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    Existe un elemento común que denota la cotidianidad y la espera, un

    tiempo vacío que quiere llenarse, y que realmente lo hace, a la

    incertidumbre de un acontecimiento, de algo importante y repetitivo.

    Poseedor de nuestros gustos o inconformidades, algo que por rutina

    está establecido y a un trasfondo por temas culturales, morales, éticos

    (o como se le quiera llamar a aquellos que nos “forjan”) hacen que re

    aparezcan en nuestras vidas aquellos momentos de festejo… Pero qué

    se puede considerar como una fiesta?

     Aquellos días en los que los “seres más queridos” (e hipócritas también)

    se reúnen para festejar simultáneamente la vida y la muerte. O tal vez,

    esas semanas donde los días se llenan de nuevas experiencias

    generadas por lugares, personas y culturas. Muy seguramente, lo

    primero que consideramos como fiestas son aquellos días que marcan

    una pauta en el año y que han sido catalogadas culturalmente como

    espacios de reunión. Pero qué simbología guardan?

    Tantas como objetos, comidas, palabras, vestidos, agüeros,

    decoraciones y sobre todo fotografías. De cada año, en el momento

    adecuado, en el instante decisivo -tal cual como lo manifiesta Cartier

    Bresson-, o sólo como la captura de algún momento general para ser

    archivado en plásticos transparentes. Fotografías en las que re

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    aparecen los recuerdos de momentos, detalles, palabras y emociones

    que le dieron carácter a aquella festividad, y aún lo siguen haciendo…

    Momentos que suelen marcar una parte de nuestra memoria, que la

    mayoría terminan siendo, en mi, aquellos catalogados como buenos;

    pues afortunadamente inundan a los malos como lagunas que no dejan

    que retroceda en ellos.

    Detalles, tales como objetos, tradiciones, regalos, colores,

    decoraciones, combinaciones, etc… Que son parte de la festividad pero

    que a su vez reflejan la parte humana, sensible y característica de los

    protagonistas de ese tiempo en específico.

    Palabras repetidas que van madurando cotidianamente, que se van

    extendiendo hacia las frases y los párrafos para hacernos ver un tanto

    más cariñosos, más “conscientes” del tiempo festejado, más cultos y

    amables.

    Emociones, como el último tema que sale a flote, pero no precisamente

    por algún tipo de carencia, sino por aquel valor tan grande que conlleva.

     Al cual considero como uno de los motores principales del ser humano,

    como aquello que nos hace revivir tantos momentos, que nos

    encuentran con personas y también nos alejan de ellas. Una palabra

    con un significado que apenas puedo pensar…

    La fiesta, como una combinación de simbologías, personas,

    acontecimientos y fechas, que muchas veces trascienden su tiempo

    propio para dejar huella.

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    Es un concepto que acompaña a las personas, no sólo en momentos

    determinados de su vida, sino a lo largo de esta, pero que se manifiesta

    de distintas maneras dependiendo del tiempo que se este viviendo.

    Todo comienza por un juguete: “un elemento que sirve para pasar un

    tiempo de ocio [o tal vez, solo el tiempo]”, el primero, el que todos

    guardan como su tesoro más valioso después de aquella cobija con la

    que fueron arropados por primera vez. Después, se ve encerrado en un

    ciclo en el que tiene que ser tanto un objeto, como una actividad ó la

    combinación de éstas. Claro está, cambiando sus características físicas

    y funcionales a medida del tiempo, pero nunca, dejando a un lado

    aquellas reglas (implícitas en unos casos) que permiten su uso o su

    desarrollo.

    En medio de la reflexión, mi primer juguete no es de lo más valioso e

    importante (aún cuando lo tengo hasta este momento), considero que

    aquellos que no tuve fueron mucho más importante, por el deseo que

    involucraba el tenerlos. Con eso, hago referencia en las palabras de mi

    madre, quien decía que siempre creyó que al nacer sería un niño… Si,

     jugaba con Barbies, Polly Pocket, bebés de felpa.. También eran mis

    objetos predilectos en la lista a “Papá Noel” pero no antes de esos

     juguetes platónicos ( soñados) que todos alguna vez quisimos; los míos

    constaban de un carro a control remoto y una pista de carros… Nunca

    los tuve, pero que buen presentimiento el de mi madre.

    Por otro lado, es importante aclarar antes de mi siguiente punto que los

     juegos no siempre tienen que ser jugados, valga la redundancia; sino

    que también pueden ser observados y admirados… A mis 11 años,

    fulgurosamente despertó en mi esa pasión de admirar el fútbol… Sí,

    volví a tener algo de niño, según mi mamá… Al día de hoy, soy una

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    aficionada, que colecciona camisetas, objetos, recuerdos, de sus

    equipos favoritos y que ahorra para ir a los estadios y tener ese placer

    de admirar un juego tan histórico como el fútbol. ¿Acaso el juego y los

     juguetes no tienen como objetivo una finalidad didáctica? Todos

    tenemos que aprender las técnicas del futbol, la fotografía, el patinaje,

    las cabalgatas, las atracciones mecánicas y hasta de las “montoneras”.

    Y como todos tenemos derecho a aprender, también es increíble la

    capacidad que tienen los juegos de transformarse o ser transformados

    por el mismo tiempo o los vivientes de este. No es lo mismo jugar “Uno”

    a los 11-12 años que a los 19 o 20, dónde ese castigo de “+2 cartas”generado por las reglas del juego, se ve llevado a un “+2 shots” o cosas

    similares. Por otro lado, es extraño el sentimiento de ver a un niño

    embelesado por una pantalla con juegos mientras nosotros podíamos

    durar horas jugando a las escondidas, a la lleva, a los ponchados;

    donde la única regla que marcaba el final era la puesta del sol. Tal vez,

    no es extraño el sentimiento, sólo es nostalgia de ver alguien

    imposibilitado a socializar por la “magia” de una pantalla full HD. Hemos

    transformado el funcionamiento de los juegos, pero hicimos que

    muchos perdieran la esencia, la magia de emocionarse por salir a jugar,

    por compartir en familia un tablero de mesa.