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ARTICULOS LA URBANIZACION MEXICANA DESDE 1821: UN ENFOQUE MACROHISTORICO * R obert K emper Southern Methodist University A nya P. R oyce Indiana University La urbanización mexicana es un proceso multidimen- sional dentro del conjunto de la transformación histórico- estructural. Sus componentes demográficos, económicos, ecológicos, políticos y culturales habrán de examinarse dentro de un marco unificado que refleje la diversidad temporal y espa- cial de la experiencia mexicana. En años recientes los an- tropólogos y otros científicos sociales han abandonado su interés por los estudios etnográficos en pequeña escala (e. g. Lewis 1952, 1959, 1961) en favor de investigaciones sobre las fuerzas históricas y estructurales a nivel macro que se manifiestan en las ciudades mexicanas y en sus residen- tes. Esta nueva tendencia en los paradigmas de investiga- ción ha sido tratada en amplitud (Leeds 1976; Margolies 1979; Portes y Browning 1976; Singer 1975; Walton 1979). pero pocos científicos sociales han sometido sus perspectivas teóricas a la prueba de la investigación histórica específica. En el presente trabajo, nos centraremos en el desarro- llo del sistema urbano en México a partir de 1821 (i.e., el período “national” de la historia mexicana) aunque reco- nocemos (véase Kemper y Royce, en prensa) la importancia * Versión castellana de Pastara Rodríguez Aviñoá.

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ARTICULOS

LA URBANIZACION MEXICANA DESDE 1821:

U N ENFOQUE MACROHISTORICO *

R o b e r t K e m p e r

Southern Methodist University

A n y a P . R o yce

Indiana University

La urbanización mexicana es un proceso multidimen­sional dentro del conjunto de la transformación histórico- estructural.

Sus componentes demográficos, económicos, ecológicos, políticos y culturales habrán de examinarse dentro de un marco unificado que refleje la diversidad temporal y espa­cial de la experiencia mexicana. En años recientes los an­tropólogos y otros científicos sociales han abandonado su interés por los estudios etnográficos en pequeña escala (e. g. Lewis 1952, 1959, 1961) en favor de investigaciones sobre las fuerzas históricas y estructurales a nivel macro que se manifiestan en las ciudades mexicanas y en sus residen­tes. Esta nueva tendencia en los paradigmas de investiga­ción ha sido tratada en amplitud (Leeds 1976; Margolies 1979; Portes y Browning 1976; Singer 1975; Walton 1979). pero pocos científicos sociales han sometido sus perspectivas teóricas a la prueba de la investigación histórica específica.

En el presente trabajo, nos centraremos en el desarro­llo del sistema urbano en México a partir de 1821 (i.e., el período “national” de la historia mexicana) aunque reco­nocemos (véase Kemper y Royce, en prensa) la importancia

* Versión castellana de Pastara Rodríguez Aviñoá.

de los períodos prehíspánico y colonial para un entendi­miento completo de la urbanización mexicana. Nuestro análisis trata de abarcar la diversidad temporal y espacial del proceso urbano: primero, se presenta una visión cro­nológica general de la urbanización en el conjunto del país; luego se analizan cuatro casos importantes de desarrollo urbano. Las experiencias particulares de la ciudad de México, Oaxaca, Mérida y Monterrey servirán para mos­trar las dimensiones regionales de la urbanización a partir de 1821 dentro del contexto nacional e internacional más amplio. Como esperamos demostrar, cada ciudad ha ju­gado un papel diferente en el proceso de urbanización, aunque todas lian participado en sus oscilaciones centrí­fugas y centrípetas.

Esta síntesis de la urbanización mexicana proviene de un examen de una cierta variedad de unidades “urba­nas” (i. e., localidades y poblaciones) estudiadas por es­pecialistas de diversas disciplinas en una amplia gama de contextos temporal-espaciales. A este respecto, nuestra in­terpretación del caso mexicano refleja no sólo el punto de vista tradicional sobre la historia urbana de México (e.g. Kaplan 1964; Nutini 1972), sino también un interés por la ‘ciudad como contexto” (Rollwagen 1972), el papel de los fenómenos urbanos en el sistema nacional de las co­munidades (e.g., Chambers y Young 1979; Schwartz 1978), y la función de los sistemas culturales de ciudades dentro de un marco global (Rollwagen 1980).

El p a s a d o c o l o n i a l

La caída de Tenochtitlán inició una nueva era en la urbanización mexicana. Entre 1521 y 1820, los espa­ñoles crearon cientos de ciudades grandes y pequeñas, sobre asientos indígenas ya establecidos o cercanos a ellos, así como en las tierras recién conquistadas más allá de los límites del antiguo imperio azteca. Esta expansión urba­na considerable no se llevó a cabo sólo para asegurar el

control militar y político de la vasta región que se de­nominó Nueva España, sino también a fin de crear un sis­tema para explotar sus recursos humanos, minerales y agrí­colas en beneficio de la metrópoli (Bassols Batalla 1979: 95-98). La política de asentamientos de la Corona y sus representantes reflejaba lo que Morse ha llamado el *'centri- fugalismo de la ciudad latinoamericana como punto de asal­to a la tierra y sus minerales” (1971:5). En este contexto, la hegemonía de la ciudad de México refleja un sistema ur­bano diseñado para despachar el flujo de mercancías entre el interior y la capital y de ésta, por el puerto de Veracruz, ha­cia España, así como el contraflujo recíproco de mercancías e inmigrantes de España a México.

El sistema urbano colonial consistía en una cierta va­riedad de tipos de asentamiento, dominados por las ciu­dades administrativo-militares como la ciudad de México, Guadalajara y Mérida, los puertos de Veracruz, Acapul­co y Mazatlán, y los centros mineros de Guanajuato, Pachuca, Zacatecas, San Luis Potosí y Taxco (Un¿kel et al 1976:18). La relación campo-ciudad adquirió tres formas importantes: a) unos cuantos centros urbanos im­portantes—e.g. ciudad de México, Guadalajara, Oaxaca (Antequera) — controlaban sus hinterlands respectivos sin competencia efectiva de ciudades menores; b) surgieron ciudades paralelas en ciertas regiones (e.g. Orizaba y Cór­doba tenían una relación simbiótica como centros de trans­porte, manufactureros, comerciales y agrícolas); y c) una red de ciudades interdependientes combinaban activida­des agrícolas, mineras y las consiguientes actividades co­merciales (e.g, el sistema del Bajío de Querétaro, Guana­juato y Zamora, y centros menores como Acámbaro, Ce- laya, León, Silao, Irapuato, Salamanca y Salvatierra (cf. Moreno Toscano 1978).

La red urbana de la Nueva España se hallaba básica­mente completa hacia mediados del siglo XVIII. Se ex­tendía desde Mérida (Yucatán) en el sureste hasta la

aldea de San Francisco (Alta California) en el noroeste, con el centro siempre en la ciudad de México y de allí a España y Europa. El carácter explotador y dependiente de la urbanización mexicana durante la Colonia reflejaba las instituciones económicas, políticas, religiosas y sociales responsables de construir y mantener la jerarquía de ciu­dades, villas y pueblos. La “clausura’ del sistema urbano colonial se ve reflejada en el desarrollo de una jerarquía demográfica por tamaño a fines del período colonial. Por ejemplo, en 1790, la ciudad de México contaba co n ... 113 000 habitantes, mientras la segunda ciudad —Pue­bla— tenía 57 000, y la tercera —Guanajuato— 32 000 (Wibel y de la Cruz 1971:95). Esta jerarquía demográ­fica era flexible: la población de Guanajuato se disparó a 71 000 habitantes en 1803 y alcanzó 90 000 en 1809 antes de caer precipitadamente durante la independencia a unos 36 000 en 1822, mientras que la población de Querétaro se elevó a 90 000 después de la revolución de independen­cia, más del doble que anteriormente. En suma, las ten­dencias urbanizadoras se vieron muy afectadas por el impacto de las transformaciones político-económicas en la Colonia al igual que por las dislocaciones poblacionales (y epidemias) que le siguieron.

