benedicto xvi habla sobre el vaticano ii - antología de textos

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El Vaticano II, a cincuenta años de su inauguración, sigue dando que hablar. Y la maraña de las opiniones sobre su verdadero alcance hacen difícil la comprensión adecuada de ese acontecimiento eclesial, uno de los más importantes del siglo XX.Ríos de tinta corrieron para referirse a él... Y en esa descomunal producción bibliográfica han quedado sedimentadas algunas preguntas cruciales: ¿hay una Iglesia “preconciliar” y otra “posconciliar”?; el Vaticano II ¿se lee en “continuidad”, o en “discontinuidad y ruptura”, o en “contraposición” con la Doctrina bimilenaria de la Iglesia?; ¿su “letra” y su “espíritu” concuerdan?; ¿cómo debe entenderse la llamada “apertura al mundo”? Estos son, ciertamente, algunos de los interrogantes más repetidos desde los años sesenta hasta nuestros días. Para advertir todo lo que está en juego, hemos seleccionado siete textos donde “Benedicto XVI habla sobre el Vaticano II” y que ponen blanco sobre negro respecto de su correcta y necesaria comprensión. Sus palabras son, de alguna manera, una respuesta a aquellas preguntas.Así y todo, es probable que todavía falte mucho para afianzar este valiosísimo trabajo hermenéutico iniciado por el gran Papa Alemán. Pero su luminoso Magisterio es un signo de esperanza en la tarea emprendida y un gran aliento para la que todavía falta. Confiemos. Christus Vincit!Cristian Rodríguez IglesiasMar del Plata - Argentina

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-Antología de Textos-

Benedicto XVI habla sobre el

Vaticano II

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Benedicto XVI habla sobre el

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Índice

A Modo de Introducción..................................................................

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1.- Hacia una Hermenéutica Correcta del Concilio Vaticano II.......... Discurso con Ocasión de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana (2005)

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2.- La Eclesiología en la Letra y el Espíritu del Vaticano II................................................................................... Discurso durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma (2009)

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3.- El Vaticano II y la Doctrina Perenne de la Iglesia.......................... Audiencia General (2012)

14

4.- Realizar el Vaticano II en su Verdadero Sentido............................. Homilía en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe (2012)

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5.- Con Sobria Alegría Festejamos el Cincuentenario del Vaticano II................................................................................... Jornada Conmemorativa del 50º Aniversario del Inicio del Vaticano II (2012)

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6.- “Aggiornamento” no Significa Ruptura con la Tradición.............. Discurso a un Grupo de Obispos que Participaron en el Vaticano II (2012)

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7.- El Vaticano II Real y el Virtual........................................................ Discurso a los Párrocos y al Clero de Roma (2013)

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Aclaración: todos los textos aquí reproducidos fueron tomados del sitio oficial de la Santa Sede,

www.vatican.va, versión en Español.

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A Modo de Introducción

El Vaticano II, a cincuenta años de su inauguración, sigue dando

que hablar. Y la maraña de las opiniones sobre su verdadero alcance

hacen difícil la comprensión adecuada de ese acontecimiento eclesial, uno

de los más importantes del siglo XX.

Ríos de tinta corrieron para referirse a él... Y en esa descomunal

producción bibliográfica han quedado sedimentadas algunas preguntas

cruciales: ¿hay una Iglesia “preconciliar” y otra “posconciliar”?; el

Vaticano II ¿se lee en “continuidad”, o en “discontinuidad y ruptura”, o

en “contraposición” con la Doctrina bimilenaria de la Iglesia?; ¿su

“letra” y su “espíritu” concuerdan?; ¿cómo debe entenderse la llamada

“apertura al mundo”? Estos son, ciertamente, algunos de los interrogantes

más repetidos desde los años sesenta hasta nuestros días.

Para advertir todo lo que está en juego, hemos seleccionado siete

textos donde “Benedicto XVI habla sobre el Vaticano II” y que ponen

blanco sobre negro respecto de su correcta y necesaria comprensión. Sus

palabras son, de alguna manera, una respuesta a aquellas preguntas.

