aventura
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REVISTA DE LITERATURA PERIFÉRICA. Es una publicaciónd Editorial Almadía que nace con el objetivo de abrir espacio y establecer puentes entre autores hispano-hablantes, en particular aquellos que escriben en los diferentes países de nuestro continente, así como de crear vínculos con autores de otras lenguas.La revista se suscribe al discurso periferia-centro como manera de comprender el nuevo espacio público. Esto define su perfil y el tipo de lector al que va dirigida: un lector crítico, que busca conocer las nuevas tendencias de la literatura en el mundo, alternativas distintas a la oferta del mercado editorial.La revista es un compendio de los mejores textos literarios, inéditos en lengua española, que abordan en cada número una temática específica.TRANSCRIPT
Revista Número Cero · año 1 · número 3 · octubre 09 - enero 10, es una publica-
ción trimestral editada por Editorial Almadía S. C., con domicilio en calle 5 de mayo,
número 16-a, Santa María Ixcotel, Santa Lucía del Camino, cp 68100, Oaxaca de
Juárez, Oaxaca · Oficinas en Av. Independencia 1001, cp 68000. Col. Centro, Oaxaca
de Juárez, Oaxaca · Teléfono (951) 516 21 33 · www.revistanumerocero.com · Editora
responsable: Guadalupe Nettel · Número de Certificado de Reserva otorgado por
el Instituto Nacional de Derechos de Autor: 04-2009-050709505700-102 · Impresa
por: Grupo CAZ S. A. de C. V., con domicilio en calle Marcos Carrillo 157, Colonia
Asturias, cp 06850, México, df. Fecha de terminación de la impresión: noviem-
bre de 2009 · ISSN: en trámite.
Este número se realizó gracias al apoyo de Proveedora escolar S. de R.L. y Fondo Editorial Ventura A.C.
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EditoresGuadalupe Nettel
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RedacciónMaría Fernanda Álvarez
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Robert JuanCantavella
Gastón García
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Jorge Herralde
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Mario Jursich
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ArteJuan Antonio Sánchez Rull
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Director general Guillermo Quijas
Asesor LiterarioLeonardo da Jandra
Director literarioMartín Solares
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Revista Número Cero Editorial Almadía Proveedora Escolar
HORA CERO“No podemos detenernos”, grita Bruce Chatwin En la Patagonia. Si hay un género fundacional, un
género que atraviesa todos los géneros literarios, ése es el de la aventura. Desde que los primeros
hombres se reunían alrededor de una fogata para contarse los avatares del día, hasta la épica
de las guerras griegas; desde la tradición oral hasta los libelos del siglo xviii que contaban las ba-
tallas de ultramar, la avidez por descubrir el mundo ha sido la misma. La fascinación por el viaje,
los animales fabulosos o las peripecias de los detectives privados, forma parte de esa misma
avidez. Desde siempre, el ser humano ha magnificado sus anécdotas, sus recorridos íntimos y sus
héroes. Narrar aventuras alimenta el deseo y facilita la fabricación de expectativas. Esas ideas de
lo posible que nos hacen caminar e inventarnos un rumbo.
El vértigo de la velocidad y la parálisis por aceleramiento que caracterizan nuestra época han
cobrado sus facturas. El arte no es ajeno a ello. De cara a los padecimientos de la sociedad con-
temporánea, la literatura de aventuras ha sido despojada de su tradición para convivir con otros
formatos: la influencia de la radio, la televisión y sobre todo el cine, han monopolizado el con-
cepto y lo han saturado. Quienes editamos Número 0 pensamos que vale la pena apagar por un
momento todas las pantallas y pensar en la aventura desde el lugar que durante tantos siglos
constituyó su habitat natural: los libros, la palabra escrita.
En sintonía con la xxix Feria del Libro de Oaxaca, que este año estará dedicada a la aventura,
nos propusimos abordar el tema en un sentido muy amplio y contemporáneo del término: la
aventura de los nuevos piratas y corsarios que Trebor Escargot entrega para desnudar al mundo
de los derechos de autor; la aventura del cuerpo en el diálogo que sostienen Alberto Ruy Sánchez
y Joumana Haddad; la oposición entre silencio y riesgo que plantean los poemas de Álvaro Mutis.
Tampoco podíamos soslayar al tema de la inmigración, gran epopeya del siglo xxi, que tanto Jorge
Volpi como Alejandro Robles abordan en sus respectivas colaboraciones.
En conjunto, todos los textos presentados en esta edición hacen un retrato hablado de la aventu-
ra en nuestro tiempo; ponen de manifiesto que nuestra realidad se sigue construyendo a partir
de una serie mitos y que son éstos los que le otorgan todavía un sentido. La reseña de Diego
Courchay Preigo plantea una pregunta muy pertinente en nuestros días: ¿qué sucede cuando bus-
camos descansar los ojos de tantas visiones prefabricadas que nos avasallan al mirar la televisión,
Internet, el cine o el PS3? La respuesta está en darle la oportunidad a nuestro cerebro de cubrir
una necesidad vital: fantasear para vincular al mundo real con uno superior a éste. Alejarnos de
las habitaciones con vista al televisor, para abrir la ventana y comprender que detener la imagi-
nación es también detener al mundo. Por eso creemos, con Bruce Chatwin, que la salida está en
no detenerse. Para inventarse un rumbo, el secreto está en no bajarse del caballo, el montgolfier,
el carrito o el submarino, lo que usted, querido lector, elija para el viaje.
C O N T E N I D O
ENsAyO LA HORDA DE LOs
GEsTOREs
Trebor Escargot6
CuRTIs GARLAND,
uNA LEyENDA DE LA
NOvELA pOpuLAR
EspAñOLA
Robert Juan-Cantavella12
uNA AvENTuRA
A CAbALLO,
RAymOND ROussEL
y EL éxODO CubANO
Alejandro Robles19
pOEsíA
DOs pOEmAs DE
ÁLvARO muTIs
25
LOs suEñOs sON
TAmbIéN HERIDAs
Breyten Breytenbach27
DOs pOEmAs DE
puRA LópEz COLOmé
30
Qué HERmOsOs
DíAs AQuELLOs
Fabio Morábito35
DOs pOEmAs DE
FRANCIsCO
HERNÁNDEz
37
CuENTO
IRmAN
Samanta Schweblin40
uN vIAjE FALLIDO
Aura Estrada48
pOLvO
Eduardo Halfón53
uLIsEs muERE
Jorge Volpi64
A DOs TINTAs
DIÁLOGO ENTRE
ALbERTO Ruy
sÁNCHEz y
jOumANA HADDAD
68
CRóNICA
NIpONAs
Martín Caparrós82
EN LA mIRA
INmENsO pAsADO
Gastón García entrevista aBernhard Schlink93
bAzAR
LA ENTREGA
Pedro Mairal 97
bAuTIzO EN EL
mEDITERRÁNEO
Karla Suárez 99
sE puEDE vOLAR
Paola Tinoco 101
CORRER CON RAbIA
Mayra Santos Febres101
LIbRERO
uN muNDO mODELO
Álvaro Bisama106
EL OTRO vERNE
David HoracioColmenares109
pOR QuIéN DObLAN
LAs pÁGINAs
Diego Courchay Priego114
vIAjE AL FIN
DEL muNDO
Ave Barrera116
bIOs118
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ENsAyO
LA HORDA DE LOs GEsTOREs
Trebor Escargot
En realidad va a parecer que no hablo de literatura, pero sí lo estaré haciendo.
Si en España la piratería prácticamente no afecta al mundo de la literatura, es
sólo por motivos circunstanciales, prácticos. Haciendo uso de los medios a nues-
tra disposición, y obviando la posibilidad de leer en pantalla, en términos eco-
nómicos hoy en día sale casi lo mismo fotocopiar un libro que comprarlo. De
ahí la narcótica sensación de oasis del noble arte de la escritura, aparentemen-
te a salvo de estos desaprensivos malversadores: los piratas. Pero eso en rea-
lidad poco importa, porque la extorsión no tiene a un arte por objeto sino al
ciudadano, al lector, al consumidor de productos culturales, y éste (como ima-
gino que es su caso, lector disciplinado) unas veces lee libros y otras ve pelícu-
las o escucha música. Por eso creo que es importante que usted lo sepa: los piratas
existen, están ahí fuera, son malos y nos acechan. Su propósito es acabar con
el arte, convertirlo en mercancía y traficar con ella. Le daré algunas pistas para
que, en caso de toparse con uno de ellos, pueda usted identificarlo y actuar en
consecuencia.
Un confuso vínculo une al pirata con el mundo del arte. Si hoy se dedica a chu-
learlo y chuparle la sangre en nombre de la gestión y la propiedad intelectual,
en otros tiempos lo practicó, normalmente con escasa suerte y altas cuotas de
mediocridad. Luís Cobos o Pau Donés (que sigue en activo, en serio...) serían
ejemplos obvios, pero hay otros ex artistas que sí gozaron alguna vez del favor
Hace no mucho el periodista Trebor Escargot publicó un artículo para la revista Quimera donde desenmascaraba a la Sociedad General de Au-tores y Editores de España, sgae. Esta sociedad, fundada en 1987, tiene como objetivo gestionar y defender los derechos de propiedad intelectual de más de noventa mil socios (directores de cine, guionistas, composi-tores de todos los géneros de música, escritores dramáticos, libretistas, coreógrafos, etc.) que se adscriben a ella. Pues bien, valientemente, Tre-bor Escargot decidió aventurarse en sus entrañas y desnudar las prác-ticas clientelares, los abusos económicos y la piratería que, con patente de corzo, practica esta institución. La reacción no se hizo esperar y la sgae, que se encarga de velar por los derechos de los autores, demandó a nuestro autor ante las autoridades. A continuación les presentamos algunos fragmentos de esta estupenda aventura de piratas y corsarios de la era digital. Nuestro escenario: las islas del copy left y los feudos del copy right.
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de las musas (no hay más que recordar la preciosa canción que, en su debut,
Víctor Manuel le dedicara a Francisco Franco). Lo cierto es que suelen iniciarse
en la piratería cuando se les acaban las ideas, o más bien las ganas de trabajar
para tratar de tenerlas.
Sus métodos pueden despistarnos, pues no andan por la vida en barco, ni tie-
nen el valor que requiere empuñar una espada. Han abandonado el ron, en favor
del cdRom, y la bandera de la calavera por otras más discretas y actuales con
las siglas de su banda: sgae, vegap, etc.
Han ampliado su radio de acción, colonizando los mecanismos que en otros
tiempos ampararon a una especie hermana: los corsarios. En virtud de esta rees-
tructuración jurídica, y gracias a un juego de sobornos estándar, cuentan con el
apoyo de las instituciones y sus representantes (muy próximos a ellos en capa-
cidad intelectual y gusto estético), y en una evolución próxima a la de la mafia
clásica, ejecutan un poder parademocrático que suele tener la forma de impues-
tos y normalmente recibe el nombre de canon.
Como los piratas de verdad en su momento, como el telar manual tras la apa-
rición del mecánico, o como la comunicación mediante tambores después de
inventarse el teléfono, estos zafios piratas tienen las horas contadas. Y nosotros,
por una mera cuestión generacional, tenemos asientos de primera fila para asistir
a su cochambrosa y ridícula agonía.
Así que, de momento, dejemos que nos sigan extorsionando. Querrá decir que
siguen vivos, que todavía tenemos tiempo para asistir a su hecatombe.
¿Escargot? ¿Quién es usted? Un hombre nuevo. Esta experiencia, tener un contacto tan íntimo y cercano con
los señores de una institución tan importante en la vida cotidiana de los ciuda-
danos de a pie, aunque sólo sea a través de una denuncia, ¿qué quieres que te
diga?, me ha cambiado por completo. Antes era un simple periodista, y sobre todo
un tipo bastante descerebrado. Pensaba que uno puede ir por ahí diciendo lo que
La respuesta a esta tesis pegada en su puerta fue durísima. La sgae res-paldada por su ejército de noventa mil socios o no, decidió entablar un juicio formal contra Trebor Escargot o quien resultase responsable de poseer el dominio de tal nombre. Aquí les presentamos algunas de las pre-guntas que Escargot contestó después de amanecer convertido en blan-co de la fusilería corsaria.
ENsAyO
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piensa de las cosas y, ¡hala!, ya está, sin tener en cuenta el honor de las personas,
las cosas y las instituciones. Por si tu pregunta iba por ahí, es decir, si es que mi
pasado puede tener algún interés, te diré que en esa época que acabo de dejar
atrás he escrito en diferentes medios, muchos de ellos de dudosa reputación, y
casi siempre llevado por el torpe empuje del libre albedrío. Pero a partir de ahora
será diferente. Dos son los motivos de este cambio. En primer lugar, obvia decir-
lo, la denuncia que esta revista se va a tener que comer por mi culpa. Pero el más
importante y decisivo ha sido escuchar un disco de Paddy el Flautista. Se lo rega-
laron a mi abuela el día de su primera comunión y, mientras buscaba un trans-
formador para conectar su viejo giradiscos a 125 w, lo cierto es que he visto la
luz. Si compartir música no fuese un delito despreciable y digno de la silla eléc-
trica, amigo redactor jefe, te lo dejaría para ver si así también tú alcanzas la ilu-
minación, como me ha sucedido a mí.
¿Supuso alguna vez que su texto tendría semejante repercusión? En realidad no ha tenido tanta repercusión. Lo han leído los señores de esta ins-
titución, eso sí, pero es que ellos leen siempre todo para velar por la integridad
moral de las cosas del mundo, para ver si todo está en orden, por nuestro propio
bien. Lo cual me parece perfecto. Uno de los intelectuales de este fantástico
grupo de artistas y gestores lo ha dicho muy claramente hace sólo unos días: “En
este país –sentenciaba con acierto David Bisbal en el programa de Julia Otero–
en este país hay demasiada libertad de expresión”. Otro de ellos, el señor Borau, en
una cátedra impartida en abierto para todos los lectores de El Periódico, decía
recientemente que “existe la presunción de inocencia –en clara alusión a unos fle-
cos de la carta magna que, con el tiempo, podremos ir limando y enderezando–
pero también existe la presunción de culpabilidad”. Con todo esto quiero decir
que el revuelo que se ha armado está plenamente justificado. La mayor parte de
periodistas como yo no son sino niños manejando un juguete que les viene
grande. ¿Qué quiere decir eso de ampararse todo el rato en la libertad de ex-
presión? Alguien debe velar por qué es lo que cabe y lo que no en ésa tan traída
y llevada libertad de expresión, y yo creo que esta gente, con su espíritu ilustra-
do y esas maneras de somelière, son los más indicados.
¿Se arrepiente?Por supuesto. Cuando entras en Alcohólicos Anónimos lo primero que te dicen es
que ante todo tienes que reconocer tu problema, asumir que en algún momento
LA HORDA DE LOs GEsTOREsTrebor Escargot
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de tu vida has cometido un error muy grave. De lo contrario no existe ninguna
posibilidad de cura ni de salvación. Y yo lo he asumido. Sé que he hecho mal al
expresar públicamente mi opinión. Pero estoy enderezando mi vida. Sin ir más
lejos, ayer desconecté para siempre el programa EMule del ordenador de la Es-
cargotcueva, y en el Escargotmóvil ya sólo llevo discos originales de treinta euros.
Pero es difícil, amigo redactor jefe. Son muchas las veces en que estos ilustres
pensadores, a los que no puedo tener sino por mis maestros, han puesto en
conocimiento público que la mayoría de la gente que formamos esa masa bo-
rrosa que es el pueblo llano somos unos ladrones y unos delincuentes por hacer
las cosas que hacemos con la música, con las películas, con los artículos de opi-
nión. Yo mismo soy un ladrón y un delincuente. Quién sabe si no lo seas hasta tú.
En semejante situación, las preguntas que cabe hacerse son: ¿basta con arre-
pentirse? ¿Es suficiente un simple acto de contrición? ¿Hasta qué punto las
buenas intenciones sirven cuando lo que está en juego es la vida de un peca-
dor, de un ladrón, de un delincuente? Por cierto, no sé si te he comentado cuán-
to me gusta el disco de Freddy el Dentista que tenía mi abuela en el baúl de la
cubertería. Es una música llena de ritmo, muy marchosa. Está claro que los
Beatles lo copiaron en muchas de sus canciones. Pero todo se andará, también
llegará el día de los Beatles.
¿Qué opina usted de la interpretación literal de ciertas palabras que usted emplea en su artículo, interpretación en la que se sustenta la demanda?Que se trata de un ejercicio de estilo sublime al que un simple periodista como
yo no debería tener acceso. El hecho de que una institución como la que nos ocu-
pa (a través del impecable y delicioso comentario de texto al que ha sometido
mi artículo en su denuncia) una sus fuerzas con otra institución como la rae (a
través de las definiciones de palabras como “pirata”, “chulear” o “extorsión”, que
aquélla ha utilizado en el citado análisis textual), no puede sino llenarme de va-
nidad y llevar mi orgullo patrio mucho más lejos de lo que consiguió llevarlo el
último partido de cuartos de la selección española en el mundial. Es como si la
Pepsi y la CocaCola aparcasen por un momento sus diferencias empresariales
para imprimir sus dos logotipos en un balón de playa y me lo enviasen por correo
certificado. Si no me pongo a llorar ahora mismo es porque, a pesar de todo, sigo
siendo un tipo duro, un periodista de la vieja escuela. Pero aquí entre nosotros,
te diré que han conseguido tocarme el corazón.
ENsAyO
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¿Está usted afiliado a la sgae?Amigo redactor jefe, parece que no me estés escuchando. Si hay algo que he
aprendido con todo esto de la denuncia es que yo sobre esa institución no tengo
opinión propia. No es que tenga miedo, es que tengo terror. (Por cierto, me pa-
rece fatal la bromita ésa que he visto en algunos blogs que consiste en desglo-
sar el nombre al que acabas de referirte de este modo: Siempre Ganamos Algún
Eurillo. Mal no, me parece fatal.)
LA HORDA DE LOs GEsTOREsTrebor Escargot
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Amilcar Rivera Munive
ENsAyO
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ENsAyO
CuRTIs GARLAND
Robert Juan-Cantavella
Nació en 1929 en la zona del Paral·lel barcelonés. A principios de los años trein-
ta vivía con su abuelo en Madrid, mientras sus padres andaban de gira por
América con una compañía de teatro. Luego se separaron, y mientras su ma-
dre siguió del otro lado del Atlántico, su padre se trasladaba a trabajar a Barce-
lona. El golpe de Estado de aquel señor obesote y atildado lo sorprendió en
Madrid. En cuanto pudieron, su abuelo y él partieron hacia Barcelona al en-
cuentro del padre en un tren nocturno que viajaba sin luces entre los bombar-
deos. Ya en Barcelona, entre actores y tramoyistas, empezó a jugar a construir
pequeños teatros de cartón y a representar “obritas” que él mismo escribía
para sus personajes de papel. Era Juan Gallardo Muñoz, apenas un crío, pero ya
empezaba a ser Curtis Garland, una leyenda de la novela popular española.
A lo largo de más de cincuenta años ha inventado cientos de duelos al sol y
asesinatos envueltos en la densa bruma de oscuros callejones, viajeros del es-
pacio y del tiempo, aventureros sin miedo, policías sin escrúpulos, damas sin
piedad, niñas poseídas por el Diablo, ninfómanas que llegan a dominar la Tie-
rra, extraterrestres que la destruyen, héroes que la salvan, soldados que la pro-
tegen y habitaciones de hotel en cuyos ceniceros siempre queda un cigarro
humeante que permite seguir la pista. Y es que hablar de Curtis Garland es ha-
blar de largas listas, de listas que a veces resulta imposible completar. Empe-
zando por su nombre de guerra. Curtis Garland es el pseudónimo más célebre
de Juan Gallardo Muñoz, pero no el único. Lista de pseudónimos: Donald Curtis,
Adisson Star, Dan Kirby, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, Juan Viñas,
Jason Monroe, Javier de Juan, John (o J., o Johnny) Garland, Kent Davis, Lester Ma-
dox, Mark Savage, Martha Cendy, Jason Monroe, Walt Sheridan. Lista de géneros
literarios con los que ha trabajado y sigue trabajando: policíaco, negro, bélico,
del Oeste, cienciaficción, terror, aventuras, artes marciales, erótico, biografía,
género bestseller. Lista de oficios: periodista, crítico, actor teatral, novelista, au-
tor teatral, guionista de cine, actor de cine, agente comercial. Lista de títulos
publicados: [consultados los editores de esta revista sobre la posibilidad de
apuntar una lista aproximada, la respuesta ha sido no], baste informar al lector
de que son más de 2000 (lo escribiré también en letra, como en los cheques,
para que no haya dudas: dos mil), de los cuales, según me confiesa el autor en un
bar del Paral·lel, ataviado con cazadora de cuero y gorra de béisbol, desde detrás
de sus RayBan oscuras, y cargando jovialmente con sus ochenta años, no con-
serva más que unos pocos ejemplares y algún manuscrito.
uNA LEyENDA DE LA NOvELA pOpuLAR EspAñOLA
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Está triste, porque no hace mucho que murió su esposa, Teresa Asensi, a quien
recuerda constantemente con muchísimo cariño. Pero también contento, pues
su carrera ha dado un nuevo giro. En el año 2007, la editorial Morsa decidió res-
catar una de las novelas publicadas en su momento como “bolsilibro”, La noche de
América agonizante, confiriéndole una dignidad al texto que no le faltó en su mo-
mento, pero que para el autor representa una revalorización de su carrera, y
para el lector que no frecuenta las librerías de lance, una oportunidad de cono-
cer su obra menos reciente. Poco tiempo después, el mismo editor, a quien Ga-
llardo se refiere constantemente con respeto, gratitud y una sonrisa, le propuso
escribir su autobiografía, y él aceptó. Así nació Yo, Curtis Garland.
En parte se trata de un recuento íntimo, donde su esposa Teresa, por ejemplo,
juega un papel destacado. Pero es también el relato de una época, y sobre todo
de una estirpe de escritores única (Clark Carrados, Frank Caudet, Ralph Barby, Lou
Carrigan, Corin Tellado, Eirik Jarber, Marcial Lafuente Estefanía y Mortimer Cody,
entre otros), un puñado de autores que, parapetados tras sus pseudónimos, le
dieron durante décadas su novela nuestra de cada día a millones de lectores. Gen-
te que ha sido famosa desde el anonimato, que ha vivido pegada a su máquina
de escribir incluso durante sus viajes de placer, que ha tenido una vida, dice
Gallardo, “relajada”, incluso entregando tres, cuatro, cinco manuscritos al mes,
cobrando una miseria por ellos, sufriendo abusos económicos de diverso pela-
je, y gastándose, de vez en cuando, una parte de lo que ganaban en tres días de
fiesta, tras los cuales llegaba de nuevo la máquina de escribir. Gallardo se define
a él y a los suyos como viejos dinosaurios en un mundo que ya no es el suyo, y
que además, bromea en el libro, ni siquiera tienen a su Spielberg.
Sobre su obra habla con tal humildad y modestia, que uno no pensaría estar
ante un escritor, tan frecuente como es hoy en día el autor cuyas opiniones so-
bre sí mismo y su formidable intuición, puestas negro sobre blanco, superarían
en páginas la obra publicada. “Mis aficiones cinematográficas iban alternándo-
se con las literarias –cuenta sobre sus inicios–, estas últimas de un modo pri-
mario, forzosamente imperfecto y nada original, porque me guiaba por todo lo
que leía y, de un modo u otro, terminaba, si no por copiar, sí por seguir rutas ya
trilladas.” Pero volvamos con él, y dejémosle al lector estas cavilaciones.
ENsAyO
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Asesinos en el cajón Con el fin de la guerra, cumplidos los diez años, su madre regresa de América y
se lo lleva a vivir a Zamora. Allí empieza a sentirse fascinado por el cine, una obse-
sión que ya nunca lo abandonaría, y con quince años escribe su primera crítica
cinematográfica para un suplemento semanal del diario Imperio de Zamora. Muy
pronto tendrá su propia columna, “Semana Cinematográfica”, y con la excusa de
enviarles sus artículos, empezará a cartearse con grandes artistas del mundo
del cine norteamericano. Algunos de los primeros son Judy Garland (a quien con
los años le tomaría prestado el apellido), por la película El mago de Oz, y Walt Dis-
ney, por la publicación de un texto titulado “Historia del cine de dibujos anima-
dos”, que el señor Disney le pide permiso para publicar en inglés. Su afición por
el cine de Hollywood viene acompañada de la pasión por las novelas de aventu-
ras de Salgari, Verne, Sabatini y José Mallorquí, creador de El coyote (poco po-
día imaginar entonces el adolescente Gallardo que iba a convertirse en uno de
sus herederos literarios), y más tarde por la literatura policiaca de autores
como Rex Scout o Agatha Christie, y por la novela negra de Raymond Chandler
o Dashiell Hammett. También le gusta dibujar, y de nuevo sabe sacarle partido
cuando el propietario de un cine de barrio le encarga que dibuje con tinta china
una serie de diapositivas en vidrio para proyectar durante el descanso y anun-
ciar así las próximas películas.
De todas estas aficiones, la primera en cristalizar a nivel profesional es la del
periodismo. A los dieciséis años, muerto su querido abuelo, vuelve con su ma-
dre a Barcelona, y al poco encuentra trabajo en la revista Junior Films como cro-
nista de cine y autor de entrevistas. Así es como nace su primer pseudónimo: Juan
Viñas. A través de Junior Films, traba amistad con artistas como Fernán Gómez,
Tip y Coll, José Isbert, Mary Sampere, José Luis Ozores, Martínez Soria, Batty Gra-
ble o George Sanders, que es el primero en animarle a seguir escribiendo cuando
le cuenta el argumento de su primera novela. Pero antes de dedicarse en serio a
la literatura, y tras dejar el periodismo, Juan Gallardo pasa por el teatro, trabajan-
do como actor en obras como Hamlet, Romeo y Julieta o La vida es sueño, aunque
mientras tanto sigue escribiendo, a mano, para enviarle luego los originales a
quien en el libro se refiere como “su padre adoptivo”. Éste los mecanografía, los
encuaderna y se los devuelve a Gallardo, que durante un tiempo no sabe cómo
sacarlos del cajón.
CuRTIs GARLAND, uNA LEyENDA...Robert JuanCantavella
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Bruguera y teresa, en la carreteraLlegan los años cincuenta, y con ellos las dos mayores pasiones de nuestro
autor: Teresa Asensi, a quien conoce en una pensión de Madrid y que se conver-
tirá en el amor de su vida y su esposa (la protagonista “buena” de sus primeras
novelas siempre tenía sus facciones), y la literatura, pues por fin publica su pri-
mera novela, La muerte elige, con la editorial Bruguera, que habrá de ser su lanza-
dera, su casa y su cruz. En cuanto a Teresa Asensi, esta pequeña autobiografía, así
como su conversación, está continuamente contrapunteada por declaraciones
de amor y devoción, no sólo en lo tocante a la vida privada sino también a la pro-
fesional, pues su esposa, además de su apoyo, fue su asesora, su musa, e incluso
su ayudante, ya que no sólo juzgaba sus textos sino que le daba ideas, argumen-
tos, títulos. En cuanto a la literatura, se estrenó con el pseudónimo Donald Cur-
tis, tomando el nombre de un personaje de Erle Stanley Gardner, Donald Lam,
y el apellido del galán del cine negro Alan Curtis.
De Madrid, Gallardo y Teresa se trasladan a Barcelona, un juego de idas y vuel-
tas que repetirán varias veces a lo largo de su vida. Allí, de nuevo, sus dos pasio-
nes se estabilizan contractualmente al mismo tiempo, pues Juan Gallardo se casa
con su amada Teresa, y recibe una oferta para trabajar con Bruguera, escribien-
do primero una o dos novelas al mes, y muy pronto una media de cuatro o cinco.
Mientras tanto, a todo esto, cumple con la patria y hace la mili.
Su economía en esos tiempos no es muy boyante. Bruguera le paga cuando
se publica la novela, no a la entrega del manuscrito. Además, la editorial inten-
ta que los autores no se conozcan. La cuestión de la retribución económica es
por aquel entonces un tema muy conflictivo, hasta el punto de que alguno de
ellos se entera en un viaje privado de que sus libros y los de sus compañeros
están siendo publicados en otros países, en este caso concreto en Brasil, tradu-
cidos sin que ellos tengan noticia, y sin cobrar ni un céntimo. Así es que, a me-
diados de los cincuenta, los problemas económicos llevan a Gallardo a retomar
su carrera de actor, de nuevo en género clásico, en una gira por España. Aun-
que él sigue escribiendo. Muchas veces lo hace hasta en el camerino, al punto
de ser amonestado por el director cuando el camerino está demasiado cerca del
escenario y el ruido de la máquina de escribir interfiere en la representación.
Luego manda el manuscrito por correo. En este ambiente, Gallardo da un paso
que, vista su biografía, su inquietud y su talento, parece del todo lógico: añadir
a sus múltiples oficios el de autor teatral. Así conoce a Buero Vallejo, y escribe tan-
to obras propias (El vuelo) como adaptaciones (Alí Babá y los cuarenta ladrones).
ENsAyO
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Mientras tanto, Gallardo llega a representar hasta cinco papeles en la misma obra
(en El divino impaciente, en La Pasión de Jesús), e incluso su mujer se inicia como
actriz para ayudar en la economía familiar, llegando a representar primeros pa-
peles, y a recibir una oferta por parte de la compañía para profesionalizarse y dar
el salto a América, donde la compañía tiene previsto iniciar una nueva gira.
Donald Curtis + Johnny Garland = Curtis GarlandPero Gallardo y Teresa han tenido una hija, y su esposa decide ahorrarle las pe-
nurias de la vida de comediante. Así que otra vez vuelven a Barcelona. Brugue-
ra le ha hecho un nuevo contrato menos leonino, y Gallardo escribe el guión de
su primera película, No disparéis contra mí, en la que además representa el papel
de juez. Aunque tampoco esta estabilidad dura demasiado. Para completar su
sueldo, Gallardo ha empezado a escribir también para Toray con otro pseudóni-
mo, Johnny Garland, lo cual no gusta en Bruguera y lo lleva a romper su contrato
y dedicarse en exclusiva a su nueva editorial, escribiendo cienciaficción, no-
velas bélicas y del Oeste. Tras Toray llega la editorial Rollán (donde escribirá en
las series FBI y Gángsters), y en connivencia con el dueño, Manuel Rollán, crea al
protagonista de esta autobiografía, que como sucede con Tristram Shandy, no
acaba de nacer hasta cuando el libro está ya muy avanzado. En efecto, es al
señor Rollán a quien se le ocurre mezclar los pseudónimos que Gallardo ha uti-
lizado en Bruguera (Donald Curtis) y en Toray (Johnny Garland), para dar a luz al
celebrado Curtis Garland.
Y otra vez al tren. La nueva editorial está en Madrid, y allí se trasladan los
Gallardo, se hacen socios del Real Madrid, y amigos de Santiago Bernabéu, Gento,
Puskas, y Amancio, entre otros. Más tarde, Curtis Garland regresa a Barcelona
y a Bruguera, esta vez con un contrato en exclusiva. Las condiciones son mejo-
res que en las dos anteriores, lo cual significa simplemente que cobra en función
de los ejemplares impresos, y también las traducciones. Todo un lujo... Además,
Gallardo puede ahora alternar las novelas del Oeste, a las que se ha estado de-
dicando mayormente, con obras para dos nuevas colecciones de Bruguera: La
conquista del espacio y Selección Terror. También continúa con su carrera en el cine
(Le llamaban Sacramento, El pez de los ojos dorados), y a un ritmo de cinco novelas al
mes, llegan los años setenta, cuando Gallardo y su esposa incorporaron una
nueva pasión, la farándula y las juergas nocturnas en locales como L’Envelant,
Festa Major, Blue Moon, Tango o Las Vegas.
