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91 Resumen Le ley es una especie de “derecho positivo” consistente en su escritura por “una autoridad pública”. La creación de la ley jurídica es simultánea a la creación del Es- tado y anterior a la “ley natural”. En cuanto a sus “partes”, son “dos ideas funda- mentales: el orden social y la fuerza”. El derecho alcanza su plenitud con ella. Las dos ideas fundamentales conciernen al fin, que es la paz, y a la coacción, que es el medio, respectivamente. Ahora bien, entendiendo la “disposición” en que consiste la primera parte de la ley como “fin”, está clarísimo que lo que se pretende al contem- plar la “sanción” como un medio para su obtención no representa otra cosa que el concepto necesario para la formulación de la proposición en que consiste la minor. Evidentemente, no se pretende que la ley misma sea un silogismo práctico. Pero entonces, ¿qué se quiere decir al afirmar que ella tiene dos partes, de la que una es el fin y la otra el medio? El siguiente punto al que se refiere Bunge en el mismo apar- tado concerniente a la “ley” [...] es el término “caracteres”, que en realidad se refiere a sus tres principales atributos, cuando se la califica como “compulsiva, general y estable”. Otra clasificación que se menciona en este apartado es la que distingue a la ley por “sus efectos, su objeto y su duración”. Después de ocuparse del problema de la ley en su aspecto interpretativo, el autor trata de los principios de irretroacti- vidad y retroactividad de la ley, concluyendo que el segundo procede de la ley o de lo dispuesto por el “legislador”. Palabras clave: ley jurídica, derecho positivo, coacción, orden social, sanción, re- troactividad de la ley Abstract Law is an area of “positive right”, that has been written by “a public authority”. The creation of juridical law is simultaneous with the creation of the State and prior * Universidad Católica de La Plata, Abogado. por Marcelo Bazán Lazcano* La teoría de la ley en la Teoría del derecho de Carlos Octavio Bunge Bazán Lazcano, M. La teoría de la ley en la Teoría del derecho de Carlos Octavio Bunge. Persona, II (3), 91-128.

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Resumen

Le ley es una especie de “derecho positivo” consistente en su escritura por “una autoridad pública”. La creación de la ley jurídica es simultánea a la creación del Es-tado y anterior a la “ley natural”. En cuanto a sus “partes”, son “dos ideas funda-mentales: el orden social y la fuerza”. El derecho alcanza su plenitud con ella. Las dos ideas fundamentales conciernen al fin, que es la paz, y a la coacción, que es el medio, respectivamente. Ahora bien, entendiendo la “disposición” en que consiste la primera parte de la ley como “fin”, está clarísimo que lo que se pretende al contem-plar la “sanción” como un medio para su obtención no representa otra cosa que el concepto necesario para la formulación de la proposición en que consiste la minor. Evidentemente, no se pretende que la ley misma sea un silogismo práctico. Pero entonces, ¿qué se quiere decir al afirmar que ella tiene dos partes, de la que una es el fin y la otra el medio? El siguiente punto al que se refiere Bunge en el mismo apar-tado concerniente a la “ley” [...] es el término “caracteres”, que en realidad se refiere a sus tres principales atributos, cuando se la califica como “compulsiva, general y estable”. Otra clasificación que se menciona en este apartado es la que distingue a la ley por “sus efectos, su objeto y su duración”. Después de ocuparse del problema de la ley en su aspecto interpretativo, el autor trata de los principios de irretroacti-vidad y retroactividad de la ley, concluyendo que el segundo procede de la ley o de lo dispuesto por el “legislador”.

Palabras clave: ley jurídica, derecho positivo, coacción, orden social, sanción, re-troactividad de la ley

Abstract

Law is an area of “positive right”, that has been written by “a public authority”. The creation of juridical law is simultaneous with the creation of the State and prior

* Universidad Católica de La Plata, Abogado.

por Marcelo Bazán Lazcano*

La teoría de la ley en la Teoría del derecho de Carlos Octavio Bunge

Bazán Lazcano, M. La teoría de la ley en la Teoría del derecho de Carlos Octavio Bunge. Persona, II (3), 91-128.

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to “natural law”. As for legal parts of it, there are two fundamental ideas: social order and strength. Law reaches its fullness with it. The two basic ideas concern to its purpose, which is peace, and coercion, which is the medium, respectively. Understanding that the first part of law is the provi-sion intended as its purpose, it is very clear that to consider punishment as a means for obtaining it, represents no other thing but the concept needed to formulate the proposition which the minor consists of. Obvi-ously, it is not intended that law itself is a practical syllogism. But then, what is it meant by saying that has two parts, of which one is the goal and the other the means? The next item referred to by Bunge, in the same paragraph concerning law is the word “characters”, which actually refers to its three main attributes when it is qualified as “compulsory, general and stable”. Another classification that is mentioned in this section is the one that distinguishes law by its “effects, purpose and duration”. After dealing with the problem of law in its interpretative aspect, the author deals with the principles of non-retroactivity and retroactivity of law, concluding that the second comes from law or from what the legislator decides.

Key words: juridical law, positive right, coercion, social order, punishment, retroactivity of law.

I. Leyes jurídicas y leyes naturales

En esta parte, intentaré plantear con detalle algunos puntos im-portantes tratados por Carlos Octavio Bunge en el capítulo IX del libro IV, relativo a La legislación en su Teoría del derecho (Bunge, 1905, pp. 219-255). Tal vez los aspectos que señalo no sean todos ellos los más importantes. Con todo, pienso que varios de ellos son relevantes, al menos desde la perspectiva implicada por la teoría de Bunge sobre el derecho.

I. El primer punto abarca muchos otros. Por otra parte, dada su naturaleza, no podré plantearlo con la claridad que sería de desear. Lo expondré mediante el siguiente método: empezaré enumerando una lista de proposiciones relativas a algunas afirmaciones de Bunge sobre el concepto de ley. A continuación estableceré una sola pro-posición referente a todo un conjunto de proposiciones de Bunge sobre la “ley jurídica” (Bunge, 1905, p. 220). Por tanto, la proposi-ción común a todas estas proposiciones no se podrá enunciar hasta haber expuesto estas u otras similares. La proposición común puede

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parecer tan trivialmente verdadera que no merezca la pena enun-ciarla: creemos conocer con toda certeza su verdad. Sin embargo, pienso que, en este punto, es manifiesto que ella puede suscitar más de una opinión diferente por diversas razones. Puede decirse que este primer punto consiste, por tanto, en aclarar el significado de las proposiciones de Bunge acerca de lo que la ley es y de su carácter, junto con todas sus implicaciones y todas las razones de la diversi-dad interpretativa de cada una de ellas, algunas de las cuales men-cionaré expresamente.

Empiezo, pues, con mi lista de proposiciones relativas a las propo-siciones de Bunge sobre la ley.

Bunge emprende, al comienzo del apartado 59, el análisis de lo que llama “Definición y carácter de la ley” afirmando (con Friedrich Karl von Savigny: 1779-1861) el concepto de esta última como una especie del “derecho positivo” consistente en su escritura por “una autoridad absoluta” (1905 p. 219); es decir, (si es correcta esta in-terpretación) en la traducción escrita de los “principios” antes trans-mitidos por “el lenguaje hablado” (1905 pp. 219-220).

Pero al referirse a este último lenguaje, como predecesor del es-crito, Bunge observa que él es, a su vez, precedido de “reacciones más o menos inconsistentes” (1905, p. 220), definibles como “ac-tos” (1905, p. 220) en los cuales habrían consistido, en rigor, “las normas jurídicas” primitivas (1905, p. 220).

Por otra parte, si lo que Bunge pretende afirmar en su proposi-ción relativa a que “La confección de la ley implica principalmente el conocimiento de la escritura” (1905, p. 220) es que no puede ha-ber ley ni distinguirse esta del “lenguaje hablado” (1905, p. 220), a menos que el referido conocimiento pueda tener lugar, aun cuando este no presuponga necesariamente “una organización ya instituida y definitiva del Estado” (1905, p. 220), entonces tengo que confesar que no veo el modo de probar que está equivocado. En este caso, lo único que sostengo es que no hay ninguna razón para suponer que esté en lo cierto al afirmar la creación del Estado como simultánea a la creación de la ley. Tal como yo veo las cosas, tan solo habría una razón para suponer eso si, en todos los casos en los que una ley se creara, existiera el Estado. Pienso que esto resulta imposible porque antes de la existencia del Estado, incluso antes de su “exis-

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tencia siquiera embrionaria” (1905, p. 220), existía la ley. Sin em-bargo, queda la posibilidad de que, aunque Bunge parezca asociar necesariamente la creación de le ley con la creación del Estado, no obstante, puede haber realmente alguna razón para considerar que la tesis que afirma excluya la noción de Estado en su concepto del “antiguo derecho romano” (1905, p. 220), o sea, de aquel derecho caracterizado por la existencia de una “lex” diversa de las “decisiones del senado” (“senatus consulta”) (1905, p. 220) y de “las de la ple-be” (“plebiscita”) (1905, p. 220), e identificable con las provenien-tes “de todo el pueblo, patricios y plebeyos” (1905, p. 220).

En cierto sentido, el hecho de que Bunge distinga la ley “emana-da de las costumbres populares y de la voluntad del pueblo” (1905, p. 220) de aquella configurada por “las normas jurídicas impuestas por el Estado” (1905, p. 220) se refiere, como es obvio, a un concep-to de ley por el que esta no necesariamente presupone al Estado y excluye más bien que se identifica con el “concepto de la legislación hechura del Estado” (1905, p. 220).

Confieso que aquí encuentro grandes dificultades, ya que conti-núa diciendo que solo pretende que sus observaciones se apliquen al concepto correspondiente a una “palabra”, lex, “que parece venir de legere, aunque se haya supuesto también que deriva de ligare” (1905, p. 220). A través de sus palabras, no acierto a entender a qué subclase particular de ley pretende que se apliquen. Describe lo que llama “ley jurídica” (1905, p. 221) como anterior a la “ley natural”

(1905, p. 221). Es decir, a primera vista, parece como si quisiera limitarse a casos en los que no solo se refiere a la palabra “lex” ha-blando de un “concepto de la legislación [como] hechura del Esta-do”, sino que expresa o pretende expresar que esta misma palabra puede ser usada o se ha usado para aludir a la “ley natural”. Ahora bien, su afirmación relativa a que las “leyes de la naturaleza” concier-nen a “los principios de causalidad o uniformidad de los fenómenos físico-naturales” (1905, p. 221) y a que estos “principios son miles y millones de siglos anteriores a las leyes jurídicas” (1905, p. 221) parece inconciliable con su opinión en el sentido del “notable desa-rrollo mental” requerido para imaginarlos” (1905, p. 221).