Así y todo, es probable que todavía falte mucho para afianzar este

valiosísimo trabajo hermenéutico iniciado por el gran Papa Alemán. Pero

su luminoso Magisterio es un signo de esperanza en la tarea emprendida y

un gran aliento para la que todavía falta.

Confiemos. Christus Vincit!

Cristian Rodríguez Iglesias Mar del Plata - Argentina

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Benedicto XVI habla sobre el

Vaticano II -Antología de Textos-

.- Hacia una Hermenéutica Correcta del Concilio Vaticano II Discurso con Ocasión de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana (2005)

«El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera

reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio

Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha

sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la

recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente

o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del

Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos

aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san

Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del

concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la

tempestad, diciendo entre otras cosas: ―El grito ronco de los que por la

discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido

confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia,

tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe...‖ (De

Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos

aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del

posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.

Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de

la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien,

todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos

hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y

aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se

han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha

entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero

cada vez más visible, ha dado y da frutos.

Por una parte existe una interpretación que podría llamar ―hermenéutica de

la discontinuidad y de la ruptura‖; a menudo ha contado con la simpatía de

los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna.

Por otra parte, está la ―hermenéutica de la reforma‖, de la renovación

dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado;

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es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo

siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una

ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los

textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del

espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales,

para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando

muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se

reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo

nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el

verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos

sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo

reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su

novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos,

dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más

profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería

preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta

sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja

espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la

naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como

una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución

antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una

autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de

esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir. Los

padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie

podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor

y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y,

partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el

tiempo y el tiempo mismo.

Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del

don del Señor. Son ―administradores de los misterios de Dios‖ (1 Co 4, 1),

y como tales deben ser ―fieles y prudentes‖ (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa

que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no

quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final,

pueda decir al administrador: ―Puesto que has sido fiel en lo poco, te

pondré al frente de lo mucho‖ (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas

parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta

al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio

la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

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A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la

reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso

de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI

en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar

solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que

esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el

Concilio ―quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin

atenuaciones ni deformaciones‖, y prosigue: ―Nuestra tarea no es

únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan

sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin

temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta

doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente

obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro

tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades

que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se

enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y

significado‖ (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos.

Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada

verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con

ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de

una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la

reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el

programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como

es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta

interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del

Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos.

Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es

más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años

cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse

lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra

realizada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también

una motivación específica por la cual una hermenéutica de la

discontinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el

hombre, que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de

modo especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la

relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo

actual, por otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más

clara si en lugar del término genérico ―mundo actual‖ elegimos otro más

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preciso: el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la

Iglesia y la edad moderna...

Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado

tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era

necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias

modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino

también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método

histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de

la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las

sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que

la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la

Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias

religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo

imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia

ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su

religión.

En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el

problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva

definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En

particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en

general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil,

resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la

Iglesia y la fe de Israel.

Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la

segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más

ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos

sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger

una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se

había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las

debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus

exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los

principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en

diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este

proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más

concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas

contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de

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interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes

también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada

en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas

decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero,

permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.

En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que

dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así,

las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las

formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo,

si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del

hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en

canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad

social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero

sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el

hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese

conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.

Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de

religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más

aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede

imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante

un proceso de convicción.

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre

la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de

nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente

de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús

mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los

mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los

responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2,

2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a

adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires

de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado

en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de

conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que

ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la

gracia de Dios, en libertad de conciencia.

Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su

mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor

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de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para

todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con

ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les

lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta

con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se

promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de

la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o

incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente

discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera

identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma

Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos;

prosigue ―su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los

consuelos de Dios‖, anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf.

Lumen gentium, 8).

Quienes esperaban que con este ―sí‖ fundamental a la edad moderna todas

las tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo

transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones

interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían

subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos

los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para

el camino del hombre.

Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del

hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al

contrario, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo

demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo

un ―signo de contradicción‖ (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo

II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que

predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.

El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del

Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio,

no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas,

para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su

grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que

de un modo muy impreciso se ha presentado como ―apertura al mundo‖,

pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y

la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas. La situación

que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a

acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta,

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exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-

logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto

significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la

cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de

distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única

razón dada por Dios.

Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el

pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval

formada en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de

entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de

Aquino quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía

aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de

razón dominante en su tiempo.

La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer

momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo,

ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la

hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos

conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se

determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la

fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la

base del Vaticano II.

Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero

también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con

razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos

volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y

acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser

cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la

Iglesia...».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados

Superiores de la Curia Romana, 22 Diciembre 2005)

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.- La Eclesiología en la Letra y el Espíritu del Vaticano II Discurso durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma (2009)

«El concilio Vaticano II, queriendo transmitir pura e íntegra la

doctrina sobre la Iglesia desarrollada a lo largo de dos mil años, dio de ella

una ―definición más meditada‖, ilustrando, ante todo, su naturaleza

mistérica, es decir, su ―realidad penetrada por la presencia divina y, por

esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones‖ (Pablo VI,

Discurso de inauguración de la segunda sesión, 29 de septiembre de 1963).

Ahora bien, la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un

misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad

solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y

hueso...

La Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción

del Espíritu Santo, forman el pueblo de Dios, que es al mismo tiempo el

Cuerpo de Cristo...

Los dos conceptos —―pueblo de Dios‖ y ―Cuerpo de Cristo‖— se

completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y

mientras ―pueblo de Dios‖ expresa la continuidad de la historia de la

Iglesia, ―Cuerpo de Cristo‖ manifiesta la universalidad inaugurada en la

cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos,

―Cuerpo de Cristo‖ no sólo es una imagen, sino también un verdadero

concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen.

Resucitado, Cristo nos une a todos en el Sacramento para convertirnos en

un único cuerpo. Por eso los conceptos de ―pueblo de Dios‖ y ―Cuerpo de

Cristo‖ se completan: en Cristo llegamos a ser realmente el pueblo de

Dios...

Después del concilio Vaticano II esta doctrina eclesiológica ha tenido

amplia acogida y, gracias a Dios, en la comunidad cristiana han madurado

muchos frutos buenos. Sin embargo, debemos recordar también que la

recepción de esta doctrina en la práctica y su consiguiente asimilación en el

entramado de la conciencia eclesial, no se ha realizado siempre y en todas

partes sin dificultad y según una correcta interpretación. Como aclaré en el

discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, una corriente de

interpretación, apelando a un presunto ―espíritu del Concilio‖, ha intentado

establecer una discontinuidad, e incluso una contraposición, entre la Iglesia

anterior y la Iglesia posterior al Concilio, superando a veces los mismos

confines que existen objetivamente entre el ministerio jerárquico y las

responsabilidades de los laicos en la Iglesia.

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La noción de ―pueblo de Dios‖, en particular, fue interpretada por algunos

según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi

exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta

posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no

quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación,

en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se

desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo

de Dios en peregrinación.

En segundo lugar, es preciso reconocer que el despertar de energías

espirituales y pastorales durante estos años no ha producido siempre el

incremento y el desarrollo deseados. Debemos constatar que en algunas

comunidades eclesiales, después de un período de fervor e iniciativas, se ha

sucedido un tiempo de debilitamiento del compromiso, una situación de

cansancio, a veces casi de estancamiento, incluso de resistencia y

contradicción entre la doctrina conciliar y diversos conceptos formulados

en nombre del Concilio, pero en realidad opuestos a su espíritu y a su letra.

También por esta razón, al tema de la vocación y misión de los laicos en la

Iglesia y en el mundo se dedicó la Asamblea ordinaria del Sínodo de los

obispos de 1987.

Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al

laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la

conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe

todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía,

olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios,

que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia

a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente

sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese

pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de

la Diócesis de Roma, Basílica Papal de San Juan de Letrán, 26 Mayo 2009)

* * *

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.- El Vaticano II y la Doctrina Perenne de la Iglesia Audiencia General (2012)

«Estamos en la víspera del día en que celebraremos los cincuenta

años de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II y el inicio del Año

de la fe. Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con algunos

pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el

Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por

decirlo así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran

multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo...

El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio, escribió: ―Siento

más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la

Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una

brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza‖ (Novo

millennio ineunte, 57). Pienso que esta imagen es elocuente. Los

documentos del concilio Vaticano II, a los que es necesario volver,

liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo en lugar de darlos

a conocer los han ocultado, son, incluso para nuestro tiempo, una brújula

que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de

tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a

la meta...

En la historia de la Iglesia, como pienso que sabéis, varios concilios

precedieron al Vaticano II. Por lo general, estas grandes Asambleas

eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe,

sobre todo corrigiendo errores que la ponían en peligro. Pensemos en el

concilio de Nicea en el año 325, para combatir la herejía arriana y reafirmar

con claridad la divinidad de Jesús Hijo unigénito de Dios Padre; o en el de

Éfeso, del año 431, que definió a María como Madre de Dios; en el de

Calcedonia, del año 451, que afirmó la única persona de Cristo en dos

naturalezas, la naturaleza divina y la humana. Para acercarnos más a

nosotros, tenemos que mencionar el concilio de Trento, en el siglo XVI,

que clarificó puntos esenciales de la doctrina católica ante la Reforma

protestante; o bien el Vaticano I, que comenzó a reflexionar sobre varias

temáticas, pero que sólo tuvo tiempo de emanar dos documentos, uno sobre

el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y las relaciones con la razón, y

el otro sobre el primado del Papa y la infalibilidad, porque fue interrumpido

por la ocupación de Roma en septiembre de 1870.

Si miramos al concilio ecuménico Vaticano II, vemos que en aquel

momento del camino de la Iglesia no existían errores particulares de fe que

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se debían corregir o condenar, ni había cuestiones específicas de doctrina o

de disciplina por clarificar...

El beato Juan XXIII, en el discurso de apertura, el 11 de octubre de hace

cincuenta años, dio una indicación general: la fe debía hablar de un modo

―renovado‖, más incisivo —porque el mundo estaba cambiando

rápidamente— manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes,

sin renuncias o componendas. El Papa deseaba que la Iglesia reflexionara

sobre su fe, sobre las verdades que la guían. Pero de esta reflexión seria y

profunda sobre la fe, debía delinearse de modo nuevo la relación entre la

Iglesia y la edad moderna, entre el cristianismo y ciertos elementos

esenciales del pensamiento moderno, no para someterse a él, sino para

presentar a nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del

Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (cf. Discurso a la Curia

romana con ocasión de la felicitación navideña, 22 de diciembre de 2005).

Lo indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en la homilía al final de la

última sesión del Concilio —el 7 de diciembre de 1965— con palabras

extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para valorar bien este

acontecimiento, ―se lo debe mirar en el tiempo en cual se ha verificado. En

efecto, tuvo lugar —dice el Papa— en un tiempo en el cual, como todos

reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al reino

de los cielos; un tiempo, agregamos, en el cual el olvido de Dios se hace

habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el acto

fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de la

propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta,

emancipándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual el ―laicismo‖

se considera la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la norma

más sabia para el ordenamiento temporal de la sociedad... En este tiempo se

ha celebrado nuestro Concilio para gloria de Dios, en el nombre de Cristo,

inspirador el Espíritu Santo‖. Hasta aquí, Pablo VI...

El concilio Vaticano II es para nosotros un fuerte llamamiento a redescubrir

cada día la belleza de nuestra fe, a conocerla de modo profundo para

alcanzar una relación más intensa con el Señor, a vivir hasta la últimas

consecuencias nuestra vocación cristiana».

