c ' go r- juan ramón jiménez: año de gracia de 1903

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c ' Go r- REAL ACADEMIA ESPAÑOLA Juan Ramón Jiménez: año de gracia de 1903 DISCURSO LEÍDO EL DÍA 22 DE OCTUBRE DE 1990, EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA, POR EL EXCMO. SR. D. RICARDO GULLÓN FERNÁNDEZ Y CONTESTACIÓN DEL EXCMO. SR. D. FRANCISCO AYALA Y GARCÍA DUARTE MADRID 1990

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R E A L A C A D E M I A E S P A Ñ O L A

Juan Ramón Jiménez: año de gracia de 1903

DISCURSO LEÍDO EL DÍA 22 DE OCTUBRE DE 1990,

EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA, POR EL

EXCMO. SR. D. RICARDO GULLÓN FERNÁNDEZ

Y CONTESTACIÓN DEL

E X C M O . SR. D. FRANCISCO AYALA Y GARCÍA DUARTE

M A D R I D 1990

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JUAN RAMÓN JIMÉNEZ:

AÑO DE GRACIA DE !903

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J. Sorella: Juan Ramón Jiménez.

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R E A L A C A D E M I A E S P A Ñ O L A

JUAN RAMON JIMENEZ: AÑO DE GRACIA DE 1903

D r S C U R S O L E I D O EL DÍA 22 D E O C T U B R E D E 1990. EN SU R E C E P C Í Ó N PÜBLJCA. P O R EL

EXCMO. SR. DON RICARDO GULLÓN FERNÁNDEZ

Y C O N T E S T A C I Ó N DEL

EXCMO. SR. DON FRANCISCO AYALA Y GARCÍA DUARTE

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Para la documentación y preparación de este discurso recibí valiosas ayudas de amigos a quienes doy las gracias más cordia-les. He aquí sus nombres: Pablo Beltrán de Heredia, Antonio Campoamor González, Juan Cobos Wilkins, Francisco Hemán-dez-Pinzón Jiménez, Raquel Sárraga y Florentino Trapero.

Margarita Sousa de Blas convirtió borradores imposibles en original legible y Ascensión Vázquez cuidó de las correcciones de imprenta. Por su amabilidad y su paciencia, mi gratitud.

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DISCURSO DEL

EXCMO. SR. DON RICARDO GULLÓN FERNÁNDEZ

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Señores académicos:

Si comienzo dirigiéndome a vosotros para dar testi-monio de gratitud, no es por razón de rito o de obligada cortesía, sino que este es el momento indicado de expre-sar, de expresaros mi reconocimiento por haberme elegi-do miembro de número de esta Academia donde con tanto empeño se defiende la palabra, esa palabra españo-la que vincula a los habitantes de estas tierras y a quie-nes, del otro lado del mar, se comunican en nuestra len-gua.

Ser recibido como uno de vosotros es motivo de ale-gría y de orgullo. ¿Cómo no sentirse orgulloso recordan-do que en esta misma silla que me habéis concedido se sentaron escritores y políticos tan insignes como el du-que de Rivas, don Antonio Cánovas del Castillo, don Daniel de Cortázar, don Amalio Gimeno y don Pedro Sáinz Rodríguez? Mi predecesor inmediato, don Ma-nuel Femández-Galiano, electo, falleció antes de leer su discurso de ingreso.

No llegué a conocer al profesor Femández-Galiano, a quien una enfermedad mortal impidió tomar posesión del puesto que le habíais asignado, pero ahí está su obra para dar testimonio de que no todo muere cuando el hombre desaparece.

Hijo de un distinguido hombre de ciencia que profe-

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só en las universidades de Barcelona y de Madrid y fue miembro de las Reales Academias de Medicina y Espa-ñola, se educó desde niño en la disciplina del trabajo y de ia investigación. En la Universidad Central obtuvo los títulos de licenciado y doctor en Filosofía y Letras con especialización en Filología Clásica.

Antes de cumplir treinta años (había nacido en Sevi-lla el 17 de julio de 1918), en 1947 ganó la cátedra de Fi-lología Griega en la Universidad Central {luego llamada Complutense) y desde 1970 a 1986 desempeñó la de Lengua y Literatura Griegas en la Universidad Autóno-ma de Madrid.

Fue Consejero Nacional de Educación, director del Instituto de Filología del Consejo Superior de Investiga-ciones Científicas, miembro de varios Patronatos y pre-sidente del de la Fundación Pastor de Estudios Clásicos, director de la revista Estudios Clásicos, presidente de la Asociación Cultural «El Doncel», de Sigüenza, y vice-presidente de la Sociedad Española de Literatura Gene-ral y Comparada.

Estos cargos y otros que omito, para no insistir en lo destacado de su posición en la sociedad cultural de nues-tro tiempo, no le impidieron desarrollar infatigable acti-vidad en los ámbitos del estudio hislórico-crítico de la li-teratura griega, en la traducción y en la recensión de li-bros y publicaciones de su especialidad. A su pluma se deben versiones de la Defensa de Sócrates, de Platón; Olímpicas, de Pindaro; Poemas, de Safo; Discursos, de Lisias; La República y Las Leyes, de Platón; Odas y Epo-dos, de Horacio; Tragedias, de Sófocles; Tragedias troya-nas y Tragedias áticas y tebanas, de Eurípides.

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En colaboración con Luis Gil y otros escribió artícu-los sobre temas de cultura y literatura helénicas. Con Lasso de la Vega y Francisco Rodríguez Adrados colabo-ró en El concepto del hombre en la antigua Grecia y en El descubrimiento del amor en Grecia., y con el segundo en la Primera y en la Segunda Antología griega...

Tan rigurosa dedicación a los estudios de filología clásica no le impidió escribir sobre autores y temas del pasado inmediato y del presente: de «Pindaro y Cal-dos», de «El mundo helénico» de Gabriel Miró, de Ja-mes Joyce, creador del Odiseo contemporáneo, de Iris Murdoch y Safo, de Dürrenmatt y Antígona... Testimo-nios de una curiosidad intelectual que no conocía fronte-ras, inscribiendo a Femández-Galiano en esa admirable lista dorada de los especialistas afirmados en los saberes de su especialidad por una pasión de conocimiento que los enriquece y los exalta.

Pensando en lo que voy a decir a continuación, me pregunto si la juanramoniana exaltación de la Noche, «engendradora de dioses y hombres [...] de oscuro res-plandor», de la Luna, «regia diosa, generadora de luz», y del Sueño, «bienaventurado de largas alas», no la habría asociado el helenista, como yo me permito hacerlo aho-ra. con los himnos de un orfismo, tan cercano a su cora-zón.

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No sé si corno compensación ai desastre de 1898, los años primeros del siglo x x fueron artísticamente esplén-didos, testimonios de una renovación que se extendía a todos los ámbitos de la cultura y a todos los países de Oc-cidente, incluida Rusia. Una nueva época, tiempo de he-terodoxias y de rebeldía, se instalaba en el mundo, y su nombre, Modernismo, hacía patente su vocación actua-lizadora.

La excelencia descendía en cascada sobre una Espa-ña empeñada en la ardua tarea de su regeneración: el pensamiento y la imaginación se movían por sendas has-ta entonces no transitadas y una pléyade de creadores re-galaba al país —Pedro Laín Entralgo lo declaró hace mu-cho— un nuevo siglo de oro.

Es septiembre, es octubre, es noviembre de 1902. Los años «milagrosos» fructifican: Miguel de Unamuno ha publicado Amor y pedagogía', Ramón del Valle-Inclán, Sonata de otoño\ José Martínez Ruiz, La voluntad', Ma-nuel Machado, Alma-, las Rimas juanramonianas son acogidas favorablemente por la crítica; José Ortega y Gasset publica «Glosas», su primer artículo. La nueva li-teratura es un hecho, y los maestros del realismo no tar-darán en incorporarse a ella.

En 1903 la renovación, siguiendo pautas procedentes de la América española, continúa manifestándose de modo inequívoco: Antonio Azorín, de José Martínez Ruiz; El mayorazgo de Labraz, de Pío Baroja; Velada de amor, de Francisco Villaespesa; La paz del sendero, de Ramón Pérez de Ayala; De mi país, de Miguel de Una-

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muño; Soledades, de Antonio Machado; Arias Tristes, de Juan Ramón Jiménez; Sonata de eslío, de Ramón del Valle-Inclán; Valle de lágrimas, de Rafael Leyda; La no-che del sábado, de Jacinto Benavente; Jardins d'Espa-nya, de Santiago Rusiñol'.

Nuevas melodías suenan: Bohemios, de Amadeo Vi-ves; Sinfonía doméstica, de Richard Strauss; Henry Ja-mes: Los embajadores; G. Bernard Shaw: Hombre y su-perhombre; Henri Matisse: Alegría de vivir; Edwin S. Porter: Asalto y robo a un tren, primer film de acción; Nonell, Picasso, Solana, Sorolla...

Dos revistas de voluntad renovadora: Helios y Alma Española comienzan en 1903 su vida (breve); de ellas hablaré más adelante. Anticipo ahora la necesidad de examinar estas publicaciones, de consulta imprescindi-ble si se quiere tener idea de lo que fue y representó la va-riedad modernista. En 1897, Germinal, dirigida por Joa-quín Dicenta, había optado por unir lo nuevo a la línea general de la literatura española; La vida literaria en 1889; VidaNuevaen 1900 y Juventud en 1901 continua-ron por la misma senda. En Vida Nueva publicó Juan Ramón algunos poemas, entre ellos traducciones de Ib-sen sobre versiones francesas.

Apenas comenzado el año, el 5 de enero, fallece don Práxedes Mateo Sagasta, jefe del partido liberal; meses después, el 9 de junio, muere don Gaspar Núñez de Arce. Su desaparición marca el fin de la Restauración, y el comienzo de otra época. La monarquía sería puesta a prueba en seguida^, y los «gritos del combate», desplaza-dos de la poesía, sonarían con muy distinto acento en los revulsivos artículos del primer Ramiro de Maeztu'.

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Antes de dos meses, el 20 de julio, muere en Roma el Papa León XIII, sucediéndole en el Pontificado el carde-nal Sarto con el nombre de Pío X. En lugar del tolerante y comprensivo, el enemigo de toda novedad peligrosa, como el modernismo. Las suñ^agistas inglesas se organi-zan; la Ley Agraria en Irlanda; fundación del partido La-borista; disolución, en Francia, de las órdenes religiosas; ley anti-trust en Estados Unidos; Henry Ford establece su primera fábrica de automóviles y Krupp, en Alema-nia, su primera fábrica de armamento...

De la estabilidad a la inquietud en lo político y de la grandilocuencia al intimismo en la lírica, el ambiente no tardaría en cargarse de las heterodoxias caracterizadoras del periodo. Unamuno, heterodoxo hasta de la hetero-doxia, expondría cada mañana las incitantes paradojas de su espíritu de contradicción.

Cambiar la poesía para cambiar al hombre y cambiar al hombre para cambiar el mundo fue el propósito ini-cial de la renovación literaria; cambiar el mundo para cambiar al hombre, el designio de los rebeldes político-sociales. Se trata de distanciarse de lo anterior, por con-siderarlo inautèntico. Galdós en la novela y Ortega en el ensayo coincidieron en condenar la Restauración: come-dia de magia, para el novelista; fantasmagoría en el dic-tamen del filósofo. Sin entrar en calificaciones o descali-ficaciones de este tipo, don Francisco Giner y sus cola-boradores en la Institución se esforzaron en enseñar a los jóvenes la realidad de España, más allá de las ficciones y trampantojos de los políticos.

Retroceder para avanzar mejor. En este país y sus turbulencias; en este tiempo tan cercano al desastre del

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98 se afanan los mejores en forjar una patria que todos los españoles puedan reconocer como suya. El año 1900, un joven poeta andaluz había realizado su primer viaje a Madrid; de la mano de Francisco Villaespesa, sureño como él, recorrió cafés y redacciones, imprentas y domi-cilios; conoció a los grandes y de ellos recibió consejo. Por sugerencia de Rubén Darío y de Ramón del Valle-Inclán dividió el libro Nubes en dos volúmenes, ponién-doles el título propuesto por sus mentores. Almas de vio-leta y Ninfeas.

De regreso a su pueblo natal, Moguer, asistió desde cerca al rápido desenlace de la enfermedad del padre. El choque fue grande y desencadenó en el joven una reac-ción nerviosa que requirió tratamiento médico. En mayo de 1901, Juan Ramón Jiménez ingresó en la Mai-son de Santé du Castel d'Andorte, donde permaneció cuatro meses. Allí vivió algún amorío de que dejó cons-tancia en sus versos, y escribió el libro Rimas. El título le acerca a la poesía de Bécquer, a su fragancia y a su deli-cadeza.

Después de los meses vividos en la Maison de Santé, cerca de Burdeos, al cuidado del doctor Gastón Lalanne, Juan Ramón regresó a España y se instaló en Madrid, primero en un sanatorio y más tarde cerca de su médico y amigo el doctor Luis Simarro Lacabra. Tres años de considerable importancia para la creación del poeta y para su formación intelectual.

Llegado a Madrid, verano de 1901, a petición del doctor Simarro fue admitido en el Sanatorio del Rosa-rio, calle del Príncipe de Vergara, en régimen excepcio-nal de vida y tratamiento. Pensaba su médico, como en

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Francia pensara el doctor Lalanne, en la conveniencia de facilitar la comunicación del hipocondríaco con la gente, incitándole a salir de su mundo interior. Diversas cir-cunstancias favorecieron este propósito, novicias y mon-jas jóvenes se sintieron atraídas por el frágil muchacho y distó éste de permanecer insensible a su encanto.

Sabemos de conversiones e iluminaciones: la de Max Jacob en la soledad de su alcoba, la de Paul Claudel en Notre-Dame; tres apuntes permiten ver las raíces del de-sasosiego que apartó a Juan Ramón de la creencia reli-giosa: tratan los tres de sacerdotes o religiosos, y dos se refieren —creo yo— a los primeros meses de residencia en el sanatorio.

Reavivada su religiosidad por el temor a la muerte repentina, buscó la compañía del capellán del sanatorio para calmar sus obsesiones con el consuelo de lo espiri-tual. Un día de julio (1902), paseando con el padre, le hizo éste «una confidencia grosera» sobre sus amores «con una jamona de la Plaza MayoD>. El golpe fue «es-pantoso, terrible, sin solución» y dejó al poeta como un «niño que llora en la noche, que grita por la luz»".

Segunda decepción y por causa muy semejante, la ex-perimentada en el trato con un sacerdote cuyas funcio-nes en el sanatorio no estaban claras; residenciado por el obispo, este cura, andaluz y jaranero, escandaüzaba al poeta asegurándole que, al día siguiente, en el Gloria de la misa cantaría una petenera, o recitándole coplillas obscenas^.

Tercer apunte de la desintegración religiosa. Para el pulquérrimo Juan Ramón, la suciedad de las personas era indicio de grosería y zafiedad. Una tarde de mayo

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iba con Giner y Simarro por el paseo del Cisne cuando se encontraron a dos frailes que al pasar dejaron estela ma-loliente —tabaco, cocina, sudor. Don Francisco no pudo reprimir gesto «inolvidable» y palabras amargas^.

Visitas de escritores y artistas, capaces de entender y valorar su poesía, afianzaron la confianza del poeta en sus aptitudes y le incitaron a desempeñar un papel acti-vo en la vida literaria. Simarro, por su parte, cuidó de acercarlo a personas de tan beneficiosa irradiación como don Francisco Giner de los Ríos y a ponerle en contacto con médicos jóvenes, activos en la Institución Libre de Enseñanza, Nicolás Achúcarro, Gayarre y Francisco Sandoval, prescribiendo, además, aire puro, ejercicio y vida de campo.

Don Luis Simarro, catedrático de Psicología experi-mental en la Universidad Central y profesor de la Insti-tución Libre de Enseñanza —donde tuvo a su cargo la fi-siología del sistema nervioso— practicaba la psiquiatría y la investigación microscópica. Su afecto por Juan Ra-món creció rápidamente. Simarro amigo, Simarro bue-no, Simarro sabio, una de las fuerzas actuantes con más eficacia en la transformación espiritual de Jiménez; como «padre de razón» le recordaba con gratitud años más tarde. Él y Giner de los Ríos fueron sus mentores, guías de sus lecturas y orientadores de su conducta.

Para fijar el carácter de la relación, recurriré a un tes-timonio inédito' que lleva por título, en mayúsculas en-trecomilladas, una línea, «Se ruega que no se fume»; el asunto es una anécdota reveladora de cómo eran don Francisco y don Luis, tan cercanos en ideas y tan dese-mejantes en temperamento y en maneras.

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«Este hombre excepcional, amigo fervoroso de Don Francisco, era física y moralmente la representación de la bondad. No muy grueso, ni alto, de mansos ojos sa-lientes, rapada cabeza en su sitio, manos a la espalda, un runrún casi de canción en el fondo, triste pensamiento, sin prisa ante la vida o la muerte. Nos regalaba su inteli-gencia hablando o leyendo. Nos interpretaba la inteli-gencia de otros, de qué otros: Platón, Spinoza, Kant, Hume, Voltaire, Renan, Wundt [este último, uno de los maestros más apreciados por Simarro en su juventud]. A veces se conmovía su equilibrio hasta la lágrima con tal cita griega, con tal estatua griega, con tal arquitectura griega. Grecia era su principio, su medio, y su fin. Gre-cia, Pericles, única. Grecia suficiente, Grecia matinal, Grecia frente a Valencia. [Aunque nacido en Roma, en Valencia vivió desde los tres años y allí estudió la carrera de Medicina.] Y Valencia, por tanto, contra Andalucía, contra Oriente, eterna discusión del valenciano realista contra el idealista andaluz.» [Giner era de Ronda.]

Y, naturalmente, el buen valenciano realista entraba siempre fumando en la Institución, aun cuando en el vestíbulo, en la escalera, en el salón había colgados unos cartelitos de cartón: «Se ruega que no se fume.»

Impecable, vigorosa y precisa caracterización del personaje, al modo de los retratos de Martí, de Bécquer y de Darío. No precisamente «caricaturas líricas», sino efigies de «héroes» —artistas y científicos— de una gale-ría personal que es a la vez pintura y diálogo —del retra-tista y su modelo—. Tras el retrato, la escena:

«Aquella noche de enero había nevado como enton-ces nevaba en Madrid. Y el cielo bajo estaba todo en el

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suelo, la calle, en el paseo del Obelisco, duro y brillante; y el cielo alto, altísimo, se había estrellado en Paraíso. Después de cenar, el gran amigo abrió su petaquita de rubia madera, sacó un cigarrillo, le dio el golpecito usual y lo encendió con la mecha. Don Francisco tuvo una ri-sueña vacilación [cinco palabras intercaladas, ilegibles] y como en broma se fue al balcón y lo abrió de par en par. El fumador, un poco más en serio, se levantó, se fue por el abrigo de astracán, y con él puesto hasta las orejas se acercó al chubesqui cuanto pudo. Siguió fumando, ha-blándole de espaldas al balcón abierto con Don Francis-co a contra estrella.

Cossío [don Manuel Bartolomé Cossío]« iba y venía, intentando sostener una prosa hablada con citas filosófi-cas y poéticas. Ricardo Rubio alzaba su menos [¿errata?] risa callada, las manos en los bolsillos. El fumador tam-bién reía, más forzadamente cada vez y hacía tal chiste inoportuno en valenciano. Y Don Francisco reía tam-bién, pero una finísima tristeza acerba le encojía la boca grande con un tic que se desviaba hacia los ojos. Volvía [palabra ilegible] la cabeza a la noche de transparente verde helado con poca estrella pero purísimas y enormes las que había en la alta soledad. Y una línea de luz de eternidad presente le plateaba en silente gris media cara, roja la otra media con el fulgor del salón encendido.»

Bellísima página; justifica a quienes consideran la prosa juanramoniana como una de las más hermosas de un tiempo de alta tensión expresiva, y tanto como her-mosa, ajustada al propósito: presentar en un incidente trivial el enfrentamiento de los afines, de estos amigos que desde los primeros años del siglo agitaron intelectual

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y moralmente el espíritu de Juan Ramón. Si de la mano de Simarro se adentró en la lectura de los filósofos cita-dos en su texto, de Giner aprendió la equivalencia y unión de la ética y la estética, primer puntal de su afir-mación creadora.

De otoño a otoño —o de finales de verano a oto-ño—, desde el de 1901 hasta el de 1903 ocupó Juan Ra-món en el «Sanatorio del Retraído» un cuarto, luminoso y alegre, con vistas al jardín, y allí recibió a sus amigos: los conocidos en 1900 y otros que entonces no llegó a ver. Sobre la base de testimonios fidedignos, empezando por los del propio poeta, es posible reconstruir visitas y reuniones.

El trato con don Manuel Reina, el viejo poeta, medio ciego y cojo por caída de un tranvía, resultaba muy agra-dable. Reina pertenecía a la especie de «antiguos poetas españoles floridos», aceptados por Jiménez como fenó-meno natural-nacional del cercano ayer. Reina fue a ver-le «con sombrero de copa diario, cigarrillo y una lira a la espalda, "lírico y moderno", como yo le había visto de niño en una caricatura de Blanco y Negro».

«Don Manuel —dice Juan Ramón— repasó el ma-nuscrito de mi libro Rimas y me tachó todo lo que yo consideraba mejor y más personal. Me escribió una pági-na —"Ha vuelto la golondrina"— y me dejó, gritando andaluzamente por los pasillos: —Su flor es la "sensi-tiva"»«.

Menos humor y mejor revelación del carácter —aun si en la de Reina no falta— en la escena dedicada a Va-lle-Inclán. Desde el primer instante le había manifestado simpatía, y en la ocasión a que me refiero le mostró fi-

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bras entrañables de un señorío poco corriente. Por en-tonces estaba publicando en Los Lunes de «El Impar-cial» la Sonata de otoño, que Juan Ramón leía, por las mañanas, en el jardín. Más tarde le llevó Xol Sonata, ya en libro «forrado de papel verde de paredes».

Hasta aquí la cosa encaja en los usos de la relación entre colegas. Lo inusual ocurre en el día y el momento de la entrega del ejemplar: «Un día de gran nevada —tres días incomunicados con Madrid— [con el centro de Madrid; el sanatorio estaba entonces en las afueras] apareció Valle-Inclán, delgado y negro, en la soledad blanca.» Bajó Juan Ramón a abrirle la verja: «Pero Va-lle, cómo viene usted con este día.» Y la escueta, concisa respuesta: «—Se lo había prometido»'«.

Pensando en la pintoresca figura de Valle, en sus mo-dales y en sus gestos, «máscara de a pie» que otro Ra-món veía pasear por las calles de Madrid, se entiende bien el alboroto, «el escándalo», que su llegada producía en las novicias, atraídas por la extrañeza del personaje.

El pintor Emilio Sala fue asiduo visitante del sanato-rio, unas veces solo, otras acompañando a Mercedes Roca, la esposa del doctor Simarro. Sala, de quien habla-ré luego con detenimiento, fue uno de los amigos más fieles de Jiménez, que recordó siempre su comprensión, su tolerancia y su cariño. Sentía pasión por las flores, por los árboles y en contemplarlos, desde la ventana del poe-ta, invertían parte del tiempo que pasaban juntos. Él le enseñó a gustar la pintura de Eduardo Rosales; él le llevó al sanatorio los libros de Ganivet, y cuidando del cuerpo tanto como del espíritu le enviaba setas exquisitamente cocinadas en su casa, «allí cerca»".

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Rafael Cansinos Assens dio detallado testimonio de algunos encuentros y lo hizo en lenguaje muy de aquel tiempo, mejor citado que parafraseado: «Los domingos —dice, en presente— vamos a ver a Juan Ramón, que está enfermo de ensueños y de melancolía. Vamos todos a ver al hermano que en la tarde suspira de nostalgia tras de miradores i n f l a m a d o s » « C a m i n o de arrabal» podía llamarse el de acceso a lo que era el límite de la ciu-dad.

Por él iban «todos» —es decir, cuantos importaban al cronista de la expedición— a encontrarse con el amigo cuya fama empezaba a extenderse más allá de las fronte-ras. Villaespesa «siempre inquieto, siempre hablando de cosas bellas», Manuel Machado, «soñador de un sueño inacabable, que marcha lentamente, como si arrastrase un áureo grillete de poesía»; Antonio, «que calla y cami-na con una gracia de primavera gentil»; Ortiz de Pinedo, «pequeño y delicado», más Cansinos, «que oye y ca-lla»'3.

Un joven atractivo, elegante, bien vestido, rodeado de gentes poco mayores que él; lo distinguido de su por-te y la languidez de sus actitudes le distancia de sus con-tertulios. El retrato pintado ese año por Joaquín Soro-11a I" deja ver a un hombre de barba negra, vestido de blanco, expresión serena, no tan joven como el modelo, en aquellos días en su primera juventud, reconocido y respetado por la gracia de la poesía como el maestro que estaba llegando a ser.

La conversación era animada y versaba, casi siem-pre, sobre letras y artes.

