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Atzavares Quinto Premio de Relato Corto • Año 2010 Universidad Miguel Hernández Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria Delegación de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Atzavares

Quinto Premio de Relato Corto • Año 2010Universidad Miguel Hernández

Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche

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Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche

Dirección: Secretariado de Extensión UniversitariaCoordinación: Josep Sou

Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria© Pórtico: Fernando Borrás

© Textos: sus autores© Diseño y Maquetación: Silvia Viana

© Editor: Logisprimt.cbISBN:

Logisprimt impressorsDepòsit legal:

Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche

Atzavares

Quinto Premio de Relato Corto • Año 2010Universidad Miguel Hernández

Pórtico

Atzavares cumple un lustro, y con la publicación de este recopilatorio, donde lafantasía, el análisis y la memoria mantienen el frágil quinqué de la literatura alum-brando el compromiso con la creatividad, podemos elevar nuestra esperanza a lolargo y ancho de los cielos de la imaginación. Cada narración es un nuevo mundoque se descubre desde la tierra incógnita i fascinada. Cada cuento que nace desa-ta la cuenca en los ríos de la inteligencia y de la inspiración. Pero también se recre-cen la memoria y el conocimiento, porque los impulsos creativos parten desde lasriberas fantásticas donde habitan los materiales para la sólida construcción de lashistorias. Suenan músicas y se escuchan las voces de los personajes en la mutaciónde los sentidos. Chirrían las puertas cuando entreabren luces y proyectan las som-bras del misterio. Los diálogos son parte cómplice de los silencios mestizos. Es, claroestá, la literatura, en este formato complejo del cuento, la que germina en la tie-rra fecunda del sueño.

Y desde estas breves líneas, que sirven de pórtico a la publicación que tenemosen las manos, saludamos el ingenio de los autores, y felicitamos el rescate de la qui-mera que han efectuado, para nosotros, desde el territorio en donde habitan lassombras de la nada. Estas cosas tiene el talento.

Fernando Borrás RocherVicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria

Universidad Miguel Hernández de Elche

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Presidente: D. Carlos José Navas Alejo, Profesor del Departamento de EstudiosEconómicos y Financieros de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

Vocal: D. Antonio Sempere Bernal, Profesor del Departamento de Arte, Humani-dades y Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

Secretaria: Dña. Matilde Baño Caballero, Gestora del Secretariado de ExtensiónUniversitaria.

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Jurado

Primer Premio: Luis Torrús Cortés con el relato Frío.

Segundo Premio: Cristina Suena Varela con el relato El Polichinela.

Tercer Premio: Esteban Ordóñez Chillarón con el relato Historia de La Petenera.

• Juan F. Navarro Llinares con el relato Plancha de rulo para la lluvia.

• Juan F. Navarro Llinares con el relato Soluciones de continuidad.

• Ferran Avià Duart con el relato Reminiscència vital.

• Sergio Buitrago Albarrán con el relato El alma de los lápices.

• Jesús Cano Martínez (Nino Rippi) con el relato El Señor Diputado.

• Antonio Marco Sabarter con el relato El círculo.

• Ana Martín Tomás-Biosca con el relato Reinventar la realidad.

• Pablo Poveda Sánchez con el relato Amores protoanarquistas en tazas de café.

• José Robledano García con el relato El guardián del arte.

• Hugo Rodrigo Zapata con el relato Cuervos.

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Premiados

Seleccionados para su publicación

Relatos

Fríode

Luis Torrús CortésPrimer Premio

A todas las personas que han tejido mi vida

Entrar y salir.El plan parecía sencillo. Esperar a que la familia Sánchez al completo par-

tiera a pasar el primer viernes de esa espectacular primavera, nacida con unafirme vocación de verano, hacia su casa en el campo. Después, profanaría elprimer piso de aquel edifico de siete plantas, que contemplaba desde hacíauna media hora sentado en su coche, forzando sin demasiada dificultad lasdos puertas que encontraría a su paso. Nada de alarmas, ni perros ni sorpre-sas. Cogería los documentos que guardaba el abogado en su despacho, últi-ma puerta del pasillo a la izquierda, tercer cajón del escritorio, y saldría de allícomo un fantasma. A las siete de esa misma tarde en el lugar pactado haríala entrega y recibiría el dinero.

Aquel encargo no era precisamente de sus favoritos. Sólo cuarenta y ochoantes había recibido la llamada de uno de sus contactos, un intermediario, ofre-ciéndole el trabajo, los detalles llegaron al día siguiente por correo electrónico.En realidad, la premura con la que se debían desarrollar los acontecimientos noalimentaba tanto su desasosiego como que el asalto a la casa tuviera que hacer-se a plena luz del día y sobre todo, el no haber podido estudiar personalmentelos hábitos de la familia Sánchez. Una negra intranquilidad crecía y echaba raí-ces en su estómago.

No sabía demasiado de Juan Sánchez, tan solo que era un abogado delo más corriente, casado y con dos hijos, que los viernes por la tarde, des-pués de comer, se iba a pasar el fin de semana con los suyos a su casa decampo y que tenía algo que alguien quería, alguien que prefería pagar portenerlo antes que pedirlo educadamente. La mala educación y su increíblehabilidad con las puertas blindadas siempre habían sido una buena combi-nación para su negocio.

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Pasadas las cinco y media aparecieron los cuatro. Los reconoció por las fotosque tenía en el asiento del copiloto junto con un breve dossier, horarios, nom-bres, edades, etc. Nunca antes los había visto en persona.

Juan Sánchez iba a la cabeza, cuarenta y cinco años y esa barriga promi-nente de quien hace tiempo que perdió todo respeto por su cuerpo. Detrás deél su esposa, rubia insulsa, cuarenta y tres otoños, figura de gimnasio y priva-ciones, y a pocos pasos los dos hijos, Daniel y Marta. Quince años él, dieciséisella. Daniel era algo más alto que su hermana y tenía el cabello castaño, largo,con el típico flequillo de los chicos de su edad, el típico polo de marca y los típi-cos pantalones sin sentido. Marta era morena, de melena corta y andares debailarina, con una sonrisa demasiado bonita que acaparó casi por completo lospensamientos del ladrón desde que la chica abandonó el portal y continuó porla acera, hasta que dobló la esquina para dirigirse al garaje.

Si existiera un mapa de miradas los enamorados tendrían que guardar sussecretos en cajitas de latón.

El ladrón no vio como Daniel miraba a Marta, ni vio ni habría sabido ver. Nosupo, por tanto, que cada vez que Daniel la veía su corazón latía muy por enci-ma de sus pensamientos, que era toda su vida, que la había llorado cientos deveces, que pasaba horas enteras imaginando conversaciones entre ambos, con-versaciones que recitaba una vez tras otra perfeccionándolas hasta el borde dela locura, que la amaba incondicionalmente, que le escribía poemas,

Soy tan pequeño a tu ladoque las distancias las mido en milagrospero te juro amor míoque llegará el día en el que acaricie con mis párpados tus mejillas.

que habría dado su vida por ella, que jamás se lo diría, que no bajó al garaje, quepor supuesto no era su hermano y que ni tan siquiera se llamaba Daniel, tan solo erauna nefasta casualidad encarnada en la delgada forma de un vecino adolescente.

El verdadero Daniel tenía el lunes un examen de cálculo que jamás haría y, por pri-mera vez en quince años, se quedó en casa a estudiar y no acompañó a su familia.

El ladrón esperó a que la calle estuviera desierta, se puso los guantes y saliódel coche. La primera puerta fue pan comido. Entró, subió un breve tramo de

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escaleras y encontró la segunda. La abrió con precisión de cirujano y la cerrócomo si ajustara el mecanismo de una bomba de relojería. Cuando estaba a lamitad del largo pasillo oyó arrastrarse una silla al fondo, el corazón le dio unvuelco doloroso y contuvo la respiración, unos trágicos pasos se acercaban.Demasiado tarde para huir sin ser visto. Eligió derecha, era un aseo y un error.El chico encendió la luz con una mano a la vez que empujaba la puerta con laotra mientras canturreaba la canción que escuchaba a través de unos auricula-res amarillos. Se vieron en el espejo. Cabello castaño, largo, típico flequillo, típi-co polo de marca, el parecido era razonable, el fallo imperdonable, el grito y laviolenta sacudida de terror que recorrió el cuerpo del chaval esperados. Danielse giró y el ladrón se abalanzó sobre él tratando de taparle la boca, el mucha-cho intentando esquivarlo se echó hacia atrás y resbaló. Cayó hacia su izquier-da y la cabeza tomó entonces la trágica trayectoria de un bidé que nadie habíausado jamás.

Tres sonidos y una melodíaEl primero hueso contra cerámica.El segundo el crujido sobrecogedor de dos vértebras cervicales al romperse,

C4 y C5.El último el del cuerpo sin vida de Daniel al encontrar el suelo.La melodía, que brotaba de los auriculares que había perdido el chico a causa

del golpe, le trajo al ladrón inexplicablemente a la memoria una noche, más quelejana de julio, en la que quiso abrazar y no pudo a la persona que su vida tejía.

El dolor del recuerdo lo devolvió a la realidad y el deseo de huir se impusosin esfuerzo alguno a cualquier otra posible alternativa más racional. Saliócorriendo, abrió la puerta y la cerró de un portazo, bajó las escaleras, atravesóla de salida y fue recibido por la luz de media tarde de una calle vacía.

Mientras avanzaba hacia el coche un temblor familiar recorrió su espina dor-sal y le erizó el bello de los brazos. Debería haber sido miedo, pánico incluso o elasfixiante peso de la conciencia, pero nada de eso era. Lo que sentía después dehaberle visto morir a un chico de quince años, después de saber que había des-trozado para siempre a una familia, era frío. Pero no el frío nervioso, cruel e ima-ginario de la pérdida, este era un frío de verdad, de mañana sombría de enero.

Condujo hasta su casa con la calefacción del coche a máxima potencia,nadie que supiera a que se dedicaba sabía donde vivía y lo hacía solo desdehacía mucho tiempo, consecuencias de su oficio. Su contacto no lo encontra-ría, el cliente mucho menos, de todas maneras apagó el móvil y le quitó la bate-ría. Subió al piso, debo de tener fiebre, pensó, no puede ser otra cosa. Se tomó

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la temperatura y el mercurio se mofó con malicia marcando unos increíbles 35grados. Encendió todas las estufas de la casa, puso varias mantas en la cama yse acostó, lo mejor era dormir y además tenía mucho sueño pese a ser poco másde las siete de la tarde.

Lo despertó al día siguiente un brutal escalofrío acompañado de fuertes tem-blores, había dormido doce horas seguidas. Le costó recordar lo ocurrido el díaanterior, se levantó torpemente de la cama pero no supo donde ir y volvió a tum-barse. Le costaba pensar, pero estaba claro que necesitaba ayuda, debía hacer elesfuerzo de llegar hasta el salón dónde estaba el teléfono y su esperanza.

Se echó una manta sobre los hombros y comenzó a andar. Apenas diezpasos que se hicieron eternos. Cuando alcanzó su objetivo no pudo ni coger elauricular, tenía las manos entumecidas y simplemente lo empujó y vio como seestrellaba contra el suelo colgando del cable. Su respiración agitada pensabapor él y como calculó que no tendría fuerzas suficientes para agacharse a reco-gerlo, intentó sentarse en el sofá más cercano, pero pisó la manta y cayó, des-trozando con la cabeza la mesita donde había estado el teléfono.

Cuando despertó fue incapaz de calcular cuanto tiempo había estado en elsuelo, parecía que ya era de noche. Tenía un gran dolor en la sien izquierda,sangre coagulada sobre la cara y ahora también sed, sed y frío, frío y sed.

Tenía los miembros rígidos. De donde pudo reunió fuerzas y se incorporó,se colocó bien la manta, trasladó muy lentamente su pesado cuerpo hasta lacocina y bebió directamente del grifo del fregadero. Se dejó caer con cierta for-tuna sobre una silla y contempló sin aparente sorpresa como los dedos de susmanos habían adquirido un precioso tono azulado, su color favorito. Se estabacongelando vivo.

Los escalofríos eran ya insoportables, intentó gritar pero solo emitió un levesonido que le desgarró la garganta. Apoyó la cabeza sobre la mesa de la coci-na y así se quedó, dando pequeños golpecitos sobre la madera debido a lostemblores. Volvió a quedar inconsciente.

Abrió los ojos saludado por un tímido sol que se filtraba por las rendijas dela persiana. Los escalofríos habían cesado y no recordaba absolutamente nada.Despegó la cabeza de la mesa y se mareó, volvió a apoyarla, esta vez con losbrazos a modo de almohada. Ya no sentía frío, él era el frío. Desde la posiciónen la que estaba solamente podía ver una pequeña parte del mundo que lerodeaba y en un ángulo imposible.

Al final de la mesa había un objeto.Centró la parte de su mente que seguía con vida y lo reconoció, era un

mechero de cocina. Alargó la mano pero no lo alcanzó. La única posibilidad deconseguirlo era impulsarse con las piernas y deslizar su cuerpo sobre la mesa.

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Desconocía para qué quería aquel mechero, pero se convirtió en su únicodeseo, su único pensamiento, su todo.

No sentía las piernas pero confió en su sistema nervioso como quien confíaen el amor y su cerebro gritó las órdenes pertinentes a sus músculos. Milagro-samente su trasero se separó de la silla, su cuerpo avanzó sobre la mesa preci-pitando hacia delante el brazo, pero las piernas cedieron y todo su ser regresóhacía un asiento que ya no encontró e impactó con violencia en el suelo, conun mechero negro de cocina en la mano derecha.

Potencia y acto. Tenía el mechero, nada que quemar. Pero, al igual que es imposible mirarte a los ojos sin sentirme vivo, es impo-

sible tener un encendedor en la mano sin intentar encenderlo. El ladrón probó,y apareció la llama. Se quedó contemplándola así como estaba, tumbado bocaarriba en el suelo. El fuego siempre había tenido algo de mágico para él. Era loúltimo que verían sus cansados ojos.

Lenta pero inexorablemente las fuerzas lo abandonaron, su brazo fuecediendo y mano y mechero alcanzaron la manta.

La manta comenzó a arder y el ladrón con ella, el ladrón moriría y frío con él. En ese preciso instante, y a no demasiada distancia de allí, en un atestado

tanatorio donde cientos de personas medían su dolor, después de una protoco-laria autopsia, dos días de llantos inservibles, miles de preguntas sin respuesta ytoda la rabia e incredulidad que provoca la muerte de una persona joven, ardía,para convertirse en cenizas, el cuerpo sin vida de Daniel Sánchez.

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El Polichinelade

Cristina Suena VarelaSegundo Premio

La tenue luz que iluminaba el local dejaba ver en su piel ajada el paso de losaños; el marcado maquillaje que cubría su rostro, las ostentosas joyas que laenvolvían y su exquisito vestido la hacían parecer una duquesa venida a menos.Sus largas uñas rojas acariciaban en ese momento una copa de coñac, la terce-ra que Alfonso le había visto beber. La verdad es que llevaba bastante tiempoobservándola, una mujer tan mayor y refinada desentonaba bastante con elresto de parroquianos de aquella cantina, y al verla apoyada en la barra el jovenno pudo hacer otra cosa que quedarse con la mirada fija en ella.

La oscura taberna, propia de una novela negra, estaba llena de gente, e inclu-so podría decirse de gente poco recomendable; al fondo, en la zona más oscura,un hombre corpulento, bien vestido y acompañado de dos exuberantes mujeres,trapicheaba con otro mas joven de aspecto demacrado. En la barra, bastante ale-jados de la misteriosa mujer, tres hombres de corbata observaban con ojos lujurio-sos a un grupo de muchachas que se los echaban a suertes; justo enfrente, en unaesquina dos tipos con pinta de policías manoseaban a una joven un poco ebria quese dejaba hacer. Junto a ellos, en una mesa apartada una pareja charlaba anima-damente; él se guardaba en el bolsillo un anillo que se había quitado disimulada-mente cuando la mujer no miraba. Si hubiese sido una noche normal Alfonso sehabría sentado tranquilamente a observar a la clientela e imaginarse sus historiascon el fin de encontrar un buen argumento para su nueva novela, pero esa no ibaa ser una velada común ya que tampoco lo era la persona objeto de sus miradas.

Pese a su aspecto acomodado, la mujer no parecía afortunada. Bien es cier-to –pensó Alfonso– que el dinero no da la felicidad, aunque se le parece bas-tante. Quizá se estaba equivocando pero aquella dama parecía de todo menosfeliz; sus ojos tristes, que no dejaban de contemplar la copa, mostraban unamirada afligida y desdichada que desprendía una atmósfera de melancolía pro-vocando en el joven el mismo sentimiento.