No obstante, llega a decir que considera a Lucrecio como el in-ventor de la clásica metáfora de aplicar la expresión “ley a los fenó-

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menos naturales” (1905, p. 221). Da la impresión de que pretende decir que, puesto que el concepto lucreciano se generalizó, el hecho de la confusión de la ley natural con la “ley jurídica” probaría que esta última “ha presentado en la historia las condiciones de estabilidad y uniformidad que tienen las leyes de la naturaleza” (1905, p. 222). Ahora bien, supongo que no es esto lo que pretende decir, sino que considera únicamente el concepto de la ley jurídica como expresado por las mismas “condiciones de estabilidad y uniformidad” asocia-bles a “la expresión leges naturae” (1905, p. 221). Al parecer, insi-núa que las “leyes naturales” son identificables a las “leyes jurídicas”, aunque presumo que lo que realmente quiere decir es lo contrario.

Refiriéndose al poema de Lucrecio titulado De naturae rerum, dice que “la expresión Leges naturae”, en rigor, constituye una apli-cación de la palabra “ley” a la naturaleza basada en el supuesto de que esta procede con arreglo a “preceptos uniformes y coercitivos”

(1905, p. 221). (Es decir, se propone, a la vez, plantear el problema del análisis del concepto de “ley jurídica” como inaplicable a lo que no es susceptible de obrar bajo la “presión normativa” de la sanción). Llega a decir algo sobre el modo en que se relacionarían con la na-turaleza las palabras que designan sus regularidades (leges naturae). Imagino, además, que su punto de vista consiste, en parte, en que el uso de la palabra ley para designar las proposiciones descriptivas de las regularidades naturales es de tal naturaleza que se designa, a su vez, apropiadamente con las palabras analogía de atribución extrín-seca (Suárez, 28, III, 14, 22. Hellín, 1947, pp. 25, 27-28, 93-94).

En apoyo de mi opinión sobre esta última palabra, arguyo, entre otras cosas, que es el único enfoque que explica cómo la palabra ley se aplica metafóricamente a las proposiciones relativas a las re-gularidades de la naturaleza. Respecto a estos argumentos, deseo decir que el uso de “ley” para designar lo que no es coercitivo no es un caso de analogía intrínseca (Suárez, 2, II, 23; 28, III, 14, 17, 19. Hellin, 1947, pp. 21, 23, 28-29), ya que no me parece que exista el hecho supuesto que explicaría el punto de vista de esta analogía. Podemos considerar, en cambio, que metafórica quiere decir senci-llamente que corresponde a una “forma” que solo está en el principal que es la “ley jurídica” (Suárez, 28, III, 14, 22), y niego rotundamen-te que la analogía pueda ser intrínseca en este caso, ya que es solo

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figurada, pero no veo por qué razón este carácter de ella conlleve a la necesidad de un razonamiento aclaratorio adicional “para distin-guir cuál fuera el primitivo significado de la palabra” (Bunge, 1905, p. 221).

Pero en el caso de este mismo “razonamiento”, admito sentir la fuerza de su pretensión de que la tesis de W. Blasckstone (1932-1780) contraria a él y relativa a que “la palabra ley” es aplicable indis-tintamente a “los cuerpos vivos ó inertes” y a “los seres racionales” (Bunge, 1905, p. 221) no suministra una conexión inteligible entre el tipo de proposición en que lo que se llama lex consiste y el de las “funciones” que ella describe en uno y otro caso. Sin embargo, aunque fácilmente pueda pensarse una vez más que la “ley jurídi-ca” se refiere a lo que debe ser la conducta y la “ley de la naturale-za” concierne, prima facie, a los “cuerpos […] inertes” y a “los seres […] irracionales” entre “los cuerpos vivos”, no es fácil diferenciar “las condiciones de estabilidad y uniformidad” (Bunge, 1905, p. 222) de uno y otro tipo de ley. Debo admitir que la alternativa de Bunge me parece menos objetable que la de Blackstone.

II. Las “partes” de la ley jurídica

II. El siguiente punto importante que suscita el lúcido tratamiento que Bunge hace de la ley (en el apartado que sucede al anteriormen-te examinado, correspondiente al capítulo IX) se puede expresar de este modo: sostiene que no hay ninguna buena razón para suponer que no sea verdadera su afirmación de que en la ley se hallan “dos ideas fundamentales: el orden social y la fuerza” (1905, p. 222). Al decir esto, no quiere afirmar, naturalmente, que haya la posibilidad de concebir propiamente al derecho con independencia de la ley. De hecho, cree que la relación entre ambos es de dependencia; pero no es eso lo que dice. Solo afirma que no hay ninguna razón válida para suponer lo contrario; es decir, que la ley no sea “la concreción supre-ma del derecho” (1905, p. 222). Opina en realidad no que el derecho necesite de la ley para existir, sino que con esta aquel alcanza su plenitud (lex plenitudo iuris est aut ius in plenitudine).

Así pues, suponiendo que de lo que se ocupe el análisis de Bunge en esta parte sea definible en términos de un concepto supremo del

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derecho, o sea, de un derecho en relación con el cual la ley ocupe un lugar central, ¿qué proposiciones hace Bunge acerca de su propio análisis lógico de la relación entre esas “dos ideas fundamentales” del “orden […] y la fuerza”?

Ante todo, ya en el primer párrafo de su examen, hay dos pro-posiciones de las que pretende afirmar, si le entiendo bien, que son muy difícilmente discutibles. La primera es (1) una proposición que podría expresarse con las palabras “Estas ideas no son más que el fin y el medio del derecho” (1905, p. 222); y la segunda (2) se podría expresar con las palabras, aclaratorias de la primera, “el fin es la paz o el orden social, y posee la fuerza como arma o instrumento de re-presión y coacción” (1905, p. 222).

Debo admitir que tengo alguna duda sobre qué es lo que afirma aquí Bunge. Respecto a (1), pienso que se puede dar un sentido a las palabras de modo que la proposición que expresan efectivamen-te sea “mientras el fin del derecho” es el “orden social”, el medio para alcanzarlo es “la fuerza”; pero no estoy seguro de que Bunge afirme realmente esta proposición y nada más. Por lo que respecta a (2), creo que es posible darle un significado natural, de modo que la proposición que expresa sea definible en términos de un silogis-mo práctico teleológico1, aunque no quiero negar que una o más de las proposiciones relativas a “las dos partes constitutivas de la ley” (Bunge, 1905, p. 222) puedan quizá ser contradictorias con la idea de tal definición. Intentaré explicar las principales dudas que tengo respecto a ellas.

Respecto a (1), considero que la siguiente proposición no es real-mente susceptible de discusión; a saber, que “el fin y el medio del de-recho” son los dos elementos que se conjugan en una relación en la praemissa minor del silogismo práctico teleológico. Lo que se quiere decir aquí con relación puede definirse, según pienso, de la siguiente manera: la relación entre medio y fin es aquello que describe la regla instrumental definitoria de la proposición en que se resuelve la refe-rida minor y esta regla definible, como la que establece el mecanis-

1 Llama silogismo práctico teleológico a aquel que responde al esquema PI de Georg Henrick von Wright (1971, 3, § 4), en contraste con el silogismo prác-tico normativo, que responde al esquema de Aristóteles (Ética nicomaquea, VII, 3, 1146b35-1147a3; VI, 2, 1145b1-3. Ética Eudemia, 1217a10-17).

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mo apropiado para lograr el fin a través del medio. La aplicación de tal regla será la conclusión fundada en la minor relativa a ella si y solo si ocurre que el fin con el que se relaciona en tal praemissa el medio es el mismo que describe la proposición en que se resuelve la maior.

Por tanto pienso que, si tuviésemos que encontrar para (1) un significado que de verdad fuese difícilmente cuestionable, tendría que ser del siguiente tipo: decir que las ideas de “fin y medio del derecho” son “fundamentales” no es incompatible con la afirmación de que una y otra “idea” son también una regla definitoria de una proposición gnoseológica constitutiva de la praemissa minor de un silogismo práctico teleológico cuya praemissa maior sería expresa-ble por una proposición teleológica referida al “orden social” y cuya conclusio estaría dada por una acción definida por la palabra sanción.

Por tanto, la proposición (2) puede parecer tan trivialmente ver-dadera que no merezca la pena enunciarla críticamente: puesto que ella no hace otra cosa que expresar la regla definida de forma teoréti-ca por los dos extremos contemplados por la relación de medio a fin en que el derecho consiste, la proposición (1), expresada con la cla-ridad que suponen los términos empleados para formularla, es sufi-ciente para dar cuenta de la noción del silogismo práctico teleológico implicado en su formulación. Sin embargo, creo que, en este punto, el enunciado de Bunge relativo a que tal “antítesis esencial entre el fin y el medio del derecho” (1905, p. 222) sea la manifestación misma de “las dos partes constitutivas de la ley” (1905, p. 222) representa una dificultad para resolver los conceptos de disposición a que corres-pondería el mandato a la prohibición de un hecho“ y de sanción como “fuerza para reprimir las injusticias que pudieren alterarla” (1905, p. 222). En otras palabras, puede haber una dificultad lógica insupe-rable si consideramos la maior en términos de una disposición, y la minor como una sanción punitiva de la desobediencia a la disposición. Me parece muy dudoso que esta hipótesis tenga alguna posibilidad de ser verdadera, pero no estoy seguro de que tal posibilidad no exis-ta. Si existiese, desearía denominar el silogismo correspondiente am-pliatorio del inherente a las proposiciones (1) y (2).

Entendiendo la disposición como “el fin de la ley” y la sanción como “el medio de que se sirve la ley para ser obedecida” (1905, p. 222), sostengo que no habría ninguna razón de peso para suponer que el

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concepto bungeano de los dos términos no sea resoluble en un es-quema como el PI de von Wright (1971, 3, § 4).

Por tanto, sostengo que tampoco habría razón suficiente para suponer que el silogismo práctico teleológico derivado de (1) y (2) excluye la del mismo silogismo concerniente a las “dos ideas funda-mentales” que se hallan en la ley y que consisten, precisamente, en “el orden social y la fuerza” (Bunge, 1905, p. 222). Mi posición es to-talmente precisa desde el momento en que mantengo que esto ocu-rre debido a que el orden social corresponde, en la noción bungeana de la ley, a una de sus “dos partes constitutivas” (1905, p. 222), y a que, paralelamente, “la fuerza” corresponde, en la misma noción en cuestión, a la otra de ambas, definida por Bunge como sanción.

Pero queda el problema: ¿En qué sentido se usaría el término dispo-sición como premisa mayor y sanción como premisa menor de un si-logismo práctico teleológico identificado con el referido esquema PI?

El enunciado “La prohibición o el mandato de un hecho no ca-racteriza el fin definitorio de una proposición teleológica” se podría entender naturalmente, pienso, en el sentido de que él no configu-ra, per se, la praemissa maior de tal silogismo. Esto es lo que daría a entender, de forma evidente, el hecho de que ella no se presenta en su praemissa maior como fin. Pero como es obvio, la disposición en que consiste esta parte de la ley puede constituir también un fin, y supongo que estaría clarísimo que lo que se pretendería, al contem-plar la “sanción” como un medio para su obtención, no representa otra cosa que el concepto necesario para la formulación de la pro-posición en que consiste la minor. Evidentemente, no se pretende que la ley misma sea un silogismo práctico. Pero entonces, ¿qué se querría decir al afirmar que ella tiene dos partes, de la que una es el fin y la otra el medio?

