antología loca 12 13

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A A N N T T O O L L O O G G Í Í A A L L O O C C A A (COLECCIÓN DE TEXTOS PARA EL COMENTARIO) TES - 2012-13 Sin nombre de autor Sin fecha Sin orden cronológico

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Page 1: Antología loca 12 13

Sin nombre de autor

AANNTTOOLLOOGGÍÍAA LLOOCCAA (COLECCIÓN DE TEXTOS PARA EL COMENTARIO)

TES - 2012-13

Sin nombre de autor Sin fecha

Sin orden cronológico

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A un esqueleto de muchacha

En esta frente, Dios, en esta frente hubo un clamor de carne rumorosa

y aquí, en esta oquedad, se abrió la rosa de una fugaz mejilla adolescente.

Aquí el pecho sutil dio su naciente gracia de flor incierta y venturosa, y aquí surgió la mano, deliciosa

primicia de este brazo inexistente.

Aquí el cuello de garza sostenía la alada soledad de la cabeza,

y aquí el cabello undoso se vertía.

Y aquí, en redonda y cálida pereza, el cauce de la pierna se extendía para hallar por el pie la ligereza.

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El ciprés de Silos

Enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas el cielo con tu lanza.

Chorro que a las estrellas casi alcanza devanado a sí mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño, flecha de fe, saeta de esperanza. Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,

peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme, qué ansiedades sentí de diluirme

y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos, ejemplo de delirios verticales,

mudo ciprés en el fervor de Silos.

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Errores

Si el mundo estuviese hecho de harina, querríamos conocer los secretos de la harina; si de huevo, los secretos del huevo; si de plastilina, los de la plastilina. Nosotros estamos hechos, sobre todo, de palabras. Cuando nacemos, alguien toma en sus brazos ese trozo de carne fresca y comienza a amasarlo con palabras. Somos niños o niñas, altos o bajos, feos o guapos, porque nos cuecen en una salsa de adjetivos, pronombres, verbos, ad-verbios y preposiciones. Un hombre hecho, incluso a medio hacer, es el hijo de, el novio de, el padre de, el amigo de, del mismo modo que es ingeniero o médico o mendigo, además de español, inglés o lituano. Por eso, conviene conocer el funcionamiento de las palabras con la precisión con la que conocemos el de los pulmones. El corazón mata, pe-ro las palabras también. Si a usted, por ejemplo, le asignan la palabra mujer, corre el pe-ligro de perecer a manos de un marido (llevamos 38 mujeres muertas en lo que va de año). Y si le asignan el término inmigrante, tiene bastantes posibilidades de ahogarse al cruzar el Estrecho en una balsa. Vamos al cardiólogo cuando nos duele el corazón, pero no se nos ocurre acudir al gramático cuando nos duele la vida. Y hacemos bien, porque lo cierto es que cada uno debería ser su propio gramático. Acabo de comprar una novela titulada “Cuando éramos mayores”, de Anne Tyler (Alfaguara) cuya primera frase dice así: “Érase una vez una mujer que descubrió que se había convertido en la persona equivo-cada”. No puedo decirles cómo sigue porque llevo varios días intentando digerir ese co-mienzo tan terrible como esperanzador. Es cierto: a veces no eres capaz de sacar ade-lante el proyecto que tenías de ti y te sale un individuo detestable. Pero si dispones de los recursos verbales necesarios para darte cuenta, quizás puedas rectificar. Me pregunto si no nos habremos convertido en las sociedades y en las naciones y en los países equivo-cados. Y si todavía estamos a tiempo de construir una frase tan sencilla, pero tan eficaz, como la de esa novela: érase un mundo que descubrió que se había convertido en un mundo equivocado. Hay que hacer un pequeño esfuerzo sintáctico, pero vale la pena. Vi-va la gramática.

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Nacionalismos

El pueblo vasco, como el español o el belga, por poner tres ejemplos, existen porque la vida es absurda. Si nuestro paso por la Tierra tuviera algún fin un po-co consistente, ¿a quién se le iba a pasar por la cabeza dedicarse a ser un pa-triota gallego o catalán o sueco (en el caso de que exista esta última variedad, lo que me parecería inconcebible)? Lo difícil, en todo caso, es aguantar la vida a palo seco, sin la protección de una bandera y su correspondiente himno. De ahí que el mundo esté lleno de nacionalidades, algunas lo suficientemente ex-céntricas como para llenar el vacío de varias generaciones. De alguien que ex-pirara gritando “¡Vivan los Vosgos!”, se podría afirmar sin género de dudas que había gozado de una existencia plena. Además, le pondrían una calle. Pero el nacionalismo no siempre basta para aliviar el vértigo de no saber quién eres, adónde vas o de dónde vienes. Hay patriotas franceses, alemanes o turcos pro-fundamente insatisfechos de sí mismos. Por eso conviene redondear la identi-dad nacional con una religión. Ser, por ejemplo, profundamente inglés al tiempo que radicalmente protestante constituye un seguro de vida. No se sabe de ningún español católico, por poner otro caso, que haya sufrido una depresión profunda. Quizá una úlcera sí, pero la úlcera tiene mejor pronóstico que la de-presión. Conocemos un sustituto de la religión y la patria, el bricolaje, que no hace daño a nadie y con el que lo único que se matan son las horas. Pero está poco implantado todavía. El Gobierno, la oposición y los partidos periféricos compiten en los últimos días por ver a quién le gusta más España y su bandera, lo que parece que da votos (y sentido). Me gusta mucho España, repetía Zapa-tero no hace mucho en una emisora de radio. No habríamos reparado en ello de no ser porque lo afirmaba con tal pasión que daban ganas de decirle que Finlandia tampoco estaba mal. Y no está mal, pero si lo dices en una entrevista te corren a gorrazos. Es como si un arzobispo castrense de Zaragoza dijera que preferiría ser búlgaro y sintoísta, o egipcio y yoruba lo que, a poco que se considere, son combinaciones tan viables o inviables como cualquiera otra. Lo que hace falta es que todo esto sea para bien.