CuRTIs GARLAND, uNA LEyENDA...Robert JuanCantavella
17
Con la Transición, aparece un nuevo género en los “bolsilibros”, el pornográ-
fico, poco interesante pero muy bien pagado. Y ahí está Gallardo de nuevo, trans-
mutado para la ocasión en Jason Monroe y Martha Cendy, publicando en un
sello creado ad hoc por Bruguera, la editorial Ceres, y donde, dice Gallardo, “co-
laborábamos los mismos de siempre”.
El ocaso de una estirpeY a lo largo de la década siguiente, primero poco a poco pero cada vez de un modo
más solvente, aquello empieza a desmoronarse. Cuenta Gallardo que desde
que Francisco Bruguera deja la editorial, la empresa empieza a ir de mal en
peor. Hasta que todos aquellos currantes de la novela popular se quedan en la
calle. Gallardo todavía pasa por la editorial Forum, y más tarde por Astri. Tam-
bién vuelve a trabajar para Toray, con una serie de libros infantiles protagoni-
zados, a la manera de Teo, por Nico y Cleo. Esta vez sí han llegado los tiempos
difíciles. En los noventa, la escritura empieza a no rendir lo suficiente, y Gallar-
do se ve convertido en agente comercial hasta que puede jubilarse. Su mujer
está enferma, él escribe títulos como Magia y brujería, Medicina indígena o El libro
de los apellidos, más tarde biografías de grandes personajes mexicanos como
Zapata, Moctezuma u Octavio Paz para la editorial Dastin de Madrid, luego adap-
taciones en clave juvenil de clásicos como Robinson Crusoe, Veinte mil leguas de viaje
submarino o El Quijote. “Evidentemente –escribe Gallardo–, nos enfrentába-
mos, con todas sus consecuencias, a un mundo distinto y peor”.
Es el siglo xxi. Pero él no se da por vencido, y una vez más, sabe reciclarse. En
tanto que ha dedicado toda su vida a escribir novelas populares, también llama-
das “bolsilibros”, literatura pulp o novelas “de a duro” (o “de las de a duro”, como se
las llama en las primeras páginas de Últimas tardes con Teresa), Gallardo no ha te-
nido tiempo para escribir “lo que los que se las dan de entendidos llaman ‘autén-
tica literatura’”, y decide ponerse a ello. De este nuevo proyecto surgen Negra
flor de loto y La clave de los Evangelios (todavía inéditas).
En el año 2008, los acontecimientos vuelven a venir de la mano, pero esta vez
en tono siniestro. El 13 de febrero muere su Teresa Asensi tras una larga enferme-
dad, y Gallardo se enfrenta a los momentos más difíciles de su vida. Ese mismo
año publica La conjura (Ediciones B, Barcelona, 2008), firmada de nuevo, a petición
de la editorial, por el ínclito Curtis Garland. Nace así un nuevo escritor, o una nue-
va faceta del mismo escritor, pero de algún modo también muere otro: La conju-
ra, dice Gallardo, es “mi primera novela no popular”.
ENsAyO
18
En realidad, Curtis Garland sigue firmando novelas para su edición en Améri-
ca Latina. Como en un infausto elogio a la nostalgia, las condiciones siguen sien-
do bastante difíciles de justificar en lo económico, cuando no se las tiene que ver
con auténticos delincuentes metidos a editores. Pero él, incansable, mira aho-
ra con optimismo y esperanza esta nueva faceta de “escritor serio”, con toda la
ironía cargada en las comillas y consciente, como avisa Javier Pérez Andújar en
el prólogo a Yo, Curtis Garland, de que el bestseller de tapa dura y título en relieve es
la novela popular de nuestro tiempo. Francisco Ledesma, por ejemplo, fue pri-
mero Silver Kane, y más tarde premio Planeta.
“¿Hay muchos capaces de seguir nuestro ritmo de trabajo y convertirse en
herederos nuestros?”, pregunta Gallardo mirando atrás con orgullo, y con un re-
cuerdo para sus compañeros en los años heroicos de la novela popular.
No, señor Garland, parece ser que no. Ustedes fueron los últimos.
CuRTIs GARLAND, uNA LEyENDA...Robert JuanCantavella
19
ENsAyO
uNA AvENTuRA A CAbALLO
Alejandro Robles
RAymOND ROussEL y EL éxODO CubANO
La diáspora provocada por el incesante éxodo cubano de las últimas décadas,
ha dejado también tras de sí un espeso légamo de historias, muchas de ellas
increíbles. Tal es el caso de José Tulio Piñera, un campesino de la región costera
de Santa Cruz del Norte –a unos cuarenta kilómetros de la Habana– que inten-
tó abandonar el país en 1989.
Durante el éxodo masivo hacia los Estados Unidos del año 1980, conocido como
“el Mariel”, los dos jóvenes hijos de José Tulio resolvieron dejar el país. Ambos
llegaron a salvo a Miami, “la tierra prometida” de los exiliados cubanos, pero poco
después su esposa murió de un fulminante ataque cardiaco.
Las cartas de sus hijos y las coloridas fotografías que le llegaban del otro lado
del mundo, eran sólo para él atractivas “impresiones” de Miami que encendie-
ron en él el deseo de irse de Cuba. Fue entonces cuando les escribió para comu-
nicarles su decisión de reunirse con ellos. Lo que no les dijo nunca era cómo
pensaba hacerlo. Sin embargo, mucho antes de escribir aquella carta, Piñera
ya había concebido un extraño plan.
Pasó los días que siguieron buscando, entre sus vecinos y amigos, dos tanques
de metal de cincuenta y cinco galones. Un cerdo bastó para sellar el trueque.
Trasladó los tanques a su casa, después, como si se tratara de las alforjas de un
caballo, los sujetó con cuerdas, cadenas y cintas de piel al lomo de uno de sus
animales más fuertes. Para cumplir sus propósitos era necesario comprobar que
su caballo resistiría sin dificultad el voluminoso apéndice de los dos tanques de
metal, de manera que lo hizo recorrer más de dos kilómetros soportando la in-
comóda carga. Pero más importante aún era probar si los tanques podían man-
tenerlos a ambos a flote en medio del mar.
José Tulio no ignoraba que abandonar el país era un delito grave penado por
la ley. Para no ser visto, esperó el anochecer y entró con los dos tanques atados
a su caballo a manera de flotadores en una represa. El experimento fue un éxi-
to. El animal flotaba en el agua con la gracia de un pez cuadrúpedo. Pero eso no
era suficiente. Necesitaba añadirle a sus patas un aditamento que le permitiera
desplazarse y avanzar con velocidad. Recordó entonces que, cuando sus hijos
eran pequeños, solían pescar en la costa y que para nadar con mayor velocidad
usaban aletas de buceo. Buscó en el fondo de algún cajón las viejas aletas que
semejaban la cola de un pez y concibió un ingenioso mecanismo para atarlas a
las patas de su caballo. En las semanas siguientes el vigoroso animal no hizo
otra cosa que alimentarse y reposar a la sombra. En las tardes, Piñera entrenaba
secretamente a su caballo en la solitaria represa. El cálculo de José Tulio Piñera
20
era simple: si su caballo lo trasladaba cómodamente de Santa Cruz del Norte a
Santa Clara –a más de doscientos kilómetros–, por qué no iba a ser capaz en-
tonces de llevarlo hasta las costas de Miami a noventa millas.
Ansioso por su partida, esa noche no durmió. Unas horas antes del amanecer,
tomó las provisiones que necesitaba para su viaje, ató los gigantescos tanques
al lomo de su caballo y salió. Nadie lo vio llegar a la costa, nadie lo vio entrar en
el mar. Cuando el animal comenzó a flotar, se sumergió bajo las aguas oscuras
y gélidas y fijó las aletas a los cascos de su corcel. Después subió a su lomo y,
bajo el cielo tinta y unánime de la noche, tomó las riendas de su corcel. Poco a
poco su caballo se adentró en el mar. Ya había dejado de ver la oscura silueta de
la costa cuando la noche comenzó a claudicar con las primeras luces del alba.
En el primer viaje de Simbad, relatado en las Mil y una noches, se puede leer
una alusión al caballo de mar: “sale del agua como un león violento y cubre a
una yegua galopante”. Aun cuando en las Mil y Una noches la descripción morfo-
lógica del caballo de mar no difiere de los caballos habituales, en la iconografía
europea medieval, sus dos patas traseras fueron sustituidas por la arqueada
cola de un pez. El caballo de Piñera flota gracias a un artificio mecánico y su
dueño queda unido a la máquina-animal, como está unido el hombre al caballo
en la armoniosa figura del centauro. Hipocampo, caballo de mar, caballo anfibio,
híbrido de caballo, de pez, de hombre, y artefacto, caballo con patas de rana, cen-
tauro nadador.
José Tulio había creado un monstruo que no era íntegramente ni máquina ni
animal. Es difícil determinar si aquel engendro era el resultado de una imagi-
nación fértil y genial o el de una estupidez delirante. No se trata aquí del ratón
convertido mágicamente en cochero y la calabaza transformada en carroza que
mencionan las páginas de Perrault: el caballo de Piñera seguía siendo un caba-
llo y su jinete, un jinete, pero su empresa entrañaba una aberración, una per-
versión de las formas. El caballo de Piñera atraviesa los reinos y los géneros,
pasa de la tierra al mar y del animal al artefacto.
Las ingeniosas máquinas descritas por Leonardo Da Vinci, Jonathan Swift,
Julio Verne y Raymond Roussel, que Piñera no leyó jamás, encuentra ecos en su
extraña invención. Roussel admiró a Verne, al punto que, en una carta fechada
en 1921, escribió: “... me parece un sacrilegio pronunciar ese nombre si uno no
está de rodillas.” Roussel, a semejanza de Verne, adquirió afición por las má-
quinas. Construyó un vehículo de treinta pies de largo equipado con dormito-
rio, estudio, baño y cuarto de servicio. En aquella época semejante vehículo
uNA AvENTuRA A CAbALLOAlejandro Robles
21
era una excentricidad. En una ocasión lo condujo a Roma y el propio Mussolini
fue a contemplar su versátil automóvil, incluso el Papa se acercó a observar ma-
ravillado tan heterodoxa y estrafalaria maquinaria. En Locus Solus, Roussel creó
máquinas cuyas funciones eran meramente estéticas o, en todo caso, no prác-
ticas y carentes de utilidad. Máquinas improductivas que más que funcionar lo
que hacían era ficcionar. El protagonista de la novela, Martial Canterel, un cientí-
fico e investigador ha invitado a un grupo de colegas a visitar su finca. Allí les
muestra invenciones que a medida que avanza la novela se hacen cada vez más
raras y complejas: un mosaico de dientes, un gigantesco diamante relleno de agua
en la que flota una bailarina, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Dan-
ton. El lector desemboca después en una galería acristalada en la que se repre-
sentan ocho escenas, pero descubrirá que los actores son muertos a los que
Canterel ha reanimado con resurrectina, un fluido creado por él y que al ser in-
yectado en el cuerpo de un cadáver reciente hace que represente el incidente
más importante de su vida.
Pocos años antes de morir, el autor de Locus Solus redactó un pequeño fascículo
con aliento autobiográfico que tituló Como escribí algunos libros míos en el que
reveló que la clave de su proceso creativo consistía en la combinación de pala-
bras fonéticamente similares, pero con significados distintos. Vale decir que
su propia su obra era una máquina lingüística, un engranaje de léxico. Las pá-
ginas de Roussel frisan con lo onírico, o más bien, con un insomnio o una vigilia
delirante. A pesar de eso fue menospreciado como escritor a excepción de los
dadaístas y más tarde de los surrealistas, que vieron en él al precursor de sus
propios postulados estéticos. Marcel Duchamp y André Bretón lo admiraron.
Italo Calvino, Michel Leiris y Georges Perec entre muchos otros también se sin-
tieron seducidos por su obra.
El engendro de Piñera no parece menos onírico o surrealista. El encuentro
fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección de Lautréa-
mont, que tanto inspiró a los surrealistas no aventaja a la combinación de un
caballo con dos tanques de metal, aletas de buzo y un hombre en medio del océa-
no. Julio Verne, creador de viajes imaginarios, Raymond Roussel, inventor de
artefactos oníricos y Marcel Duchamp, hacedor de la máquina soltera, tal vez se
morderían la sonrisa al escuchar las pretensiones de Piñera, pero de seguro lo
admirarían también.
A diferencia de estos últimos, la máquina de Piñera tenía funciones o preten-
siones de índole práctica y no estética. Corresponde al ingeniero escocés James
ENsAyO
22
© bnf
23
Watt, la invención de la unidad de medida de caballos de fuerza. Según Watt,
desplazar cien pies, trescientas treinta libras de carbón, en un minuto, equivale
a un caballo de fuerza. Ignoro cuál era el poder del palafrén de Piñera, pero lo cier-
to es que había fabricado literalmente una embarcación de un caballo de fuerza.
En su delirante acto de fuga existe un movimiento doble, una doble trasgre-
sión: intenta quebrantar las fronteras de lo natural convirtiendo al animal en
máquina y, a su vez, franquear las fronteras de su país.
No debemos de desdeñar tampoco las convenciones del lenguaje popular.
Entre los cubanos cuando alguien califica a otro de “caballo”, declara también
que se trata de un sujeto excepcional e inigualable, digno incluso de admira-
ción. Por esa razón los aduladores de Fidel Castro lo bautizaron con el sobre-
nombre de “El Caballo”. El caballo es o se convierte desde entonces en símbolo
de valor y entereza, pero sobre todo en emblema de poder. Sin embargo, la sola
pretensión de José Tulio Piñera de huir de Cuba sirviéndose de un caballo cubre
el sobrenombre de Fidel Castro con una pátina de ironía.
Sin instrumentos de navegación, este hombre surcó el mar y tal vez no vis-
lumbró siquiera los peligros que le asechaban. Piñera se enfrentó a la terrible
posibilidad de morir ahogado o, peor aún, de ser devorado por los hambrientos
y feroces tiburones que acechan las costas, atentos al más mínimo temblor de
las aguas y a los que habría ofrecido un doble banquete de hombre y de caballo.
Afrontó también el riesgo de morir de sed o calcinado y delirando bajo el sol
abrasador en medio del mar. Emprendió pues una aventura mucho más aterra-
dora que las descritas por Herman Melville, creador de oscuras pesadillas que
se desatan en medio del océano.
Su caballo se internó en las aguas, pero después de algunas horas bajo el cas-
tigo perenne del sol, comenzó a fatigarse. Los incesantes destellos de la luz
sobre el cambiante espejo del mar, hirieron sus pupilas y lo hicieron respingar.
Bebió agua salada y su boca se resecó. El animal se extenúa y la máquina falla,
o inversamente, la máquina falla y el animal se extenúa. (La bestia y el artefac-
to están tan estrechamente ligados.) Aún así, continuó avanzando. Por fin, casi
cinco horas después, Piñera atisbó la costa. A pesar de que su caballo a penas
podía moverse, José Tulio logró llegar a salvo a la orilla. Con sus últimas fuerzas,
deshidratado y exánime, arrastró al animal hacia la arena. Pensaba que había
llegado por fin a ”la tierra prometida”.
Pero no, la corriente le había jugado una trampa arrastrándolo de regreso a la
isla. De inmediato fue apresado por los guardacostas y trasladado a un cuartel.
ENsAyO
24
Su caballo, en cambio, fue internado en una clínica veterinaria para recibir aten-
ción médica urgente. Esa es la versión compasiva que divulgaron los guardacos-
tas, la otra –la real– es que José Tulio Piñera fue detenido a tres millas de distancia
y que los crueles guardacostas dejaron a su caballo a la deriva en medio del mar.
El inventor fue sometido a juicio. Su abogado defensor, Camilo Loret de Mola,
intentó alegar que se trataba de un delito imposible. El delito imposible es un tér-
mino o una figura legal que describe un delito irrealizable como tratar de enve-
nenar a alguien por medio de pastillas de menta. Asimismo, para el abogado, irse
de Cuba a caballo no era más que un delito de esa naturaleza. A pesar de eso, los
jueces lo condenaron a prisión esgrimiendo un argumento falaz pero irrevo-
cable: la sola tentativa de salir de Cuba es considerada como un delito consu-
mado. José Tulio Piñera no hizo más que sumar imposibilidades: engendró
una máquina imposible para realizar una travesía imposible y terminar consu-
mando un delito imposible.
Se dice que en una ocasión, mientas Roussel viajaba por los mares del Sur, re-
cibió la carta de un amigo en la que decía envidiarlo por las increíbles puestas de
sol que estaría admirando. Le respondió de inmediato que no había visto nin-
guna, pues trabajaba escribiendo en su camarote y no había salido de él en sema-
nas. Michel Leiris, afirma que a pesar de los constantes viajes de Roussel, el mundo
exterior jamás hizo mella en su universo literario. Raymond Roussel escribió sus
Impresiones de África sin haber ido nunca a ese continente. De una manera seme-
jante, José Tulio Piñera se quedó únicamente con impresiones de Miami a cu-
yas costas no llegó jamás.
uNA AvENTuRA A CAbALLOAlejandro Robles
25
pOEsíA
DOs pOEmAs DE ÁLvARO muTIs
Los viajes
Es menester lanzarnos al descubrimiento de nuevas ciudades.
Generosas razas nos esperan. Los pigmeos meticulosos. Los
grasientos y lampiños indios de la selva, asexuados y blan-
dos como serpientes de los pantanos. Los habitantes de las
más altas mesetas del mundo, asombrados ante el temblor
de la nieve. Los débiles habitantes de las heladas extensiones.
Los conductores de rebaños. Los que viven en mitad del mar
desde hace siglos y que nadie conoce porque siempre viajan
en dirección contraria a la nuestra. De ellos depende la última
gota de esplendor.
26
Pienso a veces*
Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención
de nombrar las cosas, los seres,
los paisajes, los ríos
y las efímeras pasiones de los hombres
montados en sus corceles
que atavió la vanidad
antes de recibir la escueta,
la irrebatible lección de la tumba.
Siempre los mismos,
gastando las palabras
hasta no poder, siquiera, orar con ellas,
ni exhibir sus deseos
en la parca extensión de sus sueños,
sus mendicantes sueños,
más propicios a la piedad y al olvido
que al vano estertor de la memoria.
Las palabras, en fin, cayendo
al pozo sin fondo
donde van a buscarlas
los infatuados tribunos
ávidos de un poder
hecho de sombra y desventura.
*Del libro inédito X Carminae contra gentiles.
27
*Breyten Breytenbach, Lady One, “Dreams are wounds as well”. Harcourt, Inc., New York, 2002.
LOs suEñOs sON TAmbIéN HERIDAs*
Así pues, cada sueño escribe su propia carta secreta
en la mañana buscamos las costras de tinta en el espejo
para guardarlas en los archivos
pero las heridas no sanan
la sangre más oscura sigue en flor
huertos beligerantes sobre las sábanas
o burbujeos del amor en los jardines
de heridas que no sanan
hasta los sordos sueñan melodías
susurran epístolas los desquiciados
y los ciegos acaso miren el viento
el dolor lastima todo lo nuestro en un tono más íntimo
verde intenso eran los pájaros del jardín
de mi juventud, maduro y pintado el sol
y la nieve no sana
el mundo es un emperador rico en gente
la gente es un monarca cuya opulencia está en los árboles
de miedo o de odio, o árboles de anhelo
los sueños no pueden sanar
pues he aquí nuestro único paraíso eterno:
somos tan opulentos como el pescador
que elige y cuenta sus últimos huevos
Breyten BreytenbachTraducción de Pura López Colomé
pOEsíA
28
y devuelve los peces al mar...
ser capaces de conversar como huevos chismosos
capaces de cantar tal como las olas han sangrado tanto tiempo
la sangre que nunca sana
los soldados tienen ojos de chícharo
los granjeros tienen manos de tierra
y sueñan mensajes y más sueños
llenos de flores que no pueden sanar
hasta un perico amarillo llega el poema
ventilando sus penas de estrofa
en verso con el lamento en las velas negras de la lengua
de modo que su canto no sana
así que mis noches nunca sanarán o cuajarán
pues tú has venido a alquilar mi última sangre
¿serás entonces en mí apenas una cicatriz?
sin sangre no podemos sangrar
y nuestros sueños son la sangre de la noche
pues sangre somos y de sangre entre sueños
para que yo permanezca como mariscal de cama
evacuando a mis ejércitos de noche:
exprimo toda la tinta de mi corazón
por ti, soñada, que no sanas
nuestros cuerpos son vainas de carne
que un día tienen que secarse también, ser de palo
cuando nosotros, vacíos de sueño al fin, vayamos a dormir
29
pues sólo entonces el agua se volverá vinagre
y el silencio abarcará más de un arco iris
y ahí se encontrarán nuestros sueños
que estas letras nunca sanen
no, que nunca coagulen las palabras
pOEsíA
30
DOs pOEmAs DE puRA LópEz COLOmé
Allende el Ecuador
En el círculo máximo
de la esfera celeste,
perpendicular
al eje de la tierra,
mis cercanos
los lejanos
dibujan un mapa verdadero
para que yo no yerre el rumbo.
Para que el canto
se abandone
al ultramundo.
Sea como un chubasco,
acción obstinada, golpe
de una fuente,
en un techo,
en el blanco purpurino de la flor
que lo resiste todo
y pierde pétalos sólo
a la hora de la hora.
Mis seres
estallan
a caracajadas,
brincan de júbilo
aunque estén sufriendo
y llorando una pena anticipada,
sembrándose en este valle de lágrimas.
Sonríen e iluminan.
Suma electricidad
sus ilusiones.
Porque es de noche,
allende el Ecuador.
31
pOEsíA
Juan Antonio Sánchez Rull
32
Rocío,
empápame con frutos
de tormenta,
extingue todo infierno
concebido:
hay noche,
sí,
y es oscura,
bien oscura,
allende el Ecuador.
33
Muerte natural
Como pez en el agua,
como el que nunca fui,
englobo ahora
lo que no he sido
en una bocanada pura
enviada a los pulmones
cual misiva rebosante
de deseo
rompiendo la barrera
del sonido.
Nadie corría ningún peligro.
Érase que se era
un relato inofensivo
escrito con pluma fuente y tinta china.
La fecha, el lugar y el ornamento
para hablar
como Dios manda
de un remitente
a Su Ilustrísima,
su destinatario:
Contemplo
desde un aire de cristal
el transparente cobertizo
de ésta mi ciudad, éste mi país,
ésta mi oportunidad.
Quiero que ahí donde te encuentres
sepas,
sin asomo de malversación,
que mi amor no era ponzoña,
que simplemente era difícil,
contrahecho, no deforme,
pOEsíA
34
un pobre bicho, un animal
herido de nacimiento,
herido de muerte,
que llega arrastrándose para ofrecerte
el aliento final de sus absueltos
pecados capitales ya vividos,
para que lo perdones,
para que le claves
directo en las pupilas
las verdades escondidas
tras la puesta del sol:
el porqué de la oración
a la estrella de la tarde,
a la velocidad de la luz
rumbo a uno mismo.
Y saber que no hay salida.
35
Qué hermosos días aquellos
del Teatro del Absurdo,
leyendo a Adamov, Ionesco y Beckett,
sin escribir un solo verso y sin amigos
excepto la Cantante Calva
y el Rey se muere,
más solo que Estragón y Vladimir,
yendo a Cholula, a Pátzcuaro, a Tlaxcala,
los viajes en camión de madrugada,
mis idas para conocer el tedio
y conocerme,
a un paso de volverme absurdo
yo también y visitar el hoyo,
qué poco conocí de todo,
pero qué gusto de estar solo
con Adamov, Ionesco y Beckett,
cuando podía leer en cualquier sitio,
podía dormir en cualquier prado,
con mi funéreo estuche de guitarra,
mi novia muda de madera de Paracho,
y aquellas pobres mieles de provincia
–alguna sosa artesanía purépecha,
una cajita de dulces poblanos–
que le traía a mi madre, sí, a la mamma,
que nunca conoció el Bajío.
Volved hermosos días
en busca de una estatua, de un portal, de un labio,
y vuelve tú, Teatro del Absurdo,
que habría tenido que llamarse
Teatro de la Espera,
o aún mejor, del Descampado,
pues Don Quijote y Sancho lo presiden,
son sus figuras más logradas,
Cervantes era un Beckett de su tiempo,
nunca me he vuelto a reír con tanta rabia,
nunca me he vuelto a airar con tanta risa,
pOEsíA
Qué HERmOsOs DíAs AQuELLOs
Fabio Morábito
36
mejor poesía que muchos versos,
que mucha gente y muchos besos,
cuando era fácil leer en cualquier sitio
y casi se podía dormir en cualquier prado.
37
pOEsíA
DOs pOEmAs DE FRANCIsCO HERNÁNDEz*
*De La isla de las breves ausencias, Almadía 2009.
19
Peregrinar por la Isla. Acercarse al desplumadero de las aves.
Al playón sin rumores de los quelonios. A las faldas del vol-
cán de humo. Al criadero de medusas donde todo lo visible
es transparente o pasear alrededor del obelisco, donde siguen
apareciendo palabras sin que yo sepa quien las escribe.
Éstas corresponden al día de hoy:
“Mi corazón de pobre no agoniza
y un perfume con luz me nombra gobernante
de la Isla de las Breves Ausencias”.
Alejandro Magallanes
39
37
Cada vez más altas las líneas en el obelisco y más extrañas.
Ésta la descubrí ayer por la tarde:
“No hace falta un simulacro de ejecución:
al mar le sale espuma por la boca”.
pOEsíA
40
CuENTO
IRmAN
Samanta Schweblin
Oliver manejaba. Yo tenía tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El pa-
rador que encontramos estaba vacío. Era un bar amplio, como todo en el campo,
con las mesas llenas de migas y botellas, como si hubiera almorzado un bata-
llón hace un momento y todavía no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos
un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llega-
ban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. Él sacó un
menú de otra mesa y leyó en voz alta las opciones que le parecieron interesan-
tes. Un hombre apareció atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. Tenía
un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del
brazo. Aunque parecía el mozo, se lo veía desorientado, como si alguien lo hubie-
se puesto ahí repentinamente y ahora él no supiera muy bien qué debía hacer.
Caminó hasta nosotros. Saludamos; él asintió. Oliver pidió las bebidas y le hizo
un chiste sobre el calor, pero no logró que el tipo abriera la boca. Me dio la sen-
sación de que si elegíamos algo sencillo le hacíamos un favor, así que le pre-
gunté si había algún plato del día, algo fresco y rápido y él dijo que sí y se retiró,
como si algo fresco y rápido fuese una opción del menú y no hubiese nada más que
decir. Regresó a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ven-
tanas que daban al mostrador. Miré a Oliver, sonreía; yo tenía demasiada sed
para reírme. Pasó un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas
frías de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apa-
reció. No traía nada, ni un vaso. Me sentí pésimo, pensé que si no tomaba algo ya
mismo iba a volverme loco, ¿y qué le pasaba al tipo? ¿Cuál era la duda? Se paró
junto a la mesa. Tenía gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas.
Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicación, pero
se interrumpió. Le pregunté qué pasaba, supongo que en un tono un poco vio-
lento. Entonces se volvió hacia la cocina, y después, esquivo, dijo:
–Es que no llego a la heladera.
Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor.
–¿Cómo que no llega a la heladera? ¿Y cómo mierda atiende a la gente?
–Es que –se limpió la frente con el trapo. El tipo era un desastre– mi mujer es la
que agarra las cosas de la heladera –dijo.
–¿Y...? –tuve ganas de pegarle.
–Que está en el piso. Se cayó y está...
–¿Cómo que en el piso? –lo interrumpió Oliver.
–Y, no sé. No sé –repitió levantando los hombros, las palmas de las manos ha-
cia arriba.
41
CuENTO
–¿Dónde está? –dijo Oliver.
El tipo señaló la cocina. Yo sólo quería algo fresco y ver a Oliver incorporarse
acabó con todas mis esperanzas.
–¿Dónde? –volvió a preguntar Oliver.
El tipo señaló otra vez la cocina y Oliver se alejó en esa dirección, volviéndose
una que otra vez hacia nosotros, como desconfiando. Fue extraño cuando desapa-
reció detrás de la cortina y me dejó solo, frente a frente con semejante imbécil.
Tuve que esquivarlo para poder pasar cuando Oliver me llamó desde la cocina.
Caminé despacio porque preví que algo estaba pasando. Corrí la cortina y me
asomé. La cocina era chica y estaba repleta de cacerolas, sartenes, platos y cosas
apiladas sobre estanterías o colgadas. Tirada en el suelo, a unos metros de la pa-
red, la mujer parecía una bestia marina dejada por la marea. Aferraba en la mano
izquierda un cucharón de plástico. La heladera colgaba más arriba, a la altura
de las alacenas. Era una de esas heladeras de quiosco, de puertas transparen-
tes que van sobre el piso y se abren desde arriba, sólo que ésta había sido ridí-
culamente amurada a la pared con ménsulas, siguiendo la línea de las alacenas
y con las puertas hacia el frente. Oliver me miraba.
–Bueno –le dije–, ya viniste hasta acá, ahora hacé algo.
Escuché que la cortina de plástico se movía y el hombre se paró junto a mí. Era
mucho más petiso de lo que parecía. Creo que yo casi le llevaba tres cabezas.
Oliver se había agachado junto al cuerpo pero no se animaba a tocarlo. Pensé
que la gorda podía despertarse en cualquier momento y ponerse a gritar. Le co-
rrió los pelos de la cara. Tenía los ojos cerrados.
–Ayúdenme a darla vuelta –dijo Oliver.
El tipo ni se movió. Me acerqué y me agaché del otro lado, pero apenas pudi-
mos moverla.
–¿No va a ayudar? –le pregunté.
–Me da impresión –dijo el desgraciado–, está muerta.
Soltamos inmediatamente a la gorda y nos quedamos mirándola.
–¿Cómo que muerta? ¿Por qué no dijo que estaba muerta?
–No estoy seguro, me da la impresión.
–Dijo que “le da impresión” –dijo Oliver–, no que “le da la impresión”.
–Me da impresión que me dé la impresión.
Oliver me miró, su cara decía algo así como “yo a este lo cago a trompadas”.
Me agaché, y busqué el pulso en la mano del cucharón. Cuando Oliver se cansó
de esperarme puso sus dedos frente a la nariz y la boca de la mujer y dijo:
42
IRmANSamantha Sweblin
–Ésta está muertísma. Vámonos.
Y entonces sí, el tipo se desesperó.
–¿Cómo irse? No, por favor. No puedo solo con ella.
Oliver abrió la heladera, sacó dos gaseosas, me dio una y salió de la cocina pu-
teando. Lo seguí. Abrí mi botella y creí que el pico no iba a llegar nunca a mi boca.
Me había olvidado de la sed que tenía.
