anderson imbert - ibsen y su tiempo

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Enrique Anderson Imbert IBSEN Y SU TIEMPO Yerba Buena, La Plata Buenos Aires Tucumán, 1946 ÍNDICE El drama La Tule escandinava Los noruegos descubren Noruega La penuria teatral Infancia y adolescencia La revolución de 1848 Catilina (1850) En Cristianía La tumba del guerrero (Kjaempehojn, 1851) Periodismo y política El teatro de Bergen Ibsen en el oficio La noche de San Juan (Sankthansnatten, 1852) La castellana de Ostrat (Fru Inger tu Oestraat, 1855) La fiesta de Solhaug (Gildet paa Solhaug, 1856) Olaf Liliekrans (1857) El teatro en Cristianía Los guerreros de Helgeland (Haermaendene pace Helgeland, 1858) La comedia del amor (Kjaerlighedens Komiidie, 1862) Los pretendientes a la corona (Kongsemnerne, 1863) El destierro Brand (1865) Ibsen y Dinamarca Peer Gynt (1867) La unión de los jóvenes (De Unges Forbnnd, 1869) Los tiempos han cambiado Emperador y Galileo (Keyser og Galilaer, 1873) Los temas de Ibsen Las columnas de la sociedad (Samfundets Stótter, 1877) Casa de muñecas (Et Dukkehjem, 1879) Espectros (Gengangere, 1881) Un enemigo del pueblo (En Folkefiende, 1882) Pato silvestre (Vildanden, 1884) La casa de Rosmer (Rosmerholm, 1886) La dama del mar (Frauen fra Havet, 1888) Hedda Gabler (1890) El constructor Solness (Bygmester Solness, 1892) El niño Eyolf (Lille Eyolf, 1894) Jhon-Gabriel Borkman (1896) Al despertar de nuestra muerte (Naar vi Ddde vaagner, 1899) El fin La posteridad de Ibsen 1

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Page 1: Anderson Imbert - Ibsen y Su Tiempo

Enrique Anderson ImbertIBSEN Y SU TIEMPOYerba Buena, La Plata Buenos Aires Tucumán, 1946

ÍNDICEEl dramaLa Tule escandinavaLos noruegos descubren NoruegaLa penuria teatralInfancia y adolescenciaLa revolución de 1848Catilina (1850)En CristianíaLa tumba del guerrero (Kjaempehojn, 1851)Periodismo y políticaEl teatro de BergenIbsen en el oficioLa noche de San Juan (Sankthansnatten, 1852)La castellana de Ostrat (Fru Inger tu Oestraat, 1855)La fiesta de Solhaug (Gildet paa Solhaug, 1856)Olaf Liliekrans (1857)El teatro en CristianíaLos guerreros de Helgeland (Haermaendene pace Helgeland, 1858)La comedia del amor (Kjaerlighedens Komiidie, 1862)Los pretendientes a la corona (Kongsemnerne, 1863)El destierroBrand (1865)Ibsen y DinamarcaPeer Gynt (1867)La unión de los jóvenes (De Unges Forbnnd, 1869)Los tiempos han cambiadoEmperador y Galileo (Keyser og Galilaer, 1873)Los temas de IbsenLas columnas de la sociedad (Samfundets Stótter, 1877)Casa de muñecas (Et Dukkehjem, 1879)Espectros (Gengangere, 1881)Un enemigo del pueblo (En Folkefiende, 1882)Pato silvestre (Vildanden, 1884)La casa de Rosmer (Rosmerholm, 1886)La dama del mar (Frauen fra Havet, 1888)Hedda Gabler (1890)El constructor Solness (Bygmester Solness, 1892)El niño Eyolf (Lille Eyolf, 1894)Jhon-Gabriel Borkman (1896)Al despertar de nuestra muerte (Naar vi Ddde vaagner, 1899)El finLa posteridad de Ibsen

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El drama

Toda acción que se ofrezca como espectáculo es drama. Pero de las diferentes maneras de espectáculo —liturgia, bufonería, coros, discusión— sólo a unas pocas las llamamos teatrales. Decimos que aquellas representaciones de Esquilo a Aristófanes sí fueron teatro; que también fueron teatro aquellos misterios, milagros y moralidades de la Edad Media. Sólo que el ateniense que asistía al teatro de Dionysos o el cristiano que asistía al atrio de la iglesia no buscaban mero solaz: iban allí a participar de un sentimiento religioso y a aprender. El teatro tal como hoy lo disfrutamos, como una diversión estable en locales cerrados, con actores profesionales y mucha literatura, se formó más o menos de 1576 (el primer teatro público en Londres) a 1636 (estreno de Le Cid). En el siglo XVII escriben Shakespeare, Lope de Vega, Racine. Después sobrevienen agotamientos, cambios del gusto, innovaciones escénicas, plebeyismos, rutinas. En el siglo XIX está en decadencia. Entre las innumerables causas no olvidemos este azar: que no nacieran genios. Bastó que naciera uno, Henrik Ibsen (¡y en qué oscuro rincón de Europa!) para que el drama moderno inaugurase un nuevo período.

La Tule escandinava

Cuando en 1823 Víctor Hugo, en busca de exotismos, describió la última Tule en Hans de Islandia, no sospechó que algo más tarde toda Europa tendría que alzar la vista hacia esos horizontes brumosos y ponerse a atender a los esfuerzos literarios del pueblo escandinavo; y, lo que es más, el joven Víctor Hugo se hubiera sorprendido de saber que la gran renovación teatral del siglo XIX no sería la que él mismo iniciase en 1827 con el prefacio a Cromwell, sino la que promoviese un tal Ibsen, descendiente de bárbaros escandinavos, nacido justamente al año siguiente del prefacio a Cromwell.

Noruega, pues, no existía literariamente en la primera mitad del siglo XIX. En 1838 el francés Xavier Marmier (amigo de nuestro Esteban Echeverría) escribió una Histoire de la Littérature Scandinave donde sólo se habla de Dinamarca y Suecia. Sin embargo, también Noruega tenía un pasado literario. Los vikingos (hombres de los fiordos) habían aterrorizado las costas del mundo medieval con expediciones bravías. Esas aventuras, y la cosmovisión germánica de esos hombres, inspiraron una literatura mucho antes del año 1000. Había la poesía popular de los Edda, que recogía objetivamente tradiciones mitológicas y guerreras; había una poesía más personal y artística, la de los escalda. Pero al convertirse el pueblo noruego al cristianismo en el año 1000 toda esa lengua poética, que había estado íntimamente configurada por el placer del combate y la angustia del poder versátil de los dioses, fue debilitándose en visiones cada vez más mansas. En el siglo XII aparece otra forma literaria, la saga, narración de las vicisitudes de familias poderosas; y desde mediados del siglo XIII el lied popular, que expresa todavía el conflicto entre paganismo y cristianismo. Después de este período Noruega se hunde en lo que se ha llamado “la noche de cuatrocientos años”. De 1450 a 1814 Noruega se convierte en una provincia política y cultural de Dinamarca. Hasta la lengua pierde. Sólo ha de recobrar su independencia con la Constitución liberal de 1814.

Los noruegos descubren Noruega

Los comienzos literarios de la Noruega independiente fueron mediocres. Lo que hasta el nacimiento de Ibsen se sentía como literatura propia era en realidad literatura danesa. Durante la primera mitad del siglo XIX había florecido en Dinamarca un notable movimiento romántico. Oehlenschläger, Grundtvig, Heiberg, Paludan Müller, Kierkegaard: éstos fueron los autores leídos por el público noruego. Hasta que, hacia 1830, aparecieron figuras noruegas originales, poderosas en el lirismo y en el amor patrio. Ante todo, Henrik

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Wergeland (18081845), el luchador, el educador del pueblo, el poeta violento, alucinado y entusiasta, el enemigo de la dominación de Dinamarca. Johan Sebastian Welhaven (18071873), siempre en polémica con Wergeland, individualista, hipercrítico, discípulo ferviente de los daneses pero que, sin proponérselo, acabó por ayudar a Noruega en su emancipación espiritual. Se inician entonces los esfuerzos para despertar la conciencia nacional, para rescatar la profunda voz del pueblo. El folklore, la historia, la lingüística, van sacando a luz una imagen nueva de la vieja Noruega. En 1841 Asbjoersen y Moe recogen los Cuentos noruegos populares, ricos de habla campesina, incitantes como prosa. Ivae Aasen, en 1848, propone su Gramática de la lengua noruega considerando que el habla antigua de los vikingos aún vivía en boca de los labradores. Munch publica en 1852 el primer volumen de su Historia del pueblo noruego, donde se seña!a la importancia de la antigua Noruega como centro creador en la cultura escandinava. Se coleccionan lieder, se transcriben melodías, se atiende a todas las manifestaciones espontáneas del pueblo. “Se abre así una nueva era”, dirá Ibsen, quien ha de amasar con esa sustancia sus primeros dramas románticos de La tumba del guerrero a Peer Gynt.

La penuria teatral

En las ciudades importantes habían funcionado, desde el siglo XVIII, cuadros dramáticos de aficionados que. naturalmente, se expresaban en lengua danesa. En 1827 se abre el primer teatro público en Cristianía: y hubo que contratar actores daneses, director danés. Diez años más tarde, fracasado el primero, se funda otro: el Teatro de Cristianía, que otra vez cae en manos de daneses. “Los noruegos —se dice— no tienen condiciones para la escena.” Tampoco surgen dramaturgos noruegos. El danés Oehlenschläger es el maestro a quien todos tratan de imitar. También lo imitará Ibsen al comienzo.

Entretanto, el sentimiento nacional noruego sufre, humillado. Cada vez se soporta menos a los actores daneses, con su parla orgullosa, con sus trajes extraños. Y, al fin, se abre en Bergen un teatro con director y actores absolutamente noruegos. Es el año 1850. Allí está ya el hueco. Ahora sólo falta el dramaturgo de genio. El azar, entonces, ofrece a Henrik Ibsen.

Infancia y adolescencia

Nació el 28 de marzo de 1828 en el puerto de Skien. Su familia, que pertenecía a la burguesía acomodada, sufrió en 1835 tal, quebranto que tuvieron que mudarse a una granja modesta, en las afueras, Todos los días el niño Ibsen —pelo negro, ojos azules— caminaba, cinco kilómetros para asistir a la escuelita de los pobres. De él recuerdan sus condiscípulos su afición al dibujo, su lucidez, su humor irritable. No le gustaban ni juegos ni deportes. Tampoco jugaba con sus hermanos menores. Era fogoso pero ensimismado.

Como no hay dinero para darle una enseñanza secundaria, ni siquiera para permitirle que pinte —pintar era entonces su vocación— los padres lo envían a trabajar a Grimstad, como aprendiz en una farmacia. Tiene diez y seis años.

Era un solitario, despegado aun de sus padres, a quienes ni escribía; pero ahora la soledad forzada lo abate. Además —pueblo chico, infierno grande— se siente vigilado, sin libertad, sin estímulos, en un medio tan pacato. Ni un amigo; ni siquiera tiene ropas para poder pasear los domingos. Se encierra y lee. Dormía en la farmacia misma, en un cuarto contiguo al de las sirvientas. Una de ellas, que le llevaba casi veinte años de edad —él tenía diez y ocho— tuvo un hijo. Ibsen reconoció la paternidad: pagó lo que el juez dijo y se desentendió para siempre.

Durante tres años vivio así, solo, amargado. Hasta que dos muchachos, impresionados por su barba oscura, su mirada enigmática y el porte preocupado, le ofrecieron su amistad. Cambió entonces su vida. Ya tenía auditorio, admiradores, intimidad compartida, ayuda. Juntos leen a Kierkegaard, Oehlenschläger, Wergeland, Welhaven. Y se leen mutuamente sus propios poemas. En reacción contra el pietismo de su familia Ibsen se confiesa

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incrédulo en religión y republicano en política. A la noche, después de limpiar los cacharros de la farmacia, se pone a preparar el bachillerato. ¡Ah, si se pudiera vivir de la pluma! Pero ni pensarlo. Hay que entrar a la Universidad, estudiar Medicina. Apenas tiene dinero para pagar las lecciones. Afortunadamente —dice uno de sus amigos— Ibsen sabe considerar sus penurias con sentido humorístico. Más que humorismo es ironía, con la que este muchacho pequeño e inabordable defiende el fondo de su naturaleza.

La revolución de 1848

La revolución de 1848, aunque estalló en París, era en verdad una conmoción de toda la Europa capitalista. Por primera vez el proletariado internacional reclamaba el poder. Las repercusiones del movimiento revolucionario en Noruega fueron mucho más moderadas. Se formaron asociaciones obreras. También en Grimstad. Ibsen no se afilia, pero sigue con interés los esfuerzos para suprimir “la explotación del hombre por el hombre”. Su único ideal político había sido hasta entonces el escandinavismo. Ibsen anhelaba orgullosamente la unión de los países de una común tradición escandinava; tanto más cuanto que Prusia quería cercenarle a Dinamarca los ducados de Schleswig y Holstein y ensanchar así, a costa del escandinavismo, otro movimiento unificador: el que acabaría por crear la Alemania. En 1848 Ibsen es, pues, escandinavista, exalta la república, “única forma de gobierno posible”, y se siente conmovido por la agitación socialista. ¿Socialismo? No, socialismo no: Ibsen está preocupado por el hombre, no por la clase obrera; se sentía poeta, no político.