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Siete mil

Al parecer en el mundo hay 7.000 lenguas. Y la mitad están en trance de des-aparición. Acongoja imaginar esa gigantesca masacre silenciosa. Una lengua es algo extraordinario, es uno de los mayores logros de la mente humana. Un logro colectivo. Asombra todo ese ingenio, esa creatividad, ese esfuerzo inver-tido por una comunidad durante milenios no sólo para crear una herramienta de comunicación eficaz, sino también para dar forma a sus sueños y a sus miedos, a su manera de ver el mundo. Una manera única, porque cada lengua es una traducción de la realidad. Y todo eso, todo, junto con las memorias de los ante-pasados, los cuentos que las madres contaban a sus niños, las canciones y los rezos, desaparece calladamente para siempre cuando muere una lengua, y al poco es como si ese pueblo nunca hubiera existido. Siempre me conmovió esa preciosa historia de Humboldt, el gran naturalista alemán, que en su viaje de exploración por Centroamérica entre 1799 y 1804 se encontró con que una de las tribus que quería visitar, la de los atures, había sido exterminada por los ca-ribes, y que sólo quedaba un pobre loro viejo y tiñoso que farfullaba una canti-nela que nadie entendía, que era la lengua atur. Humboldt, sabedor del valor de lo perdido, invirtió infinidad de horas intentando transcribir al papagayo y res-cató cuarenta palabras, es decir, cuarenta sonidos seguramente deformados por el animal y que nadie sabía lo que significaban. Pero por lo menos gracias a ese pájaro, y sin duda a Humboldt, hoy estamos siquiera mencionando a los atures. Déjame que te diga que hay casos peores, como el de esos dos ancia-nos del Estado de Tabasco, en el sureste de México, que son los dos últimos conocedores de la lengua zoque que hay en el mundo. Lo malo es que están enfadados y no se hablan. Somos más idiotas que los loros.

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La vida dulce Henos aquí en mitad de la canícula y quizá de nuestras vacaciones. O sea, jus-to en esos días con los que soñamos el resto del año. Un tiempo de sensuali-dad en el que decidimos mimar nuestro cuerpo: la gozosa pereza de levantarse tarde, el placer de comer y beber con cierto exceso, el gustito de sentir la frial-dad del agua por encima de nuestra piel recalentada. Todo perfecto, salvo por esa tonta tendencia que padecemos los humanos a sentirnos insatisfechos con lo que tenemos y a fastidiarnos el presente con cualquier fruslería. Como decía John Lennon, la vida es eso que sucede mientras nosotros nos dedicamos a otra cosa.Y esa otra cosa puede ser una estupidez. El otro día vi a una chica treintañera en una playa cubierta con una camisola hasta las rodillas. "¡Que no, que no me quedo en bañador, que estoy muy gorda!", decía con exasperación a sus amigas. No sé qué está pasando en España con el cuerpo: somos el pri-mer país de Europa y el tercero del mundo en operaciones de cirugía estética. Se diría que no conseguimos aceptarnos como somos. Por añadidura, la obse-sión por la delgadez es un malentendido mundial. Hace unos meses, una revis-ta femenina australiana publicó las fotos de cuatro chicas con tipos distintos y los lectores tuvieron que elegir el cuerpo ideal. La mayoría de los hombres eli-gieron a una joven que había sido descrita como "con sobrepeso" por el 85% de las mujeres. Y la modelo que recibió la gran mayoría de los votos femeninos sólo obtuvo un 19% de los votos masculinos: la chica era un espárrago. No sa-bemos vernos, de la misma manera que no sabemos apreciar el presente en toda su riqueza e intensidad. ¿Un cuerpo gordo? No, un cuerpo sano, una rea-lidad apacible, un momento feliz. Déjate de pamemas y disfruta el regalo de es-ta vida dulce que te late en las venas. Porque luego se acaba.

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Los pies

Si los extraterrestres llegaran a nuestro planeta y analizaran a escondidas a los terrícolas, ¿cuál crees que sería, según, ellos el objeto más universal de la cul-tura humana, el símbolo de nuestra identidad? Te daré una pista: observa a los talibanes. Los historiadores aseguran que los afganos constituyen uno de los pueblos más violentos e indómitos que jamás han existido. Diversos imperios intentaron conquistarles a lo largo de los siglos, pero ninguno consiguió su obje-tivo. Milenariamente pobres, divididos en tribus, aislados por una geografía tre-mebunda y acostumbrados al ataque de los vecinos, los afganos siempre han rechazado lo exterior, y los talibanes no son sino la versión extrema y delirante de esa vieja barbarie. Puestos a repudiar al resto del mundo, los barbudos inte-gristas interrumpieron las líneas del dinero y cerraron los bancos. Y, por si esto fuera poco, decretaron la muerte de la sociedad de la imagen y colgaron televi-sores reventados y destripadas cintas de vídeos de las copas de los árboles. Son unos individuos, en fin, fieramente orgullosos de su aislamiento y de su di-ferencia demencial con los demás. Pues bien, incluso estos tipos, que deben de contarse entre los más raritos de la Tierra, calzan a menudo zapatillas deporti-vas. Ahí están, con la barba y el turbante obligatorios, pero con las patazas bien metidas en las nike o en la mala copia de las nike. Atiza, dirán los extrate-rrestres: esto sí que es el símbolo de la humanidad. Barbudos con deportivas matan a otros barbudos con deportivas. Chicos del Bronx matan a otros chicos para robarles las zapatillas. Ejecutivos europeos calzan deportivas de marca confeccionadas por fatigados deditos de niños asiáticos; y esos niños tal vez lleven zapatillas piratas cosidas por deditos aún más cansados. Los verdugos usan deportivas, y también las víctimas. Y los esquimales en el Polo Norte o los kikuyus en África. Los humanos no hemos conseguido ponernos de acuerdo en nada más, pero con las deportivas hemos alcanzado el primer consenso global de toda la historia. Tal vez los extraterrestres crean que les damos a los pies mucha importancia; tal vez incluso deduzcan que pensamos con los pies; tal vez están en lo cierto.