El olor a perfumes y a humo impregnaba el ambiente, y esto, unido al alco-hol, fue nublando la mente del joven escritor, despojándolo de cualquier atisbo

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de vergüenza y desinhibiéndolo. Sin saber cómo se vio irremediablementeempujado a acercarse a ella y finalmente se encontró cruzando el local con pasofirme y sentándose en el taburete contiguo al del la mujer, mientras se juraba asi mismo que descubriría el misterio que la envolvía.

Tras unos instantes de silencio, Alfonso pidió al camarero otra copa y siguiócontemplándola de reojo:

–Dicen que hay muchos motivos para beber sin compañía, pero me intrigacual es el suyo –soltó fingiendo indiferencia.

–También dicen que la curiosidad mató al gato, joven –contestó la mujer trasapurar su copa, sin mirarlo.

–Pero sin curiosidad no se aprende –respondió el escritor mirándola a los ojos.–¿No crees que soy un poco mayor para ti? –dijo como única respuesta.–Siento mucho si le he dado a entender otra cosa pero esta noche sólo

busco charlar, no me gusta beber en soledad y usted me ha parecido una per-sona con muchas cosas que contar –se apresuró a decir– así que, ¿me permiteinvitarla a una copa?

–Nunca acepto invitaciones de desconocidos, muchacho –respondió la anciana.–Disculpe mi torpeza, me llamo Alfonso Espada, escritor de profesión. Y

ahora, ¿me permite invitarla?Tardó unos segundos en contestar, instantes que al joven se le antojaron

horas:–Encantada, Alfonso –soltó entre carcajadas– yo soy Dolores, pero puedes

llamarme Lola. Y si tanto interés tienes en invitarme, que sea otro coñac.Mientras el escritor le pedía al camarero la bebida, la mujer lo inspecciona-

ba de arriba abajo, en realidad ella también se había fijado en él. Era un hom-bre apuesto, de unos 35 años, moreno y con unos preciosos ojos azules que latrasladaban a tiempos pasados, a tiempos felices:

–¿Y que tipo de libros escribes? –inquirió.–Novelas de temas varios. En realidad me dedico a recoger vidas, a observar

a las personas. Suelo ir a lugares concurridos, como por ejemplo el metro, y sim-plemente miro a la gente, me invento su historia. A veces las escribo y en otrasocasiones las guardo para mí –explicó.

–¿Y cómo crees que es la mía?–La verdad es que precisamente por eso estoy aquí. Llevo un buen rato

observándola desde lejos y usted desprende algo especial. Creo que lleva sobresus espaldas una historia tan interesante que, si me inventase una, estaríacometiendo un delito.

–Calas bien a la gente, muchacho –respondió sonriendo la mujer.–Siento mucha curiosidad por saber qué es lo que la ha traído hasta aquí.

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–Aquí viví los momentos más felices de mi vida –contestó ella con la mira-da perdida.

Alfonso echó un vistazo al bar. El Polichinela no era precisamente un lugarque desprendiese felicidad.

–No siempre ha sido así –apuntó la mujer con aire melancólico–. Antaño fue unabonita cafetería a la que acudían escritores y artistas de renombre, un lugar dondese intercambiaban historias, el marco perfecto para los bohemios de la época.

–Es una pena que ahora tenga este aspecto y esta clientela.–Con el paso de los años las cosas cambian y muchas se echan a perder, joven.

Lo mismo ocurre con las personas. Yo, por ejemplo, no siempre he tenido esteaspecto, en otro tiempo fui una hermosa joven y tuve muchos pretendientes.

–Me sentiría muy afortunado si usted me hablara sobre aquellos tiempos…si me contase su historia… –tanteó el escritor.

–Si tanto interés tienes, pide otra ronda y acomódate… aunque te adviertoque no es una historia alegre.

“Nací entre algodones, como se suele decir, en el seno de una familia adi-nerada, estricta, católica y muy conservadora. Nunca fui una mujer convencio-nal, a mis veintiún años todavía no me había comprometido con ningúnhombre pese a que, como te he dicho antes, tenía muchos admiradores; estodesagradaba sobremanera a mi padre, que estaba desesperado por encontrar-me un buen marido rico.

Sin embargo yo no estaba interesada en ello, mi única pasión era el teatro,al que acudía siempre que podía con otras jóvenes del barrio. También solíadejarme caer mucho por aquí, ya te he dicho que a este lugar acudían artistasde prestigio, actores y cantantes, además de muchos escritores que montabande vez en cuando sus tertulias clandestinas; a mi me entusiasmaba la atmósferaque se respiraba en ese mundillo y cada viernes sin falta acudía a escucharlos.

Y aquí conocí al gran amor de mi vida. Tenía unos ojos azules y profundoscomo un mar en calma, muy parecidos a los tuyos; sus largos rizos negros y su pieloscura le daban un aire de reina mora; su nombre: Carmen. Ella venía al Polichine-la a buscar fortuna, tenía una voz muy hermosa y de vez en cuando deleitaba a losparroquianos con unas cuantas coplas. Soñaba con que algún cazatalentos la des-cubriese aquí y así dedicarse a lo que realmente le apasionaba: los tangos.

Nos conocimos una tarde. Cuando llegué ella estaba entonando una coplay su voz me dejó clavada al suelo. Recuerdo que pensé que, si los ángeles exis-tieran, cantarían como ella. Cuando terminó sentí un impulso irrefrenable deconocerla, como el que te ha hecho acercarte a mí. La observé desde lejos, suafable sonrisa iluminaba el local y no desaparecía de su rostro en ningúnmomento; llevaba una falda verde botella, larga, que dejaba ver parte de sus

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pantorrillas. Se encontrada apoyada en la barra, charlando animadamente conuno de los camareros; su blusa blanca, impoluta, contrastaba con su tez more-na. Me acerqué a ella e intenté invitarla a un café pero ella se negó con lamisma frase con la que he rechazado antes tu invitación y mi respuesta fueexactamente la misma a la tuya: me presenté. Esa fue la primera vez que escu-ché su risa, que como un dulce tintineo se clavó en mi cabeza, y en ese instan-te me prometí a mi misma que viviría para hacerla reir.

Desde entonces comenzamos una amistad muy estrecha, quedábamos amenudo y nos contábamos todo, sus esperanzas y sus ambiciones se hicierontambién míos. Y pensé que en cuanto tuviese mi fortuna sería yo misma la quepatrocinaría su sueño. Y al igual que nuestra amistad mis sentimientos hacia ellatambién crecían, cada día me parecía más hermosa y había llegado un momen-to en el que ya no podía vivir sin verla sonreír cada día. Y finalmente me di cuen-ta, me había enamorado. Me había enamorado… de una mujer. No, no era unamujer cualquiera. Me había enamorado de Carmen, de mi Carmen. Creo queella lo supo desde el principio, pero nunca me dijo nada, se limitó a mantenerla preciosa relación que teníamos, aguardando, esperando el momento en queyo le confesara mis sentimientos.

Y ese día llegó, estábamos aquí mismo. Isidro, dueño del Polichinela, e íntimoamigo de Carmen, nos había invitado después de cerrar la tasca. Siempre supeque él, al igual que yo, estaba loco por ella. Y estoy segura de que él siempre intu-yó nuestra relación. Ponte en situación: el alcohol hacía mella en nosotros y, enun fugaz instante, mientras nuestro amigo se encontraba en el almacén, la besé.Fueron sólo unos pocos segundos, ya que fuimos interrumpidas por Isidro, perosuficientes como para saber que nunca querría besar otros labios. Ella era mía, yyo era suya, y el resto del mundo se desvanecía insignificante a nuestro alrededor.Carmen no se apartó, así que puedo decir que fui correspondida. Se hizo el silen-cio durante unos instantes, hasta que el dueño del bar comentó con frialdad queya era un poco tarde, instándonos a que nos marchásemos.

Al día siguiente, tras pasar toda la noche en vela, vine a buscarla, pero ellano se encontraba aquí. Sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo, ¿y si, des-pués de lo ocurrido la otra noche, ella no quería saber nada de mi?, necesitabarespuestas y finalmente, sin pensarlo demasiado, me planté en su casa. Jamáshabía estado allí, era una pensión de mala muerte en la que Carmen habíaalquilado una habitación cuando se vino del pueblo. Cuando llegué a la puertade su cuarto, me asaltó la duda. Yo no debería estar allí, pensé, pero mi cuer-po actuó sin vacilar. Tres suaves golpes y la puerta se abrió para dejarme verla,más hermosa que nunca. Me sonreía apoyada en el quicio de la puerta. “Sabíaque vendrías” me dijo, invitándome a entrar. Intenté disculparme por irrumpir

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de esa forma en su habitación pero ella me calló con un suave beso. “¿No estásenfadada?” pregunté de forma insegura. Ella sólo contestó: “Si no he ido alPolichinela era para que vinieras tú aquí. Era la única forma de estar a tu ladosin tener que soportar las miradas inquisitivas de Isidro”.

Y entonces todo sucedió muy rápido, la besé, me besó y la pasión nublónuestras mentes. Nos desnudamos lentamente, guardando celosamente ennuestra memoria esa imagen que nadie nos podría arrebatar. Acaricié cada rin-cón de su cuerpo de gitana, besando cada centímetro y sintiendo la suavidadde su piel bajo las yemas de mis dedos. Ella se estremecía bajo el contacto demis manos que, desesperadas, se paseaban por toda su anatomía. Por primeravez me sentí mujer, sentí el anhelo de la piel y desee quedarme así, junto a ella,por siempre. Hicimos el amor durante horas, embriagadas por los sentimientos,y después, simplemente, nos despedimos hasta el día siguiente con varios “tequiero”. En ese maravilloso instante no podía imaginar que esa sería la últimavez que vería a mi Carmen.

Al día siguiente habíamos quedado en el Polichinela como cada viernes. Esatarde había bastante revuelo pues se acababa de estrenar una obra de teatroen la ciudad y el elenco había decidido celebrarlo a la tasca. Pero ella… nuncaapareció. Isidro me entregó un sobre a escondidas, y me pareció ver una som-bra de culpabilidad en su mirada, pero eso nunca lo sabré. Dentro, una carta,escrita de su puño y letra. Una carta donde me explicaba que tenía que huir,alguien la había acusado de roja, y la policía la buscaba. Si se quedaba aquí fir-maría su sentencia de muerte y la mía, y eso no se lo podría perdonar. Me pro-metía que algún día vendría a buscarme, cuando las cosas se hubiesencalmado. Y me juraba amor eterno, nunca había amado tanto a nadie y nuncaamaría a nadie más.

Escondí la nota y lloré durante días. Durante meses. Durante años.Pocos días después mi padre me informó que me casaría con Fernando Avi-

lés, un ricachón que llegaría a España en unos meses tras haber estudiado en elextranjero. Y aquí, joven Alfonso, comienzan mis desgracias. Intenté oponermeal matrimonio, pero comprenderás que en la época que corría eso no era unatarea fácil, podría decirse que casi imposible. Sobra decir que nunca la olvidé.Jamás quise a mi marido, él me quiso, o eso parecía, hasta que descubrió queyo era estéril y no podría darle un varón que heredase nuestra fortuna. Tras lamuerte del Generalísmo mi esposo también falleció, dejándome, sola, rica ydesdichada porque el amor verdadero se me había escapado entre los dedos.

Pero no creas que me quedé de brazos cruzados. Fui a buscarla. La busquéincesantemente por todos los lugares, pero jamás dí con ella. Supongo quemurió hace tiempo, o que para esconderse se cambió los apellidos, incluso

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puede que huyera al extranjero… El caso es que la perdí para siempre. Y desdeentonces vengo aquí cada noche con la esperanza de verla aparecer por elumbral de la puerta, tan hermosa como siempre.”

Dos lágrimas surcaban sus mejillas arrugadas y, pese a que intentó disimu-larlo con un trago de coñac y varias caladas del cigarro que se consumía entresus dedos, el joven sintió su profunda tristeza como si fuera propia:

–Y tú, muchacho, ¿qué te trae a este lugar? –preguntó intentando cambiarde tema.

–Hoy vengo, a beber para olvidar que mi madre no me recuerda, tiene alz-heimer ¿sabe? –contestó apesadumbrado– Aunque tengo la firme esperanzade que mejorará.

–Vaya, lo siento mucho, Alfonso… –susurró apoyando una mano sobre suhombro– cuando yo estoy así escucho una canción, la favorita de Carmen, laque me cantaba cuando estaba triste: un tango. De Carlos Gardel, ¿lo cono-ces?; no, claro que no, eres demasiado joven –prosiguió– se titula…

–“Volvió una noche”… –dijo el escritor sin dejarla terminar.La anciana abrió mucho los ojos, sorprendida:–¿Cómo lo sabes?–Porque mi madre de lo único que se acuerda es de ti.

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Historia de La Petenerade

Esteban Ordóñez ChillarónTercer Premio

La sombra que da tu bocasabe a limones dormidos,lo que los limones sueñanes el zumo de mi muerte.

A Lucía La PeteneraAnómimo

El aliento de la tarde ajetreaba las encinas. Debajo de un olivo Lucía jugabacon un fruto entre los labios, rascaba el barro prendido en su falda blanca yrecordaba cómo su madre se quejaba de la tierra con su vestido extendido sobrela mañana: “un día te traerás la viña entera”. Ella retozaba entre las sábanasentonces. Se ponía los calcetines y cantaba. Sólo callaba cuando Pedro, supadre, eructaba en el marco de la puerta y se tambaleaba hasta el sillón.

Hubo una letrilla que la mordió a la misma muerte. Los vecinos del pueblomaldijeron durante semanas un bichito rojo que envolvía la uva y la dejaba comouna piña mínima. Los braceros tuvieron que arrancar las cepas. Una tartana para-ba al borde del camino y cada dos horas traqueteaba hasta el vertedero. Allí lasquemaban. Un humo blancuzco avinagraba las mañanas. Los aldeanos tosían enalto por las calles, incluso abrían las ventanas de par en par y carraspeaban.Manuela, madre de Lucía, lamentaba con la cabeza mientras recontaba unmismo tarro de garbanzos. “Para qué quieren tragarse las cenizas”. Fue la únicaocasión en que la niña olió el vino en las palabras de su madre; las otras, lasmadrugadas en que Manuela removía gachas migas guardando tras el silencio elcabezal ciego de la cama. Aquel verano el miedo se agarró a las tapias. Los car-teles del ayuntamiento advertían de “La Jugosa”: racimos muy verdes, inclusochorreantes, estallados de dulzor. Gabriel, el médico de la partida, los considera-ba más venenosos que ningunos: “Una bicha transparente”, decía el comunica-do, “que juega con el hambre... Si la comen les roerá las tripas”.

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Juana, la madre de Albertín, un compañero de Lucía, fue la primera enprohibir a su hijo salir por las tardes. El niño cada dos por tres llegaba a casa conuna cucaracha pataleando entre los dientes, o masticando los últimos espasmosde un saltamontes. Poco a poco todas las mujeres echaron la cortina despuésdel colegio. La villa quedó desierta. El sol paseaba su corteza jorobada por lascalles e insistía en los desconchones de cal, se diría que husmeando la vida.

Lucía apareció inconsciente en el camino de la ermita. Guardaba en la manoun racimo pegajoso. El médico no dudó, y el carpintero fabricó un ataúd peque-ño de su cuenta. Todo el pueblo se acercó a ver a la niña de ‘La Jugosa’. Al prin-cipio le dieron agua con vinagre, vahos de limón y tomillo... Empeoraba. Losvecinos recordaban el aviso “le roerá las tripas” y se angustiaban por su vien-tre: “Desde el ombligo se le transparenta la columna...”, “pobre, qué olor,como una patatica podrida llena de hormigas...”. Durante meses peregrinaronfrente a su cama como correspondería a los cadáveres distinguidos, aquelloscuya celebridad se abona en podredumbre. Pero la mejoría de la chiquilla debi-litó la penitencia. La madre de Albertín salió rezongando y pateando las arrugasdel cemento cuando la oyó tararear.

Semanas después, Manuela dio a la niña una bolsa de ganchillo para quecomprara cerezas y tomates. Antes de salir, le colocó un pequeño mantónraído sobre los hombros y con la palma entera comprobó la vida en su meji-lla. Marchó a saltitos, aguantando el equilibrio en cada piedra. Si fallaba, vol-vía atrás: “Quien te puso Petenera / no te supo poner nombre, / que debíahaberte puesto / la perdición de los hombres”... Manuela reposó en el enre-jado de la ventana convencida de que esa letrilla era un milagro. Nada sabíade una mujer maldita y descocada, no dudaba de la providencia, aunque lesorprendía la ironía de Dios.

