bennett tony el complejo expositivo
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TONY BENNETT
EL COMPLEJO EXPOSITIVO
THE EXHIBITIONARY COMPLEX
En su revisión del estudio de Michel Foucault sobre el manicomio, la clínica y el sistema
carcelario como articulaciones institucionales de las relaciones del poder y el
conocimiento, Douglas Crimp propone que “existe otra institución de confinamiento (el
museo) y otra disciplina (la historia del arte) que se prestan a análisis en los términos de
Foucault” (Crimp 1985: 45). Sin duda, Crimp tiene razón, aunque los términos de su
propuesta son engañosamente restrictivos, puesto que la aparición del museo de arte se
relacionó de manera muy estrecha con la de una gama más amplia de instituciones (mu-
seos de historia y ciencias naturales, dioramas y panoramas, exposiciones nacionales y,
con el tiempo, internacionales, galerías y tiendas de departamentos) que actuaron como
sitios vinculados para el desarrollo y circulación de las nuevas disciplinas (historia,
biología, historia del arte, antropología) y sus formaciones discursivas (el pasado,
evolución, estética, el hombre), así como para el desarrollo de las nuevas tecnologías
visuales. Además, aunque comprendían un conjunto de relaciones institucionales y
disciplinarias en intersección que pueden analizarse productivamente como articulaciones
particulares del poder y el conocimiento, la proposición de que deben interpretarse como
instituciones de confinamiento es curiosa. Parece implicar que, con anterioridad, las obras
de arte deambulaban sin rumbo por las calles de Europa como los barcos de los tontos en
Locura y civilización de Foucault; o que los especímenes geológicos y de historia natural
se habían exhibido ante el mundo como los condenados en el patíbulo, en lugar de
retirarse de la vista pública, ocultos en el studiolo de un príncipe, o accesibles sólo a la
mirada de la alta sociedad en los cabinets des curieux de la aristocracia. Tal vez los
museos encerraban objetos dentro de sus paredes, pero en el siglo XIXxix sus puertas se
abrieron al público en general, testigos cuya presencia era tan esencial para una
exhibición de poder como lo fue la gente ante el espectáculo del castigo en el siglo
xviiiXVIII.
Así pues, las instituciones, no de confinamiento sino de exhibición, formaban un com-
plejo de relaciones disciplinarias y de poder cuyo desarrollo podría yuxtaponerse de
manera más provechosa a la formación del “archipiélago carcelario” de Foucault, más que
alinearse con él. Puesto que el movimiento que detalla Foucault en Disciplina y castigo
es uno en el que los objetos y los cuerpos (el patíbulo y el cuerpo del condenado), que
anteriormente formaban parte de la exhibición pública del poder, fueron retirados de la
mirada pública conforme el castigo adoptó cada vez más la forma metodología del
encarcelamiento. Como ya no estaba inscrito dentro de la dramaturgia pública del poder,
el cuerpo del condenado quedó atrapado en una red introspectiva de relaciones de poder.
Sujeto a las formas omnipresentes de vigilancia por medio de las cuales se le transmitía
en directo el mensaje del poder para volverlo dócil, el cuerpo ya no servía como superficie
sobre la cual, mediante el sistema de marcas de represalia infligidas en él en nombre del
soberano, se escribían las lecciones de poder para que otros las leyeran:
El cadalso, donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente
manifestada del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se
ofrecía permanentemente al cuerpo social, fue sustituido por una gran arquitectura
cerrada, compleja y jerarquizada que se integró en el cuerpo mismo del aparato
estatal. (FOUCAULT Foucault 1977: 115-16).
Las instituciones que comprende “el complejo expositivo”, en contraste, se dedicaron a la
transferencia de objetos y cuerpos de los dominios cerrados y privados en los que se
habían expuesto antes (a un público restringido) hacia ámbitos cada vez más abiertos y
públicos donde, a través de las representaciones a las que fueron sometidos, formaron los
vehículos para inscribir y transmitir los mensajes del poder (aunque de un tipo distinto) a
toda la sociedad.
Así pues, son dos grupos diferentes de instituciones y relaciones que conllevan entre
sí conocimiento y poder, cuyas historias, en este respecto, corren en direcciones
opuestas. Sin embargo, también son historias paralelas. El complejo expositivo y el
archipiélago carcelario se desarrollaron más o menos en el mismo períiodo (de finales del
siglo XVIII a mediados del siglo xixXIX) y lograron articulaciones elaboradas de los nuevos
principios que representaban uno y otro con diferencia de menos de una década. Foucault
considera que la inauguración de la prisión de Mettray, en 1840, fue un momento clave en
la evolución del sistema carcelario. ¿Por qué Mettray? Porque, sostiene Foucault, “es la
forma disciplinaria en el estado más extremo, el modelo en el que se concentran
todas las tecnologías coercitivas del comportamiento que antes se encontraban en el
claustro, la prisión, la escuela o el regimiento, y que reunidas en un solo lugar, sirvieron
como guía para el futuro desarrollo de las instituciones penitenciarias” (Foucault 1977:
293). En Gran Bretaña, la inauguración de la prisión modelo de Pentonville, en 1842, a
menudo se considera desde la misma perspectiva. Menos de una década después, la
Gran Exposición de 1851 reunió un conjunto de disciplinas y técnicas de exhibición que se
habían desarrollado dentro las historias anteriores de museos, panoramas, exposiciones
del Instituto de Mecánica, galerías de arte y salones. Al hacerlo, las convirtió en formas
expositivas que iban a tener una influencia profunda y duradera, debido a que ordenaban
los objetos para inspección pública y simultáneamente ordenaban al público que los
inspeccionaba, en el desarrollo subsiguiente de museos, galerías de arte, exposiciones y
tiendas de departamentosgrandes tiendas.
Estas historias tampoco están separadas por completo. En ciertos momentos se
superponen, a menudo con una transferencia de significados y efectos entre las dos. Sin
embargo, para comprender sus interrelaciones será necesario, recurriendo a Foucault,
puntualizar los términos que propone para investigar el desarrollo de las relaciones entre
poder y conocimiento durante la formación del períiodo moderno, puesto que el conjunto
de relaciones asociadas con el desarrollo del complejo expositivo sirve como freno para
las conclusiones generalizadas que Foucault deduce de su examen del sistema
carcelario. En particular, hay que cuestionar su propuesta de que la penitenciaría se limitó
a perfeccionar las tecnologías individualistas y normalizadoras asociadas con un
verdadero enjambre de formas de vigilancia y mecanismos disciplinarios que llegaron a
permear la sociedad con una nueva y dominante economía política del poder. Esto no
quiere decir que las tecnologías de vigilancia no tuvieran lugar en el complejo expositivo,
sino que, más bien, su intrincación con formas nuevas de espectáculo produjo un grupo
más complejo y matizado de relaciones mediante las cuales se ejercía el poder y se
transmitía (y, en parte, a través de y por) a la plebe, de lo que permite el análisis de
Foucault.