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Victorita y su madre

Victorita, a la hora de la cena, riñó con la madre. -¿Cuándo dejas a ese tísico? ¡Anda, que lo que vas a sacar tú de ahí! -Yo saco lo que me da la gana. -Sí, microbios y que un día te hinche el vientre. -Yo ya sé lo que me hago, lo que me pase es cosa mía. -¿Tú? ¡Tú qué vas a saber! Tú no eres más que una mocosa que no sabe de la misa la media. -Yo sé lo que necesito. -Sí, pero no lo olvides; si te deja en estado, aquí no pisas. Victorita se puso blanca. -¿Eso es lo que te dijo la abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma. Victorita ni se movió. -¡Golfa! ¡Mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Asi no se le habla a una madre! Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenia en los dientes. -Ni a una hija tampoco. Si mi novio está malo, bastante desgracia tiene para que tú estés todo el día llamándole tísico. Victorita se levantó de golpe y salió de la cocina. El padre había estado callado todo el tiempo. -¡Déjala que se vaya a la cama! ¡Tampoco hay derecho a hablarla así! ¿Qué quiere a ese chico? Bueno, pues déjala que lo quiera, cuanto más le digas va a ser peor. Además, ¡pa-ra lo que va a durar el pobre! Desde la cocina se oía un poco el llanto entrecortado de la chica, que se había tumbado encima de la cama. -¡Niña, apaga la luz! Para dormir no hace falta luz. Victorita buscó a tientas la pera de la luz y la apagó.”

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Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de ilusiones, dejó que su mano izquier-da acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer lo últimos capítulos. Su memo-ria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida dis-yuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirable-mente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertada agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atado rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la ca-baña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a casa. Los pe-rros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porque y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciope-lo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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Bilingüismo en las escuelas

El bilingüismo lo trajo a España un legionario del Imperio Romano cuando dijo en latín a una íbera: Tía, estoy por ti. Y a los pocos años ya tenían cuatro vástagos bilingües. Se dice que las íberas sabían latín, pero no es cierto, se referían los historiadores a otras artes. La lengua del Lacio ni era fácil ni lo ha sido nunca. Los romanos sí hablaban latín. Si hubiesen tenido que aprenderlo, decía el poeta alemán Heine, no les habría quedado tiempo para conquistar el mundo. El Imperio, como el Ministerio, también puso escuelas en Hispania, y el latín corrió la misma suerte que el inglés: sólo llegaron a do-minarlo, en sus primeros tiempos, los niños ricos que viajaban a Roma que era por entonces lo mismo que Londres ahora. Nos invade el inglés por méritos, por narices y por acuerdo entre el British Council (que es algo así como el SPQR) y el Ministerio de Educación. Los chicos que tengan ese honor podrán hablar en inglés y enterarse de lo que vale un peine cuando vayan de vacaciones a Irlanda. De la misma manera asistimos al entierro del latín después de más de dos mil años de edad, y a la agon-ía de sus románticos profesores. Somos privilegiados espectadores del sepelio, y del despliegue irre-sistible del inglés. Y que nadie pronostique el próximo milenio, resultará gratuito. Con la misma fe que creo en el bilingüismo, rechazo el culto al inglés y denuncio la multiplica-ción de libros, cursos, viajes y otros quehaceres británicos, mientras ese mismo afán no llegue tam-bién a la física, a la filosofía, a la historia y al arte, entre otras asignaturas. Desdeño la manera que te-nemos de entender el mundo según la intensidad de la galopada hacia la acumulación de bienes. Me incomoda pensar que una dedicación tan intensa oscurezca o eclipse en nuestros jóvenes el descu-brimiento de su propia identidad, de la nuestra. Tenemos muchas cosas que aprender a la vez que la lengua del imperio anglosajón: los fanáticos del poder deberían estudiar Ética; los conductores irasci-bles, Retórica; los propensos a la toxicomanía, Ciencias Naturales; los parados, Filosofía; los que vo-tan a partidos inspirados en Marx, un viaje por Rumania y Chechenia; los intolerantes, Civismo; los que dicen entender de sentencias de muerte y las ejecutan, Biología; los insaciables pilotos, buenos exámenes de Historia Social; los políticos, Matemáticas (sumar y restar sin «llevarse» nada) y los doc-tos y encumbrados profesores, Ciencias Humanas. Y si algún chico no aprende inglés ahora, que no se preocupe. Eso les pasa también a los que asisten a clase. Añadir a un instrumento tan nuestro (el español) otro distinto (el inglés) es como ponerse un brazo ortopédico, nunca se podrá utilizar como el propio. El auténtico bilingüismo ha sido siempre tan natural como el monolingüismo, y su adquisición el resultado de la convivencia en el país en que se habla. De manera natural los catalanes en el siglo XVI abandonaron su propia lengua en favor del español. Los romanos no impusieron la desaparición del íbero, y sin embargo se fue. El vasco permaneció a pesar de las influencias del latín, y perdura en contra de las previsiones de muchos eruditos. La carrera imparable del inglés no puede desplazar a otras materias, pues no será más que un brazo ortopédico añadido a los naturales. El bilingüismo no se obtiene con horas de clase en el colegio, sino con el método irreflexivo y natural que usó el aguerri-do legionario romano cuando dijo en latín vulgar a la hermosa íbera: Tía, me molas.