Pidió la vez en la frutería de La Venceja, llamada así por una bisabuela encuya casa, según se oía, caían y no remontaban los pájaros. En la cola, las muje-res sudaban y soplaban la cara de sus hijos. Sin dejar de mascar la canción, eli-gió una baldosa y se entretuvo repasándola con la esparteña. No supo quetodas las presentes apretaban a sus criaturas contra el mostrador hasta que laJuana gritó: “Ven como lo va cantando, ella la trajo, ella la trajo”.

La Venceja la llamó con la cabeza. “Cerezas y tomates”, hiló la pequeña másconcentrada en retener el escozor urgente de la orina que en recordar piezas ocuartos de quilo. La frutera le arrebató la bolsa y entró al almacén. Lucía se rela-jó con una polilla que insistía en los botes de alubias. Se preguntaba por qué nopicoteaba las peras renegridas que giraban por el suelo. La Venceja le lanzó elpequeño saco de ganchillo: “Sólo lo que tú has dao...”, esperó en silencio. Alvoltearse notó que le tiraban del vestido. Empujó fuerte hasta que alcanzó la

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puerta y corrió a casa con los ojos muy cerrados, corrió segura de que choca-ría, como la polilla, contra alguna pared invisible.

Absorta, huida entre las vetas más rubias de la mesa de la cocina, apretaba labolsa. Los poros de la lana escurrían arena y alguna que otra larva. Manuela lavolcó y golpearon contra la madera matas de camarroja, raíces agarradas aún,hogazas de barro con el ruido seco de una palada de ruina empolvando la boca.

Lucía siempre tuvo algo extraño en la mirada. Cada párpado declinaba conla tristeza de un ala extendida sin motivo; años después alguien escribiría quequizá la belleza caía agotada de su frente y había cierto tropiezo de luz disimu-lado. En esos ojos, Manuela recordó el mercado vacío, los matorrales cocidosque daban al agua un discreto sabor a lluvia, e intentó comprender por qué cul-paban a su hija del hambre.

Invitó a su vecina Elisa a tomar café. Era una mujer redonda y mayor quepasaba el día sentada en la puerta de su casa. Le encantaba enterarse de todaslas escaramuzas del pueblo, pero nunca abría la boca, las guardaba con ojosorgullosos, como quien admira su colección de mariposas muertas. A pesar detodo, sentía gran cariño por Manuela y su hija. Nada más cruzar la puerta pre-guntó por la canción. Manuela le sirvió un café:

–No sé de dónde la sacó, creo que la fue inventando mientras sanaba. Paramí que es un milagro.

–Una maldición hija, una gorda... –olió la taza con hondura.–¿De qué?–Lo de la uva no es nada, a tu hija ya le dicen La Petenera... no sé qué vais

a hacer.–No entiendo. Si sólo es un nombre, lo habrá oído por la calle.–No, eso aquí nadie lo canta –apuró la bebida, comprobó la verja de la calle

y arrastró la silla hasta Manuela– Tú no vivías aquí, pero hace 14 años vino unciego. Traía gacetillas y cuartillas con noticias de otros pueblos. Era un hombreafeitado a retales, acompañado por un perro pulgoso que tosía yeso sin parar.Lo llevaba a patadas y el pobre animal tenía ya el lomo calvo y negro. Bueno.Nos habló de una cantaora maldita a la que llamaban La Petenera. Por pueblosdel sur iba embrujando a los hombres. Tuberculosos, apuñalados, sifilíticos,locos... Aterrorizó a todos con la viñeta de un joven agonizante que aguantabasu estómago seco entre las manos. “Si viniera, guarden a los maridos, dicen queen sus ojos satanás remueve sus calderas”. Insistió : “que nadie oiga, que nadiecante”. Levantó los brazos y recitó la letra. Sacó una petaca y echó un trago que

escupió al instante ¿Sabes qué canción era?–Quien te puso Petenera no te supo poner nombre... –recitó con los párpa-

dos rígidos.

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–Chsst... Sí –interrumpió Elisa.–Pero son sólo cuentos... a algún niño se la habrá ido la boca.–Sí, cuentos. Pero prohibimos durante tres años la entrada a cualquier mujer

desconocida. Un alcalde joven, don Eusebio, que marchó hace apenas dos años,derogó al fin la prohibición. Aquí nada es sólo un cuento.

Manuela encerró a su hija en casa y le suplicó que olvidara todas las copli-llas. Pero su padre se colgó, y tuvo que salir al cementerio.

Lo encontraron al amanecer en la higuera del patio. Había cortado concobardía todas las ramas cercanas al suelo salvo una. Nadie gritó, nadie se tiróa besar los pies morados.

El día del entierro un cielo naranja se cansaba por el camposanto sin con-moverse de que echaran a un hombre a la parcela de los infieles. Lo liaron enuna sábana porque todos los ataúdes tenían crucifijo y nadie quería pudrirse lasuñas arrancándolo. Entre los terrones de tierra que rompieron contra la frentede su padre Lucía buscó con apuro alguna lágrima.

Sólo ella y su madre asistieron al entierro y marcharon antes de que se aco-modara la tierra. Detrás del polvo descansaba un joven sepulturero de ojos ver-des que la puso colorada.

Camisas, medias, faldas, hasta bragas y sostenes oscuros colgaban comocuervos de los alambres del patio. Lucía sintió un amor a destiempo por supadre. No quería oír a nadie. Dejó de cantar. Aunque a veces se sorprendía fre-gando un compás por soleares.

Pasaron dos años y Manuela desanudó su velo oscuro. La pequeña, sinembargo, lo abrochaba con más fuerza. Aún rumiaba la pala del cementeriocuando sus pechos comenzaron a pelear, y los ahogó entre sostenes negros. Alfinal, comprendió que no podía apretarse el luto hasta la sangre, entonces llorómucho, lloró por resignación lo que no pudo por dolor.

Hasta los 17 años, Lucía sólo salía al aljibe con su madre una mañana sí, otrano. Al terminar el luto, acudía al mercado para que Manuela estirara un par dehoras la asistencia a Elisa. Recibía cinco pesetas por día. A veces cuando la viejaiba a la cocina, advertía que la cojera cambiaba de pierna.

Una día de abril, Lucía cargó el canasto con las primeras fresas de la tempo-rada. Antonio el de La Piñona, antiguo compañerito de tejo y churro, la persi-guió sugiriéndole que tenía la paja limpia y bien montada en el corral. La jovensiguió sin levantar la cabeza de las fresas, pero él desesperó y empezó a estirar-le de la falda: “¿No eres esa tan mala que va con tos? Pues a mí no me matasná, mira, no me matas ná”. Otra mañana, Albertín, que tenía por entonces una

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explosión blanca de granos en la boca, rodeada de un bigotillo flojo y desigual,se quedó con su velo en la mano.

Sin embargo, excepto algunos jóvenes desprendidos, los aldeanos, encajadosen el miedo, concedieron a La Petenera el más plomizo de los silencios. En loscaminos giraban la cara y ofrecían a la condenada sus pañuelos negros, o des-cubrían algo que rascar a cinco metros de distancia. Los hombres aún se acerca-ban menos. Algún atrevido había que buscaba su mirada golpeando la vara enun peñasco, y alguno que la buscaba en los bultos de un vaso de madera.

Su ropa fue cogiendo un tono marrón claro. Prefería cargar durante másde una hora el canasto con las prendas hasta una charca antes que ver a laslavanderas espantarse como pescadillas. Apartaba las ramas enrolladas y losrenacuajos para sumergir las camisas. Como no había piedra, remangaba lafalda y frotaba contra las rodillas. El peso del cargamento mojado le impedíaregresar de un tirón: reposaba en un olivo, partía hierbabuena y la colocabaentre la ropa; miraba confundida a los gorriones e intentaba tararear algunamedusa de luz que le asomara al labio. A veces lavaba por las tardes y la lunasalía al paso. Le inquietaba la alfalfa removida por los grillos o el crujido de laprimera estrella, pero luego asimiló que ella era el miedo mismo y que nadieosaría olfatear la muerte entre su carne. Le angustiaba entonces una terriblesensación de comodidad.

El jabón dejaba en los muslos una mezcla de irritación y brillo. Los gorrionespicotearon tanto en su lengua que a veces, restregón a restregón, murmurabauna tímida melodía.

–¡Quién te puso Petenera / no te supo poner nombre, / que debía habertepuesto / la maldición de los hombres! –oyó una tarde.

Un joven sonreía al borde del camino.–¿Qué? Sólo he seguido lo que murmurabas.La niña se recogió el flequillo con la muñeca y al ver la calma en los ojos del

mozo algo tropezó en su pecho, quizás el miedo que intentaba desentumecerse.–Tú eres La Petenera.–Yo no sé ná de ésa –contestó volviendo a la ropa.–¿Y la canción?– ...–Cántamela –suplicó hipnotizado por la crueldad con que dañaba la ropa.

Echó en el cesto las telas mal emborronadas y huyó sin contestar. No repu-so la falda y se fue desdoblando en el camino. Completó todo el trayecto enuna carrera.

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Manuela la arrastró hasta el patio y preparó un barreño. Agarró el tobillode su niña y envolvió las bambollas con un trapo. Agachó los ojos esperandolas quejas. Para no dañarla repartió con flojera el agua sobre la sangre amon-tonada, sopló lentamente el negror de los dedos. No preguntó el motivo de lasheridas, hacía mucho tiempo que no molestaban a su niña, y no quiso oírlo.Sin embargo, cuando intentaba limpiar el pus de las burbujas, escuchó unamelodía como una aguja leve que surgiera en mitad del cuero. Cantaba con lagarganta y con los labios apretados, encerrando entre párpados un dulce esco-zor. Manuela pasó toda esa noche en la cocina cosiendo y descosiendo ladoblez de los visillos.

Tres días después, Lucía volvió al charco y encontró de nuevo al desconocido.

–Vine para ver si era verdad lo de la maldición de los hombres. No parecesmucho, más bien pareces una gata de esas que se quedan huérfanas, que lamadre huele algo de humano en su pellejo... A mí me dijeron algo de arrogan-cia, de collares... Lo de los ojos sí, lo de que se te desmayó abril. ¿son aquí muytristes los abriles o qué? –preguntó con seguridad mientras ella comprobaba lasastillas del mimbre.

Le salpicó agua a la cara con simpatía: “Contéstame, niña loca”. Lucía son-rió un momento y se escurrió el flequillo. El joven cayó sentado como quienrecobra la cordura y sorprende el estómago de un niño latiendo en su navaja.Intentó imitarse a sí mismo y acercó la mano con lentitud para no asustarla. Lelevantó la cara, posó el pulgar sobre su labio inferior: “anda, cántamelo”, susu-rró. Lucía recordó los ojos del sepulturero y se quebró. Lloró como nunca. Tragóborbotones de sal y sus costillas desencadenaron todos los años de silencio.

El desconocido le mordió una lágrima de la barbilla. Se desabrochó la cami-sa y la apretó contra su pómulo. Detrás de un par de mechas húmedas, los pár-pados entornaban una soledad profunda, un hambre acostumbrada a un pansin boca. El pobre gorrión rechazó la camisa. Sacó una de las sábanas de la char-ca y la escurrió sobre la cabeza del forastero, sobre la barba, el pecho. Sin mirar-lo. Él bebió la suciedad, aceptó el bautismo marrón a un mundo donde la pielapenas murmura detrás de una cortina. Se relamió y la acostó sobre el trigo.Lucía, La Petenera, La Maldición dejó que le abriera los puños. Sintió, de repen-te, calor. Fundió, y su tristeza se hizo fácilmente abatible. Abrió los ojos enton-ces, atenta al sudor, tal si viera de nuevo aquel racimo reluciente. Rasgó contrala grama las vendas de sus talones. Dolía cada sacudida como si volteara el

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alma, apretaba las manos del forastero estirada por el vértigo, por un miedoterrible a que se descolgaran todos los órganos del cuerpo.

Dejó, quién fuera, de chapotear entre la carne y Lucía suspiraba enrojecida,tocando la mejilla del desconocido, buscando la mentira en el fondo de sus ojos.

Ese día el joven transportó el cesto de ropa hasta la puerta de su casa.

*****

El aliento de la tarde ajetreaba las encinas. Debajo de un olivo un hueso deaceituna rodó dejando un rastro de sangre. El siguiente fruto supo como si des-prendiera la cáscara del cobre. Lucía tocó en la tierra teñida una textura extra-ña de sábana seca, se vio, de pronto, las manos encogidas, el pecho liso. Supadre apareció en la puerta de la habitación. Miraba hacia detrás y frotaba lospies en el cemento como si quisiera despegarse la sombra. Ella desesperó deba-jo del olivo, intentó traducir el torpe pataleo a una señal de consciencia dentrode la alucinación. Pedro tropezó hasta los pies de la cama y la destapó. Abrazó,besó sus pies desconsolado, carraspeó con violencia: al fondo de su esófagorebullía la primera costra del vino, la que ocultaba apenas una piel secreta. Paróel llanto y pudo oír un gargajeo “Quien te puso Petenera/ no te supo ponernombre/, que debía haberte puesto/ la perdición de los hombres”. Antes demorir, Lucía creyó entender lo que su padre buscaba en aquel árbol.

*****

No hubo un sólo niño del pueblo que no tocara la caja blanca de La Pete-nera. Ni un sólo vecino que no peleara por cargarla a hombros. Las chiquillasque iban delante echando amapolas abrieron las dos verjas del cementerio. Elataúd se balanceaba de un lado a otro a la deriva sobre las cabezas. Las muje-res penaban como campanas negras. Sus gemidos se amontonaron a la entra-da del camposanto. Juana, La Venceja y todas las clientas de la frutería dabanestirones, coces y codazos a gentes venidas de otras comarcas; sudaban y reso-llaban en los velos. Entre tanta saliva cocida, bulló un hedor agrio a café conleche fermentado que obligó a los hombres a ocultarse el hocico tras la manga.En casa, Manuela miraba la bolsa de ganchillo con los codos cerrados sobre lamesa de la cocina, y la vieja Elisa golpeaba la ventana sin respuesta.

El forastero, un poeta desengañado, no podía imaginarla tan sola y tanrotunda. Sus ojos se le antojaban ahora arrugados bajo la tapa. Intentaba sabo-rear en ellos el agua de la charca y le venían aquellos dedos a los labios, tem-blantes y quebradizos, aquella camisa hervida, y aquel pelo, y el pulso del

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mimbre derritiéndose en sus ojos, y sus ojos blandos ahora, y sus ojos con laterrible pielecilla que crece en las manzanas que nadie muerde. Salió del cemen-terio zarandeándose. Salió del pueblo sin esperar a nadie. Casi anocheciendo searrodillo ante una encina, apoyó la frente y grabó: “La Petenera se ha muerto,/ya la llevan a enterrar,/ no cabía por la calle/ la gente que iba detrás”. Clavó elcuchillo ensangrentado en la raíz y siguió caminando.

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Plancha de rulo parala lluvia

de

Juan F. Navarro LlinaresSeleccionado

Laura, a la temprana edad de 37 años, comprendió que todo lo que lehabían prometido no tenía valor alguno. Inventó un artilugio que comprimíala tristeza hasta hacerla casi desaparecer. No lo patentó porque no le movíaningún interés económico. Meses más tarde, cuando buscaba la respuesta aun acertijo que le formuló su abuelo cuando tenía 7 años, encontró la mane-ra de hacer que la lluvia, en su caída libre, describiera pequeñas espirales casiimperceptibles. Sólo los hombres y mujeres con el corazón roto podían verlas.Llamó a aquel inventó “plancha de rulo para lluvia”.

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Soluciones de continuidadde

Juan F. Navarro LlinaresSeleccionado

Mi sitio era una casa abandonada situada en una de las laderas de la Cita-delle de Namur, en el extrarradio. La planta baja estaba habitada por una mujerde avanzada edad que sufría un serio trastorno mental. Cantaba ópera y apo-rreaba un piano viejo de pared con los puños. No podía abrir las manos, peropodía estar golpeando el piano durante horas, normalmente de madrugada.

Yo vivía en la planta de arriba, casi siempre solo, aunque ocasionalmentecompartía mi soledad con alguna mujer sin futuro. Una noche tuve que dormircon la anciana de la planta baja, para intentar retener algún recuerdo. Me dijoque había pixelado una oca. Yo le dije que no había ninguna oca en aquella casa,y ella entornó con lascivia su boca y empezó a tocarme, mientras asentía con lacabeza y me miraba de esa forma extraña con la que sólo miran los locos. Salíde allí como pude. Olvidé cerrar la puerta y eso es todo lo que todavía recuerdo.

Después de aquello, decidí volver a Alicante, pero como no tenía dinero,comencé a buscar otra casa abandonada. Charleroi está lleno de casas abando-nadas a punto de caerse, sin calefacción y con gente perturbada en su interior.

