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OBRAS libro IV/vol.l WALTER B enjamín Charles Baudelaire, «Tableauxparisiens» Calle de dirección única Alemanes Infancia en Berlín hacia el mil novecientos Imágenes que piensan Satiras, polémicas, glosas Reportajes

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Page 1: Benjamin, Walter - Obras. Libro IV. Vol. I. Apartado Imágenes que piensan

O B R A S libro IV/vol.l

WALTER B e n ja m í n

Charles Baudelaire, «Tableauxparisiens»

Calle de dirección única

Alemanes

Infancia en Berlín hacia el mil novecientos

Imágenes que piensan

Satiras, polémicas, glosas

Reportajes

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Imágenes que piensan (Denkbilder) es el título bajo el que los editores alem anes de las presen­tes Obras completas de W alter B e n ja m ín han reu n id o varios textos qvie tien en u n carácter sim ilar a los del libro titulado Calle de dirección única. E l título procede de uno de esos textos. [N ota del editor español.]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

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W a l t e r B e n j a m í n y Asja L a c i s

NÁP0LES[I]

Eiace ahora uno? años, un sacerdote que había com etido actos consi­derados inm orales era transportado encim a de un carro p o r las calles de N ápoles. Iban paseándolo entre insu ltos. A l dob lar una esquina apareció u n cortejo de boda. E l sacerdote se pon e de p ie , hace el signo de la bendición y todos los que iban tras el carro caen de ro d i­llas. En esta ciudad el catolicism o es capaz de restablecerse en cual­quier situación. Si desapareciera de la faz de la T ierra , el últim o lugar del que desaparecería tal vez no sería Rom a, sino N ápoles.

Este pueblo no puede recrear con más seguridad su rica barbarie, surgida del corazón de la ciudad , que h acién d olo en el seno de la Iglesia. E l necesita al catolicism o, pues éste le p ro p o rc io n a una leyenda —la fecha marcada en el calendario de un m ártir— que legaliza todos sus excesos. A quí nació A lfonso de L igorio , ese santo que flexi- bi.íizó la praxis n orm ada de la Iglesia católica para que p udiera ir siguiendo hábilm ente el o ficio de picaros y putas y controlarlo con la confesión —que él supo com pendiar en tres volúm enes— con pen iten­cias severas o suaves. La confesión, y no la policía, está a la altura de la autoadm inistración tanto del crim en com o de la cam orra.

De esta manera, quien ha sufrido un daño y quiere recuperar lo que le pertenece jamás piensa en llamar a la policía, sino que acude directa­mente a un camorrista o bien lo hace a través de un m ediador civil o un sacerdote. Y entonces acuerdan un rescate. Desde Nápoles a Castellam- mare, por los arrabales proletarios, se extiende el cuartel general de la cauiorra. Pues esta crim inalidad tan peculiar evita aquellos barrios en que quedaría a di sposición de la policía. Está discretamente repartida por la ciudad y su periferia, y esto es lo que la vuelve peligrosa. E l viajero bur­gués que avanza kasta Rom a yendo siempre de una obra de arte en otra como a lo largo de una empalizada no se sentiría a gusto en Nápoles.

I Publicado el 1 9 e agosto de I 9'-45 en Frankfurter %itung. A d o rn o pensaba que la in tervención dt ;\sja L a c is en la redacción de este texto sin duda fue m ín im a, pero no existe base d ocum ental para llegar a esta con clu sió n . T o d o s los demás textos son sólo obra de B e n ja m ín .

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N o había m anera más grotesca para dem ostrarlo que organizando allí un congreso internacional de filosofía. U no que se deshizo en el hum o de la ciudad sin dejar huella, m ientras la proyectada celebra­ción del séptimo centenario de la universidad —a la que debía servirle en calidad de aureola de hojalata— se desplegaba con el rotundo estruendo p ro p io de una fiesta p o p u lar. Los invitados a los que les h ab ían sustraído todo el d in ero y la docum en tación en u n abrir y cerrar de ojos se presentaron apesadum brados a reclam ar en la secre­taría. Pero el viajero banal habitual no se orienta m ejor. E l Baedeker no lo tranqu iliza : aquí no hay m anera de en con trar las iglesias, las esculturas más interesantes están en un ala cerrada del museo y contra las obras de la p intura local previene la palabra « m a n ierism o » .

Lo único de que se puede disfrutar es de su fam osa agua potable. La pobreza y la m iseria se hacen tan contagiosas como se les suele pre­sentar a los n iñ os, y el absurdo m iedo a ser engañado tan sólo es la triste racionalización de aquel sentim iento. S i realm ente, com o dijo Péladan*, el siglo X I X invirtió el orden medieval y natural de las nece­sidades vitales de los pobres, si im puso la vivienda y el vestido a costa de la alim entación , aquí se ha renunciado a estas convenciones. Un m endigo que está tum bado en la calzada y apoyado en la acera, agita su som brero con la m ano com o quien se despide en la estación. Aquí la m iseria te lleva hacia abajo, al igual que hace dos m il años conducía a las criptas: el cam ino a las catacumbas pasa hoy todavía por un « ja r­d ín de los suplicios»**, y sus guías aún son los desheredados. La entrada al hospital de San G ennaro dei Poveri es un com plejo de edi­ficios blancos que se va atravesando p o r dos patios. A ambos lados de la calle están los bancos de los incurables, y cuando sales te siguen con unas miradas que no delatan si se aferran a tus ropas para ser libera­dos o para expiar pecados in n om b rables. E n el segundo patio, las salidas de las habitaciones están enrejadas; tras ellas ios lisiados exhi­ben sus m uñones y su m ayor alegría es ver a los desprevenidos transe­úntes que se asustan al verlos.

* T al vez se tráte del escritor y ocultista francés Jo sé p h in Péladan ( 1 8 5 8 - 1 9 1 8 ) . [N. del T .]

* * A lu sió n al título de u n lib ro de O ctave M irb eau ( l 8 4 8 - i g i 7)- [N . del T .]

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NÁPOLES

U n anciano va haciendo de guía y acerca u n faro l hacia un I nif mentó de algún fresco p intado en los p rim ero s tiem pos del ciislin nismo. Y entonces p ro n u n cia esa palabra que viene siendo maj.;i< n durante siglos; p ro n u n cia : « P o m p e ya » . T od o lo que el fora.sleio desea, adm ira y paga es «P om peya». Y ese «Pom peya» hace irresisl i ble la im itación enyeso de los restos de un tem plo, el collar compuesto de masa de lava y hasta la persona del p io joso guía. E l fetiche es espe cialmente m ilagroso, porque lo han visto m uy pocos de los que viven de él. En todo caso, es más que com prensible que se esté construyendo una flamante iglesia de peregrinación para la milagrosa M adonna que ahí reina. Pues en este edificio , y no en el de los Vettii, vive Pompeya para los napolitanos. A l fin y al cabo, ése es el lugar donde la picaresca y la miseria están en su casa.

Los fantasiosos relatos de los viajeros han coloreado la ciudad, que es en realidad de co lo r gris: ro jo gris, ocre gris y b lanco gris. Y es i i s por com pleto frente al m ar y el cielo. Pero esto no es problem a pan» el visitante. Pues quien no capte las form as tiene poco que ver en esle sitio. La ciudad es rocosa. Vista desde arriba, desde el castillo de San Martín, donde no llegan los gritos, la ciudad parece m uerta al ano checer, se con fun de casi con la roca. A penas si queda una fran ja de orilla, y p o r detrás de ella los ed ificios se agolpan. Las casas de veci nos, con seis o siete pisos, parecen rascacielos en com paración con las villas. Y en la prop ia roca, cuando llega a la orilla, han excavado cue vas. G om o en los cuadros de erem itas del XIV, aquí y allá hay una puerta encajada en la roca. S i la puerta está abierta se ven grandes sótanos, que son al tiem po d o rm ito rio y alm acén. U n os escalones conducen al m ar, bajando hasta los bares de pescadores instalados en grutas naturales. P o r la noche sube desde ellos la luz sin b rillo y la música suave.

La arquitectura es porosa com o lo es esa piedra. C onstrucción y acción se van fundiendo dentro de los patios, en las arcadas y las esca leras. Se preserva el espacio para que le sirva de escenario a unas cons telaciones im previstas y nuevas." Se evita lo defin itivo , lo acuñado. Ninguna situación parece estar pensada, tal com o es, para siem pre, ninguna figu ra im p on e que haya de ser « a sí y no de otra m an era» . Así se alza aquí la arquitectura, la pieza más concluyente que posee la rítmica com unitaria. Civilizada, privada y ordenada sólo en los gran

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des hoteles y en los almacenes de los m uelles; anárquica, enrevesada y p u eb lerin a en las calles del cen tro , hacia dond e h an abierto fin a l­m ente unas grandes avenidas hace apenas hoy cuarenta años. Y sólo en éstas la casa es, en sentido nórdico, célula a partir de la que nace la arquitectura urbana. Por el contrario, en el in terior lo es el bloque de casas, que aparece ensam blado en sus esquinas p o r las im ágenes murales de la V irgen com o si lo cerraran unas grapas de h ierro .

N adie se orienta p o r los núm eros de las casas, pues los puntos de apoyo son las tiendas, las iglesias, las fuentes. N o siem pre son senci­llos de encontrar. Pues la típica iglesia napolitana no resplandece en una plaza enorm e, lim piam ente visible con su nave mayor, su cúpula y su coro . Se encuentra n orm alm en te escondida, em potrada; a m enudo hasta las altas cúpulas sólo se ven desde unos pocos sitios, y ni siquiera entonces es sencillo encontrarlas; pues resulta im posible dis­tin g u ir la masa de la iglesia de la masa com puesta p o r los ed ificios profanos que hay a su alrededor. E l forastero ahí pasa de largo. Pues la puerta no llama su atención, ya que a m enudo es sólo una cortina, m ientras en cam bio para los in iciados es un portal secreto. Só lo un sim ple paso los traslada del revoltijo de los sucios patios a la soledad purificada de la alta y blanca nave de una iglesia. Su existencia privada es la barroca desem bocadura de una vida pública de enorm e intensi­dad. Pues aquí lo privado no se m uestra entre cuatro paredes, con la m ujer y los hijos, sino en la devoción o en la desesperación. Las calles secundarias dejan ir resbalando la m irada p o r sucias escaleras hacia unas tabernas en las que, escondidos tras esas grande cubas que pare-, cen ser colum nas de iglesia, tres o cuatro hom bres beben separados, cada uno en su asiento.

E n aquellos rincones se hace m uy d ifíc il averiguar dónde aún se sigue construyendo y dónde ha comenzado la ruina. Nada está cerrado y t erm inado. Tal porosidad aquí se debe no sólo a la indolencia propia del trabajador m erid ion al, sino ante todo y sobre todo a la intensa pasión de im provisar. Siem pre ha de haber espacio y ocasión para una nueva ocurrencia. Los edificios así son empleados en calidad de teatros populares. Todos están divididos en un sin fín de escenarios animados <le m odo sim ultáneo. E l balcón , el vestíbulo, el porta l, la ventana, como la escalera y el tejado, son palco y escenario al mismo tiem po. La existencia más pobre es soberana, pese a la depravación e hipocresía, de hacerse partícipe de alguna de las irrepetibles im ágenes que ofrece la

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calle napolitana, disfruta plenam ente de su ocio aún sumida en mitad de la pobreza,-contemplando los varios escenarios. Lo que ocurre aquí en las escaleras es la más alta escuela de teatro. Unas que nunca están puestas com pletam ente al descubierto, mas tampoco encerradas den­tro de la caja enrarecida que es la prop ia de la casa nórdica, sino que salen en ciertos puntos de las casas de m anera parcial, doblan la esquina y desaparecen para reaparecer poco después.

La decoración de las calles se encuentra estrecham ente relacionada con la decoración teatral tam bién respecto de los m ateriales. E l papel es el protagonista. Espantamoscas rojos, azules y am arillos, altares de papeles de colores levantados contra las paredes, rosetas de papel envolviendo pedazos de carne cruda. Luego las diversas varietés con svs habilidades específicas. U n o está a rro d illad o en el asfalto, teniendo a su costado una cajita; y en esta calle, que es una de las más a- ,imadas, con algunas tizas de colores pinta en la piedra un C risto, y debajo la cabeza de la V irgen . E n torno a él se va form ando u n corro ; entonces el artista se levanta, y, m ientras espera ju n to a su obra, quince m inutos o incluso m edia hora, los que lo rodean van dejando caer unas m onedas poco a poco sobre los m iem bros, la cabeza y el tronco que com ponen su figura. Hasta que el artista las recoge, todo el m undo se m archa y la im agen al fin desaparece en muy pocos in s­tantes bajo las pisadas que la borran .

O tra de las habilidades que decim os, y no de las más raras, es c jm e r m acarrones con las m anos. A cam bio de d in ero lo hacen delante de los forasteros. Otras cosas tienen sus tarifas. Los vendedo­res pedirán un precio fijo p o r las colillas de los cigarrillos sacadas de las grietas con cuidado tras la hora de cierre del café. (Antes las bus­caban con antorchas). Ju n to a los restos de los restaurantes, cráneos de gatos hervidos y m oluscos, las colillas se venden en los puestos del b arrio del puevto . Y p o r todas partes se oye m úsica: no esa triste, propia de los patios, sino resplandeciente, en plena calle. E l am plio organillo callejero, que viene a ser una especie de xilófono de función vertical, está toao adornado con textos de canciones de colores, que aquí pueden com prarse. U no le da vueltas al m anubrio, y otro acerca el plato a los que se detienen distraídos. A sí, de esta form a peculiar, todo lo alegre es tam bién m óvil: la música, y los helados y juguetes se difunden a lo largo de las calles.

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Esta m úsiquilla es el residuo que queda de los últim os días festi­vos, así com o un p relud io de los próxim os. D ado que, en efecto, el día festivo im pregna de m anera irresistible cada uno de los días labo­rables. La porosidad es de este m odo ley inagotable de esta vida que redescubrim os sin cesar. D igam os que una pizca de dom ingo se encuentra escondida dentro de cada día de la sem ana, y una de cada día laborable se encuentra escondida en el dom ingo.

Y , sin em bargo, no hay una ciudad que se pueda m architar más rápidam ente de lo que lo hace N ápoles en esas pocas h oras que le im pone el descanso dom inical. La ciudad está llena de motivos festi­vos que han ido anidando dentro de lo m enos llam ativo. B ajar ahí las persianas equivale al hecho de, en otras ciudades, izar la bandera. N iños com o teñidos de colores pescan en arroyos color azu1 oscuro y alzan la m irada hacia las torres de unas iglesias m aquilladas de rojo. P o r sobre las calles cruzan cuerdas en las que la ropa está tendida com o banderas en fila. U na especie de soles delicados se inflam an en las cubas de cristal llenas de bebidas granizadas. Y hay pabellones que lucen día y noche con los pálidos ju go s arom áticos en los cuales la leng-ua aprende en qué consiste la porosidad.

Mas cuando la política o b ien el calendario lo deciden, todas estas cosas separadas y ocultas se reúnen en una fiesta ruidosa, que norm al­m ente suele cu lm inar con unos fuegos artificiales sobre el m ar. Así, una única fran ja de fuego se extiende las noches de ju lio a septiembre por la costa entre Nápoles y Salerno. Se ven de repente grandes bolas de fuego ora situadas sobre S o rren to , ora sobre M in o ri o Praiano, pero las hay siem pre sobre Nápoles. E l fuego tiene aquí traje y sustan­cia, y esto p o r más que se encuentre som etido a las artim añas y a las m odas. Cada parroquia debe superar a la fiesta que hacen los vecinos a través de tinos nuevos efectos de luz.

C o n ello se muestra lo que es el elem ento más antigno, que es de o rig en ch in o , esa m agia celeste de los cohetes que se despliegan en form a de dragón, que resulta ser muy superior a la pom pa telúrica: es decir, a los soles pegados al suelo y al crucifijo rodeado p o r el brillo del fuego de Santelm o. E n la playa, los pinos del Ja rd ín Público fo r­man com o u n claustro, y, las noches de fiesta, cuando uno pasa a su través, una lluvia de fuego va an idan do en todas y cada una de sus copas. Pero no es u n sueño. Es la exp losión qu ien obtiene el favor popular de la apoteosis. E n Piedigrotta, la fiesta grande de los ñapo-

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NÁPOLES

lítanos, este gusto in fan til p o r el ru id o m uestra un rostro salvaje. Km la noche del 8 de septiem bre unas bandas de hasta cien personas rcco rren las calles; soplan en cucuruchos gigantescos, cuyas abertura» se revisten co locándoles m áscaras grotescas. Q u ieras o no quieras, te rodean y de la boca de incontables tubos sale un sonido bron co que destroza tu oído. M uchos negocios se basan justam ente en este espec­táculo. Los n iños que vocean los periódicos arrastran a lo largo de la boca los titulares de Roma y del Corriere diNapoli com o si fueran barritáis de regaliz. Sus gritos son m anufactura urbana.

El lucro característico y más propio de Nápoles roza el juego de azar, y además se aferra al día de fiesta. La conocida lista de los siete pecados capitales depositó en Génova la soberbia, la avaricia en Florencia ( I o n

viejos alem anes eran de otra o p in ió n y llam aban « f lo re n c ia r» a lo que se suele llam ar el « a m o r griego »), la lu juria en Venecia, la cólera en B o lo n ia , en M ilán la gula, la envidia en la gran Rom a y la pereza en N ápoles. La lo tería , que en n in g ú n o tro lugar de Italia es más voraz y arrebatadora, es el tipo exacto de la vida económ ica napoli tana. P o r eso, todos los sábados a las cuatro la gente va a agolparse' ante la casa donde se extraen los núm eros. N ápoles es una de las pocas ciudades con sorteo prop io . C o n lotería y m onte de piedad, el Estado atenaza al proletariado: eso que le da con una m ano se lo va quitando con la otra. La em briaguez reflexiva y liberal de los juegos del azar, en que participa toda la fam ilia, es sustitutiva de la alcohólica.

A ella se asimila la vida económ ica. Hay un hom bre al lado de una gran calesa desenganchada y puesta en una esquina. La gente se va agolpando en to rn o a él. E l pescante está ab ierto ; el vend ed or saca algo de dentro y lo va elogiando sin parar. A ntes que puedas verlo, el objeto desaparece sustituido p o r u n papel rosa o verde. E l vendedor lo levanta con su m ano, y lo vende al instante p o r unos pocos cén ti­m os. C o n los m ism os gestos m isteriosos va sustituyendo u n objeto tras otro . ¿H abrá quizá un prem io en ese papel? ¿O b ien hay paste­les con una m oneda al in te r io r de u n o de cada diez? ¿P o r qué la gente es tan ávida y el vendedor tan im penetrable como lo era el mago de A la d in o ? L o que él va vendiendo sólo es pasta de dientes.

La subasta es fundam ental para esta peculiar econom ía. E l vende­dor am bulante que desde las ocho de la m añana ha ido com enzando a desem paquetar sus p rod uctos, com o paraguas, chales y camisas, y a

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írselos m ostrando a ese público siem pre desconfiado, tal com o si él m ism o antes que nadie tuviera que exam inar la m ercancía, y que luego de p ro n to se acalora y p ro p o n e p recios tan fantásticos que ofrece un gran pañuelo p o r quinientas liras, pero luego, una vez que lo despliega, vuelve a plegarlo con gestos de cansancio, rebajando su precio a cada nueva doblez que lo reduce, hasta que, fin alm en te, cuando ya es tan pequeño que lo deja encim a de su brazo, lo acaba vendiendo por cincuenta, se m antiene fiel estrictamente a las más vie­jas prácticas de las antiguas ferias anuales. Se cuentan unas historias muy bonitas de la afición napolitana al regateo. E n una plaza repleta, a una m ujer muy gruesa se le cae su abanico. M ira a su alrededor des­am parada, pues sus form as le im p id en el agacharse para recogerlo . Entonces aparece u n caballero que se declara dispuesto a prestarle él m ism o ese servicio p o r cincuenta liras. N egocian, y la dama recupera su abanico finalm ente p o r diez.

¡B e llo desorden en el alm acén! Pues tanto el alm acén y com o la tienda todavía son aquí lo m ism o: sim plem ente, bazares. L o más habitual es u n pasillo largo . E n uno que está cubierto de cristal hay una herm osa tienda de juguetes (en la que tam bién puede com prarse p erfu m e, e incluso vasos de lico r) com parable a las galerías de lo¿ cuentos. G om o galería, en realidad, se nos abre la calle p rin c ip a l de N ápoles, la V ia Toledo. Es una de las calles con más tráfico de las que hay en el m undo. A uno y otro lado de este estrecho pasillo aparece expuesto todo le que ha llegado a la ciudad portuaria, y todo fresco, crudo, tentador. Solam ente en los cuentos se describe esa h ilera que has de ir recorriendo sin m irar n i a derecha n i a izquierda si no quie­res caer en las m ands del d iab lo . T am b ién aquí hay unos grandes alm acenes, que en las demás ciudades suelen ser el im án que va atra­yendo a los com pradores; mas no tienen encanto, y el surtido que hay en su espacio m inúsculo es su p erio r a ellos. P ero , con unas pocas existencias —como balones, jab ó n o chocolate—, surgen de donde esta­ban escondidos en los pequeños puestos de la venta am bulante.

La vida privada es m estiza, parcelada y p orosa . L o que d istingue a Nápoles del conjunto de todas las grandes ciudades es precisam ente lo que tiene en com ún con cualquier poblado de hotentotes: toda acti­tud o actividad privada se encuentra inundada por corrientes de ur/i in tensa vida com un itaria . E l existir, que para los n o reu ro p eo s sin

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duda es el asunto más privado, aquí es un asunto colectivo, com o en un poblado cíe botentotes.

Por lo tanto la casa no es el re fugio en que entran las personas, sino ese depósito sin lím ites del que las personas van brotan d o . Lo vivo no sale sólo p o r las puertas. Y no va sólo al vestíbulo, donde la gente trabaja sentada en sus sillas —pues tienen la capacidad de co n ­vertir su cuerpo en una mesa—. Los enseres propios de la casa cuelgan de los balcones m uchas veces, com o si fu eran tiestos cargados con plantas. D e las ventanas de los pisos superiores salen en unas cuerdas unas cestas para el correo, la fruta y la verdura.

A l igual que la casa reaparece en la calle, con sus sillas, altar y ch i­menea, tam bién, pero de form a m ucho más ruidosa a su vez la calle entra en la casa. Hasta la casa más pobre está llena de cirios, ju n to a santos de yeso, fotos en m on tón en las paredes y grandes camas de h ierro , al igual que la calle está repleta de carros, de personas y de luces. La m iseria ha llevado aquí a cabo una pecu liar am pliación de los lím ites que es sin duda u n reflejo de la brillante libertad de espí­ritu. Para dorm ir y com er no hay horarios, y a m enudo tampoco hay m lugar.

Cuanto más pobre es un barrio , tam bién más num erosos los figo­nes. E n la calle hay fogones en los cuales cualquiera puede coger lo que precise. Los m ism os platos saben de m anera bastante diferente con cada cocinero; no se guisa al tuntún, sino se hace siguiendo unas recetas muy b ien acreditadas. La form a en que la carne y el pescado están expues' os en el escaparate de la trattoria más pequeña tiene un matiz que alcanza más allá de las exigencias del experto. Este pueblo de viejos m arineros ha creado en el m ercado del pescado un refugio que muestra yn a grandeza holandesa. Estrellas de m ar, pulpos y can­grejos de las ricas aguas de su go lfo cubren todos los bancos y a menudo son devorados crudos sólo con un poco de lim ón. Hasta los banales anim ales terrestres ahí resultan fantásticos. E n el piso cuartoo quinto de estas grandes casas de vecinos puede incluso haber vacas. Los animales no salen a la calle, y sus pezuñas son al fin tan largas que y* no pueden n i ponerse en pie.

Pero, ¿cóm o dorm ir en estas casas? A h í dentro se meten todas las c?mas que caben, pero aunque éstas sean seis o siete, tan sólo suele ser - na m itad dei núm ero de los que viven en ellas. Por eso resulta muy habitual que p or la noche, a las doce, o incluso a las dos, todavía haya

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n iñ os en la calle. A m ediod ía du erm en, tras el m ostrador o er la escalera. Este sueño, que tam bién hom bres y m ujeres recuperan a tre­chos en rin co n es en som bra, no es el p ro teg id o ce los nórdicos. T am b ién a este respecto se entrem ezclan el día y la noche, ruido y silencio, luz exterior y oscuridad interna, el hogar y la calle.

A sí sucede incluso en los juguetes. L lorosa , con los colores páli­dos del KindI de M únich*, se ve a la V irgen en las paredes de las casas. E l N iñ o , que ella extiende com o un cetro, lo encontram os también igual de ríg ido , todo envuelto en pañales y sin brazos n i piernas, en calidad de m uñeco de m adera en las tiendas más pobres de Santa L u c ía . C om pu estos de estas piezas, los m uñecos pueden ponerse donde quieran. E l redentor bizantino, que tam bién lleva un cetro en sus manitas y una varita mágica, sigue hoy m anteniéndose. Detrás se ve una m adera tosca-, sólo se pinta el lado delantero. Traje azul, pun­tillas blancas, orlas rojas y m ejillas rojas.

Pero el dem on io de la im p ud icia se ha in filtrad o en algunos m uñecos, que están expuestos en los escaparates bajo el papel de car­tas, las pinzas de m adera e incluso las ovejas de h ojalata. E n unos barrios tan superpoblados los niños saben todo en cuanto al sexc con enorm e rapidez. S i es que acaso llegan a ser dem asiados, si el padre m uere o si la m adre está enferm a, no hay que recu rrir a los parientes más o m enos cercanos. U n a vecina acogerá a su mesa a un n iño por un tiem po, o incluso a veces durante m ucho tiem po, y de este modo las fam ilias se entrem ezclan en unas relaciones que equivalen a las de una adopción.

Los cafés son los auténticos laboratoriQs de este gigantesco proceso de m ezcla. La vida nunca puede ir a sentarse en ellos para luego estan­carse. Los cafés de N ápoles son siem pre unos sobrios espacios abier­tos del m ism o tipo del café político ; el café burgués y literario propio de V iena es lo contrario . Los cafés napolitanos tam bién son contun­dentes. N o es posib le quedarse m ucho rato en u n o . U n a taza de espresso b ien caliente —esta ciudad es tan in superab le en todo lo que hace a las bebidas calientes com o en sorbetes, heladcs y mantecados—

* El Kindi es u n n iño que desde hace siglos sim boliza a la ciud ad de M ú n ich . [N . delT .]

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MOSCÚ

invita al cliente a salir enseguida. Las m esas b rilla n tanto com o el cobre, suelen ser pequeñas y redondas, y los obesos se han de dar la media vuelta titubeantes en el p rop io um bral. Sólo algunas personas pueden estar sentadas, y eso p o r poco tiem po. Para hacer su pedido, con tres rápidas señas de la m ano les basta.

E l len guaje de gestos aquí llega aún más le jos que en cualquier otro sitio del con ju n to de Italia . La conversación es p o r com pleto impenetrable para el forastero. O rejas, nariz, ojos, pecho y hom bros son como estaciones em isoras que a su vez los dedos van poniendo en marcha. Este reparto se da del m ism o m odo en lo que respecta a su erotismo, con caprichosa especialización. Los diversos gestos auxilia­res, com o los contactos im pacientes, llam an la atención del forastero con una regu larid ad tan extrem ada que excluye el azar. A q u í seria vendido y tra icion ado, pero el bondadoso napolitano lo envía unos kilómetros más allá, lo envía hasta M o ri. Vedere Napoli epoiM ori, le diee utilizando un viejo chiste. «V er Nápoles y después m o rir» , traduce el despistado forastero.

MOSCÚ[2]

i

Al estar en M oscú se aprende a ver a B e rlín m ucho más rápidam ente que no el p ro p io M oscú. Para qu ien vuelve de Rusia, B e rlín parece estar recién lavada. N o hay suciedad, pero tam poco nieve. Se ven las calles tan tristem ente lim pias com o se p ercib e en los dibu jos de Grosz*. Y tam bién resulta más patente la verdad vital que hay en sus tipos. Sucede con la im agen tanto de la ciudad com o de las personas lo m ism o que con la im agen p ro p ia de los estados esp irituales: la

2 Publicado en la revista Die Kreatur en el 1927- [B en jam in estuvo en M oscú entre el 6 de diciem bre de 1 9 2 6 y el I de febrero del año 1 9 2 7 ; fue una época de calm a rela ­tiva: la lu cha entre los dirigentes com unistas p o r suceder a L e n in (que había m u e r­to en enero del 1 9 2 4 ) im p id ió a éstos perseguir intensam ente a los m iem bros de la o p osición . C u a n d o Stalin elim inó a sus rivales, a fines de 19 2 7 » com enzó la fase más brutal de la dictadura soviética. N . del T .]

* G eorge G ro sz (1 8 9 3 - 1 9 5 9 ), dibujante expresionista. [N . d e lT .]

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nueva óptica que se obtiene de ellos es el fru to firm e e indudable ac una estancia en Rusia. C o n ello, aunque conozcas poco a Rusia, lo que vas aprendiendo es a observar y a juzgar a Europa con el conocim iento b ien consciente de aquello que está ocurrien do en Rusia. Eslo es sin duda lo prim ero que obtiene en Rusia el europeo perspicaz. Por eso, la estancia en Rusia es para los forasteros una p ied ra de toque muy precisa. Te obliga a elegir tu punto de vista. Por supuesto, en el fondo, la única garantía del conocim iento correcto es tom ar postura antes de llegar. E n Rusia solamente puede ver el que ya se haya decidido. E n un punto de inflexión histórico como ese que el hecho de la «R usia sovié­tica» tal vez no establece, pero que sí indica, la cuestión no es qué rea­lidad es m ejor, qué voluntad está en el m ejor cam ino, sino más bien: ¿qué realidad se hace convergencia in terior con la verdad?, ¿qué ver­dad se prepara in teriorm ente para converger con lo real? Sólo aquel que dé aquí una respuesta clara es « o b je t iv o » . Pero no fren te a sits contem poráneos (en realidad no se trata de eso), sino antes bien frente a los acontecim ientos (dado que esto es lo decisivo). Sólo aquel que en el seno de la decisión hace una paz dialéctica con el m undo puede cap­tar lo concreto. Pero el que quiera decidirse a partir de « la base de los hechos» verá cóm o los hechos le van dando la espalda.

A l volver descubres sobre todo una cosa: que B erlín es una ciudad desierta. Las personas y grupos que se m ueven p o r sus calles tienen la soledad a su alrededor. E l lu jo de B erlín te parece indecible. Empieza ya en el m ism o asfalto, pues las aceras son de anch ura prin cipesca, convirtiendo al pobre en u n señor que pasea p o r la entrada a su can­tillo . Las calles de B erlín se encuentran p o r tanto regiam ente solita­rias y desiertas. Pero no sólo en el b arrio del Oeste*. E n M oscú hay tan sólo tres o cuatro lugares en los cuales puedes avanzar sin aquella estrategia de em pujar y serpentear que has aprendido en la prim era semana (al tiempo que la técnica de moverse en el h ielo). Guando lle ­gas al bulevar Staleshnikov, respiras aliviado: p o r fin puedes detenerte descuidado ante los escaparates y seguir tu cam ino sin participar en el lento serpenteo al que la estrecha acera ha acostum brado a la mayorí i.

E n el distinguido b arrio del O este tran scu rrió enteram ente la in fan cia de B e n ja m in ; véase en este volu m en el lib ro de 1 9 3 2 - 1 9 3 8 titulado Infancia en Berlín hacia el mil novecientos. [N . del T .]

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Pero ¡qué lleno (y no sólo de un núm ero sobreabundante de p erso­nas) se encuentra M oscú, y qué vacío y m uerto está B erlín ! E n M oscú las mercancías salen de las casas p o r doquier, se disponen colgadas en las vallas, se apoyan en las verjas y reposan sobre el pavim ento. Cada cincuenta pasos hay m ujeres vendiendo cigarrillos, m ujeres con fruta, mujeres con dulces. T ien en al lado un cesto para transportar la m er­cancía, y a veces tam bién un pequeñ o trin e o . U n trapo de lana de colores protege ahí del frío a las manzanas o naranjas que venden, y arriba del todo hay dos ejem plares com o m uestra. A l lado aparecen figuras de azúcar, caram elos y nueces. Es com o si, antes de salir de casa, una abuela buscara todo lo necesario para conseguir sorprender a sus nietos. A hora se ha detenido en plena calle a descansar un poco. En las calles de B erlín no hay estos puestos con trineos y sacos, y bás­culas y cestos. Com paradas con las calles de M oscú, las de B erlín son una pista de carreras vacía y lim p ia p o r la cual los corred ores en su com petición de una semana avanzan sin sentido, inconsolables.

La ciudad parece ya entregarse en la estación de ferrocarril. Los quios­cos, las lámparas de arco y los bloques de casas de repente cristalizan en figuras que sabem os que nunca volverán. Pero esto se deshace en cuanto busco nom bres. Tengo que retirarm e para hacerlo ... A l p rin ci­pio no se ve nada más que la nieve: la nieve sucia que ya ha ido fra ­guando y la lim pia que avanza lentam ente. Guando llegas, comienza el estadio im Vntil. E n el grueso h ielo de estas calles hay que volver a aprender a andar. La selva de casas es tan im penetrable que la m irada sólo capta lo que brilla. U n luciente rótulo con la inscripción « K é f ir » resplandece al in icio de la noche. Y la percibo como si la Tverskaia, la vieja calle hacia T ver que sigo ahora, en realidad fuera una carretera y alrededor no se viera nada más que la inm ensa llanura. Antes de des­cubrir el verdadero paisaje de M oscú, antes de ver su río verdadero, y antes de encontrar sus verdaderas alturas, cada cruce se vuelve para mí la sospecha de un río , cada núm ero inscrito en un portal es una señal trigonom étrica y cada una de sus plazas gigantescas parece ser un lago. Cada paso en efecto se da aquí sobre u n suelo con nom bre. Y en cuanto ve uno de esos nom bres, la fantasía construye todo un barrio en un momcr- o en torno a ese sonido. Luego esto va a ir contradiciendo

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soviets, ya no se pueden masticar en público). Los puestos de com ida se am ontonan alrededor de las bolsas de trabajo. E n ellos se venden pasteles calientes y salchichas asadas en rodajas. Pero todo sucede en el silencio, sin que se escuchen gritos n i pregones com o esos que em iten los vendedores del sur. A q u í los vendedores se dirigen a los diferentes transeúntes con discursos serios, reposados, susurrados incluso, que tienen algo de la hum ildad de los m endigos. Só lo una casta recorre ru idosa las calles: los traperos, siem pre con su saco a las espaldas; su grito m elancólico resuena a través de cada b arrio una o varias veces p o r sem ana. La venta am bulante es en parte ilegal y p o r eso procura no llam ar la atención . U nas m ujeres que llevan en las m anos, sobre una capa de paja, algo de carne cruda, o un jam ón , o u n pollo , están puestas de pie y ofrecen su m ercancía a los que pasan. Son vendedo­ras que carecen de perm iso. Son dem asiado pobres para pagar la tasa de u n puesto de venta y no tien en el tiem po de hacer cola durante muchas horas para obtener una concesión sem anal. S i de p ro n to se acerca un m iliciano, ellas salen corriendo a toda prisa. La venta calle­je ra se cu lm ina en los grandes m ercados de la Sm olenskaia y del A rbat. Pero tam bién de la Sujarevskaia. Este m ercado, que es el más fam oso, se encuentra debajo de una iglesia que se alza con sus cúpulas azules p o r sobre los puestos. Pero antes se pasa p o r el b arr io de los chatarreros, que depositan sin más sus mercancías encim a de la nieve. A q u í hay m uchas viejas cerraduras, ju n to a cintas m étricas, h e rra ­m ientas, enseres de cocina, y m ucho m aterial e lectrotécn ico. T am ­bién se hacen aquí reparaciones; p o r ejem plo, he visto soldar con un soplete. Pero no hay asientos, y todo el m undo está puesto de pie , o hablando o ven d ien d o . E n este m ercado se recon oce la fu n c ió n arqu itectónica de la m ercancía: los trapos y las telas van form and o pilastras y columnas; los zapatos, walinki, que cuelgan de los cordones encim a de las m esaj del m ostrad or, sirven de tejado a cada puesto; unas grandes garmoshkas (acordeones) form an m uros sonoros, como si fu eran m uros de M em nón*. N o sé si en los m uy escasos puestos

* A lu sió n a los colosos de M e m n ó n , dos esculturas de p ied ra que flanqueaban la entrada a l ^ m p lo fu n erario del faraó n egipcio A m e n o fis III. A consecuencia de las grietas provocadas p o r u n terrem oto, la escultura ubicada al n orte em itía sonidos m isteriosos cuando iba avanzando la m añana, tan p ro n to com o el So l calentaba la piedra. [N . del T .]

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donde se ven im ágenes de santos todavía se vend en en secreto esos extraños iconos cuya venta ya p ro h ib ió el zarism o. E n ellos puede verse a la Madre de D ios con sus tres m anos. Está sem idesñuda. Desde el om bligo asciende una m ano robusta y b ien form ada. A derecha e izquierda se extienden las otras dos, que hacen el gesto de la b en d i­ción. Las tres manos sirven com o sím bolo para la Santísim a Trin idad.Y he visto otra im agen de la M adre de D ios que nos la muestra con el vientre abierto, de ahí salen nubes en lugar de tripas, y en m edio de ellas baila el N m o Jesús, que sujeta un v io lín con una m ano. Gom o la venta de iconos tam bién form a parte del com ercio de im ágenes en papel, estos puestos de im ágenes de santos se en cuen tran situados junto a los puestos de papelería, rodeados p o r tanto por diversas im á­genes de Len in , al que representan detenido entre dos gendarm es. La abigarrada vida callejera no desaparece p o r com pleto de noche. E n la oscuridad de los portones te encuentras pieles en m ontones tan altos como casas. Los serenos se acurrucan dentro, sentados en sillas, y, de vez en cuando se levantan, siem pre muy lentam ente.

4Los niños son im portantes en la im agen de las barriadas proletarias. A hí son más num erosos que en cualquier otro b arr io , m oviéndose por ellos con mucha más decisión y diligencia. Pero todos los barrios clf’ M oscú rebosan de n iñ o s, y en ellos ya hay una je ra rq u ía com u ­nista. En lo máp alto están los komsomoles, porque son los mayores; tie­nen sus clubes en todas las ciudades, siendo el m ejor vivero que tiene partido. Los n iñ os más pequeños a los seis años se convierten en < p io n e ro s» . T am bién ellos se reú n en en sus clubes y llevan puesta una corbata re :a com o su orgulloso distintivo. Por ú ltim o, los bebés se denom inan '< octubres» (como también « lo b o s» ) desde el instante en que saben señalar al retrato de Len in . Pero aún siguen existiendo los depravados, anónim os y tristes besprizornie. D urante el día suelen estar solos; cadp. uno hace la guerra p o r su cuenta. De noche se re ú ­nen ante las fachadas chillonas y b rillan tes de los cines para fo rm ar tropeles; a los rorasteros les advierten que es m ejor no dar con estas bandas en las nocturnas calles so litarias. Para atender a estos n iños díscolos, siem pre desconfiados y amargados, los profesores no tienen m¿s rem edio tn.- salir a p o r ellos a la calle. E n los distintos barrios de

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M oscú existen hace años los llamados «locales para niños>>. N orm al­mente se encuentran dirigidos p o r una em pleada que sólo suele tener u n ayudante. Su tarea consiste en abordar a los niños que andan por su barrio . Se reparte com ida y se organizan juegos. A l prin cip io vie­nen veinte o cuarenta n iños; pero cuando una directora hace b ien su trabajo, a las dos semanas pueden ser ya varios centenares. Los m éto­dos pedagógicos tradicionales nunca sirven de m ucho al parecer con estas masas de n iñ os. Para llegar a ellos, para conseguir ser oído por ellos, hay que hablarles directa y claram ente, de la misma m anera que se habla en la calle, igual que en la vida colectiva. E n la organización de estas bandas de n iñ os la po lítica no es una tendencia, sino un objeto de estudio tan directo y tan obvio, un m aterial tan claro y evi­dente com o lo son com ercios y muñecos para los niños burgueses. Si tenem os en cuenta que la d irectora está obligada a supervisar a los n iñ o s ocho horas al día, es d ecir, m an ten erlos ocupados, y, por supuesto, darles de com er, llevando la contabilidad de lo que se gasta en leche, pan y otros materiales, si tenem os en cuenta que la directora es responsable para todo esto, nos resulta evidente que este tipo con­creto de trabajo deja muy poco tiem po a la vida privada de aquel que lo ejerce. Pero en m edio de todas las imágenes de una m iseria infantil no superada, el que preste atención verá una cosa: el orgullo liberado de los p ro letarios concuerda com o tal con la actitud liberada igual­m ente de los n iños. A l visitar los museos de M oscú, la m ejor sorpresa es contem plar cóm o los n iños y los trabajadores se van m oviendo con norm alidad por todas estas salas, ya sea en grupos (a \eces girando en torno a un guía) o de m anera individual. Pues aquí no se ve ese des­án im o de los m uy escasos p ro letario s que apenas se atreven a m os­trarse a los demás visitantes de nuestros m useos. Por cuanto en Rusia el proletariado ha empezado realm ente a tom ar posesión de la cultura burguesa, m ientras que en A lem an ia los pocos p ro letario s que lo in tentan parece que estuvieran p reparán d ose a u n ro b o . Por supuesto, en M oscú hay tam bién algunas colecciones en las que los trabajadores y los n iños parecen sentirse a gusto en seguida. Por e jem plo , el M useo P olitécn ico , con sus m illares de experim entos y aparatos; docum entos y maquetas sobre la h istoria del trabajo y de la industria . O tro ejem plo es el M useo del Ju g u ete , que, bajo la exce­lente dirección de Bartram , ha ido reuniendo una instructiva y valiosa colección de juguetes rusos, resultándoles útil por igual a los investí-

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gadores y a los n iñ os, que se pasean horas p o r sus salas (a m ediodía hay un gran teatro gratuito de títeres, al que sólo resulta com parable en belleza el del Luxem burgo p a ris in o ). O tro ejem plo más es la famosa G alería Tretiakov, que nos perm ite com prender p o r vez p r i­mera lo que sign ifica la p in tu ra de gén ero , y además p o r qué es tan adecuada en el caso concreto de los rusos. E l proletario halla aquí los diversos temas de la h istoria de su m ovim iento : « C o n sp irad o r so r­prendido p o r los gen d arm es» , «R egreso de un desterrado de S ibe- r ia » , « L a pobre institutriz en el día en que em pieza a trabajar en la casa de un rico com ercian te» . E l que estas escenas estén representa­das a la m anera prop ia de la p intura burguesa sin duda que no es algo negativo, sino que las acerca más al público que ahora las contem pla. Gomo Proust señala varias veces, la educación artística no viene direc­tam ente fom entada p o r la con tem plación de «o b ras m aestras» . El niño o el p ro letario que se están educando considera que son obra» maestras cosas distintas que un co leccion ista . Estos cuadros tienen para él sign ificado sólido, aunque efím ero , m ientras el criterio más estricto sólo le es necesario fren te a aquellas obras actuales que se refieren a él, o a su trabajo y a su clase,

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La m endicidad no es agresiva, como sucede en el sur, donde el insist ir del andrajoso delata un resto de vitalidad . A q u í, la m endicidad es como una gran corporación de m oribundos. Las esquinas de las callr.s de muchos barrios se encuentran ocupadas p o r fardos llenos de andra jos: camas del gigantesco lazareto tendido al aire libre y llam ado « M o sc ú » . U n os largos discursos im p lorantes se d irigen a todos I o n

que pasan. U no de los m endigos va em itiendo un largo quejido en voz muy baja en cuanto ve acercarse a una persona de la que espera algo; a.si aborda a los forasteros que no saben ruso . O tro m endigo adopta la actitud de aquel pobre para el cual San M artín está partiendo su abrigo con la espada en los cuadros antiguos: se arrod illa con los dos bra/.os extendidos. Poco antes de las Navidades, dos muchachos cubiertos con harapos se sentaban cada día en plena nieve ante la fachada del Musco de la R evolución , realizado lo cual llo riq ueaban . (N unca habrían podido hacerlo así ante las puertas del viejo C lub Inglés, que era el rná,s distinguido de M oscú, al que antes perteneciera ese ed ificio). Habría

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que conocer tan b ien M oscú com o realm ente lo conocen estos niños m endigos. E llos saben que en un cierto m om ento y que ju n to a una cierta tienda hay un rin có n al lado de la puerta en el que pueden calentarse durante diez m inutos; ellos saben, en dónde, durante cierto día de la semana y a cierta h ora del día pueden conseguir para com er unos m endrugos de pan, y dónde habrá después u n sitio lib re para poder dorm ir entre -anas cañerías apiladas. H an convertido su m endi­cidad en una form a de arte con variaciones y esquemas incontables. C o n tro la n en los rincones anim ados a los que van a la panadería, hablan con un diente y lo van siguiendo e im plorando, hasta que les da un trozo de su b o llo . Otros están apostados en una estación grande del tranvía, entran en un vagón, cantan una canción y ju n tan unos kopeks.Y hay algunos lugares, en realidad muy pocos, donde la venta am bu­lante tiene el aspecto de la m endicidad. U n os cuantos m ongoles se apoyan en la pared de K ita i G orod . Apenas se separan cinco pasos los unos de los otros para vender sus carteras de p iel; y, cada uno de ellos, tiene exclusiva y justam ente la misma m ercancía. T ie n en que estar de acuerdo sin duda enlre ellos, pues no pueden hacerse com petencia de fo rm a tan in ú til. M uy probablem ente, en su país el invierno no sea m enos duro, y sus abrigos deshechos en harapos no son peores que los de los nativos. Pero, a pesar de ello, estos m ongoles son las únicas p er­sonas en M oscú a las que compadeces p or el clim a. Hay incluso algu­nos sacerdotes que piden lim osna con destino a su iglesia. Pero es raro ver que alguien dé algo. La m endicidad aquí ha perdid o su base más sólida, es decir, esa mala conciencia social que abre los bolsillos más fácilmente que la com pasión. Por lo demás, parece una expresión de la inm utable m iseria de estos m endigos (o quizá sólo sea consecuencia de una organización inteligente) que de todas las instituciones de M oscú ellos sean los únicos fiables, y que conserven siem pre su lugar mientras todo cambia en torno a ellos.