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Spanglish Estás ready. Voy a buscarte. No sorry wait a minute estoy terminando de lonchar. Okay no tardes. Te llamo patrás.

El spanglish avanza. Nos guste o no nos guste. Es una realidad. La mezcla del español y del inglés se ha con-vertido en una especie de lengua que se utiliza cada vez con más frecuencia en las regiones estadounidenses donde abunda la población hispana. Es un destrozo de ambos idiomas, por supuesto. Pero hay mucha gente que ya no sabría hacerse entender solamente con uno, y la constante mezcla del inglés y del español como algo absolutamente lógico, se ha convertido en su habitual forma de expresión.

- ¿Cómo se llega a tu casa? -Te subes al free-way you know y exitas en la ochenta y siete... El spanglish no consta únicamente del empleo de palabras en los dos idiomas, sino también de la traducción li-

teral de muchas de esas palabras, que lleva a extremos verdaderamente increíbles. Ejemplos: exitas (sales) el teléfono ringó (sonó) voy a tapear unas cartas (escribir a máquina) estoy vacuneando las carpetas (pasando la aspiradora a las alfombras) descolgaron el teléfono y hangaron (colgaron) no encuentro ningún rufero (el que arregla tejados) no olvides lockear (cerrar) el cerrojo; te llamo p atrás (I call you back) dame un phonazo (telefonéame) los truckeros (camioneros) me ayudaron...

El doctor Jaime Santamaría, burgalés, coordinador de información de la Academia Norteamericana de la Len-gua Española, me decía hace unos meses que el spanglish fue un esfuerzo que murió en el momento de nacer y que se trata de una deformidad de dos hermosas lenguas, que carece de gramática, que nadie lo escribe y al que nadie dio el menor crédito. El idioma español - añadía el doctor - está creciendo en número de los que lo hablan en Estados Unidos (más de treinta y siete millones) y en la calidad gramatical del mismo. Anyway hago un breack y luego te llamo... Right!

- ¿A qué hora es tu meeting - A las ocho. Ya voy fuera de schedule ¿Me das un ride hasta la oficina? A pesar de ser una deformidad de dos lenguas, de no tener gramática y de la risa y la indignación que nos pro-

duce, el spanglish no detiene su carrera. - ¡Qué frío hace aquí! Yo estoy freezada - ¿Dónde es que tú dices que tiene el show-room tu amigo anticuario? - Me gusta mucho más aquel conditioner que éste. - Mi average es estupendo este trimestre. - Dame un chance ¿sí? - Estoy rendida. So voy a acostarme ahora mismo. La Academia Norteamericana de la Lengua Española (correspondiente de la Real Academia Española) lleva a

cabo una gran labor para defender y conservar nuestro idioma. El español está de moda y las raíces hispanas son profundísimas en los Estados Unidos, aunque los libros de

texto en este país están llenos de errores y de omisiones, y deforman la Historia, y se olvidan - ¡qué frágil memoria! - del papel que España representó.

Pero hablar ambos idiomas no debe significar hablar uno solo, compuesto por los dos… Juntos sí pero no re-vueltos…

Pero en la radio un locutor sigue repitiendo: “No se me vayan, please”.(…) Convivir en una perfecta simbiosis. Ése se ¿Cómo se podrá lograr? Este sería el ideal. Pero qué difícil, a estas alturas desenredar la madeja en la que am-bos idiomas están mezclados. Todos somos culpables, vamos a reconocerlo. ¿Quién tiraría la primera piedra? Se nos contagia al cabo de algún tiempo aquí. Y, casi sin darnos cuenta, caemos en la trampa y spanglisheamos también a veces - ¡perdón! qué horror, a fuerza de tanto oírlo a nuestro alrededor, aun criticándolo, Dios mío, qué vergüenza con-fesarlo, oh my God!

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¿Estoy despierto?

¿Estoy despierto? Dime. Tú que sabes cómo hiere la luz, cómo la vida se abre bajo la rosa estrecida

de la mano de Dios y con qué llaves,

dime si estoy despierto, si las aves que ahora pasan son cifra de tu huida,

si aún en mi corazón, isla perdida, hay un lugar para acercar tus naves.

Angel mío, tesón de la cadena,

tibia huella de Dios, reciente arena donde mi cuerpo de hombre se asegura,

dime si estoy soñando cuanto veo,

si es la muerte la espalda del deseo, si es en ti donde empieza la hermosura.

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Los tíos de Eugenia En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras: ––(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal lle-gará pronto merced al esperanto?) Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en espe-ranto también. Augusto se decidió por fin. ––No le entiendo a usted una palabra, caballero. ––De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto –– dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido––: Fermín, este señor es el del canario. ––Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto ––le contestó su marido. ––Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted ––añadió volviéndose a Augusto–– ¿quién es? ––Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso cono-cería. ––¿De doña Soledad? ––Exacto; de doña Soledad. ––Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello. ––Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes. ––¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente? ––Para mí, sí. ––Gracias, caballero ––dijo don Fermín, agregando––: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas... ––Cállate con tu estribillo, hombre ––exclamó la tía––. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín? ––Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa. ––¿Esta casa? ––Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora. ––Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales. –– ¿Quién conoce los caminos de la Providencia? ––dijo don Fermín. ––Yo los conozco, hombre, yo ––exclamó su señora; y volviéndose a Augusto––: tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza... –– ¿Y la libertad? –– insinuó don Fermín.