La u r b a n i z a c i ó n m e x i c a n a d e s d e 1821

La independencia de España no resultó en una era de rápido crecimiento urbano. Al contrario, las hacien­das —que han sido llamadas “el baluarte del poder en el campo” (Wolf 1959:245)— asumieron un papel central en las luchas económicas y políticas entre las fuerzas li­berales y conservadoras de la nueva nación. Hasta que se estableció la paz porfiriana en los años 1880 el desarrollo industrial y urbano no recibió un apoyo significativo del gobierno. La caída de Porfirio Díaz con la Revolución (1910-1921) se vio acompañada por un llamado de “tie­rra y libertad”; el régimen cardenista (1934-1940) represen­

tó el apogeo de esta orientación rural que hacía hincapié en los programas de reforma agraria. A partir de 1940 hasta la fecha, la industrialización y la urbanización asumieron una vez más un lugar predominante en los sectores ofi­cial y privado para forjar un desarrollo —(lmilagro”— eco- nómico.

Esta dialéctica continua entre campo y ciudad duran- te el período nacional de la historia mexicana puede en­tenderse mejor en el contexto de la expansión internacio­nal del capitalismo industrial durante los siglos XIX y XX. Los Estados Unidos, en particular, han jugado un papel importante en calidad de protagonista y socio en el establecimiento de las condiciones en que se ha desarro­llado el sistema urbano del México moderno. A lo largo del período 1821-1880 —una era de “revolución y reforma política”— México y su vecino del norte entraron en di­versas confrontaciones. La guerra con los colonos anglos en Texas (1836), los conflictos en California y en el co­razón de México (1846-1848), la compra Gadsen de Arizona (1853) transformaron profundamente el territorio nacional. De 4.2 millones de Km2 en el momento de la independencia, la nación se redujo a menos de 2 millones de Km.2 Una consecuencia a largo plazo de estos conflic­tos militares y políticos fue la creación de una vasta zona fronteriza que, un siglo más tarde, se convertiría en una de las áreas urbanas de mayor crecimiento en el mundo y serviría de membrana semi-permeable entre las culturas mexicana y chicana.

El sistema urbano de México cambió poco entre 1821 y 1860, período que finaliza con las Leyes de Reforma y la Guerra Civil en Estados Unidos. La población total era de 8.4 millones y crecía a una tasa lenta del 1 % anual en 1862. Aunque la hegemonía política y cultural de la ciudad de México (210 000 habitantes en 1862) era incuestionable, no fue hasta esta época en la historia urbana del México de después de la conquista que la jerarquía

de las ciudades de acuerdo a su tamaño dejó paso de nue­vo a un patrón de primacía demográfica. Esta transforma­ción se debió en parte a los efectos de las Leyes de Refor­ma, especialmente después de la desamortización de las propiedades en manos de las grandes corporaciones civiles y religiosas en 1859.

Los años 1860 vieron caer a Puebla de su segundo lugar tradicional en la jerarquía urbana, a medida que Guadalajara (65 000 habitantes) prosperó como centro re­gional del occidente. Mientras tanto, Guanajuato y un cierto número de otras ciudades del Bajío comenzaban una gradual decadencia. Aunque el capital británico había ayu­dado a financiar el relanzamiento de la minería en muchas áreas después de la independencia, por los años 1860 Gua­najuato —situado en una zona aislada, montañosa, exhaustas sus minas de plata y su población en unos 37 000 habi­tantes— era una ‘ciudad moribunda” (Wibel y de la Cruz 1971: 98-99). La decadencia de las ciudades del Bajío se vio equilibrada por los esfuerzos por ampliar el comercio a otros puertos además de Veracuz. El desarrollo de Tam­pico como el segundo puerto de México, en particular durante el tráfico de armas para la guerra civil norteame­ricana, se vio impulsado por su« comerciantes extranjeros, que daban servicio al interior hasta Zacatecas y San Luis Potosí (Wibel y de la Cruz 1971: 100).

Así, México, cuando entró en las tres últimas décadas del siglo XIX, cargaba con un sistema urbano altamente regionalizado, débilmente articulado en el que las ciu­dades eran consumidoras más que productoras. Las tasas de crecimiento de la población urbana eran bajas; las ciuda­des raramente sobrepasaban las tendencias demográficas nacionales. La ciudad de México surgía como la primera ciudad, no tanto por su dinamismo como por falta de alternativas. El poder político y económico se hallaba muy disperso acuñado a las haciendas y a su dominio regional. Y por primera vez en la historia mexicana (o

mesoamericana), había ocurrido una ruptura entre los líderes políticos y religiosos que abría nuevas posibilidades de desarrollo.

En esta situación llega al poder Porfirio Díaz (1877- 1911), que gobernó sin miramiento por la ruda existen­cia de más del 90% de la población mexicana. Díaz, reem­plazando la violencia de los decenios previos con una “paz” basada en la dictadura, estableció un medio. estable que atrajo una considerable inversión extranjera en una época que los gobiernos, los barcos, y las corporaciones nortea­mericanas y europeas ansiaban expandir sus posesiones en el exterior. En este período de capitalismo dependiente, el gobierno mexicano otorgó numerosas concesiones para fomentar la industrialización y sacar la economía nacional de su agricultura de subsistencia. La combinación de paz, creciente explotación minera, desarrollo industrial, los ini­cios de un sistema ferrocarrilero nacional y las exportaciones e importaciones crecientes dieron un enorme impulso a la urbanización.

La expansión de la red ferrocarrilera fue especial­mente importante para el desarrollo urbano. Con la termi­nación de la línea ciudad de México-Veracruz en 1872, y la expansión de la red ferrocarrilera a otras ciudades en la región central para 1880, Veracruz reforzó su posición como el puerto más importante del Golfo. La construcción de vías férreas benefició a ciudades unidas con la capital y los puertos importantes, pero suscitó la decadencia de las ciudades que quedaron al margen. La ciudad de Mé­xico, Guadalajara, Toluca y Aguascalientes crecieron rá­pidamente como centros comerciales y manufactureros, Pue­bla, Morelia, Tlaxcala, León y Guanajuato se vieron re­ducidas a ciudades con mercados regionales limitados. To­rreón (Coahuila) es un ejemplo notable del impacto posi­tivo de ferracarril; floreció virtualmente de la noche a la mañana como un centro importante de producción al­

l í

godonera y creció de un pueblo de unos 200 residentes en 1892 a 34 000 en 1910 (Wibel y de la Cruz 1971: 102).

En estas circunstancias, las ciudades más grandes comenzaron a ejercer su dominio, creciendo al doble de la tasa nacional en el período 1880-1910. Por ejemplo, la ciudad de México tenía 300 000 habitantes en 1884, Gua­dalajara 80 000, Puebla 75 000 y Monterrey 42 000. En 1910, éstas continuaban siendo las ciudades más grandes de México con 471 000, 119 000, 96 000, y 79 000 habi­tantes respectivamente (Boyer 1972:157-158). Durante ese período, Guadalajara y Monterrey, al igual que ciuda­des más pequeñas como Mérida, San Luis Potosí y Vera- cruz crecieron más rápidamente que la capital. Para 1900 Monterrey era un centro industrial-manufacturero más im­portante que la ciudad de México.