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Cada pensam iento, cada día y cada vida se ve aquí com o puesto sobre la mesa de un lab o rato rio . Y cual si fuera u n m etal del que hay que extraer p o r cualquier m edio cierto m aterial desconocido, hay que hacer con él experim entos hasta el más completo agotam iento. Y n in ­gún organism o, n i n inguna posible organización, puede sustraerse a

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este proceso. Los em pleados son reagrupados y trasladados en el in te­rior de las empresas, las oficinas en los edificios, y los muebles, en fin , en las viviendas. Las nuevas ceremonias destinadas a im poner un n om ­bre, del m ism o m odo que los m atrim onios, se celebran se celebran dentro de los clubs com o si fueran instituciones experim entales. Los reglamentos cambian de un día para otro, pero también las paradas del tranvía; las tiendas se convierten en restaurantes y, semanas después, en o ficinas. Esta asom brosa reord en ación (que aquí llam an « rem o n ta») afecta no a M oscú: a toda Rusia. D icha pasión contiene tanto una ingenua voluntad de hacer el b ien com o una in fin ita curio­sidad. M uy pocas cosas determ inan actualm ente con más fuerza a Rusia. E l país está movilizado día y noche, y tam bién el partido, antes que nadie. L o que sin duda distingue al bolchevique, al com unista ruso, de sus camaradas de occidente es su disposición sin condiciones a una completa movilización. La base de su existencia es tan exigua que el bolchevique está siem pre perfectamente dispuesto a la partida. Pues, de lo contrario, no estaría a la altura propia de esta vida. ¿E n qué otro lugar es hoy posible que un día un destacado m ilitar sea nom brado director de un gran teatro? E l actual director del Teatro de la Revolu­ción es de hecho u n antiguo general. Es verdad que era un escritor antes de convertirse en general victorioso. Pero además, ¿en qué otro país se podrían o ír unas historias como la que contaba el otro día por ejemplo el porLero de m i h otel? Hasta el 19 2 4 trabajaba en el K re m ­lin . Pero u n día le vino u n im previsto y fuerte ataque de ciática. E l partido hizo quf. lo trataran sus mejores m édicos, lo envió a C rim ea a tomar allí baños de barro , lo sometió a radioterapia. Com o nada tuvo éxito, le d ijeron: «U sted necesita un puesto en el que pueda cuidarse, estar sentado en un lugar caliente, no tener que moverse en absoluto». Al día siguiente era portero de un hotel. Cuando se cure, retornará al K rem lin . A l fin y al cabo, la salud de los camaradas es propiedad valio­sísima del partido, que, en determ inadas circunstancias, puede adop­tar cualquier m edida que crea necesaria en relación con la conserva­ción de una persona, incluso sin tener que consultarle. A sí lo expone al menos Borís Pilniak en uno de sus m agníficos relatos*. U n alto fun -

Borís Pilniak, Cuento de la Luna no apagada, del año 1927; el protagonista de esta n ove­la es el general M ijaíl V . Frunze ( 1 8 8 5 - 1 9 2 5 ) . N acid o en 189 4., fue deportado en 1 9 3 5 ; no se sabe cuándo m u rió este escritor. [N . del T .]

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cionario es operado contra su voluntad, y por fin muere. (Pilniak m en­ciona un nom bre muy famoso entre los de los m uertos de los últimos años). N ingún saber ni capacidad se queda aquí sin ser aprovechado por la potente vida colectiva. E l especialista es el m odelo de una completa objetividad, siendo p o r ello el único ciudadano que representa aquí algo efectivo fuera del círculo de la acción política. A veces, el respeto que éste inspira roza claram ente el fetichism o. A sí, la Academ ia de la G uerra contrató como profesor a un general que tenía una fama terro­rífica por su com portam iento en la G uerra C ivil. Iba haciendo ahorcar sin más preámbulos a todos los prisioneros bolcheviques. Los europeos no podemos com prender este punto de vista, que subordina el prestigio ideológico a las condiciones objetivas. Pero este hecho también es carac­terístico en el lado contrario. N o sólo los militares del im perio zarista de repente se ponen , com o es sabido, al servicio de los bolcheviqxies. C o n el tiem po, también los intelectuales regresan com o especialistas a los puestos que sabotearon en la G u erra C iv il. La oposición com o se entiende en Occidente —inteligencia que se encuentra al margen y que languidece bajo el yugo— no existe, o m ejor dicho: ya no existe. O firmó un alto el fuego con los bolcheviques —con algnnas reservas— o ha sido sin más exterminada. H oy en Rusia no hay otra oposición, en especial fuera del Partido, que la más leal. Pues esta nueva vida sin duda es una carga muy pesada para el que la observa desde fuera. Soportar esta vida ociosam ente es del todo im posible, pues, en cada uno de sus detaíles, sólo se vuelve herm osa y com prensible a través del trabajo. Incorporar unas ideas propias a un campo de fuerzas presupuesto, poseer un man­dato por más que éste sea virtual, el contacto organizado y garantizado con los diferentes cam aradas... esta vida se encuentra tan ligada a estas cosas que el que renuncia a ellas o el que no las puede conseguir se atro­fia espiritualmente por completo com o si estuviera algunos años ence­rrado solo en una celda.

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E l bolchevism o ha elim inado p o r com pleto la vida privada. Los car­gos, la política y la prensa son tan poderosos que no queda n i tiempo para intereses que no confluyan con ellos. P or lo dem ás, tam poco queda espacio. Las viviendas que antes albergaban en sus cinco u ocho habitaciones a una sola fam ilia ahora acogen tranquilam ente a ocho.

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Al entrar a una casa se está entrando a una pequeña ciudad o a vece,s incluso a u n hospital de cam paña. Y a en el m ism o vestíbulo puedes dar con camas. Entre las cuatro paredes tan sólo se pernocta, y por lo general el escaso in ven tario es todo cuanto queda de los trastos pequeñoburgueses, que resultan aún más deprim entes porque la casa tiene pocos m uebles. A l m ob iliario pequeñoburgués le pertenece el com pleto con ju n to : algunos cuadros tien en que cub rir las paredes; unos alm ohadones, el sofá; unas fundas, los m ism os alm ohadones; unas figuras cubren las repisas; cristales de colores las ventanas. (Todas estas viviendas pequeñoburguesas son cam pos de batalla po l­los cuales ha ido pasando, victoriosa, la furia m ercantil del capital; nln ya no puede darse nada hum ano). De esto sólo han quedado algunas cosas. Todas las sem anas, p o r ejem plo, cam bian de sitio los muebles en unos cuartos ya casi vacíos: es el único lu jo que la gente se perm ite con ellos, siendo al tiem po un m edio radical para expulsar de la casa hasta la ú ltim a h uella de « c o n fo r t» , ju n to con la m elancolía tan intensa que se paga siem pre por tenerlo . Todos soportan su existencia ahí dentro porque su m odo de vida les ha alejado de ella. Su residen cia ahora es la o ficina, es el club, es la calle. D el viejo ejército de íun cionarios móviles aquí sólo se encuentra lo que fuera su train. Las coi- tinas y b iom bos, que sólo suelen llegar a m edia altura, m ultip lican por fuera el nú m ero de habitaciones d isp on ib les. Pues cada ciuda daño sólo tiene derecho a trece m etros cuadrados de superficie habi table. P o r la vivienda paga de acuerdo con sus ingresos. E l Estado —aquí todas las casas son de su propiedad— les cobra un rublo al mes a los parados a cuenta de la misma superficie p o r la que, quienes tienen más d inero , pagan sesenta rublos y hasta más. Q uien pretenda dispo - ner de más espacio del establecido de ese m odo sin duda ha de pagar una cantidad con sid erab le si no lo puede ju s tific a r lab ora lm en le . Adem ás, apartarse del cam ino m arcado conduce a un aparato buró crático enorm e, así com o a unos costes gigantescos. E l afiliado a un sindicato que presenta un certificado de enferm edad y sigue el prot e dim iento norm alm ente previsto puede alojarse en un m oderno sana torio, acudir en C rim ea a un balneario y som eterse a costosos trata m ientos con rayos sin pagar un céntim o p o r ello . Pero el que esté al margen del sistema puede ped ir lim osna y arru inarse si no es miern bro de esa nueva burguesía que sí puede pagar varios miles de rublo* para conseguir el tratam iento. Las cosas que no se pueden justificar ni

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in terio r del m arco colectivo exigen un desproporcionado sacrificio . Por la misma razón no hay «vida h ogareñ a» , n i cafés tam poco. Libre com ercio y libre inteligencia han sido totalm ente elim inados. Esto ha quitado a los cafés su público . Para despachar los asuntos privados ya sólo quedan el club y la oficina. Pero ahí se actúa siem pre a las órd e­nes de ese nuevo b)>t, lo que significa el nuevo entorno para el que sólo existe la función clel creador colectivo. Los nuevos rusos piensan que ese m edio es hoy el único educador fiable.

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Para los ciudadanos de M oscú cada día está siem pre repleto. A todas horas se celebran reuniones en oficinas, fábricas y clubs; a m enudo no disponen de un lugar, así que se celebran en el ángulo de una redac­ción b ien ruidosa o en una mesa de cantina. Siem pe hay una especie de selección natural y com o una lucha p o r la vida en cada una de estas reuniones. E n cierto m odo, es la sociedad la que las diseña y planifica, siendo tam bién la que las convoca. Pero esto tiene que hacerse muchas veces hasta que una de tantas reuniones sale p o r fin b ien , es capaz de vivir, está adaptada, tiene realmente su lugar. Q ue nada pase como está pensado, que nada ocurra como se esperaba, esta expresión banal de lo real com o lo conocem os en la vida se m anifiesta aquí en cada caso de m odo tan intenso e inquebrantable que el fatalismo ruso se vuelve cla­ram ente com prensib le. S i en el con junto de lo colectivo se im pone gradual y lentamente lo que es el cálculo civilizatorio, por el m omento esto sólo va a com plicar aún algo la cuestión. (Una casa que sólo tiene velas está más preparada que una casa que tiene luz eléctrica, pues la central eléctrica se viene estropeando sin p arar). Pese a la actual « racio n alizació n » , el valor del tiem po no es conocido n i siquiera en la prop ia capital de Rusia. E l Trud, el Instituto Sindical de Estudio de las Ciencias del Trabajo que dirige Gastiev, im pulsó una campaña con carteles por la m ejora de la puntualidad. Desde entonces muchos relo­je ro s se haii establecido aquí, en 'M oscú, donde se agolpan de form a todavía medieval y gremial entre Kusnetzky Most y la Uliza Gerzena, en el con junto de unas pocas calles. Pero ¿q u ién los va a necesitar? El dicho « E l tiempo es o ro » , cosa que de m odo sorprendente se le atri­buye a L e n in en algunos carteles, m uestra u n sentim iento p o r com ­pleto ajeno a los rusos. Los rusos pierden el tiempo en cuanto pueden

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(Se p o d ría d ’ cir que los m inutos son com o u n aguardiente del que nunca se hartan, de m anera que el tiem po los em briaga). C uando en plena calle ruedan alguna escena para una película, los que pasan olvi­dan dónde iban, observan el rodaje durante horas y llegan perturbados al trabajo. Parece pues que el ruso va a seguir siendo «asiático» en lo que hace al tiem po. U na vez tuve que ped ir que m e despertaran a las siete: « P o r favor, m añana llám enm e a las s ie te » . Lo cual in sp iró al Schwejzar, como llaman al portero del hotel este m onólogo más que sha- kespeareano: « S i pensam os en ello, despertarem os; si no pensam os, uo nos despertam os. Por lo general pensam os en ello, y entonces sin duda despertamos. Pero aveces sin duda lo olvidamos, al no pensar en ello. Entonces, claro es, no despertamos. Porque no es nuestra obliga­ción; pero si se nos ocurre, sí lo hacemos. ¿ A qué hora querrá que lo despierto? ¿A las siete? Vamos a apuntar. Ya ve que dejo esta nota aquí. S in o lavem os, no lo despertarem os. Pero, generalm ente, desperta­m os». La unidad de medida tem poral es la palabra ssitschass, que signi­fica « e n seg u id a» . Eso lo puedes o ír com o respuesta diez, veinte o treinta veces, y pasan horas, días o semanas hasta que la prom esa al fin se cumple. No es fácil o ír un « n o » como respuesta. Y es que de la res­puesta negativa ya se encarga el tiem po. De ahí que las catástrofes tem ­porales y las colisiones en el tiem po estén a la orden del día, com o la «rem o n ta» de que hablam os. G racias a ellas cada h ora está repleta, cada día es agotador, cada vida se vuelca en el instante.

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Ir en tranvía p o r M oscú es ante todo una experiencia táctica. E l que llega aprende aquí a adaptarse al ritm o pecu liar de la ciudad y de su población, mayoritariam ente campesina. Y tam bién ve cómo se entre­mezclan el impulso técnico y la form a de existencia prim itiva: el expe­rim ento hist órico universal que es el p ro p io de la nueva Rusia lo reproduce a pequeña escala un viaje cualquiera en el tranvía. Las revi- soras, envueltas en su abrigo, se sientan en su sitio en el tranvía como las mujeres samoyedas en el in terior de su trineo. La subida a un vagón que va repleto exige siem pre algunos em pujones hechos de resistencias y de impulsos que se desarrollan en silencio y con una gran cord ia li­dad. (Nunca he oído pronunciar n i una mala palabra en esta delicada circunstanci V U na vez dentro, empieza la aventura. Por las ventanas

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siem pre congeladas nunca se ve dónde está el tranvía. A un qu e, si lo averiguas, no te sirve de m ucho. E l cam ino hacia la salida queda obs­truido por el tapón hum ano. Dado que se sube por ia parte trasera y se baja por la parte delantera, hay que abrirse paso a través de la masa. En general, el viaje se produce a em pellones; y, en las estaciones im p or­tantes, el tranvía casi se vacía. A sí tam bién en el caso de M oscú el trá­fico es sin duda en buena parte un m oderno fenóm eno de masas. Pue­des toparte una caravana de trineos que im pide pasar p o r un? calle, dado que la carga que exigiría un camión va siendo parcialmente trans­portada mediante cinco o seis grandes trineos. Y aquí los trineos pien­san siem pre p rim ero en el caballo, sólo después en el pasajero. A de­más, no conocen ningún lu jo. U na bolsa de paja para el caballo y una m anta para el pasajero : de verdad eso es todo. E n el banquito sólo caben dos personas; y, com o no hay respaldo (si no llamamos así a un bord e b ajo ), hay que m antener el eq u ilib rio en las m uchas curvas repentinas. Todo está hecho pensando en ganar la mayor velocidad; los viajes largos no son recom endables en cuanto hace frío , p o r más que las distancias son enorm es dentro de este pueblo gigantesco. E l trineo, el iswoschtschik, va avanzando m uy pegado a la acera. E l cliente no va com o sentado en un trono, no queda p o r encim a de la gente, y con su manga roza a los peatones. Esto es una experiencia sin duda incom pa­rable para el tacto. M ientras los europeos van viajando a gran velocidad m ientras disfrutan de su señorío y superioridad sobre la gente, el mos­covita viaja introducido en un trineo pequeño, mezclado con las per­sonas y las cosas. G uando además lleva una caja, una cesta o un niño —el trineo es el m edio de transporte más barato par?, todas estas cosas—, el moscovita se ve en verdad em butido en el trajín de la calle. A quí no hay ya mirada desde arriba, sino tan sólo un roce delicado, y percibido a gran velocidad, con las piedras, personas y caballos. De este modo, te sientes com o ^.n niño que se va deslizando p o r su casa sobre una sillita.

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La Navidad es una fiesta del bosque ruso. C o n sus abetos, sus velas y sus adornos se instala p o r semanas en las calles. I ues el Adviento de los cristianos ortodoxos se une a la Nochebuena de los rusos que cele­bran la fiesta según el calendario occidental, que es tam bién ahora el nuevo calendario, el o ficialm ente establecido. C reo que en ningún

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otro lugar se ven unos adornos tan bonitos colgados de los árboles de Navidad. Hay barquitos y pájaros y peces, y casit as y frutas que se ¡igol pan en tiendas y m ercados callejeros, y elNM useo K ustarny, dedicado al A rte P opu lar m onta en este tiem po cada año una especie de leí m navideña. E n una cruce en con tré a una m u jer que vendía adorno-i para el árbol. Aquellas bolas rojas y am arillas relucían al Sol; como un cesto encantado de manzanas dentro del cual ro jo y am arillo se repar ten en frutas diferentes. Los abetos van atravesando por la calle en 11 i neos. Los pequeños los adornan sólo con cintas de seda; en la» eaqui ñas hay unos bosquecillos con trenzas azules, o rosas o verdes. (Ion ello los ju gu etes navideños van d icien d o a los n iñ o s, aunque Nnn Nicolás no sea aquí el que los haya traído, que ellos proceden de hn profundidades de los bosques de Rusia. Es com o si la madera verde ciera sólo en m anos rusas. La madera verdece y enrojece y se cubre de oro, tom a el co lor azul y, finalm ente, se congela negra. Y es que ¡ule más, en ruso, « r o jo » y « b e llo » son la m ism a palabra. Y sin duda la leña que va ardiendo dentro de la estufa es la más mágica de las Irain form aciones de todo el bosque ru so . La ch im enea no parece arder m ejor en n ingún sitio com o aquí. E l fuego prende en todas las made ras que antes el cam pesino talla y pinta. Y , cuando las cubre con bar niz, hay fuego congelado en sus colores. R o jo y am arillo en la baln laika, com o negro y verde en la garm oschka, que es ese p e q u e ro acordeón de los n iños, y además todos los matir~s en los treinta y »ei» huevos encerrados unos dentro de otros. Pero tam bién la noche <le los bosques vive en la m adera. A h í están las pequeñas y pesada» enja»

con el in terio r ro jo escarlata: fuera, sobre un negro reluciente, apa rece una im agen. Esta industria estaba a punto de desaparecer en lo» últimos tiem pos de los zares. Pero ahora de nuevo reaparecen, j u n i o

a las nuevas m iniaturas, las viejas im ágenes propias de la vida campe sina bordadas en o ro . U n a tro ika con sus tres caballos entra en la oscuridad a galope tend ido , o una chica vestida con una falda color azul m arino está esperando en m edio de la noche a su amado puesla en pie ju n to a u n gran m atorral de in tenso co lo r verde. N inguna noche de te rro r es tan oscura com o esta só lida noche barnizada e n

cuyo seno se oculta todo aquello que em erge luego de ella. También he visto una caja con una m ujer que vendía sentada cigarrillos. A su lado hay un n iñ o que hace el intento de atrapar alguno. La noche e» muy p rofu n da aquí tam bién. Pero a la derecha se distingue una pie

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dra, y a la izquierda un arbolito desnudo, sin hojas. Sobre el delantal de la m u jer leem os lo sigu iente: mosselprom; es decir, la soviética «M ad on n a de los c igarrillo s» .

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E l verde es sin duda el m ayor lu jo del invierno en M oscú. Pero en la tienda de la Petrovka no relucen siquiera con la m itad de belleza que en la calle los ram os de claveles, de rosas y de lir io s de papel. En el m ercado son el único producto que tiene u n puesto fijo , y aparecen ora entre los víveres, ora entre cacerolas y tejidos. Pero las flores b ri­llan más que cualquier otra cosa, más que la carne cruda, más que las lanas de colores e incluso que las siem pre relucientes bandejas. Por A ñ o Nuevo aún hay otros ram os. E n la plaza de Strastnaia me encon­tré de pasada unas varitas que llevaban pegadas unas flores rojas, blan­cas, verdes y azules, cada ram a de u n co lor d istin to. A l hablar de las flores de M oscú sin duda no se pueden olvidar las heroicas rosas navi­deñas. Tam poco las alargadas m alvarrosas para las pantallas que el vendedor lleva por las calles. N i las cajitas de cristal llenas de flores, en m edio de las cuales aparece la cabeza de u n santo. Tam poco lo qué la helada in sp ira aquí, los trapos cam pesinos, cuyos d ibu jos, que van cosidos en una lana azul, im itan la escarcha que cubre las ventanas. N i, por últim o, esas candentes flores tostadas de azúcar en la superfi­cie de las tartas. E l pastelero de los cuentos.infantiles parece sobrevivir sólo en M oscú. Sólo aquí hay dulces hechos solam ente con hilos de azúcar, esos concs dulces en los que la lengua se resarce del amargo fr ío . A h í la nieve y las flo res se u n en p o r com pleto en el almíbar; sum ida en él, la flora de mazapán parece haber cum plido finalmente el auténtico sueño invernal de M oscú: florecer desde el blanco.

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E l poder y el dinero son en el capitalismo magnitudes conmensurables m utuam ent^. U n;; cantidad dada de dinero siem pre puede cambiarse p o r un cierto pod er determ inado, y el va lor de venta de un poder igualm ente se puede calcular. A sí sucede siem pre en general. Sólo se puede hablar de co rru p ció n cuando este proceso se gestiona de una m anera dem asiado abreviada. Este proceso tiene en todo caso en la

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interrelación que se produce entre la prensa, las autoridades y los trusts su concreto sistema de distribución, dentro de cuyos límites está legali­zado. E l Estado soviético lia in terru m p id o esta com unicación dada entre el dinero y el poder. E l Estado reserva el poder al Partido, m ien­tras el dinero se lo cede al nepman*. Es impensable que alguien que des­empeñe un cargo en el P artido , aunque sea muy alto, se quede con algo para asegurarse «su fu tu ro » o pensando en «sus h ijo s» . E l Par­tido Com unista garantiza a sus m iem bros u n m ínim o de existencia; pero lo hace en la práctica, sin estar obligado a ello. Y , a cambio, con­trola las más remotas actividades económicas de sus afiliados, mientras que limita sus ingresos a un total de 2 5 ° rublos al mes. Esta barrera sólo se puede sobrepasar mediante actividades literarias al margen de la propia profesión . La vida de la clase dom inante se somete a esta disci­plina. Pero su p oder no sólo consiste en la capacidad de gobernar. La actual Rusia no es un Estado de clases, sino directam ente un Estado de castas. Esto quiere decir que la posición social de un ciudadano ya no la establece el aspecto exterior, representativo, de su existencia (tal como lo son la ropa o la casa), sino su relación con el Partido. Esto es decisivo hasta para aquellos que no le pertenecen al Partido de m odo inmediato. Tam bién estas personas tienen oportunidades de trabajo mientras que no rechacen públicam ente el régim en. Y tam bién entre ellas existen diferencias muy precisas. Pero p o r más que sea exagerada (o que esté superada) la idea europea de que el Estado ruso oprim e totalmente a quienes piensan de otra m anera, fuera de Rusia en cam ­bio casi no se conoce la aterradora exclusión social que aquí sufre el nepman. De otra m anera no podría explicarse el silencio y la descon­fianza que se perciben no solamente frente al forastero. S i preguntas a alguno que no conozcas mucho qué opina de una obra de teatro cual- cruier'a o de una película del m ontón, norm alm ente te responderá con esta fórmula: « P o r aquí se d ic e ...» , o: «P red om in a la convicción de quf\..» . Y dan diez vueltas en la lengua a dicha frase antes de p ro n u n ­ciarla delante de extraños. Pues, en cualquier m om ento, el Partido

* Nepman significa « h o m b re de la N ueva Política E co n ó m ica ( N E P ) » . La N E P estu­vo en vigor en'.re 1 9 2 1 y 1 9 2 8 : a la vista de la catastrófica situación económ ica, Lenin rein trodujo en la econ om ía soviética algunos elem entos procedentes de la actividad privada com ercial. E l tipo hu m ano que surgió sería el nepman, visto com o una especie de estiaperlista. [N . d e l T .l

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p o d ría tom ar postura en el Pravda, y nadie quiere verse enteram ente desautorizado. Pues, para la m ayoría de la gente, ja que es la opinión autorizada es hoy, sin duda alguna, si no el único bien, la única garan­tía de otros bienes, con lo cual todo el m undo es tan prudente en el uso de su nom bre y de su voz que los ciudadanos de condición dem o­crática no pueden siquiera com prenderlo. Dos hom bres que se cono­cen de hace tiem po están conversando; el prim ero dice: «A yer vino a verm e ese tal M ijáilovich para buscarse un puesto en m i oficina. Dice que te co n o ce» ; y el otro contesta: « E s un cam arada muy capaz, tan puntual como traba jad or» . Después de eso, pasan a otro tema, rero , al separarse, propone el prim ero: «¿P o d rías ser tan amable de poner p o r escrito en unas pocas palabras tu opin ión sobre ese M ijáilovich?».

E l dom inio de la clase recurre aquí a sím bolos con que caracteriza a su enem igo. E l jazz tal vez sea el más p o p u lar. N o es nada raro que tam bién a los rusos les guste escucharlo. Pero el bailarlo está p ro h i­b ido. A sí que lo guardan en una vitrina, cual si se tratara de un reptil venenoso, y del m ism o m odo lo presen tan com o atracción en las revistas. E l jazc sigue siendo sím bolo del « b u rg u é s» . Está entre esos elem entos prim itivos con cuya ayuda la p ropagan da ha creado en R usia una im agen grotesca del tipo b urgu és. A m enudo es tan sólo una im agen ridicula que hace pasar p o r alto la disciplina y su periori­dad del enem igo. Esta visión deform ada del burgués tiene u n com po­nente nacionalista . La entera R usia ha sido p rop ied ad de los zares. (Q uien recorre los inacabables tesoros acum ulados en las colecciones del K rem lin se encuentra tentado de decir: sólo una de las propieda­des). De la noche a la m añana el pueblo se ha convertido en su con­ju n to en heredero de esa riqueza incalculable. Y ahora va haciendo el inventario de toda su riqueza en personas y en tierxas. U n trabajo que im pulsa en la consciencia de h aber logrado cosas b ien difíciles, habiendo construido un nuevo orden político pese a la hostilidad de m edio continente. Todos los rusos se u n en para adm irar este logro n acion al. Esta esencial tran sfo rm ació n del p o d er hace que la vida tenga aquí tan potente contenido. La vida está tan cerrada sobre sí y es rica en tantos acontecim ientos, y al tiem po es tan pobre y atesora tan­tas perspectivas com o la vida de un b uscad or de oro en K londyke. H oy en Rusia se excava en busca del pod er de la m añana a la noche. La com binatoria más com pleta de las existencias esenciales no es nada al com pararla con las constelaciones incontables que ie presentan aquí

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a un ind ividuo en el curso de un m es. P o r cierto , la consecuencia puede ser un intenso estado de embriaguez, no siendo ya posible im a­ginarse la vida sin sesiones y com isiones, debates, resoluciones y vota­ciones (todo lo cual son guerras o al m enos m aniobras procedentes de la voluntad de poder). Da igual en todo caso, pues las próxim as gene­raciones de rusos ya estarán adaptadas a esta vida, cuya salud im pone este presupuesto im prescind ible: que no se abra una Bolsa negra del poder (com o le sucedió a la propia Iglesia). S i la correlación europea de poder y d in ero se llegara a in filtra r en Rusia, no estaría perdid o solamente el país, n i siquiera el partido, sino directam ente el com u­nismo. A quí la gente no tiene todavía los conceptos europeos de con­sumo y las necesidades europeas de consum o. Esto tiene ante todo sus concretas causas económ icas. Mas tam bién es posible que se esté reali­zando una in tención perspicaz del Partido: llegar a equiparar el nivel de consumo con el que tiene Europa occidental; ana prueba de fuego para el fu n c io n ariad o bolchevique, en u n m om ento elegido lib re ­mente e im puesto con la más plena seguridad de obtener la victoria.

13En la pared del C lub de los Soldados del K re m lin hay un m apa de Europa. A su lado hay una m anivela. G uando se gira dicha manivela se ve lo sigu iente: una lam parilla d im in uta va ilu m in an d o uno tras otro los lugares a través de los que L e n in fue pasando en el curso de su vid^. D esde S im birsk , en donde n ació , pasando p o r K azán y Petersburgo, p o r G in e b ra , París, C racovia y Z ú rich y al fin M oscú hasta acabar en G o rk i, es decir, el lugar donde m u rió . N o hay otras ciudades indicadas. E l contorno com pleto de este mapa, realizado en relieve de m adera, es anguloso , recto y esquem ático. A h í la vida de Lenin se parece al desarrollo de una expedición de conquistas co lo ­niales p o r Europa. E n cuanto a Rusia, em pieza a ornar form a ante el hom bre del p u eb lo . E n la calle, en la n ieve, m uchos vendedores ambulantes te ofrecen mapas de la Federación de Repúblicas Socialis­tas y Soviéticas. M eyerhold ha em pleado dicho m apa en D. E. (/A mí Europa!)*; O ccidente es en él sólo u n com plejo sistema de pequeñas

* V sié vo lo d C . M eyerh old au tor y d ire cto r teatral, m u rió fusilado. [N .del T .]

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penínsulas rusas. E l m apa está hoy a punto de convertirse en centro del nuevo culto de los iconos rusos, al igual que sucede con el retrato de Len in . S in duda el fuerte sentim iento nacional que el bolchevismo ha otorgado a la totalidad de los rusos, sin la m enor distinción, le ha dado una nueva actualidad al m apa de E u ro p a . Los rusos qu ieren m ed ir y com parar, y tal vez tam bién q u ieren d isfru tar del intenso delirio de grandeza que se produce sólo con m irar hacia Rusia. Pues en efecto a los ciudadanos de los más diversos países de E u ro p a hay que recom endarles seriam ente que d irijan la vista a su país en el mapá que fo rm a con los países vecinos, a A lem an ia ju n to con P o lo n ia , o b ien ju n to con Francia, o incluso ju n to a D inam arca; y en general a todos los europeos hay que recom endarles que exam inen con aten­c ión su pequeño con tin en te co locán dolo al lado de un m apa de R usia , donde no será sino u n nervioso y deshilachado territo rio en un extremo del ren oto Oeste.

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¿C ó m o le va al literato en un país donde su cliente es el proletariado? Los teóricos del bolchevism o han subrayado que la situación del p ro ­letariado en Rusia tras esta victoriosa revolución es muy diferente de la situación de la burguesía en el 1789* P or entonces, m ucho antes de conquistar el pod er, la clase vencedora se había ido asegurando, durante décadas de confrontaciones, el dom in io del aparato id eo ló ­gico. La organización intelectual y la educación llevaban ya im pregna­das mucho tiempo con las ideas del tercer estado; la batalla de em anci­pación espiritual se lib ró de este m odo tiem po antes de la batalla de em ancipación política. E n la Rusia de hoy la situación es del todo dife­rente. Hay m illones y m illones de analfabetos para los cuales aquí aún hay que echar los cim ientos de una fo rm ació n general. Es la tarea nacional de Rusia. La form ación prerrevolucionaria del país era ines- pecífica, europea. E l com ponente europeo de la form ación superior y o] corhponente nacional de la fo rm ació n elem ental buscan hoy en Rusia su equilibrio . Pero, éste sólo es un aspecto dentro de la cuestión educativa. O tro es que el triu n fo de la revo lución ha acelerado en muchos campos el ritm o que lleva la asim ilación con E uropa. Hay así literatos com o Piln iak que quieren ver en el bolchevism o la culm ina­ción de la obra que iniciara tiem po atrás Pedro el G rande. Cabe pues

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suponer que, en :1 ámbito de la técnica, este proceso acabará por tener éxito más tarde > más tem prano, pese a los avatares de los prim eros años. Pero no así en los ám bitos intelectual y cien tífico . Los valores europeos están siendo popularizados hoy en Rusia en la versión desfi­gurada y lam entable que le debemos al im perialism o. A sí, el Segundo Teatro A cadém ico (institución subvencionada p o r el Estado) ofrece una representación de la Orestíada en la que una G recia polvorienta se pavonea tan rancia y falsam ente com o en el escenario de un teatro principesco de A lem ania. Gom o lo petrificado de su gesto no es en sí sim plem ente depravado, sino que además es una copia del teatro de coree en el Moscú prerrevolucionario, resulta ser más triste todavía que en Stuttgart o erj Anhalt. Por su parte, la Academ ia de las Ciencias ha elegido a u n hom bre com o Walzel, figura típica del nuevo catedrático que hace aquí la postura esteticista, para incluirlo entre sus miembros*. Es así bien probable que la única cultura occidental que Rusia entienda tan clara y vivamente que le valga la pena confrontarse con ella sea la que existe en Estados U nidos. Y , por el contrario, la «aproxim ación » cultural en cuanto tal (sin que se dé sobre el fundam ento de una comunidad económ ica y política concreta) es aquí solamente un in te­rés de la variante pacifista del im perialism o, sólo apropiada para char­latanes, lo que representa para Rusia como u n fenóm eno de restaura­ción. E l país está separado de O ccidente, más que p o r fronteras y censura, por la intensidad de una existencia que no se puede com parar con la de E u ro p a. O quizá dicho más exactam ente: todo el contacto con el exterior pasa por el m edio del Partido, y además se refiere sobre todo a cuestiones políticas. La vieja burguesía ha sido totalmente an i­quilada; la nueva burguesía no está material n i espiritualmente en con­diciones de m antener relaciones con el exterior. Y sin duda los rusos conocen en consecuencia el exterior m ucho m enos de lo que el exte­rior (con la excepción tal vez de los países latinos) hoy conoce a Rusia. Cuando una em inencia rusa pone juntos a Proust y a Bronnen** p o r­que son dos autores que eligen la materia de sus temas de entre la p ro ­blemática sexual, vemos con claridad que lo europeo aparece en Rusia

* Oskar Walzel ( 1 ^ 6 4 -1 9 4 -4 ) • p ro feso r de historia de la literatura, es autor del libro titulado Gehalt und Gestalt im Kunstwerk des Dichters. [N . del T .]

** A rn o lt B ro n n e n ( l 895~ I959)> au tor de obras teatrales que causaron u n escándalo enorm e en A lem an ia . [N . del T .]

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en una perspectiva m uy estrecha. Y cuando uno de los autores dom i­nantes de Rusia dice de pronto en una conversación o^e Shakespeare fue uno de los grandes escritores anteriores a la invención de la im prenta, esta inm ensa laguna cultural solamente se puede com pren­der desde las peculiares condiciones que son las propias de esta litera­tura. Unas tesis y dogmas que en E urop a son, hace al m enos ya dos­cientos años, inaceptables para los literatos p o r ajenas al arte y la cultura, son fundam entales en la crítica y en los productos de la nueva Rusia. La tendencia y el tema son aún aquí considerados lo único im portante. Las controversias form ales aún tenían cierta relevancia durante la época de la G uerra Civil, pero ahora han enm udecido. La doctrina oficial es que lo decisivo para establecer la acritud revolucio­naria o contrarrevolucionaria de una obra es sin más la materia, no la fo rm a. Estas doctrinas quitan irrevocablem ente lo que es su propia base al literato, com o la econom ía lo hizo antes desde el punto de vista m aterial. Rusia va en este punto p o r delante de maestro desarrollo occidental, pero quizá no tanto como suele creerse. Pues tam bién en E uropa, más tarde o más tem prano, el escritor profesional desapare­cerá con la clase media, triturada en la lucha entre capital y trabajo. Ese proceso ya se ha dado en Rusia: el intelectual es ante todo un funcio­n ario que trabaja en el departam ento de C ensura, de Ju stic ia o de H acienda, donde se libra de su decadencia y participa directamente en el trabajo, lo que en Rusia equivale estrictam ente a participar en el pod er. E l intelectual es aquí m iem bro de la actual clase dom inante. En tre sus diversas organizaciones la más desarrollada es la WAPP, la A sociación Panrusa de los Escritores P ro letarios, que propugna sin más la dictadura hasta en el ám bito de la creación espiritual. De este m odo la WAPP da buena cuenta de la realidad en el país: el paso de los medios espirituales de producción a las manos de la generalidad sólo se puede separar en apariencia del paso de los m edios materiales. Porque por ahora el proletario sólo se puede hacer con ambos m edios prote­gido por la dictadura.

15De vez en cuando ves vagones de tranvía que están decorados con dibujos de empresas, de reuniones de masas, de soldados de los regi­m ientos del ejército ro jo o de agitadores com unistas. Son regalos que

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los trabajadores de una fábrica han. ido haciendo ai soviet de Moscú. En estos vagones circu lan los ún icos carteles de conten ido poli! ;co que hoy todavía sé ven en M oscú. Pero son, con m acho, Io1' carteles más interesantes. Porque los carteles com erciales r o pueden ser más sosos en n in gú n otro sitio. E l penoso n ivel que tienen los anuncios ilustrados es la ún ica sem ejanza entre M oscú y París. M uchos m uros de iglesias y conventos ofrecen p o r doquier unas superficies magníl i cas para fija r carteles, pero hace tiem po que fu e ro n despedidos los constructivistas, suprematistas y abstraccionistas que durante la époen del com unism o de gu erra p u siero n su capacidad de propaganda al servicio de la revo lución . L o que hoy se exige exclusivam ente es una claridad banal y sim ple. La m ayor parte de los carteles que aquí vemos repelerían al occidental. P o r el co n trario , las tiendas de M oscú son muy incitantes; tien en siem pre algo de tabernas. Los rótu los de los establecim ientos señalan en vertical hacia la calle, com o los antiguos emblemas que había en las posadas, las doradas bacías de los peluque ros y las chisteras ante las tiendas de som breros. Pero tam bién se ven ciertos m otivos de m odo aislado e individual, que resultan bonitos e inocentes: unos zapatos caen de una cesta, y u n p erro está huyendo con una sandalia en la boca; ante la puerta de una cocina turca, unoN señores con un fez en la cabeza acom odados ante sendas mesas. Se ve que, para un gusto prim itivo, el elogio aún está ligado a la narración, al e jem plo o a la anécdota. P or el co n tra rio , el anuncio occidental convence sobre todo p o r el gasto que la em presa anunciada es capa/, de afrontar. A quí, en casi todos los letreros se m uestra directam ente la m ercancía. P or lo demás, el com ercio no conoce el em pleo de un lema contundente. La ciudad, que es tan im aginativa en todo tipo de abreviaturas, no posee aún la más sencilla: la que designa el nom bre de la em presa. M uy a m en ud o, el cielo vespertin o de M oscú reluce entero con un azul terrible: y es que, sin darte cuenta, lo has m irado a través de las gafas enorm es y azules que sobresalen de las ópticas pues­tas a la m anera de señales. U na vida m ordiente y silenciosa que parece cargar contra sí m ism a asalta de repente a los transeúntes desde los negros arcos y los grandes m arcos de las puertas con letras negras y azules, am arillas y rojas, com o u n dardo, o com o la im agen de unas botas o de la ropa fresca y recién planchada, com o un escalón viejo y desgastado o com o u n só lido tram o de escalera. Hay que ir reco ­rriendo en tranvía las calles para ver el m odo en que esta lucha conti­

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núa en los pisos, para entrar en su estadio decisivo y final en los teja­dos. Hasta ahí sólo aguantan los reclam os y lem as que parecen más fuertes y recientes. Y sólo desde la altura del avión se alcanza a tener ante los ojos la elite industrial de la ciudad, la industria cinem atográ­fica y autom ovilística. Pero sin duda, p o r lo general, los tejados que vemos en M oscú son u n erial sin vida y no destacan n i por los rótulos lum inosos propios de los tejados de B erlín , n i p o r el bosque de altas chim eneas sobre los tejados de París, n i p o r la soleada soledad de los tejados de las grandes ciudades sureñas.

