camellos en el corán
TRANSCRIPT
Camellos en el Corán:
color local, sobrerrepresentación e identidad
(refutación de “El escritor argentino y la tradición”)
“Sólo lo difícil es estimulante.”
Lezama
Suele pasar con Borges: la frecuentación de uno de sus tantos textos canónicos —“El
escritor argentino y la tradición”— produce una curiosa mezcla de deslumbramiento
(muchas veces, acrítico) e indignación.
La historia del texto también es peculiar, tanto en el desarrollo del corpus borgesiano
como dentro del “sistema” de la crítica cultural argentina. Para empezar, la confusión
entre su fecha de escritura y su fecha de publicación constituyen una típica mistificación
de Borges. Muchos todavía creen (y dicen) que el año original es 1932. En realidad, ése
es el año en que se publica el libro Discusión, en el cual, pero en una edición muy
posterior (Emecé, 1957), se reacomoda el texto.
Tomás Eloy Martínez(1) aclara parcialmente los tantos; se trata de una “clase que dictó
el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores... Esa clase,
taquigrafiada por un oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la
revista Sur (enero-febrero 1955) con su título definitivo: ‘El escritor argentino y la
tradición’”. Por supuesto, así figura en las bibliografías más responsables.(2) En la
versión del artículo que figura en el tomo de Obras completas 1923-1972, de Emecé, a
pie de página, dice, en efecto: “Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio
Libre de Estudios Superiores.” Sin fecha. Pero en la portada que encabeza el libro
Discusión dice claramente “1932”, lo que abre camino a la confusión.
Como en muchos otros casos, lo que Borges quiso hacer con esta prestidigitación fue
condicionar la lectura de su texto. En este caso, famosamente, como una “bisagra”, entre
su etapa “criollista” y su etapa “universalista”. Ajuste de cuentas, autocrítica de sus
(supuestos) excesos nacionalistas anteriores. O, como dirían algunos lingüistas, la
“situación de discurso” de sus cuentos más célebres, los de la década del cuarenta. De
hecho, Borges menciona como ejemplo autorreferencial —“Séame permitida aquí una
confidencia, una mínima confidencia”— “La muerte y la brújula” (“una pesadilla en que
figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla... mis
amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las
afueras de Buenos Aires”), cuento publicado en Sur en 1942, y luego incluido en
Ficciones, en 1944. Entonces, esta mención a un cuento posterior sería una interpolación
en un texto... fantasma.
Entre las interpretaciones canónicas, sobresale la de Beatriz Sarlo en Borges, un escritor
en las orillas. La autora no menciona la fecha, en nota al pie refiere a las O. C., pero
sitúa su comentario —significativamente— entre el del Carriego y el de los cuentos
(“Funes...”, “Pierre Menard...”).
La ausencia de camellos, razona Borges exagerando hasta la paradoja la forma de su argumento,
bastaría para probar la arabidad del Corán. El ejemplo le permite expresar su deseo de una literatura
discreta en el recurso al color local. Enseguida, pasa a la autocrítica de sus primeros libros que
desbordaban, a su juicio, de cuchilleros, tapias y arrabales.(3)
(Se verá después que la cuestión de los camellos es algo más, y quizás también algo
menos, que una exageración “hasta la paradoja”.)
Pocos años antes del libro sarleano, una revista, Babel, que puede ser considerada
emblemática de los ochenta, publicó el texto de Borges, con este ambiguo copete
(escrito por Jorge Dorio, me atrevería a decir, por alguna ocurrencia léxica particular):
Escasas son las revistas hispanolatinoamericanas de literatura que no publicaron nunca un inédito de
Jorge Luis Borges. Babel se precia de ser una de ellas. Este artículo fue publicado por primera vez en
Discusión (1932). Después, con algunos retoques, fue incluido en el sempiterno libro verde. Publicarlo,
volver a publicarlo, entonces, aquí, puede parecer un capricho. Pero un capricho fundado en el
asombro ante la persistencia, ante la tediosa repetición de argumentos que ya aquí, ya entonces, se
derrumbaban silenciosamente. Con las premisas de las que ríe el maestro, se construyeron después
empresas nobelísticas de gran bombo, y epifenómenos de baja chaya. La repetición de aquellas befas,
entonces, y de las buenas razones que aún las sostienen, se propone aquí como mantra de esta trama
criolla, mantra como remedio para abrigar la esperanza de zonceras menos recurrentes en las
esforzadas letras de la patria.(4)
Se ve que, en este nuevo contexto “pos”, el artículo borgesiano adquiere la categoría de
manifiesto redivivo; aquí, veladamente, contra el realismo mágico o la literatura
latinoamericana exitosa en general (García Márquez culminó su “empresa nobelística”
en 1982); siempre, contra todo nacionalismo literario.