En la primera década del siglo XX, la orientación del sistema ferrocarrilero, el estricto control gubernamental de las finanzas públicas, y el fácil acceso del capital extran­jero al mercado nacional se combinaron para concentrar los asuntos nacionales en la ciudad de México. La ‘ esta­bilidad” del Porfiriato llevó al estancamiento del campo: tal vez un 80% de los peones agrícolas (ó 47% de la población nacional) se hallaba endeudado con los terra­tenientes y no podía emigrar libremente. En ese contexto, el impacto de la inversión extranjera y local en los pro­yectos industrial-urbanos fomentó un sistema urbano que comenzó a diferir significativamente del establecido en los inicios del período nacional. A fines del Porfiriato, ciertas tendencias de la urbanización del siglo XX ya se hallaban asentadas: la alta primacía de la ciudad de México; la importancia de Veracruz como el puerto importante de cara al exterior; la dependencia política y económica del extranjero; la configuración del sistema multifuncional de las ciudades del Bajío; y el aislamiento de los puertos en la costa occidental (Unikel et al 1976: 23-24,36).

Si la < paz porfiriana” había fomentado la industriali­zación y la urbanización mediante la dependencia de la inversión extranjera, luego, la Revolución y sus secuelas invirtieron las prioridades tratando de resolver los viejos problemas rurales y desanimando a Estados Unidos y otro3 países a intervenir en los asuntos mexicanos. A diferencia de la guerra de independencia un siglo antes, la Revolu­ción ejerció un impacto dramático en la estructura demo­

gráfica y el sistema urbano nacional. La población total cayó de 15.2 millones en 1910 a 14.3 en 1921. La destrucción de muchas comunidades pequeñas y la inseguridad en el campo creó una gran ola migratoria de ricos hacendados así como de peones pobres hacia las ciudades. Durante la Revolución, el número de localidades con 5 000 ó menos residentes bajó de 70 738 a 62 671, la pérdida mayor fue en los pequeños ranchos que se despoblaron totalmente (Unikel et al 1976:30). La violencia rural y la consiguien­te desorganización de las actividades económicas en el centro del país tuvieron un efecto debilitador en varias ciudades y villas del Bajío. León había sido la cuarta ciu­dad en tamaño del país en 1900, pero en 1910 ocupaba el séptimo lugar y en 1921 el octavo; Guanajuato era la oc­tava ciudad en 1900 y décimocuarta en 1910 y cayó al vigésimoséptimo en 1921; Querétaro ocupaba el décimo- tercero lugar en 1900, el décimooctavo en 1910 y el décimo- nono en 1921. En suma, el flujo de refugiados del cam­po aumentó la proporción de residentes urbanos de 11.7% al 14.7% de la población y, lo que es más significativo, estableció firmemente el predominio de la capital en la jerarquía urbana: la ciudad de México pasó de 345 000 habitantes en 1900 a 471 000 en 1910, y a ‘662000 en 1921 (Unikel et al 1976:377).

El final de la Revolución fer se lo representa el as­censo de Alvaro Obregón a la presidencia en 1921, pero “el punto nodal de la misma” (Wilkie 1976:37) llegó con la elección de Lázaro Cárdenas en 1934. Mientras que

los anteriores gobiernos "revolucionarios” habían adoptado un papel pasivo en los asuntos sociales y económicos, Cár­denas (del Michoacán rural) estaba decidido a utilizar los fondos públicos para lograr la justicia social, especial­mente en el sector rural. Aumentó los gastos sociales y económicos a un alto grado y asentó firmemente lo que Wilkie (1976:37) ha denominado “el Estado promotor”.

La depresión mundial de los años 1930 dio a Cár­denas la oportunidad de convertir la revolución política de 1910 en una verdadera revolución social. Sus acciones para nacionalizar los bienes petroleros (1938) y sus es­fuerzos por desarrollar los programas de reforma agraria que dividirían los latifundios y crearían los ejidos colec­tivos mostraron su determinación de reducir la dependencia de México respecto a los Estados Unidos y otras potencias extranjeras. En el proceso, desvió a su administración de los retos urbanos e industriales y reafirmó su interés por el campo donde vivía la mayor parte de la población.

Los prolongados efectos de la revolución sobre la estructura demográfica nacional y las nuevas esperanzas de prosperidad económica por parte del campesinado me­diante la reforma agraria disminuyeron la tasa de la migra­ción hacia las ciudades durante los años 1930. La depre­sión desorganizó la vida urbana más de lo que hirió a los pueblos. Además, los proyectos gubernamentales de riego en gran escala en el noroeste crearon metas alternativas para muchos migrantes urbanos potenciales. A pesar de que disminuyó el crecimiento urbano, la población de las localidades con más de 15 000 habitantes aumentó de 17.5% en 1930 a 20% en 1940 (Unikel et al 1976: 30-31).

En suma, en el período 1910-1940, una era de “re­volución y reforma agraria” se caracterizó por tasas relativa­mente bajas de crecimiento demográfico y urbanización, con variaciones considerables entre las diferentes regiones. Guadalajara y Monterrey prosperaron como centros re­

gionales, mientras Puebla se vio relegada a un cuarto lugar. La población de Tampico se elevó de 16 000 a 110 000 ha­bitantes en tres décadas, convirtiéndose en la quinta ciudad del país. La ciudad de México continuó siendo la primera: su población alcanzó 1.5 millones en 1940.

La década de 1940 representa un punto crítico de inflexión en el proceso de urbanización mexicano. El final de la depresión., la creación del programa bracero con los Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, el desarrollo de varios proyectos hidroeléctricos, la expansión de programas oficiales de salubridad y educación, la con­tinuación de la reforma agraria y las nuevas políticas gu­bernamentales orientadas al desarrollo industrial dieron un nuevo impulso a la urbanización. El período posterior a 1940 se ha caracterizado por un crecimiento urbano relativamente rápido en contraste al de la era revolucionaria.

La población /total de México pasó de 20 millones en 1940 a 49 millones en 1970 y se cree que alcanzará los 69 millones en 1980. Este rápido crecimiento de la po­blación, que refleja una continua baja en las tasas de mor­talidad (especialmente la mortalidad infantil) mientras que las tasas de fertilidad han continuando siendo altas, no tienen paralelo para una nación de este tamaño. El alto crecimiento natural se ha combinado con una sustan­cial migración a las ciudades y han elevado aún más la tasa de crecimiento urbano. La población en localidades de más de 15 000 habitantes pasó de 3.9 millones en 1940 a 22 millones en 1970, y se estima en unos 36 millones para 1980. Si se observa este notable crecimiento desde una perspectiva diferente, 55 localidades urbanas repre­sentaban el 20% de la población nacional en 1940, mien­tras que 178 tenían 45% en 1970, y 260 se estima que tendrán un 53% en 1980. Entre 1940-1950, la pobla­ción urbana creció a una tasa anual del 5.9%. En fechas posteriores, esta explosión sólo ha sido mitigada ligeramen­

te: la tasa fue de 5.5% para 1950-1960, 5.4% para 1960 1970, y se proyecta un 4.9% para 1970-1980. El desequili­brio entre el crecimiento de las localidades urbanas y rura­les era así mayor en los años 1940 cuando el gobierno dejó de centrarse en la reforma agraria en favor de la indus­trialización y el desarrollo de la infraestructura urbana. La migración hacia las ciudades ha sido una fuerza importante para el crecimiento urbano desde 1940, responsable de la mitad de la expansión urbana durante ese período, aunque su importancia, como era de esperarse, ha disminuido con el tiempo. El período posterior a 1940 se ha caracterizado también por unua alta primacía. Dado el dramático creci­miento del área metropolitana de la ciudad de México —de 1.5 millones a unos 15 en cuatro décadas— la rela­tiva estabilidad en los índices de primacía (el índice de 4 ciudades ha variado entre 2.7 y 2.9, mientras que el ín­dice de 10 ciudades lo ha hecho entre 1.4 y 1.7) muestra que las otras grandes ciudades no se han rezagado signi­ficativamente de la capital en sus tasas de crecimiento (Unikel et al, 1976: 24-60, 'passim).