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Q uien entra por prim era vez dentro de u n aula de u n colegio ruso se detiene al punto sorprendid o. Las paredes están llenas de imágenes, d ibu jos y m aquetas de cartón . S o n com o los m uros de los templo- donde los n iños ofrecen su trabajo diariam ente a la colectividad. En ellas p red o m in a el co lo r ro jo ; en las paredes hay em blem as de los soviets, así com o abundantes cabezas de L e n in . A lgo así puede verse en m uchos clubs. Los distintos periódicos m urales vienen a ser para los adultos esquemas de esa misma form a colectiva de expresarse. Sur­g ie ro n a directa consecuencia de la grave p en u ria de la época de la G uerra C ivil, cuando en m uchos lugares ya no había n i papel n i tinta de im prim ir. H oy son totalm ente im prescindibles en la omnipresente vida pública en el in terior de las empresas. Cada « r in c ó n de Lenin» tiene su p erió d ico m ural, que cam biará de acuerdo a las diversas em presas y autores. L o com ún es tan sólo la alegría ingenua: imáge­nes intensam ente coloreadas y, en m edio de ellas, textos en prosa verso. E l periódico es crónica del colectivo. Proporcion a datos esta­dísticos, pero tam bién la crítica hum orística de algunos camaradas, todo ello mezclado con distintas propuestas de m ejora del funciona­m iento de la em presa, así com o concretos llam am ientos a campañas de ayuda. Letreros, paneles de avisos e im ágenes instructivas cubren tam bién las paredes de ese « r in c ó n de L e n in » . Incluso en el trabajo se encuentra cada uno rodeado p o r distintos carteles de colores que conjuran los péligros-de la m áquina. Vem os representado un trabaja­dor cuyo brazo va a dar entre los radios de una rueda dentada; vemos tam bién otro que. b o rrach o , provoca de repente una explosión al prod ucir un cortocircuito; y un tercero que mete la rodilla en mitac

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de dos ém bolos. E n la sección de préstam o de la b ib lioteca del e jér­cito hay u n panel cuyo breve texto explica con muchos y bonitos dibu­jo s de cuántas m aneras resulta posible estropear un lib ro . Y hay por toda R usia centenares de m iles de rep rod u ccion es de un cartel que explica y muestra las m edidas más habituales en E uropa: así el m etro, el litro , el k ilo g ra m o ..., aparecen dispuestos en carteles, de m odo obligatorio, e a la totalidad de las tabernas. Mas tam bién las paredes de la biblioteca del club cam pesino de la plaza Trubnaia se cubren de material educativo gráficam ente expuesto. La crónica del pueblo, el desarrollo agrícola, la técnica de producción , las instituciones cultu­rales están gráficamente representadas por m edio de sus líneas de des­arrollo; tam bién se exponen com ponentes de herram ientas, ju n to a piezas de m árp in as y retortas conten iendo los productos quím icos. Me acerqué con curiosidad a una repisa desde la cual vi cóm o son re­ían dos llamativas caricaturas de negros; al llegar ju n to a ellas, com ­prendí que eran máscaras de gas. Antes, el edificio de este club era el de uno de los mejores restaurantes de Moscú. C o n lo que los antiguos reservados son hoy dorm itorios para los campesinos y campesinas que han obtenido una kommandirovka para p oder ir a la ciudad. Los llevan por museos y cuarteles, y tienen cursos y veladas para ellos. Tam bién, í, veces, un teatro pedagógico desarro llado en form a de « ju ic io » . Unas trescien'r.s personas, de p ie y sentadas, llen an hasta el últim o rincón de la sala p intada de ro jo . Puesto en una h orn ac in a está el busto de Lenin . E l ju ic io se celebra sobre un escenario ante el que, a la derecha y a la izquierda, se ven cuadros de tipos p ro letario s (en general un cam pesino y un obrero) q^íe sim bolizan la smitschka, la unión de ciudad y cam po. Las pruebas ya han sido presentadas, y ahora un perito tiene la palabra. O cupa con su asistente una mesita frente a la del letrado defensor, vueltas ambas al público p o r el más esirecho de sus lados; de frente, al fondo, la mesa del juez. Delante de eiía, con un traje negro , aparece sentada la acusada, una cam pesina que lleva bien sujeta entre sus m anos una ram a gruesa. La acusación es curanderism o con resultado de m uerte. C o n una in terven ción equivocada causó la m uerte de una parturienta. La argum entación va cm do vueltas en torno a dicho caso de m anera m onótona y sencilla, jfrl perito presenta al fin su in form e: la culpa de la m uerte de la madre la tiene sola y exclusivamente esa inadecuada intervención. E l abogado Jofensor afirm? en cambio que no hubo mala voluntad; en el campo

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falta asistencia sanitaria e instrucción higiénica. Ú ltim a palabra de la acusada: <¿Nitschewó. Q ué le vamos a hacer, siem pre han m uerto m uje­res al p a r ir» . E l fiscal solicita la pena de m uerte. Y entonces por fin el presidente se dirige hacia la asamblea: «¿A lg u n a p regu n ta?» . Pero al estrado sólo sube u n komsomol que exige que ap liquen u n castigo ejem plar. E l tribunal se retira a deliberar. Tras una breve pausa se lee la sentencia, que todos escuchan poniéndose de pie: Jo s años de p ri­sión, teniendo en cuenta las atenuantes. N o se establece p risión inco­m unicada. Por ú ltim o, el presidente del tribunal m enciona la apre­miante necesidad de crear centros higiénicos y form ativos en las zonas rura les. Este tipo de representaciones está cuidadosam ente prepa­rado, sin la m enor im provisación. Para poder m ovilizar al público en aquellas cuestiones que interesan de m odo más directo a la m oral y al Partido bolchevique no puede haber un m edio que sea más directo y eficaz. A sí, una vez se aborda el a lcoho lism o, y otras el fraude, la prostitución o el gam berrism o. Las severas form as propias de este tra­bajo form ativo son sin duda adecuadas a las con d icion es de la vida soviética, com o plasm ación de una existencia que cien veces al día les obliga a tom ar posición.

17Las calles de M oscú presentan una p ecu liarid ad : los pueblos rusos juegan al escondite en ellas. A l entrar p o r alguno de los grandes por­tones —a m enudo tienen una verja de h ierro para cerrarlos, pero yo siem pre los he encontrado abiertos—, te encuentras situado en el arranq ue de una espaciosa p o b lació n . A h í se abre un pueblo o una fin ca donde el suelo es irregu lar, los n iñ o s van en trin eo , en cual­q u ier r in có n hay de repente dispuesto u n cobertizo para guardar m adera y herrám ientas, los árboles se alzan muy dispersos, unac esca­leras de m adera le dan a la fachada posterior de las casas —que cuando se ven desde la calle parecen ser propias de una ciudad— el más típico aspecto de una casa rusa cam pesina. E n estos patios suele haber igle­sias, com o en las amplias plazas de los pueblos. La calle crece así hasta las dim ensiones del paisaje. Pues no hay n i una ciudad occidental que en sus enorm es plazas carezca así de form a, com o sucede en las plazas pueblerinas, y siem pre esté com o rem ojada bajo los efectos del mal tiem po, de la lluvia o la nieve. C asi n in gu n a de estas am plias plazas

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sostiene un m onum ento. (Y, por el contrario , casi [odas las pla/as di Europa vieron profanada y destruida su estructura secreta r o n .ilj<mi m onum ento a lo largo del siglo X I X ) . A l igual que cualquier o l í a < m dad, tam bién M oscú construye con los nom bres un pequeño iiininln en su in te rio r. H ay u n casino que se llam a « A lc áz a r» , hay un 11<>i< I cuyo n om bre es « L iv e r p o o l» , y una casa de huéspedes llamada « T ir o l» . Los centros del deporte in vern al u rbano siem pre íh encuentran com o a m edia h ora . C ierto que p o r toda la ciudad Imy esquiadores y patinadores, pero la pista está más al interior. Desde aln arrancan los trin eos de las más distintas construcciones: desde nnn tabla que p o r la parte delantera va sobre zapatos con cuchillas y poi detrás se arrastra p o r la nieve hasta los bobsleighs más confortables. IVm Moscú no tiene en parte alguna verdadero aspecto de ciudad; si a n i s o ,

viene a ser su p erife ria . E l suelo húm edo y los cobertizos, los dilata dos transportes de m aterial, los anim ales con d ucid os al m a t m l n o ,

como las tabernas miserables: todo esto se encuentra puesto en medio de las partes más vivas y anim adas. L a ciud ad está llena todavía «le abundantes casitas de m adera, construidas en el m ism o estilo e s l av o

que se ve p o r d o q u ier en los a lrededores de B e r lín . Mas lo que en B rand em burgo nos parece ser tan sólo u n triste ed ific io de piedra resulta aquí atractivo gracias a los colores tan herm osos que presenta la cálida m adera. E n la periferia , a ambos lados de las amplias avem das, todas esas cabañas campesinas alternan con las villas modernisluN o con la sobria fachada que presenta una casa de ocho pisos. I lay m uchos centím etros de n ieve, y de p ro n to seThace un gran silencio que te hace que creas que te encuentras en un pueblo de la Rusia mas profunda que se encuentra h ibernando. Pero el anhelo de Moscú no lo provoca solam ente la nieve, con ese intenso resplandor nocturno y con sus cristales que parecen ser flores p o r el día. Lo provoca igual mente el cielo. Pues el horizonte de las anchas llanuras se logra inlil trar siem pre en la ciudad entre los tejados in clin ad os. Só lo se l í a t e

invisible al anochecer. Pero entonces la escasez de las viviendas j i r o

duce u n efecto sorprendente en M oscú. S i recorres las calles c u a n d o

está em pezando a oscurecer, ves ilum inadas casi todas las ventanas e n

las casas, grandes y pequeñas. Si el b rillo de la luz que sale de ellas n o

resultara tan irregu lar, creerías que tienes ante ti una ilum inación incom parable.

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Las iglesias han enm udecido se diría que casi p o r com pleto*. La ciu­dad está casi liberada de ese rep icar de las cam panas que todos los dom ingos va extendiendo una tristeza tan sorda y tan profunda sobre nuestras grandes ciudades. Pero en todo M oscú tal vez no pueda encontrarse todavía un solo lugar desde el cual no se vea al m enos una iglesia. M ejor d ich o: en el cual no te vigile al m enos una iglesia. En M oscú el súbdito del zar estaba totalm ente rodeado p o r más de cua­trocientas capillas e iglesias, es decir, dos m il cúpulas que en cada esquina se m antienen escondidas, se ocultan las unas a las otras, se asom an p or encima de los m uros. Toda una okrana** de la arquitectura rodeaba al súbdito del zar. Y todas estas iglesias m antenían su incóg­nito, dado que en n ingún lugar se alzaban altas torres al cielo. C o n el tiem po te acostum bras a re u n ir los largos m uros y las m uchas bajas cúpulas en com plejos de iglesias conventuales. Y entonces com pren­des p o r qué en m uchos lugares la ciudad es tan com pacta com o una fortaleza; los conventos llevan todavía las huellas de su antigua fu n ­ción defensiva. C o n lo que aquí, B izancio y sus m il cúpulas no es el m ilagro que sueña el eu ro p eo . A dem ás, casi todas las iglesias están construidas de acuerdo a cierto esquema tan insípido com o em pala­goso: pues esas cúpulas, azules, verdes y doradas, son u n O riente caram elizado. Tan p ro n to com o entras a una de estas iglesias te encuentras prim ero en un am plio vestíbulo con unas pocas imágenes de santos. Todo está m uy oscuro, y su p en um bra parece m uy ap ro ­piada para conspiraciones. E n estas salas es posible hablar de los asun­tos más com prom etidos, incluidos los pogrom s. A continuación está la única sala destinada a la devoción. Y al fondo se ven unos escalones que conducen a un estrado estrecho y b ajo , es decir, al iconostasio, p o r el que te mueves a lo largo de diversas im ágenes de santos. A intervalos pequeños hay varios altares, señalados p o r ardientes luces ro jas . E n cuanto a las su perfic ies laterales, están ocupadas p o r las

* L a p r im e r a ofensiva del Estado soviético contra la religió n tuvo lu gar entre ig iC y

1 9 2 2 , p ero sus resultados fu ero n bastante m enos contu nd entes de lo que sus m en ­tores esperaban. A lg o posteriorm en te, entre los años 1 9 2 9 y 1 9 3 0 , se desarrolló una segunda ofensiva. [N . del T .]

* * L a okrana era la p olicía secreta de la R usia zarista. [N . del T .]

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grandes im ágenes de santos. Pero todas las partes de la pared en las que no hay una im agen están enteram ente recubiertas con lucientes láminas de oro. D el techo, pintado siem pre con mal gusto, cuelga una gran lám para de araña. S in em bargo, el espacio sólo está ilum inado con cirios; es un salón de paredes consagradas delante de las cuales se produce el cerem on ial. Las grandes im ágenes son saludadas san ti­guándose, luego corresp on d e arro d illarse y tocar el suelo con la frente, y después, santiguándose de nuevo, el orante o penitente pasa a la im agen siguiente. A nte las imágenes pequeñas, puestas en grupos o solas sobre grandes atriles no hay ob ligación de arrod illarse . Sólo hay que inclinarse sobre ellas y besar el cristal que las protege. Sobre esos atriles van expuestas, ju n to a valiosos iconos antiguos, series de chillonas oleografías. Otras muchas imágenes de santos m ontan guar­dia fuera, en la fachada; casi todas m iran hacia abajo desde las co rn i­sas superiores, bajo los tejadillos de hojalata para protegerlas del mal tiempo, com o si fueran pájaros que se han escapado de su jau la . Sus cabezas, in c liaad as com o retortas, parecen estar llenas de tristeza. Bizancio no parece conocer una form a que sea propia de ventanas de iglesia. U na im presión mágica pero no acogedora: las ventanas, p ro ­fanas e insignificantes, se abren a la calle desde las salas y torres de la iglesia com o d^sde los cuartos de una casa. Tras ellas habita el sacer­dote ortodoxo, com o el bonzo dentro de su pagoda. Las partes bajas de la catedral de San B asilio p o d rían ser igual la planta baja de la m agnífica casa de u n boyard o . Pero al en trar en la Plaza R o ja , viniendo p o r la parte del oeste, sus cúpulas s^/Icvantan poco a poco hacia el cielo com o un bando de soles encendidos. E l edificio parece como si siem pre se reservara u n p oco , y el observador sólo p od ría sorprenderlo m irándolo a la altura del avión, del que olvidaron p ro ­tegerlo los constructores. E l in terior no sólo ha sido vaciado, sino que incluso ha sido destripado, com o un an im al que han abatido. (N o podía ser de otra m anera, pues todavía en 19 2 0 ahí se rezaba con fe r­vor fanático). A l retirársele todo el inventario , quedó a la vista ir re ­m ediablem ente el co lo rid o entrelazo vegetal que se extiende com o una p intu ra m ural p o r todos los pasillos y las bóvedas; una p in tu ra mucho más antigua, que, en los espacios in te rio res, aún m antenía vivo el recuerdo de las espirales de las cúpulas, se desfigura ahora en un triste divertim ento rococó. Los pasillos abovedados son estrechos, y de p ron to se ensanchan hasta convertirse en altares o en capillas

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redondas, a las que llega tan escasa luz desde las altas ventanas que apenas se distinguen los pocos objetos religiosos que quedan. Muchas otras iglesias están abandonadas y vacías. Pero el fuego que desde los altares ya muy pocas veces ilum ina la nieve está al contrario muy bien conservado en las ciudades de barracas de m adera. E n sus estrechos pasillos cubiertos de nieve siem pre re in a el silen cio . Só lo se oye la suave jerga de los sastres ju d ío s, que ahí tienen su puesto ju n to a los trastos de la vendedora de papel que, oculta y entronizada tras colla­res de plata, tiene en torn o a su rostro lám inas de oro ju n to a los enguantados papás N oel, com o una oriental tiene su velo.

19Hasta el día más duro de trabajo nos ofrece en Moscú dos coordena­das que presentan cada u n o de sus instantes en calidad de espera y consum ación: la vertical de las horas de com er y la horizontal vesper­tina del teatro. Pero nunca se está muy lejos de ellas, porque Moscú está lleno de cientos de restaurantes y teatros. Abundantes puestos de golosinas patrullan las calles, muchas de las grandes tiendas de comes­tibles no cierran hasta las once de la noche, y en cualquier esquina se abren cervecerías y teterías. Las palabras chainaia y pivnaia [« tetería» , « ce rve cería» ] (y las dos p o r lo general) aparecen pintadas sobre un fond o en el que el >rerde soso del borde su p erior baja descendiendo gradualm ente hasta alcanzar u n am arillo sucio . La cerveza se toma n orm alm en te con un cierto Lipo de com ida: unos trocitos de pan b lanco seco, pan negro h orn ead o con u na costra de sal y guisantes secos en agua salada. E n ciertas tascas puedes com er así y además dis­fru tar de una prim itiva inszenirovka. A sí se d en om in a cierta clase de pieza teatral de tema lírico o épico. A m enudo se trata de unas pocas canciones populares que van siendo m altratadas p o r un coro . De la orquesta fo rm an parte algunas veces en calidad de instrum entos musicales, ju n to a acordeones y violines, tam bién algunos ábacos. (De hecho están presentes en la totalidad de las tiendas y oficinas, pues ni siquiera el cálculo más sencillo es pensable sin ellos'). E l calor que te asalta cuando entras en estos locales, al beber un té siem pre caliente, o al p ro b ar la com ida muy p icante, es el p lacer secreto p ro p io del invierno moscovita. Por eso no conoce la ciudad el que no la conozca con nevada. C ualquier región hay que visitarla siem pre en la estación

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de clima extrem o. Y es que la ciudad está adaptad;; sobre todo a este clima, y se entiende desde esta adaptación. E n Moscú, la vida tiene en el invierno una d im en sió n sobreañadida, pues en ella el espacio va cambiando de m anera estricta y literal según se encuentre frió o cal­deado. A h í se vive en la calle como si se estuviera en una sala de espe­jos congelada, donde reflexionar y detenerse es increíblem ente com ­plicado. Hay que pensárselo casi m edio día para llevar una carta hasta el buzón; y, pese a hacer un frío tan severo, hace falta m ucha vo lu n ­tad para en trar en una tienda a com p rar algo. Pero cuando te encuentras u n local, da igual lo que te ofrezcan —ese vodka, que aquí mezclan con h ierbas, o un pastel o una taza de té—: el calor hace ahí que hasta el tiem po vuelva una bebida em briagadora. E l tiem po fluye en el hom bre exhausto de la misma form a que la m iel.

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En el aniversario de la m uerte de L e n in m uchos se ponen brazaletes negros. Las banderas de toda la ciudad están a m edia asta p o r lo menos a lo largo de tres días, y muchas^de las banderitas enlutadas, una vez colgadas, se quedan ahí fuera p o r varias semanas. E l luto ruso por su d irigente no es en absoluto com parable con la actitud que el pueblo, en otros lugares, adopta en esos días. La gen eración que intervino activam ente en las guerras civiles ya va envejeciendo, si no todavía en lo que hace a los años, sí p o r cuanto respecta a la tensión. Com o si al f in la estabilización h ub iera in tro d u c id o en su vida un sosiego, o incluso una apatía, que suele traer consigo la vejez. E l « ¡a lto !» que el partido le dio un día al com unism o de guerra con la N EP provocó de repente u n terrib le rebote que dejó postrados a muchos com batientes del m ovim iento, y hubo varios m illares que le devolvieron al partido sus antiguos carnets de m ilitantes. Y se con o­cen casos de u n tan evidente descon cierto que, en pocas sem anas, sólidos puntales del Partido se convirtieron en defraudadores. A sí el luto por L en in es al tiem po, para el conjunto de los bolcheviques, un auténtico luto p o r los años del com unism o h ero ico . Los pocos que han pasado desde entonces son m ucho tiem po en la consciencia rusa. Lenin aceleró con tanta fuerza el curso entero de los acontecim ientos que su aparición se ha convertido muy aprisa en pasado, y su imagen se aleja de nosotros a gran velocidad. S in em bargo, en la óptica de la

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historia (bien al contrario de lo que sucede dentro de la óptica espa­cial) ese alejarse sign ifica u n volverse más grande. Las órdenes son ahora d iferentes q\ie en los tiem pos de L e n in , pero las consignas todavía son las que él im p artió . Pues hoy se explica a los com unistas que el trabajo revo lu c io n ario del m om ento no es ahora la lucha, com o ya no es tampoco la guerra civil, sino bien al contrario la cons­trucción de canales, la electrificación y la industrialización. La esen­cia revolucionaria de la auténtica técnica se presenta ahora claramente y, com o todo, tam bién esto sucede (y con razón sin duda) en nom bre de L en in , que es un nom bre que crece sin cesar. Resulta así significa­tivo que el sobrio in form e que redactó la delegación de los sindicatos ingleses, uno que, sin duda, es poco dado a pronósticos, m encione incluso la posibilidad de «q u e, si el recuerdo de L en in ha encontrado su lugar en la historia, este gran dirigente y reform ad or revoluciona­rio se halla en trance de ser can o n izad o » . E l culto de su im agen en efecto ya es in calcu lab le, y hay incluso una tienda que la vende en todos los tam años, m ateriales y poses. Su busto está presente en los « r in c o n e s de L e n in » , su estatua de b ro n ce o su relieve está en los clubs más grandes, su retrato de tamaño natural está en las oficinas, y otras fotos algo más pequeñas están colgadas en todas las cocinas, y en lavanderías y despensas. La im agen de L en in está incluso colgada en el vestíbulo del vie jo Palacio de A rm aduras del K re m lin , igual que los paganos convertidos im ponían la cruz en u n lugar que antes era p ro ­fano. Y así, poco a poco, la im agen de L e n in va adoptando unas fo r ­mas canónicas, de entre todas las cuales la ce leb érrim a im agen del orador es la más frecuente. Pero hay otra im agen que todavía es más conm ovedora y que nos resulta más cercana: L e n in sentado a la mesa al in clin arse sobre u n n ú m ero de Pravda. E n tregad o a u n efím ero periódico, se m anifiesta con la tensión dialéctica que se corresponde con su ser: la m irada se lanza con seguridad a lo le jan o , m ientras el esfuerzo infatigable del corazón se centra en el instante.

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EL CAMINO AL ÉXITO EN TRECE TESIS[3]

1. N o hay un .éxito grande al que no co rresp on d an prestaciones reales. Mas suponer p o r ello que dichas prestaciones son su base sería un e rro r . Las prestaciones son la consecuencia. C on secu en cia del increm ento deJ aprecio que se tiene a uno m ism o ju n to al creciente placer de trabajar de aquel que se ve reconocido. De ahí que una exi­gencia alta, una rép lica hábil o una transacción afortunada sean las verdaderas prestaciones que están a la base de los éxitos grandes.

2 . La satisfacción p o r la paga recibida paraliza el éxito, mientras la satisfacción por las prestaciones lo increm enta. Rem uneración y pres­tación están en una prop orción de peso, puestas en los platillos de la bcJanza. Pero todo el peso del aprecio dedicado a uno m ism o ha de ir al p latillo de la prestación . D e este m odo, el p latillo de la paga sin duda irá subiendo a toda prisa.

3 . A la larga sólo pueden tener éxito las personas cuyo com porta­miento parece estar d irigid o , o está dirigido realm ente, p o r motivos transparentes y sencillos. La masa destruye cualquier éxito en cuanto éste le parece opaco, sin u n valor didáctico y ejem plar. O bviam ente este éxito no es preciso que sea transparente en un sentido intelectual, como cualquier teocracia lo demuestra. A hora bien, el éxito tiene que hacerse representación, ya sea ésta la de la jerarqu ía , o bien sino la del m ilitarism o, la de la plutocracia o cualquier otra. De ahí deriva el que el sacerdote deba tener el confesionario, el general la condecoración, o el fin an c iero su palacio . Fracasará quien no pague su tributo al tesoro de imágenes de la masa.

4- Nadie se hace una idea clara del ham bre intensa de univocidad que es el máxim o afecto de todo público. Un centro, un dirigente, una consigna. C uanto más unívoca, más grande es el rad io de acción de una m anifestación espiritual, y así más público va a acudir a ella. E l que un autor em piece a despertar « in te ré s» , significa tan sólo que se empieza a buscar su fó rm u la , su expresión más unívoca y prim itiva. Desde ese m om ento, cada nueva obra suya se convierte en aquel m aterial en que el lector pon e a prueba esa fó rm u la , la precisa y la verifica. Pues en el fond o , el público solam ente percibe en un autor

3 Texto publicado en el Frankfurierfyitung el 2 2 de septiem bre del año 1 9 2 8 .

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el m ensaje que éste, en su lecho de m uerte, ten d ría aún tiem po y fuerzas para transm itirle.

5 - A quel que escribe ha de tener presente que rem itirse a la «pos­terid ad » es muy m od ern o . Es cosa que proced e de la época en que surgió el escritor profesional, y que puede explicarse justam ente por las carencias de su posición en el seno de la sociedad. La referencia a k fam a postum a era u n m odo de presión en contra de ella. Por lo m ism o, en el siglo XVII aún no habría pensado un solo autor en invo­car a la posteridad frente al con junto de sus contem poráneos. En general, todas las épocas anteriores com parten la más plena convicción de que el presente guarda aquella llave que abre la puerta de la fama postum a. Esto hoy es más cierto todavía, pues cada generación que se sucede tiene m enos tiem po y ganas para llevar seriam ente a cabo la siem pre im prescindible revisión, cuanto más desesperadas son las for­mas que adopta la legítima defensa en contra de lo in fo i me y lo masivo que presenta la herencia recibida.

6. La fama, o quizá m ejor, el éxito, es hoy enteram ente obligato­ria y p o r lo m ism o ya no representa una añadidura, com o antes. E11 una era en la cual la más penosa de las estupideces se publica en cien­tos de miles de ejem plares, el éxito no es sino un estado de agregación de la escritura. C uanto m en o r es el éxito de un autor o una obra, m enor tam bién su disponibilidad.

7. C on d ic ión de victoria: la alegría que causa el éxito exterior en tanto tal. U na alegría pura y desinteresada cuya m ejor manifestación es que alguien disfrute de ese éxito aunque éste sea el éxito de otro, incluso aunque no sea m erecido. U n sentido farisaico de justicia es uno de los obstáculos mayores para salir adelante.

8. Muchas cosas sin duda son innatas, pero entrenarse también es importante. Así, no triunfará quien se reserve con la intención de con­centrarse en los objetos más grandes, y no sea capaz algunas veces de esforzarse al máximo por conseguir objetos más pequeños. Pues sólo de este modo aprenderem os lo que es más im portante incluso en la mayor negociación: la alegría del m ero negociar, que llega a la alegría depor­tiva que causa un com pañero, así como al saber perder de vista la meta buscada por unos instantes (el Señor prem ia a los suyos mientras duer­men)*, y al fin por últim o, ante todo: la im prescindible amabilidad. No

* C fr . Salm os 127 . 2- [N . del T .]

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EL CAMINO AL ÉXITO EN TRECE TESIS 297

la amabilidad blanda, plana y cómoda, sino la que resalta sorprendente tanto com o dialéctica, briosa, que actúa com o un lazo que, de golpe doblega totalmente al com pañero. ¿N o se encuentra la entera sociedad por com pleto tejida con figuras en las que hem os de aprender a tener éxito? Gom o los carteristas en Galitzia utilizan grandes muñecos de paja cubiertos de un m ontón de campanillas para instruir a sus discípulos, nosotros siem pre tenemos camareros, encargados, porteros y em plea­dos para ejercitarnos en ir dando diversas órdenes con amabilidad. Así, el «ábrete sésam o» del éxito es la expresión que el lenguaje de la orden ha engendrado con el de la fortuna.

9. Let’s hear whatjou can do! [« ¡O ig a m o s qué sabes h a c e r !» ] , dicen en A m érica a qu ien solicita un em pleo . Pero lo que qu ieren sobre todo no es o ír lo que dice esa persona, sino observar cóm o se com ­porta. E l solicitante llega aquí al m om ento secreto del examen. Q uien examina, p o r lo general, exige sim plem ente convencerse de la id on ei­dad de esa persona. Todos hem os ten ido la experiencia de que, si te presentas con u n hecho, con un punto de vista o una fórm ula, p ie r­des capacidad de sugestión . Pues en efecto , nuestra con vicción no puede im ponerse a los demás com o se im pone a aquel que fue testigo de cóm o surgió en n osotros. P o r tanto, en u n exam en las m ejores oportunidades no las tiene el candidato que está más preparado, sino el candidato que im provisa. Por la m ism a razón lo decisivo suelen ser las preguntas secundarias, com o los asuntos secundarios. E l in q u isi­dor que está ante nosotros nos exige ante todo y sobre todo que lo engañem os sobre su fu n c ió n . S i lo logram os lo agradecerá, y será condescendiente con nosotros.

10 . La sagacidad y conocim iento de las personas, com o otros talentos similares, son bastante menos im portantes en la vida real de lo que se suele suponer. Pero en quien tiene éxito hay algún genio. Y a éste no deberíamos buscarlo in abstracto, igual que no intentamos obser­var el genio erótico propio de un D o n ju á n cuando se encuentra solo. Tam bién el éxito nace de una cita: del saber encontrarse en el momento adecuado en el lugar adecuado, algo que no es una fruslería. Pues esto significa com prender el lenguaje mediante el cual la felicidad se está citando con nosotros. ¿C ó m o puede ju zgar la genialidad del exitoso alguien que no ha oído nunca este len gu aje? Porque no lo conoce en absoluto. Para esa persona, todo es nada más casualidad. Y así no se le ocurre n i pensar que lo que ella llam a de ese m odo en la

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298 IMÁGENES QUE PIENSAN

gramática de la felicidad es sin duda lo m ism o que en la nuestra es el verbo irregular: huella indeleble de una fuerza originaria.

I I . E n él fondo, la estructura de todo éxito es sin más la estructura de los juegos de azar. C onseguir alejarse del p rop io nom bre ha sido siem pre la form a más rigurosa de elim in ar de uno m ism o los obstá­culos y sentim ientos de in fe rio r id a d . Y el ju eg o viene a ser una carrera de obstáculos en el estadio donde com pite el p ro p io yo. El ju gad o r es anónim o; no tiene un nom bre p ro p io , com o no necesita un n om bre a jen o . D ado que lo que a él lo representa es la ficha situada en un lugar concreto del tapete, ése que es tan inténsam ente verde com o el árbol de oro de la vida*, aunque tam bién es gris como el asfalto. A sí, en esta ciudad, la de la Suerte, la red viaria de la Felici­dad, ¡qué em briaguez verse doble, om nipresente, y espiar a la vez en diez esquinas el rastro de Fortuna que se acerca!

12 - U n o puede decir sin gran problem a todos los em bustes que desee, pero no debe verse com o u n em bustero. E l estafador es el m odelo de la in d iferencia creativa. Su venerable nom bre es un anó­n im o So l en torno al cual gira la corona de planetas de los nombres que él mismo se procura. Linajes, títulos y otras dignidades: peque­ños m undos que han ido saliendo del ardiente núcleo de ese Sol para darle con ello una luz delicada y un calor suave a los m undos civiles. Son el servicio que presta a la sociedad, llevando im presa esa bonafides que nunca falta al estafador, pero casi siem pre al pobre diablo.

13 . Q ue el secreto del éxito sin duda no reside en el espíritu lo delata la lengua m ediante la expresión «presencia de espíritu»**. Lo decisivo no es pues el qué y el cóm o, sino p o r cierto el dónde del espíritu. E l espíritu logra de este m odo estar presente en el instante y el espa­cio penetrando en el tono de voz, com o en la sonrisa y el silencio, y en la m irada, y en el gesto. La presencia de espíritu la crea el cuerpo solam ente. Y como en los grandes hom bres de éxito el cuerpo se ase­gura con firm eza todas las reservas del esp íritu , sólo m uy rara vez juega éste fuera sus juegos deslumbrantes. P or eso m ism o, el éxito con

* A lu sió n a una frase de M efistófeles en : G oethe, Fausto I , escena titulada «G abin ete de e stu d io » ; « Q u e r id o am igo, gris es la teoría, p ero verde el árb o l de ero de la v id a » .[N . del T .]

** E n español d iríam os « presen cia de á n im o » , lo que equivale en alem án a una Geistesgegemuart, la «presen cia de e sp ír itu » . [N . del T .]

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WEIMAR 299

el que los genios de las finanzas van haciendo carrera es del m ism o tipo exactamente que la presencia de espíritu con que el abbé G alian i se sabía m over por los salones. Pero sin duda, com o decía Len in , hoy no hay que dom in ar a las personas, sino sólo a las cosas. De ahí esa apatía que confirm a a m enudo en los grandes magnates de la econo­mía la más alta y más grande presencia de espíritu.

WEIMARW

I

En las ciudades pequeñas de A lem ania no es posible siquiera im agi­narse las habitaciones sin alféizares. Pero muy pocas veces los he visto tan anchos com o los de la Plaza del M ercado de W eimar, en El Elefante, en donde convierten la h ab itación en u n palco desde el cual he podido contem plar un ballet que n i siquiera los escenarios de los cas­tillos de Neuschwanstein y H errenchiem see podían ofrecerle a Luis II,

dado que era u n ballet de m adrugada. H acia las seis y m edia, de repente em pezaron a a fin ar: los gruesos contrabajos de las vigas, los violines-som brillas, las flautas-flores y los tim bales-frutos. E l escena­rio aún está casi vacío; hay vendedoras, pero aún no com pradores, de manera que me volví a d orm ir. Hacia las nueve, cuando me desperté, había ya vina orgía: los m ercados son orgías m añaneras; Je a n Paul* habría dicho que el ham bre da su in icio al día, lo mismo que el am or le pone fin . Las m onedas daban un ritm o sincopado, y lentam ente se iban abrien do paso unas chicas con redes que, cruzando en todas direcciones, invitaban a d isfru tar sus redondeces. Pero tan 'p ron to como me vestí y bajé al m ism o plano para entrar yo tam bién al esce­nario, se esfum aron el brillo y la frescura. Y com prendí que los obse­quios de la m añana, tal com o sucede con la salida del So l, se deben recibir desde lo alto. Lo que dio un dulce b rillo a los adoquines ¿no había sido una aurora m ercan til? A h o ra había quedado sepultada

4 Texto publicado en la r e v is t a N eue Schweizer Rundschau, en octubre de 19 2 8 .* Je a n Paul es el seudón im o del escritor Jo h a n n Paul F ried rich R ich ter ( 17 6 3 - 18 2 5 ) ,

cuyo estilo se caracteriza p o r u n h u m or que viene a ser heredero de Stern e y Fieldiiig. [N . del T .]

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300 IMÁGENES QUE PIENSAN

debajo del papel y la basura. E n vez de danza y música, sólo había allí trueque y negocio. Y es que no hay nada com o la m añana para esfu­marse de m odo irreparable.

II

, E n el Archivo de Goethe y Schiller, la escalera, las salas, las vitrinas y las bibliotecas son igualmente blancas. E l ojo no encuentra ni un espacio donde descansar. Los manuscritos están ahí acostados igual que enfer­mos en los hospitales. Pero, cuanto más tiem po te expones a esta luz tan áspera, más crees finalm ente reconocer, en el fondo de estas dis­posiciones, una razón inconsciente de sí m ism a. S i el estar enferm o mucho tiem po hace que los gestos se nos vuelvan más am plios y tran­quilos y los vuelve u n espejo de todas las distintas em ociones que expresa un cuerpo sano en cada una de sus decisiones y en las mil m aneras de arrancar y ord en ar, lo que es decir: si el estar enferm o hace que una persona retroceda a la m ím ica, tiene entonces sentido que estas hojas se encuentren como enferm os en sus anaqueles. No nos gusta pensar que todo lo que hoy se nos presenta tan consciente como vigorosamente como « o b ras» de Goethe en form a de libro antes haya existido en esa frágil form a que es la única y propia de toda escritura, y que precisamente lo que de ella saliera fuera lo severo y depurativo que rodea a convalecientes y m oribundos para las pocas personas que están cerca de ellos. Pero, ¿es que estas hojas no su frieron a su vez una cri­sis? ¿N o sentían como u n escalofrío y ninguna sabía si aquello que se aproxim aba era la destrucción o la postum a fam a? ¿ Y no son estas hojas la p ro p ia soledad del co m p on er? ¿ Y el lugar m ism o en que la poesía realiza su examen de conciencia? ¿N o hay quizás entre sus hojas algunas cuyo texto indescriptible sólo asciende com o m irada o como hálito desde los trazos mudos y quebrados?

III

Es cosa b ien sabida que el despacho de Goethe era muy prim itivo. El espacio es m uy bajo , y no tiene n i a lfom bra n i dobles ventanas. Los m uebles no nos llam an la atención . S in duda G oethe p o d ría haber tenido un despacho distinto, pues en aquella época ya había sillones grandes de cuero y alm ohadones. Esta h ab itación no se adelanta en

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DOS SUEÑOS 301

absoluto a su época. U n a voluntad ha puesto lím ites a la figu ra , así como a las form as; y n inguno debía avergonzarse de la luz de vela con que de noche el an cian o , sim plem ente envuelto en su batín , y poniendo los brazos extendidos sobre u n co jín descolorido, se sen­taba a la mesa y estudiaba. H oy, el s ilencio p ro p io de esas horas ya sólo se consigue p o r la noche. Si en verdad pudiéram os o írlo , com ­prenderíam os la form a de una vida tan determ inada y concienzuda y la fortuna ya irrecuperable de cosechar el m aduro b ien de esas últimas décadas, en las que tam bién el que era rico sintió en sus propias car­nes la dureza que es propia de la vida. A quí, el anciano fue celebrando con preocupación, con culpa y con penuria sus dilatadas y p ro d ig io ­sas noches, antes que el in fernal am anecer del confort burgués pene­trara p o r f in p o r la ventana. A ctualm ente seguim os esperando una filología que nos muestre este entorno inm ediato, la A ntigüedad ver­dadera del poeta. Porque este despacho era la celia del pequeño ed ifi­cio que Goethe destinó sólo a dos cosas: a saber, al sueño y al trabajo. Es im pensable lo que significó la vecindad del m inúsculo dorm itorio y de este despacho que tam bién parece un d o rm ito rio . A sí m ientras que G oethe trabajaba, solam ente el um bral lo separaba, tal com o si fuera un escalón, de su trono en la cama. Y , cuando dorm ía, a su ladolo estaba esperando su obra para librarlo cada noche de los m uertos. El que tenga la suerte de poder recogerse en este espacio percibirá en el orden de las sencillas cuatro habitaciones en que Goethe dorm ía, y leía, y dictaba y escrib ía, las fuerzas que conseguían que todo un m undo le respondiera cuando Goethe hacía que sonara su in terio r. Pero en cam bio nosotros tenem os que h acer que suene todo un m undo para escuchar tan sólo una interna y débil consonancia.

<DOSSUEÑOS>[5]

En el sueño (hace tres o cuatro días que lo tuve, y aún no me aban­dona) me encontraba en com pleta oscuridad enfrentado a una carre­tera. La carretera tenía a am bos lados unos árboles altos, y estaba

5 P ublicado en el lib ro de Ignaz Jezo w er, Das Buch der Tráume, B erlín , 19 2 8 , pp. 2 6 8 - 2 7 2 . Se trata de una colección de sueños de varios autores, entre ellos diez del p r o ­p io B en jam in . Los ocho que n o figu ran en este lu gar fu ero n incluidos en otros textos p o r su autor.

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I I M A h I NI I l l l l l ’ l l N ' . A N

11 mi 11 mlii t u i I Indi > de reí lio ]>«>■' una muy alia valla. M ientras yo me............. iilm ni |»i mi -11 > i <» <lc l;i carretera en com pañía de gente cuyoiniiiK-i ii y nrmi no i rc u n do (.solo recuerdo que había más de uno), el jji.tn piolín «Ir 1 Sol surgió <lc pronto blanco y sin resplandor entre los ii11>o I r , niii.N .sin destacar con claridad , casi oculto en m edio del liilliijr liin velo/, com o el rayo, me adentré (solo) a lo largo de la i ni ir irn i |>aia alcanzar una visión más am plia; pero el Sol desapare­en»; ni se hundió ni quedó oculto por las nubes; era cual si lo hubie- i nn horrado de pronto, com o si, de repente, se lo hubieran llevado. I'.n un momento ya era plena noche; y empezó a caer con gran violen- «-in una lluvia que ablandó com pletam ente la carretera debajo de mis I>íes. I'.c hc a correr sin pensar a dónde. De pronto el cielo se estreme­ció dr parte a parte tiñénd ose de blanco en un lugar, pero no se dcl>ió a la luz del So l n i tam poco a un relám pago (era una aurora l*oreal, y yo ya lo sabía); solam ente un paso p o r delante de m í estaba <■1 mar, al que la carretera conducía. A nim ado p o r el efecto de una luz finalm ente adquirida y la advertencia a tiem po del peligro , recorrí la carretera triunfalm ente en sentido inverso, sum ido com o antes en la oscuridad y la torm enta.

Soñé que había una gran revuelta escolar. S tern h eim [6] tenía ahí su papel y nos la contó más adelante. E n su texto figuraba literalmente r.sla frase: «G u an d o se tamizó por vez prim era el pensam iento joven, arriba se encontraron novias alimentadas y unos brownings^-.

PARÍS, LA CIUDAD EN EL ESPEJO Declaraciones de am or de poetas y artistas a la «capital del m undo»[7j

1 )<• todas las ciudades, no hay ninguna que esté relacionada más ínti­mamente con el libro de lo que está París. S i G irau dou x tiene razón ( uando nos dice que el sentim iento máximo de libertad hum ana con- ,'iiNlr rn .seguir a píe el curso de u n río , la ociosidad más consumada,

I '• I" 11 iiim m- ili I m riio r expresionista C ari Stern h e im (18 7 8 -19 4 .2 ) .1'n l'lii -i• 11 ■ 111 ln 1. -11 ;i Vdí;u(' el 3 0 dé enero de 19 2 9 . E l texto se publicó sin nom -I " 1 'I ....... ' " i v ■ " ■ 111 :i l u m i a que no correspondía exactam ente a sus in terc io n es;.............. "i 1 m I 1 ■ 1 Midi < 1 r .

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PA R lS , LA C IU D A D EN El. Ü S I 'I 10 ' I

la libertad más dichosa nos conduce aquí de libro «mi libro, Nobir Ion calvos muelles que bordean el Sena se ha ido posando, .siglo n ,siglo, ln hiedra de las hojas eruditas: París es una gran sala de biblioU-m nlm vesada enteramente p o r el Sena.

E n la ciud?d no hay un solo m onum ento que no haya inspirado una obra m aestra a los poetas. N o tre -D am e : y pensam os de in m e­diato en la gran novela de V íctor H ugo. La torre E iffe l nos recuerda la pieza titulada Los novios de ¡a torre Eiffel de Je a n Cocteau; con La oración en la torre Eiffel de G iraudoux nos situam os de pronto en las alturas de vértigo de la literatura reciente. La Ó pera nos ofrece la célebre novela policíaca compuesta por Lerou x titulada El fantasma de la ópera, y así nos encontramos ?1 mismo tiem po situados en el sótano del edificio comoeu el sótano de la literatura. E l A rco de T riu n fo cubre el m undo con

[8]La tumba del soldado desconocido de Raynal . Esta ciudad se ha inscrito de manera firm e indeleble en el corazón de la escritura porque en ella actúa algún espíritu que es a fín a los lib ro s. ¿N o p reparó París con antelación, como un experim entado novelista, los motivos más fu e r­tes y atractivos de su propia estructura? A h í están las grandes avenidas que se construyeron para asegurar a las tropas el acceso a París desde la Porte .Maillot, la Porte de Vincennes y la Porte de Versailles; así un día, de la noche a la mañana, París ya era la ciudad de Europa con los mejores accesos ciudadanos. A h í está tam bién la torre E iffe l, un monumento puro de la técnica alzado con espíritu deportivo, y que, de la noche a la mañana, tiene una estación de radio de alcance eu ro­peo. Luego está la incontable sucesión de sus espacios vacíos: ¿n o son como unas páginas solem nes, grabados en los volúm enes abultados que componen la historia universal? C on sus cifras rojas aún reluce el ano 1789 en la Place de Gréve. Rodeado por los ángulos de los tejados de la Place des Vosges, donde m urió, está E nrique II. C o n trazos muy borrosos hay una escritura indescifrable en la Place M aubert, ésa que en otros tiem pos fue la puerta de un París tenebroso. Y , con la inter-

8 C fr . V íctor H ugo, N otre-D am e de París, 18 3 I ; Je a n Gocteau, Les mariés de la tour Eiffel,

19 2 3 ; Je a n G irau d ou x, La priére sur la tour Eiffel, 19 2 3 , que tam bién constituye el capí­tulo sexto de la novela titulada Ju liette au pays des hommes, 19 2 4 ; G astón Lero ux, Le Ja n -

tome de l ’Opéra, 19 1O ; Paul Raynal, L e tombeau sous l ’A rc de Triomphe, 1 9 2 4 -

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IMÁGENES QUE PIENSAN

¡iccioii <lr i iudíid y libro , una de estas plazas finalm ente ha hecho su iii|Meso en la biblioteca: en los célebres libros de D idot del pasado siglo li|Mir;i como marca del im presor justam ente la Place du Panthéon.