Después de tres días, encontré una en la que había tres jóvenes. Dormíanjuntas en un colchón de metro cincuenta, en la tercera planta. Estudiaban Filo-sofía durante el día. De noche, dormía junto a ellas, en un colchón de metrotreinta que alguien dejó en los contenedores junto al río. Todo fue bastante biendurante los 7 primeros días. Mi vida se llenó de libros de Nietzsche y de cajas delatas de cerveza de color rojo.

La octava noche les conté lo de la anciana de la mansión en ruinas y mepidieron que las llevara allí. Habían oído hablar de ella y de cómo enloqueciócuando fotografió a su amante. Según contaron, lo acuchilló mientras dormíaporque sostenía que había perdido su identidad. Yo entonces les hablé de la ocapixelada y, a la mañana siguiente, desperté desnudo en la bañera. Habían tira-do el colchón por el hueco de la escalera y, en la puerta de la calle, por dentro,colocaron un papel con una chincheta que decía: “lo mejor para todos será queno vuelvas más por aquí”.

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Me fui a un bar, al bar de la estación. Mientras apuraba el último trago deuna cerveza que alguien olvidó en una mesa, decidí volver con la vieja, con elpretexto de que me enseñara a aporrear el piano.

Cuando llegué a la vieja mansión abandonada con una loca en su interior,encontré la puerta abierta y entré con la naturalidad de quien nunca ha dejadoun lugar. El salón donde la vieja aporreaba el piano estaba lleno de cajas depuros habanos y Anne, la anciana, estaba en la cama tumbada. En cada una desus manos temblorosas sostenía un habano encendido. No sé de dónde habíasalido todo aquello, pero no quise incomodarla, de modo que no le preguntépor el asunto. Cuando se percató de mi presencia, me miró con desprecio, selevantó de la cama y me dijo:

–La fotografía digital es una trampa mortal.–¿Qué quieres decir con eso? - le contesté.–Quiero decir que el mundo no es un lugar tranquilo.–¿Por qué aporreas el piano por las noches?–He olvidado la forma de tocarlo.–Tal vez podrías enseñarme a tocarlo.–Eres demasiado mayor para aprender a tocar el piano, pero eres demasia-

do joven para aporrearlo. ¿Has visto los conejos pequeños del jardín? Sonminiaturas de conejos pero todavía no saben hablar. Llevo cuatro días sin comer,los puros me dan mucho sueño, llevo muchos años sin salir de aquí. El mundono es un lugar tranquilo.

Acabó perdiendo la paciencia y se tumbó en el colchón. No llevaba bragas.Me tumbé a su lado. Anne entornó otra vez su boca y la acercó a la mía. Miboca se cerró para siempre. Anne cerró los ojos para dormir un rato.

Desperté en el salón, con una migraña que parecía un rottweiler agarrado ami cabeza. Tenía dificultades para enfocar la mirada en cualquiera de los obje-tos que poblaban la habitación. El piano, las columnas de libros, las lámparasde pie, las cajas de puros apiladas, las vitrinas polvorientas. Todo parecía estarenvuelto en una niebla densa. Busqué la puerta del aseo y, de camino, tropecévarias veces con las cajas de habanos esparcidas por el suelo de madera.

Empecé a mear y sentí la orina recorriendo lentamente mi pierna. Algo noiba bien. Recorrí la casa entera durante horas. Anne había desaparecido. Pasétodo el día buscándola. Recogí mis cosas y salí de allí.

El cuerpo de Anne apareció flotando en el río días después. Lo leí en la pren-sa local. Todo ese tiempo anduve en otra historia, pero pude reunir dinero sufi-ciente para un vuelo a Alicante, en bajo coste, sin equipaje. Me esperaba uncielo cubierto de malos recuerdos. Llevé conmigo un paraguas y tinta china. Elmundo no es un lugar tranquilo.

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Reminiscència vitalde

Ferran Avià DuartSeleccionado

Foscor. Tot, absolutament tot, és fosc. No sé on sóc. Què m’ha passat. Sesuposa que els somnis vénen acompanyats d’imatges però no hi ha res, ni aprop ni lluny, ni als laterals ni al front. Bé, la veritat es que no puc ni obrir elsulls. Què cony passa? M’hauran segrestat? Per què? Que jo sàpiga no sóc unhome amb una feina gens execrable, però tampoc no sóc multimilionari. No,tampoc no és això. Si m’hagueren segrestat sentiria les extremitats i les podriamoure. No és el cas. Estic inmòbil sense saber què fer, adormilat , drogat, anes-tesiat. No puc veure cap llum, ni un raig de sol ni tan sols la claror que desprénun llum. Estic sol i abandonat en un lloc desconegut, on realment no sé si exis-teix tal espai físic. Em trobe molt impacient, m’estic impacientant. L’ angoixavolteja lleugerament pel meu cap. El temps passa tot i que no puc veure caprellotge. L’angoixa a poc a poc deriva en frustració i m’acaba enxampant. Laconfusió inicial ha desaparegut i la desesperació m’estrangula el coll, la por haenvaït les meues cordes vocals, que han perdut el so.

“Atxim!” Obri els ulls, amb certa por i la tremolor de les parpelles. “Salut,ja l’has agafat, oi?”. Sí, això sembla- respon l’altra persona, la que suposada-ment havia esternudat. Aquelles dues persones i aquell lloc m’eren familiars. Emvaig glaçar. La sensació era extranya. Veure’m a mi mateix enfront de la llar d’in-fants de la meua filla era xocant. Allí estava jo, l’altre jo, l’alter ego, el jo pas-sat, el meu fantasma…qui fóra. Va mirar-se els pantalons, palpant-se pelscamals, tot buscant-se aquella maleïda tela. Finalment agafà el mocador de labutxaca amb parsimònia, i va desdoblegar-lo mentre se l’emportava al nas. Quèfas tu per ací, que no ha pogut vindre Maria?- exclamà Isabel, una dona d’allòmés insuportable i feixuga. “No, mira. Coses del treball”.

Aquella rèplica meua alçà la vista buscant la menuda a l’eixida d’aquella ata-peïda llar d’infants, on algunes mares escridassaven els xicons més desobedientsi d’altres petonejaven els seus fills. Va avançar cap a la porta d’eixida mirant tots

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els petits que corrien a passes curtes. Aquell autèntic xivarri l’angoixava il’absència de la petita el desesperava. De sobte va aparèixer la nena sol·licitada.Clàudia! Ací, sóc ací!- cridava el pare ja més relaxat. El somrís delatava la felici-tat de la nena pel descobriment del pare. La petita, amb certa gràcia, caminavad’un mode apresurat, però sense arribar a córrer.

–Hola, guapa, em fas un petó?–Sí, pare. Mira què duc, mira quina pilota he guanyat a classe!– això a què és deu?–Doncs a un concurs que hem fet a classe, pare. Sortejaven la pilota i l’he

guanyada. –Mira que n’ets d’afortunada, filla! Apa, anem a casa que és tard i vol ploure.Agafà la filla de la mà, es van allunyar de la mainada i la resta dels pares i

van enfilar el cantó d’aquell carrer. L’adult introdueix l’única mà que té lliure al’interior del seu anorak i en treu un paquet de cigars. Sosté la caixetilla amb lamà i extrau un cigarret ajudant-se amb els dits índex i cor. Solta de la mà la fillai aprofita per a agafar l’encenedor, iniciar aquell cigarret i embafar-se de fum.

–El vici etern! Tu i la nicotina, Guillem. Tu i la nicotina!El pare i la filla s’esglaiaren i es van girar. Varen veure aquell home petit que

coixejava de la cama esquerra. S’hi va acostar i saludà efusivament al seu vell amic.–Octavi, osti quina sorpresa! Què és de ta vida?–Mira, anem fent. Ara anava a l’oficina, ja he dinat i ara toca obrir. I tu què?–He eixit del treball per buscar la menuda. La coneixies, no?Octavi s’acosta un poc més a la petita, s’ajup i la mira directament als ulls

admirant-la. Acarona amb tendressa la cabellera de la nena i torna a dirigir-seal pare: “És clavada a sa mare, els mateixos ulls, oi?”.

La conversa travada entre els adults conflueix cap un diàleg més fluït iintens. El pas del temps de l’última trobada d’ençà ha obert la curiositat deldos homes per saber l’un de l’altre, de les seus vides inhòspites. Clàudia deci-deix traure la pilota de la motxilla per jugar i desfer-se de l’avorriment. El pareriu tot pegant un colp a l’espatlla de l’amic coix. La nena dóna els primers botsa la pilota sortejada hui. Octavi compta els dits de la seua mà dreta per indicarels anys que han passat des que es van veure per última vegada. La menudas’impacienta i tira del braç al pare per cridar l’atenció, però no hi ha cap res-posta. La conversa sembla infinita i cap acció podrà trencar-la. La pilota botadamunt del peu dret de la nena i ix disparada per la força que duu. La nena estroba a les esquenes del seu progenitor i xino-xano es dirigeix cap a l’esfèric,que a poc a poc agafa més velocitat. El pare comença a acabar amb la conver-sa que fa temps han iniciat amb ganes. La nena corre perque la pilota roda mésràpid. El pare s’acomiada amb una abraçada sincera, mentre Octavi respon

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amb un cop suau i amistós al clatell: “Que vaja bé, Guillem”. La xiqueta es des-plaça cap al pas de vianants, i gairebé ja té la pilota. El pare es gira, tot bus-cant a la seua filla, no la troba, a prop d’ell no està. La filla comença a creuarel pas de vianants, amb l’obsessió de recuperar el seu obsequi d’aquest matí.Un Volkswagen verd caqui canvia de carril, ja que un cotxe en doble fila no lideixa una altra opció. El conductor del Volkswagen se’n recorda de tots elsfamiliars de l’home o la dona que s’ha deixat el cotxe mal aparcat, i a l’unísonprem amb força l’accelerador. La petita ja ha recollit la pilota i torna a ser feliç.El pare ja ha vist a la seua filla i l’horror l’escanya. Clàudia! Clàudia! El conduc-tor del Volkswagen intenta frenar per a no endur-se aquella nena, però no éssuficient. Clàudia ix disparada un metre per davant del vehicle, desplaçadaamb contundència fora del pas de vianants. El pare corre amb les mans al cap,no pot traure els ulls d’aquell cos menut, estés a la via inmòbil i acompanyatpel soroll sord d’aquella maleïda pilota.

No! Per què? Això va passar fa tres anys, ja ho he viscut, per què ho he detornar a veure. Tenia quatre anyets, era massa petita, no corresponia a tot allòque hom imagina alguna vegada en la seua vida, allò que tot pare pensa ensilenci. Mai no hauria d’haver mort la meua filla abans que jo, aquell accidentva trencar el cicle de la vida. Primer moren els pares, després els fills. No estavapas preparat per això, ningú no ho hauria estat. No podia plorar, de cap de lesmaneres, ni tan sols en silenci. Les llàgrimes no ixen, encara que ho desitge ambtotes les meues forces i tota l’empenta del món. De mi no ix res. Jure que hau-ria donat la meua vida per la d’aquella menuda que tant estimava. Vull donar-me cops contra la paret o qualsevol cosa que hi puga servir. Tirar-me dels pèlsfins a deixar-me el cap nuu. Utilitzar tota la ràbia que puc acumular en els meuspunys contra el meu cap, autolesionar-me una i altra vegada, tan sols colpejar,sense pensar en res més; desfer-me de mi, i de pas acabar amb aquelles aflic-cions visuals. No puc, la situació no m’ho permet. Potser ja estic pagant peraquell error comés. Qui sap si no estic mort i això forma part de l’infern, o d’unaespècie de preludi a l’horror que m’espera, l’avantsala al paradís de Satanàs. Elmeu destí pels errors acumulats al llarg de la meua vida.

“No fotis, Octavi!” Allà estava, novament, la còpia de la meua persona,asseguda junt a la barra d’un local. Es tractava d’un bar petit amb escassail·luminació, acollidor, com acostuma a ser tot bar d’escassos metres quadrats.L’aparador de la barra mostrava l’absència d’aliments. El contingut de reposte-

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ria és decebedor: dos croissants poc apetitosos en una safata de plàstic. En unaaltra safata, un entrepà de pernil dolç té més bon aspecte que la reposteria. Elsclients no saben que Marcela, la propietària i cambrera del bar, una immigrantxilena, empastifa tots els seus entrepans amb oli d’oliva dos cops al dia. Elsdeutes l’escanyen i no li importa si ha d’oferir els àpats del dilluns com si forenels d’avui. Tanmateix, la clientela mai no se n’ha queixat. Ara, tan sols hi ha doshomes de mitjana edat enraonant i rient en una de les tres taules que confor-men el bar. “Ets molt informal, Octavi, no és la primera vegada que m’ho fas”Discutia pel mòbil, assegut en un tamboret i recolzat a la barra. La porta delbar s’obrí i aparegué una jove mullada, petites gotes d’aigua li lliscaven pel ros-tre. Fora plovia a bots i barrals i el xip-xap de les gotes d’aigua que queiensobre els vidres del local així ho verificava. La xica va saludar Marcela, li demanàun tallat i s’assegué al costat d’aquell home que gesticulava tant mentre par-lava pel mòbil. “Sí, sí, tu i les teues disculpes. Apa, adéu” Guillem penjà elmòbil visiblement malhumorat i el deixà junt a la cervesa que tenia. “Impresen-table” mussità mentre agafava la cervesa, feia un glop i veia la jove que aca-bava d’arribar. A ella li va fer gràcia l’expressió d’ aquell jove i somrigué.Guillem estava veritablement empitat. Ell va mirar el rellotge de la paret d’en-front, es posà les mans al cap i exclamà: “A la merda el partit!” Marcela donàel tallat que li havia demanat la jove i se’n tornà a la caixa, on estava repassantels diners guanyats, i aprofità per a apujar el volum de la ràdio, ja que pràcti-cament no s’oïa. La xica que s’estava prenent el cafè, en escoltar el gemec dequi tenia al costat s’hi va adreçar:

–Hi arribes tard? –Com?–Al partit, no et queixaves del partit?–Ah! Sí, sí…Bé, de fet ja no hi arribe…–Quina llàstima…Era important?–La veritat és que no, però per a mi tots ho són d’importants.–Homes…El futbol és la vostra religió.–Més que una religió jo diria que és un sentiment, o fins i tot una manera

pràctica d’evadir-nos dels problemes i les preocupacions…–Dit així, sona bé. Aleshores estem parlant d’un fenòmen filosòfic?Els dos per primera vegada van creuar les mirades i rigueren. Els hi feia grà-

cia aquella conversa filosofo-esportiva tan absurda. Tratactaren espontània-ment diversos i molts variats temes: l’amistat, els cotxes, el cinema made inHollywood… No van ser massa minuts xerrant, però foren intensos i agrada-bles, segons reflexava la cara d’ambdós. Ella mirà el rellotge i ràpidament s’a-cabà el cafè que li quedava al pòsit de la tassa. “Faig tard, xerrant se m’ha anat

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l’hora” Deposità dos euros junt al cafè i s’acomiadà del jove desconegut quepatia tant pel futbol:“Adéu-siau, molt de gust”. Guillem va respondre amb unsomrís i clavà els seus ulls en els últims centilítres de cervesa d’aquell got quetenia davant. Escoltà com s’obri i es tancà la porta d’aquell bar i es queda pen-satiu. Deixà dos euros a la barra, amb la cervesa encara per acabar, i agafà lajaqueta que estava al tamboret de la dreta. S’aixeca i ix corrent del bar. Fora hiés ella, a punt de desplegar el seu paraigua per no mullar-se. Guillem, negui-tós s’apropa a ella i li pregunta:

–Disculpa, com et dius?

Quins records! L’inici d’una de les etapes més precioses que he viscut mai.Aquell dia no succeí res. Ella em va donar el seu número, però no ens trucaremmai. Era molt tímid, i si no arriba a ser per la casualitat de trobar-nos en aquellbar una setmana després no m’hauria enamorat d’aquella jove que acabariasent la meua dona, Maria, i la mare de la meua filla. Les circumstàcies de la vida,els erros comesos per part dels dos, un matrimoni prematur… Eren moltes lesexcuses que hi posava a la desfeta d’aquest matrimoni que vàrem formar. Noen sabia les causes, però sí les conseqüències. Després de la tràgica mort de lameua filla un torrent d’emocions negatives modificà els nostres caràcters, lanostra personalitat, tot. Ho canvià tot aquell accident. El amor, les carícies, elspetons, la passió, les converses, el tracte… La connexió que s’establí en aquellbar de mala mort amb ella minvà, fins que a poc a poc va desaparèixer. L’acci-dent ens furtà la nostra relació especial, de parella a parella. Feia dos mesos icinc dies que ens havíem separat, i la meua vida no tenia sentit d’ençà. L’alco-hol fins ara era el meu refugi, el meu nou company. Havia començat a perdreel control de ma vida. Tanmateix, el més greu de tot això era que sempre hohavia pensat però mai no s’ho havia dit: enyorava Maria.