Estos cambios demográficos no han ocurrido aislada­mente de las transformaciones más amplias en la sociedad mexicana a partir de 1940. La concentración de la po­blación y las industrias en unos cuantos centros metropoli­tanos ha ocurrido como resultado de políticas deliberadas seguidas por fuerzas gubernamentales y privadas. La ciu­dad de México ha sido la principal beneficiaría (o víctima) de estas políticas central izadoras. Los aspectos centrípetos de la urbanización mexicana contemporánea son aparentes en diversos sectores. En comercio, educación, trabajo, banca, telecomunicación, vivienda, etcétera, las fuerzas centralizadoras han creado un patrón de “primacía” aún más poderoso que el expuesto por el crecimiento demo­gráfico.

El desarrollo del sistema urbano actual depende no sólo de las tendencias demográficas internas y políticas

gubernamentales que favorecen la centralización, sino también de fuerzas económicas y políticas transnaciona­les. A este respecto, el patrón de urbanización desde 1940 guarda ciertas simiíaridades importantes con el porfiriato temprano. Por ejemplo, la correlación entre crecimiento urbano y políticas gubernamentales de industrialización en base a la sustitución de importaciones en los años 1940 y 1950 era obvia. Igualmente, la expansión de una agricul­tura de riego en gran escala en el norte, los sempiternos problemas de la agricultura de temporal en pequeña es­cala en el altiplano y el sur, la participación de millones de hombres en el programa bracero entre 1942 y 1964, y la proliferación de inversiones en infraestructura ur­bana y servicios, reflejan el papel de la inversión extranjera en el México contemporáneo.

Los resultados de esta “urbanización dependiente” (cf. Castells 1977) son aparentes por todas partes. Vastas regiones “atrasadas” se ligan con islas de riquezas; enormes ciudades crecen inexorablemente a una tasa increíble; la pobreza es un estilo de vida para todos excepto una pe­queña minoría de la población; problemas ambientales de contaminación del aire, tráfico, espacios verdes, agua y drenaje se ven agravados en ciudades y campo; el flujo de migrantes legales y trabajadores indocumentados hacia los Estados Unidos exacerba las condiciones en las ciudades fronterizas; y el turismo y el petróleo parecen ser los úni­cos medios de generar suficientes divisas para mantener al sistema funcionando.

El aspecto del México contemporáneo refleja un proceso de lento relleno de la estructura urbana de la. na­ción (Wilkie 1976). Tal vez los esfuerzos más radicales para cambiar el patrón de asentamiento fueran los pro­gramas de reforma agraria para el establecimiento de pe­queños ejidos. Tra6 un estallido inicial de actividad a fines de los años 1930, el gobierno ha continuado creando ejidos en el campo subdesarrollado, con los programas más recien­

tes dirigidos a la colonización de Quintana Roo y Chiapas. A pesar de esta política para animar a los campesinos a per­manecer es las áreas rurales, aparentemente el crecimiento urbano se ha visto impulsado por el abandono de los pe­queños asentamientos. El número de localidades menores de 1 000 habitantes alcanzó un máximo de casi 103 000 en 1940 e incluía 9.8 millones de personas, que repre­sentaban la mitad de la población nacional. En 1970, había aún más de 90 000 aldeas, con una población total de 13.5 millones, pero representaba sólo el 28% de la población total.

En contraste con los programas ejidales, el gobierno ha hecho menos por desarrollar ‘ciudades nuevas” dentro del sector urbano. A excepción de desarrollos suburbanos (e.g. Cuautitlán Izcalü) en el área metropolitana de la ciudad de México, y dos casos significativos de desarrollo industrial (i.e., Ciudad Sahagún en Hidalgo, y Ciudad Lázaro Cárdenas en Michoacán) la creatividad urbana se ha visto orientada primariamente al sector turístico. El desarrollo de Cancún, Ixtapa, y una serie de otros lugares vacacionales costeros representa un tipo de urbanización muy especializado. En años recientes, el éxito de las ac­tividades petroleras —exploración, refinería— en el área del Golfo ha llevado a la creación de petrociudades (e. g. Ciudad Pemex) que tienen su paralelo histórico en las ciudades mineras de los siglos XVII y XVIII.

En ausencia de esfuerzos gubernamentales y privados serios para reducir la centralización de la estructura urba­na en la ciudad de México durante las cuatro décadas pos­teriores a 1940, es especialmente notable que el ‘relleno” del patrón de asentamiento haya implicado un cambio his­tóricamente significativo en detrimento de la región central y en favor de la frontera norte (así como hacia la costa oc­cidental y oriental). Por ejemplo, de las 15 ciudades más grandes calculadas para 1980, sólo la ciudad de México y Puebla se hallan en el centro. En contraste, Guadalajara

(2a.), Monterrey (3a.), Ciudad Juárez (5a.) León (6a.), Tijuana (7a.), Mexicali (8a.), Tampico (9a.), Torreón (10a.), Chihuahua ( l i a .) y San Luis Potosí (12a.) re­presentan centros de crecimiento regionales, mientras que Mérida (13a.), Acapulco (14a.) y Veracruz (15a.) son puertos comerciales y turísticos importantes. El movi­miento de la población en dirección norte es de especial importancia porque se corresponde a un movimiento pa­ralelo hacia el “cinturón del sol” en el sur de los Estados Unidos. Ciudades como Tijuana, Mexicali, y Ciudad Juá­rez (al igual que ciudades fronterizas más pequeñas como Nogales, Nuevo Laredo, Reynosa, etc.) dominan ahora a sus *''contrapartidas” norteamericanas de la frontera. El gran tamaño y alta tasa de crecimiento de estas ciudades hacen improbable que la interdependencia entre las dos naciones disminuya en el futuro pióximo.

Estas transformaciones del sistema urbano y sus pro­blemas consiguientes (e.g. vivienda, puestos de trabajo, educación, transporte, servicios) son el tema del reciente Plan Nacional de Desarrollo Urbano (SAHOP 1978). Publicado a mediados de 1978, el Plan describe la es­tructura urbana actual y su proyección para el año 2000. Asumiendo que la población del país varíe de un mínimo de 104 millones a un máximo de 130 para fines de siglo, los autores del Plan sugieren que el área de la zona me­tropolitana de la ciudad de México tendrá por lo menos 20 millones de habitantes, Guadalajara y Monterrey ten­drán cada una unos 5 millones, otras once ciudades ten­drán más de un millón cada una, otras 17 ciudades alcan­zarán entre 500 000 y un millón de habitantes, y otras 74 ciudades lograrán la jerarquía metropolitana (más de 100 000 habitantes).

El propósito del plan de desarrollo urbano es coordinar las actividades gubernamentales y privadas a fin de esta­blecer un mejor equilibrio en el crecimiento urbano nació nal. El objetivo principal consiste en la descentralización

de industrias y población fuera del Valle de México. Con este fin, un cierto número de empresas paraestatales se irán de la capital a otras regiones del país y varios cien­tos de industrias (especialmente las muy contaminantes) se moverán de la zona metropolitana desde principios de 1980. El plan señala también un cambio en las priorida­des presupuestarias del gobierno federal en detrimento del Distrito Federal y en favor de otras regiones menos de­sarrolladas, con especial atención a los problemas de la zo­na fronteriza. Aunque las primeras acciones de acuerdo a este Plan ya se han iniciado, queda por verse si tales planes gubernamentales (aún si se llevan a cabo en su to­talidad y son apoyadas por los distintos presidentes) pue­den afectar de manera significativa la primacía macrocefá- lica de la ciudad de México sin transformaciones más drásticas en la infraestructura nacional.