“Catilina” (1850)

Por eso en su primer drama, Catilina, aunque sin duda inspirado en la idea muy 1848 de que, la sociedad es tiránica y la rebelión es noble, Ibsen se apartó de la verdad histórica y del ideal político y escribió, desnudamente, el drama de una conciencia. Salustio y Cicerón —cuyos textos latinos él debía estudiar para su bachillerato— le sugirieron la trama anecdótica y exterior de la pieza. Pero el problema mismo ¡ah, el problema lo sentía él vivamente! Tenía veinte años, era pobre y ambicioso: “Yo me encontraba en guerra contra la pequeña sociedad donde el destino y las circunstancias me obligaban a vivir”. Y al mirar dentro de sí vio con angustia que lo terrible de la existencia es el fracaso, que habita toda existencia como una muerte de paso lento. Y tan penetradora fue esa visión interior que, a pesar de evidentes defectos de principiante, en Catilina oímos el leitmotiv de toda su obra dramática. Más aún: desde el primer verso ya está el tema de siempre: la voluntad en ansia de plenitud moral.

CATILINA. “¡Es preciso! ¡Es preciso! En el fondo de mi alma oigo una voz que manda: ¡la obedeceré! Tengo energía, tengo voluntad para alcanzar un fin noble y grande y para dejar esta vida miserable.” “…llenan el alma secretas aspiraciones y al contemplar la ciudad orgullosa, la opulenta Roma sumida en la decadencia desde hace mucho tiempo, hiere mis ojos una luz divina y una voz interior me grita: ¡Despierta, Catilina! ¡Despierta! ¡Sé hombre!”

Catilina quiere la gloria pero ya está carcomido por la propia sensualidad y por la corrupción general de Roma. Él presiente que sólo triunfan las conciencias limpias y libres: de ahí su irresolución, sus esfuerzos para redimirse. Cuando sus ideales íntimos fracasan Catilina quiere recurrir a la venganza: “Venganza por mis esperanzas y mis sueños que un destino odioso ha destruído!” Pero la venganza por el solo gusto de la venganza tampoco es una salida gloriosa. Desesperado, Catilina se lanza a la batalla “en busca de la muerte”. Sobrevive, pero ya no tiene voluntad ni granas de vivir.

Apenas lo retiene a la vida el cariño enternecido de Aurelia, su mujer. Por eso, para librarse de ese afecto, le clava un puñal al pecho. Ha cortado el último lazo. Y luego pide que lo maten a él. Así muere Catilina, el primer fracasado de la trágica galería de héroes ibsenianos. Un cuarto de siglo después, al releer Catilina, se asombraría de la autenticidad de aquellas primeras visiones: “Muchos temas que aparecen en mis obras posteriores —la

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oposición entre la aptitud y el deseo, entre la voluntad y la posibilidad, la tragicomedia del individuo y la humanidad— están ya allí”.

En Cristianía

Uno de sus amigos presentó Catilina al Teatro de Cristianía. Sin éxito, claro está. Entonces decidieron publicarla. Algún periódico la comentó pero salvo algunas frases de aliento Catilina permaneció desconocida. Un año más tarde los 205 ejemplares que quedaban de una edición de 250 se vendieron a un bolichero como papel usado.

A todo esto Ibsen había decidido vivir en Cristianía. En abril de 1850 se instaló en los altos de una lechería, en el barrio obrero; y gracias a la ayuda económica de sus amigos pudo preparar de mala manera los exámenes y rendirlos en agosto. Como obtuvo tres malas notas debía presentarse a exámenes complementarios; pero en ese punto abandona para siempre los estudios. De pronto ha descubierto que ninguna de las cuatro Facultades de la Universidad —Teólogía, Medicina, Derecho y Filología— llenará su vida. Él quiere ser poeta. Y, heroicamente, elige el camino más difícil: nadie vive de la pluma en Noruega, pero él va a tentar la suerte. Por lo pronto, el Teatro de Cristianía acaba de aceptarle un drama: La tumba del guerrero, que se representará en setiembre de 1851. Ibsen se siente escritor profesional, no aficionado.

“La tumba del guerrero” (Kjaempehojen, 1851)

Influído por el romanticismo danés —sobre todo por Oehlenschläger— Ibsen inició con La tumba del guerrero una serie de evocaciones del pasado legendario noruego.

En una isla del Mediterráneo, poco antes de la conversión al cristianismo de los pueblos escandinavos, hay un túmulo misterioso. Allí se encuentran Blanca, la cristiana, nacida en las tierras del sol, con Gandalf, rey de Noruega, que ha desembarcado con sus normandos para vengar la muerte de su padre. Es un enfrentamiento de paisajes interiores, de concepciones de la vida, de dulzuras y violencias:

GANDALF. ¡Qué raro! ¡Qué raro! ¿Cómo puedes rogar por un enemigo?

BLANCA. Así me lo ordena mi religión.

GANDALF. (Con violencia) Tal religión es ruin: quita energía al guerrero. He ahí por qué el heroísmo dejó de ser honrado e. vuestros países meridionales.

BLANCA. ¿Dices que mi religión es vil? Tal vez trasplantada a vuestra tierra haría germinar, por el contrarío, una floración pujante sobre las crestas desnudas de vuestras montañas.

La tumba donde el viking Rurek ha enterrado sus armas se convierte en el símbolo del ocaso del paganismo y del triunfo de la energía nórdica también en la paz.

El público recibió satisfecho la obra; pero Ibsen, oculto en el fondo del palco; vio lúcidamente los defectos. Fue una decepción terrible. Dudó de sí, se decidió a renunciar al drama. Estaba escribiendo otra pieza: la abandonó. ¡Tenía veintitrés años pero sabía exigirse a sí mismo!

Periodismo y política

La tumba del guerrero, aunque estrenada en 1851, había sido escrita antes en Grimstad. En realidad, 1851 fue un año bastante estéril desde el punto de vista literario: apenas unos poemas y artículos. Sin embargo es entonces cuando Ibsen, recién salido de la aldea y de la escuela, se pone en contacto con la vida política y forma sus ideas sobre el hombre y su misión social, observando con simpatía la agitación obrera.

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Con Botten Hansen y Vinje —dos de sus camaradas de estudiantina Ibsen se asocia para editar una revista: Andhrimner, esto es, la cocinera de los dioses en el Walhalla. Colaboran anónimamente. Ibsen, con caricaturas, poemas, crónicas.

Ninguno de los tres era político. Liberales, republicanos, socialistas, sí, eso sí, pues era el signo de los tiempos. Pero con reservas teóricas, Y, sobre todo, decididos a tomar la literatura como especialidad seria. Sin embargo se van apasionando y Andhrimner acaba por ser periódico político.

Noruega atravesaba entonces una crisis social común a toda Europa. Dirigentes del movimiento obrero reclamaron reformas sociales y económicas que entonces parecían avanzadas, Como el rey en 1850 les rechazó el petitorio, se apoyaron en el parlamento. Tampoco consiguieron que ahí se les escuchara, a pesar de tener ya representación parlamentaria. Entonces el gobierno se puso a actuar como provocador y consiguió que se produjeran desórdenes, violencias, llamados a la revolución. Es lo que el gobierno había esperado para actuar: reprimió el movimiento obrero y aseguró el triunfo de la reacción. En toda Europa ocurría lo mismo. En Francia, después de la revolución de 1848, resurgiría en 1852 el Imperio reaccionario, con Luis Napoleón.

Algunos amigos de Ibsen fueron condenados a trabajos forzados. El mismo Ibsen casi cayó en poder de la policía aunque, en realidad, él era más un observador de la comedia humana que un militante. En el periódico había publicado solamente caricaturas, comentarios irónicos sobre las sesiones parlamentarias. No estudió teorías políticas. Nunca las estudiaría. El socialismo era para él un legítimo programa inmediato de mejoras sociales y económicas. En una sociedad bien organizada —decía— surgirán personalidades libres, las personalidades libres es lo que cuenta. Ya en esos años juveniles tuvo una clara visión: nada podía esperarse de la política mientras no se suscitara una revolución en los espíritus.

El teatro de Bergen

Ibsen había renunciado al drama después de su sensación de fracaso ante el estreno de La tumba del guerrero. Durante todo el año se había distraído en política, periodismo y versos de circunstancia. La pobreza lo acosaba cada vez más. En ese momento crítico, sin recursos, sin perspectivas, nadie sabe qué desánimos, qué renunciamientos lo desviaran de su carrera dramática, si, súbitamente, no se le hubiera presentado, como llovido del cielo, un ofrecimiento para trabajar en el teatro de Bergen. Así se salvó Ibsen para el Drama.

Ole Bull —el organizador en Bergen del primer teatro nacionalista noruego— le ofreció un puesto sin precisar el carácter de sus funciones, Ibsen aceptó inmediatamente aunque las condiciones no eran muy tentadoras: vivir entre bastidores, cualquiera fuese la paga y la tarea, sería una maravillosa escuela. Y en octubre de 1851 partió de Cristianía, hacia Bergen.

Ibsen se sentía más escandinavista que noruego. Admiraba la cultura danesa y sospechaba del nacionalismo de Noruega. Sin embargo apoya el movimiento en favor de un teatro nacional. La poderosa influencia danesa — sobre la escena, sobre el gusto del público— impedía a los noruegos crear un teatro propio. Vale la pena hacer un experimento, se dice Ibsen.

Ibsen en el oficio

El Teatro de Bergen tenía como director un hombre enérgico y autoritario, Ibsen, tímido, discreto, respetuoso de la autoridad y, además, sin función fija —era una especie de consejero literario— se sometió a la realidad que encontró sin atreverse a modificar nada. Al principio no tenía nada que hacer: sólo más tarde dirigió ensayos. Entretanto, observa silenciosamente: aprende el oficio viéndolo por dentro.

Pero en Bergen no hay mucho que aprender. El repertorio es escaso y mediocre, a base de vaudevilles y comedias francesas al modo de Scribe. De 1852 a 1857 Ibsen asistió a la

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representación de 152 obras, Casi la mitad del repertorio, 62, eran piezas francesas. Había 28 danesas, 11 alemanas y solamente 16 noruegas. La literatura dramática noruega era tan pobre que hasta un teatro nacionalista debía recurrir a lo francés y lo danés. El autor más visto era Eugéne Scribe: cada cinco piezas, una de Scribe, de tal manera que Ibsen no tuvo más remedio que aprender teatro en ese arte combinatorio de casualidades.

Para Scribe (17911861) una pieza teatral es como una máquina infalible, con trucos ya preparados de antemano; pero ha de moverse con tanta rapidez que el espectador tenga la ilusión del juego. Nada de ideas, nada de poesía: que la intriga, cada vez más complicada, marche hacia el desenlace imprevisto a fuerza de sucesivas explosiones del azar, en un perfecto ajuste de movimientos escénicos. Apenas llegado a Bergen Ibsen vio Bataille de Dames, acaso el más típico de los enredos de Scribe. Más tarde, dirigió en escena otros. Tal aprendizaje forzoso tuvo resultado: durante muchos años Ibsen no podrá librarse de ese ideal de comedia bien construida.

“La noche de San Juan” (Sankthansnatten, 1852)

A fin de que “adquiera conocimientos y experiencia suficiente para ocupar en el teatro el puesto de instructor”, se le dio en abril de 1852 una bolsa de viaje. Y partió a Copenhague.

Era tan tímido que evitaba el trato con los escritores conocidos. Lo vio a Oehlenschläger, a Kierkegaard, pero no hizo nada para ser presentado. Sólo habló con H. C. Andersen. Lee mucho, eso sí. Y va mucho al teatro, donde tiene la revelación de Shakespeare: ¡Hamlet, Romeo y Julieta, El Rey Lear, Como gustéis!

A quien trató, y con devoción, fue a Johan Ludwig Heiberg (17911860), uno de los espíritus más significativos de Dinamarca, director a la sazón del mejor teatro de Copenhague. Heiberg, árbitro del gusto en esos años, escribía, un poco por reacción contra el teatino grandilocuente, vaudevilles inspirados en la técnica de Scribe. Sin embargo, era una cabeza filosófica (él se declaraba hegeliano) y sus teorías estéticas habían influido poderosamente sobre Ibsen el año anterior. Ahora, al frecuentarlo personalmente, la influencia de Heiberg fue mayor. Se advierte en el poema dramático que empezó a escribir allí mismo, en su estancia en Copenhague: La noche de San Juan.

En junio pasa a Dresde, de nuevo ve Hamlet (ahora en alemán); y visita por primera vez un museo artístico, donde ve a Corregio, a Rafael; y en agosto está de vuelta en Bergen y da los últimos toques a La noche de San Juan.

Es una comedia feérica, a imitación de otra de Heiberg. Ibsen se complace en un contrapunto entre lo natural y lo sobrenatural. Está insatisfecho de la realidad. No sólo de la realidad, literaria, que comenta sarcásticamente con pullas al nacionalismo libresco y a la lengua artificial, sino de la realidad de la vida misma. Líricamente, parece preferir el ensueño. El más alto privilegio —nos muestra la comedia— es poder ver lo invisible, es poder ver al Rey de la Montaña con su cortejo de Gnomos.

Se estrenó la comedia en enero de 1853. El público silbó a rabiar. Nunca fracasó tanto Ibsen como aquella noche. Escondí la obra, que sólo se publicaría en 1909 después de su muerte.

