre tres y once cada una–), Azuay (que pasa del séptimo al octavo puesto tras perder cuatro federaciones) y Bolívar (que sube del octavo al séptimo

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con el incremento de 5 nuevas OSG). La cuestión es que, en términos generales –y eso es lo verdaderamente relevante del cuadro– allí don-de se constata un mayor peso de PRODEPINE –traducido en la impli-cación en sus iniciativas de más entidades ejecutoras– es donde más ha aumentado el número de OSG. Los casos emblemáticos de esta co-rrelación nos los brindan las provincias (más o menos por este orden) de Chimborazo, Cotopaxi, Imbabura, Bolívar y Tungurahua, evidencia que viene a corroborar las observaciones anteriores sobre el efecto in-ductor de PRODEPINE en la constitución de este tipo de plataformas organizativas.

Cuadro 3. Distribución de las OSG entre las provincias de la sierra

PROVINCIA OSG 1998 OSG 2002 OSG EJECUTORAS

2003 Núm. % Núm. % Dif. Núm. % Dif.

AZUAY 11 7,8 7 4,3 -4 3 2,8 -4

BOLÍVAR 9 6,4 14 8,5 5 10 9,3 -4

CAÑAR 20 14,2 18 11,0 -2 9 8,4 -9

CARCHI 2 1,4 1 0,6 -1 2 1,9 1

CHIMBORAZO 29 20,6 40 24,4 11 32 29,9 -8

COTOPAXI 19 13,4 23 14,0 4 14 13,1 -9

IMBABURA 17 12,0 22 13,4 5 14 13,1 -8

LOJA 6 4,3 5 3,1 -1 2 1,9 -3

PICHINCHA 12 8,5 15 9,1 3 7 6,5 -8

TUNGURAHUA 16 11,4 19 11,6 3 14 13,1 -5

Total 141 100,0 164 100,0 23 107 100,0 -57

Fuente: Elaboración a partir de Coronel (1998), Larrea et al. (2002), y la información suministrada por PRODEPINE en soporte informático (julio-agosto de 2003).

Conclusiones similares se derivan del cuadro 4: además de la pree-minencia de las OSG sobre cualquier otra forma asociativa de carácter federativo como instrumentos predilectos de ejecución de subproyec-tos (107 frente a 14) y de poder verificar de nuevo, esta vez por pro-vincias, la elevada responsabilidad de PRODEPINE en la inversión fi-nanciera (entre el 64,3% de Chimborazo y el 85,2% de Carchi), obser-vamos cómo existe una relación entre el total de intervenciones en ejecución y la mayor participación provincial. Esto último es espe-cialmente acusado en los casos de Chimborazo, Cotopaxi e Imbabura,

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las tres líderes en número total de OSG (en 1998 y 2002), de organi-zaciones ejecutoras y de subproyectos32. Si descendemos al ámbito cantonal, estas relaciones se hacen aún más evidentes. En Chimbo-razo, por ejemplo, el cantón Riobamba acumula 49 subproyectos en 12 entidades ejecutoras (10 son OSG) mientras que Colta, con sus 13 organizaciones (11 OSG), es receptor de 41 de esas iniciativas. Baste con afirmar para no cansar con datos y más datos –en los anexos 1 y 2 adjuntamos los desagregados cantonales– que esa vinculación directa entre más organizaciones de segundo grado y más subproyectos es constatable en todos los cantones de la sierra33.

Los dos cuadros siguientes presentan las cuantificaciones más ac-tuales sobre población indígena, población rural con necesidades bási-cas insatisfechas, muestra aleatoria de proyectos de desarrollo rural implementados por ONG y concentración del quehacer de PRODE-PINE (cuadro 5)34, así como la posición relativa que las provincias ocupan en cada uno de estos ítems (cuadro 6). En principio, tal como sugiere el cuadro 5, existe una elevada correlación entre el monto de recursos invertidos directamente por PRODEPINE en concepto de subproyectos, el número de éstos, el volumen de entidades ejecutoras y, mutatis mutandi, la presencia de contingentes más o menos amplios

32 Puede sorprender la posición de Pichincha, sexta en OGS, muy modesta en entida-

des ejecutoras, pero cuarta en subproyectos (incluso por encima de Tungurahua, que casi la duplica en aquél rubro). El hecho de albergar la capital de la República sin duda contribuye a explicar esta excepcionalidad aunque, sobre todo, no hay que olvidar que un solo cantón de esa provincia (Cayambe) concentra 24 subpro-yectos gestionados por 4 OSG (ver infra, anexos 1 y 2).

33 Salvo en Cotacachi, donde la presencia de una sola OSG es suficiente para justifi-car la acumulación de 10 intervenciones en desarrollo: se trata de la Unión de Or-ganizaciones Campesinas de Cotacachi (UNORCAC), una de las federaciones más emblemáticas y fuertes del país (García Bravo 2002). Por si esto fuera poco, el primer Director Ejecutivo de PRODEPINE era un miembro destacado de esta organización, circunstancia que explica en parte que la UNORCAC sea, con más de 237.000 dólares, una de las OSG que más inversión directa obtuvo de la pri-mera fase de PRODEPINE.

34 Hay que aclarar que, al constatarse pocas diferencias entre las estimaciones del Censo de 2001 y las de PRODEPINE en lo que a población indígena se refiere, he tomado las primeras como indicador en el cuadro 5 ya que facilitan, asimismo, su cotejo con la información aportada por esa misma fuente sobre el alcance de la pobreza. Ver infra, anexos 3 y 4, precisión metodológica núm. 2.

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de población indígena, como era de esperar dada la orientación del Proyecto hacia esos colectivos. No es así, sin embargo, en lo referente a la pobreza rural.

Cuadro 4. Número de subproyectos PRODEPINE e inversión en las pro-vincias de la sierra

PROVINCIA EJECUTORAS INVERSIÓN (USD)

OSG Otras Proyectos Prodepine % Comunidad Total

AZUAY 3 0 8 150.972 77,05 44.975 195.947

BOLÍVAR 10 4 32 528.618 75,57 170.846 699.464

CAÑAR 9 1 33 457.766 66,51 230.488 688.254

CARCHI 2 1 9 191.976 85,20 33.337 225.313

CHIMBORAZO 32 5 120 2.185.846 64,30 1.213.355 3.399.201

COTOPAXI 14 2 45 940.297 70,23 398.506 1.338.803

IMBABURA 14 0 44 1.138.513 72,71 427.368 1.565.881

LOJA 2 0 9 113.911 78,19 31.769 145.680

PICHINCHA 7 1 40 881.147 73,48 317.975 1.199.122

TUNGURAHUA 14 0 39 723.825 6,18 369.893 1.093.718

Total 107 14 379 7.312.871 69,31 3.238.512 10.551.383

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos proporcionados por PRODEPINE (julio-agosto de 2003).

El caso paradigmático es el de Chimborazo, provincia pionera en inversiones, subproyectos, organizaciones contraparte y presencia de ONG, pero cuarta en lo que respecta al monto de población clasificada como pobre en el Censo. Algo similar sucede en Imbabura, oscilante entre el segundo y el cuarto puesto en todos los rubros salvo en el de la pobreza, en el que ocupa el séptimo lugar. Pichincha, en cambio, y a pesar de tener relativamente pocas entidades ejecutoras, es la cuarta en inversiones y subproyectos, la quinta en población indígena y la primera en pobres en números absolutos, a pesar de lo cual las ONG que operan en su medio rural no han sido excesivamente generosas, dejándola en un modesto séptimo lugar. Más coherente parece la tra-yectoria de Carchi, la provincia con menos indígenas, menos pobreza rural, menos ONG y de las menos favorecidas por PRODEPINE. Azuay, por su parte, se lleva con Loja los peores resultados en el “re-

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parto” de los fondos del Proyecto y cuenta con pocas entidades eje-cutoras, a pesar de ser la segunda provincia en la insatisfacción de ne-cesidades básicas y la tercera –más acorde con esta última caracterís-tica– en intervenciones de ONG (cuadro 6). No pueden establecerse sin embargo correlaciones del todo nítidas a nivel provincial. Es nece-sario descender al ámbito cantonal, escala en la que se refleja más la enorme heterogeneidad de la realidad social andina.

Cuadro 5. Población rural (total, indígena y pobre), distribución de pro-yectos de desarrollo rural de ONG y plasmación de la primera fase de

PRODEPINE en las provincias de la sierra

PROVINCIA POBLACIÓN RURAL CENSO 2001

ONG 1999

EJECUCIÓN PRODE-PINE 1998-2002

total indígena % pobre % proy. % EE (1) proy. Inver. ($)

AZUAY 286.952 16.731 5,8 234.629 81,8 55 13,6 3 8 150.972

BOLÍVAR 126.102 38.088 30,2 114.418 90,7 31 7,7 14 32 528.618

CAÑAR 131.380 31.285 23,8 111.305 84,7 24 5,9 10 33 457.766

CARCHI 80.787 2.937 3,6 65.302 80,8 15 3,7 3 9 191.976

CHIMBORAZO 245.852 145.729 59,3 227.910 92,7 119 29,4 37 120 2.185.846

COTOPAXI 255.965 81.187 31,7 231.573 90,5 23 5,7 16 45 940.297

IMBABURA 171.830 75.296 43,8 141.080 82,1 34 8,4 14 44 1.138.513

LOJA 221.522 11.086 5,0 204.179 92,2 64 15,8 2 9 113.911

PICHINCHA 674.502 47.418 7,0 414.067 61,4 24 5,9 8 40 881.147

TUNGURAHUA 252.707 60.120 23,8 217.392 86,0 16 4,0 14 39 723.825

Total 2.447.599 509.877 20,8 1.961.855 80,2 405 100,0 121 379 7.312.871

(1) De las 121 entidades ejecutoras, 107 son OSG. El resto son de tercer grado.

Fuente: Elaboración propia a partir de SIISE (2003), Fundación Alternativa (1999) y los datos proporcionados por PRODEPINE (julio-agosto de 2003).

En los anexos 3 y 4 presentamos detallados los datos anteriores desagregados por cantones. Es ahí donde descubrimos la tendencia de PRODEPINE, clara e inequívoca, a concentrar sus acciones (sus pro-yectos, sus recursos) justamente en aquellos escenarios más visitados previamente por las ONG. Así observamos cómo en Azuay son Cuen-ca y Gualaceo los dos cantones más agraciados por el componente de subproyectos, de igual manera que lo eran ya en cuanto a la preferen-cia por parte de las agencias privadas de desarrollo. Similar es la si-tuación del cantón Guaranda en Bolívar: con sus 25 subproyectos y

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los más de 455.000 dólares transferidos a sus OSG, pareciera que, como en los casos anteriores, PRODEPINE hubiera tenido inclinación a converger prioritariamente sobre los espacios ya privilegiados por las ONG, pues éste es, con diferencia, el cantón de esa provincia en que más iniciativas implementaron aquéllas a finales de los noventa. Lo mismo sucede en Cañar con el cantón del mismo nombre; en Chimborazo con Colta, Riobamba, Guamote y Alausí; en Cotopaxi con Salcedo y Latacunga; en Imbabura con Otavalo y, en menor me-dida, con Ibarra y Cotacachi; en Loja con Saraguro35; en Tungurahua con Ambato; y en Pichincha con Cayambe (anexo 4).

Cuadro 6. Posición relativa de cada provincia serrana en recursos inver-tidos y subproyectos PRODEPINE, en entidades ejecutoras, en población indígena y población rural pobre y en intervenciones de ONG en materia

de desarrollo rural

PROVINCIA Recursos PRODE-

PINE

Proyectos PRODE-

PINE

Entidades ejecutoras

(*)

Población indígena

Población rural pobre

Proyectos de ONG

CHIMBORAZO 1 1 1 1 4 1

IMBABURA 2 3 3 3 7 4

COTOPAXI 3 2 2 2 3 8

PICHINCHA 4 4 5 5 1 7

TUNGURAHUA 5 5 3 4 5 9

BOLÍVAR 6 7 3 6 8 5

CAÑAR 7 6 4 7 9 6

CARCHI 8 8 6 10 10 10

AZUAY 9 10 6 8 2 3

LOJA 10 9 7 9 6 2

(*) : Las provincias que comparten puesto es porque tienen el mismo número de enti-dades ejecutoras.

Fuente: Elaboración a partir del cuadro 5.

35 La baja presencia indígena en el cantón Loja explica la ausencia de PRODEPINE,

a pesar haber sido históricamente muy frecuentado por las ONG.