Veamos la escena desde la perspectiva y con la fra-

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seología de Cansinos: «Juan Ramón, enfermo de melan-colía y de ensueño en un sanatorio donde se extraen cán-ceres amarillos y tumores rojos. —En la tarde hay un discreto silencio y figuras entrevistas de enfermeras, y por todas partes una blancura de hospital—. En la estan-cia pulcra y triste, rodeamos al amigo, que habla lento y dulce... de terrores nocturnos, de una araña con cabeza humana; y luego, más humano, de una mujer operada la tarde anterior, cuyo huerfanito se agarraba lloroso a las frías verjas del jardín. Luego son unas páginas blancas y finas en las que él va leyendo versos»'5.

¿Qué versos? El ejemplo citado por Cansinos permi-te responder a esta pregunta; versos de Arias tristes, ver-sos —quizá— de Jardines lejanos, evocadores del par-que y de la fuente en él susurrante. El cronista asocia el jardín de la invención y el jardín del sanatorio: «todo así se confunde, misteriosamente, realidad y poesía, en el crepúsculo. Y todo se hace visionario y fantástico, y todo tiene una quimera y una amante entre nosotros»'«. El crepúsculo, hora propicia al recogimiento íntimo de las almas, funde en un estado de ánimo común a los oyen-tes, contagiados de la visión «fantástica» que va surgien-do ante sus ojos conforme la lectura adelanta. Esa coin-cidencia la señala Cansinos, sin ocultar la diversidad temperamental de quienes escuchan.

Si califica de visionario al ambiente es, en primer tér-mino, por cómo le impresiona el texto y el modo de leer-lo aquel joven cuya diferencia se le impone: «tiene los ojos que ven los fantasmas y el oído que siente las palpi-taciones del corazón nocturno, tan misterioso». En estas palabras resuenan las del «Nocturno» de Darío: «los que

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auscultasteis el corazón de la noche»'', y la resonancia empaña un poco —al menos para mí— su aplicación al caso concreto, aun sin dudar de la sinceridad de quien escribe.

La impregnación del léxico por términos tan caracte-rísticos del modernismo como misterio, ensueño, fanta-sía y quimeras es evidente. Darío, reconocido como guía por los reunidos en tomo a Juan Ramón, y por otros en ese momento ausentes, Gregorio Martínez Sierra y Ra-món del Valle-Inclán, ausencia suplida en el caso de Va-lle por su presencia en la desmesurada fraseología de Cansinos'8. Fraseología extraña en un texto de 1917. Conviene remitir el discurso a 1902-3, al presente de la historia, para entender su exaltación de choque. Cuando en un texto posterior se refiera el crítico a los libros escri-tos por Juan Ramón en los años 1905 a 1912, su vocabu-lario cambiará.

En una página de fecha tardía, recordando las visitas al sanatorio, a cincuenta años de distancia, facilita más datos de visitantes y visitado. Los recuerdos no parecen debilitados por el tiempo, y su minuciosidad inclina a pensar en esta altemativa: o el narrador conservó notas de lo hablado en tan lejanas ocasiones —pues no sólo re-cuerda el qué, sino el cómo de lo dicho por cada uno—, o bien su memoria retuvo con asombroso detalle lo visto y lo oído.

Un nuevo personaje entra en escena, Antonio de Za-yas, duque de Amalfi, poeta —autor de Joyeles bizanti-nos—, diplomático e íntimo amigo de los hermanos Ma-chado. En su casa se encuentra —con Villaespesa y Ortiz de Pinedo— cuando llegó Cansinos. «Uno de los Ma-

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chado, creo que Antonio, en mangas de camisa, se estaba acabando de afeitar ante un trozo de espejo, sujeto en la pared, como los que se ven en las carbonerías. Al entrar yo, Villaespesa y los Machado estaban embromando a Pinedito, al que trataban de hacerle creer —tópico muy frecuente en aquel tiempo— que para ser genial había que ser invertido»".

Escena de buen humor, descrita con gracejo y, proba-blemente, con fidelidad. Contrasta con la siguiente, en el sanatorio y en la habitación, que ya conocemos, del au-tor de Rimas: flores, libros, orden, pulcritud, un cierto distanciamiento del poeta frente a la exuberancia de Vi-llaespesa. Y la conversión, transcrita en tono convincen-te: «en realidad no tengo nada concreto —explicaba Juan Ramón. Solamente esta tristeza, esta angustia... esta inquietud... el corazón, no sé... el doctor Simarro me dice que son los nervios... y me receta bromuro a todo pasto... Pero ¿qué tiene que ver el bromuro con esta tris-teza?... Es que la vida es triste... Me dice que haga por alegrarme y distraerme... Pero, ¿cómo alegrarme? Si a mí me asusta precisamente la alegría... Las cosas alegres me ponen más triste. Mi lectura favorita es ahora el Kempis»2<'.

Del doctor Simarro dice, con entera justicia, que «es muy inteligente y muy comprensivo... un verdadero sa-bio». Aun así, el enfermo tiene un punto a su favor: las medicinas pueden poco sobre los estados de ánimo. Vi-llaespesa recomienda la lectura de Nietzsche (del Zara-lustra) y el hipocondríaco «se crispa», y más todavía cuando le aconseja beber y «perseguir a las ninfas».

Esta segunda versión de la visita colectiva (si no es

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versión primera de segunda visita) informa con más de-talle de actitudes y dichos. Antonio Machado reproban-do la elementalidad de Villaespesa, que habla al enfermo como lo hacía «un mediquito joven y estúpido que cuan-do a veces me siento morir y le llaman, viene, me toma el pulso y se echa a reír, y dice: Vaya, lo que usted tiene son dengues... Usted lo que tiene que hacer es venirse conmi-go y con unas pelandruscas a la verbena y coger una píti-ma...»2'. Quien haya conocido a Juan Ramón, oirá aquí la voz del poeta, como la oirá más adelante cuando ex-prese su temor, su terror a la muerte y el recuerdo de cómo destruyó a su padre.

Hablan los poetas de poesía, y Juan Ramón explica cómo el hecho de que en el sanatorio cada día alguien muera le hacía sentirse en un ambiente análogo al de las narraciones de Edgar Poe, teniendo «a veces la sensa-ción de que me rozan almas que se van, y veo cuerpos sin cabeza y grandes arañas peludas... y para ahuyentar esas visiones, escribo...».

Preciosa confidencia, corroborada por algún poema de Arias tristes en que la palabra traduce extraños terro-res, amenazas sin nombre, latentes en el verso como en los cuentos de Poe, y más delicadamente, insinuados —y ya es suficiente— en la mirada del ser oscuro, parte del Yo mirado, conciencia turbadora en que éste se reco-noce.

{Algún error, alguna confusión padece Cansinos: la enfermera que entra con la medicina no es Francina, sir-vienta de Le Bouscat, de quien habria sabido por poe-mas de su amigo, atribuyéndola, por «cerebración in-consciente», el nombre de la muchacha francesa.)

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Para complacer a los amigos, Juan Ramón lee: prime-ro prosa, «Cosas tristes»; a continuación un poema de Jardines lejanos («Mi jardín tiene una fuente...»). Y An-tonio Machado le dice: «tiene usted la flauta de Verlai-ne...». Sigue un diálogo en que se compara al pauvreLe-lian con Sócrates: «su ajenjo era una especie de cicuta» (Machado) y con Cristo: «ha sufrido pasión por todos nosotros... bajo el dominio de la plebe vulgar...» (Juan Ramón). Y con el elogio unánime de Rubén Darío se cie-rran conversación y crónica".

De ésta se deducen coincidencias entre Juan Ramón y Antonio Machado y se advierte el respeto con que se trataron siempre, pese a las circunstanciales diferencias. En 1903, Antonio apenas era conocido fuera del círculo de sus íntimos; Juan Ramón, tan tempranamente salu-dado por Darío («Tienes, joven amigo, ceñida la coraza / Para empezar, valiente, la divina pelea»), había visto sus recientes Rimas acogidas con elogio por la crítica —die-ciocho reseñas. En Venezuela, el fervor de Manuel Díaz Rodríguez y el de los redactores de El Cojo Ilustrado-, el autor de Sangre patricia publicó un artículo, en el que declaraba la hermandad de los poetas de adscripción modernista: «Apenas te conozco y sé que eres mi herma-no. Desde muy atrás lo presumía, ahora estoy seguro. Lo presumía leyendo tus Almas de violeta-, contemplando, grabada en el comienzo de tus Ninfeas tu enjuta esfinge de adolescente doloroso; y sobre todo recordando aque-lla carta en que tu alma, deshecha en quejas, me pintaba el infierno de amarguras de cierto medio literario.» Y concluía el artículo con una exhortación y un recuerdo del verso con que Darío cierra el soneto de que acabo de

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citar: que siga cumpliéndose la palabra con que bendijo tus primeros pasos un gran poeta, maestro y amigo tuyo: «La belleza te cubra de luz y Dios te guarde»".

Esta presentación —ilustrada con versos de Jimé-nez— al público venezolano es significativa, ante todo por la personalidad del presentador, Díaz Rodríguez, bien situado en la sociedad literaria de Caracas, y, ade-más, porque El Cojo Ilustrado, revista muy difundida y apreciada en América, fue vehículo ideal para la trans-misión y el conocimiento de la poesía nueva. Otros poe-mas del andaluz siguieron apareciendo en la publicación caraqueña, todos ellos de Rimas, coincidiendo con la es-tancia del autor en el sanatorio^''.

En los meses finales de 1902 o primeros de 1903, Juan Ramón e inicialmente cuatro amigos, Gregorio Martínez Sierra, Ramón Pérez de Ayala, Pedro Gonzá-lez Blanco y Carlos Navarro Lamarca, decidieron lanzar una revista literaría que reuniera en grupo compacto a los fervorosos de la nueva estética y a quienes, sin adscri-birse a ella, valoraban el esfuerzo de los renovadores. A Jiménez, corresponsal de Darío desde 1900, cuando des-de Moguer le pidió el prólogo a Ninfeas, le correspondió informarle del proyecto y solicitar su colaboración.

Escribió dándole cuenta de que «cinco amigos míos y yo vamos a hacer una revista literaria seria y fina: algo como Mercure deFrance, un tomo mensual de 150 pá-ginas muy bien editado», y pidiéndole que les «enviara algo de lo que haga o tenga hecho: verso o prosa. Y, ade-más, que nos concediera usted permiso para copiar algu-nas cartas o fragmentos de las cartas que usted escribe para La Nación»^\

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La respuesta de Darío es una negativa cordial que suscita una segunda carta de Jiménez; carta larga y deta-llada acerca de las dificultades para sostener la revista. No es posible pagar a unos colaboradores y a otros no, y de hacerlo en el caso de Rubén, habría de pagarse a los demás, a Benavente y a Valle-Inclán, por ejemplo. Se menciona a un nuevo miembro del grupo editor, Agus-tín Querol, y reaparecen los de Martínez Sierra y Pérez de Ayala, «poeta joven de bastante talento y muchísima cultura»^^ La relación de confianza y de estimación mu-tua entre Darío y Jiménez se trasluce en su epistolario: si para éste, Rubén es siempre «Maestro», para el nicara-güense el «joven amigo» ya vuela a su altura y no vacila-rá en emparejarse con él cuando le proponga la aparición simultánea de Jardines lejanos {1904) y Cantos de vida y esperanza ( 1905). La edición de este libro la puso en ma-nos de Juan Ramón.

Si 1903 es importante por la incorporación del poeta a la vida activa y por la publicación de Helios, no lo es menos por las relaciones con el autor de Prosas profanas. Cuando desde París cede a la confidencia, se sitúa en el mismo plano que el dolorido joven, éste le dice: «Ahora me toca a mí consolarle. Y ¿por qué está usted triste? Verdaderamente —pienso todos los días— hizo usted mal en irse de Madrid. Crea que yo tendría un placer ín-timo, un gran deleite en verle con frecuencia y en hablar con usted [...] Si yo estuviera fuerte y despreocupado iría a París a pasar una temporada al lado de usted, mi hipo-condría, mi maldita idea fija no me deja hacer nada»". Resulta conmovedora la confesión de su incapacidad, con-fesión reiterada en carta posterior donde le dice cuánto

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le «pesa la triste preocupación de la muerte repentina». Vive cerca de la casa del doctor Simarro, y la cerca-

nía del médico-amigo le da «una tranquilidad relativa». Como él apenas sale —añade—, «paso bien el día, y la noche sobre todo, tan horrible a veces»^«. Conocemos las causas de su inquietud —sensación de fragilidad—, no las de la tristeza de Rubén Darío, cónsul de Nicaragua en París y padre feliz de un segundo hijo con Francisca Sán-chez: Rubén Darío Sánchez.

Si Darío era el primero en la creación, José Enrique Rodó era el primero en la crítica: Ariel ( 1900) le calificó para representar a la intelectualidad hispano-americana empeñada en adquirir conciencia de su identidad. Con-venía, pues, incorporarlo a Helios, y Jiménez se encargó de informarle del proyecto y de solicitar su colaboración. (En carta fechada el 2 de julio de 1902, el crítico urugua-yo había elogiado el libro Rimas, poco antes remitido por su autor.)

La carta a Rodó, ya en 1903, está redactada en los mismos términos que la enviada a Darío: anunciaba la publicación de una revista, «seria y fina», «tomo men-sual de 190 páginas de literatura selecta», cuyo primer número aparecería el 1 de abril, y solicitaba su colabora-ción: «Nosotros agradeceríamos a usted infinitamente que nos remitiera, cuando buenamente pudiese, algún trabajo de cualquier asunto —dimensiones a gusto de usted—, tendencia, etc.»". En otra carta, todavía desde el sanatorio, le pregunta qué le ha parecido el número inicial de Helios, y se afirma en una amistad, culminan-te, por parte de Rodó, en la extensa y certera carta del 17 de septiembre 1907, acusando recibo de los dos prime-

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ros volúmenes de Elegios, y en el artículo «Recóndita Andalucía» (1910) difundido en todo el mundo hispáni-co por su inclusión en El mirador de Próspero (1913) o. Jiménez fechó en 1917 un precioso y conmovedor retra-to del crítico, tras un breve encuentro en Madrid, ya «aquel maestro altivo y generoso, cumpliendo su destino inexorable, iba derecho, de prisa por mi España, a en-contrarse en la Italia ideal, camino de Grecia, con la muerte»3i. Recóndito Juan Ramón devolviendo al críti-co su temprano y clarividente saludo.

Retrocedo y vuelvo al sanatorio para observar al poe-ta en momentos distendidos y propiamente juveniles. Como en la Maison de Santé du Castel d'Andorte, el eterno femenino contribuyó a la mejoría de su espíritu. Francine y Jeanne le distrajeron de sus obsesiones y orientaron sus días en otra dirección: con ellas llegó el amor, tema de la poesía y componente de la vida, amo-res soñados, amores inventados gravitan en sus soleda-des saturándolas de un erotismo en el que la carnalidad se funde con la espiritualidad en abrazo apasionado. Fi-guras gráciles, procedentes de la literatura y de las artes plásticas, cuando no de la fantasía. Del prerrafaelitismo llegaban a la mente soñadora imágenes delicadas con quienes mal podían compararse las muchachas de la vida cotidiana.

Con una excepción, quizá: las inaccesibles, las vírge-nes consagradas al Señor, las renunciantes al mundo para profesar en el amor divinal. Trazados los límites y reconocida la imposibilidad de trascenderlos, el soñador podía sentirse seguro en el espacio de una atracción leve-mente perturbadora. Ésta fue la situación del joven an-

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daluz en el sanatorio madrileño, rodeado por novicias y monjas de poca más edad que él, veinte años en 1902, inequívocamente atractivo —física e intelectualmen-te—, e interesante además.

Por las investigaciones de Ignacio Prat, malogrado historiador y crítico, sensible e intuitivo, sabemos quié-nes fueron las monjitas que rodearon a Juan Ramón en el sanatorio: Pilar, Amalia, Manuela, Andrea y Filome-na32, Ángela y una segunda Pilar. Me atendré a docu-mentos que conozco de primera mano, y que fueron pu-blicados por Graciela Palau de Nemes o por Ignacio Prat.

La hermana Pilar Ruberte, aragonesa de Zaragoza (no de Calalayud o de Magallón como a décadas de dis-tancia creía recordar Juan Ramón), excitó vivamente la pasión del andaluz; tenía su misma edad y se le aparecía como su «Venus de Milo»: Venus «resurgida de la espu-ma de algún sueño [...]. Desde el primer día me pareció un mármol de museo ablandado y calentado por mí. Daba al sanatorio un aire clásico de jardín superior. Sus ojos eran tan negros como blanca su frente. Gran parte de mi romanticismo de esta época viene de la clásica-mente romántica hermana PilaD>".

De los límites de ese romanticismo queda constancia en dos notas —hoy en el Archivo Histórico Nacional, de Madrid— y de las que dieron noticia Palau, de la prime-ra, y Prat, de la segunda. Describe un curioso juego eróti-co: la hermana se dejaba tirar del velo «que le ponía ti-rante la frente y doblando atrás la cabeza, cerraba los ojos al tenderse». En otro panel —dice Prat—, «puntua-lizó que su relación con ella fue amorosa, al igual que la sostenida con la hermana Amalia».

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Poeta y enamorado, no podían faltar versos y prosas a la dulce novicia. «Recuerdos sentimentales» —tercera parte de Arias tristes— están dedicados a Sor Pilar, y en un texto de Helios, publicado sin firma —como todos los de la sección «Glosario» en que apareció— cuenta cómo «la brisa fresca y fina de esta tarde de lluvia» le trae un aire de jota. Ciego, guitarra y niña cantante evo-can otros tiempos y otros ámbitos. Juan Ramón, ya ins-talado en el tráfago de la ciudad, recuerda, en brevísima romanza sin palabras, el cercano ayer.

Los amores con Sor Amalia Murillo tuvieron mayor resonancia y sus consecuencias pesaron en la vida del poeta cincuenta años más tarde. Aragonesa como Sor Pi-lar, ocho años mayor que Juan Ramón, quizá no guardó la reserva debida en sus relaciones; enterada de ellas la Madre Superiora, las cortó radicalmente; sin previo avi-so la monja salió de Madrid, con destino a Barcelona, desapareciendo de la vida del poeta, aunque no de su memoria. Medio siglo después, en nota probablemente escrita en Puerto Rico hacia 1952, Juan Ramón recordó los incidentes del pasado: «La Madre superiora, con gran escándalo de la comunidad, se enamoró de mí y ve-nía constantemente a mis habitaciones {un dormitorio y una salita). Las hermanas jóvenes, que eran las que a mí me gustaban (y yo a ellas) nos burlábamos de la Madre cincuentona. Entonces ella indignada expulsó a una her-mana, Amalia, de 20 años como yo. Y después la madre me expulsó a mí, sin atreverse a aparecer en mi despedi-da a la que vinieron todas las monjas menos ella. Y todas lloraban y yo también»".

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II

Después de sus colaboraciones en Vida Nueva siguió Juan R. Jiménez —así firmaba— publicando en revistas madrileñas, simpatizantes con la renovación en curso. Dio en Relieves (1900), en Electra (1901) y en Madrid Cómico (1902) textos en prosa y verso, alguno de los cuales fiae reproducido enDon Quijote{\901). La crítica, «Apuntes», a un libro de Manuel Palacios Olmedo (en Madrid Cómico) aparece en junio de 1902, y en el núme-ro segundo (5 de agosto 1902) de Revista Ibérica el poe-ma «Yo me moriré, y la noche...», luego recopilado en Arias tristes.

Relaciónense las fechas con la edad del poeta y se no-tará que a los dieciocho años colaboraba en Relieves, a los diecinueve en Electra, y a los veinte en Madrid Cómi-co, datos inequívocos del prestigio alcanzado en tan tem-prana edad. Jóvenes eran Martínez Ruiz, Baroja y Maeztu, pero ya con larga andadura en el mundo y no es-casa frecuentación de los círculos —periódicos, redac-ciones, saloncillos, tertulias...— donde se labran las reputaciones.

No hay constancia de que Juan Ramón asistiera al Ateneo, escuchara conferencias o visitara redacciones. Las reuniones del sanatorio y las visitas a la Institución tenían configuración muy distinta de la habitual en los mentideros de la Corte. Su apartamiento de la mayoría ruidosa y confusa fue absoluto y, dada su contextura mental y su casi identificación de ética y estética, cabe valorar positivamente ese distanciamiento de lo que Da-río llamó mulatez intelectual.

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A la publicación de Helios dedicó buena parte de sus energías durante el año 1903. Si la diversificación de sus lecturas contribuyó lógicamente a ampliar y enriquecer el horizonte, no menos le sirvieron conversaciones y dis-cusiones con amigos de formación tan varia como los del entorno gineriano y los redactores de Helios, más la atención reclamada por Simarro, herido en lo más entra-ñable por la pérdida de su mujer.

Mercedes Roca, fallecida el 11 de agosto de 1903, dejó en el alma de su marido un vacío que él quiso llenar, al menos en parte, llevando a su casa, a la nueva casa pla-neada para residencia del matrimonio, a Juan Ramón y a Achúcarro. Cuando murió Mercedes, vivían los Sima-rro en el número I de la calle Conde de Aranda, y al mis-mo lugar fue a vivir el poeta al salir del sanatorio. Una de las tareas a las que dedicó parte de su tiempo fue, pre-cisamente, cuidar de la losa sepulcral de Mercedes, en-cargada al funerario Lapoulide.

1903 aportó a la literatura de lengua española libros tan valiosos como los mencionados páginas atrás y pue-de afirmarse que ninguno escapó a la atención de Jimé-nez. Son meses de abundante actividad en la lectura y en la escritura; las páginas de Helios —y no sólo ellas— acogen críticas y comentarios del poeta trasmutado en crítico literario, en crítico de arte y en comentarista de la actualidad según él la entendía, referida a un libro, a la llegada de la primavera o al retomo de las rosas.

Por la calidad del volumen glosado y por la seguridad del análisis, la crítica de Soledades (El País, 21 de febrero 1903) constituye, además de una crítica, una declaración de principios, siempre mantenidos en alto, como orifla-

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ma de batalla, por el constante defensor de la singulari-dad en el cambio. Los poemas incluidos en la sección «Del camino» retuvieron especialmente su interés y al encontrar en los versos de Machado a un fantasma de rostro impreciso y familiar, reconoció en él al «amigo que, en los claros de luna, encontramos por los jardines solitarios, el hombre enlutado de las callejuelas sin sali-da...»".

Pero fue en Helios, y no en la prensa diaria, donde Juan Ramón pujó fuerte. Helios había de ser, y lo fue, la revista del modernismo militante, la revista donde las nuevas tendencias tomaran cuerpo y tuvieran sentido. Salió el primer número en abril, con el éxito en su estela. Además de los cinco redactores-editores firman en este fascículo Jacinto Benavente, Mauricio López Roberts, Jorge Rodenbach, Mauricio Maeterlinck'^, y dos pinto-res, Emilio Sala y Santiago Rusiñol. (Nótese la españoli-zación de los nombres extranjeros.) Incluía también un «Glosario» anónimo —comentario de hechos, ideas e impresiones—, reseñas críticas, nómina de revistas, un «salterio» de frases célebres y, al final, la convocatoria de un homenaje a Góngora, anticipado un cuarto de si-glo al del Centenario de 1927.

En sus aportaciones al «Glosario» y en las notas críti-cas estuvo Juan Ramón a la altura de las circunstancias. El primer libro reseñado por él fue Peregrinaciones, de Rubén Darío, recién publicado en París: crónicas de un «periodismo lírico», líneas brillantes, sin exuberancia ni extravío, «de un poeta singular, tan maravilloso y tan ex-traño en sus músicas íntimas y perfumadas, henchidas de caricias para el alma, y en sus visiones siderales gran-

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des de pompa orquestal, lentas y graves, entre salmos y mares y resplandor de astros». El ditirambo surge como una declaración de algo incontrovertible: «Rubén Darío es el poeta más grande de los que actualmente escriben en castellano. [...] Muerto Zorrilla, lejanos Bécquer y Es-pronceda, ¿qué gran aliento hay en esta lengua sino ese aliento de bronce y de rosa o de encanto que da al viento Azul... y Prosas profanas'i» Claro propósito de reivindi-cación de la excelencia y diatriba contra los incapaces de sentir la belleza.

A Darío le gustó este número de Helios y en particu-lar la reseña de Peregrinaciones: «su artículo es noble, valiente, se necesita valentía allí!... y está admirablemen-te escrito. Me afirmo en mi creencia: todo poeta escribe bella prosa». No se priva, a continuación, de reprocharle «la melancolía de sus versos, de todo usted». Diagnósti-co certero —Juan Ramón está enfermo de tristeza— certero, pero incompleto: ¿cuál es la causa de esa tristeza enfermiza? Una pregunta nunca contestada satisfacto-riamente.

Los comentarios a Corte de amor, de Valle-Inclán; Odios, de Ramón Sánchez Díaz; Canciones de la tarde,

de José Sánchez Rodríguez; Antonio Azorín, de José Martínez Ruiz y Jardín umbrío, de Valle (números 2, 3, 4 y 5 de Helios en mayo, junio, julio y agosto de 1903), subrayan la espléndida cosecha del año.