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Cruzar el estrecho de Gibraltar

El perfil oscuro de la costa se iba haciendo cada vez más nítido. José miró a su alrededor. En la zo-diac se agazapaban veintisiete personas, la mayoría marroquíes, pero también había nueve subsa-harianos, entre ellos, dos mujeres. Todos reflejaban el miedo en su rostro. Sabían que muchos de ellos serían atrapados por la Guardia Civil y que, al menos, a los marroquíes los repatriarían. Más ade-lante, por supuesto, lo volverían a intentar, hasta que en una de las ocasiones consiguieran pasar sin ser vistos.

Por su parte, los subsaharianos habían sido aleccionados para no decir de dónde eran. Así no podrían repatriarles. Según contaban, la Guardia Civil los solía tener en cuarentena algún tiempo, y en la mayoría de los casos, les daban una orden de expulsión, pero sin poder llevarla a cabo. Después, les dejaban libres para deambular por el país, aunque, eso sí, sin opción a conseguir un trabajo al ca-recer(1) de permiso de residencia.

El otro tipo de emigrantes que no pasaban por Marruecos eran los sudamericanos, entre los que podría contarse él. Generalmente, estos emigrantes viajaban en avión, entrando como turistas con un billete de ida y vuelta, sin llegar a utilizar este último. Su situación, claro está, era irregular y podían pasar años antes de que consiguieran regularizar sus papeles.

Alguien le había asegurado que los cubanos gozaban de un régimen especial, como refugiados políticos, a causa de la dictadura comunista de Fidel Castro. En la mayoría de los casos, les conced-ían un permiso temporal de residencia.

Eso era una buena noticia para él, si era verdad... Ya se distinguía la playa. Era una interminable costa arenosa. Se palpó el bolsillo. Había comprado una pequeña guía de bolsillo del sur de España, así que

en todo momento sabría dónde estaba. De todas formas, había memorizado el recorrido, pueblos y ciudades que se encontraría en el

camino: Tarifa, Algeciras, Marbella, Málaga. Con un golpe seco, la zodiac varó en la arena. Rápidamente, los veintisiete ocupantes saltaron

a tierra y treparon por las laderas vecinas en desbandada. Tenían que esconderse de la Guardia Civil. No tardarían en llegar a buscarles, al menos, si les habían localizado en el radar.

Cuando amaneció llevaba siete horas caminando y estaba agotado. Buscó un lugar protegido y se tumbó a descansar. Abrió la bolsa y sacó pan, queso y dátiles. Bebió agua de una botella de plásti-co.

Al poco rato, le despertó el ruido de un motor. Desde su escondite vio que eran tres jeeps de la Guardia Civil. Todos ellos venían repletos de emigrantes. José reconoció a varios que habían viajado con él: unos marroquíes y otros subsaharianos. Pensó que él podía haber estado entre ellos. ¿Qué les harían?, ¿repatriarían a los marroquíes, como le habían asegurado?, ¿y a los otros?, ¿les dejarían li-bres para que se buscaran la vida?, ¿y él?, ¿qué harían con él si se presentaba a la Guardia Civil, o solicitaba permiso de trabajo y residencia?

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Me gusta cuando callas

Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía. Me gustas cuando callas y estás como distante. Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza: déjame que me calle con el silencio tuyo. Déjame que te hable también con tu silencio claro como una lámpara, simple como un anillo. Eres como la noche, callada y constelada. Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo. Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

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Los eufemismos y la realidad (...) Según el diccionario, eufemismo es el "modo de decir o sugerir con disimulo o decoro ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante". ¡Maravillas de la lengua y del inconsciente! Una somera relación de la prensa, en pocos días, me ha hecho descubrir (por un estremecimiento de incomodidad al leerlos) los siguientes eufemismos: no vidente, por ciego (¿ofende nuestra buena con-ciencia de videntes algo distraídos hacia el destino ajeno?); clases económicamente débiles, por pobres (Jonathan Swift proponía comérselos para evitar el feo espectáculo de verlos mendigar por las calles de Londres, que arruinaba el turismo); apreciación del dólar, por subida (¿subirá menos, si está apreciado?); afección, por enfermedad (debe ser más difícil morirse de una afección que de una maldita enfermedad) y una joya de nuestro lenguaje ... (o de nuestro inconsciente): intervención militar, por invasión. Seguramen-te el país que interviene militarmente atente menos contra los derechos de los nativos que un brutal país que invade. Sin embargo, no hay eufemismo inocente, tal como revela la drástica definición del diccionario. El lenguaje, creado, en principio, para expresar la realidad, ha inventado su propia máscara: es utilizado, muchas veces, para ocultarla, respondiendo a determinados intereses. Así, los interrogatorios de rigor a los que son sometidos los prisioneros o los detenidos en muchos países disimulan la tortura en su acep-ción más brutal, y los reajustes de plantilla, los despidos lisos y llanos. La pregunta ronda los ejemplos: ¿Cuándo y por qué una sociedad o algunos de sus individuos apelan al eufemismo? ¿Es posible que el lenguaje consiga, verdaderamente, ocultar la realidad? (...) Lo cierto es que los eufemismos nos quieren engañar, pretenden expresar una realidad menos conflictiva y dramática, más edulcorada, para una sociedad que no desee estremecerse y prefiere vivir en el paraíso de Disneylandia. De este modo, entre obreros y patronos no hay conflictos, sino contenciosos, los maridos que apalean a sus esposas sólo les infieren malos tratos, y cuando alguien no me paga es que carece de disponibilidad líquida. Los eufemismos van creando una suerte de suprarrealidad, un lago cristalizado donde no se refle-jan los hechos, sino las imágenes que deseamos tener de ellos. Los policías son agentes del orden y los Gobiernos no suben el precio de los artículos de primera necesidad, sino que los incrementan. Así, los eu-femismos instalan un espejo almibarado, una sutil red de equívocos y deformaciones destinada a no in-quietarnos, a disimular las contradicciones y problemas. Suprarrealidad que no consigue, empero, engañar a las víctimas, porque aquel que sufre un proceso respiratorio tiene, irremisiblemente, una neumonía, y cualquier día podremos sufrir de una larga y penosa enfermedad, o sea, un cáncer. Aunque los eufemismos invaden todos los territorios, su preferido, hasta ahora, es el de las rela-ciones públicas internacionales: las posibles víctimas de una tercera y definitiva guerra (o sea: todos) nos enteramos de la voluntad de acuerdo de las potencias o de su deseo de encontrar una solución interme-dia. Visto lo cual, la situación no resulta tan negra, sino, eufemísticamente, morena.