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Cuadro 7. Clasificación de los subproyectos PRODEPINE en la sierra

TIPO DE PROYECTO CATEGORÍA Núm. % $ inversión %

Ambientales y manejo Forestación, viveros o jardines botánicos 8 2,1 166.770 2,3

sustentable de recursos Protección de fuentes de agua 3 0,8 43.072 0,6

naturales Protección y/o manejo de cuencas 22 5,8 359.546 4,9

Recuperación y/o conservación de suelos 12 3,2 212.606 2,9

Subtotal 45 11,9 781.994 10,7

Capacitación técnica Capacitación para sistemas productivos 4 1,1 50.108 0,7

Infraestructura Abono orgánico o lombricultura 4 1,1 45.519 0,6

productiva Acuacultura 2 0,5 53.202 0,7

comunitaria Agroindustriales 29 7,7 526.593 7,2

Animales menores 5 1,3 62.541 0,9

Comercialización 5 1,3 122.433 1,7

Cultivos de ciclo corto 3 0,8 9.265 0,1

Cultivos permanentes 1 0,3 13.713 0,2

Empedrado de caminos o puentes peatonales 16 4,2 325.185 4,4

Establecimiento de pastos 8 2,1 120.901 1,7

Forestación comercial / viveros 6 1,6 62.767 0,9

Granjas integrales 7 1,8 134.568 1,8

Invernaderos 32 8,4 398.095 5,4

Mecanización agrícola 2 0,5 63.828 0,9

Sistemas de riego 76 20,1 1.463.739 20,0

Subtotal 196 51,7 3.402.349 46,5

Infraestructura social Agua para consumo humano 59 15,6 1.668.981 22,8

Alcantarillado o baterías sanitarias 4 1,1 136.418 1,9

Aulas y / o comedores o albergues 30 7,9 573.902 7,8

Centros de desarrollo comunitario 11 2,9 121.175 1,7

Centros de desarrollo infantil 14 3,7 146.336 2,0

Centros de salud 10 2,6 238.698 3,3

Electricidad (energía solar) 5 1,3 181.490 2,5

Subtotal 133 35,1 3.067.000 41,9

Patrimonio cultural Desarrollo de patrimonio cultural 1 0,3 11.420 0,2

TOTAL 379 100,0 7.312.871 100,0

Fuente: Elaboración a partir de los datos de PRODEPINE.

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En otro orden de cosas, el cuadro 7 ofrece una buena panorámica sobre la naturaleza temática de los subproyectos PRODEPINE. Las actuaciones en “infraestructura comunitaria” –léase intervenciones en materia estrictamente productiva y de comercialización, amén de in-versiones en mejora de caminos y puentes– constituyen la parte del león, con un 51,7% del total de las operaciones concretas y un 46,5% de las aportaciones financieras. De entre éstas, destacan sobremanera los sistemas de riego, ítem que por sí solo concentra en torno al 20% de los esfuerzos, tanto en subproyectos como en recursos. Estos datos son lo suficientemente esclarecedores del peso otorgado por PRODE-PINE a los rubros relacionados con las actividades agropecuarias y, más concretamente, con una acepción agrarista del desarrollo rural, si-guiendo los cánones de lo que ha sido común en la mayor parte de las agencias públicas y privadas que han fomentado este tipo de propues-tas en los últimos decenios: el mejoramiento de los niveles de produc-ción, productividad, comercialización y capitalización –mayoritaria-mente siguiendo los parámetros de la revolución verde– en aras de li-mitar el alcance de la migración estacional y de incrementar los ratios de consumo de la población beneficiaria continúan siendo los objeti-vos prioritarios de una parte muy importante del paquete PRODE-PINE.

A continuación destaca la infraestructura social –desde agua para consumo humano y alcantarillado hasta abastecimiento de energía eléctrica, pasando por la construcción de aulas y centros educativos diversos o dispensarios médicos–, que representa el 35% de los sub-proyectos y casi el 42% de las inversiones totales. En tercer lugar, y a mucha distancia, están las actuaciones de corte alternativo, directa-mente comprometidas con visiones del campesinado más vinculadas con la agroecología y los nuevos paradigmas de la sostenibilidad, aunque sólo supongan algo más del 10% del aporte de recursos (11,9% en volumen de subproyectos). Un dato, en fin, que viene a co-rroborar el peso de la senda desarrollista priorizada a que hacía alusión más arriba. La capacitación para sistemas productivos y la defensa del patrimonio cultural –tan importantes desde el discurso del etnodesa-rrollo con que se publicita PRODEPINE– ocupan un lugar marginal en el mundo de las implementaciones reales. Una muestra, en defini-

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tiva, de lo alejadas que quedan determinadas proclamas del sentir co-tidiano de unas organizaciones ejecutoras –las OSG– en teoría más vinculadas –o al menos mejor conocedoras– de las expectativas y las percepciones que las comunidades de base tienen de lo que puede es-perarse del modelo proyectista: no en vano la clasificación comentada responde, en última instancia, a las prioridades expresadas mayorita-riamente por las organizaciones de segundo grado en sus respectivos planes de desarrollo local.

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Capítulo 4 ¿QUÉ CLASE DE NUEVOS ACTORES PARA QUÉ TIPO

DE NUEVA RURALIDAD?

En un voluminoso estudio multisectorial sobre Ecuador auspiciado por el Banco Mundial y significativamente titulado An Economic and So-cial Agenda in the New Millennium (2003), María Donoso-Clark de-fine los tres objetivos estratégicos a perseguir en el ámbito del desa-rrollo rural: la cohesión económica y social de los espacios locales, el ajuste de la agricultura frente a los desafíos de la desregularización de los mercados –vía diversificación de las actividades económicas en las áreas campesinas, por ejemplo– y la protección del entorno. Es en la primera de esas líneas donde esta analista encaja a PRODEPINE, jus-tificando su prórroga en una segunda fase por su importancia desde el punto de vista del fortalecimiento organizativo, del fomento de la co-operación intercultural y, a través de ellos, de la consolidación de alianzas estratégicas capaces de promover el desarrollo local y facilitar su articulación regional (2003, 375 y 382). PRODEPINE –más especí-ficamente, su componente de subproyectos– aparece así como la punta de lanza exitosa –el escaparate– de una nueva forma de abordar la ru-ralidad capaz de fortalecer eficazmente las nuevas estructuras organi-zativas –el capital social cristalizado en las OSG– resultantes de la también nueva coyuntura a la que se enfrentan las áreas rurales en la era de la globalización. Pues bien, en este apartado, y a tenor de la in-formación cuantitativa analizada anteriormente, quiero sugerir una se-rie de líneas de reflexión sobre lo poco de cierto y lo mucho de retó-rico que hay en todo ello.

PRODEPINE y la fragmentación étnica del campesinado andino

La primera fase de PRODEPINE actuó en un contexto general en el que, por décadas, la etnicidad ha desempeñado un papel clave en la lucha de los sectores subalternos de la sociedad rural por el control de recursos estratégicos y de espacios de representación pública funda-mentales para su supervivencia y reproducción. Muestra de ello es la

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propia existencia de un Proyecto de esta envergadura orientado en ex-clusiva a población étnicamente diferenciada. En este sentido, no debe sorprender que el funcionamiento de PRODEPINE coadyuve a retroa-limentar los procesos de redefinición de las identidades colectivas im-pulsados activamente por la intelectualidad indígena con una dimen-sión político-reivindicativa36. Más allá de la casuística que nos ocupa, esto nos sitúa frente a la cuestión general de la naturaleza de los nue-vos movimientos campesinos latinoamericanos. El campesinado, que en determinados contextos –básicamente en los Andes y Mesoamé-rica– tiene un marcado carácter étnico, constituye allí una parte im-portante de la estructura social de muchas áreas rurales y es además un agente potencial de cambio social. Esta característica, evidenciada desde la década de los ochenta en la consolidación de las plataformas reivindicativas articuladas alrededor de la indianidad, se plasma en una compleja amalgama de demandas identitarias con otras más clási-cas, de corte campesinista, tal como ha sido puesto de manifiesto en no pocos trabajos (Petras y Veltmeyer 2001, 111)37.

La respuesta del aparato del desarrollo a la emergencia de este fe-nómeno ha sido la de impulsar los nuevos paradigmas de intervención que, con el capital social a la cabeza, pregonan la participación, la descentralización y el empoderamiento como los pilares del modelo de desarrollo comunitario que –a modo de contraparte del eufemístico liberalismo social– se va a consolidar en la región de la mano del Post-Consenso de Washington y del advenimiento –facilitado por los

36 Subrayar la vertiente estratégica de la etnicidad no equivale a negar su condición

dúctil, poliédrica y polifuncional. Supone, en este caso, remarcar su eficiencia en parte como respuesta al escenario neoliberal en que se desenvuelve y, desde una perspectiva de larga duración, al colapso del modelo desarrollista y, con él, a los límites de las organizaciones campesinas tradicionales. Para una panorámica ge-neral de estas cuestiones ver, entre otros, los aportes de Baud, Koonings, Oos-tindie, Ouweneel y Silva (1996) y Koonings, y Silva (1999).

37 El estudio de este sujeto colectivo debe ser abordado, pues, incluyendo en el análi-sis las variables estructurales y de clase; esto es, dilucidando cómo el entramado político y económico le afecta, orientando su actuación en una u otra dirección e incidiendo en las formas que adopta su propio proceso de diferenciación interna y su identidad como actor social. En este sentido, el respeto por su dignidad y por sus valores culturales es fundamental para entender cabalmente la posición que ocupa en los esquemas relacionales de la globalización.

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procesos de democratización– de otras formas de protesta. La expe-riencia PRODEPINE corre pareja, así, a la desestatalización vía priva-tización neoliberal; aparece como una pieza clave de la política social alternativa respetuosa con las demandas étnicas –sobre todo las com-patibles con la vía proyectista– y orientada teóricamente a fomentar la participación popular. Tras ella subyace, en consecuencia, una nueva institucionalidad que incluye la descentralización de los servicios y los poderes –en consonancia con el quehacer de los gobiernos locales y las ONG– afín a la ideología anti-estatalista del neoliberalismo.

Considérese si no el significado profundo de PRODEPINE, la ini-ciativa más emblemática en desarrollo comunitario en el medio indí-gena ecuatoriano, diseñada en sus líneas esenciales desde el Banco Mundial, coordinada por destacados representantes de la intelectuali-dad indígena –razón por la que su control ha constituido un campo de competencia entre las grandes organizaciones étnicas nacionales y en-tre éstas y la propia Presidencia de la República a través del CO-DENPE–, desplegada sobre el terreno a través de la intermediación de las dirigencias locales de las OSG, pero financiada a cuenta de la deu-da externa del Estado. Esto, que se publicita como un ensayo em-blemático y novedoso en cooperación al desarrollo, constituye, en rea-lidad, un sofisticado ejercicio de neocolonialismo, pues no merece en mi opinión otro calificativo el proceso por el que las políticas sociales del Sur se diseñan en el Norte, se ejecutan con el beneplácito de los representantes de los beneficiarios y dejan a los maltrechos estados del Sur el único papel de asumir los costos sin poder siquiera fiscalizar (en el sentido estricto del término) el rumbo y orientación de las me-didas implementadas, pues se parte del apriorismo de que ellos, los es-tados, son distorsionadores e ineficientes por definición38.

38 No quisiera que estas afirmaciones se interpretaran como una defensa acrítica y

descontextualizada del Estado. En el caso ecuatoriano, nos recuerda Jorge León (2003, 51), las oligarquías tuvieron históricamente una visión de éste patrimonial y funcional a sus intereses. Con posterioridad, el proceso de desmantelación vía privatización de numerosos servicios públicos ha perseverado en esa dirección: si durante las décadas desarrollistas la presencia de un Estado dotado de una amplia capacidad redistribuidora por el boom petrolero actuó como elemento fortalecedor del secular equilibro regional entre las oligarquías costeñas y las elites serranas, tras más de dos décadas de ofensiva neoliberal desestatalizadora “se ha destruido

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Hay que considerar por otra parte que la etnicidad hace tiempo que se ha convertido en un gran reclamo para el aparato del desarrollo. Durante los años ochenta y noventa, las inversiones realizadas por las agencias privadas en los Andes rurales han tendido a concentrarse más en función de la presencia de contingentes importantes de población indígena que en base a preferencias directamente vinculadas con la ex-tensión de la pobreza y la indigencia (Bretón 2001, 137-142). A ello ha coadyuvado de manera importante la acepción con que se ha trasla-dado sobre el terreno la noción de capital social y de etnodesarrollo: este último sólo será posible a partir de la condensación del capital so-cial presente en las organizaciones indígenas (en unas más y en otras menos, por supuesto), circunstancia que proporciona a éstas unos acti-vos sobre los cuales generar su propio desarrollo con identidad; un de-sarrollo que, naturalmente, sólo será posible por medio de la ayuda (¿dependencia?) exterior.

PRODEPINE no ha hecho más que profundizar en esta línea de ac-tuación, presuponiendo –justamente por el binomio indianidad / ca-pital social– que el problema fundamental de las áreas rurales serranas se circunscribe a las zonas predominantemente indígenas y dejando a los pequeños productores mestizos en la estacada. Esta situación –que, como vengo argumentado, fue propiciada en buena medida por la in-sistencia de las ONG en centrar su atención en las zonas de mayor densidad quichua, capacitando de paso a unas élites campesinas loca-les cada vez más preparadas para moverse en ese escenario fraccio-nado y privatizado del desarrollo rural– ha sido parcialmente contra-rrestada por la puesta en funcionamiento de PROLOCAL (Proyecto de Desarrollo Local Sostenido), operativo desde 2001 y dirigido a la población rural mestiza excluida de PRODEPINE. La propia Donoso-Clark considera a PROLOCAL –también gestado a instancias del Banco Mundial– como el alter ego de PRODEPINE, en la medida en

el principal eje articulador de la sociedad ecuatoriana, el agente que orientaba las acciones y que hacía de mediador para el funcionamiento de tantas actividades y sectores sociales”. De ahí la necesidad de repensar el Estado (que no el Estado-Nación) en la actual tesitura neo(ultra)liberal y de recuperar –desde un modelo realmente garante de la participación ciudadana y a través de la integración de grandes espacios regionales– su capacidad normativa en ámbitos tan importantes como la economía y el desarrollo social.