Por supuesto, la preocupación primaria de Foucault es el problema del orden. Foucault
concibe el desarrollo de las nuevas formas de disciplina y vigilancia, según lo plantea
Jeffrey Minson, como un “intento por reducir el populacho ingobernable a una población
diversa y diferenciada”, partes de “un movimiento histórico que pretende transformar
conflictos económicos sumamente negativos y formas políticas de desorden en problemas
cuasi técnicos o morales para administración social”. Estos mecanismos suponen,
continúa Minson, “que la clave de la rebeldía social y política de la plebe, y también el
medio de combatirla, radica en la ‘opacidad’ del populacho para las fuerzas del orden”
(Minson 1985: 24). El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del
orden, pero -que funcionó de manera diferente, ya que trataba de transformar ese
problema en uno de cultura: una cuestión de ganarse los corazones y las mentes, además
de disciplinar y entrenar los cuerpos. Como tal, sus instituciones constitutivas invirtieron
las orientaciones de los aparatos disciplinarios para que las fuerzas y los principios del
orden fueran visibles para el populacho (transformado aquí en pueblo, en ciudadanía) en
lugar de que fuera al contrario. No trataron de trazar un mapa del cuerpo social para cono-
cer al populacho y volverlo visible para el poder. En cambio, mediante la impartición de
lecciones objetivas de poder (el poder para ordenar y disponer objetos y cuerpos para
exhibición pública) trataron de permitir que el pueblo, en masse más que en lo individual,
conociera más que ser conocido, y se convirtiera en sujeto más que en objeto de
conocimiento. No obstante, idealmente, también trataron de permitir que la gente se
conociera y, por tanto, se regulara, para llegar a ser, viéndose desde el lado del poder,
tanto sujeto como objeto del conocimiento, conociendo el poder y lo que el poder conoce
y conociéndose a sí mismo como (idealmente) lo conoce el poder, interiorizando su
mirada como principio de autovigilancia y, por consiguiente, de autorregulación.
Es así, como un conjunto de tecnologías culturales que tienen que ver con organizar a
una ciudadanía que voluntariamente se autorre- gula, que propongo examinar la
formación del complejo expositivo. Al hacerlo, me basaré en la perspectiva de Antonio
Gramsci de la función ética y educativa del eEstado moderno para explicar las relaciones
de este complejo con el desarrollo de la política democrática burguesa. No obstante,
aunque desearía resistirme a la tendencia en Foucault hacia las generalizaciones fuera de
lugar en Foucault, recurriré al su trabajo de Foucault para desentrañar las relaciones entre
conocimiento y poder que producen las tecnologías de la visión, plasmadas en las formas
arquitectónicas del complejo expositivo.
Disciplina, vigilancia, espectáculo
Al analizar las propuestas de los reformadores penales de finales del siglo XVIII, Foucault
señala que el castigo, aunque seguía siendo una “lección legible” organizada en relación
con el cuerpo del ofendido, se concebía como “una escuela más que una fiesta; un libro
siempre abierto antes que una ceremonia” (Foucault 1977: 111)]. Por tanto, en los planes
para usar el trabajo forzado de los prisioneros en contextos públicos, se contemplaba que
el condenado pagara dos veces su deuda con la sociedad: una vez por el trabajo que
realizaba, y la segunda, vez por los signos que producía, enfoque tanto del lucro como de
la significación en al servir como recordatorio siempre presente de la conexión que hay
entre el crimen y el castigo:
Sería preciso que los niños pudieran acudir a los lugares donde se ejecuta la pena;
allí tomarían sus clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender
periódicamente las leyes. Concibamos los lugares de castigo como un Jardín de las
Leyes que las familias visitaran los domingos. (Foucault 1977: 111).
Con el transcurso del tiempo, el castigo tomó un camino distinto con el desarrollo del
sistema carcelario. Tanto en el anden ancien régime como en los proyectos de los
reformadores de finales del siglo XVIII, el castigo había formado parte de un sistema
público de representación. Ambos regímenes obedecían a una lógica según la cual “pena
secreta, pena casi perdida” (Foucault 1977; 111). En contraste, con el desarrollo del
sistema carcelario, la pena se sustrajo a la mirada pública, ya que se ejecutaba tras las
paredes cerradas de la penitenciaría, y tenía en mente no la producción de signos para la
sociedad, sino corregir al infractor. En virtud de que dejó de ser un arte de efectos
públicos, el castigo tenía como objetivo una transformación calculada del comportamiento
del convicto. El cuerpo de transgresor, que había dejado de ser el medio para transmitir
los signos del poder, se dividió en zonas como blanco de las tecnologías disciplinarias
que intentaban modificar el comportamiento mediante la repetición.
El cuerpo y el alma, como principios de comportamiento, forman el elemento que se
propone ahora a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de representación,
esta intervención punitiva debe basarse en una manipulación reflexiva del individuo
[...] En cuanto a los instrumentos utilizados, no son ya complejos de representación
que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción, esquemas de
coacción, aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos [...] (Foucault 1977: 128).