–¿Y? ¿Qué te parece? –dijo Oliver. Respiré aliviado. De pronto me sentí con diez
años menos y de mejor humor–, ¿se cayó o la bajó? –dijo. Todavía estábamos cer-
ca de la cocina y Oliver no bajaba la voz.
–No creo que haya sido él –dije en voz baja–, la necesita para llegar a la hela-
dera, ¿o no?
–Llega solo...
–¿Realmente creés que la mató?
–Puede usar una escalera, subirse a la mesa, tiene cincuenta sillas de bar... –dijo
señalando alrededor. Me pareció que hablaba alto a propósito así que bajé más
la voz:
–Quizá sí es un pobre tipo. Realmente estúpido, y ahora se queda solo con la
gorda muerta en la cocina.
–¿Querés que lo adoptemos? Lo cargamos atrás y lo soltamos cuando llegamos.
Tomé unos tragos más y me quedé mirando la cocina. El infeliz estaba para-
do frente a la gorda y sostenía en el aire un banco, sin saber muy bien dónde
ponerlo. Oliver me hizo una seña para que volviéramos a acercarnos. Lo vimos
dejar el banco a un lado, tomar un brazo de la gorda y empezar a tirar. No pudo
moverla ni un centímetro. Descansó unos segundos y volvió a intentarlo. Probó
apoyar el banco sobre una de las piernas, una de las patas tocando la rodilla. Se
subió y se estiró lo más que pudo hacia la heladera. Ahora que le daba la altura,
el banco quedaba demasiado lejos. Cuando giró hacia nosotros para bajar, nos
escondimos y nos quedamos sentados en el suelo, contra la pared. Me sorpren-
dió que no hubiera nada en la bajo mesada del mostrador. Sí, arriba en la repisa,
y más arriba las coperas y las alacenas también estaban repletas, pero nada a
nuestra altura. Lo escuchamos mover el banco. Suspirar. Hubo silencio y espe-
ramos. De pronto se asomó tras la cortina. Sostenía un cuchillo con gesto ame-
nazador, pero cuando nos vio pareció aliviarse, y volvió a suspirar.
–No alcanzo a la heladera –dijo.
Ni siquiera nos paramos.
–No alcanza a ningún lado –dijo Oliver.
43
CuENTO
El tipo se quedó mirándolo como si el mismísimo Dios se hubiera parado fren-
te a él para hacerle saber la razón por la cual estamos en este mundo. Dejó caer
el cuchillo y recorrió con la mirada los bajo mesadas vacíos. Oliver estaba satis-
fecho: el tipo parecía traspasar los horizontes de la estupidez.
–A ver, prepárenos un omelet –dijo Oliver.
El hombre se volvió hacia la cocina. Su rostro imbécil de estupor reflejaba los
utensilios, las cacerolas, casi toda la cocina colgando de las paredes o sobre las
estanterías.
–Ok, mejor no –dijo Oliver–, haga unos simples sándwiches, seguro que eso sí
puede hacerlo.
–No –dijo el tipo–, no alcanzo a la sandwichera.
–No lo tueste. Sólo traiga el jamón, el queso, y un pedazo de pan.
–No –dijo–, no –volvió a repetir negando con la cabeza, parecía avergonzado.
–Ok. Un vaso de agua entonces.
Negó.
–¿Y cómo mierda sirvió a este regimiento? –dijo Oliver señalando las mesas.
–Necesito pensar.
–No necesita pensar, lo que necesita es un metro más de altura.
–No puedo sin ella...
Pensé en bajarle algo fresco, pensé que tomar algo le vendría bien, pero cuan-
do intenté levantarme Oliver me detuvo.
–Tiene que hacerlo solo –dijo–, tiene que aprender.
–Oliver...
–Decime algo que sí puedas hacer, una cosa, algo.
–Llevo y traigo la comida que me dan, limpio las mesas...
–No parece –dijo Oliver.
–... Puedo mezclar las ensaladas y condimentarlas si ella me deja todo listo
sobre la mesada. Lavo los platos, limpio el piso, sacudo los...
–Ok, ok. Ya entendí.
Entonces el tipo se queda mirando a Oliver, como sorprendido:
–Usted... –dijo–, usted sí llega a la heladera. Usted podría cocinar, alcanzar-
me las cosas...
–¿Qué dice? Nadie va a alcanzarle las cosas...
–Pero usted podría trabajar, tiene la altura –dio un paso tímido hacia Oliver,
que a mí no me pareció prudente–, yo le pagaría –dijo.
44
Juan Antonio Sánchez Rull
45
Oliver se volvió hacia mí–: Este imbécil me está tomando el pelo, me está to-
mando el pelo.
–Tengo plata. ¿Cuatrocientos la semana? Puedo pagarle. ¿Quinientos?
–¿Paga quinientos la semana? ¿Por qué no tiene un palacio en el fondo? Este
imbécil...
Me levanté y me paré detrás de Oliver: iba a pegarle en cualquier momento,
creo que lo único que lo detenía era la altura del tipo.
Lo vimos cerrar sus pequeños puños como compactando una masa invisible
que poco a poco se reducía entre los dedos, los brazos comenzaron a temblar-
le, se puso morado.
–Mi plata no le incumbe –dijo.
Oliver volvió a hacer eso de mirarme cada vez que el otro le hablaba, como
sin poder creer lo que veía. Parecía disfrutarlo, pero nadie lo conoce mejor que
yo: nadie le dice a Oliver lo que debe hacer.
– Y por la camioneta que tiene –dijo el tipo mirando hacia la ruta–, por la ca-
mioneta que tiene se diría que manejo la plata mejor que usted.
–Hijo de puta –dijo Oliver y se abalanzó sobre él. Alcancé a sostenerlo. El tipo
dio un paso atrás, sin miedo, con una dignidad que le daba un metro más de
altura, y esperó a que Oliver se calmara. Lo solté.
–Ok –dijo Oliver–. Ok.
Se quedó mirándolo, estaba furioso, pero había algo más en su calma conte-
nida, y entonces le dijo:
–¿Dónde está la plata?
Miré a Oliver sin entender.
–¿Va a robarme?
–Voy a hacer lo que se me cante el orto pedazo de mierda.
–¿Qué hacés? –dije.
Oliver dio un paso, tomó al tipo de la camisa y lo levantó en el aire.
–¿Dónde está tu plata, a ver?
La fuerza con que Oliver lo había levantado lo hacía oscilar un poco hacia los
lados. Pero él lo miraba directamente a los ojos, y no abría la boca.
–Ok –dijo Oliver–. O traes la plata, o te rompo la cara.
Levantó el puño bien cerrado y lo dejó a un centímetro de la nariz del tipo.
–Está bien –dijo el otro.
Oliver lo soltó. El tipo cayó, se acomodó la camisa, dio un paso hacia atrás.
Despacio, cruzó la barra en sentido contrario al de la cocina, y desapareció por
una puerta.
CuENTO
46
–Pedazo de imbécil –dijo Oliver.
Me acerqué a él para que no nos escuchara:
–¿Qué estás haciendo? Tiene a la mujer muerta en la cocina, vámonos.
–¿Viste lo que dijo de mi camioneta? El imbécil quiere contratarme, ser mi jefe,
¿entendés?
Oliver empezó a revisar las estanterías de la barra.
–Este imbécil debe tener su plata por acá.
–Vámonos –dije–. Ya te desquitaste.
Corrió algunas botellas, papeles sueltos, hasta que encontró una caja de ma-
dera. Era una caja vieja, con un grabado a mano que decía “habanos”.
–Ésta es la caja –dijo Oliver.
–Ya váyanse –escuchamos.
El tipo estaba parado en el medio de la sala, y sostenía una escopeta de doble
caño que apuntaba directamente a la cabeza de Oliver. Oliver escondió tras de
sí la caja. El tipo sacó el seguro del arma y dijo:
–Uno.
–Nos vamos –dije, tomé a Oliver del brazo y empecé a caminar–. Lo siento, real-
mente lo siento. Y siento lo de su mujer también, yo...
Tenía que hacer fuerza para que Oliver me siguiera, como las madres tiran de los
chicos caprichosos.
–Dos.
Pasamos cerca de él, la escopeta a un metro de la cabeza de Oliver.
–Lo siento –volví a decir.
Ya estábamos cerca de la puerta. Hice salir primero a Oliver para que el tipo
no viera que se llevaba la caja.
–Tres.
Solté a Oliver y corrí. No sé si él tuvo miedo o no, pero no corrió. Subimos a la
camioneta. Dejó la caja sobre el asiento, encendió el motor, y salimos en la di-
rección en la que veníamos. La camioneta dio algunos saltos en la cuneta y al salir
a la ruta, pero Oliver no dijo nada. Sólo un rato después, sin quitar los ojos del
camino, dijo:
–Abrila.
–Deberíamos...
–Abrila, maricón.
Tomé la caja. Era liviana y demasiado chica para contener una fortuna. Tenía
una llave de fantasía, como de cofre. La abrí.
IRmANSamantha Sweblin
47
–¿Que hay? ¿Cuánto? ¿Cuánto?
–Vos manejá –dije–, creo que sólo son papeles.
Oliver se volvía cada tanto para espiar lo que yo revisaba. Había un nombre
grabado en la contratapa de madera, decía “Irman”, y debajo había una foto del
tipo muy joven, sentado sobre unas valijas en una terminal, parecía feliz. Me pre-
gunté quien le habría sacado la foto. También había cartas encabezadas con su
nombre: “Querido Irman”, “Irman, mi amor”, poemas firmados por él, un carame-
lo de menta hecho polvo y una medalla de plástico al mejor poeta del año, con
el logo de un club social.
–¿Hay plata sí o no?
–Son cartas –dije.
De un manotazo, Oliver me quitó la caja y la tiró por la ventanilla.
–¿Qué hacés? –me volví un segundo para ver las cosas ya desparramadas sobre
el asfalto, los papeles todavía en el aire, la medalla rebotando una o dos veces
más, cada vez más lejos.
–Son cartas –dijo.
Y un rato después:
–Mirá... Tendríamos que haber parado acá. “Parrilla libre”, ¿leíste? ¿Qué costa-
ba? –y se sacudió inquieto en el asiento, como si realmente lo lamentara.
CuENTO
48
CuENTO
uN vIAjE FALLIDO*
Aura Estrada
Le advirtieron que una ofensa más al buen comportamiento
y su prometido viaje a la tierra prometida (Estados Unidos)
sería cancelado y que por favor devolviera el lapicero que ha-
bía sustraído durante el recreo de la mochila del compañerito
Agni, quien lloraba desconsoladamente como un cobarde en
la esquina del salón en los brazos de la regordeta miss Becky.
La pequeña malhora, sin ningún rastro de vergüenza o arre-
pentimiento, lentamente extrajo de su suéter verde bandera
un lapicero a cartuchos con dibujos del enmascarado Hom-
bre Araña y extendió la mano hacia la directora. Ahora pue-
des salir, y salió al pasillo color beige. Detrás de ella, Agni salió
también, aún con lágrimas en los ojos. Esto no puede seguir
así, ayer fue el termo de Hello Kitty de Ana María, antier un
grafiti en la pared, la semana pasada la regla de la Mujer
Maravilla de Marisol, y hoy, esto. El tono de la directora era
de reproche, como si los padres de Odette tuvieran la culpa de
sus recientes fallidos atracos. Al salir de la oficina sus padres
la tomaron de la mano y la llevaron a casa sin decir una pala-
bra. La miraban como quien tiene frente a sí a un total des-
conocido.
Una vez en el coche empezaron los cuestionamientos ar-
duos. ¿Que no quieres ir a Estados Unidos con tu hermana?
Su hermana, tan brillante que uno se quedaba ciego de verla
y tan obediente que Odette se preguntaba si estaba viva o
era un robot. Había llegado a la conclusión de que no era un
robot el día que rompió la cama de lujo de su Barbie favorita.
Su hermana no lloró (al contrario de Odette, quien no paró de
llorar por varias horas encerrada en el baño), nunca la había
visto llorar, sólo tomó los restos de la cama, los tiró a la basura
y le dio a Odette el apodo de: Destroyer, nunca más jugarás
con mis juguetes. Y lo cumplió. Odette reflexionó que un ro-
bot no tendría tal capacidad de autorepresión. ¿Que no sabes
que esos juguetes que robas de tus compañeros los vas a po-
der comprar en Estados Unidos? La angustiada y joven ma-
dre de Odette la miraba con compasión pero se le acababan
*De Mis días en Shanghai, Almadía 2009.
49
CuENTO
pronto los argumentos y le alarmaba el repentino comporta-
miento vándalo de su pequeña de siete años. ¿Cómo he po-
dido engendrar a esta niña?, se preguntaba con la mirada. Y
Odette tampoco lo sabía. Desde aquella tarde de enero que se
sentaron a hablar con “las niñas” en la mesa de madera cuar-
teada en el comedor de su estrecho departamento, Odette se
había transformado pero no sabían en qué, en quién. No pres-
tando atención a los lamentos de una madre preocupada,
Odette parecía examinar la avenida al final de la cual brilla-
ba una desproporcionada m amarilla. Apenas unas semanas
antes habían abierto el primer McDonald’s de la Ciudad de
México y en tumultos las familias se lanzaron a sus puertas
incluso horas antes de la apertura oficial. Las filas se desbor-
daron hasta las calles aledañas, los estacionamientos no se
daban abasto, en los juegos del patio trasero del restauran-
te rojo, amarillo y blanco los niños se peleaban por ser los
primeros en subirse al tobogán que llevaba a una alberca de
bolas plásticas de colores, en el automac coches repletos aso-
maban sus cabezas queriendo hablar por el interfón para
hacer un pedido de dos bigmac con queso, cuatro cajitas fe-
lices, seis cocacolas y seis papas fritas, mientras un Ronald
McDonald humano se paseaba repartiendo globos con una
camisa a rayas rojas y blancas y unos pantalones azules ridí-
culamente grandes. El coche dio una vuelta en u y la m se
quedó atrás de ellos, brillando solitaria. La súplica vino otra
vez. Dinos qué estás pensando, Odette.
El coche se detuvo en la caseta de la cerrada empedrada. Odet-
te y su madre esperaron a que el coche arrancara de nuevo.
Tu papá tiene que regresar a trabajar. Caminaron en silen-
cio. Odette trató de alcanzar la mano delgada, casi esqueléti-
ca, de su madre. Antes de llegar a la puerta, vieron un pájaro
muerto sobre el pasto seco. Es la contaminación.
Hoy otra vez lo mismo pausa Sí, un lapicero pausa En el recreo.
No dice nada. Cerró la puerta inesperadamente. No pudo es-
50
cuchar el resto de la conversación. Tomó su libro y siguió le-
yendo hasta que su madre abrió la puerta. La escuchó caminar
a la sala: no se había quitado los tacones todavía. Tiene que
regresar a trabajar. Tengo que regresar a trabajar, pórtate
bien, nos vemos en la noche. Pensó que a lo mejor todos me-
nos ella eran robots.
Desde su cama veía la casa de madera gris de las Barbies iner-
tes. A su lado brillaba la estrella rosada de los Little Twin
Stars. La invadió la gana de tocarla. Pero no podía; era la es-
trella rosada de su hermana. Su hermana que tenía una ma-
dre en Estados Unidos y que ahora la obligaba a ir con ella
por todo el verano a un lugar remoto. Pero allá hay muchos
juguetes y te la vas a pasar muy bien, vas a ir a un campa-
mento de verano con otros niños y puedes visitar un parque
de diversiones y comer muchas hamburguesas, podía escu-
char en su cabeza la voz suplicante de su madre. Pero aquí
también hay hamburguesas.
Llamó por teléfono a la oficina de su madre para avisarle que
saldría a dar la vuelta en bicicleta. No, no puedes salir, estás
castigada. Está bien. Colgó, tomó su bicicleta, un termo de
agua, unas monedas de la canasta del cambio, unas galletas
María y salió a dar la vuelta en la bicicleta que recibió de los
Reyes Magos. Hubiera preferido una avalancha Apache pero
en su carta los reyes notaron que en una ciudad como la de
México una avalancha Apache no era el mejor transporte,
pero es lo que anuncian todos los domingos en la tele, gritó
enfurecida y estalló en un llanto que duró horas y que puso
un toque oscuro al que de otra forma hubiera sido un feliz
seis de enero.
Dio varias vueltas dentro de la cerrada pero pronto se sintió
aburrida por la monotonía de la ruta que, si no era circular,
ya la tenía mareada. Se dirigió hasta la caseta, el vigilante
abrió la pluma que la separaba de la calle sin preguntar nada
uN vIAjE FALLIDOAura Estrada
51
y por primera vez pudo andar por las avenidas que hasta
hoy eran territorio prohibido. Al final de la avenida vio la m
gigante brillar entre los postes y el cableado de luz. Empezó
a pedalear con cierto temor visible que no desapareció ni
cuando estuvo sobre el pavimento. Siguió adelante sin fijar-
se en el flujo de los automóviles que pasaban deprisa sin
tampoco fijarse en ella. Ésta nunca ha sido una ciudad de
ciclistas. Determinada a llegar a la m, el temor inflamó su
deseo. Pedaleó lo más rápido que pudo. Tan rápido que una
vez que alcanzó la m no pudo frenar del todo y la bicicleta se
derrapó dentro del estacionamiento vacío. Se sacudió el
polvo y se levantó como si nada hubiera pasado. Llevando la
bicicleta por los manubrios, caminó hacia el edificio de vi-
drio del restaurante y, aunque le era un lugar familiar, se sin-
tió en terreno des conocido.
El interior del McDonald’s no la deslumbró como la primera
vez. Notó en el suelo manchas de suciedad y un olor exage-
rado a grasa y papas fritas. Entró al baño para enjuagarse la
cara y las manos y se encontró con una empleada fumando un
cigarro, trapeando con agua negra y que la ignoró por comple-
to a pesar de su aspecto maltrecho. No tuvo que hacer fila por-
que el lugar estaba desierto. Pidió un refresco y se sentó en
una de las mesas en el patio trasero donde ningún niño juga-
ba, ningún payaso repartía globos y en el automac un joven se
aburría esperando un pedido que no llegaba. Los coches se-
guían pasando uno tras otro en el total silencio de la tarde
despejada. Dio unos sorbos a su bebida y pensó que no ten-
dría fuerzas para regresar.
CuENTO
52
Juan Antonio Sánchez Rull
53
pOLvO
Eduardo Halfón
Tembló a las tres horas, tres minutos, treinta y tres segundos de la madrugada,
exactas, como si alguien, en algún búnker secreto lleno de mapas y botones ro-
jos, así lo hubiese planificado. Siempre me agradó esa perfección numérica. Yo
era muy niño entonces, en febrero del 76, y recuerdo sólo imágenes puntuales
de esa noche. Hacerme el dormido para que mi papá me cargara hacia fuera.
Mi mamá sentada en el césped, siete meses embarazada, con mi hermano menor
aún durmiendo profundamente sobre su regazo. El arribo imprevisto de tíos,
primos y abuelos. Las sirvientas llorando en silencio mientras, con las primeras
luces del amanecer, cargaban por el jardín una bandeja llena de magdalenas y ta-
zones de café caliente. Los gritos de mi tío porque todos los primos estábamos
jugando tenta a la par de unos cristales rotos, felizmente, sin entender que en
los cuarenta y nueve segundos que había durado el terremoto habían fallecido,
se estimaría después, casi treinta mil personas; sin poder entender, por supues-
to, que era de muy mal gusto estar feliz.
–Karadagian. Vení para acá.
Se llamaba Benny. Era el hermano más pequeño, y aún soltero, de mi papá. No
sé por qué me decía Karadagian, de Martín Karadagian, de la lucha libre argen-
tina Titanes en el Ring.
–¿Sabés vos qué está pasando?
Sacudí la cabeza. Traté de escabullirme de vuelta al juego de tenta, pero mi
tío se agachó y me tomó de los brazos.
–Escuchame. ¿Sabés o no?
Yo lo único que sabía, realmente, era que no había colegio, que mis primos vi-
virían unos días con nosotros, que de vez en cuando sentía un leve mareo por-
que todo se ponía a vibrar un poquito.
Aunque trabajaba él de ingeniero en una fábrica coreana de la Petapa, mi tío
Benny mantenía siempre a la vista, en ese espacio del carro justo encima de los
asientos traseros, su casco rojo de bombero voluntario. Eso me gustaba. Hacía
que me sintiera seguro. Me recordaba a Superman. Un hombre típico, trabajador,
ordinario, casi aburrido que, al sólo entrar a la parte trasera de un carro y cambiar
de uniforme, podía transformarse en un héroe y adquirir todo tipo de poderes.
Me daba esperanza, supongo. Sólo hacía falta encontrar mi propio uniforme.
–¿Te gusta a vos tu casa?
No entendí la pregunta.
–¿Que si te gusta a vos tu casa?
–Ajá.
CuENTO
54
–¿Y sabés cuánta gente se quedó hoy sin casa?
Subí los hombros. Mi tío suspiró con decepción, poniéndose de pie y encen-
diendo un cigarrillo. Llegó mi hermanito. Me agarró la playera con una mano y se
quedó quieto a mi lado, como queriendo ser parte de todo, incluyendo un regaño.
–Vayan y miren bien su casa, ¿me oyeron? –dijo mi tío Benny con mucho humo
y los dos entramos corriendo.
Más allá de algunas grietas en las paredes, nuestra casa se había dañado poco.
Y el desorden de las primeras horas –macetas y lámparas tumbadas, libros caídos
de sus repisas, cuadros torcidos, sillas volteadas o en lugares equivocados– fue
velozmente compuesto por Pía y Márgara, Piedad y Margarita, las sirvientas.
Pero el polvo, claro, duró un poco más.
Todo había amanecido velado por una capa de polvo muy fino, muy blanco,
como si alguien, durante la noche, hubiese decidido esparcir gamonalmente
un bote entero de talcos. Mi hermano y yo, entonces, sentados ya en un largo
pasillo, nos pusimos a dibujar con el índice figuras muy rudimentarias sobre el
piso de granito color crema: casas, árboles, carros, trenes, montañas, el sol y la
luna y una nube, familias de palos con caritas alegres o caritas tristes. Éramos
demasiado niños para escribir palabras. Al rato llegaron Pía y Márgara y pasaron
sus trapeadores por todo el pasillo y nosotros, incrédulos, observamos nuestros
dibujitos poco a poco desaparecer. Entramos rápido al baño de visitas y en la
semi penumbra (no había luz) dibujamos sobre las baldosas, en el lavamanos,
en la tapadera del inodoro, hasta que de nuevo llegaron ellas y lo borraron todo
con sus trapos y trapeadores. Luego en la sala, en los dormitorios, en el estudio de
mi papá. Pía y Márgara entraban unos minutos después que nosotros y des-
de la puerta contemplaban nuestros trazos infantiles, riéndose tímidamente
entre ellas antes de echarnos con simpatía y ponerse a limpiar. Con mi herma-
no, de una manera muy ingenua, por supuesto, entendíamos la intemporalidad
de ese jueguito, y nos marchábamos corriendo en búsqueda de nuevos y más
grandes lienzos por toda la casa. Y el final de esa búsqueda, el último espacio
aún empolvado de la casa, fue el clóset de mis papás.
Era un closet inmenso, aún más inmenso desde la perspectiva de un niño. La
ropa de mi papá estaba colgada de un lado, la ropa de mi mamá del otro. Noso-
tros nos sentamos en medio, reconfortados equitativamente por ambos olo-
res, mal iluminados por una ventanita en alto que daba al jardín. Debido a los
gritos de afuera, era evidente que mis primos habían iniciado un juego de un,
dos, tres, cruz roja.
pOLvOEduardo Halfón
55
Yo estaba dibujando algo sobre el piso de madera cuando sentí o percibí que
mi hermano ya no. Alcé la vista y en la suave luz todavía logré distinguir su si-
lueta metida entre los sacos y abrigos de mi papá colgados a mediana altura.
Seguí dibujando con el dedo. De pronto se detuvo el frufrú de sacos y abrigos.
Pero yo seguí dibujando a pesar del silencio o quizás aún más tranquilo, aún más
concentrado debido al silencio. Sabía que mi hermano continuaba allí, escon-
dido en la ropa de mi papá, aunque habían transcurrido ya varios minutos sin
ningún ruido, nada, ni los sacos rozándose entre sí, ni sus pasitos crujiendo so-
bre la duela, ni siquiera su respiración.
En eso escuché un tronido seco. Levanté la cabeza. Volví a escuchar ese mis-
mo tronido seco, áspero, breve, irreconocible. La ropa empezó a moverse muy
ligeramente, como por una frágil brisa. Hice un esfuerzo visual y logré distinguir
la sombra que era mi hermano surgir de entre los sacos oscuros y quedarse allí,
de pie, enfrente mío, inmóvil, torpemente sosteniendo en sus dos manitas una
pistola negra.
–Sht, joven, pero qué hace.
Sin ningún titubeo Pía tiró al piso su trapeador y arrebató la pistola de las ma-
nos de mi hermano y se quedó agarrando la cosa negra entre pulgar e índice, con
asco, como si fuera un gran pájaro muerto.
*
Mi tío Benny pasó a las siete en punto de la mañana. Había convencido a mis
papás de que me haría bien acompañarlo, en su turno como bombero voluntario,
a varias de las zonas más devastadas por el terremoto. La noche anterior, du-
rante una cena concurrida y jocosa, había dicho que ya era hora de que yo, Ka-
radagian, conociera “esa otra ciudad”, y recuerdo imaginarme, alegremente, que
haríamos juntos un largo viaje a una ciudad distinta, mágica, quizás hasta llena
de resbaladeros y piscinas. La mañana siguiente, entonces, yo estaba ya sentado
en el umbral de la puerta abierta, viendo hacia la avenida recién iluminada por
un sol ambarino, cuando mi tío, muy puntual como siempre, tocó dos veces la
bocina de su Volkswagen escarabajo color banano.
Fumaba con la zurda mi tío Benny. Con la derecha hacía todo lo demás: timo-
neaba, apretaba cosquillosamente mi rodilla, cambiaba de velocidades, sacaba
algo de la guantera, sintonizaba los distintos noticieros en la radio. Y yo lo mi-
raba atónito –a pesar, claro está, de que iba bien uniformado de ingeniero, en
CuENTO
56
sus caquis y camisa blanca. De vez en vez, sin que él lo notara tanto, me voltea-
ba a contemplar su casco chispeando de rojo justo encima de los asientos de
atrás, y me sentía grande. Le pregunté a qué ciudad íbamos, si quedaba muy
lejos, si habría allí otros niños con quienes jugar. Pero él estaba escuchando
atento a un locutor con voz nasal comunicar las últimas noticias, las últimas
estadísticas.
Había árboles y postes de luz caídos sobre las calles. Los semáforos seguían
apagados. Demasiados papeles revoloteaban en el aire al igual que coloridas
maripositas. Yo me puse a contar soldados. Después de un rato entramos muy
despacio a un barrio del centro, por el Cerrito del Carmen.
La mayoría de las casas eran ahora montañitas grises de ripio y escombros.
Pasamos por un barril en llamas rodeado de gente. Un niño moreno de más o
menos mi edad lloraba solito sobre la banqueta. A un lado de la avenida había
cinco o seis personas acostadas, en línea recta. Observé un gran bulto negro bajo
un portalito techado; al moverse, entendí que era una señora muy joven abra-
zando a sus dos hijos dormidos. Se acercó al carro un señor sin camisa y con la
frente llena de sangre. Mi tío se detuvo. En silencio le dio un par de billetes. En-
cendió un cigarrillo. Yo me quedé viendo al señor alejándose con su par de bille-
tes, luego me quedé viendo a mi tío, quien de pronto, con el cigarrillo levemente
prensado entre los labios, se volvió hacia mí. Intentó sonreírme. Pero quizás por
el juego de sombras en su rostro, quizás por el ángulo de su cigarrillo encendi-
do, lo que le salió fue una sonrisa extraña, torcida, casi malévola, una sonrisa son-
reída por alguien que ya no era mi tío Benny.
–Llegamos –dijo.
*
Uno de los bomberos se llamaba Ángel. Era chaparro, de complexión tostada y
ligero bigote. Tenía una estrella de plata en el diente. No sólo llevaba puesto su
casco rojo sino que también su uniforme blanquinegro de bombero volunta-
rio. Ángel, para mi asombro, renqueaba.
–Usté quédese aquí, bien pegadito, muchacho.
Mi tío Benny, antes de marcharse con un grupo de bomberos, me había deja-
do con Ángel a la par de una vieja mesa de madera, distribuyendo agua potable
de dos enormes ollas de peltre. La gente hacía cola y nosotros les llenábamos
todo tipo de trastos y cacharros usando palanganas de plástico verde. Nadie
pOLvOEduardo Halfón
57
decía nada. Nadie nos miraba. Sólo estiraban sus recipientes y se quedaban espe-
rando. Como si fuese de lo más normal que un niño estuviera allí, parado sobre
un par de ladrillos, dándoles su ración de agua potable. De vez en cuando Ángel
desaparecía durante unos segundos. Volvía renqueando, despacio, con un ga-
rrafón nuevo y pesado en los brazos. Luego, usando una oxidada navaja, le cor-
taba la tapadera celeste y con un leve esfuerzo (los garrafones en esos días aún
eran de vidrio) echaba los cinco galones de agua pura y cristalina en una de las
ollas de peltre. Y todas las personas en cola, entonces, acaso por el bello sonido,
levantaban tímidamente la mirada.
–¿No se ha cansado, muchacho?
Sacudí la cabeza. Estaba lejos del cansancio. Sentía algo que nunca antes había
sentido y que me gustaba sentir.
–Porque si se cansa, sólo me avisa, ¿oye?
Pasó chirriando la sirena de una ambulancia. Exasperado, un bebé no paraba
de gritar.
–Dice su tío que usté quiere ser bombero, de grande.
Había olvidado que alguna mañana se lo mencioné a mi tío Benny, mientras
él se tomaba su café con leche (los sábados desayunaba con nosotros y después
se quedaba horas fumando en la mesa con mi papá), y parecía ignorarme.
–Es bien duro eso de ser bombero. Se lo digo yo, muchacho.
–Ajá.
–Hay que tener los calzoncillos bien puestos.
Llegó una viejita con demasiados botes y cubetas. Tenía la piel del rostro toda
manchada de negro, como con dedazos de carbón. Ángel le dijo, muy cortésmen-
te, que lo sentía mucho, que sólo tenía derecho a llenar dos recipientes por turno,
que había muchas personas con necesidad de agua potable. Ella giró la cabeza
hacia atrás, como para cerciorarse. Luego se quedó viendo a Ángel y, por la ex-
presión de su mirada opaca y celeste, yo pensé que estaba a punto de insultarlo.
Pero la viejita eligió meticulosamente dos botes. Me los entregó. Estaba lloran-
do grandes lagrimones negros.
*
–Qué tal el sobrino. Cambio.
–Ah, bien topado, don Benny. Aquí sigue conmigo, trabajando. Cambio.
Le serví a algún afortunado un gamonal y orgulloso chorro de agua.
CuENTO
58
–Decile que se venga a donde Lencho. Cambio.
–Claro que sí, don Benny. Cambio.
–Que aquí lo espero. Cambio.
–Ahora mismo se lo digo, don Benny. Cambio y fuera.