***
La argumentación de “El escritor...” es harto conocida. En lo que sigue, se quiere
demostrar que reposa sobre una serie de falacias, de distinto nivel de flagrancia e
importancia; falacias que, como siempre, una vez identificadas, permiten pensar a
contrapelo y señalar el camino para una posible refutación.
Borges empieza afirmando que su escepticismo respecto de “el problema del escritor
argentino y la tradición” no se dirige a la imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia
misma del problema. (Quizás cabría aquí aplicarle al autor otro de sus célebres asertos:
el de que mencionar el “problema judío” ya es admitir que los judíos son un problema.
No voy a seguir este camino, salvo para dejar anotado que Borges suele recurrir al
nominalismo para eludir ciertas determinaciones históricas; y este recurso sí me va a
ocupar en lo que sigue.)
Continúa Borges resumiendo algunas “soluciones” a ese problema que no existe. La
primera es la de Lugones-Rojas, que, cada uno a su modo, canonizan la literatura
gauchesca como la tradición literaria argentina. Sería la versión del “criollismo”, en
donde el sufijo ya adelanta la refutación borgesiana: “la poesía gauchesca... es un género
tan artificial como cualquier otro”.(5) Cito más in extenso:
La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local
argentino me parece una equivocación, Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o
los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el
primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la
botánica argentina, la zoología argentina: sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.(6)
Se sabe: las “condiciones argentinas” de La urna son “el pudor argentino, la reticencia
argentina”. Doble falacia, entonces. Primero, una oposición no exhaustiva entre, por un
lado, el paisaje, la topografía, la botánica, etc., y, por otro, características psicológicas o
idiosincrásicas generalizadas, casi hipostasiadas, sin ningún fundamento real.(7) (Lo que
queda “en el medio”, insisto, en la historia. O, dicho de manera más compleja, las
condiciones materiales que conectan y podrían explicar las relaciones entre paisaje y
reticencia, por ejemplo.)(8) La otra debilidad del argumento —que tanto el paisaje como
la psicología son “color local” y, por lo tanto, no puede privilegiarse uno sobre otra, e
incluso se reafirman mutuamente— es prontamente notada por Borges:
... no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos
diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva.... El culto argentino del color
local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.(9)
Afirmación interesante, porque aquí parece entrar la historia (“idea relativamente
nueva”, “reciente culto europeo”)... para ser rápidamente expulsada, por las dudas, con
otra falsa paradoja.
Y aquí sigue, a propósito de lo anterior, otra de las famosas afirmaciones borgesianas, la
cuestión de los camellos en el Corán. O de su ausencia. Que no es tal, como es fácil
constatar.(10) Sarlo resume bien; el Corán es indudablemente árabe porque no tiene
camellos, es decir, no tiene (no necesita) “color local”.
De todas maneras, no quiero darle demasiada importancia a esta “astucia” de Borges
que, en efecto, hizo de la cita deliberadamente errónea o desviada un arte menor. Uno
siempre queda preso de estas trampas, como si Borges, seguro de que nadie conoce ni el
Corán ni a Gibbon, estuviera desafiando: confíen en lo que yo digo, o vayan, lean y
desmiéntanme. (“Lean, che”: Lamborghini.) Pues bien, caí en la trampa, acepté el
desafío, pero más adelante, aun dando por sentado que “no hay camellos en el Corán”,
propondré una interpretación distinta de por qué.(11)
La segunda solución al problema de la tradición, según Borges, es afirmar que la
literatura española cumple esa función. Una primera objeción (“la historia argentina
puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”) suena plausible,
aunque es difícil saber cómo la valora Borges: ¿positivamente, como el romanticismo
revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? La
segunda afirmación es otra “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del
argumento de autoridad:(12) según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros
franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles (?).