No es esta explicación la que se cuestiona aquí, sino algunas de las aseveraciones más
generales que Foucault elabora partiendo de esta base. En su análisis del “enjambre de
mecanismos disciplinarios”, Foucault sostiene que las tecnologías disciplinarias y las
formas de observación creadas en el sistema carcelario (en el especial, el principio
panópticopanóptico, que todo lo vuelve visible para el ojo del poder) muestran cierta
tendencia a ‘“desinstitucionalizarse’, a salir de las fortalezas cerradas en que funcionaban
y a circular en estado ‘libre’” (Foucault 1977: 211). Estos nuevos sistemas de vigilancia,
que correlacionan el cuerpo social para volverlo conocible y dispuesto a la regulación
social, significan, según argumenta Foucault, que “se puede hablar, pues, de la formación
de una sociedad disciplinaria [...] que va de las disciplinas cerradas, una especie de
‘cuarentena’ social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del ‘panoptismo’”
(Ibídem 216). Una sociedad, según Foucault en su cita aprobatoria de Julius, que “es no
del espectáculo, sino de la vigilancia”:
La antigüedad había sido una civilización del espectáculo. “Hacer accesible a una
multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos”: a este
problema respondía la arquitectura de los templos, los teatros y los circos. [...] En
una sociedad donde los elementos principales no son ya la comunidad y la vida
pública, sino los ciudadanos particulares, por una parte, y el Estado, por la otra, las
relaciones no pueden regularse sino en una forma que sea el inverso exacto del
espectáculo. A la era moderna, a la influencia siempre creciente del Estado, a su in-
tervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la
vida social, le estaba reservada la tarea de aumentar y perfeccionar sus garantías,
utilizando y dirigiendo hacia este gran fin la construcción y la distribución de edificios
destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran multitud de hombres. (Foucault
1977: 216-217).
Una sociedad disciplinaria: esta caracterización general de la modalidad del poder en las
sociedades modernas ha resultado ser uno de los aspectos más influyentes de la obra de
Foucault. Sin embargo, se trata de una generalización poco cauta y producida por un tipo
peculiar de falta de atención, puesto que de ningún modo se deduce del hecho de que el
castigo haya dejado de ser un espectáculo que la función de exhibir el poder (de hacerlo
visible para todos) haya quedado a su vez en suspenso. En efecto, como Graeme
Davison propone, el Palacio de Cristal podría servir como emblema de una serie arqui-
tectónica que podría compararse con la del manicomio, la escuela y la prisión en su
continua preocupación por la exhibición de objetos ante una gran multitud:
El Palacio de Cristal invirtió el principio panópticopanóptico ya que fijó los ojos de la
multitud en una aglomeración de artículos glamorosos. El Panopticon Panóptico se
diseñó para poder ver a todos; el Palacio de Cristal se diseñó para que todos pu-
dieran ver. (Davidson 1982-83: 7).
Esta oposición es un poco exagerada, en el sentido de que una de las innovaciones
arquitectónicas del Palacio de Cristal consistió en la disposición de las relaciones entre el
público y las exposiciones de manera que, aunque todo el mundo podía ver, también
había posiciones de ventaja desde las cuales se podía observar a todos, combinando así
las funciones de espectáculo y vigilancia. No obstante, vale la pena conservar este
desplazamiento del interés por el momento, en particular porque su fuerza no más
intermitente, las exposiciones, desempeñaron un papel decisivo en la formación del
Eestado moderno y son fundamentales en su concepción, entre otras cosas, como
agencias educativas y civilizadoras. Desde finales del siglo XIX, han ocupado los puestos
más altos en las prioridades de financiamiento de todas naciones-Eestado desarrolladas y
han resultado ser tecnologías culturales notablemente influyentes en la medida en que
han reclutado el interés y la participación de la ciudadanía.
Por último, el complejo expositivo proporcionó el contexto para la exhibición permanente
del poder y el conocimiento. En su análisis de la exhibición de poder en el anden ancien
régime, Foucault destaca esta cualidad episódica. El espectáculo del cadalso formaba
parte de un sistema de poder que "a falta de una vigilancia ininterrumpida, buscaba la
renovación de su efecto en el espectáculo de sus manifestaciones singulares; de un poder
que cobraba nuevo vigor con la manifestación ritual de su realidad de ‘súuperpoder’”
(Foucault 1977: 57). No es que el siglo XIX haya prescindido del todo de la necesidad de
la exacerbación periódica del poder por medio de su despliegue excesivo, ya que las
exposiciones desempeñaban esta función. Sin embargo, lo hacían en relación con una
red de instituciones que proporcionaban los mecanismos para la exhibición permanente
del poder. Y de un poder que no se reducía a efectos periódicos sino que, por el contrario,
se manifestaba precisamente en el despliegue continuo de su capacidad de dirigir,
ordenar y controlar objetos y cuerpos, vivos o muertos, que no se limitaba de ningún
modo a la Gran Exposición. Hasta una mirada rápida a The Shows of London de Richard
Altick convence de que no existen precedentes del esfuerzo social que se dedicó en el
siglo XIX a la organización de espectáculos organizados para públicos cada vez más
amplios e indiferenciados (Altick 1978). Varios aspectos de estos acontecimientos
merecen una consideración preliminar.
Primero, la tendencia en la propia sociedad (en sus partes constituyentes y como un todo)
a presentarse como un espectáculo. Esto se hizo especialmente palpable en los intentos
por volver visible, y por tanto conocible, a la ciudad como una totalidad. Mientras que las
redes de vigilancia en formación penetraban poco a poco las profundidades de la vida
urbana, las ciudades abrían cada vez más sus procesos a la inspección pública y
exponían sus secretos no solamente a la mirada del poder, sino, en principio, a la de
todos; desde luego, el dominio especular del ojo del poder se puso a la disposición de
todos. A principios del siglo xxXX, apunta Dean MacCannell, los turistas de París “reali-
zaban recorridos guiados de los albañales, el depósito de cadáveres, un matadero, una
fábrica de tabaco, la imprenta gubernamental, un taller de tapicería, la casa de moneda, la
bolsa de valores y la suprema corte en sesión” (MacCannell 1976:57). Sin duda, tales
recorridos sólo conferían un dominio imaginario sobre la ciudad, una visión ilusoria, más
que de control sustantivo, como Dana Brand indica que ocurrió con los primeros
panoramas (Brand 1986). Sin embargo, el principio que representaban era bastante real
y, en el intento por volver conocibles a las ciudades con la exhibición del funcionamiento
de sus instituciones organizadoras, no tiene paralelo alguno con los espectáculos de los
regímenes anteriores en los que la visión del poder era siempre “desde abajo”. Esta
ambición de alcanzar un dominio especular sobre una totalidad fue aún más evidente en
la concepción de las exposiciones internacionales, las cuales, en su apogeo, trataron, en
sentido metonímico, de hacer accesible el mundo entero, pasado y presente, en las
colecciones de objetos y personas que reunían y, desde sus torres, colocarlo frente a una
visión controladora.