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que persigue extender sus mismos objetivos a las comunidades no-in-dígenas y no-afroecuatorianas (Donoso-Clark 2003, 382).

Atendiendo a estas consideraciones, parece apropiado concluir que estamos ante un modelo caracterizado por la fragmentación. Frag-mentación de los enfoques y de las iniciativas (baste con recordar có-mo PRODEPINE se ha plasmado en centenares de intervenciones concretas y heterogéneas en función de las demandas –igualmente concretas y heterogéneas– canalizadas a través de las OSG); y frag-mentación también de carácter étnico. Es como si las áreas rurales an-dinas no se enfrentaran a una agenda común de desafíos derivados de la globalización, de la dolarización de la economía ecuatoriana y, es-pecíficamente, de su ubicación marginal y subordinada dentro de las estructuras productivas nacionales; como si no cupiera la posibilidad de articular una visión de conjunto sobre las medidas a tomar, visión que no debiera estar reñida con la inclusión de las obvias heterogenei-dades y especificidades locales, micro-regionales y regionales. En consonancia con el marco en el que han operado –y operan– las ONG, el tándem PRODEPINE / PROLOCAL representa el paradigma sin paradigma, el triunfo del proyectismo sobre la política, de la praxis sobre la teoría (demagogias aparte) y de lo concreto, puntual e inocuo sobre el cuestionamiento real de las causas profundas de la pobreza y la exclusión.

Siguiendo los pasos de las ONG

PRODEPINE ha perseguido el fomento del capital social estructural a través de su apoyo a las OSG, sus entidades ejecutivas preferidas. Esto ha tenido varios efectos, de entre los que sobresale la tendencia a eje-cutar más subproyectos y a transferir más recursos justamente en aquellas parroquias y cantones en que, por décadas, las instituciones públicas –estoy pensando en los proyectos de desarrollo rural integral (DRI) de los años ochenta– y las ONG invirtieron cuantiosos esfuer-zos en articular un andamiaje organizativo susceptible de convertirse en su contraparte / objeto de intervención natural en el medio indí-gena-campesino. Muchas ONG apostaron por esa línea de trabajo des-de postulados progresistas vinculados a los planteamientos ideoló-gicos de la izquierda: se trataba, por encima de todo, de afianzar orga-

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nizaciones sólidas como instrumento de cambio social39. Aunque en otras ocasiones la intención inicial fue más bien garantizar la docilidad de esas federaciones –como cuando, por ejemplo, a instancias de la entrada en escena de un agente de desarrollo con un proyecto en cier-nes se generaban nuevas OSG como consecuencia de la fragmentación de otras más antiguas y más politizadas– el asunto es que el resultado global fue, al final, la existencia de más densidad organizativa allí donde más empeño y tenacidad había puesto el aparato del desarrollo.

Así sucedió, por ejemplo, con la Unión de Organizaciones de Campesinos Indígenas de Guamote (UOCIG), una de las muchas OSG que operan en ese cantón chimboracense y que fue creada en 1989 a la sombra de un DRI gubernamental. Éste funcionaba en Guamote desde 1980, pero sus responsables no fueron capaces de establecer vínculos con Jatum Ayllu –la OSG histórica de la zona, nacida en 1974 con el apoyo de la Diócesis de Riobamba– a causa de discrepancias sobre el grado de control que esa organización debería de tener sobre el pro-grama (Korovkin 1997, 40). En 1989, por influencia de los técnicos del DRI, se propuso la creación de la UOCIG, y fue esta y no Jatum Ayllu quien se constituyó como contraparte del Estado. Dados esos orígenes, la nueva organización ha mostrado un talante más desarro-llista y centrado en la gestión de proyectos; a diferencia de Jatum Ay-llu, cuyas actividades han pivotado del lado político e identitario (Bebbington y Perreault 1999, 410-411)40.

Eso parece indicar, volviendo al plano general, cómo es perfecta-mente coherente y lógica la mayor concentración de subproyectos

39 Así fue con las ONG vinculadas en sus orígenes a la teología de la liberación, ta-

les como la Central Ecuatoriana de Servicios Agrícolas (CESA) y el Fondo Ecua-toriano Populorum Progressio (FEPP), nacidas cuando, “en plena efervescencia de la lucha por la tierra, la Iglesia Católica asumió un rol protagónico en la canali-zación y resolución de muchos de los conflictos desatados en la sierra ecuatoriana en favor de los campesinos” (Bretón 2001, 87). En el caso del FEPP, mucho antes de que el tema del capital social tomara la relevancia que ha adquirido en el deba-te formal sobre el desarrollo, se decidió al inicio de la década del ochenta promo-cionar la constitución “de un movimiento campesino provincial allí donde no existía, y fortalecer los ya existentes”, a fin de que “sean estas organizaciones las que orienten y lleven adelante las acciones del desarrollo y transformación social en base a sus necesidades e intereses” (FEEP 1987, 33)

40 Ver también los excelentes trabajos de Víctor Hugo Torres (1999 y 2002).

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PRODEPINE en las zonas con mayor presencia de ONG –tales como Guamote– , pues el trabajo previo de éstas está en la base de la exis-tencia de unas OSG compatibles con su lógica operativa. De este mo-do, PRODEPINE ha contribuido a profundizar, por activa o por pasi-va, la naturaleza neo-indigenista y etnófaga que ha caracterizado el en-tramado de relaciones entre los agentes de desarrollo y el movimiento indígena (al menos) en la última década.

Esta aseveración adquiere mayor relevancia si atendemos al signi-ficado que PRODEPINE ha tenido como estímulo de cara a la revita-lización de muchas OSG en crisis y, en cualquier caso, al incremento de este tipo de instancias representativas. No cuesta mucho imaginar, en un escenario de carencias y marginalidad como el característico de gran parte del mundo andino, lo que puede implicar el desembolso de sumas importantes de dinero y recursos –importantes en ese universo de carencias– para ser gestionadas por las dirigencias locales. Las me-joras constatadas en las evaluaciones del Proyecto en cuanto a la can-tidad y la calidad del capital social incitado desde PRODEPINE son pues una repuesta esperable, coherente con un habitus –el de los po-tenciales beneficiarios de las iniciativas– modelado durante decenios en el magma de su interacción con el mundo exterior.

En el tiempo de las reformas agrarias, la constitución de comunas campesinas y cooperativas fue el mecanismo sugerido para facilitar el acceso a la tierra de ex-huasipungueros y otros precaristas41. Tras el reparto –limitado y asimétrico–, el acceso a los proyectos de desarro-llo rural dependió de la existencia de federaciones de organizaciones de base, y una parte significativa de las instancias campesinistas im-pulsaron y apoyaron su proceso constitutivo. Paralelamente al agota-miento del modelo reformista y a la par de la adopción de medidas de carácter neoliberal, los proyectos concretos y substantivos se fueron erigiendo como un elemento de vital importancia para las economías indígeno-campesinas, enfrentadas al dilema de la competencia a gran

41 Esta relación fue apuntada por León Zamosc (1995, 55), autor que detectó cómo el

período 1955-1984, definido “por su relación con el proceso de reforma agraria”, marca desde la óptica organizativa “un ciclo de ascenso, auge y receso en la for-mación de comunas y cooperativas”, en consonancia con el ciclo seguido por la propia reforma.

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escala y/o su pauperización creciente. Ahí quedan experiencias remar-cables como la de la Unión de Organizaciones Populares de Ayora Cayambe (UNOPAC): Fernando Larrea (2002) ha relatado con detalle el proceso de consolidación de esa organización de la mano de los agentes externos primero, y su paulatina conversión en una institución con gran capacidad de interlocución y de gestión de proyectos y em-presas sociales. Similar en sus orígenes es la Tucuy Cañar Aillucuna-pac Tantanacuy (TUCAYTA), una de las OSG más notorias de la provincia de Cañar. Su historia, minuciosamente estudiada por Lu-ciano Martínez (2002, 2003), está íntimamente relacionada con la im-plementación de un proyecto de riego (el Proyecto Patococha) que, iniciado en un primer momento desde el Estado, fue asumido durante muchos años por CESA y finalmente transferido a la TUCAYTA.

La inyección proyectista de PRODEPINE supone un estímulo más en la dirección apuntada. La peculiaridad acaso viene por del modus operandi que le caracteriza: abonado por veinte años de intervención en capital social avant-la-lettre capitaneada mayoritariamente por las ONG, PRODEPINE se nutre del humus de los resultados obtenidos (la pléyade de OSG operativas en 1998 y la permeación en buena parte de ellas de la lógica proyectista) y sirve de efecto demostración de cómo se puede seguir trabajando en ese rumbo prescindiendo de la interme-diación de las ONG42, estableciendo relaciones directas desde la in-fraestructura ejecutiva creada ad hoc por el Banco Mundial en el país hacia los pisos intermedios del entramado organizativo indígena, esta vez no tanto en calidad de meros receptores de los insumos como de ejecutores activos.

La controvertida y compleja naturaleza de las OSG

El hecho de que las OSG hayan solido articularse gracias a la promo-ción y apoyo de instituciones foráneas ligadas a programas de desa-rrollo, nos sitúa ante el problema de la naturaleza de esas formas de capital social inducido y de su grado de dependencia con respecto a las instancias que las han impulsado. Ya hemos señalado de qué modo 42 En PRODEPINE el papel de las ONG se reduce a cuestiones específicas y de cor-

ta duración, tales como asesorar la realización de los correspondientes planes de desarrollo local de las OSG (Carroll 2002, 482).

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la mayor densidad organizativa procede a veces de escisiones en las propias OSG vinculadas con la llegada de más agencias, con la finan-ciación de alguna(s) actuación(es) concretas y con las expectativas que ello abre para el alumbramiento de otra organización y, con ella, de la correspondiente dirigencia. Se ha observado sobre el terreno también que, con frecuencia, las OSG compiten entre sí por mantener e incre-mentar sus bases, produciéndose no pocos desencuentros, desavenen-cias y conflictos. Antes mencioné el ejemplo de la UOCIG de Gua-mote; otro caso que responde a esta dinámica es el de la reciente Cor-poración de Comunidades Indígenas Maquipurashun (CORCIMA), creada a resultas del funcionamiento del Proyecto Maquipurashun, impulsado por Visión Mundial desde 1996 en la parroquia de Qui-chinche (Otavalo) tomando en principio como contraparte a la Unión de Comunidades Indígenas de Quichinche (UCINQUI), la OSG local. La evolución del Proyecto, así como las continuas fricciones de éste con la dirigencia de la UCINQUI –Maquipurashun vulneraba el que-hacer verticalista y autocrático de ésta– ha llevado al nacimiento de la nueva OSG, que competirá por recursos, proyectos y organizaciones de base con la hasta ahora única expresión federativa en esa parro-quia43.

Todo esto tiene mucho que ver con la constitución de liderazgos con un manejo a veces clientelar de las regalías que emanan en forma de proyectos de desarrollo (Larrea 2002, 279). El propio Carroll reco-noce este riesgo, derivado en parte del origen de los dirigentes, oriun-dos a menudo de las elites campesinas dotadas con más recursos y con mayor nivel educativo y acostumbrados a operar “en un círculo redu-cido de favoritismo de sus redes” (Carroll 2002, 472). Una situación de este tipo es la que caracteriza a la Unión de Organizaciones Cam-pesinas del Norte de Cotopaxi (UNOCANC), operativa en la parro-quia de Toacazo, cantón Latacunga. Se trata de una OSG con gran ca-pacidad de movilización y de la que han salido notorios dirigentes del movimiento indígena nacional (la figura más conocida es, sin duda, la de Leonidas Iza, ex-presidente de la CONAIE). En la investigación que estoy realizando sobre esa federación he podido observar cómo, en efecto, su control siempre ha estado directa o indirectamente en 43 Cf. notas de campo del autor, investigación en curso. Ver infra, el apéndice final.

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manos de las elites campesinas locales: las que salieron más benefi-ciadas con la reforma agraria y que, a lo largo de tres décadas de in-tervención intensiva de ONG en la zona, más réditos sacaron de la co-operación al desarrollo (en términos de capacitación, transferencia de tecnología y apoyo político). Las estructuras de poder de la OSG res-ponden, pues, a procesos de diferenciación interna que arrancan del tiempo de la hacienda y que han sido acelerados y ensanchados por efecto de la intervención de los agentes externos. Como no puede ser de otra manera dadas las circunstancias, la forma de relacionarse la di-rigencia con las organizaciones de base y con los diferentes sectores que las conforman obedece más a una lógica clientelar que a otra cosa.