Cuando un intelecto de carácter prism ático despliega el espectro literario que le corresponde a la ciudad, los libros parecen ir siendo más raros cuando nos acercamos del centro hacia los bordes. Hay un conocim iento ultravioleta, com o hay otro u ltrarro jo de esta ciudad, que no se pueden hacer entrar forzadam ente en la form a del libro : la fo tografía y el p lano, el conocim iento más exacto de lo individual y del co n ju n to . Poseem os las pruebas más herm osas de estos bordes extrem os del extenso cam po visual. A q u e l que con mal tiem po haya tenido que consultar de pronto en una esquina de alguna ciudad des­conocida uno de los grandes planos de papel que se in flan com o velas con cada golpe de aire, cuyos bordes se doblan y desgarran y que en muy poco tiem po sólo son ya un m ontón de hojas sucias con las que no sabe ni qué hacer, en seguida puede averiguar al estudiar el Plano de Taride lo que en verdad puede ser un plano. Y al tiem po, con ello, lo que es la ciudad. Porque barrios enteros com ienzan a revelarnos su secreto a partir de los nom bres de sus calles. Así, en la gran plaza ante la estación de Saint-Lazare tienes a tu a lrededor a m edia Francia y a m edia E u ro p a. N om bres com o H avre, A n jo u , Provenza, R ouen , Am sterdam , Londres o C onstantinopla se extienden ahí por las grises calles como cintas de color tornasolado puestas encima de la seda gris. Se trata del llam ado b arrio E urop a. Podem os reco rrer una tras otra las calles en el plano, pero tam bién podem os recorrer la ciudad «calle a calle, casa a casa» a través de la obra gigantesca en que, a mediados del siglo XIX, Lefeuve, que era el h istoriador de la corté de N apoleónIII, consiguió reun ir todas las cosas que valía la pena conocer19 . Ya el título de la obra nos indica lo que puede esperar el que se acerque a esta clase de literatura, o incluso quien intente sim plem ente estudiar las cien páginas que el am plio catálogo de la Biblioteca Im perial con- licrie bajo la entrada dedicada a « P a r ís» . Pero este catálogo se cerró en IH(>7. Se equivoca quien crea que sólo ha de encontrar en su inte-

! | f ’ 11 ii 1 1 ■ ri I i lf i iv c . I,r\ uncienncs maisons de París, l 8 5 7 _ I^ 5 9 -

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PARÍS, LA CIUDAD EN EL ESPEJO ■|. i 11

rior b ib liografía científica o archivística, topográfic;i o historien I i\n intensas declaraciones de su am or a la «capital del mundo no ,-« i un la parte más pequeña de esta masa de lib ros. Y que ];i mayor pai l<- <I< sus autores sean forasteros no puede ser tampoco nada nuevo. Porque casi todos los galanes que se vo lvieron más apasionados de <\s(a yran ciudad han ido llegando desde fuera, y su cadena se extiende yi» |mi- toda la T ie rra . A h í tenem os a N g u y e n -T ro n g -H ié p , que en iM<)'/ publicó en H an oi su intenso poem a de alabanza a la capital de 1'ran cia*'10'*. Y ahí está, com o el caso más recien te, la fam osa prinreNii rumana Bibesco, cuya atractiva « C ath erin e-P a ris» huye de los casi i líos de Galitzia, de la aristocracia polaca, y ¡cóm o n o !, también de ni i m arido, el conde L eop o lsk i, para regresar una vez más a su ciudad electiva1'11'1. E n verdad que este tal L eo p o lsk i parece ser el p rín cip e Adam Czartoryski, y el libro en Polonia no ha gustado m ucho... Pero no todos los adm iradores han mostrado su am or a la ciudad mediante una novela o un poem a: hace m uy p oco , M ario von Bucovich le lia dado a su am or una expresión b ien herm osa y creíble en la fotografía, y el m ism o M orand ha escrito un prólogo destinado a este álbum enel que co n firm a que Bucovich tiene b ien ganado su derecho a este

[12]amor

La ciudad se refleja en el espejo de m iles de ojos y de objetivos. Porque no solam ente el cielo y la atm ósfera, n i sólo los anuncios lum inosos sobre los n octurn os bulevares han hecho de París la Vilie Lumiére. Y es que París es la ciudad espejo: el asfalto de sus avenidas es liso y con tin u o com o él. P or delante de todos los bistrós siem pre ponen tabiques de cristal: las mujeres se m iran sobre ellos mucho más que en n in gún otro lugar, y de estos espejos ha surgido la belleza de las parisin as. C o n ello , m ucho antes que las m iren los hom bres, ya habrán exam inado diez espejos. U na extremada profusión de espejo» rodea aquí tam bién a cualquier hom bre, muy especialmente en el cuf’¿ (para hacer más claro su in te rio r y que los m inúsculos recintos qur dividen los locales parisinos parezcan ser más grandes). Los espejos

10 N g u y e n -T ro n g -H ié p , París capitale de ¡a France. Recueil de vers, H an oi, l8 |)7 -11 M arthe B ibesco, Catherine-París, 192 7 -12 M ario von Bucovich , París, p ró lo go de Paul M oran d , B erlín , '

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306 IMÁGENES QUE PIENSAN

son el elemento espiritual de osla ciudad, y su escudo de armas, en el que figuran los emblemas de todas las escuelas literarias.

Los espejos al punto nos devuelven la to lalidad de los reflejos, pero sim étricam ente desplazados, y exactamente esto es lo que hace la técnica de réplicas de las com edias del viejo M arivaux: los espejos proyectan lo que se mueve fuera, es decir, en la calle, en el intérieur de los cafés, al igual que I lugo y que V igny iban capturando los milieux para ir situando sus reíalos sobre un «trasfondo h istórico » .

Los espejos que cuelgan turbios y olvidados en los bares son el sím­bolo propio del na! uralisnio de Zola; y el m odo peculiar de reflejarse de unos en otros, desplegando una serie inacabable, hace ju ego evi­dente con el recuerdo infin ito del recuerdo que recuerda el recuerdo en que la vida de Proust se transform ó precisamente gracias a su propia p lum a. La reciente colección de fotografías titulada París acaba justa­m ente con la imagen del Sena, que es el gran espejo que siem pre vela sobre la m etrópoli. Cada día la ciudad arroja al río las imágenes de sus sólidos edificios y sus sueños de nubes. Y el río acepta las ofrendas y después las rom pe en m il pedazos, como signo evidente de favor.

MARSELLA[I3]

La ru é ... seul champ d ’expérience valable* André Bretón

Marsella: dentadura am arilla de una foca a la que se le escapa entre los dientes el agua salada. S i esta garganta atrapa esos vulgares cuerpos negruzcos y pardos con los que las navieras con sus hojas de ruta la a lim entan , sale un h ed o r a aceite, a o rin a y a tinta procedentes del sarro que se adhiere a los im ponentes m axilares: los quioscos de prensa, los u rin a rio s y los puestos de las ostras. L o s que habitan el puerto son todo un cultivo de bacilos; los estibadores y las putas son productos de la descom posición, p o r más que sean algo similares a los .•¡«■res hum anos. Pero su paladar es color rosa, que es aquí el color de

i'( IinIii | • i ■ I il icacl o <n la revista N eue Schw eiierR undschau en ab ril de 19 2 9 . '' • I H 1 .illi-, im ico cam po válido de e x p e rie n c ia » . [N . d e lT .]

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MARSELLA 307

la vergüenza y de lo m iserable. Los jorobad os se visten de este m odo, y también las m endigas. Y también a las pálidas mujeres de la Rué de la Bouterie una única prenda de vestir les otorgn su únic o color: sus camisas rosadas.

Les bricks, así es com o se den om in a al b a rr io de las putas por las lanchas que am arradas a cien pasos en el m uelle de su puerto vie jo . Un inm enso tesoro de escalones, de arcos y puentes, de m iradores y de sótanos que parece esperando a ser usado de la m anera correcta. Pero ya está siendo b ien usado. Por cuanto este depósito de callejas raídas es ahora el barrio de las putas. D entro de él, unas líneas invisi­bles dividen y reparten el terren o entre los autorizados de m anera precisa y angulosa, com o en las colonias africanas. Las putas siem pre están estratégicamente situadas, esperando sólo una señal para rodear a los indecisos y ju g a r con el ren itente com o con una pelota que se lanzan de una acera a otra. E n este ju eg o perderás, com o poco, el som brero si es que no pierdes otras cosas. ¿S e habrá in ternad o alguien tanto en estas casas inm undas e insondables como para ver, al interior del gineceo, la habitación en que capturados los em blemas propios de la v irilid ad —canotiers, bom bines y som breros de fie ltro , borsalinos, som breros de cazador, gorras de hockey— se encuentran colocados en repisas o quizás apilados en ra strillo s? A través de los bares, al fin al la m irada llega al m ar. La calleja se extiende p o r una serie de casas im pecables que le ocultan el p u erto , al m odo de una mano pudorosa. Y en esta m ano p u dorosa y em papada b rilla de pronto el viejo ayuntam iento, un anillo en el dedo endurecido p ro ­pio de la m ujer de un pescador. A quí estaban hace doscientos años las casas que habitaban los patricios. Sus ninfas de pechos altos, como sus cabezas de medusa totalm ente envueltas en serpientes sobre los m ar­cos deteriorados de las puertas, se han convertido al fin ya claramente en signos grem iales. A no ser que les cuelguen encim a un escudo, como hizo la com adrona B iancham ori, que en el suyo se ve cómo se apoya sobre una colum na enfrentánd ose a todas las alcahuetas del barrio m ientras que señala con in d olen cia a u n robusto n iñ o que aparece a punto de salir del in terior de una cáscara de huevo.

Ruidos. A rriba, en las calles desiertas del barrio del puerto, se sien­tan, apretados o separados com o mariposas en las calurosas hileras de

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IMÁGENES QUE PIENSAN

arriates. Cada paso in terru m pe una canción , o b ien a una pelea, el seco chasquido de la ropa empapada, un crepitar de tablas, los chilli­dos que em iten los bebés, el ch irriar de m etálicos barreños. Hay que haberse perdido p o r aquí para cazar estos ru idos con la red, cuando surgen flotando en el silencio . Pues en estos rincones abandonados todos los son idos y las cosas todavía tien en su p ro p io silencio , tal com o a m ediodía se produce de p ron to en las alturas un silencio de gallos, un silencio de hachas, un silencio de grillos. Pero la caza siem­pre es peligrosa y el cazador acaba derrum bándose cuando lo perfora p o r detrás el silbo de la p ied ra de a fila r , cual si fuera una avispa gigantesca.

Notre-D am e-de-la-Garde. La colina desde la que se encuentra m irando hacia abajo es el m anto de estrellas de la M adre de Dios, a cuyos pliegues se am oldan las casas que form an la C ité Chabas. Por la noche, las farolas form an en su in terior de terciopelo constelaciones que aún no tien en n om b re. E l m anto cierra en una crem allera: la cabina de abajo, ju n to a las guías de acero del ferrocarril, es la joya en cuyos cristales de colores se refleja el m undo. U n fortín abandonado es su sagrado escabel, y su cuello se encuentra rodeado por un amplio óvalo de coronas votivas de cristal y de cera que tien en el mismo aspecto que las siluetas en relieve de sus antecesores. Cadenitas de barcos de vapor y veleros con form an los pendientes, y de los labios um brosos de la cripta sale un rico aderezo de bolas de color de rubí y oro del que los peregrinos se cuelgan enjam brados como moscas.

Catedral E n la plaza con m enos gente y más sol está la catedral. A q u í todo está m uerto, por más que al sur, a sus pies, se encuentra el puerto, el de La Jó lie tte , y al norte hay un b arrio p ro letario . Como punto de transbordo de mercancías im penetrables e inasibles se ve el triste edificio situado entre m uelle y alm acén. Cuarenta años ha cos­tado construirlo. Pero cuando lo acabaron, en el 18 9 3 , lugar y tiempo se con juraron triunfalm ente en contra de arquitecto y propietario, y los ;ibimd;>ntes recursos del clero darían lugar a una estación gigan­tes» ¡1 de fe rro carr il que nunca se ha p od id o a b rir al tráfico . E n la misma (; 1 <'11; 1 <I; 1 se reconocen las salas de espera en el in terior, donde v i a j e r o s d e p r i m e r a a cuarta clase (que ante D ios son iguales), atrapa­d a ; en min propiedades espirituales igual que entre maletas, están sen­

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tados y leen sus misales que, con sus correspondencias y concordan­cias, tanto se parecen a los lib ros de h orario s de los distintos trenes internacionales. De las paredes cuelgan, com o pastorales evangélicas, unos pocos extractos de las norm as del fe rro c árr il; ahí pueden con ­sultarse las tarifas de las indulgencias obtenidas p o r haber viajado en el tren de lu jo de Satán; y, a m odo de confesionarios, hay unos cuar- titos en los que el via jero se puede p u rifica r discretam ente. A sí es la ferroviaria estación religiosa de M arsella. D e aquí salen, a la hora de la misa, los coches-cam a a la eternidad.

Esa luz de los puestos de verduras que aparece en los cuadros de Monticelli* procede directam ente de las calles que form an el in terior de su ciudad, de los m on óton os b arrio s residenciales de quienes saben de la tristeza de M arsella . Pues la in fan c ia es siem pre quien encuentra las fuentes de donde m ana la a flicción , y para conocer la tristeza de ciudades tan relucientes y fam osas hace falta h aber sido niño en ellas. E n efecto, al v ia jero , las casas grises del B oulevard Longcham p, las ventanas enrejadas del G ours Puget y los árboles que conform an la gran A llée de M eilhan nunca podrían revelarle nada, a no ser que el azar no lo conduzca a la cámara m ortuoria de la ciudad, al Passage de Lorette, ese pequeño patio donde, en la presencia som - nolienta de unos cuantos hom bres y m ujeres, el entero universo se reduce a una sola tarde de dom in go. U n a sociedad in m o b ilia ria ha grabado su nom bre en el portal. ¿N o se corresponde exactamente este espacio in terio r a ese barco blanco y enigm ático varado en el puerto, bautizado « N a u tiq u e» , y que nunca sale a navegar, sino que cada día viene o frec ien d o a los forasteros en unas mesas blancas unos platos demasiado asépticos, demasiado lavados y brillantes?

Puestos de mejillonesjy de ostras. U n líquido eterno e insondable que se derram a sucio sobre las vigas sucias, en el in tento de purificarlas, sobre la cordillera de m ejillones rosados que, a partir de la repisa más alta, entre p iernas y vientres de acristalados Budas, pasa p or entre cúpulas de lim ón, entra en el pantano de los berros y en el bosque <lr banderillas y gallardetes franceses, para al fin regar nuestra garganhi

* A d o lp h e M on tice lli ( 18 2 4 - 18 8 6 ) , p in to r francés. |N . del ¡ . I

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IM A'i I NI S UIII l’ II NSAN

i ntt I ii ni< |im e»pe< 1.1 del anim al todavía palpitante. Oursins de l ’Estaque, /‘tu MiiitvMMo, rlottisxcs, maúles mariniéres: todo esto es continuam entel u 111 I/u d < >, ngrupndo, contado, cascado, desechado, servido y, final- n irn ir, drguNlado. Y el estúpido interm ediario del com ercio interior, « ri decir, <1 papel, nada tiene ahí que hacer entre el elem ento desen­frenado, m el oleaje de labios espumosos que m oja los escalones por ro m p id o . Pero allá enfrente, en el otro m uelle, se extiende la cordi­llera de « recu erd o s» , el m ás-allá m ineral de las conchas de los m eji­llones. Fuerzas sísm icas han ido ap ilando este m acizo de vid rio en pasta, cal de conchas y u n esmalte en el cual los tinteros, las anclas y los barcos de vapor, las colum nas de m ercurio y las sirenas se mezclan y c o n fu n d en . La p resión de más de m il atm ósferas bajo la cual se agolpa, se em pina y se escalona este m undo de im ágenes es la misma fuerza que en las duras m anos m arineras se pone a prueba tras un largo viaje contra pechos y muslos de m ujeres; y la lu ju ria que en las cajas de m ejillones arranca al m undo de piedra un corazón de tercio­pelo azul o ro jo para m echarlo con agujas y con broches es esa misma fuerza que en el cía de paga estremece de pronto estas callejas.

Muros. Es de adm irar la d iscip lin a a que la gente se encuentra sometida dentro de esta ciudad. Los m ejores, que viven en el centro, llevan una librea y están puestos a sueldo de la que es la clase dom i­nante. Se cubren con m odelos muy ch illones y han vendido más de c ien veces su alma al anís más reciente, a las «D am es de Fran ce» , al «C h ocolat M en ier» o a D olores del R ío . E n los barrios más pobres, la gente está muy movilizada, y sitúa sus am plias letras rojas cual pre- cursoras de unas graardias rojas ante los astilleros y arsenales.

lü hombre arrumado que a la noche vende algunos de sus libros en la esquina que la Rué de la R ép u b liq u e fo rm a con el V ie u x Port des­pierta en los transeúntes los peores in stin tos. S in duda les apetece aprovecharse de esa m iseria aún fresca y el conocer esa desdicha anó­nima mas de lo que la imagen dé la catástrofe nos viene presentando. Pues, ¿cóm o la habrá ido a una persona para colocar en el asfalto los escasos libros que le quedan y tener la esperanza de que a alguien que pase por ahí le íitren de pron to ganas de le e r? ¿O quizás es todo di le re ule y es! a aquí de guardia un pobre diablo que nos pide en• di ........ que a 11 m íos de los escom bros su teso ro ? Lo pasam os de

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largo, a toda prisa. Pero desde ahora, en cada esquina, volvemos nue­vamente a sorprendernos, pues el vendedor m eridional se: ha puesto de tal modo el harapiento abrigo de m endigo que el destino nos mira con m il ojos. ¡Q ué lejos estamos de la triste dignidad que muestran nuestros pobres, víctimas de la guerra de la com petencia, que se cucl gan sus cuerdas y sus latas com o si fueran cintas y medallas!

Suburbios. C uanto más nos alejam os del in te r io r , más política se vuelve aquí la atm ósfera. Llegan los diques y puertos interiores, alm a­cenes y barrios arruinados y refugios dispersos de la estricta m iseria: es la p erife ria ciudadana. Los suburbios son el estado de excepción que se contrapone a la ciudad, el terren o en el que se disputa sin detenerse n i p o r un m om ento la gran batalla entre ciudad y cam po. Esta batalla no es más enconada seguram ente en n in gú n otro lugar que entre Marsella y el paisaje provenzal. Es la lucha reunida cuerpo a cuerpo entre el poste telegráfico y los ágaves, de la alam brada contra las palm eras, del vapor de pasillos apestosos con la hum edad que brota de los plátanos dentro de las plazas calurosas, de las escalinatas empinadas contra las colinas poderosas. La larga Rué de Lyon viene a ser como el po lvorín que M arsella ha excavado en pleno campo para hacerlo estallar en Sain t-L azare , en A ren e y Septém es y en S a in t- Antoine, cubrirlo con cascos de granada de las lenguas de los d istin­tos pueblos así com o de todas las empresas. L ’alimentaiion Moderne, Rue de Jamaíque, Comptnirde la Limite, Savon Abat-Jour, Minoterie de la Campagne, Bar du Gaz, BarFacultatif: y, cubrién dolo todo, el polvo espeso aquí form ado por la sal m arina con la cal y la mica, cuyo amargo sabor se pega den­tro de la boca de qu ien se ha puesto a prueba en la ciudad p o r más tiempo que el b rillo del Sol y del m ar en los ojos de sus adm iradores.

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SAN GIMIGNAN0[I*]

A la memoria de Hugo von Hofmannsthal*

E n co n trar palabras para lo que tienes ante los o jos puede ser muy d ifíc il. S i al fin llegan, golpean con pequeños m artillos lo real, hasta que han expulsado de ahí la im agen com o al ir la b o rran d o de una placa de cobre. « P o r la tarde se reúnen las m ujeres, en torno a aque­lla fuente que queda ante la puerta de la ciudad, a coger agua con sus grandes cán ta ro s» : sólo cuando encontré estas palabras, la imagen desapareció de lo vivido dem asiado b rillan te y ciegam ente, con sus recios bultos y sus sombras p ro fu n d as.¿Q ué sabía yo antes de aquellos sauces relucientes que a la tarde hacen guardia con sus chispas ante la m uralla de la v illa? Antes las trece torres habían debido acomodarse en poco espacio, pero ahora cada una ocupaba su lugar con discre­ción, y entre ellas todo era más am plio.

S i vienes de le jos, la ciudad entra de p ro n to en el paisaje de m anera tan im p erceptib le com o si h u b iera entrado a través de una pu erta. San G im ign an o no tiene el aspecto de que uno tenga que acercarse a ella. Pero tan p ro n to com o lo consigues sabes que has caído en su regazo, y el sordo zum bido de los grillos y las voces chillo­nas de los niños te van a im pedir reconocerte.

E n el curso de siglos sus m urallas se han ido estrechando; y ape­nas queda una sola casa que no m uestre las huellas de grandes arcos redondos p o r encim a de la estrecha p u erta. Las aberturas sobre las que ahora caen ondeantes unas telas sucias para protegernos de los insectos eran puertas de bronce. Hay restos de los viejos ornamentos de piedra adheridos aún a las paredes, que así presentan un aspecto heráldico. S i has entrado por Porta San G iovanni, tienes la impresión de que estás en un patio, y no en una calle. Pues las plazas son patios, con lo que sientes que estás a salvo en todas. Eso que sucede con fre­cuencia dentro de la ciudad m eridional aquí se experim enta especial­mente: que quien la habita tiene que esforzarse para com prender con

l/\. Trxtn publicado el 2 3 de agosto del 19 2 9 en Frankfurter fy itu ng.

* Kl e.sn ilor simbolista austríaco Hugo von H ofm annsthal vivió entre 18 7 4 y 1929 ; Ben jamin lo adm iraba enorm em ente, y m antuvo una buena relación con él. [N . del T .l

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SAN GIMIGNANO

claridad lo que necesita para vivir, pues la línea de estos arcos y pina culos, y la som bra y el vuelo que trazan las palom as y cornejas liaren que olvide sus necesidades. Le resulta d ifíc il escaparse de esta presen cia tan exagerada, para tener en cuenta la m añana durante el trans curso de la tarde y el día siguiente por la noche.

D onde te puedes m antener de pié tam bién puedes sentarte. Y no sólo los n iñ os, sino tam bién todas las m ujeres tien en su lugar en el umbral, m anteniendo el cuerpo muy cerca del suelo, de sus costum ­bres y tal vez de sus dioses. La silla ante la puerta de la casa ya consti­tuye un signo de innovación en la ciudad. Porque sólo los hom bres aprovechan las escasas oportunidades para irse a sentar en los cafés.

N unca tuve así en m i ventana la salida del Sol y de la Lu n a. Cuando p o r la noche o por la tarde me tum bo en la cama, sólo existe el cielo . P or costum bre, em piezo a despertarm e poco antes de que salga el So l. Y entonces espero a que se alce poco a poco detrás de la montaña. A l fin se da el p rim er fugaz instante en que el Sol no es más grande que una piedra, que una ardiente y brillante piedrecita que se posa encim a de la cum bre. Pero aún nadie ha atribuido al Sol lo que Goethe d ijo de la L u n a : « G lán z t dein R an d h e ra u f ais S tern » * . El Sol no es una estrella, es una piedra. E n otros tiem pos la gente quizá debió de poseer el arte de guardarse esta p iedra tal com o si fuera un talismán que les trajera las horas más felices.

Me asom o a m irar p o r la m uralla . E l cam po aquí no se pavonea con caseríos y edificaciones. Se ven cosas ahí, pero a la som bra. Los patios que la necesidad ha construido son más distinguidos —pero esto no sólo en su diseño, sino en la arcilla de que están hechos sus lad ri­llos y hasta en el cristal de sus ventanas— que cualquier gran casa seño rial situada al fondo de su parque. Pues la m uralla en la que me apoyo com parte el secreto del olivo, cuya copa se abre sobre el cielo com o una guirnalda dura y frágil, con sus innum erables hendiduras.

« B r illa tu borde com o el de una estrella» . Este verso de Goethe |)<-rlrnc< <• ni 11.......titulado Dem aujgehenden Vollmonde. [N . del T .]

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I'AHAKAHI WOI I SKI III I N SU SEXAGÉSIMO ANIVERSARIO(Jn recu erdo ''!>l

I In | m te mu im luye muchas cosas. Así, no hay que creer que su secreto coiini.nIii uiiiciiincnlc en escrib irlo . W olfskehl ha escrito muchos hasta nlioni, peco no hay que creer que su secreto consista únicam ente en hubn-los cscrito. Vamos a hablar aquí de otro secreto.

l’cro para eso tengo que p ed irle que me perm ita rem ontarm e hasta un recuerdo. Fue dentro de aquel cuarto in terio r de m i amigo 1 1esser que, sin ser un chaflán en absoluto, sin duda era la más abu­hardillada de las habitaciones de poeta. A h í se sentaba Wolfskehl una noche, sobre la silla, ante la ancha cama, que con el verde descolorido y polvoriento que se veía en su cobertor tal vez nos explicaba los efec­tos sensoriales-m orales del color m ejor que los fam osos diagramas de la casa de Goethe. Y o llegué muy tarde aquella noche, y no recuerdo de qué estaban h abland o. Pero, ¿n o es en el fo n d o toda verdadera conversación una serie de éxtasis en la que te detienes de repente, igual que en un sueño, sin tener n i la m enor idea de cóm o has alcan­zado ese lu gar? U n instante así fue cuando W ofskehl tom ó El siglo de Goethe, que estaba puesto en una estantería, y comenzó a leerlo en alta voz. Por más que sólo fuera en h on or del gran conocedor y amante de los libros que es K a rl Wolfskehl, me gustaría poder decir aquí todavía algo más sobre ese lib ro , una conocida antología que la editora Blatter jiir üie Kunst publicó p o r vez prim era en el año IQOí?. E n aquella época los libros todavía poseían u n tra je , que en este caso, com o era de esperar, era obra de Lechter**. U nos zarcillos azules rodeaban el texto (l)icn lleno y bien. cerrado, p o r debajo del n om bre), y en la portada aparecía la marca p ro p ia de la ed itorial, una u rn a que se veía levan­tada encim a de anos dedos em pinados de la que iban saliendo los enroscados rizos y las orlas cargadas con sus lemas que fueron típicas

1', Publicado el 17 J e septiem bre del año 19 2 9 en el Fran k fu rter/jitu n g . K a r l W olfskehl, mi jx irla perteneciente al círculo de Stefan G eo rge , vivió entre el 18 6 9 y el 1948-

* ■ 11 .ila de lian /. H essel ( 18 8 0 - 19 4 1) , escritor que tradu jo a P roust con Benjam ín. W .i.v c-ii e.spai 'jl su lib ro de Paseos p o r Berlín, trad. M iguel Sa lm erón , M adrid: l eí ini.s, !•)<)’/. | N. del T .]

++ M clclm .r I .edil i‘ r ( 18 6 5 - 19 3 7 ) , d ibujante y p in to r que colaboró m uchas veces con Ni. Ihii ( y r . ! N. del T .]

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PARA KARL WOLFSKEHL EN SU SEXAGÉSIMO ANIVERSARIO 315

de los prerrafaelistas. Pero describir de nada sirve. Hessel poseía esta edición, pero su m ano, muy suelta por el desdén y la generosidad, no titubeó ante el valioso e jem plar de aquel lib ro . Una ed ición más modesta ocupa su lugar desde hace tiem po. Wolfskehl leyó en voz alta:

Schláfrig hangen die sonnenm üden blatter,

Alies schweigt im walde, n ur eine biene

Sum int dort an der blüte mit mattem eifertl6 .

Así leyó los cuarenta y tres versos trocaicos. C uando, gracias a él, creo que los o í p o r vez p rim era , se v in ie ro n a u n ir en m i in te rio r a aquellos dos o tres poem as que habitaban ahí desde hace años, o incluso décadas, para acoger a un ú ltim o y ya algo tardío forastero . Llegué a m i casa y busqué la antología. Y así conseguí entrar no sólo en el poem a que había leído W olfskehl, sino en el lib ro entero. Fue una de las pocao ocasiones en las que he podido com prender que en realidad la poesía solam ente se form a y se propaga al recibirla así, de viva voz. Sólo l a puedo com parar con esa tarde en que la voz de H o f- mannstahl se fue a posar de m odo inesperado en uno de los poem as de Die Fibel, y la frescura de los tem pranos poem as de George llegó así W ta m í, p o r prim era y tam bién últim a vez, com o desde muy lejos*. Ahí una voz verdaderam ente herm ética me había guiado hasta rem on­tar el río de palabras de Lenau, para alcanzar la altura intransitable en la que, hacia el año 1 9 O O , la poesía alemana en su conjunto se renovó a la sombra de unas cuantas cabezas destacadas, a saber, las de H óld er- lin, Je a n Paul, y B ach ofen , y Nietzsche. L a voz tenía aquella fuerza hermética en su grado más alto porque, al ir siguiendo sus cam inos, tenías la esperanza de alcanzar su p ro p io secreto. H ace ya m uchos años, alguien que logró esto justam ente le dio al poeta un nom bre correspondiente a un dios: el de H erm opán. ¿N o había un Pan reza­gado en la voz que había susurrado de p ro n to ese poem a de Lenau

16 «Las hojas, agotadas p o r el Sol, cuelgan som nolientas, / todo calla en el bosque, y tan sólo una abeja / se esfuerza débilm ente en una f lo r » . A sí com ienza el séptimo de los Waldlieder de Ni rolas Lenau ( 18 0 2 - 18 5 0 ) , que figura en Deutsche Dichtung, ed. de Stefan George y K arI Wolfskehl, vol. 3 , D asJahrhundertGoethes, B erlín , 19 10 , pp. 14 2 - 14 3 -

* Die Fibel es un? colección de poem as de Stefan G eo rge publicada en el año 19 0 1 . [N . del T .]

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SOMBRAS BREVES I 317

además es algo que sucede en casi todas las relaciones am orosas). E l m atrim onio oculta el nom bre de pila utilizando nombres cariñosos, y ello de tal m odo que el n om b re de p ila no vuelve a la luz durante años, o durante décadas incluso. Lo exactamente contrário al m atri­m onio, utilizando este sentido lato, es el am or platónico en el que es su auténtico sentido, su único sentido relevante; pues el am or plató­nico tan sólo es defin ible en el destino del nom bre, no el del cuerpo: es am or que no expía su pasión en el n om b re, sino que ama a la amada en ese nom bre, la posee en el nom bre y la mim a en el nom bre. El que el am or respete el nom bre y el apellido de la amada es verda­dera expresión de esa tensión, de esa apropiación en la distancia que solemos llam ar « a m o r p la tó n ic o » . Este am or ve surgir del nom bre de la amada su existencia (e incluso la obra del amante) com o salen los rayos del in terior de un núcleo incandescente. La Divina Comedia no es por tanto sino el aura en torno al nom bre de « B eatriz» ; la exposi­ción más poderosa de que todas las fuerzas y figuras del cosmos surgen siempre del nom bre que ha salido intacto del am or.

Una vezno es ninguna vez

Las pruebas más sorprendentes de este dicho se encuentran en lo eró­tico. M ientras vas cortejando a una m ujer con la duda constante de si te va a hacer caso, el cum plim iento sólo puede prod ucirle en el con­texto m ism o de esas dudas: com o red en ció n y decisión . Pero en cuanto esto ha sucedido, puede presentarse en su lugar, y en un solo instante, un nuevo anhelo, insoportable tras el m ero cum plim iento. El prim er cu m p lim ien to , en el recuerd o , consiste sólc: en su d eci­sión, en su m era fun ción frente a la duda; así, se vuelve abstracto. Y así «u n a vez» puede ser « n in g u n a » si es que la querem os com parar con el absoluto cu m p lim ien to . Y , a la inversa, éste puede p erder enteram ente su valor desde el punto de vista de lo erótico precisa ­mente com o cum plim iento absoluto. Es lo que sucede p o r ejem plo cuando una aventura m eram ente banal nos parece brutal en el recuerdo, y así anulam os esta prim era vez porque vamos buscando lns líneas de fuga que su rgirían de esa expectativa, para así ver cóm o l.i mujer se alza de repente ante nosotros siendo ya el punto de su intrr sección. En D o n ju á n , n iño m im ado del am or, el secrelo es el como en sus aventuras ejecuta siem pre al m ism o tiem po, y además con |>i ¡m

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3í 6 IMÁGENES QUE PIENSAN

sobre el h orro r del m ediodía? Q ue K a rl W olfskehl conoce el destino exacto de unos dioses que hace tiem po que huyeron del viejo seno de la m itología nos lo han mostrado claramente en este mismo periódico algunos de sus ú ltim os trabajos —Lebensluft, o Die neue Stoa—. E n todo caso, H erm es es, en sentido m ítico y estricto , el dios que m ejor se am olda a los demás, que se une con ellos para dar lugar a una figura nueva, efím era y siempre fluctuante. Mas la fuerza de Wolfskehl es a su vez efím era y fluctuante, a pesar de su ím petu, aunque tan sólo fuera p o r el desasosiego que lo tiene en continuo y perpetuo movimiento, y p o r los m il estím ulos procedentes del pasado germ ánico y del pasado ju d ío que p rep aran un sitio en él a todo lo heredado y a las más diversas experiencias. U na cantidad enorm e de abreviaturas gran­diosas van surgiendo de aquí. E n general, la gente solam ente las conoce p o r las muestras sorprendentes de su hum or, que dan forma a lo que es su pensam iento com o caracterizan su escritura, de la cual ha dicho una grafóloga que se necesita de « u n a clave para que al fin pueda ser le íd a » . Porque la escritura coincide estrictam ente con el escritor en que es un escondrijo incom parable de centenas de imáge­nes. U n escondrijo y un refugio h istórico; pues en él habitan imáge­nes, conocim ientos y palabras que sin él no sabem os n i el si ni el cóm o podrían afirm arse en nuestros días.

Lo inolvidable de esa hora sobre la cual he intentado hablar sería tal vez esto: ver al poem a elevarse desde sí al igual que u n pájaro se eleva desde el árbol de leyenda en el que anida con varios miles de sus semejantes.

SOMBRAS BREVES <l>[l7]

Amor platónico

La esencia y el tipo de u n am or se expresan con toda claridad en el destino que dispensa al nom bre. E l m atrim onio, que quita a la mujer el que fue su apellido orig in al para ahora p o n er en su lugar el ape­llido propio del m arido, tam bién m odifica su nom bre de pila (y esto

i'/ I i kIo 1 m■ I>1 i< ¡iilu rn l;i revista N cue Schwciier Rundschau en noviem bre de I 9 ? 9 -

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, 1/1 i m A oi ni s u u e p i e n s a n

<. I • •• 111 ii < I, lililí.. I.i decisión com o el cortejo, recuperando la expecta- ii\,i i m I.i rn111i i,i]mi<•/. y anticipando la decisión en el corte jo . Este• n 111 i ilii o | > I i 111 f * r i j í i <* se. produce « d e una vez p o r todas» , este entre- ii'|n«r dr I o n t irm ¡ >os, sólo se puede expresar m usicalm ente. Y es que I ><iii ) 11 n 11 rxijrp «sí la música com o lente convexa del am or.

La pobreza siempre se queda con las ganas

( Ju c un palco en una gala no puede ser tan caro com o el b illete de rni rada hacia la libre naturaleza de D ios; que ésta sin duda, de la que ruthemos que gusta de o frecerse a los vagabundos y m endigos, a los andrajosos y haraganes, m uestra su rostro más consolador, sereno y puro, al rico, cuando entra por las grandes ventanas en las salas que se m antienen frías y som brías: ésta es la verdad in exorab le que la villa italiana siem pre enseña al que entra en ella p o r prim era vez para lan­zar una m irada al lago y a las montañas en la lejanía; ante cuya mirada palidece todo lo que ha ido viendo fuera, com o una fotografía pali­dece ante cualquier obra de Leonardo. Y es que el paisaje está colgado para él en el m arco que traza la ventana, y sólo para él lo habrá fir­mado Dios m ism o, con su mano insuperable.

Demasiado cerca

Me encuentro en un sueño, en la orilla izquierda del río Sena, ante Notre-Dame. Yo estaba ahí, pero en realidad no había nada que se pare­ciera a N otre-D am e. U n macizo edificio de ladrillo sobresalía un poco por encima de un alto revestimiento de madera. Pero yo me encontraba subyugado ante N otre-Dam e. Pues me subyugaba la nostalgia. La intensa nostalgia de París, donde me encontraba en ese sueño. Pero, entonces, ¿a qué podía deberse aquella nostalgia? ¿D e dónde procedía pues su objeto, desfigurado e irreconocible? Lo que pasaba era que en el sueño m e había acercado demasiado al objeto. La singular nostalgia aquí que m e asaltó, en el corazón de aquel objeto que me provocaba m i nostalgia, no era la que entra desde lejos a través de la imagen. Era sin duda la feliz no sta l g i a que ya ha atravesado por entero el um bral de la imagen y de la posesión, y ya sólo conoce la fuerza del nom bre a partir de la cual vive lo amado, y cambia; rejuvenece y envejece, y, carente de imagen por com­p l eto , es refugio le todas las imágenes.

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SOMBRAS BREVES I 319

Ocultar los planes

Pocas supersticiones están tan difundidas como la que aconseja que no hablemos de nuestras m ejores in tenciones y proyectos. Este tipo de comportamiento no sólo atraviesa todas las capas de la sociedad, sino que la totalidad de los m otivos hum anos, desde el más banal al más com plejo, parece que lo incluyen . G uando algo resulta tan cercano toma un aspecto tan plano y tan sensato que alguien dirá que no hay razón alguna para m irarlo com o superstición: ¿n o es en efecto com ­prensible que una persona a la que algo le ha salido mal quiera guardar el fracaso para sí y, para asegurarse esta salida, oculte su proyecto? Pero esto es tan sólo la corteza exterior de sus razones; es como el barniz de lo banal que recubre las capas más profundas. Debajo está la segunda capa: el conocim iento vago e im preciso de una m erm a del poder de acción por la descarga m otora que sin duda ejecutam os hablando, a cambio de ese m ero sucedáneo de satisfacción m otora que sin duda obtenemos hablando. M uy escasas veces se ha tom ado tan en serio como se merece este carácter destructivo del lenguaje, que la experien­cia más simple nos presenta. S i tenem os en cuenta que casi todos los planes decisivos siem pre están vinculados o incluso ligados con un nombre, com prendem os que el placer de m encionarlo nos sale muy caro. Pero sin dnda, y todavía p o r debajo de esta segunda capa queda una tercera: la idea de subirse sobre la ignorancia de los otros, y en especial de los amigos, al igual que se suben los escalones de un trono. Pero esto no es todo: hay una capa últim a y más amarga, en cuyas p ro ­fundidades L eo p ard i se adentra d iciendo: « e l hecho de confesar el sufrimiento no provoca com pasión, sino placer; no despierta tristeza, sino alegría, pero esto no sólo en los enemigos, sino en todas las p er­sonas que se enteran, dado que confirm a que el afectado tiene menos valor y que yo tengo m ás»*. Pero, ¿cuántas personas seguirían aún siendo capaces de creerse a sí mismas si su inteligencia les susurrara esta aguda idea de Leopard i? ¿Cuántas personas no la escupirían, asquea­das por la amargura penetrante de ese conocim iento? Entonces surge la superstición, la condensación farm acéutica de varios ingredientes muv amargos qve nadie podría consum ir p o r separado. Pues al hom -

* C fr. G iacom o Leo p ard i, /(¡baldone dipensieri, 2 4 8 5 - 2 4 8 6 . [N . del T .]

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HVO IMÁGENES QUE PIENSAN

lm ‘ le es más fácil obedecer mediante las costumbres y refranes a lo que es o s c u r o y enigmático que escuchar en el lenguaje del sentido común lodo un serm ón sobre la dureza y el sufrim iento de la vida.

Dónde uno comprende sus puntos fuertes

Sin duda, directamente en sus derrotas. Guando no hemos alcanzado el éxito a causa de nuestra gran debilidad, nos despreciamos y avergonza­mos de ella. Pero en cambio, cuando somos fuertes, optamos por des­preciar nuestra derrota y avergonzarnos de nuestra desgracia. ¿ ¡M ediante la victoria y la fortuna com prenderem os nuestros puntos fuertes!? ¿Q u ién no sabe que nada nos podrá m ostrar m ejor que ellas nuestras debilidades más profundas? ¿Q u ién no se ha preguntado tras haber logrado una victoria en un combate o bien en el am or, como en un escalofrío de placer que se deriva de la debilidad, cómo le ha podido suceder eso a alguien tan débil como él? La situación es del todo dife­rente cuando se da una serie de derrotas, con la cual vamos apren­diendo la totalidad de los trucos para ponerse en píe, bañándonos a fondo en la vergüenza como si fuera la sangre del dragón. Ya se trate de la fama o del alcohol, o a causa del dinero o del am or: en relación con su punto fuerte, la gente no conoce ni el honor, n i el miedo al ridículo ni la compostura. U n mercader, con su regateo, sin uuda no podrá lle­gar a ser más m olesto para sus clientes que lo fue Gasanova para la C h arp illo n . Y es que esa gente habita siem pre dentro de su punto fuerte. Porque el precio que tienen que pagar p o r poseer ese punto fuerte es ese habitar particular y terrible. V ivir dentro de un tanque. Si vivim os ahí dentro , sin duda somos estúpidos e intratables, vamos cayendo en cada una de las zanjas, tropezamos en todos los obstáculos, vamos revolviendo la basura y ultrajando la tierra. G uando estamos embadurnados hasta el cuello, entonces sí que somos invencibles.

De la fe en las cosas que alguien nos predice

Estudiar el estado en el que se encuentra una persona que apela al empleo fie las fuerzas ocultas es de los caminos más seg-uros y cortos para conocer y criticar dichas fuerzas. Porque todo m ilagro presenta dos lados: uno de ellos para quien lo hace, y el otro en cambio para el que lo recibe, l’ero no pocas veces el segundo lado es más concluyente que el

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SOMBRAS BREVES I ' P l

prim ero, en tanto que incluye su p ro p io secreto. Guando alguien decide consultar a u n grafólogo o a un q u irom án dco , o si ha pedido que elaboren su h oróscopo, nos preguntam os qué le está pasan»lo. Podríamos pensar en prim er térm ino que lo que va a hacer esa persona es sólo com parar y exam inar, que con m ayor o m enor escepl ici.smo estudiará una afirm ación tras otra. Pero en verdad nunca hay nada «Ir eso. Es más b ien al revés. Pues, ante todo, esa persona siente ardirntr curiosidad p o r el resultado, com o esperando obtener inform ación sobre una persona que es muy im portante para ella, pero desconocida por com pleto. E l combustible que alimenta dicho fuego viene a ser ahí la vanidad. Y al poco tiempo ya es una hoguera, pues la persona ha dado con su nom bre. Exponer el nom bre es en sí misma una de las más Inci­tes influencias que se pueden ejercer sobre el portador (los americanoN lo han llevado a la práctica al apostrofar a los Smith y a los Brown de.sde los anuncios lum inosos), y en la predicción va a conectarse con el con tenido de lo dicho. Y entonces sucede lo siguiente: la imagen interior de nuestro ser que llevamos dentro de nosotros es improvisación pura y directa, y lo es a cada m om ento. S i es que puede decirse de este modo, depende de las máscaras que se le presentan. Y el mundo es el arsenal «Ir esas máscaras. Sólo aquel que se encuentra tan atrofiado como desoladolo busca erróneam ente en su interior, para así disfrazarse. Porque nos otros m ism os solem os ser b ien pobres a este respecto. Y por eso iion hace tan felices que alguien se presente con una caja de máscaras exol i cas que muestran los más raros ejemplares, la máscara del asesino, la del gran magnate financiero, o, entre otras, la del navegante que da la vurlla al m undo. M irar a través de ellas nos fascina. Vemos las constelación»^, los instantes en los que hem os sido realm ente o lo tino o lo olr«», o incluso quizá todo a la vez. Este juego de máscaras lo deseamos como In más ardiente borrachera, y de esto sigilen hoy viviendo los echndorc* de cartas, como los quirománticos y los astrólogos, que nos ayudan a rrlro ceder a una de esas pausas del destino en las que más tarde dcscuhrime que contenían el germ en de un curso completamente diferente «Irl <|iir de hecho nos ha caído en suerte[l8]. E l que así el destino se pueda «Irir

l8 C om párese esta frase con esta otra del lib ro de Jo h a n n e s V. Jen sen , h'w liu /»• Niivellm .

B e rlín , 19 19 : « Y , sin em bargo, hubo cierto instante a lo largo del nuil 1 i i n i m • • 11,una de esas pausas del destino a las que más adelante se Irs nota <|wr ......................Igerm en de un posib le curso de la vida plena y totalm ente diierrnle- ele- aejnrl i|u> i>..« ha caído en su erte» .