Ángel volvió a guardar su radio en el estuche de cuero que llevaba prensado al
cinturón. Me puso una mano sobre el hombro y así salimos de atrás de la mesa
y caminamos hacia la esquina. Yo me volví, brevemente. Todas las personas
seguían en cola con sus trastos vacíos, en silencio, viéndome –ahora sí– como
si yo los acabara de abandonar en un barco que se hunde. Lo mejor, decidí, era
no mirarlos.
Un tanto enredado, Ángel me explicó cómo llegar adonde estaba mi tío. Qui-
zás percibió la confusión en mis ojos (achicados y fruncidos, sospecho) porque
de inmediato agregó que no me preocupara, que no había pierde. Cosa que ni
se me había ocurrido. Entonces quizás percibió el terror que sus últimas pala-
bras habían provocado en mis ojos (más abiertos, pupilas dilatadas, parpadeo
agitado y nervioso, sospecho) porque, sin vacilar, Ángel se quitó su casco rojo
y lo colocó flojamente sobre mi cabeza.
–Por si acaso, muchacho –y se fue renqueando.
*
Era aquélla otra época. Una época más ingenua y perfumada. Más blanca. Don-
de no era nada raro ver a un niño caminando solo por las calles del centro –in-
cluso un centro caótico, desarticulado, en ruinas– con sus dos manitas sobre la
cabeza para que no se le cayera un enorme y escurridizo casco de bombero.
Había mucha gente deambulando. Parecían no tener ningún rumbo fijo, como
si sólo quisieran estar fuera o, más bien, como si no quisieran estar dentro. Otros
intentaban barrer. Otros recogían sus escombros con palas y carretas. Algu-
nos me miraban el casco rojo.
Inmediatamente reconocí el portón de Lencho, pintado con las “chibolas de
todos colores” que me había descrito Ángel. Estaba por empujar el portón y en-
trar cuando alguien lo abrió desde adentro. Era un chico delgado, alto, de tal
vez quince años. Tenía casi toda la frente envuelta con una gasa blanca que,
poco a poco, empezaba a teñirse de rosado.
–Qué querés.
–Vengo con mi tío –logré balbucir.
pOLvOEduardo Halfón
59
Juan Antonio Sánchez Rull
60
El chico cabeceó un par de veces, como si estuviera a punto de quedarse dor-
mido. Escupió una larga baba blanca hacia el suelo, y se marchó tambaleándose.
Adentro había tal vez una docena de mesas de billar. Todas iluminadas de ana-
ranjado por su propia lamparita redonda que colgaba del techo. Y todas con una
persona recostada sobre el paño verde. Algunas personas estaban conectadas
a una botella de suero que tenían a la par, en alto, suspendida de un pedestal
metálico. Varios bomberos se movían rápido de una mesa de billar a otra, aten-
diendo a los heridos. Y en el fondo del local, sentado ante la barra en un tabure-
te de cuero rojo, estaba mi tío Benny, fumando.
Empecé a caminar hacia él, entre las mesas y los bomberos que iban y venían.
Pero a pesar de tanto movimiento, a mí me pareció que todo sucedía como
en cámara lenta, en el más quieto de los silencios. Estoy seguro de que hablaban,
tosían y hasta gemían, pero desde mi perspectiva, desde la perspectiva de mi
recuerdo, no se escuchaba nada. Jamás cuestioné por qué un local de billares
de repente se había convertido en una improvisada sala de emergencias (los hos-
pitales del país, alcanzaría a comprender años después, estaban a tope). Un niño
se maravilla con cualquier irrealidad que se le presenta, supongo, indiscrimina-
damente la acepta.
–Si ya llegó Karadagian.
Lo dijo diferente mi tío, como si aquel apodo de pronto fuese también un in-
sulto.
–¿Y ese casco?
–De Ángel –le dije, mis manos aún sosteniéndolo.
–Pues, quitátelo.
Mi tío hablaba viendo hacia la puerta, hacia las mesas de billar, y yo seguía sin
entender su tono enfadado.
–Dejalo, Benny.
A la par suya, en otro taburete, estaba sentado un hombre mayor, gordo, de
piel rosácea y una espesa barba amarillenta. Sobre la barra descansaba lo que
supuse era su propio casco de bombero.
–No tenés derecho a usarlo, ¿me entendés?
–Es sólo un juego, Benny.
–No es con vos, Lencho. No te metás.
–Y vos no saqués esto con él.
Yo no entendí a qué se había referido con “esto”, pero fue un “esto” enfático,
subrayado, y mi tío no dijo más.
pOLvOEduardo Halfón
61
–¿Algo de tomar, patojo? –me preguntó Lencho, poniéndose de pie y entran-
do a la parte trasera de la barra.
Miré a mi tío, pidiéndole permiso.
–Hay Tiki, Spur Cola, Delaware Punch…
–A mi sobrino no lo dejan tomar gaseosas, Lencho.
–Tonteras –dijo sacando una botella del refrigerador–, una Spur Cola nunca
dañó a nadie.
Lencho me alzó las cejas, sonriendo, y estaba por colocar la botella sobre la
barra cuando uno de los bomberos, desde alguna de las mesas de billar, lanzó un
alarido para mí indescifrable, pero que ambos, mi tío y Lencho registraron de in-
mediato, porque instintivamente, como reaccionando ante una alarma, salie-
ron corriendo hacia esa mesa.
Mi tío Benny se trepó sobre un anciano acostado bocarriba. Empezó a bom-
bearle el pecho con los puños. Contaba en recio hasta diez y luego se detenía
mientras Lencho, también hincado en la mesa, sostenía la nariz del anciano y
respiraba varias veces en su boca. El anciano tenía los ojos bien abiertos. Esta-
ba descalzo. Sobre el paño verde, como perdida en su propio mundo, rodaba
una bola de billar demasiado blanca.
*
Pía me sirvió un tazón de chocolate caliente. Mientras yo le daba pequeños sor-
bos, se sentó conmigo en el otro banco de la cocina.
Mi hermano y mis primos seguían afuera, en el jardín, jugando un último
juego en la última luz del día. Yo estaba recién bañado, encremado, ya en mi
pijama celeste con piecitos blancos. Aún tenía puesto el enorme casco de
bombero.
–¿Está bueno, joven?
Pía siempre lo hacía con doble chocolate. Márgara no.
–Muy.
–¿No quiere unas galletas?
Antes de poderle contestar, Pía me acercó un bote lleno de champurradas y
pan dulce y le quitó la tapa. Saqué un bollito, lo rompí en dos y mojé una de las
mitades en el chocolate caliente. Soplé un poco y me la comí. La otra mitad me
la comí sin mojarla.
–¿Y a dónde lo llevó su tío, joven?
CuENTO
62
Desde la sala nos llegaban las voces sofocadas de los adultos, las risitas, el
retintín de tazas y cucharas. Todavía no se había marchado mi tío Benny.
–Por ahí.
–Pues su hermanito se quedó llorando.
–¿De veras?
–De veras. Dizque porque no se lo llevaron.
Me hablaba mientras iba recogiendo migas con el índice.
–No paraba de llorar su hermanito. Fíjese. Hasta que su mamá decidió llevár-
selo a no sé dónde.
Pía era delgada y pálida y de ojos verde aceituna. Solía usar su pelo negro en
una larga trenza que le llegaba más allá de la cintura y que a mí me gustaba
agarrar como si estuviese agarrándole la mano.
Escuchamos pasos que se acercaban despacio por el pasillo de granito. Al-
guien empujó la puerta abatible.
–Pía, buenas noches.
–Buenas, don Benny.
Mi tío se quedó sosteniendo la puerta, quizás aún esperando a que yo le dije-
ra algo. Durante todo el camino de vuelta a casa, ninguno de los dos había ha-
blado.
–Ya me voy, Karadagian.
Lo dijo de nuevo con su cariño original, ya sin ningún tono de insulto o burla.
Yo no estaba molesto con él, ni enojado, ni siquiera sentido, pero tampoco te-
nía ganas de verlo. Tomé un sorbo rápido de chocolate caliente. Me quemé los
labios.
–Sht, joven, el casco… –me susurró Pía.
No sé por qué había pensado que quizás mi tío lo olvidaría. O que quizás me
permitiría quedármelo un ratito más, acaso unos días, como premio por haber-
lo acompañado.
Me quité el pesado casco con ambas manos y se lo entregué. Pero mi tío no se
movió. No dijo nada. Se quedó allí, en silencio, casi melancólico, apoyado con-
tra la puerta abatible, el casco rojo en sus manos. Y continuaba allí cuando de
pronto todo empezó a temblar.
Era uno más de los tantos temblores que le siguieron al terremoto, y que to-
davía me provocaban leves mareos. Este temblor, sin embargo, a diferencia de
los anteriores, prosiguió cada vez más fuerte. Yo me puse nervioso. Sentí un poco
de nausea. Pensé en salir corriendo rápido a la seguridad del jardín. Pero en eso,
pOLvOEduardo Halfón
63
como una insólita llovizna, empezó a caer del techo el mismo polvo blanco y
fino que había amanecido por toda la casa la madrugada del terremoto. Sin du-
darlo, sin moverse siquiera de su banco de madera, Pía colocó ambas manos so-
bre mi tazón de chocolate caliente, y me sonrió con sus grandes ojos verdes. Yo
entonces agarré la puntita de su trenza y le sonreí de vuelta porque entendí de
inmediato que esta vez no había peligro, que esta vez todo estaría bien.
CuENTO
64
CuENTO
uLIsEs muERE
Jorge Volpi
Ulises tomó el sendero rocoso que conduce a través del bos-
que, desde el puerto hasta el acantilado. Se dirigió al lugar
señalado por Atenea. Se bajó de la camioneta, escoltado por
el Vívora y el Tuerto, y caminó hacia la casucha. Lo cegaba el
mediodía. Ulises odiaba el sol, el pinche sol que le hacía re-
cordar el desierto. Un par de obreros desbrozaban la tierra.
Esa tierra rica, verde, tan distinta de la suya. Lo miraron pasar
de reojo. Más allá otros parecían igual de concentrados.
Demasiados, pensó Ulises. Uno de aquellos rostros, medio
oculto por el sombrero, lo hizo sudar. Su nariz torcida. La puta
Atenea. Antes de que pudiese mover un músculo –un segun-
do para alcanzar la empuñadura– el Vívora y el Tuerto estaban
muertos. Ulises trató de olvidar sus cincuenta y ocho años y
corrió a toda velocidad hacia la camioneta. Sintió calor en la
espalda y las sombras no tardaron en rodearlo. Miró hacia
arriba y, más por inercia que por cobardía, rogó por su vida.
Héctor Lobato agachó la cabeza y sus hombres lo bañaron
con gasolina. Esto no es humano, pinche Héctor, se quejó casi
sin querer. Lobato encendió un cigarrillo y, casi indiferente,
le echó el cerillo encima. Otra vez el calor. El puto calor del
desierto. Los hombres de Lobato trajeron una caja de ca-
guamas y se sentaron frente a las llamas como niños en un
campamento. Bebieron una cerveza tras otra hasta que el
cuerpo de Ulises Camargo se convirtió en un amasijo negro
y humeante.
El desierto. Su luz cegadora. Su incandescencia.
Tienes que irte de esta tierra, le ordenó. Ulises Camargo sólo
le temía a una persona en el mundo, ese anciano ciego que le
hablaba desde la penumbra de su casa en Tenancingo. Deja
este pinche país y vete al Norte. Llévate a tu mujer y a su fami-
lia. Y no se te ocurra volver sin dinero. Ulises se aproximó a
su padre y trató de besar su mano seca, huesuda. Éste se la
arrebató. Que te largues de aquí, te digo.
Llegaron a la estación de autobuses de Juárez a las ocho de
la mañana. Ulises y Penélope, su mujer. Acela, su cuñada. Su
hermano Eusebio, su sobrino Luciano, la mujer de éste y sus
65
dos escuinclas. Se les acercaron ocho o diez coyotes, hasta que
Ulises llegó a un acuerdo. Ciento veinte por cada adulto, cin-
cuenta por las niñas. Los subieron en un camión de carga,
apretados como cerdos. El puto calor era insoportable. Mucho
tiempo después, Ulises sólo se acuerda de eso: del calor. Cinco
días después llegaron a Los Ángeles. Todos menos Eusebio, su
pinche hermano.
Tú no eres más que un pobre pendejo, le decía el anciano.
Una y otra vez. Toda la vida. Un pobre pendejo. Y él, en cam-
bio, lo veneraba.
Tienes que fingir que eres mi hermana, le ordenó a Penélo-
pe en cuanto llegaron a San Diego. Ella sabía lo que eso que-
ría decir. No repeló ni dijo nada. Dejó que Ulises la llevara a los
campos de cultivo. Ulises le explicó que había hablado con
alguien, que era el único modo. El gringo la subió a una ca-
mioneta junto con otras diez o doce mujeres. Algunas bien
chiquitas. No piensen en nada, les advirtió el gringo. Sólo
mientras juntamos un poco, le mintió Ulises. Ella lo sabía,
pero tampoco dijo nada. Lo que más le molestaba era llenar-
se toda de lodo, tener que hacerlo allí, sobre la tierra, a ple-
na luz del día.
El Víbora y el Tuerto aporrearon la puerta de Luciano con
todas sus fuerzas. Toda la gente de la Avenida los estaba bus-
cando. Habían corrido toda la noche. Sabían lo que les espe
raba si los Avenida los encontraban. No la muerte, sino algo
peor que la muerte. Luciano sabía que, si les abría, estaba
jodido. Y si no también. A fin de cuentas eran los enviados
de Ulises Camargo, su tío, ¿cómo iba a dejarlos afuera? Apú-
rense, les dijo. Estuvieron escondidos allí cuatro días. Estos
putos se van a joder, repetían todo el día. Ulises Camargo les
va a enseñar quién es. No va a dejar una puta alma en las Ave-
nidas. Luciano los escuchaba con miedo. Sabía de lo que su
tío era capaz. Lo único que quería era que el Vívora y el Tuerto
se fueran cuanto antes. Pero al quinto día alguien los delató.
Al gringo le gustó la Penélope desde el primer día. Ulises se
dio cuenta y, en vez de emputarse, se lo guardó. Está bien
CuENTO
66
buena, le oyó decir una tarde. Penélope, una vez más, no pro-
testó. Ella quería otra cosa. Y era mejor estar con el gringo
que con veinte mugrosos en el lodo. Se la llevaba a su casa
en San Diego. Cada vez más seguido. Estaba pendejo por la
Penélope. Ulises estaba feliz: ahora lo tenía cogido por los
güevos.
Lo que tú digas, papá. Sí, papá. Tienes razón, papá. Ulises iba
todos los días al cobertizo a verlo. El anciano nunca le deja
ba encender la luz. ¿Para qué carajos?, le decía. Vienes a hablar,
pendejo, no a verme. Ulises lo escuchaba perorar por horas.
Con su voz aguda, de mosquito. Esos murmullos que le eriza-
ban la piel a cualquiera. Y Ulises sólo asentía. Sí, papá, hay que
matarlo. Sí, papá, es un hijo de la chingada. Sí, papá, hoy mis-
mo. Aun tullido y ciego, el anciano dirigía el negocio.
uLIsEs muEREJorge Volpi
67
Juan Antonio Sánchez Rull
68
A DOs TINTAs
LA AvENTuRA DEL CuERpO
Diálogo entre Joumana Haddad y Alberto Ruy SánchezTraducción de Guadalupe Nettel
JouMANA HADDAD
Nació el 6 de diciembre de 1970, año en el que su ciudad natal, Beirut, alcanzó el millón de habitantes. Ser mujer, escritora, poeta y edi-tora en una ciudad de cinco mil años de edad, en cuya piel descansan los restos del imperio otomano, los cuarteles de los cruzados, los palacios de los omeyas y los restos de los periodos mameluco, aba-tista, romano, persa, fenicio y cananeo, la han convertido en una defensora de la relación que existe entre el cuerpo y la ciudad. Situada desde su puerto en la costa mediterranea, Joumana se ha convertido en la voz que reivindica a la piel descubierta como plaza defendida. Su trabajo literario representa un llamado a la civili-zación. No sólo a que las mujeres caminen con empatía hacia el es-pacio de lo público, sino que los hombres también sean capaces de caminar hacia la reivindicación de lo íntimo como un acto de sobe-rana libertad.
ALBERto Ruy SáNCHEz
Nació en 1951 cuando la Ciudad de México tenía poco más de tres mi-llones de habitantes y aún no afloraban a la superficie los sue-ños y cicatrices del Templo Mayor. En su novela En los labios dEl agua, Ruy Sánchez habla de una especie de casta o casi cofradía a la que llama “Los sonámbulos”. Se trata de hombres y mujeres cuyo lina-je se reconoce en el deseo como religión y el placer como ritual. Es desde la capital de México, pero también desde su Mogador de la costa Atlántica, que el autor de la tetralogía de los elementos, penetra el Mediterraneo para encontrarse con otra sonámbula y conspirar con ella (conspirar quiere decir respirar juntos) la ma-teria de su especialidad: el cuerpo como mapa y la seducción como arte digno aflorar a la superficie.
© Joe Kesrouani
© Santiago Ruy Sánchez
71
“Yo tengo un cuerpo esperando en el fondo
del océano. Tengo un cuerpo que es como un
volcán, cuyo cráter el agua lame, para que no
emita placer antes de que llegue el amor.”
¿Aventura del cuerpo entonces, Joumana? ¿De
todos los cuerpos y del tuyo?
joumana Haddad: El cuerpo, esta declaración
de vida, instrumento de vida, prueba de vida, gri-
to de vida, aprendizaje de vida, fisura de vida...
El cuerpo, nuestro cuerpo, mi cuerpo, ¿es acaso,
o puede ser algo más que una exploración in-
cesante, insaciable, inacabada, una auto explo-
ración, así como una exploración del Otro?
Lo que esconde mi lenguaje, mi cuerpo lo dice (Ro-
land Barthes). Mi cuerpo me cuenta: desde la
pequeña cicatriz en el labio inferior que me
hice a los dos años al caer sobre un pedazo de
vidrio roto, hasta los puntos de sutura en el
bajo vientre, resultado de las dos cesáreas que
me hicieron para convertirme en mamá. Mi
cuerpo dice lo que soy: desde el tulipán tatua-
do en mi nalga derecha, hasta las arrugas alre-
dedor de los ojos que ahora acompañan cada
una de mis sonrisas. Mi cuerpo me ha costado
caro. Lo formo, lo reformo y deformo a mi gus-
to. Lo reinvento y me reinvento. Me descascaro
con mis propias uñas, hasta encontrar bajo la
piel una nueva epidermis, una nueva Joumana.
Y salgo del sombrero del mago, en apariencia
nueva, contenta de mi astucia.
Mi cuerpo me revela; mi cuerpo también me
oculta. A menudo lo miro, lo examino, lo toco,
y le pregunto: “¿En dónde están inscritos esos
miedos terribles que tuviste durante la gue-
rra? ¿Dónde están las marcas de tus deberes y
de tus desilusiones? ¿De tus historias de amo-
res frustrados? ¿De tus cobardías? ¿De tus vic-
torias? ¿De tus éxtasis? ¿De tus sueños?”.
A DOs TINTAs
Este diálogo comenzó hace casi medio año con
un cruce de miradas que se dicen mucho sin de-
cir todavía palabras. Ya Cristina Fuentes Laro-
che, directora del Hay Festival, me había dicho
que le parecía imposible que no conociera a
Joumana Haddad. “Tienen mucho en común”,
me dijo, “la misma electricidad, el mismo len-
guaje corporal”.
En el puerto amurallado de Cartagena, duran-
te el Hay Festival de 2009, entre decenas de es-
critores y viajeros, nos reconocimos al vernos.
Y la conexión fue inmediata, instintiva. Y me
quedé con la impresión positiva de que el tiem-
po fue demasiado breve esos días. Editora, pe-
riodista, traductora y poeta, hablar con ella es
un placer sin fronteras.
El diálogo continuó ya lejos, con algunos de
sus libros. Tiene una decena de títulos en ára-
be y traducciones a varias lenguas. Tres de ellos
al español. Dirige el suplemento cultural del
principal diario árabe de Líbano, An Nahar. Re-
cibir la invitación de Número 0 para dialogar
con Joumana para esta edición de la revista so-
bre la aventura fue una enorme alegría. Como
si continuáramos lo que dejamos interrumpido.
Se imponía claramente la necesidad de ocupar-
nos de la aventura del cuerpo. Le propuse de-
cirme antes que nada cómo pensaba ella que
la idea de aventura se podría aplicar al cuerpo.
Para mí cada cuerpo amado es un territorio des-
conocido que necesita la meticulosidad curiosa
del amante. Desde el punto de vista del amante,
se trata de un territorio inexplorado, tanto des-
de la ciencia como del amor siempre hay dimen-
siones que descubrir. En el mismo impulso le
expreso mi curiosidad. Quiero saber cómo nació
en Joumana no sólo el interés sino la verdadera
reivindicación del cuerpo que ejerce tanto como
poeta que como periodista y editora de una
revista que se llama precisamente Cuerpo.
72
Están ahí. Sé que si los busco bien, los encon-
traré a todos. Grabados sobre la piel de este pe-
queño cuerpo. En su conciencia. En su compor-
tamiento. En sus necesidades. En su hambre. Es
como la teoría de Lavoisier sobre la química:
“Nada se pierde, nada se crea: todo se trans-
forma”.
Mi interés carnal, orgánico, por el cuerpo ha
estado siempre allí. Desde la primera bofetada,
el primer grito. El primer acto sadomasoquis-
ta lo vivimos al salir de las vaginas de nuestras
madres. Piénsalo: ¡es una nalgada lo que nos
produce el placer de estar en vida!
En cuanto a mi interés “intelectual”, o mejor
dicho “conceptual” por el cuerpo, nació con mi
primera exploración sexual. Y mi primera ex-
ploración sexual fue por su puesto la mastur-
bación. No me refiero a la masturbación animal,
casi automática, que muchos bebés practican
de manera espontánea, sino de la masturba-
ción lúcida, postinstintiva: es decir no sólo cor-
poral, sino la que también involucra a las fanta-
sías del deseo. Yo fui una “fantaseadora” precoz.
Desde la edad de siete, ocho años, me daba gus-
to imaginando situaciones lúbricas, acaricián-
dome y descubriendo los efectos de esas cari-
cias sobre mi cuerpo. ¿Dónde puede encontrar
fantasías eróticas una chiquilla de ocho años?
¿De qué conciencia anterior? ¿De qué potencial
de vicio futuro? Habrá que descubrirlo (¡Freud
se hubiera divertido con mi caso!). Pero sé que yo no
me masturbaba “inocentemente”. Yo me mas-
turbaba, no sólo para obtener placer, lo que
constituye la dimensión más “banal”, me atrevo
a decir, de ese arte, sino sobre todo para expe-
rimentar, probar, aprender, desafiar, imaginar...
Eso es lo que yo llamo la dimensión cerebral
de la masturbación.
Así, mi cuerpo me convierte cada día en mi
propio amante. Mi propia madre, mi propia hija.
Mi propio Dios también.
¿Y tú, Alberto?
Alberto Ruy sánchez: Mientras te leo, Jou-
mana, en tus palabras vienen pausadas las
imágenes que guardo de tu cuerpo. Tus ojos
penetrantes, tus ideas afiladas dichas con una
sonrisa igualmente aguda. Tu rostro enmar-
cado por las ondulaciones de tu cabello. De un
lado al otro del puerto, en cinco días, tus rápi-
dos movimientos.
Me doy cuenta de que siento y pienso tus pa-
labras como partes de tu cuerpo. Palabras piel,
palabras miembros: tanto las palabras que re-
cuerdo en tu voz inconfundible como las que
ahora leo. Y sin duda las que antes leí en tus
poemas. En tu libro Cuando me hice fruta, ritual
implacable del deseo, como en El retorno de
Lilith, excepcional composición de una nueva
mitología radical que nos ilumina. Tu poesía es
francamente corporal. Pero corporal a fondo:
no descripción poética del cuerpo sino cuerpo
invocado y de pronto presente, cuerpo múlti-
ple y multiforme. Aparición de un cuerpo siem-
pre sorprendente. Y de nuevo aparece lúcido y
con el movimiento hipnotizante de una llama
en esta respuesta y reflexión que haces sobre
el cuerpo.
Citas la frase certera de Roland Barthes: “Lo
que esconde mi lenguaje mi cuerpo lo dice”. Y
fue justamente él quien trató de llevar a sus
últimas consecuencias la frase complementa-
ria que te describe plenamente: “En el lenguaje
está el cuerpo de quien lo formula”. Cuando hay
verdadera escritura y no sólo escribanía, afir-
maba RB, podemos detectar en cada frase es-
crita las marcas del cuerpo que escribe. Y él lla-
mó a esas marcas corporales con un concepto de
lingüista sensible: “la enunciación”. El cuerpo en
jOumANA HADDAD y ALbERTO Ruy sÁNCHEz
73
la lengua. Yo gozo y me sorprendo al descubrir tu
cuerpo lúcido en tus inquietantes palabras.
O más bien tus cuerpos. Porque mientras te
leo, la memoria de tu cuerpo se mezcla con la
imaginación para mirar detenidamente tus ci-
catrices cuando eran nuevas, las líneas de tu ta-
tuaje en flor que se me hace presente en movi-
miento, y me dejo invadir por la avalancha de
sentimientos profundos, de verdaderas con-
mociones aparentemente incorpóreas que tú
buscas y descubres en tu cuerpo: la biografía
del río invisible que te navega por dentro. Y esa
búsqueda toma consistencia en la niña de sie-
te años que se descubre y se explora y se pre-
gunta y no deja de preguntarse sobre el senti-
do desafiante del cuerpo placentero, el cuerpo
habitado como casa embrujada por esas crea-
ciones del deseo que hemos aprendido a llamar
“fantasmas”. Pero que son cuerpos, una legión
de cuerpos poderosos, imaginantes, experimen-
tales, gozosos.
Y así me voy dejando habitar por el bravo río
de metamorfosis que es tu cuerpo, tu cuerpo en
tu boca, en tus palabras, que al leerlas se vuel-
ven mías.
Mi cuerpo quisiera con frecuencia ser todo
oídos: tocar a otros cuerpos con la escucha, aca-
riciar desde muy adentro pero entrando por el
aliento de quien habla y pronuncia algo muy
hondo. Las manos como oídos que saben detec-
tar la agitación de la piel como una superficie
de agua levemente conmovidas, el sexo como
oído que de pronto también canta con la voz
escuchada. Para mí la aventura del cuerpo es
sobre todo el desafío de escuchar al cuerpo.
Al de los otros y al mío, al más cercano y a ve-
ces más desconocido.
Siempre fui un niño demasiado grande para
su edad, hostigado por ello. Y sin embargo a mí
nunca me molestó serlo. Sentirme bien den-
tro de mi piel era mi cinismo y mi fuerza. Sigue
siéndolo. Cuando a los diez u once años las mon-
jas del colegio decidieron que para frenar erec-
ciones y masturbaciones el triple remedio era
culpa, cansancio físico y distracción, me obli-
garon a jugar futbol a todas horas sin otra acti-
vidad posible. Paradójicamente, lograron mul-
tiplicar mis energías físicas para masturbarme,
mi imaginación y mi espíritu desafiante (ade-
más de que el futbol ya nunca me pareciera
emocionante). Así lograron también que nun-
ca pudiera sentirme culpable de explorar a fon-
do nuevos placeres íntimos, gozos cada vez más
ilimitados y muy poco después compartibles
con la persona amada.
Lo que a otros parecía oscuro me llevaba a
un mundo de lucidez vital. Al placer de tratar
de comprender. La aventura del cuerpo gozo-
so y pensante a la vez y su relación con los de-
más está llena de paradojas, de contradiccio-
nes, de caprichos inesperados. Conocí la soledad
radical donde el cuerpo es el camino más am-
plio hacia uno mismo y después hacia los otros.
Donde la aventura del cuerpo es sinónimo de
afirmación de la vida. Es sed de conocimiento
y búsqueda ritual. Es provocar la aparición de
una belleza excepcional y atípica en el acto.
Tiempo después me doy cuenta de que todo
lo que intente escribir, contar, invocar, analizar
editar se construye implícita o explícitamente
sobre el sustrato de esa aventura corporal
originaria.
jH: Ayer, el viernes 25 de septiembre de 2009,
a las cuatro y quince de la tarde, me mandé ha-
cer un nuevo tatuaje: la letra J, inicial de mi
nombre, caligrafiada en árabe sobre mi hom-
bro derecho. Mientras el artista desempeñaba
su trabajo sobre mi piel, y mientras yo vivía este
A DOs TINTAs
74
dolor agudo pero delicioso que vivimos siem-
pre que sabemos que estamos cometiendo lo
“irreparable”, meditaba sobre nuestro diálogo
vital, fundamental, que quisiera interminable,
Alberto, y pensaba, como un mantra, en esta pa-
labra: irreversibilidad. I-rre-ver-si-bi-li-dad.
Sufría, gozaba, y pensaba en la irreversibili-
dad de mi cuerpo. En la del cuerpo en general.
Irreversibles nuestras lágrimas, nuestros san-
grados, nuestros orgasmos, nuestras arrugas,
nuestras cicatrices... La vida es un estigma
corporal ininterrumpido e irrevocable. Es una
evidencia, dirás tú. Sí, pero, como todas las evi-
dencias, tenemos tendencia a olvidarla.
Mi cuerpo es un camino de un solo sentido,
meditaba, mientras la aguja perforaba mi epi-
dermis. Imposible dar la media vuelta, impo-
sible dar marcha atrás. Por lo tanto qué magni-
fico peligro, este cuerpo, qué riesgo tomado y
vuelto a tomar a cada segundo, qué admirable
bomba de tiempo. Sobre todo cuando compren-
demos que al final de este camino de un solo
sentido, hay inevitablemente un abismo sin
fondo. Y que sin falta caeremos en él. Todos,
sin excepción. Y sin embargo caminamos, a ve-
locidades distintas, según nuestro propio rit-
mo y nuestro propio carácter, pero de todas
formas avanzamos: una carrera apasionada
hacia la caída...
El cuerpo es irreversible, me dice la aguja del
tatuador, me dice la aventura del mundo, me
dicen tus palabras mágicas, Alberto, esas pala-
bras que tuve la fortuna de descubrir en mi li-
brería parisina preferida, L’Ecume des pages, hace
algunos años. El cuerpo es irreversible, y esto
lo vuelve aún más preciado. Se trata de una
irreversibilidad biogeológica fatal, donde to-
dos los estratos (los estratos de la edad, los
estratos de la experiencia, los estratos de las
pruebas, los estratos de los placeres, etc.) co-
existen uno sobre otro, dando testimonio de la
historia de esta carne, de estos huesos, de esta
sangre, de este esperma, de estos nervios, de
esta saliva, de estos músculos... Es como la Tie-
rra: más de cuatro mil quinientos millones de
años vividos, de los cuales no puede esconder
ningún secreto a los hombres de ciencia pacien-
tes y curiosos que la estudian. Cada capa reve-
la un recuerdo, cada sedimento divulga una era,
cada grano de arena denuncia un incidente.
Cuántas veces he deseado, a lo largo de mi vida
amorosa, poseer las técnicas de radiometría y
de investigación que dominan los geólogos,
para poder leer los “anales” de un cuerpo que
amo y deseo. Por cierto, ésta es la razón por la
que prefiero el erotismo vertical, envolvente,
oscuro, al erotismo horizontal, alegre, espar-
cido. La Tierra, así como nuestro cuerpo, es
incapaz de mentir cuando la sondeamos en
profundidad. Nada tiene el poder de metamor-
fosearla, o de invertir su curso, o de esconder
sus rastros...