Estas consideraciones de carácter empírico, son las que me llevan a preguntar sobre el significado del desembarco de PRODEPINE en forma de recursos frescos puestos en manos de unas OSG que, en su praxis diaria, se alejan mucho de la imagen parcialmente edulcorada transmitida por los defensores de su idoneidad como receptorios del capital social depositado en las bases: sería este el caso de Bebbington y Carroll, quienes a pesar de todo señalaron en su día (2000) el incon-veniente que muchas organizaciones de segundo grado presentaban de exclusión de los más excluidos. En aquellas OSG con una orientación más empresarial y que han conseguido una inserción más o menos ventajosa en los mercados (conquistando ciertos nichos con sus pro-ductos y aumentando así los ingresos de los implicados), se establecen a veces unas reglas del juego que hacen que no todos puedan tener ac-ceso a la organización. Se trata en realidad –señalan estos autores– de federaciones de cooperativas que exigen determinados requerimientos financieros por parte de las bases; unas condiciones de participación que las convierten, de hecho, en asociaciones de campesinos medios y ricos. Esta tendencia excluyente, además, suele corresponderse con una actitud pragmática (apolítica, podríamos decir) ante las reivindi-caciones campesinas muy criticada por aquellas otras todavía dotadas de un perfil militante. De hecho, las relaciones problemáticas entre la vertiente estrictamente económica de las OSG y la político-reivindi-cativa es un tema de hondo calado y de difícil resolución, aunque las evidencias apuntan a un claro predominio de la primera sobre la se-gunda, del proyectismo sobre el cuestionamiento de las líneas maes-

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tras de unas políticas macro anti-campesinas. Retomaremos esta línea argumental en el siguiente subapartado.

Para Luciano Martínez, el problema de fondo quizás arranque del modo en que se ha aplicado la noción de capital social al medio an-dino; modo que ha pecado de un cierto esencialismo –“la adopción de posiciones comunitaristas o románticas que se desprenden con mucha facilidad de la visión superficial que se tiene sobre las comunidades” (2003, 74)–, al tiempo que arrastra una serie de problemas derivados de las dificultades de cuantificación, de la reiterada confusión entre organización y capital social44, así como de la escasa exploración de los vínculos existentes entre este último y otros tipos de capitales, pues en principio no bastaría “con tener capital social, sino, ante todo, de cómo se puede potenciar este recurso en un entorno (…) donde los otros capitales (económico, humano) son escasos y donde la acción del Estado ha disminuido” (Ibídem 82).

En cualquier caso, sería bueno no perder de vista que cada OSG es un mundo y que su orientación puede ser interpretada en todo mo-mento como la resultante del complejo haz de fuerzas sociales que operan en su interior. Ello no es óbice para no volver a insistir en la dimensión estratégica que tienen las OSG –todas ellas– como formas subordinadas –en tanto inducidas desde los requerimientos impuestos por el aparato del desarrollo– de interlocución con los agentes inter-ventores, conformadas a partir de los habitus de los sujetos que las componen y de la interacción de esos sujetos y sus habitus con el exte-rior, y que han determinado la consolidación de ese constructo en tér-minos de la maximización de los espacios que ofrece un contexto ge-neral lejano a las comunidades, que éstas y la población rural en gene- 44 “Los pocos análisis realizados sobre este tema en el caso ecuatoriano han utilizado

una concepción muy laxa sobre el capital social, más similar al concepto de orga-nización social para la producción que al contenido de relaciones de reciprocidad y cooperación que generan confianza. No obstante, el concepto (…) implica una construcción y permanencia de estas relaciones a más largo plazo y los niveles or-ganizativos pueden o no coincidir con la presencia de capital social” (2003, 75). De hecho, en opinión de este autor, el capital social debe ser abordado desde los tres niveles en que puede manifestarse, niveles en los que se expresa de forma di-ferente y que no constituyen compartimentos estanco, pues las dinámicas de los sujetos “sobrepasan cada ámbito inmediato”. Se refiere al nivel familiar, al comu-nal y al supracomunal, en el que se encuadrarían las OSG (Ibídem).

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ral no controlan, pero que distribuye recursos en base a la presencia una red de organizaciones de base. De ahí que el acceso a los proyec-tos de la cooperación –a veces las únicas fuentes de esos recursos ase-quibles– haya dependido fundamentalmente de la existencia de OSG.

Es más: independientemente de cómo fluyen esos recursos desde las OSG hacia las bases, es un hecho el que las federaciones han cons-tituido generalmente un instrumento eficaz desde el punto de vista de su captación. No obstante, hay ciertas tendencias que apuntan a un cuestionamiento de este papel. Por una parte están las juntas pa-rroquiales, que cada vez están reivindicando y adquiriendo más prota-gonismo como contrapartes de las intervenciones en desarrollo y en-trando así en competencia con las OSG. Por otra parte, en casos como el de Guamote, la articulación de instancias de coordinación por en-cima de las federaciones de segundo grado –el Parlamento Indígena y el Comité de Desarrollo Local, en el ejemplo mencionado– ha aca-bado por sumir a las OSG locales en una profunda crisis. Víctor Hugo Torres explica con detalle cómo en ese cantón, a lo largo de los últi-mos años, éstas han experimentado “una tendencia al vaciamiento de funciones” que son absorbidas por las nuevas estructuras; “todas las federaciones han disminuido el protagonismo en la ejecución de pro-yectos y reducido su capacidad de convocación y movilización. Los agentes externos que antes interactuaban con cada una de las OSG, ahora coordinan sus actividades con los distintos eslabones del go-bierno local” (2002, 126). Este asunto nos devuelve, regresando otra vez al plano más general, al tema de los límites de la vía proyectista ahondada por PRODEPINE.

Los límites del proyectismo

Como muchas otras experiencias precedentes, la mayoría de los sub-proyectos PRODEPINE adolece de una visión desarrollista no exenta de una cierta dosis de idealización de la actividad campesina. Digo es-to porque, a la luz de los datos y de mis propias observaciones sobre el terreno, parece bastante generalizada la inversión en rubros estric-tamente agropecuarios, prescindiendo de la situación real de los pe-queños productores rurales –la mayor parte de los ingresos de los cua-les acostumbran a proceder de actividades externas a las de la propia

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explotación–, desconociendo la crisis irremediable por la que atra-viesan las formas comunitarias de gestión –evidenciada, por ejemplo, en la pérdida de peso de los cabildos comunales como instancias de representación y toma de decisiones (Martínez Valle 2002b)– y asu-miendo, en fin, una cierta imagen descontextualizada de un campesi-nado con tintes chayanovianos que ya no es (y quién sabe si fue algún día). De ahí la necesidad reiterada por algunos autores de incorporar otras dimensiones en las propuestas orientadas hacia una población ru-ral (comunera o no) que, aunque no se quiera ver, hace ya tiempo que no vive exclusivamente de la agricultura (Schejtman 1999).

Estas reflexiones adquieren tintes más extremos en el marco de la dolarización en que se desenvuelve la economía ecuatoriana. Los mer-cados regionales están invadidos por productos de todo tipo proce-dentes de Perú y Colombia, con unos costos de producción notable-mente más bajos; lo mismo sucede con el mercado de trabajo rural, en donde un ejército de temporeros de los países limítrofes está ocupando y desplazando la fuerza de trabajo nacional dada su disponibilidad a cobrar en torno a un 30% menos. No es difícil conjeturar los efectos que esta situación acarrea para las explotaciones campesinas, presio-nadas a vender cada vez más barato, a comprar cada vez más caro y con serias dificultades incluso para poder emplear estacionalmente parte de su mano de obra en unos mercados laborales distorsionados por el efecto de la afluencia de inmigrantes foráneos en busca de sala-rios –a pesar de todo– más remunerativos al cambio que los de sus re-giones de origen. ¿Cuál es el sentido, pues, del énfasis proyectista-campesinista demostrado por el Banco Mundial en Ecuador?

La unidireccionalidad proyectista no es el único elemento crítico de PRODEPINE, ni mucho menos. En la Evaluación del componente de inversiones rurales, elaborado en 2002 por CESA y ECLOF45 sobre el estudio de 50 casos (32 de ellos en la sierra), se señalan algunas dis-funciones en el desempeño de las iniciativas. De entre ellas, me pare-cen destacables las que cuestionan las motivaciones que animan a in-vertir en tal o cual ítem –si responden verdaderamente a necesidades

45 Acrónimo del Comité Ecuatoriano del Fondo Ecuménico de Préstamos.

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locales prioritarias o no46 (hipótesis esta última que pone en entredicho la idoneidad de la metodología participativa aplicada), las que atañen a las dificultades de sostenibilidad –los beneficiarios “no están cons-cientes de la necesidad de reponer las inversiones realizadas” (2002, 3)– y, relacionado con éstas, las que aluden a la responsabilidad ulte-rior sobre los subproyectos:

“La estrategia de intervención de PRODEPINE señala su res-ponsabilidad hasta la conclusión y entrega de las inversiones, sean éstas productivas, sociales o ambientales. (…) La ejecu-ción de los subproyectos es una etapa crítica para cimentar las bases de la apropiación y participación social. En la mayoría de los subproyectos evaluados se destaca la participación de los beneficiarios durante la ejecución, como el aporte de mano de obra y materiales locales, necesarios para cubrir la cuota de co-financiamiento de la inversión. Sin embargo, en esta etapa muy poco se hace para concientizar, capacitar y transmitir responsa-bilidades a los futuros dueños de la inversión. La pregunta clave es ¿quién es responsable de todo esto? Por un lado la entidad ejecutora, al recibir fortalecimiento, estaría en capacidad de or-ganizar y transmitir conocimiento a los futuros operadores de los subproyectos. Por otro lado, a PRODEPINE le interesa que las inversiones mantengan sostenibilidad operativa en el largo plazo; pero con recursos técnicos y económicos limitados, fren-te a una cartera de subproyectos sumamente grande, la tarea se vuelve relativamente imposible. Finalmente, a la comunidad le debe interesar obtener éxito con las inversiones, para poder ac-

46 El análisis permite a los evaluadores elaborar dos hipótesis: “i) existe cierto ele-

mento reivindicativo para la solicitud y ejecución de subproyectos, en el sentido sencillo de pedir lo que los vecinos tienen para igualar condiciones; o ii) replicar las experiencias exitosas de los vecinos para mejorar las condiciones de vida de la comunidad. Ninguna de estas dos hipótesis es fácilmente verificable, por lo tanto durante la fase de diseño de los subproyectos se debería profundizar respecto a [su] necesidad (…), ya que los elementos reivindicativos pueden distorsionar la demanda y convertir a PRODEPINE en un proyecto de corte asistencialista tí-pico, cuya intervención se oriente desde el lado de la oferta; cosa que va en co-ntra de los fundamentos y la metodología del Proyecto de responder a la de-manda” (CESA / ECLOF 2002, 2-3) (la cursiva es mía).

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ceder a nuevas posibilidades y fuentes de financiamiento en el futuro; pero con poca posibilidad de generar recursos internos, la adquisición de servicios de asistencia técnica y capacitación es improbable (Ibídem, 106)”.

Esto significa, sin más, que el futuro a medio plazo de una parte importante de la obra de PRODEPINE podría ser similar al de tantas y tantas iniciativas de ONG que, una vez finalizadas y tras la salida de la agencia de turno, se deterioran por falta de mantenimiento; se abando-nan ante la ausencia de interés real por parte de los beneficiarios; o quedan en manos de aquellas familias con capacidad –técnica, finan-ciera y de intermediación– para asumirlas en petit comité, circunstan-cia ésta frecuente en subproyectos productivos del tipo invernaderos, empresas de comercialización o adopción de determinados paquetes tecnológicos y que, como es lógico, redunda en un incremento de las distancias entre las elites campesinas y el resto47. Pareciera en todo ca-so que desde los responsables del Proyecto no se hubiera puesto mu-cho énfasis en las cuestiones relacionadas con la transferencia exitosa y sostenible de las inversiones –en nombre del tan reiterado em-poderamiento–, pues la co-financiación, siendo condición necesaria, acaso no sea suficiente para garantizarla.

Si, como venimos argumentando, la senda proyectista arrastra to-das las limitaciones derivadas de la inserción de las economías cam-pesinas en un contexto macro regido por unas directrices –las deriva-das de la dolarización– muy lesivas para sus perspectivas de supervi-vencia y de reproducción social, y si, además, una parte significativa de los posibles beneficios aportados quedan en manos de los sectores con más posibilidades –lo cual determina un preocupante sesgo exclu-yente–, la viabilidad de PRODEPINE hay que buscarla en otra parte. Quizás sea entonces pertinente interrogarnos sobre sus efectos sociales y políticos a fin de comprender por qué a pesar de los pesares el Ban-co Mundial insiste en publicitarlo como exitoso y replicable en una segunda fase.

47 Hemos reseñado algunos ejemplos de casuísticas de esta naturaleza en la relación

que cierra este ensayo. Ver infra, el apéndice final.

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En este punto adquiere gran relevancia el descubrimiento realizado por la fundación Heifer de que, con respecto a sus objetivos, las mis-mas OSG que han trabajado con PRODEPINE han orientado sus de-mandas prioritariamente hacia el campo del desarrollo y el proyec-tismo, mientras que muy pocas veces reconocen el ámbito político-reivindicativo como estratégicamente importante48. Para los autores del estudio, estos resultados ponen de manifiesto la existencia de

“una tendencia hacia un menor involucramiento en la consecu-ción de objetivos de carácter político reivindicativo, que estuvo presente en muchas OSG en las décadas del 70 y del 80. Este hecho parece ser aparentemente contradictorio con el posicio-namiento alcanzado por el movimiento indígena en el escenario político nacional. Una posibilidad de interpretación puede en-contrarse en la existencia de una especie de delegación por parte de las OSG hacia las organizaciones nacionales y provinciales, para que éstas asuman directamente las tareas de representación política reivindicativa del movimiento indígena, mientras las OSG se concentran más directamente en las acciones de desa-rrollo a nivel microregional y se vinculan a la acción política desde su articulación a las organizaciones nacionales (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002, 15-16)”.