Me parece que solo puede haber dos alternativas sobre su signi-ficado.

(1) Tal vez se quiere decir que, siendo la disposición el fin, este consiste en el orden social. O (2) tal vez se emplee el término dis-posición en un sentido completamente diferente, de tal manera que ella no consista en un fin determinado, sea o no este identificable con el referido orden.

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Considero muy probable que sea (1) la alternativa adoptada por Bunge, ya que, en el concepto con el que se refiere a la “disposición” como una de “las dos partes constitutivas de la ley”, considera a ella como el “fin” (1905, p. 222). Esto debe querer decir, tal como yo lo tomo, que si la norma que regula el “hecho” no es la “sanción”, esta ha de operar como “medio” por el que aquella se hace efectiva. Ahora bien, si el concepto de “orden social” corresponde al concepto de lo que la ley dispone, creo que esta correspondencia no excluye la consideración de la disposición como diversa de lo que constituye su objeto, consistente, precisamente, en ese mismo “orden social”. Si el “fin” de la “disposición” es el “orden social”, como es obvio, ella configura el medio a través del cual opera “la paz”, que equivale al “orden social” (Bunge, 1905, p. 222). Es decir que la praemissa maior del silogismo no sería tanto la disposición cuanto el orden social, y su minor esta misma con inclusión de la sanción, sin la cual la ley misma no existiría, al menos como jurídica.

Me parece completamente evidente entonces que la alternativa plausible en relación el significado del silogismo (asociable a la rela-ción entre disposición y sanción) no es tanto la definible como (1), sino la significada por (2). En otras palabras, para expresar mi punto de vista en términos de la teoría relativa a tal relación, sostengo que es totalmente erróneo considerar la disposición como verdadero fin de la ley, y que cuando Bunge pretende identificar a aquella con este, lo que hace es identificar erróneamente el orden social con la dispo-sición, o sea, esta última con lo que constituye precisamente su fin, que “es la paz o el orden social” (1905, p. 222).

Si esta solución es verdadera, como pienso que tal vez lo sea, creo que debemos considerar cierto lo que respecta al análisis de la pro-posición bungeana acerca de “la disposición y la sanción” como “fin y […] medio del derecho”, en cuya “antítesis esencial” este precisa-mente consiste; dicha proposición no significa una definición del de-recho y mucho menos la descripción de “las dos partes constitutivas de la ley” como correspondientes ambas a la praemissa minor, y la disposición, qua fin, a la praemissa maior.

Como es obvio, la consideración del orden social como fin no so-lamente excluye el concepto bungeano de la disposición en térmi-nos teleológicos, sino la sanción como medio exclusivo del fin en la

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minor. Sin embargo, ni uno ni otro término pueden desaparecer de la proposición en que esta praemissa se resuelve, o sea el silogismo. Es decir, el análisis que esta solución daría del problema relativo al contenido de tal praemissa sería en el sentido de que ella se resuelve en una proposición que contempla a la disposición y a la sanción como una condición compleja suficiente del orden social. Pero si fue-ra así, entonces “las dos partes constitutivas de la ley” de que nos habla Bunge no constituirían la “antítesis esencial entre el fin y el medio” que él supone, sino una conjunción definible como medio con relación al fin expresado en la maior, en términos del orden social; pero además, ex hypothesi, la mismísima ley será también caracte-rizable como medio por la regla relativa a su obedecimiento por “el exclusivo uso de la fuerza coercitiva [que] constituye la autoridad del Estado” (Bunge, 1905, p. 222). No digo que no pueda caber un silogismo práctico teleológico cuya maior fuera la disposición y cuya minor consistiera en la sanción. Este silogismo puede incluso contemplarse como implicado en la noción de la disposición como jurídica y, por eso, en términos diversos de la norma definible como puramente moral. Pero la cuestión que se resuelve a través de este argumento no es la central, constituida por el significado mismo de las dos ideas fundamentales que son el orden social y la fuerza. De estas dos ideas, da exclusivamente cuenta el argumento práctico cuya praemissa maior es dicho orden, y cuya minor, la fuerza de la disposición expresada por una proposición que enuncia la regla rela-tiva al medio en relación con el fin indicado en la primera de ambas. Naturalmente, no afirmo que la conclusio pueda estar representa-da únicamente por la sanción; por el contrario, afirmo que la acción que deriva de las premisas consiste precisamente en lo que el propio Bunge llama “dos partes constitutivas de la ley” y, por eso, consisten en la acción dispositivo-sancionadora en que la ley se resuelve y no solamente divide.

Con toda seguridad es obvio, además, que el enunciado relativo a las dos ideas compatible con una regla que se define en términos de un argumento práctico es, en cambio, incompatible con la afirma-ción de que implique solamente un silogismo teorético categórico y constituye, en este, la praemissa maior y no la minor. A este fin, propongo, como correspondiente al sentido en el que Bunge emplea realmente —según creo vislumbrar— los términos “fin y […] medio

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del derecho”, lo siguiente: El fin con relación a cuya consecuencia un elemento opera como medio adecuado es aquel en que se resuelve la premisa teleológica del silogismo práctico. La ejecución de la ac-ción correspondiente al medio será la conclusión de este silogismo si y solo si ella no configura simplemente la ejecución del medio indica-do en la praemissa minor, sino que, además, constituye la condición para la obtención del fin a que se refiere tanto esta praemissa como la maior.

Volvamos ahora a considerar qué proposición puede expresar Bunge con las palabras orden social y fuerza. Me parece que cual-quier proposición que puedan expresar adecuadamente estas pala-bras es definible en términos del silogismo práctico teleológico por estas dos razones diferentes:

(a) Creo que la fuerza a que se refiere Bunge consiste en la que este mismo define como “instrumento”. Opino además que se pue-de decir con seguridad que Bunge afirma que este instrumento es el medio para alcanzar el fin consistente, precisamente, en “la paz o el orden social” (1905, p. 222). Hemos visto que la praemissa maior del silogismo práctico concierne a la consecución de esta paz o este orden, pero sería un despropósito mantener que no existe ninguna regla o método adecuado a tal fin. Por lo que respecta a que la regla en cuestión sea aquella que relaciona a la fuerza con la paz o el orden, el propio Bunge define a la segunda de manera que consista en el fin y a la primera de modo tal que constituya el medio. Naturalmente, la relación entre esta fuerza, que ha de ser utilizada “como arma o instrumento de represión y coacción” (1905, p. 223), y la paz que ella hace posible se resuelve en la regla directriz o técnica que contempla la praemissa minor del silogismo práctico teleológico y no normativo implicado en la teoría de Bunge para la explicación del concepto mismo del derecho. Se podría sugerir que Bunge utiliza los vocablos orden y fuerza sencillamente para decir que el derecho y no solamente la ley “encierra la […] antítesis” de estas dos ideas o la relación antitética de ellas. En ese caso, estaría de acuerdo en que la proposición expresada con (1) no es definible en los términos de un silogismo práctico, sino del silogismo teoréti-co a que ya se ha hecho referencia. No obstante, no creo que use de ese modo las palabras.

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(b) También me parece discutible que tal relación, o el enuncia-do que la implica, no puede resolverse en un silogismo que no esté entre aquellos cuya premisa y cuya conclusión sean definibles como teoréticos. Imagino que Bunge mantendría que no hay ningún obstá-culo lógico para transformar el enunciado teorético en la praemissa minor del silogismo de este carácter. No digo que esta opinión sobre sus no expresadas opiniones sea verdadera, sino que puede serlo. Naturalmente, podría definir al derecho de manera que fuera nece-sariamente verdadera la proposición que afirmara que el definiens de aquel es un enunciado condicional de la forma “Si p, entontes q”, o sea, un enunciado donde p equivaldría a D (derecho) y q a O (or-den) o a F (fuerza), pero no creo que utilice efectivamente de esa manera los términos en cuestión o la fórmula que los relacionaría.

No obstante, así como sostengo que (2) podría ser un enunciado anankástico o condicional (von Wright, 1963, I, § 7) —aunque en cualquiera de los casos el problema de cómo ha de ser formulado sea de difícil solución—, sostengo también que la proposición que afirmara la posibilidad de un silogismo práctico deducido del con-dicional sería verdadera con toda certeza, pese a que, una vez más, cualquier análisis sugerido sobre la base de las suposiciones relativas a lo que Bunge haya querido decir en esa materia es, en extremo, dudoso.

Ahora bien, en lo que llevo dicho, he supuesto que hay un sig-nificado que constituye el significado atribuible a la relación entre “el orden social” como “fin […] del derecho” y “la lucha o la fuerza para reprimir la injusticia” que pudiera “alterar la paz supuesta por el orden como medio” (Bunge, 1905, p. 222). Me temo que las di-ficultades para hallar una solución al problema implicado en la de-terminación de ese significado sean aún mayores en el caso de los conceptos de “disposición y […] sanción”. El problema de cuál sea el análisis correcto de la proposición expresada por la expresión en estas “dos partes constitutivas de la ley” se manifiesta en la misma “antítesis esencial entre el fin y el medio del derecho” y es, me pa-rece a mí, un problema que plantea graves dificultades que, como expondré a continuación, no son nada fáciles de resolver. Pero man-tener que, en cierto modo, no sabemos cuál es el análisis de lo que entendemos por una expresión tal es algo muy diferente de sostener

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que no entendemos la expresión; es obvio que ni siquiera podemos plantearnos el problema de cómo ha de ser analizado lo que por ella entendemos si no lo comprendemos previamente. Por tanto, tan pronto como podemos determinar lo que significa que tanto en “la disposición” como en “la sanción” tiene lugar la “antítesis esencial entre el fin y el medio del derecho”, entendemos no solo el signifi-cado de la proposición que estas palabras expresan, sino el del aná-lisis que conviene a ella. Evidentemente, una manera de sostener un punto de vista incompatible con esta proposición es mantener que no es posible considerar separadamente a la disposición y la sanción como “partes […] de la ley” en cada una de las cuales opera la seña-lada antítesis. Es obvio que si esta segunda proposición es verdade-ra, entonces no puede tener esta misma propiedad la proposición de Bunge. De ahí que sea necesario profundizar los conceptos de disposición y sanción. El primero de estos términos designa lo que, en el concepto de von Wright sobre la norma jurídica, representa el “carácter” y el “contenido” de esta (von Wright, 1963, V, § 2, 3), comprensivos a su vez del “hecho” prohibido u ordenado por “la au-toridad del Estado”. Es decir, forma parte de una proposición que, en cierto sentido, implica la afirmación del carácter obligatorio de la norma jurídica, y la negación o exclusión de todo carácter permisivo asociable a su concepto.