“La castellana de Ostrat” (Fru Inger tu Oestraat, 1855)

Después del fiasco de los dos primeros estrenos, La tumba del guerrero y La noche de San Juan, quedó Ibsen tan acobardado que no quiso confesar al director del teatro que él era el autor de un nuevo manuscrito que andaba por allí: La castellana de Ostrat. Sin embargo, ése seria el drama con que triunfara.

Leyendo libros de historia escandinava Ibsen había descubierto un fascinante personaje del siglo XVI: la bella Inger de Ostrat, que lucha contra los daneses por la independencia de Noruega pero, a pesar de su talento y energía, y, sobre todo, a pesar de que nunca como

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entonces fueron las circunstancias tan propicias al restablecimiento de la libertad noruega, fracasa en su misión.

Echó mano, rápidamente, de episodios sueltos (en esa época los historiadores no habían averiguado bien el pasado noruego) y compuso un cuadro, una atmósfera. Pero lo que a él le interesaba era en verdad dramatizar la voluntad de la castellana de Ostrat, el sentimiento d su misión y el por qué de su fracaso. Drama de conciencia, no drama histórico.

Ahora se verá mejor qué es para Ibsen esa “voz interior que manda” a la que había aludido en el primer verso de Catilina. Ibsen llama Kald a la suprema tarea que un hombre debe cumplir en su vida, misión difícil, grande, con tal imperio, que esa vocación es más bien un deber hacia Dios, Dios nos ha elegido para que le sirvamos. Un héroe está predestinado a ser libre en su Kald. Ah, pero ¿qué es ser libre de verdad?: ¿obedecer el llamado de Dios? ¿Rebelarse?

Inger de Ostrat tiene una misión: continuar la campaña emancipadora del héroe Alfson.

INGER. Me habéis recordado el juramento que presté sobre el cadáver de Knut Alfson. delante de los más valerosos guerreros de Noruega. Entonces, siendo apenas mujer, sentía en mi una fuerza divina y pensaba lo que muchos creyeron más tarde: que era la elegida de Dios para libertar a mi patria. ¿Era aquello orgullo o conciencia de mi misión? Nunca pude averiguarlo.

Pero Inger se enamora de Sten Sture, tiene un hijo de él y en adelante toda su vida apuntará al hijo, que se lo han llevado lejos. El amor maternal la aparta de su misión. “A veces me imaginaba que era Dios mismo quien me llamaba; pero entonces una angustia penosa se apoderaba de mi y aniquilaba mi energía.” Toda su voluntad, todas las potencias de su alma, están excitadas por un solo propósito: salvar al hijo, hacerlo rey. Y para cumplir tal propósito ha desafiado nada menos que a Dios. “Hijo mio! ¡Hijo querido! —exclama—. ¡Ven a mí! ¡Aquí! ¡Estoy aquí! ¡Silencio! ¡Quiero decirte una cosa! Allá arriba, más allá de las estrellas, me odian porque te di la vida; era voluntad de Dios que me sacrificara por la patria pero elegí yo misma mi camino; por esto tuve que sufrir tanto y por tanto tiempo.” Y cuando, alucinada, enloquecida, cree que el cortejo fúnebre de su hijo es una ceremonia que lo consagra rey, grita: “Ah! ¿Quién ha triunfado? ¿Dios o yo?”

La castellana de Ostrat tuvo éxito inmediato, pero no se reparó en que era una tragedia de la libertad comprometida por una misión sobrenatural. Lo que el público apreció fue solamente la evocación histórica, la vivacidad de las situaciones escénicas, mero tejido de exterioridades tan grueso, tan vicioso, que recubrió la conciencia de Inger y ocultó su agonía. Ibsen había cedido demasiado a la técnica de Scribe: equívocos, desencuentros, frases caprichosas, catástrofes, etc., casi convirtieron el drama en un melodrama.

“La fiesta de Solhaug” (Gildet paa Solhaug, 1856)

No tanto el éxito de La castellana de Ostrat como la íntima seguridad de su talento drámático le aligeró el ánimo a Ibsen: se hizo más sociable, más alegre. Y escribió La fiesta de Solhaug, transponiendo en forma de drama poético las impresiones de sus lecturas de sagas e historias medievales. Estaba obsesionado por la plenitud, por la intensidad de vida de los vikingos. Más tarde, en Los guerreros de Helgeland, mostraría con vigor la tragedia de esas existencias apasionadas y ariscas, Pero ahora atenuó la violencia y dio un drama romántico más a la moda literaria de entonces.

Se estrenó en 1856 y tuvo tal éxito que el nombre de su autor rebasó por primera vez la frontera de Noruega. Sin embargo Ibsen —que siempre trabajó contra el éxito, en busca de la raíz profunda de sí mismo— la desechó como ganga. “Reniego de su paternidad”, diría en 1870.

A pesar del ambiente lírico, con viva evocación folklórica del siglo XIV, Ibsen ha visto con ojos realistas el tema central del drama: el matrimonio por interés, “Nunca lo amé: su oro me sedujo”, dice de su esposo la impulsiva Margit. La pieza nos muestra su desdicha,

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“Olaf Liliekrans” (1857)

También Olaf Liliekrans es romántica. Hay elfos, un violinista loco que sabe las canciones de los duendes, encantamientos, lirismo, leyendas de la Edad Media, imaginación en libertad... Pero todo lo ve Ibsen con espíritu realista. Olaf es él mismo. La madre de Olaf simboliza la coacción social. El contrapunto de fantasía y realidad se interrumpe en cierto momento y sólo se sigue oyendo el tema de la sordidez del dinero y de la imposibilidad del amor. Ibsen, se ha enamorado ya varias veces: de Clara Ebbell, de Rikka Holst... Y siempre fue su condición de poeta famélico lo que hizo imposible el amor. Ahora, desde hace un mes, está de novio con Susanna Thoresen y sabe muy bien que la pobreza es obstáculo al amor. Olaf es, pues, comedia romántica, pero pensada por un realista que siente en carne propia los males de la sociedad.

Tuvo éxito momentáneo y luego fue olvidada. El mismo Ibsen, en 1870, al pasar revista a sus dramas, no mencionaría Olaf Liliekrans.

El teatro en Cristianía

En agosto de 1857 Ibsen parte a Cristianía para hacerse cargo de la dirección artística del Teatro Noruego, recién fundado contra la tradición danesa del Teatro de Cristianía.

Primer problema del teatro nuevo: ¿qué dicción se impondrá a los actores? La lengua oficial en Noruega era la que se hablaba en las ciudades y, sobre todo, entre la gente culta. Solamente en la pronunciación difería de la lengua de Dinamarca. A fin de estudiar el aspecto lingüístico de la nueva escuela dramática el director del Teatro Noruego apela a Knud Knudsen, quién propugna una solución conciliadora: ni imitar a los daneses, ni cultivar el habla de los campesinos; hay que hablar el noruego de la ciudad, un noruego abierto a ciertos particularismos de los valles y con “acento nacional”. El contrato obligaba a Ibsen a aceptar la gramática y la fonética de Knudsen, imposición poco molesta pues él, aunque más cerca de la lengua danesa que del landsmaal (unificación de dialectos del campo), se orientaba también hacia un “acento nacional”. El noruego, para Ibsen, era creación viva, histórica, que debía enriquecerse constantemente tomando palabras no importa si del valle o de la ciudad con tal que fueran expresivas.

El director del Teatro de Cristianía —un danés, por supuesto— se inquietó por la competencia y trató de hacer leves concesiones al nacionalismo noruego. Ibsen le dio un manuscrito: Los guerreros de Helgeland. Se le acepta, pero de mala gana: hay demoras, postergaciones, al fin se busca el pretexto de no pagarle derechos de autor... Ibsen denuncia públicamente esta ofensa a la literatura dramática noruega, retira su pieza, la publica y la representa, con éxito resonante, en su propio teatro.

“Los guerreros de Helgeland” (Haermaendene paa Helgeland, 1858)

Otra vez los críticos, por atender a la veracidad de la evocación del mundo legendario de las sagas, no advirtieron que Los guerreros de Helgeland, como Catilina, como La castellana de Ostrat, era otro drama de la voluntad que fracasa.

Sigurd y Gunnar —dos jóvenes vikingos de la Noruega del siglo X— desembarcaron en Islandia y, en una fiesta, conocieron a las hermanas Hjerdis y Dagny. Hjerdis, altiva, inteligente, apasionada y guerrera; Dagny, dulce, mansa, suave, tierna. Hjerdis prefería a Sigurd, y anunció, pensando en él, que se entregaría al héroe que matara el oso blanco que guardaba su aposento. Sigurd estaba a punto de cumplir la hazaña cuando Gunnar, en nombre de la inquebrantable amistad que se habían jurado, y sin sospechar que también Sigurd amaba a Hjerdis, le pide que realice la hazaña por él, Sigurd se disfraza con las armas de Gunnar, mata el oso, rapta en la oscuridad a Hjerdis y la pasa a su amigo. Hjerdis

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queda convencida de que Gunnar fue el verdadero héroe. Sigurd, entretanto, rapta para sí a Dagny a quien no ama.

Este es el pasado que Ibsen ha de revelarnos a medida que el diálogo avanza; y cada paso de esa revelación sucesiva engendrará un nuevo conflicto hasta que, al correrse el último velo, se precipite la catástrofe. En el acto I Sigurd confiesa a Dagny que él fue el hazañoso matador del oso. En el acto II Dagny se lo cuenta a Hjerdis, quien, celosa y sintiéndose ultrajada, ya no tendrá paz mientras viva Sigurd. En el acto III Sigurd confiesa su amor a Hjerdis y descubre que Hjerdis siempre lo ha amado. Y en esta crisis del acto III comienza el impulso desnudamente ibseniano del drama: es ahora cuando ha de reaparecer el problema de la voluntad, de la vocación, del destino. El acto III, con su contenido psicológico y metafísico, nos anticipa el genio de Ibsen, que ha de desplegarse a todo viento en los dramas futuros.

Sigurd y Hjerdis, nacidos el uno para el otro, no pudieron vivir juntos: he aquí la razón del fracaso de ambos.

HJERDIS. Mi existencia fue la de una infortunada, sin apoyo en la tierra desde el día que fijaste tu elección en otra mujer para hacerla esposa. Cometiste entonces una mala acción. El hombre tiene derecho de dar a un amigo fiel todos los tesoros que posee, pero no puede, sin cometer un crimen, arrojar en sus brazos la mujer que ama, porque al obrar así rompe y desgarra la trama misteriosa de las Nornas y aniquila, de un solo golpe, dos espíritus.

Una voz misteriosa me repite que el destino de mi alma era sostener la tuya en el peligro, inflamarla con su propia llama; y, que el tuyo era hacerme gloriosa y triunfadora. Juntos los dos... lo sé... habríamos sido: tú, entre todo varón el más ilustre; yo, entre toda mujer, la más dichosa.

Sigurd cree que el destino los separó y se resigna. Para Hjerdis, en cambio, el destino no está en las circunstancias, sino en la misión que nos habita y nos reclama. “Nuestro deseo es caminar siempre juntos. Así lo decidieron las Nornas y no debemos discutir su fallo”.*

Estamos predestinados a cumplir una misión. Cuando la cumplimos nos sentimos libres, pero la libertad es obediencia a una voz misteriosa y a esa voz la llamamos vocación.

“La comedia del amor (Kjaerlighedens Komiidie, 1862)

A pesar de la pobreza Ibsen podría ser ahora feliz. Se ha rodeado en Cristiania de los mejores amigos, entre ellos Bjórnstjerne Björnson. El Teatro Noruego va ganando su campaña contra la influencia danesa. En junio de 1857 se ha casado con Susanna...

¡Ah, pero él quiere escribir, escribir, y el Teatro apenas le deja tiempo!: “Si no fuera más que pérdida de tiempo —le dice a Björnson— pero son visiones, impresiones poéticas que mueren antes de nacer”.

Al fin, en 1862, puede publicar La comedia del amor, el primero de sus dramas sobre la vida contemporánea, casi una confesión personal en la que describe a su mujer, a su matrimonio, a su nuevo programa de escritor. Aunque en verso, es una pieza realista escrita como crítica a la concepción romántica del amor omnipotente.

Falk, el protagonista, escandaliza a los pensionistas de una casa de campo con sus befas al amor, al noviazgo y al matrimonio. Termina por proponerle el amor libre a su amiga Svanhild: “Elevémonos los dos por encima de una ley que no fue obra de la naturaleza sino convencional”. “Sea usted mía y, se lo juro Svanhild, seré un gran poeta”. Falk cree que el papel de la mujer es animar al hombre: “Necesito, como el ave cuyo nombre llevo (Falk significa halcón), luchar contra el viento si quiero llegar a la cumbre a la que aspiro y tú eres la brisa que debe ayudarme. Tú debes fortalecer mis alas”.

** En la mitología escandinava las Nornas son tres hermanas poderosas dueñas del destino de los hombres. Ni los dioses mismos pueden resistir al conjuro de esas Nornas del pasado, del presente y del porvenir.

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Svanhild siente que ser mujer es algo más digno que eso: “Soy para usted como la caña de que se hace el niño la flauta para un día”, le reprocha con amargura. Falk reconoce que la necesita mientras sea joven, bella, inspiradora; después, la abandonará: la mujer sirve para animar al poeta, eso es todo.