Valle-Inclán, considerado por Juan Ramón como au-téntico héroe de la sociedad española de sus días^« —y no sólo de la intelectuaHdad—; el modernista por exce-lencia, cambiante a tenor de las variaciones de su len-guaje personal y del epocal —como le sucedería al pro-

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pio Jiménez—; recibió en las reseñas testimonio de esa admiración; de ellas estará bien destacar un par de no-tas, declaratorias de la afinidad enunciado-comentario, y de la situación en la cual éste se produce.

En Corte de amor atrajeron a Juan Ramón las cuatro protagonistas acogidas en el espacio, tan literaturizado, de las narraciones. Mujeres de la estirpe de Femeninas. hermanas de las actuantes en las Sonatas: «entre la blan-cura de un lecho de virgen o de cortesana, la mujer, sola-mente la mujer, nos redime de nuestras tristezas y de nuestras penumbras, y un trozo de su carne o una ráfaga de su espíritu, valen bien por nuestros campos de desola-ciones». Crítica como autobiografía, aún más percepti-ble líneas adelante: «Es doloroso que las mujeres, en la vida, guarden tanto esas carnes que se marchitan entre la sombra de los trajes y la sombra de las viviendas; y que las novicias no entreguen el alma y el cuerpo a los poe-tas.» (Cursiva mía.)

Otro es el tono en las recensiones de Odios y Cancio-nes de la tarde. En Ramón Sánchez Díaz y en José Sán-chez Rodríguez encontró compañeros de ruta, compro-metidos en la empresa común. Al reconocerlos próximos su lectura complace al comentarista. ¿De quién habla al decir, a propósito de Sánchez Rodríguez: «Hay soñado-res que no ven, que no vuelan en la brillantez de la luz, nictálopes que viven en las tardes de encanto suave, se-renas y sonrosadas, y en las noches azules de grandes lu-nas de plata: estos soñadores buscan sus compañeras por el misterioso sendero del jardín, lleno de sombras...?»^' ¿No está proyectándose en estas líneas el estado de áni-mo de su autor?

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Entusiasta y certera, la reseña del Antonio Azorin es una de las críticas más agudas recibidas por la novela en aquella hora. Es la primera vez —creo yo— que un críti-co español escribe cosas como ésta: «En Literatura, ade-más de la esencia de las cosas —de lo que suele llamarse fondo— y además de la forma, hay una esencia, un fon-do de esa misma forma, que es, a mi modo de ver, uno de los más interesantes encantos de la estética, es un algo íntimo y apasionado, que viene del alma de una manera graciosa y espontánea o atormentada —espontánea en este sentido no equivale a fácil—, y que cae sobre el pa-pel entre un lazo de palabras, como cosa divina y mági-ca, sin explicación alguna natural.» Reduzco la cita a lo más importante: superación de la dualidad fondo y for-ma, y espontaneidad como modo de creación. (Casi veinte años más tarde, en la carta a Manuel García Mo-rente, prologuillo a la Segunda Antolojía Poética, los su-puestos de la espontaneidad —y de sencillez— queda-ron definitivamente fijados: «¿Qué es entonces sencillez y qué espontaneidad? Sencillo, entiendo que es lo conse-guido con los menos elementos; espontáneo, lo creado sin «esfuerzo». Pero es que lo bello conseguido con los menos elementos, sólo puede ser fruto de plenitud, y lo espontáneo de un espíritu cultivado no puede ser más que lo perfecto [...] De otro modo, volviendo la idea: la perfección, en arte, es la espontaneidad, la sencillez del espíritu cultivado.»)

En media docena de líneas traza los rasgos de la in-vención en Benavente, Pardo Bazán, Darío, Valle-Inclán y Baroja para compararlos con Martínez Ruiz, cuya prosa tiene un encanto que «no está en la gramática

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ni en la retórica». Es «encanto interioD>, «don de mila-gro», «fondo de la forma [que] matiza tenuemente la prosa de Martínez Ruiz y la llena de ondulaciones sim-páticas, de irónicos decires acariciadores». Diagnóstico correcto y, en lo fundamental, vigente, como vigentes si-guen las observaciones sobre la minuciosidad descripti-va y la emoción del paisaje —y de los interiores. Y quizá al indicar, matizado por un «tal vez», el exceso de deta-lles de prosa tan bella, está poniendo la pluma en la ten-dencia a sustituir descripción por enumeración.

Una carta a Martínez Ruiz, fechable en julio de 1903, informa del propósito juanramoniano, anterior a la publicación de su reseña, de escribir algo diferente que podría incluir datos relativos a la génesis de una novela cuyo confidencialismo no podía escapar a la mirada de un lector atento: «hace muchos días envié a usted una cana dirigida a casa de Pío Baroja, rogándole que me mandase unos apuntes sobre Antonio Azorín, unas cuar-tillas con las opiniones de usted sobre su libro. Como no he tenido contestación, supongo que esa carta no ha lle-gado a manos de usted».

Si no la carta, sí el número de Helios y el artículo de Juan Ramón llegaron a Monóvar, y le gustaron al critica-do. Así se lo escribió al poeta. En esta carta, sin fecha, aprovechando el acuse de recibo le pedía «algunos ca-pítulos de su nuevo libro, para publicarlos en la re-vista».

De ulteriores colaboraciones en Helios hablaré más adelante. Ahora señalaré dos hechos: sus artículos llegan a las revistas de gran público, y en ellos reaparecen re-cuerdos de su estancia en Francia. «Los locos» (ABC, 30

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de junio), «Crònica. Rosas de cementerio», (ABC, 6 de septiembre). En Blanco y Negro, a partir de agosto, «Co-plas del valle», «Los idilios de Nérac» y «Aire de aldea». «Los idilios» ocuparon una página entera del semanario, cerrada columna única con título ornamentado a ma-no'«'; son recuerdos de una visita al hermoso pueblecito, y de la leyenda de Florecita, la enamorada del Rey.

Grácil historia, perteneciente a la misma serie que «La corneja», «Páginas dolorosas», «Los rincones pláci-dos», «Paul Verlaine y su novia la luna», y «Los locos». Si apuntó en el borrador de «Los idilios» la notilla «Para rompeD>, el hecho de que la publicara en lugar de rom-perla habla por sí mismo. En una nota autógrafa figura este artículo, y los demás mencionados, en una lista de los llamados a integrarse en el volumen Resto de las obras completas. Como tales listas y tales proyectos va-riaban con frecuencia, no sería correcto atribuir a una nota tardía, probablemente de 1951-1953, más valor que el de una indicación de propósitos: reunir en Resto los escritos en prosa de sus primeros años, atendiendo a la cronología y no al tema"'. No sé si el proyecto entraña descalificación de las páginas destinadas a nutrirlo, pues el último Juan Ramón no siempre pensaba lo mismo del primero. ¿Tenía razón cuando distinguía entre los dos? No llegó el joven donde alcanzó el maduro, mas visto en su momento, él y Antonio Machado dominan el panora-ma. Así lo vio Rubén Darío: «Hay poetas nuevos que anuncian mucha belleza, y sueñan y dicen bellamente su soñar. Y entre ellos, dos que quiero y prefiero: Antonio Machado y V., mi amable Jiménez»«.

Me detengo un momento a examinar otros textos

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juanramonianos del año tres por considerarlos valiosos en sí y por salvarlos del olvido. «La corneja», parte «de un libro de recuerdos», fue escrito en 1901, en Burdeos. El doctor Lalanne y Francina figuran en el cuadro, adap-tados a las conveniencias del narrador inequívocamente personalizado: —«la misma noche de mi entrada en el sanatorio...»— presenta, relativamente distanciado, a un ente patético, anciana que canta con «canto extraño y monótono», como el de las cornejas, y muere una ma-drugada. Mínimo pre-texto para una triste efusión senti-mental. Protagonista a su pesar, es lo suyo, su sentir y su soñar, lo que dicta el discurso: las palabras —tristeza, lá-grimas, dolor...— lo convierten en una declaración per-sonal.

Ignacio Prat puso en claro la génesis de «La corneja», en su meticuloso análisis-'^. La historicidad del personaje importa relativamente poco y, dada la indicación de que el relato procede del recuerdo, no hay razón para recha-zar la idea de un «modelo», trasladado al enunciado con las pecuUaridades propias del enunciante.

La fuerte impronta de esas peculiaridades ha contri-buido, al menos en mi caso, a infravalorar los aportes «realistas» (término un tanto abusivo) en las páginas juanramonianas: Francina existió, no cabe duda, pero no es inaceptable una lectura emblemática del ente poé-tico, tal vez no tan ajustado a la literalidad de los hechos como a la función erótica que se le asigna.

No estaría mal distinguir verdad histórica de verdad textual, rara vez coincidentes del todo en el proceso crea-dor. Podría compararse el caso de la viejecita del mani-comio con poemas de Arias tristes y Jardines lejanos ha-

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hitados por seres tan extraños como ella, aptos para ilu-minar facetas del alma que los sueña.

No desconozco las vueltas y tomavueltas de la poesía de Jiménez; sus desvelos, sus rectificaciones y contra-rrectificaciones. Tengo ante mis ojos autógrafos carga-dos de enmiendas, a su vez corregidas y enmendadas. Veo al artista insatisfecho de su trabajo, de la forma con-seguida, nunca igual a la deseada.

¿Es éste el caso de «La corneja» y de otros textos de la época? No lo parece o no lo parece en el grado de compo-siciones posteriores, mas aun así no rechazo la posibili-dad de una agitación constante de la mente creadora. El examen de algún otro ejemplo ayudará a aclarar la cues-tión.

El tono y el modo son análogos en «Páginas doloro-sas», escrito en Burdeos, en 1901. De mayor extensión que «La corneja» (nueve páginas de Helios en lugar de seis), se distingue por su estructura extema: once seccio-nes-" —en la otra narración cuatro—, seis de un solo pá-rrafo, breve poema en prosa, estampa o escena en que se pasa de la presentación relativamente objetiva a la dolo-rida intimidad.

Páginas «dolorosas», desde luego, por la evocación y por cómo se realiza. La muerte de un niño, contada con acento maeterlinckiano: miseria, frío, dolor, más impre-sionantes cuando las víctimas son los inocentes: «niños resignados y serios que pasan entre los hombres sufrien-do y callando». El poeta, por la vía de la compasión, cambia de lo personal a lo social y del sentimiento a la conciencia.

Cierto amigo lleva al poeta «un divino retrato de

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Verlaine». Traspongamos el adjetivo del retrato al retra-tado, objeto y sujeto de la estampa, detalles acumulados en sucesión expresiva de una verdad que, previa a la creación, se impone en la creación misma por la fuerza de imágenes que se diría anticipación de las que más tar-de alumbraron a los héroes de Españoles de tres mundos. Primero el marco: un amigo trae el retrato; luego el por-menor realista —ya con insinuación imaginativa—: «Es el poeta, indolentemente sentado en un rincón del caba-ret, con la hermosa cabeza inclinada sobre el hombro iz-quierdo, mirando lo invisible, y la copa de agenjo sobre la mesa, ¡la copa de agenjo con su tesoro de locura!» Mi-rada y copa, observamos, transformadas por las hipóte-sis y, en seguida, el resplandor de la metáfora transmi-tiendo una percepción certera de las cosas: «Parece que se ha quedado muerto; parece un cadáver con la quietud en la pupila y el misterio en el cuerpo sin alma. Extasia-do en su rostro, ha venido a mi memoria, por un instan-te, un rostro de ajusticiado, una cabeza desprendida del tronco, que está soñando: es un rostro atormentado y di-vino, con la elegancia del cabello suave y largo y la frente amplia y pensativa.»

Sigue escrutando la mirada, los ojos, buscando en la pregunta una respuesta que ella trasluce: «¿qué ráfaga, qué onda habrán [sus ojos] sorprendido? ¿qué verso del poeta flotará en su alma en este momento, mientras los ojos miran?». En el cierre, de nuevo el relator pasa de la descripción a la imaginación, de lo visto a lo figurado, a lo visionario, a lo truculento y a lo macabro: «Yo he pensado en el cerebro lleno de inefables músicas y ma-tices con la cabeza reclinada y doliente», y de ahí a la

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muerte, al cementerio y al «cráneo lleno de gusanos». Esta complacencia en el horror irá desapareciendo a

medida que la conciencia artística vaya afirmándose en procedimientos narrativos más sobrios. Pero ahí, en las líneas citadas y en otras que no cito, está el germen, el primer paso hacia la prosa ñitura, penetrante en lo sus-tancial por medio de metáforas que transmiten la clave de lo que, verbalizado más a ras de tierra, perdería su virtud de revelación: «Antonio Machado se dejó desde niño la muerte, lo muerto, podre y quemasdá por todos los rincones de su alma y su cuerpo. Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte sencillo. Cuando me lo encontraba por la mañana tem-prano, me creía que acababa de levantarse de la fosa»"'. Trágica elegía al amigo muerto en que el dolor cede al horror, con incisos —triste remembranza— de la «palo-ma de linde», esposa que trajo luz, antes de ser sombra, al corazón del poeta.

Cerca de cuarenta años median entre la evocación de Verlaine y la despedida a Machado. Entre ellas las pági-nas de Platero, las imágenes cada vez más vigorosas, más jugosas en su escueta sequedad. Ha leído a Rimbaud, a Yeats, y con ellos dialoga: el arte del retrato se ha depu-rado al distanciarse el artista del sentimentalismo que, aquí y allá, salpicaba sus textos de la primera época, acercándose a un expresionismo, cuidadoso de soslayar los azares del esperpento.

Lo extraño, lo turbador, lo sorprendente... ¿De dón-de proceden? Los familiarizados con el modernismo han leído en Darío, en Lugones, en Holmberg relatos desti-nados a chocar. Sin negar la realidad histórica de las per-

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sonas descritas por Juan Ramón en «Los locos», estará bien tener presente el contexto epocal y las tendencias patentes en la literatura irrealista.

De cinco dementes se da noticia en el artículo —fe-chado en 1901—, cinco sujetos vistos ya en el pasado, aun si muy cercanos al narrador: un ex ministro español, muerto en el Castel d'Andorte antes de la llegada de Juan Ramón; «una mujer enlutada de cabellos de plata lisos y apretados», artista, como el anterior; la «pobre muchacha» que tiernamente y «con lágrimas» besa al niño recién nacido; y la asombrosa pareja del furioso, manso y tierno con «el niño idiota» que en él encuentra «una madre». Todos ellos reales: el primero en sus obras, los otros en su ser. Que no hayan sido identifica-dos (ni siquiera Ignacio Prat pudo) no prueba su inexis-tencia.

Existentes o no, su realidad en la página no cabe dis-cutirla: allí están, luego son. Y el problema se complica cuando en el texto se inscriben signos de identidad auto-rial. La sensibilidad del joven escritor y su inserción en el mundo de la perturbación mental —testigo sí, pacien-te también— le permiten escoger personajes cercanos, y por el estilo con que los describe, sugerir que «los otros» son ocasiones para dar de sí. Las acuarelas del viejo polí-tico alcanzan en la prosa del escritor*« niveles de seme-janza y de coincidencia.

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Ili

Al fallecer su esposa, quedó don Luis Simarro en do-lorida orfandad; para aliviarla recurrió, según ya dije, a dos seres queridos, Juan Ramón Jímenez y Nicolás Achúcarro.

Nicolás Achúcarro, hombre del norte, nacido en Bil-bao el 14 de junio de 1880 —año y medio antes que Juan Ramón—, fue, en algunos aspectos, complemento natu-ral, por diferente, de su amigo andaluz. Discípulo y pro-tegido de Simarro, cercano a Giner y continuador de Ca-jal, pertenecía al reducido clan de héroes que más tarde eternizaría su amigo.

La Institución Libre de Enseñanza es el punto de in-tersección Jiménez-Achúcarro, el soñador melancólico y el investigador entusiasta; el vigoroso y el —en aparien-cia— débil; el activo y el contemplativo. Vivir cerca, cuando no bajo el mismo techo, con un maestro común, compartir libros y lecturas, conversar, pasear en la noche madrileña, volver las ideas del revés..., significaba mu-cho. La vitalidad del vasco asombraba al andaluz; el hombre Achúcarro le deslumhraba como si estuviera he-cho de luz. Gracias al retrato rememorante, constan fe-cha y lugar del primer encuentro: «1902, laboratorio de Juan Madinaveitia y Luis Simarro, calle General Oráa, cerros entonces, chopos solitarios y sierra libre». Juan Ramón vivía, pues, en el Sanatorio del Rosario, instala-do a quinientos o seiscientos metros de distancia.

«La Aurora, le puse yo cuando lo conocí. [...] Donde él entraba, parecía que entrara el primer sol, un sol pri-mero universal, anjélico diabólico, de todos los jóvenes

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orientes, con luces, rayos, lenguas de todos los buenos días. Y aunque a él le gustaba poco entrar como médico por la puerta, curaba, como el sol no médico, por las ven-tanas, con sus fatales rayos ultra»"'. No cabe exponer mejor la impresión y el efecto producidos sobre quien necesitaba tener cerca a un médico para que iluminara la sombra de sus aprensiones, devolviéndole a la comuni-dad de la luz.

Achúcarro era ingenioso, jovial y enérgico. Amaba el campo y amaba la música, acaso —según apuntó Una-muno— porque «sustituían en él a otros altísimos con-suelos trascendentales que había perdido en su peregri-nación por la ciencia». Investigador nato de las anorma-lidades mentales, su interés por la ciencia no se interpu-so en el amor por la vida y la canción. Silbaba con arte singular, y no cualquier tonadilla, sino, nada menos, que el wagneriano Ocaso de los dioses. Juan Ramón le acom-pañaba en el lluvioso crepúsculo mientras el silbante po-nía los cinco sentidos en la complicada emisión del «es-tro armónico».

Científico y poeta fueron productos de la minoría se-lecta que don Francisco Giner se había empeñado en formar. Su convergencia tiene un vértice indiscutible: el aristocratismo mental, la voluntad de exigirse a ellos mismos más que a nadie, aceptando una regla de vida exigente y, en cierto modo, ascética. Apenas unas pocas briznas de sus conversaciones han llegado hasta noso-tros. Nuestro juicio sólo puede fundarse en las referen-cias conservadas: siendo escasas, no son insuficientes para valorar a los diferentes-complementarios.

Una nota, fragmentaria nota destinada al libro Vida,

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resume los trastornos padecidos por Juan Ramón a raíz de la muerte «repentina» de su padre: «Entonces yo sen-tí por primera vez que no tenía fuerza, que se me iba la vista, que me faltaban los pies, que me cansaba, que el corazón me latía como un tambor y de prisa. [...] Los médicos tenían que venir constantemente de día y de noche. Sentía un escalofrío permanente, algo así como una blancura de cristal, nieve y negro y frágil. Vestido de luto, aquel luto cuya novedad me había gustado tanto a la muerte de mi abuela materna, yo y mi sombra éramos ya inseparables. Ahora éramos tres. Yo, el yo de dentro, muy blanco; el traje, un yo hueco, muy negro; la sombra de los dos, oscura. Antes, nunca me había visto la som-bra, no había reparado en ella. En el sol violento de Mo-guer, la idea de mi sombra me era entonces terrible. Era como si mi sombra, que hubiese sido antes de otros colo-res, como yo mismo se hubiese también vestido de lu-10»"^

Testimonios del Diario íntimo prueban los padeci-mientos del enfermo en el otoño de 1903: «Estoy fatiga-do y ando como un borracho. Tengo además mucho miedo a caerme muerto repentinamente.» «Tengo opre-sión en el pecho, dolores en los brazos y pulsaciones muy frecuentes.» «... he sentido una fuerte conmoción en el pecho. Y ahora estoy fatigado y tengo mucho dolor en las piernas.» «Estoy mal, me duele el corazón; tengo miedo; tengo pena; y me siento muy cansado, y quisiera morirme; me acometen deseos de apagarme la vida, de algún modo, con excesos sensuales, con peregrinaciones fantásticas. Y me siento hereje y aventurero y román-tico.»

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La desviación final ocurre generalmente en otros contextos —lectura, escritura, notaciones varias—, pero ocurre y no puede dejarse de lado: si el hipocondríaco no cesa, tampoco deja de oírse la llamada al orden, la persis-tencia de una voz interior que desde la conciencia con-mina al hombre del subterráneo a cesar en sus quejas.

No pudo ser más sencilla y más cautelosa la terapéu-tica del doctor Simarro en caso tan delicado: fortalecer sin afectar las raíces del canto, abatir la melancolía y vencer la tristeza sin reducir el impulso creador, es decir, la sensibilidad. Como Giner, Simarro pensaba que la co-municación del hombre con la naturaleza era beneficio-sa para el alma y para el cuerpo, y así prescribió a Juan Ramón Jiménez períodos de vacación en la sierra de Guadarrama como medio de fortalecer su mente, ahu-yentando miedos y aprensiones. Como el temor a la muerte repentina constituía su obsesión mayor, la com-pañía constante de un médico se imponía. El gineriano doctor Francisco Sandoval, amigo y colega de Achúca-rro y de Gayarre, fue el escogido para acompañar y tran-quilizar al poeta en las temporadas de la sierra: ¿veranos de 1903 y de 1904?

No es gran cosa lo sabido de estas temporadas: ni su fecha exacta, ni su duración. La entrada del Diario ínti-mo del 12 de noviembre, 1903, se refiere a una canción-cilla oída ese día, y «este verano en el ambiente campesi-no de las montañas»: de fijo uno de los períodos vividos con Sandoval. Un breve apunte presenta al poeta y su amigo, cercanos y distantes, en los altos lugares donde crecieron, como flores del campo, las pastorales de Juan Ramón:

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«Simarro le llamaba a Sandoval: Sandovalito. Él a mí: el poetita. Todos los diminutivos de Arias tristes y Pastorales —humito, niñito— me vinieron de una es-tancia inolvidable con él en Guadarrama.

Nos íbamos andando, andando por la vía, a una pie-dra alta. Él traducía alemán y yo miraba a Guadarrama violeta. Yo leía a Góngora o Verlaine y él cojía floreci-llas. Los dos oíamos el agua del río y olíamos las madre-selvas de la orilla, al regreso nocturno. Los dos mirába-mos la luna desde la cama, oliendo a heno fresco.

Se hacía querer como un dulce diminutivo, con su pelo fino y lacio, con sus finos, agudos, tristes ojos chiqui-tos, con su transigencia, con su tierna y verdadera bondad.

Un único amigo para el campo. íbamos los dos cami-nando una legua, no nos hablábamos y caminábamos uno junto al otro. Cojía flores, o pintaba, o miraba bichi-tos, o aprendía alemán.

Observador agudo y exacto. Su valor como médico estaba en su sonrisa escéptica, o en su seriedad anima-dora»«

Con el título «Sandovalito», y bajo él, entre parénte-sis, el nombre: Francisco R. Sandoval, escribió más ade-lante un retrato del doctor por el que es posible fijar una fecha de su vacación guadarrameña. Si como allí leemos tenía Juan Ramón 22 años y 45 su amigo, los días pasa-dos en la sierra se sitúan en 1904, aunque es posible que el poeta se recuerde de veintidós años en el verano de 1903, cinco meses antes de cumplirlos; día y mes, 29 de junio, encajan bien con el hecho probable de que el 11 de agosto, aniversario de la muerte de Mercedes Roca''', es-tuvieran de regreso en Madrid.

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Difícil si no imposible decir más en menos, conden-sar en una veintena de líneas la persona en el gesto, el comportamiento, la ternura en el detalle, el ser en la son-risa. Retrato literario únicamente falto de lo prescindi-ble, fechas, nombres de lugares, datos de cédula perso-nal. Contentémonos con lo suficiente.

De estos dos fragmentos surge hoy, vivo tanto como ayer, el «joven» médico a quien el texto confirió inmor-talidad. Si el Guadarrama y Sandoval no disiparon la hi-pocondría del poeta, al menos le dieron, durante algún tiempo, calma y serenidad.

Para Juan Ramón asistir a las clases de Simarro fue sumergirse en un baño de cultura superior, valiosísimo para su formación: «hoy ha hablado del pensar [h]ipoló-gico y del pensar lógico —todavía con Spinoza—: de las diferencias entre el sentimiento y la sensación, de la dis-conformidad entre Descartes y Aristóteles sobre el cen-tro de residencia del alma. Éste la ponía en el corazón, como centro de las dos vidas —moral y orgánica—; Des-cartes la coloca en la glándula pineal... Y otras cosas»; «hoy termina la exposición de la psicología de Descartes —que resulta más que nada un fisiólogo: la mitad del Tratado de las pasiones es fisiología, y enuncia la posi-ción de Hobbes y de Spinoza». El interés con que siguió el curso prueba que el poeta quería ir más allá de la emo-ción lírica, a la gravedad de temas filosóficos que nunca se alejarían de la órbita de sus preocupaciones.

La enseñanza de Simarro y la de Giner eran perfecta-mente compatibles con lecturas y descubrimientos de menor peso específico, y a ello aportaban lo suyo Mae-terlinck y D'Annunzio —traducidos en Helios—; el in-

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tercambio de ideas con los coeditores de la revista; con-versaciones con el lúcido Francisco A. de Icaza —a quien dedicò «Jardines místicos»— que le hizo leer a Amado Nervo, recién convertido al modernismo. Horas muy gratas dedicó a la lectura de los versos de Nervo, de las prosas de Rubén Darío, «Angel Guerra», Manuel Ugarte y López Roberts, a los cuentos de Rafael Leyda. Cultura como cultivo de una personalidad que mantuvo hasta el fin —«Espacio», Dios deseado y deseante— la doble tensión del pensamiento especulativo y la inven-ción literaria.