“Guillem, pendràs mal!” L’avi Francesc es trobava arropenjat en el troncd’un roure, gaudint d’aquell matí amb el seu nét. El cel era clar, no hi ha haviacap núvol, i el silenci només era trencat pel seu nét, que amb la sonoritat de lesvambes al trepitjar la gespa empipava l’avi Francesc, que volia fer una becainaanticipada. El petit Guillem empaitava una sargantana a corre-cuita per un petitpujol. “Guillem,vine ací, pardal”. El nen desestimà continuar darrere la sargan-tana i es va dirigir fins a aquell roure on era l’avi. Guillem estava preocupat, elseu rostre així ho deia:

–Escolta, iaio Cesc, què et passa quan mors?

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–I això a què ve? Doncs mira, no ho sé, però tampoc no tinc ganes de saber-ho. Ara, a la meua edat, sóc més feliç que mai. Sempre he tingut preocupacionsmés greus que la mort.

–I què ocorre quan alguna persona que estimes mor?–Guillem, no has de pensar en aquestes coses, ets massa petit…En tot cas

et diré que has de deixar la mort o la pèrdua a un costat, no oblidar-te d’aixòperò al mateix temps fer un camí paral·lel. Estima el que estàs vivint i no el quepots perdre. Gaudeix de les persones que encara viuen i són importants. Fes-mecas, a la meua edat un ha viscut en les seus pròpies carns moltes experiències,de bones i dolentes. De tot tipus.

“Guillem Domènech i Estellés, té trenta-cinc anys…” I ara què? On sóc? Ésde nit; la lluna em dóna la benvinguda. Puc sentir les mans, les tinc, al igual queles altres extremitats i tot el meu cos! Sent unes molèsties a l’esquena i al mus-cle, i tinc cert regust de sang a la boca, potser ho imagine. Estic tombat, enmigdel carrer sobre una llitera. La llum de la lluna no és l’única del moment, el llumd’una ambulància em confon, però la disposició volcada del meu cotxe és unindici que m’indica què ha passat. “Hola, senyor Domènech, està d’enhorabo-na, pot donar les gràcies per ser viu. S’ha saltat un semàfor…Mire com ha que-dat el seu vehicle…”

No em fan falta més consells, jo tinc ben clar el que he de fer: “Si us plau,em pot donar un mòbil?” L’infermer dubta per un moment, però finalment trauun mòbil de la butxaca i m’ho acosta. Agafe el telèfon i teclege la combinacióexacta de números que sempre duc al cap però mai no arribe a prémer. Una veutendra em rep a l’altre costat de la línia telefònica. No es moment de dubtar:“Maria, disculpa per trucar-te a aquestes hores… Podem parlar?”

El alma de los lápicesde

Sergio Buitrago AlbarránSeleccionado

A Pablo Guillén Chaparro, por su inestimable apoyo.Ahora sé que los mejores cuentos

nunca aparecen en los libros.

En medio del puente, mi alma se deshizo del letargo que embriaga a la delos seres corrientes. Volví a renacer. Él, continuaba latiendo, cada vez más fuer-te, como queriendo escaparse de la frágil cárcel en la que un niño de diez añoslo envolvía. La brisa de marzo alborotaba mi pelo con sus suaves dedos, al igualque entonces, cuando corríamos campo a través mientras los rayos del sol sedeslizaban suavemente por nuestra piel. Íbamos al encuentro de la naturaleza ysu amparo, como quien busca los brazos de una madre, perseguíamos su risa,su dulce melodía. Nos dejábamos querer.

Ella nos abrazaba, a la espera de que nuestros juegos dibujasen sonrisas enaquellos rostros inocentes, deseosos de ser iluminados por el alborozo. Mecíanuestras sombras en las aguas cristalinas de un río. Sabía que el juego formaparte de la naturaleza de los niños. Un niño que no juega, muestra a los cuatrovientos que no ha alcanzado su bienestar. Da igual que griten o se empujen, entodos los animales, siempre aparecen señales que indican que todo lo que ocu-rre es sólo un juego. En el caso de los humanos, esas señales son las sonrisas.Ahora sé que ella las buscaba con impaciencia.

En aquella ocasión se quedó esperando. Mientras me alejaba, veía a los otrosniños, bulliciosos y embriagados de emoción. De repente, un muchacho de aspec-to famélico, algunos años menor que yo, apareció ante mí como un pirata de losmares del sur que blandía torpemente su espada buscando intimidarme. Cuando ya

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estábamos muy cerca apunté y abrí fuego. Su sangre me salpicó la cara, mis manosy mi ropa. Asustado, cerré los ojos y salí corriendo hasta donde mis fuerzas me per-mitieron llegar. Caí redondo al suelo y cuando los pude abrir yacía empapado ensangre y vómitos. Ella continuaba observándome. Cuando regresé a donde estabanel resto de soldados, el hombre de los ojos enrojecidos me saludó orgulloso.

Aquella noche, en el silencio de la cochambrosa estancia del cuartel, en laque dormíamos hacinados casi un centenar de niños como yo, comenzaron mispesadillas y desvelos. Tenía miedo. En el vacío de aquella enorme oscuridad, mesentía más cerca de la muerte. Se hacía latente la fragilidad con la que los sereshumanos nos enfrentamos a ella. Me atormentaban además, las crueles viven-cias que se aferraban a mi alma. Fue aquella noche cuando escuché por prime-ra vez un llanto ahogado, cercano y casi imperceptible, que noche tras noche,no cesaba hasta el amanecer y en nada me ayudaba a conciliar el sueño.

Era frecuente que al comienzo de algunas noches, aquel hombre de ojosenrojecidos por la furia, la cocaína y la pólvora, nuestro capitán, irrumpiera enla estancia. Dos noches después de que escuchara por primera vez aquel llantoahogado, apareció de madrugada. Una vez más se tambaleaba de lado a lado.Completamente borracho era incapaz de mantener el equilibrio y daba unasvoces que rara vez eran comprensibles. Se dirigió hacia el fondo de la sala, endonde yo me encontraba. Al pasar por la cama de al lado a la mía, vio a aquelniño envuelto en lágrimas ahogadas y lanzó un grito de espanto, con el quedespertó a los demás sobresaltadamente. Se digirió a él con un tono de voz muybajo y con macabra dulzura le dijo:

–¿Qué te ocurre pequeñín? ¿Tienes miedo? –Le golpeó repentinamente, gri-tando enfurecido: ¡Esto no es un soldado! –Ahora, con un tono de voz muchomás bajo pero lleno de sorna, volvió a la carga: ¡ah!, ya sé lo que te pasa. Tie-nes miedo, ¿verdad?

En ese momento, el muchacho se encogió de dolor y miró atemorizado alcapitán. Éste se le acercó aún más, le propinó otro golpe que ésta vez teñiría sucara de malva y comenzó a reír. Siempre reía a carcajadas a la vez que algunalágrima se escapaba muy sutilmente de aquellos ojos enrojecidos. Algunasveces podría haber jurado que iba a arrancar a llorar como un niño, pero siem-pre me sorprendía con una escandalosa risa.

Por el día era otra persona. Serio, con tono de voz uniforme, como si norecordase nada de lo que ocurría en aquellas noches, nos adiestraba para el

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combate. Incluso se podría decir que dirigía nuestro ejército de forma casimagistral. Le encantaba lo que hacía y parecía disfrutar con ello. Ahora, enmedio de la penumbra, se dirigió a todos gritando:

–¡Ya no sois niños!, ¡para haceros hombres tenéis que borrar la niñez deuna asquerosa vez! En el mundo no estamos para llorar, sino para combatir –ymurmurando añadió– Pero tranquilos, ya estoy yo aquí para enseñaros que lavida es un infierno.

Entonces volvió a callarse, esta vez su silencio duró más tiempo. Reparó enmí y con voz pausada, de forma que todo el mundo pudiera escucharlo, me dijo:

–Tú que sí eres un buen soldado. Si no te deja dormir, acaba con él. Tienesmi permiso. De nuevo rió a carcajadas mientras se marchaba tambaleándose deun lado a otro de la sala. El niño de las lágrimas ahogadas se orinó encima.

La siguiente noche aguanté nuevamente su llanto ahogado, pero a la siguien-te ya no pude más. Esperé a que todos durmieran y en el momento preciso, sien-do lo más sigiloso que pude, bajé de mi cama. De manera fría y calculadora, medirigí hacia aquel muchacho que de nada conocía, dispuesto a callarlo de unavez por todas. No me escuchó llegar. Al verlo, encogido y envuelto nuevamenteen lloros, una extraña sensación se apoderó de mí. Me acerqué cuidadosamen-te. Él, nada más notar mi presencia en la oscuridad, se asustó tanto, que estuvoa punto de soltar un grito que yo llegué a evitar, tapando su boca con una demis manos. Él se mostraba dócil y no oponía ninguna resistencia. Me miró. Son-reí. Le sequé las lágrimas con la mano que me quedaba libre y volví a mi cama.

No volví a escucharle llorar. En la madrugada siguiente fue él quien se acer-có a mí. Tembloroso, me dejó un libro al lado de mi cama y se marchó. Yo nosalía de mi asombro a la vez que lo ojeaba. No sabía aún leer del todo bien, perome fui adentrando poco a poco en aquellas historias que emanaban del parti-cular botín de guerra de aquel extraño soldado y que quiso compartir conmigo.Me alejaban del infierno en el que habitaba por las madrugadas. A la siguientenoche volvió a visitarme. Pude escuchar su voz temblorosa a la vez que me ofre-cía un nuevo libro:

–Toma. Éste es el último que tomé prestado.–¿Que robaste, quieres decir?, respondí yo. vi su rostro apesadumbrado. No

contestó nada. Justo cuando se disponía a volver a su cama, le pregunté:–¿Por qué haces esto?–Para ayudarte a que te entretengas.Sin darme tiempo a responder sacó un lápiz y me preguntó él a mí:–¿Sabes dibujar?

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Rápidamente, sin darme tiempo a reaccionar, tomó el libro de la noche ante-rior, buscó una página en blanco y comenzó a dibujar.

No volví a tener pesadillas durante las siguientes noches. Recuerdo que cadamadrugada, cuando empezaban mis desvelos él venía a mi cama, se sentaba ami lado, buscaba un hueco en blanco en cualquiera de los muchos libros queme hizo llegar y se ponía a dibujar. El amanecer nos descubría inmersos en fas-cinantes aventuras que contábamos entre susurros como si las hubiésemos vivi-do y que ocupaban mi cabeza desterrando a los fantasmas que solían morar enella. Una noche, con una voz solemne y vestida de latente emoción me dijo:

–Te voy a contar mi secreto: ¡los lápices tienen alma!–¡Como van a tener alma, si no tienen ni siquiera vida! Respondí, algo

molesto por escuchar semejante tontería.–¡Que sí! ¡que sí que es verdad!Buscó nuevamente un hueco en blanco en uno de aquellos libros, me ten-

dió el lápiz y me dijo.–Te enseñaré el secreto. Prueba a no pensar en nada y ponte a dibujar. Verás

como dibuja lo que él quiere.–¡No digas tonterías!Tomó el lápiz y se puso nuevamente a dibujar. No lo hacía nada mal. Ésta

vez se dibujó abrazando a su madre y me dijo visiblemente nervioso.–¡Fíjate! Esto lo ha hecho él, ¡lo ha hecho el lápiz! ¡prueba tú! ¡prueba! Te

diré una cosa más. ¿Sabes que existe el paraíso?, prueba a dibujarlo con unlápiz y su alma te dirá como puedes alcanzarlo. Toma ¡Te regalo el lápiz! Y sindarme tiempo a responder volvió a su cama.

Al rato, únicamente por hacer caso a sus casi súplicas, tomé el lápiz y bus-qué un papel en blanco en uno de aquellos libros. Sin pensar en nada más, mepuse a dibujar. Me ruborizó el ver lo que había dibujado: dos niños sonriendo ala luz de la luna, rodeados de libros y lápices. Rápidamente me guardé el lápizy me entregué al último sueño de la noche. Aunque fue algo más perezoso queotras veces, no tardó en llegar.

A la siguiente mañana, mientras me perdía en los recuerdos más recientes,cesó súbitamente el estruendo provocado por el traqueteo de los tablones demadera, mal ajustados, del viejo camión que nos llevaba al frente un día más.

El vehículo se detuvo ante un pequeño puente. El capitán hizo descender delcamión al niño de los llantos ahogados y le ordenó que lo atravesara él prime-ro, para comprobar que no estaba minado. Me ruboricé, cuando de forma ines-perada, sentí como se me encogía el corazón. Casi llegué a gritarle que no lohiciera, pero volví a ser tan cobarde como el día en el que me arrancaron de micasa y sólo acerté a esconderme debajo de la cama. Todos observamos expec-tantes y en silencio como se adentraba aquel niño, temblando, entre el posiblecampo de minas. El capitán parecía disfrutar con una especie de mueca quepodría confundirse con una sonrisa. Mis ojos se llenaron de bruma. Salí corrien-do y me abracé a él. En aquel momento, en medio del puente, la brisa de marzose llevó aquello que fui. Mi alma despertó. Aturdidos por todos los sentimien-tos que de repente empezaron a nacer, y sin soltarnos, con pasos cuidadosos,avanzamos juntos hacía el otro extremo del puente. Lo logramos alcanzar apesar del creciente temblor de nuestras piernas.

Desde el otro lado del puente, el vehículo reanudó la marcha. Al llegar anosotros se detuvo de nuevo y descendió de él, el hombre de los ojos enrojeci-dos. Nos miró embelesado mientas comenzó a reírse a carcajadas y una lágrimaasomó tímidamente por uno de sus ojos. Un sudor frío me recorrió la piel, elcorazón continuaba queriendo deshacerse de su frágil envoltorio. Estábamossólo los tres al borde de un camino de tierra. Nos ordenó que le siguiéramos ynos alejamos unos metros. Miré al niño de los llantos ahogados. Otra vez habíavuelto a llorar. Ambos teníamos el miedo asomando por nuestras pupilas. Elcapitán me dio un revolver, sacó el suyo, me apuntó a la sien, y agarrándomecon fuerza me dijo:

–Mata ahora mismo a tu amiguito o te mato yo a ti.Los ojos se me llenaron de lágrimas, un sudor frío me recorrió toda la espal-

da. Volví a escuchar su llanto y al capitán que se dirigió a él esta vez:–Si te vas corriendo te dejo libre y lo mato a él. ¡huye!. Podrás volver a tu

casa y saldrás de aquí –casi suplicando le repitió: ¡Vete!, ¡vete!Nadie se movió de aquel lugar. Escuché como el hombre de los ojos enroje-

cidos cargó su revolver mientras me dijo:–¡Venga mátalo! o te vuelo la tapa de los sesos.Encontré oculto en uno de mis bolsillos el lápiz que me regaló el niño de los

llantos ahogados. Lo apreté con fuerza. Me aferré a él. En aquel momento loentendí todo. Los lápices tienen alma. Un alma tan sigilosa y respetuosa quedeja asomar a la nuestra. El paraíso existe, e incluso en los lugares más hostileses posible alcanzarlo, aunque sólo sea por algunos momentos. Yo lo dibujé en

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una de aquellas noches en las que, ahora lo sé, vivía en él. A través del alma delos lápices podemos ver todo aquello que nos acerca y aleja del paraíso. Unalma que naufraga entre sentimientos viles, siempre se alejará del paraíso ynunca despertará de su letargo.

No pude. El revolver se deslizó suavemente entre mis manos y cayó al suelo,entonces el capitán giró el suyo y apuntó al niño de los llantos ahogados. Escu-ché un estruendo. Él se desplomó y cayó al suelo. Corrí a por él y lo cogí en misbrazos mientras aquella vez fui yo el que, por primera vez, lloró a lágrima viva.Aún respiraba, me sonrío. Otro impacto más de bala. Su corazón ya no latía.Reinaba un silencio abrumador. Le besé la frente y me abracé nuevamente a él.El hombre de los ojos enrojecidos lloró. Se secó furioso las lágrimas y con vozentrecortada me ordenó:

–¡Vuélvete al camión!, ¡no tenemos todo el día!Pobre desgraciado. Nunca alcanzará el paraíso.