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Metamorfosis Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abrie-se la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los reca-dos, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cual-quier comida en la habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad.

Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la su-ciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gre-gorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la ma-dre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se des-pertó sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre in-tentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.

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Un proletario ilustrado

Es sintomático que jóvenes y no tan jóvenes con titulación universitaria emigren a otros países en busca de un trabajo y de un sueldo superior al que puedan aspirar en nuestro país. Las estadísticas indican que las sociedades más avanzadas son las que solicitan la contratación de talentos formados en nuestras universidades.

Hay en estos tiempos de crisis y de incertidumbres una gran movilidad humana. La novedad es que no se trata de los obreros no especializados de hace medio siglo, sino de personas formadas y con títulos superiores que deciden irse para no engrosar la masa del proletariado ilustrado que cada vez es más numerosa si son ciertas las estadísticas de que el 40% de los jóvenes se encuentran en el paro.

Esta situación no se va a corregir en un año ni en un mandato. Es algo estructural lo que ha fallado y nos hemos visto, de repente, en una situación en la que la inversión hecha en educación no ha producido resultados mínimamente aceptables.

Hay muchos jóvenes formados y con talento que trabajan en lo que les gusta y para lo que se han formado. Pero lo hacen con sueldos bajos, poco más de mil euros, y con la inseguridad que comporta un despido por razones de inviabilidad empresarial o de cualquier otro motivo. La reforma laboral que prepara el Gobierno irá en esta dirección porque así lo exigen los organismos que están por encima de los Parlamentos naciona-les.

Cualquier frontera política es demasiado permeable en estos tiempos como para garantizar que las medidas aplicadas en el interior de un territorio autonómico, estatal o supranacional permanezcan inmunes a los flujos de capital, que inevitablemente harán fracasar el objetivo de las medidas adoptadas por los gobiernos en sus distintos niveles y fases. Si un gobierno depende de una agencia de calificación de datos, no es un gobierno autóctono.

La diferencia entre el viejo proletariado y el que hoy está acampado en trabajos poco remunerados o en las listas del paro es que ahora estos jóvenes no necesitan per-tenecer a sindicatos para hacer oír sus protestas o frustraciones. Se mueven por las re-des sociales, crean opinión, llegan a todas las instancias y pueden llenar calles de perso-nas con sus denuncias. Si el sistema no consigue ser más equitativo y más justo, pode-mos estar frente a una inesperada convulsión que busque soluciones por la vía rápida y no muy pacífica.

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Del pasado efímero Este hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día, tiene mustia la tez, el pelo cano, ojos velados por melancolía; bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión, que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza. Aún luce de corinto terciopelo chaqueta y pantalón abotinado, y un cordobés color de caramelo, pulido y torneado. Tres veces heredó; tres ha perdido al monte su caudal; dos ha enviudado. Sólo se anima ante el azar prohibido, sobre el verde tapete reclinado, o al evocar la tarde de un torero, la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta. Bosteza de políticas banales dicterios al gobierno reaccionario, y augura que vendrán los liberales, cual torna la cigüeña al campanario. Un poco labrador, del cielo aguarda y al cielo teme; alguna vez suspira, pensando en su olivar, y al cielo mira con ojo inquieto, si la lluvia tarda. Lo demás, taciturno, hipocondríaco, prisionero en la Arcadia del presente, le aburre; solo el humo del tabaco simula algunas sombras en su frente. Este hombre no es de ayer ni es de mañana, sino de nunca; de la cepa hispana no es el fruto maduro ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, esa que hoy tiene la cabeza cana.

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Para un esteta Tú que hueles la flor de la bella palabra acaso no comprendas las mías sin aroma. Tú que buscas el agua transparente no has de beber mis aguas rojas. Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso nunca jamás pensaste cómo la muerte ronda ni cómo vida y muerte -agua y fuego- hermanadas van socavando nuestra roca. Perfección de la vida que nos talla y dispone para la perfección de la muerte remota. Y lo demás, palabras, palabras, y palabras, ¡ay, palabras maravillosas! Tú que bebes el vino en la copa de plata no sabes el camino de la fuente que brota en la piedra. No sacias tu sed en agua pura con tus dos manos como copa. Lo has olvidado todo porque lo sabes todo. Te crees dueño, no hermano menor de cuanto nombras. Y olvidas las raíces ( "Mi Obra", dices ), olvidas que vida y muerte son tu obra. No has venido a la tierra a poner diques y orden en el maravilloso desorden de las cosas. Has venido a nombrarlas, a comulgar con ellas sin alzar vallas a su gloria. Nada te pertenece. Todo es afluente, arroyo. Sus aguas en tu cauce temporal desembocan. Y hechos un solo río os vertéis en el mar "que es el morir", dicen las coplas. No has venido a poner orden, dique. Has venido a hacer moler la muela con tu agua transitoria. Tu fin no está en ti mismo ( "Mi Obra", dices ), olvidas que vida y muerte son tu obra. Y que el cantar que hoy cantas será apagado un día por la música de otras olas.