La tercera opinión está descrita muy curiosamente. No puedo entrar en detalles, pero,
según Borges, se propondría que los argentinos estamos “desvinculados del pasado”.
Pasado éste, entendido como el europeo en general, por un lado, y el posindependentista
americano, por el otro. Dice Borges que esta “solución” tiene el encanto de lo patético
(“como el existencialismo”) y que no es verídica, ya que todo ese pasado, y el presente
europeo, tienen grandes repercusiones entre nosotros. No quiero entrar, quizás por el
momento, en ese “nosotros”, ante el cual siempre habría que preguntarse qué incluye y
qué excluye.
“¿Cuál es la tradición argentina?”, se pregunta nueva y finalmente el autor, tras pasar
revista a las tres fantasmales soluciones previas. Célebremente: “nuestra tradición es
toda la cultura occidental”. En una versión previa a la de las Obras completas, no decía
“occidental” sino “europea”, pero por el párrafo precedente se ve que quiere decir lo
mismo, está claro. Como después va a hablar de “temas europeos” y de que “nuestro
patrimonio es el universo”, la corrección aislada fue inútil, o bien mucho más
significativa, y la equivalencia es obvia: occidental-europeo-universal.
Hay una audacia aquí: parecería que los argentinos —y los sudamericanos, en general:
¿por extensión?— tendríamos un mayor derecho a esa tradición, tal vez por nuestra
situación “marginal” (esto no queda tan claro, pero cuidado con suponerlo: forma parte
de las interpretaciones canónicas posteriores). Y también tendríamos una mayor
capacidad de innovar dentro de esa tradición, a la manera de los judíos y los irlandeses.
(13)
Pero Borges no va demasiado por este camino; al contrario, retrocede un poco, para
remitir la cuestión de la tradición y lo argentino al “eterno problema del determinismo”.
De ahí el final del artículo: “o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de
cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. En lo cual, como
en otras falsas dicotomías del artículo, se ignora que el problema de la identidad
(nacional, racial, sexual, etc.) es bastante más complejo. Otra vez, otra enésima vez, lo
que queda, lo que se escabulle, entre la fatalidad y la máscara es la historia.
***
El desprestigiado, y tan difícilmente defendible, color local, ¿no será otra cosa? ¿No
tendrá algún otro valor que se le escapó a Borges (y a otros que lo siguieron,
reconstruyendo inadvertidamente un famoso cuadro de Brueghel)?(14)
¿Y si el color local fuera una suerte de sobresemiotización que actúe como conjunto de
emblemas de identidad y resistencia frente a una cultura hegemónica?
Ya Lezama Lima, en La expresión americana, había analizado en términos similares las
características del barroco latinoamericano, ampliándolas a una suerte de paradigma
ideológico, mucho más allá de un mero estilo estético, ornamental: “arte de la
contraconquista”,(15) por un lado; por otro, una tensión fundamental entre la teatralidad
permanente y la invasión del “cotidiano desenvolvimiento”: “un espléndido estilo
surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”.(16)
Por su parte, el sociólogo colombiano Armando Silva, que ha estudiado cuantitativa y
cualitativamente dos grandes ciudades latinoamericanas, Bogotá y San Pablo,(17)
buscando, entre otras cosas, averiguar cómo se ve a sí mismo el habitante de estas
megalópolis, afirma:
Me he esforzado por ver, desde una contraposición entre primer y tercer mundo y según proyecciones
estéticas, la belleza de nuestra tercería simbólica [...] ¿dónde y cómo ver al Tercer Mundo, más allá del
paternalismo del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, o, incluso, del bueno sobre el malo? Y
todavía más: ¿cómo vernos desde el Tercer Mundo? [...] La necesidad de “producir una identidad
cultural”, muchas veces de manera consciente, puede ser una estratagema política que de tal se torna
estética. El primer mundo no tiene la necesidad reiterada de preguntarse por su identidad pues actúa
desde ella, como quien habla desde sí y no a través de otro como testigo. [...] Si algo caracteriza al
llamado primer mundo es su propiedad narrativa: la vida se cuenta desde su seno, el mundo gira en
torno suyo y, digamos, es él mismo centro del mundo.(18)
Esto alude a lo que Borges niega: la identidad como producción, como un conflicto
histórico de representaciones, entre miradas y definiciones, entre lo propio y lo otro. Si
no hay camellos en el Corán... Es decir, si no hubiera camellos en el Corán, sería
porque, en el momento de su redacción, la cultura árabe se veía a sí misma (se narraba a
sí misma) como “centro del mundo”.