Segundo, la creciente intervención del Estado en la oferta de tales espectáculos. En el
caso inglés, y todavía más en el estadounidense, dicha intervención fue típicamente
indirecta. Nicholas Pearson señala que, mientras el ámbito de la cultura caía cada vez
más bajo la regulación gubernamental en la segunda mitad del siglo XIX, la forma
preferida de administración de museos, galerías de arte y exposiciones era (y sigue sien-
do) por medio de una junta directiva. Gracias a eéstas, el Estado podía retener la
dirección eficaz de la política en virtud del control que ejercía sobre las designaciones,
pero sin intervenir en la conducción cotidiana de los asuntos, infringiendo así, al parecer,
el imperativo kantiano de subordinar la cultura a las necesidades prácticas (Pearson 1982:
8-13, 46-47). Aunque en un principio el Estado se animó a regañadientes a participar a
regañadientes en esta esfera de actividad, que no hayano debe haber ninguna duda
acerca de la importancia que cobró con el tiempo. Los museos, las galerías y, de manera
más intermitente, las exposiciones, desempeñaron un papel decisivo en la formación del
Eestado moderno y son fundamentales en su concepción, entre otras cosas, como
agencias educativas y civilizadoras. Desde finales del siglo XIX, han ocupado los puestos
más altos en las prioridades de financiamiento de todas naciones-Eestado desarrolladas y
han resultado ser tecnologías culturales notablemente influyentes en la medida en que
reclutado el interés y la participación de la ciudadanía.
Por último, el complejo expositivo proporcionó el contexto para la exhibición permanente
del poder y el conocimiento. En su análisis de la exhibición de poder en el anden ancien
régime, Foucault destaca esta cualidad episódica. El espectáculo del cadalso formaba
parte de un sistema de poder que “a falta de una vigilancia ininterrumpida, buscaba la
renovación de su efecto en el espectáculo de sus manifestaciones singulares; de un poder
que cobraba nuevo vigor con la manifestación ritual de su realidad de ‘súuperpoder’”
(Foucault 1977: 57). No es que el siglo XIX haya prescindido del todo de la necesidad de
la exacerbación periódica del poder por medio de su despliegue excesivo, ya que las
exposiciones desempeñaban esta función. Sin embargo, lo hacían en relación con una
red de instituciones que proporcionaban los mecanismos para la exhibición permanente
del poder. Y de un poder que no se reducía a efectos periódicos sino que, por el contrario,
se manifestaba precisamente en el despliegue continuo de su capacidad de dirigir,
ordenar y controlar objetos y cuerpos, vivos o muertos.
Enseguida, hay otra serie que Foucault examina al detallar el desplazamiento de interés
de la ceremonia del cadalso a los rigores disciplinarios de la penitenciaríia. Sin embargo,
es una serie que tiene ecos y, en algunos aspectos, se basa en otra sección del aparato
sociojurídico: el juicio. La escena del juicio y la del castigo se entrecruzaron mientras se
movían en dirección opuesta durante los primeros tiempos del períiodo moderno. Cuando
el castigo se retiró de la mirada pública y se transfirió al espacio cerrado de la
penitenciaría, los procedimientos de juicio y sentencia −—los cuales, salvo en Inglaterra,
se habían realizado hasta entonces en secreto en la mayoría de los casos y eran “opacos
no sólo para el público, sino también para el propio acusado” (Foucault 1977: 35)−— se
volvieron públicos como parte de un nuevo sistema de verdad judicial que, para funcionar
como verdad, necesitaba darse a conocer a todos. Si la asimetría de estos movimientos
es convincente, no lo es más que la simetría del movimiento que siguieron el juicio y el
museo en la transición que hicieron de contextos cerrados y restringidos a abiertos y
públicos. Además, como parte de la transformación profunda de su funcionamiento social,
fue a estas instituciones a las que en última instancia —−y no presenciando el castigo
ejecutado en las calles, ni, como Bentham había imaginado, abriendo las penitenciarías a
la inspección pública−— fueron invitados los niños y sus padres a tomar lecciones de
civismo.
Más aún, dichas lecciones consistían no en una exhibición de poder que, tratando de
aterrorizar, colocaba a la gente del otro lado del poder tumo como sus destinatarios
potenciales, sino que más bien ponía a la gente (concebida como ciudadanía
nacionalizada) de este lado del poder, tanto en calidad de sujeto como de beneficiario.
Para que se identificara con el poder, para que lo considerara, si no directamente suyo,
entonces indirectamente, una fuerza regulada y canalizada por los grupos dirigentes de la
sociedad, pero para el bien de todos: éesta era la retórica del poder plasmada en el
complejo expositivo, un poder que se manifestaba no en su capacidad de infligir dolor,
sino en su capacidad de organizar y coordinar un orden de cosas y producir un lugar para
la gente en relación con dicho orden. Así, los estudios detallados de las exposiciones del
siglo xix XIX destacan con insistencia la economía ideológica de sus principios
organizativos, que transformaban las exhibiciones de maquinaria y procesos industriales,
de productos terminados y objets ád’art, en significantes materiales del progreso, pero del
progreso como logro nacional colectivo con el capital como el gran coordinador (Silverman
1977, Rydell 1984). Este poder subyugado así por la adulación, que se coloca al lado de
la gente al darle un lugar dentro de su funcionamiento; un poder que coloca a la gente tras
él, envuelta en complicidad con él más que sometida y temerosa ante él. Este poder
marcó la distinción entre los sujetos y los objetos del poder no dentro del cuerpo nacional,
sino, como prescriben las numerosas retóricas del imperialismo, entre ese cuerpo y otros
pueblos “no civilizados” sobre cuyos cuerpos se desataron los efectos del poder con tanta
fuerza y teatralidad como se habían manifestado en el cadalso. En otras palabras, fue un
poder que tenía el propósito de producir un efecto retórico; más que un efecto
disciplinario, mediante su representación de la otredad.