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Fronteras Hemos organizado tal desconcierto en el mundo que media humanidad se enorgullece de haber nacido a un lado o al otro de una raya como si eso fuera logro propio y no asunto ciego del azar.

Miran los del norte a los del sur con misericordia, los catalanes a los extremeños con engreimiento, los norteamericanos a los hispanos con lástima, los israelíes a los palesti-nos con menosprecio, los de arriba a los de abajo con indiferencia, los victoriosos a los vencidos con arrogancia, y alguna presentadora de televisión a sus pupilos, todos senta-ditos, como un dios a sus devotos.

Está todo tan arraigado al egoísmo de los hombres y mujeres que pocos se muestran capaces de conceder el mismo trato al arquitecto de nuestras viviendas y al portero de la misma.

El bienestar lo da el patrimonio, y tenemos a bien no establecer límites en el deseo de acumular bienes (unos más útiles que otros) y, lo que es peor, clasificamos a los hombres según el dinero-poder de que disponen.

Ahora van a cambiar, o tal vez no, quienes nos gobiernan en los ayuntamientos. No pa-rece haber cambiado el deseo popular, que se mantiene a poca distancia de los resulta-dos de hace cuatro años, pero los pactos conceden alcaldías a tropel al pacto PSOE e IU. Antes, no siempre quisieron entenderse. ¿Cómo pudo no importarles que gobernara el PP? ¿Qué ha cambiado?

Gentes soberanas han dividido el planeta y las ideas en rayas arbitrarias sin pedirnos permiso. Colocaron fronteras invisibles. Y mientras las rayas que dividen países e ideo-logías siguen siendo límites que imponen diversas velocidades y prebendas sin tener en cuenta la irrelevante casualidad de pertenecer a uno de esos espacios o naciones, aquí hemos de esperar que los nuevos gobiernos de los municipios marquen su territorio.

¿Será la coalición capaz de borrar la frontera que aún separa a los de arriba de los de abajo y establecer la necesaria línea divisoria con el PP?

Más vale no profundizar para que no se astillen nuestras conciencias.

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22 A un olmo seco

Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido. ¡El olmo centenario en la colina que lame el Duero! Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina al tronco carcomido y polvoriento. No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores. Ejército de hormigas en hilera va trepando por él, y en sus entrañas urden sus telas grises las arañas. Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, y el carpintero te convierta en melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta; antes que rojo en el hogar, mañana, ardas en alguna mísera caseta, al borde de un camino; antes que te descuaje un torbellino y tronche el soplo de las sierras blancas; antes que el río hasta la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera.

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A José María Palacio

Palacio, buen amigo, está la primavera vistiendo ya las ramas de los chopos del río y los caminos? En la estepa del alto Duero, Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!… ¿Tienen los viejos olmos algunas hojas nuevas? Aún las acacias estarán desnudas y nevados los montes de las sierras. ¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, allá, en el cielo de Aragón, tan bella! ¿Hay zarzas florecidas entre las grises peñas, y blancas margaritas entre la fina hierba? Por esos campanarios ya habrán ido llegando las cigüeñas. Habrá trigales verdes, y mulas pardas en las sementeras, y labriegos que siembran los tardíos con las lluvias de abril. Ya las abejas libarán del tomillo y el romero. ¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? Furtivos cazadores, los reclamos de la perdiz bajo las capas luengas, no faltarán. Palacio, buen amigo, ¿tienen ya ruiseñores las riberas? Con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas, en una tarde azul, sube al Espino, al alto Espino donde está su tierra…

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Perdóname por ir así buscándote

Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro

de ti. Perdóname el dolor, alguna vez.

Es que quiero sacar de ti tu mejor tú.

Ese que no te viste y que yo veo, nadador por tu fondo, preciosísimo.

Y cogerlo y tenerlo yo en alto como tiene

el árbol la luz última que le ha encontrado al sol.

Y entonces tú en su busca vendrías, a lo alto.

Para llegar a él subida sobre ti, como te quiero, tocando ya tan sólo a tu pasado

con las puntas rosadas de tus pies, en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo

de ti a ti misma. Y que a mi amor entonces le conteste

la nueva criatura que tú eras.

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El viaje definitivo

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco.

Todas la tardes, el cielo será azul y plácido; y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron; y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, mi espíritu errará, nostáljico*…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido…

Y se quedarán los pájaros cantando.

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Las centésimas del triunfo La selección de individuos se inicia biológicamente en el espermatozoide, se agiganta en el parto y se completa en la pubertad. El examen de Selectividad, en vida tan disputada, viene a ser una candidez, una patraña, un trámite estéril, un suculento beneficio para empresarios laicos de la enseñanza, una mimada excusa para los que enseñan en nom-bre de la cristiana doctrina, y una carta legal para los estudiantes que ya se sabían capa-citados para volar alto. Todo queda después sellado por quienes aguijan y estimulan a la vez contratos blindados y contratos basura. Es la justicia de siempre, la que hay que tra-garse por narices y porque quienes la defienden creen que cualquier otra solución sería peor. Se ordena en Selectividad a los estudiantes como un maratón hacia el triunfo y quedan selladas hasta las centésimas en el orden de llegada. Medicina cotizará en la bolsa del éxito de Madrid al 7,32; Empresariales en Alcalá al 6,20. Aspiraciones, vocacio-nes y otros anhelos languidecen en la ingrata imaginación. En las últimas décadas hemos sido capaces de poner un hombre en la luna en sentido literal, de ver las guerras en di-recto, de imprimir la Enciclopedia Británica en cd-rom y de explicar el pasado del planeta Tierra, pero en materia de enseñanza, si exceptuamos algunas anécdotas, son los pasos tímidos y parcos, inspirados sin más en la incapacidad de autocrítica. En dejadez y atur-dimiento tan consensuado los programas de Selectividad son el fósil mejor conservado de la época de la dictadura. En la tasación de nuestras carreras hacia la nada ya no vale como emblema la formación, ni la inteligencia, ni la ciencia, ni la nobleza, ni el altruismo, sino que usamos convencidos una unidad más matemática y cruel: la peseta. Hacia ella conduce el maratón. La peseta lo mide todo: el centro de estudios, la aplicación de la LOGSE, la elección de la carrera (asfixiada por el triunfo) y el acceso al trabajo. Las no-vedades en enseñanza no tienen en cuenta más valores que los sembrados por la refor-ma anterior que a su vez consideró los otros porque todos nos debemos a ese círculo educativo que nos hace incapaces de renovarnos. Se modifican, si llega el caso, las for-mas, no los conceptos ni, en definitiva, los fines. El nuevo Secretario de Estado de Uni-versidades Fernando Tejedor tendrá difícil empeorar la ficción actual. La tendencia a re-flejar en los sistemas educativos las miserias de la sociedad sólo puede conducir a dar despiadadas vueltas en redondo hasta caer extenuados como el soldado que corrió por vez primera la maratón.