Al contrario, el llamado tercer mundo se narra desde otro lado: desde la herida perpetrada por el
conquistador, desde el imperialismo que lo agobia, desde el otro que no lo reconoce [...]. Es ilustrativo,
al respecto, que culturas aborígenes alejadas de la simbología occidental, como algunas que todavía
quedan en América Latina, también se autoproclaman como centro del mundo y sólo la cercanía a los
valores occidentales significa un ejercicio de subvaloración que los hace entrar en lo que me permito
denominar tercería simbólica.(19)
Cito in extenso a Armando Silva, porque me interesa particularmente su desarrollo de lo
que él llama “tercería simbólica” y, sobre todo, sus consecuencias estético-ideológicas.
Pero ¿qué pasa con la representación territorial que argumentamos como reconocimiento “en la
tercería”? Me parece que obedece a una nueva modalidad narrativa que funciona como cohesión
cultural y como respuesta autoafirmativa. [...] Cada cultura es primera en su propia escala: ¿Por qué no
mirar desde adentro hacia fuera buscando una imagen reflejo sincrética y no el reflejo como eco que
repite en la cultura colonizada la imagen de su superior, de afuera hacia adentro, como toda
imposición? [...] el Tercer Mundo se sentirá todavía más abocado a una beligerancia representativa. Si
el mirar desde sí, como característica natural de la percepción del primer mundo, o de quien por
naturaleza se siente en el centro, lo llevamos al Tercer Mundo, encontraremos que éste tendrá que
“esforzarse” para demostrar su respectiva mirada autónoma. Existe una “sobrecarga” discursiva o
icónica que exige su esfuerzo representativo. [...] en los modos más recónditos de comportarse el
Tercer Mundo es exagerado, sobrecargado, como aquel sujeto que no sólo se muestra desde el reflejo
(sea una composición visual o discursiva), sino que anuncia que se está mostrando. [...] “sobrecargas
representativas”, muy propias de las decoraciones urbanas de todas las urbes de América Latina [...]
Tenemos de este modo que el hábito de procesar simultáneamente diferentes culturas como lo pregona
la posmodernidad del primer mundo ha sido anticipado por el pastiche latinoamericano, en su
extraordinaria capacidad (como casi todas las culturas tercermundistas) de adaptar distintos
comportamientos, pero al mismo tiempo poseer un raro don para marcar la diferencia... evidenciando
la gran habilidad de las culturas populares para asumir como propio el reciclaje cultural.
Pero quisiera enfatizar, para concluir —aunque sólo como planteamiento en busca de
una fundamentación aún mayor—, que esto no se trata de una reivindicación sin más del
color local en cualquier sentido de la expresión, sino (siempre) de su función estratégica,
vale decir, política. Con todos los cuidados necesarios, ya que no hay “color local” en sí,
no hay autodefinición propia, única, “esencial”, sin una historización de toda otra
definición previa.(20) De lo contrario, también se puede caer en el exotismo for export,
propio del “realismo mágico” y otras estéticas que, si no nacieron, por lo menos se
desarrollaron en función de esa forma peculiar de la “mirada del otro” que es el mercado
literario. (Aunque quizás esto no esté tan mal: es sabido también que los indígenas de
algunos países hacen artesanías para los turistas, con diseños inventados ad hoc, sin
ningún significado para ellos. En cambio, en los utensilios para uso propio, sí usan los
verdaderos diseños tradicionales. No se trata de una inautenticidad, diría yo, sino de una
reapropiación... de divisas ajenas.)
Termino con Silva:
... eso que llamamos la “sobrecarga”, con todo lo que tiene de convicción o simulacro, es lo que, de
otro lado, podría concebirse en parte como estrategias territoriales. Si de un lado constituyen formas
fuertes y convincentes de expresividad... de otro se presentan como corolarios de alienación..., que
conducen a otras elaboraciones simbólicas, que me permito nombrar como de belleza alienada. La
belleza alienada se produce en varias instancias, pero en particular me refiero a ese nivel en el cual el
Tercer Mundo actúa bajo el simulacro del primero, reemplazándolo sin propiedad de tal manera que su
forma elaborada es más bien el testimonio de la forma de otro.