Nada, salvo, quizás, un verdadero terremo-
to. Y yo, en este momento de mi vida, te lo con-
fieso, estoy esperando un verdadero terremo-
to, como se espera un hijo. Estoy gestando un
sismo de nueve grados en la escala de Richter.
Acecho la sacudida, la solicito, la invoco: una
vibración cósmica. Mi cuerpo la necesita. Mi
cuerpo, esta matriochka interminable e injus-
tamente inexplorada, este explosivo que me
aterra por sus “tictac” persistentes, esta his-
toria de amor hechizante y siempre renovada,
mi cuerpo debe abandonar su cascarón actual
y emerger distinto: más resistente, más “dis-
puesto”, menos vulnerable. Ha llegado el mo-
mento de mutar. Lo siento. Si no, no podré du-
rar mucho tiempo... pero ésta es otra historia.
Tu cuerpo se quiere “oído”, me cuentas, que-
rido cómplice. El mío se quiere “tacto”. Lengua,
jOumANA HADDAD y ALbERTO Ruy sÁNCHEz
75
labios, dedos, uñas, piel... todo lo que genera un
frotamiento, todo lo que produce una chispa es
sinónimo de saber para mí. Por eso pensaba
en la androginia, esta mañana. La androginia
como sistema generador y autosuficiente en
frotamientos. El macho y la hembra, el ying y
el yang coexistiendo, se friccionan incesan-
temente en un circuito cerrado, y generan la
electricidad de la existencia.
Pensaba también en esta androginia, porque
la noche anterior tuve el mismo sueño recu-
rrente que de cuando en cuando me visita. Un
sueño en el cual despierto en el alba en mi
cama, y al tocarme de inmediato, como hago
siempre que despierto, siento un pequeño pene,
como un brote, creciendo entre mis muslos,
justo en medio de mi sexo de mujer. Entonces
empiezo a regarlo, a acariciarlo, a amasarlo, a
cantarle canciones, y crece día tras día, hasta
volverse enorme. No anula mi sexo sino que lo
completa. Un sueño muy extraño y muy pode-
roso, que inspiró uno de mis cuentos, y que
acabó en un acto de amor interminable entre
yo y yo, una interpenetración infinita...
Este sueño es más que nada extraño, y me
perturba particularmente, pues soy una mujer
con un cuerpo muy de mujer. Una mujer de pies
a cabeza, como se dice. Pero, más allá de ese
cuerpo de mujer y de sus reflejos, más allá
de mis dos senos, de mi clítoris, de mis luna-
res, de mis nalgas redondas, de mi vagina fecun-
da, de mis cabellos largos, de mi piel sensible;
más allá de este cuerpo-receptáculo, como es
casi todo cuerpo femenino –y me atrevo aquí
a pronunciar la palabra “destino”, bajo riesgo de
generalizar–, más allá de todos mis instintos
asimiladores y clasificadores, siento también
una identidad masculina muy fuerte en mí:
dispongo igualmente de un cuerpovaciador,
de un cuerpoflecha, como es el cuerpo macho.
El hecho de que esta “virilidad” del carácter sea
invisible físicamente, no la hace menos pre-
sente, ni menos palpable. Ni menos auténtica
sobre todo. A menudo, por ejemplo, utilizo la
palabra “erección” para designar excitación. Y
la utilizo porque es así como la siento, aun si
no se trata de una erección detectable orgáni-
camente. Sin embargo, no tengo ninguna duda
acerca de mi identidad sexual, ninguna homo-
sexualidad negada, ninguna transexualidad
reprimida. Y lo afirmo basándome en experi-
mentos efectuados en ese campo.
Así que soy andrógina. Mi parte femenina se
expresa plenamente a través de mi cuerpo ma-
terial y de sus pertenencias reales, mientras
que mi parte masculina constituye la materia
de una exploración más subterránea, más te-
nebrosa: la de un cuerpo para imaginar. “Para
mí, el cuerpo se compone de un pequeño por-
centaje de materia, y de un gran porcentaje de
imaginación”, dices tú, Alberto, en uno de tus
textos sublimes. Y bien, pues, yo soy andrógina.
No materialmente. Sino “imaginariamente”.
Y por lo tanto “existencialmente”. ¿Es más, cuál
es la diferencia? Yo no comprendo a esa gente
que separa “cuerpo y alma”, “carne y espíri-
tu”, que necesitan todas esas categorizacio-
nes, todas esas dualidades bien definidas, para
sentirse tranquilizados, al abrigo de lo desco-
nocido, de lo inesperado. Yo quiero que lo des-
conocido me haga una paja sin que yo lo sepa.
Yo quiero esta pulsión ambigua, sorprenden-
te, violenta; la quiero sin cesar, sin descanso.
Pues lo desconocido es sinónimo de Vida.
Si no, ¡qué aburrimiento!, ¿verdad?
ARs: Con la punta del dedo anular, ningún otro,
recorro lenta y suavemente la letra de tinta que
has mandado poner en tu piel. El dedo de los
A DOs TINTAs
76
vínculos, el que siente más, no sé por qué, en
mi mano derecha.
La descripción precisa del ritual de tu nuevo
tatuaje anuló la distancia: escribes tu cuerpo
escrito a su vez por la aguja de tinta y al hacer-
lo me acercas a él. Lo ofreces sin remedio a mis
sentidos. Que se excitan mientras se mezclan.
En tus palabras pasé instantáneamente a ver
tu cuerpo y dejarme guiar por ellas. Muevo aún
la mano por donde parece que me indicas. Por
donde se construye en mi cuerpo la ilusión de
que me indicas.
Y al tocarte escucho el ritmo de tu sangre y
atrás de ella identifico tu voz: el sonido dual de
lo escrito piel afuera y piel adentro.
Te oigo manifestando, con la respiración al-
terada, el placer y el dolor del tatuaje. Te escu-
cho también pronunciar claramente la letra que
la aguja hunde y pinta. Tocar es escuchar. Haces
de la letra tatuada una nota musical al aire.
Te escucho con las manos que son mis ojos.
Que miran nítidamente lo que imaginan. Mis
sentidos hierven al confluir en esa letra que has
vuelto clave mágica de tu mundo: la letra ára-
be jim:
Con la que comienza tu nombre, Joumana.
Con la que comienza también el nombre de
la revista que creaste y que editas, Jasad. Palabra
que significa precisamente Cuerpo.
Tres realidades en una, grabadas irrevocable-
mente en ti desde antes. Como si al elegir esa
letra hicieras brotar lo que ya llevabas dentro.
¿Pero no hace eso todo tatuaje? Un cuerpo ta-
tuado es, algunas veces, un ser que florece. Y
jOumANA HADDAD y ALbERTO Ruy sÁNCHEz
© Margarita de Orellana
77
que hace florecer algo en quien con complici-
dad sensorial lo mira.
Tal vez no sea por azar que normalmente (en
la caligrafía Naskh) esta letra se dibuja con tres
movimientos. El copete o cabeza estable, la cur-
va que baja adelgazándose y la misma que se
sostiene engrosándose y terminando en pun-
ta. Tres pases mágicos sobre tu piel que a) te
invocan, b) invocan tu oficio de escritora y c)
tu saber corporal. Lo que eres, lo que haces,
lo que sabes. O debería mejor decir, lo que vas
siendo, lo que vas haciendo, lo que vas explo-
rando y sabiendo: todo distinto y todo lo mis-
mo. Todo unificado en un signo polifónico. Una
llave de tu cuerpo.
Con esa letra de curva implacable acele-
ras el vértigo de la aventura del cuerpo. Haces
irreversiblemente evidentes algunos de los es-
tigmas radicales que llevas dentro. Pero tam-
bién, al hacerlos visibles, la complicidad codi-
ficada a la que invitas. Que cada quien leerá,
experimentará, desde las claves y estigmas, le-
ves o profundos, de su propio cuerpo. Así, huelo
mientras reescribo tu letra saboreándola en ti.
Y tiene inevitablemente la sal del aire de mar
de Cartagena.
¿Son estas sensaciones también irreversibles,
como tu tatuaje, como la vida del cuerpo? ¿El
tiempo se mide en el cuerpo por sus daños
permanentes? En 1974, la cineasta experimen-
tal canadiense Lisa Steele, se hizo célebre con
una película llamada Traje de cumpleaños con ci-
catrices y defectos, en la que ponía una cámara
en el suelo, y se colocaba desnuda frente a ella
mostrando cada una de las muchas cicatrices
que ya tenía su cuerpo a la edad de veintisiete
años: su biografía escrita en los remiendos de
la piel. Cuando la conocí, unos cinco años des-
pués, tenía una decena de cicatrices más y
hablaba con mayor detenimiento aún de las
cicatrices invisibles de su vida. En otra pelícu-
la contaba, desnuda frente a la cámara, el día
en que al regresar de la escuela se enteró que
había muerto su madre, cuando ella tenía
quince años. Lisa mostraba conciencia de que,
como tú lo has señalado, todo marca al cuer-
po y leer esos signos es un reto similar al del
geólogo que sabe leer las capas de formación
de la tierra. Los estratos de la vida pensados
como estragos.
En el mismo festival había otra mujer bri-
llante que llevaba una conferencia y un perfor-
mance sobre el sexo virtual como obra de arte.
Y como el tema de las cicatrices del amor nos
había impregnado a todos, ella nos mostró las
suyas una tarde en la que todos los participan-
tes en aquel coloquio terminamos en una pis-
cina desnudos. La cicatriz del amor que nos
mostró era más profunda que cualquier otra:
había cambiado de sexo, según contaba, para
adecuarse al deseo que nacía en él, convertido
ahora en ella. Algo de lo que sucedió allá está
contado, de otra manera, en un capítulo de mi
novela La mano del fuego donde el amante des-
cubre la suma de reflejos y equívocos que le
dan cuerpo, el enigma que siempre renace y es
parte de la aventura del cuerpo.
Por otra parte, toda la novela explora las po-
sibilidades del tacto como el sentido de los sen-
tidos en el cuerpo amoroso. El único que no tie-
ne un órgano exclusivo sino toda la piel y todo
el cuerpo. Del tacto surgen todas las sineste-
sias posibles. Hasta la certeza extraña de mirar
por dentro de la mujer amada con el ojo múlti-
ple de la sensibilidad exacerbada del pene. De
nuevo, mirar con las manos, escuchar con los
ojos, oler con los oídos, etcétera.
Tu afirmación brillante y bella: “La vida es un
estigma corporal ininterrumpido e irrevocable”,
me hace inquietarme menos por la dimensión
A DOs TINTAs
78
trágica de nuestro destino de abismo y entro-
pía y ocuparme algo más de la dimensión es-
tética y simbólica de la vida como estigma cor-
poral en movimiento. Me hace pensar en cada
cuerpo como un tatuaje que crece, que multi-
plica sus significados al mezclarse con otros
tatuajes vivos. Pensar en la vida como una co-
reografía caligráfica que en sus mejores mo-
mentos se vuelve composición perfecta. Fugaz
pero plena.
Y es parte de su esencia no durar, llamar irrevo-
cablemente al movimiento que sigue, a la nueva
composición que dará sentido a la vida, nuevas
lecturas a nuestra caligrafía compartida. Para
descomponerse un segundo más tarde y rei-
niciar, tal vez, otra coreografía de estigmas.
Sobre la implacable línea de vida que va de
aquí y ahora hasta el inevitable abismo de nues-
tro horizonte temporal, el cuerpo es simultánea-
mente prueba y ámbito de lo posible. El cuerpo
y sus posibilidades sensoriales hacen que exis-
ta el tiempo dentro del tiempo, por ejemplo. Y
si bien es imposible que el cuerpo comience a
vivir de nuevo, las metamorfosis son posibles,
como bien lo anhelas. ¿Estás segura de que sólo
un temblor mayúsculo lograría lo que tu ahora
deseas? Tú lo debes saber mejor que nadie, en-
tre otras cosas porque tal vez has experimen-
tado otras mutaciones altamente sísmicas en
los estratos de tu cuerpo. Tu anhelo de volcán
me conmueve, mi querida cómplice corporal.
Y extrañamente, cuando leí tu libro El retorno
de Lilith, la imagen obsesiva que venía a mi
mente era la del volcán, la del magma de signi-
ficados convulsivos, la del fuego que todo lo
transforma. Y pensaba que leerlo era un sismo,
que no conozco nada así, tan a fondo y tan a
flor de piel al mismo tiempo. Me daba cuenta
de que ninguna de las descripciones posibles de
Lilith la agotan mínimamente, que ninguna
frase puede sintetizarla, que es movimiento
candente que no se deja fijar, que siempre que-
ma y transforma. Te he visto leer fragmentos
de ese poema volcán en tu lengua, con una pa-
radójica dulzura, en una gama de aparente con-
tradicción que nunca los traductores alcanzan
completamente a hacer suya.
También al final de Lilith está el tema de la
androginia esencial y paradójica que sacas a
flote sin las ambigüedades frecuentes. Te sien-
tes hombre y mujer simultáneamente con la
certeza adicional de que no hay homosexuali-
dad o transexualidad implícitas. Feminidad visi-
ble y virilidad invisible pero no menos presente
en el cuerpo, en lo que el cuerpo siente. La an-
droginia como una de las dimensiones de la
vida, en algunas personas más que en otras.
Me identifico completamente en tus palabras
desde el otro lado del delirio andrógino. Con
mucha frecuencia mis lectoras comentan, evo-
can, cuestionan mi parte femenina. Visible ne-
tamente en mis libros. Hay quien ha dudado
seriamente de mi autoría. O quien siente la ne-
cesidad de atribuirme formas de sexualidad
que no siento ni ejerzo. Mi androginia imagi-
naria es plenamente masculina en lo visible
del cuerpo y en sus deseos como la tuya; sin
duda, es también corporalmente femenina. Y
más allá de cada cuerpo, pero también más
acá, la otredad que también nos da, sino forma,
sí identidad.
Regresando a tu tatuaje, que veo sin ver y
aún así toco, recuerdo una forma de escribir
esa misma letra jim con una leve modificación
que convierte al copete en una especie de ca-
beza de pene:
Y el signo que era una curva de ecos netamen-
te femeninos tiene una doble dimensión: una
erección y un pecho con pezón. Es interesante
que en la tradición marroquí, bereber, los ta-
jOumANA HADDAD y ALbERTO Ruy sÁNCHEz
79
tuajes llevan nombre según la parte del cuerpo
donde se hacen, además de la figura o abstrac-
ción que dibujan. Todo es significativo. Y al ta-
tuaje en la espalda derecha se le llama “nada-
dor”. El mismo término que en otra tradición,
según el autor de El jardín perfumado, es uno de
los nombres más afortunados del pene.
Una dimensión más en la clave y en el enig-
ma que has puesto sobre tu piel y, en mí, piel
adentro.
jH: Son las doce y media de la noche. Acabo de
volver a casa. Tengo hambre.
Tengo hambre. Son las doce y media. Estoy
de pie frente al espejo de mi cuarto.
Levanto mi falda y cubro mi melena con la
mirada. Contemplo mi sexo, que sueña con un
pene bien enraizado en ese jardín ardiente que
lo llama, y me digo: “La próxima vez, en cuanto
entre un hombre, ya no dejaré que salga. Se que-
dará aquí por el resto de su vida, nueva columna
erigida en mi templo eterno, primer refugiado
sexual de la Historia, cocido a fuego lento y sin
cesar saboreado, envuelto tiernamente por la
arcilla de mis deseos”.
Estoy de pie frente al espejo. Tengo hambre.
Me deseo.
Furtivamente pero con prisa, una mano sale
de lo onírico y se desliza sobre mí. No es la mía.
Es, una por una, la mano de todos los hombres
que me persiguen en este momento en todas
partes del mundo. De cada uno, o de todos a la
vez. El perfecto singular plural.
Tengo hambre. Me deseo. La cama me está
llamado.
“Paciencia, paciencia”, le digo bajando la voz.
“Tengamos aún más hambre”.
Me desvisto lentamente, lentamente, y me
deslizo bajo el cobertor. Aunque estoy sola,
tiendo a cubrirme para crear una suerte de es-
condite y así atizar el secreto del acto. La ten-
tación no florece sino en la clandestinidad, el
placer no se celebra si no es en la piratería.
Lo prohibido, ese clítoris de la cabeza…
Me gusta el contacto de la tela suave y fres-
ca sobre mi espalda, sobre mis nalgas, sobre
mis piernas. Me estiro con voluptuosidad, me
escucho incluso maullar.
Me estremezco un poco pues hace frío. Me
estremezco también por lo que quiero. La co-
rona de los senos se yergue, grita, reclama una
boca, una lengua, dientes. Hay apetitos déspo-
tas que una mujer sola no puede saciar.
(Por fortuna.)
No me acaricio. Aún no. Me encanta exaspe-
rarme.
Me doy la vuelta y me acuesto bocabajo, mis
senos aprovechan, se frotan contra las sábanas.
Mis labios también. Todos mis labios.
Mis uñas desgarran el colchón como una es-
palda soñada. Cada rasguño es un grito de de-
seo y de deleite: la leona marca su territorio.
Me detengo primero en mis pechos, pelliz-
co, acaricio, pellizco, acaricio, luego bajo hacia
el valle del vientre.
Mi vientre: campo de trigo donde destella el
pan del deseo.
Trae tu faux, moissonneur!
Toma, oprime, huele, acaricia, enrolla, des-
enrolla.
Más fuerte. Más rápido. Más lejos.
Aún más lejos...
Mi mano roza por fin mi sexo, lo entreabre,
le hace cosquillas, insiste, luego huye. Unas
veces ara, otras sugiere. Sabe que me gustan
las bromas. Firme, fuerte, audaz, insaciable
pero tierna: es una mano que comprende. Una
mano, sobre todo, que no duda: que toma. Mi
imaginación golosa se enciende, delira, se rom-
A DOs TINTAs
80
pe. Se aventura ahí donde muchas cosas no di-
chas y no hechas esperan su momento. Mis
dedos se agotan, van más lento, se hunden, va-
gabundean. Rodean, fintan, revolotean y lue-
go regresan. Separo las piernas para recibirme
y las vuelvo a cerrar con violencia.
Mis muslos: portales del purgatorio de los
perezosos, barrotes de la prisión que libera.
Y luego, de repente, de un golpe, me penetro.
Me fundo.
En el cuarto falta el aire. Lo aspiro por com-
pleto.
Saco mi dedo lentamente, lo huelo, lo lamo.
Unto mis labios como si fueran un sexo, luego
la cabeza. Me embriago con mi sabor. Jugo del
racimo original.
Una vez más.
Y otra.
Hondo. Más hondo. Hasta desenraizar el pla-
cer, arrancarlo de mi tierra y plantarlo en mi
garganta, en mi cuello, en mis gritos, en mis
orejas, en mi aliento, en mi piel.
Jadeo. Gimo. Me arqueo. Gozo.
Existo.
Es casi la una de la mañana. Necesito dor-
mir. Ya no tengo hambre.
Por el momento. Sólo por el momento.
¿La última cena? Aún no, querido Alberto.
Pues cada final de banquete no es sino el ini-
cio del siguiente.
Y la aventura del cuerpo –por debajo del
agua– continúa.
jOumANA HADDAD y ALbERTO Ruy sÁNCHEz
© Hayat Raranouh
82
CRóNICA
NIpONAs
Martín Caparrós
1.Hay un lenguaje: todo país es un lenguaje. Quizás, a veces, el viajero puede in-
cluso suponer que entiende lo que le está diciendo. Y casi siempre se confunde,
pero ahí está la gracia de los viajes.
Japón, en japonés, no se llama Japón sino Nihón –o Nipón si se le quiere dar más
enfásis, como en dale nipón dale nipón o nipón la victoria final te espera virgen.
No conozco más casos de países donde el nombre propio propio sea tan distinto
del nombre propio que le dan los ajenos. Debe ser otra muestra de ese imposi-
ble: la comprensión entre nipones y gaijines –o goyim, o extranjeros.
Pero si hay algo que por el momento me impresiona de estos señores y señoras
es su meticulosidad –perdón por la palabra–, su cuidado. El horror por la mancha
bajo cualquiera de sus formas: grande, enorme, clara, oscura, muy paralelepí-
peda, real, imaginaria. Les sospecho una taxonomía anchurosa de la mancha:
igual que los esquimales tienen cincuenta palabras para nombrar tonos del
blanco, los ornitólogos decenas para las variaciones del jilguero, los argenti-
nos tantas más para decir cagaste.
Aquí, en el mercado de pescado de Tsukiji, se esconde el tremebundo fugu. Cada
dos meses, poco más o menos, un japonés muere de fugu. El fugu es un pescado
que tiene en sus vísceras veneno suficiente como para matar seiscientas vacas
–supongo que es un cálculo, que nunca lo probaron–, y los locales se lo comen.
Si no está bien preparado –por alguno de los cocineros que han seguido un curso
de dos años y conseguido la licencia oficial–, el fugu mata: ruleta rusa con esca-
mas. Ellos dicen que es rico, pero nadie les cree: no parece necesario que lo sea.
Porque la vida es más o menos así: uno se cree que ha visto pescados –por ejem-
plo– hasta que llega un día a ese mercado y descubre que no ha visto nada. Enton-
ces va y dice la vida es así, hasta que llega un día y descubre que no ha visto
nada. Entonces va y dice que la vida es así, hasta que llega un día.
Parece como si les importara mucho mostrarse honorables: limpios, pulcros, la
cabeza erguida, el traje presuntuoso por lo austero, la reverencia pronta. Por mo-
mentos pienso que tanto trabajo para edificar una fachada debe ocultar mons-
truos extraordinarios; después el optimismo se me pasa.
83
Contra tanta armazón de los mayores, jóvenes se desparraman. Maneras de di-
sidencia jovencita: los cuerpos desgarbados, las espaldas bombé, las mechas
disparadas, los brazos dos colgajos macacos remolones. Los jóvenes se empeñan
con la figura de sus cuerpos en demostrar que no forman parte de la máquina,
que no son un engranaje de Japón & Co. –hasta que terminan la facultad y con-
siguen el puestito en la empresa y lo defienden con su vida. Lo conservan, lo
pagan con su vida.
Tsukiji, todavía. En una palangana llena de agua boquean almejas. Escupen de
vez en cuando, abren y cierran conchas. Me pregunto qué percepción de la vida
y la muerte, las almejas. Les imagino modos: las han traído aquí, no saben dón-
de están y suponen quizás que su caparazón las protege todavía. Escupen, bo-
quean; se las comen lo más tarde mañana. Me imagino que no imaginan nada,
las almejas. Después, para mi gran sorpresa, veo que cuando las abren les mana
sangre roja. Yo sé que no es así, pero las sorpresas siempre me hacen pensar
que entendí algo.
A lo lejos, Tokio parece un horror de edificios modernos y brillosos. De cerca, a
veces, también, pero no es. Es muy difícil saber a qué distancia hay que mirar a
las ciudades para verlas.
Todos los japoneses esperan como un solo japonés su turno en los semáforos,
en los largos semáforos de Tokio: en Tokio los semáforos son largos como una
noche de esperarte. Le sugiero a un amigo sociólogo que calcule el tiempo que
un japonés promedio usa, en su vida, para mirar al hombrecito rojo. Mi amigo
me dice que entonces son felices:
–Están cumpliendo con su deber, cargando sobre sus pies el peso de las re-
glas, obedeciendo. No tienen nada que preguntarse, la consigna es clara: la
siguen con un esfuerzo mínimo, sólo con sumisión. Es el momento japonés
perfecto.
Me dice y yo le digo que sí, pero que en la tradición más clásica el cumplimien-
to del deber era más meritorio cuanto más difícil, y hablamos de los cuarenta y
siete ronin que llevaron el deber hasta la muerte y más allá, cerca de la deshonra.
–Es cierto. A los viejos, quizás, a los tradicionales les gustaría más que, frente
al semáforo, en la vereda donde tienen que esperar, una parrilla les calentara
los pies hasta justo antes de lo intolerable.
CRóNICA
84
Dice mi amigo, o si acaso lo piensa, Pero ese arte de vivir se está perdiendo:
a los jóvenes ya no les gustaría.
Vago por Tokio con basuritas en la mano, pañuelos de papel sin nada más que
dar o que tomar. En una ciudad tan impecable nunca encuentro tachos de ba-
sura. Un amigo español me demuestra que ellos también pueden ponerse psi-
cologistas:
–Sí, los japoneses tragan, tragan, tragan. Así como se tragan la basura.
Otro me explica que, en el Imperio de la Regla, el cáncer de estómago –el arte
de tragar– tiene más incidencia que cualquier otro cáncer.
Los patios de los templos están cubiertos de piedritas muy ruidosas. ¿Cómo si
no podría saber el dios que el fiel está llegando?
En uno de los cientos de templos de Kioto tres monjes cantaban –calmo salmo–
las palabras de Buda. No podía entenderlas y me aliviaba no poder: el olor del
sándalo de sus ofrendas era mucho más que suficiente.
Los templos en Japón se esconden en la naturaleza, forman parte del paisaje
que los rodea: me hacen pensar en una religión de hombres que aceptan su
lugar y se acomodan. Los templos en Occidente acaban con cualquier natura-
leza circundante: me hacen pensar en una religión de hombres que pretenden
dominio. Prefiero la religión occidental –el orgullo de seguir buscando. O qui-
zás no he tenido nunca la chance de preferir nada.
Tsukiji, una vez más. Un hombre que acariciaba, tajeaba, limpiaba y volvía a
acariciar los restos de un atún hasta transformar cada trozo en partes de su
arte. Pocas veces ví a alguien tratar la materia tan amorosamente como ese
hombre su pedazo de atún, y después ví otro y otro y otro hombre, y más. Ima-
giné delicadezas, la famosa cultura milenaria. Después me di cuenta de que lo
hacían por la razón de siempre: para que su aspecto sedujera al comprador que
se lo va a comer dentro de un rato.
Pero, sobre todo, las niponesas son maestras en el arte difícil de pararse con
los pies para adentro: rodillas ligeramente juntas, los muslos separados,
kawabata.
NIpONAsMartín Caparrós
85
CRóNICA
“Vuela un cuervo. En la rama
posa el cuervo sus patas.
Vuela el resto”.
Dice el otro, ya tan atragantado de nipón que se le cruzan palabras sin quererlo.
2.En niponés no hay letras, hay dibujos –que nos recuerdan que las nuestras son
dibujos también, aunque hayamos aprendido a ya no darnos cuenta. Son dibujos,
firuletes tan bellos. Una ciudad que no se puede leer es un alivio y es un desafío:
vivimos en la facilidad de las palabras. Aquí, donde las letras no lo son, hay que
buscar otros indicios, otros signos. Aprender a mirar, o a simular miradas.
Aquí los perros no pueden salir a la calle sin correa –como en casi todo el mun-
do–. Aquí lo observan. Se diría que aquí son, sobre todo, observadores fieles.
Aquí, en niponés, quiere decir otoño. Aquí, ahora, es primavera.
El reemplazo de signos funciona bien en la comida: cuando se les ocurrió que los
extranjeros quizás merecían alguna información decidieron poner imágenes de
sus platos a la entrada de sus comederos. Por alguna razón no creyeron en la
fotografía: en la mayoría de los restoranes de Tokio hay modelos de plástico
–la escala es uno a uno– de lo que dan como comida. Algunos harían furor en
una muestra muy moderna; todos –casi todos– son mucho más apetecibles que
el plato que, después, te ponen en la mesa. Una lección –menor– sobre la utili-
dad de la mirada.
El japonés es un idioma plástico, en aquel sentido de plástico como proteico,
pasible de las formas más variadas. Escucho japonés y creo estar oyendo brasi-
leño, italiano, ruso incluso, a veces japonés. La ignorancia permite casi todo
–incluso la osadía de suponer que en esa supuesta falta de carácter se esconde
alguna clave.
Detesto esas definiciones, pero aún así diré que este país es un país de tímidos
tan tímidos. Supongamos que un gaijin –un extranjero– le muestre al guarda del
tren su pase ferroviario tapando con los dedos la fecha de validez –que ya se ha-
86
brá vencido. Supongamos que el guarda haga un pálido intento por pedirle que
le muestre la fecha, que el gaijín ponga cara de no ve que estoy muy ocupado
cómo se atreve a molestarme so empleado; el guarda, entonces, carraspeará muy
leve pero no le exigirá al gaijin colado –¿existe, en niponés, la palabra colado?–
que le muestre su pase ferroviario. Yo lo vi. La timidez es el horror ante la sombra
de un conflicto: para evitarlo están las reglas, los límites, la honestidad antes
que nada, un aparato que también llaman cultura.
También es esa escena repetida: no hay que contar el vuelto, me explican a me-
nudo; contarlo sería ofensa, suponer que podría haber de menos –¿que podría
haber de más?
El mecanismo es simple: buscas el hotel, llegas al hotel, entras en el hotel. An-
tes que nada te hacen sacarte los zapatos: te sacas los zapatos y pides un lugar
–porque no sabes cómo llamarlo, no es una habitación, pero tampoco estaría
bien llamarlo nicho. Entonces te dan una llave, te dicen que dejes toda tu ropa
en el armario de esa llave, que te pongas la bata. Embatado, descalzo, bajas por
escalera con alfombra hasta el piso del baño comunal: quince o veinte japoneses
en pelotas lavándose hasta el último pecado con duchitas antes de meterse en
la inmensa bañera de agua muy caliente. Retozas, entonces, en la bañera, entre
cuerpos japoneses relajados, distantes –tímido te mueves, casi nada, sin saber
cómo tendrías que hacerlo. Igual te miran.
Sales del agua, vas hacia tu ¿espacio?: es hora de acostarse. Entonces atravie-
sas pasillos y pasillos llenos de agujeros como un ojo de buey, dos filas super-
puestas, lo más parecido a una morgue americana de película, y un leve nudo
en la garganta. Estás a punto de salir corriendo –y no sabes por qué no sales co-
rriendo. Hasta que encuentras tu número, un nicho de la fila de abajo, te metes,
buscas la luz, enciendes la luz, ves el espacio pura cama, sólo el espacio indispen-
sable de la cama. El hotel-cápsula sólo te da lo imprescindible para el sueño: el
espacio cama, la almohada, media sábana, la tele chiquitita. Sólo lo imprescin-
dible: por supuesto, la tele.
Los lugares turísticos de Japón se parecen a los lugares turísticos del resto del
mundo en que unos y otros siempre rebosan de turistas japoneses. Pero lo que
no sorprende en Notre Dame desentona en Tokio: el turista debería ser un animal
exótico, cuya rareza justifique el esfuerzo de ir a verlo.
NIpONAsMartín Caparrós
87
CRóNICA
Todos lo dicen: Japón es un país en crisis. Para oponerse a la falta de recursos
del Estado, un secretario de Estado anuncia que piensan subir el impuesto al
consumo –el iva local– del cinco al diez por ciento. Dice que está en estudio y
que la medida, si se aprueba, entrará en vigor dentro de cuatro o cinco años.
Dijo: dentro de cuatro o cinco años.
Estoy harto de que me hablen de crisis –japonesa. En la Argentina la recesión
se ve: son vacíos, agujeros en lo que alguna vez supimos ser. La economía se ve
y, por esa exhibición, se vuelve porno. Aquí, si acaso, se comprende tras larga
explicación. La economía, aquí, se vuelve a su lugar: la abstracción, la mano con
los hilos detrás de la cortina, el erotismo.