Pero, si es así, entonces en el caso de los derechos o del derecho como facultad en las “normas de conducta” (Ross, 1958, II, XI) que podríamos considerar, su existencia no sería contemplada en térmi-nos de ninguna parte de la ley definible como disposición, pero ade-más, ex hypothesi, la mismísima “potestad” en todas las “normas de competencia” (Ross, 1958, V, XXXIII) y en las “de conducta”, estaría en el mismo caso, ya que configuraría también un supuesto en el que la norma no estaría respaldada (inmediatamente al menos) por una sanción.

Consideremos ahora qué proposición puede expresar Bunge con las palabras: “En la […] sanción [la ley] impone la represión o la pena en que se incurrirá si se desobedece la disposición” (1905, p. 222). Me parce que cualquier proposición que pueda expresar de manera adecuada estas palabras es discutible por estas dos razones diferentes:

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(a) creo que el tipo de sanción correspondiente a una desobe-diencia a la disposición consiste en aquella únicamente asociable a una norma prohibitiva. Opino además que se puede discutir el hecho de que ese factor punitivo corresponda prima facie a una norma de-finible como permisiva (von Wright, 1963, V, §§ 2, 14). Es claro que la sanción inherente a la interferencia a esta última norma permitiría incluir aquel factor en la relación en que la norma permisiva se halla con las demás normas, sin excluir la prohibitiva correspondiente al aseguramiento de la permisibilidad, pero sería arriesgado mantener que la parte de la ley llamada “sanción” corresponde a la calificada como disposición en una ley diferente. Por lo que respecta a que “las dos partes constitutivas de la ley” sean “la disposición y la sanción”, la especie de norma jurídica definible como permisiva no podría ser nunca una disposición a la que correspondiera una sanción, como en el caso del tipo de disposición a que se refiere Bunge, que es la prohibitiva. Naturalmente, será siempre un caso diferente de lo que llamaríamos disposición permisiva. Se podría sugerir que Bunge usa “disposición” sencillamente para decir que los enunciados permisi-vos están excluidos de su concepto. En ese caso, estaría de acuerdo en que la proposición expresada con (2) no es cuestionable por esta primera razón. No obstante, no creo que use de ese modo disposi-ción.

(b) También me parece discutible que tal hecho, i. e., la definición de disposición como prohibición, no pueda admitir la idea, contraria al punto de vista de Bunge, de que la proposición de este, “La dispo-sición establece la paz jurídica” (1905, p. 223), considera a esta últi-ma como derivada, prima facie, de disposiciones que reconocen los derechos o de reglas por las que lo que no está prohibido está permi-tido (Nullum crimen sine lege) (von Wright, 1963, V, § 14). Imagino que Bunge mantendría que la paz jurídica no existe o no puede exis-tir donde los derechos no pueden ser ejercidos, aunque continuara afirmando que solo lo prohibitivo se identifica con la disposición, que se resuelve en una de las dos partes de la ley cuya “antítesis esencial” está dada, precisamente, por la “sanción”. No digo que Bunge niegue lo que no responde a su concepto de “disposición” como carácter ju-rídico, sino que es discutible que su opinión sobre este concepto in-cluya como derecho lo que no está prohibido. Resulta evidente que podría definirse disposición para que incluyese también la conducta,

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positiva o negativa, permitida, pero no creo que utilice efectivamen-te de esa manera el término disposición.

Por lo que me parece, no ofrece ningún argumento en favor de la tesis de que la sanción no sea parte de la ley. Lo que hace es mencio-nar la sanción como una consecuencia de la condición consistente en la conducta contraria a la disposición. No ofrece ningún argu-mento en contra de cualquier diferenciación entre la ley y la sanción, pero nos remite a los argumentos por los que la “antítesis” entre “el orden […] y la fuerza” “se manifiesta en […] [estas] dos partes constitutivas” de aquella. Estos argumentos se resuelven en la afir-mación de que la sanción es una parte componente de la ley, como lo es la disposición, y una parte no esencialmente diferente de esta, en cuanto en ambas aparece la referida antítesis. Pero está claro que, aunque estos argumentos fuesen concluyentes, no podrían probar que la disposición y la sanción en sí mismas implicaran el mismo silo-gismo práctico inherente a la relación entre la fuerza y el orden o el orden y la fuerza, como se quiera decir, en ausencia de argumentos convincentes contra el punto de vista con arreglo al cual la premi-sa mayor de ese silogismo es una proposición teleológica referida al orden; la menor, una proposición gnoseológica que relaciona a este como “fin” con la sanción como “medio”, y la conclusión, una ac-ción definible en términos de “arma o instrumento de represión y coacción” (Bunge, 1905, p. 222). No solamente lo que Bunge llama disposición no encaja en este silogismo, sino lo definido por él mis-mo como sanción tampoco es subsumible en ninguno de sus tér-minos o proposiciones, a menos que exista “la disposición” que en “la ley ordena o prohíbe un hecho” (1905, p. 222), o sea que no se trate solamente de esta parte de ella, sino de las dos partes en que ella consiste o consistiría. Si esta concurrencia se diera, entonces, de aceptar el silogismo práctico teleológico en cuestión, tendríamos que aceptar también que dada una ley, o sea, “las dos partes cons-titutivas de “ella que son la disposición y la sanción”, la existencia de esta dualidad implicaría ipso facto la configuración de tal silogismo.

Habiendo planteado esta posición preliminar acerca de la teoría de la “antítesis esencial” como manifestación de una y de otra parte de la ley, Bunge continúa manifestando su creencia en ciertas propo-siciones concernientes a ella. Pienso que aunque él no lo haga, pode-mos distinguir en su discurso tres proposiciones en las que pone de

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manifiesto sus puntos de vista. La primera es: (1) “La disposición es […] el fin de la ley” (1905, p. 222); la segunda: (2) En toda “disposi-ción” lo que la ley precisamente “dispone” es el “orden social” (1905, p. 222). O en otras palabras: no hay una “disposición” que no impli-que el “fin” del “orden social” o este “orden” como “fin” de la ley; la tercera: (3) En la “sanción” se tiene “el medio de que se sirve la ley para ser obedecida”, o sea, “una amenaza a quien la infrinja” como “principio coactivo de la autoridad del Estado” (1905, pp. 222-223).

La discusión acerca de estas proposiciones ilustra de manera muy clara la importancia de la distinción entre el fin como exclu-sivamente atinente a la praemissa maior del silogismo práctico y el medio como implicado en una relación con el fin en su praemissa minor gnoseológica. Si la proposición correspondiente a la primera premisa expresase el propósito de inducir a los hombres a obrar con-forme al orden social (Propositum inducendi homines ad agendum secundum socialium rerum ordinem), como puede decirse que da a entender la consideración bungeana del “orden social” como “fin de la ley”, entonces tendríamos que entender que este punto de vista afirma que el hecho de que la sanción sea “el medio de que se sir-ve la ley para ser obedecida” implica la concepción de la praemissa minor como definible en términos de una proposición que expresa-ría la necesidad de castigar la conducta contraria a ese orden. Por tanto, el hecho de que la amenaza del castigo a quien infrinja la ley obrando lo contrario a ella se constituya en la premisa gnoseológica del silogismo implica que la imposición de él configura la conclusio correspondiente a las premisas o su derivación como hecho fundado en ellas.

Sin embargo, la caracterización bungeana de la disposición como fin de la ley y la definición de ella como orden o prohibición de un hecho no implica una proposición compatible con la que atribuyera la praemissa maior del silogismo relativo a la ley: una finalidad con-sistente en una prohibición o una obligación de hacer o no hacer. Si la proposición de la praemissa maior se resolviese en esos términos, entonces considero indudable que no podría concebirse como una premisa de la que derivara necesariamente la acción coercitiva como conclusión; es decir si y solo si la premisa mayor consistiera en una proposición en la que el fin de la ley es inducir a las personas a no matar, y la menor se resolviera en una proposición que indicara la

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sanción como medio para ese fin, la conclusión fundada en tales pre-misas podría consistir en una proposición descriptiva de una acción definible como coercitiva. ¿Pero sé realmente que si afirmo que “la disposición es […], el fin de la ley” y que este es “el orden social” dis-puesto por ella, lo que sostengo puede consistir en la orden o prohi-bición de “un hecho”? ¿Acaso no es posible que la maior se resuelva en la proposición expresada por las palabras relativas a tal orden o prohibición como fin? ¿O que solo consista en una disposición?

En respuesta a esta cuestión, creo que lo único que puedo decir es que me parece que ella no se resuelve fácilmente con la noción de un silogismo práctico en el que la proposición relativa al fin consista en una norma jurídica o en una parte de una norma jurídica que “ordena o prohíbe un hecho”. Además es obvio que si la premisa en cuestión consiste en una proposición que expresa el propósito de dar lugar a la norma jurídica, entonces ella no es todavía aquello a que se dirige el agente; es decir, no puede ser contemplada como el orden so-cial que ella dispone. Si, en rigor, este orden se obtiene mediante la sanción, como es natural, solo en cuanto esta última se añadiera a la disposición consistente en la prohibición se configuraría la norma jurídica. Ciertamente, no se trata en el caso de una praemissa maior cuyas palabras expresen en una proposición el proyecto de inducir a las personas a obrar en un determinado sentido. Con todo, no me parece que haya buenas razonas para dudar de que una praemissa cuya proposición exprese el propósito de prohibir determinada con-ducta pueda ser adecuadamente seguida de otra praemissa definible como minor y consistente en una regla instrumental afirmativa de la sanción como “medio […] para el obedecimiento de la maior”. Creo que este silogismo práctico es definible como teleológico y no como normativo. Sin embargo, no es fácil definir su propósito como rela-tivo a una disposición; es decir, no sabríamos en qué consistiría una maior que expresara el propósito de dar lugar a una disposición y una minor que indicara que la regla para la obtención de tal fin consis-tiera en una sanción prevista para el caso, precisamente, de incum-plimiento de la disposición. Si pudiéramos considerar que solo con la sanción se obtiene la disposición, tendríamos que presuponer que esta no consiste todavía en otra cosa que en una finalidad cuyo logro la sanción haría posible. Además, el hecho de que la finalidad de la maior sea la disposición misma, es decir, lo que todavía no existe y se

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trata de obtener, me parece que sería algo alcanzable únicamente con la ejecución de la acción prevista en la menor.