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El Señor Diputadode

Jesús Cano Martínez (Nino Rippi)Seleccionado

El grupo de políticos y políticas de la oposición se encontraba de asuetojunto al chiringuito; distendidos, locuaces, sonrientes. Digo políticos y políticas,citando los dos géneros (innecesarios según la más pura norma gramatical delespañol), porque hasta las filas opositoras había llegado la costumbre progreproveniente de la filas de enfrente de decir eso de ciudadanos y ciudadanas,españoles y españolas, y así por el estilo. Por qué no –pensaban–, si se sueledecir por cortesía aquello tan clásico de señoras y señores… Con lo que no tra-gan es con lo de miembros y miembras, que dijo aquella diputada por Cádiz,profesora de lengua castellana como era. No se sabe si por ser la ex del otroraadversario político influyente, por manifestarse como radical feminista, o por-que no entendieron la chirigota (y eso que se encuentran en la patria chica deesta broma, cuchufleta o chanza con que se burla uno alegremente de algo ode alguien, sin desprecio ni intención ofensiva).

Allí en el chiringuito, con el martini en una mano y en la otra el móvil –pása-lo– matan su tedio, rematan el tiempo muerto, con el ejercicio de su más diver-tido pasatiempo: meterse con el gobierno. No de la manera formal que utilizandurante el periodo de sesiones, como es su obligación sagrada, sino informal ygraciosamente; que se note que están de vacaciones cuando otros (tantos, cadavez más) están de paro forzoso. Al Señor Diputado, en mangas de camisa, conlas mismas remangadas y sin corbata, acodado en la barra bajo el entoldado,mientras admira los cuerpos gráciles, bronceados y brillantes de dos jovencitasen top less jugando al balón de agua donde la arena es besada por las suavesondas marinas, se le oye decir:

–Momentos antes de salir de Madrid, decía yo al Presidente: “Ésa que uste-des siguen es una política de aventuras; y ciegos están si no ven que con ellaestá el país al borde de un abismo… El país no quiere utopías: el país quierehechos prácticos; el país quiere reformas tangibles y beneficiosas; el país quie-re economías positivas; y ustedes, para corresponder a sus justos anhelos, le danla dictadura en la hacienda, el caos en la política y el desconcierto en todo”.

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Del uno y otro lado del inalámbrico se oían los bravos de su interlocutor ointerlocutora y de los que les siguen aquí, de sus mismas ideas políticas, que escomo una corte que le sigue a todos lados, como una claque para aplaudir yjalear al líder. Así, con este sencillo ejercicio, y a sabiendas de que estaba sien-do grabado por varias cámaras de televisión afines, que pasaban por la playacasualmente, se ejercita Su Excelencia en los meses de estío, por no perder lacostumbre de opositar, para paliar su hastío. No se puede decir que sea un tiem-po de asueto; no enteramente, por lo tanto.

–Porque, señores (y señoras): los hombres que hemos adquirido la experien-cia del gobierno con amargos desengaños, debemos al país toda la verdad,todo el esfuerzo de nuestro patriotismo acrisolado. Por eso, si en el Parlamen-to, como toda Europa ha visto, fui implacable con los hombres de la situación,lo fui mucho más, lo estoy siendo todos los días, en el terreno de mis persona-les relaciones con todos ellos ¿O no?

Posteriormente, cuando al finalizar el largo y cálido verano, se le hiciera allíder opositor esa obligada entrevista pos-vacacional por esas mismas televisio-nes afines que pasaban por allí casualmente, le preguntarán:

–Y díganos Su Excelencia, ¿qué libro ha leído usted durante estas merecidí-simas vacaciones?

Y el líder contestará:–Yo, que siempre admiré a D. José María de Pereda, he releído dos libritos

que les aconsejo a ustedes muy fervientemente: Escenas montañesas, y Tipostrashumantes, donde el querido escritor nos deleita con sus cuadros costum-bristas y cuentos deliciosos.

Y a cierta joven y sagaz periodista, a la que su periódico la ha enviado ahacer méritos siguiendo al personaje, no se le escapa que el discursito de SuExcelencia, aparecido en todos los telediarios aquel día del pasado agosto,mientras en el azul cielo de fondo revoloteaban unas gaviotas coreando la des-preocupada conversación con sus graznidos de gloria, ¡estaba copiado!, comaa coma hasta el punto final, de cierto personaje trashumante del librito quePereda escribiera, nada menos que en 1877; según recordaba ella de sus ejer-cicios de escuela, para ridiculizar el énfasis y la vanagloria. “¡Parece que fueayer!” –dice para sí, con un leve suspiro de resignación y una pícara sonrisa decomplicidad.

Y es que a nuestra actual Excelencia, le cuadra tan bien Su Excelencia deci-monónica, que hasta en arremangadas mangas de camisa parece que lleve levi-ta y bimba; sus rasgos añejos, su aire de hombre antiguo con chaleco y chapinesno le ayuda a su pretendida y forzada modernidad. Nada ha cambiado bajo elsol agosteño. Hasta las gaviotas parecen las mismas. ¿O no?

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El círculode

Antonio Marco SabaterSeleccionado

No puedo aguantar más, no soporto ni un día más viviendo así.Lo he intentado con terapia, pastillas, incluso ingenuo de mí, llegué a creer

en la religión con tal de apartar ese pensamiento de mi cabeza. Ustedes se pue-den reír, incluso decir “qué loco” pero ojalá ustedes nunca lleguen a usar uncilicio, no por fé, sino para olvidar un rostro.

La tenían que haber conocido, viva me refiero, era la chica más atractivaque había visto jamás. Era guapa, simpática y dulce, en definitiva, tenía todolo que yo buscaba en una mujer. La conocí un par de años atrás cuando ellase trasladó al edificio donde vivía. Desde ese momento sólo pensé en estarcon ella, en abrazarla, quererla, darle mi vida. Así que, empecé a forzar situa-ciones para coincidir con ella en el rellano (pasaba horas delante de la miri-lla), me apunté a su gimnasio e incluso pedí una excedencia en el trabajopara poder pasar más tiempo en casa. ¿Y saben qué conseguí? Nada. Paso-tismo, indiferencia y en los últimos días incluso llegó a evitarme. Pero todoesto se acabó…

Iba a ser mía, o mejor dicho, no iba a ser de nadie. Lo tenía todo pensa-do, era jueves, ella fue a hacer la compra de la semana, así que, me duché,me afeité, me puse guapo y me dirigí a la mirilla. A las 18:07 el ascensor sedetuvo y salió ella totalmente cargada de bolsas. En ese momento abrí lapuerta, fingiendo que esperaba visita, y me dispuse a ayudarla. Ella evidente-mente aceptó –¿ahora sí me aceptas, verdad zorra?– pensaba yo. Cogí cua-tro bolsas y esperé tras ella a que abriese la puerta de su casa. Entramos, olíatanto a ella que un escalofrío recorrió mi cuerpo e hice verdaderos esfuerzospara no desfallecer. Dejé las bolsas y justo cuando se volvió para darme lasgracias, la agarré del cuello con mis fuertes manos y apreté, apreté tanto queme hice daño. Me gustó notar cómo iba perdiendo la vida, cómo poco apoco, sus fuerzas disminuían y su respiración se acababa, mientras me mira-ba con esa expresión que mezclaba terror y asfixia. Nunca, en toda mi vida,me había sentido tan poderoso.

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Al minuto murió, la dejé caer al suelo y me quedé mirándola mientras mefumaba un cigarro. La verdad es que no era tan guapa, la verdad es que muer-ta era bastante normal.

Apuré las últimas caladas del cigarro y salí de allí. Entré en mi casa, cogí elteléfono y llamé a la oficina para anunciar que, al día siguiente, me reincorpo-raba de nuevo.

Reinventar la realidadde

Ana Martín Tomás-BioscaSeleccionada

Selma corría descalza por la nieve. Sus pies empezaban ya a acusar los efec-tos que esta nueva huída invernal traía consigo.

Si tuviera zapatos, se los habría puesto.Corría porque no aguantaba más. Corría porque, en lo más profundo de su

ser, su alma de niña quería creer que si corría mucho en dirección opuesta a lafuente de su sufrimiento, podría darse la vuelta un minuto más tarde y descu-brir la realidad cambiada a su favor.

Quería creer que su casa era una señora disfrazada de casa pobre, que laspocas tablas de madera podrida que aún la mantenían en pie eran, en realidad,la ajada falda del disfraz. Quería creer que las tejas astilladas del tejado eran laslentejuelas del vestido y que el musgo, el moho, la hiedra y las telarañas infini-tas eran los adornos de su pelo.

Quería… pero no podía.La pobreza (y esto no lo quería creer, sino que lo consideraba una verdad abso-

luta) era un plato más en el gran menú de la vida y a Selma se lo habían servido sinque ella lo pidiera. De pequeña, cuando los pocos años de experiencia aún le per-mitían abstraerse de la realidad e incluso reinventarla por completo, creía que la malasuerte que había tenido era culpa de un camarero loco que había hecho mal elreparto, y estaba decidida a arreglar cuentas con él en cuanto fuera un poco mayor.

Pero pasaron los años… Cada año igual que el anterior, como si jugaran aimitarse, como si el tiempo fuera una eterna rueda estropeada que se divertíagirando siempre en la misma dirección; y Selma se dio cuenta de que no existíatal camarero, de que ese plato había estado allí mucho antes de que ella vinie-ra al mundo y de que sus abuelos ya habían probado los amargos tragos queéste proporcionaba. Así pues, tan sólo les quedaba la ilusión de endulzarlo unpoco, algunos días, con una tableta de chocolate alrededor de la vieja chime-nea, o con el calor de una manta hecha de retales.

“No le pidas a la vida más de lo que te da, porque puede que te quite todolo que tienes”, decía su abuelo.

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Un trueno la sacó del ensimismamiento y la devolvió tiritando a la pura rea-lidad. La lluvia torrencial se llevó consigo los últimos vestigios de su alma deniña, esos que un momento atrás le habían permitido deleitarse por última vezcon la tóxica dulzura de unos sueños inalcanzables. Volvió la vista atrás, haciala casa, sabiendo que los sueños no se cumplen en esa parte del mundo, mos-trando en el gesto quizá un brote de rebeldía, al no negarse del todo a creer enellos. Pero la imagen distorsionada que le devolvió la cortina de lluvia era lamisma de siempre.

Casi desnuda, sobre la nieve, pero bajo la lluvia, alcanzó a ver un destello deluz en la linde del bosque. Se acercó un poco y la luz de un relámpago iluminóuna forma cúbica hecha de troncos de madera perfectamente entrecruzados unoscon otros, de forma que casi no había espacio entre ellos. Selma pensó que si lasparedes de su casa fueran así, no pasarían tanto frío en invierno y vio en ese mon-tículo de madera la justificación perfecta a su repentina huída. “He ido a buscarleña”, se imaginó a sí misma decir ante la mirada acusatoria de su madre.

Caminó hacía allí, comenzando a tensar los músculos, preparándose pararecibir el peso de esa leña tan oportuna que se presentaba en forma de cubo.Sin embargo, cuando se arrodilló ante la madera, haciendo caso omiso de lascuchilladas que el hielo le clavaba sin piedad, se dio cuenta de que el destellode luz que había creído imaginar anteriormente provenía del interior de eseobjeto de forma cúbica. Así, de rodillas, la parte más alta quedaba a la mismaaltura que su cabeza, de modo que tuvo que ponerse en pie para poder aso-marse a lo que resultó ser un agujero perfectamente cilíndrico, donde, conseguridad, había habido otro tronco de madera anteriormente. Acercó la cara ala madera hasta quedar totalmente sumergida en la oscuridad. Una oscuridadinsondable que olía a humedad y a desamparo.

Selma se quedó ahí, temblando de frío y de miseria al mismo tiempo, con lacara pegada al agujero, agarrándose como un animal a la pared de madera parano resbalarse y caer, quién sabe si en la nieve o en el infinito agujero que, segu-ro, llegaba hasta las mismísimas entrañas de la tierra.

Entonces, una luz tembló en lo más hondo del cubo.Primero, fue tan sólo una pequeña chispa, un débil parpadeo. Un intento de

luz que se apagaba y se encendía, se apagaba y se encendía, se apagaba… y sevolvía a encender.

Una ola de calor recorrió el entumecido cuerpo de Selma, que sintió cómoel frío, que hasta hace un momento formaba parte incluso del tuétano de sushuesos, se transformaba en una cálida brisa de verano que derretía la escarchaque rodeaba el cubo de madera, haciendo más difícil la tarea de no resbalarsede una vez por todas.

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Selma sólo tenía ojos para aquella esfera de luz dorada que había consegui-do darle más calor que el que nunca le había dado una tarde entera envueltaen su manta de retales junto a la chimenea.

De pronto, todo volvió a quedar oscuro y el frío volvió con más fuerza quenunca. Selma hundió aún más la cabeza en el agujero y palpó desesperadamen-te la madera en busca de la esfera. La encontró en lo más hondo del agujero.Con sumo cuidado la rodeó con sus manos y la sacó del agujero. Había dejadode llover y un tímido rayo de sol atravesó la esfera. Instintivamente, la abrazó,protegiéndola del sol, como si temiera que un exceso de luz pudiera hacer queestallara en mil pedazos. La esfera se iluminó al contacto del cuerpo de Selma,que entró de nuevo en calor y quedó atónita al ver que la nieve que rodeabasus pies se estaba derritiendo. Tuvo que volver corriendo a la casa para no hun-dirse en los charcos que la esfera iba dejando en cada sitio que pisaba.

Cuando por fin llegó a la casa, subió corriendo la escalera de mano que lle-vaba a su cama y buscó entré la paja y las mantas raídas por las polillas unhueco seguro donde dejar la esfera. Desprendía tanto calor que Selma teníamiedo de que la paja se prendiera fuego y la casa explotara en un destello deluz que parecía de otro mundo. Pero comprobó que la esfera sólo se encendíaal contacto de su cuerpo, de modo que la enterró bajo un poco de paja y cubrióel bulto con la manta más gruesa que tenía.

Los primeros días no le encontró más utilidad que la de calentarse con ellahasta el sofoco, pero tenía la convicción de que ése no era su único atributo.Por eso, si la mantuvo en secreto no fue por egoísmo, sino por la firme creen-cia de que si la mostraba a los demás, no le sería revelado el misterio esféricoque latía en su interior.

Y así fue. En la noche del décimo día, Selma abrazó la esfera como de cos-tumbre y ocurrió que, en vez sentir calor, se sintió caer por el agujero sin fondodel cubo de madera que días atrás había encontrado en la linde del bosque. Alcabo de unos segundos de caída, aterrizó en un sueño en el que la luz doradade la esfera, esa luz que provenía de otro mundo, iluminó toda su casa. Losrescoldos de la chimenea se alzaron en un resplandor ígneo que ardía eterna-mente, los agujeros del techo se cerraron y la col que su madre removía lenta-mente en la vieja olla de barro se transformó, como por arte de magia, en unmagnífico pavo real.

Desde ese día se sumió en un estado de profundo sonambulismo, en el quecontestaba con monosílabos a todo el que le preguntaba algo y descuidabatodas sus tareas para pasar más tiempo dentro de ese sueño, en el que la luzde la esfera se llevaba toda la miseria de su mundo y la remplazaba con lujoscada vez más inimaginables y fantásticos.

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Con el paso de los días, lo que al principio fue un juego pueril, una sim-ple evasión momentánea de la realidad, se fue convirtiendo en una necesidadineludible, en una droga impía de la que cuanto más se intentaba alejar, másnecesidad tenía de ella. Llegó tan lejos en su delirio que ya no dormía por lanoche y vivía durante el día, sino que dormía sin dormir por el día y vivíadurante la noche.

Un día, no obstante, la esfera le concedió una tregua y Selma, al no estarcegada por el deseo irrefrenable de volver a caer en ese sueño magnífico, creyóadivinar una mirada de comprensión en los ojos vidriosos de su abuelo. Mástarde, ese mismo día, cuando volvió a casa de buscar leña y subió corriendo asu cama, no encontró la esfera. La buscó sin éxito por toda la casa y acabóderrumbándose abatida en el viejo sillón en frente del de su abuelo.

Al borde de las lágrimas alcanzó a ver un destello de complicidad en aquelrostro centenario que, un segundo más tarde, desaparecía en una muda explo-sión de luz dorada, dejando tan sólo un papelito arrugado, en el sillón del queno se había levantado en años, como única prueba de su existencia en estemundo. Alucinada, Selma recogió esta reliquia amarillenta y se enjugó las lágri-mas para poder leer las últimas palabras de su abuelo que, siempre desde susillón de terciopelo rojo, le había enseñado todo lo que sabía:

“No le pidas a la vida más de lo que te da, porque puede que te quite todolo que tienes”.

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Amores protoanarquistasen tazas de café

de

Pablo Poveda SánchezSeleccionado

Croquetas. En la nevera sólo había croquetas, y un tarro de mayonesa queolía a vinagre. El sol calentaba sin mesura la bancada de la cocina-dormitorioque formaba mi apartamento de estudiante. Un primer piso enlatado.