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ner del m ism o m odo que u n corazón lo percibim os a través de un sobresalto feliz y profundo en las imágenes aparentemente tan pobres y falsas de nosotros mismos que el charlatán de pronto nos presenta. Nos apresuramos a darle la razón en cuanto sentimos ascender por nosotros las sombras de unas vidas ya nunca vividas.

Sombras breves

C uando se va acercando el m ediodía, las sombras ya son sólo los b o r­des negros y agudos al pie de las cosas, que ya se hallan dispuestos a retirarse en silencio a su guarida, a irse a su secreto. Entonces ha lle­gado, en su abunda acia densa y concentrada, la h ora de Zaratustra, del pensador que se halla en el « ja rd ín del veran o » , en el «m ediodía de la v id a » . Pues el con ocim ien to p e rfila las cosas em pleando la m ayor severidad; como el Sol en la cum bre de su órbita.

C0MER[I9]

Higos frescos

No conoce bien un alim ento el que siem pre haya sido m esurado con él. De este m odo se aprende, si acaso, a d isfrutarlo , pero no a dese­arlo con avidez, no a desviarse del cam ino llan o del apetito para entrar rectamente en la selva virgen de la voracidad. En la voracidad se reúnen dos cosas: la intensa desmesura del deseo y la uniform idad de su objeto. La voracidad se re fiere a una sola cosa, hasta no dejar de ella n i las raspas. S in duda, de este m odo ahondam os más en el objeto que cuando sólo disfrutam os de él. Esto te sucede cuando muerdes la m ortadela com o si fuera pan, cuando excavas dentro de u n melón com o si se tratara de una alm ohada, cuando lames los restos del caviar en u n papel cru jiente, cuando u n trozo de queso hace que olvides todo lo demás que se puede com er sobre la T ie rra .

¿C ó m o me sucedió por vez p rim era ? A ntes de tom ar una deci­sión bastante difícil. Debía enviar una carta o b ien rom perla. La llevé

19 Publicado en mayo de J9 3 0 en el i'rankfurter & itu rg .

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COMER 323

sobre m í un par de días, p ero , desde hacía algunas horas, ya no la recordaba. Había ido a Secondigliano con ese tren ruidoso que atra­viesa un paisaje com o co rro íd o por el So l. E l pueblo resultaba muy solemne sumido en su quietud habitual. La única huella que quedaba del dom ingo eran los palos en los que se habían agitado unas ruedas luminosas y se habían encendido unos cohetes. Los palos ahora esta­ban ya desnudos A lgun os ten ían un escudo a m edia altura con la figura de un santo napolitano o la de un anim al. V i algunas m ujeres que, sentadas dentro de los graneros entreabiertos, tamizaban los gra­nos del maíz. A tu rd id o , me arrastré p o r el cam ino hasta que de pronto, y en la som bra, vi un carro con higos. Fue p o r ociosidad que me acerqué; y fue sin duda p o r d isipación p o r lo que com pré un cuarto de kilo. La m ujer lo pesó con generosidad b ien evidente. Pero cuando los frutos negros, azulones, verdes claros, ju n to a otros vio le­tas y m arrones, estaban en el p latillo de la balanza, advertim os de pronto que no tenía papel para envolverlos. Las m ujeres de Secondi­gliano traen siem pre sus propios recipientes, y la del puesto no estaba preparada para atender a un trotam undos. Pero me daba vergüenza abandonar esos frutos allí, así que me m arché cargado de higos en los bolsillos del pantalón y la chaqueta, acarreando higos con las manos e incluso con higos en la boca. G om o no los podía d e jar de com er, intenté oponerm e a aquella masa de frutos rechonchos que de pronto me habían asaltado. Pero no era com er, sino bañarse, pues un arom a espeso y resinoso im pregnaba mis cosas, se adhería a mis manos pega­joso, viciaba el aire p o r el que me movía llevando m i carga. Y enton­ces llegó el puerto de m ontaña del gusto donde, ya superados el asco y la náusea —com o últim as curvas del cam ino—, se nos abre un paisaje palatal antes por com pleto inesperado: una m area insípida y verdosa de voracidad que no conoce sino la oscilación deshilachada de la carne del fruto ahí entreabierto, la transform ación com pleta del dis- fruíe en una costumbre, de la costumbre en vicio. A sí empecé a odiar aquellos higos, tenía que liberarm e a toda prisa y despachar pronto esa h inchazón; me los com ía para an iq u ilarlo s. E l m ordisco había reencontrado su voluntad sin duda más antigua. Guando al fin saqué de mi bolsillo el ú ltim o h igo , con él venía pegada aquella carta. Su destino estaba decid ido, tam bién ella iba a caer víctim a de la gran purificación; la cogí y la rom pí en m il pedazos.

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IMÁGENES QUE PIENSAN

Café créme

Kn verdad no conoce el café m atutino quien hace que se lo traigan a su h ab itación de París puesto sobre una band eja de plata, con un plato adornado con bolitas hechas de m erm elada y m antequilla. Ei café hay que tom arlo en el bistró, entre cuyos espejos hasta el propio petit déjeuner es un espejo cóncavo dond e aparece ia im agen más pequeña de esta ciudad. S in duda que en ninguna otra comida los rit­m os pued en ser más d iferentes, desde la m aniobra m ecánica del em pleado que, arrim ado al m ostrador de zinc, se toma de un trago su café con leche hasta la fru ición con que un viajero va vaciando su taza lentam ente en una pausa entre dos tranvías. Tal vez tu mismo te sien­tas a su lado com partiendo la misma mesa y banco, y sin embargo estás lejos y so lo . Sacrificas tu sobriedad habitual para decid irte a tomar algo. ¡C uántas cosas te tomas con este café! La m añana entera, es decir, la mañana de ese día y, a veces, tam bién la m añana perdida de la vida. Si de n iño te hubieras sentado a esta mesa, ¡qué cantidad de barcos habrían pasado p o r el helado m ar del tablero de márm ol! Así habrías sabido qué aspecto tiene el m ar de M árm ara. M irando a un iceberg o hacia un velero, habrías tomado un trago por tu padre, otro p o r tu tío y otro todavía p o r tu herm ano, hasta que la crema desbor­dara del grueso y dulce borde de tu taza, ese dilatado prom ontorio en el que tus labios descansaban. T u asco se debilita poco a poco, y ya todo sucede de m anera rápida e h ig ién ica : sólo bebes, sin m ojar el pan. M edio dorm ido, buscas una magdalena; en la panera, la rompes y notas tan siqu iera cuánto te entristece no p o d er com partirla con nadie.

Bacalaoj vino defalerno

E l ayuno es una in ic iac ión en m uchos m isterios, no en últim o tér­m in o el com er. Y si el ham bre es sin duda el m e jo r cocinero, el ayuno es el rey de los m ejores. Y o lo conocí una tarde en Roma, tras ir vagando de una fuente a otra y ascend er de escalera en escalera. M ientras volvía a casa, hacia las cuatro, a través del Trastévere, donde las culles son anchas y las casas pobres, m iserables. Había muchas can- tiníis, mas yo pensaba en una sala u m brosa, en un suelo continuo rcciibw rio de m árm ol, en un m antel tan blanco com o la nieve, con ciiln rrlos de plata: en el com edor de u n gran hotel en el cual, a esas

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horas, quizá habría sido el único cliente. E l cauce de! río estaba seco, unas nubes de polvo pasaban sobre la isla tib erin ay , en la otra orilla, me acogió la vacía y desierta V ia A ren u la . N o conté las tantas osterie ante las que había ido pasando. C u an to más ham bre tenía, m enos atractivas se me hacían hasta parecerm e im posible entrar. De una me ahuyentaban los clientes, cuyas voces se o ían desde fuera; de otra, la suciedad de la cortin a que se balanceaba ante Is puerta; pasé de largo, casi furtivam ente ante los restantes restaurantes, pues estaba seguro de que si los m iraba aún aum entaría m i aversión. A esto se añadió algo bastante d iferen te del h am bre: la tensión creciente de mis nervios; n in gú n lugar me parecía lo bastante oculto n i n in gú n alimento lo bastante lim pio . Y no es que estuviera teniendo visiones de m anjares sabrosos o exquisitos, de caviar, langostas o perdices; de verdad que, con tal que fuera lim p io , sin duda que me habría co n ­formado con lo más corriente y más sencillo. Tenía la im presión más asentada de que era la ocasión irrepetible de enviar mis sentidos, que estaban atados com o perros, a husm ear en los pliegues y desfiladeros de cualquier alim ento, del m elón y del v in o , de diez tipos de pan o de las nueces, para ahí descubrir un nuevo arom a. Eran ya las cinco cuando me encontré en la am plia Piazza M ontanara, con su em pe­drado irre g u la r . U n a de las callejas que aquí desem bocaban me indicó el cam ino. Pues ya tenía claro que lo más sensato era acudir a mi habitación y com prar en la calle m i com ida. Entonces me h irió la luz de una ventana, la prim era ilum inada de esa tarde. Era la vitrina de una osteria en la cual habían encendido la luz antes que en vivien­das y n egocios. E n la ventana sólo se veía u n cliente, que, en ese momento, se levantaba ya para m archarse. De repente, pensé que yo debía ocupar su lugar. E n tré y me senté en un rin cón ; ahora ya me daba igual en cuál, m ientras que m uy p o co tiem po antes yo era el más exigente e in d eciso . U n chico me preguntó cuánto quería —dr qué vino se trataba parecía indudable—. Entonces empecé a sentirm e solo, de m odo que saqué la negra varita mágica que tantas veces h¡il>ín tejido a m i a lred ed o r todo un crespón de letras con un nombre* en su centro que mezclaba al o lor que despedía el falerno el o lor que r hc nombre iba enviando a m i soledad. M e perd í en el crespón, com o rti el nom bre, en el arom a y en el vino hasta que un m urm ullo hi/,o q u r

levantara la m irada. A h o ra la osteria estaba llen a: trabajadores dr Ion alrededores que se reu n ían aquí con sus m ujeres, m uchos i m i uno

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i m Aoi n i í. q u e p i e n s a n

Ii• • ............. mi?. 1111• > , |),n a term inar el día festivo ccn una cena fuera.1. I,t . ,1 .1 Vi *|tic- .'«liilian com ien d o: bacalao desecado, que era el iinh m jiliiin i|iir ¡illi había. V i tam bién ante m í u n plato llen o , y un . i., nli • 11 lo de repugnancia recorrió m i espalda. Los observé con más -11 i< m í m e n l o . l',i ;i >i los vecinos de aquel b a rr io , todos claram ente• til 1111«I <»:, y c.-ilicc lam ente re lacionados entre sí; y com o era unI.......... [M-quciiobu .-gués, no había nadie de las clases superiores, por•ii111iitnI•) l;iui])oco íorasteros. Y o tenía sin duda que resultar chocante |mm mi ¡isix'cto y m i ropa, pero aún así, extrañam ente n i una sola mu ¡uLi me rozaba. ¿N adie reparó en m í o ellos pensaban que aquel !i|io rada vez más perdido dentro de la dulzura de aquel vino sin duda « nIjiIhi ;iquí en su lugar? A l pensar en esto me sentí muy feliz y orgu­lloso. Nada me distinguía de la masa. G u ardé la p lum a, y entonces sentí com o un crujido en el bolsillo . E ra Impero, un periódico fascista que lvabía com prado de cam ino. Pedí otro cuarto de litro de vino de lalerno, abrí el periódico y me escondí en su sucio m anto, que venía lo r ia d o con los acontecim ientos del día al igual que el m anto de la V irgen cubierto con las estrellas de la noche; y entonces, lentamente, lui moliendo en m i boca trozo tras trozo de aquel bacalao seco, hasta que mi ham bre se sació.

Borscht

Prim ero pone una máscara de vapor sobre tus rasgos. Pero ya mucho iinl.es que tu lengua hum edezca la cuchara, tus o jos ya llo ran , y tu imriy. ya chorrea sopa. Ya mucho antes de que tus intestinos le presten hi a leac ió n que siem pre im pone y que tu sangre se convierta en una oh» que. baña tu cuerpo con su espuma olorosa, tus ojos ya han bebido l.i roja exuberancia de este plato. Y ahora son ciegos para cuanto no sea aquella sopa o su re fle jo en los ojos de aquella m u jer con la que rom es. Y piensas que la crem a es lo que da al borscht su b rillo espeso. P u n ir ser. Pero yo me la he tom ado en M oscú en in viern o , y sé que ilrn iro hay nieve, y unos copos rojizos fundidos, y unas nubes que son< ....... * el maná, que un día tam bién cayó del cielo. Ese chorro calientemi nlil.mil.indo la bola de carne para que vaya entrando en tu interior......... . i lucra campo ro tu rad o , del cual ya es más fácil arrancar laInri luí •• irislr/.a v junto con la raíz que la alim enta. Mas no toques el vnilLi, y no corles Lis em panadillas. Porque entonces al fin com pren­

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derás el secreto escondido en esta sopa, que sin duda es el único a li­mento que te va saciando suavemente, que te va llenando poco a poco, mientras que con otros alim entos tu cuerpo se estremece de repente, hasta que emite un «b asta» brutal e inam istoso, radical.

Pranzo caprese*

Antes fue la fu lan a más fam osa del pueblo de G ap ri, y ahora era la madre sexagenaria del pequeño G en n aro , al que pegaba tras em bo­rracharse. V ivía en una casa co lo r ocre en m itad de un viñedo que crecía en la ladera escarpada. Fui a buscar a una amiga que vivía allí, en alquiler. Desde arriba, de C apri, nos llegaba el sonido de las doce. No había n adie; el ja rd ín se encontraba totalm ente vacío. V olví a subir p o r los esralones p o r los que antes había descendido. Y , enton­ces, o í detrás de m í a la anciana. Estaba en p ie en el um bral de la cocina, vestida con una falda y una blusa, unas prendas ya descolori­das en las que era inú til buscar manchas, dado que estaban sucias de manera u n ifo rm e. «Voi cercate la signora; épartita collapiccola» [« B u sca usted a la señ ora; se ha id o, ju n to con la p e q u e ñ a » ]. V olvería en seguida. Pero esto fue sólo el princip io desde el cual su aguda voz ch i­llona se derram ó en u n río cargado de palabras seductoras m ientras su altiva cabeza se m ovía con ritm os que hace décadas sin duda que debieron de ten er un sign ificad o estim ulante. Só lo un galantuomo [gentilhom bre] consum ado habría podido escaparse de ella, y yo n i tan siquiera era capaz de hablar en italiano. L o que entendí fue que me invitaba a com er con ella. V i al pobre h om bre que tenía p o r marido dentro de la cocina, com iendo con la cuchara de una fuente. Se dirigió entonces hacia ella y volvió a presentarse frente a m í, puesta en me en el um b ral, llevando un plato que me ofreció sin dejar de hablarme. Pero n m í me había abandonado lo que todavía me quedaba de mi com p ren sión del ita lian o . Y com pren d í que era dem asiado tarde para irm e, ^ n m edio de u n vapor de ajo y alubias, cocinado con grasa de carnero, con tomate, cebolla y mucho aceite, se alzó ante mí, imperiosa, aquella m ano, de la que tomé obedeciendo la cuchara de

E n italiano el p r a w p es la com ida de m ediodía , es decir, el alm uerzo; en ctinnlo a caprese, es gen tilic io de C ap ri. [N . del T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

rslüiio «pie of recía. ¿Pensáis que al tragar esto el asco habría tenido que ahogarm e y que el estóm ago tend ría que expulsar apresurada- nicnlc ose p u ré? Entonces, ¡qué escasamente conocéis la magia que emana el a lim ento; qué poco la conocía yo hasta el instante del que ahora estoy hablando aquí! Probar este alim ento no fue nada, era tan sólo el tránsito decisivo y m inúsculo entre esos dos instantes: p r i­m ero, o lerlo ; y luego, encontrarse atrapado y apaleado por él, todo, de la cabeza hasta los pies, verse esclavizado p o r ese alim ento, atra­pado en él com o en las m anos de aquella vieja puta, ser exprim ido y frotado con su jugo —no sé si era el del alim ento o el p rop io quizá de la m ujer—. Y o había cum plido con el deber de la cortesía, mas tam­b ién el deseo de la bru ja; y subí la ladera, enriquecido, con el mismo saber que alcanzó Ulises al ver de pronto a sus com pañeros transfor­mados en cerdos para siem pre.

Tortilla de moras

Esta vieja h istoria se la cuento a quienes qu ieran tam bién ponerse a prueba com iendo higos, o con el falerno , con un borscht o aceptando una com ida campesina de C apri. Erase una vez un viejo rey que con­sideraba como propios todo el poder y los tesoros de la T ierra , pero no era feliz, sino que cada año iba estando más triste. A sí que un día llam ó a su co c in ero , y entonces le d ijo : « M e has servido fielm ente m uchos años y has traído a m i mesa siem pre los m ejores alimentos, p o r lo que te tengo m ucho aprecio . Pero ahora te p ido una última prueba de tu arte. A h o ra tienes que h acerm e una to rtilla de moras com o la que tom é hace cincuenta años, cuando todavía era muy joven . En aquella época mi padre estaba en guerra contra su malvado vecino del Este. Fue derrotado y nos vimos obligados a huir. M i padre y yo corrim os día y noche, hasta llegar a un bosque muy oscuro. Fui­mos recorriéndolo sin rum bo y, cuando casi el ham bre y el cansancio estaban ya a punto de m atarnos, encontram os p o r fin una cabaña. A h í vivía una anciana que nos invitó am ablem ente a descansar m ien­tras ella cocinaba; siguió así entretenida con su h orn o , hasta que, al poco tiem po, nos sirvió una tortilla de m oras. A l llevarme a la boca el p rim er trozo al punto me sentí reco n fo rtad o ; m i corazón quedó lleno de esperanza. Y o era muy pequeño p o r entonces, y así, durante murlio I ieinpo, no pensé en los benéficos efectos de aquel manjar tan

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NOVELAS POLICÍACAS EN LOS VIAJES 329

exquisito. Más adelante ord ené que lo buscaran reco rrien d o todos mis dom inios, pero ya nunca se encontró a la anciana, n i a nadie que supiera hacer aquella tortilla de m oras. Si cum ples este últim o deseo, de inm ediato haré de ti m i yerno y el h eredero de m i trono. Mas, si no me contentas, m o rirás» . Entonces contestó el cocinero: «Señ o r, ya puedes llam ar a tu verdugo. Pues conozco el secreto de la tortilla de moras y conozco todos sus in gred ien tes, desde el más vulgar berro hasta el noble tom illo. Conozco b ien el verso que hay que ir recitando batiendo b ien los huevos con el m ango de boj hacia la derecha para que así el esfuerzo no sea vano. Y , sin em bargo, he de m orir, señor, pues m i tortilla no podrá gustarte. Pues en verdad 110 puedo con d i­mentarla con cuanto en aquella peligrosa ocasión hizo que disfrutaras tanto de ella: el riesgo que se corre en la batalla y la extrema atención del perseguido, el calor del fuego en la cocina y la intensa dulzura del descanso, la presen cia palpable de lo extraño y la oscurid ad en el fu tu ro » . Esto es lo que dijo el cocinero . E l rey no lijo nada; luego, sin que pasara m ucho tiem po, despidió finalm ente al cocinero car­gado por com pleto de regalos.

NOVELAS POLICÍACAS EN LOS VIAJES

Pocas personas leen en el tren algún lib ro de aquellos que tienen en casa; pues p refieren com prar lo que se ofrece en el últim o m om ento. C on razón desconfían de los lib ros preparados de antem ano. Pero, además, tal vez les apetezca com prar en el puesto de colores vivos de la estación sobre el asfalto de la acera. Todo el m undo conoce el nuevo culto al que invita ese puesto. Todo el m undo ha hojeado alguna ve/, uno de esos volúm enes oscilantes, quizá m enos p o r las ganas de lec*r que p o r el oscuro sentim iento de hacer algo que agrade a los dioses del ferrocarril. Sabe que las monedas de esa ofrenda van a encomcn darle a los cuidados del dios de la caldera, que arde toda la noch r, como de las náyades del hum o que se van m oviendo sobre el tren, y del dem onio de las sacudidas, que es tam bién el setfor de las» cancio­nes de cuna. Los conoce sin duda p o r los sueños, com o también

20 Publicado en ju n io de 1 9 3 0 en el Frankfurter /jitung.

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conoce toda la larga serie de las pruebas y peligros m ilicos que se encom iendan al espíritu de la época com o viaje en tre n » , como la inabarcable fuga de um brales espacio- tem porales p o r los que se mueve dicha serie, em pezando por el famoso «dem asiado tarde» de quien se queda en tierra —que es el m odelo de todo retraso— hasta la soledad de su vagón, o el m iedo a perder algún enlace con algún otro tren, o el h o rro r a la estación desconocida por la que viene entrando. A sí, sin darse cuenta, se encuentra enredado en los azares de una gigantom aquia, com o m udo testigo de la lucha entre los dioses del ferro carril y los dioses que habitan la estación.

Similia similibus*. Se salva ahogando u n m iedo a través de otro m iedo. Entre las hojas que acaba de cortar de alguna novela policíaca busca la angustia ociosa, y en cierto sentido virginal, que pueden ayu­darle a superar la congoja arcaica de su viaje. Por este cam ino, puede llegar a la frivolidad y acabar eligiendo en calidad de com pañeros de viaje a Sven Elvest¿;d con su am igo A sb jo rn K ra g , o a Fran k H eller ju n to al señor Collins**. Pero esta elegante sociedad no gusta a todo el m undo. Y tal vez prefiram os, en h on or a la puntualidad, un com­p añ ero algo más exacto, com o p o r e jem plo Leo Perutz***, con sus relatos de ritm o sincopado cuyas estaciones se reco rren con el reloj sujeto ya en la m ano, desplazándose a gran velocidad, com o villorrios al lad o de la vía; o sino un com pañero que com prenda m ejor la in certid u m b re del fu tu ro hacia el que avanzam os arrastados, y los enigmas aún por resolver que han quedado atrás: viajarem os entonces con Gastón Leroux, y con El fantasma de la ópera o con El perfume de la dama de negro, o nos sentirem os transportados com o un pasajero de aquel « tre n fantasm a» que el año pasado recorrió tantos escenarios alema­nes""1'**. O pensemos sino en Sherlock H olm es y su amigo Watson, en

* Sim ilia similibus curantur: « L o sim ilar se cura con lo s im ila r» , u n o de los principios fundam entales de la hom eopatía. [N . del T .]

** Sven Elvestad ( l8 8 4 ~I9 3 4 )> escritor- n oru ego , u n o de cuyos seudónim os era A sb jo rn K rag ; Frunk H eller es seudónim o de G u n n a r S e rn e r ( 18 8 6 - 19 4 7 ) , un escritor sueco mucHas de cuyas novelas están repetidam ente protagonizadas por el detective F ilip C o iin . [NT." del T .]

* * * L eo Perutz ( l8 8 2 - I 957 )> escritor austríaco de novelas fantásticas. C fr . De noche, bajo

el puente de p iedra , trad. C ristin a G arcía O h lrich , B arce lon a: E l A lep h , 19 9 8 ; El maes­

tro del Ju ic io Final, tr.id. J o r d i Ibáñez, B arcelon a: D estin o, 2 0 0 4 . [N . del T .]■i-*** G astón L ero u x, Lcfantóm e de l ’opéra, ig iO ; L ep arfu m de la dame en noir, 19 0 7 . Ese «tren

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cómo detectarían lo inquietante que hay en un viejo vagón de segunda cías?, ambos viajeros absortos y en silencio, uno Iras el biom bo de un periódico, el otro tras la cortina procedente de unas nubes de hum o. Pero puede que todas estas figuras tan fantasmagóricas se disuelvan en medio de la nada, ante el retrato de la autora que figura en los inolvi­dables libros policíacos de A . K . Green*. A ésta nos es preciso im agi­narla como esa anciana señora que está siem pre tocada con su cofia y conoce bien tanto las complejas relaciones de parentesco de sus h ero­ínas com o esos arm arios gigantescos en los que, según u n dicho inglés, cada fam ilia guarda u n esqueleto. Sus historias cortas son tan largas com o el túnel que cruza el San G otardo, y sus grandes novelas tituladas En la casa vecina y Tras puertas cerradas florecen a la luz turbia del vagón como violetas nocturnas.

Esto es lo que leer le depara al viajero. Mas ¿qué le aporta al lec­tor el viaje? Y , ¿en qué otra ocasión el lector se encuentra tan absorto en el in te rio r de la lectura hasta p o d er sentir su p ro p ia vida en tre­mezclada a la del protagonista? ¿N o es su cuerpo ya la lanzadera que recorre al ritm o de las ruedas el papel de fo rm a inagotable, entrea­briendo el libro del destino del que es el protagonista? E n diligencia no leía nadie, y en el coche tampoco nadie lee. La lectura de viaje nos aparece tan ligada al tren com o la estancia en las estaciones. Gom o es más que sabido, muchas de ellas se parecen a las catedrales. Y gracias a los pequeños altares móviles, de colores tan vivos, que un m onagui­llo de la curiosidad, la distracción y la sensación va em pujando a g r i­tos junto al tren sentim os directam ente en nuestra espalda el escalo­frío de la tensión y los ritm os constantes de las ruedas, m ientras el paisaje que vemos ir pasando a nuestro lado p o r algunas horas nos va acogiendo tal com o si fuera un chal trem olante.

fantasm a» tal vez sea alusión a la obra de teatro titulada The Ghost Train, o rig in a l de A rn old Ridley, que fu e estrenada en Lo n d res en el 19 2 3 . [N . del T .]

* A nna K ath arin e G reen ( 18 4 6 - 19 3 5 ) , escritora estadounidense, autora de las n ov­elas tituladas Behind ClosedD oors, 18 8 8 , y The A jfa ir Next D oor, l 8 g 7 - [N . del T .]

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MAR DEL N0RTE[2I]

« E l tiem po en el que vive hasta quien no tiene una m o rad a» , es un palacio para aquel viajero que no deja ninguna tras de sí. A lo largo de unas tres semanas, sus salas llenas del ru ido de las olas se alinearon en dirección al norte. Gaviotas y ciudades, flores, muebles y estatuas apa­recieron de pronto en sus paredes, m ientras que a través de sus venta­nas entraba la luz siem pre, día y noche.

Ciudad. S i este m ar viene a ser la Cam pagna Rom ana, Bergen está entonces en los m ontes Sabinos. Y así es, en efecto; dado que el mar reposa siem pre liso en el pro fun do fio rd o , y las m ontañas tienen las form as que son propias de las m ontañas rom anas. Pero la ciudad sin duda es nórdica. Por doquier hay madera y se escuchan crujidos. Y las cosas están com o desnudas: la madera es m adera, el latón es latón, el la d rillo es la d rillo . La lim pieza las devuelve hacia sí m ism as, y las vuelve idénticas consigo hasta la misma m édula. Y con ello se vuelven orgullosas; no quieren nada afuera. De igual m anera que los habitan­tes de recónditos pueblos de m ontaña pueden encontrarse em paren­tados hasta la m uerte y la enferm edad, tam bién las casas aquí se han enredado y encabalgado unas sobre otras. Y donde todavía se podría ver un poco de cielo, dos alargadas astas de bandera, puestas a ambos lados de la calle, están a punto de h un d irse . «D eténgase si advierte que las nubes se acercan » . De lo con trario , el cielo está com o atra­pado en tabernáculos, en góticas casetas de m adera, pintadas de rojo, en las que siem pre hay un tirador para dar aviso a los bom beros. Pero no está previsto disfrutar del ocio al aire libre; cuando una casa tiene delante un ja rd ín , el espacio es tan denso que nadie puede caer en la tentación de estar un rato en él. Tal vez se deba a esto el que las chicas de aquí sepan quedarse en pie en el u m bral y apoyarse en la puerta m uchísim o m ejor que las del sur. La casa aún tiene lím ites estrictos. U na m ujer que quería sentarse p o r un rato ante la puerta no colocó su silla en vertical, sino en paralelo a la fachada, justam ente ante el um bral; porque ella es h ija de una estirpe que hace apenas hoy dos­cientos años aún dorm ía en arm arios. A rm arios ora con puertas gira- t or i í i s , ora con unas puertas correderas, con cuatro plazas en un solo

•M ' lenin |iul>lic;i<l<i e u septiem bre de 193 ° en Frankfurter feitung.

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arcón. S in duda no era bueno para el am or, al m enos para el am or correspondido. Pero sí para el desgraciado, com o se ve en el caso de cierto amante no correspondido en cuya cama vi el lado in terior de la puerta que estaba decorado con un gran retrato de una m ujer. U na mujer lo separaba así del m undo: en verdad nadie puede decir más ni siquiera de su m ejor noche.

Flores. M ientras los árboles se van volviendo tím idos y no se dejan ver sin una cerca, en las flores podem os observar una dureza im p re­vista. Sus colores no son tan intensos como en un clima ya más m ode­rado, sino que son más pálidos. Pero destacan más decididam ente de cuanto hay a su alrededor. Las flores más pequeñas —como los pensa­m ientos y resedas— son aquí más silvestres; y las flores más grandes —sobre todo es el caso de las rosas— son mucho más significativas. Las mujeres las transportan con precaución p o r el grar: desierto que va de un puerto a otro . C uando las flores se apiñan en macetas frente a las ventanas de las pequeñas casas de m adera, ya no son un saludo de la naturaleza, sino m urallas contra el ex terio r. C uando el So l se abre paso, toda com odidad tiene su fin . E n noruego no puede decirse que el Sol sea bueno. Hace un uso despótico de los breves instantes en que las nubes lo dejan m andar. Por diez meses al año todo aquí está oscuro. Pero, cuando el Sol llega, se im pone a las cosas, las arrebata a la larga noche y convoca de pronto en los jardines -azul, ro jo , am ari­llo— los distintos colores, la guardia deslum brante de las flores, sobre las cuales jam ás cae la som bra n i de un árbol tan sólo.

Muebles. Para lograr saber alguna cosa sobre los antiguos habitantes a p artir del aspecto de sus barcos p o r lo m enos habría que saber rem ar. Se ven en O slo dos barcos vikingos; pero aquel que no rem e hará m ejo r en observar las sillas que se conservan en el M useo de Etnología, no muy lejos de uno de esos barcos. Te perm iten sentarte, y algunos com prenderán gracias a ellas en qué consiste hacerlo. Es un error enorm e el pensar que las sillas con respaldo y con brazos se c.rr aran para obten er com odidad . Estas sillas son como una cerca cu torno al sitio que ocupa el que.se sienta. Y entre estas viejas sillas dr m adera había una cuyo asiento am plísim o estaba rodeado de um» verja, com o si ahí el trasero fuera una gran masa rebosante a la qur hay que m antener a raya. Q uien se sentaba ahí lo hacía por mucliun Esos asientos de las antiguas sillas están más cerca del suelo <|u<- Inw nuestros. A esta m enor distancia le dan mucha im portancia, mirnl i un

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Im Aü I NI S QUE PIENSAN

111m ni mifinid iif-in|><> el asiento todavía representa a la madre tierra. A lotliiD .n n n ti 111 un n<- les ñola que determinaban, en muy buena medida la m. i it mi. rI conocim iento y el prestigio de quienes se sentaban sobre « lina. I Jii ejem plo tic rsto es una silla muy pequeña y baja cuyo asiento mli nirtN r,i m i la ii i‘l t*.s ;i y cuyo respaldo es una artesa, donde todo i 1111 • 111 o Inicia delante. Es com o si el destino im pulsara al espacio en mi» iiln ,i la persona que se sentaba aquí. O tro buen ejem plo es el iillmi (pie escondo un arcón bajo el asiento. N o es un mueble bonito,,‘m u i s o l a m e n t e llam ativo; tal vez perteneciera a algún pobre; quien nlii se sentaba ya sabía lo que entendió Pascal mucho después: «Nadie i n i i r r e t a n pobre para no d ejar algo tras de s í» . V em os u n trono y,11 as el cm vo asiento, que carece de brazos, sube la cóncava bóveda del r e s p a l d o igual que el ábside de una catedral rom án ica desde cuya ¡ t i l m a n o s m ira el E n tro n izad o en m ajestad. Pues en este país, que acopio muy tarde, más que n in gú n otro , las «artes p lásticas» —es d e c i r , la escultura y la p intura—, el espíritu constructivo, arquitectó­n i c o , determ ina todo el m obiliario —el arm ario , las mesas y la cama, l insla llegar ai más bajo taburete—. Todos los muebles son inaccesibles; p o r * p i e en ellos habitan todavía, en su condición degeniusloci, los pro­p i e t a r i o s de hace varios siglos.

/,u<, Las calles de Svolvaer se encuentran desiertas. Y , tras las ven- tunas, lian bajado las persianas de papel. ¿D uerm e ahí la gente? Ya es nlfMi después de m edianoche; pero de una vivienda salen voces, y de oí i a ruidos de una cena. Cada sonido que llega hasta la calle trans- lo in ía así osla noche en u n día que no figu ra en el ca lend ario. Has p< neirado al alm acén del tiem po y ves pilas de días sin usar que hace milenios la T ierra fue colocando aquí, sobre este h ielo . Pues el hom- Imc consume escasamente en veinticuatro horas cada uno de sus días, pri o esl a tierra el s^iyo en m edio año. Y p o r eso las cosas aparecen miin tus. Ni el tiempo n i las m anos han rozado siquiera los arbustos• n <1 j.n din sin viento, n i tampoco los barcos en el agua sin olas. Dos . i i pn,-a ulos coincidí n sobre ellos, y se van repartiendo su propiedad . lo limen con !a de las nubes; hasta que te envían a tu casa conI ,i,i m a 11 o/i vai la:,.

'•'ii in/i). I s de n och e; m i corazón pesa com o el p lom o y se.......... n i....... i|'ii,,i iail i , yo estoy en cubierta, y en ella observo durante....... ho 11• nipo el p-, j.ii (pu> se traen las gaviotas. S iem pre hay unaC" ■ < 11 .......... I iiias! d i i as alio, com partiendo los m ovim ientos pendu­

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lares que ese mástil describe sobre el cielo. Pero nunca es, por mucho tiempo, la misma gaviota. Llega otra, y tan sólo con dos aletazos ya ha expulsado, o tal vez convencido, a la anterior. Hasta que el mástil de pronto está vacío. Pero las gaviotas no han dejado de seguir al barco. Siguen describiendo incesantes sus círculos, pero es otra cosa lo que introduce un orden en ellos. Hace ya m ucho que se ha puesto el Sol, al Este reina ya la oscuridad. E l barco viaja hacia el sur, y en el oeste aún queda algo de luz. Mas lo que entonces sucedió a los pájaros (¿o quizás a m í?) fue consecuencia del sitio dom inante y solitario, puesto justo en m edio de la cubierta de popa, que yo había elegido p o r m elancolía. V i ¿e repente dos bandadas de gaviotas, puestas una al Este y la otra al oeste, una a la izquierda y otra a la derecha, pero tan diferentes que no era posible el llam ar «gaviotas» a las dos. Los pája­ros de la izquierda conservaban sobre el fo n d o del cielo fenecido alguna cosa de su claridad , aparecían y desaparecían a cada g iro , se entendían o se evitaban, y parecían no dejar nunca de tejer ante m í con sus alas una serie in in terrum pida e in fin ita de signos, una malla efímera y mudable, mas sin duda legible. N o debía sino m irar al otro lado para reen con trar los otros pájaros. Pero entre ellos nada me esperaba, ahí nada me hablaba. Guando iba siguiendo a los del Este, que volando hacia un últim o destello daban aún algunos negros giros y, en un últim o vuelco, se disolvían en la lontananza y de repente rea­parecían, yo no podía d escrib ir su curso. M e encontraba en verdad tan fascinado que me veía volviendo desde le jos, negro después de tanto sufrim iento, com o un tropel de alas silenciosas. A m i izquierda todo se encontraba aún p o r descifrar, y m i destino pendía de cada señal que las aves em itían; a la derecha todo estaba descifrado, y había une sola señal silenciosa. Este ju ego duró p o r m ucho tiem po en su contrapunto inagotable, hasta aquel m om ento en que yo m ism o ya era sólo el um bral sobre el que esos m ensajeros innom brables cam ­biaban sin cesar del negro al blanco p o r encim a del aire.

Estatuas. Una sala con paredes verde m oho. Las cuatro están cubier­tas con estatuas. Entre ellas hay vigas adornadas que aún dejan ver en su superficie ligeras huellas de palabras de oro com o « Ja só n » , « B ru se­las» y «M alvina». A m an o izquierda, al entrar, hay un hombrecillo de madera, que parece una especie de bachiller con levita y un tricornio en h cabeza. E l brazo izquierdo lo muestra levantado, como en actitud de rcplicar algo, pero se interrum pe bajo el codo; y la mano derexha y

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IMÁGENES QUE PIENSAN

<■1 pie izquierdo tam bién le Kan desaparecido. U n clavo atraviesa al hom brecillo, que m ira fijam ente hacia lo alto. Unas cajas compactas, sencillas y triviales, van alineadas sobre las paredes. E n algunas se lee Livbaelter*, pero nada en la m ayoría. Es posib le m edir el espacio con ellas. Unas dos o tres cajas más allá se eleva muy derecha una m ujer con un vestido blanco muy lujoso que deja m edio fuera el opulento seno. E l cuello es muy grueso y de madera. Los labios aparecen agrietados, y hay dos agujeros bajo el cin tu rón . U n o p o r el pubis y más abajo el otro, sobre ese holgado y abultado vestido bajo el que no se imaginan unas p iernas. Todas las figuras tienen form as vagas, en general muy poco articuladas. No parecen llevarse muy bien con el suelo, su apoyo sin duda está en la espalda. Puesto en m edio de todos estos bustos y estas estatuas descoloridas y agrietadas vemos a un hom bre colorido e íntegro; su m anto, de am arillo muy intenso, tiene un forro verde, su vestido intensamente rojo tiene un ribete azul, su espada es verde y gris y su cuerno am arillo; en la cabeza lleva un gorro frigio , manteniendo la m ano sobre los ojos en actitud de atisbar: se trata de HeimdalT*. Y de nuevo una figura de m ujer, más majestuosa todavía de lo que lo era la anterior. U na peluca hace que sus rizos se derram en sobre un cor- piño azul. E n lugar de los brazos, nos presenta volutas. Pensemos en el hom bre que logró reun ir estas estatuas, que las reunió en torno a sí, que las buscó atravesando países y m ares sabiendo que ellas sólo podrían encontrar la paz con él, y que él sólo podría encontrarla con ellas. Porque él no era un aficionado a las artes plásticas, sino que era un viajero que buscaba felicidad en la lejan ía, cuando aún podía encontrarla en su país, y que más adelante creó un hogar con todas estas estatuas torturadas por la lejanía y por el viaje. ¿Q uiénes son estas nióbides del m ar tan desamparadas y ofendidas, que nos muestran el rostro corro ído p o r la acción de las lágrim as saladas, con las miradas dirigidas hacia arriba desde quebradas cavidades de madera, y con los brazos —las que aún los tienen— replegados, cruzados sobre el pecho en un gesto final de im ploración? ¿O quizá serán m énades? Porque han hecho frente decididas a unas crestas más blancas que las crestas de

* Hulleros salvavidas» .[N . del T .]** I I ■ 111 < 1.111 e.s un dios de la m ito logía escandinava que protege el puente que está

uniendo el m undo de los hom bres con el m undo pro p io los dioses. [N . del T .]

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VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA

Tracia y han sido todas ellas golpeadas p o r garras más salvajes que 1 ;in bestias de A rtem is. Todas ellas han sido mascarones, los mascarones de proa reunidos en el Museo de la Navegación de O slo. Justo en el ren tro de la sala hay u n tim ón puesto en u n estrado. ¿E s que tam poco aquí encuentran paz estos grandes viajeros? ¿T ien en que volver al ole aje, eterno com o el fuego del in fiern o ?

VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA[ 2 o]

Un discurso sobre e l coleccionismo

Voy a desem balar m i b iblioteca. Sí, aún no está en las estanterías; el suave y manso aburrim iento que procede del orden aún no las rocíen. No puedo cam inar delante de ellas para pasarles revista, en la presen cia de oyentes am igos. De verdad, no tem an que lo haga. Tengo que pedirles que se trasladen conm igo hasta el desorden de las cajas abier tas, al aire lleno de polvo de madera, al suelo ya cubierto enteramente de papeles rotos, a las pilas de libros que ahora vuelven a salir a la luz. tras dos años de total oscu rid ad , para co m p artir en cierta form a el estado de án im o no elegiaco, sino tenso y n ervioso , que todo esto provoca en quien es un auténtico coleccionista. Pues en efecto es un coleccionista el que les está ahora hablando a ustedes, y enteramente sobre sí. ¿N o sería en verdad presuntuoso el recu rrir aquí a una apa rente objetividad para ir enum erando las secciones que com ponen una biblioteca o la h istoria de su form ación , o incluso explicarle,s nu utilidad para el escritor? E n todo caso, yo busco con mis palabras al|.;c> más palpab le; m i in ten c ió n es darles una idea de la re lación de un coleccionista con sus posesiones y sobre el arte de coleccionar, peni no sobre una co lección . Y es del todo arb itrario que haga esto siguiendo el hilo de \ina reflexión sobre los muchos m odos y ninnrnta de adqu irir los libros. Pues esta idea, como cualquier otra, solamrnln es u n dique contra la riada de recuerdos que va inundando al m ler cionista cuando piensa en su cplección. Toda pasión confina nm I caos; y la pasión de coleccionar, con el caos don de yacen los irn n 'i dos. Pero quiero decir aún algo más: el azar y el c.estino, que rolen r un

22 Publicado en ju lio del año 1 9 3 1 dentro de la revista Die liUrarisrhi’ Wrll.

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I M A ü I NI '» (JIM l ' l l N ' . A N

a mi mirada lo pasado, laminen e s t á n a la vista de m anera sensible en el desorden p ro p io de estos libro». Pues, ¿qué es ese ten er sino un desorden en el cual la costum bre se encuentra sin duda tan a gusto que «parece cual ní l'urni un o rd e n ? Ya h abrán oído hablar de esas personas que enferm aron .seria y gravemente p o r la desgracia de p er­der sus lib ro s, r o m o <le otros que para consegu irlos han com etido crím enes. I'.n tales ámbitos, sin duda todo orden es com o estar col­gado ante u n abism o. « L a única ciencia exacta que hoy ex iste» , ha (lid io A nalole Fraiue, «es la del año de publicación , com o del fo r­mato de los l ib ro s» . Pues de hecho lo irregular de una biblioteca se ve regularm ente acompañada por el rigor perfecto del catálogo.

Así la vida del coleccionista evoluciona en tensión dialéctica entre los polos del orden y el desorden.