Simarro y Achúcarro, especialmente el primero, se dividen la atención del poeta. Desde el 27 de octubre hasta, por lo menos, el 24 de noviembre de 1903, descri-bió en el Diario de ese período temores y angustias, im-presiones y reflexiones, y no será temerario tomar su vida en ese mes como ejemplo de la que compartió con los mismos amigos hasta marchar a Moguer, en 1905. Largos días sin cafés ni bohemia, con trabajo asiduo, asistencia a los cursos de Simarro y visitas diarias a la casa de Gregorio y María Martínez Sierra. Entran y sa-len del Diario médicos, damas y «heliófilos»; a éstos no siempre les acompaña el elogio: la poesía de Ramón Pé-rez de Ayala carece de la emanación que debiera serle consustancial; a Carlos Navarro Lamarca le tiene en poco personal y literariamente, severidad no justificada para quien haya leído sus estudios de literatura inglesa, si no tan inspirados como sería deseable, sí a la altura de lo publicado por las revistas culturales del momento' ' . Frecuentó Juan Ramón la casa del crítico, sin que fueran suficientes los almuerzos a que fue invitado para incre-

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mentar la simpatía que el anfitrión le inspiraba: María Elena, la mujer de Navarro, le resulta «agradable y vul-gar, y muy cariñosa» «—en frío—».

Muy a gusto se hallaba en el salón de Georgina O'-Day, la mujer de Pérez Triana. La noche del 28 de octu-bre, concluida una reunión dedicada a los asuntos de Helios, Jiménez, Ródenas, Navarro y los Martínez Sie-rra cenaron en casa de Pérez Triana; la señora «bella y regia», le recuerda al diarísta retratos de Rubens y de Ti-ciano. «Y muy exquisita. Después de la cena ha cantado al piano la "Canción de otoño", "Mandolina", y "La hora exquisita" de Verlaine, y otras canciones de Víctor Hugo y de Goethe. Yo le he preguntado por unas cancio-nes de Grieg y de Schumann; y ella lo ha tocado y lo ha cantado todo. Y como al fin yo le pidiera la "Serenata" de Schubert, sus manos han sabido hacer nacer de las te-clas negras una claridad de noche triste y estrellada y una soñolencia de luna nueva»".

Visitas constantes, algunos días mañana y tarde, a los Martínez Sierra, donde invariablemente le acogían como predilecto, conversando con él, escuchándole, ha-ciéndole sentirse en casa, punto de encuentro con gente que estimaba: Miguel Ródenas, Bernardo G. de Canda-mo, Alejandro Sawa, Ortiz de Pinedo. Entre Sawa y Juan Ramón la amistad fue inmediata; idéntica devo-ción al arte, al Arte con mayúscula: «nos estrechamos las manos con verdadera efusión. Hace tiempo que éramos amigos. Sawa es encantador y su limpieza me admira. Es elegante en su gesto y en su decir. Y es soberbio. Nos cuenta muchas cosas. Y lee de maravillosa manera unos versos divinos de Vicaire y nos recita de memoria unos

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versos milagrosos del grande y pobre Verlaine.» ¿Disue-na este breve apunte del autor de Iluminaciones en la sombrai ¿Disuena de la mitifícación valle-inclanesca? Dejémosle disonar y hagamos nuestra esta limpia, juve-nil versión del héroe.

A este período corresponden unas notas tomadas por Juan Ramón como ayuda-memoria para redactar el es-crito autobiográfico, «Habla el poeta», publicado en la revista Renacimiento, en 1907. No incluyó en éste todos los datos apuntados en el borrador para disponer o pres-cindir de ellos en su momento, y las razones de la elimi-nación de alguno de ellos, cuando se produce, no es difí-cil imaginarlas.

Este es buen momento para incorporarlos al discurso biográfico: unos refuerzan y precisan lo ya sabido; otros dan testimonio de lo que el poeta pensaba de sus libros, y alguno alcanza —para mí y probablemente para la ma-yoría— carácter de revelación.

Acabamos de verle en compañía del matrimonio Martínez Sierra dentro y fuera de su casa. Añado una lí-nea, sobre ellos, seguida de referencias a viajes, poemas y prosas del autor: «Aquí (en 1903) comienza mi vida fra-ternal con Gregorio Martínez Sierra y María. Una refe-rencia a mi estancia en Moguer: Otro verano (¿1904?): Vuelvo a mi pueblo después de tanto tiempo: Otras «Pastorales», otras «Palabras románticas». Otro otoño galante: aparece una Beatriz: cabeza de oro que me per-turba: otras «Palabras románticas».

No sé de quién habla al referirse a Beatriz, rubia —según entonces las prefería el joven—. Paso a las con-sideraciones respecto a su obra, dictadas por una con-

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ciencia crítica que, ya lo vimos, se apoyaba en lucidez propia y en opiniones ajenas. Leamos lo apuntado, y no publicado en Renacimiento, «Como aquí no leen los poetas más que sus versos, se dice —tan injustamente— que ese libro (Jardines lejanos) es igual a Arias tristes. (Consideraciones sobre el poco éxito de este libro bellísi-mo.) He estrechado más mi amistad con Martínez Sie-rra.»

Todo esto, interesante y útil para redondear la figura de Jiménez, no cogerá por sorpresa al lector, según pro-bablemente lo hará el hecho de que al referirse a su en-fermedad salte a la pluma una palabra inesperada: epi-lepsia. No recuerdo haberla encontrado en otras páginas, ni del enfermo, ni de sus allegados y sus médicos. A la neurosis se refieren los antecedentes conocidos hasta la fecha. Tal vez en ciertas entradas del Diario íntimo, des-criptivas de mareos, vahídos y desfallecimientos, se de-tectan algunos rasgos semejantes a los de la crisis epilép-tica. Después de leer lo citado en seguida, juzgue cada cual por sí.

Gregorio y María le atienden, le cuidan, le acompa-ñan en sus visitas a casa de los Pérez Triana, pongo por caso, le leen los primeros actos de la comedia que están escribiendo y él corresponde leyéndoles los versos que dedica a Sunny, «Lleno-de-sol», el niño del amigo co-lombiano.

El 5 de noviembre registra en su cuaderno el tema del día: «los palos que han dado ayer a don Ramón del Va-lle-Inclán. Todos (María, Gregorio, Navarro, Ródenas) están conformes con que estos palos hayan sido dados. Yo no. Aunque sé que don Ramón habla mal de mí.

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como de todo el mundo, hasta de sus protectores, de Be-navente que le dio de comer, de Díaz de Mendoza, ese mal actor y generoso caballero, que acaba de estrenarle Fuente Ovejuna, refundición de Lope. Pero ¿qué más da? ¿Ha de entrar en mi corazón la palabra soez de un mal amigo cuando es un poeta? Y, sobre todo, no se debe pegar a nadie. El desprecio... la indiferencia.» Quizá ese día fue una excepción, pues las horas pasadas con los Martínez Sierra fueron casi invariablemente gratas".

Lo más atrayente del Diario quizá sean las notas es-trictamente confidenciales, las referentes a las sensacio-nes angustiosas causadas al enfermo por la tristeza flu-yente en su soledad: opresión en el pecho, taquicardia, vértigos, miedo al colapso cardíaco, fatiga. «Tengo mu-cho miedo a caerme muerto repentinamente», anota el 4 de noviembre; «me levanto muy lleno de fatiga. Después de bañarme siento hoy una gran intranquilidad. Y por fin, antes de terminar de vestirme, tengo un ligero vérti-go», apunta el día 7. Entradas así se incluyen en un con-texto de vida normal que disminuye, relativiza su im-portancia. Más sugestivos resultan en cuanto a la génesis de la creación los testimonios de momentos y situacio-nes relacionados con poemas escritos en esa época.

El encanto de Sunny es impulso determinante del poemilla mencionado. Más penumbroso es el vínculo entre vivencia e invención en otros casos; por ejemplo: «En el jardín que veo desde mi balcón, cuida las flores un viejo jardinero. Tiene una luenga barba blanca. Y en la mañana llena de sol —un sol tibio sobre la humedad del suelo— el viejo jardinero anda entre las flores.» ¿Será éste el brote, el punto de partida del poema coetá-

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neo {Jardines lejanos, 2, VII) en donde dialoga el soña-dor con un jardinero misterioso, hecho para responderle desde dentro? Las campanas, el convento... están en el Diario y en los poemas.

Mencionaré en este contexto la apuntación de una salida con el maestro de cada día: «Ya caída la tarde sali-mos. Al Sanatorio del Rosario. Simarro entra a ver una señora enferma, y yo me quedo en el coche; es la primera vez que vengo a la puerta del Sanatorio, después del día en que me fui de él para siempre. Y me han dado deseos de llorar.» El apunte se transforma en elegía, en susurro lírico al ayer cercano, ¡tan distante!: «Ese es el paisaje melancólico que me emocionó tantas tardes. Y ese es el campo donde sentí llorar a aquellas esquilas de vacas. Y ese es el jardín y esas son las acacias, finas y lánguidas, y esa es la fuente que llevó a mi corazón su copla vieja. Y este soy yo, llamado por voces de mujer tantas veces en ese jardín, yo, el poeta sentimental que no puede entrar —que no quiere entrar, por tantos motivos— en esa casa llena de tocas blancas, donde escribí mis Arias tris-íes —todos mis "Nocturnos".»

El apunte asciende por su propio impulso, por la con-solidación del recuerdo en el presente inmutable del tex-to. Las hojillas, escritas día a día, trascienden la fe de vida trasmitiendo pequeñas claves de cómo el fermento del poema se anuncia en la espontaneidad de la anota-ción.

Soñador, sí; ocioso, no, Juan Ramón leía incesante, corregía pruebas, hacía «vida social», aunque en dosis moderadas, se ocupaba de la sepultura de Mercedes... Reseñó en Helios los libros de Leyda (Valle de lágrimas).

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Nervo (El Éxodo y las flores del camino) y redactó notas para el «Glosario».

Su valoración del libro de Leyda está justificada por los textos y por el hombre. Podemos seguir en las anota-ciones del poeta y en las cartas del cuentista un proceso de mutua simpatía y un enfoque de la vida y de la litera-tura muy semejante: ambos eran sensibles e inclinados a tomar muy en serio la invención literaria. Recién leído Valle de lágrimas anota en su diario: «Algo de este libro de cuentos me ha emocionado. Creo que Leyda tiene ta-lento de poeta»^''. Al día siguiente (31 de octubre) escribe la nota bibliográfica para Helios (núm. 8, noviembre 1903): «Yo, que vivo de cosas rosas, celestes y grises, de preludios de ruiseñores en los parques abandonados, de sonatas melancólicas, he sentido, en el reino del otoño, la realidad intensa y amarga de este libro de vida y de ironía.»

En carta sin fecha, anterior a este artículo sobre sus cuentos, agradeciendo el envío de un ejemplar de Ri-mas, le dice Leyda: «Por vez primera vi su libro en casa de Palacios [Olmedo] y hojeándolo me dio la tentación de escribir unas cuartillas sobre él, pues me impresionó de un modo particular. Digo en el artículo que no conoz-co poeta más sugestivo que V. y es verdad. Me atrae ese país de ensueño en que V. vive, si bien le tengo miedo, pues quiero amar la vida, permanecer en ella, y es un fondo muy pesado para vivir la tristeza a que demasiado fácilmente me dejo arrastrar y a la que V. lleva con la ex-quisita delicadeza de sus versos.» (Ignacio Prat transcri-bió íntegramente esta carta en El muchacho despatriado, pág. 159.)

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Meses después, en noviembre, según se deduce del contexto, vuelve Leyda a escribir a su amigo, esta vez para agradecerle la reseña de Helios: «Temía que no le gustara mi libro por su carácter demasiado rudo, más amargo que triste, obra de un desencantado que, forzado a la lucha, ni vence ni se somete. Pero V. sabe "compren-der" y es piadoso con todos los sufrimientos. Sus páginas serán mi retiro —el adorable jardín donde me refugiaré de la vida—. Porque en ellas ha derramado V. lo que es mi ilusión y mi consuelo: poesía y cariño, de ambos pue-de V. ser generoso sin que se agote el rico manantial»55.

Hablan los textos y no es precisa mediación para que el lector advierta las afinidades incitantes de la amistad basada, como las mejores de Juan Ramón, en coinciden-cias y contrastes; lo dicho por él a propósito de Leyda es aplicable a su caso y a la situación del escritor en aquella hora, observaciones confirmadas por el tiempo^^. Lo vá-lido ayer sigue teniendo vigencia hoy, en la indiferencia de la sociedad española hacia la creación literaria y en el olvido al que no tardan en ser consignados sus produc-tos.

De la afición de Jiménez a la pintura sabemos lo sufi-ciente para comprender, sin mayores explicaciones, su interés por examinar públicamente a artistas tan cerca-nos a él como Joaquín Sorolla y Emilio Sala"; ambos le retrataron en aquellos años, y Sorolla volvió a hacerlo tiempo después. La amistad, reforzada por la comuni-dad de aficiones, duró hasta el final.

Las visitas de Juan Ramón a Sala fueron muchas: ambos se complacían en cultivar la amistad. Además, Sala, aunque no figuraba entre los redactores de Helios,

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publicó en sus fascículos una serie de trabajos bajo el tí-tulo general de «El CO1OD> —más tarde reunidos en el li-bro Cromática del color—, tratando de aspectos como: «Modos de ver», «La visión en el artista», «Perspectiva aérea. Ambiente», «La ejecución»...

Primera muestra del interés juanramoniano por la obra de su amigo fue el artículo «Las horas, de Emilio Sala» (La Ilustración Española y Americana, 15 de no-viembre de 1902). Todo un alarde de la revista: dos pági-nas enteras reproduciendo Las Horas, una fantasmago-ría de formas y colores llamada a provocar el tipo de crí-tica a que se entrega Jiménez: critica que resume las im-presiones del autor: «Las armonías de color consuelan indudablemente, y dan al alma un reflejo de su placidez lejana y lánguida, una calma que trae el olvido de las pa-labras...» (Subrayados míos). Un poco más preciso —siempre manifestándose en los adjetivos— dice: «de su mano, que acaricia pintando, surgen la forma y la lí-nea puras, suaves, con una voluptuosidad de misterio, con un deleite mezcla de realidad y de ensueño, que fas-cina al mismo tiempo la pupila y el corazón, ya que hace a la boca sonreír vagamente de emoción sugestiva. Sus Horas son un sagrado triunfo de armonía».

El comentario se centra en el espectador; la palabra se apodera del cuadro, le presiona y le extrae su sustan-cia para que el oído juzgue, por la equivalencia, lo visto. Sala y los lectores de La Ilustración entenderían un len-guaje acorde con el tiempo de la lectura, coincidente con el de la escritura, sin desfase, sin el desajuste hoy casi inevitable. El glosador está en la glosa y el hecho no sor-prendía dados los estilos del sentir modernista; así en la

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crítica literaria, en la visión de ciudades y paisajes, etc.

Un segundo artículo, «Sobre unos apuntes de Emilio (Blanco y Negro, 4de junio de 1904), apareció ilus-

trado con dibujos del pintor: dos figuras de mujer, vesti-da y desnuda, ésta opulenta, destacada la plenitud de sus formas en la postura un poco forzada que el trazo impo-ne. El lector que la contempla apenas puede conciliar lo que tiene ante los ojos con las reflexiones del crítico, ca-paz de trasmutar la camal solidez de la hembra en algo muy distinto: «Es necesario tener la mano sutil e inquie-ta que sólo tienen la almas, para poder robar al ensueño y a la vida esas figuras adivinadas y lejanas que flotan en el fondo de nuestra fantasía como ideales místicos, como versos con alas; visiones de sensualidad y de quimera fragante, gracias de forma que dejamos ir de nuestra misma niebla a la niebla de los jardines y de los cam-pos.»

Pienso en una lectura posible de textos como éstos; pienso en la opinión de Charles Baudelaire: «la mejor descripción de un cuadro podrá ser un soneto o una ele-gía»58. Esto significa, en la práctica, una operación aná-loga a la de Juan Ramón: buscar un equivalente de la ex-periencia contemplada, acorde con ella, y distinto en el medio de realizarla. Tono y forma difieren poco de los recurrentes en los comentarios sobre poesía que Juan Ramón escribe paralelamente: estructura y léxico son los mismos.

Las cartas de Emilio Sala a Jiménez son cordiales y «cercanas»: no hay distancia psicológica, ni la más tenue brizna de superioridad en el pintor maduro; aprecia el

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criterio y valora el buen juicio de su «queridísimo ami-go», «querido poeta», «queridísimo poeta». Estimación y amistad no se perdieron con el alejamiento del escritor en sus soledades moguereñas: «ya sabe V. cuánto le ad-mira, le quiere y le está agradecidísimo su amigo», le dice un día, y otro: «cuánto le agradezco a V. la atención y el esfuerzo que para V. representa el escribÍD>.

Un año antes de morir Sala le dedicó Juan Ramón Las hojas verdes {1909), en los siguientes términos: «A Emilio Sala, maestro de rosas». Ocurrido el fallecimien-to escribió y guardó —sólo el año pasado ha visto la luz59— una página cuyo primer párrafo dice así: «Te has muerto en abril. Y yo recibí la triste nueva en un día de sol y de agua, bajo un cielo azul lleno de nubes rotas, des-hilachadas, día azul, fresco y triste. He mirado a las rosas y me he acordado de ti. Frescas, claras, de seda, de cris-tal, las rosas están llenas de agua, y esparcen un fresco aroma melodioso. Y yo veo, con los ojos cerrados, aquel jardincito de tu estudio de Madrid, donde tantas rosas acariciamos, con su verdor, verde limón, con su glicina, con su invernadero pequeñito. Maestro de rosas te lla-mé: ellas pudieron aprender de ti, color, frescura y fra-gancia. Fuiste un creador de rosas.» Elogio supremo de quien amaba las rosas como al mar, a la mujer, a la poe-sía.

La relación con personas comprensivas e inteligentes fortalecía a Juan Ramón; la terapéutica de amistad y diálogo con personas de buen gusto y elevado nivel cul-tural —de sus semejantes— ejercían en él efectos de su-prema medicación. Por eso estimuló el trato con Emilio Sala y Joaquín Sorolla, amigos de confianza, y Sorolla, si

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no cofrade en la masonería, al menos muy cercano en ideología y modo de pensar.

La actitud de Juan Ramón hacia Sorolla difiere de la mantenida con Sala: menos entrañable, más respetuosa. Consideró a Sorolla el primero entre los pintores de su tiempo: al llamarlo en sus cartas «querido maestro», «queridísimo maestro», no va más allá ni se contenta con menos que con expresar un afecto admirativo —o una admiración afectiva—, no tan entrañable en lo personal, sí de reconocimiento de una maestría indiscutible. In-merso en la pintura, viviendo para transmitir en líneas y colores sus versiones —no digo visiones, ni podría decir-lo sin faltar a la verdad— del mundo en tomo.

Un pequeño muro de concentración en lo suyo, y sólo en lo suyo —en la pintura— separó a Sorolla, en al-gún momento, de su amigo. En carta a Luisa Grimm, confidente y sentimental, hablaba Juan Ramón de la di-ficultad de sacar al pintor de las preocupaciones inhe-rentes a su arte y a la práctica de su arte. Si el aprendiz se beneficiaba de estas enseñanzas, el hombre de mentali-dad porosa echaba de menos la diversidad de intereses que encontraba en Simarro, en Achúcarro, en Sala...

Joaquín Sorolla (1863-1923) pintó dos retratos de Ji-ménez: el primero en 1902-1903, según consta por afirma-ciones del poeta porla edad que en el cuadro representa, y por los comentarios del artículo a que en seguida me refie-ro. Este retrato, hoy en la Sala dedicada al poeta en la Uni-versidad de Puerto Rico, es uno de los más penetrantes de su autor. Contemplándolo, la tentación de recurrir, para describirlo, aexpresiones de corte psicológico, surgeespon-táneamente, reacción natural a lo ofrecido por la tela.

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Pues ei retrato no es mera reproducción afortunada del modelo: de la perfecta distribución de formas y colo-res y de la seguridad del trazo, emerge una propuesta sig-nificativa. Como en las telas de Velázquez y Goya, el ar-tista fue más allá de las fidelidades, y sin olvidar lo tras-cendido puso de manifiesto a la vez semejanza y revela-ción. Y de eso se trataba.

Un joven, traje blanco, pelo negro, se afirma en su ju-ventud mientras consiente ser transpintado, no a otro tiempo, sí a las incógnitas de la intemporalidad. Sin sub-rayarla, sin insistir en ello, la melancolía está en la mi-rada, la madurez en la apostura. Un «no-sé-qué» se des-prende, como tenue llamada de atención, de una imagen portadora de signos reveladores de esa presencia de espí-ritu que Jiménez —y Unamuno, y Darío— llamaba alma.

Partiendo de una intuición, o descubriéndola, según suele ocurrir, en el curso del trabajo, Sorolla amigo, So-rolla próximo sabía de quién trataba y no vaciló en la realización: el pincel respondía al dictado del ojo sin re-nunciar a sus hallazgos, a operar por sí, añadiendo tal to-que, rectificando tal otro; con autonomía no coartada por la mente seguía sin vacilar las sugerencias de la inspi-ración. Retrato inspirado: óvalo que la barba juvenil prolonga sobre el cuello de la camisa; armonía de blan-cos y negros, bloque de sombra al lado izquierdo de la fi-gura para resaltar mejor su claridad.

No falta, no podía faltar la señal, el emblema, el signo de identidad: un libro ligeramente sostenido por la mano sobre las piernas cruzadas. Detalle complementa-rio de lo sugerido por la profundidad de una mirada reci-

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bida directamente por el espectador, mensaje anticipado del que transmitiría el libro si la mano no lo retuviera. La comunicación entre figura y contemplador se produ-ce con naturalidad; alto grado de compenetración conse-guido por la actitud de la figura, transmisora en el silen-cio de lo expresado por la palabra en el poema.

Sorolla atenuó las posibilidades de deslumbramiento brindadas por el color y optó por una textura sobria, esti-mulante por la solidez del sistema. El cubismo llamaba a la puerta y un cierto afán constructivo recorría los estu-dios de Europa. Si a ello se añadía el deseo de atenerse a lo esencial, el resultado podía ser el primer retrato de Juan Ramón.

No es casualidad ni es capricho la mención de Whis-tler en el artículo del poeta «Joaquín Sorolla y sus retra-tos» (Forma, Barcelona, voi. 1, núm. 1, febrero de 1904)6 ' . No ceden en calidad los retratos del pintor le-vantino a los del norteamericano. Este artículo y el de Alma Española (año 2, núm. 18, II marzo de 1904), «Sol de la tarde. Pensando en el último cuadro de Joa-quín Sorolla» atestiguan, de modos diferentes, la admi-ración de Jiménez por su maestro.

El primer artículo, destinado a una publicación espe-cializada, como lo era Forma, evita el deslizamiento a la efusión lírica y al impresionismo. La tendencia del críti-co a exponer la impresión que el objeto le producía con preferencia a la descripción fue refrenada, destacándose en cambio técnicas innovadoras y logros artísticos. «Trabaja —dice— con sus pinceles españoles y encuen-tra lo que quiere: toda el alma de la patria [...]. Los fon-dos claros [de sus primeros retratos] daban elegancia.

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daban gracia y galanura, daban simpatía, mas, en cam-bio, hacían planas las figuras, no marcaban bien los tér-minos, creyérase que todos los personajes andaban arri-mados a las paredes por estancias diminutas o por estre-chas galerías [...]. El del pintor Beruete vale bien un re-trato de Whistler, y en los que últimamente ha pintado, como el del fotógrafo Christian Franzen, sobrio y sober-bio, el gran artista ha resuelto dos problemas de arte: la tercera dimensión y la verdad de las profundidades y de las sombras. Es lo que Joaquín Sorolla ha aprendido de Rembrandt. Y éste es uno de los mayores aciertos de su paleta, que hoy tiene una plenitud que asombra y una es-plendidez meridional, anárquica y gloriosa.»

En la entrada del Diario íntimo correspondiente al 24 de noviembre de 1903 se da cuenta de una visita al pin-tor: «Simarro y yo fuimos al estudio de Sorolla que había llegado por la mañana de Valencia. Sorolla me estrecha con cariño. Y veo esos trazos de tierra roja y caliente, bajo el verdor rico de los naranjos. El cuadro que este año ha arrancado al mar, está aún de camino, e innume-rables estudios. Beso a los hijitos de Sorolla: María, Ele-na, Joaquín. Encuentro algunos nuevos apuntes por las paredes; trozos de mar, cabezas; un retrato de Franzen, admirable, otro retrato... Sorolla está curtido por el sol y trae de su patria un aire de fuerza y de valentía. Y nos enseña un caracol milenario, que está lleno de gallardías de color y que huele a agua salada.»