Apestaba a destilería y había vuelto a dormir con un polo azul que pedía elcambio. Tenía hambre, tanta hambre que hubiese sido capaz de masticar lasmigajas del sofá, pero no. En la mesilla quedaban unas monedas de la nocheanterior, suficientes para pagar al mejor postor.

Bajé a la calle en busca de algún comercio que estuviera abierto. Los domin-gos nadie trabaja y sólo puedes acudir a los ultramarinos o a los locutorios.

Encontré una tienda, minúscula, a dos paralelas de casa, poco más ampliaque mi piso, y con más mierda.

En la puerta, un cartel de “Vino 24 horas” y un chino con delantal con carade pocos amigos, de pocos pocos.

(Hola, no me mires así que tengo unas monedas y vengo a comprar, no a robar)Abrí la puerta.-Clin-clanc-Clin-clancY sonaron las campanillas del techo.El asiático me clavaba la mirada mientras caminaba por su tienda. Me perdí

por los pasillos embriagado con nombres como “tofu”, “udon”, sopa de tigre,o una bolsa de coles que al olerlas provocaba arcadas. Y seguía alucinando conel dueño ahí, impasible, hasta que vi algo entre los estantes. Aparté unas bol-sas y me quedé boquiabierto, casi como Indiana Jones con el arca perdida. Unamorena de ojos azules con el pelo como Amelie, walkman en una cintura de arode cebolla y una camiseta a rayas rota que mostraba sus pequeños pechos,vamos, un dulce de pastelería. Nunca la había visto por el barrio y en otras cir-cunstancias no me hubiera fijado, pero la estética punk y las medias azules quellevaba, pusieron en marcha mi fábrica genital de testosterona. Me ponía enfer-mo aquel rollo francés protoanárquico, y lo sigue haciendo, claro.

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Filetes crudos, pan “Bimbo” y la seguí por detrás de la sección de limpiezahasta que llegó a la caja registradora. De sus auriculares salían los gritos de JoeStrummer y a mí me temblaba el pulso y lo que no era el pulso. Antes de abrirla boca ya imaginaba a los dos, a ella besándome, con su mano ahí abajo, can-tándome al oído. Pues no, demasiado tarde. Despierto y se va.

Intenté sacarle sin éxito información al dueño con barriga de Buda, cuan-do observé que la chica de medias se había dejado un ticket. Bastaron segun-dos para transformarme en el voyeur del bloque que le roba las bragas a lasvecinas. Lamentable, pero saqué algo en claro, y no era la cara del dueño alverme reaccionar.

–Umm –y leo.–Compresas, dentífrico, papel higiénico, ¿¿Aceite vaginal??, pan integral y

unas chocolatinas. ¡Bingo!Suena la campana. La compra del estudiante.

Volví saltando como un idiota, pisando charcos, como en “Cantando bajo lalluvia”, pero esta vez sin lluvia, y apestando a granja.

Al subir a casa rayé el ascensor con la llave y dibujé un corazón. Abrí la puer-ta, me pegué una paja, y me olvidé de todo.

Los días siguientes despertaba a las ocho y me sentaba junto a la ventana abeber café y a fumar tabaco, algo habitual. Adoraba mirar a la gente que pasabacon sus vidas rutinarias y sus trabajos estúpidos. A veces les insultaba y me escon-día para luego reírme. Otras saludaba y también me reía. Hasta que pasó ella.

–Guau, qué fuerte –y me entra un cosquilleo.Mi recreo se convirtió en mi trabajo. Dejé las clases para dedicarme a

fondo en saber más de esa chica, fumando y bebiendo. Esperando a que vol-viera a ocurrir.

Lunes, miércoles y domingos. Tomaba notas a las horas que aparecía por la calle. Si aquí o allá. Con quién quedaba. Amigo o amante. Qué bebía en el café de la esquina. Vino de mañana, cerveza de tarde. Color favorito. Negro sobre morado. Y debajo qué, que si tanga o cuello vuelto. A veces me preguntaba si conocía a los Jam.

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El tiempo pasaba y yo ahí sentado. Las agujas corrían y la luz iba y venía. Yllamaba mamá –Que sí que estoy bien, que he engordado, que me cuidomamá, no, no iré a comer el sábado. Y tocaban el timbre –Lo siento Carlota,tengo que estudiar, no seas pesada. Y yo en mi ventana, trago ¡glup!, cigarro¡buff! Modisco al sandwich ¡ñam! Eructo que repite a cebolla.

Un miércoles, el timbre sonó, pero desde días, hacía oídos sordos a quiénquisiera un segundo de mi tiempo. Escuché pisadas con gravilla que se acerca-ban hasta mi piso, y me acojoné un poco. Cuando giré la cabeza, alguien habíapasado un sobre por debajo de la puerta.

La carta llevaba un matasellos a pintura de una escuela de arte. Me habíanconcedido una beca que pedí y me citaron para hacer el papeleo. En siete díasestaría cogiendo un tren hacia Barcelona, o no.

Y al mismo tiempo, la chica protoanarquista, la obsesión de mis obsesiones, mi amorplatónico, desapareció como una flatulencia. Aguanté hasta el último domingo de lasemana, pero ya no había amigos ni amantes, ni vinos de mañana, ni tangas y cuellosvueltos. Asumí la derrota y que posiblemente jamás la volvería a ver, que todas mis notashabían sido relaciones inconexas y que qué más daba si me iba a vivir a otra ciudad.

Han pasado cuatro días desde entonces. Ahora espero un tren que llega enminutos, aquí, en una estación cochambrosa que huele a carbón y humedad,con una mochila roja que uso desde la EGB. Baño una galleta con saliva paraque me dure más mientras dibujo al guardia de seguridad, que con ese bigote,podría ser el chef de un restaurante italiano.

¡Fuuu! ¡Fuuu! –Ahí llega mi tren. Mi futuro.La gente sale y yo entro. Maletas y personas que abrazan a sus familiares

como si hubieran venido de subir el Himalaya, que a lo mejor sí. El vagón está casi vacío, así que cojo este sitio, que está solo, y pongo mi

mochila en el asiento de al lado, quiero dormir, no quiero hablar con nadie. Miropor el cristal, y baja más gente, y no puede ser.

Es ella, la chica de aspecto francés ha vuelto, está ahí, a metros de mi ven-tana, con sus pechos pequeños y sus medias de color, con su carita de parezcoinocente y en realidad soy una víbora.

Y pam pam, se agita mi corazón, y sube hasta la garganta. Y siento que elestómago se me cae al suelo como si hubiera desayunado un yunque y no unas

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galletas. El culo se me derrite como queso Cheddar. Digo mierda, digo fuck ydigo todos los sinónimos que me sé. Me bajo, esta vez tengo que bajar, le diréhola qué tal llevo semanas observándote, no, o mejor hola qué tal, y punto.Pero sigo tras la ventana imaginando escenas de cine francés en blanco y negro,y mi tren sale, y qué coño hago, no lo sé.

Uno, dos, tres, respiro hondo. Allá voy, Barcelona tendrá que esperar. Elvagón se ha llenado y el revisor viene a por los billetes. Ella sigue ahí, teclean-do un mensaje en el teléfono –¿Será su amante?¿Y si me equivoco?–. Rápidoque esto se mueve.

Y entonces corro hasta la puerta, pulso todos los botones, clac, clic, cloc,pero no se abre. Forcejeo con violencia, maldigo al maquinista y a su madre.

¡Ábrete sésamo!Las ruedas giran. Paren el tren que yo me bajo. Pero nadie para nada. Y grito, grito más, ¡Pum, pum! Golpeo el cristal, y una patada, otra –¡Que

alguien abra la puerta, por Dios! ¡Tengo que bajarme! - y nadie me oye, nadieme mira. Y toma puñetazo al cristal, joder qué daño me he hecho.

La velocidad aumenta y una mujer me dice que me tranquilice pero le digodéjame en paz y hago como que lloro aunque en realidad no puedo, pero megustaría. Me restriego por el cristal como una babosa, como José Luis LópezVázquez en la cabina, y la chica de medias cada vez está más lejos, y más, y lapierdo de vista... Y ella ni siquiera mira.

Vuelvo a mi asiento cabizbajo, dolido, angustiado, como si saliera del hospi-tal tras ver a ese amigo que está casi vivo, casi muerto. Cojo mi mochila y la reti-ro del asiento, la pongo entre mis brazos y me acurruco en posición fetal. Ohmy fuckin' god, me pongo a The Cure en el iPod para lamentarme más.

Observo el paisaje y sólo veo casas de campo y pinos, muchos pinos.La azafata ofrece auriculares con su sonrisa forzada.Qué duro lo tuyo, qué triste lo mío, pienso.Escribiré un día sobre ti, querida.

Minutos después, mientras lamo mis heridas como un gatito siamés, alguiense sienta a mi lado.

–Hola... –susurra una dulce voz.Y un clavo me atraviesa el cráneo.

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Qué cara más angelical. Y qué cuerpo de dieta, de tirar la comida por elretrete para mantenerlo.

–No estés triste. Entiendo como te sientes. Mi novio me ha dejado antes desubir al tren.

Abro los ojos, levanto la cabeza y lo que no es la cabeza. –¿Tú también vas a Barcelona? –pregunta.Y se me pone dura. Saco papel y boli. Esto se pone interesante.

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El guardián del artede

José Robledano GarcíaSeleccionado

Jacinto no había sido educado, especialmente en el cumplimiento de las bue-nas maneras. Había visto tomar cuando era necesario y arrebatar cuando aun loera más. Tenía el sentimiento de que todo era de los demás, que él no poseíanada, al mismo tiempo que notaba su derecho para hacerse con lo que quisiera.

Era más joven de lo que aparentaba y tenía la tez tostada por el sol. Estacaracterística lo hacía notorio en todo lugar. Ante su presencia, frecuentemen-te se producían miradas condenatorias aunque acertadas.

Pasaba una “temporada de rey”, como a él le gustaba llamar, cuando podíadisfrutar de las rentas del último trabajo, sin necesidad de meterse en más líos.En el barrio era respetado y conocido. Los vecinos le daban los buenos díascuando se cruzaban con sus pies polvorientos. Tenía por costumbre recorrer elmercadillo a últimas horas, cuando los puestos sólo dejan los deshechos de lajornada, y las basuras de toda índole empiezan a mezclarse agitadas por el vien-to de la tarde.

Así transcurrían los días y llegaban las noches. Las putas que se agolpabanen las inmediaciones lo conocían, y pocas le fiaban. Algún que otro pescozón,o un desastre rápido era lo más que podía aspirar. Terminaba siempre en el barde Ramón tomando las tres copas del día; ni una más, ni una menos. Sentía esepinchazo del alcohol que quita la verguenza pero no llega a embriagar. Unsusto, un shock, cualquier repentino evento lo ponía de alerta y le permitía des-pertar todos los sentidos agudizados.

Aquella noche se juntó con unos chavales de bachillerato. Atraído por unade las chicas que les acompañaba. Era rubia y de ojos oscuros, el color negro desus cejas hacía pensar en aquello que ocultaba. Jacinto se sentía especialmenteinteresado por certificar aquel misterio.

Tras la típica aproximación del cigarrillo, sólo podía competir por mantenerel protagonismo, soltando el discurso antisistema y anti todo. Ese que comien-za pegando una patada al mobiliario urbano más próximo y tras soltar un taco,llevar las manos a la cara como arrepentido de que la sociedad, el sistema, te

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haya creado así para castigas a ese mueble tan de todos y comunitario. Luegobastaba con agitar los brazos y dar algún puñetazo a cualquier farola o postede señal, transmitiendo el dolor de aquel gesto a sus interesados espectadores.

Todo iba según lo previsto, ajustado al guión cotidiano, pero de repenteaparecieron por una esquina un par de policías. No era la primera vez que Jacin-to se veía en esta tesitura. Sabía que con un poco de tontería la parejita segui-ría su camino..., dejando al incorregible díscolo en calma temporal. Y así habríasido, de no ser porque aquella rubia escupió provocativamente delante de losuniformados. Jacinto no podía permitir que su pretendida fuera más temerariaque él, de inmediato golpeó una papelera hasta descomponerla y verter todoslos restos por la calle. No habían pasado más de cinco segundos, cuandocomenzó a golpear a puntapiés uno de los bancos, consiguiendo soltar una delas piezas metálicas. ¿Qué le pasó por la cabeza?, lanzó aquella pieza contra laestatua ecuestre del Generalísimo, con tanta puntería y tan poca fortuna, quedel golpe la partió en dos por el pecho.

En el furgón, de camino a la comisaría, sólo mantenía la cabeza entre lasmanos. A veces se tapaba los ojos y los descubría como despertando de un malsueño. La condena fue ejemplar; aprendería a apreciar el valor de las piezasartísticas y de mobiliario urbano. Para ello realizaría un curso en uno de los talle-res de formación del Ayuntamiento.

Lo peor de todo esto, no fue el horario matinal que lo obligaba a madru-gar más de lo acostumbrado, ni el tener que asistir so pena de multa por aban-dono. Sino, que aquel programa experimental estaba consiguiendo suobjetivo. Jacinto, acudía entusiasmado y lleno de ideas plasmaba en su tareadiaria. Restauró la estatua ecuestre de manera impoluta. Para finalizar el curso,se organizó una exposición de trabajos de los alumnos, con el objetivo de queel resto de la ciudadanía pudiera observar la evolución de aquellos muchachosy el efecto recuperador.

Jacinto estaba más entusiasmado, no por la presentación pública, sino por-que había descubierto una faceta oculta hasta entonces. Para él era una gransatisfacción ver el reconocimiento de su obra artística. Ahora era capaz de valo-rar todos los aspectos artísticos de los elementos que encontraba en las facha-das de las casas, por las calles que había transitado innumerables veces. Saciabasu sed de arte hartándose de ver figuraciones en el museo, y no sólo de su ciu-dad sino también de las vecinas. De cada obra extraía lo esencial y destacaba loque mejor armonizaban con su proyecto.

Fueron jornadas de duro trabajo y mucha ilusión. Su frenesí artístico pare-cía imparable, se sentía como un caballo desbocado, liberado en el campo,nacido para correr, en un prado verde donde las altas montañas vigilaban su

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trote. No veía límites a su creatividad, solicitó la presentación de dos proyectosen lugar de uno, y le fue concedido ese privilegio por su demostrada capaci-dad. Seguramente llegarían más ocasiones de demostrar su visión artística peroahora era la primera, el peldaño de una escalera que le llevaría directo haciauna puerta dorada iluminada.

Sus proyectos se desdoblaron en elementos, crecían en contenido y técnica.Se aproximaba la fecha decisiva y todo parecía ir justo a tiempo. La noche ante-rior dio los últimos retoques a sus obras, las realzó, las culminó integrándolasen el espacio de la exposición. Colocó cada una en un lugar estratégico para lapuesta en escena. Era el gran día.

Llegó descansado, duchado tras la eterna noche anterior, recuperado yfresco. Satisfecho de su trabajo, orgulloso de la labor, admirado y señalado,deseado y solicitado, comentado y redactado, furtivo y altivo, altanero ygrandilocuente, nuevo y reciente. Ya no era como antes, sentía el principiode una nueva vida que ya había comenzado. Era como subir a un tren enmarcha. Se había redimido de la sociedad.

En medio de todo el estruendo, quedó desconcertado al ver a cinco enca-puchados de negro con mazas, arremeter contra todas las creaciones de la sala.El publico parecía jadear con los golpes destructores, vibraba con los chasqui-dos de los añicos en el suelo. Gritaba al tiempo que crujían las creaciones. Lasala se había convertido en un mar de escombros. Una caja de risas, llena decarcajadas y rostros satisfechos.

Jacinto, por un momento, no pudo contener las lagrimas. Se agachó pararecoger algún irreconocible pedazo de su creación. Era el final de su inspiración,le habían arrebatado su nueva vida. Qué podía sentir a parte del odio justifica-do hacía aquel acto y las personas que desde el anonimato del verdugo le habí-an ejecutado. Ya no existía el artista, el estético, el diseñador, … ahora soloquedaba el hombre, la siniestra venganza.

¿Qué burla era esta del destino?Una de las mazas, abandonada en un de rincón, instrumento maldito de

aquel acto, se ofrecía seductora a sus más oscuros pensamientos. No dudó caeren la tentación y zarandearla sobre uno de los enmascarados destructores. Perocuando el golpe fatídico estaba apunto de ser descargado sobre su víctima, sin-tió que la maza se detenía antes de donde a él le hubiera gustado. Habían blo-queado el golpe y rápidamente hicieron lo propio con su persona.