D i m e n s i o n e s r e g i o n a l e s d e u r b a n i z a c i ó n m e x i c a n a

Para ilustrar la diversidad de los procesos urbanos durante el período nacional, examinaremos cuatro casos específicos: la ciudad de México, Oaxaca, Mérida y Mon­terrey. Cada una de estas ciudades y sus regiones urbanas respectivas han sido importantes en el desarrollo de la sociedad mexicana a partir de 1821. Además, existe so­bre cada una de ellas una cantidad adecuada de investí-; gación científica, histórica y cultural para hacer un aná­lisis comparativo. (Habría sido interesante incluir otras comunidades más pequeñas en este análisis, pero la falta de estudios sistemáticos sobre los siglos XIX y XX lo vuel­ve difícil).

La ciudad de México

La urbanización del Valle de México se ha centrado en la ciudad de México a lo largo del período nacional. La creación del Distrito Federal en 1824 codificaba el especial estatus político-administrativo de la ciudad en su

calidad de cuartel general del gobierno federal y asegura­ba su hegemonía sobre el comercio del país. La indepen­dencia de España no aminoró el predominio de la ciudad de México (con una población de 165 000 habitantes en 1823) en la jerarquía urbana. No surgieron nuevas ciu­dades en el Valle de México y las más cercanas —Puebla, Cholula, Querétaro y Pachuca— continuaron siendo sub­sidiarias de la capital. El resultado es que la historia de la urbanización en el México central desde 1821 refleja la expansión industrial y demográfica de la capital más allá de sus límites tradicionales hacia al Distrito Federal y, especialmente desde 1940, hacia las áreas limítrofes del Estado de México.

En el siglo XIX, el área urbana de la ciudad de Mé­xico se hallaba dentro de los límites del Distrito Federal. La vida urbana giraba en torno al centro: el zócalo era el corazón del gobierno, la iglesia, el comercio y la cultu­ra. El espacio de la capital era simplemente una con­tinuación y expansión de los patrones coloniales y pre­colombinos. La estructura económica, los patrones de propiedad y la red de transporte no se vieron significati­vamente alterados hasta las leyes de Reforma que se tra­dujeron en la desamortización de los bienes de la iglesia y de las corporaciones a partir de 1859. Este proceso de expropiación abrió nuevas oportunidades de desarrollo urbano en la congestionada área central y proveyó así mismo tierras periféricas para la planificación urbana (cf. Moreno Toscano et al 1978). Luego, a principios del Porfiriato, el desarrollo de una red ferrocarrilera nacional centrada en la ciudad de México aumentó su dominio en los asuntos del país. A fines de siglo y la primera década del siglo XX, la industrialización (vinculada a menudo a la inversión extranjera) fortaleció aún más el papel fun­damental de la capital en las estructuras económicas nacio­nales e internacionales. Este crecimiento comercial e in­dustrial se refleja en el aumento de la población de la

ciudad de México: de 210 000 habitantes en 1862, la metrópolis se expandió a 300 000 en 1884 y luego a. . „ 471 000 en 1910.

La revolución de 1910 puso un alto temporal al de­sarrollo comercial e industrial, al tiempo que convertía a la ciudad en un lugar de refugio para los campesinos y élites que huían de la violencia en el campo. La capital absorbió el 60% del crecimiento urbano entre 1921 y 1940. En 1921 la población metropolitana alcanzó . . . 662000 almas, en 1930 llegó a un millón, para 1940 saltó a un millón y medio. Con el desarrollo burocrático e insti­tucional del período post-revolucionario, la capital diversi­ficó y fortaleció sus funciones sociales, económicas y culturales en el sistema nacional (LJnikel et al, 1976: 37). La ciudad se expandió asimismo hacia la periferia del Distrito Federal. Grandes subdivisiones de clase alta (e.g. Polanco y Lomas de Chapultepec) se formaron en las za­nas occidentales a medida que muchas familias de la éli­te se mudaron del centro (Corona Rentería 1974: 275- 282). Este cambio de las clases altas dejó el camino abierto a la creación de barrios bajos en*el centro donde el control de las rentas y las vecindades fueron las pre­cursoras de las ciudades perdidas de los años 1960 y 1970. El otro efecto de la expansión especial de la ciudad fue la creación del Departamento del Distrito Federal en1929 con el fin de hacer frente a los problemas urbanos más allá de la estrecha jurisdicción de la ciudad de Mé­xico fer se. A pesar de estos cambios en la estructura es­pacial capitalina, la vida urbana seguía centrada en el zócalo, y difería muy poco de la vida en la época por- firista (Bataillon 1972:63).

En los años 1940 se produce la explosión urbana e industrial de la ciudad de México. Como han señalado Gustavo Garza y Martha Schteingart (1978), las políti­cas gubernamentales de industrialización en base a la sustitución de importaciones hacían hincapié en las ven-

tajas sítuacionales de la capital. Su carácter central den­tro de la red de transportes, su fuerza de trabajo relativa­mente bien capacitada, y su amplio mercado volvieron inevitable la concentración del crecimiento urbano en el área metropolitana a expensas de otras ciudades en la jerarquía urbana. Esta política de centralización implícita involucró no sólo a la industria sino todos los demás as­pectos de la vida social y política, desde los servicios a las compañías de seguros, bancos, sindicatos e institucio­nes de educación superior. A medida que el Valle de Mé­xico se industrializaba, mejoraba su infraestructura urba­na y de servicios: se llevó más agua y energía eléctrica de regiones distantes, se construyeron más subdivisiones de clase media y alta y se establecieron más asentamientos de paracaidistas en la periferia. La combinación de inversión pública y privada en la capital era tan alta que se genera­ron fuerzas centrípetas intensivas (Bassols Batalla 1979: 445).

Hacia fines de los años 1970, la población metropoli­tana había escalado la cifra de 15 millones y el área ur­bana se había expandido sobre 800 Km.2 en el Distrito Federal y los municipios adyacentes del Estado de México. Por ejemplo, Ciudad Netzahualcóyotl (que no existía oficialmente en 1950) tenía una población de unos dos millones de habitantes concentrados en una zona básica­mente no-industrial en el vaso del lago de Texcoco. Estima­ciones recientes indican que tal vez unas 350 000 personas emigran cada año a la capital al tiempo que el crecimien­to demográfico natural aumenta la población en una can­tidad similar. La ciudad de México contiene el 46% de la industria nacional, el 55% de las empresas en el sector servicios, y el 45% de todo el comercio. Con un 42% de los puestos de trabajo, constituye el mercado de trabajo más grande del país. Sus trabajadores reciben el 53% de todos los sueldos y salarios y generan el 46% del producto interno bruto (Bassols Batalla 1979: 446-450; Garza y

Schteingart 1978:80-81). Es obvio que las iniciativas ac­tuales y futuras del gobierno y el sector privado, para alte­rar la estructura del sistema urbano nacional tendrán que tener en cuenta estos problemas de concentración urbana en el área metropolitana de la ciudad de México (Come- lius 1975; Eckstein 1977; Kemper 1977; Lomnitz 1977; Muñoz et al 1977).