Entonces Svanhild se le burla. Falk no es un halcón ¡que va! Es apenas un barrilete libresco con cuerpo de papel y adornos retóricos. No puede volar solo: necesita de la brisa, del hilo. Ella es demasiado mujer, demasiado digna para jugar a ese erotismo literario: “Vuele en adelante con sus propias alas aunque hayan de romperse o doblegarse. La poesía de papel pertenece al escritorio; la verdadera, la que no muere, está en la vida. Sólo ella puede caminar hacia las cumbres”.

Así, a Falk se le revela una nueva vida, una nueva tarea. Dejará su estética de dilettante y emprenderá el arte de abrir caminos a la verdad.

En el acto II aparece en brava lucha contra la mentira. Le repugna el amor adulterado que la sociedad vende como bueno le repugna la cobardía, la avaricia, el sensualismo que en nombre del amor ahogan la libertad de la persona. Cuando el pastor Straamand sale en defensa del matrimonio como sacramento y de los hijos legítimos, Falk exalta el amor libre y sus libres frutos. Lo echan de la pensión, pierde amigos... Pero Svanhild se ofrece a acompañarlo: “Si lucha usted contra la mentira me tendrá a su lado como escudero; ayer usted me ofrecía solamente el destino de la caña”.

Y Falk (en realidad Ibsen mismo, que en este momento de su carrera está cambiando de orientación estética) exclama: “Acabó mi vida de poeta aislado en una habitación. Mi poesía debe resplandecer a pleno aire bajo el haya y el abeto. Mi lucha debe emprenderse contra todo lo que existe. ¡O la mentira o yo! ¡Uno de los dos tiene que morir!”

Ahora sí Falk y Svanhild se decidirán a vivir juntos al margen de la moral y de las convenciones. El amor no es para ellos una atracción de cuerpos jóvenes que pactan con la sociedad sino un común destino al servicio del ideal. Es una fuerza sobrenatural, es Dios mismo, actuando simultáneamente en dos seres. Así, místicamente unidos, partirán “a la conquista de la libertad”, confiados, gozosos.

La fuerza y originalidad de la comedia, sin embargo, está en un último descubrimiento: es Guldstad, el comerciante, quien da la lección. Hay dos planos, viene a decir. El de la conciencia, donde impera el ideal libre, y el de la sociedad, donde impera la convención necesaria. El amor puede vivir en la esfera de la libertad, nunca en la de la necesidad; el matrimonio, por el contrario es siempre. sometimiento a la necesidad.

Esta es la crítica más honda en toda la Comedia porque lleva el problema a un encerrón. No hay escape: en cuanto el amor —que es una experiencia íntima— se traba en una relación social de persona a persona ya cae con la misma inercia con que caen convenciones, leyes, instituciones, etc.

Lo que acaba de decir Guldstad es lo que antes dijo Falk, ¿Por qué, pues, Falk exclama?: “¡Es mentira!” Porque Falk está viviendo la esperanza última: él ha negado la posibilidad del amor dentro de la malla de necesidades sociales pero en cambio creyó posible un amor entre dos criaturas libres unidas por una misión superior. Ahora Guldstad le dice que tampoco ese amor es posible: el ideal, la misión, operan dentro de una conciencia; pueden operar dentro de dos conciencias, de todas las que se quiera, pero separadamente. Cuando uno y otro quieren formar una pareja amorosa, ya, en tanto pareja, ingresan inevitablemente al plano social donde todo caduca. Los bienes de la tierra pesan siempre sobre una pareja, aun cuando cada alma ensimis¡mada pueda librarse de ese peso en la soledad.

Falk y Svanhild comprenden su fracaso. “No soy lo bastante fuerte para ser tu mujer”, dice ahora Svanhild. Y se separan, sin desánimo: “El amor sólo puede vivir en el recuerdo, en la intimidad”.

Aunque el casamiento final de Svanhild con Guldstad es psicológicamente inoportuno, tiene valor simbólico: es la negación del amor como relación viva dentro de las formas sociales. El artista, el santo, el héroe, son solitarios.

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La comedia del amor fue la despedida de Ibsen al romanticismo. En adelante no cederá a ninguna moda literaria: las poéticas —le escribe a Björnson— son una maldición para la poesía, tanto como las teologías lo son para la religión.

La obra no pudo representarse. Y una vez publicada los críticos se desconcertaron. El público, por su parte, quedó convencido que Ibsen era, por lo menos, tan inmoral como su obra. Un profesor de la Universidad propuso que “se le dieran bastonazos”.

“Los pretendientes a la corona” (Kongsemnerne, 1863)

De pronto sobreviene una crisis. El Teatro Noruego se arruina. A Ibsen le confiscan los muebles. Para peor, ha nacido un hijo. Y La comedia del amor ni se vende ni se comenta. Piensa en algún oficio que dé dinero para vivir, piensa en renunciar a su vocación de poeta. Está tan deprimido que se refugia en una taberna para beber...

Hasta que, en junio de 1863, tuvo un momento feliz. Fue en la “fiesta de los cantores”, en Bergen. Se cantó en coro uno de sus poemas, hubo homenajes, “hurras” a su nombre, Björnson pronunció un discurso proclamando la amistad de ambos, se lo quiso llevar en andas, las mujeres le sonreían...

Ibsen, replegadizo como cuerno de caracol, también sabía brindarse a la menor muestra de afecto: seducido, exaltado, feliz, volvió a confiar en sí. Y, de vuelta a Cristianía, en seis semanas de entusiasmo escribió Los pretendientes a la corona.

Había concebido el tema en 1858; durante años había estudiado los pormenores de la rivalidad entre Hakkon y Skule. Ahora, rápidamente, dio estructura escénica a veinte años de ese período del siglo XIII en que las distintas regiones de Noruega están a punto de dispersarse o de unirse ¡y al fin se unen!

Como siempre, Ibsen configura artísticamente la realidad histórica. Se atiene a documentos en lo posible, pero lo valioso para él es revelar su visión personal del pasado. Los hechos históricos se pliegan así a la forma interior del drama; y el drama, otra vez, será un drama de conciencia. Hay un ambiente escandinavista —el ideal político que más apasionaba a Ibsen— pero el diálogo va abriendo perspectivas más hondas, más hondas, hasta descubrirnos nada menos que el fondo metafísico de la voluntad, Hakkon y Skule no son meros pretendientes a la corona: son criaturas en quienes la vida se dio con diferentes impulsos. Los dos son nobles, generosos, valientes, capaces, dignos. Pero Hakkon es el iluminado y Skule es el infecundo.

Hakkon no duda ni de su vocación ni de sus derechos: “Oigo en lo más profundo de mi alma el acento clamoroso y ardiente de una voz cuyos estímulos no temo proclamar; ella me dice que soy el único hombre capaz de gobernar la patria en una época en que están en juego tan graves intereses”. Skule no puede comprender tanta fe. El se siente ambicioso, pero su voluntad no tiene designios inspirados. “No vine al mundo para serviros —le grita Skule a Hakkon—; mi vocación es poseer yo mismo el cetro y el gobierno”. Entonces Hakkon le revela la diferencia entre la ambición y la vocación: “Llamáis vocación del cielo al sentimiento que os hace extender la mano hacia el reino y no comprendéis que sois juguete del miserable orgullo. ¿Qué os fascina? La corona de oro, el manto de púrpura, el derecho de dominar a los demás hombres desde la altura del trono: he ahí el ideal acariciado por vos. ¡Qué lástima! Si el reino consistiera en esos juguetes echaría el poder soberano en vuestro sombrero como se deja caer una limosna en el de un mendigo”. Rey es el que tiene pensamientos de rey; y Hakkon le muestra a Skule un nuevo ideal: hacer de los pueblos diseminados en Noruega un pueblo único. “En adelante serán partes de un todo:

tendrán la conciencia neta y clara de su unidad. Tal es la misión que Dios ha confiado a mis robustas espaldas; tal es la obra que debe realizar en el momento actual el soberano de Noruega”. Skule no serviría para semejante tarea. La vocación “no es un impulso psicológico que dependa de uno: es una fuerza creadora que nos posee y, aprovechándonos, actúa en el tiempo y se hace carne en la historia. Skule es infecundo. Él mismo acaba por comprenderlo. Y sufre trágicamente por el tremendo vacío de su alma. Sí,

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ambos tienen iguales derechos a la corona, pero en Hakkon resuena una voz más alta que la del hombre. “Desde el día en que Hakkon pronunció aquellas palabras insensatas sobre la unidad noruega —confiesa Skule— su imagen se presenta ante mi vista como la de un Rey legítimo. ¿Si esta frase extraña fuera la traducción al lenguaje humano del pensamiento divino? ¿Dios, después de guardar la idea grande en el granero, quiere sembrarla ahora y elige a Hakkon por sembrador?” Skule reconoce la superioridad espiritual de Hakkon: como los héroes, como los poetas, Hakkon es fecundo. Está henchido como una simiente de Dios. Skule, pues, sabe que está derrotado. Más aún: sabe que ya estaba derrotado de antemano. Pero su ambición es demasiado imperiosa para resignarse, y va locamente a la muerte. Como Satán, quiere ser el Rebelde; y sólo consigue ser el estorbo al ímpetu de creación que fluye a través del alma de Hakkon y de sus acciones. “Mi pasión —exclama Skule, ya vencido— me arrastraba hacia un fin que no era el marcado por la mano de Dios”. Cae muerto y Hakkon dice: “Todos le han juzgado mal. Su vida encerraba un enigma. Skule fue en la tierra el hijastro de Dios: éste es el enigma extraño que nadie supo adivinar”. De este conflicto entre Hakkon —la vocación encendida por una chispa divina— y Skule —la ambición inerte caída entre las cenizas de un mundo en ocaso—, los críticos sólo vieron las anécdotas, la historia externa. El más profundo de los críticos le censuró la falta de “una concepción sana y armoniosa de la vida”. Sin embargo, se le admiró el poder verbal, el talento escénico, la evocación de la vieja Noruega; y tuvo éxito. Hasta pudo pagar algunas deudas con el dinero ganado.

El destierro

Después de ese rapto de entusiasmo con que gestó Los pretendientes a la corona Ibsen cayó desde lo alto en la más triste depresión: otra vez la pobreza, la sordidez moral de las gentes, el fastidio a la sombría religiosidad del pietismo ambiente, la soledad, la incomprensión de los amigos... ¡Ah, si pudiera escapar! ¿Escapar adónde? No sabía, pero había que escapar, había que escapar...

En setiembre de 1863 el gobierno le concedió una subvención para, que pudiera viajar y conocer desde dentro las corrientes intelectuales de las grandes naciones de Europa. Y de súbito apareció un motivo más poderoso para escapar: la indignación en bloque contra todo el pueblo noruego por no cumplir con las promesas escandinavistas en momentos en que Prusia y Austria agredían a Dinamarca. Con gran elocuencia, año tras año, se había jurado defender la unidad de los pueblos escandinavos, pero ahora que a Dinamarca la despojaban de Schleswig-Holstein nadie se atrevía a probar con las armas la solidaridad escandinava. Ante esta defección de Suecia y Noruega Ibsen se destierra voluntariamente. El 5 de abril de 1864 parte de Cristiana. Treinta años ha de permanecer en el extranjero.

“Brand” (1865)

En mayo atraviesa los Alpes y ya lo sella para siempre la emoción de Italia: “…la belleza del sud, una claridad extrañamente límpida, brillante como mármol blanco, se me reveló súbitamente”. Ibsen se asombra de la risa del blanco sobre el intenso azul, del sol desnudo junto al cuerpo gracioso de la luz. “Es absurdo que los hombres habiten al norte de los Alpes”, exclama.

Pero, por contraste, la contemplación del luminoso paisaje italiano la objetiva artísticamente, en una especie de nostalgia visual, las brumas de los fiordos, los glaciares y avalanchas, los valles sombríos, las largas lloviznas sobre el río, los flancos abruptos de la montaña, las mesetas cubiertas de nieve y resquebrajadas de precipicios... Del mismo modo, al pensar en la conducta noruega ante la guerra por el Schleswig, las virtudes que él, en su cólera, creía ausentes de su propio pueblo, se le objetivan en un héroe todo voluntad. Así nace Brand, el primer drama donde Ibsen se propuso expresar su visión de Noruega.

Brand es un sacerdote, pero el que lo sea “es un detalle sin importancia”, explicará Ibsen en carta a Brandes. Pudo haber sido un pintor o un hombre de ciencia. Lo importante es

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que Brand es el héroe de la vocación que no vacila ante el sacrificio absoluto. Y su vocación es servir a un Dios violento en sus creaciones pero amoroso para las criaturas que saben cumplir, a un Dios fecundo que quiere un nuevo Adán, una nueva raza de hombres siempre jóvenes, fuertes, voluntariosos, distinguidos, viriles, libres, auténticos, cabales, que no admitan ningún compromiso y se lancen al espacio al grito de “todo o nada!”. Brand desprecia “al Dios de los esclavos, de los siervos que gimen en la servidumbre”, al Dios de los frívolos, rutinarios y sensuales. “Mi Dios es tempestad —le reprocha a Eynar—, el tuyo sólo es viento; es inflexible, el tuyo es sordo; es todo amor, el tuyo es bonachón. Es joven como Hércules; no es, no, tu Dios bisabuelo”. “Hacía milagros sin cuento, y los haría aún si la raza no estuviera tan degenerada como tú”.