Amarrado a una silla contemplaba obligado la entrega de méritos y agrade-cimientos a los participantes en el “plan de liberación de estrés”. Aquellos mis-teriosos verdugos del arte, no eran más que afortunados, otro taller delAyuntamiento destinado a reducir el nivel acumulado de estrés, la terapia final

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era desahogarse con aquellas creaciones. Soportando las palabras de encomioy agradecimiento a su taller de arte, por facilitar sus proyectos para este fin.

Ese fue su último recuerdo negativo. Durante el breve juicio, revivió a dis-gusto aquellos momentos incontrolados asestando golpes y esparciendo sangreen la sala. Ahora se mezclaban los recuerdos con la rebosante paz de su celda.Cada golpe de cincel le traía el recuerdo de aquella ocasión. Pero ahora es dife-rente, su trabajo está a salvo, encerrado, aislado de toda la barbarie e incom-prensión que deambulaba por el exterior de su vida.

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Cuervosde

Hugo Rodrigo ZapataSeleccionado

Era un día húmedo, el ambiente estaba cargado y el cielo encapotado indi-caba que caería una fuerte tormenta. Uno de esos días que el aire sopla tanfuerte que produce extraños ruidos allí por donde pasa. En esos momentos elmejor lugar donde estar es resguardado en casa del frío y la lluvia. A la peque-ña Carmen le gustaba jugar en el jardín hasta que llegaba su padre pero conese tiempo era mejor quedarse en la habitación. Tumbada en el suelo y escu-chando el viento golpear contra la ventana, el repiqueteo de la rama del árbolcontra el cristal. Allí tirada pintaba en unos viejos folios que le traía todos losdías su hermana desde el instituto, por un lado documentos o exámenes, por elotro, sus maravillosas creaciones.

Desde hacía unos días siempre dibujaba los mismo, grandes pájaros negrosrevoloteando a su alrededor, cuando su hermana le preguntaba ella señalaba laventana. Alicia, su hermana, no sabía que significaba aquello, imaginaba quehabía visto a lo lejos algún pájaro y de ahí los dibujos. Lo que no podía imagi-nar era que todas las tardes mientras ella estaba en clase y Carmen dibujaba enel suelo, un gran cuervo se posaba en la ventana y permanecía inmóvil vigilan-do y observando a la pequeña niña.

Aquella tarde no fue una excepción y a pesar del viento y el frío el gran cuer-vo negro se posó en el alféizar de la ventana. Carmen se quedó mirándolo ycomenzó a dibujarlo mientras sonreía. El animal permanecía quieto como unaestatua como si estuviera posando para la pequeña niña.

El sonido de la puerta de la entrada cerrándose fue una señal, como si elpistoletazo de salida se tratase, el ave se alejó volando contra el viento hastadesaparecer en la distancia. A los pocos segundos Alicia entraba por la puer-ta de la habitación.

–Hola enana. ¿Qué tal? Te he traído más papel y unos colores nuevos –sesentó en el suelo y comenzó a mirar los dibujos de su hermana–. ¿Otra vez dibu-jando pájaros? Que manía te ha entrado, a ver si un día dibujas otra cosa –dijosonriendo y haciéndole gracias a la pequeña.

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Carmen no alzó la vista del papel y continuó dibujando incluso cuando suhermana salió de la habitación. Alicia bajo las escaleras con pesadez, sabía loque se iba a encontrar en el salón. Su madre, efectivamente, se encontraba enel sofá durmiendo la borrachera que había cogido al beberse una botella ente-ra de vodka. Con cuidado la niña recogió la botella y apagó la televisión, luegose dirigió a la cocina para preparar la cena y que estuviera lista antes de que lle-gara su padre. Esa era su rutina diaria, por la mañana tenía que levantarse antesque nadie para preparar los desayunos de todos y arreglarse para el instituto, ala hora de comer mientras su madre veía la televisión y se emborrachaba ensoledad se encargaba de su hermana, de la comida y de las tareas de casa, entreellas ir a comprar al supermercado, el cual se encontraba a más de media horade la casa en bici, pues esta se encontraba aislada en una urbanización medioabandonada debido a la especulación inmobiliaria. Tanto trabajo acababa pro-vocando que en muchas ocasiones no tuviera tiempo ni para comer. En todoslos sentidos Alicia se había convertido en el ama de casa mientras su madre seaislaba y desaparecía en la espiral del alcohol.

Tras preparar la cena y la mesa Alicia tenía que despertar a su madre y conseguirque estuviera medianamente despierta para la llegada de su padre. Esto no siempreera fácil, los gritos y golpes eran terriblemente comunes. Pero Alicia conseguía loque quería, a la llegada de su padre todos estaban en la mesa listos para cenar.

El padre era una persona agria, de gran tamaño y corpulento, curtido por sutrabajo desde hacía muchos años en una fábrica donde se encargaba de maqui-naria pesada. Tenía unas manos rugosas y ásperas, como su carácter. Durantela cena sólo hablaba él. Vomitaba insultos sobre sus compañeros y jefes, conta-ba chascarrillos sobre los vecinos, siempre demostrando que el resto estabanpor debajo de él. Era una manera de demostrar, engañándose así mismo, quesu vida era mejor. Esa noche la cena transcurrió como siempre y mientras Aliciarecogía la mesa su padre se giró hacia la pequeña Carmen que se encontrabacabizbaja y absorta a mucha distancia de allí.

–¿Y tú qué? ¿Has decidido hablar de una vez? –la niña no levantó la miradade la mesa–. Te estoy hablando. ¡Maldita sea! ¿Te crees mejor que yo? ¿Crees quepuedes ignorarme y estar ahí callada sin ni siquiera mirarme? –Alicia escuchó laconversación y rápidamente fue al salón antes que se desatase la tormenta.

–Antonio, ¿quieres algo de postre? –preguntó Alicia.–Estoy hablando con tu hermana –el tono era severo, el enfado iba en

aumento–, si es que se puede decir hablar ya que esta maldita bastarda no suel-ta ni una palabra.

–Está nerviosa, no le hagas caso. ¿No quieres una cerveza? –intentaba dis-traer su atención, que se olvidase de Carmen.

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–¡Te he dicho que te calles! –el grito vino acompañado de un fuerte golpeque lanzó a Alicia contra el suelo. Mientras su padre se levantaba amenazado-ramente Carmen echó a correr escaleras arriba para ocultarse en su cuarto. Supadre al ver que huía se giró para seguirla pero desde el suelo una mano le aga-rró del pantalón impidiendo que fuera tras ella.

–Así que esas tenemos. No eres más que otra zorra, y si eso es lo que ereste trataré como tal –con una violencia extrema Antonio cogió de los pelos a Ali-cia y comenzó a arrastrarla escaleras arriba hasta llegar a su habitación. Lamadre desde la mesa observaba la escena y sin inmutarse se levantó para cogeruna botella e intentar olvidar su vida y su existencia.

Carmen se encontraba escondida bajo la cama, sollozaba en silencio y seagarraba a uno de sus dibujos. Desde allí podía oír los gritos ahogados de suhermana y los gemidos de su padre. Fue entonces cuando el cuervo volvió a laventana, pero ya no permanecía quieto sino que se movía inquieto de un ladoa otro y así permaneció hasta que los ruidos cesaron y la puerta de la habita-ción se abrió, era Alicia. En ese justo momento el cuervo echó a volar.

Alicia se acercó a la cama y se sentó en el suelo, a los pocos segundos suhermana pequeña apareció y la abrazó con fuerza.

–No te preocupes, ya pasó todo. No dejaré que te hagan daño nunca. No quería decirte nada todavía, pero he estado recogiendo dinero poco a poco yen unos meses nos podremos ir de esta maldita casa. En verano tendré bastan-te como para irnos lo bastante lejos. Tienes que ser fuerte hasta entonces. ¿Melo prometes? ¿Podrás aguantar? –la pequeña asintió con la cabeza sin dejar deabrazar con fuerza a su hermana.

Los meses pasaron lentamente en una rutina terrible donde la violencia psico-lógica, física y sexual era la tónica habitual. Poco a poco en sus visitas al supermer-cado Alicia iba consiguiendo más y más dinero. Junto a los pequeños trabajos delos fines de semana le daban los ingresos necesarios, sólo era cuestión de tiempo.

Con la llegada del buen tiempo Carmen siempre se encontraba en el jardín,solía sentarse debajo de un frondoso árbol que proporcionaba una fresca som-bra. Allí dibujaba sin parar, su gran pasión, aunque ahora no sólo se dibujaba aella sino que incluía también a su hermana. El punto en común de todos losdibujos siempre era lo mismo, los cuervos. Pero ya no dibujaba uno sólo sinoque según había avanzado el tiempo el número había crecido.

El viernes cuando llegó Alicia sobre el tejado había diez cuervos observando.Ya no echaron a volar con la llegada de la hermana mayor sino que permane-cieron inmóviles mirando fijamente a las dos niñas.

–Hola enana. Tengo una buena noticia para ti. Mañana la señora Gómez mepagará el mes y nos podremos ir. He conseguido un tranquilizante que dejará

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dormidos a papá y mamá de manera que no puedan seguirnos. Cuando des-pierten estaremos bien lejos –Alicia le revolvió el pelo con la mano y marchó apreparar la cena. Por primera vez en mucho tiempo la pequeña Carmen sonriómientras su hermana se alejaba.

Esa noche Antonio llegó especialmente violento y los gritos en la habitaciónfueron más fuertes de lo normal, como si en el fondo supiera que aquella erala última noche en la que podría abusar de su hija. Una vez todo había termi-nado Alicia no fue a la habitación de su hermana. La pequeña completamenteasustada se acerco al cuarto de su hermana mayor. Alicia se encontraba tumba-da en la cama inconsciente, su cuerpo reflejaba la extrema violencia que habíasufrido. Carmen cogió la manta que había caído al suelo y la tapó con cuidado.En su mirada no había dolor, ni tristeza, sólo ira. En la ventana dos cuervosobservaban inmóviles, permanecieron atentos toda la noche, vigilando.

A la mañana siguiente y a pesar del dolor Alicia se marchó a casa de la seño-ra Gómez para así poder cobrar. Ese dinero era vital para poder fugarse de casay nada iba a impedir que ella y su hermana se alejaran de aquella casa. Sólohabría que poner los somníferos en la cena y tendrían toda la noche para mar-charse sin problemas.

Alicia llegó con el tiempo justo para preparar la comida y dar la buena noti-cia a Carmen que seguía en el jardín dibujando.

–Esta noche nos vamos –dijo sonriente a pesar del dolor.Los fines de semana eran días duros pues su padre pasaba todo el día en casa

lo que solía enfadarle ya que era evidente que la relación con su mujer era nulay llena de discusiones y violencia. La tensión durante la comida era máxima.

–Esta tarde te enseñaré algo práctico para tu vida –le dijo Antonio a Aliciaseñalándole con un tenedor grasiento–. El coche pierde aceite y necesita unarevisión así que por la tarde te enseñaré a arreglarlo.

–Como quiera padre –respondió sumisa Alicia, sólo tenían que aguantarhasta la noche y no era el momento de hacer enfadar a su padre.

–Si tu madre me hubiera dado un varón las cosas hubieran sido muy dis-tintas, pero no, me dio dos mujeres inútiles como ella –la madre lo miró y lofulminó con la mirada pero no dijo nada pues aún le dolía la mandíbula de laúltima paliza.

Por la tarde tras la comida todos se encontraban en el jardín menos la madreque se introdujo en la bañera con una botella en la mano. En el jardín Carmense encontraba bajo el árbol dibujando, mientras observaba como su hermanaestaba en el garaje junto a su padre. Éste se había metido debajo del coche bus-cando la fuga de aceite, tan sólo medio cuerpo asomaba y con gritos le pedíaa Alicia distintas herramientas. Carmen dibujo un coche y unos pies saliendo de

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debajo, encima del coche comenzó a dibujar puntos y puntos negros. Un graz-nido llamó la atención de su hermana mayor, se giró y sobre el árbol pudo verseis cuervos observando.

–Papá, hay cuervos sobre el árbol y parece que nos estén mirand…–¡No digas tonterías y pásame una llave inglesa del seis!Carmen miró con rabia a su padre mientras gritaba a su hermana y conti-

nuó dibujando puntos negros. Sobre el tejado de la casa aparecieron otras tan-tas aves negras, todas se movían nerviosas de un lado para otro.

Alicia estiró el brazo para darle a su padre la llave inglesa, la cogió sacandosólo el brazo de debajo del coche y la introdujo de nuevo bajo el vehículo.

–¡¿Pero qué mierdas es esto?!–¿Qué ocurre papá?El padre comenzó a salir claramente enfadado, la cara roja por la rabia y el

alcohol. La camisa manchada de grasa y suciedad. Carmen lo observaba y cadavez dibujaba los puntos negros con más fuerza, casi rompiendo el papel. Loscuervos empezaron a invadir todo el jardín, sobre la verja, en las ventanas, enla puerta, sobre el garaje. Pero Antonio estaba tan ido que no se daba cuenta.

–¡¿Crees que esto es una llave del seis maldita estúpida?! –las palabras erandesmedidas al igual que los gestos. Zarandeaba la herramienta de un lado paraotro y le señalaba amenazadoramente con ella.

–Yo… lo siento… creía… –Alicia no sabía que hacer, iba retrocediendo pocoa poco asustada.

–¡¿Creías?! ¡Maldita puta! No eres más que otra estúpida zorra como tumadre y la inútil de tu hermana. No servís para nada, estoy harto de todas voso-tras –todo ocurrió muy rápido. Antonio golpeó con la llave inglesa en el costa-do de la cabeza a Alicia, ésta cayó fulminada por el golpe mortal. Su cuerpoquedó inmóvil en el suelo mientras la sangre brotaba lentamente.

El padre enfurecido, sin saber bien que había ocurrido se giró y miró a Car-men. La pequeña le miraba fijamente, desafiante, llena de odio. Antonio leseñalo con la ensangrentada herramienta y comenzó a caminar hacia ella.

–¿Quieres ser tú la próxima? Estoy harto que no me hables y me mires deesa manera.

–Muere –fue el susurro que articularon los labios de la pequeña. Y con todoel odio que pudo reunir comenzó a “acuchillar” con su lápiz negro el dibujo quehabía hecho de su padre. En ese mismo instante todos los cuervos que se habí-an ido reuniendo en la casa se abalanzaron sobre el padre, picando y golpean-do cada parte blanda que podían encontrar, una nube negra de plumas y picosde la cual nadie podría escapar. Los chillidos del hombre eran ahogados por losgraznidos y los picotazos. En menos de un minuto todo acabó. El cuerpo del

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hombre estaba tumbado en el suelo, con las cuencas de los ojos vacías, sin len-gua, la garganta abierta y el cuerpo agujereado. Los cuervos se habían alejadocon la misma velocidad que habían acabado con el hombre.

La niña se levantó y se acercó a su hermana, le acarició la cara y se mar-chó a su habitación donde cogió una pequeña mochila con folios y colores,en la mano aún llevaba su lápiz negro. Al pasar por delante de la puerta delbaño se podía escuchar como del grifo brotaba agua sin cesar, por debajo dela puerta el líquido se salía mezclado con un rojo intenso. La niña abrió lapuerta con cuidado, en el interior de la bañera su madre se había quitado lavida con unas cuchillas. Carmen no hizo gesto alguno, bajo las escaleras ysalió por la puerta de la casa y luego por la del jardín. Comenzó a caminar porel sendero que llevaba a algún lugar desconocido, pero que era mejor de loque ya había conocido.

Junto a ella, un cuervo daba pequeños saltitos caminando a su lado.

ÍndicePórtico ..........................................................................................5

Jurado...........................................................................................6

Premiados y seleccionados ............................................................7

Frío (de Luis Torrús Cortés) ..........................................................11

El polichinela (de Cristina Suena Varela) ......................................17

Historia de La Petenera (de Esteban Ordóñez Chillarón) ................25

Plancha de rulo para la lluvia (de Juan F. Navarro Llinares) ...........35

Soluciones de continuidad (de Juan F. Navarro Llinares)...............39

Reminiscència vital (de Ferran Avià Duart) ...................................43

El alma de los lápices (de Sergio Buitrago Albarrán) ....................51

El Señor Diputado (de Jesús Cano Martínez -Nino Rippi-) ............59

El círculo (de Antonio Marco Sabater) .........................................63

Reinventar la realidad (de Ana Martín Tomás-Biosca)...................67

Amores protoanarquistas en tazas decafé (de Pablo Poveda Sánchez) ..................................................73

El guardián del arte (de José Robledano García) ..........................79

Cuervos (de Hugo Rodrigo Zapata) .............................................85

Se acaba de imprimir este libro:

“Atzavares”

en los talleres de Logisprimt.cb (Alcoi)

el día 5 de octubre de 2010

Atzavares

Quinto Premio de Relato Corto • Año 2010Universidad Miguel Hernández

Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche

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