Si hay que llamar de algún modo a este primer punto de mi inter-pretación de la teoría de Bunge sobre las partes constitutivas de la ley, es decir, a mi creencia en la posibilidad de resolver en un silogis-mo teleológico la relación entre disposición y sanción como partes de la ley caracterizables en términos de fin y medio, respectivamente, dándole un nombre que pudiera considerarse adecuado, habría que expresarlo, según creo, diciendo que se trata de un intento de expla-nar la referida relación a través de un modelo teleológico en el que la causa finalis lo sería todo, mientras que la causa efficiens resultaría excluida incluso de la misma regla considerada como plausible en la minor. Pero hay que recordar que, según mi punto de vista, puesto que Bunge considera a la disposición como existente independien-temente de la sanción, esta no puede ser lo que configure aquella en el silogismo práctico; y que la diferencia real entre uno y otro, que se expresa por Bunge asociando la primera al fin y la segunda al medio, se establece solamente mediante un silogismo cuya praemissa maior consiste en una proposición expresada por las palabras alusivas a un propósito inductor de la paz social, cuya praemissa minor está dada por la regla según la cual aquella se alcanza mediante la amenaza a quien contraríe dicha orden.

Los aspectos en cuestión, a propósito de este punto (o sea, las proposiciones de cualquiera de las clases establecidas al definir la praemissa maior como dirigida a un fin consistente en la disposición), son aspectos todos ellos que tienen esta propiedad; a saber que, si se trata de una proposición que incluye la parte de la ley que no es la sanción, se sigue de ello que es esta última la otra parte incluida en la minor como medio para alcanzar el fin, representado por la dispo-sición que únicamente puede mencionar aquella proposición como praemissa maior: es autocontradictorio mantener que esta “disposi-ción es […] el fin de la ley” y que ella es, a su vez, el orden social, pues-to que decir que este orden es la disposición es decir que esta parte de la ley es lo que constituye su fin y es, por eso, definible como te-leológica. Ahora bien, puesto que este fin tiene la ulterior propiedad particular de que, si se cumple el medio, que es la sanción, síguese de ello que se alcanza el orden social y, por eso, la “disposición” con

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la que tal orden se identifica opera en plenitud, ya que decir que hay un orden como este equivale a decir que es verdadera la proposición que afirma que la sanción, qua “medio para el fin”, ha hecho posible este y, con ello, la disposición misma. Las expresiones “disposición […] como fin de la ley” o “disposición […] […como] orden social” dispuesto por “la ley” (tal como Bunge las usa) son, como es natural, extraordinariamente vagas. Creo que muchas proposiciones como estas pueden ser llamadas con propiedad proposiciones referidas a la praemissa maior de un silogismo práctico teleológico. Pero hablar de la disposición como fin o como el fin inherente a la proposición en que consiste esa premisa es, sin lugar a dudas, el culmen del absur-do. Por otra parte, como es natural, hay muchos otros aspectos de lo que el propio Bunge llama “disposición”, que son referibles a la praemissa maior del silogismo práctico y no consiste en el fin de ella; por ejemplo en el caso de la proposición expresiva del propósito de inducir a las personas a obrar de modo que su conducta configure lo que se considera “orden social”. Si esta es la praemissa maior, me parece manifiesto que la minor ha de consistir (necesariamente) en una proposición que describa como medio para lograr tal fin la pro-mulgación de una ley. En este caso, es manifiesto que el hecho en el que se resuelve el medio es, además de la disposición, también la sanción, que configura, con aquella, las dos partes de la ley, en opi-nión de Bunge.

III. Caracteres y confección de la ley

El siguiente punto al que se refiere este último en el mismo aparta-do referido a la ley se puede expresar mediante la palabra caracteres, que son en realidad los tres “principales” atribuidos a aquella cuando se la califica de “obligatoria”, “general” y “estable” (Bunge, 1905, p. 223). Otra clasificación aludida en este apartado es la que distingue a las leyes por “sus efectos, su objeto y su duración”. Mientras los prime-ros dan lugar a diferencias entre las “fundamentales” y las “secunda-rias”, las “imperativas, prohibitivas y permisivas”, y las “innovativas e interpretativas”, por un lado, y las “preventivas y de excepción”, y las “generales, locales y personales”, por otro lado, el “objeto” se resuel-ve en las “personales” y las “reales” y la “duración”, a su vez, en las “permanentes, temporarias y transitorias” (1905, p. 223).

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Después de considerar que todas estas “clasificaciones teóricas y empíricas, así como el estudio empírico de los ‘caracteres’ de la ley, ca-recen de importancia científica y de objeto práctico” (1905, p. 223), sostiene Bunge que no hay ninguna razón de peso para suponer que se halle en el mismo caso lo relativo a la confección de la ley.

Mi única objeción a este punto de vista es que el hecho de que la confección de que se trata haya sido siempre una, no excluye las variedades que la historia ofrece con relación a su forma.

El problema de cuál sea el análisis correcto de la proposición ex-presada con las palabras “la confección [de la ley] ha sido siempre una” (Bunge, 1905, p. 224) es, me parece a mí, un problema que plantea algunas dificultades. Pero mantener que, en cierto sentido, la confección es una es algo muy diferente de sostener que ella ha evo-lucionado “a través del tiempo y el espacio” (1905, p. 224). Es ob-vio que ni siquiera podemos plantear el problema de cómo ha de ser considerada ella precisamente en su evolución. Por tanto, tan pronto como descubrimos la variedad implicada en esta última, entende-mos el significado de “una” aplicado a su “confección”. De este modo, cuando Bunge habla de la diversidad de esta, lo que hace no es negar el artículo indeterminado en que consiste “una” en la proposición del caso, sino el adjetivo como número con el que se inicia la serie natural de estos. Es decir, son proposiciones que, en cierto sentido, implican la afirmación de uno (o “una”) como adjetivo (unum) y no como ar-tículo. De ahí que aunque la confección sea “una“, pueda ser también ella varias. Este segundo uso de la palabra está determinado por las diversas formas de composición de la ley correspondiente a los dife-rentes tiempos, que se resuelve, “en las naciones modernas”, en las aplicaciones del “principio […] de la soberanía popular” a través de un “proceso de confección y sanción de las leyes” que al mismo tiem-po que divide “las facultades del Estado”, evita la “funesta anarquía” de este mediante un “legislativo [que] hace la ley [y] […] un ejecu-tivo [que] la promulga, sanciona y publica” (Bunge, 1905, p. 224).

IV. Concepto de la interpretación de la ley

El tema a que se refiere el apartado que sigue al anteriormente ana-lizado se titula “Importancia y concepto de la interpretación de la ley”.

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Utiliza en él la palabra ley de tal manera que, según su modo de hablar, ella designa la “norma jurídica” (Bunge, 1905, p. 225) for-mulada por escrito, y ninguna propiedad genérica atribuible a lo que “se formula y establece consciente y voluntariamente” con ella es asociable a la expresión “derecho consuetudinario”. Está clarísimo que tales propiedades genéricas pueden caracterizar únicamente a lo que se llama ley y se define como regla establecida por la au-toridad pública, no a lo que es “derecho […] antes de formularse” (1905, p. 225). Lo que pasa es que, cuando se habla de ley, tampoco quiere negarse que ella sea “expresión de ‘un’ crecimiento espon-táneo del derecho” (1905, p. 225). En otras palabras, Bunge habla de la ley asociando este término no necesariamente a lo definible como “cambio violento [… o] verdadera lucha” (1905, p. 225), sino relacionando el significado de aquella a lo “que viene a dictarse por una imposición gradual de las ideas” (1905, p. 225). Con todo, la proposición que verdaderamente desea mantener es la siguiente: La ley es la formulación del derecho consuetudinario, equiparable “a esos alimentos medicamentosos que se propinan ya digeridos” (1905, p. 225).

Pero no es esta la única proposición que podrían pretender mos-trar los argumentos de Bunge, si fuesen correctos. En primer lugar, trataré de explicar su postura y, a continuación, intentaré mostrar los que se opondrían a ella.

No creo que haya forma de probar de manera indiscutible que sea falsa la proposición que afirma el dictado de la ley como ma-nifestación del “crecimiento espontáneo del derecho”. Pero pienso que la pretensión de que es verdadera solo se puede justificar por el argumento de que el enunciado relativo a los parlamentos como “laboratorio” en el que se “fabrica, con sus jugos gástricos y pepsi-nas” (Bunge, 1905, p. 225), un derecho que no es el que discurre de forma espontánea no tiene esa misma propiedad, sino que es falso, ya que evidentemente es imposible justificarlo afirmando, como lo hace Bunge, que “La vida actual es tan activa y difusa que el pueblo no tiene siempre tiempo para digerir el derecho” (1905, p. 225). Por tanto, Bunge debe sostener que podemos ver a priori que “los hechos no crean ya el derecho” (1905, p. 225).

Pero si es así, ¿qué relación tiene este último con aquellos?

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El enunciado “El derecho es creado por las palabras” se podría entender naturalmente, pienso, en un sentido del que se seguiría que, si tampoco las palabras reflejan los hechos, entonces no puede ser verdad que el derecho se aplique antes de formularse. Esto es lo que daría a entender al decir que no solamente las palabras de la ley difieren de los hechos, sino que la ley, precisamente consistente en esas mismas palabras, crea el derecho. Por tanto, Bunge debe sos-tener que este último es la ley misma, y que la propiedad absoluta-mente específica que lo caracteriza o que caracteriza a lo que lo crea realmente está constituida “por las palabras” de la ley. Para mí no hay duda, con todo, de que esta propiedad es, a juicio del mismo Bunge, una propiedad diversa y hasta contradictoria con “los hechos, so-bre todo en el orden económico y en el de la política internacional” (1905, p. 225). A menudo, “las palabras no […] comprenden” a los hechos, y en ocasiones hasta “los pervierten y disfrazan” (1905, p. 226). Tampoco puede decir Bunge que el matiz específico que pre-senta el derecho concebido como lo que se expresa a través de un lenguaje escrito no sea una “forma racional y dialéctica de concebir la ley” (1905, p. 226). Creo poder ver con toda claridad la posibili-dad lógica tanto de que este matiz sea absolutamente específico de un derecho que se revela a través de él “en una forma puramente dialéctica”, cuanto que, en realidad, caracterice a este derecho la ne-gación de los hechos. Por tanto, aunque concedo que puede ser cier-to para Bunge como cuestión de hecho esta revelación “puramente dialéctica” (1905, p. 226) del derecho, para mí no hay duda de que esta propiedad es, a juicio del mismo Bunge, una propiedad diversa y hasta contraria a la esencia del derecho. En rigor, ella se presenta como la negación no solamente de los hechos, sino del mismo dere-cho desnaturalizado por las falsas innovaciones de los problemas en que consisten o en que se resuelven ellas “bajo sus interpretaciones conceptuales” (Bunge, 1905, p. 226).

V. ¿Es el derecho la ley?

Volvamos ahora a los argumentos positivos de Bunge en favor de su proposición relativa a que “Los hechos no crean ya el derecho, […] sino las palabras” (1905, p. 225). No necesitamos ocuparnos

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demasiado del primer argumento, ya que solo pretende describir la realidad del derecho “en este preciso momento histórico” (1905, p. 225). Ya he explicado que no alcanza a explicar ni siquiera esto, porque lo que Bunge toma allí como “propiedades”, a saber, entida-des tales como las palabras de la ley, no son, desde su propio punto de vista, propiedades en absoluto del derecho, sino “códigos” sus-ceptibles de desaparecer “bajo sus interpretaciones conceptuales” (1905, p. 226). Pero aunque Bunge hubiese probado que algunas propiedades absolutamente específicas de las cosas concretas de la ley caracterizan a un concepto del derecho, i. e., el de este “preciso momento histórico” (1905, p. 225), eso no aportaría nada en favor de su tesis general relativa a todo el derecho.