Pese a todo, el complejo expositivo no debe evaluarse meramente en términos de la
economía ideológica. Aunque los museos y las exposiciones pueden haber comenzado
con la resolución de ganarse el corazón y la mente de sus visitantes, eéstos también
llevaban sus cuerpos consigo y crearon problemas arquitectónicos tan molestos como los
que planteaba el desarrollo del archipiélago carcelario. El nacimiento del segundo,
sostiene Foucault, planteó toda una nueva problemática arquitectónica:
[...] la de una arquitectura que ya no está hecha simplemente para ser vista (como el
fausto de los palacios), o para observar el espacio exterior (cf. la geometría de las
fortalezas), sino para permitir un control interior, articulado y detallado,; para hacer
visibles a quienes se encuentran dentro; en términos más generales, una ar-
quitectura que habría de ser un operador para la trasformación de los individuos: que
obre sobre aquellos a quienes abriga, que proporcione un asidero para su conducta,
que lleve hasta ellos los efectos del poder, que haga posible conocerlos,
modificarlos. (Foucault 1977: 172)
Como señala Davison, el desarrollo del complejo expositivo también planteó una nueva
exigencia: que todos debían ver, y no sólo la ostentación de las fachadas imponentes,
sino también su contenido. Esto creó, asimismo, una serie de problemas arquitectónicos
que finalmente se resolvieron con una “economía política del detalle” semejante a la que
se aplicó a la regulación de las relaciones entre cuerpos, espacio y tiempo dentro de la
penitenciaría. En Gran Bretaña, Francia y Alemania, a finales del siglo XVIII y principios
del XIX hubo una avalancha de concursos arquitectónicos patrocinados por el Estado
para el diseño de museos, en los que paulatinamente se desvió la atención de organizar
espacios de exhibición para el placer privado del príncipe o aristócrata, para centrarla en
la organización del espacio y la visión que permitirían que los museos funcionaran como
órganos de instrucción pública (Seling 1967). Sin embargo, como ya he indicado, es
engañoso pensar que la problemática arquitectónica del complejo expositivo simplemente
invirtió los principios panópticos. Foucault sostiene que el efecto de estos principios fue
abolir a la multitud concebida como “masa compacta, lugar de intercambios múltiples,
individualidades que se funden, efecto colectivo” y sustituirla por “una colección de
individualidades separadas” (Foucault 1977: 201). Sin embargo, como señala John
MacArthur, el Panopticón panóptico es sólo una técnica y no un régimen disciplinario o
parte esencial de uno y, como todas las técnicas, sus posibles efectos no se agotan con
su despliegue dentro de cualquiera de los regímenes en los que por casualidad se usa
(MacArthur 1983: 192-193). La peculiaridad del complejo expositivo no se encuentra en la
inversión de los principios del PanopticónPanóptico. En cambio, reside en la incorporación
de los aspectos de esos principios a los del panorama, para formar una tecnología de
visión que sirvió no sólo para atomizar y dispersar a la multitud, sino para regularla, y al
lograrlo, volviéndola volverla visible para sí misma, convirtiendo a la multitud en el
espectáculo supremo.
Una instrucción de una “Breve amonestación para los turistas” en la Exposición Panameri-
cana de 1901 advertía: “Recuerde que después de cruzar las puertas, pasará a formar
parte del espectáculo” (citado en Harris 1978:144). Esto también es válido con para los
museos y las tiendas de departamentoslas grandes tiendas que, como muchas de las
principales salas de exhibición y las exposiciones, con frecuencia contenían galerías que
ofrecían una posición de ventajaun punto de vista superior desde la el cual se podía
observar la distribución del todo y las actividades de otros visitantes. No obstante, en las
exposiciones se desarrolló esta característica más que en ninguna otra parte, porque se
construyeron miradores desde los cuales se podía observarlas como totalidades: por
ejemplo, la función de la Torre Eiffel en la exposición de París de 1889. Para ver y ser
visto; para escrudiñar, pero estar siempre bajo vigilancia; el objeto de una mirada
desconocida, pero controladora; en este sentido, como micromundos que constantemente
se vuelven visibles para sí mismos, las exposiciones realizaron algunos de los ideales del
panoptismo porque transformaron a la multitud en un público constantemente observado,
autovigilante, autorregulador y, como deja entrever el registro histórico, siempre ordenado:
una sociedad que se vigila a sí misma.
Dentro del sistema organizado jerárquicamente jerárquicamente organizado de miradas
de la penitenciaría, en el que cada nivel de mirada es supervisado por otro superior, el
interno constituye el punto donde todas estas miradas convergen, pero no puede devolver
una mirada propia ni moverse a un nivel más alto de visión. En contraste, el complejo
expositivo perfeccionó un sistema de miradas autovigi- lante, en el que las posiciones de
sujeto y objeto pueden intercambiarse, en el que la multitud entra en comunión y se regula
por medio de la interiorización del ideal y la vista ordenada de sí misma, tal como se ve
desde la visión controladora del poder, un punto de vista accesible a todos. Así fue que
como, en la democratización del ojo del poder, las exposiciones realizaron la aspiración
de Bentham de llegar a un sistema de miradas cuya posición central estuviera disponible
para el público en todo momento, una lección modelo de civismo donde la sociedad se
regulara a sí misma mediante la autoobservación. Aunque, desde luego, la
autoobservación ocurriera desde una cierta perspectiva. Como Manfredo Tafuri comenta:
Las galerías y las grandes tiendas de departamentos de París, así como las grandes
exposiciones importantes, eran sin duda los lugares donde la multitud se convertía
en espectáculo y encontraba el medio espacial y visual para una autoeducación
desde el punto de vista del capital. (Tafuri 1976: 83).
Sin embargo, no fue sólo un logro de la arquitectura. También deben tomarse en cuenta
las fuerzas que definieron el complejo expositivo y formaron sus públicos y sus retóricas.
Los aparatos expositivos
El espacio de representación constituido por las disciplinas expositivas, además de
conferirle un grado de unidad, también estaba ocupado de manera un tanto diferente, y
con efectos distintos, por las instituciones que abarcaba el complejo. Si los museos daban
a este espacio solidez y permanencia, esto se lograba a costa de una falta de flexibilidad
ideológica. Los museos públicos instituyeron un orden de cosas que estaba hecho para
durar. Con ello proporcionaron al Estado moderno un telón de fondo ideológico profundo y
continuo, que, para desempeñar esta función, no podía modificarse para responder a
necesidades ideológicas a corto plazo. Las exposiciones satisfacían esta necesidad:
inyectaban nueva vida al complejo expositivo y volvían sus configuraciones ideológicas
más acomodaticias, ya que las amoldaban para atender las estrategias hegemónicas
coyunturales específicas de diversas burguesías nacionales. Daban dinamismo al orden y
lo movilizaban estratégicamente en relación con las exigencias políticas e ideológicas más
inmediatas del momento particular.