Oaxaca

Con la fundación de la República Mexicana, la ciu­dad colonial de Antequera tomó el nombre de Oaxaca y se convirtió en la capital del estado del mismo nombre. El legado colonial dejó en Oaxaca y su región una forma­ción socioeconómica distintiva. Consistía en los elementos siguientes: (a) una serie de pueblos en los que las fa­milias se hallaban estratificadas en una jerarquía cívico- religiosa; (b ) un ciclo ceremonial con mayordomías pres­tigiosas y, generalmente, obligatorias; (c) servicio laboral comunal obligatorio (tequio); (d ) intercambio recíproco institucionalizado (guelaguetza); (e) especialización in­tercomunitaria de la producción; (f) un sistema regional de mercados y redes mercantiles cíclicos y periódicos; (g) una fuerza de trabajo indígena acostumbrada a sistemas laborales de explotación (peonaje); y (h ) una división clara entre productores y no-productores, con mecanismos fiscales y tributarios para extraer excedentes los últimos de los primeros (Cook y Diskin 1975: 5-26). Los as­pectos centrífugos de la urbanización mexicana decimo­nónica dieron a Oaxaca la oportunidad de realzar su pro­vincianismo.

Entre 1821 y la Revolución de 1910, la ciudad cre­ció lentamente, reflejando el bajo nivel de desarrollo en el Valle de Oaxaca y en el estado. El mercado de cochi­nilla decayó notablemente en el siglo XIX. La ciudad de Oaxaca se vio relegada a un centro de industria ligera y artesanía que servía de punto de apoyo a las actividades

agrícolas regionales en buena medida orientadas a la au- tosubsistencia. La fama de la ciudad en el siglo XIX radi­caba en ser la patria chica de Benito Juárez, de Porfirio Díaz y de los hermanos Flores Magón, que jugaron un papel importante en el derrocamiento de Díaz. Aparte de estas figuras políticas nacionales, la ciudad y el esta­do continuaron siendo un lugar provinciano.

El ferrocarril de la ciudad de México llegó a Oaxaca en 1892. La intervención de capitalistas y empresarios extranjeros crearon un pequeño auge económico, especial­mente al rejuvenecer la minería. Las minas florecieron y mejoró el comercio hasta la Revolución. La apertura del ferrocarril que atraviesa el istmo de Tehuantepec al co­mercio mundial en 1907 se tradujo en un breve período de prosperidad. Luego, la región volvió a decaer hasta después de la depresión. A finales del siglo XIX, Oaxa­ca era sólo la doceava ciudad de México y tenía una po­blación de 35 000 habitantes, apenas el doble que a fines de la colonia (Murphy 1979 : 35).

La Revolución tuvo efectos muy serios sobre el es­tado de Oaxaca y su capital. La población urbana bajó de 38 000 en 1910 a 28 000 en 1921. Las reformas agra­rias y laborales se combinaron con una serie de graves te­rremotos para estimular la emigración, sobre todo de la aris­tocracia terrateniente y la élite urbana. Estos cataclismos sociales y naturales hicieron decaer la población a sólo 22 000 habitantes en 1931 (Waterbury 1970: 127).

Al igual que en otras muchas regiones de México, el período de 1940 en adelante trajo el crecimiento demo­gráfico si no la prosperidad económica. Desde los años 1940, la ciudad ha crecido a un 4% anual: en 1950 al­canzó 47 000 habitantes, en 1950 se elevó a 75 000 y pa­ra 1970 ya contaba 111000. Las estimaciones para 1980 son de 170 000 (Unikel et al, 1976: 300,378). Esta rá­pida expansión demográfica ha resultado en la predicible

expansión espacial del área urbana. Ciudades perdidas, subdivisiones de clase media, y proyectos habitacionales promovidos por el gobierno cubren la periferia (Murphy 1979, Higgins 1974).

A partir de 1940, Oaxaca se ha convertido en un área urbana “secundaria” y en un centro mercantil regio­nal importante (Waterbury 1970). La población au­menta más rápidamente que el ritmo de desarrollo econó­mico. De hecho, Oaxaca es la capital más pobre de la nación: ocupa el último lugar de las 32 capitales en las medidas de “producto regional bruto”; y de las 38 ciuda­des más grandes de México, ocupa el lugar 31 en “grado de urbanización” y el 28 en “servicios” (Murphy 1979:31). Por ejemplo, la población del estado es la octava de las 32 entidades, pero recibe uno de los más bajos subsidios federales del país. Aunque la ciudad no tiene virtual­mente industria y sirve sólo como centro de redistribución regional, constituye precisamente el tipo de comunidad que debe arrastrar un desarrollo urbano e industrial nota­bles en las dos próximas décadas si se quiere que el plan nacional de desarrollo urbano sea exitoso en reducir el carácter primado del sistema urbano (Murphy 1979: 31-35).

Actualmente, la economía de la ciudad se basa en el turismo, el comercio, la producción y venta de artesanías, y los servicios gubernamentales. El turismo, cada vez más desarrollado desde que la carretera panamericana desde la ciudad de México llegó a Oaxaca en los años 1940, depende de los atractivos de los numerosos sitios arqueológicos cercanos, la oferta de artesanías de alta ca­lidad y bajo costo, y la posible conversión de comunida­des costeras en “polos de crecimiento turístico” (Royce 1975). Dado que la televisión comercial, con sus vínculos inevitables con la cultura nacional, no llegó a Oaxaca has­ta 1971, el turismo juega un papel importante en la ur­banización regional.

Mérida

Algunos escritores de principios del siglo XIX vi­tuperaron la estrechez provinciana de Mérida y la región circundante. Después de 1800, esta situación de estabi­lidad relativa y aislamiento cambió notablemente. En el dominio político, la independencia rompió los lazos de la región con España pero, al mismo tiempo, dio ímpetu a la continuación de las rebeliones mayas que dieron pa­so a la guerra de castas de los años 1840. Estos conflictos amenazaron la existencia misma de Mérida y Campeche como comunidades ladinas. En el dominio económico, el progreso de Mérida y la región dependía del mercado internacional del henequén, plantado por primera vez en 1833, y de su preeminencia como artículo de exportación a partir de 1870. La importancia de la región para la eco­nomía nacional se manifestó en la construcción en 1881 de un ferrocarril entre el puerto de Progreso y Mérida (una distancia de 36 Kms.) y su ampliación al interior de Yucatán para fines de siglo.

Para 1900, Mérida se había arraigado como la única verdadera ciudad de la región; en 1921, tenía 61 000 almas y era la quinta del país. Aun la gran depresión de los años1930 no tuvo consecuencias negativas serias para Mérida y su región: la población urbana de 1930 era de 95 000 y la colocaba en el quinto lugar del país y la de 1940 era de 97 000 lo que la situaba en séptimo lugar.

El período de los años 1930 es el mejor conocido del desarrollo urbano de Yucatán. La investigación dirigida por Robert Redfield y sus ayudantes en Mérida, Dzitas, Chan Kom, y Tusik, resumida en la obra clásica The Fólk Culture of Yucatan (1941), proporciona a la mayo­ría de los científicos sociales su única familiaridad con la urbanización de la región. En base sobre todo al traba­jo no publicado de su ayudante, Asael Hanse, Redfield vio en Mérida el extremo urbano de un “continuo folk-

urbano” hipotético dentro de la península de Yucatán. Algunos investigadores posteriores la han caracterizado como una región poco común dentro de México, y eran críticos de la polémica hipótesis de Redfield. Parece ne­cesario resumir brevemente la situación urbana de la épo­ca.