Tam bién, naturalm ente, está ligada a otras muchas cosas. A sí, en prim er térm ino, a una enigmática relación con la propiedad, sobre la cual después diremos algo. Pero también a cierta relación que estable­cen algunos con las cosas que no se centra en el valor de su función ni en su norm al utilidad, sino que las estudia y las aprecia com o escena­rio donde se juega sa destino. Lo que fascina al coleccionista es meter cada cosa en un círcu lo m ágico en el que se congela, m ientras el últim o escalofrío (ti de ser adquirida) la recorre. Todo lo recordado, pensado y sabido se convierte así en zócalo, pedestal, marco y precinto de su propiedad. La época, el paisaje, el oficio y hasta el propietario de donde procede cada cosa son para el verdadero coleccionista, en r a d a una de sus adquisiciones, igual que una enciclopedia mágica cuya esencia es el destino de su objeto. E n este angosto campo sin duda se podrá conjeturar cóm o los que son grandes fisonom istas (los colec­cionistas son fisonomistas del extenso m undo de las cosas) se convier­t e n en adivinos del destino. N o hay más que observar cóm o maneja u n eoleccionista los objetos que guarda en su vitrina. E n cuanto los i l e n e e n t r e sus manos, ya parece inspirado para m irar p o r ellos, a lo l e jo s . Pero esto ya es todo cuanto puedo decir sobre el aspecto mágico del eoleccionista y su im agen de anciano. Habentsuafata libelli: esto pro­b a b l e m e n t e fue pensado com o frase general sobre los libros. Dado que lo:i l i b r o s , como son la Divina comedia, la Etica de Spinoza o tam bién El miren e/e las cs/H’.cies, t:\cnerisus destinos respectivos. Pero el coleccionista i ■ interpreta de distinta m anera la sentencia latina. Para él, quienes i i e n e n s u s d e s t i n o s no son los lib ros, sino los ejemplares, y el destino

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VOY A DESEMBALAR MI lililí 1(111 l A TIM

más im portante de un ejem plar es el encuentro que ni* dn n m el, m decir, con su co lección . N o estoy d iciendo nada e x a g e r a d o : p u r a r l

verdadero coleccionista, el acto de adquirir un libro antiguo e q u i v a l e

a hacerlo renacer. Y ahí está lo infantil que en el coleccionista se mez­cla íntim am ente con lo anciano. Los n iñ os siem pre disponen de la renovación de la existencia com o de una práctica centuplicada, nunca entregada a la parálisis. Y de ahí el que para los n iñ os el co leccio­nismo es solam ente un proceso de renovación ; otros son, por ejem ­plo, el p in tar los objetos, recortar o calcar, incluyendo ahí toda la escala de los m odos infantiles de apropiarse de algo, desde el agarrar hasta el nom brar. Y en efecto, renovar el m undo antiguo constituye el im pulso más p ro fu n d o en el deseo del co leccion ista de a d q u irir cosas nuevas, p o r cuya razón el coleccionista de lib ros antiguos está más cerca de la fuente del co leccion ism o que q u ien se interesa p o r reim presiones b ib lió filas. Pero ahora diré unas palabras sobre cóm o los libros cruzan el um bral de una colección, cóm o llegan a conver­tirse en prop ied ad de un coleccionista y cuál es la h istoria de su adquisición.

De todas las m aneras de a d q u irir lib ro s, la más encom iable sin duda consiste en el escrib irlos uno m ism o. Q uizá ustedes pensarán con alegría en la gran b ib lioteca que, en la novela de Je a n Paul, la buena Wuz, una pobre m aestra de escuela escribiendo reúne poco a poco todas aquellas obras cuyos títulos le parecían de interés en los catálogos de las editoriales (no podía com prarlas)*. Los escritores son de hecho unas personas que escriben libros no porque sean pobres, sino por no conform arse con los libros que podrían com prar y no les gustan. Señoras y señores, ustedes pensarán posiblem ente que esto es una defin ición extravagante de aquello que es un escritor; pero todo aquello que se dice desde el punto de vista de un coleccionista verda­dero debe resultar extravagante. De las form as habituales de adquirir, la más a fín al coleccionista sería el préstam o sin devolución. E l que toma prestados lib ros grandes, ése es un auténtico coleccionista de libros, pero no sim plem ente p o r el fervor con que guarda su oculto tesoro, saltándose con ello ciegam ente las advertencias propias de la

* Jean Paul (seudónim o de Jo h a n n Paul Friedrich Richter), Leben des vergniigicn Schuhneister-

icinsMaría Wuz in Auenthal. E in eA rt Idylle, 1793 - [N . del T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

vida ju ríd ica cotidiana, sino, sobre todo, p o r no leer sus libros. De acuerdo a mi experiencia, el que alguien me pase de modo claramente fortuito un libro prestado es bastante más habitual que el que lo haya leído. Quizás ustedes se preguntarán si el no leer libros es peculiar de los coleccionistas. Gom o si eso fuera novedad. N o, los expertos pue­den confirm arles que eso es lo más antiguo, y citaré simplemente la respuesta que A natole France solía dar a los estúpido:: que admiraban su biblioteca y después acababan preguntándole: « S e ñ o r France, ¿ha le íd o usted todos sus l ib r o s ? » . « N o , n i siqu iera la décim a parte. ¿Acaso come usted todos los días en su vajilla de Sévres?» .

Por lo demás, yo mismo soy sin duda una prueba en contrario de que esto está b ien justificado. D urante muchos años (más o menos el pri­m er tercio de su existencia), m i biblioteca estuvo form ada por dos o tres filas que apenas crecían cada año unos pocos centím etros. Fue la época m arcial de m i biblioteca, en la que no podía entrar en ella aún n i un solo libro al que no le p idiera el santo y seña, es decir, ningún libro que no hubiera leído. Tal vez pueda deberse a la inflación el que yo tenga algo que, p o r sus d im ensiones, se puede entender como biblioteca, pues cambió la im portancia de las cosas y los libros se vol­vieron muy valiosos, o p o r lo m enos difíciles de conseguir. O así nos parecía en Suiza. D esde a llí hice en el ú ltim o m inuto mis prim eros pedidos im portantes de lib ros, adqu irien d o cosas tan insustituibles com o El jinete azul o La leyenda de Tanaquil de B ach ofen [23], que por aquel entonces todavía se podían conseguir en la ed itoria l. D irán ustedes que, tras dar tantos rodeos, deberíam os acudir directam ente a la calle m ayor para ad q u irir los lib ro s, a la com pra. Esa es p o r cierto una calle ancha, pero no es m uy cóm oda. Pues la com pra que hace el coleccionista de libros tiene muy escaso parecido con la com pra que hace u n estudiante en la lib rería para con segu ir un m anual, o un hom bre de m undo para regalar algo a su dama, o tam bién un viajante para que el tiem po de su viaje en tren le resulte más corto. A sí, mis com pras más interesantes las he ido haciendo durante m is viajes, es decir, com o transeúnte. Poseer y tener están subordinados a la tác­tica, y los coleccionistas son sin duda gente que posee instinto táctico;

•J.'i, W. Kiiiulinsky y Franz M arc (eds.)> D er blaue Reiter, M únich , 19 12 ; Jo h a n n Jakob Kím'IioIcii, Ihc Sagr mui ’lannquil, H eid elb erg, 18 7 0 .

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VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA 34'

de acuerdo a su experiencia, cuando están conquistando una cíu<I;k I la tienda de antigüedades más pequeña puede ser un fortín , la pape lería más rem ota una posición im prescindible. ¡Cuántas ciudades lu­ido conociendo gracias a mis marchas expedicionarias a la conquista de libros!

Por supuesto, que tan sólo una parte de las más importantes de las com pras se p rod uce en visitas a las tiendas. Los catálogos ju garán papel m ayor. Y aunque el com prador conozca bien ese libro que pide de acuerdo al catálogo, el e jem plar va a ser una sorpresa y el pedido siempre se parecerá a un juego de azar. Ju n to a decepciones dolorosas también se producen felices hallazgos. A sí, en cierta ocasión, pedí un libro con ilustracion es de colores para m i vieja colección de lib ros infantiles sólo p o r saber que contenía cuentos de A lb ert Ludw ig G rim m y que se había publicado en G rim m a, que se encuentra en Turingia. P orqu e tam bién en G rim m a se p ub licó un gran lib ro de fábulas com pilado p o r A lb ert Ludw ig G rim m ^ 4'. Y m i ejem plar de aquel libro de fábulas, con sus dieciseis ilustraciones, era el único tes­timonio conservado de los prim eros tiem pos del gran ilustrador ale­mán Lyser, que, a m ediados del pasado siglo, vivió en H am burgo1'*5'. Mi reacción ante la sem ejanza, solam ente fonética , entre aquellos nombres resultó muy precisa. De este m odo volví a descubrir los tra­bajos de Lyser, y en concreto una obra, el Linas Mahrchenbuch^6\ que todas sus b ibliografías desconocen y que m erece más am plia re feren ­cia que ésta, la prim era que hago.

La adquisición de libros no es tan sólo una cuestión de dinero o de conocim iento. A m bos juntos no bastan para fundar una auténtica biblioteca, que siem pre tiene algo de in confundib le y de im penetra ble. Q uien com pra p o r catálogo tiene que añadir a esas dos cosas un agudo o lfato . Fechas, topon ím icos, fo rm atos, encuadernacioncu, propietarios an terio re s..., todas estas cosas tienen que poder declrlr algo, pero no de m odo separado, sino que han de estar en arm ón fu,

24 A lb ert Ludwig- G rim m , Fabel-B ib lioth ekfu r Kinder, o derd ie auserlesensren Fabcln nllrr 11111/111*1(1*1 Z fit , 3 vo ls., F rán cfo rt y G rim m a, 1827 - Este escritor, que vivió entre los ann.*i i ‘/MI i y 18 7 2 , no era pariente de los herm anos G rim m .

25 Jo h a n n Peter Lyser ( 18 0 4 - 18 7 0 ) fue escritor y m úsico, dibujante y |>inl<n .26 A lb ert Ludw ig G rim m , Linas Máhrchenbuch, eine Weihnachtsgabr, G rim m a, 1 ít 1 («

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342 IMÁGENES QUE PIENSAN

p o r cuya concordancia y profundidad el com prador ha de saber si el lib ro es o no para él. U na subasta exige del co leccion ista aptitudes com pletam ente diferentes. A l lector de catálogos tan sólo le habla el lib ro , y el p ro p ie tar io an terio r si se lo in d ican . P or el con trario , aquel que se quiera im plicar en las subastas tiene que d irig ir por igual su atención tanto a’ libro com o a sus com petidores, y ha de tener la cabeza fría para no encarnizarse en la lucha con ellos —tal com o suele suced er todos los días— y tener que pagar un precio alto al haber pujado p o r orgullo más que p o r interés en ese lib ro . A cam bio, uno de los más bellos recuerdos del coleccionista es el instante en que acu­dió en socorro de algún libro en el que antes nunca había pensado y que nunca había deseado, pero que, al en con trarlo abandonado en un mercado público, lo com pró para darle la libertad, al igual que en los cuentos de Las m i!j una noches hacía el príncipe con una bella esclava. Pues para aquel que colecciona libros, la verdadera libertad de todos ellos está en un sitio de su estantería.

E n recuerdo de m i experiencia más em ocionante y sugestiva en una subasta, La pean de chagrín de Balzac aún hoy sobresale en m i b ib lio­teca de largas filas ¿e volúm enes franceses. Fue en 1915» cuando se p rod u jo la subasta le la colección R üm ann, en la casa de subastas de E m il H irsch, uno de los m ejores conocedores de lib ros y de los más distinguidos com erciantes. D icha ed ición se publicó en París, en la Place de la Bourse, en el 18 3 8 . G uando tom o el ejem plar entre mis manos, no sólo veo el núm ero de la colección de Rüm ann, sino hasta la etiqueta del lib rero dond e, hace más de noventa años lo debió adqu irir el prim er com prador p or un precio que era nada menos que ochenta veces in íc r io r al actual: Papeterie I. Flanneau era su nom bre. B uen os tiem pos aquéllos en los que incluso las papelerías vendían estas joyas —porque los grabados de este lib ro fu ero n diseñados por qu ien era entonces el m ejor dibujante francés, y ejecutados por los m ejores grabadores—. Pero lo que yo quería contarles es el cómo a d q u irí este lib ro . Y o había exam inado la co lección en el local de negocio de Em il Hirsch, y, tras haber estudiado unos cuarenta o cin­cuenta volúm enes, sin duda deseaba ardientem ente quedarm e con éste. L legó p o r fin el día de la subasta, pero quiso la casualidad que antes de que se fuera a subastar aquel e jem plar de La peau de chagrín saliera igualm ente a la subasta la serie com pleta de sus ilustraciones separadam ente publicada com o ed ición especial en papel de China.

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VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA

Los pujadores estábamos sentados en una larga mesa, y enfrente de mi estaba el hom bre al que se d irig ieron las m iradas en el lote siguiente: el barón S im oiin , que era u n muy célebre coleccionista de M únich . S im olin quería com prar esa serie, pero encontró com petidores y se p rod u jo una lucha cuyo resultado fue el precio más alto de toda la subasta: más de tres m il m arcos. N adie parecía haber esperado una cantidad tan elevada; la agitación re co rrió a los presentes. E m il H irsch pasó entonces sin más al siguiente lo te, b ien p o r ahorrarse tiempo o por otra razón, sin que los presentes le prestaran atención especial. D ijo el p recio , y entonces yo lo superé un poco, muy n e r­vioso sabiendo que jam ás p o d ría com petir con aquellos grandes coleccionistas. Pero el director de la subasta no obligó a los presentes a prestarle atención; preguntó si alguien daba más, dio tres golpes de mazo (que a mí me parecieron separados unos de otros por una eter­nidad) y adjudicó al punto el lote. Para m í, que era un estudiante, la cantidad sin d u d i era muy alta. Lo que sucedió a la m añana siguiente en la casa de em peños no pertenece ya a nuestra h istoria, de m anera que p re fie ro hablar de un acontecim iento que con sid ero com o el negativo de una subasta. Sucedió en B erlín , un año antes. Iba a salir a subasta una serie de libros muy distintos p o r calidad y temática, de entre los cuales sólo parecían ser interesantes algunas obras raras de ocultismo y filoso fía de la naturaleza. Pujé p o r varios de ellos, pero en seguida me di cuenta de que en las filas delanteras había un señor que parecía esperar a cada vez m i lic itac ió n para m ejo rarla seria ­mente. Tras repetirse la experiencia varias veces, perdí toda esperanza de conseguir el libro que ese día más me interesaba. Se trataba de los Fragmentos postumos de un joven físico que Jo h an n W ilhelm Ritter publicó en dos volúm enes en H eid elberg en l 8 l O . Es obra que nunca se ha vuelto a im p rim ir, pero su p ró lo go —en el que el ed ito r cuenta su propia vida bajo la fo rm a de la n ecro log ía de un am igo anónim o supuestamente m uerto , que no es otro que él— siem pre ha sido sin duda para m í la prosa personal más im portante de todas las surgidas en la época del R om anticism o en A lem an ia. Pero en el instante en que este lote salía a subasta me asaltó una ilu m in ación : si entraba a pujar p o r ese lib ro , sin duda alguna se lo llevaba el otro, ante lo cual decidí no decir nada y me obligué a m antener silencio. Lo que había esperado se prod ujo : nadie m anifestó interés alguno, nadie pujó y el libro fue devuelto. D ejé pues que pasaran unos días. U na semana

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344 IMÁGENES QUE PIENSAN

después, cuando volví, me encontré el lib ro en la lib rería , y así, la falta de interés p o r él, com o había quedado en evidencia, me perm i­tió com prarlo más barato.

¡Q ué de cosas agolpa la m em oria desde el mismo momento en el que acudes a la m ontaña de cajas para extraer los libros poco a poco! Nada podría aclarar m ejor la fascinación de este proceso de desemba­laje paulatino que lo d ifíc il que se hace de parar. H abía empezado a m ediod ía, y a la m edianoche aún me faltaban las últim as cajas. Al fin al cayeron en mis manos dos gruesos volúm enes en rústica ya muy desco loridos, pero que no deberían estar dentro de una caja de lib ro s: dos álbum es de crom os que m i m adre pegó de n iña y que yo heredé. Son las semillas de una colección posterior de libros infanti­les que hoy sigue creciendo sin parar, aunque ya no crezca en m ijar- d in . Y es que toda biblioteca viva alberga varios productos proceden­tes de terrenos lim ítrofes. No hace falta que sean álbumes de cromos n i tampoco form ados por recuerdos, n i autógrafos n i encuadernacio­nes misceláneas o de textos de tono edificante: tam bién pueden con­sistir en octavillas, o b ien fo lletos, facsím iles m anuscritos o meras copias mecanografiadas de libros por com pleto inencontrables, como p o r su parte las revistas pueden fo rm ar los bordes exteriores de los que consta una biblioteca. Mas, volviendo a esos álbumes, la herencia es la m ejor m anera de con form ar una colección . Pues la actitud del co leccionista en lo que hace a sus prop ied ad es p io ced e del senti­m iento de deber del p ro p ie tario p o r su p ro p ied ad . Por lo tanto se trata del sentido suprem o que posee la auténtica actitud del heredero; porque el aspecto más noble y elevado que corresponde a una colec­ción siem pre será el poderse transm itir. Tal desarrollo del coleccio­nism o y de su m undo de representaciones fortalecerá en muchos de ustedes la determ inada convicción de que dicha pasión no resulta apropiada a nuestra época, fortaleciendo con ello más si cabe su des­confianza hacia el coleccionista. Y aunque no pretendo quebrantar esas convicción y desconfianza, tengo que anotar aquí una cosa: la colección pierde su sentido en cuanto que pierde su sujeto. Y aunque las colecciones que son públicas sean tam bién más beneficiosas desde el punto de vista de su uso social, así com o más útiles, si empleamos un punto de vista científico, que las particulares y privadas, a los obje­tos sólo se les hace justicia cuando están en el seno de estas últimas. Por lo demás, bien sé que ya está anocheciendo sobre el tipo humano

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VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA

del coleccionista, al que en este m om ento, y un poco exoffu-io, ¡unIiI h <> ante ustedes. Mas, com o dice H egel: con la oscuridad alza su vuel o * I búho de M inerva a volar*. Y solam ente al desaparecer se com prende al coleccionista.

Pero ya pasó la m edianoch e cuando yo me encuentro anle L última caja sem ivacía. Tengo otros pensam ientos que los «pie lie com entado. Mas no son pensam ientos, sino que son irnágeneN y recuerdo.s. R ecuerdos de ciudades en las que he encontrado tañían cosas: Riga, N ápoles, M únich, D anzigy M oscú, y Florencia, y ParÍN, y Basilea; recuerdos de las salas deslum brantes de Rosenthal rn Múnich**, del Stockturm de Danzig, donde vivió H ans Rhaue, o <lrl mohoso sótano b ien repleto de lib ros de Süssengut, en el norte «Ir Berlín; los recuerdos de todos esos cuartos donde estos libros estaban, mi habitación de estudiante estando en M ú n ich , m i habitación rn Berna, la soledad de Iseltwald, ju n to al lago de Brienz, y ya por Fin mi habitación de n iñ o , de la que sólo p ro ced en cuatro o cinco de I o n

miles de volúm enes que em piezan a am ontonarse a m i alrededor. ¡Felicidad del coleccionista y del hom bre privado! Porque de nadie ,sr sospecha m enos y jam ás está nadie más tran qu ilo que él, que puede seguir su vida de m ala fam a tras una m áscara de Spitzweg***. Dado que, en efecto, en su in terio r se han ido instalando algunos espíriluN, por lo menos algunos muy pequeños y, sin em bargo, gracias a los cua les para el auténtico coleccionista la propiedad es la más honda reía ción que puede establecerse con las cosas: y no porque las cosas cnI^h vivas en él, sino que es él quien habita en ellas. De este m odo lie ido construyendo ante ustedes precisam ente una de esas casas donde I o n

ladrillos son los libros-, ahora el coleccion ista va a escurrirse de pronto dentro de ella: tal com o sin duda debe ser.

* C fr . H egel, p ró lo go a las Grundlinien derPhilosophie des Rechts, que son del uño iMvto. I N del T .]

** Rosenthal es una célebre fábrica de porcelan a. [N . del T .J*** A lu sión a C ari Spitzweg ( 18 0 8 - 18 8 5 ) , p in to r y d ibujante que inosl ro ron ln ........

m ultitud de personajes extravagantes, inclu idos entre ellos los rc>lr< < íomniii» .I. lib ros. [N . del T .]

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I I. CARÁCTER DESTRUCTiV0[27]

A que volvicin la m irada a su vida podría sucederle fácilmentenli 1411/Mi lii conclusi* >n de que casi todos los vínculos profundos que ha >nili 11111 n i rila pai licro n de personas sobre cuyo «carácter destruc-.......... i :ii.il»;m todo. de acuerdo. U n día descubriría dicho hecho, y talvi / |><ir casualidad; pero cuanto más fuerte sea e l shock que este descu-I......nenio le produzca, mayores serán sus oportunidades de exponere| i arador destruct ivo.

I'.l carácter destructivo tiene solam ente una consigna: a saber, hacer sitio; sólo una actividad: el despejar. Su necesidad de espacio y aire fresco es más fuerte que el odio.

l'.l carácter destructivo es joven y alegre. Pues destruir rejuvenece, porque quita de en m edio del cam ino las viejas huellas de nuestra p rop ia edad; y alegra p o r cuanto representa la red u cción total e incluso la errad icación de su p ro p io estado d estructor. A f i ja r esta im agen apolínea com o corresp on d ien te al destructor conduce el conocim iento de que el m undo se sim plifica m ucho cuando se exa­m ina si es que es d igno de ser d estru ido . Este es el gran lazo que envuelve todo lo existente. Y esta perspectiva proporcion a al carácter destructivo un espectáculo de la más com pleta y p rofun da armonía.

E l carácter destructivo siem pre está trabajan do. La naturaleza marca el i'itm o, por lo m enos indirectam ente: dado que él, sin duda, necesita siem pre adelantarse. De lo contrario , es la naturaleza quien se encargará de destruir.

l'.l carácter destructivo no persigue una im agen. T ien e necesida­des muy escasas, la m en o r de las cuales sería la sigu iente: saber qué 01 u p a rá el espacio de lo d estru ido . P rim ero , p o r lo m enos un ins­ta nte, será un lugar vacío, el lugar donde la cosa estaba, en el que la vid ima vivía. A lguien lo vendrá a utilizar aún sin ocuparlo.

l'.l carácter destructivo hace su trabajo, pero evita el trabajo crea- i ivo. Mientras el creador busca estar solo, el destructor debe rodearse un i ;i¡mli niente de personas, de los testigos de su actuación.

I'mI.Ii. .1.1.. . n ni.. , mine del 1931 en el Frankfurter Zpitung.

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EL CAUÁCTLR OLÍ. IKUC 11VI»

El carácter destructivo es una señal. Y com o una srn.il i i métrica se encuentra siem pre expuesta p o r todos lados al vicnl<», <1 carácter destructivo está igualm ente expuesto p o r todas parí «-a a Inri habladurías; protegerlo carece de sentido.

El carácter destructivo nunca está interesado en que lo entiendan. Lo? esfuerzos en esta dirección le parecen ser superficiales. E l m alen­tendido no le im pone. A l contrario , siem pre lo provoca, tal com o lo hacían los oráculos —estatales destructivas in stitu cion es—. E l fe n ó ­meno pequeñoburgués p o r excelencia, que es el ch ism orreo , so la­mente se da porque la gente no desea ser m alentendida. A l contrario, el carácter destructivo se deja m alentender gustosam ente; él nunca fomenta el chism orreo.

El carácter destructivo es el enem igo declarado del típico h om ­bre-estuche. Este busca su com odidad, cuyo súm m um sin duda es la casa. El in terior de la casa es la huella forrada de terciopelo que él ha impreso en el m undo. E l carácter destructivo borra incluso las huellas de la propia destrucción.

El carácter destructivo form a parte del am plio frente del tradicio­nalismo. U nos transm iten las cosas haciéndolas intangibles y conser­vándolas, m ientras que otros transm iten las situaciones haciéndolas manejables y liquidándolas. A éstos se les llam a «destructivos».

El carácter destructivo tiene la consciencia peculiar del ser humano histórico, cuyo afecto en verdad fundam ental es una indom able des­confianza respecto del curso de las cosas y la siem pre dispuesta p ro n ti­tud con que en todo mom ento toma nota de que todo puede salir mal. Por lo mismo, el carácter destructivo es la fiabilidad en cuanto tal.

El carácter destructivo no percibe nada duradero. Y precisamente per esta razón va encontrando caminos por doquier. A llí donde otros chocan con enorm es murallas o montañas, él descubre un cam ino. Y como ve u n cam ino p o r d o q u ier, tiene que ir despejando por doquier el cam ino. Esto no siem pre con la fuerza bruta, algunas veces con una fuerza n ob le . G om o ve cam inos p o r d oq u ier, siem pre se encuentra en una encrucijada. N o puede saber un sólo instante qué le podrá traer el que le sigue. E l convierte en ruinas lo existente, pero no lo hace a causa de las propias ruinas, sino sólo a causa del camino que se extiende p o r ellas.

E l carácter destructivo no vive del sentim iento de que vale la pena viv;r, sino del sentir que el suicidio no le vale la pena.

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LA LIEBRE DE PASCUA PUESTA AL DESCUBIERTO O

PEQUEÑA TEORÍA DEL ESC0NDRIJ0[28]

Esconder significa dejar huellas. Pero unas que sean invisibles. Es el arte de la m ano fácil. Rastelli* escondía cosas en el aire.

C uanto más aéreo un escon d rijo , tam bién más ingenioso. Cuanto más a la vista está, m ejor.

P or lo tanto, jam ás hay que esconder nada en los cajones, ni en arm arios, ni bajo las camas o en el piano.

Ju eg o lim pio en plena m añana de Pascua: esconderlo todo, pero que se pueda descubrir sin tener que m over n ingún objeto.

Mas no esconderlo descuidadamente: un pliegue en el tapete o un bulto en la cortina pueden delatar ese lugar en el que hay que buscar.

¿N o conocen ustedes el relato de Poe titu lado La carta robada? Entonces se acordarán de la pregunta: « ¿ N o se ha dado usted cuenta de que todos los que esconden una carta sino la m eten en un hueco practicado p o r ejem plo en la pata de una silla, sí la esconden al menos en algún agujero b ien oculto?»**. Pues el señor D up in —el detective de Poe— lo sabe de sobra. Y por eso m ism o encuentra la carta donde su astuto rival la ha escondid o: dentro de u n tarjetero puesto en la repisa de la chim enea, a la vista de todos.

N unca hay que buscar en el salón. Pues los huevos de Pascua siem pre hay que esconderlos en el cuarto de estar-, y cuanto menos ordenado esté, m ejor.

E n el siglo X V III se escribían tratados eruditos so b re las cosas más raras: sobre los n iños abandonados y las casas encantadas, sobre los tipos de su icid io y los ventrílocu os. Puedo muy fácilm ente im agi­narm e uno sobre cóm o esconder los huevos de Pascua que compitiera en erudición con todos esos.

2.8 Publicado en ab ril del 19 3 2 en la revista D er Uhu. E n A lem an ia existe la costumbre do que el d om ingo de Pascua los n iñ os reciban el regalo de unos huevos colorea­dos, liuevos que se supone que una liebre antes ha escondido en el ja rd ín .

+ Knriio Rastelli ( 18 9 6 -19 3 1) , famoso malabarista. [N . d e lT .]+* (JIY. lú lgar A lian Poe, Cuentos, trad. Ju lio C ortázar, M adrid : A lianza, 197o - V°L L

P:íg- [J3 7 - I N. dpi T .]

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LA LIEBRE DE PASCUA PUESTA AL DESCUBIERTO

M i tratado estaría organizado en tres distintas parles o capíl 111 < tu, y expondría al lector los tres princip ios fundam entales que corre,spon den al arte del escondrijo .

Prim ero: el prin cip io de la pinza. Se trataría de las instrucciones para aprovechar junturas y grietas, de la enseñanza del arte de suspen der los huevos entre los cerrojos y picaportes, o entre algún cuadro y la pared, o entre la puerta y el gozne, o incluso en la cerradura y enl re los tubos de la calefacción.

Segundo: el prin cip io del relleno. Este capítulo enseñaría a utili zar los huevos com o tapones en el cuello de una botella, o como velas sobre un candelabro, com o los estambres en un cáliz, com o la bom billa en una lám para.

Y , tercero: el princip io de la altura con el principio de la profun didad. Gom o es b ien sabido, prim ero vemos lo que está frente a nos otros, a la altura a que se encuentren nuestros ojos; luego ya miramos hacia arriba, y tan sólo al fin a l nos preocupam os p o r lo que sr encuentra a nuestros pies. Podem os p on er los huevos más p e q u e f i o N

en equ ilib rio sobre los m arcos de los cuadros; los grandes, sobrr la lámpara de araña —si no nos hem os aún deshecho de ella—. Pero eslo no es nada en com paración con los refugios siem pre innum erables r ingeniosos que tenem os a disposición solam ente a cinco o diez centí metros por encim a del suelo. Pues tenem os la hierba que los esconde en las distintas form as de las patas de mesa, los zócalos y los flecos «Ir- alfom bras, las papeleras y los pedales de los p ian os; ahí va a ser sin duda en donde la auténtica lieb re de Pascua deposite sus huevos, como hom enaje a la casa de la gran ciudad.

Y ya que estamos en una capital, digam os unas palabras de con suelo para esos que viven entre paredes lisas con m uebles de «cero y han racionalizado su existencia, dejando a u n lado el calendario dr liu fiestas. S i echan un vistazo a su gram ófon o o sino a su m áquinn dr escribir, com p robarán que en ese espacio pequeñ ísim o hay lanío* agujeros y escondrijos como en una casa de siete habitaciones en rslilo Makart*.

E l M akart es u n estilo decorativo que tuvo gran d ifu sió n en Alemnnin n lumli n .1. I siglo XIX, bajo la in flu en cia dom in ante del p in to r H ans Makart (1H 40 iKM.|) 11 I del T .]

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IMAi H NI <1111 l'ICNSAN

I’, mi n lu 11 n leu :im ;; < ju c e v ita r q u e esta s im p á tic a lista , an tes de

• 1111 11 • ......... I n iirv i. lu n e s d e P a scu a , vaya a c a e r e n m a n o s de los

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EXCAVAR Y RECORDAR^

I ii l e n g u a n o s indi, a de m anera inequívoca que la m em oria no es un inri) r u í n e n l o para conocer el pasado, sino sólo su m edio. La memoria e*i el m e d i o de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en q u e las v ie j a s ciudades están sepultadas. Y quien quiera acercarse a lo q u e es s u pasado sepultado tiene que com portarse com o un hombre q u e ex c av a . Y , sobre todo, no ha de tener reparo en volver una y otra ve/, al mismo asunto, en irlo revolviendo y esparciendo tal como se r e v u e l v e y se esparce la tie rra . Los « c o n te n id o s» no son sino esas e a p a s que sólo después de una investigación cuidadosa entregan todo a q u e l l o por lo que vale la pena excavar: imágenes que, separadas de su an terio r contexto, son joyas en los sobrios aposentos de nuestro conocim iento p o sterio r, com o quebrados torsos en la galería del coleccionista. S in duda vale m uchísim o la pena ir siguiendo un plan al excavar. Pero igualm ente es im prescind ible dar la palada a tientas. I iae ia el oscuro re in o de la T ie rra , de m odo que se p ierde lo mejor a q u e l que sólo hace el inventario fiel de los hallazgos y no puede indi­car e n el suelo actual los lugares en donde se guarda lo antiguo. Por e l l o l o s recuerdos más veraces no tien en p o r que ser inform ativos, sino (pie nos tien en que in d icar el lugar en el cual los adquirió el investigador. P or tanto, stricto sensu, de m anera épica y rapsódica, el r e c u e r d o real debe sum in istrar al m ism o tiem po una im agen de ese q u e recuerda, com o un buen in fo rm e arqu eo lógico no indica tan , io lo a q u e l l a s capas de las que p roced en los objetos hallados, sino, ■iol)i-e l o d o , aquellas capas que antes fue preciso atravesar.

'» lU • 1111111111 i mi nc.i ¡ml/licó este texto.

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SUEÑO13”1

Volví muy tarde a casa. Pero no era m i casa, sino una lujosa ele ¡ilqní ler, donde alojaba en sueños a la fam ilia S. De p ron to , de una calle lateral, salió a teda prisa una m ujer que, al pasar a m i lado en el p o r­tal, susurró a gran velocidad: « ¡V o y al té! ¡Voy al té !» . Pero yo no caí en la tentación de seguirla, sino que entré en casa de los S ., donde se produjo al poco tiem po u n incidente m uy desagradable en el curso del cual el hijo de la fam ilia de pronto me agarró de la nariz. Protes­tando muy airadam ente, salí dando u n portazo. A I llegar a la calle, reapareció aquella m ujer diciendo nuevam ente las mismas palabras, pero esta vez sí que le seguí. Para m i gran decepción, la m ujer no me permitió que le dirigiera la palabra, sino que avanzó rápidam ente por una calleja un poco escarpada hasta que, al llegar a una verja de h ie ­rro, fue a chocar con un grupo de prostitutas que sin duda estaban en su barrio . No muy lejos vi un guardia, y m e desperté sobresaltado, entre lentos apuros. Y entonces vine a recordar que la excitante blusa de seda de la chica relucía en verde y en violeta: los colores de las cajas de Frorams Act*.

A este sueño le podem os dar u n lem a. Y sin duda uno que se encuentra en el Manuel des Boudoirs ou essais sur les demoiselles d ’Athénes, del año 1789: « Forcer les filies de profession de teñir leurs portes ouvertes; la sentinelle se proménerait dans les corridors»**.

SERIE 1BICENCA[3I]

Ibiza, abril y mayo de 19 3 2

Cortesía

Es Vien sabido que las exigencias de la ética —sinceridad, hum ildad, amor al prójim o, com pasión y tantas otras— siem pre pasan a segundo plano en la lucha de intereses prop ia de la vida cotidiana. Por eso es

30 Benjam ín nunca publicó este texto, que al parecer redactó en ab ril de 193^- 31. Publicado en ju n io de 19 3 2 en el Frankfurter Q itung.

* Fromms Act era una m arca de preservativos. [N . del T .]** «O bligar a las chicas de p ro fesió n a tener sus puertas siem pre abiertas; la cen tin e­

la vigilaría en el c o r re d o r» .[N . del T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

sorprendente que apenas sí se haya reflexionado sobre la mediación cpie, desde hace m ilen ios, los hom bres han buscado y sin duela encontrado en tal con flicto . Pero el verdadero m ediador, la resul­tante entre los com ponentes enfrentados de la m oralidad y la lucha p o r la vida, es la cortesía. Porque la cortesía nunca es ninguna de ambas: n i es exigencia ética n i es arma en la lucha, y sin embargo tam­bién es ambas cosas. D icho en otras palabras: la cortesía es siempre nada y todo, según el lado desde el que la m irem os. Es nada en tanto que apariencia bella, o sea, en tanto form a que nos engaña obsequio­samente sobre la crueldad de la disputa que sostiene frente al contrin­cante. Y com o además la cortesía no es n in gún precepto moral rigu­roso (sino tan sólo la represen tación de aquel precepto moral derogado), su valor para la lucha p o r la vida (representación de su irresolución) tam bién es ficticio. S in em bargo, esa misma cortesía lo viene a ser todo al liberarse de la convención, liberando también de ella al proceso. S i la sala de negociación se encuentra envuelta entre las rejas de la convención, la verdadera cortesía entra en vigor derri­bando esos límites, es decir, am pliando ilim itadam ente la disputa y, al tiem po, integrando, com o ayudantes, m ediadores y reconciliadores, a la totalidad de esas fuerzas e instancias a las que hasta entonces había exclu ido. Pero quien se deje d om in ar p o r la im agen abstracta de la situación en que se encuentra junto con su rival solamente podrá aco­m eter el intento violento de arrancar al final la victoria en esta lucha, con lo cual tiene todas las oportunidades de ser el descortés. Por el con trario , un sentido b ien despierto para lo extrem o, cóm ico, p ri­vado o sorprendente de la situación es la A lta Escuela de la Cortesía.Y este sentido siem pre p rop orcion a a aquel que lo ejercita la direc­ción de la negociación, como también la de los intereses; y finalmente es él el que baraja todos los elementos en disputa ante los ojos asom­brados de su rival, com o si fueran los naipes en un solitario. Pues la paciencia* es el núcleo de donde viene a surgir la cortesía, y quizá sea la única virtud que la cortesía acoge intacta, sin tener que cambiarla en absoluto. Por cuanto respecta a las demás, de las que la desdichada

* B en jam ín habla aquí específicam ente de « p a c ie n c ia » porque con la palabra fran­cesa patierice se suele d en om in ar en alem án al ju e g o de ir resolviendo solitarios. [N. del T . I

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SERIE IBICENCA

convención asegura que sólo pu ed en salir adelante a través de un «conflicto de deb eres» , la cortesía —que se constituye en la musa de la m ediación— les concedió hace m ucho tiem po eso que en verdad les corresponde: la siguiente ocasión del derrotado.

No desaconsejar

Si te piden consejo, harás b ien en averiguar antes la op in ión de quien te lo haya pedid o , para luego darle la razón. A nadie le gusta pensar que otro es más listo , p o r lo que pocos de los que p id en un consejo tienen la intención de hacerle caso a lo que se les diga. Es que, en rea­lidad, ya han d ecid id o, y ahora qu ieren ver la m ism a cosa desde un punto de vista d iferente , com o u n « c o n se jo » recib ido de otra p e r­sona. Es esta im agen tan sólo lo que p id en , y además p o r cierto con razón. Pues es muy peligroso el llevar a la práctica lo que uno ha deci­dido solo, sin pasarlo antes por el filtro razonador y contradictorio de algunas otras opiniones. Por eso, el sim ple hecho de pedir un consejo ya es de gran ayuda; y si el que lo hace tiene la in tención de realizar algo equivocado, apoyarlo con cierto escepticism o es m ejor que no contradecirlo con una convicción que no convence.

Un espacio para lo valioso

En los pequeños pueblos del sur de España, la mirada penetra atrave­sando unas puertas eternam ente abiertas, ante las que cuelgan, reco­gidas, unas cortinas de perlas, en unos intérieurs en cuya som bra res­plandece ese b lanco que cubre las paredes p o r com pleto. Estas son encaladas muchas veces al año. B ien alineadas ante la del fondo su e­len verse tres o cuatro sillas, todas ellas dispuestas sim étricam ente. Situándose en to rn o a su eje central ju eg a el fie l invisible de una balanza donde la bienvenida y el rechazo se encuentran dispuestas en platillos igualm ente pesados. Tal com o se presentan esas sillas, siem ­pre tan modestas en su form a, pero con su visible trenzado de belle/.n llamativa, perm iten com prender algunas cosas. N ingún coleccioni.st» podría exponer en las paredes del vestíbulo unas amplias alfom bras de Isfahán, n i tam poco unos cuadros de Van Dyck, con m ayor convic ción que los cam pesinos exponen estas sillas en el zaguán vacío de nii casa. Mas no son sólo sillas. G uando cuelgan el som brero en su re.s

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paldo, de p ro n to le han cam biado su (unción . Y así, en el nuevo grupo, el som brero de paja no parece sor m enos valioso que esa hum ilde silla. A sí tam bién se reúnen la red de pescar y el caldero de cobre, y el rem o y el ánfora de barro i y, cien veces al día, están p e r­fectamente preparados para cambiar de lugar y unirse de otro modo si hace falta. Pues, más o m enos, todos son valiosos, y el secreto que encierra su valor es el de- esa misma sobriedad: es decir, la escasez del espacio vital en el que muestran no sólo ese lugar que ahora ocupan, sino ya el m ism o e.pació , los diversos lugares a los cuales van siendo llam ados. En una ( asa en la que no hay n inguna cama, lo que es más valioso es esa alfom bra con que quien la habita se tapa de noche; y en un coche en que n< hay un alm ohadón lo en verdad valioso es el cojín que colocam os en su duro suelo. E n cam bio, en nuestras casas b ien surtidas no hay espacio para lo valioso, porque no hay un lugar donde nos pueda prestar t us servicios.

Primer sueño

A ndaba c o n ju la por ahí; íbam os realizando juntam ente algo a medio cam ino entre una escalada y un paseo, y ahora estábamos cerca de la cum bre. Extrañam ente, yo pensaba que esa cum bre era un largo palo que ascendía hacia el cielo, sobresaliendo p o r encim a de la pared de roca. Pero cuando llegam os a llí a rrib a , vi que no se trataba de una cum bre, sino de una m eseta atravesada p o r una ancha carretera, ceñida de altas casas a ambos lados. Ya no íbamos a pie, sino en coche, juntam ente sentados en el asiento trasero, según creo ahora recordar; y es posib le que el coche cam biara alguna vez de d irección m ientras fuim os en él. Me incliné hacia Ju la para besarla, pero ella entonces no me ofreció su boca, sino solamente su m ejilla. M ientras la besaba me di cuenta de que era una m ejilla de m arfil, lo n g itu d in a lm e n te atra­vesada por unos surcos negros que me im presionaron p o r lo bellos.

La rosa de los vientos del triunfo

l' .'ila muy dilundido el p reju icio de que la voluntad es clave del éxito. I'i i o si el éxito tuviera qüe ver sólo con la existencia individual, sería la expresión de cóm o esta in terviene de hecho en el o rd en del inundo. Y, por supuesto, expresión llen a de reservas. Pero ¿son

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SERIE IBICL'NCA

inapropiadas las reservas frente al orden del m undo y ;i l;i rxi.slrncia individual? D e ahí que el éxito, que se suele despreciar en lanío qur ciego juego del azar, sea sin duda la más honda expresión de las con ■ tingencias de este m undo. E l éxito es el capricho de la historia. Y , porlo tanto, tiene poco que ver con la voluntad, que va tras él corriendo. Su verdadera naturaleza no la exponen las razones que en cambio lo provocan, sino las figuras de los hom bres que él mismo determ ina. Es en sus favoritos donde el éxito se da a conocer, de m odo que sus hijos p referid os son sus h ijos tam bién más desgraciados. Por lo demás, al capricho de la historia le corresponde la id iosincrasia de la existencia ind ividual, expon er lo cual ha sido siem pre la prerrogativa de lo cóm ico, cuya justicia no es obra del cielo, sino de innum erables des­aciertos y errores que al final, a consecuencia de un últim o erro r que es m uchas ve^es un e rro r pequeñ o, p ro d u cen el exacto resultado. Pero ¿dónde se va a localizar la idiosincrasia del sujeto? Directam ente en la convicción. U na persona sobria que no tiene una clara id iosin ­crasia vive sin convicciones; el vivir y el pensar se las han triturado ya hace tiem po para volverlas en sab id uría, al igual que las p iedras de m olino van triturando el trigo para convertirlo en blanca harina. Y sin em bargo, la figu ra cóm ica no es jam ás una figu ra sabia. Es un picaro, un tonto , quizá u n loco , incluso u n pobre d iab lo : y este mundo le sienta como un guante. N i el éxito es para ella buena suerte ni tampoco el fracaso será mala. La figura cóm ica no pregunta jam ás por el destino, n i p o r el m ito y la fatalidad. Su clave es una figura matemática que se construye en torno de los ejes prop ios del éxito y de la convicción. La rosa de los vientos del triu n fo :

f •

Exito al abandonar una convicción. Caso norm al del éxito: Jlesta- kov* o el estafador. Pues el que estafa se deja ir guiando p o r la situa­ción igual que un m édium . Mundus vult decipi**. Y elige hasta sus n om ­bres por com placer al m undo.

Exito al acoger una convicción. Caso genial del éxito. Schweyk*** o el hom bre de suerte. Este hom bre de suerte es un buen chico que

* Personaje de la obra de teatro de G ogol titulada E l inspector, trad. I. Tchernowa,B arcelona: Sopeña, 19 8 1 . [N . del T .]

: * « E l m undo am biciona que lo e n g a ñ e n » .[N . del T .]■>** Protagonista de la novela de Ja ro s la v Hasek Las aventuras del valeroso soldado Sclnvejk, trad.

A lfo n sin a Jan és , B arcelon a: D estino, 2 0 0 0 . [N . del T .]

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356 IMÁGENES QUE PIENSAN

pretende agradar a todo el m undo. Ju a n con Suerte* siem pre habla con todos aquellos que deseen conversar.

Ausencia de éxito al acoger una convicción. Caso norm al de la ausen­cia de éxito: Bouvard y Pécuchet**, o el conform ista. E l conform ista es el m ártir sacrificado a cada convicción , desde Lao Tse hasta R u d olf Steiner***. Pero sólo dedica a cada una « u n cuartito de h o ra » .

Ausencia de éxito al abandonar una con vicción . Caso ¡jem al de la ausencia de éxito: C h ap lin o Peter Schlemihl****. A S c h le m ih l no le escandaliza nada, sólo tropieza con sus propios pies. Es el único ángel de la paz que resulta adecuado para el m undo.

La presente rosa de los vientos indica los aires buenos y los malos que van jugando con la existencia hum ana. N o queda n.ás que preci­sar su centro, el punto de intersección entre los ejes, el lugar de com­pleta in d ife ren c ia fren te a éxito y fracaso . A h í es <íonde vive Don Q u ijo te , el hombre de una sola convicción, cuya h istoria enseña que en el m undo, sea éste el m ejor o sea el peor de los m undos pensables —sim­ple y llanam ente no es pensable—, la plena convicción de que es ver­dad lo que figura en los libros de caballerías hace feliz a un loco apa­leado, por cuanto ésa es su sola convicción.