El Dios de Brand no es caridad. Los débiles lo creen complaciente y perdonador, “esperanza maldita que contribuye a la pérdida universal”, pero Dios no es así: el amor de Dios es de otra clase:

BRAND. A veces mis ojos se nublan, mi corazón sangra y mi espíritu desfallece. No concibo más que una alegría: poder llorar ¡llorar! Entonces, Inés, entonces Dios se me aparece y le veo más cerca que nunca, tan cerca que con un paso más estaría a su lado. Y siento sed de estrecharme contra su corazón de padre, de abismarme coma un niño en el abrazo estrecho de sus brazos poderosos.

INES. ¡Ah, Brand! ¿Por qué no lo ves siempre así, como Dios que se deja abrazar, como padre más que como amo?

BRAND, No, Inés. Así no podría combatir por él,

Primero, luchar por Dios; después se gozará místicamente en su amoroso seno, Y más adelante:

INES. (Temblando) Los caminos de tu Dios son estrechos y penosos.

BRAND. La voluntad sólo avanza por ellos.

¿Hacia dónde tiende esta formidable voluntad? “No hablo como servidor de la Iglesia —dice Brand—. Apenas sé si soy cristiano”, “No trabajo en pro de una Iglesia ni de un dogma. ¿No tuvieron su aurora? Pues ¿por qué no han de tener su ocaso? El orden universal exige que haya sitio para las nuevas formas que aún han de nacer. Lo que no perece nunca es el espíritu increado, es el alma, difusa en el origen del tiempo... El alma que, con audacia y fe viriles, ha construido un arco que va de la materia hasta la fuente del ser”. “Todos tenemos el mismo objetivo: ser la plancha de bronce en que escriba el Señor”. Prestarnos a esa voluntad mayor que la del hombre pero que cobra existencia al atravesar como torrente la voluntad del hombre, es el más excelso combate. Brand lo arriesga todo, sin retroceder jamás. Todo, menos el yo penetrado de Dios, que es lo que hay que salvar porque ya no es nuestro, sino de Dios. Y será tan inexorable con los demás como consigo mismo. Abandona a su madre moribunda porque ella no quiere desprenderse de la última moneda de su tesoro de avara. Deja morir a su hijo AIf —pobre víctima del clima malsano— porque no ha de ser él quien deserte del lugar que eligió para su ministerio. Y exigirá a su mujer que se olvide del hijo muerto, que no mire desde la ventana su tumba de nieve, que entregue a una prostituta que pasa las ropitas que guardaba como recuerdo. Clausura la Iglesia y se lleva a la muchedumbre hacia las alturas, hacia el sacrificio total. La muchedumbre, cuando repara en que lo que Brand reclama es “la muerte en provecho de una raza que está por venir”, lo apedrea. Y justamente en el desenlace, cuando Brand, herido, ensangrentado y solo en la meseta tempestuosa, se alucina, escucha coros invisibles y cae arrastrado por un alud al tiempo que oye en el estrépito: “¡Dios es caridad!”, justamente ahí parece que Ibsen hubiera confundido por completo su persona en el personaje, y que Brand expresara las dudas del mismo Ibsen acerca de la capacidad del hombre para cumplir con Dios.

Ibsen había reaccionado desde muy niño contra las manías religiosas del pietismo familiar. Su hogar, su ciudad natal, eran pietistas. Pero un hombre no se libra fácilmente de sus herencias espirituales. A Ibsen, como a Kant, se le reconocerán siempre las huellas del pietismo, aunque lo hayan rechazado.

El pietismo había surgido a fines del siglo XVII en momentos en que el protestantismo alemán estaba empobrecido porque el acento de la vida religiosa se corría, a pesar de Lutero, de la fe a la Teología, de la Biblia al dogma, de lo íntimo a lo social. El pietismo

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tomó partido por el espíritu no por la letra. El hombre debía salvarse por su propio esfuerzo, en la soledad; ejercitando una voluntad pura y aun fanática. El mundo, el formalismo de la Iglesia: ahí estaba el mal.

Brand, con su “todo o nada”, es una creación de ese ambiente religioso en que se formó Ibsen. Pero Ibsen no era una conciencia ingenua. No iba a andar dócilmente por el cauce que el pietismo había labrado en los países protestantes, cauce ya seco desde mediados del siglo XVIII. Él era un temperamento religioso. Sentía lo terrible, lo misterioso, lo enorme, lo fascinante del universo y de la vida. Sentía que él era una criatura y que su voluntad debía cumplir designios más vastos de los que él mismo pudiera trazarse. Pero este “sentimiento de dependencia” lo sentía dramáticamente, es decir como conflicto, como contrapunto de voces. Y le placía —un placer estético— ir dando forma de diálogo a esas impresiones de que estaba fructificado. No hay en Brand, pues, una construcción lógica, sino una construcción artística. De ahí que su obra sea teatro; de ahí que sus desenlaces sean siempre contradictorios; de ahí que Brand, después de haber triunfado como voluntad sin compromisos, muera dudando, no sólo de sí, pero también de la imagen de Dios que siempre lo animara: “Todo a mi alrededor es sombrío y nebuloso. ¿Cuanto he visto hasta hoy habrá sido sólo ilusión de mi espíritu enfermo?” Y cree oír, en el huracán, un coro de voces: “Nunca, nunca te parecerás a Él porque fuiste creado en la carne. Sirve su causa o traiciónala: de todos modos estás maldito!” “Gusano despreciable, nunca te parecerás a Él. Has bebido el cáliz de la muerte. ¡Leal o traidor, tu obra estará siempre maldita!” “Nunca, soñador, te parecerás a Él. Perdiste feudo y patrimonio; pero tus sacrificios no te enriquecen. Fuiste creado para vivir la vida de la tierra”. Se le aparece el espectro de Inés: Estás enfermo, le dice, y tu locura es creer que tu voluntad debe ser inflexible. “No sirves para nada en el mundo”, exclama la aparición. Y en el último instante, cuando el alud avanza impetuoso hacia él y lo revuelca, Brand grita: “Respóndeme, Dios mío, a la hora en que la muerte se apodera de mí: ¿basta toda la voluntad de un hombre para comprar un átomo de salvación?” Una voz —en lo profundo de la conciencia— le responde: “Dios es caridad”.

Así, Brand —otro héroe de la voluntad que fracasa— al morir descubre que la existencia humana es siempre trágica porque su destino es trascender hacia el misterio.

Al escribir Brand Ibsen se había propuesto desahogarse, y daba por descontado que no tendría éxito. Sin embargo, gracias a Brand se lo admiraría en el mundo entero. Por lo pronto, fue conocido en Dinamarca, donde se editó la obra. en marzo de 1866 y en el curso del mismo año aparecieron cuatro ediciones. Aunque Ibsen no escribió Brand para la escena, se representó más tarde y siempre con el entusiasmo clamoroso de los públicos. Es una de las obras de Ibsen que con más fervor se ha leído, sobre todo en los países germánicos.

Ibsen y Dinamarca

Fue muy importante para Ibsen haber conseguido un editor danés. Se le abrió un nuevo público, un nuevo camino hacia el corazón de Europa. En Dinamarca estaban los prestigios, y por allí había que pasar.

En este momento Ibsen tenía que decidirse ante diferentes caminos lingüísticos: o contentar a los daneses y escribir como ellos; o cultivar el regionalismo noruego y escribir en la lengua propuesta por los nacionalistas. Para un escritor es vitalísimo no equivocarse. Ibsen (como sus coetáneos Frédéric Mistral y Jacinto Verdaguer al elegir el provenzal y no el francés, el catalán y no el español) tenía que arriesgar nada menos que todo el porvenir de su poesía como quien lo juega a una sola carta. ¿Qué había de ocurrirle a su obra —pensaba Ibsen— si con el correr del tiempo su modo de escribir se convertía en lengua muerta y sólo permanecieran las formas extremas del danés y del noruego de los valles?

Un nacionalista noruego visita a Ibsen en Roma y le cuenta cómo el landsmaal se está propagando con creciente éxito:

—Insensatos! —exclama Ibsen irritado—. Si esa lengua llega a imponerse ¿qué haréis conmigo y con Bjórnson?

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—Se os enviará a Dinamarca, que parece ser vuestra patria…

Sin embargo Ibsen, aunque simpatizaba con Dinamarca, tendía a escribir una lengua rica en particularismos noruegos. Cuando el escritor danés Hegel le reprochó algunos detalles regionalistas de Brand, Ibsen hizo concesiones solamente en la ortografía, no en el vocabulario. Y en su próxima obra, Peer Gynt, insistió en expresiones que por ser típicamente noruegas debían de desconcertar a sus lectores dé Dinamarca. La lengua de Ibsen no era, pues, ni el danés ni el landsmaal, sino la que en Noruega hablaban las personas cultas, con acento nacional pero con normas supranacionales.

“Peer Gynt” (1867)

Hasta entonces había vivido de deudas, de subsidios, de socorros... Su hijo ha contado que en aquellos años solía faltar el pan a la mesa. Para colmo se enfermó de paludismo y en un acceso de fiebre quiso suicidarse... Pero de pronto empieza a recibir los signos de una mejor fortuna: el editor le paga honorarios inesperados, el parlamento noruego le concede una “pensión de poeta” para que pueda escribir sin preocupaciones económicas… Se siente, pues, más feliz y su próxima obra, Peer Gynt, lo muestra con otro ánimo más alegre, travieso, plácido y poético.

Peer Gynt es un drama tan rico en intenciones como Brand, pero con un predominio de lo lírico sobre lo lógico. Sería fácil explicar a Brand y Peer Gynt dentro del mismo sistema: Brand, la voluntad, Peer Gynt, la fantasía. Brand, el hueco ideal de las virtudes ausentes en el pueblo noruego; Peer Gynt el retrato de los defectos patentes en ese pueblo. Brand, el héroe, Peer Gynt, el fanfarrón... Sin embargo Peer Gynt no es una alegoría, sino un poema lírico escrito en plena embriaguez. Su gusto por el folklore, el saber ya qué son las mujeres y sin embargo tender idealmente, con el más puro impulso, hacia el amor de la doncella casi niña, casi ángel, sumisa, irreal, como Solveig, el que el mundo es mágico y la verdadera aventura es aventura en lo invisible, la gozosa experiencia de que el yo triunfa mientras uno viaja, el sentirse tan libre y soñador como el legendario Peer Gynt, dieron a la imaginación de Ibsen una gracia móvil y sorprendente. Sólo que sobre la blanda materia de los caprichos de la fantasía ha ido operando una concepción del hombre, de la voluntad, del sentido de su conducta. Por eso, aunque la fantasmagoría de Peer Gynt es pura belleza, encontramos el tema de siempre: la vocación. Peer es el hombre sin vocación, he aquí el quid. Fantasea, pero siempre a la zaga de las circunstancias. La primera voz del poema es la de su madre Aase: “iMientes, Peer!” y contesta Peer: “¡Confía en mí! Espera que yo realice algo, algo realmente grande... ¡Seré Rey, Emperador!... Sólo necesito tiempo”. Aase, que lo conoce bien, suspira con tristeza: “Hubieras podido ser algo si, desde la mañana hasta por la noche, no tuvieras la cabeza repleta de embustes, hojarasca y desatinos”.

Peer Gynt va a las bodas de Ingrid y allí conoce a Solveig, que se desliza por la fiesta como un ángel rubio, tímido, pudoroso. Se enamora de ella como de un sueño. Bebe, asusta a Solveig... Luego, por despecho, rapta a Ingrid, la recién casada, y se la lleva a cuestas hacia lo alto de la montaña, perseguido por todos. Ya lo tenemos a Peer Gynt obligado a andar por el mundo. Las circunstancias lo han empujado, no su voluntad. Aunque Peer razona a cada paso, es evidente que él no tiene una conducta intencionada, sino que se mueve en zigzag y a barquinazos. A veces lo agita un impulso de águila, pero es cosa del momento. No tiene vocación ni tiene ideales. Y en cuanto avanza cae en un nuevo enredo. Por ejemplo, el de la mujer verde, hija del Rey de la Montaña. Peer se casará con ella, con el reino por dote. Duendes, gnomos, espíritus, le imponen condiciones que Peer Gynt va aceptando una a una, hasta que quieren enajenarle su libertad, cambiarle de alma, convertirlo en duende. Peer se resiste, pelea, huye, pero ya lleva el estigma de los duendes. Los hombres dicen: “¡Sé tú mismo!” Peer, como los duendes, tendrá como lema: “¡Bástate a ti mismo!” Será un egoísta, no una personalidad creadora. Peer está encerrado en un yo falso que no es voluntad sino compromiso. Es la escena de la Cueva. Peer Gynt golpea con una rama las tinieblas que lo rodean. No puede pasar. Por mucho que ande siempre está en el centro. Es una prisión de niebla, redonda y sin forma.

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Escapa, no obstante. Y dos años después es el Creso de los armadores de Charlestown, tratante de negros en Carolina, vendedor de ídolos en China, contratante de misioneros, propietario en la América del Sur... Su táctica: “No dar jamás un paso decisivo, avanzar con prudencia por en medio de las emboscadas de la vida, acordarse de que no se limita al combate del presente y tener detrás una línea de retirada segura”.