En tamaño Mérida eclipsa completamente a las otras comunidades. Sus 96 660 habitantes consti­tuyen una, cuarta parte de la población total del estado de Yucatán, Campeche y Quintana R oo . . . Esta concentración demográfica refleja la posición dominante de la ciudad en la vida económica, po­lítica y social de Yucatán. Funciona como la me­trópolis sin rival. Todas las líneas de comunicación, con el interior y con el mundo exterior, convergen allí. Es el eje del comercio y las finanzas. . . Otro aspecto del predominio de Mérida es su posición como el centro de la “cultura” y la ilustración.. . .Mérida toma la delantera en la adopción de las

costumbres modernas de la civilización euro-ame- ricana, que luego transmite al interior. . . Mérida, por tanto, sirve como centro de cambio social, como una fuente de lo que la mayoría de la gente siente como “progreso”. Dado que la ciudad pro­duce poco de lo que consume, la mayoría de sus suministros debe importarlos. El tamaño de la co­munidad y los variados gustos de sus habitantes la vuelven dependiente de otras partes de México y del mundo más allá de México así como de su propia reg ión ... Estas y muchas otras cosas son características de la ciudad móvil y heterogénea en que se ha convertido Mérida. Sobresale entre las comunidades de Yucatán como el lugar donde la vieja cultura ha sufrido un grado mayor de desor­ganización, donde nuevos estilos de vida, toma­dos de otras sociedades urbanas o desarrollados bajo el estímulo de sus propias condiciones urba­nas, se hallan más a la vista (Redfield 1941:19-35).

Vale la pena comparar este retrato de Mérida en los años 1930 con el bosquejo del geógrafo Antonio Bassols Batalla a fines de los años 1970:

Es el centro de la región henequenera; no tiene igual en la región de Yucatán; Mérida aprovecha su situación para convertirse en el punto integra- dor no sólo de CORDEMEX sino también de una amplia gama de industrias (e.g. alimentos, texti­les, pesca). Carece de un mercado regional am­plio. Por tanto, Mérida debería primero prestar atención a mejorar el nivel de vida entre los ma­yas. La aglomeración urbana pasa de los 300000 habitantes y sigue creciendo, mientras que las zo­nas de influencia de otras ciudades (Campeche, Chetumal, Cancún o Valladolid) son muy peque­ñas (1979: 458).

Es obvio que cuatro décadas no han cambiado gran cosa el proceso de urbanización en Mérida. La. población urbana crece constantemente si bien no de una manera espectacular: de 97 000 en 1940 a 143 000 en 1950, y de 172 000 en 1960 a 217000 en. 1970; y una estimación de 300 000 para 1980 (Unikel et al. 1976: 380, 381). Los efectos de la recesión en la industria henequenera son visibles simplemente examinando la lenta decadencia de Mérida en la jerarquía urbana nacional en comparación con otras ciudades en rápido crecimiento. Era todavía en 1950 la sexta, pero bajó al lio . lugar en 1960, al 14o. en 1970, aunque se espera que ocupará el 13o. en 1980. Por otra parte, al desarrollo reciente de la exploración pe­trolera está creando un auge urbano en la ciudad de Cam­peche (población en 1970: 71 000) mientras que Cancún (población en 1979: 26000) se ha convertido en un im­portante centro turístico internacional (148000 visitantes en 1978) y nacional (37 000 en el mismo año) desde su desarrollo por el gobierno mexicano como “polo de cre­cimiento” regional a principios de los años 1970.

Sin duda, el estudio de la urbanización de Mé­rida y Yucatán representa un reto importante para los antropólogos y otros científicos sociales en las próxi­mas Secadas. El crecimiento estimado de Mérida en­tre 645 000 y 730 000 residentes para 1990 (Unikel

et al 1976: 301) en el contexto de una expansión impor­tante de las actividades petroquímicas y turísticas de la región muestra la urgencia de seguir analizando los pro­blemas planteados en The Folk Culture af Yucatán.

Monterrey

Tras la independencia, el gobierno mexicano trató de establecer un control más fírme sobre el área fronte­riza norteña medíante la colonización con extranjeros y me­xicanos. La ínefícíencía de esa polítíca se manifiesta en la pérdida de casi la mitad del territorio nacional tras los conflictos con Texas, California y el resto de lo que se convirtió en el suroeste norteamericano. La marginalidad geográfica y polítíca de la zona norte, realizada por la ausencia de una vasta población indígena explotable, y por las desventajas naturales como la carencia de agua y buenas tierras agrícolas, creó en los colonos un espíritu fronterizo de autosuficiencia y actitud emprendedora dis­tinto al del resto de México.

Como señalan Balan et al (1973: 36-37), “Monte­rrey se halla empapado del espíritu del N o rte .. . No hay dudas sobre la mística de Monterrey en el contexto me­xicano: trabajo duro y laboriosidad, imbuido con algo de tacañería”. El desarrollo de Monterrey como el principal centro industrial en el norte de México a fines del siglo XIX desmiente sus orígenes humildes y demuestra, una vez más, la importancia de acontecimientos externos en el proceso de urbanización mexicano durante el período na­cional.

En 1803, Monterrey era una pequeña ciudad de só­lo 7 000 habitantes y escasas perspectivas de futura gran­deza. La ganadería y actividades derivadas dominaban la escena local; comparada con otras ciudades norteñas, la minería carecía de importancia. La ciudad participaba en un sistema urbano-económico débilmente articulado al

área central de México. Durante la guerra de independen­cia y el período de la reforma liberal, Monterrey comenzó a florecer como un importante centro comercial regional. La guerra con Texas en los años 1830 y la subsiguiente guerra con los Estados Unidos en los 1840 simplemente montaron el escenario para el papel de Monterrey en ca­lidad de intermediaria durante la guerra civil norteameri­cana en los años 1860. El activo comercio con los Con­federados reflejaba asimismo las crecientes actividades manufactureras en la ciudad (e.g. se construyó una im­portante fábrica textil en 1856).

Tras una pequeña decadencia en los años 1870, co­mo resultado de la pérdida de su función distribuidora en favor del puerto de Matamoros, Monterrey resurgió durante el Porfiriato. Los capitalistas y empresarios de Nue­vo León, a quienes servía de capital y principal centro urbano, aprovecharon las leyes fiscales especiales para desarrollar grandes empresas comerciales e industriales durante los dos últimos decenios del siglo XIX. En 1880, la dudad tenía 30 000 habitantes, mismos que se dupli­caron para 1900. El enérgico liderazgo del general Ber­nardo Reyes contribuyó a acelerar la introducción del fe­rrocarril que unió a Monterrey con el puerto de Tampico, con los Estados Unidos, y con la ciudad de México. Al igual que en otras áreas de México durante este período, la red ferrocarrilera fue crítica para colocar a la ciudad a la cabeza de un amplio sistema urbano regional.

El capital extranjero se sintió atraído por las opor­tunidades industriales locales durante la última parte del Porfiriato. La disponibilidad de una fuerza de trabajo relativamente capacitada, la proximidad al mercado nor­teamericano, y un adecuado suministro de agua fueron bases importantes para el florecimiento del distintivo es­píritu empresarial de los regiomontanos. El crecimiento notable y diversificado de Monterrey ejemplifica el im­pacto de un período de consolidación política y acumula­

ción de capital (combinación de inversiones locales y ex­tranjeras). En los años 1890 y principios del siglo XX, se construyeron un cierto número de nuevas industrias incluida la primera siderurgia de América Latina (1900). Al mismo tiempo, los industriales se expandieron e hicie­ron de Monterrey un centro bancario y comercial. La expansión económica tenía su paralelo demográfico: la población urbana alcanzó 79 000 habitantes en 1910, con­virtiendo a Monterrey en la cuarta ciudad del país (Ba- sols Batalla 1978: 33-54).