(Audiencia General del Santo Padre Benedicto XVI, Plaza de San Pedro, 10 Octubre 2012)

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.- Realizar el Vaticano II en su Verdadero Sentido Homilía en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe (2012)

«Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio

Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe... Para rememorar el

Concilio, en el que algunos de los aquí presentes –a los que saludo con

particular afecto– hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta

celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión

de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los

Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la

entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio;

y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la

Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no

son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para

ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente

en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para

hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido...

El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un

documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por

la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrarse nuevamente en el

misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre

contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la

conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI:

―Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe,

habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural,

la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas.

Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de

la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición

doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene

como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia‖ (Audiencia

general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.

Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano

II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó

el fin principal del Concilio en estos términos: ―El supremo interés del

Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea

custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal

de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la

doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta

doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se

profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo‖ (AAS 54

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[1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del

Concilio.

Considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan

significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella

tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre

contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva

evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión,

es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los

documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su

expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar,

por así decirlo, a la ―letra‖ del Concilio, es decir a sus textos, para

encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la

verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los

documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de

huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El

Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido

sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe

siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en

transformación.

Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII

quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe,

dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar

en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares

querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y si se abrieron con

confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de

su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años

sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante,

poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que

desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.

Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización,

no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía

más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la

misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está

contenida en sus documentos... En estos decenios ha aumentado la

―desertificación‖ espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber,

por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida,

un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro

alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la

experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir

nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres

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y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial

para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la

sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma

implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe

que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de

esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la

Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar

quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así

indicar el camino...».

(Homilía del Santo Padre Benedicto XVI en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe,

Plaza de San Pedro, 11 Octubre 2012)

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.- Con Sobria Alegría Festejamos el Cincuentenario del Vaticano II Jornada Conmemorativa del 50º Aniversario del Inicio del Vaticano II (2012)

«Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta

plaza, mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa

Juan XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de

poesía, de bondad, palabras del corazón.

Estábamos felices —diría— y llenos de entusiasmo. El gran concilio

ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una nueva

primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva presencia

fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.

También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón, pero

diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta

años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se

traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden también

convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del

Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las redes de

Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad

humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia

navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la

nave, y que algunas veces hemos pensado: ―El Señor duerme y se ha

olvidado de nosotros‖.

Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años, pero

hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del Señor, de

su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo no

es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña

llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor.

Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su modo

humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida, crea

carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para

nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está

con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se

apaga; es fuerte también hoy».

(Bendición del Santo Padre Benedicto XVI a los Participantes en la Procesión de Antorchas

organizada por la Acción Católica Argentina, Desde la Ventana de su Apartamento –

Palacio Apostólico, 11 Octubre 2012)

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.- “Aggiornamento” no Significa Ruptura con la Tradición Discurso a un Grupo de Obispos que Participaron en el Vaticano II (2012)

«Un saludo especial quiero dirigiros a vosotros hoy, queridos

hermanos que habéis tenido la gracia de participar en calidad de padres en

el concilio ecuménico Vaticano II... En este momento, tengo presente en la

oración y en el afecto a todo el grupo —casi setenta— de obispos todavía

vivos, que participaron en los trabajos conciliares...

Retomando algunos elementos de mi homilía de ayer quisiera recordar

solamente como una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo

programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la

palabra ―aggiornamento‖ (actualización).

A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea

de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez

desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras

podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente

discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato

Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía

exacta. El cristianismo no debe considerarse como ―una cosa del pasado‖,

ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente ―en el pasado‖, porque

Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8)...

Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como

un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del

Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando

al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así,

está en perenne ―aurora‖, es siempre joven. Y esta actualidad, este

―aggiornamento‖, no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la

continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los

tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión

pública, sino todo lo contrario».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los Obispos que Participaron en

el Concilio Vaticano II y un Grupo de Presidentes de Conferencias Episcopales,

Sala Clementina, 12 Octubre 2012)

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.- El Vaticano II Real y el Virtual Discurso a los Párrocos y al Clero de Roma (2013)

«Para mí es un don especial de la Providencia el poder ver aún a mi

clero, el clero de Roma, antes de abandonar el ministerio petrino...