La cuestión, ciertamente polémica, puede también ser interpretada desde el ángulo del efecto analgésico que el proyectismo ejerce sobre los diferentes niveles –y a niveles diferentes, por supuesto– del movi-miento indígena. Llegados aquí, mi tesis central es la siguiente: PRO-DEPINE puede contribuir a vaciar de grandes contenidos políticos a las organizaciones indígenas a través de su actuación como correa transmisora del proyectismo. Éste, en efecto, sitúa el campo de batalla de los pisos intermedios del andamiaje organizativo –las OSG– en el número, el monto y la naturaleza de los subproyectos, alejando la 48 Estamos hablando de un 52,2% de los casos frente a sólo un 6,9%. “Con un peso

significativamente menor aparecen los objetivos relacionados con el fortaleci-miento organizativo interno (…), que representa el 13,8% de los objetivos men-cionados, y los referidos al fortalecimiento de la identidad cultural con el mismo porcentaje (…). La categoría educación aparece en el cuarto lugar (…) con el 10,3%” (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002, 15).

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cuestión política con mayúsculas hacia las grandes plataformas nacio-nales; y eso en el mejor de los casos, pues superestructuras como la CONAIE, la FEINE o la FENOCIN son celosas y están alertas en la lucha por el control de PRODEPINE y otras instancias de inserción en el Estado. Esta es otra cuestión que merece la pena destacar, pues PRODEPINE, a pesar de su dependencia financiera e intelectual de los designios del Banco Mundial, no deja de ser una institución for-malmente incrustada en el aparato del Estado ecuatoriano. Por consi-guiente, la participación de los indígenas en el Proyecto forma parte de la estrategia global del movimiento por ocupar espacios de repre-sentación y gestión pública en el armazón de un Estado secularmente excluyente. En ese escenario, el hecho de situar en el centro de la dis-cusión la magnitud y el alcance de PRODEPINE –ahí están las com-plejas negociaciones en torno a la segunda fase– vacía a mi modo de ver el posible contenido político anti del movimiento indígena, lo en-cauza en una vía asumible por el modelo, lo institucionaliza en cierto sentido. El proyectismo, herramienta definitoria del signo de los tiem-pos del desarrollo rural del último cambio de siglo, se constituye así en la única baza posible de cara a unas bases sociales sometidas al im-perio del mercado, a la descomunalización y a la falta de expectativas. Los efectos de PRODEPINE alcanzan de un modo u otro, pues, a to-dos y cada uno de los pisos del andamiaje organizativo indígena.

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Capítulo 5 REFLEXIONES FINALES

En el mes de julio de 2003, cuando la alianza de Pachakutik –virtual brazo político del movimiento indígena– con el gobierno de Lucio Gu-tiérrez hacía aguas, un destacado dirigente de una OSG de la sierra central me comentó su reticencia a dejar el pequeño cargo que ocu-paba –dependiente de un ministerio– en el caso de que se consumara la ruptura, tal como sucedió apenas un mes más tarde. Su razona-miento traducía una visión del Estado y sus instituciones bien pecu-liar, muy alejada para un observador externo de los dictados del sen-tido común ciudadano y de las reglas del juego en un sistema (for-malmente) democrático: “los puestos [en la Administración] son nues-tros, los hemos conquistado tras décadas de lucha”. Aquí me parece oportuno abrir un paréntesis para incidir colateralmente en uno de los mayores logros de la CONAIE y las otras organizaciones étnicas, el haber terminado con lo que Andrés Guerrero calificó como las “for-mas ventrílocuas de representación”, rediseñando el campo político e irrumpiendo en él con voz y planteamientos propios (Guerrero 2000, 49). El fin de la ventriloquía marca un punto de inflexión a partir del cual la participación de los indígenas en el Estado –en mayor o menor medida, según la coyuntura– va a ser una constante. Desde esa lógica –y aquí cierro el paréntesis– la actitud del dirigente que menciono ad-quiere toda su coherencia: la suya sería una lucha larga, tenaz, en pos de cada vez mayores espacios institucionales.

En esa línea, PRODEPINE constituye un paso más. Nunca el Es-tado destinó tantos recursos a los pueblos y nacionalidades no blanco-mestizos –argumentan intelectuales indígenas vinculados en algún momento a PRODEPINE–, así que su implementación y la participa-ción en el mismo de diferentes instancias del movimiento constituye un triunfo, un espacio ganado, una esfera de control de recursos que fortalece y retroalimenta el conjunto de las demandas de las organiza-ciones indias. De hecho, por ser fruto en su forma final de un proceso de negociación, PRODEPINE es percibido desde las elites indígenas

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como un avance nada desdeñable. Otra cosa se constata al descender hacia los niveles básicos del edificio organizativo en el medio rural: allí, en las comunas, en las cooperativas, en las asociaciones de pe-queños productores, la imagen que el común de los mortales destila de PRODEPINE es, simplemente, la de una agencia de intervención más de las muchas que han pasado implementando o apoyando proyectos de desarrollo49.

Es importante retener esta visión de las cosas, pues es posible des-de ella apostar –tras el rodaje experimental de la primera fase– por una gestión más transparente, honesta y celosa del destino futuro de las in-versiones de la segunda etapa. Al menos esa fue la intención de la Di-rección Ejecutiva encargada de cerrar esa etapa e iniciar el periplo del nuevo PRODEPINE, intención en cualquier caso respetable. Ello no es impedimento, sin embargo, para señalar la naturaleza subliminal de una iniciativa como ésta, coherente con el marco neoliberal en que se gesta, continuista con más de dos décadas de presencia masiva de agencias privadas de desarrollo en el medio rural y constitutiva, insis-to en ello, de un nuevo indigenismo adaptado al signo de los tiempos de la globalización. Es bueno en este sentido no olvidar que la rela-ción del Banco Mundial –como el de toda financiera, hasta de las ONG más modestas– con las contrapartes es siempre, por definición, una relación de poder: una relación entre quien aporta recursos y quien no tiene acceso a ellos, entre quien decide qué es prioritario (el capital social en este caso) y quien traduce ese discurso a su realidad y a sus necesidades de todo tipo, traducción que se procesa en base a unos habitus modelados por la historia y que a su vez generan historia. Con esto quiero decir que también hay que distinguir entre las inten- 49 Lamentablemente, el análisis de ese juego de miradas escapaba a los objetivos de

esta investigación, limitada a explorar la documentación generada por la maquina-ria burocrático-administrativa del Proyecto a lo largo de casi cinco años de actua-ción y a cotejarla con las fuentes estadísticas disponibles. Constituye, pues, una primera aproximación generalista que ha privilegiado un análisis de carácter posi-tivista; no excluye –muy al contrario– su deseable continuación a partir del estu-dio de las voces polifónicas –y contradictorias– de sus copartícipes y destinatarios finales. De todos modos, en el apéndice final he añadido, a modo de ilustración, una somera descripción de la evolución de tres subproyectos concretos imple-mentados en el cantón Otavalo con el objeto de ofrecer un pequeño contrapunto de carácter cualtativo a la naturaleza cuantitativa del grueso del trabajo.

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ciones subyacentes del estamento financiero –encarnado por el Banco Mundial– y los logros que en el largo plazo puedan resultar de PRO-DEPINE. Justamente por no tener en consideración los habitus ni la realidad –compleja y heterogénea– que hay tras el caparazón de cada OSG, es bastante imprevisible lo que pueda resultar de todo esto, aun-que sí es conjeturable a tenor de los acontecimientos y de la evolución del desarrollo rural en los últimos veinte años una mayor clientización y fractura del andamiaje organizativo indígena.

Sobre estas cuestiones, Roberto Santana propone, entre otras, dos reflexiones colaterales: que la táctica de oposición / negociación (par-ticipación) del movimiento indígena le ha sumido “en la ‘trampa’ de la anti-mundialización y de la anti-globalización, apostando su suerte a un modelo estatista que no tiene viabilidad, y por consecuencia a un Estado-patrón gravemente enfermo” (2004, 250); y que, en última ins-tancia, “el Estado representa para los liderazgos indígenas un canal importante de promoción social, sobre todo en un período que se ca-racteriza por la estrechez del mercado de trabajo” (2004, 254). Esta es-trategia ha conducido a la CONAIE y a Pachakutik a una posición de “complicidad implícita” –siempre en opinión de Santana– para con unas élites recelosas de la globalización, medradas a la sombra de un Estado intervencionista y responsables de los vaivenes de unos ajustes neoliberales inconclusos y contradictorios. De ese modo,

“aunque viniendo del otro extremo del universo social y políti-co, en el origen con motivaciones en completa contradicción con los intereses de la clase dominante, en los hechos el movi-miento indígena representa (...) un actor principal en la oposi-ción y resistencia al ajuste estructural, a la apertura de fronteras, a la reforma del Estado y a las privatizaciones” (Ibídem, 250).

Discrepo abiertamente de la percepción de Santana de que el nudo gordiano de la crisis ecuatoriana sea la incapacidad mostrada para consolidar el ajuste de manera coherente y adecuar al país a los reque-rimientos de la globalización neoliberal (¿qué es lo que ésta ha apor-tado a los sectores subalternos de otros países latinoamericanos, in-cluso a aquellos más avezados en la aplicación de la ortodoxia fondo-monetarista?), pero considero que sus reflexiones son sugerentes en la medida en que señalan abiertamente los desfases entre los discursos de

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las dirigencias, sus praxis en la intermediación / inserción con y en el aparato del Estado y los agentes externos, y el imparable proceso de pauperización en que están empantanadas las comunidades y demás organizaciones de base.

He insistido en este ensayo en que la acepción que PRODEPINE aplica de la noción de capital social selecciona a las OSG como agen-tes prioritarios de intervención, prescindiendo de que éstas platafor-mas sean –como son– artefactos derivados del propio aparato del de-sarrollo, hijas de la interacción entre las agencias y el tejido social desigual y estratificado sobre el que operan. Eso sin contar con algu-nas consecuencias colaterales (¿o no tan colaterales?) de la irrupción del Proyecto en los Andes, tales como la fragmentación étnica del campesinado y el continuismo que supone con respecto al camino abierto por gran cantidad de ONG y otras financieras, continuismo evidenciado en el fortalecimiento de la vía proyectista y en la tenden-cia a concentrar sus inversiones en unas áreas en detrimento de otras. Desde esta perspectiva, PRODEPINE responde más a la lógica de “más de lo mismo” –con un ropaje y un discurso en apariencia nove-doso, por supuesto– que a otra cosa.

En un notorio esfuerzo por establecer vías de comparación entre Bolivia y Ecuador, Andolina, Radcliffe y Laurie (2004) señalan cómo los paradigmas sobre el etnodesarrollo y el capital social han trans-formado las viejas teorías de la modernización, en la medida en que determinados caracteres de las culturas ancestrales –tales como los trabajos comunitarios o las tupidas redes sociales basadas en la reci-procidad– son contemplados como activos de cara al desarrollo, a di-ferencia de los tiempos del desarrollismo (y del indigenismo) clásico. En la otra cara de la moneda, sin embargo, los nuevos discursos re-producen la teoría de la modernización (y la amplifican), entre otras razones, porque si bien es cierto que el capital social inmanente se considera requisito necesario para el desarrollo, también es verdad que para echar a andar ese proceso se indispensabiliza la intervención ex-terior en forma de financiación, educación y transferencia tecnológica.

En el caso ecuatoriano podemos concluir, por el momento, que la identificación entre capital social y densidad organizativa emerge co-mo la coartada para profundizar en un patrón de relaciones que busca

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direccionar el rumbo del movimiento indígena dentro de unos cauces que no cuestionen el meollo del modelo hegemónico: un barniz post-moderno con que ocultar una orientación política tan antigua como la propia noción contemporánea de desarrollo.

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ANEXOS ESTADÍSTICOS

Anexo 1. Subproyectos PRODEPINE y entidades ejecutoras en los cantones de la sierra

UBICACIÓN ENTIDADES EJECUTORAS Provincia Cantón OSG Otras (3) Proyectos AZUAY Cuenca 2 5

Gualaceo 1 3 BOLÍVAR (1) Chillanes 1 2

Chimbo 1 1 Echeandía 1 1 3 Guaranda 9 1 25 San Miguel 1 1

CAÑAR Azogues 1 3 Biblián 2 5 Cañar 5 20 Suscal 1 1 5

CARCHI (2) Bolívar 1 1 Mira 2 6 Tulcán 1 2

CHIMBORAZO Alausí 4 11 Colta 11 2 41 Guamote 4 1 11 Guano 3 8 Riobamba 10 2 49

COTOPAXI Latacunga 4 11 Pujilí 4 9 Salcedo 4 13 Saquisilí 1 1 9 Sigchos 1 1 3

IMBABURA Antonio Ante 1 2 Cotacachi 1 10 Ibarra 4 10 Otavalo 7 19 Pimampiro 1 3

LOJA Saraguro 2 9 PICHINCHA Cayambe 4 24

P. Moncayo 2 10 Quito 1 1 Sto. Domingo 1 5

TUNGURAHUA Ambato 9 25 Patate 1 1 Quero 1 1 Pelileo 1 2 Píllaro 1 4 Tisaleo 1 6

Fuente: Elaboración a partir de los datos de PRODEPINE (julio-agosto de 2003).