En el canal porno del nicho pasan una larga larga larga violación nipona. Está
filmada tan torpe que parece real –o quizás en eso esté su astucia. Es porno
brutal: muy efectivamente repugnante. La mujer se resiste como podría resis-
tirme yo a una lectura de poemas de Mario Benedetti: sin mayor entusiasmo.
En algún momento empieza a aceptar su suerte; después simula que disfruta.
Parece que los hombres niponeses también necesitan creer que las mujeres ni-
ponesas no pueden seguir decidiendo más allá del momento en que ellos les
muestran –como sea, la garompa en la mano, el ceño amenzante, la palabra
suave– lo que ya decidieron.
Pero hay maneras. En medio de lo bestia unos cuadriculitos esconden los ge-
nitales de ambos sexos –los sexos de ambos genitales. Me parece muy japo: la
brutalidad más absoluta también está sometida a reglas, límites precisos, que
la convierten –suponen, supongo– en algo que podríamos llamar civilizado.
Luna sobre el estanque, los movimientos lentos, la flor de los cerezos palide-
ciendo el aire: el tono del viejo Japón es la melancolía. Y ahora que eso también
es viejo, la melancolía de extrañar aquel humor melancólico, cuando cada cosa
ocupaba su sitio, cuando era claro el sitio de las cosas. La civilización, aquí pa-
rece, es una forma de la melancolía.
“Tantas hojas cayeron;
otras no.
Creyeron ser de piedra”.
Musita el otro, los ojos achinados de distancia, ya partido.
88
3.Hay momentos. Me fascinó la forma en que el aprendiz le preguntaba a su maes-
tro cocinero si había cortado bien aquel pescado. Podría pensarlo, analizarlo y
estaría tan en contra: la sumisión, el poder del saber, la jerarquía triunfante.
Pero ese gesto de los ojos bajos y las manos crispadas preocupadas y el temor
del rechazo o de la aceptación eran amor: belleza pura. Uno se deja trampear
por esas cosas. Y entonces el maestro mira aquel pescado, los ojos bajos del jo-
ven aprendiz y le dice que, en realidad...
–¿Qué querrías que dijera? Yo, ahora, por ahora, podría decidirlo. Es mi pre-
rrogativa.
Son tan amables, pero tan tan amables. La amabilidad es el arte de mantener
perfectas las distancias.
Acabo de pasar tres semanas en Japón –por razones de fuerza mayor que se vol-
vió menor. Y hubo tantas tonterías que me llamaron la atención:
Que las puertas de los taxis se abren y se cierran solas.
Que en tres semanas no vi ni una sola mujer embarazada: o se cuidan muchí-
simo o casi no se cuidan.
Que los oficinistas dejan sus portafolios en el portaequipajes del subte y se
duermen –tan tranquilos, por fin tan relajados.
Que nunca –salvo dormidos en el subte– conseguí verlos relajados.
Que hay tantos oficinistas –su traje oscuro, su camisa blanca, una corbata al
tono de esa falta de tonos.
Que todos creen que los demás son fiables –y actúan en consecuencia.
Que al cabo de unos días yo mismo empecé a actuar en consecuencia, y era
tan agradable.
Que en tres semanas las carcajadas fueron siempre extranjeras.
Que hay falsas pistas de esquí que parecen hangares inclinados, falsas can-
chas de golf que parecen grandes pajareras, falsos lagos de pesca que parecen
piletones de la empresa de aguas: que cosas que simulan que son otras pare-
cen a su vez otras cosas, y así y así y así.
Que hay muchos policías con sus gafas de aumento.
Que hay muchos policías que se te tiran encima con bastones.
Que hay tanta tanta tanta gente.
Que nadie entiende un mapa.
NIpONAsMartín Caparrós
89
CRóNICA
Juan Antonio Sánchez Rull
90
Que las sonrisas pueden significar cualquier cosa y su contrario.
Que muy pocos hablan inglés –sin entusiasmo.
Que la televisión parece boliviana –con el debido respeto a los hermanos la-
tinoamericanos.
Que tantos se desviaron de su recorrido para llevarme al mío.
Que los trenes tampoco saben llegar tarde.
Que no se oyen bocinas.
Que los teléfonos móviles tienen camaritas de video para ver lo conocido –o
prescindir de las palabras.
Que los niponeses parecen creer menos que otros en la utilidad de las pala-
bras.
Que Tokio es una potencia desatada –y a su lado Nueva York es un museo de
provincia francesa.
Que de tanto en tanto aparece, en medio del vértigo, un templo –y todo se
detiene.
Que las mujeres tienen las piernas macetonas y muy muy pocas son bonitas
–con perdón del concepto.
Que todos creen que los extranjeros son un poco tontos.
Que los extranjeros, ante tanto despliegue, en general se atontan.
Que me gustó haber estado mucho más que estar pero eso, por desgracia,
me pasa tantas veces.
Lo entendí tarde: una buena chica japonesa –dicho, digamos, en el sentido en
que se diría buena chica judía: pronunciado por la posible suegra– debe tener
las rodillas lo bastante chuecas como para que se vea que responde a su raza.
Responden, revolotean, abundan. Colegialas vestidas de marineritos que son el
non plus ultra del erotismo nipo. Colegialas vestidas de marineritos: lo que está
cerca de ser una mujer sin ser una mujer. Una mujer, supongo, debe serles algo
de temer. Por eso, me apresuro, la idea de la geisha: todo ese poder a su servicio
–por definición, por tradición a su servicio.
Otra vez el pescado –pero los japoneses son los reyes del pescado: se comen,
ellos solos, un décimo de todo lo que en el mundo nada.
–¿Pero usted puede comer pescado crudo?
Me preguntó, con gran delicadeza, una geisha que hacía de camarera o vice-
versa en un famoso restorán de Tokio que, por supuesto, sirve pescado crudo.
NIpONAsMartín Caparrós
91
CRóNICA
–Sí, claro.
–¿Está seguro?
Un modo extremo del nacionalismo: la ceguera. No creer –no querer saber–
que millones de personas en el mundo se comen su pescado crudo, que extran-
jeros pueden hacer cosas que sólo japos deberían. La astucia no está en rechazar
al gaijín porque se diferencia; sí en rechazarlo cuando podría parecerse. El ex-
tranjero, para ser, debe ser extranjero, o sea: distinto, por favor, faltaba más.
Japón no parece preparado para la diferencia. Me paso los días golpeándome
la cabeza con carteles bajos, puertas bajas, lámparas más bajas –y no se me cae
nada. Nunca antes me había sentido tan alto. Ahora sé cuál es el precio del
orgullo.
El director de una gran empresa niponesa en Francia habló casi de más:
–Los obreros franceses son mejores que los americanos, pero peores que los
japoneses, claro; a los franceses se les ocurren cosas, se les da por pensar.
Dijo y, que yo sepa, nadie protestó.
Suelen ser jóvenes, suelen ser hombres: los encerraditos son un invento nipo-
nés y se pasan entre seis meses y varios años en un cuarto –de la casa familiar,
habitualmente– sin hablar con nadie, saliendo si acaso por las noches a buscarse
una comida, una revista, algún otro alimento. En Japón hay un millón de ence-
rraditos: el grado último de la timidez, del miedo a la vergüenza.
Chocar de una campana contra sí misma: música de la ausencia reclamando.
Alguien dijo que la vergüenza ocupa en el Japón el lugar de regulación de las con-
ductas que la culpa cumple en Occidente, y puede ser. Hay vergüenza cuando
su grupo –el fragmento de sociedad que lo rodea– le hace ver al fulano que ha
hecho lo que no debía; culpa, cuando su Dios –el que el fulano se inventó, sí mis-
mo– sabe que ha pecado. La vergüenza es grupal, la culpa función del individuo:
la diferencia es significativa.
No hay lugar. Quizás su efecto más visible –más allá de las masas desatadas, las
aglomeraciones siempre tan prolijas– sea el concepto de ciudad realmente ver-
tical, que no he visto en ninguna otra parte. Nuestras ciudades son verticales
92
para ciertas cosas: está entendido que el nivel de la calle es el espacio público,
el lugar del mercado, y los altos el espacio privado: la habitación o la adminis-
tración. Aquí no. Hay, por supuesto, un negocio en la planta baja, pero también
puede haber un restorán en el quinto, una peluquería en el séptimo, una jugue-
tería en el cuarto piso. Será tonto, quizás, pero es distinto.
¿Importa en el largo plazo quién inventa algo? Se supone que fueron los chinos
los que inventaron la pólvora; está claro que fueron los europeos los que la usa-
ron para conquistar el mundo. Está claro que fueron los europeos los que in-
ventaron el avión, la televisión, el microchip; se puede suponer que quizás sean
los japoneses o los chinos quienes los usen para reconquistar el mundo.
Me incomoda: aquí las siluetas son occidentales. Los coches tienen las formas
que les pensaron el señor Daimler o el señor Peugeot, las casas las que Le Cor-
busier o Frank Lloyd Wright, los trajes las que Saville Row, las laptops las que
William Gates –y muchas costumbres también se reformulan en el mismo sen-
tido. Entonces, si Japón o China dominan –Dios no lo quiera– alguna vez el mun-
do, quién lo habrá dominado, me pregunto.
Veía un cartel en inglés que ofrecía “your virgin rolex in this shop” y me imagi-
naba cómo sería un rolex desvirgado y la escena sangrienta de su desvirgue y
algún grito: cuántas cosas te hacen decir las palabras, pensaba, sin querer, y me
preguntaba qué estuvieron diciendo las mías en estos días nipones.
“Un semáforo, dos,
tres: una sola
manera de mirarlos”.
Murmuró, modernizado, harto de las metáforas jardineras y de un mundo que
te explica todo el tiempo como tienes que usarlo, y se volvió a su casa.
NIpONAsMartín Caparrós
93
INmENsO pAsADOENTREvIsTA CON bERNHARD sCHLINK, AuTOR DE EL LECTOR
Gastón García
un adolescente lee. Lee encerrado en un pequeño cuarto berlinés a schi-ller, Tolstoi, Goethe, Dickens... A su lado, una mujer madura escucha fasci-nada el descubrimiento. El ritual de la lectura, que dura días, meses, se convertirá en puro erotismo: ella besa y se deja besar, él lee una página más. El joven michael lee y besa, hasta que un día ella desaparece. siete años después, estudiante de abogacía, la encuentra en el banquillo de acu-sados en un juicio contra cinco criminales nazis. Acosado por el debate en-tre los gratos recuerdos y la sed de justicia, trata de comprender qué llevó a Hanna a cometer esas atrocidades, trata de descubrir quién es en realidad la mujer que amó. El lector (Anagrama, 1997) –el título original en alemán Der Vorlesser, se refiere no sólo al que lee, sino al que lee en voz alta–, encie-rra la historia de amor, culpa, horror y piedad más leída de la literatura alemana. Recientemente filmada, El lector de bernard schlink habla de una generación de alemanes que si bien no vivieron la guerra directamente, no pueden prescindir de su sombra. suceso literario tanto en Alemania como en sus 30 traducciones, esta novela se convirtió en un extraordinario best-seller internacional y es considerada como un clásico moderno.
–El lector ha vuelto a generar un fenómeno
con la película protagonizada por Kate Wins-
let y Ralph Fiennes…
–La película es un hito especialmente
visible, como cuando era número uno
en la lista de bestsellers del New York
Times hace muchos años. Me compla-
ce tanto interés por mi libro.
–La crítica siempre se ha referido a esta no-
vela como un “libro para todo mundo”, ¿qué
cree usted que quieren decir con esto?
–Siempre dicen que es un libro para mu-
jeres, jóvenes y viejos, hombres, inte-
lectuales y profesionales, personas con
muy diferentes tipos y niveles de edu-
cación de una amplia gama de diferen-
tes países, y es un libro para aquellos
que leen mucho y para los que no. Re-
cibo cartas en las que me dicen que no
suelen leer mucho, pero que le recomen-
daron el libro, que comenzaron a leerlo
y simplemente no podían dejarlo. Mi
madre, que era suiza y demócrata nata,
me impresionó de niño cuando me dijo
que si quería decir algo en una demo-
cracia había que decirlo de tal manera
que todos pudieran entenderlo. Aho-
ra sé que esto no se aplica al arte. Pero
me complace saber que he escrito un
libro democrático, por así decirlo.
Bernard Schlink (Bielefeld, 1944), juez,
profesor y escritor, escribió El lector y
luego publicó varios cuentos en Amores
en fuga, y cinco libros alrededor de las
aventuras del detective Gerhard Selb.
En sus libros está la marca del pasado
alemán y europeo, como en esta ciudad
que no renuncia al olvido. Recorre una
EN LA mIRA
94
© Regine Mossimann
95
y otra vez Berlín. Walter Benjamín es-
cribió que “todo mapa está atravesado
de recuerdos, toda ciudad es una me-
dida cruzada entre el espacio y la vida”.
Ésta es la imagen que relata Schlink,
donde su propia cartografía se apiña
en un inmenso pasado de preguntas
sin responder.
–¿Se puede escribir la Historia desde la lite-
ratura?
–La literatura puede servir de fuente
para la investigación histórica, y pue-
de también interpretar la historia. Pero
principalmente puede ayudarnos a en-
tenderla.
–¿Hay interés por el pasado en los jóvenes
alemanes?
–Desde que El lector se ha hecho de lec-
tura obligatoria en el colegio, los estu-
diantes empiezan a preguntarse qué
son estos misterios, sobre qué va. Re-
cibo e-mails de los estudiantes que me
preguntan qué quiero decir con esto,
qué significa esto otro. También reci-
bo e-mails de estudiantes perezosos
que me dicen si les puedo escribir un
resumen... Pero de una manera u otra
se han empezado a interesar por este
pasado.
–¿Hay un diálogo entre su generación y los
jóvenes respecto al pasado y al futuro de
Europa?
–Por supuesto que hay un diálogo. En-
tre mi generación muchos somos pro-
fesores y por lo tanto debemos hablar
con los estudiantes. Los estudiantes
saben lo que saben como saben ahora
los jóvenes. Y ya no hace falta que les
recordemos que son europeos.
–¿Qué significa hoy para los alemanes la caí-
da del Muro de Berlín?
–La caída del Muro de Berlín fue el prin-
cipio del fin de la Guerra Fría, el comien-
zo de la reunificación, y todavía hay
días en los que atravieso la Puerta de
Brandenburgo caminando o en bicicle-
ta y me invade una enorme alegría al
ver que el Muro ha caído y que puedo
atravesarlo sin problemas.
–¿Cuál es su punto de vista sobre la situa-
ción alemana después de la caída del Muro?
–Todavía es muy dificultosa la unión.
En los días de la reunificación, se dijo
que se convertiría en un mezzogiorno de
la reunificación, en una cosa meridio-
nal... y ha sido más verdad de lo que
creíamos. La población se sigue mo-
viendo del Este al Oeste, y el problema
principal es el desempleo.
–En sus últimas novelas deja claro la difícil
integración, los skinheads, las mafias ru-
sas... ¿es así en la realidad?
Sí, es verdad. Actualmente en Berlín
hay calles rusas, restaurantes rusos,
periódicos rusos…
–¿El arte sirve en la revisión del pasado? ¿El
escritor tiene alguna responsabilidad par-
ticular con la Historia?
–No creo que la literatura, el arte o los
escritores tengan responsabilidades o
funciones específicas para con la His-
toria y el pasado. Pueden elegir asumir
responsabilidades o funciones especia-
EN LA mIRA
96
ENTREvIsTA CON bERNHARD sCHLINKGastón García
les, pero tienen la libertad para no ha-
cerlo si no quieren.
–En su relato “La circuncisión” (Amores en
Fuga, Anagrama 2000), el protagonista
de be excusarse o explicar todo el tiempo su
condición de alemán. ¿Aún los alemanes se
sienten juzgados por el resto del mundo?
–Sí, los alemanes todavía se sienten juz-
gados, al menos por algunas personas,
y la razón es que todavía están siendo
juzgados por ciertas personas.
–¿No cambia con el paso de las generacio-
nes?
–Sí, por supuesto. Es algo que cambia
de generación en generación. Mi ge-
neración creció con lo que se conoce
como la segunda culpa, la segunda ge-
neración. Pero la de mi hijo es comple-
tamente diferente. Nosotros tuvimos
profesores, maestros, gente que estu-
vo involucradísima en el Tercer Reich,
pero la generación de mi hijo ya no los
tiene. Creo que ya no existe esa culpa,
pero con los judíos nacidos en Alema-
nia, Polonia, Holanda, hay que tocar
el tema con mucho tacto...
–En este sentido, ¿cuál es la diferencia en-
tre las generaciones?
–La tercera generación no está impli-
cada en la culpabilidad de la más cerca-
na a la guerra y la cuarta generación,
para nada. Para implicarse es necesa-
rio conocer personalmente a los que
estaban involucrados en los crímenes,
como autores, instigadores, ayudan-
tes, espectadores o torneros y que uno
experimente directamente la tensión
entre el afecto y el horror, así como la
simpatía y la condena sin ser capaz de
conciliarlo de una manera satisfac-
toria.
–En El lector, ¿cómo describe el conflicto
que se experimenta cuando se contempla al
personaje de Hanna?
–Es el conflicto que la generación de la
posguerra ha experimentado con la ge-
neración de la guerra, al ser atraída y
repelida, la simpatía y la condena.
–Le preguntan muchas veces qué fue del
protagonista de El lector, ¿usted qué cree?
–Ése es uno de los trabajos que le dan
en estúpidos test los profesores a sus
alumnos en Alemania. Y los estudian-
tes vienen y me lo preguntan a mí. Y
yo les digo que los escritores no sólo
tienen que escribir la mitad del libro y
luego a petición de los otros escribir
la otra mitad... les digo que escriban
su propio libro.
97
LA ENTREGA
Desconecté la laptop que estaba en el
living y la traje a la cama para escribir.
La apoyo sobre mis piernas en una al-
mohada. No quería despertar a mi hijo
que está durmiendo ahí. Tengo un de-
partamento de dos ambientes y algu-
nos días de la semana él se queda con-
migo. Mañana temprano lo llevo al
colegio. De a poco se está acostum-
brando a dormir en el sofá cama de la
habitación de al lado. El primer día que
vio dónde iba a dormir me dijo: Pa, mi
cuarto es también el living y el comedor.
Un niño perspicaz; tiene ocho años.
Por ahora no puedo alquilar algo me-
jor. Aunque no está mal el departa-
mento. Pero no es eso de lo que quie-
ro hablar, sino del impulso que sentí
ayer y antes de ayer cada vez que pen-
saba en escribir lo que estoy escri-
biendo ahora. Cuando premeditaba
esto manejando, o bajo la ducha, o tira-
do en la cama, me parecía que tenía en
la punta de la lengua toda la fuerza ver-
bal, la cadena de frases que me iba a
llevar a lo largo de estas páginas, po-
día sentir esa vaguedad sintáctica del
fluir de conciencia, esa instancia pre-
via al lenguaje articulado donde pare-
ciera que todo es posible. No diría que
es una sensación falsa porque lo que
se siente realmente es que el texto ya
está ahí, se intuye el párrafo, la pro-
gresión de imágenes, de ideas, la po-
sible secuencia orgánica del texto.
Ese sueño diurno es real, esa emoción
estética existe. Pero sucede que uno
se sienta frente al teclado para escri-
bir y esa ilusión de gracia se vuelve
torpeza, como quien soñó que baila-
ba livianamente y una vez despierto
intenta sin suerte hacer lo mismo.
Quizá lo que llaman oficio de escri-
tor no sea más que ser capaz de sopor-
tar esa desilusión, sabiendo que uno
se entrega a lo desconocido, porque en
esta gran incomodidad de las palabras
reales y toscas hay una aventura, algo
hacia lo cual nos movemos a tientas.
Por ejemplo ahora no sé para dónde
irán los siguientes párrafos y sin em-
bargo estoy dispuesto a ir interrogan-
do al lenguaje para ver la dirección que
voy a tomar. De vez en cuando necesi-
to dejarme llevar por la improvisación,
porque en general trabajo dentro de
estructuras y géneros literarios prees-
tablecidos: novelas, cuentos, poemas,
todas cajitas dentro de las cuales me
muevo; novelas como casas, libros de
cuentos como edificios de departamen-
tos, poemas de dos ambientes, este poe-
ma es el living y también el comedor, pa. La
improvisación se me cruza un poco
con la escritura automática que pro-
ponía el surrealismo, pero como dice
Watanabe “...yo no soy surrealista, soy
empleado”, así que no me tomo esos
exabruptos automáticos demasiado
en serio; de hecho, mi inconsciente me
aburre un poco. En general me salen
parrafadas llenas de puteadas y obse-
siones, palabras repetidas, trabalen-
guas, pura angustia verbal, anomia.
Aunque de vez en cuando salen curio-
sidades en esa confusión, en ese caos;
aparecen ideas para cuentos, pequeños
porno haikus, combinaciones extra-
bAzAR
98
ñas, monstruos que me terminan gus-
tando. Es un ejercicio que hago cuando
estoy bloqueado, escribir lo que salga,
un ejercicio por momentos más cerca-
no a la mecanografía que a la escritura
(iba a decir literatura pero últimamen-
te prefiero evitar esa palabra).
Lo bueno de no saber para dónde va-
mos es que nos permite salirnos de no-
sotros mismos por un rato, como esos
momentos del viaje cuando uno guar-
da el mapa y se entrega al enredo de las
calles desconocidas, se aleja del circui-
to trazado previamente... Ahora que lo
pienso esta metáfora del autor entre-
gado a los vericuetos del lenguaje como
el flâneur paseando perdido por la ciu-
dad ya la explotó muy bien Cortázar
así que mejor no agarro por ahí. A ve-
ces me gustaría escribir sin metáforas,
sin comparaciones, porque la compa-
ración es un recurso que a veces uso
demasiado, esto es como esto otro, A es
igual a B, todo termina teniendo un ca-
chivache adosado, toda idea termina
entorpecida con una bola de preso ata-
da al tobillo. Ahí por ejemplo, acabo de
hacerlo otra vez. La manía se debe se-
guramente a que me cuesta mucho
pensar en abstracciones puras. Siem-
pre transformo en imágenes las ideas,
no las dejo en paz, necesito corporizar-
las, volverlas tangibles. La matemática
es para mí un mundo fantasma que se
me escapa de la cabeza, no logro apre-
henderlo, salvo que esté convertido en
geometría, esa disciplina que de algu-
na manera logra fotografiarle el alma
a la matemática y la vuelve un poco
más visible. Siempre me fue bien en
geometría. Acepto la idea de un espa-
cio abstracto, pero no logro concebir la
pureza de los números.
Por eso escribo, supongo, porque me
gusta recrear la experiencia sensible
a través de la palabra, quiero que el lec-
tor toque, huela y sienta que está ahí,
intento hacerlo con pocas palabras, de-
jándole zonas incompletas, como para
que su cerebro termine de armar la si-
tuación. Hay un dibujo de Picasso don-
de se ve un ramo de flores, una está
muy bien dibujada, las demás son ape-
nas garabatos, pero nuestro cerebro
las completa, las vuelve flores perfec-
tas. Picasso nos induce a que lo haga-
mos, las flores suceden dentro de noso-
tros, florecen, nosotros las inventamos.
Me interesa esa escritura que confía
en el lector y arma esa especie de má-
quina que el lector echa a andar como
mejor le parece, a su velocidad, con su
propio estilo. Por eso prefiero no indi-
carle al lector cómo tiene que leer. No
me gustan los textos sobreexplicados,
la profundidad explícita. Como esos
amigos (acá va otra comparación) que
nos hacen escuchar una canción y nos
señalan las mejores partes y nos di-
cen “escuchá qué triste este solo” y ya
a nosotros no nos parece tan triste
porque nos dijeron lo que teníamos
que sentir. Hay escritores que escri-
ben así, señalando lo profundo de su
historia. Yo prefiero pasar por superfi-
cial, pero teniendo en cuenta que en
la superficie aflora lo profundo de la
vida. Y hasta diría que no existen los
autores profundos sino los lectores
profundos.
99
bAzAR
Me gusta Chéjov, ese médico que
cuenta casi riéndose situaciones llenas
de dolor. La habilidad de Chéjov es lo-
grar que ese dolor sea intuido por el lec-
tor, sacado por el lector desde ese fondo
negro inexplicado. Ahí está el arrojo y
la aventura del lector: poner todo de sí,
volcar su propia experiencia en la lec-
tura, aceptar el juego, la invitación que
el autor hace como los chicos cuando
dicen dale que ahora somos piratas y ataca-
mos un barco y lo prendemos fuego. El lector,
el buen lector, contesta sí dale, e inventa
también el juego a su vez. Porque uno
abre un libro y lo espera todo de ese li-
bro. Uno está dispuesto a darse entero
en la lectura, a darle atención, silencio,
uno renuncia a la realidad cuando se
abstrae leyendo, se trasparenta, se au-
senta. Está bien inventada la expresión
volcarse a la lectura, porque uno se vacía
hacia la palabra escrita y entrega la ima-
ginación a esa existencia paralela. Es-
tamos dispuestos a dejarnos llevar...
Hasta acá llegué cuando de pronto
apareció mi hijo en el marco de la puer-
ta tomándose lo que le quedaba de
agua en su taza de Dragon Ball Z. Ten-
go mucha sed, pa. Me levanté, él me si-
guió a la cocina y abrimos la heladera.
Saqué el botellón de agua y le serví.
Mientras se tomaba el agua helada en
grandes sorbos, lo miré y lo vi como por
primera vez porque estábamos meti-
dos dentro de un poema breve y simple
que decía que a mí me gustaría escri-
bir así, como dándole agua a mi hijo
en medio de la noche.
Pedro Mairal
Estoy frente al mar. Si ahora mismo le-
vanto la cabeza, en lugar del teclado
puedo ver esa charca azul que tanto
me gusta. Tengo el mar a unos metros
de distancia, con su vaivén tranquilo,
con las olas calmas y con ese brillo que
provocan los rayitos de sol. Me que-
daría mirándolo todo el tiempo. Y pen-
sando claro, porque cada vez que miro
el mar me da por recordar algo, imagi-
nar cosas, proyectar futuros. Hace unos
días, por ejemplo, apenas me asomé al
balcón de esta casa, la visión del mar
me llevó años atrás, a Cuba, cuando me
iba de vacaciones con mis amigos, mo-
chila al hombro, zapatos viejos y amor
por la aventura. Solíamos visitar la re-
serva natural del sur de la isla de la Ju-
ventud, donde no hay nada, o sí, hay
mucho, pero todo es su estado más
puro: cotorras salvajes, puercos jíbaros,
tortugas, jutías y toda suerte de espe-
cie tropical incluyendo, por supuesto,
el inolvidable mosquito. Allí pasába-
mos los días comiendo de nuestra pes-
ca, descubriendo los fondos marinos
a pulmón, haciendo malabares para
conservar el agua dulce que llevába-
mos, cantando a la luz de la hoguera,
mirando el mar y soñando. Eso ocurrió
hace algún tiempo, pero aún no se
me quitan las ganas de aventuras, por
eso, apenas me asomé a este balcón,
luego del recuerdo, empecé a imagi-
nar. Del lado de allá no está el Caribe
donde crecí, sino la Costa Brava del
bAuTIzO EN EL mEDITERRÁNEO
100
Mediterráneo y bajo ese mar hay un
mundo que yo no conocía hasta ayer,
porque fue ayer cuando hice mi bautizo
de buceo.
Llaman bautizo a la primera vez que
te metes a bucear con equipo de sub-
marinismo. Es emocionante, aunque
sinceramente, la emoción yo la tenía
desde la noche anterior y me duró la
mañana y el tiempo del corto almuer-
zo y el descansito en la playa en las
primeras horas de la tarde y el recorri-
do hasta el barco. Cuando zarpamos y
comenzamos a alejarnos de la costa, yo
ya quería vestirme y lanzarme al agua,
pero era un bautizo y había que espe-
rar. Por el camino nos explicaron algu-
nas cosas, cómo compensar la presión
de los oídos, las señales para comuni-
car bajo el agua, nuestro guía se ocu-
paría de casi todo, nosotros, los nuevos,
apenas debíamos nadar y dejarnos con-
ducir. El barco se detuvo cerca de unos
farallones, desde arriba el agua trans-
parente dejaba ver la profundidad. Me
puse el traje y las aletas, me colocaron
los plomos, limpié mi máscara y al agua.
Abajo me esperaba el guía quien, rápi-
damente y casi sin dejarme tiempo a
pensar, me colocó el chaleco con la bo-
tella de aire, dijo que mirara al fondo
y echamos a nadar. Algo extraño suce-
dió al inicio, no sé, quizá sentir la enor-
me bocanada de oxígeno que entró por
mi boca, o el peso en la espalda que me
movía de un lado a otro, o alguien
guiándome en el agua, no sé, todo era
incontrolable y por eso quizá, al inicio,
todo me pareció extraño. Luego empe-
zamos a bajar y de esto sólo me di cuen-
ta cuando el guía me hizo una señal,
levanté la cabeza y descubrí que unos
metros más arriba estaba la frontera.
Yo estaba dentro del mar, era parte del
mar. Me entraron unas enormes ganas
de reírme de pura alegría, porque es-
taba allí, moviéndome despacio, como
los peces que veía y me miraban con
cara de quien piensa “otra más”. Claro,
yo era otra más para la rutina de ellos,
pero para mí era la única. Era habitar
un espacio de sueños, inalcanzable.
Dentro del mar hay un silencio que se-
duce, hay otro tiempo, otra velocidad.
Es como vivir una película silente y en
cámara lenta. Tu guía te indica unos
peces, los ves. Tú descubres una roca,
la tocas. Te cruzas con otro buzo del gru-
po, lo saludas. Y todo transcurre des-
pacio, como si el resto del mundo no
existiera, como si no hiciera falta.
Ni sé cuánto tiempo estuvimos aba-
jo. Volví a tomar conciencia de que yo
pertenecía al mundo de afuera cuando
mi guía se acercó para indicarme que
subíamos. Y comenzó el ascenso. Des-
cubrí la mancha del fondo del barco y
la superficie cada vez más cerquita,
hasta que de repente mi cabeza estaba
fuera del agua. Sólo ahí podía quitarme
el regulador de la boca y eso hice para
gritar, porque visto que pertenezco al
mundo de aquí afuera entonces grité
de la emoción y me reí y chapoteé.
Luego de esto quedó un baño –ya sin
equipo–, algunas cortas inmersiones
–a pulmón–, un viaje de regreso en bar-
co y despedidas.
Ayer cumplí uno de mis sueños y eso
me hace feliz. El único problema es que
101
bAzAR
ahora estoy frente al mar y me da por
pensar, imaginar cosas, proyectar futu-
ros. Después de un bautizo habrá que
ser un practicante serio, digo yo, y en
vista de que no tengo religión, me toca
decir como el famoso personaje de un
dibujo animado cubano: “Nos vemos
en la próxima aventura”.
Karla Suárez
vOLAR pORQuE sí
Con técnicas mucho menos riesgosas
y motivos más contemplativos que los
que llevaron a Dédalo e Ícaro a cons-
truir alas con plumas, cera e hilos, es
posible volar en estos días sin mayor
objeto que dejarse llevar por la sensa-
ción de flotar en el viento y poder mi-
rarlo todo desde arriba. Volar porque
sí. Porque se puede.