Los argumentos que nos interesan, sin embargo, son solamente aquellos que afirman que el derecho es la ley, o a la inversa, que las propiedades específicas de esta última, como definiendum, consti-tuyen lo que apropiadamente la palabra ley como definiens desig-na, donde Bunge se propone probar que “lo positivo” es realmente la ley en el derecho, al menos “en [los] pueblos que han pasado ya a su inconsciente el principio racionalista del Neohumanismo” (1905, p. 226). Según alcanzo a comprender, solo dispone de dos argumentos en ese sentido.

El primero lo desarrolla con relación a los Códigos. Si le he en-tendido bien, lo importante es lo siguiente: Bunge arguye que, en el caso de que estos monumentos de la legislación desaparezcan y al fenómeno de la inexistencia de los mores maiorum, del jurado y de los estatutos antiguos siga el de la falta de aquellos, “sus inter-pretaciones conceptuales” (1905, p. 226) prevalecerán como la ley o como el derecho mismo, transformado en las palabras dialéctica-mente contradictorias contenidas en los Códigos. Y supongo que in-fiere que si “El principio de la codificación es ahora universal” (1905, p. 226), no puede tener razón “Napoleón […] al quejarse de los co-mentarios” (1905, p. 226).

Ahora bien, considero que esta inferencia constituiría un error palmario si atribuyera a la “interpretación sustitutiva de los Códigos un significado dialéctico concordante con la expresión lingüística predominante en estos. Admito la premisa de que, si el derecho se formula como ley en los Códigos, y si “todo desaparece ante” ellos,

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entonces efectivamente son ellos o más aún su dialéctica aquello en que el derecho consiste. Pero, aunque esto sea así, niego que de ahí se siga que el derecho sea definible como mera dialéctica. Me parece que lo esencial en la posición de Bunge estriba en la suposición de que no hay o no puede haber estrictamente derecho en el conflicto hegeliano de opuestos en que consiste el “derecho contemporáneo” (Bunge, 1905, p. 226). Me parece evidente en sí mismo que no es el tránsito del derecho a la ley ni la consideración de esta como de-recho lo que suscita la crítica bungeana de la transformación de los hechos en palabras. En otros términos, admito, como parece supo-ner Bunge, que es inevitable la transformación. Pero cuando habla-mos de esta como derivada del análisis lingüístico, me parece que no usamos la palabra de modo tal que suprimamos con ella los hechos. Todo lo que decimos o podemos decir con Bunge es, creo, que lo suprimible debe ser, precisamente, la contradicción dialéctica que reduce las cosas al cambio conflictivo. Y en este sentido de consis-tencia en el cambio de este carácter, me parece perfectamente claro que una cualidad inherente a uno o más hechos comprendidos en un concepto como el señalado puede ser significada de manera más cla-ra desde la perspectiva de la “interpretación […] [que] se hace con verdadero espíritu positivo y amplia información científica” (Bunge, 1905, p. 226). Además, negar que pueda ser así equivale sencilla-mente a dar por supuesta la solución del problema en cuestión en términos de la dialéctica cuestionada. Si decir que la interpretación limitada a “resolver contradicciones dialécticas” (1905, p. 225) sig-nifica simplemente que ella es la que corresponde históricamente, se sigue de ello que la solución de las “contradicciones dialécticas […] puede salvar el derecho contemporáneo” (1905, p. 226), suponien-do solo que la característica inevitablemente específica de este son esas mismas contradicciones.

Tal como yo veo las cosas, si esta respuesta es pertinente, cons-tituye una solución absolutamente completa al primer argumento de Bunge, y hace que resulte innecesario el segundo argumento con el que trata de mostrar que la misma superación de la dialéctica es la que puede dar lugar a la consideración de las palabras en conso-nancia con los hechos. Es innecesario porque Bunge mantendría, en ese caso, una postura contraria al paralelismo de los hechos con las palabras de la ley. Bunge debe suponer, en este supuesto, que las

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propiedades absolutamente específicas del derecho no consisten en los hechos, sino en su formulación dialéctica en la ley y que, en reali-dad, en esta formulación consiste el derecho mismo. Admito que, si fuese así, se seguiría que lo que en realidad admite Bunge no puede ser idéntico a la noción de ese paralelismo. Pero niego que este pun-to de vista sea conciliable con la opinión expresada por Bunge en favor de una noción del derecho fundada en la ciencia arraigada en el terreno de ella.

El segundo argumento de Bunge es aquel que precisamente se refiere a la “vida […] [del] derecho” fundada en una interpretación de la ley como “forma positiva” de él, relacionada con los hechos, cualquiera sea la naturaleza de estos. Está claro que este argumento comienza con una premisa (1) expresada con las palabras: “Si que-remos la subsistencia del derecho, entonces debemos arraigarlo en el terreno de la ciencia”. De esta premisa, que consistiría en un enun-ciado condicional de la forma “si p, entonces q”, infiere una proposi-ción conclusiva (1) derivada de la minor que subsume el caso dado en p (2) y que se resuelve en la proposición “Por tanto, q”, donde este último enunciado significa no “la ley por la ley” (Bunge, 1905, p. 226), sino “La ley según la ciencia” (1905, p. 226) y, por eso, “la verdadera interpretación de la ley” (1905, p. 206). A su vez, de (1) como regla directriz o técnica deriva un silogismo práctico teleoló-gico cuya maior se resuelve en una proposición referida a la finalidad de cumplir el deseo a que se hace mención en el antecedente de la oración condicional, y cuya minor consiste en una proposición en la que se menciona al consecuente como condición para dar lugar a la realización del antecedente (3). También está claro que, aunque tampoco la minor del silogismo práctico coincide con la minor del teorético, con todo, la conclusio de aquel es la misma acción descrita por la proposición en que consiste la conclusio de este. Por tanto, esta proposición en el silogismo práctico corresponde a una acción que es el consecuente en la praemissa maior y en la conclusio del teorético.

¿Qué afirma (3) entonces exactamente?

Está claro que, sea lo que sea lo que se pueda querer decir con (3), quiere expresar algo que, no podemos negar, se halla relaciona-do con el significado de ciencia. Por tanto, aquí está manteniendo al

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menos esto: que nunca podemos distinguir el significado de una ley a menos que nuestra interpretación de ella sea científica. ¿Pero qué quiere decir exactamente con esto? Supongo que lo que quiere de-cir es, por lo menos, que nunca podemos conocer una ley, salvo que examinemos sus términos con arreglo a una ciencia. Naturalmente, debe querer manifestar más que esto: puede querer decir conforme a toda ciencia natural, como la biología y la fisiología, y a toda cien-cia humana, como la economía y la psicología. Pero, al menos, debe querer expresar lo siguiente: que si podemos entender las palabras de una ley, entonces lo que tenemos que hacer es valernos de una conjunción de ciencias que incluya a todas ellas.

Pero, entonces, volviendo al problema de lo que quiere decir con “Si queremos la subsistencia del derecho, entonces debemos arrai-garlo en el terreno de la ciencia” (Bunge, 1905, p. 226), me parece evidente que, con esta última palabra, quiere decir algo más, a saber, que no podemos lograr la subsistencia deseada, a menos que ope-remos con un método integral. Esto es así porque, evidentemente, para Bunge, las “bases científicas”, los “fundamentos positivos” del derecho concebido “como todo fenómeno, ya físico, ya psíquico, ya físico-psíquico, o bien sociológico, tiene su semilla en el universal de-terminismo científico” (1905, p. 227). Lo que dudo es si también pretende afirmar o no esto otro: que no podemos distinguir el fe-nómeno del derecho de cualesquiera otros fenómenos naturales del cosmos. Pero me parece muy posible que no pretenda afirmar irres-trictamente esto. Ahora bien, el problema es que su actitud hacia (3) depende de que él lo afirme o no. Si lo hace, entonces deseo mantener que la proposición en cuestión implica la adopción de un punto de vista determinista excluyente de toda noción no causalista de la acción. Si no, solo mantendré que no hay ninguna razón para excluir la tesis teleológica que afirma la “causa finalis” como deter-minante de la acción (1905, p. 189).

Así, pues, en primer lugar deseo mantener que, en general, Bunge parece más propenso a identificarse con la tesis de la “causa efficiens” (1905, 189), asimilable a lo que él mismo llama “error teleológico” (1905, 189). Pero quiero recalcar que deseo mantener esto solo res-pecto a lo afirmado por Bunge en favor de su consideración del dere-cho como una “parte del cosmos” que obedece “a […] [sus] leyes” y difiere de aquella parte abstraída “de él en el irracional racionalismo

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de los pseudo-juristas de la escuela filosófica, y aun de muchos que se pretenden afiliados a la escuela histórica” (1905, p. 227). No pre-tendo afirmar que pueda contemplar su determinismo como un ma-terialismo aplicable, mutatis mutandis, a toda realidad. Pero pienso que está claro que, si la interpretación científica de la ley equivale al análisis legaliforme “de sus fundamentos biológicos y económicos” o a “un estudio completo de su objeto, su naturaleza, su alcance, sus proyecciones sociales, sus deficiencias y hasta de la antítesis que pudiera provocar en caso de una lucha por el derecho, según las ten-dencias de la época y las pasiones de su ambiente…” (Bunge, 1905, p. 227), este análisis no es incompatible con ningún punto de vista sobre la realidad según el cual esta discurra en términos de ciertas conexiones nómicas excluyentes de toda aplicación adecuada del modelo PI de von Wright. Como es evidente, esta conclusión no se puede derivar de una premisa que no haga ninguna afirmación po-sitiva acerca del concepto de ciencia o que no identifique a estas exclusivamente con las positivas y subsuma la preceptiva de todas al modelo nomológico de Carl G. Hempel (1965).