En eso, mientras está contando cómo acumuló su riqueza, se la roban. Entonces se disfraza y se hace pasar por Profeta. Ante las nuevas circunstancias hace otra vez el balance: “Buscar el yo en el poderío del oro es edificar sobre arenas” ”iProfeta! ¡Esto es ya una posición! Sé donde estoy. Cuando me agasajan es por mí y no por mi dinero. Soy el que soy, sencillamente”. Cree haberse encontrado, cuando han sido las circunstancias las que cambiaron. Ahora llamará yo al sensualismo, así como antes el yo era el poder del dinero. Hasta que, al engañarlo Anitra, Peer comprende la falsedad. Pese a lo cual no se corrige. Ahora huirá del presente y recorrerá, palmo a palmo, los caminos de la civilización: Egipto, Asia, vuelta al Mar Rojo, Babilonia, Troya. Atenas... Por ahí lo nombran Emperador del Manicomio. El loco es el perfecto ensimismado. ¿Qué yo más pleno, más encerrado en sí mismo que el del loco? Al final Peer vuelve a Noruega, viejo, solo, con un dinero que se le pierde en el naufragio. Y otra vez el balance al que Peer siempre está dispuesto: es la famosa escena de la cebolla. Coge una y la va arrancando las telas, una por una. Cada tela es una falsa aventura, es un papel representado, es una personalidad simulada.

PEER GYNT. (Arrancando varias telas a la vez) ¡ Cuántas envolturas! ¿No aparecerá nunca el corazón? ((Desgarra a pedazos lo que queda de la cebolla). ¡No hay nada! En el mismísimo centro no hay sino envolturas, cada vez más pequeñas y pequeñas...

No hay en la cebolla (como tampoco en su alma) ni hueso ni fondo. Y ahora Peer escucha claramente su culpa. Es de noche. La selva de pinos ha sido devastada por un incendio. Todo está envuelto en humo. Y Peer oye los reproches: “Somos pensamientos que tú debiste haber pensado”, le dicen ovillos de hilo gris que ruedan entre los troncos calcinados. “Somos consignas que debiste haber proclamado”, le dicen las hojas secas. Y las voces del aire: “Somos las canciones que debiste haber cantado”. Y las gotas de rocío: “Somos lágrimas no vertidas”. Y las briznas de paja: “Somos acciones que debiste haber realizado”.

Peer Gynt sigue su marcha, pero le intercepta el paso el Fundidor, personaje con valor de símbolo, de alegoría, dentro de la concepción religiosa de Ibsen. El Fundidor le revela a Peer la orden de Dios: “Comunicarás a Peer Gynt que habiendo faltado a su destino debe, como producto averiado, ser fundido de nuevo”. Y agrega el Fundidor: “El Amo es económico, y por eso es tan cuidadoso. No arroja nada que pueda servirle de materia prima. Ahora bien, destinado a brillar como botón en el vestido universal, viniste sin engaste. No queda más recurso que arrojarte a la caja de botones estropeados para que vuelvas a ser derretido en la masa”.

La actitud de Ibsen al crear a Peer Gynt fue de amor. Aun de amor por sus defectos. ¡Es tan humano Peer! Por lo mismo que sospechaba que toda existencia es fracaso, Ibsen se enterneció con Peer Gynt, la más desvalida, la más lírica, la más alocada criatura de su teatro.

Acaso sea Peer Gynt el poema de Ibsen que la posteridad prefiera siempre. Los críticos contemporáneos, sin embargo, le fueron reticentes. Veían demasiados enigmas, demasiados símbolos... Ibsen se encolerizó: “Estoy contento de la injusticia que se comete conmigo —le escribió a Björnson—. Siento que me crecen las fuerzas en la cólera. Si quieren guerra ¡venga la guerra! Si no soy poeta no tengo nada que perder. Me ensayaré como fotógrafo”.

Y la comedia que ha de seguir a Peer Gynt será, en efecto, un ensayo de fotografía: La unión de los jóvenes, inspirada en la vida política noruega.

“La unión de los jóvenes (De Unges Forbund, 1869)

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Cuando Ibsen escribe esta obra ya ha dejado Italia después de cuatro años de vida fecunda. De la cultura románica conocía lo que le había entrado por los ojos: el arte de la antigüedad y del Renacimiento. Prefería, sin embargo, lo gótico. Nunca habló italiano, nunca lo leyó. Había vivido solo o en la colonia escandinava, atento a Noruega, impermeablemente germánico. El movimiento liberal de la unificación italiana le interesó solamente para contrastarlo con la flojedad escandinava. En cambio, la unidad alemana le conmovía profundamente. Al pensar en la educación de su hijo Sigurd —a la sazón de ocho años— decidió irse a Dinamarca o a Alemania. ¡No a Noruega, cuya sordidez aún no perdonaba! Parte de Roma a mediados de 1868, visita Florencia, reside en una pequeña ciudad de los Alpes bávaros, curiosea por Munich y acaba por quedarse en Dresde. Aquí fue donde se ensayó como fotógrafo.

Con recuerdos de infancia y noticias de la actualidad política retrató a un demagogo ambicioso e intrigante. Inmediatamente el público —y en seguida la crítica— filió a Ibsen como escritor de derecha (en oposición al “izquierdista” Björnson) y promovió un escándalo durante la representación. La pasión sectaria no dejó ver las novedades que ofrecía la comedia. Ante todo, el diálogo, que no tenía ejemplos en la literatura dramática europea. Ya en sus obras anteriores Ibsen había mostrado una originalidad de visión y una densidad de pensamiento que no tenían ciertamente, los dramaturgos de moda en París. Ahora empieza a superarlos aun en la técnica de la escena. Ibsen, en La unión de los jóvenes, anuncia, si bien pálidamente, la gran renovación teatral que completará más adelante. Cada personaje tiene un habla propia; y esa habla está íntimamente henchida por un modo personalísimo de estimar las cosas. A tal punto que en el diálogo la razón no está en un personaje. Ibsen no toma partido por ninguno de ellos (como está haciendo Alexandre Dumas hijo por esos mismos años) sino que ahonda en los motivos últimos de cada acción. El diálogo se carga entonces de sentido: son pedazos de alma en conflicto, confesiones desgarradas.

Todavía está influyendo sobre Ibsen la técnica de la comedia “bien hecha”, a lo Scribe; pero en La unión de los jóvenes el encrespamiento de contingencias que va preparando la sorpresa final no es mero truco escénico: Ibsen no juega a las escondidas por el gusto de intrigar, sino para llamarnos la atención sobre la falla moral del político Stensgaard. Como antes Peer Gynt, Stensgaard ha preferido acomodarse a las circunstancias tornadizas, seguir el camino, no de la vocación, sino del provecho.

Es —en palabras de su amigo Fjeldbo— “una voluntad esparcida y sin perseverancia”.

FJELDBO. ¿Cuál es tu objeto?

STENSGAARD. Una vida que me permita valerme de mi talento y satisfacer mis ambiciones.

FJELDBO. ¡Déjate de palabrerías! Francamente ¿cuál es tu objeto?

STENSGAÁRD. Mi objeto —a ti te lo puedo confiar— es llegar a ser diputado y hasta ministro, y casarme ventajosamente con una señorita de familia rica y distinguida.

He aquí el motivo del fracaso de la voluntad de Stensgaard: se rebaja a un objeto tan subalterno que, para lograrlo, necesita dispersarse y ceder a las circunstancias.

Como Stensgaard se mueve en un medio político, los temas que se levantan en la comedia son los de la vida social: las clases sociales, el capitalismo, la emancipación de la mujer, la demagogia... Pero, en lo esencial, La unión de los jóvenes es comedia psicológica.

Los tiempos han cambiado

A todo esto Ibsen ya no es el pobre desconocido e inseguro autor de los comienzos. Se lo estima y se lo discute en los tres países escandinavos. En 1782 Edmund Gosse hace conocer a Ibsen en Inglaterra mediante artículos memorables. En Alemania se está traduciendo Brand y alguien prepara una biografía. Cobra derechos de autor cada vez más abultados. El gobierno noruego lo designa delegado a una reunión en Estocolmo para aproximar las lenguas sueca y dano-noruega. Por primera vez lleva una existencia

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mundana: viste, con elegancia, es amable, conquista a las señoras. El Rey Carlos XV lo invita a su palco, come con él, se tutean, lo hace “caballero de la orden de Wasa”, lo envían oficialmente a la inauguración del Canal de Suez. Sale Ibsen de Estocolmo, pasa por Dresde, se queda unos días en París, sigue a Marsella, Alejandría, El Cairo... “El mes que pasé en el Nilo —dirá Ibsen— fue de una prodigiosa importancia en mi desarrollo espiritual, especialmente para mi visión de la marcha de la civilización”. De regreso, otra vez se quedó unos días en París —en los teatros parisienses triunfaban Scribe, Augier, Sandeau, Feuillet, Pailleron—, entró a Dresde y pocos meses después estalló la guerra francoprusiana. Ibsen se fue a Copenhague y sólo volvió a Dresde cuando la victoria alemana estaba decidida. Durante cuatro meses se consagra a recopilar sus poesías. Poesías de poeta arisco, reflexivo, sincero y elocuente, importantes, sí, pero más bien para iluminar al sesgo su teatro.

Apenas se desembarazó de los poemas, en marzo de .1871, se puso a escribir el drama que lo apasionaba: el drama de Juliano el Apóstata.

“Emperador y Galileo” (Keyser og Gailaer, 1873)

Cuando en 1864 Ibsen llegó a Italia con la impresión de que los países escandinavos se derrumbaban por falta de voluntad y, de pronto, vio esparcidas a sus pies las ruinas de la Roma antigua, sintió tan vivamente el tema de las civilizaciones caducas que concibió un drama de la gran pugna entre el paganismo y el cristianismo, con Juliano como protagonista. Una y otra vez lo postergó para escribir Brand, Peer Gynt, La unión de los jóvenes. Ahora, en 1871, se atreve al tema, y después de dos años y medio de trabajo paciente se libra de la más extensa, prolija y enigmática de sus piezas.

La posibilidad de interpretar Emperador y Galileo como otro drama metafísico de la voluntad individual que fracasa porque no acierta a cumplir los designios de la fuerza creadora del Universo, depende de qué importancia concedamos a las revelaciones de Máximo, que puede parecer al crítico un místico o un charlatán.

En la figura histórica de Juliano el Apóstata Ibsen ha visto, como en el Skule de Los pretendientes a la corona, un “hijastro de Dios”. Recibió la misión de fundar un reino espiritual nuevo, de ayudar a la gran evolución del mundo. No era libre. O mejor dicho, su libertad consistía en cumplir con su vocación, que era la voz en su conciencia de una voluntad divina que lo reclamaba para sí. Recordar la escena de la revelación, acto III, primera parte. Pero Juliano se equivocó en su apostasía. Creyó que Cristo le disputaba el poderío, que el cristianismo era la mentira, que el camino estaba en la restauración. Máximo se desinteresa de la lucha entre el Emperador y el Galileo: él ve, místicamente, un tercer reino que absorberá a ambos, el advenimiento de “una conciencia consciente de sí misma”. Cuando Juliano muere, Máximo reconoce que Dios no lo había elegido. Vendrá el tercer reino, pero no era Juliano el encargado de realizarlo. Los hombres son instrumentos de una voluntad misteriosa. ¡Ay de nosotros si no estamos predestinados a ser libres en nuestra vocación!

Los temas de Ibsen

Esta especie de ética teológica le nacía a Ibsen como expresión de su alma. No fue desde luego un filósofo. No había en él una actitud racional cognoscitiva. Ni siquiera tuvo curiosidad por la filosofía. Leyó muy poco y desganadamente. De Kierkegaard, apenas unos fragmentos. Heiberg, el danés, le hizo conocer el hegelianismo, pero nunca leyó a Hegel. Ni a Schopenhauer ni a von Hartmann ni a nadie. Tomó expresiones filosóficas de los periódicos, de la conversación, de comentarios mediocres, nunca de las fuentes mismas. A Brandes, que le censura no haberse “asimilado la concepción actual de la ciencia”, le responde Ibsen: “Cómo hubiera podido hacerlo? ¿Pero acaso no nace cada generación con las tendencias de la época? Lo que nosotros, los profanos, no hemos podido indagar, creo que en alguna medida lo poseemos como sentimiento o instinto. Además, el oficio del

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poeta consiste esencialmente en ver, no en reflexionar. Para mí, especialmente, esto último sería un peligro.” (Carta de 1871 )..

Lo que importa, pues, es la visión de los problemas tal como él los sentía vivos en su ser, las intuiciones fundamentales de la vida y del mundo que circulan por los cauces profundos de todas sus obras como una corriente única. En el ambiente culto de Europa se están debatiendo las grandes cuestiones del siglo: libre albedrío y determinismo, persona y Estado, irracionalismo y ciencia, teología y evolucionismo... Ibsen oye ese rumor, se apodera de alguna fórmula suelta, acompaña unos pocos pasos a una que otra idea ajena, mete éste o aquel tema de actualidad en sus dramas, pero permanece replegado en sí mismo; y desde ese punto impar, original, simple, encendido, creador, que es su alma, se asoma a ver qué son los hombres y por qué la vida es trágica. A veces su voz se anticipa a otras: a la de Nietzsche, por ejemplo. Su libro fue la Biblia. No necesitaba más para profundizar como poeta en el destino humano.

Hasta Emperador y Galileo Ibsen ha escrito obras variadas: verso o prosa, históricas o modernas, fantásticas o costumbristas, con las tres unidades clásicas o con plena libertad escénica, realistas o líricas… Después de un intervalo de cuatro años en que visita Cristianía y se va a vivir a Munich (1875), Ibsen retoma los temas de siempre, pero los doce dramas que vengan serán todos en prosa, con diálogos estilizados de la vida, con estructura clásica y argumentos contemporáneos. Despreocupado del dinero, puesto que ya se había asegurado cierta independencia económica, ha de publicar una obra cada dos años. Y escribía casi retraído del mundo, en un gran esfuerzo de sinceridad, puliendo constantemente las escenas, afinando el diálogo hasta que los personajes parezcan más vivos que el mismo autor.