Prácticamente, este último concepto describe toda la literatura de Borges.
* * *
Notas
(1) “El canon argentino”, La Nación, 10 de noviembre de 1996. Otra versión, la de Pedro Lastra, en
“Borges, Gibbon y El Korán”, difiere en detalles: “‘El escritor argentino y la tradición’ fue el título de
la conferencia que Borges dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires, el 19 de
diciembre de 1951. Fue una clase oral, pero su versión taquigráfica apareció a comienzos de 1953 en el
volumen XLII (Nos. 250-251-252) de Cursos y Conferencias, revista del colegio en la que Borges
había colaborado dos años antes con su famoso estudio sobre Hawthorne, leído allí en marzo de 1949.
Sin duda, Borges revisó el texto de ‘El escritor argentino y la tradición’ antes de entregarlo a la revista.
Al reeditar Discusión, en 1957, lo incluyó con correcciones que no modifican sus memorables
argumentos contra el nacionalismo literario, que es su tema, pero sí revelan una suerte de taller de esa
escritura: supresiones de énfasis, leves desplazamientos verbales, eliminaciones de frases, siempre
felices y ejemplares” (http://www.eluniversal.com/verbigracia/ memoria/N3/contenido05.htm).
(2) Ver, por ejemplo, la Bibliografía cronológica de la obra de Jorge Luis Borges, de Annick Louis &
Florian Ziche (Holanda, Universidad de Aarhusm
http://www.hum.au.dk/romansk/borges/louis/main.htm).
(3) Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 67.
(4) Babel, núm. 9, año II, junio de 1989, pp. 46-47.
(5) O. C., p. 268.
(6) Ídem, p. 269.
(7) Lateralmente (o no tanto): en un ideologema ampliamente extendido entre los escritores
“oligárquicos” de la primera mitad del siglo XX, el “pudor” y la “reticencia” nacionales se oponen a la
vocinglería típica de los inmigrantes, sobre todo italianos y gallegos. Ver el capítulo XIII de Don
Segundo Sombra (brevemente analizado en Pablo Valle, “Don Segundo Sombra: ser nacional y
xenofobia”, www.valleyoftears.blogspot.com), y también el Chaves de Mallea.
(8) “En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura...
Árboles historiados, respetables hojas, que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se
consigna una sentencia sobre nuestro destino” (José Lezama Lima, La expresión americana, en
Confluencias, La Habana, Letras Cubanas, 1988, pp. 284, 286).
(9) Ídem, p. 270.
(10) Pedro Lastra (ob. cit.): “... el ejemplo es ‘una astucia’ por dos razones: porque si es cierto que El
Korán no prodiga camellos tampoco los omite, y porque la observación de Gibbon corresponde a otro
contexto y no dice que ‘en el Alcorán no hay camellos’. Éstos aparecen en varios lugares de este libro,
y siempre significativamente. Mencionaré sólo algunos: en la Azora VI, titulada ‘El ganado’, la aleya o
versículo 145 enumera: ‘Y de los camellos, dos, dos hembras, de las vacas, dos...’; la referencia a la
‘camella de Alá [que] será para vosotros signo’ (VI, 71), y que fue desjarretada por los infieles (VII,
75); recurre en XI, 67; XXVI, 155-157; LIV, 27-29. En LIX, 6 se lee: ‘Y lo que concedió del botín Alá
a su Enviado, de ellos, no corristeis sobre los corceles o camellos’; hacia el final (LXXXVIII, 17) se
formula esta pregunta clave para los creyentes: ‘¿Es que no miran al camello, cómo fue creado?’ Esas
y otras apariciones del camello en El Korán no podían pasar inadvertidas para Gibbon, hasta el punto
de negar una presencia tan visible. Y ciertamente no la niega. Cuando dice, en efecto, que Mahoma no
lo menciona, se refiere a las preferencias alimentarias del profeta. Esto ocurre en la nota 13 del extenso
capítulo L de Declinación y caída del Imperio Romano, dedicado a la descripción de Arabia y al
minucioso relato de la vida de Mahoma. El contexto de la nota 13 es éste: In the sands of Africa and
Arabia the camel [el subrayado es de E. G.] is a sacred and precious gift. That strong and patient
beast of burden can perform, without eating or drinking, a journey of several days; and a reservoir of
fresh water is preserved in a large bag, a fifth stomach of the animal, whose body is imprinted with the
marks of servitude: the larger bred is capable of transporting a weight of a thousand pounds; [...]