Una vez comprendido esto, mi propósito consiste en probar la proposición (1) respecto a casos del mismo tipo que aquellos a los que Bunge se refiere insistentemente en el § 61. Insiste (con lo que estoy completamente de acuerdo) en que la interpretación de la ley debe ser algo más que el desentrañamiento del “significado de su texto y aun que conocer su origen histórico” (1905, p. 227). Pero el decir que ella debe ser un método extraño a “su viejo conceptismo” y calificar este como “charla de loros y papagayos” (1905, p. 228), en mi opinión, es, desde cierto punto de vista, lo mismo que decir que el método científico propuesto representa la negación de esos “harapos sucios y grasientos” que “gasta todavía” el racionalismo in-herente a él (1905, p. 228). Si estas proposiciones son manifiesta-mente concordantes, entonces mi proposición acerca de que el mé-todo propiciado por Bunge no es otro que el formulado por Ihering “pocos años después de Savigny y cuya característica es el “análisis del ’elemento intrínseco y esencial’ de los derechos privados” (1905, p. 229) está probada. ¿Pretende discutir Bunge que no son idénticas? No podría decirlo. Pero si lo hace, pienso que es claro que su único fundamento para hacerlo tiene que ser el suponer el carácter ade-cuado de la hermenéutica introducida por Savigny, contraria a toda

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“interpretación biológica y económica” (1905, p. 228) del derecho. Si fuese cierta esta peculiar doctrina suya, pienso que efectivamente se seguiría que, cuando se refiere a la crítica del “elemento lógico” incorporada por Ihering a su “luminosa y novísima concepción de la jurisprudencia” (1905, p. 225), lo que haría sería identificarse con él y no reemplazarlo, como lo hace, “con su “elemento intrínseco y esencial” (1905, p. 229), y destacar al mismo tiempo “la idea de una finalidad utilitaria o de interés”. Ahora bien, mi opinión de que el uti-litarismo de Ihering, “aunque en cierto modo se aproxima a su base biológica” (1905, p. 229), difiere de esta en cuanto todavía ignora “el grado de generalidad y certidumbre que hoy tienen” (1905, p. 228) las ciencias naturales, coincidiría con la tesis de Bunge de que aquel reduce los problemas interpretativos a cuestiones de filología jurídica y prescinde de la necesidad de superar no solo el racionalis-mo por el historicismo, sino este último por el cientificismo positi-vista.

Me parece completamente evidente que el gran problema en tor-no del cual gira toda la construcción bungeana acerca del concepto de la interpretación de la ley depende del general rechazo del autor argentino a todo racionalismo, incluso aquel ligado a lo que se lla-ma “interpretación histórica”. En relación con ella, como por lo de-más respecto de lo sostenido por Ihering en Der Kampf um´s Recht (1872), Bunge sostiene que “no satisface todas las necesidades y as-piraciones contemporáneas” (1905, p. 233), del mismo modo que el finalismo inherente a la tesis desenvuelta por aquel en Der Zweck im Recht (1877-1883) tampoco se concilia con su Geist des romischen Rechts auf den verschiedenen Stufen seiner Entwicklung (1852-1865) o con el positivismo implicado en ella. Respecto del método históri-co o del factor histórico comprendido por la interpretación histórica, afirma Bunge que este último ocupa un segundo plano (1905, p. 233) en los códigos actuales, cuya característica es la de configurar “cons-trucciones más o menos racionales” (1905, p. 233).

VI. Efectos de la ley con relación al espacio y al tiempo

En esta parte intentaré plantear algunos de los puntos más im-portantes a los que se refiere Bunge cuando trata, en el apartado

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anterior al precedentemente analizado, del tema de los “Efectos de la ley en relación al espacio y al tiempo”. Tal vez los aspectos que estudia en él no sean todos ellos relativos al problema de las “Bases biológicas de la legislación” y, muchos menos, al de “La costumbre y la jurisprudencia de los tribunales”. Incluso es posible que ninguno de tales aspectos concierna directamente a estas cuestiones. Con todo, pienso que su tratamiento puede tener interés, incluso desde una perspectiva negativa en el sentido apuntado.

La primera regla sobre el particular es la que se enuncia diciendo “Cada nación tiene un territorio determinado y la ley su aplicación dentro de su territorio” (Bunge, 1905, p. 241). Por otra parte, pues-to que “la nación no se compone sólo de un territorio, sino tam-bién de un pueblo que habita en él y por el cual la ley fuera dictada” (1905, p. 241), la traslación de los integrantes de la nación al te-rritorio de otra u otras naciones, da lugar a la cuestión de cuál es la negativa que corresponde aplicar en estos casos. Si la respuesta a esta pregunta es en el sentido de que la ley aplicable es la co-rrespondiente al territorio donde tienen lugar los actos jurídicos, el principio inherente a este criterio es el de la “territorialidad de la ley” (1905, pp. 241-242). Por tanto, la proposición que afirma el criterio inverso, de aplicación de leyes distintas a aquellas imperantes en el territorio donde los actos en cuestión se realizaron, no puede tener otra denominación que la de la “extraterritorialidad de la ley” (1905, p. 225). Para Bunge este es el principio inherente a “las naciones modernas”, aunque el estudio de las cuestiones que implican corres-ponde “a una rama especial del derecho, el derecho internacional privado”, que “presenta grandes y confusas dificultades” (1905, p. 242). Puede decirse, empero, que el punto esencial de que depende el principio de la extraterritorialidad tiene que ver con la congruen-cia de las leyes extranjeras “con el espíritu de las leyes nacionales y con el orden público” (1905, p. 244).

Ahora bien, aun aceptando que se entienda como límite del prin-cipio la referida congruencia, Bunge cree (con razón), que son “va-rias las teorías o sistemas sobre la extraterritorialidad” y que, en modo alguno, esta implica la existencia de un derecho internacional cuya jerarquía sea superior a la de los derechos nacionales. Creo que esta opinión está en cierto modo expresada en la proposición que afirma que “la aplicación de la ley extranjera” es “objeto, más que de

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generalización filosófica, de principios y casos particulares” (1905, p. 243). Una expresión como esta es un auténtico caso de expresión sin ambigüedad, cuyo significado todos entendemos o podemos entender. Me daría la impresión de que quien adoptara un punto de vista contrario confundiría el problema de la generalización de la extraterritorialidad con el de la universalización del derecho, en este caso internacional privado. El problema de cuál sea el análisis correcto de la proposición expresada en el caso de una teoría es, para mí, un problema que planea graves dificultades que ni el mismí-simo Bunge ha enfrentado.

Pienso que el tratamiento de la cuestión que seguidamente hace este autor, considerado normalmente como mucho menos compli-cado, tiene por el contrario el inconveniente de ser realmente, en algunos aspectos al menos, contradictorio. Es decir, lleva a proposi-ciones (teoréticas) incompatibles entre sí.

Según creo, Bunge sostiene que una teoría es la de la irretroacti-vidad, mientras que la otra, contradictoria y no solamente contraria a ella, será la de la retroactividad. En el primer caso, el principio es el de que las leyes rigen para lo futuro o, lo que es lo mismo, no tienen “efectos retroactivos” (1905, p. 244). En el segundo, la re-gla es definida como retroactiva, porque los casos en que “ella se aplica al pasado son tantos que sería un contrasentido hablar a su respecto de irretroactividad”. Pero, al parecer, realmente ninguno de estos principios puede ser absoluto, porque la invocación de la irre-troactividad supone el argumento de “la existencia de los derechos adquiridos” (1905, p. 244) y por eso el interés general implicado en ellos como los casos de negación de la estabilidad, aunque derivada del principio opuesto, proceden o bien del interés público exigido “de modo perentorio”, o bien de la conveniencia, igualmente pública o general, “en facultar las transacciones y actos jurídicos”, o bien del “filantropismo que caracteriza nuestra época” (1905, p. 244).

En otras palabras, lo que afirma Bunge es sencillamente que toda retroactividad procede de la ley o de lo dispuesto por el legislador. Pero esta proposición no excluye la validez, derivada de un criterio liberal y positivo, de las leyes cuyos efectos retroactivos se fundan en determinadas circunstancias, precisamente aquellas que consti-tuyen las excepciones a la regla de la irretroactividad (1905, p. 245).

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Encuentro difícil sacar de esto proposiciones determinadas so-bre la definición de este positivismo en términos de la teoría de Karl Bergbohm (Jurisprudenz und Rechtsphilosophie, 1892). Con todo, mencionaré algunos puntos de los que me parece (quizá en forma equivocada) que Bunge saca algo verdaderamente interesante con relación a ella.

(1) Aunque concedamos que Bunge no pretende mostrarse aquí como un iusnaturalista, como, por lo demás, en parte su Teoría del de-recho revela algún propósito en tal sentido, dudo mucho que su adhe-sión a la tesis de los autores que sostienen que existen casos en los que el legislador debe establecer la retroactividad sea totalmente concilia-ble con la tesis bergbohmiana de que “Una ley efectivamente existente es una ley, aun cuando provoque nuestra censura” (Bergbohm, 1892, p. 398; citado por Welzel, 1977, p. 192). No veo por qué habría de conciliarse con este concepto de ley la afirmación relativa a la pro-cedencia de la retroactividad que incluye el debe como una impo-sición relativa a los casos que menciona como ilustrativos de leyes legítimamente retroactivas. Creo que esta legitimidad retroactiva o retroactividad legítima se opondría a la legitimidad de la irretroacti-vidad en los mismos casos y, por tanto, daría lugar a contemplar la censura derivada de ella como relativa a un principio no necesaria-mente positivo al cual ella se opondría.

(2) Me parece que en estos casos la censura que nos provocaría no tendría, sin embargo, el efecto de negar su carácter de ley a aquella que no considera las circunstancias a las que se asociaría (equivocada-mente) su legitimidad, puesto que esta provendría solo de “su funcio-namiento en la realidad” (Bergbohm, 1892, p. 398; citado por Welzel, 1977, p. 192). Aunque tal vez podría replicarse, a este positivismo de Bergbohm, que el funcionamiento no es o no puede ser (para Bunge) esencial, mientras que lo debido, el debere concebido como un verbo transitivo supone una limitación cuya transgresión no puede tornar legítima el hecho de que la ley contraria a la exigencia, de que se trata, sea “lo que funcione como Derecho” (Bergbohm, 1892, p. 80; citado por Welzel, 1977, p. 192) y constituya, por eso, el Derecho mismo (Bergbohm, 1892, p. 80; citado por Welzel, 1977, p. 192).

(3) Aunque cualquiera que interpretara las proposiciones de Bunge sobre este particular como próximas al iusnaturalismo o, al

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menos, a un positivismo no necesariamente definible en términos del de Bergbohm, me parece que hay una relación muy importante entre el punto de vista que mantiene nuestro autor y el positivismo en general, sin excluir el bergbohmiano. Habla de la irretroactividad como si bastase el hecho de que el legislador no haya introducido excepciones para que nadie entienda que estas puedan existir, aun cuando el carácter irrestricto de la regla sea en sí reprochable. Habla como si bastase el carácter real o irrefragable de la irretroactividad para dar legitimidad a su establecimiento legal irrestricto, y descalifi-car la censura o el reproche social consiguiente. Con toda seguridad, sería preciso, no obstante, considerar esta oposición social como un inconveniente (bergbohmiano) a la calidad de positivo de lo que se pretende que sea derecho, porque “un poder competente y crea-dor” (Bergbohm, 1892, p. 549; citado por Welzel, 1977, p. 192) le ha conferido tal “cualidad jurídica” (Bergbohm, 1892, p. 549; citado por Welzel, 1977, p. 192). Pero no veo por qué en este caso la cen-sura social a la regla irrestricta de la irretroactividad habría de con-figurar, per se, la idea de un derecho caracterizable como próximo a cualquier iusnaturalismo. La réplica a este punto de vista diría más bien que la ilegitimidad de la irretroactividad resultaría, en este caso, de un derecho que no puede funcionar y que, por eso, no es propia-mente definible como tal.