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En el cansancio de la noche...

En el cansancio de la noche, penetrando la más oscura música, he recobrado tras mis ojos ciegos el frágil testimonio de una escena remota. Olía el mar, y el alba era ladrona de los cielos; tornaba fantasmales las luces de la casa. Los comensales eran jóvenes, y ahítos y sin sed, en el naufragio del banquete, buscaban la ebriedad y el pintado cortejo de alegría. El vino desbordaba las copas, sonrosaba la acalorada piel, enrojecía el suelo. En generoso amor sus pechos desataron a la furiosa luz, la carne, la palabra, y no les importaba después no recordar. Algún puñal fallido buscaba un corazón. Yo alcé también mi copa, la más leve, hasta los bordes llena de cenizas: huesos conjuntos de halcón y ballestero, y allí bebí, sin sed, dos experiencias muertas. Mi corazón se serenó, y un inocente niño me cubrió la cabeza con gorro de demente. Fijé mis ojos lúcidos en quien supo escoger con tino más certero: aquel que en un rincón, dando a todo la espalda, llevó a sus frescos labios una taza de barro con veneno. Y brindando a la nada se apresuró en las sombras.

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El adiós

Entró y se inclinó hasta besarla porque de ella recibía la fuerza. (La mujer lo miraba sin respuesta.) Había un espejo humedecido que imitaba la vida vagamente. Se apretó la corbata, el corazón, sorbió un café desvanecido y turbio, explicó sus proyectos para hoy, sus sueños para ayer y sus deseos para nunca jamás. (Ella lo contemplaba silenciosa.) Habló de nuevo. Recordó la lucha de tantos días y el amor pasado. La vida es algo inesperado, dijo. (Más frágiles que nunca las palabras. Al fin calló con el silencio de ella, se acercó hasta sus labios y lloró simplemente sobre aquellos labios ya para siempre sin respuesta.

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29 La princesa está triste

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color. La princesa está pálida en su silla de oro, 5 está mudo el teclado de su clave sonoro, y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor. El jardín puebla el triunfo de los pavos reales. Parlanchina, la dueña dice cosas banales, y vestido de rojo piruetea el bufón. La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una vaga ilusión. ¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de China, o en el que ha detenido su carroza argentina 15 para ver de sus ojos la dulzura de luz? ¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes, o en el que es soberano de los claros diamantes, o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz? ¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa 20 quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar; ir al sol por la escala luminosa de un rayo, saludar a los lirios con los versos de mayo o perderse en el viento sobre el trueno del mar. 25 Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata, ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata, ni los cisnes unánimes en el lago de azur. Y están tristes las flores por la flor de la corte, los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte, 30 de Occidente las dalias y las rosas del Sur. ¡Pobrecita princesa de los ojos azules! Está presa en sus oros, está presa en sus tules, en la jaula de mármol del palacio real; el palacio soberbio que vigilan los guardias, 35 que custodian cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no duerme y un dragón colosal. ¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida! (La princesa está triste, la princesa está pálida) ¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil! 40 ¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe, -la princesa está pálida, la princesa está triste-, más brillante que el alba, más hermoso que abril! -«Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-; en caballo, con alas, hacia acá se encamina, 45 en el cinto la espada y en la mano el azor, el feliz caballero que te adora sin verte, y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, a encenderte los labios con un beso de amor».

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Oriente

Antonio, en los acentos de Cleopatra encantado, la copa de oro olvida que está de néctar llena. Y, creyente en los sueños que evoca la sirena,

toda en los ojos tiene su alma de soldado.

La reina, hoja tras hoja, deshojando sus flores, en la copa de Antonio las deja dulcemente... Y prosigue su cuento de batallas y amores,

aprendido en las magas tradiciones de Oriente...

Detiénese... Y Antonio ve su copa olvidada... Mas pone ella la mano sobre el borde de oro,

y, sonriendo, lenta hacia sí la retira...

Después, siempre a los ojos del guerrero asomada, sella sus gruesos labios con un beso sonoro...

Y da la copa a un siervo, que la bebe y expira...

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Si el hombre pudiera decir lo que ama

Si el hombre pudiera decir lo que ama, si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo

como una nube en la luz; si como muros que se derrumban,

para saludar la verdad erguida en medio, pudiera derrumbar su cuerpo,

dejando sólo la verdad de su amor, la verdad de sí mismo,

que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo,

yo sería aquel que imaginaba; aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos proclama ante los hombres la verdad ignorada,

la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;

alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu como leños perdidos que el mar anega o levanta

libremente, con la libertad del amor, la única libertad que me exalta, la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:

si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.