Hacia 1870 Europa tendía al realismo; y el teatro de Ibsen empezó a entrar en la zona de luz de la gran literatura occidental. En los años de Emperador y Galileo ya la literatura noruega estaba conquistando la hegemonía escandinava con “los cuatro grandes”: Ibsen, Björnson, Lie y Kielland. El sueco Strindberg se inspirará en Ibsen. El danés Brandes lo señalará como un gigante. Y es con Ibsen que la literatura escandinava ha de alcanzar un primer plano europeo, según veremos.

“Las columnas de la sociedad” (Samfundets Stötter, 1877)

En el rápido viaje a Cristianía, en 1874, Ibsen tuvo ocasión de confirmar lo que ya sabía: que Noruega no ofrecía la libertad necesaria para un escritor revolucionario. Se lo agasajó, recibió honores inolvidables, pero fue testigo de la resistencia oficial al movimiento positivista, entonces “un peligro para la moral”. Ni siquiera la Universidad respetaba la libertad de opinión. Una propagandista del feminismo, Aasta Hansteen, era ridiculizada por las calles. Intolerancia y tradicionalismo escondían la corrupción moral de las gentes.

Ibsen —que participaba en las ardientes luchas a favor de la plena libertad inte!ectual, aunque siempre al margen de los partidos políticos— ha de denunciar esa hipocresía social en una obra de tesis: Las columnas de la sociedad. Y ha de ser una mujer —copia de Aasta Hansteen— la que demuestre la tesis:

BERNICK. Las mujeres son las columnas de la sociedad.

LONA. No. Las verdaderas columnas de la sociedad son la libertad y la verdad.

En su juventud Ibsen había preferido el ideal germánico de belleza femenina: la mujer sumisa y enamorada del tipo de Aurelia (Catilina), Blanca (La tumba del guerrero), Elina (La castellana de Ostrat), Dagny (Los guerreros de Helgeland), Margrete (Los pretendientes a la corona), Agnes (Brand), Solveig (Peer Gynt). Ahora preferirá la mujer rebelde, enérgica, impulsiva, libre, peligrosa, emancipada, que también nos había presentado en Furia, Inger, Hjerdis, Svanhild, Selma...

Lona, la heroína de Las columnas de la sociedad, es una mujer así, noble, sana, valiente, que desprecia los atributos femeninos exteriores y se pone al servicio de la libertad y la verdad.

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Los problemas femeninos son en este drama muy importantes, pero no únicos. También se plantean los problemas del capital y el trabajo. Sólo que feminismo y socialismo aparecen como aspectos morales de la vida social. Ibsen se interesa, no tanto en los derechos de la mujer dentro de la familia o los del obrero dentro del capitalismo, sino en los derechos de la persona a su libre desenvolvimiento moral.

La obra tuvo un éxito explosivo en Alemania. En una sola semana se representó a la vez en cinco teatros de Berlín; y en adelante los escritores se dejarán influir por Ibsen. La tendencia al realismo de la literatura alemana de entonces cristalizaba así alrededor del drama extranjero.

“Casa de muñecas” (Et Dukkehjem, 1879)

Ibsen fue a Roma en setiembre de 1878 y al volver a Munich en octubre de 1879 ya tenía los borradores de Casa de muñecas.

Fue entonces cuando Ibsen vivió con más pasión su feminismo. No reclamaba la igualación de los sexos. De las mujeres amaba la gran diferencia. Aun las mujeres feministas, como Camila Collett, le seducían por lo femeninas. Por eso Nora, una de sus más grandes creaciones dramáticas, no defiende sus derechos de mujer, sino su dignidad de criatura humana.

Al descubrir Nora que cuanto le dio Helmer fue solamente por esa fácil disposición amorosa de los hombres, pero que nunca la respetó él como persona libre, abandona hijos y todo y se va. No puede permanecer en un hogar donde sólo se la ama con los sentidos, donde el matrimonio es una fiesta para los cuerpos. La sociedad de los hombres no reconoce dignidad a las mujeres. En el mejor de los casos las tratan, como a muñecas. Nora no ha de someterse. “Quiero averiguar quién tiene razón, si la sociedad o yo”, dice. Y cuando Helmer le recuerda “sus deberes más sagrados hacia el marido y los hijos” Nora responde: “Tengo otros deberes tan sagrados como esos: los deberes para conmigo misma. Ante todo, soy ser humano, con igual derecho que tú, o por lo menos debo intentar serlo.”

Desde el punto de vista teatral Casa de muñecas es un jalón en la literatura dramática. Desde La comedia del amor Ibsen se había ido librando de las tradiciones que pesaron sobre él: Scribe, Augier, Sardou, etc. Aun en Casa de muñecas encontramos el confidente y el villano, los contrastes, las coincidencias, el efectismo de la tarantella, la preparación artificiosa del desenlace... Pero a cierta altura parece que Ibsen se hubiera dicho ¡no más concesiones!, y toda la segunda mitad del acto final —desnuda, íntima, simple— mostró el valor dramático de la discusión. En la estructura tradicional de exposición, nudo y desenlace Ibsen sustituye imprevistamente el desenlace con una discusión. Cuando Nora dice: “Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar”, comienza un nuevo período en la historia del teatro. Dos personas, dos sillas: nada más. Pero en ese instante el drama salta de la mera exterioridad a los conflictos de conciencia. Es lo que siempre había tratado de hacer el genio de Ibsen, desde Catilina, pero en los comienzos iba a tientas: ¡cómo cuesta prescindir de las modas, de los prestigios establecidos, de las técnicas heredadas, de las muletas retóricas! En adelante Ibsen no confiará más en las llamadas “situaciones dramáticas”, sino en el poder de la discusión. Y al centrar cada pieza en la discusión promueve un total cambio de recursos teatrales y funda una nueva escuela dramática. A partir de Casa de muñecas ya se va haciendo patente el sentido de la gran renovación ibseniana.

En suma: 1) Cuando se inició Ibsen, la técnica teatral de toda Europa consistía en tejer tramas; él, por el contrario, buscará las situaciones más familiares, las más corrientes, las de todos los días, y pondrá el acento en los problemas íntimos de la conducta. 2) Los personajes discuten esos problemas; y la discusión va interpenetrando los núcleos objetivos del drama hasta que acaba por asimilárselos. El drama se convierte, pues, en una discusión. 3) Pero como en esa discusión los temas son los comunes de la vida ordinaria y las situaciones en que se ven envueltos los personajes son las mismas que los espectadores padecen en carne propia, hay una identificación emocional entre escenario y público, una comunión viva. El interés emana de los problemas que se debaten en escena;

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ya no se necesitan trucos estrepitosos que despierten artificialmente el interés dormido de las gentes. 4) Desaparecen así las convenciones tradicionales: apartes, soliloquios, truculencias, psicologías estereotipadas, desenlace feliz, etc. 5) El interés en la discusión seria y la prescindencia de los efectos escénicos dan a Ibsen una concentración dramática. Cuando se alza el telón la acción ya está cerca de la crisis: a veces ya estamos en plena crisis. El crescendo es mucho más vivo, intenso, dinámico, puesto que al comenzar el drama ya hay todo un pasado del que nos vamos enterando precisamente en la inminencia de la crisis. Pasado y presente se revelan simultáneamente; y esa revelación es el drama. 6) Vidas enteras historias de años, presentadas en una mínima unidad de tiempo y lugar. ¡De una tragedia de lbsen Shakespeare hubiera hecho un solo acto! Por mostrarnos la culminación de un drama previo que no ocurre en escena Ibsen da una textura clásica a su teatro. Piezas hay en las que se cumplen rigurosamente las unidades aristotélicas. 7). Cada personaje hace valer su punto de mira, la íntima dirección que toma su alma cuando ataca un tema. Todas las hablas son distintas, todos los argumentos son legítimos. El diálogo, pues, es drama puro, no ventriloquia.

Con Casa de muñecas Ibsen ha de obtener en menos de diez años una reputación europea, con actrices geniales en el papel de Nora: Eléonora Duse, Réjane… pero por lo pronto no se supo apreciar ni sus novedades técnicas ni su hondo sentido moral. El público reclamó un desenlace feliz. Parecía inverosímil que una mujer abandonase marido, hijos, bienestar, por un histerismo del momento. No sólo inverosímil: inmoral, disolvente, corruptor. Los pastores condenaron a Nora en las iglesias. En algunos ambientes sociales era tema tabú. Nadie se atrevió a defender en la prensa la causa feminista.

Al contrario: la opinión media tomaba partido por el pobre Torvaldo Helmer. La cuestión “¿volverá Nora?” apasionaba como si se tratase de una guerra entre dos civilizaciones: la que excluía a las mujeres contra la que quería la igualdad de todos los seres. Más tarde el “volverá Nora?” pasó a ser un ejercicio retórico en las clases de composición del mundo entero. Algunas actrices se negaron representar la escena final, y al llegar a la puerta se volvían, vencidas, sumisas, obedientes al poder del varón, a la ley de la familia y a los sacrosantos deberes de matrona.

Toda Europa, pues, se puso de parte del ideal Matrimonio, de la abstracción Matrimonio, del sacramento Matrimonio, y no pensó en el caso concreto de Nora ni en los derechos de las criaturas humanas a no ser inmoladas en los falsos altares de ideales, abstracciones y sacramentos.

“Espectros” (Gen gangere, 1881)

Entonces Ibsen se decidió a mostrar, más severamente, cómo el matrimonio, cuando es una máscara social de vínculos falsos, sacrifica vidas y honras. Y escribió Espectros, que es casi un cuarto acto de Casa de muñecas. Elena Alving es la Nora que no se atrevió a irse.

Qué son los “espetros”?

Desde luego que no son los morbos hereditarios que andan por las venas de Osvaldo, sino los prejuicios, los ideales hipócritas, los deberes morales sin fundamento, que merodean como fantasmas alrededor de los hombres, ensombrecen los hogares y asfixian todo goce de vivir. “Si me encuentro tan angustiada, tan temerosa —le dice Elena Alving al pastor Manders— es porque hay un mundo de espectros que me rodean, de los cuales estoy segura que no llegaré nunca a desprenderme.” “... todos somos espectros. No es sólo la sangre de nuestros padres lo que anda por nuestro interior; los espectros son toda clase de ideas muertas y viejas creencias sin vida. No tienen vitalidad pero se cuelgan de nosotros y no nos podemos desprender de ellos. Si tomo un periódico me parece ver espectros deslizándose entre las líneas. Todo el país debe estar poblado de espectros, hay tantos como las arenas del mar.”

No es Osvaldo el protagonista de la obra sino su madre. Y lo genial de Espectros reside en que el observatorio del tremendo drama de ese hogar está dentro de la conciencia de una mujer —la señora Alving— quien poco a poco se va liberando de “las ideas corrientes que el

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mundo admite sin examen”, hasta que, cuando acaba de emanciparse, es para enfrentar la última víctima de esos espectros, su propio hijo Osvaldo.

El ansia de plenitud moral de Elena Alving —¡el leitmotiv ibseniano!— se abre paso y sucumbe entre los “espectros” de la moralidad corriente que el estrecho pastor Manders simboliza.

“Verá usted —le dice la señora Alving al pastor, que le reprocha que lea libros—. Me parece encontrar una explicación y una confirmación de muchas cosas que acostumbro a pensar a solas. Porque, fíjese usted en esto, pastor Manders: lo más asombroso es que en realidad, no hay absolutamente nada nuevo en los libros. No hay en ellos sino lo que la mayoría de la gente piensa y cree. Sólo que la mayoría de la gente no se da cuenta o no se quiere detener a pensar.”

Más adelante: “Si hubiera sido lo que debí ser hubiera cogido a Osvaldo aparte y le hubiera dicho: ¡Oye, hijo mío, tu padre es un perdido!”

El pastor le recuerda “que un hijo debe respeto y amor a sus padres.” Y ella lo interrumpe: “Basta de generalidades!”

SEÑORA AIJVING. ¿Y la verdad?

MANDERS. ¿Y los ideales?

SEÑORA ALVING. ¡Oh, los ideales, los ideales! ¡Si yo no fuera tan cobarde! Si, en mi supersticioso miedo a faltar al deber o a la corrección yo he estado mintiendo a mi hijo, año tras año... ¡Qué cobarde, qué cobarde he sido! ¡Cuando me obligó usted a doblegarme a lo que usted llamaba deber; cuando alabó usted como justo y correcto aquello contra lo que toda mi alma se subleva de horror, empecé a examinar el fondo de sus doctrinas. No quise examinar más que un punto de la tela, pero una vez deshecho lo demás se descosió. Y entonces vi cómo estaban hechas las costuras.