Q ue el alum no se sepa p o r la m añana de m em oria el contenido del lib ro que está bajo su alm ohada, que el S eñ o r prem ia a los suyos m ientras duermen***** y que la pausa siem pre es creativa: dar espacio de juego a todo esto viene a ser el alfa y el omega de toda maestría, así como su signo distintivo. A nte tal recom pensa han puesto los dioses el su d or. D ado que el trabajo que prom ete un m oderado éxito es un

* Alusión al cuento de los hermanos Grim m titulado Hans im Glück. |N . del T .]+* Protagonistas de la novela homónima de Guslave Flaubert, Boumtrdj/ Pécuchet, trad.

Germán Palacios, Madrid: Cátedra, 1999- [N . del T .]*** Rudolf Steiner ( 1 8 6 1-19 2 5 )- fundador de la antroposofía. [N. del T .]**** Charles Chaplin (18 8 9 -19 7 7 ) . actor famoso por el personaje de Charlot. En cuan­

to a Schlemihl, es el protagonista de la novela de Adalbert von Chamisso La maravi­

llosa historia de Peter Schlem ihl, trad. Ulricke Michael y Hernán Valdés, Madrid: Siruela, I994-- [N. del T .]

***** C fr. Salmos 127- 2. [N . del T .]

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SERIE IBICENCA 357

juego de n iños en com paración con el trabajo que nos trae la fe lic i­dad. Así, el dedo m eñique firm em ente extendido de Rastelli* llamaba hacia sí a la pelota, que acudía a él igual que un pájaro. E l ejercicio practicado durante décadas que precedió a este logro no tiene como tal « e n su p o d e r» la pelota n i el cuerpo, sino que ha conseguido lo siguiente: que am bos se en tien dan com o a sus espaldas. A gotar al maestro a través del esfuerzo hasta el lím ite de la extenuación, de m anera tal que fin alm en te el cuerpo y cada uno de sus m iem bros actuén ya de acuerdo con su p ro p ia razón : esto es lo que llam am os « e je rc ic io » . E l éxito consiste en consecuencia en que la voluntad abdique como tal, en el in terior del cuerpo, de una vez para siem pre, y que lo haga además en favor de los órganos, p o r ejem plo la m ano. Sucede así que, tras estar buscando alguna cosa durante m ucho tiempo, acabas olvidándola, pero otro día buscas oirá cosa y cae en tus manos la prim era. La m ano se ha ocupado de la cosa y se han puesto de acuerdo de inm ediato.

Nunca olvides lo que es más importante

U na persona de las que conozco no fue nunca jam ás más ordenada que en aquel período de su vida en el que fue tam bién más infeliz. No olvidaba nada. Registraba con el m ayor detalle sus asuntos corrientes, y sin duda llegaba muy puntual a las citas, sin olvidarse nunca de una de ellas. E l cam ino de su vida parecía asfaltado, y no había tan sólo una grieta p o r la que el tiem po pudiera desviarse. Las cosas fueron así por mucho tiem po, pero se p ro d u jero n circunstancias que provoca­ron un cambio im portante en la vida que llevaba esa persona. Empezó por deshacerse del reloj. Se ejercitó en llegar tarde; y, si es que el otro ya se había m archado, se sentaba a su vez para esperar. Cuando nece­sitaba alguna cosa no solía encontrarla; y si pon ía orden en un sitio, tanto más crecía su desorden en otro lugar. C uand o se sentaba a su escritorio, se diría que ahí vivía alguien. Pero era él quien vivía entre- ruinas. Cuando necesitaba alguna cosa, ae la construía por sí mlsmn, com o hacen los n iñ os cuando ju eg an . Y al igual que los nifloi» encuentran todo el rato en los bolsillos, o sino en la arena o los cajo

* E n rico Rastelli ( 18 9 6 - 19 3 1) , fam oso m alabarista. [N . del T .]

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I M A i I I N i ( J l l L l J I L N ! i A N

ni ,', i o 'li;. <|uc Im Ix .i .'i e s c o n d id o allí d e n tr o y de las q u e se h a b ía n olvi-

J hiIi i . I<> m i:sino le .sucedía a esta p e r s o n a , y ya n o s ó lo e n su p e n s a -

i i i m n o en su p r o p ia v id a . S u s a m ig o s ib a n a v is ita r lo sie m p re

i um u lo m en o s pon iba e n ello s, p e r o c u a n d o m ás lo s n ecesitab a, y sus

reculo*;, <|ue no eran m u y va lio so s, lleg a b a n e n el m o m e n to m ás o p o r -

Im io , r o m o si tu v ie ra e n tr e sus m a n o s lo s c a m in o s d e l c ie lo . E n esa

miNimi é p o c a le gu sta b a m u c h o r e c o r d a r la le y e n d a d e l p a s to r al que

u n d o m in g o le p e r m it e n e n tr a r al in t e r io r de u n a m o n ta ñ a lle n o de

le.'ioros, d á n d o le al m is m o t ie m p o esta m is t e r io s a in d ic a c ió n :

N u n c a o lv id e s lo q u e es m á s i m p o r t a n t e » . L a s co sa s le ib a n b ien

p o r ese t ie m p o . A s í q u e d e s p a c h a b a p o c a s co sa s, y n u n c a c re ía nada

del i n i I ¡vilm ente d e sp a ch a d o .

Atenciónj costumbre

I ,;i p r im e r a d e to d a s las p r o p ie d a d e s , s e g ú n n o s d ic e G o e t h e , es en

lo d o caso la a te n c ió n . Y , s in e m b a rg o , la a t e n c ió n c o m p a r te esa p r i ­

m ic ia c o n la c o stu m b re , q u e d esd e el p r im e r d ía le d isp u ta el terren o .

I ,a a t e n c ió n t ie n e s ie m p r e q u e d e s e m b o c a r e n la c o s tu m b r e si no

tp iie re d e s tru ir al ser h u m a n o , c o m o la c o s tu m b r e s ie m p re tie n e que

v e r s e p e r tu r b a d a p o r la a t e n c ió n , si n o q u ie r e p a r a liz a r lo p o r c o m -

p le lo . A t e n d e r y d e s p u é s a c o s tu m b r a r s e , r e c h a z a r y a c e p ta r , so n la

cim a y el v a n o d e la o la e n el m a r d e l a lm a . M a r q u e tie n e p o r cierto

m is b o n a n z a s . E s in d u d a b le q u e q u ie n se c o n c e n t r a e n t o r n o a u n

p e n s a m ie n to a t o r m e n t a d o , e n u n d o l o r y sus g o lp e s , p u e d e verse

p re so fá cilm e n te in c lu s o d e l r u id o m ás su ave, d e u n m u r m u llo o del

v i u d o d e u n in s e c to q u e u n o íd o a te n to y m á s a g u d o p u e d e q u e no

h u b i e r a p e r c ib id o . S e g ú n se d ic e , el a lm a es m u c h o m ás fá cil de d is-

irn e r ju sta m e n te c u a n d o está m ás c o n c e n tr a d a . P e r o ¿ e s ta escu ch a no

e;t m e n o s el f in a l q u e el e x tre m o d e sp lie g u e d e la a te n c ió n , a q u el in s­

imule en <pie la a te n c ió n e x p u lsa d e su se n o a la c o s tu m b r e ? E l zu m ­

b i d o o m u r m u llo es el u m b r a l, y así, s in d a rse c u e n ta , d e re p e n te el

iilni,i lo lia c r u z a d o . G o m o si n o q u is ie r a r e g r e s a r al m u n d o de co s­

t u m b r e ; y e n to n c e s vive e n u n m u n d o n u e v o d o n d e es el d o lo r el que

lo ¡u oj>e. I ,a a t e n c ió n y el d o lo r s o n c o m p le m e n t o s . M a s ta m b ié n la

i í >íii u m b re i ierre a su vez u n c o m p le m e n t o , y su u m b r a l lo cru zam os

i n el m o m e n t o en q u e n o s d o r m im o s . P u e s lo q u e n o s su ced e

(■■iimido e n ,su eñ o s o u n a a te n c ió n d e l to d o n u e va q u e se desgaja de lo

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SERIE IBICENCA

habitual. Experiencias de la vida cotidiana, discursos banales, el poso que se nos queda en la m irada, el insistente pulso de la sangre: todas estas cosas a las que antes nunca les habíam os prestado atención son —modificadas y aguzadas— el m aterial p ro p io de los sueños. Pero es que en los sueños no hay asom bro, com o no hay olvido en el dolor; pues ambos llevan en sí a su co n trario , de igual m anera que, con la bonanza, cima y vano de la ola se confunden.

Cuesta abajo

Hemos escuchado hasta la saciedad la palabra « c o n m o c ió n » . D iga­mos algo en su h on or. N o nos alejarem os n i un instante de lo senso­rial, y además nos vamos a aferrar sobre todo a una cosa: la con m o­ción lleva al desm oronam iento. ¿Q u iere n decir quienes nos hablan de ella ante cualquier estreno teatral o ante una novedad editorial que algo en ellos se ha desm oronado? La frase hecha que valía antes debe seguir sin duda valiendo después. ¿C ó m o iban a p erm itirse aquella pausa a la que sigue el desm oronam iento? E n verdad que nadie la ha sertido con m ayor c larid ad que M arcel Proust cuando m u rió su abuela, que fue para él un acontecim iento estrem ecedor, mas no real, hasta que al fin se echó a llo rar p o r la noche, tras haberse quitado los zapatos. Y , ¿p o r qué? A consecuencia de agacharse. E l cuerpo anima el dolor p ro fu n d o , y así tam bién puede despertar el más h ondo y profundo pensam iento. Am bas cosas exigen soledad. Q uien asciende solo a una m ontaña y finalm ente llega arriba agotado, para bajar des­pués con u n o s pasos que hacen estrem ecer todo su cu erpo , siente cómo el tiempo se relaja, su estructura in terior se desm orona, y atra­viesa el asfalto del instante com o si fuera en sueños. A lgunas veces trata de quedarse de pie, pero no lo consigue. Y , ¿qu ién sabe si lo quelo estremece son pensam ientos o el áspero cam in o ? Y ahora su cuerpo es un calidoscopio que le va m ostrando a cada paso las figuras cambiantes de que se com pone la verdad.

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HACHÍS EN MARSELLA^

Nota previa: U n o de los prim eros signos de que el hachís empieza a surtir efecto

« e s una desagradable sensación de p re m o n ició n y congoja; se acerca algo

extraño, ineluctable .. . A p arecen im ágenes y series de im ágenes, al lado de

recuerdos muy rem otos; aparecen escenas y situaciones enteras que se vuelven

presentes; p rim ero nos provocan interés, ciertas veces placer, y tam bién,

finalm ente, cuando ya no resulta posible evitarlas, dolor y cansancio. La per­

sona es sorprendida y dom inada p or cuanto le sucede, también p or lo que dice

y lo que hace. Su risa y la totalidad de sus m anifestaciones le llegan como

acontecim ientos exteriores. Tam bién tiene experiencias semejantes a la inspi­

ración o la ilum inación ... E l espacio puede irse am pliando, puede empinarse

el suelo, aparecen sensaciones atm osféricas: vapor, opacidad, grtvedad del

aire; los colores se hacen más claros y brillantes; los objetos, más bellos, o más

am enazantes y pesados ... T od o esto no sucede en desarrollo contin uo, sino

que lo más típico es la continua alternancia oscilando entre el sueño y la vigi­

lia, u n vaivén incesante, agotador, entre unos m undos de consciencia que son

completamente diferentes; de m anera que, en medio de una frase, puede pro­

ducirse de repente este sum ergirse o este em erger ... D e esto nos inform a el

embriagado de una form a que suele desviarse bastante de la norm a. Establecer

algunas conexiones suele resultar cosa difícil con el esfumarse repentino del

recu erdo de lo preced ente; el pensam iento no tom a form a de palabra, la

situación puede volverse tan alegre que durante m uchos m inutos el consum i­

dor de hachís no sabe hacer otra cosa que reír ... E l recuerdo de la embriaguez

es además sorprendentem ente p re ciso ». « E s extraño sin duda que la intoxi­

cación p or hachís no haya sido estudiada experimentalm ente todavía. La mejor

descripción de la embriaguez por hachís es hasta ahora la de Baudelaire (en sus

Paradis artificiéis)^. Jo é l y Fránkel, « D e r H asch isch -R au sch », en: Klinische Wochert-

schrift, 1 9 3 6 , V , 3 7 .

M a rse lla , 2 9 d e ju l i o . A l a s siete de la ta rd e , tras d u d a r lo m u ch o ,

h e to m a d o h a c h ís . H a b ía p a sa d o to d o el d ía en A ix . A l estar seg u ro de

3 2 Texto publicado en d iciem bre de 19 3 2 en el Frankfurter Qitung. Se trata de una reela­b oración de un texto titulado 2 9 de septiembre, sábado, Marsella, que se puede encontrar en el volum en VT de esta ed ic ión de las Obras de W alter B en jam in . E n este texto tamlm-n se basa en parte el titulado MysIowiU, Braunschweig, Marsella. Historia de una embria­guen/><>r el hachís, inclu ido en el volum en IV /2 .

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HACHÍS EN MARSELLA •{(>1

que nadie me va a m olestar en esta ciudad de centenares de miles de habitantes y en la que nadie m e conoce, m e tum bo en la cama. Y ahora sin em bargo me m olesta u n bebé que llo ra . P ienso que han pasado tres cuartos de hora, pero apenas han sido unos veinte m in u ­tos ... Estoy tum bado en la cama; leo y fum o. Frente a m í veo siempre el ventre de M arsella, y la calle que he visto tantas veces es com o el corte de una hoja de cuchillo.

F in alm en te, he salido del h otel. T en ía la im p resió n de que el efecto sin duda no se había producido, o que era tan débil que podía ren un ciar a la cautela de quedarm e en m i h ab itación . La p rim era estación, el café de la esquina de G anebiére con el C ou rs Belsunce. Visto desde el puerto, se trata del café de la derecha, que no es m i café habitual. ¿ Y b ien ? Com o algo de benevolencia, la expectativa de ver a las personas que me abordan con am abilidad. Pierdo rápidam ente el anterior sentim iento de estar solo. M i bastón empieza a prod ucir una cierta alegría. Pero luego me vuelvo delicado: tem o que una som bra que caiga sobre el papel pueda hacerle daño. Desaparecen las náuseas. Leo carteles en los u rin ario s. N o me sorpren dería el que uno cual­quiera m e abord ara. Pero nadie lo hace, y me da igual. Hay dem a­siado ru ido para m í.

A hora se im ponen las pretensiones tem porales y espaciales que el consum id or de hachís p lantea. G om o se sabe, esas pretensiones se hacen absolutamente regias. Para aquel que ha tom ado hachís, Versa- lles no es dem asiado grande, la etern id ad no dura dem asiado. A l fondo de estas inmensas dim ensiones de la experiencia in terior, de la duración absoluta y del espacio in fin ito , un h um or apacible opta por mantenerse en las contingencias del espacio y el tiem po. Percibo este hum or infin itam ente cuando, en el restaurante Basso, me dicen, que acaban de cerrar la cocina, m ientras yo m e he sentado para com er aquí eternam ente. Pero después tengo el sentim iento de que todo se encuentra ilum inado, concurrido, anim ado. Tengo que anotar cómo encontré m i asiento. M i objetivo aquí era gozar de la vista por encimn del vieuxport que hay desde los pisos superiores. A l pasar por debajo, noté que había una mesa libre en los balcones del segundo piso. Pero, al ir su b ien do, sólo llego al p rim e ro . La m ayor parte de las ttic.njin junto a las ventanas estaban ocupadas. A sí que me acerqué a una mr-nn grande que acababa de quedarse lib re . Pero luego, en cuanto me senté, la desproporción del ocupar una mesa tan grande me pareció

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IMÁGENES QUE PIENSAN

vergonzosa, y atravesé toda la sala para lom ar asiento en una más pequeña que acababa de ver.

Pero dejé la com ida para más adelante. Prim ero visité el pequeño bar del puerto. Tam bién aquí estuve a punto de darm e m edia vuelta, co n fu n d id o , dado que tam bién de este local parecía salir com o un concierto, dado por un grupo de instrum entos de viento. Pero com ­p re n d í que se trataba del aullar de bocinas de los coches. Y en d o de cam ino al puerto viejo, ya se daba esa m aravillosa ligereza y determ i­n ació n del paso que con ver lía el inarticu lad o suelo de p ied ra de la en o rm e plaza en el suelo de una carretera p o r la que yo avanzaba decidido, en mitad de la noche. Pues en este m om ento todavía evitaba la C an eb iérc , ya q.ie no estaba seguro p o r com pleto respecto a mis fu n cio n es regulad iras. En aquel pequeñ o bar del puerto el hachís empezó a ejercer y su hechizo canónico, y con una agudeza prim itiva que hasta entonces no había conocido. M e convirtió en u n fiso n o ­mista, o por lo me ; ¡os en un observador de las fisonom ías ahí presen­tes, y así viví algo único en la totalidad de m i experiencia: me aferré a los rostros que tenia a m i alrededor, y que en parte eran feos o muy rudos. Rostros que norm alm ente yo evitaba, y ello p o r dos razones: n i deseaba atraerm e sus m iradas n i habría podido soportarlos en su. rad ical brutalidad . Este bar del puerto era sin duda ya u n puesto avanzado. (C reo que era el ú ltim o hasta el que yo podía acceder sin peligro , y en mi embriaguez lo fu i estudiando c o n la m ism a atención y seguridad con la que una person a m uy cansada llena u n vaso con agua hasta los bordes, sin derram ar n i una sola gota, algo que casi nunca se consigue con los sentidos frescos). E l bar estaba lejos de Rué de la Bouterie, pero ahí no se sentaba n i u n burgués; si acaso se veían, ju n to al proletariado del puerto, unas cuantas fam ilias pequeñobur- guesas de la vecindad. C o m p re n d í de repente que para u n p in tor (¿n o le sucedió a ¡íem brandt y a otros m uchos?) la fealdad puede ser reserva verdadera de belleza, la cámara en que guarda su tesoro, des­garrada m ontaña donde asom a todo el oro in tern o de lo b ello , ése que resplandece en las arrugas, com o en las m iradas y en los gestos. R ecuerdo en especial de aquel m om ento el rostro intensam ente ani­m al y vulgar de un hombre sedo en el cual, de repente, me estremeció la «arru ga donde anida la renuncia» . Ese día fueron sobre todo ros­tros de hom bres ios que me at ra jeron . A sí com enzó el ju ego que en cada rostro me presentaba un conocido; muchas veces su nom bre me

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HACHÍS EN MARSELLA 363

era conocido, y otras muchas no . D esapareció la ilusión, com o des­aparecen en d. sueño, no con vergüenza y boch orno, sino ya en paz y con amistad, como quien ha cum plido su deber. E n estas circunstan­cias no se podía hablar de soledad. ¿E ra yo m i propia com pañía? N o, sin duda alguna, claro que tampoco sé si esto hubiera podido hacerme feliz. Pero sí sé que me convertí en el alcahuete más experto, en el más delicado y descarado, y abordaba las cosas con la seguridad turbia de quien conoce b ien los deseos que abriga su cliente. A ú n pasó m edia eternidad hasta que reapareció el cam arero, pero yo no podía seguir esperándole. Entré en el bar y pagué en la barra. N o podía saber si en este bar se solía de jar una p ro p in a . D e lo co n trario h abría dejado algo. Ayer, con el hachís, yo era tacaño; así, p o r m iedo a ir llam ando la atención al hacer alguna extravagancia, acabé llam ando la atención.

Esto me sucedió tam bién en Basso. P rim ero pedí una docena de ostras. E l cam arero quería que p id iera al m ism o tiem po el segundo plato. Entonces pedí algo habitual, y el cam arero volvió con la noticia de que no les quedaba. D i algunas vueltas por la carta; com probé que me iba apeteciendo un plato tras otro, pero entonces volvía a encapri­charme con el plato de arrib a , etc., etc., hasta que al fin regresé al prim ero. Esto no era p o r glotonería, sino p o r cortesía con los platos; no quería o fen d er al rechazarlos. E n pocas palabras, acabé agarrán­dome a un pátédeLyon. Pasta de león , pensé rien do en cuanto lo tuve ante m í en un plato; luego pensé despectivamente: carne de liebre, de pollo o lo que sea. E n verdad tenía tanta ham bre que me habría podido com er un león . Por lo demás, estaba decidido a m archarm e a otro sitio en cuanto acabara de cenar en Basso (ya eran las diez y media), para :enar por segunda vez.

Pero anter al ir cam inando hasta Basso, re co rrí todo el m uelle y leí uno tras otro los nom bres de los barcos atracados. M e invadió una alegría incom prensib le, y pasé sonriendo ante todos aquellos n o m ­bres propios franceses. E l am or que prom etían a estos barcos a través de sus nom bres me parecía herm oso y conm ovedor. Sólo me molestó «Aero I I» , que me recordaba los combates aéreos, de la misma form a que en el bar tuve que ign o rar algunos gestos sin duda dem asiado deformados.

D espués, arriba, en Basso, cada vez que yo m iraba hacia abajo, volvían a empezar los viejos juegos. La plaza del puerto era m i paleta, donde la fantasía iba mezclando los datos del lugar, haciendo pruebas

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fronulmrnte la propia realidad hasta qur dw ' f bm* *'\ d. o h .i,un siendo tan frágil como una pared lir♦ b» d* v idn , I * • H « U «i principio todavía tiene cien barreras frontal í'/m': f ' '»o -r, rms o la »gl«ia que eran como tales la frot.tr»* dr ^ i o n -vierten de pronto ya en el centro. 1 s\ ciudad r< id. o» a «»», par»r l recién llegado. Calles que creía muy IrjahH* *' i '-mi.' #• d* pronto *r» una esquina, al igual que el pu ño drl c o r b r r o *m* l"‘< d* fu«dos caballos. En cuantisimas trampal topografía* h* d* * «*# *1 i* ' l*n llegado solo lo puede mos tra r un» película, m^dian i" tu t lanar u*tf> pasional: la gran ciudad se defiende contra él, Ir huye, ** e n m a r a r a , conspira e invita a ir e rrante por *us circulo* h**ta ftrm hn rn l* *** ' nuarse. (Esto además se puede acometer de manera m<iy prárti/g} á*f. a lo largo de la temporada se podr ían e t ln b o m la* gtandea ciudadea ♦ películas de orientación >s elaborada» par* lo» fnr + . Pero al

final vencen los mapas y los planos: y de noche, en U r*ma, l» fant/cla hace juegos malabares con edificios, parque* y rail*** rrdad**raa.

J I M Á G E N t 1 Olir H » N«!AM

Moscú en invierno es una ciudad tranquila. I* ** t í /¿dad I n m e m a de sus calles tiene lugar sin hacer ru ido . Halo *in dtn. . r% y r a o ai n ia nieve, pero también al atraso en materia* d» !rAh«*». í a* ruido»** bocinas de los coches dom in an hoy la orque*ta rnid. idafia. iVrO en Moscú hay muy pocos coches*. Sólo se usa vi r n lo. e n t i e r r o » y la* bodas, y en urgentes funciones de gobierno . Por *up<«-*lo, de nuche encienden unas luces más potentes que la* p r r m i t ,d a * e n n i n g u n a otra gian ciudad. Y los faros avanzan de manera tai* « lar;* y d^a luin- brame que aquel que ha sido atrapado por r i lo , no *r a moverse

e su s,tío. Ante la puerta del Kremlin, .¡luiul.,» r . , , r , l „ , ,1« un» luz

z í ^ r * cen,r ias’ vist¡e»<i- ‘-o. .1., ... .<•> .r4rw„. to° ;:; ■ " ia ,,u : re^ la

'*»»«• *«■ a-sustan los caballos cíe' \ o X Z \ \ " V " ................... ^ *“

.........

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IMÁGENES QUE PIENSAN

sin pedir explicaciones, com o un p in to r que sueña m ientras qu? va haciendo sus esbozos. Dudé en tomar el vino. Era media botella de cas- 5i5. U n trozo de hielo nadaba en la copa. Pero el vino pronto se enten­dió de m anera excelente con m i droga. H abía elegido m i sitio p^ra gozar de la ventana abierta, a cuyo través podía m irar hacia la oscura plaza. Y cada vez que lo hacía com probaba que la plaza entera iba cam­biando con cada uno que entraba, como form ando para ella una figura que no tenía que ver con la m anera en la que la m ira esa persona, sino con esa clase de mirada que los grandes retratistas del siglo XVII extraen de una galería de columnas o de una ventana, según sea el carácter de quien hayan situado ante ella. Ya más tarde anoté al m irar hacia abajo: « D e siglo en siglo, las cosas se vuelven más extrañas».

Pero ahora he de hacer aquí una observación más general: la sole­dad que im plica esta embriaguez tiene sus aspectos negativos. Para 110 hablar más que de lo físico , en el bar del puerto se prod u jo un ins­tante en que una fuerte presión sobre el diafragm a se intentó aliviar con un zum bido. Tam bién es indudable que lo en verdad bello y con­vincente no se te despierta. P ero , p o r otra parte, la soledad actúa com o u n filtro . A sí, lo que escribes al día siguiente es más que una lista de im presiones; todo a lo largo de la noche, la embriaguez se dis­tingue con bellos bordes prism áticos respecto de la vida cotidiana; form a como una especie de figura y es más m em orable. Quizá puedo decir que se contrae y adopta la form a de una flo r.

Para irse acercando a los enigm as de la felicidad p o r embriaguez sería necesario reflex ion ar sobre el h ilo de A riad n a. ¡Q u é inmenso placer causa ir d esen rro llan d o 'u n a m araña! P lacer que tiene mucha relación tanto con el placer de la em briaguez com o con el de la crea­ción . A sí, cuando avanzamos, descubrim os los recodos de la caverna en la que nos vam os aden tran d o, pero adem ás sólo disfrutam os de esta felicidad de descubrir partiendo de la base de esa otra felicidad más rítm ica que consiste en el ir devanando un ovillo . Y esta firme certeza del ovillo que vamos ricam ente devanando, ¿no es la felicidad que se deriva de todo tipo de p rod uctiv id ad (o p o r lo m enos de la form ada en p ro sa)? C o n el hachís som os seres que gozamos de una prosa en su máxima potencia.

Más d ifíc il de abordar que lo an terio r es cierto sentim iento de felicidad que tenía después, en una plaza lateral de la G anebiére, en donde la Rué du Paradis va a desem bocar en u n ja rd ín . Por suerte,

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MOSCÚ

te* >ohtario$. Mmloi bando* d r cuervos se han posado en 1h nteve. Aquí I05 ojos cxtíui mí»i ocupa*lo* que lo que reclama a lo» oídos. I />* colores destacan sohrr rl blanco, y el j i rón más pequeño de color bri lia aJ aire libre. Sobre la jik-v* hay libros ilustrados; unos chinos ven­den artísticos abanico* de pMprl, y aún más a m e n u d o unas grandes cometas de papel c o m o prre* exótico*. Y es que todos los días se cele­bran fiestas infantiles». U n o s h o m b re s t i e n e n u n o s cestos llenos de juguetes de madera , r o m o coche» y palas; d ichos coches son rojos y amarillos, y las palas en c a m b i o amarillas o rojas. Todos estos objetos tallados y lab rados son máft senci llos y só lidos de los que se ven en Alemania; su o r igen campesino se hace aquí c laramente visible. U na mañana, al bordv de la calle, hay unas casitas n u n c a vistas, con b r i ­llantes ventanas y u n a valla pue«ta a l red ed o r : se t ra ta de jugue tes de madera del d e p a r t a m e n to de V lad im ir . Es decir: h a n llegado nuevas mercancías. Los artículos de p r im era necesidad, que acos tum bran ser siempre más b ien serios y sobrios, se vuelven más audaces destinados a la venta callejera. Un vend ed o r de cestas l lenas de todo t ipo de p r o ­ductos. de los que venden en Capr i en cualquier lado, u n o s cestos de asas con d ibujos cuadrado* r o m o a d o rn o , lleva en la p u n ta de su vara unas figuri llas cam pes inas de papel b r i l l a n te c o n p a ja r i to s de pape l bril lante e n su i n t e r io r . Pero a veces en cu en t ra s un papagayo b lanco de verdad. En 1« M iassm t /ka ia , d o n d e hay u n a m u j e r c o n diversos artículos de lencería , el ave esta en u n a bande ja o e n sus hombros. El pintoresco t ra s fo n d o que c o r r e s p o n d e a estos an im ales hay que bus­carlo ya en o t r o lugar , a saber , en el p u e s to del f o tó g ra fo . Bajo los calvos árboles de los espaciosos bulevares hay b io m b o s con palmeras, escaleras de m á rm o l y mares del sur . Y o tra cosa r e c u e rd a lo sureño: la variedad de la venta callejera. C r e m a para zapatos j u n t o a ar t ícu los de papeler ía , toallas di* m a n o s , t r i n e o s de j u g u e t e , los pequeños co lumpios para n iñ o s , piezas de l e n c e r ía f e m e n i n a , p e rc h a s y hasta pájaros disecados.. . todo se agolpa en la calle, c o m o si aquí la tempe­ratura no fuera de 25 grados bajo cero , s ino el p l e n o v e ran o n a p o l i ­tano. Se me hizo m u c h o t i e m p o m i s t e r i o s o u n h o m b r e q u e ante si tenía un g ran tab le ro to d o l leno de le tras. S u p u se q u e sería un a d i ­vino. Pero al lm conseguí observar lo en su t rá f ico . Vi cómo vend ía de repente dos letras y se las fi jaba al c o m p r a d o r e n ambos chanclos t-jmo sus iniciales. Luego, los anchos t r in eo s c o n sus tres cajones des­tinados a cacahuetes, avellanas y semitschky (pipas que , p o r o r d e n de los

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HACHÍS EN MARSELLA

encuentro en m i periódico la frase: « C o n la cuchara siempre hay <|iir tomar una m ism a p o rc ió n de re a lid ad » . U nas semanas antes, mióle esta otra frase de Johannes V . Jen sen , que dice algo en apariencia si mi lar: « R ich a rd era u n jo ven que poseía el sentido de ir percib iendo todo lo hom ogéneo del m u n d o » !33). Esta frase me había gustado mucho. Pero ahora me perm ite confrontar el sentido político-racio nal que tenía en principio para m í con el sentido nágico-individual de mi experiencia de ayer. M ientras la frase de J e n s e n para m í signil'iea que las cosas están absolutamente tecnificadas, completamente raeio nalizadas, y que hoy lo particu lar solam ente existe en los matices, el nuevo conocim iento ahora adqu irid o era totalm ente d iferente. Yo sólo percibía los matices, pero eran iguales. Me concentré en el a d o ­quinado que tenía ante m í, que gracias a una especie de pom ada con que yo iba pasando a través de él podía tam bién ser perfectam ente rl adoquinado de París. A m enudo se cita aquel «d ar piedras en lugar dr pan»*. Pero aquí estas p iedras eran el pan de m i fantasía, que dr pronto tenía ganas de probar com o de todos los lagares y países. Y , sin embargo, pensaba con orgullo en que estaba en M arsella borracho dr hachís, y en qué pocos quizá com partirían m i em briaguez de esa noche. Y en que no era capaz ya de tem er la desdicha futura, la soledad futura, porque en todo caso me quedaba el hachís. A hora de repente lo importante era la música de un local nocturno que estaba allí al lado y a la que yo había ido siguiendo. G . pasó ante mí en un coche de punto. Era visto y no visto, al igual que antes U . había salido de pronto de la sombra que arro jaban los barcos en la form a de un viejo vagabundo. Pero no había sólo conocidos. E n este estadio de ensim ism am iento pasaron a m i lado dos figuras —ladrones o granujas, qué sé yo— qur eran «D ante y Petrarca». «T odos los seres hum anos son h erm an os*. Com enzó así una cadena de pensam ientos que ya no sé com o sigue. Pero sé que su últim o eslabón era ya m ucho m enos banal que el pri mero, y tal vez conducía a las imágenes de algunos animales.

« B e rn a b é » , estaba escrito en un tranvía que se detuvo un m om ento ante el lugar en que estaba sentado. Pero la triste historio

33 Jo h a n n es V . Je n se n , Exotische KoveU en, B e rlín , 19 19 , págs. 4 .1-4 2 .* C fr . M ateo 7, 9. [N . del T .]

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i m Aoi n i s u u c p i e n s a n

.1. Mi i uiiIii * no me ]., recio un mal destino para un tranvía que avanza Luí tu ln | m - i ilcriu <lc .larsclla. Lo que pasaba en la puerta del salón de 11ii 111 i iii ni iiy I>on it > >. De vez en cuando salía de a llí u n chino vis- ii. m1.1 luiiiiiilonr.s de >;eda azul y chaqueta de seda color rosa brillante.I -,i . m el pol lero . Algunas chicas se dejaban ver, pero yo carecía de .1. i. - .i 1 ,1.1 muy divertido ver cóm o se acercaba un hom bre joven con ..... i i Imi ,i que llevaba un traje blanco y de pronto pensar: « E lla se le• n ni i io de la camisa, y él la recoge. V aya». A caricié la idea repentina ili i 'i!,ii me aquí sentado, en el centro del vicio , y la palabra «aq u í» ni i ,'ie refería a la ciudad, sino al pequeño rincón en donde estaba y en ¡■I que no pasaban muchas cosas. Pero todo sucedía de m anera que me• i>npiro la aparición, com o rozándom e con su varita mágica, sum er­giéndom e en ella enteramente com o dentro de un sueño. Y es que las per,so ñas y las cosas se suelen com portar en esas h oras com o esos monigotes de saúco que, en sus cajas de tapa de cristal, están envuel­to,•! en papel de estaño, y que, cuando se frota sobre el vidrio , se elec- ii r/.an y, a cada m ovim iento , adoptan re laciones m uy extrañas los unos con los otros.

I a música del local, cuyo volum en iba subiendo y bajando sin rr.-:;ir, me sonaba de m odo parecido a las escobillas de la música de /ii.;,;. I le olvidado ya pór qué razón me perm itía m arcar su ritm o con el pie. listo va en contra de m i educación , y sólo sucedió tras una míen,sa discusión in terior. H ubo m om entos en que la intensidad de l;i:¡ impresiones acústicas recibidas ocultaba todas las demás. Y , sobre l o d o en el pequeño bar, todo desaparecía de repente bajo el fuerte m id o de las voces, pero no de la calle. Y lo más p ecu liar de aquel m lenso ru ido de voces era que parecía con stitu ir u n dialecto. De repente, así los marselleses no me estaban hablando en u n francés lo ha.stante bueno. Se habían quedado reducidos al nivel del dialecto. El lenom eno de extrañam iento que hay aquí y que K rau s form uló con esia herm osa frase: « C u a n to más cerca m iras una palabra, de más lejo.s te m i r a » ^ parecía extenderse así a lo óptico. E n todo caso, en m edio de mis notas me encuentro con esta m uestra de sorpresa:

|< ¡ómo enfrentan las cosas la m irad a!» .

¡ | Kiirl K raus, Pro (lomo el mundo, Leipzig, 19 19 , pág. 16 4 .+ l'i <il>:il)l<'incntc B en jam ín esté aquí pensando más en el perso n aje de E l castillo de

hn lLi (|ur 110 en el apóstol. [N. del T . ]

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AL SOL

El ruido em pezó a d ism inuir cuando atravesé la Canebicrc y giré con. objeto de tom ar u n helado en un pequeño café del G ours B e l- sunce. Era un café que no quedaba lejos de aquel prim er café en que entré por la noche, en el cual de repente la am orosa felicidad que me causó la contem plación de unas franjas que iban ondeando sobre el viento me vino a convencer de que el hachís iba empezando a surtir su efecto. Guando ahora recuerdo aquel estado, me parece de p ron to que el hachís sabe an im ar a la naturaleza para que —con m enos ego­ísmo— nos entregue gustosa ese derroche de la propia existencia que el amor b ien conoce. S i cuando se está enam orado vem os que la exis­tencia pasa entre los dedos de la naturaleza com o monedas de oro que no puede agarrar y reten er y que deja que escapen para a d q u irir lo que acaba de nacer, ahora nos arroja a la existencia de m odo gratuito, a manos llenas, sin tener que esperar a cambio nada.

AL SOL[35]

En la isla hay hasta diecisiete tipos de higos, según dicen. Se debería conocer sus nom bres, se dice el hom bre que camina al sol. Y no sólo habría que haber visto todas esas hierbas y animales que le dan a la isla su rostro, con su o lor y su sonido, las estratificaciones de la montaña y los tipos de suelo, desde el am arillo p o lvorien to hasta el m arrón violeta, pasando p o r anchas capas de cinabrio, sino que, sobre lodo, sería preciso con ocer sus n om bres. Porque ¿n o es sin duda todo trozo de tierra ley para un encuentro irrepetible de animales y p lan­tas? ¿N o es todo topónim o una clave tras la que flora y fa una se reú­nen por prim era y tam bién últim a vez? E l campesino sabe descifrarla, conoce los nom bres. Pero el no es capaz de decir nada acerca de su sede. ¿L os nom bres lo vuelven tan p.arco en palabras? Entonces, ¿la copiosidad de la palabra sólo le corresponde a quien tiene el conoci­miento sin los nom bres, y la del silencio al que no tiene nada más que los nom bres?

Sin duda que qu ien p iensa tales cosas m ientras que cam ina no puede ser de aquí; si estando en su país sr ponía a pensar al aire libre,

;,:j Texto publicado en d iciem bre dr I en el Iwlnisclte /(filung.

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ya era de noche. Y de pronto recuerda con extrañeza el que pueblos enteros (los ju d íos, los indios o los m oros) hayan construido sus sis­temas dogm áticos bajo un Sol que a él casi parece proh ib irle pensar. Ese Sol que está ardiendo a sus espaldas. Ju n to a él la resina y el tom i­llo im p regn an todo el aire en el que él cree que se va a ahogar. U n abejorro choca con su oreja. A penas percib ió su cercanía, y el torbe­llin o del silencio ya se lo ha llevado. Revelación del m ensaje del verano, el m ensaje de tantísim os veranos, y sin haberse dado cuenta de ello: p o r prim era vez ahora su oído estaba enteram ente abie ito a él, pero de nuevo se in terru m p ió el contacto . E l sen d ero , ya casi im perceptible se ensancha de pron to ; las huellas llevan a una carbo­nera. Tras el vapor se encoge la m ontaña, a la que se dirigen las m ira­das de ese hom bre que asciende.

En su mejilla percibe ahora algo frío . Piensa que es una mosca y la golpea. Pero era tan sólo la prim era gota de sudor. La sed entonces no tarda en llegar. N o viene del paladar, sino del estómago. Desde ahí se difunde por el cuerpo y le enseña a ir bebiendo y absorviendo hasta el m enor hálito por todos los poros. Hace ya tiem po de que la camisa se haya escurrido de sus hom bros; y cuando vuelve a ponérsela para prote­gerse bien del Sol, se siente como envuelto en humedad. Sobre una pen­diente, los almendros arrojan su amplia sombra a los pies del tronco. Las almendras son la riqueza del país, es el fruto que m ejor les pagan a los campesinos. Además en esta época es también el único fruto maduro, y al caminar es agradable ir tocando las ramas. A la mano le es difícil sepa­rarse de las cáscaras después de deshuesadas; las conserva un rato, y des­pués las lanza a una corriente y les da algo de im pulso. E l fruto está m aduro, pero no por com pleto; su ju go está más fresco que después, cuando su piel es m arrón y ya no se desprende fácilm ente. Pero ahora tiene todavía el color del m arfil, como el queso de cabra y el corsé. Las alm endras saben a m arfil. Q uien ahora las tiene entre los dientes, de pronto oye el m urm ullo de una fuente en el denso follaje de la higuera. Los higos, que aún son verdes y duros, están aún metidos y encajados, casi apenas visibles, en los pequeños hom bros de las hojas. Ha llegado el instante en que sólo los árboles parecen estar vivos. En los pinos cantan las cigarras; su ruido resuena a través de los campos polvorientos, que una vez cosechados tienen la expresión torpe y varia de quien lo ha dado todo. Su última propiedad, la de la sombra, se encoge ahora a los pies de los montones de heno. Este es el tiempo de la recolección.

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AL SOL 369

Los bosques giran en torno de las cumbres, como si el rastrillo del verano los am ontonara abí de pronto. Entre el rastrojo hay sauces ais­lados; y su fo lla je reluce, negro y b lanco , igual que la plata. N o bay árbol más adornado y más esquivo, rico en soplos que apenas se p er­ciben. Pero uno de ellos, sin em bargo, llam a la atención del cam i­nante. A sí, recuerda el día en que sintió con un árbol. Por entonces tan sólo eran precisos la m u jer que él am aba - ella estaba tum bada sobre el césped, sin preocuparse de él—ju n to con su tristeza o su can­sancio. A poyó la espalda contra un tronco, y el árbol le enseñó lo que sentía. A cada vez que el árbol com enzaba a oscilar, él aprendía a ir cogiendo aire, y después a expulsarlo , cuando el tron co cobraba su firm eza. Se trataba del b ien cuidado tronco de un árbol de ja rd ín , y era en verdad inim aginable la vida de aquel que p uaiera aprender algo de ese árbol que, fron doso y abierto , se alzaba trip lem ente sobre el suelo para crear un m undo inexplorado en dirección a tres puntos del cielo. Pero n in gú n cam ino los reco rre . A h o ra , m ientras él sigue indeciso un cam ino que puede traicionarlo en cualquier instante, que ora parece convertirse en un sendero, ora ir a acabar ante una espesa barrera de espinas, de nuevo vuelve a ser dueñe de sí m ism o cuando las piedras se escalonan en terrazas y las hondas huellas de los carros indican que ahí cerca hay una granja.

Porque ningún ruido indica que haya cerca ningún pueblo. En su entorno parece irse extendiendo el silen cio que cae del m ediod ía. Pero ahora los campos se separan y aclaran para abrir el terreno a una segunda o tercera senda; y m ientras los m uros y las eras ya hacc tiempo que se han ido escondiendo tras cúpulas de tierra o de folla j<\ en m edio de los cam pos so litarios se presenta el cruce de cam ino* para crear un centro. N o de carreteras n i veredas o cam inos de ca/.n; su lugar se abre en este espacio donde, en m edio del campo, se cru/.im sim plem ente los caminos a través de los cuales, hace siglos, los labra dores, hom bres y m ujeres, com o sus h ijos y com o sus rebaños, van n trabajar de un campo a otro, de un prado a otro, de una a oda cu,su, y muy pocas veces de m anera que una noche no duerm an en su nisit. I I suelo ahí suena hueco, y el sonido que responde a cada paso n l i r n l » n

quien se encuentra de cam ino. Pues, con este sonido, la . so l rdnd vti poniendo el país a sus pies. C uando llega a un lugar que le rN |>n>|*| ció, él sabe que es ella quien se lo ha indicado; es la soledad ln <|in |( indica que utilice esta p iedra com o asiento, o aquella Im m l..... .

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i m A iíi n l :s q u e p i e n s a n

n iiiin iinlii <1....... (p on erse tlcl cansancio. Pero él se ha cansado< I c 111 un i ii * I < > n i i i i n ¡ -. ira que pueda detenerse, y m ientras p ierde el p o d e r , ' u ) 1 1 i c n u . s p i < ■ .s , que lo tran sportan dem asiado ráp id o , se ha d u d o < u e n l a * 1 <■ que su fantasía se ha desprend ido de él y, tom ando ¡ i|»<>y<> e n la pendiente que a lo lejos acom paña a su cam ino, empieza ;i d i . sparar . se p o r su cuenta. ¿Q u izá desplaza las rocas y las cum bres? ¿ ( ) apenas las roza, com o con un h álito ? Y , ¿n o deja p ied ra sobre piedra o lo respeta todo com o estaba?