A visitas así se refiere en «Sol de la tarde»: «he llegado al estudio en donde el pintor de Valencia guarda su tesoro de sol arrancado a la tierra y el rumor y la frescura azul y verde del maD>. Reflexionando sobre su actitud y sus preocupa-

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ciones, advierte o se advierte: «Es inútil ir a los cuadros de Joaquín Sorolla con brumas y ensueños en el alma. [...] A Sorolla es necesario llevarle la palabra humana y el color rojo de nuestro corazón.» Bien dicho, mas sin la voluntad crítica perceptible en lo publicado en Forma.

Por encargo de Archer M. Huntington y para la Casa Hispánica de Nueva York, Joaquín Sorolla pintó en 1916 un segundo retrato de Juan Ramón (y hacia esa fe-cha otro de Zenobia Camprubí), no tan atrayente como el de 1902-1903, más equilibrado y sobrio en su contraste con éste: traje negro, entradas de mal augurio en el pelo y una mirada dirigida, más allá de lo inmediato, a hondu-ras lejanas. No figura este retrato entre los mejores de su autor, y sirve sobre todo para documentar el cambio del poeta en los trece o catorce años transcurridos desde la realización del anterior«.

Las relaciones Sorolla-Jiménez se mantuvieron en el mismo nivel de afecto hasta el final. No puedo precisar el momento en que Juan Ramón comienza a escribir el capitulillo —nunca concluso— destinado a Españoles de tres mundos. El comienzo, único párrafo hasta hoy co-nocido, reincide en el lirismo descriptivo: «La naturale-za, a veces, se jacta de virtuosa. Lo habéis visto en los nublados de aurora y ocaso, en las olas del mar, en el viento del jardín de sol, como en el fuego de un bosque. Color y sólo color, por fuera y por gusto. Así Sorolla, fuerza de la naturaleza, como el mar, como el viento, como el fuego. No es el color de Anglada, es un color más de adentro, entre la ropa y el alma. En Anglada querría-mos desnudar el cuadro para ver,el desnudo. En Sorolla querríamos desnudar el desnudo.»

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La prosa se aproxima al aforismo; la ética despunta en la estética. ¿Por qué Anglada, precisamente él, como término de comparación? Quizá para llegar por la oposi-ción a la última desnudez, impensable en aquél y posible en los cuadros de Sorolla, siquiera como incitación hacia la prodigiosa transfiguración —magia y artesanía— de la materia en sustancia.

Madrid, Moguer, inmediatez y lejanía, conversacio-nes y cartas. Mientras el soñador crece en la soledad so-nora del campo andaluz, el incansable pintor de cuerpos y almas y paisajes asciende por los tortuosos caminos de la gloria. Medallas de honor, premios extraordinarios..., elogios, ataques —ignorados o desdeñados—, Roma aplaude, Londres aprueba, Nueva York (1909), Chicago (1911) se entusiasman. Un final triste: hemiplegia y tres años de parálisis en espera de la muerte, que le alcanzó en su casa de Cercedilla el 10 de agosto de 1923".

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IV

Quizá sea llegado el momento de ir más allá de don-de llegó Enrique Díez-Canedo y de plantear una periodi-zación más detallada de la obra de Juan Ramón Jimé-nez. Reconociendo y apreciando su unidad esencial no es posible ignorar el constante proceso de cambio a que estuvo sometida y cómo en su curso alcanzó las cumbres de excelencia llamadas plenitudes por Cañedo.

Todavía indeciso, reúne sus poemas tempranos en Ninfeas y Almas de violeta ( 1900). Oblicuo retrato del ar-tista adolescente, de sus ansiedades, temores e insatis-facciones, expresados con abundante carga de truculen-cia y sentimentalismo, signo de la época.

Pasado por ultrapuertos. Rimas ( 1902) retiene lo me-jor de los libros anteriores y completa —es un decir— los años de aprendizaje. Sucesión y cambio, continuidad y variación: Arias tristes (1903) y Jardines lejanos (1904), escritos en Madrid —Sanatorio del Rosario y fuera de él— constituyen el despegue del poeta hacia la afirmación de su personalidad: plenitud de lo suyo en lo suyo, intimismo y romance, egocentrismo y cronotopos a su medida.

Interludio moguereño, nada desdeñable. Platero y su amigo transitan el campo andaluz en prosa que es poe-sía, consolidando la capacidad de invención y la gracia de una palabra segura de sí. Tres volúmenes de Elegías ( 1908-1909 y 1910), Las hojas verdes ( 1909), La soledad sonora (1911) y varios libros más, acreditaron lo ininte-rrumpido del chorro de la fuente.

Unamuno asimilado, Zenobia a la vista, regreso a

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Madrid. Cartas son cartas, también testimonios: la son-risa y la tenacidad de Zenobia disolvieron poco a poco las murrias del hipocondríaco. Estío (1916), Diario de un poeta recién casado (1917) y Eternidades (1918) se enla-zaron en sucesión y elevación; nuevos símbolos se instalaron en el poema, nuevos ritmos dictaron su mo-vimiento: Eurídice en el subway neoyorquino, el ver-so libre traído por la mano inmensa del mar. Vibra la poesía en la sema exaltación de la inteligencia crea-dora.

Veinte años de trabajo fecundo. Segunda Antolojía Poética (1922) levantó la lírica española al más alto nivel de universalidad. A continuación, la mejor prosa de la contemporaneidad en retratos y caricaturas, artículos críticos, comentario variado, publicación de revistas, edición de libros propios y ajenos, traducciones... Libros antológicos. Poesía y Belleza {1923), recogieron testimo-nios del interés suscitado en su autor por las relaciones creador-creación: metapoesía.

Este período de lúcida y fértil reflexión lo cerró abmptamente la guerra civil. Canción (1936), tomo ini-cial de una edición de obras por formas, fue el último de los publicados por Juan Ramón antes de abandonar Es-paña. Dos décadas de residencia en América: inquietu-des, desasosiego, personas y lugares impusieron en la vida de los Jiménez cambios notables: la reaparición de la neurosis no detuvo la actividad del poeta. Otra pleni-tud, y ¡qué sensacional en su intensidad y en su alcance! En Florida escribe «Espacio» (1943-44), examen de con-ciencia realizado por la conciencia misma, larga inmer-sión en los enigmas de la creación, de la vida y el destino.

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considerada por muchos como la página más honda y misteriosa de la poesía española.

Romances de Coral Gables {\9<XZ) dice secretos órfi-cos y experiencias entrañables de vida, y de vida y de muerte, con expresión sobria, imagen justa y emoción refrenada: sombras de Lope y Rimbaud en el verso-río de la lengua. Animal de fondo (1949) es el diálogo final del poeta con la poesía, del deseante con el deseado, del espíritu consigo mismo.

La recepción de Arias tristes fue unánime en la ala-banza". Poetas y críticos coincidieron en el elogio —ya lo vimos en el caso de Antonio Machado al que volveré en seguida— y de lo entonces escrito destacaré los ar-tículos de Rubén Darío y José Martínez Ruiz, no sólo por la personalidad de sus autores, sino por lo percepti-vo del comentario.

En el número XIII de Helios (abril de 1904) ocho pá-ginas las llenaba el texto dariano, «La tristeza andaluza. Un poeta»", certero análisis de la poesía de Jiménez y desmitifícación de la Andalucía más convencional —tierra de María Santísima, revoloteo de sevillanas, alegría innata de las gentes, juerga y flamenquismo— sustituyéndola por otra mitología, la del llanto y del do-lor patentes en este «reino del desconsuelo y de la muer-te», según dice, exagerando un poquito, el exegeta ame-ricano.

Contagiado, por cierto, del lirismo crítico propio de la época —lo observamos en Juan Ramón— en el que imagen y divagación abrían las puertas a la reflexión y al juicio: monotonía, tristeza, lágrimas son los componen-tes detectados en primer término, más la sencillez y la

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musicalidad del verso. Para ofrecer una visión rápida y plástica de las Arias no rehuyó el crítico recurrir a la me-táfora imaginativa, tan útil para suscitar nuevas percep-ciones del enunciado.

Lecturas ulteriores de Arias tristes difícilmente po-drán evitar la repetición, en una u otra forma, de lo di-cho por Darío. Tampoco será fácil contradecir algunas afirmaciones de Martínez Ruiz en su nota de Alma Es-pañola: la seguridad con que Juan Ramón y sus coetá-neos marchaban por su camino, y la consideración de que él fuera «el más recogido sobre sí mismo, el más puro y el más efusivo en sus amores a la belleza»«. Acierta el prosista al subrayar las tonalidades y el ritmo «sugestivo» de un poeta capaz de acercarle a «el alma de las cosas», esencia elusiva cuya busca nunca abandona-rán ni el crítico ni el criticado.

Un pequeño problema relacionado con Arias tristes lo plantea la nota inserta en Los Lunes de «El Imparcial» (28 dé marzo de 1904). ¿La escribió el joven José Ortega y Gasset o se limitó a facilitar su inserción —y la de dos poemas— en la prestigiosa hoja literaria?

Al morir Ortega, y en su homenaje, publicó Jiménez el artículo «Recuerdo a José Ortega y Gasset». Retroce-diendo medio siglo, decía: Los Lunes de «El Imparcial» habían publicado una nota anónima, muy halagüeña para mí, sobre mis Arias tristes, con un poema copiado de dicho libro, el de los tres bueyes grandes que empe-queñecían la aldea: y aunque yo estaba seguro de que la nota la había escrito Ortega, o la había incitado, ya que su padre era entonces el director de Los Lunes, no tuve la franqueza de agradecérselo directamente, puesto que él

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tampoco me confesó lo que yo esperaba»^'. El léxico y las opiniones de la nota no concuerdan con los de Orte-ga, razón para no decidir ahora sobre la paternidad de unas líneas que el filósofo no incluyó en sus obras.

Si la creación literaria produce un diálogo entre tex-tos, no hay razón para excluir del juego a la crítica, don-de aún es más visible que en la invención pura. Citas y menciones, silencios y olvidos, réplicas y contrarréplicas realzan su interés. Así, lo dicho por Darío, por Machado, por Martínez Ruiz, etc., ha de tenerse en cuenta, siquiera el lenguaje actual y las técnicas de análisis nos lleven hoy por distintos derroteros.

Utilizar la terminología de los primeros receptores del texto sería anacrónico; dejar a un lado los condicio-namientos personales, circunstanciales y epocales limi-taría nuestra visión; imposiciones de la neurosis, cone-xión del Yo con los otros, son factores que es bueno te-ner presentes; el texto reclama atención preferente, no ex elusi va

No cabe duda de que Albert Samain y Francis Jam-mes, por no decir Paul Verlaine, «están» en los sones y en la música del verso juanramoniano: tampoco se ocul-ta, antes bien se exhibe, la presencia de Franz Schubert, cuyas canciones subrayan la otra música, la música de la idea que, en estos primeros años del siglo, incluso antes que en las Poesías (1907) de Unamuno, se deja oír en la melodía de las Arias. Tristes —el título lo declara— afectas al sentimiento y amenazadas por el riesgo de caer en la sensiblería. Habrá de esperarse la llegada de Zeno-bia, terremoto espiritual, para que la serenidad controle y gradúe el sentimiento.

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Primera plenitud, dijo Cañedo^', pensando en el ni-vel de creación alcanzado en Arias tristes y Jardines leja-nos, que, con Pastorales, escrito en los mismos años y no publicado hasta 1911, integran una unidad de senti-miento y de expresión. Nostalgias vagas, recuerdos del sueño, paisajes del alma, nocturnos con luz de luna, des-pliegan una gracia musical, «arias», y una melancolía en que quien canta declara su esencia, «tristes».

Emoción, desde luego: emoción en la invención, creándola en el poema, en la experiencia que es el poe-ma, no excluyente de la reminiscencia, parte natural —quizá inconsciente— del acto de lenguaje en que cris-taliza la intuición. No sé de palabra poética más tenue, más sustentada en sí misma que la de estos romancillos.

Después de los tres libros iniciales. Arias tristes insta-la a Jiménez en los puntos de acceso a una altura no ya anunciada sino alcanzada. Un poeta complejo y diferen-te se había dado de alta en las letras de España con dife-rencia sólo invisible para quien deliberadamente cerrara los ojos. Antonio Machado diagnosticó bien: «una serie de paisajes otoñales, donde abunda la indecisión crepus-cular, aun en las horas de pleno sol, un jardín nocturno poblado de quimeras blancas y algunas vagas impresio-nes puestas en perspectiva de recuerdo». Y con clara vi-sión de lo que Arias tristes significaba, añadió: «Su libro es un preludio admirable, cuyos motivos no pueden re-cordar una historia de actos buenos o malos, alegres o tristes, de triunfos o de desastres, pero fatales porque fueron irremediables. No. Ese libro es la vida que el poe-

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ta no ha vivido, expresada en las formas y gestos que el poeta ama. Así, tal vez, quisiera vivir el poeta»™.

Ni entonces ni después ha prestado la crítica aten-ción suficiente a la conexión Schubert-Jiménez, declara-da explícitamente en la inclusión de las partituras ante-puestas a las tres partes de Arias, y sugerida implícita-mente en la coincidencia de vocabulario —melancolía, lágrimas, nostalgia— y de situaciones —humanización del paisaje, gracia triste del crepúsculo, soledad del suje-to. La comunidad de sentimiento se trasluce en el tono del lied y del poema.

Los textos de Juan Ramón no distan gran cosa de al-gunos de los utilizados por el músico, los de Wilhelm Müller (ciclo de «La hermosa molinera», por ejemplo), y si distancia existe es por exceso de Juan Ramón, incapaz de atajar el sentimentalismo a que le inclinaba su tempe-ramento. La poesía descendió al verso desde un roman-ticismo protagonizado en España por Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro —otra extremosa—; acerca de esto caben pocas dudas, y no hay razón que se oponga a tener en cuenta, con ellos y junto a ellos, la música de Schubert y el sentir de Müller, beneficiarios del don de lágrimas que como arroyo manso fecunda o impulsa la melodía.

Flores y lágrimas, tan visibles tn Arias, no se ocultan en los heder schubertianos —«Las flores del molinero», «Lluvia de lágrimas»—, reforzando su lirismo en acen-tos concordantes con la intuición. En el Diario íntimo expuso el joven poeta su deleite al escuchar las canciones del gran romántico en el piano y en la voz de Georgina de Pérez Triana, deleite aumentado por la hermosura de

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la dama. (La poesia se cifraba en el anhelo de belleza, y donde belleza había el lirismo entraba en acción.) Prue-ba de lo mismo a sensu contrario es la indiferencia con que escuchó, en casa de los Navarro Lamarca, las com-posiciones fríamente interpretadas por una pianista sin alma. Necesitaba el poeta comunicar con almas sensiti-vas para que llegara a su pluma el verbo en que coexis-tían jardín y mujer, hojas secas y pájaros, fulgores de nostalgias... Pero ¿nostalgias de qué?

Cuando Rosalía dice nostalgia, quien la escucha sabe a qué atenerse: pone el oído en el sentir y escucha: Gali-cia es el nombre de una saudade entrañable, visceral, brote de amor a tierras y lugares y seres concretos; cuan-do Juan Ramón «llora» su soledad, las brumas del canto pueden referirse al paisaje, pero desde luego enturbian el corazón del nostálgico. Poesía de soledad, rememorante si no invencionera:

Por el jardín —tarde hermosa de abril, Jlorida de estrellas— van, entre la bruma rosa, las tres novicias más bellas.

El referente está claro y la situación poetizada acaso responda a lo visto en la claridad del deseo. El encanto del poema depende de su ambigüedad, de su gracia equí-voca y de una sucesión de preguntas respondidas por su misma formulación: «¿Tienen sangre voluptuosa en su carne blanca?», ¿es pregunta o es respuesta?

No tan claro como en Rosalía —«campanas de Bas-tabales», «por la banda de Laíño»— se oyen campanas en Arias y sabemos de dónde procede el sonido y cuál es su sentido, pero lo bastante cargado de realidad como

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para admitir el sustrato real en la configuración del en-sueño. Dos soñadores convergentes en la soledad y en la música del verso; distintos en otras cosas: Rosalía, arrai-gada en los rumores de la canción gallega, limitada adre-de a un horizonte final de escasos registros, música terre-nal, callada para ser oída mejor; Juan Ramón aceptando la opción verlainiana, los heder de Schubert, la «Can-ción de Solveig», de Grieg, y los fragmentos de Wagner silbados en la noche por Nicolás Achúcarro, «sones divi-nos» que oiremos en los nocturnos del poeta. Y ésta fue la lección, tan bien aprendida por Jiménez: la esencia de la poesía es la música, música cuya sustancia «etérea» es, ante todo, canción.

La palabra mueve el pensamiento: melodía, en singu-lar, melodía de melodías y siempre melodía, única unifi-cada en lo tonal, en lo rítmico, en los componentes léxi-cos. Una cierta saturación apunta en el horizonte. Un modo de decir lo que se siente —toques leves, casi im-perceptibles— retoma en los giros verbales con expre-siones reiterativas de lo ya oído. Tal es la causa de que Arias parezca, a primera lectura, concentrado en la mo-notemática presentación de la angustia. ¡Cuidado! Insis-tencia y vuelta sobre sí, mas con complementos que lle-van el canto en direcciones diversas: tema con variacio-nes, suscitadas por cambios de la situación del hablante, yendo y viniendo de la realidad a la fantasía, viviendo —o tal vez soñando— el amor, sufriendo el temor a la muerte y simultáneamente complaciéndose en imagi-narse muerto. Un espíritu que se desea espiritualidad pura y no alcanza a dominar las servidumbres de la con-dición humana.

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Se pensó alguna vez —y yo no estuve lejos de com-partir tal pensamiento— que, para el examen crítico, el texto y sólo el texto contaba. No. No es bueno prescindir de datos que pueden contribuir a iluminarlo: si no con-viene olvidar las obras con quienes dialoga tampoco es-taría bien prescindir de las circunstancias de la escritura. Ortega nos enseñó a no separar al hombre de su circuns-tancia y, aún más, a integrarla en el Yo. Escribir en el sa-natorio fue parte de la situación, como lo fue, en la sole-dad sonora de la noche, aproximarse a Goethe, volar en las canciones de Schubert —«fuentes de su poesía», se-gún el poeta las llamó—, sentir el latido del prerrafaeli-tismo tras la música cercana y presentar la invención con modelo al fondo".

En tres partes se divide Arias tristes: «Arias otoñales», «Nocturnos» y «Recuerdos sentimentales», encabeza-das, como dije, por Heder de Schubert, «Recuerdo de las lágrimas», «Serenata» y «Tú eres la paz». La arquitectura del volumen es sencilla y eficiente, encuadrado en la tipo-logía modernista del parque viejo, con variantes desde lo autorial a lo crespuscular. La métrica, romancillos de cor-te tradicional, remozados por un léxico de inflexiones fa-talmente (fatalidad estética, digo) personaüzantes, no dis-ta gran cosa de la utilizada por sus coetáneos mejores.

Pastorales y campo abierto, huerto de amor y jardín cerrado son los espacios que la voz poética se complace en crear. Invenciones naturales, pero invenciones; no se deje distraer el lector: esos espacios son producto de la voz que los habita, ambiente, atmósfera, iluminación, colorido, sonidos, olores, distancia..., todos los compo-nentes de la espacialidad.

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Espacios de la melancolía correlativos con tiempos de tristeza; espacios de ensueño impregnados por una fantasía limitada a lo posible; espacios órficos en donde las cosas tienen alma y el paisaje palpita como un cora-zón cósmico en el corazón del poeta; espacios de la re-memoración indecisa; espacios de la conciencia refleja-da en la naturaleza-estado de ánimo; espacios mágicos propicios a trasfiguraciones y metamorfosis.

Aire, luz, blancura, una filtración de la penumbra en-tre líneas: sol escaso, plétora de luna en el jardín y en el hombre. Literales o simbólicos, en los espacios de Arias tristes hierven claridades de luna. Bajo los sueños, en los sueños y sobre los sueños, se declara el que fue o quiso ser, para, en la declaración, ser. Constituye el hacedor su recinto para encontrarse en los pasillos interiores con la imagen de sí mismo, hasta entonces perdida en la vague-dad.

Se mantienen la intensidad y el colorido; se mantiene la música, no la de las esferas, sí la del canto personal, la de la intimidad, expresada con armonía total del senti-miento y la palabra: espacio verbal en que los decires suenan como partes de una melodía infinita, curso, río en cuyo susurro escuchamos resonancias mal llamadas «ajenas», pues las marcan proximidad y semejanza: cer-ca y lejos —del otro lado de la pared invisible— suenan las voces de quienes, desde su peculiaridad, romancean.

El transcurso del tiempo cambia el espacio: lo reduce o lo dilata según las horas aminoran o aumentan la visi-bilidad. Tonalidades de penumbra dan al atardecer su acento y facilitan una apertura a la nostalgia que al me-diodía era improbable. Las serenatas suenan bien en ho-

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ras propicias, disonarían en las soleadas. Los nocturnos constituyen un subgénero especial, en poesía como en música, en Silva como en Chopin'^.

Fragancias y sonidos no son en la noche lo que fue-ron en la mañana: el dondiego rehuye la luz del sol, el cantar nocturno reverbera con una fuerza distinta de la mañanera. En horas de silencio todo es distinto y, meta-fóricamente, más profundo; ahonda la reflexión medita-bunda y al tocar fondo se sutiliza. En la noche se oye me-jor el rumor de la fuente que el poeta lleva en el corazón; al amanecer el espacio despierta y excita al reconoci-miento en su avance de lo cercano a lo lejano. Presión de la distancia, elemento espacial trasladado a las variacio-nes del sentir que el tiempo lleva consigo. Tiempo y es-pacio tan unidos como para que, más tarde, Juan Ra-món pudiera hablar de «los espacios del tiempo» y escri-biera «Espacio» con el tiempo dentro.

La prosopopeya hace vibrar el espacio que el Yo em-pezó por personificar en la imaginación:

E¡ valle tiene un ensueño y un corazón; sueña y sabe dar con su sueño un son triste de flautas y de cantares. Río encantado; las ramas soñolientas de los sauces en los remansos dormidos besan los claros cristales

Detenerse, siquiera un instante, en los primores de la construcción y de la versificación, es obligado. Tres ve-ces en la primera estrofilla —«ensueño» y «sueño» (sue-

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ño de soñar)—, se produce el trasvase del ser a la natura-leza; del ser soñador, caracterizado por la tristeza, posee-dor —recuérdese el decir machadiano— de la flauta de Verlaine, a la musicalidad del paisaje. Suena el campo y su son es el poema: un singular mecanismo infunde a la palabra la posibilidad de crear un espacio que, en el acto de escritura, revierte sobre el creador y se funde con él en la creación.

Repetición con variación en la estrofa siguiente: las ramas soñolientas sugieren el duermevela, los estados crepusculares en que el sueño no se cierra por completo sobre los ojos vegetales, alerta los labios para besar los «claros cristales» del río, dormido, quieto, en calma es-pera. Lo movible, el río, es quietud; lo inmóvil, los sau-ces, es movimiento, aun si leve. No sobran las aliteracio-nes, ni «claros cristales» ni, la más sutil, «ramas», «re-mansos»; la una por el subrayado sonoro, la otra por la vibración del sentido: armonía de lo natural.

Y, como en las demás Arias, el poeta está aquí, si pri-mero describiendo, pronto participando; turbando la se-renidad del valle con su recorrido soñador y su llanto al oír un cantar lejano, estímulo de su fantasía.

Un sistema análogo rige los otros romances; las va-riaciones son de escasa cuantía y afectan en parte a la temporalidad. Si cae la nieve el espacio dormirá «con la pena de su invierno» y el hielo cubrirá el corazón del hombre; si es otoño y Deméter se envuelve en sus velos, la tristeza lo invadirá antes de proyectarse al exterior y vagar «infinita» por el campo. Poco hueco le queda a la alegría, al gusto, al placer.

Nueva dimensión se alcanza cuando el Yo anuncia

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su muerte, su propia muerte e imagina, con parva con-creción, el mundo de después:

Yo me moriré, y la noche triste, serena y callada dormirá el mundo a los rayos de su luna solitaria.

Es tema juanramoniano ligado a los temores de su neurosis; acercándose a lo morboso, e incluso cayendo en ello, dijo en el aria novena:

Vendrá un carro por mi cuerpo —¿en dónde estará mi alma?— y se parará a la puerta del jardín. Sobre mi caja negra y con moscas, el sol de la tarde sonrosada dejará un rayo flotante, lleno de música y lágrimas. Mi casa quedará triste, y en el jardín las acacias que quise tanto, mis pobres acacias finas y lánguidas, esperarán que mi mano se alce para acariciarlas, y mi mano estará fría bajo la tierra.

Esta imaginación de la muerte dio ocasión a una pa-radoja: el miedo a la muerte le hizo pensarla como con-juro que la ahuyentara; traída al texto, perdía el carácter amenazador de su gesticulación desde la sombra. Y la

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pregunta, ¿cómo sería el mundo cuando él faltara? podía ser respondida según acabamos de escuchar, o al contra-rio, si la verdad del destino común se imponía. Así ocu-rrió en la considerada su mejor versión del tema:

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando: y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco. Todas las tardes, el cielo será azul y plácido; y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario.