Alive or dead, almost every part of the camel is serviceable to man: her milk is plentiful and nutritious:
the young and tender flesh ha the taste of veal: …etc. En ese punto, la nota al pie de página lee:
‘Mohammed himself, who was fond of milk, prefers the cow, and does not even mention the camel;
but the diet of Mecca and Medina was already more luxurious.’” Basta revisar una edición del Corán
con índice analítico (o una versión digital con sistema de búsqueda), para confirmar lo que bien dice
Lastra.
(11) “Este desmantelamiento borgeano del criollismo es paradójicamente profundamente criollista. El
criollismo, dije, busca la naturalización de las relaciones sociales que propone. Por eso construye la
lengua, la tierra o la idionsincrasia como un destino, esa ‘misteriosa voluntad’ a la que refería Rodó
[..]. Como ha señalado Carlos Alonso en su comentario del texto de Borges, la evidencia de que
Mahoma en tanto árabe no sabía que los camellos eran árabes descansa sobre el supuesto que un
elemento esencial en la definición de lo árabe son los camellos [...]. De la misma forma, el
desmantelamiento borgeano de una representación cultural dominante del carácter nacional no niega,
sino que más bien afirma, la existencia de éste” (Horacio Legrás, “Criollismo e indigenismo literarios:
representación sin resto y resto sin representación”, en Mario Valdés and Linda Hutcheon (eds.): Latin
American Literatures: A Comparative History of Cultural Formations, Oxford University Press, en
prensa).
(12) Que satiriza en otro contexto: “Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de
un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de
Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar” (“Sobre le doblaje”, Sur 128, junio
de 1945). No es necesario subrayar que los amigos de Borges debían de tener, forzosamente, un mejor
gusto que los pobres habitantes de Chilecito o Chivilcoy.
(13) “... donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se
sienten libres de parentesco obligado. Precisamente esto es lo que Borges hace en su primer libro de
relatos, Historia universal de la infamia: cambia la lectura de relatos ya escritos por otros. Puede
hacerlo porque la distancia que lo separa de las historias que ‘transcribe’ es inmensa y el control que
ellas operan sobre sus propios cuentos es muy débil. La distancia, afirmaría Borges, concebida como
desplazamiento geográfico, cultural, poético, y ejercida como derecho de latinoamericanos, no sólo
hace posible su ficción, sino que funda el placer del lector” (Sarlo, ob. cit.)
(14) Entiendo que esta alusión a una minusvalía pueda parecer de mal gusto. No puedo extenderme
aquí, y tampoco quiero que parezca una justificación, pero en otro lugar me atrevería a proponer que la
ceguera borgesiana es equivalente al astigmatismo del Greco, como “proyecto” en sentido sartreano.
Borges siempre ve “lo que quiere ver”: “Al recorrer las pruebas de este libro, advierto con algún
desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una
clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un
álgebra” (JLB, “Prólogo” a La rosa profunda). Lezama hace algo parecido respecto del Aleijadinho:
“Con su gran lepra, que está también en la raíz proliferante de su arte, riza y multiplica, bate y acrece
lo hispánico con lo negro” (ob. cit., p. 245).
(15) Ob. cit. p. 230.
(16) Ob. cit. p. 241.
(17) Armando Silva, Imaginarios urbanos, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 2000.
(18) Ob. cit., pp. 106 y ss. Subrayado del autor.
(19) Diría que El entenado, de Juan José Saer, algo dice sobre esto.
(20) Si los “marcianos” invadieran la Tierra, ¿reconocerían sin más la superioridad del arte europeo, u
“occidental”, sobre cualquier otro? ¿O más bien se apresurarían a poner todo el arte “terrícola” en la
misma bolsa, como irremediablemente inferior? Por supuesto, los intelectuales “terrícolas” educados
en o por Marte estarían de acuerdo con esta valoración.