La Revolución tuvo un gran impacto en Monte­rrey y su región. La ciudad fue el escenario de conflictos entre las fuerzas de Villa y Carranza, sin embargo, aun en los momentos más difíciles no se detuvo el desarrollo industrial. La población alcanzó los 88000 habitantes en 1921 a medida que se establecieron nuevas industrias alimenticias y mobiliarias. Después de la Revolución, si­guió el proceso industrial y urbano. A pesar de los pro­blemas causados por la depresión, y la debilidad debida a los vínculos regiomontanos con las economías norteame­ricana y mundial, continuaron estableciéndose más y más compañías. Muchas firmas se unieron en grandes con­glomerados que combinaban su poderío industrial con la pericia bancaria y comercial para dominar, el mercado na­cional. Los cambios en la estructura económica nacional, resultado de las reformas laboral y agraria en los años 1930 también surtieron efecto en Monterrey. La expropiación petrolera en las áreas de Tampico-Huasteca y Reynosa fue de especial importancia al garantizar un suministro fijo a la región. *

En 1940, cuando el clima político y económico de México fomentaba la industrialización masiva, Monterrey se hallaba bien pertrechado para aprovechar las nuevas oportunidades. Los 190000 habitantes de 1940 (ahora ya la tercera ciudad del país) se elevaron a 345 000 en 1950 y a 699 000 en 1960. En los años 1950 y 1960, la

economía de Monterrey creció todavía más, gracias a me­jores suministros de gas, petróleo y electricidad. La mi­gración se volvió un factor constante de la expansión de­mográfica especialmente desde el mismo Nuevo León, y de los estados limítrofes: San Luis Potosí, Coahuila, Ta- maulipas y Zacatecas. La concentración urbana era tan grande que la ciudad sobrepasó enseguida sus límites administrativos nominales a medida que los asentamien­tos de paracaidistas y los barrios de clase media y alta comenzaron a surgir en las áreas circundantes, incluso invadiendo ilegalmente tierras del Parque Nacional esta­blecido por Cárdenas (Montaño 1978).

Lo que Bassols Batalla (1979:452) ha descrito co­mo la “primera etapa de la metropolización” de Monterrey ha presenciado la baja demográfica del centro con respec­to a la población urbana total (de 95% en 1950 a 72% en 1970). Este cambio de la población hacia la periferia ha ocurrido a medida que aquélla ha continuado crecien­do: de 1 096000 en 1970 a 1 700 000 en 1980. Parece probable que la redistribución demográfica en el centro y la periferia se equilibrará en los años 1980, cuando la población metropolitana de Monterrey alcance los 2 600 000 habitantes (Unikel et al 1976: 301).

C o n c l u s i ó n

La urbanización mexicana ha tenido fluctuaciones cíclicas notables. Los cuatro ejemplos —ciudad de Méxi­co, Oaxaca, Mérida y Monterrey— muestran la diversi­dad del desarrollo urbano del país. Es distintivo el papel que juega cada ciudad respecto a su hinterland inmedia­to, al resto del sistema urbano nacional y al sistema eco­nómico internacional. Las dimensiones temporal y espa­cial de la urbanización entre estos cuatro casos merecen gran atención porque uno observa cómo se combinan una gran variedad de fuerzas locales, regionales, nacionales e internacionales en la configuración del desarrollo urbano.

Ha habido una dialéctica constante entre ciudad y campo, con la balanza del poder oscilando de una a otro depen­diendo de las condiciones. Estos aspectos centrífugos y centrípetos del proceso urbanizador se han adoptado no sólo a los acontecimientos internos sino también a acon­tecimientos que trascienden las fronteras de México. Po­demos resumir el proceso urbanizador mexicano como si- gue.

El siglo XIX puso final al régimen colonial. La in­dependencia inició un período de violencia y disturbios que provocaron reveses económicos. La nueva clase diri­gente se componía sobre todo de criollos conservadores que estaban más interesados en sus grandes propiedades que en el comercio e industria urbanos. Los conflictos con Texas y los Estados Unidos resultaron en una drás­tica reducción del área norte, pero tuvo el efecto positivo de eliminar una vasta zona que, en cualquier caso, había tenido vínculos muy débiles con el resto del país. Las guerras de los años 1830 y 1840, y el consiguiente in- volucramiento de los Estados Unidos en la guerra civil, enfrentaron constantemente a México con su vecino del norte. Durante la primera parte del siglo XIX, la urba­nización fue lenta y el crecimiento demográfico y econó­mico paulatino. Las leyes de Reforma resultaron en un gran impulso para cambiar el sistema urbano con la des­amortización de las tierras y propiedades urbanas de la Iglesia y las corporaciones. Durante los dos últimos dece­nios del siglo, la dictadura porfirista volcó a México en un proceso industrial y urbano. La creación de un siste­ma ferrocarrilero nacional fue básico para centralizar la je­rarquía urbana en la ciudad de México, manteniendo a Veracruz como el puerto clave para las exportaciones y las importaciones. Se incrementó el papel del capital ex­tranjero y comenzó en serio la industrialización depen­diente. Las actividades anexas en los campos de la mi­

nería, la agricultura y la ganadería aportaron la dimen­sión rural a un auge importante en el desarrollo urbano.

Con el siglo XX llegó también la caída del Porfiria-

to. El campo estalló y las ciudades se convirtieron en lu­gares de refugio para campesinos y aristócratas. Los lí­deres mexicanos volvieron su atención hacia el interior, y especialmente en la era cardenista, se volcaron a la re­forma agraria y 3a legislación laboral. Aunque había di­ferencias considerables en la población regional y el cre­cimiento económico en el período 1910-1940, el patrón general fue una disminución del ritmo de desarrollo ur­bano y el surgimiento de la ciudad de México como un centro aún más dominante que antes. El surgimiento de un estado activista preparó el camino para un papel más importante del gobierno federal en el futuro creci­miento urbano e industrial.

A partir de 1940 se gestó una explosión de crecimien­to industrial y urbano. Las ciudades han crecido rápida­mente y la población nacional se ha expandido como re­sultado de tasas bajas de mortalidad y una alta fertilidad. La migración hacia las ciudades ha alcanzado niveles muy altos, sentando la base para tasas futuras de crecimiento urbano elevadas (Arizpe 1978; Butterworh 1962). Du­rante este período la estructura urbana de México ha ido llenando los vacíos, con un notable desarrollo urbano al norte y occidente del altiplano central. Los vínculos con los Estados Unidos se han reforzado, como resultado del flujo de migrantes (legales e ilegales) y el espectacular crecimiento de las ciudades fronterizas mexicanas en los años 1970. A lo largo de ese período, la ciudad de Méxi­co estrechó su cerco sobre el sistema urbano nacional. Surgió como una de las grandes metrópolis del mundo, con una población de tal vez 15 millones en 1980 y una parte desproporcionada de las actividades económicas, po­líticas, sociales y culturales de la nación. Esta centraliza­ción del sistema urbano ha sido ampliamente observada

por científicos sociales interesados en la urbanización en decenios recientes, pero hasta fines de los años 1970 se habían tomado escasas medidas gubernamentales efectivas para cambiar la balanza de poder. Los nuevos esfuerzos para contrarrestar las políticas que favorecían la concen­tración urbana e industrial no resultarán en una descen­tralización inmediata. Los aspectos históricos y estructura­les de la urbanización mexicana no pueden alterarse tan fácilmente mediante simples medidas legislativas. Que­da por verse si el período más reciente de centralización, estimulado por inversiones intensivas de las corporacio­nes multinacionales y agencias monetarias internaciona­les, no puede ser contrarrestada durante los dos últimos decenios del presente siglo.

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