Y se quedarán los pájaros cantando''^.

Todo verdor permanecerá, y el azul del cielo será lo mismo, con placidez equivalente a indiferencia. Cara a cara con los hechos, la autocompasión y la truculencia se desvanecen. La fugacidad del ser contrasta con la perma-nencia de la naturaleza: «después», los pájaros seguirán cantando. El senequismo, un delgado hilo de conformi-dad con el destino, ha hecho acto de presencia en la obra y en ella se quedará y crecerá.

De los grandes símbolos del Modernismo, ninguno resultó tan atractivo para los poetas españoles como el del parque viejo: Antonio y Manuel Machado, Eduardo Marquina, Francisco Villaespesa y Juan Ramón Jimé-nez le escogieron como escenario para determinadas si-tuaciones.

En jardines de ensueño, en jardines cuyo referente preciso quiere fijarse, o al menos sugerirse, encontramos las figuras de que acabo de hablar. Hay más y ese más no debe pasar inadvertido. El parque, abandonado o no, so-

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litado siempre, tiene una fuente, quizá un pozo, y agua —emblema de lo inconsciente— con quien el sujeto dia-loga:

Mi jardín tiene una fuente y la fuente una quimera y la quimera un amante que se muere de tristeza

Identificamos el procedimiento, recapitulación enca-denada, beneficiaria de la sonoridad analógica, y reco-nocemos en el sustantivo central de la cadena un voca-blo que no vacilaré en calificar de modernista, aunque su procedencia nervaliana —Les chimères— parezca evi-dente. Descartando los sentidos de la palabra alusivos a monstruos y engendros fabulosos, sin por eso negar su condición fantástica, nos acercaremos al uso decimonó-nico de la palabra y más provechosa será nuestra aproxi-mación si, según Nerval recomendaba a los lectores de sus sonetos, renunciamos a explicar lo llamado a mante-ner un aura de ambigüedad.

La irrealidad de la quimera y la vaguedad del térmi-no convenía a las necesidades expresivas de Juan Ra-món, a sus alusiones a una figura estimulante, por su im-precisión, de la fantasía. Imprecisión en lo preciso; pues en los versos citados «quimera» representa a la amada posible e imposible, vivencia del amante, triste por la inaccesibilidad de su invención.

Con la quimera armoniza bien la luz de la luna; por eso el jardín tiene «lumbre de azucena», lumbre blanca que mueve el sentimiento sin excitarlo demasiado. ¿Es

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la luna de Paul Verlaine? Una poética de la luna, con es-pecial incidencia en la poesía de Juan Ramón Jiménez, pondría de relieve sus afinidades y diferencias con los creyentes de un culto muy extendido.

Voz iluminada, delicadamente iluminada, la produc-tora y producto del poema, a la que acoge la noche —fe-menina también, como la luna y la quimera—, regazo del sueño, de los sueños que la vigilia rechaza. En rela-ción con la quimera optamos por la pluri valencia. ¿Ha-bremos de atenemos a lo mismo con la luna o nos atre-veremos a emblematizarla como imagen de la belleza o como bálsamo de sosiego? En estrofilla anterior del mis-mo nocturno respondía el poeta:

Yo no sé qué hay en la luna que tanto calma y consuela que da unos besos tan dulces a las almas que la besan.

Siguiendo caminos indirectos pueden leerse estas lí-neas como indicadores de una relación de mutuo amor entre luna y alma, anticipación y paralelo de la que, co-rriendo los tiempos, designará la establecida entre la poesía y el poeta, deseante y deseado. Siendo así, es per-misible hablar de relación de amor entre el contempla-dor y lo contemplado, y ver a la luna como símbolo de belleza, que en sus giros va enriqueciéndose según el poema da de sí, e incluso se ensancha literalmente, aban-donando el octosílabo por el decasílabo («Yo no sé lo que tiene la luna») para reunir en una línea el Yo y el ob-jeto.

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Respecto al uso y abuso de la luna en Arias, y mucho después, mirando los poemas desde América, redactó una nota —inédita hasta hoy— destinada a la inconclu-sa Vida, titulándola «La luna de mi poesía juvenil»:

«Se me ha subrayado con frecuencia y humorística-mente, a veces, mi panteísmo místico por la luna, sobre todo en mi primera juventud.

Siempre he pensado mucho sobre el achaque y el hu-mor [tachado: A mí me parece que]. La luna, pedazo de nuestra tierra, es, como nuestra tierra es del sol, como el sol es del cosmos; que la luna es de nuestra misma sus-tancia, forma, apariencia, historia, etc.; que nos es bella y útil para la alegría y la pena, para el trabajo y el descan-so, para el amor y la muerte; que, estando yerta, nos alumbra, nos entibia, nos consuela, nos calienta, nos sir-ve; que es, en todo caso, un hermoso fantasma; tanto y mucho más pues que tiene de todos ellos, que es una co-lumnata, la Venus de Milo, una montaña.

Pues ¿por qué no mirarla yo con fe y amor de poeta, como a una montaña, una columna, una estatua de mu-jer? ¿Por qué no cantarla o contarla lo mismo o más que al sol, ídolo lógico ya que nos da la vida, pero cuyo papel es mucho más sencillo y mucho menos heroico? Entre el sol y la luna hay para mí la misma diferencia que entre hombre y mujer, puesto que el sol arde aún y la luna está fría, puesto que él da y ella refleja, él lo que tiene y ella sin tenerlo.

Por ella, espejo, vemos desde fuera lo que somos, sin necesidad de observatorio astronómico. Es un verdade-ro espejo nuestro y yo me he mirado mucho en él para verme como soy. Y no estoy arrepentido de mi devoción

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lunar, ni de la de mi juventud ni de la siguiente. Al fin y al cabo ¿qué dioses, qué diosa más cercana que esta luna del sol que se nos acerca, nos acompaña y nos sirve por mar y tierra, por vida y muerte con perseverancia y fide-lidad de ausente amorosa?» ¿Puede sorprender que a quien así pensaba se le ocurriera proyectar un libro sobre la luna'", análogo a los que planeó y comenzó a ordenar respecto a la muerte, la obra y la mujer desnuda?

Donde hay luz, sombras se proyectan —salvo inter-vención maléfica— y lo veremos a renglón seguido. Poe-sía de sombra y silencio, de sombra perturbadora y con-soladora, inquietante o refugio que se extiende en uno de los poemas más conocidos del primer modernismo. Luna, sombra y silencio, con singular poder alusivo ope-ran en el «Nocturno» de José Asunción Silva; puesto en sombra lo claro, adquiere el decir nuevo significado; su oscuro fulgor aproxima a un «misterio» que no ha cesa-do de gravitar sobre el poema:

Una noche, una noche loda llena de perfumes, de murmullos

y de músicas de alas; una noche

en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,

a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda, muda y pálida

como si un presentimiento de amarguras infinitas hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,

por la senda que atraviesa la llanura florecida caminabas;

y la luna llena por los cielos azulosos, infinitos y profundos.

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esparcía su luz blanca, y lu sombra

fina y lánguida, y mi sombra

por los rayos de la luna proyectadas sobre las arenas tristes de la senda se juntaban

y eran una y eran una

¡y eran una sola sombra larga! ¡Y eran una sola sombra larga! ¡Y eran una sola sombra larga!

¿Elegía o poema de amor? Románticos y modernis-tas, desde Novalis y Poe, cantaron el amor más fuerte que la muerte; en ese contexto el «Nocturno» puede ser mejor entendido. Inspirado por el amor a Elvira, la her-mana, por el dolor de su muerte. El lector acaso se pre-gunte —muchos lo hicieron—: ¿amor incestuoso? Amor «nupcial», sin duda.

No se menciona la palabra «hermana». No hacía falta. Desde la primera línea a la última, el pronombre identifica suficientemente a la amada. La noche, la sombra, la palidez condicionan la fusión del Yo dicente y el Tú que a él se ciñe para escapar a la amargura. (La prolongación del verso sirve para mostrar plásticamen-te el alargamiento de las sombras: el verso, además de cantar, pinta.)

La variante juanramoniana coincide y discrepa: coincide en la longitud de la sombra y en la hermandad de sueño y soñador; discrepa en la consistencia de la sombra, explícita, mas vuelta sobre sí, de suerte que

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apunta a un motivo de raíz romántica, que no tardare-mos en examinar. Veremos primero las afinidades en-tre el poema de Silva y el de Jiménez, citando de éste:

Por la avenida, a la lumbre de esa luna triste y pálida, va conmigo entre las flores sin color, mi sombra larga, y el silencio es tan profiindo y la soledad es tanta, que esa sombra me consuela con el amor de una hermana.

Espacio saturado de nostalgia, de calma y melanco-lía. Las palabras claves, los signos verbales, familiares —luna, silencio, soledad— o insólitos: hermana, en re-lación con amor. «Esa» luna es la amiga del poeta; «esa» sombra, proyección del Yo y Yo mismo, se des-dobla en el ser y su complemento:

Mi sombra extiende los brazos y sonríe, y me levanta... y yo he pensado, esta sombra... ¿Será esta sombra mi alma?

Alma es el.nombre: conciencia, energía interior; al sonreír conforma e inquieta. Acompaña en silencio y no dilucida los enigmas de la noche, porque ella misma es enigma:

Alguien ha hablado... es la noche, y siento miedo. [...]

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He oído mi nombre; siento frío; no hay nadie; es el agua; y le pregunto a mi sombra pero no me dice nada.

Interrogar al silencio es como interrogar a Dios: si alguien habló, la procedencia de la voz, la llamada, es seguramente interior, producto del miedo a las amena-zas de lo oscuro. El alma calla también y su identidad queda en sombras: sombra.

«Canto y cuento es la poesía», dijo Antonio Macha-do. Y cuento interior e interiorizado es éste, de acción casi invisible de puro sutil; deslíe el cuento en el flujo del romance, mientras Silva optó por la dramatización. Las diferencias de forma lo indican: cambios de métri-ca, tono exclamativo y exaltado del «Nocturno» —«¡Oh las sombras que se buscan y se juntan / en las noches de negrura y de lágrimas!»; corriente uniforme transmisora de la perplejidad en la interrogación el de Arias tristes. Cierre frente al final abierto del romance.

La imagen del doble que se trasluce, en el poema presagia un interés por la realidad del ser que no tarda-rá en manifestarse en los poemas de Juan Ramón. Los antecedentes y los ejemplos, de Chamisso a Diderot y de Poe a Dostoievsky eran atractivos, y ni Unamuno, ni Machado, ni Jiménez se sustrajeron a la incitación'«.

Una sugerencia, un roce, una sensación, afecta al co-razón cansado: «—Yo no sé... Pasó a mi lado / no sé quién... alguien pasó». La vacilación reiterada,«—Qué sé yo...» es producto de una presencia-fugitiva que en el «nocturno» noveno es llamada fantasma y tratada como aparición. Una estrofa más y la visión se .precisa:

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Algunas noches de luna, mirando hacia atrás, he abierto un poco el balcón, y he visto que alguien se ha escondido —y tiemblo y detrás de las maderas, sin atreverme a abrir, veo ese siniestro fantasma que me hace ronda en silencio.

Otra vez temor y temblor; otra vez Yo sintiendo, cercana, la amenaza que le rodea, en silencio. Miedo a la figura que se oculta sin darse a conocer, si bien el ad-jetivo sin equívoco, «siniestro», aclare la especie a que pertenece.

Un paso más y la sombra emergerá como símbolo de la otredad, sin distanciarse de la interioridad más ri-gurosa. No se rompe la construcción al introducir en el poema un elemento misterioso: su disonancia armoni-za y hasta completa el lugar del canto. Cierto que la om-nipresencia del poeta, las apariciones de las novias blancas y algunas voces que pasan cantando actúan en el mismo sentido, pero no con idéntica fianción. El trán-sito de la noche triste a la noche «misteriosa» —o al misterio surgido en la noche— es suavizado por la co-munidad del léxico y por las analogías retóricas —uso continuado de la prosopopeya personificante de la na-turaleza y de los objetos que la integran: árboles, humo, aldea, campo, etc., humanizados en el ensueño, la tris-teza y las lágrimas.

La casi total uniformidad del discurso y su monoto-nía contribuyen a la sensación de corriente continuada y profunda. Los cambios apenas afectan a la verbaliza-

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ción, salvo cuando el huésped extraño ingresa en el tex-to, como acontece en el nocturno XVII:

Alguna noche que he ido solo al jardín, por los árboles he visto un hombre enlutado que no deja de mirarme. Afe sonríe y, lentamente, no sé cómo, va acercándose, y sus ojos quietos tienen un brillo extraño que atrae. He huido, y desde mi cuarto, a través de los cristales, lo he visto subido a un árbol y sin dejar de mirarme.

Se quebró la monotonía al aparecer el enlutado. No sirve la fraseología de poemas anteriores, y lo anuncia-do en algunos cuaja en estas breves líneas que, precisa y justamente, con la debida contención dicen cuanto ha de ser dicho. Ver y mirar, verbos rectores del encuen-tro; la vista del enlutado es nítida: mira, sonríe, se acer-ca,... Claridad enturbiada por el «no sé cómo» —que reenvía al no sé qué, no sé quién, escuchado poemas atrás— y por el «brillo extraño», inquietante y atrayen-te. Huye el atraído, sin por eso escapar a la visión, a la inquietud, a la pregunta. Sin formularse en el verso, en él está patente con la elocuencia del silencio.

Sobriedad y limitación, especialmente en la adjeti-vación, realzan este nocturno, inicial de una serie a la que pronto se incorporaron otros escritos por entonces, y reunidos en Jardines lejanos:

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Quién anda por el camino esta noche, jardinero?

y a cinco poemas de distancia, la versión más lograda del desdoblamiento:

Soy yo quien anda esta noche por mi cuarto, o el mendigo que rondaba mi jardín al caer la tarde...? Miro en torno y hallo que todo es lo mismo y no es lo mismo... la ventana estaba abierta? yo no me había dormido?

Creo que mi barba era negra... yo estaba vestido de gris... y mi barba, es blanca y estoy enlutado... ¿Es mío este andar? tiene esta voz que ahora suena en mí, los ritmos de ¡a voz que yo tenía? Soy yo...? o soy el mendigo que rondaba mi jardín al caer la tarde...? Miro en torno... Hay nubes y viento... El jardín está sombrío... ...Y voy y vengo... Es que yo no me había ya dormido? Mi barba está blanca... Y todo es lo mismo y no es lo mismo..

Poema del tiempo, de sus mutaciones y de la deso-rientación de quien es llevado por él, insensiblemente, a impensados avatares. Interrogaciones y silencios de-

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terminan la estructura de una pregunta cuya respuesta está en la afirmación de su propia esencia. Lo negro y lo blanco contrapuestos para marcar las edades del hom-bre; vacilación en cuanto a si lo experimentado es sue-ño, alucinación o realidad.

Realidad es, desde luego, en el texto donde la expe-riencia se realiza. Prescindamos del factor biográfico para concentramos en la pura invención. También aquí mira el sujeto, pero con diferente mirar: no a quien a su vez le miraba, sino al «en tomo», mirada un tanto vaga, mirada que es asimismo pregunta, interrogación al es-pacio para que aclare cómo y cuándo lo mismo cambia hasta el punto de ser reconocido como diferente. ¿Todo es según fue? Basta enunciar la cuestión para que el lec-tor reconozca la respuesta en la escritura y en su propio juicio. Yo soy yo y el mendigo del atardecer: uno en la mañana y otro cuando llega la noche. Siendo uno. Yo es los dos en el jardín ensombrecido por las nubes.

No podría estar más clara la diferencia: el poeta ha pasado de la narración a la representación y de la prodi-galidad —expresiva— a la sobriedad, o, según él prefe-riría decir, a la desnudez. Nada falta en la escena, críti-ca sin insistencia; nada sobra tampoco: cualquier even-tual exceso quedó atajado al escribir.

Y esto se realiza en la forma predominante en los li-bros de la primera plenitud: el romance «río de la len-gua española» y vehículo adaptable a las exigencias poéticas más rigurosas. A cincuenta años de distancia lo mostraría Jiménez en una de las conferencias leídas en la Universidad de Puerto Rico". «En los poemas de Abel Martín, llegó Antonio Machado a una concisión y

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una precisión fatales, como de destino; cada palabra está en el lugar que la esperaba desde la eternidad y para la eternidad.» Y lo dicho de Antonio se ajusta con tal exactitud a lo conseguido por Juan Ramón queparasuher-moso «jardín» parece escrito. (Y sí; también en Macha-do el romance tiene argumento y misterio: «Iris de la noche», Alvargonzález.)

Se afma el cuento en la generalidad de los romances juanramonianos; tiende al discurso sin más asunto que el discurso mismo, que el movimiento y el ritmo, logra-dos con gracia total en «Generalife» (1925). Es otra cumbre a la que se llega por sus pasos contados, uno de ellos —en dirección muy distinta— notorio en los poe-mas a Francina, en Jardines, alguno tan anecdótico y novelesco que me ha sido posible relacionarlo con el episodio de El amante de Lady Chatlerley en que Con-nie y Mellors corren desnudos por el parque del encuen-tro amoroso. El erotismo ha invadido los jardines y el vocabulario impregna los poemas de sensualidad, com-poniendo una historia de amor y deseo muy apartada de los idilios de ayer; Francina transforma el sueño en tangible verdad:

Sus pechos blancos tenían sabores de flores; hechos para mis besos, sabían a nardo y rosas sus pechos. Sus ojos negros brillaban bajo los rizos; sus rojos labios mordían, quemaban lo que miraban sus ojos.

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¡Qué lejos el rememorante —dando por supuesto que de rememoración se trate— del soñador extraviado en el ensueño y la melancolía! Francina, además, que-bró la monotonía y aventó la tristeza. En Poemas mági-cos y dolientes (1909) una sección completa le está dedi-cada; a diferencia de lo acontecido en Jardines, donde su aparición es intermitente, en el libro posterior los siete poemas francinescos componen una sucinta histo-ria de amor. «Francina en el jardín» alcanza elevada temperatura emocional y sensual: la muchacha «es blanca y dulce», los centros de atención son su sexo, «li-rio de oro» «con irisaciones de infinito», sus pechos, sus hombros....

El sol le alumbraba el fondo de las cosas misteriosas: los ojos, el blando nido del amor, la axila blonda... Eran rosados sus pechos, rosas sus piernas redondas, sus hombros de un rosa suave, sus dulces orejas, rosas...

La descripción cede de nuevo a la representación. No, me arrepiento de haberla calificado de novelesca, fantasía erótica que es consecuencia de un mecanismo compensatorio puesto en marcha por la acción conjun-ta de la soledad, la ausencia y el recuerdo.

Con lilas llenas de agua le golpeé las espaldas. Y toda su carne blanca se enjoyó de gotas claras.

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Oh, carne mojada y càndida sobre la arena perlada! La carne estaba más pálida entre los rosales grana: como manzana de plata fresca de estrella y escarcha. ... Corría, huyendo del agua entre los rosales grana. Y se reía, fantástica: la risa se le mojaba... Con lilas llenas de agua, corriendo, la golpeaba...''^

Francina es una construcción verbal con recuerdo al fondo. Al ficcionalizarla se incluyó el poeta en la histo-ria con máscara distinta: siendo el mismo, no es el mis-mo que encontró «la Quimera» en su jardín, y más tar-de vio al otro en la noche, ni el que imaginó cómo sería el mundo cuando él faltara. Cuatro o cinco máscaras, según la representación lo pida y, bajo ellas y en ellas, una gota de eternidad.

La música del verso, con seductor refinamiento le aproxima a la perfección. Dejemos a Francina en sus jardines, tan tentadores que me hicieron salir de 1903 a 1909, para notar el espíritu de continuidad y de cambio propio de la poesía de Juan Ramón Jiménez desde el principio hasta el fin. (Sucesión y variación, dije, y a esta afirmación me atengo.) Nada pudo distraerle de su apasionada relación con la poesía, de su constante amor a la poesía. Correspondido, y bien correspondido, le vemos hoy —definitivamente situado— alta cumbre entre las más altas cumbres de la poesía española.

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NOTAS

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1 Con distinta orientación aparecen en el mismo período La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés; De ¡a batalla y Espumas y plomo. de Joaquín Dicenta; De Pagazarri al Nervión, de Adolfo de Aguirre, y Mis Jesuítas, de Luis Ruiz Contreras, fundador de Revista Nueva, 1900.

2 El 4 de enero se celebró en Castellón un mitin preparatorio de la unión republicana en el que intervinieron Gasset, Santa Cruz, Junoy, Soriano, Corominas, Blasco Ibáñez y Lerroux, insistiendo en la necesi-dad de cambiar el régimen político de España. Antes de tres meses, el 20 de marzo, reunida en Madrid la Asamblea de la Unión Republicana, fue elegido jefe don Nicolás Salmerón.

Elegido el 15 de noviembre Eugenio Montero Ríos jefe de los libera-les, un grupo de disidentes optó por la jefatura de Segismundo Moret, decisión a la que respondieron Montero Ríos. López Domínguez y Ca-nalejas fundando el Partido Liberal Democrático. Ejemplo diferente dieron los conservadores. Después del discurso pronunciado en el Con-greso por Antonio Maura, Francisco Silvela dirigiéndose a los diputados del partido les dijo: «¡Tomadlo. Éste es vuestro jefe!» Y el 5 de diciem-bre formó Maura un gobierno que se mantuvo en el poder poco más de un año, dimitiendo a consecuencia de un enfrentamiento con Alfonso XIII. El resultado de estas actividades no se hizo esperar: en las eleccio-nes al Congreso, los republicanos ganaron por gran mayoría en Madrid, Barcelona, Valencia y Castellón, obteniendo un total de treinta y siete diputados,

3 En la intimidad de la confesión epistolar, el lúcido Juan Valera, preparando su discurso académico en elenio de Núñez de Arce, decía a Menéndez Pelayo: «Me callaré, pongo por caso, que las dudas no bien defínidas que tanto atormentaban a D. Gaspar, jamás tuvieron nada de metafísicas ni de trascendentales; que su alma jamás se elevó en busca

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de Dios, ni para bendecir ni para negar su providencia: y que muchas de sus composiciones poéticas se asemejan un poco a artículos de fondo, aunque elegantemente versificados y rimados.» (Carta de 8 de noviem-bre de 1903.)

Menos severo estuvo Azorín cuando, años más tarde, le evocó lloran-do «la ruina de todo: instituciones seculares, tradiciones, creencias. Y sus depreciaciones y plañidos eran grandilocuentes. Núñez de Arce es el último de nuestros grandes poetas de la elocuencia; Herrera, Quintana, Tassara, Núñez de Arce».

" Con la indicación «Recuerdos» se halla en el Archivo Histórico la nota a que me refiero en el texto y que aquí transcribo literalmente:

«Entonces tenía —por el temor a la muerte que caracteriza los esta-dos agudos de mi hipocondría—, necesidad de una tranquilidad, ha-biéndose ido de veraneo el médico del Sanatorio, renacieron —creo que por un fenómeno de acomodación que la misma naturaleza reclama-ba— antiguas ideas relijiosas, y me acojí al capellán de la casa. Paseába-mos juntos y mis inquietudes lo serenaban con lo espiritual —que no es-taba en él sino en mí. Una tarde —lo recuerdo bien— veníamos hacia Madrid. Era en julio, y el crepúsculo violeta lo empalidecía todo como con una bruma limpia, fresca y nostáljica; los polvorientos arbolilios se enverdecían con la brisa y allá, en el fondo, Guadarrama adormecía su mole azul y rosa, llena de una duice y despintada pedrería. No sé cuál fue el motivo. Pero el Padre —un andaluz de Jaén, alto, seco, rojo y con ojos azules corridos de carne rosa, lujoso de Sanatorio— seda y moaré, zapa-tos —hebilla de plata— y de sombrero —Villasante— me hizo una con-fidencia grosera sobre sus amores con una jamona de la Plaza Mayor. Aquello que él consideraría tan natural era para mí algo terrible, descon-certante, espantoso. Me sentí de pronto como aislado, solo entre mis ideas de catástrofe, desorientado como en un desierto sin salida. El sos-tén de mi voluntad se había quebrado. Yo creo que si aquel hombre ne-gro y rojo hubiera sido un hombre inteligente, si me hubiera hablado con ciencia o con razón de la vaciedad del cielo, si hubiese sido un Platónico, mi corazón no habría notado la transición del ideal y hubiese seguido la-tiendo tranquilo. No. Aquella negación de lo espiritual era soez, burda, de sacerdote que debiera haber sido en la estación de las Pulgas mozo de cuerda o tabernero del Rastro, y el golpe fue espantoso, terrible, sin solu-ción. Y lloré por dentro, y me quedé arrinconado, medroso y triste como un niño perdido—comounniñoque lloraenla noche, quegrita por la luz,»

5 Como la anterior, en el Archivo Histórico. He aquí el texto com-pleto:

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«D. Manuel... El segundo cura que conocí en ei Sanatorio. De Granada. Un sinver-

güenza, jaranero y deslenguado. Vino allí castigado por el Obispo, y con la prohibición de vivir en la casa principal. Venía a comer al comedor —¡qué cara de cólico!— pero dormía en los altos de la vaquería. —¡Qué lucha, qué correr el perro por las noches entre la algarabía de ios balco-nes!—

Me decía: D. Juan, mañana en el Gloria voy a cantar una petenera. Y la cantaba. O: ¿qué quiere usted que le diga mañana a las niñas? O; Aca-bo de dejar a la madre con el tío ese agustino en su cuarto. Leía alto, y mal, las reseñas de las corridas de toros en "La Correspondencia".