Ciertamente, no podría afirmar cuáles serían los efectos de esta contradicción. Con todo, no me parece que haya buenas razones para dudar que ella existe. Creo que es fácil comprobar que una ley se halla en este supuesto cuando es contraria a “la validez de los actos jurídicos”. Sin embargo, no sabríamos cómo determinar la va-lidez de tal ley, es decir, no sabríamos en qué principio deberíamos fundarnos para afirmar apropiadamente la anulabilidad, con arreglo a ella, de los actos jurídicos en cuestión. Si pudiésemos hacerlo y si supiésemos cuál es el principio por adoptar, debería ser porque se trata, indudablemente, de un principio inherente al positivismo legal. Además, el hecho de que haya un criterio —es decir, este y no cual-quier otro– me empuja a pensar que es algo que no solamente no sería definible en términos iusnaturalistas, sino que tampoco lo sería en los de un positivismo calificable como naturalista o sociológico.

Si hay que llamar de algún modo a este punto de la posición ius-filosófica de Bunge, es decir, a su creencia en la necesidad de que

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solo la ley puede operar con “efectos retroactivos”, se entiende, “si el legislador lo dispone”, dándole un nombre que haya sido usado por los iusfilósofos o por los historiadores de la filosofía del derecho al clarificar posiciones como la anteriormente expuesta, habría que expresarlo, según creo de nuevo, diciendo que quienes sostienen, como Bunge parece hacerlo en este caso, la necesidad de la ley como un concepto asociable a la identidad de esta con el derecho lo que sostienen, en realidad, es una visión del derecho identificable con el concepto de este como derecho legal. Pero hay que recordar que, según el punto de vista de Savigny, que el mismo Bunge cita, no todo el “derecho positivo” es derecho escrito identificable con la ley; y que la diferencia real, que se expresa comúnmente entre el derecho positivo y el que no lo es, se establece solo sobre la base de su impe-ratividad social. Según creo, el punto de vista mantenido por Savigny a este respecto supone que, puesto que esta imperatividad es inde-pendiente del carácter escrito o legal de las normas, también aque-llas no derivadas del “poder supremo del Estado” (Savigny, 1840, I, § 13); pueden ser definidas como “derecho positivo” (Savigny, 1840, I, § 13). En otros términos, que este último no es solamente el “tra-ducido por la lengua con caracteres visibles y revestido de una au-toridad absoluta” que se llama “ley”. En todo caso, el dotado de “un signo exterior que lo coloque sobre todas las opiniones individua-les y facilite la represión de la injusticia” puede alcanzar un altísimo “grado de evidencia y certidumbre”; pero aunque comúnmente “el más alto grado” de que se trata corresponda a la “ley” y, por eso, al derecho escrito y no al “consuetudinal” (Alberdi, 1837, 2, 2, art. 4), como llamaba Alberdi al opuesto de aquel, nada impediría contem-plar como “derecho positivo” al segundo si imperase socialmente con la fuerza obligatoria atribuida a la lex en forma habitual. En su System des heutigen Romischen Rechts (1840-1851) Savigny admite que, de hecho, es un “error” considerar la costumbre como “causa de nacimiento” del derecho (Savigny, 1840, I, § 12). Incluso afirma que el “fundamento” de este “tiene su existencia y realidad en la conciencia del Pueblo” (Savigny, 1840, I, § 12).

Quiero, por tanto, dejar completamente en claro que Savigny no solo no niega que la “costumbre […] [sea, en realidad] síntoma del Derecho positivo”, sino que además afirma que el señalado error de considerarla causa del derecho “contiene un elemento verdadero, al

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que sólo hay que reducir a sus justas dimensiones” (1840, I, § 12). Por el contrario —y creo que este es el significado que el autor de Geschichte des romischen Rechts im Mittelater (1815-1831) atribuye al “elemento” en cuestión—, lo contenido en el error de que se trata es definido por él “como causa productora concomitante” (1840, I, § 12) y no solamente “como síntoma del Derecho positivo” (1840, I, § 12). En una palabra, mantiene que la proposición de que, conside-rada la costumbre “como consciente y dimanente de la energía del espíritu”, no se estaría en el caso de la “suposición de una costum-bre que repercute sobre el Derecho mismo”, siendo en uno de los “dos aspectos” en que ella existe con relación al “Derecho positivo” (Savigny, 1840, I, § 13): como síntoma de él, pero a la vez como condición compleja suficiente, para decirlo en los términos en que expresaría von Wright la relación (1971, 2, 2). Lo que mantiene al afirmar la concomitancia causal unidad a la señal es la preservación del concepto del “espíritu popular” (Volksgeist) como causa no ex-cluida por la exclusividad causal de “una costumbre definida en tér-minos de ‘conducta repetida como inconsciente y determinada por mero azar externo’” (Savigny, 1840, I, § 13). Por lo tanto, quienquie-ra que creyese que Savigny oscurece o niega el concepto mismo de derecho consuetudinario (Gewohnheitsrecht) estaría de hecho en desacuerdo con él y sostendría así la idea de un historicismo que se niega en él a sí mismo mediante la búsqueda de un perfeccionamien-to de la ciencia jurídica justineanea, representativo de la exclusión de la dirección filológica germana impresa a la Escuela Histórica por los verdaderos historiadores del derecho, opuestos a la pandectística visión del derecho en que culminó la renuncia savignyana al progra-ma formulado en Vom Beruf unserer fur Gestzgebung und Rechtswis-senschaft (1814), a la que J. Puchta (1797-1846) llevó a su cima en Das Gewohngeitsrecht (1828-1837), entre los que corresponde nombrar a K. F. Eichorn (1781-1854), Jakob Grimm (1785-1863) y B. G. Niebuhr (1776-1831), quienes, más consecuentes con la idea del Volksgeist que el famoso contradictor de A. Thibaut (1772-1840), consideraron de mayor interés la historiografía de la ciencia del derecho que esta última ciencia.

Sin embargo, la negación de la postura favorable a la costumbre en Savigny —el de la “renuncia al concepto orgánico de evolución en favor del antiguo ideal de la forma” (Wieacker, 1957, § 20, I, c, bb)—

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La teoría de la ley en la Teoría del derecho de Carlos Octavio Bunge

no implica la exclusión de la ya indicada noción de aquella como causa concomitante a la vez que como signo del derecho positivo. Si este derecho facilita “la represión de la injusticia” cuando opera, “traducido por la lengua con caracteres visibles y revestido de […] [la] autoridad absoluta […] [que] se llama ley”, no desaparece por-que la confección de esta, que “es uno de los más notables atributos del poder supremo del Estado”, falte. Si solo necesita, para existir, “la convicción del Pueblo” unida a una “conducta […] dimanante” de ella como “energía del espíritu” y a la vez como “causa concomitan-te” de su concepto, entonces considero indudable, del mismo modo que, por lo demás, Savigny lo hace, que hay un “derecho positivo” denominado Ley en cuanto se halla “encarnado en el lenguaje y pro-visto de poder absoluto” (1840, I, § 13) y otro “derecho positivo” desprovisto de esta encarnación y por eso de este “poder que no puede identificarse con la ley y se llama “derecho consuetudinario” (Savigny, 1840, I, §§ 12-13).

¿Pero puede llamarse a este positivismo legal? ¿Acaso el positi-vismo de este nombre resuelve el concepto del derecho positivo en el Gewohnheitsrecht o en el Volksgeist contemplado como causa concurrente de él? Naturalmente, admito que no podrá ser cierta cualquiera de las proposiciones interpretativas del pensamiento de Bunge si de ella se sigue la caracterización de este como afirmativa del positivismo legal. Creo estar incluso en posición de una prueba absolutamente concluyente que de ninguna de las más razonables se sigue alguna proposición compatible con una negación completa del historicismo en él. El contraste entre su valoración de la cien-cia jurídica y hasta su desinterés en la historiografía del derecho no reside en una oposición suya al Volksgeist, sino en la negación de aquella conducida por los carriles exclusivamente filológicos de la historiografía. Pienso que el punto de vista de Bunge puede ser en este punto más próximo al de Savigny que lo que el propio iusfilósofo argentino imaginaría. El jurista alemán no consideró nunca al dere-cho científico como contradictorio con el principio del Volksgeist. Esto es así porque, cuando Savigny se refiere a lo que denomina con esa expresión, habla, en rigor, del mismo Volksgeist, o si se prefiere del “derecho del Pueblo” y hasta de “la conciencia común del Pue-blo” en una de su “doble vida”, es decir, en aquella consistente en “su desarrollo más detallado”, en una “conciencia particular” que no es

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Marcelo Bazán Lazcano

“sino una continuación y desenvolvimiento de igual carácter del De-recho del Pueblo” (Savigny, 1840, I, § 14). Por tanto, si al hablar del derecho científico, Savigny trata de aquel derecho que únicamente cultivan los juristas y se resuelve en una “profesión especial” dedi-cada “a su aplicación a los diferentes casos” (1840, I, § 14), lo que hace es considerar al mismísimo Volksgeist en ese sector del pueblo constituido por los que piensan reflexivamente en el derecho po-sitivo derivado tanto del espíritu del pueblo como de la conducta institucionalizada en que ese mismo derecho halla sus síntomas; y si también se refiere, como por lo demás el propio Bunge lo hace, al derecho positivo como un género del cual el “encarnado en el len-guaje y provisto de poder absoluto” es probablemente la especie más importante, todo lo demás que en Savigny se afirma sobre la ley y la ciencia del derecho tampoco se opone a la tesis de que am-bas “fuentes” deben resolverse en la formulación de “ideas acertadas sobre la génesis del Derecho positivo y sobre la verdadera relación de las fuerzas que en ella operan, llegan a dominar y a mantenerse” (Savigny, 1840, I, § 15). Por tanto, una opinión incompatible con la proposición que afirma la necesidad del estudio de la historiografía jurídica solo podrá ser incompatible con la tesis de Savigny tanto como de Bunge, porque ambos afirman, aunque con diferencias en cuanto a otros aspectos, lo mismo sobre igual historiografía.

Ahora bien, aun aceptando que se entienda el nombre usable con las palabras positivismo legal para expresar el positivismo bungeano implicado en la proposición de que es el legislador quien únicamen-te puede, apartándose del principio de la irretroactividad de la ley, disponer de forma expresa su derogación, sigo creyendo que el po-sitivismo en cuestión –no necesariamente el problemático que co-rrespondería al concepto de él en la noción del derecho positivo del Savigny ulterior a su discusión con Anton Thibaut– puede todavía redefinirse como el bergbohmiano, al menos en cuanto es nuestro tiempo el que otorga espíritu eminentemente legal y no solamente racionalista al derecho.

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