Dadas las condiciones de mi edad, no he podido preparar un grande y

verdadero discurso, como podría esperarse; pienso más bien en una

pequeña charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto...

Había una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que

llegara verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia,

porque la Iglesia era aún bastante robusta en aquel tiempo, la práctica

dominical todavía buena, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa

ya se habían reducido algo, pero aún eran suficientes. No obstante, se sentía

que la Iglesia no avanzaba, se reducía; que parecía una realidad del pasado

y no la portadora del futuro...

Como ya he dicho, todos venían con grandes expectativas; pero nunca se

había celebrado un Concilio de estas dimensiones, y no todos sabían cómo

proceder. Los más preparados —aquellos, digamos, con intenciones más

definidas—, eran el episcopado francés, alemán, belga, holandés: la

llamada ―alianza renana‖. Y, en la primera parte del Concilio, eran ellos los

que indicaban el rumbo; después se amplió rápidamente la actividad y

todos participaban cada vez más en la creatividad del Concilio. Los

franceses y los alemanes tenían diversos intereses en común, aunque con

matices bastante diferentes. El primer objetivo, inicial, simple —

aparentemente simple— era la reforma de la liturgia, que había comenzado

ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana Santa; el segundo, la

eclesiología; el tercero, la Palabra de Dios, la Revelación y, finalmente,

también el ecumenismo. Mucho más que los alemanes, los franceses tenían

también el problema de tratar la situación de las relaciones entre la Iglesia y

el mundo...

[...]

Quisiera ahora añadir todavía un tercer punto: estaba el Concilio de los

Padres —el verdadero Concilio—, pero estaba también el Concilio de los

medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió

el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio

inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de

los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la

fe, era un Concilio de la fe que busca el intellectus, que busca

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comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que

busca responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la

Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el

Concilio —como he dicho— se movía dentro de la fe, como fides quaerens

intellectum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente

dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de

comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una hermenéutica

distinta. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación,

el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre diversas

corrientes en la Iglesia. Era obvio que los medios de comunicación tomaran

partido por aquella parte que les parecía más conforme con su mundo.

Estaban los que buscaban la descentralización de la Iglesia, el poder para

los obispos y después, a través de la palabra ―Pueblo de Dios‖, el poder del

pueblo, de los laicos. Estaba esta triple cuestión: el poder del Papa,

transferido después al poder de los obispos y al poder de todos, soberanía

popular. Para ellos, naturalmente, esta era la parte que había que aprobar,

que promulgar, que favorecer. Y así también la liturgia: no interesaba la

liturgia como acto de la fe, sino como algo en lo que se hacen cosas

comprensibles, una actividad de la comunidad, algo profano. Y sabemos

que había una tendencia a decir, fundada también históricamente: lo

sagrado es una cosa pagana, eventualmente también del Antiguo

Testamento. En el Nuevo vale sólo que Cristo ha muerto fuera: es decir,

fuera de las puertas, en el mundo profano. Así pues, sacralidad que ha de

acabar, profano también el culto. El culto no es culto, sino un acto del

conjunto, de participación común, y una participación como mera

actividad. Estas traducciones, banalización de la idea del Concilio, han sido

virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica; nacieron en una

visión del Concilio fuera de su propia clave, de la fe. Y así también en la

cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro histórico, que hay que

tratar históricamente y nada más, y así sucesivamente.

Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue

accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha

provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias:

seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el

verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse;

el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real

del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se

convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera,

verdadera renovación de la Iglesia. Me parece que, 50 años después del

Concilio, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece

el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea,

precisamente en este Año de la fe, comenzando por este Año de la fe, es la

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de trabajar para que el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu Santo,

se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiemos en que el Señor nos

ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos

avanzamos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los Párrocos y el Clero de Roma,

Sala Pablo VI, 14 Febrero 2013)

Fin

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Mar del Plata Buenos Aires - Argentina