T ie n en los hasic'im una sentencia referida al m undo venidero que dice sim plem ente lo siguiente: todo allí está dispuesto com o aquí. Tal com o es hoy nuestra h ab itación , así será en el m undo venidero ; donde nuestro h ijo duerm e ahora, dorm irá en el m undo venidero. La ropa que en este m undo nos vestim os la vestirem os en el mundo venidero. Todo será justo com o aquí, aunque será un poco diferente. A sí lo fija nuestra fantasía, que corre un velo sobre lo le jan o . Todo puede seguir tal com o estaba, pero ese velo ondea sobre el fondo y, m ientras tanto, todo se desplaza, im perceptiblem ente, bajo él.

Se producen cambios incesantes, y nada se m antiene o se disuelve. De ese tejido casi im perceptible de pronto se desprenden unos nom ­bres; unos que, sin palabras, van penetrando en el cam inante; m ien­tras que se form an en sus labios, él los reconoce, uno p o r uno. A pa­recen los nom bres; ¿d e qué le sirve ahora este pa isa je? C ruzan por una lejanía anónim a, pasan sin dejar huella. Los nom bres de las islas que se alzaban antes desde el m ar com o grupos de m árm ol, de las peñas m ellando el h orizon te , de las estrellas so rp ren d ién d o lo en el barco cuando iban ocupando su lugar en cuanto empezaba a oscure­cer. H an enm udecido las cigarras, la sed desaparece p o r com pleto, ha term inado el día. Pero desde abajo se oye algo. ¿S erá u n perro que ladra, unas piedras que caen o u n le jan o g r ito ? M ientras lo oyes, .liento, el racimo de las campanadas se reúne despacio en tu interior, un .sonido tras otro. M adura y crece dentro de tu sangre. U nos lirios11 < «reren en el rincón de los cactus. Pasa un coche a lo lejos entre oli­vo,-i y alm endros, pero sin hacer n ingún ru id o, y cuando las ruedas ya mc i-fH iiiiilen por detrás del fo lla je de los árboles, unas grandes muje- i. fi ;i< >1»i e li u i na na.s, con el rostro vuelto hacia el que m ira, aparecen11 • 11 ii 11111« .......... .. .se, sobre la tierra inm óvil.

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EL SOÑADOR EN SUS AUTORRETRATOS1'1'1

El nieto

Habíamos decidido visitar a la abuela. Fuim os en coche de punto. Ya era tarde. Por los cristales de la portezuela se veía la luz de algunas casas en el vie jo b arrio del O este. Y me d ije : « E s la luz de aquella é^ocG». Pero, poco después, una fachada blanca inacabada en m edio de un grupo de casas antiguas me record ó el presente. E l coche de punto atravesó la Potsdamstrafte p o r el cruce con la Steglitzstrafte. A l seguir su cam ino al otro lado, m e pregunté cóm o eran las cosas de antes, de cuando m i abuela aún vivía. ¿N o había todavía campanillas en el tiro del coche de caballos? Agucé mis oídos para averiguar si aún existían y las escuché. A l m ism o tiem po, el coche pareció com o si ya no rodara, sino que resbalara por la nieve. Había nieve en la calle. Las casas iban unidas p or arriba, con sus tejados de form as muy extrañas, y entre ellas tan sólo se veía un trocito de cielo. Adem ás se veían unas nubes parcialm ente cubiertas p o r los tejados y con una form a circu­lar. Pensé en señalar hacia esas nubes y me sorprendió al advertir que las llamaban « L u n a » . E n casa de la abuela resultó que habíamos tra­ído todo lo necesario para atendernos. E n una gran bandeja llevaban a lo largo del pasillo café y pasteles. Pero com prendí que la llevaban hacia el dorm itorio de la abuela, y me defraudó el com probar que ella no estuviera levantada. Fui a su dorm itorio , pues hacía ya mucho que no la veía. C uando entré, en la cama había una chica vestida de azul, pero su vestido no era nuevo. No estaba tapada, y parecía sentirse muy a gusto en aquella am plia cama. Salí y vi en el pasillo seis o incluso más camas de n iñ o , colocadas una ju n to a otra. E n cada una de ellas se sentaba un bebé vestido com o adulto. N o me quedó más rem edio que suponer que eran de la fam ilia. Esto me extrañó y me desperté.

El vidente

La parte alta de una gran ciudad. U n circo rom ano. Ya es de noche. Se celebra una rápida carrera de carros; y —según me dice una cons­

36 Re.njamin reun ió bajo este título en 19 3 2 diversos sueños, algunos de los cuales ya había publicado an teriorm en te . Intentó editar esta colección, pero al final no lo r -insiguió.

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372 IMÁGENES QUE PIENSAN

ciencia oscura— se trata de Cristo. La meta está en el centro de la ima­gen del sueño. Desde la plaza del circo, la colina desciende en pen­diente escarpada hacia la ciudad. A sus pies pasa ahora un tranvía dentro de cuyo últim o vagón veo vestida con el traje ro jo y chamus­cado de los condenados a una que conozco. E l tranvía se m arch ;, y ante m í de repente aparece su novio. Los satánicos rasgos de su ros­tro, indescriptiblem ente herm oso, están acompañados de una sonrisa tím ida. E l levanta las manos, en las que sostiene una varita, y diciendo de pronto las palabras «Y a sé yo que tú eres el profeta D aniel» me la rom pe contra m i cabeza. Y en ese instante me convierto en ciego. Bajam os ju n to s cruzando la ciudad; al poco tiem po llegam os a una calle en cuyo lado derecho hay unas casas, a la izquierda un gran des­cam pado y al fond o una puerta. Nos d irig im os entonces hacia ella. U n fantasma aparece de repente en la ventana de la planta baja de una casa que tenem os ahora a la derecha. Y nos va acom pañando por el in terior de cada casa. Atraviesa todas las paredes y siem pre se sitúa a la misma altura que nosotros. Veo todo esto, aunque soy ciego. Tengo la im presión de que m i amigo sufre bajo las m iradas del fantasma. Así que intercambiam os nuestros sitios: yo avanzo p o r el lado de las casas, y así lo protejo . A l alcanzar a la puerta, desperté.

El amante

A ndaba con mi novia p o r ahí; íbam os realizando juntam ente algo a m edio camino entre una escalada y un paseo, y ahora estábamos cerca de la cumbre. Extrañam ente, yo pensaba que esa cum bre era un largo palo que ascendía hacia el cielo, sobresaliendo p o r encima de la pared de roca. Pero cuando llegamos allí arriba, vi que no se trataba de una cum bre, sino de una meseta atravesada p o r una ancha carretera, ceñida de altas casas a ambos lados. Ya no íbam os a pie, sino en coche, juntam ente sentados en el asiento trasero, según creo ahora recordar; y es posible que el coche cam biara alguna ve* de d irección mientras fu im os en él. Me in clin é hacia m i am ada para besarla, pero ella entonces no me ofreció su boca, sino solam ente su m ejilla. Mientras la besaba me di cuenta de que era una m ejilla de m arfil, longuitudi- nalm onle atravesada p or unos surcos negros que me im presionaron por lo bellos.

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EL SOÑADOR EN SUS AUTORRETRATOS

El sabio

Me veo en los grandes almacenes W ertheim , ante una cajila que con tiene figuras de m adera, p o r ejem plo una oveja del estilo de los ani males que iban en el A rca de N o é . Pero esta oveja era más lisa y no estaba pintada. M e atrajo este ju gu ete . G uand o me lo enseño la dependienta, vi que estaba construido a la m anera de las placas mági cas que vien en en algunos de los ju eg o s de m agia: unas planchas pequeñas rodeadas p o r cintas de colores que se alinean unas ju n to a otras y que son ahora azules, ahora rojas, según vayas jugando con lns cintas. A l darm e cuenta de esto me gustó más aún el juego de madera. Pregunto a la dependienta p o r el p recio y me sorprende que cueste más de siete m arcos. De m anera que tengo que ren u n c iar a com prarlo, aunque m e resulta d ifíc il. G uand o me aparto, m i últim a mirada ve de pronto algo inesperado. La construcción ha cam biado. A hora la p lancha lisa es un p lano in c lin ad o , y a su fin a l hay una puerta. U n espejo la llena. E n este espejo veo lo que sucede sobre rl plano inclinado, que en realidad es una calle: dos niños corren por el lado izquierdo. A h í no hay nadie más. Todo esto por debajo del cris tal. Casas y n iñ os están coloreados. A sí que ya no puedo resistirm e; pago el precio y me llevo m i ju gu ete . Lu ego , a la tarde, se lo quiero enseñar a m is am igos. Pero en B e r lín hay d isturb ios. La m ultitud amenaza con asaltar el café en el que nos hem os reu n id o ; entonce* recorrem os m entalm ente los demás cafés, pero no hay n inguno q ue

parezca seguro. De m odo que nos vamos al desierto. A h í es de noche i montamos las tiendas; muy cerca de ellas hay unos leones. N o he olvi dado mi joya; se la que quiero enseñar a mis amigos, pase lo que pa.ie. Pero la ocasión no se presenta. Á frica nos fascina dem asiado; así <|ur me despierto u n poco antes de p oder contar el secreto que acabo de entender: los tres tiem pos en que el ju gu ete se despliega. Prim era plancha: esa calle de colores donde corren dos niños. Segunda plan cha: una m araña de finos y ajustados engranajes, ém bolos y cilindro*, rodillos y transm isiones, todo hecho de m adera y en una sola «uprrf'l cié, sin que haya n i gente n i ru idos. Y p o r últim o la tercera plnnehni el nuevo orden en la Rusia de los soviets.

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IMÁGENES QUE PIENSAN

El discreto

( lomo en el sueño sabía que en m uy poco tiem po me m archaría de Italia, me fu i de C apri basta Positano. C reía que parte de ese territo­rio está sólo a.1 alcance del que arrib a a una zona abandonada, a la derecha del em barcadero. E l lugar de m i sueño no tenía nada que ver con el lugar real. Subí campo a través por una pendiente larga y escar­pada, y llegué a una carretera abandonada que atravesaba un bosque de abetos tétrico y p o d rid o . C rucé la carretera y m iré hacia atrás. V i un corzo, una lieb re o algo parecido que co rría a lo largo de esta carretera, de izquierda a derecha. Y o iba en lín ea recta; sabía que Positano estaba lejos de esta soledad, hacia la izquierda, debajo del bosque. D i todavía unos pasos más y pude ver al f in la parte vieja y abandonada de ese pu eb lo : una plaza grande y cubierta de h ierba a cuya izquierda había una iglesia muy alta, hecha en estilo antiguo, y a cuya derecha se veía, p o r el lado más corto, una especie de capilla o baptisterio com o un nicho gigante. Tal vez algunos árboles estaban acotando aquel lugar. H abía en todo caso una verja de h ierro que rodeaba la plaza, sobre la cual am bos ed ific io s se m anten ían a una gran distancia. Me acerqué a la verja y vi un león dando saltos m orta­les sobre el centro , pero no se elevaba dem asiado del suelo . Y con h o rro r vi poco después un toro enorm e de cuernos gigantescos. En cuanto vi a ambos anim ales, salieron p o r u n agujero de la verja en el que no había reparado. Pero aparecieron al instante algunos sacerdo­tes, y ju n to a ellos vi a otras personas que se p u siero n en fila y a sus órdenes para hacer frente a aquellos anim ales, cuyo pelig ro parecía conjurado. Y después no recuerdo nada más, salvo que uno de aque­llos sacerdotes se situó ante m í y me preguntó si era d iscreto ; le con­testé que sí con voz sonora cuya serenidad me sorprendió aún estando sum ido en aquel sueño.

El cronista

El em perador va a ser ju/.gado. Pero hay sólo un estrado y una silla, y ante ella van interrogando a los testigos. E l testigo era ahora ju sta ­m ente una m ujer con su hija que iba explicando que el em perador la había arru inad o con su guerra. Para corroborarlo m ostró dos obje­tos, que eran todo lo que le quedaba. E l prim er objeto era una escoba

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SOMBRAS BREVES II

con im rabo muy largo; con ella lim piaba su casa la m ujer. E l segundo era una calavera. « E l em perador me ha hecho tan pobre —dijo ella de pronto— que no tengo otro recipiente en el que pueda darle de beber a mi h ija » .

SOMBRAS BREVES <ll>[37]

Signos secretos. Hay una frase de Schuler* que se nos ha ido tran sm i­tiendo oralm ente. A h í se dice que todo conocim iento ha de contener en su in terior alguna pizca de contrasentido, al igual que en la A n ti­güedad los dibujos de los tapices o los frisos se desviaban un poco en algún sitio respecto de su curso regular. D icho en otras palabras: lo decisivo no es el avanzar desde un conocim iento a otro, sino el saltar sobre cada uno. Ese salto es la marca de lo auténtico, lo que distingue al con ocim ien to de cu alquier m ercancía hecha en serie , sigu iendo algún patrón preexistente.

Una frase de Casanova. « E lla sab ía » , d ijo Casanova respecto a una alcahueta, « q u e no ten d ría la fuerza de m archarm e sin antes darle algo». U na frase extraña. ¿Q u é fuerza hacía falta para negar su paga a la alcahueta? O m ejor dicho: ¿en qué debilidad puede confiar ella en todo caso? Exclusivamente en la vergüenza. La alcahueta es venal, mas la vergüenza de su cliente no. Avergonzado, el cliente busca un escon­drijo, y al final encuentra el más oculto, a saber, el d inero . La in so ­lencia arro ja sobre la mesa la prim era m oneda, y la vergüenza añade cien para ocultarla.

El árbolj el lenguaje. Subí un terraplén y me tumbé bajo un árbol. E l árbol era un álamo o quizás un aliso. Pero, ¿p o r qué no me acuerdo de su especie? Porque, mientras miraba hacia el follaje siguiendo su com ­plejo m ovim iento, de repente el lenguaje, en m i in terio r, se vio tan conmovido, tan arrebatado por el árbol, que consumó en m i presencia,

37 Texto publicado en febrero de 1 9 3 3 en el Kólnische / jitu n g .

* A lfred Sch uler ( 18 6 5 - 19 2 3 ) . escritor alem án perteneciente al círculo de Stefan G eorge. [N . dei T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

una vez más, su siem pre antigua u n ión . Las ramas y la copa se mecían ahí, m editabundas, o se torcían negando; el fo llaje se defendía de repente de una violenta ráfaga de aire, temblaba ante e31a o bien iba a su encuentro ; el tronco en cambio se m ostraba b ien confiado sobre su base sólida; las hojas se hacían som bra, unas a otras. U n suave viento aportó música a esta boda y llevó por el mundo, tal como en un lenguaje m etafórico, a unos niños que ahora no tardaron demasiado en nacer.

El juego. A l igual que cu alquier otra pasión , el ju eg o se nos da a con ocer cuando la chispa salta en el ám bito corp oi al de uno a otro centro, moviliza ora un órgano, ora otro, y en él reúne y pone límites a la entera existencia. A h í está el plazo concedido a la derecha antes que caiga la bolita en la casilla. Pasa la m ano al modo de un avión que fuera sobrevolando las colum nas, d ifundiendo en sus surcos las dis­tintas semillas de las fichas. Dicho plazo lo anuncia aquel instante —el único que queda reservado al oído— en que la bola entra en el torbe­llino y el jugador escucha cómo la fortuna va afinando su oscuro con­trabajo. E n el juego, que habla a todos los sentidos, incluido al atávico de la clarividencia, tam bién le llega luego su turno a los ojos. Todas las cifras les van haciendo señas. Pero com o los ojos han olvidado el lenguaje de las señas, quienes confían en ellos se acaban al final extra­viando. A cam bio, ellos los que profesan la devoción más profunda p o r el ju eg o . Siem pre un rato más se queda ante ellos la apuesta que resulta fracasada. Pues el reglam ento los retien e, com o le pasa a un hom bre enam orado con el desafecto de su amada. E l ve la m ano de ella ahí, a su alcance, y no hace nada para su jetarla. E l ju eg o tiene apasionados seguidores que lo aman p o r sí m ism o, sin duda no por lo que les da. S i les quita todo, cargarán la culpa sobre sí y d irán : «H e ju gad o m a l» . Este am or ya contiene la rem u n eració n p ro p ia de su esfuerzo, de m odo que las pérdidas tam bién son entrañables porque les perm iten dem ostrar su capacidad de sacrificio. Perfecto caballero del azar fue el p rín c ip e de L ign e, que en los años posteriores a la caída de N ap oleón solía frecuen tar los clubs parisin os, haciéndose fam oso p o r la actitud con que aceptaba las pérdidas más graves: su m ano derecha, que había depositado sobre la mesa sus grandes apaes- tas, pendía laxamente, m ientras la m ano izquierda estaba inm óvil y se mantenía horizontal al in terior del chaleco, sobre el lado derecho de su torso. M ucho tiem po después, d ijo su ayuda de cámara que tenía

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SOMBRAS BREVES II

tres cicatrices en el pecho, la im pronta exacta de las uñas de- lies dedos que estaban siem pre ahí, apretados e inm óviles.

Lasimágenesj la lejanía. ¿L a potente a fic ió n p o r las im ágenes no .sí-

alim entará posiblem ente de una turbia oposición frente al saber? Yo contem plo el paisaje: el m ar está muy liso en la bahía; unos bosques ascienden, com o una in m óvil masa silenciosa hacia la cum bre del m onte; arrib a están las ru in as de un castillo , que llevan así varios siglos; el cielo resplandece despejado de nubes, con un azul eterno. Así es com o lo quiere el soñador. Q ue este m ar sube y baja en m illo nes de olas, que los grandes bosques se estremecen, a cada nuevo ins tante desde las raíces hasta la últim a hoja, que las piedras de la ruina del castillo con tin ú an cayendo sin cesar, que er> el cielo unos gases están luchando invisib lem ente antes de llegar a fo rm ar nubes: el soñador olvida todo esto para entregarse a las imágenes. E n ellas tiene sosiego, etern id ad . Cada ala de pájaro que lo roza, cada ráfaga de viento que lo estremece, cada cercanía que lo alcanza lo desmiente sin duda. Pero tam bién con cada lejan ía de nuevo vuelve a constru ir su sueño, que encuntra apoyo en cada pared de nubes y se enciende en cada ventana ilum inada. Y su sueño parece ser perfecto cuando logra quitarle a cada m ovim iento su aguijón , convertir la ráfaga de viento en un leve m urm ullo y las estampidas de los pájaros en las form as de una m igración. R ep rim ir la naturaleza de este m odo en un marco de pálidas im ágenes es sin duda el deseo del que sueña. Hechizarlas, lla ­mándolas de nuevo, ése es el talento del poeta.

Vivir sin dejar huellas. Guando penetras en la habitación burguesa de los años ochenta, la im presión más fuerte, pese a todo ese confort que tal vez aún irrad ie , es un « a q u í no se te ha perdido n ad a » . Y es que aquí no se te ha perdido nada porque aquí no hay n ingún rincón en el que el habitante del lugar no dejara sus huellas: en los estantes, con las figuritas; en los sillones blandos y acolchados, con las mantitas con sus in iciales; en las ventanas, m ediante las cortinas; en la chimenen, con su pantalla. U n a herm osa frase escrita p o r Brecht viene <lr repente en nuestro auxilio : « ¡B o r r a las huellas!»^38'. Pero es qur

38 Esta frase es el estrib illo del p rim er poem a que aparece en el Lesebuch fiir Sliiillrhrm ilitiri

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IMÁGENES QUE PIENSAN

nicnlt' com o el mal corredor, que no se halla instruido en el secreto de los m ovim ientos, flo jos o briosos, de sus m iem bros. Pero precisa­m ente p o r lo m ism o, nunca puede decir sobria y justam ente lo aue piensa. E l talento que es propio del buen escritor consiste en ofrecer a través de su estilo al pensam iento ese m ism o espectáculo que un cuerpo que esté b ien entrenado sin duda nos ofrece. Nunca dice más de lo pensado. Y p o r eso m ism o su escritura no es un beneficio para él m ism o, sino solamente para aquello que él quiere decir.

Un sueño

Los O .. . me m ostraban su casa en la India holandesa. La habitación en que me encontraba estaba enteram ente recubierta con madera oscura y causaba im presión de bienestar. Pero esto eva poco, me dije­ro n entonces m is an fitrio n es: lo realm ente adm irable era la vista desde el piso de arrib a . Pensé en la vista al m ar, que estaba cerca, y com encé a subir p o r la escalera. U na vez arriba, me situé ante la ven­tana y m iré hacia abajo. A n te mis o jos estaba la habitación cálida, enm aderada y agradable que acababa yo de abandonar.

N a rra c ió n j curación

El n iño está ahora enferm o. Su madre lo acuesta dentro de la cama y se sienta a su lado. Y empieza a contarle diversas historias. ¿Cóm o hay que entender esto? Lo vislum bré cuando N . me habló de la extraña fuerza curativa que poseen las m anos de su esposa. Me dijo de estas m anos: «Su s m ovim ientos eran expresivos. Pero no se podría descri­b ir su exp resió n ... E ra cual si contaran una h isto r ia » . La curación p o r la n arrac ió n la conocem os gracias a los « co n ju ro s de Merse- burg»*, que no sólo repiten la fórm ula de O dín , sino que cuentan los hechos sobre cuya base él m ism o la em pleó p o r vez prim era. Y tam­b ién es sabido que la narración que el en ferm o le hace al médico al principio de su tratamiento puede convertirse en el inicio del proceso de su curación. Surge así la cuestión de si la narración no formará el

* l o s Merscburger /¡jiubersprüche son dos fórm ulas m ágicas alem anas, ambas del siglo X,

publicadas p o r Ja co b G rim m en el 18 4 2 : una de ellas tiene p o r objeto liberar a un p reso ; y la otra, en cam bio, curar a u n caballo. [N . del T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

Llima correcto y la con d ición más favorable para la curar ion. Si m< sería curable en realidad toda enferm edad si pudiéram os avanzar lo suficiente —basta alcanzar la desem bocadura—por c’ río dr la nan a ción. Si tenem os en cuenta que el do lor es un dique, que sr opone al torrente de la narración , vemos claram ente que ese dique siem pre nc desmorona cuando el río tiene la potencia suficiente para arras! raí- al feliz mar del olvido todo lo que se encuentra en el camino. Las caririas le marcan un cauce a ese río.

Un sueño

Estoy en B erlín ; voy sentado en un coche en com pañía de dos chiras altamente equívocas. D e repente, el cielo se oscurece. « S o d o in a * ', dice ahora una señora de edad avanzada que lleva puesto un pequrrto gorro y que de p ro n to tam bién está en el coche. A sí llegam os a un» estación de ferro carril donde las vías salen hacia fuera. Se estaba cele­brando ahí un ju ic io en que las dos partes se encontraban sentadas en el suelo, directam ente en los adoquines, entre dos esquinas enfrenta­das. La enorm e Luna, muy descolorida, que apareció muy baja sobre el cielo, me pareció que sim bolizaba la ju stic ia . Luego me encontré formando parte de una reducida expedición que bajaba a lo largo dr una rampa, com o esa que tienen norm alm ente las estaciones de m er­cancías —pues aún seguía en el recinto fe rro v iario —. N os detuvim os frente a un riach u elo que iba d iscu rrien d o entre dos cintas hechas con láminas cóncavas de porcelana, las cuales a su vez iban flotando rn lugar de form ar la tierra firm e, cediendo bajo los pies como las boyas. No estoy seguro de que la segunda estuviera realm ente hecha de por celana. Me parece que era de cristal. E n todo caso, estaban recubiertas de flores, que salían a m odo de cebollas de unos recipientes de cristal, pero m ulticolores y con form a de esfera, chocando suavemente sobre el agua, de nuevo, com o boyas. En tré por u n instante en el parterre de flores de la fila que habla al otro lado, y al m ism o tiem po car vi­chaba lo que nos explicaba un funcionario de escaso nivel que nos ib» guiando. F inalm ente nos d ijo que en ese reguero se iban a lirar Ion suicidas, los pobres que no tienen otra cosa que una pequeña llor que colocan p ren did a entre sus dientes. La luz caía ahora d iferíam e ni r encima de las flo res. Se pod ría pensar que el río era una rsp rr ir dr A queronte, pero en el sueño no había nada de esio. Entonre-i mr

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IM ÁüENtS UUE PIENSAN

ili|< i o n i l o m h I r m a que apoyar el p ie para volver a las prim eras 1 1111111 . I.11 p o r c e l a n a era blanca y estriada. M ientras que seguíamos liiiMuiulo, s a i n a o s de las profundidades de la estación. Señalé el raro dibujo roufori.vado p o r los azulejos que teníam os aún bajo los pies, ijiic m- podían fácilm ente utilizar para rod ar allí una película. Pero los « l emas iu> dcsc. ban que se hablara tan públicam ente de aquellos p ro ­y e c t o s . De repente se nos acercó p o r el cam ino hacia abajo un chico h arapiento. Lo d e jaro n pasar tran qu ilam en te, y yo busqué fe b ril­mente en mis bo lsillos para ver si encontraba una m oneda, una de cinco marcos; pero no la encontré. C uando finalm ente nos cruzamos con él —porqu e no se detuvo—, le di una m oneda más pequeña y a continuación me desperté.

La «Nueva Comunidad» *

He leído Fiesta d e la paz, y tam bién Hombres solitarios**. Veo que la gente se portaba m uy groseram ente en Fried rich sh agen . P ero , tan p u e r il­mente parecen haberse portado las personas en el seno de la «Nueva C o m u n id ad » de B ru n o W ille y Bolsche, que dio m ucho que hablar durante la juventud de G erhart H auptm ann. E l lector actual se pre­gunta quizá si pertenece a u n nuevo lin a je de espartanos, pues sin duda posee m ayor y más estricta d isc ip lin a . Jo h an n es Vockerath, el patrono, es una bestia que H auptm ann nos presenta con gran simpa­tía. La indiscreción y la mala educación parecen ser el m ism o presu­puesto de este heroísm o dram ático. Pero en realidad tal presupuesto no es otra cosa que m era en ferm ed ad . A q u í, com o en Ibsen, sus num erosas variedades son pseud ónim os de la en ferm ed ad que fue propia del cambio de siglo, es decir, el llam ado mal dusiécle. Entre esos bohem ios chapuceros, com o lo son B rau n y el pastor Scholz, el a n h e l o de libertad era muy fuerte . P o r otra parte se d iría que ocu­p a r s e intensamente del arte y la cuestión social es lo que los ha hecho

,1, I " N urni ( !i umniidnd fue una com una an arco -co m u n ista que existió en Berlín....... i ■ I* *■-’ y 1 ’ )< *-1-• Surgió a partir del C írcu lo de Poetas de Friedrichshagen, queI " 1 11n i• l,i<111 ii el iH«)0 por G erh art H auptm ann ( 18 6 2 - 19 4 6 ) , B ru n o Wille ( 1 í • > i') "fll 1 VVil lulm llnlsr.he ( 1 8 6 1 - 1 9 3 9 ) , entre otros autores. [ N. del T . ]

+* /1 ir./. ni/rW v I ni...Mi<- M n iv lin i. dos obras de teatro de G erh art H auptm an n. [N . d e lT .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

enferm ar de ese m od o. D ich o en otras palabras: la enferm edad <\s aquí u n em blem a social, com o en la A n tigü ed ad fue la locu ra . Los enfermos poseen un conocim iento peculiar del estado social. En ellos la desmesura se transform a en un certero olfato de la cargada atm ós­fera en la cual viven inm ersos sus contem poráneos. A lgo que puede llamarse nerviosism o cubre la zona de tal transform ación. Los nervios son com o hilos inspirados, al igual que esas fibras que hacia 19 0 0 se extendían por el m obiliario y p o r las fachadas de las casas, com o re ju ­venecim ientos insatisfechos y bahías nostálgicas. E l art nouveau veía la m oderna figu ra del b ohem io com o encarnada en una D afn e, que, por efecto de la persecución, se ha visto transform ada de repente en un haz com plejo de fibras nerviosas puestas p o r com pleto al descu­b ierto, que se estrem ecen tensas sobre el aire en el que se mueve el tiem po-ahora.

Rosquilla, pluma, pausa, lamento, fruslería

Estas cinco palabras inconexas son el punto de partida para un juego que era muy apreciado durante el Biederm eier*. H abía que conectar­las entre sí, mas sin cam biar su o rd en . Y , cuanto más corta era la frase, cuantos menos mom entos m ediadores contenía en su seno, más interés el de la solución. E n el caso concreto de los n iños, este juego conduce a algunos bellísim os hallazgos. Porque para ellos las palabras todavía son unas cavernas entre las que con ocen extrañas vías de comunicación. Pero demos la vuelta a dicho ju ego : m irem os pues una frase dada como si estuviera construida de acuerdo con la regla de este juego. A sí, de golpe, tiene que a d q u irir un aspecto extraño y exci­tante. Esto m ism o sucede en parte en todo acto de lectura. N o sólo el pueblo lee así novelas —p o r causa de los nom bres o de las fórm ulas que el texto les presenta—, sino que tam bién el hom bre culto está al acecho de ciertos giros y palabras, y el sentido ahí sólo es el fond o donde se alza ia som bra que ellos mismos arrojan, como las figuras en

* D en tro de la h istoria cultural de A lem an ia se den om in a despectivam ente « B ie d e r ­m eier» al perío d o com prendid o entre los años 18 15 y 18 4 8 , que en la h istoria política corresponde al perio d o de la Restauración . Frente a los excesos que son p rop io s de la época rom ántica y revolucionaria an terior, la época B iederm eier cl;i b oro en su con jun to un arte, una literatura y un estilo de vida m oderados, y t;m id ílicos com o onvencionales. [N . del T .]

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IMÁGENES QUE PIENSAN

relieve. I'.slo se ve claramente en esos textos que se dicen «sagrados». MI e n m e n i a rio puesto a su servicio va extrayendo palacras de ese texto (al como si hubieran sido puestas de acuerdo con las reglas de ese juego y para ser descubiertas. Y realm ente las frases que los niños van for­mando en el juego a partir de las palabras elegidas tienen más paren­tesco con las palabras propias de los textos sagrados que con la lengua coloquial de los adultos. H e aquí un buen ejem plo que muestra cómo conecta las palabras arriba mencionadas un niño que tenía doce años: « E l tiem po se agita com o una rosquilla todo a lo largo de la natura­leza. La plum a pinta el paisaje y se prod uce una pausa que la lluvia rellena. Y se oye un lam ento, porque no hay ninguna fruslería».

UNA VEZ NO ES NINGUNA VEZ[4l]

A l escribir te detienes una y otra vez en un bello pasaje que te ha que­dado algo m ejor que los otros y tras el cual no sabes cómo debes seguir. A lgo ahí no va bien. Gom o si hubiera un éxito malvado o estéril, y que fuera preciso conocerlo para com pren d er en qué consiste el éxito correcto. En el fondo se trata de dos lemas totalmente contrapuestos: de «u n a vez p o r todas» y que « u n a vez no es n ad a» . Naturalmente, hay casos en que conviene el « u n a vez p o r to d as» : en el juego, en el examen, en el duelo. Pero no en el trabajo, que reivindica el «una voz no es nad a» , que « u n a vez no es n inguna vez» . Por cierto que no es cosa de cualquiera el llegar al fondo de las prácticas y las actividades en que este saber echa raíces. Trotski lo hizo en aquellas frases con que recuerda el trabajo de su padre en el cam po: « M e quedo mirándolo sin quitarle ojo. Va moviendo los brazos sin realizar el m enor esfuerzo, cual si no trabajase, com o si se dispusiera a trabajar tan sólo suave­m ente, y a cada vez da un pasito corto, com o tentando el suelo, bus­cando el sitio en donde pisar. Se ve que siega con gran facilidad y sin la m enor ostentación, y aunque no posea la seguridad de movimientos del segador, el corte lo hace siem pre igualado y ceñido; el campo va quedando bien raspado y la mies va form ando un m ontón que se alza perfilado a su izquierda»*. A sí se com porta el hom bre experimentado

41 T cxlo publicado en febrero de 1934- dentro de la revista D er ójfíntliche Dienst.

* I .con I Vol.sky, M i vida, A lgo r ta: Z ero , 1972 , P^g- 8 9 . [N . d e lT .]

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LA BELLEZA DEL ESTREMECIMIENTO 385

que ha aprendido a empezar de nuevo cada día, de nuevo a cada golpe de guadaña. E l experim entado no se para en aquello que ha hecho, que se va disipando entre sus m anos y no le deja huella. Sólo estas manos saben hacer frente, jugando, a lo que se hace más difícil, p o r­que son cuidadosas con lo fácil. «Nejam aisprofiter de Velan acquis» , nos dice Gide*, uno de los actuales escritores en los que son más raros, más escasos, los «pasajes herm osos».

LA BELLEZA DEL ESTREMECIMIENTO14

Es 14 de ju lio , y desde el S a c ré -G o e u r las luces de bengala cubren todo M ontm artre. A rde el horizonte tras el Sena. Los cohetes ascien­den y se apagan sobre la am plia planicie. Y decenas de miles de perso­nas se agolpan reun idas en la brusca p en d ien te para con tem plar elespectáculo. U n intenso m u rm u llo sacude sin cesar la m ultitud , al i. ’

igual que los pliegues cuando el viento ju eg a con tu abrigo. Si escu­chas estando más atento, oirás otra cosa que la expectativa del cohete. ¿Quizás esta enorm e m ultitud apática no estará esperando una des­gracia que sea, al fin , lo bastante grande com o para sacar de su ten ­sión de repente una chispa? ¿N o estará esperando algún incendio, o quizás el fin del m undo, quizás alguna cosa que transform e el sedoso m urm ullo de m il voces en un solo grito , al igual que una ráfaga de viento nos descubre el fo rro del abrigo? Pues el agudo grito de pavor, el que produce el pánico, viene a ser el reverso de las fiestas de masas. El ligero escalofrío que recorre innum erables hom bros lo desea. Pues para la existencia p rofu n da e inconsciente de la masa, las fiestas y los fuegos son un ju eg o que le ayuda sin duda a prepararse para el in s­tante exacto en que se volverá m ayor de edad, a la h ora en que el pánico y la fiesta, cual dos herm anos que se reconocen tras estar sepa­rados mucho tiem po, se abrazarán al fin , en el m om ento revolucio­nario. C o n razón se celebra pues en Fran cia el 14 de ju lio de este modo.

42 Texto publicado en ab ril de 1934 den tro de la revista D er ójfentliche Diensl.* « N o aprovecharse nunca del im pulso a d q u irid o » (A ndré G ide, Journaldcsf<nt\ mhhi

nayeurs, París, 19 2 9 , pág. 8 9 ). [N . del T .]

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UNA VEZ AÚN[43]

Me encontraba en u n sueño en el colegio ru ra l de H aubinda, en donde crecí*. E l ed ificio quedaba a mis espaldas, y yo iba por el bos­que, que estaba desierto p o r com pleto , eñ d irecció n a Streufdorf. Pero ya no era. ese lu gar en el que el bosque acaba en la planicie, d on d e aparece el paisaje con el pueblo y la cum bre de Strauíhaim , sino que al subir a una colina p o r una suave pendiente, al otro lado caía de repente de m anera casi vertical; así, desde la altura, a través de un óvalo form ado por las amplias copas de los árboles, vi de pronto el paisaje, com o en un vie jo m arco para p resen tar fotografías, de madera de ébano. No se parecía en absoluto al paisaje real. Ju n to a un dilatado río azul estaba Scb leusingen , que suele estar m uy lejos, así que no sabia ya si eso seguía siendo Scbleusingen o si no sería G lei- cherw iesen. Todo aparecía ante m i vista com o bañado en colores, p ero dom inaba un co lo r negro muy húm edo y pesado, como si la im agen fuera el campo que hubieran estado roturando con dolor en el sueño, donde habían sem brado las sem illas conten iend o mi vida posterior.

PEQUEÑAS J0YAS[44]

Escribir bien

El que es buen escritor nunca dice más de lo que piensa. Y esto es muy im portante. Pues el decir no es sólo.darle su expresión al pensa­m iento, sino otorgarle su realización. Y así, cam inar no es ya tan sólo rxpresión del deseo de alcanzar una meta, sino su propia realización. De qué tipo concreto sea la realización de que se trata, si le hará jus- I icia estrictamente a la meta fijada o se perderá en la exuberancia del

depende ya del entrenam iento de aquel que se encuentra de i . i i m í i u ) . Y cuanto más d iscip linada sea y más evite la realización de

I I !'• 11 |*i ni 111 n ip .a publicó este texto.I | !'■ 11 |ii ni 111 m mea publicó este texto.’ I ni iinlrj'M rui:il<-.s>> (Landeserziehungsheime) eran cierto tipo de internados que creó

• I............... I " ' ' I i nales del siglo XIX y p r in c ip io s del siglo XX con la intención de........ . i I ' i' : ■ M.'itrma educativo alem án. [N . del T .]

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P L U U L N A 'j JOYA!.

movimientos que sean tambaleantes y s u p e r f i n o , s , imíis .se s.il i.nIhin IimI.i

actitud corporal consigo misma, com o más adecuado s c i í i lam luni .mi

uso. Porque al m al escritor se le ocurren siem pre muchas r o s a s , y sr entrega a ellas justam ente com o el mal corredor, que no se halla ¡un truido en el secreto de los m ovim ientos, flo jos o briosos, d e si in

m iembros. Pero precisam ente p o r lo m ism o, nunca puede decir sobria y justam ente lo que piensa. E l talento que es propio del buen escritor consiste en o frecer a través de su estilo al pensam iento ese mismo espectáculo que un cuerpo que esté b ien entrenado sin duda nos ofrece. Nunca dice más de lo pensado. Y p o r eso mismo su escri­tura no es un b enefic io para él m ism o, sino solam ente para aquello que él quiere decir.

Leer novelas

No todos loy libros se leen igual. Por ejem plo, las novelas sólo existen para ser devoradas. Leerlas es p o r tanto un placer de ingestión. Pero esto nada tiene que ver con la em patia. E l lector no se pone en el lugar del h éroe, sino que in g iere lo que le sucede. La analogía más clara con esto es la presentación apetitosa con la cual un plato n u tri­tivo llega hasta la mesa. C iertam ente, existe un alim ento crudo de la experiencia —al igual que existe un alim ento crudo del estómago—: la experiencia hecha en carne p ro p ia . Pero el arte que prod uce la novela, al igual que el de la cocina, com ienza más allá de lo que es la materia prim a. ¡Y cuántas de las sustancias nutritivas son indigestas en estado crudo! ¡Cuántas diferentes experiencias son aconsejables en los libros, pero no para hacerlas! Leerlas siem pre viene b ien a alguien que se hundiría p o r com pleto al tener que sufrirlas in natura. S i existe la musa de la novela —la décim a musa—, su em blem a será un hada cocinera, que eleva al m undo del estado crudo para sacarle el gusto al producir en él lo com estible. Y tam bién p o r eso puede leerse el periódico fácilm ente m ientras que se come, pero no leer una novela. Son tareas del todo incom patibles.

El arte de narrar

Cada mañana que llega nos in form a de las novedades que suceden en el m undo. Pero som os pobres sin em bargo en historias que tengan

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388 IMÁGENES QUE PIENSAN

interés. ¿A qué se debe esto? A que ya no llegan a nosotros aconteci­m ientos que no estén entrem ezclados con explicaciones. Dicho en otras palabras: casi nada de cuanto nos sucede b en efic ia a la narra­ción; casi todo es inform ativo. La mitad del arte de la narración con­siste en liberar alguna historia de explicaciones al reproducirla . Los antiguos eran maestros en hacerlo, ante todo H erodoto . En el capí­tulo catorce del libro tercero de sus Historias encontram os la historia de Psam m ético. Guando este rey de Egipto resultó derrotado y capturado p o r Cam bises, que era el rey de Persia, éste hizo el intento de hum i­llarlo . Gambises ordenó pues que Psam mético se situara en la calle a través de la cual iba a pasar el desfile de la victoria sobre él. Y además se encargó de que el p rision ero viera pasar a su prop ia h ija cuando, com o sirvienta, iba a llevar un cántaro a la fuente. M ientras que los egipcios sollozaban teniendo que contem plar este espectáculo, Psam­m ético siguió m udo e in m óvil, con los ojos clavados en el suelo. Y cuando vio a su h ijo conducido hacia la e jecución , perm aneció del m ismo modo inm óvil. Pero cuando, entre los prisioneros, reconoció a uno de sus sirvientes, que era un hom bre viejo y m iserable, se gol­peó la cabeza con los puños y m anifestó una gran tristeza. La historia nos perm ite com prender en qué consiste una verdadera narración. La in form ación tiene un interés exclusivamente en el instante en que del todo es nueva. E lla vive tan sólo en ese instante, se entrega a él por com pleto y se explica sin pérd id a de tiem po. P or el contrario, la n arració n nunca se entrega. C en tra sus fuerzas en el interior, y m ucho tiem po después aún sigue siendo capaz de desplegarse. Así volvió M ontaigne a la narración del rey de Egipto y se preguntó por qué el rey no se lam enta hasta que p o r fin ve a su sirviente. Y M on­taigne se responde: «Estando de antem ano lleno e inundado de tris­teza, la m enor sobrecarga rom pió los límites de su padecer»"'. De ese m odo se puede en ten der esta h istoria . Pero aún deja espacio para explicaciones d iferentes. C u alq u iera puede acceder a conocerlas planteando la pregunta de M ontaigne en el círcu lo que form an sus am igos. Por ejem plo, dijo uno de los m íos: « A l rey no le conmueve el destino de los de su fam ilia, p o r cuanto se trata de su propio des-

* M iclicl di- M ontaigne, Ensayos, trad. M a D . Picazo y A . M on tajo , M adrid : Cátedra, vol. I, |i;íjr. 4 4 (lib ro prim ero , capítulo II) . [N . del T .]

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PEQUEÑAS JOYAS

tin o » . O tro resp on d ió : « S o b re un escenario n cs conm ueven sin duda muchas cosas que nada nos conm ueven en la vida, y ese sirviente era para el rey solam ente u n a c to r» . A ñ ad ió un tercero : « E l d o lo r mayor se enquista siem pre, y no se m anifiesta hasta que llega la re la­jación. La visión del sirviente hizo ese e fecto » . Y dijo un cuarto: « S i esta historia tuviera lugar hoy, todos los periódicos dirían que Psam - mético amaba m ucho más a su siervo que a sus h ijo s» . Lo seguro es que hoy un periodista lo daría explicado de inm ediato. H erodoto no nos da una explicación . H ace un relato com pletam ente seco. Y p o r eso esta historia situada en el antiguo Egipto sigue siendo capaz, varios m ilenios después de sucedida, de provocar asom bro y re flex ió n . Se parece así a las sem illas que han estado encerradas b ien h erm ética­mente durante m iles de años en las salas que guardan las p irám ides, de modo que con ello han conservado hasta el día de hoy su capacidad de germ inar.

Tras ¡a consumación

Se ha pensado a m enudo la génesis de las grandes obras a través de la imagen del n acim ien to . Esta im agen, que es dialéctica, abraza ese proceso p o r dos lados. U n o tiene que ver directam ente con la co n ­cepción creativa y con ciern e en el genio a lo fem enino. Es lo fem e­nino que se agota con la consum ación . Da vida a la obra y m uere luego. Lo que en el maestro m uere con la creación ya consumada es la parte en él en que la creación fue concebida. Mas la consum ación de cualquier obra —y esto nos conduce de inm ediato hasta el otro lado del proceso— no es nunca algo m uerto. Y no es accesible desde fuera; por eso, el p u lir y co rreg ir no sirve aquí de nada. La consum ación tiene lugar al in terior de la propia obra. Y también aquí se habla, aún una vez más, de nacim iento : en su consum ación h creación va a dar dé nuevo a luz al creador. Y no de acuerdo con su fem inidad, aquella por la cual fue concebido, sino por su elem ento m asculino. Satisfe­cho y feliz, el creador deja así atrás a la naturaleza, dado que esta exis­tencia, esa que él recibió por vez prim era desde las tinieblas más p ro ­fundas de su seno m atern o , va a debérsela ahora a otro re in o más claro y lum inoso. Porque su patria nunca es el lugar en donde naciera el creador; el creador viene al m undo justam ente en donde está su patria. Es el prim ogénito m asculino de la obra que un día concibiera.