Esto fue en parte un efecto de los discursos secundarios que acompañaban a las
exposiciones. Desde la magnificencia estatal de las ceremonias de inauguración y
clausura, pasando por los artículos periodísticos, hasta auténticas hordas de iniciativas
pedagógicas organizadas por asociaciones religiosas, filantrópicas y científicas para
aprovechar los públicos que las exhibiciones producían, a menudo forjaban conexiones
muy directas y específicas entre la retórica expositiva de progreso y las reivindicaciones
de liderazgo de ciertas fuerzas sociales y políticas. Sin embargo, la influencia distintiva de
las propias exposiciones consistía en su articulación de la retórica del progreso a la
retórica del nacionalismo e imperialismo, y en producir, por medio del control que ejercían
sobre las ferias populares adyacentes, una esfera cultural ampliada para el despliegue de
las disciplinas expositivas.
Por supuesto, la moneda básica representativa de las exposiciones era la disposición de
las exhibiciones de procesos y productos manufacturerosmanufacturados. Antes de la
Gran Exposición, el mensaje de progreso se había transmitido a través de la disposición
de las exposiciones, como Davison observa, en “una serie de clases y subclases que iban
en orden ascendente desde materias primas de la naturaleza, varios productos
manufacturados y dispositivos mecánicos, hasta las formas más ‘elevadas’ de arte
aplicado y bellas artes” (Davison 1982/83: 8). Como tales, las articulaciones clasistas de
esta retórica estaban sujetas a cierta variación. Las exposiciones del Instituto de
Mecánica hacían considerable hincapié en la importancia central de las contribuciones de
los trabajadores a los procesos de producción que, en ocasiones, permitían una
apropiación radical de su mensaje. “La maquinaria de la riqueza, que se exhibe aquí”, hizo
notar el Leeds Timexs en un artículo sobre una exposición de 1939, “ha sido creada por
los hombres de los martillos y las gorras; más honorables que todos los cetros y coronas
del mundo” (citado en Kusamitsu 1980:79). La Gran Exposición introdujo dos cambios que
influyeron de manera decisiva en el futuro desarrollo de la forma.
Primero, los procesos de producción perdieron importancia y la atención empezó a
centrarse en los productos, despojados de las marcas de fabricación y recibidos como
signos del poder productivo y coordinador del capital y el Estado. Después de 1851, las
ferias mundiales funcionarían menos como vehículos de educación técnica de las clases
trabajadores que como instrumentos para su estupefacción ante los productos
transformados de su propio trabajo, “lugares de peregrinación al fetiche Mercancía”, como
señala Walter Benjamiín (Benjamiín 1973: 165).
Segundo, aunque no abandonada por completo, la taxonomía progresista anterior, que se
basaba en las etapas de producción, quedó subordinada a la influencia dominante de los
principios de clasificación basados en las naciones y las entidades supranacionales de
imperios y razas. Este principio plasmado en la forma de tribunales nacionales o áreas de
exhibición en el Palacio de Cristal, se transformó posteriormente en pabellones diferentes
para cada país participante. Por otra parte, luego de una innovación en la Exposición del
Centenario celebrada en Filadelfia en 1876, estos pabellones se dividieron por lo general
en zonas de grupos raciales: latinos, teutones, anglosajones, americanos y orientales
eran las clasificaciones más favorecidas; a los pueblos negros y a las poblaciones
aborígenes de los territorios conquistados se les negaba un espacio propio y quedaban
representados como apéndices subordinados a las exposiciones imperiales de las
principales potencias. El efecto de estos acontecimientos era transferir la retórica del
progreso de las relaciones entre las etapas de producción a las relaciones entre las razas
y las naciones mediante la superposición de las asociaciones de las primeras en las
segundas. En el contexto de las exposiciones imperiales, la representación de los pueblos
súbditos ocupaba los niveles más bajos de la civilización industrializada. Reducidos a
exhibiciones de artesanías “primitivas” y cosas por el estilo, se los representaba como
culturas sin ímpetu, salvo por lo que benévolamente se les confería desde el exterior
gracias a la misión de mejoramiento que llevaban a cabo las potencias imperialistas. A las
civilizaciones orientales se les asignaba una posición intermedia, donde se las
presentaban como que en alguna época habían estado sujetas al desarrollo, pero
posteriormente habían degenerado y caído en el estancamiento, o como representativas
de logros de una civilización que, aunque se había desarrollado por sus propios medios,
se juzgaba inferior a las normas establecidas por Europa (Harris 1975). En resumen, una
taxonomía progresista para la clasificación de bienes y procesos manufactureros se
adaptó a una concepción teleológica abiertamente racista de las relaciones entre los
pueblos y las razas, que culminó en los logros de las potencias metropolitanas, que
invariablemente tenían las exposiciones más impresionantes en los pabellones del país
anfitrión.
Así, las exposiciones situaban a sus audiencias preferidas en el pináculo del orden de
cosas expositivo que construían. También las instalaban en el umbral de las mejores
cosas por venir. Aquí, también, la Gran Exposición puso el ejemplo con el patrocinio de
una exhibición de proyectos arquitectónicos para mejorar las condiciones de vivienda de
la clase trabajadora. El principio se convertiría, en ulteriores exposiciones ulteriores, en
exhibiciones de proyectos elaborados para mejorar las condiciones sociales en las áreas
de salud, higiene, educación y bienestar: promesas de que los motores del progreso se
engrasarían para el bien general. En efecto, las exposiciones llegaron a funcionar como
promesas de pago en sus totalidades, representando, aunque fuera por una temporada,
los principios utópicos de la organización social que, una vez llegado el momento de
hacer efectivas las promesas, se realizarían, andando el tiempo, en perpetuidad.
Conforme las ferias mundiales caían cada vez más bajo la influencia del modernismo, la
retórica del progreso tendió, como señala Rydell, a “traducirse en una declaración utópica
del futuro”, que prometía la inminente disipación de las tensiones sociales, una vez que el
progreso hubiera llegado al punto en que sus beneficios pudieran generalizarse (Rydell
1984:4).