Le estaba prohibido confesar y esta era su gran pena. A veces, salía corriendo, como un burro, respingando y dando coces. Me recitaba con frecuencia "versos", pues que yo era poeta, como éstos:

Esta Eva placentera está pidiendo lozana que le ponga usted la pera donde tiene la manzana.»

En otra de las notas conservadas en el Archivo, habla Juan Ramón de un tercer cura que contribuyó a alejarle de la Iglesia. Bajo el nombre del sacerdote, «Don Adrián Bugada», consta el recuerdo:

«Como la mayoría de los curas españoles, estaba podrido. Feo, igno-ble —como decía Villaespesa—, bajo y pausado; ancas de rana, buzo corto, negruzco, pelicalvo, bizco y nube en un ojo; bonete mugriento al lado, soez, deslenguado, todos los dientes negros menos un colmillo muy blanco. En los ayunos comía grano como una muía.

Las hermanas lo despreciaban, (Las monjas siempre desprecian a su capellán.) Él sólo simpatizaba con la hermana Dolores. Las otras le echa-ban cáscaras de puerros molidos en la cena, para que los gases —decían ellas— le hinchasen más la barriga. Y otras perrerías. El se vengaba po-niendo tinta, por la noche, en las pilas del agua bendita de la capilla. Y por la mañana, cuando de madrugada iban entrando, con las tocas lim-pias, se ponían negros los fines de la cruz santiguada en la frente y el pecho.

Yo io llevaba a veces, en mi coche, a dar un paseo. Visitaba señoro-nes de su provincia, Falencia, y obispos, siempre lampando algo. Un día de nieve, paseando por Colón en la berlina cerrada, después de un buen almuerzo, me dijo, jirando el ojo terrible y reluciendo su colmillo blanco:

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—Juanito, dejémosnos de tontería, ¿qué hay en esta vida ni en ta otra como pasearse en una berlina, satisfecho el estómago y un buen puro en la boca?

Y me dio un codazo en el estómago mientras soltaba una carcajada cerrado de boca y abierto de piernas.»

6 La nota —en el Archivo Histórico— dice: «íbamos, una tarde de mayo, por el paseo dei Cisne, D. Francisco

Giner, el Doctor Simarro y yo. Todo era claro, fresco, ideal. Sobre ei cie-lo azul las ramas de un verde claro y tierno se estremecían a la brisa de cristal que el Guadarrama, descubierta y amable su nieve en la tarde limpia y nueva, mandaba como en un río ideal y aéreo... En esto de una iglesia, hecha de cartón, con una torre de galletas de vainilla, salían dos frailes, de esos frailes vulgares, obesos, castañas sudosas y malolientes, que dejaron, al pasar, un olor a tabaco, a cocina y a ropa sucia. Eran como cerdos estremeños en un fondo de Watteau. No quiero incurrir en el lugar común; si hay algo que justifique la caricatura burda, el lugar co-mún, el concepto manido y plebeyo, es el fraile. Y Don Francisco Giner, con un gesto inolvidable:

—¡Ahí tenéis los que han de salvar a España! Tenía yo un amigo ingeniero genial, que se ponía malo cada vez que

pasaba cerca de un fraile. Una tarde en el Escorial iban él y el menor de sus nietos por la lonja, En esto, pasa un fraile. El chiquillo se acerca, da una patada en el suelo, corre para asustar al agustino, y con el índice se-ñal ador:

—¡Cochino! Aquel día, mi amigo hizo testamento a favor del nieto.»

También en la Universidad de Puerto Rico: dos hojas mecanogra-fíadas, con algunas revisiones autógrafas del poeta, análogas a las regis-tradas en otros papeles suyos. Las creo destinadas a la Vida, que nunca llegó a completar. La escritura es la de Españoles de tres mundos.

8 Sobre Cossío, consúltese Antonio Jiménez-Landi, Manuel Bartolo-mé Cossío. Una vida ejemplar (1857-1935), Alicante, Instituto de Cultu-ra Juan Gil, 1989. Y de Juan Ramón Jiménez, los capítulos dedicados a Francisco Giner de los Ríos, Manuel B. Cossío, Carmen, Ricardo Rubio —12 y 121 —, Carmen —95— y Julia —96— en Españoles de tres mun-dos, Madrid, Alianza Editorial, 1987.

' «Don Manuel Reina», Libros de prosa, I, Madrid, Aguilar, 1969, p. 900.

10 Ibidem, p. 910. I' Ibidem, p, 906.

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12 Rafael Cansinos Assens, La Nueva Literatura (¡898-1900-1916). Tomo I: Los Hermes, Madrid, V. e H. de Sanz Calleja, editores, 1917, p. 24,

" Cansinos, Obra citada, p. 24. Se encuentra hoy en la Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez de la

Biblioteca General, Universidad de Puerto Rico. '5 Cansinos, p. 25.

Ibidem, misma página. Rubén Darío:

Los que auscultasteis el corazón de la noche, los que por el insomnio tenaz habéis oído el cerrar de una puerta, el resonar de un coche lejano, un eco vago, un ligero ruido... En los instantes del silencio misterioso

(«Nocturno», en Cantos de vida y esperanza, 1905.)

'S «A la noche, del fondo de las calles, surgirán, soñadores y como ex-traviados. Carrere, negro y siniestro, enlutado como un suicida, con su capa romántica y su gesto erguido, a lo Espronceda [...] y Répide, galante y sentimental, con su gabán entallado y andar dulce de pavana, Répide, modemo y antiquísimo, que es nuestra romántica memoria [...].

A lo lejos, pasa la sombra misteriosa y brujesca, de D. Ramón del Va-lle Inclán, místico y faunesco, con sus negras barbas y su brazo partido —este gran D. Ramón de las barbas de chivo— y nuestros ojos le siguen con una supersticiosa admiración, porque los cristales de sus quevedos brillan en la noche con claror vesperal...» La Nueva Literatura, I, 28-29).

" Rafael Cansinos Assens, «Recuerdos sin numerar. Juan Ramón Ji-ménez», nüm. 5, San Salvador, abril-diciembre de 1954.

20 Ibidem, p. 14. 21 Las citas y referencias finales están tomadas de la página 15 del ar-

tículo de Cansinos, 22 Ibidem, p, 16, 23 Manuel Díaz Rodríguez, «Para Juan R. Jiménez», El Cojo Ilustra-

do. Caracas, 1 de enero de 1903, pp. 12 y 13. Graciela Palau de Nemes reseña, como aparecidas en ei año 1903,

después del artículo de Díaz Rodríguez, otras cuatro, números de los días 1 y 15 de marzo, 1 deabríly 15 de junio. La profesora Palau detalla cómo y de qué manera se ofrecieron al público esas composiciones, en

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dos ocasiones ilustradas con grabados y en la última con una fotografía. («Iniciación de Juan Ramón Jiménez en América: El Cojo ¡lustrado (1903-1913)», Modern Language Notes, vol. 96, num. 2, marzo de 1981.)

Juan Ramón Jiménez, Cartas, recopilación, selección, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 32 y 33.

Ibidem, pp. 34 y 35. Donald F. Fogelquist, The literary collaboration and the personal

correspondence of Rubén Dario and Juan Ramón Jiménez. Hispanic American Studies, Universidad of Miami Press, Coral Gables, 1956, p. 16. En la misma carta le habla de Antonio Machado, «gran poeta» y de su artículo sobre Soledades.

Carlas, p. 39. Para subrayar cómo se sentía Juan Ramón en aque-llos días, traigo una cita, complementaria de lo transcrito en el texto: «Aquí estoy aislado completamente, y sólo veo a dos o tres personas. To-dos son crueles. Me da miedo conocer gente nueva; sueño que cada uno trae un fondo de espinas, y nosotros, los que somos de cristal, de flores, de cosas sutiles y frágiles, no podemos resistir mucho.»

José Enrique Rodó, Obras completas, edición de Emir Rodríguez Monegal, 2.® edición, Madrid, Aguilar, 1967, pp. 1409-1410.

'O Obra citada, p. 1411-12. Con anterioridad a la guerra civil, de El mirador de Próspero se publicaron en España al menos dos ediciones: Madrid, Editorial América, 2 vols., 1920, y Barcelona, Editorial Cervan-tes, 1925.

" Españoles de tres mundos, ed. Alianza Editorial, pp, lA-76. 32 Ignacio Prat, «Las monjas del Sanatorio del Rosario». Apéndice a

El muchacho despatriado, Madrid, Taurus, 1986, p. 233. J. R. J-, «Sanatorio del Retraído», en Libros de prosa. I, Madrid,

Aguilar, ¡906, pp. 901-902. Papeles inéditos, Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez, Universi-

dad de Puerto Rico. Véase la mención de Ignacio Prat, obra citada, pági-na 235. En el apunte de que trata en el texto refiere Juan Ramón un cu-rioso incidente. Enfermo en Puerto Rico, ano 1951, el Doctor Amalio Roldán se negó a admitirlo en el Auxilio Mutuo recordando lo ocurrido en 1903, cuando él, muy joven, trabajaba («dirigía» dice Juan Ramón) en el Sanatorio dei Rosario y el poeta «hacía el amor a las herma-nas».

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II

35 Recogí este artículo, con otros documentos, prosa y verso, en Car-tas de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez, en La Torre, revista de la Universidad de Puerto Rico, núm. 25,1954, y en las publicaciones de la Sala de Zenobia-Juan Ramón, serie B, núm. 1.

36 La colaboración de Maeterlinck era previsible, acaso inevitable, dada la influencia que entonces ejercía sobre Valle-Inclán, Martínez Ruiz, los Martinez Sierra y Jiménez. En la Casa-Museo de Moguer se guarda un ejemplar de Théâtre, III: (Aglavaine et Sélynetle, Ariane et Barbe-Bleue y Soeur Béatrice (Paris, Lamm, 1901 ), con un sello que dice: «Leído Juan R. Jiménez.» Igualmente en Moguer, Les chansons de Bili-tis, de Pierre Louys (París, Charpentier-Fasquelle, 1900), con subraya-dos y notas de Juan Ramón; Lo cursi, de Benavente (2.2ed,, Madrid, Im-prenta Velasco, 1901), con la siguiente dedicatoria: «A su queridísimo poeta Juan R. Jiménez, su amigo y admirador Jacinto Benavente», y So-nata de otoño, dedicada así: «Ai muy sentido e inspirado poeta Juan R. Giménez (sic) afectuoso recuerdo de su amigo Valle-Inclán.»

37 Donald F. Fogelquist, The literary collaboration..., p. 16. 38 La admiración del poeta por don Ramón culmina en el artículo

publicado en £/ Sol, 26 de enero de 1936, a la muerte del genial esper-pentizador, «Valle-Inclán (Castillo de quema)», revisado al aparecer en Estados Unidos: Ramón del Valle Inclán, University of Miami, Hispa-nic American Studies, núm. 2, Coral Gables. La primera versión puede leerse en Pájinas escojidas. Prosa, seleccionadas por mí. Editorial Cre-dos, J953; la de Miami la reprodujo Francisco Garfias en su edición de La corriente infinita. Editorial Aguilar, 1961.

39 El artículo ha sido recopilado en Antonio Sánchez Trigueros, Car-tas de Juan Ramón Jiménez al poeta malagueño José Sánchez Rodrí-guez. Granada, Los libros de Altisidora, Ediciones Don Quijote, 1985, pp, 105-107.

"O El que creo borrador de «Los idilios de Nérac» consta de tres cuar-tillas apaisadas y coincide en !a letra y en la firma con los autógrafos de ese período, como ejemplo, el de «Paul Verlaine y la luna» publicado en el mismo mes (Helios, núm. 7) con el título rectificado —o tal vez res-taurado—, «Paul Verlaine y su novia la luna».

La hoja, tamaño holandesa, incluye veinte textos, los menciona-dos en el discurso, más reseñas críticas —Machado, Martínez Ruiz, Martínez Sierra, Palacios Olmedo, Pelicer, Manuel Reina— y artículos sobre Emilio Sala y Joaquín Sorolla.

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« Carta de Darío a Juan Ramón, fechada en junio 16, 1903. Agra-dezco al profesor Antonio Sánchez Romeralo la copia de que me he ser-vido.

«Notas a "La Corneja"», cap. 3.o átEl muchacho despalriado, pp. 47-54. Véase Graciela Palau de Nemes, Vida y obra de J. R. J., p. 225.

Francisco Garfias recoge en Primeras prosas (Madrid, Aguilar, 1961) los once capitulillos publicados en Helios y siete más encontrados entre los papeles del poeta.

••5 «Antonio Machado», Sur, núm. 41, Buenos Aires, abríl 1941. Dedúzcase del siguiente fragmento del artículo la parte correspon-

diente a la observación y ia que cabe atribuir a la proyección del obser-vador en la prosa. Habla del ministro español cuya identidad no ha po-dido, hasta hoy, establecerse, uno de esos locos poseedores de dotes ar-tísticas y, desde luego, de vigorosa fantasía:

«He podido admirar toda una colección de acuarelas de un antiguo ministro español que murió en el sanatorio del Castel d'Andorte después de una prisión de treinta años. Todos ios sueños de nuestras noches de fiebre; esas mismas apariciones de jardines y palacios que a veces pasan ante nuestros ojos turbios en la vigilia como un recuerdo lejano y fantás-tico; quimeras de oriente, paisajes de magia, tierras de oro y de diaman-tes, toda la visión exótica que a veces se inicia y se pierde en la bruma de nuestro cerebro, ha encontrado una interpretación que asombra por su justeza en el pincel nervioso y extraño de aquel hombre loco... Estos son jardines rojos y azules, de un vermellón chino, de un azul de Prusia, con una flora como tesoros de piedras preciosas; con una fauna rara, elefan-tes amarillos y verdes, volando bajo un cielo negro. Este es un valle cons-telado materialmente de flores por donde pasa una doble mujer desnu-da. Estas son unas galerías extraordinariamente laberínticas, o pequeños mosaicos de colores. Estas son unas fuentes suntuosas llenas de un agua dorada... Es muy digno de observarse que las figuras humanas siempre aparezcan con una doble personalidad en estas pinturas extrañas; aquí hay una mujer desnuda; y ved, se diría que la figura tiembla; tiene, a la manera de una aureola, otra indicación del mismo cuerpo; y tiene cuatro pechos, cuatro ojos, dos bocas, cuatro orejas, cuatro brazos; y le salen resplandores del cerebro y del corazón.» (El muchacho despalriado, p. 24. Subrayo las palabras donde el yo narrativo se personaliza.)

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III

Españoles de tres mundos, edición citada, p. 81. Nicolás Achúca-rro murió el 23 de abril de 1918. Quiso Juan Ramón que los escritores amigos del gran investigador le rindieran homenaje en un volumen co-lectivo; el proyecto no llegó a realizarse.

Sobre «el héroe» y los suyos, véase Manuel Victoria Ortiz, Vida y obra de Nicolás Achúcarro, Bilbao, Editorial La Gran Enciclopedia Vas-ca, 1977. Textos de Cajal, Marañón, Unamuno, Laín Bntralgo y otros, en Nicolás Achúcarro. Su vida y su obra, Madrid, Taurus, 1968.

En los papeles inéditos conservados en la Sala Zenobia-Juan Ra-món de la Universidad de Puerto Rico.

«Sandovalito», Libros dé prosa, i, Madrid, Aguilar, 1969, p. 911. Retrato inédito (en la Universidad de Puerto Rico) incorporable a

Españoles de tres mundos y ¡o Un andaluz de juego. Lo transcribo a conti-nuación:

SANDOVALITO (Francisco R. Sandoval)

Si no se calaba la raída boina pequeña en la cima de su esbelta delga-dez gris, el viento del verano le llevaba el leve, delgado pelo negro, brillo-sa plumilla colgante del ibis, flamenco, faisán, grulla, ojitos también pá-jaro fino, un poco vejetales, agudas semillas, expresivos y risueños, Y las manos torpes, alones de hombre caído, en los bolsillos para nada.

Nos echábamos en las piedras grandes de la mayor soledad, Cercedi-11a, entre el cuervo y la hormiga. Y allí, en doble individualidad acompa-ñada, leíamos, ciencia o poesía, estudiábamos latín, alemán o inglés, so-ñábamos, pensábamos, todo con ia vehemente ilusión de nuestras dos juventudes; yo 22, él 45. De pronto, un tren pasaba rozándonos con sus techos meneados nuestra planta, por ei desfiladero estrecho, boca casi del túnel de San Rafael. Y el Sol trasparentaba arriba la avena, como la estará pasando ahora mismo, 29 de junio; el mismo sol y otro, la misma y otra avena. Latían bien nuestros corazones, el de cardiólogo de Sando-valito y el mío de cardíaco.

Horas anchas, mayores que ellas y que nosotros, difíciles de llenar, de ocupar siquiera, horas para todo y para todos, con todo y con ninguno. Horas que no podíamos llenar y en las que tampoco cabíamos. Rumor de todo en todos los horizontes, todo lo sabido y todo lo ignorado, allá ai fondo Madrid con tanta espera y desesperanza. La vida y ia muerte pre-sentes y vivas, en pie, y nosotros echados ante ellas, sin prisa los cuatro, iguales las dos, con igual importancia, con igual indiferencia.

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El sol se ocultaba tras las Cabezas de Hierro, y los Molinitos se tinta-ban de violeta y gris en islas de rosa última, quietos con los «humanitos» como decía Sandovalito, como te llamaba Simarro. Contra el roble di-minutivo, que me contajió entonces también, acaso un toro negro, un hombre pardo nos acosaban con cuernos y honda.

Buenas piernas entonces las nuestras, como clavos, para correr y aguantar, subir a todos los picos, para andar las horas seguidas, a donde fuera y con resorte para la vuelta. Volvíamos todas las tardes por la alta vía, pecho al aire sin réplica. Cojíamos una flor, bebíamos un agua, se-guíamos una nube. Anocheciendo, el olor de la madreselva y ei fresco del riachuelo nos paraban en una piedra, descanso último, ya con la luna o estrella de nuestras casas. Buen amigo Sandovalito para la vuelta como para la ida o la estada. Palabra justa, silencio sin miedo ni inquietud. De acuerdo en lo bastante, y en lo que no, risa buena, Y buen médico de ju-ventud, sin socio boticario ni enterrador, Francisco Sandoval.

Además de sus artículos en Helios, cuyos temas suelen ser intere-santes —De Quincey, Juan Pablo Richter, Hawthome, Hamlet y Ricar-do II de Shakespeare— publicó reseñas del libro de Browning sobre Shel-ley y del de Henry Arthur Jones acerca del renacimiento del drama in-glés, y un extenso trabajo dedicado a «La controversia Bacon-Shakespeare» (La Lectura, 1903) que, en principio, debieran interesar al ávido lector de Moguer.

Diario intimo. Peña Labra, núms. 64-65, Santander, 1988, p. 8. Dei manuscrito del que se reprodujo di la siguiente descripción en la «Nota p r e l i m i n a D > a la edición citada: «Una parte de este diario se con-serva en la Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Puerto Rico, y comprende cinco hojas tamaño holandesa, quizá proce-dentes de un cuaderno de ese formato, y cuarenta y tres hojas de tamaño menor. Las cinco primeras van numeradas del 11 al i5 y las cuarenta y tres siguientes del 15 al 56, más la 59. Faltan las hojas 57 y 58, corres-pondientes al día 25 de noviembre. La letra es clara y fácilmente inteligi-ble en las hojas mayores, y clara, pero muy apretada y menuda en las más reducidas. Entre aquéllas y éstas hay un vacío que puede llenarse en parte con las hojas del mismo diario hoy depositadas en el Archivo His-tórico Nacional. La transcripción mecanografiada de las mismas (que me ha sido accesible gracias a la amabilidad de D. Francisco Hernández-Pinzón Jiménez) consta de nueve hojas y 3 líneas en la décima. En estas páginas se incluye lo relativo a los días 27,29,30 y 31 de octubre y el 1 y 2 de noviembre. También figuran 4 líneas correspondientes al día 28; és-tas, las relativas al día 29 y las 2 primeras líneas del día 30 parecen ser

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copia literal del manuscrito de Puerto Rico correspondiente a esas fe-chas.»

53 Más detalles y testimonios de su amistad con Gregorio y María en Relaciones amistosas y literarias entre Juan Ramón Jiménez y los Martí-nez Sierra. Publicaciones de la Sala Zenobia-Juan Ramón, de la Univer-sidad de Puerto Rico, Serie B, núm. 2, 1961.

«El autor de Valle de lágrimas es uno de estos escritores que apare-cen, que publican un libro, que publicarán varios libros, y que continúan mucho tiempo en el mismo estado, inmóviles, árboles que florecen to-das las primaveras entre el pasar apresurado de los pobres hombres. Existen, indudablemente, unos rincones de penumbra, donde las almas de los poetas se van quedando sin rosas cada otoño, después de un llanto largo y una lenta sonoridad de lira. Y alií están los bardos, como los cie-gos en las calles sombrías, mirándose el corazón y cantando al aire de la ciudad no vista y alegre para todos, esa música sagrada que nace dentro y que es sólo del alma. Aquel poeta del Guadalquivir pensó esto antes, esperando la mano de BécqueD>, Helios, XI, p. 502).

De Rafael Leyda (1870-1916) conozco tres cuentos: «Verano senti-mental», «Castillos en España» y «El sueño de unas noches de verano» (Los Contemporáneos, 30 de abril de 1909, 21 de enero de 1910 y 24 de noviembre de 1911), inferiores en mi opinión a los del volumen comen-tado por Jiménez,

55 Consta sin fecha. Inédita. «Como siempre que se publica un libro lleno de promesas, hoy he

desenterrado este viejo pensamiento: Es incomprensible la frialdad, la indiferencia de nuestros amados contemporáneos- Hoy, más que nunca, tenemos una juventud que quiere trabajar, y que trabaja, y que va hacia adelante, y que empieza a imponerse en todas partes. Tenemos más que nunca poetas y cuentistas que saben el sentido del ritmo, de la frase, del color, de la gracia. Se hace el paisaje, se renuevan viejos decires, se traen de la sombra bellezas nacientes, se labora, en fin, con entusiasmo, con cariño, con paciencia. Y nadie se entera de nada. Novelistas y poetas tie-nen hoy veinte años, veintidós años, veinticinco años, y estos novelistas y estos poetas llevan ya a la espalda una carga de libros que nadie lee y que nadie compra. Y se publica un libro, y otro, y otro...» (Helios, núme-ro y página, citados en nota 54).

5' Emilio Sala (Alcoy, 1858-Madrid, 1910) es uno de los buenos re-tratistas españoles. En 1902-1903 retrató a Juan Ramón Jiménez, con quien mantuvo correspondencia en los años de residencia en Moguer, hasta su muerte. Pintó «Las Horas» en el salón del Palacio de la Infanta

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Isabel, calle de Quintana, en Madrid. Una detallada descripción del Pa-lacio, ilustrada con ocho fotografías, apareció el 1 de marzo de 1905 en Blanco y Negro —revista en que colaboraba asiduamente—junto a una doble plana con dos reproducciones en color del techo pintado de Sala y un comentario de F. N. L. [Francisco Navarro Ledesma] en que, además de elogios a la pintura se dicen cosas como ésta: «Ei maestro Sala reúne a sus incomparables dotes de colorista otras más altas y más sustanciales de pensador y filósofo [...], un meditador profundo, un observador aten-to y refinado, de aquellos que se quedan con las impresiones bien guar-dadas en la imaginación y no las sueltan sino en el momento oportuno.»

En el discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes —que no llegó a leer por enfermedad mortal— Joaquín Sorolla escribió de Sala:

«Nació en Alcoy y fue discípulo de don Plácido Francés. Estudioso, igual que Cortina, fue el único seguidor suyo, haciendo un arte exquisito y depurado. Cubells, ponderando la obra de Sala, decía: "Tenen os les seues figures." Por eso advertimos siempre en Sala la sólida construc-ción y análisis completo de los matices, distinguiéndose además por sus refinadas armonía y gusto en la composición. Nada hizo que no fuese previamente analizado; verdadero maestro, digno de que su obra se es-tudie detenidamente, y, aunque no fue artista espontáneo, luchó para que ese defecto no gravitase sobre sus cuadros.»

Sobre Sala, véase Adrián Espri Valdés, El pintor Sala y su obra, Va-lencia, Instituto Alfonso el Magnánimo, 1975, y María Carrera Pascual, Pintura y Estética de Juan Ramón Jiménez, Huelva, Publicaciones de la Caja Provincial de Ahorros, 1989.

58 El texto citado remata el párrafo siguiente: «Creo sinceramente que la mejor crítica es la que resulta divertida y poética; no esa, fría y al-gebraica, que con pretexto de explicarlo todo, carece de odio y de amor, y se despoja voluntariamente de toda clase de temperamento, sino —un bello cuadro siendo la naturaleza reflejada por un artista— aquella que equivalga a este cuadro reflejado por un espíritu inteligente y sensible. Así, la mejor descripción de un cuadro podrá ser un soneto o una ele-gía,,.» Para Baudelaire, la imaginación suplíala carencia de conocimien-tos técnicos.