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Notas al anexo 1: (1). En los cantones Chimbo y Guaranda opera la misma organización de tercer

grado (OTG). De ahí que en el total provincial (ver cuadro 4) se consignen sólo 4 de esas OTG y no 5 como podría inducirse de los datos cantonales.

(2). Lo mismo sucede en Carchi con los cantones Bolívar y Mira, en donde existe una sola OSG. Por eso en el cuadro 4 sólo constan dos federaciones y no tres, como pudiera parecer a simple vista.

(3). De todas esas entidades ejecutoras no OSG, 7 son OTG (distribuidas entre Chillanes, Chimbo, Guaranda, San Miguel, Colta y Riobamba); 6 son muni-cipios (Echeandía, Suscal, Colta, Guamote, Saquisilí y Sigchos); y 2 nacio-nalidades (los awa de Tulcán y los tsáchila de Santo Domingo de los Colo-rados, ambos grupos étnicos del subtrópico noroccidental del país).

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Anexo 2. Importe de los subproyectos implementados en la pri-mera fase de PRODEPINE en los cantones de la sierra

UBICACIÓN INVERSIÓN (USD) Provincia Cantón Prodepine Comunidad Total % Prodepine AZUAY Cuenca 81.316 21.154 102.470 79,36

Gualaceo 69.656 23.821 93.477 74,52 BOLÍVAR Chillanes 14.704 4.491 19.194 76,61

Chimbo 13.892 3.657 17.549 79,16 Echeandía 26.901 9.389 36.289 74,13 Guaranda 457.829 149.101 606.931 75,43 San Miguel 15.292 4.208 19.500 78,42

CAÑAR Azogues 64.432 37.176 101.608 63,41 Biblián 59.366 26.229 85.595 69,36 Cañar 272.404 140.024 412.428 66,05 Suscal 61.564 27.059 88.623 69,47

CARCH Bolívar 20.083 2.235 22.318 89,99 Mira 133.791 24.133 157.923 84,72 Tulcán 38.102 6.969 45.071 84,54

CHIMBORAZO Alausí 198.532 73.772 272.305 72,91 Colta 731.573 350.630 1.082.202 67,60 Guamote 245.528 146.419 391.946 62,64 Guano 129.544 68.143 197.686 65,53 Riobamba 880.669 574.391 1.455.060 60,52

COTOPAXI Latacunga 210.145 145.908 356.053 59,02 Pujilí 181.293 51.964 233.257 77,72 Salcedo 249.246 97.954 347.200 71,79 Saquisilí 215.532 67.890 283.422 76,05 Sigchos 84.081 34.790 118.871 70,73

IMBABURA Antonio Ante 29.501 13.845 43.346 68,06 Cotacachi 237.720 68.913 306.633 77,53 Ibarra 245.672 108.730 354.402 69,32 Otavalo 572.922 223.800 796.722 71,91 Pimampiro 52.698 12.080 64.778 81,35

LOJA Saraguro 113.911 31.769 145.680 78,19 PICHINCHA Cayambe 386.225 164.121 550.346 70,18

P. Moncayo 309.491 103.021 412.511 75,03 Quito 64.500 22.800 87.300 73,88 Sto. Domingo 120.931 28.033 148.964 81,18

TUNGURAHUA Ambato 482.285 280.759 763.045 63,21 Patate 18.296 6.600 24.896 73,49 Quero 15.268 2.315 17.583 86,83 Pelileo 43.292 17.366 60.658 71,37 Píllaro 51.349 20.473 71.822 71,50 Tisaleo 113.335 42.380 155.715 72,78

Fuente: Elaboración a partir de los datos de PRODEPINE (julio-agosto de 2003).

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Anexo 3. Estimaciones de población rural para los cantones de las provincias de la sierra

PROVIN-CIAS

CANTONES POBLACIÓN RURAL CENSO 2001 (1)

POBLACIÓN RURAL PRODEPINE 1998 (4)

total indíg. (3) % pobre (2) % total indígena % AZUAY Chordeleg 8.485 231 2,7 7.623 89,8 6.764 147 2,2

Cuenca 140.258 7.483 5,3 106.186 75,7 174.384 13.903 8,0 El Pan 2.652 14 0,5 2.058 77,6 6.728 Girón 9.065 178 2,0 7.672 84,6 9.110 135 1,5 Guachapala 2.308 15 0,6 1.833 79,4 1.904 Gualaceo 27.905 2.866 10,3 25.379 90,9 30.060 1.878 6,2 Nabón 14.074 4.348 30,9 13.503 95,9 12.547 3.262 26,0 Oña 2.548 25 1,0 2.370 93,0 2.183 Paute 18.092 632 3,5 15.239 84,2 20.088 243 1,2 Pucará 19.445 319 1,6 15.996 82,3 16.548 214 1,3 San Fernando 2.566 26 1,0 1.966 76,6 2.429 Santa Isabel 13.786 134 1,0 11.909 86,4 13.401 91 0,7 Sevilla del Oro 4.460 11 0,2 3.272 73,4 5.662 Sigsig 21.308 449 2,1 19.623 92,1 21.352 870 4,1

BOLÍVAR Caluma 6.539 140 2,1 5.683 86,9 5.783 Chillanes 16.349 941 5,8 14.963 91,5 14.638 3.860 26,4 Chimbo 11.098 1.096 9,9 9.594 86,4 12.217 Echeandía 6.375 453 7,1 5.851 91,8 5.851 Guaranda 60.901 33.921 55,7 57.083 93,7 53.630 29.982 55,9 Las Naves 4.074 187 4,6 3.631 89,1 2.882 San Miguel 20.766 1.350 6,5 17.613 84,8 22.227 131 0,6

CAÑAR Azogues 37.044 2.832 7,6 28.935 78,1 41.756 Biblián 16.356 1.040 6,4 13.006 79,5 16.278 Cañar 47.071 21.053 44,7 43.980 93,4 45.895 23.769 51,8 Deleg 5.535 181 3,3 4.637 83,8 5.322 El Tambo 5.368 2.933 54,6 5.092 94,9 3.583 3.583 100,0 La Troncal 16.421 242 1,5 12.096 73,7 16.059 Suscal 3.585 3.004 83,8 3.559 99,3 1.899 1.120 59,0

CARCHI Bolívar 11.322 123 1,1 9.525 84,1 13.754 Espejo 9.132 64 0,7 7.012 76,8 9.387 Mira 10.023 297 3,0 8.286 82,7 11.550 Montufar 16.001 100 0,6 13.455 84,1 16.577 San Pedro H. 4.493 34 0,8 3.553 79,1 3.588 Tulcán 29.816 2.319 7,8 23.471 78,7 31.281

CHIMBO- Alausí 37.260 22.896 61,4 34.811 93,4 40.477 23.910 59,1 RAZO Chambo 6.902 2.357 34,1 6.344 91,9 4.824 675 14,0

Chunchi 9.063 801 8,8 8.440 93,1 9.768 1.345 13,8 Colta 42.406 37.926 89,4 40.725 96,0 42.918 34.126 79,5 Cumandá 3.984 353 8,9 3.663 91,9 3.388 0 Guamote 33.298 32.194 96,7 33.018 99,2 26.022 24.799 95,3 Guano 31.016 5.141 16,6 28.957 93,4 30.213 8.026 26,6 Pallatanga 7.640 2.664 34,9 7.233 94,7 5.051 606 12,0 Penipe 5.775 100 1,7 4.492 77,8 6.790 Riobamba 68.508 41.297 60,3 60.227 87,9 82.418 53.830 65,3

COTO- La Mana 14.839 737 5,0 13.351 90,0 13.705 PAXI Latacunga 92.290 11.645 12,6 78.530 85,1 68.555 6.393 9,3

Sigue…

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Continuación…

PROVIN-CIAS

CANTONES POBLACIÓN RURAL CENSO 2001 (1)

POBLACIÓN RURAL PRODEPINE 1998 (4)

total indíg. (3) % pobre (2) % total indígena % COTO- Pangua 18.441 1.828 9,9 17.244 93,5 15.170 PAXI Pujilí 53.913 33.237 61,6 50.925 94,5 41.983 21.674 51,6

Salcedo 41.451 16.049 38,7 37.779 91,1 36.388 18.730 51,5 Saquisilí 15.581 9.300 59,7 14.970 96,1 9.635 5.049 52,4 Sigchos 19.450 8.391 43,1 18.774 96,5 15.056 6.165 40,9

IMBA- Antonio Ante 18.278 5.822 31,9 13.220 72,3 14.572 8.716 59,8 BURA Cotacachi 29.726 12.785 43,0 26.512 89,2 27.653 10.211 36,9

Ibarra 44.721 11.269 25,2 34.329 76,8 47.857 12.807 26,8 Otavalo 59.223 42.798 72,3 50.221 84,8 41.896 29.174 69,6 Pimampiro 8.297 1.680 20,2 7.818 94,2 10.137 871 8,6 Urcuquí 11.585 942 8,1 8.980 77,5 11.860

LOJA Calvas 16.684 129 0,8 16.327 97,9 16.901 Catamayo 9.860 62 0,6 8.410 85,3 9.749 Celica 9.665 38 0,4 9.036 93,5 9.860 Chaguarpamba 6.931 28 0,4 6.467 93,3 7.878 Espíndola 14.362 37 0,3 14.016 97,6 16.784 Gonzanamá 13.448 56 0,4 12.834 95,4 15.859 Loja 56.545 3.846 6,8 48.245 85,3 54.108 4.918 9,1 Macará 6.867 11 0,2 6.489 94,5 6.486 Olmedo 5.084 17 0,3 4.871 95,8 4.623 Paltas 19.334 73 0,4 18.487 95,6 20.838 Pindal 6.025 32 0,5 5.902 98,0 5.464 Puyango 11.736 21 0,2 11.000 93,7 12.492 Quilanga 3.861 8 0,2 3.762 97,4 4.096 Saraguro 24.905 6.692 26,9 22.942 92,1 23.548 6.875 29,2 Sozoranga 7.132 18 0,3 6.888 96,6 7.592 Zapotillo 9.083 18 0,2 8.503 93,6 8.764

PICHIN- Cayambe 39.327 17.607 44,8 34.760 88,4 33.212 23.037 69,4 CHA Mejia 50.419 2.566 5,1 30.882 61,3 44.481

P. Moncayo 19.487 4.500 23,1 16.335 83,8 13.126 5.263 40,1 P. Maldonado 6.031 114 1,9 5.441 90,2 4.027 Puerto Quito 14.815 88 0,6 13.941 94,1 8.171 Quito 440.475 19.692 4,5 224.754 51,0 373.349 27.954 7,5 Rumiñahui 9.088 374 4,1 5.152 56,7 13.039 Los Bancos 7.669 60 0,8 6.375 83,1 11.068 Sto. Domingo 87.191 2.417 2,8 76.427 87,7 93.127 994 1,1

TUNGU- Ambato 133.187 42.117 31,6 113.052 84,9 126.103 44.119 35,0 RAHUA Baños 5.673 205 3,6 4.144 73,0 6.043

Cevallos 4.623 113 2,4 4.136 89,5 3.133 Mocha 5.249 67 1,3 4.772 90,9 4.312 Patate 9.976 1.050 10,5 8.921 89,4 7.938 972 12,2 Quero 15.949 273 1,7 14.792 92,7 13.094 5.988 45,7 Pelileo 39.937 8.180 20,5 33.785 84,6 37.459 2.921 7,8 Pillaro 28.626 7.297 25,5 25.062 87,5 29.205 9.599 32,9 Tisaleo 9.487 818 8,6 8.728 92,0 7.063

Fuente: Elaboración a partir de SIISE (2003), Fundación Alternativa (1999) y los da-tos de PRODEPINE.