Iain Chambers sostiene que las culturas de las clases medias y trabajadoras se volvieron
claramente distintas en Inglaterra, en el siglo XIX, cuando la cultura popular urbana
comercial se desarrolló más allá del alcance de la economía moral de la religión y la
respetabilidad. Como consecuencia, argumenta, “la cultura oficial se limitó públicamente a
la retórica de los monumentos en el centro de la ciudad: la universidad, el museo, el
teatro, la sala de conciertos; por lo demás, estaba reservada para el espacio ‘privado’ de
la residencia victoriana” (Chambers 1985:9). Aunque no se discuten los términos
generales de este argumento, omite toda consideración de la función de las exposiciones
que proporcionaron a la cultura oficial cabezas de puente poderosas para la cultura
popular recién desarrollada. Lo De manera más evidente, las zonas oficiales de las
exposiciones ofrecían el contexto para el despliegue de las disciplinas expositivas que
llegaban a un público más amplio que el que alcanzaba por lo común el sistema público
de museos. El intercambio, tanto de personal como de muestras, entre museos y
exposiciones era un aspecto normal y recurrente de sus relaciones y constituía el eje
institucional de la implementación social ampliada de un conjunto de disciplinas
distintivamente nuevo. Incluso dentro de las zonas oficiales de las exposiciones, las
disciplinas expositivas lograron tener contacto con públicos muy extensos que incluso
hasta las formas más comercializadas de cultura popular podían reivindicar: 32 millones
de personas asistieron a la Exposición de París de 1889,' 27.5 millones fueron a la
Exposición Colombina de Chicago en 1893 y casi 49 millones visitaron la eExposición “Un
Ssiglo de pProgreso”, también en Chicago, en 1933-1934; la Exposición Imperial de
Glasgow, de 1938, atrajo a 12 millones de visitantes, y más de 27 millones asistieron a la
Exposición Imperial de Wembley en 1924-1925 (MacKenzie 1984: 101). Sin embargo, el
alcance ideológico de las exposiciones a menudo se extendía considerablemente más
allá, ya que establecía su influencia en las zonas populares de entretenimiento; aunque
las autoridades de las exposiciones deploraron al principio la existencia de estas zonas
populares, después se manejaron como anexos planeados planificados a las zonas de
exposición oficiales y, a veces, se incorporaban a eéstas. A través de esta red de
relaciones, la cultura pública oficial de los museos llegó a la cultura popular urbana en
vías de desarrollo, definiendo y dirigiendo su desarrollo al someter la temática ideológica
del entretenimiento popular a la retórica del progreso.
El acontecimiento más crítico en este respecto consistió en la extensión del ámbito
disciplinario de la antropología hacia las zonas de entretenimiento, porque fue ahí donde
se realizó el trabajo crucial de transformar a los propios pueblos no blancos, y no sólo sus
vestigios o artefactos, en lecciones objeto de la teoría de la evolución. París marcó el tono
con la ciudad colonial que construyó como parte de la exposición de 1889. Poblada de
asiáticos y africanos en aldeas “nativas” simuladas, la ciudad colonial funcionó como
ejemplo sobresaliente de la antropología francesa y, a través de su influencia en los
delegados que asistieron al décimo Congrés Internationale d´Anthropologie et
d'Archéologie Préhistorique celebrado en asociación con la exposición, tuvo un papel
decisivo en las modalidades futuras de la implementación social de la disciplina. Aunque
esto era cierto a nivel internacional, el estudio de Rydell de las ferias mundiales que se
celebraron en los Estados Unidos ofrece la demostración más detallada del papel activo
que desempeñaron los antropólogos de los museos para transformar los terrenos del
parque Midway en demostraciones vivientes de la teoría evolutiva, mediante la
organización de los pueblos no blancos en una “escala móvil de humanidad” que iba
desde lo bárbaro hasta lo casi civilizado, subrayando así la retórica expositiva del
progreso al servir como contrapunto visible dea sus logros triunfales. Fue ahí que donde
las relaciones de conocimiento y poder continuaron invirtiéndose en la exhibición pública
de cuerpos, que colonizó el espacio de los espectáculos anteriores de fenómenos y
monstruosidades para personificar las verdades de un nuevo régimen de representación.
Así pues, en sus interrelaciones, las exposiciones y las zonas de las ferias constituyeron
un orden de cosas y de pueblos que, en virtud de que se adentraban en las profundidades
del tiempo prehistórico y abarcaban todos los confines del globo, hacían presente, como
una metonimia, a todo el mundo, subordinado a la mirada dominante de los blancos,
burgueses y (aunque eésta es otra historia) del ojo masculino de las potencias
metropolitanas. Pero un ojo de poder que, gracias al desarrollo de la tecnología de visión
asociada con las torres de las exposiciones y los puestos para verlas que se produjeron
en relación con las ciudades ideales en miniatura de las propias exposiciones, se había
democratizado, ya que estaba a la disposición de todos. Los primeros intentos por
establecer un dominio especular sobre la ciudad habían sido, huelga decirlo, numerosos
(la cámara oscura, el panorama) y a menudo fantásticos en sus imaginaciones
tecnológicas. Además, la ambición de representar a todo el mundo en colecciones de artí-
culos, subordinadas a la visión controladora del espectador, estuvo presente en las
exposiciones mundiales desde el principio. Esto se representó por sinécdoque en la Gran
Exposición con el Gran Globo de Wylde, una rotonda de ladrillos en la que entraban los
visitantes para ver moldes de yeso de los continentes y océanos del mundo. Los
principios plasmados en la tTorre Eiffel, construida para la Exposición de París de 1889 y
repetida en innumerables exposiciones posteriores, unió estas dos series e hizo factible el
proyecto de dominio especular al ofrecer un punto de ventaja vista elevado sobre un
micromundo que pretendía ser representativo de la totalidad.
Roland Barthes ha resumido acertadamente los efectos de la tecnología de visión que se
materializaron con la Ttorre Eiffel. En su comentario acerca de que la torre supera “el
divorcio habitual entre ver y ser visto”, Barthes sostiene que adquiere un poder distintivo
de su capacidad de circular entre estas dos funciones de la vista.
Un objeto, cuando lo miramos, se convierte a su vez en mirador cuando lo visitamos,
y ahora constituye como un objeto, al mismo tiempo extendido y recogido detrás de
él, ese París que recién lo estaba mirando. (Barthes 1979: 4).