59 María Carrera Pascual, obra citada, pp. 270-271. «El retrato de Sorolla, que ya tiene treinta y dos años», dijo el poe-

ta, en 1934, a su fiel amigo Juan Guerrero Ruiz, Juan Ramón de viva voz, ínsula, Madrid, 1960, p. 311,

La revista Forma (Chassaigne Frères, Barcelona) insertaba los ar-

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ticulos en francés y en español. El de Jiménez lleva como ilustraciones el retrato de Beruete al que se refiere el texto y dos estudios de Bruii. En el mismo número de Forma, el retrato de Simarro por Sorolla y los de Sala y Sorolla por Ramón Casas.

En la Sala Zenobia-Juan Ramón hay una traducción del artículo al catalán, copiada con esmero por un calígrafo de letra clara, utilizando falsilla para mayor perfección de las páginas.

Véase Bernardino de Pantorba, La vida y la obra de Joaquín Soro-lla. Madrid, 1970.

63 Graciela Palau recogió una curiosa confidencia de Juan Ramón a Louise Grimm acerca de algo mencionado al pasar en páginas anterio-res: Sorolla es un gran pintor, pero «no le saque usted de lo estemo, no tiene la menor cultura ni quiere tenerla, con él no puedo hablar de nada, como no sea de sus cuadros» (Vida y Obra. voi. 2, p. 405). Tal limitación no coartó en nada, a juzgar por las cartas que de los dos amigos han so-brevivido. Cuatro de Jiménez pueden leerse en el libro de María Carrera Pascual antes citado, pp. 280-282. Cuatro, hasta ahora inéditas, de Soro-lla, se hallan en la Universidad de Puerto Rico y vale la pena reprodu-cir alguna para que el lector valore por sí mismo el carácter de la rela-ción.

«Madrid, 9 Nbre 1909 Amigo mío, Jiménez ¡He de hacer algunos estudios del convento de

la Rábida y del puerto de Palos! He mirado el mapa, he buscado la ma-nera de llegar a ese punto y nada me aclara y resuelve, acudo a Vd. como vecino para que sin pérdida de tiempo me dé detalles preciosos.

lo modo de llegar a Palos. 2° Como no voy solo, dígame si hay fonda, posada, etc. donde estar

medianamente, o muy bien, que será lo mejor, en el tal Palos. 3o Concedo a Ud. todos los honores de General en Jefe, y no dudo

que lo pasaremos muy bien, maestro, discípula y discípulos. c/ 9 Miguel Ángel son mis señas. María, Elena, Joaquín y Madre, envían a Ud. sus recuerdos, y si es

posible que se realice este viaje, tendrán el gusto de abrazarle, Sorolla.»

Bajo la firma de Sorolla hay una nota autógrafa de Juan Ramón que, entre paréntesis, dice así:

«Viaje de Sorolla a La Rábida para preparar sus lienzos que le encar-gó Mr, Huntington.»

Segunda carta de Sorolla; «Querido amigo Juan

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Feliz año nuevo, que él sea portador de bienes para V<i y los suyos. El pasado ya casi ha pasado, vaya en buen hora, y si bien de él estoy conten-to y agradecido, me relamo del que viene si la salud acompaña.

Un abrazoy mis respetos a su madre q.p.b. y mis saludos a su hermano, suyo

J. Soroüa 28 D"« 1909

Madrid Mis hijos le quieren siempre.»

IV

De la recepción de las primeras obras del poeta me ocupé con de-talle en «El primer Juan Ramón Jiménez (Críticos de mi ser)». Actas del Congreso conmemorativo del Centenario de J. R. J., tomo I, Huelva, 1983, y en «J. R. J, y la crítica», La Torre. Puerto Rico, núms. 111-114, enero-diciembre de 1981.

Los periódicos satíricos se beneficiaban a su modo del Modernismo y los modernistas. Para dar idea de sus sátiras y parodias reproduzco una página de Gedeón. no falta de ingenio*:

Considero significativo el hecho de que los redactores de Helios optaran por publicar el texto de Darío como artículo exento, a continua-ción de «Glosario del mes», antecediendo a la sección dedicada a «Los libros» (pp. 439-446).

Alma española. XII, 24 de marzo de 1904. La nota, no muy exten-sa —una columna de la revista— constituía la tercera y úUima parte del artículo «Los libros» (pp. 12-14),

Clavileño, IV, 24, noviembre-diciembre de 1953. Antonio Cam-poamor localizó la reseña de Los Lunes y se la comunicó a Aurora de Al-bornoz, que la publicó en el volumen Juan Ramón Jiménez, de la colec-ción «El escritor y la crítica» (Taurus, 1981), como de Ortega; así lo cree también Francisco Garfias.

Los paracticantes del New Criticism impusieron en Estados Uni-dos una crítica centrada en el texto, en sustitución de la centrada en el autor.

* Ver página siguiente,

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r U A N R . J I M E N E Z P A R Í A S C O R E A D A S ?

DesJe e/ balcón áe ni Par^ut U Kñat á ia tuna; parece una eoíegitla con Hfl vestido ce espanui.

En miJarJfn tay un tauce, y eí tauce una quimera, y en la quimera uoa cmj tjue yo nc puedo enhnderfa.

¿Jfb...! fiene una c^rrñnte de aire

y me ciem la ventana, y la luna mt ahandMa... ¿Puede baher nuy^r Jetgraeia?...

i7ritte noc&c para m¡ cuando cctetaplo «/ paisaje, Cfifí f'azmína iin aromas y ¡una en citarlo mtnguantff

f ifinen ¡at ijacai despacio por una senda de Ifriot, y arraiírao tus granJes úhre* p^r debajo dt Ies Utos.

¡Ah...¡ Idn mocttín qat parece

por Garcilaso vivUo, ortUaa suave las vacas y fíc taca ni un cuartillo.

¡Ab..J

HELIOS Suena ti cenc^rn d lo lejos,

¿ lo ¡ejoi de! camiño. y entonces tUran ¡at vacas cHttolet Itnhs y Hbíos.

¡Áh.,.í T Viniéndote amoresat,

mu¿ienJo actnios sentidos, rebrincan, porgue se acerca un eabtílro ccmeido.

Mas mí espíritu desmeya en ondas de misHaimo, ponjue esta noche no cantan tas cigarras ni los grillot.

C A R L O S N A V A R R O L A M A R C A • m 9 L A U L T I M A P A L A B R A S O B R E S H A K E S P E A R E

Encuentro cws trisies en los paraguat viejos.' alegra tentaeienety pálidot reflejos, moches de la catapiño azules, agradables, dlat de lenta lluvia, tardes desagradables-, paraguat compañero tieropre del aldeano, como ti píera un niño, lo lleva de le mano: no quiero ebendmarTe: por eso no ne aireve 4 ^ue nadie te ponga un ferro nuoíxt.

o et potible poncc la mine * eb r « lat cwtrtiliat ijn c j ideresar c) « p i c i r u b a e > r e v e n e * i nme f t d c s donde t i r U i ' ^ K c J genio de Shaktiptsrt ( i ) . Hay q u t u pcOcndc que Siaki*f*ait no Kt cu r t ido» Je tupane mo t o de muktt d e L o r d A i c on . quien autor d « U b m e o contp i i t c i én de pólvora* c a I n g U t c m . L e e d i C t r l y l e . i M t e au l a y . á RJehiee , á D e -Qu>n e t y y á v e í f c mát. y nohal l i rc i t fundí n en io t i guao . Sbaie$peert t>o sd l e ha e i í f i i d o . que de jó pretisraft en tut ob r a s la r c i o l u eón de t in tniporiinM« problema* e ono ' l a T^a^ge^ón n^merina. e l Potegrefo y la D i ^ m í ^ de lot gleiós. R A M O N P É R E Z D E A Y A L A a C O L O Q U I O S <

MI paraguas, el pobre, eslé viejoy usado, un paraguat antiguo de cplor encamado; las varillas, ya rolas, no lienen compostura: por eto no le saca mi Ko el señor cura, Más de veinte egujerot tiene sobre la tela: así que, cuando llueve, loda el agua se cuela; y yo lo llevo porque le guste á cmilla y por ser un recuerdo de mí pobre familia.

AiTufJas. Junio L O S L I B R O S a L Ó P E Z B E N C I N A ft A Z O F A I F A S B

y he a^ué ^uc utt poeta hermano a m «aluda en nonb r e ᣠ1a*Augu<Ti B e l k u , y tu« tauia« A^t « m i e n grac iosamente . R k man loi e tp i f i iu i i ¿ua) que l i t p a b b f s t : por « to la* paeta t a«0Ai0AJAtata04 nue t f r a* ide i Jc s , vir«7i nuet i rot inu lec to t d e

una stvíK que le* es e a n ú n . ^Tal hópti B en t in i , que d Á d e C a n e a * iiCAte Íot e spatmot «» lupru«be t d e nuevfrot poetat ! E n f iu r e » y re]>Oi»d«< onds* navega <u e ipí f i tu . y *u numen una* <reec3 •< eleva eoii la f u e r a de un «ah« de agua, otrat d i t cur r e blandamente como d trariquílo reman*« de apaíiblc ria> (Ta) la vMal

E n tus « e r * a * u ad r l e r i e U ingenuidad ót un R c g e y a * : dulce* eomo Ut míele* bíblíeat , llegan á la pUy i de( e ipir i rv en blondo* y encaje*, tfl t ica «ar íadón de g t r ea* . En d e « « e r a a * r r t r a t a i «u amada de Gr e c i a . X dice ;

¿QaUr«« que t< pinte • Aik(? lC«l« (a i un r iyo de luaa tobrc uoa rota de (c !

C i e r r o e) l ibro despacio, poniendo mJ v i t e en gna rcFul gente e s t r e l l a , y te envío un saludo, i oh licrno y ungido pocli« mo-nare* de la l iu ! ;T« J tu poderío; q , M a a x i » « S i c a a *

G L O S A R I O D E L M E S L J o y , paseando por el Retiro» h< *i*ta i una faujer r ed inada con abandono o r ^ n n l en un milard. De sut carnet de rota se ' ' desprcndi in haganc i a t eaquít i iat d< helioTropot y jasmincs . E l coche ro d io un fue r t e FutUeo y queb ró ]a débil n m * de una acaeia que extendía sus n ano s ondulantes. ;De l tronco de la t n c í a ha sal ido un suspiro débil y bí sndo! ( Pob r e a c a d a ! ¡ Y a no he podido sonre í r en toda la t«td<!

o r ia c a l k d< Leganí tos bajaba una bod i . E l . hercúleo, apuesto , maye r t i l í co . parecía un moco de caFe, aunque por la co* ' r reee ión y c l a t i c i sno de »us línea* mi» se asemejaba al F a e tón de B i rb c r in i . V e s n i e t bermejas d e pudor , d e e levado peeho y ojo* g l i u c o i — t a l l i s hclarias g r i « g « s . — eoronabsn su* cabec t r i s d e guirnalda* de asahar como p i s i o r a s de Me l énd e r , y «eguian á la novia, que desvanecía tu frente ba jo un palio de /lores . j E a t i a r on en el café d e San Macc ía l y pidieron cafe con fn<día tostada! jEn toncc s adiviné qu< aún )< quedan po r reñir nucho s combate s á la na t e r i a con el espíri tu! (La poesía e t a2i/l y la mantees e s tnar i l l a ! {!nconpa{»bi<!

Una hora ant¿s d e enetnder Iot fscolev, ¿no hsbt i s visto cómo vaob t cu r c c í endo poco i pocoT

¡Y e* ^ue viene la noche! Ht i to » {•) *«• ea roño sc eictib« <1 Í4Í pc<ri (aglcs y a*í *e h»IU ce ru partids de biut lsno (<$$$), l i t ^ana* ^ue Rrmabi en

la E « u ( ) s Munrfipt) de Strit l^fd J^ek. <n lat cirtas i «u no*ka ( i S ^ ) , en l»s r««Íbo* de inquiMaito en «la cuaderno para su uiO pifl icultr f i&Ai]. V IIJ taniU«!! «iwtilxn m editdret <j< vatiM p t ^ r c t , pii<* ya *e *abe que Sh i kop c í t e Icnfj varita reten» cloee« Í i 6o ) i teto}. Véate—dkc—M«Tfh«M, Teraplc ' l rv lng . Univeftit« S«<«<r« Nc » *To r l , Brande«, HaHkwcIJ'PhiHippS-Malone l : i « * D » « d < e , R<i<«. Llant, eie. Muchei haa < ts ri c» ^^.^r/c^rr, a imt Ssipearf. otro* StJih4f>tttafJ4. «tro* Seif ta-rt. ]« ^ue prueba ue el |<ni« *ÍeApr< r e tp j a^e . I l ia tua le cobo s e la llacne.

(Cetieofi, A ñ o X, núm. 446 - 10 de junio de 1906.)

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Enrique Díez-Canedo, J. R. J. en su obra. El Colegio de México, 1944, p. 35.

•") El País. 14 de marzo de 1903. La influencia de Schubert se nota en los escritores españoles del fin

de siglo; ya leímos algo de las sesiones en casa de los Pérez de Triana, en una de las cuales estuvo presente María Martínez Sierra. Como ejemplo adicional aduciré Tú eres la paz. de Gregorio Martínez Sierra (que en la edición de Montaner y Simón, Barcelona, 1905, figura con el nombre de Eusebio).

En Los Lieder de Schubert, de Dietrich Fischer-Dieskau (traducción española de Adriana Hochleitner de Vi gil, Madrid, Alianza Editorial, 1989), recoge el autor cuanto sobre el tema pudiera interesar al lector.

Concha Zardoya, «Juan Ramón Jiménez, poeta desvelado. (El noc-turno en su poesía)», Cuadernos de Zenobia y Juan Ramón, núm. 4, Ma-drid, Los Libros de Fausto, otoño 1989.

«El viaje definitivo». Poemas agrestes. Tercera Antolojía Poética. p. 232.

Nota mecanografiada, en Papeles de J. R. J., Universidad de Puer-to Rico. Es una hoja de tamaño holandesa. En la parte superior, una ano-tación autógrafa del poeta ofrece un testimonio más de los múltiples proyectos de compilación de sus textos que se le ocurrían sobre la mar-cha: «Un libro con más poemas lunarios, lunáticos.»

El hombre que perdió su sombra, de Chamisso; El sobrino de Ra-meau, de Diderot; «William Wilson», de Poe; El señor Goliadkim. de Dostoievsky, son los clásicos del gènero. Henry James, «The jolly cor-neD>, y Oscar Wilde, EI retrato de Dorian Gray, matizaron con distinto refinamiento el desdoblamiento de la personalidad.

Unamuno lo trató en «El que se enterró», en el drama El otro, y con mayor sutileza en Sombras de sueño; Darío —indio chorotega, manos de marqués— llevó la diversidad del Yo a los confines de la reencama-ción, y Antonio Machado —como Femando Pessoa— inventó a sus he-te rón irnos para complementarse.

Jardines lejanos, poemas VII y XII de la segunda parte, «Jardines místicos».

' ' Conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Puerto Rico ei 23 de abril de 1954. Publicaciones de la Sala Zenobia-Juan Ramón, serie A, núm. 1, 1959,

Poemas mágicos y dolientes. (1909), Madrid, Tipografia de la Re-vista de Archivos, Libreria de Femando Fé, 1911.

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CONTESTACIÓN DEL

EXCMO. SR. E)ON FRANCISCO AYALA Y GARCÍA DUARTE

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Que sea yo el encargado de recibir en esta Casa a Ri-cardo Gullón es, por un lado, lo más natural, y por otra parte algo en cierto modo azorante, pues la ocasión pide elogios, y los elogios en boca de un viejo amigo, por más que el pudor los haga cicateros, pudieran sonar, aunque tal no sea el caso, a reciprocidad interesada. Lo cierto es que, en efecto, Ricardo y yo somos muy viejos amigos. Nuestros encuentros, desencuentros y reencuentros a lo largo de vidas ya tan dilatadas fueron siempre gratos, y el actual —la ocasión solemne de este día— lo es para mí en grado superlativo. Me satisface de manera particu-lar el que me haya tocado dar hoy la bienvenida en nom-bre de la Real Academia Española a quien, hace tantísi-mos años, hube de animar desde mi exilio bonaerense para que colaborase en la revista literaria allí regentada por mí en aquel entonces, después de que su atrevimien-to de haber osado comentar aquí con elogio un Ubro pu-blicado ultramar por este rèprobo le hubiera ocasionado desazones nada leves en la España de la época. Ahí tuvo comienzo nuestra amistad, un comienzo todavía episto-lar, pero que pronto habría de estrecharse en términos personales directos cuando, poco años después, abando-naba Gullón su cargo de fiscal ante los tribunales para entregarse por entero a las tareas para él favoritas, apa-sionantes, de la crítica literaria, llevado a Puerto Rico,

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donde a la sazón vivía también yo, por su devota afición a la poesía y a la persona del exiliado Juan Ramón Jimé-nez. Acerca de nuestro trato en aquella que este último solía denominar Isla de la Simpatía se encuentra algún apunte en mis Recuerdos y olvidos. Pero olvidémonos ahora de nuestra amistad, que es después de todo asunto privado, para ocupamos por unos momentos de lo que, según mi parecer, significa la incorporación de Ricardo Gullón a esta Academia y de cuánto puede esperarse de su infatigable laboriosidad para beneficio de la Corpora-ción.

No faltan ciertamente entre nosotros, aunque por su-puesto nunca serían demasiados, los especialistas en el estudio de las diversas ramas de ese saber cuyo objeto es la literatura y el lenguaje en que ella se produce; y aun-que también hay algunos académicos —yo mismo entre otros, sin ir más lejos— que de un modo más o menos marginal y con ocasional o permanente dedicación pres-tamos atención y comentario en la prensa del día a las le-tras contemporáneas, no figuraba hasta el de hoy en nuestro actual nomenclátor, a diferencia de tiempos pa-sados, quien, como principal aplicación de las excelen-cias de su pluma y de su juicio, las consagrara a orientar en sus lecturas al público general, valorando y ponderan-do los méritos de obras nuevas y nuevos escritores. Por supuesto, que los desvelos críticos de Ricardo Gullón no se reducen a estas manifestaciones de la actualidad lite-raria, y nadie ignora, por ejemplo, la importancia de sus aportaciones al estudio —entre otros— de la novelística galdosiana; pero, cuando tantos autores se empeñan en descalificar a sus críticos, quiero insistir yo sobre la ge-

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nerosidad —a la que no vacilaría en calificar de abnega-da, pues ya en su juventud demostró Ricardo con un par de buenas y bien reconocidas novelas su capacidad crea-dora y, desde luego, la destreza de su escritura—; quiero insistir —digo— en el ánimo de entusiasta desprendi-miento con que nuestro nuevo colega se acerca a la pro-ducción literaria de sus coetáneos y, sobre todo, a la de los escritores más jóvenes. Creo que ese entusiasmo suyo, la capacidad que tiene de penetrar con abierta acti-tud escrutadora y analítica en la obra ajena, y más cuan-do ésta aún no ha sido reconocida antes, y su fácil dispo-sición a proclamar a todo riesgo, sin regateos ni pruden-tes reservas, los valores que en ella descubre, delatan la virtud primera que debe poseer el crítico: una sensibili-dad fina y una mente libre de prejuicios y mezquinas cautelas, a partir de cuyo talante vendrán luego a funcio-nar en la operación exegética los conocimientos aprendi-dos y las sabias, refinadas técnicas que, en efecto, asume y aplica Gullón muy concienzudamente para sustanciar la validez de sus intuiciones espontáneas.

He hablado antes de su generosa abnegación, y quie-ro reiterar ese calificativo, pues el resentimiento —o quizá la temerosa aprensión— de muchos creadores lite-rarios frente a quienes tienen por oficio juzgar el mérito de sus obras, no siempre tan alto como ellos mismos piensan, ha establecido casi como un lugar común la idea de que los críticos se resignan a este ingrato ejerci-cio por no poder, como hubiesen querido, ser inventores ellos mismos de poéticas fabulaciones literarias. Mal po-dría aplicarse a Ricardo Gullón este malicioso prejuicio, pues, como antes dejé dicho de pasada, su primera apari-

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ción juvenil en el mundo de las letras fue para acreditar unas indudables virtudes de narrador mediante el testi-monio de dos novelas: Fin de semana y El destello, pu-blicadas con buen éxito en 1934 y 1948 respectivamen-te. Pero, hecha esa demostración, su actividad literaria ha estado dirigida fundamentalmente al menester críti-co. Junto a esas dos mencionadas obras narrativas, es autor, con su sola firma o en colaboración, de otros vein-tiocho libros en diferentes géneros literarios, desde la biografía, como su Vida de Pereda (19 AA), Cisne sin lago: Vida y obra de Enrique Gil y Carrasco {1951 ) y Lí2 juven-tud de Leopoldo Panero (1985), hasta la crítica de arte con estudios como la Guía artística y sentimental de As-torga {1929), Angel Ferrant {1951 ), Goya al arte abs-tracto (1952), Eduardo Vicente (1955), y Balance del su-rrealismo (1961). Entre estos títulos se sitúan los de aquellos volúmenes que sin duda constituyen su mayor aportación intelectual: obras dedicadas a presentar y analizar diversas manifestaciones del género novelístico, tales como su temprana presentación de Novelistas ingle-ses contemporáneos: Cinco damas y nueve caballeros (1945), Autobiografías de Unamuno (1964), su García Márquez o el arte de contar (1971) o La novela lírica (1984); y mucho más a fondo, habiendo asumido y apli-cado las técnicas y vocabulario de escuelas críticas en boga, sus sólidos estudios de la obra galdosiana, a co-menzar por el excelente Galdós, novelista moderno (1957) y Técnicas de Galdós (1970) para extenderse lue-go a proyecciones teóricas de general alcance en Psicolo-gías del autor y lógicas del personaje (1979) o Espacio y novela (1980).

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Con lo dicho basta para advertir cuánta es la ampli-tud de los intereses intelectuales de nuestro nuevo cole-ga, pero todavía no me he referido al que parecería ser objeto primario de su atención: la poesía, empezando por los ensayos dedicados, uno a la de Jorge Guillén en 1949 y otro a Las secretas galerías de Antonio Machado en 1967, seguido éste en 1970 por Una poética para An-tonio Machado y por Espacios poéticos de Antonio Ma-chado en 1987. Alrededor de la poesía giran también va-rios de sus otros títulos, siendo de destacar entre ellos Di-recciones del modernismo, en 1963, y Pitagorismo y mo-dernismo en 1967. Pero resulta evidente con todo que el interés principal de Ricardo Gullón está dirigido hacia la obra poética de Juan Ramón Jiménez, a quien por cierto dedica el estudio que acaba de damos a cono-cer.

Según señalé al comienzo, fue con ocasión de su ida a Puerto Rico cuando por fin mi amistad epistolar con Ri-cardo se consolidó en un trato cordial y continuo; y esa ida suya a la Isla de la Simpatía tenía por objeto, como también dije, el de trabajar sobre la obra de ese poeta en personal contacto y colaboración con él. Fruto inicial de su propósito fueron las Conversaciones con Juan Ramón Jiménez de 1958, seguidas luego por los Estudios sobre Juan Ramón Jiménez de 1960 y El último Juan Ramón: Así se fueron los ríos de 1968. Testimonio claro de la per-sistencia de su interés por el gran lírico lo da el hecho de que haya elegido ahora como tema de su disertación aca-démica el que acabamos de escuchar.

Hasta aquí, de la copiosísima labor literaria de nues-tro nuevo compañero sólo he mencionado aquella parte

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que se encuentra bajo forma de libro. A ella conviene añadir muy numerosas ediciones y prólogos, algunas tra-ducciones y sobre todo una impresionante cantidad de artículos (nada menos que 804 recoge una bibliografía reciente) que, a juicio mío, constituyen un sector muy sustancial de su tarea crítica: aquel que se atiene a la mi-sión de orientar en sus lecturas al público general.

Una vez reseñada, aun cuando haya sido con la for-zosa brevedad que imponen las circunstancias, la ingen-te obra de nuestro nuevo colega, parece ocioso ya sub-brayar cuánto puede esperar esta Corporación de sus aportaciones al trabajo académico. Sólo cabe en estos momentos solemnes darle la bienvenida, como, en nom-bre de todos nosotros, tengo el placer de hacerlo.

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I N D I C E

D I S C U R S O D E L E X C M O . S R . D O N R I C A R D O

G U L L Ó N F E R N Á N D E Z 7

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: AÑO DE GRACIA DE 1903 13

NOTAS 101

C O N T E S T A C I Ó N D E L E X C M O . S R . D O N F R A N C I S C O

A Y A L A Y G A R C Í A D U A R T E 1 1 7

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SE T E R M I N Ó DE IMPRIMIR EN M A D R I D

EL DÍA 12 DE OCTUBRE DE I99O, EN LA

I M P R E N T A L A V E L L o s LLANOS, NAVE 6 H U M A N E S ( M A D R I D )

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D. L.; M. 37.376-1990

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