Entre las muchas opciones que tene-
mos para elevarnos del suelo, el globo
aerostático, ese artefacto en que se
hizo el primer vuelo humano de la his-
toria, sigue siendo una tradición a pesar
de lo rudimentario que resulta frente
a una avioneta o un helicóptero. Tal es
así, que hace algunas semanas se im-
puso un récord en Europa: trescientos
veintinueve globos llenaron el cielo
de Chambley, Francia, en el Mondiale de
l’Aérostation, un festival que realiza des-
de hace veinte años, uno de los espec-
táculos más coloridos y fotografiados.
El más grande de estos festivales sin
embargo, es el que se lleva a cabo en
Albuquerque cada octubre. En él se ven
flotar más de setecientos globos en el
cielo. Gracias a los vientos tranquilos y
al clima templado de esa ciudad, más
de trescientos aviadores residentes
vuelan globos aerostáticos con frecuen-
cia y durante periodos más prolonga-
dos que en cualquier otra parte del
mundo, incluso que en Francia, Londres
o Argentina, donde es más común la
renta de globos aerostáticos.
En México es más común rentar un
globo de este tipo en Querétaro, o so-
brevolar Teotihuacán, donde la vista
que ofrece la zona arqueológica de las
pirámides es un motivo más que sufi-
ciente para elevarse de la tierra.
Aunque la altura es controlada por
un piloto, volar en globo –donde el vien-
to es quien decide la dirección– es un
riesgo que pocos se atreven a tomar.
Quizás sea prudente, en todo caso, se-
guir las instrucciones de Dédalo para
sobrevivir al intento: nunca volar tan
alto que el sol derrita la cera, nunca
tan bajo que la espuma del mar moje
las plumas.
Paola Tinoco
CORRER CON RAbIA
Mujeres que corren a oscuras, con pan-
taloncitos cortísimos, con brasieritos
de joggeo. Decenas de mujeres que co-
rren en al filo de la madrugada. Algu-
nas, como yo, muestran lo que les que -
da de cuerpo. Estamos duras todavía,
pensamos, aunque casi a punto de vol-
vernos descartables, de convertirnos
102
Rodriguez. Mantenimiento” en el bol-
sillo de su camisa). Ese hombre salió
de entre los matorrales que separan
la laguna del Condado de la pista pea-
tonal que el gobierno ha dispuesto para
los corredores. El gobierno siempre tan
dispuesto, tan primermundista, siem-
pre tratando de contribuir a elevar la
“calidad de vida” de sus cuidadanos.
El hombre “A. Rodriguez”, se tapaba
la cara con una hoja de icaco. La hoja,
grande, le cubría casi todo el rostro,
menos los ojos. Medio escondido entre
los arbustos, pero medio revelándose
de frente al expreso, se masturbaba.
Yo lo vi, allí, a “A.” mostrando su mons-
truosidad en medio de la noche. Mos-
trándose animal, con una larga pinga
oscura entre las manos. Se sacudía agi-
tándose la carne, casi aullando.
No me dio miedo, ni excitación, ni se
me soliviantaron los escrúpulos. Me
dio, en cambio, curiosidad. Me dio por
mirarlo; por detenerme, y mirarlo. Me
dieron ganas de hasta decirle: He aquí
que soy tu víctima. He aquí que soy
la que buscas para romperla en dos,
para descargar tu rabia. He aquí que
soy tu aventura”.
Seguí corriendo.
Decido subir la calle de mi casa y do-
blar hacia territorio deambulante. Sé
que por allí no se corre, pero no me im-
porta. Hoy corro por la calle Loiza. Son
las seis de la mañana y aún es de noche.
La luna brilla redondísima y cercana y
me sé presa de los lobos. La calle Loiza
es territorio por donde las sirvientas
dominicanas ya llevan despiertas más
de dos horas. Han cocinado el pollo,
en señoronas adustas, pero aún no. Jo-
ggeamos. A otras ya se les ha pasado la
hora y se han puesto viejas, casi de re-
pente. Se han levantado una madruga-
da, se han mirado en el espejo y lo han
descubierto. “Ya soy desecho”, com-
prueban. Otras son demasiado jóvenes
y estúpidas. No se dan cuenta. No sa-
ben lo que hacen joggeando al filo de
la madrugada. Desconocen el desafío.
La aventura que supone lanzarse así,
semidesnudas, a correr a las cinco de la
mañana.
Provengo de un país civilizado. Un
país en donde las mujeres pueden co-
rrer semidesnudas por la calle. De un
país de mujeres corredoras, desafian-
do al mundo y a la gravedad. Soy una
corredora madura, cuarentona, adicta
a la brea de una isla primermundista
(habrase visto). Soy la provocación des-
protegida; una aventura de carnes re-
botando contra la brea; la promesa de
una devoración. Veremos si esta vez
sobrevivo al rito, un rito cotidiano como
cualquier otro, pero que exige valentía.
Corro.
Hoy corro con rabia. Corro jadeante
y sudorosa.
La rabia me lleva esta mañana. La ra-
bia me eleva. Recuerdo una vez que
corrí alrededor de la laguna del Conda-
do. Eso fue hace ya diez años. Para ese
entonces acababa de regresar del ex-
tranjero, vivía al otro lado del puente,
entre los rabiosos, los no primermun-
distas. Era temprano, aún no había
ama necido. Un hombre con su unifor-
me de trabajo (pantalones marrón,
camisa crema. Tenía bordado un “A.
103
bAzAR
los espaguetis del almuerzo de los hi-
jos que se quedarán solos hasta tarde
en la noche. Solos y encerrados. Los te-
catos se inyectan la cura mañanera
bajo los puentes de la Baldorioty. Dos
o tres viejos, negrísimos como la no-
che, rebuscan entre los botes de basu-
ra. Se han robado carritos de compra
del supermercado más cercano. Los
empujan rebosantes de latas de alumi-
nio. El residencial público estrella sus
sirenas y sus tiros contra lo que queda
de noche. Yo corro hacia allá, mostran-
do mis curvas y mis carnes –las que me
quedan todavía–. Voy al acecho, voy
a que me acechen. Corro.
Contrario a la ruta permitida –a la
usual de las mujeres corredoras–, la Loi-
za no tiene iluminación. Está a oscuras.
Sólo refulgen los anuncios de múl tiples
negocios del Church Fried Chi cken, del
Burger King, de la pollera. Más adelan-
te, el Banco Popular y su máquina dis-
pensadora de dinero, acoge, frente a
una parada de guaguas, a los prime-
ros esperadores del milagro: que pase
un autobús a tiempo. Digo los consa-
bidos “buenos días” de los corredores.
Unos “buenos días” jadeantes, musita-
dos. Nadie me responde. Sigo corrien-
do. En la esquina de una de las calles
que conducen hacia Villa Palmeras
–Calle las Flores– un camión de vian-
das se estaciona. Desde su tumba de
carga venderá lo que trae del campo
–calabazas, plátano macho, guineos,
piñas, yuca, yautía– esas cosas que ya
nadie come; esas cosas que si alguien
las ve, hervidas y humeantes, en tu
plato te diría “basta, basta ya de tanto
horror de raíces y de campo. ¿Acaso no
sabes lo que es el sushi?”. Me dan ganas
de comerme unos tostones. Una batea
entera de tostones, pero pienso en las
calorías agolpándose en las caderas.
“Sushi”, recalco.
Allá, más alantito, refulge el letrero
de la farmacia Americana. Dos o tres
tiendas de cachivaches “todoapeso”
mantienen sus vitrinas cerradas con
tormenteras y candados. La calle apes-
ta a orín y a basura vertida. Frente a la
oficina de correos, un deambulante
duerme arropado con cartones. Le paso
lo suficientemente cerca como para
olerlo. Me dan arcadas. “Qué mierda,
voy a vomitar, se me va a dañar la ruti-
na de ejercicios”, jadeo, mientras bajo
la vista para ver bien por dónde voy
pisando, por dónde me aparto para no
tropezar con la terrible pierna gangre-
nosa que serpentea entre los cartones
mojados. Llagas rosado carne viva con
bordes blancuzcos amenazan con atra-
parme. Me tiro a la calle para no mirar.
Un autobús viene en dirección a mí,
vuelvo a treparme en la acera. Estoy
casi a cincuenta metros y todavía el
deambulante hiede contra el aire de
la madrugada.
Paso el Walgreens, paso el Topeka,
paso el Latinas Fashion. Paso el Mac
Donald’s de la esquina con la Panade-
ría Kasalta. Paso las sastrerías y bar-
berías dominicanas. Corro lo más rápido
que puedo. Allá a lo lejos, mi destino:
el parque de la Escuela República del
Perú. Allá la cancha bajo techo con sus
bleachers donde los chamaquitos de la
escuela irán a enrolar su primer moto
104
del día. Allá el estacionamiento del Par-
que Celso Barbosa, donde celadores y
empleados de mantenimiento espe-
rarán en sus carros viejos a que se alce
la mañana. Allá el laberinto de cemen-
to del residencial público que pare cri-
minales y cadáveres a diario. Allá ma-
torral, el charco, el hoyo en la brea
donde se esconden los monstruos.
Mujer que corre al filo de la madru-
gada. Mujer cuarentona, con dos hijos,
demasiadas lecturas, en pantalones
cortos y brasierito de joggear. Mujer
que quiere medirse contra sí misma y
los que la acechan. Que quiere correr
el riesgo. Casi desnuda, corre (no “con
lobos”, no para afirmarse sino todo lo
contrario, para ver si la devoran).
Sonrío. Enfilo el paso.
Mayra Santos Febres
Amilcar Rivera Munive
106
LIbRERO
un mundo modeloSOBRE LA TRILOGÍA MILLENNIUM, DE STIEG LARSSON
1.No suena descabellado sugerir que, a estas alturas, el finado Stieg Larsson (19542004) pueda ser
leído como una especie de J.K. Rowling para adultos. Mal que mal, las tres novelas de la trilogía
Millennium, que narran las andanzas del periodista Mikael Blomkvist y la hacker Lisbeth Salander,
son un éxito global casi tan fulminante como las del tal Harry Potter. Puro uso y abuso de géne-
ros mutantes contemporáneos: como Rowling, que supo adelgazar tanto a Neil Gaiman como
a C. S. Lewis, quizás el mérito de Larsson haya sido leer como si fueran lo mismo el policial o la
novela de espías. Los efectos de lo anterior son más o menos obvios: tiradas astronómicas (doce
millones de libros vendidos de la saga en cuarenta países; quinientos mil ejemplares La reina en el
palacio de las corrientes de aire editados en España; doscientos mil vendidos en su primer día, dos pelí-
culas) pero también la invención de un mito literario basado en la prematura muerte del autor en
2004 y la subsiguiente e impresentable pelea por los royalties de su obra entre su pareja y sus pa-
dres. Además, hay que sumar a este escenario la tentación ineludible de hacer calzar por arte de
magia del marketing literario, la biografía de Larsson con la de Blomkvist, su personaje principal,
por lo menos en lo que a corrección política e ideología se refiere: el fallecido autor sueco trabajó
como periodista especializado en temas de derechos humanos, racismo y nazismo.
2.Pero, ¿cuál es la verdadera razón del éxito de la trilogía Millennium? En apariencia, éste pasa por
haber renovado el interés masivo en cierta literatura policial. La más obvia, el haber creado una
pareja de detectives capaces de sintonizar con un zeitgeist global: Blomkvist y Salander. Respec-
to al primero, no hay demasiado que decir. Carente de fisuras morales y políticamente correcto
hasta la naúsea, Blomkvist es una especie de macho alfa que se lleva a casi todo a la cama, y en
tanto redactor estrella especialista en economía de una revista mensual (Millennium, de ahí el tí-
tulo de la saga) juega a desnudar de modo tan honesto como valiente la trama corrupta del poder
de las corporaciones y el estado. Así es Bomkvist: perfecto, impecable y en el fondo plano. Lo raro
es que Larsson coloca al lado suyo a Lisbeth Salander, que es en realidad el corazón de los libros,
un centro contradictorio y volátil. De hecho, las novelas no serían lo que son sin ella: bisexual,
tatuada y llena de piercings, enferma del síndrome de Asperger, hacker brillante al punto de que
es capaz de poner en jaque al estado sueco con una Palm Tungsten y de redactar su biografía –el
relato en primera persona de todos los abusos sufridos en su vida– en esa pequeña pantalla táctil.
Outsider y punk, Salander y sus silencios quizás componen el mejor atributo de los textos de Larsson.
Pero ¿cómo es que Larsson llegó a crear un personaje como Salander? Quizás ésta sea la princi-
pal virtud del autor. Los libros de Millennium descansan, más que en la trama o la corrección ideo-
lógica de las causas de Blomkvist, en la complejidad moral de Salander. Así, aunque la saga la
compongan tres entregas, en realidad se trata de dos. Los hombres que no amaban a las mujeres, que
es una versión hipertrofiada de los relatos de cuarto cerrado del policial clásico; y La chica que soñaba
con un bidón de gasolina y una cerilla y La reina en el palacio de las corrientes de aire, que deben ser leídas
juntas, pero que en realidad son una sola larga novela de espías que ata –en capas sucesivas–
los modos de trabajo de la policía política sueca, la resaca de la guerra fría, y la vida doméstica de
107
LIbRERO
la infancia de Salander: quién es y por qué hace lo que hace. Para explicar esto –el heroísmo in-
corruptible de Blomkvist y la pregunta de quién es Salander y por qué hace lo que hace–, Larsson
se demora dos mil quinientas páginas y crea una suma de tramas y decorados impresionante
donde aparecen la economía sueca descrita como una comedia de sangre; fanáticos religiosos;
ex espías rusos; un hombre que no siente dolor; boxeadores redimidos; intrigas de la prensa sueca;
policías idiotas y policías honestos, restaurantes de moda; redacciones de periódicos y de revis-
tas independientes; tribunales; carreteras; un huracán; hackers con moral; desfalcos bancarios; la
Biblia como un estúpido código secreto; conspiraciones criminales que atentan contra el estado
de derecho sueco pero que están urdidas desde las entrañas de ese mismo estado; violadores,
asesinos, psicópatas, pederastas; enfermedades comunes y patologías extrañas; pueblos peque-
ños; niños perdidos; torturas; los límites de la ley y la amenaza de algo más profundo, más terri-
ble, más cercano que puede hacer tambalear la legimitad de los poderes de la ley: la justicia por
las propias manos.
3.Pero para entender cómo funciona Larsson, habría que comparar el tono con cierta novela po-
licial actual. Larsson no se parece a Henning Mankell, por ejemplo. Le falta cierta profundidad,
que soluciona con la efectividad de una trama que no se detiene nunca. Millennium, además, tiene
poco de novela negra en el sentido clásico del término: no hay acá una indagación en la moral
del criminal, ni el acto de internarse o mimetizarse en los códigos culturales de los barrios bajos.
Al contrario, la trilogía se despliega más bien desde los miedos de una clase media o ilustrada,
indagando en las amenazas a la seguridad privada al ciudadano que paga rutinariamente sus
impuestos y practica la observancia de la ley. Así, aunque lo intente –por medio de la inserción
de una larga colección de serial killers, pederastas, skinheads y espías otoñales– no hay una incur-
sión en el tema del mal sino más bien la anotación de una detallada lista de infracciones menores.
La más terrible: un horror vacui de los personajes a que el estado como marco discursivo del re-
lato de su propia identidad, esté trizado. Frente a esto, las motivaciones de los criminales del libro
(el ex espía Zala, los viejos agentes de la policía política, unos cuantos dueños de corporaciones)
son tortuosas pero no profunda y los fracasos de sus héroes no son morales sino más bien pro-
fesionales. Así, sus frustaciones son entendibles: nadie mete la cabeza en ningún abismo. Por
eso, disfrutamos la comodidad de estos libros pero echamos de menos la densidad de un drama
irresoluto, como los de Ellroy o los de Lehane, como más triste de los de Chandler. Sin violentar
las certezas morales que construyen la identidad de sus héroes, Larsson, por el contrario, ofrece
la certeza de un happy ending que es producto del hecho de que lo policial era sólo la forma, por-
que en realidad estábamos ante una colección de novelas de espionaje. Pero aquel descubrimien-
to es paulatino y termina de suceder recién en el tercer volumen de la saga, donde no hay enigma
sino una larga lista de conspiraciones de pasillo donde se desnudan acuerdos políticos olvidados
y se invocan pactos secretos en oficinas del servicio público. Allí no hay dobleces, ni riesgo para
el lector ni para sus héroes, que jamás caen de la gracia y, en el caso de Salander, enfrentan el horror
y el abuso con más certezas que dudas. Frente a ellos, frente a esa superioridad física y moral de
108
lo políticamente correcto, los villanos de Larsson están casi siempre vulnerados, sufriendo las más
de las veces alguna tara física que denota su desvío moral: ex jerarcas rusos mutilados, viejos agen-
tes que dependen de servicios de asistencia médica o padecen cáncer terminal. En la medida que
avanza y termina, la trilogía se vuelve cada vez más irreal. La conspiración, que en el primer libro
sólo se refería a los vicios íntimos de una comunidad familiar, sobre el final termina volviéndose
nacional o continental, al punto de describir los sistemas que vigilan y regulan las distancias en-
tre los espacios públicos y privados de la sociedad sueca: la policía, los tribunales, los medios.
4.Hasta acá nada nuevo. Pero hay un dato que ha pasado desapercibido en todo lo que he leído de
Larsson. Consignado como un dato al margen en su biografía oficial, está el hecho de que el tipo
era presidente de la sociedad escandinava de ciencia ficción y que, según stieglarsson.com, publicó dos
revistas del género. Como lector de Larsson, sería interesante saber de qué tratan esas revis-
tas. Si son hard o soft, new wave o coquetean con cyberpunk o la space opera, o si tienen vocación de
steampunk, ribofunk o dieselpunk, por mencionar algunos géneros y sus desviaciones. Aquella pre-
gunta no es menor. Hay aquí un lazo ahí: quizás las tres novelas de Larsson son sci-fi para dummies
y si se les quita la cáscara de bestsellers políticamente correctos y todo ese maquillaje del poli-
cial, lo que aparece ahí son los temas que cierta literatura –y pienso en Dick, Norman Spinrad o
Neal Stephenson– ha indagado con los años y que se ha convertido en una especie de tradición.
Así, leer a Larsson como un autor de sci-fi no es difícil. Eso incluso podría explicar el desapego de
Salander con respecto a su propio cuerpo, que es abusado de mil formas posibles: violada, golpea-
da, baleada, reconstruida en un hospital. Mal que mal, en las viejas novelas cyberpunk los hackers
poesían una ética del desprecio de la carne, sintiéndose atados a ella, condenados a vivir en la
celda de su cuerpo mientras que, tal y como lo hace Salander en estas novelas, construían un
mundo hecho de código fuente y salivaban con las posibilidades técnicas o metafísicas de virus
troyanos y patologías digitales similares. Aquello está en Millennium, que abandona paulatina-
mente las barreras de lo policial para deleitarse en el goce de la criptografía como disciplina
poética y en el ensueño de infoapocalipsis digital de que termine todo. No sucede. Larsson es lo
suficientemente moderado con respecto a aquello y termina domesticando a su heroína hacker,
incorporándola a la sociedad con pleno derecho, no sin antes haberla maltratado y mutilado de
todas las formas posible. Como las novelas de Harry Potter, que parecen fantásticas pero beben
secretamente de cualquier bildungsroman de principios del xx, en sus mejores momentos, las no-
velas del sueco se vuelven tecnothrillers, mientras se solazan una y otra vez en temas más caros a
la ciencia ficción que a cualquier otro género: la transformación de los estados modernos en cor-
poraciones, los mecanismos electrónicos de control de la autoridad, los escombros a la deriva de
la Guerra Fría convertidos en la escenografía del fascismo, el reemplazo del cuerpo por su simu-
lacro digital, las infinitas formas de la sexualidad contemporánea, las formas en que los medios
de comunicación redactan relatos cuyo destino es reemplazar la verdad.
Álvaro Bisama
109
LIbRERO
Una opinión corriente entre lectores y escritores, afirma que la crítica literaria es superflua
cuando no perjudicial; un discurso de segundo orden que compete sólo a especialistas y que las
obras, por fortuna, son capaces de “sacudirse como un polvillo”, para emplear una frase de Italo
Calvino, quien llegó a definir a los clásicos como aquellos libros que sobreviven a sus interpreta-
ciones. Ciertamente, los grandes libros tienden a desbordar sus interpretaciones particulares o
incluso, deliberadamente, a obstaculizarlas, pero suponer que la obra emerge indemne de una
lectura que se erige en dominante, o que puede remontar por sí misma la imagen que la poste-
ridad le confiere, es ingenuo y falaz. El redescubrimiento de una obra, su cambio de posición en
el horizonte de la cultura, no ha atravesado nunca por un encuentro renovado y prístino con
ella, sino que es, por regla general, el desenlace de un combate librado entre lecturas contra-
puestas.
Quizá el principal acierto de la gran biografía de Julio Verne escrita por William Butcher ( Jules
Verne, De Capo Press, 2006) sea ilustrar de manera dramática el punto en el que una imagen
crítica adquiere mayor densidad que la obra misma. En el caso de Verne, no se trata de una fama
apabullante que haya suplantado la lectura de las obras –el clásico, sugería Calvino, es aquel li-
bro que nos exime de leerlo–; por el contrario, su falseamiento es inextricable de la más exten-
dida de las lecturas. La obra de Verne, de acuerdo al Index Translationum de la Unesco, es la más
traducida de la lengua francesa y la segunda más traducida de todos los tiempos, además de ser
el escritor más traducido a nuestra lengua. Paradójicamente, la inmensa popularidad de algu-
nas de sus obras ha terminado por oscurecer la naturaleza y la unidad del conjunto de la obra
verniana. Quizá la justificación última de toda crítica sea restituir la unidad y la coherencia in-
terior de un proyecto literario, sin las cuales las obras concretas parecen lanzadas a una orfan-
dad susceptible de múltiples malentendidos.
Julio Verne pasa por ser el padre de la ciencia ficción, el adalid del positivismo y el profeta vi-
sionario del progreso científico, aun cuando apenas un par de sus más de doscientas obras sitúan
su acción en el futuro o abordan decididamente la especulación técnica. La mayoría de sus no-
velas ocurren en el presente cercano o, incluso, en el pasado: la acción de Viaje al centro de la tierra
(1864) tiene lugar en 1863, la de Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-70) en 1866, y De la tierra a la
luna (1865) ocurre poco después de la Guerra de Secesión norteamericana, al igual que La isla mis-
teriosa (187475). Significativamente, la única obra de indisputable autoría de Verne que aventura
una visión del futuro y especula sobre una sociedad plenamente tecnificada es París en el siglo
XX, una amarga distopía plagada de burócratas y banqueros en la que la tecnología –como el fax,
el Internet o, curiosamente, la silla eléctrica– no hace sino abonar la desazón de un mundo es-
piritualmente desierto dominado por la eficiencia y el dinero. La novela –publicada por primera
vez en 1994, ciento treinta y un años después de que Hetzel, el funesto editor de Verne, la recha-
zará como “periodismo barato”– contraviene en todo punto la glorificación del progreso técni-
co que suele atribuírsele al escritor francés. De hecho, el presunto decanato de Verne en materia
de ciencia ficción descansa en una única obra, hoy unánimemente reconocida como apócrifa:
En el año 2889, uno de los relatos más antologadas de Verne, si bien fue escrito en su totalidad
por su hijo Michel.
el otro verne JULES VERNE, DE WILLIAM BUTCHER
110
Algo similar ocurre con la rúbrica infame de “literatura juvenil”, que la obra de Verne no ha con-
seguido sacudirse, pese a los buenos oficios de figuras como Roussel, Foucault, Barthes, Butor
o Le Clézio.
La biografía de Butcher comparte el aliento reivindicativo de la crítica de las dos últimas dé-
cadas, pero constituye un verdadero parteaguas y una contribución mayor al redescubrimiento
del escritor de Nantes. El libro de Butcher gravita en torno al gesto hermenéutico por excelen-
cia –a saber, desentrañar lo desconocido de lo consabido, restituir la dimensión de lo extraño a
aquello que se ha vuelto demasiado familiar–, pero es en el campo de la historiografía que la obra
de Butcher no tiene parangón. Butcher no sólo utilizó la correspondencia íntegra de Verne con
su editor, publicada apenas en 2006, sino que se jacta de ser el primer estudioso en haber obte-
nido acceso a los manuscritos originales de Verne, documentos que en palabras del propio au-
tor son “tan inaccesibles como las minutas del Politburó chino”. Su alarde no tiene desperdicio:
“Afortunadamente –escribe abundando en la imaginería comunista–, yo he obtenido una copia
samizdat de los manuscritos, siendo la primera persona desde Verne en ver el conjunto comple-
to”. Para aquilatar las proporciones de esta afirmación, vale la pena detenerse por un momento
en la polémica figura del editor de Julio Verne.
Republicano ferviente y positivista convencido, PierreJules Hetzel fue ministro de Lamartine
y se impuso un autoexilio en Bélgica tras el ascenso de Napoleón III. Luego de su regreso a Fran-
cia, se hizo amigo de Baudelaire y publicó a Stendhal, a Hugo, a Sand, a Dumas, a Balzac, a Tur-
genev y a Proudhom, y descubrió a un joven talento llamado Émile Zola. Finalmente, en 1862
firmó un contrato descaradamente leonino con el joven Verne, cuya obra le valdría un éxito sin
precedentes.
La carrera editorial de Hetzel no puede entenderse al margen de su militancia ideológica que,
en la estela de Comte y Proudhom, entendió en términos de una profunda y discreta reforma
moral por vía de la pedagogía y la ciencia. Su propósito expreso al fundar su Magasin d’Éducation
et de Récréation, era ofrecer literatura “moralmente edificante para los jóvenes franceses”. Cuan-
do Verne le presentó el manuscrito de Cinco semanas en globo, Hetzel supo que había encontrado
al candidato idóneo para realizar uno de sus proyectos más añorados: fundir el saber liberador
de la ciencia con el arte de la imaginación, mediante una colaboración generalizada de escrito-
res, científicos e ilustradores. En sus propias palabras, la serie de Voyages Extraordinaires de Ver-
ne, que terminaría por incluir más de sesenta novelas, pretendía “resumir todos los conocimientos
geográficos, geológicos, físicos y astronómicos alcanzados por la ciencia moderna y rehacer,
bajo la atractiva forma que le es propia, la historia del universo”. El impulso central de la biogra-
fía de Butcher es refutar de manera contundente esta perpceción, verdadera simiente de un
tenaz malentendido. Librar a Verne de la herencia “totalmente perjudicial” de Hetzel: he ahí el
programa al que el profesor William Butcher ha consagrado su vida, primero como editor y tra-
ductor de las nuevas ediciones críticas publicadas por Penguin, y ahora como biógrafo de gran
solvencia.
En efecto, Hetzel no se contentó con rechazar las obras sucesivas de Verne que distaban de
entonar las glorias del progreso técnico o se apartaban del género pedagógico deseado –por
111
ejemplo, el libro sobre París o De regreso a Inglaterra, una estupenda crónica de viajes, aguda en
sus observacioneses y llena de una chispeante picaresca juvenil, que apareció apenas en 1989–,
sino que alteró de manera despiadada los manuscritos del escritor. La relación de las “liberta-
des” tomadas por Hetzel –que develan una labor editorial que merecería disolver la frontera entre
la deshonestidad intelectual y el asalto en descampado– es apabullante, y constituye uno de los
aspectos más fascinantes de esta biografía. Los descubrimientos de Butcher, que proceden de
un cotejo de originales nunca antes realizado, merecen ser tildados de capitales. Así, por ejem-
plo, nos enteramos de que Hetzel redactó íntegramente el final de Tribulaciones de un chino en China
sin consultar a Verne; que alteró numerosos pasajes de Las aventuras del capitán Hatteras, inclu-
yendo el final original, en el que el capitán inglés se suicida tras perder un duelo con su rival nor-
teamericano; o que el capitan Nemo era en realidad un noble polaco que había jurado vengar la
violación de sus hijas a manos de unos rusos, mientras que los inicios de Phileas Fogg poseían un
acendrado antisemitismo. Hetzel aligeró las novelas de Verne de todo contenido político, sexual
o violento, al tiempo que se dejó guiar por una sagacidad comercial afecta a los finales felices y
renuente a permitir la muerte de los protagonistas, “para poder echar mano de ellos, llegada la
ocasión”, como le escribiría al propio Verne.
En aras de una pedagogía generalizada, Hetzel sometió los desmanes y la imaginación exal-
tada de Verne a la moral en uso y a los poderes de su tiempo, inoculándole una dimensión edifi-
cante y edulcorada lejana al impulso original del escritor. Por otra parte, como muestra la famosa
querella entre antiguos y modernos, no sería la primera vez que en Francia el progresismo y el
optimismo dogmático por la novedad delatase una adulación inane de los poderosos y del esta-
do imperante de las cosas. El que Hetzel evitara de manera complaciente toda confrontación con
sus antiguos enemigos políticos lo demuestra el hecho curioso, señalado por Butcher, de que
en las novelas de Verne, que se solazan en recorrer los confines más insospechados del planeta,
los viajeros nunca visiten Francia, lo cual produce un retorcido periplo para ir de Suiza a Londres
(La vuelta al mundo en ochenta días), o de Sicilia a Bélgica (Veinte mil leguas de viaje submarino). En El
camino de Francia, los protagonistas sólo alcanzan la frontera. Butcher resume así la intromisión
de Hetzel: “En los más de los casos, el editor transformó la ideología y el significado de las obras
importantes, borrando pasajes que incluían un comentario social e introduciendo sus propios
finales felices en lugar de los duelos, suicidios y desastres que gustaban a Verne.”
Abrevando en su correspondencia, en sus diarios de viaje, pero expurgando también su volu-
minoso corpus, Butcher rescata a un Verne proclive a la desmesura y la exaltación, a la acción y
la sangre, ciertamente fascinado por las ciencias –en particular por la geografía, de la que era
un verdadero experto–, pero inmiscuido en el contexto político de su tiempo, del que haría un
uso abundante y mordaz, sin apenas disimular sus adhesiones. Butcher insiste también, de ma-
nera convincente, en la dimensión sexual, de marcados tintes escatológicos, que recorre la obra
de ese autor a quien la posteridad adjudicó el papel de innocuo educador de juventudes. El bió-
grafo inglés percibe una densa tensión erótica en el mundo exclusivamente masculino de Ver-
ne, erotismo fraguado mediante la expulsión simbólica de la mujer, que luego será proyectado
sobre la geografía y distendido por la aventura. La descarnada y jocosa imaginería escatológica,
112
ya abundante en la correspondencia de Verne con su familia estudiada por Butcher, será trans-
formada en el plano literario en una suerte de devenir orgánico del planeta. En Viaje al centro de
la tierra, los exploradores de las profundidades penetran y recorren un cuerpo que “suda, tiem-
bla, come, digiere, excreta, es preñado y da a luz”.