Una vista en sí misma, se convierte en sitio para una vista; un lugar tanto para ver como
para ser visto, que permite al individuo circular entre las posiciones de objeto y sujeto de
la visión dominante que ofrece sobre la ciudad y sus habitantes. En esto, su efecto de
distanciamien- to, argumenta Barthes, “la ttorre convierte a la ciudad en una especie de
naturaleza; constituye el enjambre de hombres en el paisaje, agrega al mito urbano, con
frecuencia deprimente, una dimensión romántica, una armonía, una mitigación”, y ofrece
“un consumo inmediato de una humanidad vuelta natural por esa mirada que la
transforma en espacio” (Barthes 1979: 8). Es por la visión dominante que ofrece, continúa
Barthes, que para el visitante “la tTorre es el primer monumento obligatorio; es una puer-
ta, marca la transición hacia un conocimiento” (IbidIbídem 14). Y hacia el poder asociado
con ese conocimiento: el poder de ordenar objetos y personas en un mundo por conocer y
desplegarlo ante una visión capaz de abarcarlo como una totalidad.
En The Prelude, William Wordsworth, buscando un punto de ventaja panorámico desde el
cual sofocar el estado de ruido y confusión de la ciudad, invita al lector a ascender con éel
“Por encima de la presión y el peligro de la multitud/Sobre la plataforma de algún actor”,
en la Feria de San Bartolomeo, equiparada con chusmas, disturbios y ejecuciones como
ocasiones en que las pasiones del populacho de la ciudad se manifiestan con expresión
desenfrenada. Sin embargo, el punto de ventajapanorámico no brinda ningún control:
All moveables of wonder, from all parts,
Are here - Albinos, painted Indians, Dwarfs,
The Horse of knowledge, and the learned Pig,
The Stone-eater, the man that swallows fire,
Giants, Ventriloquists, the Invisible Girl,
The Bust that speaks and moves its goggling eyes,
The Wax-work, Clock-work, all the marvellous craft
Of modern Merlins, Wild Beasts, Puppet-shows,
All out-o’-the-way, far-fetched, perverted things,
All freaks of nature, all Promethean thoughts
Of man, his dullness, madness, and their feats
All jumbled up together, to compose
A Parliament of Monsters.
(VIIvii, 684-5; 706-18)
Peter Stallybrass y Allon White argumentan que esta perspectiva de Wordsworth fue típica
de la tendencia de principios del siglo XIX a que el público culto, al abstenerse de
participar en las ferias públicas, también se distanciara de éstas ellas y tratara de obtener
cierto control ideológico sobre las ferias por medio de la producción literaria de puntos de
ventaja vista elevados desde los cuales podía observarlas. Hacia finales del siglo, el do-
minio imaginario sobre la ciudad que brindaba la plataforma del artista se había
transformado en una realidad de hierro, en tanto que la feria, que había dejado de ser un
símbolo de caos, se convirtió en el espectáculo máximo de la totalidad ordenada.
Además, la sustitución de la participación por la observación era una posibilidad abierta a
todos. El principio del espectáculo (que era, según lo resume Foucault, el de volver un
número pequeño de objetos accesibles a la inspección de una multitud) no quedó en el ol-
vido en el siglo XIX: fue superada por el desarrollo de las tecnologías de visión que
volvieron a la multitud accesible a su propia inspección.
Conclusión
En este artículo, he intentado trazar una línea delicada entre las perspectivas de Foucault
y Gramsci sobre el Estado, pero sin tratar de borrar sus diferencias, para forjar una
síntesis de las dos. Tampoco existe una razón apremiante para tal síntesis. El concepto
del Estado es sólo una abreviación conveniente de una gama de agencias
gubernamentales que (como Gramsci fue uno de los primeros en sostener que había que
distinguir entre los aparatos de coerción del Estado y los que se dedican a la organización
del consentimiento) no necesitan concebirse como unitarias en relación con su
funcionamiento o las modalidades del poder que representan.
Dicho lo anterior, sin embargo, mi discusión ha sido sobre todo con (pero no en contra de)
Foucault. En el estudio ya mencionado, Pearson distingue entre los tratamientos “duros” y
“suaves” del papel del Estado en la promoción del arte y la cultura en el siglo xixXIX. El
primero consta de “un cuerpo sistemático de conocimiento y habilidades promulgadas de
manera sistemática para audiencias específicas”. Su campo abarca a las instituciones
educativas que ejercieron control enérgico o cierta medida de restricción sobre sus
miembros y a las cuales emigraron sin duda las tecnologías de autovigilancia desarro-
lladas en el sistema carcelario. En contraste, el tratamiento “suave” funcionó “por el ejem-
plo, más que por la pedagogía; por entretenimiento, más que por educación disciplinada;
y por sutileza y estímulo” (Pearson 1982:35). Su campo de aplicación comprende las
instituciones cuyo control sobre sus públicos dependía de la participación voluntaria de
eéstos.
No parece haber ninguna razón para negar los diferentes grupos de relaciones entre
conocimiento y poder que representan estos tratamientos contradictorios, ni para buscarn
su reconciliación en algún principio común, puesto que las necesidades a las que
respondieron eran diferentes. El problema al que respondía el “enjambre de mecanismos
disciplinarios” era el de conseguir que las poblaciones grandes fueran gobernables. Sin
embargo, el desarrollo de las políticas democráticas burguesas requería que el populacho
no sólo fuera gobernable, sino que aceptara ser gobernado, con lo que se creó la ne-
cesidad de obtener el apoyo popular activo para los valores y objetivos consagrados en el
Estado. Foucault conoce muy bien el poder simbólico de la penitenciaría:
El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que representa el poder y la
riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro sentido y
que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso
en medio de las ciudades del siglo xixXIX, la figura monótona, a la vez material y
simbólica, del poder de castigar.
(Foucault 1977: 116)
Por lo general, los museos también estaban situados en el centro de las ciudades donde
se erguían como representaciones, tanto materiales como simbólicas, del poder de
“mostrar y decir”, el que, al desplegarse en un espacio abierto y público recién constituido,
trataba retóricamente de incorporar al pueblo a los procesos del Estado. Si el museo y la
penitenciaríia eran así representados por Jano como rostro del poder, había no obstante,
por lo menos en términos simbólicos, una economía de esfuerzo entre ellos. Puesto que
quienes no adoptaban la relación tutelar con el ser promovidoa por la educación popular,
o cuyos corazones y mentes no podían ser conquistados
por las nuevas relaciones pedagógicas, los muros cerrados de la penitenciariía
amenazaban con impartir una educación mucho más severa de las lecciones del poder.
Ahí donde la enseñanza y la retórica fallaban, comenzaba el castigo.