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Anexo 4. Proyectos de desarrollo rural de ONG y subproyectos PRO-DEPINE en los cantones de las provincias de la sierra

PROVINCIA CANTONES ONG 1999 (5)

EJECUCIÓN PRIMERA FASE PRODEPINE 1998-2002

núm. % org. proy. invers. $ / proy AZUAY Chordeleg

Cuenca 16 4,0 2 5 81.316 16.263,2 El Pan Girón 1 0,2 Guachapala Gualaceo 11 2,7 1 3 69.656 23.218,7 Nabón 6 1,5 Oña Paute 9 2,2 Pucará 1 0,2 San Fernando Santa Isabel 2 0,5 Sevilla del Oro Sigsig 9 2,2

BOLÍVAR Caluma 2 0,5 Chillanes 3 0,7 1 2 14.704 7.352,0 Chimbo 2 0,5 1 1 13.892 13.892,0 Echeandía 2 0,5 2 3 26.901 8.967,0 Guaranda 20 4,9 10 25 457.829 18.313,2 Las Naves San Miguel 2 0,5 1 1 15.292 15.292,0

CAÑAR Azogues 8 2,0 1 3 64.432 21.477,3 Biblián 2 0,5 2 5 59.366 11.873,2 Cañar 13 3,2 5 20 272.404 13.620,2 Deleg El Tambo La Troncal 1 0,2 Suscal 2 5 61.564 12.312,8

CARCHI Bolívar 1 0,2 1 1 20.083 20.083,0 Espejo 3 0,7 Mira 1 0,2 2 6 133.791 22.298,5 Montufar 1 0,2 S. Pedro Huaca Tulcán 9 2,2 1 2 38.102 19.051,0

CHIMBO- Alausí 14 3,5 4 11 198.532 18.048,4 RAZO Chambo 6 1,5

Chunchi 8 2,0 Colta 18 4,4 13 41 731.573 17.843,2 Cumandá Guamote 15 3,7 5 11 245.528 22.320,7 Guano 13 3,2 3 8 129.544 16.193,0 Pallatanga 3 0,7 Penipe 8 2,0 Riobamba 34 8,4 12 49 880.669 17.972,8

COTOPAXI La Mana 2 0,5 Latacunga 11 2,7 4 11 210.145 19.104,1

Sigue…

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Continuación…

PROVINCIA CANTONES ONG 1999 (5)

EJECUCIÓN PRIMERA FASE PRODEPINE 1998-2002

núm. % org. proy. invers. $ / proy COTOPAXI Pangua

Pujilí 3 0,7 4 9 181.293 20.143,7 Salcedo 4 1,0 4 13 249.246 19.172,8 Saquisilí 3 0,7 2 9 215.532 23.948,0 Sigchos 2 3 84.081 28.027,0

IMBABURA Antonio Ante 1 0,2 1 2 29.501 14.750,5 Cotacachi 8 2,0 1 10 237.720 23.772,0 Ibarra 7 1,7 4 10 245.672 24.567,2 Otavalo 17 4,2 7 19 572.922 30.153,8 Pimampiro 1 0,2 1 3 52.698 17.566,0 Urcuquí

LOJA Calvas 3 0,7 Catamayo 3 0,7 Celica 4 1,0 Chaguarpamba 2 0,5 Espíndola 4 1,0 Gonzanamá 5 1,2 Loja 14 3,5 Macará 4 1,0 Olmedo Paltas 5 1,2 Pindal 1 0,2 Puyango 4 1,0 Quilanga 1 0,2 Saraguro 5 1,2 2 9 113.911 12.656,8 Sozoranga 4 1,0 Zapotillo 5 1,2

PICHINCHA Cayambe 15 3,7 4 24 386.225 16.092,7 Mejia 2 0,5 Pedro Moncayo 5 1,2 2 10 309.491 30.949,1 PV. Maldonado Puerto Quito Quito 1 1 64.500 64.500,0 Rumiñahui 2 0,5 Los Bancos Santo Domingo 1 5 120.931 24.186,2

TUNGU- Ambato 10 2,5 9 25 482.285 19.291,4 RAHUA Baños 1 0,2

Cevallos Mocha Patate 1 1 18.296 18.296,0 Quero 1 1 15.268 15.268,0 Pelileo 3 0,7 1 2 43.292 21.646,0 Pillaro 2 0,5 1 4 51.349 12.837,3 Tisaleo 1 6 113.335 18.889,2

Fuente: Elaboración a partir de SIISE (2003), Fundación Alternativa (1999) y los datos proporcionados por PRODEPINE (julio-agosto de 2003).

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Precisiones metodológicas a los anexos 3 y 4:

1. El Censo de Población y Vivienda de 2001 define como “áreas urbanas” a los asentamientos o núcleos “que son capitales provinciales y cabeceras cantonales o municipios según la división político administrativa vigente en el país, sin tomar en cuenta su tamaño”. Las “áreas rurales”, por su parte, “incluyen las cabeceras parroquiales, otros centros poblados, las periferias de los núcleos urbanos y la población dispersa”: a ellas alude la columna del cuadro dedicada al total de población rural (SIISE 2003, versión 3.5, “Población [habitantes]”).

2. La columna sobre población pobre recoge la información disponible pa-ra 2001 sobre necesidades básicas insatisfechas y alude al porcentaje de población rural que presenta carencias persistentes en la satisfacción de rubros como vivienda, salud, educación y empleo. En la aplicación que se hace de esta noción al Censo, se considera como pobre a aquellas per-sonas (u hogares) cuya vivienda “tiene características físicas inadecua-das” (paredes exteriores de lata, estera, plástico o similares, piso con tie-rra) o escasez de servicios –alcantarillado, tuberías, pozo séptico–, así como a los sin techo; a las unidades domésticas con “una alta dependen-cia económica (aquellos con más de 3 miembros por persona ocupada y que el jefe/a del hogar hubiera aprobado como máximo dos años de edu-cación primaria)”; a las que cuentan con niños o niñas –“de seis a doce años”– sin escolarizar; y/o que se encuentran “en un estado de hacina-miento crítico (aquellos con más de tres personas en promedio por cuarto utilizado para dormir)” (SIISE 2003, versión 3.5, “Necesidades básicas insatisfechas”).

3. La población indígena fue calculada en el Censo de Población y Vi-vienda de 2001 en base a la autoidentificación, variable ésta incluida en los cuestionarios censales. Deben tomarse los datos como una aproxima-ción a los mínimos, debido a que, como se reconoce en el mismo Sistema Integrado de Indicadores Sociales del Ecuador, “muchas personas no se han identificado como indígenas debido a los procesos de discriminación que los lleva a esconder su condición étnica, reflejándose de esta manera la pérdida de identidad” (SIISE 2003, versión 3.5, “Población indígena rural”).

4. Las cifras proporcionadas desde PRODEPINE, por su parte, “parten de la identificación de las áreas de residencia y concentración tradicionales de la población que se califica a sí misma como indígena” –lo que hace ya años Knapp (1991) y Zamosc (1995) denominaron “áreas predomi-nantemente indígenas”–. Se trata de un procedimiento que “tiene la ven-

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taja de que evita los problemas de contar a las personas incluyendo omi-siones de identificación; sin embargo, puede contener errores ya que se trata de un método indirecto que, además de información secundaria, re-quiere del concurso manifiesto de la población a ser identificada” (SIISE 2003, versión 3.5, “Estimación de la población indígena rural”).

5. Los datos sobre proyectos implementados por las ONG procede del di-rectorio acopiado para 1996-99 por la Fundación Alternativa (1999). Conviene remarcar, en este sentido, las enormes deficiencias que presen-ta esta fuente, de entre las que destacan la falta de criterio al seleccionar la información y la escasa calidad, en muchos casos, de la finalmente censada. Por todo ello, como señalamos en otro lugar (Bretón 2001, 127-128), es necesario proceder con suma cautela a la hora de tabular y ma-nipular esos datos. Así, y dado que nuestro interés se circunscribe a los proyectos ejecutados en el medio rural, descubrimos que, de las 794 en-tidades registradas en el directorio, sólo estaban relacionadas con ese ámbito 248 (el 31,2% del total). De estas 248, además, 78 (31,4%) co-rrespondían a organizaciones de muy diversa índole, constituyendo las 170 restantes (todas ellas ONG) la base más importante y sólida para nuestro trabajo. Por tratarse de una muestra aleatoria alusiva al conjunto de la sierra, parece suficientemente representativa como para detectar tendencias en cuanto a su distribución espacial. Los datos que aparecen en esa parte del cuadro (tanto en números absolutos como en porcenta-jes) se refieren a los proyectos de desarrollo rural (405 en total) impul-sados por esa muestra de 170 agencias: son intervenciones concretas y substantivas –insisto en ello– y no ONG. En el caso de los tantos por cien, éstos están calculados en relación al total de la sierra.

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APÉNDICE ¿QUÉ FUE DE LOS SUBPROYECTOS PRODEPINE?

IMPRESIONES DESDE EL CAMPO

Durante el año 2003, mientras estaba realizando una investigación comparada sobre las características, la historia y la evolución de varias OSG serranas, tuve la oportunidad colateral de conocer in situ el de-venir de varios subproyectos PRODEPINE sobre el terreno. La inten-ción de este pequeño apéndice no es otra que la de ofrecer unas pin-celadas desde el campo con que ilustrar algunas de las consideraciones que se han vertido en el trabajo sobre la naturaleza de PRODEPINE y sus complejas imbricaciones con el tejido social subyacente a sus OSG contrapartes. Tómense pues estas páginas finales como lo que son: una simple relación contextualizada de experiencias concretas (tres en total) que, aunque no permiten por sí solas extraer conclusio-nes generalizables, sí pueden servir como aderezo al estudio prece-dente y como insumo que invita a la reflexión y la comparación.

El escenario es la parroquia de Quichinche, en el cantón Otavalo; un espacio caracterizado por la presencia en sus áreas rurales de con-tingentes importantes de población indígena y donde la OSG del lugar ha jugado históricamente un papel remarcable en la dinámica de la CONAIE, sobre todo a través de la Federación Indígena y Campesina de Imbabura (FICI), su filial provincial. La Unión de Comunidades Indígenas de Quichinche (UCINQUI en castellano y QUIRUJTA en quichua) es una OSG que nació en 1985 (aunque sus estatutos datan de octubre de 1997) como plataforma local de reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas. Es una federación de raigambre que, además, obtuvo muy buena puntuación en la medición del índice de capacidad organizativa ejecutada en el informe de la Fundación Heifer Ecuador (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002)50. Antes de pasar a describir la gestación y el desarrollo de los subproyectos

50 101,75 sobre un total de 163. Una calificación que, para PRODEPINE, situaba a la

OSG entre las treinta más “capaces” del país en términos organizativos.

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PRODEPINE en sus comunidades, es preceptivo aludir sucintamente al contexto en que se desenvuelve el quehacer de la UCINQUI.

El contexto: la OSG local y sus comunas filiales

La UCINQUI está integrada por 25 comunidades que se ubican en diferentes pisos ecológicos, que van desde los 2.200 metros de altura del asentamiento más bajo hasta los 3.600 del más elevado (UCINQUI 1999; Maquipurashun 2003). Salvo alguna contada excepción, el ori-gen de las comunas hay que situarlo en la reforma agraria y los proce-sos de disolución hacendataria que ésta desató. En la parroquia de Quichinche, en efecto, y a pesar de no haber sido objeto de conflictos agudos y virulentos como en otras partes de callejón interandino, lo cierto es que la entrada en escena del Instituto Ecuatoriano de Re-forma Agraria y Colonización (IERAC) a partir de 1964 hizo efectiva la liquidación de las formas de explotación precarias –básicamente los huasipungos–, al tiempo que generó un proceso de lotización y venta de las viejas haciendas tanto a ex-huasipungueros como a otros cam-pesinos foráneos atraídos ante la posibilidad de adquirir una parcela. En esa tesitura, fue después del acceso a la tierra cuando se constituye-ron las actuales comunas, habitualmente porque eso posibilitaba la llegada de diversos servicios (escuelas, electrificación o proyectos de desarrollo, entre otros)51.

Con todo, las comunidades se fueron expandiendo –y las econo-mías campesinas con ellas– sobre las tierras menos deseables desde el punto de vista empresarial. Como en muchos otros lugares52, las partes más productivas de las heredades quedaron en manos de los propieta-rios, quienes las reconvirtieron en haciendas ganaderas. Todavía hoy en día la dualidad de las estructuras agrarias es bien evidente a los ojos del visitante: en las vertientes orientales del valle que sube desde Otavalo al filo de la cordillera occidental de los Andes se suceden las

51 La información que pude recopilar sobre el origen de 14 de las 25 comunas de la

UCINQUI a través de las entrevistas realizadas a la dirigencia local y a la docu-mentación procedente del archivo del IERAC, ratifica el origen hacendatario de la mayoría de los actuales asentamientos.

52 La trayectoria de la reforma agraria en Quichinche responde al modelo dibujado en su día por el clásico estudio de Osvaldo Barsky (1988).

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extensiones de los potreros de las haciendas –más pequeñas que an-taño en extensión, pero infinitamente más intensivas en inversión de capital– mientras que, al otro lado y sobre quebradas y pendientes ero-sionadas y de baja productividad, los minifundios indígenas se suce-den en un continuum de comunidades que ya han llegado a sobre-ex-plotar hasta los páramos más altos53.

Esto explica que las familias indígenas hayan tenido que diversifi-car sus estrategias de supervivencia. Mientras que una mínima parte de la fuerza de trabajo local continúa ligada establemente a las hacien-das modernizadas –en base, ahora sí, a relaciones salariales–, otra se ha visto obligada a migrar temporalmente en busca de recursos exter-nos (básicamente a Otavalo, a Quito y a la zona subtropical de Intag, aledaña a Quichinche) en el sector de la construcción y en el servicio doméstico. La migración internacional no es una opción factible (hasta hoy) salvo en los casos de aquellos muchachos y muchachas de las comunidades de altura –las más excluidas y pobres– que, cooptados a través de relaciones de compadrazgo o simplemente por medio de una compensación económica a los padres plasmada en un “contrato” es-tablecido entre las partes, salen a trabajar a los talleres y estableci-mientos comerciales que la próspera élite indígena de la ciudad de Otavalo tiene en países como Colombia o España.

Ideología y realidad de los subproyectos PRODEPINE

El día el 22 de diciembre de 1998, la UCINQUI firmó un convenio con PRODEPINE para realizar el preceptivo Plan de Desarrollo Local del ámbito de Quichinche. Siguiendo las sugerencias contempladas en ese documento, se llevaron adelante cinco intervenciones dentro del marco de actuación de PRODEPINE, entidad que aportó el 75,4% del total del costo (162.687 dólares) a que ascendía su implementación.