El caso de Verne es un ejemplo paradigmático de una obra desbordante forzada a ajustarse a
los intereses, la sensibilidad y la moralidad del momento. Pero si debemos atribuir a Jules Hetzel
el sesgo edificante y atemperado de las historias, el tópico de la ciencia ficción y del entusiasmo
por el progreso tiene una genealogía distinta, y debe atribuirse en última instancia a Michel Verne,
hijo del escritor, que hoy sabemos escribiría casi todas las obras firmadas por Verne posteriores
a 1900. Finalmente, la fama póstuma del escritor sería apuntalada por una crítica insolvente
que fue incapaz de ver más allá del dispositivo pedagógico y panfletario, y por una retahíla de
traducciones infames –Butcher describe la mayoría de las traducciones de Verne al inglés como
“mamarrachos truncos y groseros”– para ser finalmente consagrada en la imaginación popular
por el cine de Disney. Es contra esta imagen que Butcher no cesa de “machacar evidencia”, para
decirlo con sus palabras. Su postura no admite medias tintas: “Verne ha sido víctima de un mal-
entendido rotundo. Él no escribió para niños, no produjo ciencia ficción ni fue un entusiasta de
la tecnología.”
Pero cabe preguntarse: ¿qué mueve entonces la obra de Julio Verne? La unidad perdida, la raíz
sepultada, de la gran saga verniana –que Le Clézio no dudó en definir como la épica del mundo
moderno– debe buscarse, sugiere Butcher, en las tempranas narraciones de viaje semiautobio-
gráficas de Verne, algunas de las cuales siguen inéditas. En De regreso a Inglaterra, su tercer libro y
uno de los pocos que escaparon de la censura de Hetzel, Butcher percibe ya una suerte de ma-
nifiesto artístico, en el que “la serie completa de los Voyages Extraordinaires está esbozada como
en un espejismo invertido”. Lo que este libro juvenil trazuma es un ansia desbordante de viajar,
de emprender una exploración minuciosa del globo. Butcher adjudica a Verne la invención de la
“novela geográfica” moderna, antecedente y modelo de la novela de viajes que haría eclosión, en
un ámbito lingüístico distinto, en las postrimerías de la Inglaterra victoriana y en Estados Unidos.
A Verne le fascinan las distancias, o más bien su desaparición, tal como empezaba a ocurrir con
la incipiente tecnología decimonona y el fenómeno histórico del colonialismo. La aventura apa-
rece ante Verne como la praxis más cabalmente humana en el contexto de ese mundo que se ha
vuelto súbitamente transitable.
En este sentido, las ciencias naturales –pero sobre todo la geografía que, hay que recordar, en
esa época incluía lo que tiempo después se llamaría etnografía– son fundamentales en la obra de
Verne, pero sólo en tanto contribuyen a desplegar un mundo, ora como instrumentos de explo-
ración y descubrimiento, ora como coartada para una aventura que se despliega en el lapso que
media entre una teoría y su comprobación. En un famoso ensayo, Michel Foucault percibía en
las novelas de Verne cierto recelo hacia la figura del sabio, que no sólo encarnaba el saber sino
también una suerte de principio de negación y entropía que sólo podía ser contrarrestado por
los trabajos de un héroe que, paradójicamente, se definía por su ignorancia y por la opacidad de
su acción. Por otra parte, en la imaginación verniana, la tecnología sigue anclada en la gran tem-
113
LIbRERO
poralidad de los saberes y prácticas antiguas –Gerardo Déniz anota, por ejemplo, que en las ilus-
traciones de Veinte mil leguas los novedosos dínamos están enmarcados por una serie de atributos
y ornamentos clásicos, como si se tratara de un órgano barroco–, con lo cual la técnica es esen-
cialmente una prolongación de la mano, del caballo, de la palanca, etcétera. Esto salta a la vista
en la magnífica nómina de medios de transporte mencionados en la obra de Verne que, como
Butcher señala, incluye lo mismo submarinos, globos aerostáticos o cápsulas espaciales que pira-
guas, mulas, canoas y trineos. El viaje, la geografía y la aventura: los verdaderos motivos de la
obra de Verne.
Sucede en ocasiones, empero, que la persecución del horizonte desborda los confines conoci-
dos y precisa de la imaginación para proveerle nuevos territorios. Pero a diferencia de otro sin-
gular escritor viajero, como lo fue Herman Melville, en quien el deseo de horizonte implicó, según
afirmaba D. H. Lawrence, abandonar la civilización y el siglo para adentrarse en la región inson-
dable del mito y las fuerzas inhumanas, en el caso de Verne la fuga es más bien discreta; la línea
no abjura de lo conocido y lo familiar sino que sencillamente lo ensancha movilizando todos los
recursos al alcance. La imagen que se nos devuelve es menos el grito desconcertante de lo extra-
ño que la transmutación de lo propio conocido en lo posible. Por esto, para Verne el viaje precisa
a menudo de la figura del futuro o lo desconocido por descubrir, con lo cual se elude el encuen-
tro descarnado con lo exterior: ballena blanca o isla del Pacífico. De ahí la peculiar y paradójica
clausura que, como ya había señalado Roland Barthes, define la obra verniana. Como preludian-
do a Einstein, en sus manos el tiempo está engastado en el espacio y el futuro es apenas una
función de la distancia: Avanzar más lejos –escribiría–, hasta descubrir cosas que aún no exis-
ten. En ese gesto ambiguo que consiste en prolongar los confines del mundo justamente para
nunca salir de él, reside la grandeza y el límite de su obra.
David Horacio Colmenares
114
por quién doblan las páginasLITERATURA VS. CINE DE AVENTURAS
Crecí en una generación donde el recreo era el hábitat natural del Game Boy (ahora obsoleto) y la
lectura era una seña de ser asocial, freak o peor aún (palabra dicha con desdeñosa mueca infan-
til) “intelectual”. Al observar esa generación que creció con el boom tecnológico (con sus juegos
de videos, amor por los efectos especiales y devoción hacia Internet) llegamos a la conclusión de
que en algún punto la lectura por placer pareció claudicar. Sucedió en poco tiempo, quizás el
“impedimento” fue germinando entre sus padres, el caso es que para muchísimos jóvenes y no
tan jóvenes la lectura se marchitó como entretenimiento viable. Se volvió parte de la Cultura
(con esa C mayúscula, tierra de los Cultos, la cual atemoriza a los no iniciados), desapareció de las
costumbres de algunos, para quienes cerró sus volúmenes a la par de tantas librerías. Leer fue
cediendo terreno a nuevas formas de distracción. Una brecha aparentemente insalvable en algu-
nos casos. Después de todo, ¿qué son veinte mil leguas bajo el mar (con un solo calamar gigante)
cuando existen 493 tipos de Pokemon en tv y videojuegos, cada cual con sus propias explosiones
de color y ruidos distintivos? ¿Para qué leer cien páginas de Tom Sawyer si carece del sex appeal
que poeseen Marios Bros, Zelda y compañía? ¿Por qué seguir a Tom a través de su viaje iniciático,
cuando aparentemente éste puede recorrerse sólo una vez, y no a cada nuevo juego producido?
La historia sin fin se queda corta y el Nautilus es una carcacha frente a la competencia que impo-
nen las nuevas tecnologías visualmente estimulantes, productoras de placeres inmediatos.
Sin embargo surgió una esperanza. Llegó bajo la forma de la literatura fantástica y de aventu-
ras en su presentación más comercializable, con Harry Potter a la cabeza y una creciente horda
de derivados.
Como género, la literatura de aventuras o fantástica se caracteriza por luchar en contra de
los límites del contexto, y acaba siendo articulada en función de la manera en la cual se desen-
vuelve este conflicto. Esa misma voluntad de ruptura la volvía idónea como punta de lanza para
recuperar lectores potenciales, sedientos de emociones pero distantes de la posibilidad de leer
para paliar ese impulso.
El resquicio por el cual se coló esta literatura fue, poco sorprendentemente, el deseo. Para
Tzvetan Todorov, la literatura de lo fantástico está concernida por la descripción del deseo en
sus formas objetivas, así como en sus diversas transformaciones y perversiones. Así que para
recuperar lectores hacía falta proporcionar a los lectores algo que por alguna razón no les pu-
dieron dar Stevenson, Julio Verne o Dickens (probablemente por falta de oportunidad), y sobre
todo encontrar la parte del deseo no saciada por la avalancha de programas de tele, juegos y
chats.
La infinidad de la oferta es también una restricción del contexto, su tendencia acumulativa
asfixia al usuario y busca anticipar sus deseos en un afán comercial. La voz estridente del entre-
tenimiento moderno tiene su atractivo pero, ¿qué sucede cuando buscamos descansar los ojos
de tantas visiones prefabricadas de monstruos, cyborgs, gánsteres, que nos explotan en la cara
ya sea por tele, computadora, cine o PS3? Le damos un respiro a la vista y le concedemos una
oportunidad a nuestra propia imaginación, de pensar, de crear el personaje que conocemos/
inventamos a lo largo de las páginas, para, de pronto, descubrirnos capaces de disfrutar de otra
forma, sin depender de la imaginación predigerida que se nos entrega como un producto. Lec-
115
turas como Harry Potter pueden parecer poco elevadas, pero su éxito reside en que así lo requi-
rieron las limitaciones contextuales que definen su género y que, al mismo tiempo, responde a
un deseo de lo extraordinario en la cotidianidad, traducido de forma fácilmente accesible. Al final
de cuentas, pese a ser objeto de críticas por su posible banalidad, estimula las imaginaciones
anquilosadas de mucha gente. Menciono al maguito billonario pero es sólo el ejemplo más evi-
dente de su estirpe, le siguen otras sagas como Eragorn, La trilogía La materia oscura o Artemis Fowl
o inclusive Crepúsculo. El fenómeno se globaliza con Las crónicas de Idhun en España o La heredera en
México. Pero también va resurgiendo el gusto por algunos clásicos de la vieja guardia: el acadé-
mico Tolkien, con todo su mundo retratado en gran parte en El señor de los anillos y su amigo y
contemporáneo C. S. Lewis con Las crónicas de Narnia. Millones y millones de nuevos lectores. La
literatura se inscribe, sin embargo, en su época y no puede escapar a ciertos procesos modernos.
Algunos benéficos, otros no tanto. Del lado positivo los chats se van llenando de literatura y de
pronto surgen incontables páginas dedicadas a experimentos literarios, capítulos inventados
del mago puberto, finales alternos de otras obras y creaciones independientes. Fluyen las reco-
mendaciones y los libros se conectan como puntos, nuevos lectores pasan de una serie de libros
a otra, en una vorágine de lectura en ocasiones sorprendente. Existe también la vertiente ne-
gativa: para una generación esclavizada por los medios visuales surge la ironía de la creciente
(y exitosa) adaptación cinematográfica (aunada a juegos y demás parafernalia) de estas nove-
las, para hacer regresar al sendero visual y no imaginativo a los jóvenes “descarriados” en las vías
de sus propias imaginaciones. El fenómeno no sorprende o asusta; queda la esperanza de que,
por más burda que pueda ser la forma, por poco intelectuales que puedan parecer los temas, los
puntos se sigan conectando y, una vez inoculado, el virus de la lectura siga su camino.
El lector de los clásicos que nunca abandonó el lecho de la literatura sufriente, se sonroja ante
semejantes empresas literarias, arquea la ceja, tuerce la boca. Surge la duda: ¿empezando por
Harry Potter se puede desembocar alguna vez en Proust, Joyce o Borges? La duda está permitida,
pero no tamiza el regocijo de ver a las personas leyendo. En el metro, en las paradas de autobús,
esperando una cita. La visión de niños devorando libros como golosinas, leyendo en el recreo,
donde se sientan, ya no como parias, sino unidos por un vínculo implícito de lectores, protegi-
dos así de la tiranía de algún avatar del Game Boy.
Diego Courchay Priego
116
viaje al fin del mundoSOBRE LA TETRALOGÍA DE HENNING MANKELL
Cuando uno lleva la aventura dentro
lo importante es sólo lo que está delante.
Henning Mankell
Todo comienza cuando un perro se detiene junto a una farola en una noche de invierno. Olfatea
en varias direcciones y desaparece era “un perro corriente, de los que se usan en la caza de alce”.
Joel acaba de cumplir once y sin motivo se despierta de pronto a media noche, se sienta en la
hornacina de la ventana y observa al perro que corre por la carretera, completamente solo. Es
invierno de 1956, en un pueblo pequeño de Suecia. Aquella noche Joel se queda dormido junto a
la ventana pensando por qué un perro andaría por ahí, corriendo en una noche tan fría, por qué
miraba a su alrededor, por qué le daba la impresión de que tenía miedo. Piensa que el perro ha-
bía desaparecido en medio de la noche como si le hubieran salido alas y hubiese volado con rum-
bo a una estrella lejana. Joel se propone entonces salir a hurtadillas todas las noches para buscar
al perro, sin imaginar ni por asomo todo lo que esa búsqueda lo llevará a encontrar y que culmi-
nará con el inicio de su viaje al fin del mundo.
Mucho hay de destacable en la extensa obra de Henning Mankell (Estocolmo, 1948), como las
doce novelas policiacas que han hecho célebre al inspector Kurt Wallander, o la Trilogía del fuego,
sobre una niña mozambiqueña que sobrevive después de haber pisado una mina antipersonal.
En Viaje al fin del mundo, la tetralogía de Joel Gustafsson, lo que causa asombro es sobre todo la
sencillez y sobriedad de una narrativa que nos introduce en el universo sutil, sumamente sensi-
ble, de un adolescente que crece lejos de todo, con su padre leñador que alguna vez fue marine-
ro y una madre que hizo “lo que muchos hombres hacen: irse”. La mirada infantil de Joel observa
la realidad sin matizarla con eufemismos. Sabe que él es su propia madre, debe llegar de la es-
cuela noche tras noche para cocer las papas que cenarán; que papá Samuel cada vez se afeita
peor, que bebe frustrado ante la foto de mamá Jenny. Pero también está la mirada mágica, la del
asombro que descubre posibilidades y sueños en las cosas más simples como la grieta de una
roca junto al río, o en la esperanza sólida e inamovible de que tan pronto como termine la es-
cuela él y papá Samuel dejarán todo para enlistarse como marineros. Entonces, después de la
cena, extienden sobre la mesa las cartas de navegación y papá Samuel le cuenta extasiado de
países exóticos, islas tropicales, costumbres, objetos que nadie en ese pueblo perdido más allá
de los grandes bosques puede siquiera imaginar. Pero “las cosas son como son”, dice papá Samuel,
y hay que volver al siguiente día a cocer las papas y soportar a la maestra, soportar la mirada de
las señoras en la tienda que lo miran ser su propia madre.
Como buscador de aventuras nato, Joel no esperará a surcar las grandes aguas para ir en busca
de emociones fuertes. Tiene ante sí la noche, los milagros, los personajes más extravagantes
como la Sin Nariz o Simón Tempestad, y las huellas de un perro que desaparece volando hacia
una estrella. Tiene ante sí su propia vida; la aventura de convertirse en la persona que se es.
Pero todas esas correrías nocturnas no son sino el inicio del verdadero viaje.
En Viaje al fin del mundo, último volumen que da nombre a la tetralogía, Joel tiene quince años
y termina la escuela. Quiere ver cumplida la promesa que tantas veces logró sacar a papá Samuel
117
y enrolarse juntos de marineros. Pero la realidad pinta las cosas de un modo muy distinto, la ver-
dad es que papá Samuel no está en condiciones de cumplir esa promesa: se siente viejo, sin
fuerzas y para colmo llega una carta que le informa del paradero de mamá Jenny, la idealizada
mamá Jenny de la foto y el vestido azul escondido en el armario; ambos acuden en su busca,
hasta Estocolmo, la gran ciudad. Joel nunca había salido de su pueblo y todo lo que ve le parece
inusitado, al tiempo que descubre con pena y enojo el detrimento en que ha caído su padre, la
miseria de su vida sencilla comparada con el lujo urbano.
Es entonces cuando comienza la verdadera travesía: Joel traza sin quererlo la serie de casua-
lidades que lo llevarán a encontrar a mamá Jenny, o más bien a que ella lo encuentre, que lo en-
cuentre la verdad, simple, llana y dolorosa como suele ser. Samuel enferma y debe regresar al
pueblo. Joel ha emprendido un viaje en busca de su madre, y descubre también el mar; se enro-
la como marinero, y se da cuenta de pronto del hecho de la muerte. Regresa con Samuel para
acompañarlo en su agonía y encuentra la vida. La posibilidad absoluta de la vida. Sale en busca
de la vida, y la vida, al igual que el mundo, es un viaje que no tiene final.
La novela juvenil es un género caprichoso. Una obra que jamás haya sido concebida para ese
público puede ser devorada por hordas de adolescentes ávidos de ver sus ideales o realidades
reflejados en las páginas de un libro, de la misma forma en que una obra escrita con la intención
expresa de reflejar los ideales o realidades de nuestras juventudes puede resultar en un gran fra-
caso, sea por que resultan predecibles, obvias o porque en lugar de identificar al grupo en cues-
tión con su propio ser lo que hacen es más bien juzgarlo o subestimarlo. El lector, tenga la edad
que tenga, no es tonto. En Viaje al fin del mundo, más allá de la literatura y de la ficción encontra-
mos autenticidad; se trata de la iniciación en la vida adulta, la vida más allá de los padres; la
fuerza de lo narrado es la fuerza vital que podemos reconocer en nosotros mismos, la transfor-
mación que nos hace ser lo que somos.
Ave Barrera
Ave BarreraGuadalajara, Jalisco, 1980. Es
editora y escritora.
Actualmente es becaria del
Fondo Nacional para la Cultura
y las Artes, en la rama de
novela. Es miembro del consejo
de redacción de Número 0.
álvaro BisamaNace en Valparaíso, Chile,
en 1975. Es escritor y profesor
de literatura. Ha publicado los
libros de ensayo y crónica Zona
cero (2003), Postales urbanas
(2006) y Cien libros chilenos
(2008), además de la novela
Caja negra (2006).
Breyten BreytenbachNace el 16 de septiembre de
1939, en Bonnievale, Sur África.
Es poeta, escritor, pintor y
activista. Divide su tiempo
entre Europa, Sur África y
Estados Unidos. Ha ganado
diversos premios como el Van
der Hoogt; el Publisher’s Prize
y el Hertzog Prize para poesía.
Entre otros, ha publicado los
libros Intimate Stranger; Season in
Paradise y The True Confessions of
an Albino Terrorist. Una
colección de sus primeros
versos fue publicada bajo el
título In Africa Even the Flies are
Happy: Selected Poems 1964–1977.
Robert Juan-CantavellaAlmassora, 1976. Es autor de las
novelas El Dorado (Mondadori,
Barcelona, 2008) y Otro (Laia
Libros, Barcelona, 2001), y del
libro de relatos Proust Fiction
(Poliedro, Barcelona, 2005).
Trabaja como traductor y
periodista. Vive en Barcelona.
Este artículo fue publicado
originalmente en la revista
de literatura Quimera.
Martín CaparrosNació en Buenos Aires, en 1957.
Periodista y escritor. Es
maestro de la Fundación
Nuevo Periodismo (fnpi),
que preside Gabriel García
Márquez. Ha colaborado para
el diario Noticias (clausurado
por la dictadura en 1973); en la
revista Goles; en Tiempo
Argentino y en el diario español
El País. Junto con Jorge Dorio
fue conductor del programa de
radio Sueños de una noche de
Belgrano. Ha sido jefe de
redacción de la revista mensual
Página/30 y director de la
revista Cuisine & Vins. Ha sido
ganador de la beca Guggenheim
(1994) y del Planeta Argentina
(2004). Tiene ocho novelas
publicadas, además de
crónicas de viajes, ensayos y
cuentos.
David Horacio ColmenaresNace en el df, en 1979. Estudió
literatura y filosofía en Puebla,
Katmandú, Lovaina y Barcelona,
donde vive actualmente. Ha
sido colaborador de editoriales
como Anagrama, Mondadori,
Acantiado y Destino. Ha
traducido a Anthony Burgess
(Vacilación, 2009), a James
Merrill (Un nido de bobos, 2008),
a William Saroyan (El tigre de
Tracy, en preparación), entre
otros.
Diego Courchay PriegoNacido en Paris en 1988 donde
vivió hasta los ocho años,
interludio de dos años en una
escuela en California y chilango
ferviente desde los diez años.
Producto de la sección literaria
del Liceo Franco Mexicano.
Estudiante de Relaciones
Internacionales. Lector porque
no cabía imaginarse otra cosa
dada la sobrepoblación de
escritores en su entorno.
Eterno paria en el recreo.
Cronista de películas infantiles
a los doce en El Heraldo de
México. También ha publicado
en el diario El Universal.
trebor EscargotPeriodista. No le gusta decir
dónde ni en qué año nació.
Tiene una demanda pendiente
con la sgae. Practicante del
punk journalism, padeció su
última aventura en Marina
D’Or, ciudad de vacaciones.
Los psicotrópicos, una visita
del papa y la felicidad veraniega,
casi le cuestan la vida.
Aura EstradaNació en León, Guanajuato, el
24 de abril de 1977. Estudió
literatura inglesa en la
Universidad Nacional
Autónoma de México y una
maestría en literatura
comparada en la Universidad
de Texas. En el otoño de 2003
inició sus estudios de
doctorado en el Departamento
de Literatura Española y
Portuguesa de la Universidad
de Columbia. En 2006 se
inscribió en el programa de
escritura creativa de Hunter
College de Nueva York, donde
empezó a escribir su primera
novela. Publicó para Letras
Libres, DF y Gatopardo. En
agosto de 2005 se casó con el
escritor Francisco Goldman.
El 24 de julio de 2007, tuvo un
fatal accidente durante unas
vacaciones en la playa de
Mazunte. Falleció al día
siguiente en un hospital
de la Ciudad de México.
Este año, Editorial Almadía
ha publicado su libro de
cuentos, cuyo lanzamiento
coincide con la entrega del
Premio Aura Estrada, que por
iniciativa de Francisco
Goldman se ha instituido
para honrar su memoria y
promover la literatura
escrita por mujeres.
Gastón GarcíaNació en Córdoba, Argentina,
en 1974. Estudió periodismo en
la Universidad de Córdoba.
Colabora como periodista
cultural en diversos medios de
España y Latinoamerica.
Joumana HaddadNace el 6 de diciembre de 1970
en Beirut, Líbano. Es poeta,
traductora y periodista. Ha
sido editora de Jasad
Magazine, revista que ha
causado controversia en el
mundo árabe y que se
especializa en la literatura y el
arte del cuerpo. Entre sus
libros destacan El tiempo de un
sueño (1995); Invitación a una
cena secreta (1998); Dos manos
hacia el abismo (2000) y
El retorno de Lilith (2004).
Eduardo Halfon
Nació en 1971 en la ciudad de
Guatemala. Estudió Ingenieria
Industrial en North Carolina
State University, Estados
Unidos. Actualmente es
catedrático universitario de
literatura. Entre otros, ha
publicado Esto no es una pipa,
Saturno (Alfaguara 2003, Punto
de Lectura 2007); De cabo roto
(Littera Books 2003); El ángel
literario (Anagrama 2004),
semifinalista del premio
Herralde) y El boxeador polaco
(PreTextos 2008).
Pura López ColoméNació en la Ciudad de México
en 1952. Parte de su infancia
la pasó en Mérida, Yucatán.
Estudió la preparatoria en
los Estados Unidos y cursó
la licenciatura en letras en la
Universidad Nacional
Autónoma de México.
Durante muchos años tuvo
una columna de crítica literaria
en el diario unomásuno. Es
autora de diversos libros como
El sueño del cazador, Aurora e
Intemperie. En 2004 la editorial
Verdehalago publicó una
selección de su obra poética
titulada Música inaudita.
También ha traducido al
español obras de Samuel
Beckett, Seamus Heaney,
William Carlos Williams,
Gertrude Stein, Robert Hass,
o Robert Creeley. Actualmente
vive en Cuernavaca, con su
esposo y sus hijos. Junto con la
poeta Elsa Cross, en 2008
recibió el premio Xavier
Villaurrutia.
Pedro Mairal Nació en Argentina el 27 de
septiembre de 1970. En 1989
empezó a cursar la carrera de
Medicina, que abandonó al
poco tiempo de empezar. En
1991, ingresó a la Universidad
del Salvador para cursar
Letras. Su primera novela,
Una noche con Sabrina Love,
ganó el premio Clarín en 1998.
Fue premiada por un jurado
de lujo: Augusto Roa Bastos,
Adolfo Bioy Casares y
COLAbORAN EN EsTE NúmERO
Guillermo Cabrera Infante.
Dos años después su libro fue
llevado al cine por Alejandro
Agreste y protagonizado por
Cecilia Roth. En 2001 apareció
el libro de cuentos Hoy
temprano, publicado por
Alfaguara. En 2003 se edita su
libro de poemas Consumidor
final, y dos años más tarde
Interzona publicó su segunda
novela, El año del desierto. Sus
libros han sido traducidos en
Francia, Italia, Portugal,
Polonia y Alemania. El jurado
de Bogotá39 lo incluyó entre
los mejores 39 escritores
jóvenes latinoamericanos.
álvaro MutisNació el 25 de agosto de 1923
en Bogotá, Colombia. Mutis
no necesita presentación. Su
obra literaria y poética
pertenecen ya a la tradición de
la literatura universal. Desde
que Maqroll el Gaviero
apareciera por primera vez en
Los elementos del desastre, los
lectores de aventuras
asistimos al nacimiento de un
héroe épico, entrañable,
inmortal como los dioses y
desgraciado como nosotros,
los ciudadanos de a pie.
Amilcar Rivera MuniveNació en la Ciudad de México
en 1975. Después de pasar
por varias disciplinas llega a
Jalapa, Veracruz a estudiar
Artes Plásticas; ya graduado
se dedica de tiempo completo
a la pintura y el dibujo. Ha
vivido en Eslovaquia, Polonia
y actualmente en Barcelona.
Su trabajo ha sido expuesto
en diferentes países.
www.amilcarriveram.com
Alejandro RoblesEscritor cubano nacido en
Alemania. Vivió doce años
en la Ciudad de México y se
trasladó a Miami. Escribe
cuentos y ensayos y, aunque
ignora las leyes más
elementales de la televisión,
se gana la vida escribiendo
programas para este medio.
Alberto Ruy SánchezEscritor y editor. Nació en la
ciudad de México el 7 de
diciembre de 1951. Hijo de
padre y madre originarios de
Sonora. Vivió en París ocho
años, donde fue alumno de
Roland Barthes, Gilles Deleuze,
Jacques Rancière. Desde 1988
dirige y edita junto con su
esposa, la historiadora
Margarita de Orellana, la
revista Artes de México. Ha sido
acreedor al premio Xavier
Villaurrutia por su primera
novela Los nombres del aire. Con
este libro, Ruy Sánchez inició
lo que podríamos llamar su
saga de los elementos. Una
tetralogía de culto donde le
siguen En los labios del agua; Los
jardines secretos de Mogador y La
mano del fuego. Además ha
publicado la novela Los
demonios de la lengua y algunos
ensayos entre los que destacan
Con la literatura en el cuerpo:
historias de literatura y melancolía;
Tristeza de la verdad: André Gide
regresa de rusia y Una introducción
a Octavio Paz.
Juan Antonio Sánchez RullNace en 1968 en México df,
Estudió la licenciatura en
comunicación en la
Universidad Iberoamericana,
posteriormente se especializó
en fotografía en el Centro
Cultural Arte Contemporáneo,
la Escuela Activa de Fotografía
y diversos talleres en el Centro
de la Imagen, ha sido
seleccionado en la sexta Bienal
de Fotografía y en Arte Joven
en los años noventa. Como
ilustrador está por publicar el
libro Monstruario de Ana
Romero, para editorial
Alfaguara juvenil. En 2009
gana el premio de la Feria
Internacional de Libros de
Artista en el marco de
Fotoseptiembre.
Mayra SantosNacida en Puerto Rico en 1966,
ganadora del premio Juan
Rulfo para cuentos (1996) que
otorga Radio Internationale de
París. Mayra Santos Febres ha
publicado dos libros de relatos:
Pez de vidrio y El cuerpo
correcto. Su primera novela
Sirena Selena vestida de pena
apareció bajo el sello
Mondadori (Barcelona, 2000) y
será publicada en inglés este
verano por St. Martin’s Press.
Sus obras han sido traducidas
al francés, inglés, alemán e
italiano.
Bernhard Schlink Nació en Bielefeld, Alemania en
1944. Ejerce de juez y vive
entre Bonn y Berlín. Es autor
de cuatro novelas policíacas
acogidas con gran éxito por el
público y galardonadas con
diversos premios. Su libro
El lector fue saludado como un
gran acontecimiento literario
tanto en Alemania como en
sus treinta traducciones y se
convirtió en un extraordinario
bestseller internacional, un
clásico moderno. Fue
galardonada con diversos
premios, como el Hans
Fallada, el Welt de literatura,
el Ehrengabe de la Sociedad
Heinrich Heine, así como el
Grinzane Cavour en Italia y el
Laure Bataillon en Francia.
El año pasado, la novela fue
llevada al cine por el director
Stephen Daldry. La reciente
publicación de la novela
Amores en fuga confirma el
extraordinario talento de
Schlink.
Karla SuárezNace en La Habana, en 1969.
Es ingeniera informática.
Ha participado en varias
antologías publicadas en Cuba,
España e Italia, entre ellas
Líneas Aéreas de Lengua de
Trapo (1999). Varios de sus
relatos han aparecido en
revistas de México, Argentina y
Cuba. Su cuento “Aniversario”,
fue adaptado al teatro en 1996.
Es miembro de la Asociación
Hermanos Saiz de Cuba
(Asociación de Jóvenes
Artistas). Su primera novela
Silencios, ha sido reconocida por
la crítica como una obra
cargada de erotismo y lucidez .
Samanta SchweblinNació en Buenos Aires en 1978.
Egresada de la carrera de
Imagen y Sonido de la uba.
Su libro de cuentos El núcleo
del disturbio ganó el primer
premio del Fondo Nacional
de las Artes 2001, y su cuento
“Hacia la alegre civilización de
la capital”, el primer premio en
el Concurso Nacional Haroldo
Conti. Participó en las
antologías Cuentos argentinos
(Siruela, 2004); La joven guardia
(Norma, 2005) y Una terraza
propia (Argentina, 2006).
Algunos de sus cuentos ya se
encuentran traducidos al
inglés, el francés y el sueco.
Su segundo libro de cuentos,
Pájaros en la boca (2009), obtuvo
el Premio Casa de las Américas
2008.
Paola tinocoNació en 1974. Es narradora y
socióloga. Ha publicado en las
revistas Playboy, Replicante,
suplemento Laberinto y en el
periódico Milenio. Participa
en programas de radio
Tripulación nocturna,
Malasaña de Radio Ibero y
Permanencia Involuntaria.
Su libro de cuentos, Oficios
ejemplares, se publicará este
año bajo el sello Páginas de
Espuma.
Jorge VolpiNació en 1968 en el Distrito
Federal. Es autor de las
novelas A pesar del oscuro
silencio, La paz de los sepulcros y
El temperamento melancólico, así
como de la trilogía integrada
por En busca de Klingsor (Premio
Biblioteca Breve), El fin de la
locura y No será la Tierra.
Ensayista prolífico, este año
fue galardonado con la
segunda edición del Premio
Debate-Casa de América por
su obra El insomnio de Bolívar. La
editorial Almadía acaba de
publicar su más reciente
novela, Oscuro, bosque, oscuro.
Actualmente Volpi combina su
quehacer como escritor con el
de director de Canal 22.
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