53 La comparación de los mapas levantados por el Instituto Cartográfico Militar en

la segunda mitad de los años treinta (editados en 1942) con los elaborados a partir de los ochenta en base a fotografías aéreas revelan de qué manera la reforma agra-ria, que sí tuvo un efecto ciertamente redistributivo, no alteró sin embargo la ten-dencia bipolar de esas estructuras de propiedad: las comunidades actuales se han desarrollado sobre las viejas áreas de huasipungo, deteriorando su potencial agrí-cola –ya de por sí bajo– debido a la presión demográfica y al sobreuso.

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De esos cinco, pude reseguir en profundidad los tres subproyectos más importantes: el relato que sigue desglosa las grandes líneas de su desa-rrollo ulterior (hasta diciembre de 2003). He omitido en el texto las re-ferencias concretas que aluden a personas o comunidades (aunque a buen entendedor pocas palabras bastan); simplemente quiero advertir que todos ellos se ubicaron en asentamientos situados en los pisos alti-tudinales intermedios, entre los 2.700 y los 2.900 metros de altura.

1. De la apropiación privada de una iniciativa (en teoría) colectiva

Según narran algunos informantes, el presidente de la UCINQUI lle-vaba cerca de diez años defendiendo la conveniencia de un inverna-dero para producir babacos, idea que –curiosamente– fue refrendada por PRODEPINE y avalada por la federación. Bien, el caso es que, a instancias de los compañeros de la OSG, se organizaron talleres de capacitación en ese cultivo. PRODEPINE puso el material y la comu-nidad beneficiaria el trabajo para la construcción del invernadero, a través de las mingas. Sin embargo, a medida que avanzaba el proyec-to, muchos campesinos fueron abandonando, quedando la iniciativa en manos de 12 de las 43 familias residentes en la comuna, número que se vio reducido al final de todo a sólo seis. Esas familias constituyeron un Grupo Solidario (con personería jurídica), que es la organización de base realmente favorecida por la inversión realizada (20.349 dóla-res del lado de PRODEPINE, más los aportes comunitarios primero y los de los socios del Grupo después).

Al parecer, un elemento determinante en el goteo de familias ex-cluidas del proyecto fue la posibilidad (o no) de contraer deudas. Los seis socios del Grupo contraparte, en efecto, pertenecían a unidades domésticas con capacidad económica para asumir una deuda del orden de 3.000 dólares; deuda contraída con la Agencia Española de Coope-ración Internacional (AECI) a través del DRI Cotacachi que ejecutaba dicha agencia (hasta 2004 inclusive). Otro dato interesante es que el terreno en el que se construyó el invernadero era propiedad del mismo comunero promotor de la iniciativa, quien lo cedió a cambio del 10% de las ganancias devengadas por el mismo. Un detalle importante es la condición de dirigente comunitario (síndico) de éste personaje y sus excelentes relaciones con la dirigencia de la UCINQUI, circunstancia

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que facilitó el apoyo de esta última ante PRODEPINE. A pesar de la orientación inicial, la cuestión es que por razones que desconozco –en teoría porque la idea era integrarse a una empresa comercializadora de babacos que nunca asomó por la comunidad– jamás se sembraron esas plantas, reorientándose el invernadero hacia la producción de uvillas (con el consiguiente despilfarro de los fondos invertidos en capacita-ción hasta el año 2001, fecha de la finalización de las obras).

Según el promotor local –y la información data de 2003–, vendían la producción en Quito, en el mercado de San Roque, a unos 50 centa-vos el kilo. Producían en torno a los 200-250 kilos por cosecha (cada 15 días), y los costos ascendían a unos 25-30 dólares los 100 kilos. El problema era el transporte, que encarecía sobremanera la producción, pues les costaba unos 40 dólares la carga (los 300 kilos, más o me-nos). Ese era, a juicio del informante, el cuello de botella del proyecto. Ventajosamente para ellos, el DRI Cotacachi les apoyaba también en huertos familiares, capacitación, aporte de semillas y malla para el in-vernadero. Otro factor a tener en cuenta es que disponían de la aseso-ría de un ingeniero agrónomo (propuesto por el DRI); asesoría que le suponía al Grupo un dispendio mensual de unos 240 dólares. El futuro tras la salida de la AECI de la zona planteaba, pues, grandes incerti-dumbres sobre la continuidad y la sostenibilidad de esta experiencia.

2. De la breve historia del abandono de un proyecto inconcluso

En esta ocasión, se trata de un impulso a los cultivos experimentales de mora y a su posterior comercialización. A través de la UCINQUI, PRODEPINE puso el dinero para los materiales y, como siempre, la comunidad agraciada aportó con trabajo. En un primer momento, 25 de las 40 familias de la comuna participaron en la propuesta. En se-guida comenzaron las deserciones y, en la fase final, ya sólo quedaron cuatro; estas cuatro, como en el caso anterior, constituyeron un grupo –Grupo Nuevo Amanecer– (aún sin personería jurídica a finales de 2003). La idea partió de un miembro de la directiva de la comunidad (el vice-presidente) que puso una parcela suya (dos hectáreas) a dispo-sición del subproyecto –mejor dicho, la arrendó con contrato por 10 años–, y además sugirió –y convenció– de la idoneidad del cultivo de mora. Este dirigente-promotor estaba por más señas en muy buenas

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relaciones con el presidente de la OSG, así que este caso responde a la misma lógica clientelar que el anterior. La paradoja es que, siendo una iniciativa potencialmente viable, terminó abandonada. Se construyó una bodega –de mejor calidad que la mayoría de las casas de la zona– para almacenar los implementos para fumigar; implementos que, por no poder acceder a los químicos pertinentes, se amontonaron sin uso en su interior. Se consolidó también un bonito reservorio de agua que, incomprensiblemente, permanecía inutilizado porque los usuarios no disponían de los 200 metros de manguera necesarios para llevar el lí-quido elemento hasta la parcela de las moras (!). De ahí la idea alter-nativa de estudiar la posibilidad de criar truchas para aprovechar (en un futuro no precisado) la infraestructura. La explicación dada por el promotor y su esposa es que se terminó la plata y que, en consecuen-cia, no pudieron culminar el proyecto.

El caso es que, al parecer, la mora se vendía por entonces en el mercado de Otavalo a entre 30 y 50 centavos por libra, y el potencial productivo era de 600 libras por semana, con lo que –a pesar de los costos de producción y de transporte– la cosa podría haber funciona-do. La falta de abonos, riego y químicos hizo no obstante que la pro-ductividad no hubiera superado en su mejor momento las 40 libras por semana, permaneciendo la tierra en el último año sin siquiera cose-char. Para mayor despropósito, el propio “cerebro” del proyecto –el vice-presidente comunitario–, terminó migrando a Quito y abando-nando a su suerte a los miembros supervivientes del Grupo. Todo un fracaso, en fin, que costó a PRODEPINE la inversión directa de 13.713 dólares contantes y sonantes.

3. De las dificultades de coordinación entre PRODEPINE y el Estado

En el centro geográfico del área de influencia de la OSG, y en el cen-tro de una de las comunas más pobladas de la zona (320 familias), se levantó un flamante subcentro de salud. Se trata de un edificio grande, en forma de ele, construido con materiales de primera calidad y con una estética bien cuidada. El Presidente del Cabildo nos explicó la gé-nesis de este proyecto con orgullo, mucho orgullo. En un primer mo-mento, se planteó en el Plan de Desarrollo Local la conveniencia de la construcción de un molino. Más adelante, y fruto del consenso con las

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comunidades vecinas, se optó por priorizar más bien el subcentro de salud, pues respondía a necesidades más sentidas por la población be-neficiaria. PRODEPINE puso el dinero y la mayor parte de los mate-riales, la UCINQUI proporcionó el cemento y la comuna suministró piedra, arena gruesa y fina, ripio y mano de obra. Como el aporte ini-cial de PRODEPINE (52.118 dólares) no alcanzó para terminar el edi-ficio, se firmó un convenio con la Junta Parroquial y PRODEPINE en virtud del cual aquélla añadió 8.250 dólares adicionales (transferidos desde el Municipio de Otavalo) y éste otros 8.000. Finalmente, el 20 de diciembre de 2002 se inauguró la obra.

Un año después, el subcentro contaba con la presencia de un odon-tólogo (el equipo lo facilitó la Junta Parroquial), una licenciada en en-fermería y una auxiliar enfermera (personal que, dicho sea de paso, ya atendía en la comunidad, en el antiguo dispensario médico, hoy en desuso). Por medio del convenio suscrito entre la comuna y el Minis-terio de Salud el 9 de julio de 2003, éste último se comprometió a do-tar al subcentro de un médico residente, amén de un sistema de segu-ridad adecuado). En ese convenio, empero, no se especificaba fecha alguna, más allá de que sería menester esperar a que la comunidad le-galizase la entrega del edificio al Ministerio por un plazo de 12 años antes de hacer efectiva la mencionada dotación. En el momento de nuestro seguimiento, sin embargo, el subcentro seguía sin médico re-sidente y, por ello, subutilizado. No hablemos ya de las demandas nunca atendidas de los comuneros, que exigían la presencia de un ya-chak y de parteras, habida cuenta la costumbre de recurrir en primera instancia a este tipo de profesionales. Con todo, este es el único pro-yecto PRODEPINE de la zona –efectivizado sobre un terreno comu-nal– que sí respondía a una necesidad priorizada como tal por un am-plio sector poblacional.

*** *** ***

Dejo de lado para no alargarme ejemplos tan poco edificantes como el de aquella comuna donde se construyó un invernadero (con una in-versión de unos 15.000 dólares) en una parcela propiedad de un alto responsable de la OSG; o el de aquella otra donde la creación de un vivero forestal (con casi 21.000 dólares inyectados desde PRO-

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DEPINE) había terminado en manos de un pequeño sector de los campesinos; aquellos que, tras constituir una asociación, pudieron ac-ceder (vía crédito de una conocida ONG) a la compra de un pedazo de hacienda a fin y efecto de aprovechar sus tierras laderosas como vi-vero: una apuesta, en cualquier caso, que buscaba la rentabilidad en el largo plazo y que, una vez más, fue asumible únicamente por unidades con posibilidades económicas para solventar holgadamente las dificul-tadades del día a día.

Salvo en el ejemplo del subcentro de salud, pues, las iniciativas fi-nanciadas en este caso concreto por PRODEPINE han beneficiado só-lo a sectores muy minoritarios de las comunidades, habitualmente a sectores medios que poco tienen que ver con los campesinos más po-bres. Además, en el proceso de toma de decisiones sobre qué se prio-riza y qué no, así como en la selección final de las propuestas a im-plementar, ha primado más la lógica clientelar alrededor de las redes de poder al interior de las comunidades –y entre éstas y la OSG–, que otro tipo de consideraciones “empoderativas”. Nada que ver, en fin, con las proclamas a favor de la participación popular y cosas seme-jantes vindicadas por muchos entusiastas del capital social y de su for-talecimiento a través de PRODEPINE.

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WORLD BANK (2003): Implementation Completion Report on a Loan in the Amount of US$ 25.0 Million to the Republic of Ecuador for an Indige-nous and Afro-Ecuadorian Peoples Development Project. Report nº 25361, World Bank, Washington D.C.

ZAMOSC, L. (1995): Estadística de las áreas de predominio étnico de la sierra ecuatoriana. Población rural, indicadores cantonales y organi-zaciones de base. Abya-Yala, Quito.

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ABREVIATURAS UTILIZADAS

AECI: Agencia Española de Cooperación Internacional API: Areas Predominantemente Indígenas BM: Banco Mundial CESA: Central Ecuatoriana de Servicios Agrícolas CODENPE: Consejo de Desarrollo de las Naciones y Pue-

blos del Ecuador CONAIE: Confederación de Nacionalidades Indígenas del

Ecuador CORCIMA: Corporación de Comunidades Indígenas Ma-

quipurashun DRI: Desarrollo Rural Integral ECLOF: Comité Ecuatoriano del Fondo Ecuménico de

Préstamos ECUARUNARI: Ecuador Runacunapac Riccharimui EE: Entidad Ejecutora de PRODEPINE FEINE: Federación Nacional de Indígenas Evangélicos

del Ecuador FENOCIN: Federación Nacional de Organizaciones Cam-

pesinas, Indias y Negras del Ecuador FEPP: Fondo Ecuatoriano Populorum Progressio FICI: Federación Indígena y Campesina de Imbabura FIDA: Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola FODERUMA: Fondo de Desarrollo Rural Marginal IERAC: Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Co-

lonización OB: Organización de Base ONG: Organización No Gubernamental OPG: Organización de Primer Grado OSG: Organización de Segundo Grado OTG: Organización de Tercer Grado PRODEPINE: Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indíge-

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nas y Negros del Ecuador PROLOCAL: Programa de Desarrollo Local Sostenible SCI: Social Capital Initiative SIISE: Sistema Integrado de Indicadores Sociales del

Ecuador TUKAYTA: Tucuy Cañar Ayllucunapac Tandanacui UCINQUI: Unión de Comunidades Indígenas de Quichin-

che UNOCANC: Unión de Organizaciones Campesinas del Norte

de Cotopaxi UNOPAC: Unión de Organizaciones Populares de Ayora

Cayambe UNORCAC: Unión de Organizaciones Campesinas del Can-

tón Cotacachi UOCIG Unión de Organizaciones de Campesinos Indí-

genas de Guamote