Esta mujer que en el sufrimiento va aprendiendo a ver la vida cara a cara llegará a comprender aun los vicios de su marido. Es una de las escenas más dramáticas de Espectros, cuando Elena Alving le cuenta a Osvaldo que su padre había sido en la intimidad un libertino, un hombre acabado por la lujuria. Y, sin embargo, Elena Alving no lo condena. Al contrario: el chambelán Alving también fue víctima de los “espectros”, de la moralidad, de la sordidez hipócrita de las ciudades. “Ah! Si hubieses conocido a tu padre cuando era un joven teniente: ¡estaba rebosando de alegría de vivir!” “El solo mirarlo era como gozar de un día de aire y sol. Y qué fuerza exuberante, qué plenitud de vida había en él.” “Y he aquí que esa criatura del goce —porque entonces él era como una criatura— se vio obligado a vivir en este pueblo semi-grande que no tenía goces que ofrecerle sino solamente... disipaciones. Él no tenía ningún objeto en su vida: apenas una posición oficial. Él no tenía ningún amigo que pudiese comprender qué es la alegría de vivir: apenas compañeros de ociosidad y orgía.” “Tu pobre padre no encontró jamás salidas a esa alegría de vivir que desbordaba en él. Ni siquiera yo traje alegría al hogar.” “La enseñanza que había recibido sólo me hablaba de deberes y de cosas por el estilo, y durante mucho tiempo me dominaron aquellas ideas. Toda la vida se compendiaba en deberes: mis deberes, sus deberes. Temo haber hecho este hogar insoportable para tu pobre padre, Osvaldo.”

El asunto del drama es el espejismo de una vida gozosa a la que Elena Alving se va acercando, con ansia desesperada, desesperanzada, ya demasiado tardía, conmovedora por lo ejemplar de tanto coraje mental. Esa comprensión de los goces del vivir por quien nunca supo ni pudo vivir libremente, baña de poesía el drama, da entonación de canto a la palabra y las sombras del hogar se iluminan con un pálido resplandor de alborada, de una alborada que ni Osvaldo ni Elena Alving han de ver jamás.

¡Las terribles cuestiones que Elena Alving se ha planteado!: ¿la moral y la religión son nefandas?, ¿el sacerdote que defiende esos ideales es un ridículo?, ¿hay derecho a prohibir el matrimonio entre tarados?, ¿es posible que Osvaldo se case con su hermanastra?, ¿los matrimonios son contratos económicos?, si el hijo sufre ¿debe la madre matarlo amorosamente?

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Pero a Ibsen no le interesaban estas cuestiones separadas, ni tenía una respuesta personal a cada una de ellas: lo que a él le apasionaba era ver hasta el fondo en el alma de Elena Alving, mostrarnos cómo ella, apiadada de las víctimas de la lógica y de la norma, había acabado por exaltar, irracionalmente, amoralmente, el valor de la vida, William Archer, que lo visitó en l883, recuerda que Ibsen fue especialmente enfático en protestar contra quienes suponían que las opiniones de Elena Alving o de Osvaldo eran sus propias opiniones: los puntos de vista de la señora Alving —le dijo— son típicos del caos moral que inevitablemente surge como reacción a los angostos convencionalismos representados por Manders.

Espectros suscitó histerismos colectivos en toda Europa a medida que se la ”fue conociendo. Directores y actores rehusaron la pieza. Las librerías no querían vender el libro. Y hasta los gobiernos intervinieron para impedir que se contaminara el aire espiritual con las miasmas de tanta obscenidad artística.

También tuvo defensores. Björnson, que siempre lo había ayudado pero sin creer en su genio literario, ahora dijo: “Es el poder mayor en la dramaturgia contemporánea”. Los naturalistas también se pusieron de su parte, pero recogieron de Espectros sus anécdotas y rechazaron su poesía. Los actores naturalistas fueron a estudiar el papel de Osvaldo a los hospitales, y los estudiantes de medicina fueron al teatro a ver cómo lucía ante las candilejas un caso clínico. Osvaldo pasó a ser el protagonista; y los críticos, cuando no aborrecían a Ibsen por el tema ignominioso que había llevado a escena, le aconsejaban bibliografías científicas para que se documentara mejor sobre las enfermedades hereditarias. A la pieza se habían colado elementos de la discusión pública sobre darwinismo, herencia, el medio, la selección natural, etc… y los naturalistas querían que se diera entrada a todo ese ambiente.

Por las vías del escándalo Ibsen se impuso a Europa; y se fijó así, en aquella atmósfera naturalista, una opinión equivocada que todavía dura: la de un Ibsen panfletario, especializado en temas desagradables. Era una especie de lente público que dejaba fuera de foco al Ibsen de la voluntad y de la misión.

“Un enemigo del pueblo” (En Folkefiende, 1882)

Casi en estado febril, como quien tiene que dar respuesta inmediata a algo, escribió Ibsen Un enemigo del pueblo. El doctor Stockmann, su héroe, es un hermano espiritual de la señora Alving, sólo que su fuerza reside precisamente en el hogar, y él ha de salir a la calle a luchar “contra las enfermedades morales que devoran al pueblo”.

Hay en Un enemigo del pueblo un esquema teórico, casi un teorema, que Ibsen se ha puesto a desarrollar: “he descubierto que las raíces de nuestra vida intelectual estaban podridas y que las bases de nuestra sociedad civil estaban envenenadas por la mentira.” “La minoría siempre tiene razón.” “Pienso en la aristocracia intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes. Los hombres de esta aristocracia están siempre en la vanguardia, muy lejos de la mayoría y combaten por la verdad reciente, demasiado nueva para ser comprendida y aceptada por la mayoría.” “Un cuerpo social no puede desarrollarse normalmente si se alimenta de verdades disecadas.” “La plebe es la materia bruta que necesita ser transformada en pueblo.”

El diálogo se ajusta tan ceñidamente a ese esquema que Ibsen, esta vez, no ha ahondado psicológicamente en sus personajes. La obra es más bien un juego de oposiciones teóricas, una dramatización sencilla de la dialéctica corriente sobre las malas costumbres sociales. Las voces comentan las posiciones sucesivas de la idea política que se desenvuelve.

Sin embargo, lo valioso de Stockmann es para Ibsen su alma exigente, no sus opiniones. Él encarna el ansia de libertad, la virtud individual. “Lo importante —le había dicho Ibsen a Brandes en 1870— es la revolución en el espíritu humano.” “Debo confesar que amo, no la libertad, sino la lucha por ella. No me interesa si ésta ha de terminar con la primera”. Y en una carta de 1879: “La lucha por la libertad es la asimilación lenta y vivaz de la idea de la libertad. Quien posea la libertad como algo ya logrado, posee algo muerto, sin espíritu, porque la idea de libertad tiene la particularidad de hacerse más ancha, más profunda,

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mientras se marcha hacia ella.” “La parálisis de la libertad es el rasgo característico de los cuerpos políticos, y contra ello he protestado más de una vez.” Por eso las opiniones de Ibsen sobre la violencia de Bismarck, el despotismo del Zar y el movimiento liberal de Garibaldi sorprendían a quienes, por otro lado, conocían la entereza de su actitud revolucionaria: ¡Ibsen aparecía dispuesto a reconocer el valor de todos los absolutismos como excitantes para la lucha en pro de la libertad espiritual! Sin embargo, no desatendía los intereses prácticos de la convivencia social; pero de nada valdría eso —nos dice— si descuidamos lo esencial, que es salvar la dignidad del espíritu que tiende a enriquecerse incesantemente. Y cultivar esa voluntad de vida más espiritual es un ímpetu aristocrático.

Con Un enemigo del pueblo Ibsen conquistó a los jóvenes, a quienes en verdad se había dirigido. Es la primera pieza con una pedagogía. Los niños en Ibsen habían sido hasta entonces pretextos o necesidades de la acción teatral que no obligaban a una pedagogía. Ahora cumplen una función nueva. “Quiero convertiros en hombres libres y nobles —les dice Stockmann en la escena final—. Instalaré la escuela en la sala en que me insultaron llamándome un enemigo del pueblo. Pero es menester que sean muchos; necesito una docena de muchachos para empezar.”

Tuvo éxito inmediato, pero sus intenciones más hondas no fueron recogidas. Cada facción política fue al teatro o al libro a tomar posición frente a las opiniones de Stockmann. A Ibsen no le interesaban esas discusiones populares. Se sentía poeta de minoría, de una minoría de avanzados, siempre a la cabeza de una evolución espiritual incesante, En 1883, pocos meses después de Un enemigo del pueblo, le escribió a Brandes: “En la posición en que yo estaba al escribir cada uno de mis libros hay ahora una compacta muchedumbre; pero yo mismo no permanezco más allí; estoy en otra parte y espero, estoy más adelante, a la vanguardia.”

“Pato silvestre” (Vildanden, 1884)

En 1884 Ibsen anunció Pato silvestre a su editor en los siguientes términos: “Esta nueva pieza ocupa, en cierto modo, un lugar aparte dentro de mi producción dramática... Los críticos encontrarán mucho que interpretar y disputar.”

¿Por qué “un lugar parte”? No por la técnica, pues en este sentido Pato silvestre es culminación de su método retrospectivo. En Las columnas de la sociedad y en Casa de muñecas la acción del pasado, una vez revelada, continuaba en episodios nuevos; el drama no estaba, pues, todo presupuesto, sino que se seguía haciendo sobre la escena. En Espectros y, sobre todo, en Pato silvestre, la acción es, íntegramente, revelación del pasado.

¿Por qué, si no es por la técnica, el autor sentía que Pato silvestre inauguraba un nuevo ruedo en su producción?

Acaso porque no es un drama social, sino un drama de puros conflictos íntimos. Y más aún: porque el diálogo no se limita a presentarnos el juego de reacciones entre varias psicologías individuales, sino que poetiza ese halo que nos envuelve, halo tanto más denso, tanto más recortado y perceptible cuanto más neuróticos somos. Ibsen ha objetivado el mundo interior de Hedwige, Hjalmar, Ekdal, Gregorio... Uno los ve pasar por la escena, nebulosos y agitados como planetas que dan vueltas cada cual con su atmósfera propia. No es drama realista: no importan los objetos reales sino contemplar cómo esos objetos se subordinan a visiones angustiadas, alucinantes.

HEDWIGE. …cuántas veces me viene a mientes, repentinamente, como en un relámpago, todo lo que hay allí dentro, me parece que el granero y las cosas que contiene deberían llamarse “las profundidades del mar”. Pero es tonto...

GREGORIO. No lo crea usted.

HEDWIGE. Sí, porque no es más que un granero.

GREGORIO. (Mirándola fijamente) ¿Está usted segura?

HEDWIGE. (Con asombro) ¿De que eso es un granero?25

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GREGORIO. ¿Está usted absolutamente segura?

HEDWTGE. (Se calla y lo mira con la boca abierta).

El pato silvestre en el granero no es un símbolo lógico, abstracto, seco como creen quienes ven en el drama una alegoría: es espíritu objetivado, es sustancia ideal que los personajes echan fuera de sí, es como una transpiración; o si se quiere es un mínimo apoyo real —puesto que pato y granero existen en sí— sobre el que cristaliza y se hace visible el clima subjetivo de cada personaje. De ahí las ráfagas de misterio que corren por encima del diálogo, la impresión de que el drama está habitado por fantasmas, el valor alusivo de la palabra y el gesto. De ahí, también, que sea imposible reducir El pato silvestre a un esquema. Algunos críticos lo han intentado: “la mentira que ayuda a ser feliz versus la verdad que depura a los hombres, como el fuego, aniquilándolos”.

Demasiado simple. ¿Es en nombre de la felicidad que Ibsen condena a Gregorio? ¿Es que Ibsen, en Gregorio, se caricaturiza a sí mismo?

Pero Gregorio no está fuera del clima del drama, como pudiera estarlo el “razonador” del teatro francés. Su “fiebre aguda de justicia”, su “exigencia del ideal”, solamente en lo exterior, en lo accidental, en lo postizo, se parecen a las luchas de Ibsen en el mismo sentido. Ibsen no es Gregorio, ni al desautorizarlo, reniega Ibsen de su ansia de justicia y de verdad. Sólo que este ansia es siempre personal, es siempre experiencia íntima. Ya dijimos que para Ibsen la virtud es energía espiritual, no producto espiritual. Y Gregorio —en palabras de su contrincante Relling— “tiene un delirio de adoración que lo hace girar constantemente con un deseo no satisfecho de admirar siempre algún objeto que se halle fuera de él mismo”. Gregorio se parece a Manders, el pastor idealista de Espectros: ambos están atentos a valores exteriores, ya hechos, dados históricamente y ajenos al esfuerzo del espíritu en trance de creación.

“La casa de Rosmer” (Rosmerholm, 1886)

Durante el verano de 1885 Ibsen visitó por segunda vez su país natal, después de tantos años de exilio voluntario. ¡Otra vez el ahogo, la decepción, la impaciencia! “Jamás —le escribirá a Brandes en 1886— me sentí menos capaz de comprender a mis compatriotas noruegos, de simpatizar con sus actos, que después de la lección del año pasado. Jamás sentí tanto disgusto, impresiones tan desagradables”.

La sociedad de obreros de Trondhjem le organiza un gran homenaje, e Ibsen agradece así: “Hay mucho que hacer antes de que podamos decir que hemos logrado una libertad verdadera, pero temo que nuestra democracia actual no sea capaz de resolver el problema. Es necesario que un elemento de nobleza penetre nuestra vida política, nuestra administración, nuestro parlamento y nuestra prensa. Comprenderéis que no me refiero a la nobleza de cuna, ni siquiera a la del dinero, del saber, de la aptitud o de la inteligencia: pienso en la nobleza del carácter, la nobleza de la voluntad y el espíritu. Sólo así seremos libres.

Preocupado por esta nobleza íntima Ibsen concibe La casa de Rosmer. El primer manuscrito llevaba como título “los caballos blancos”, que aluden —como los “espectros”— a la presión del pasado, a los recuerdos, a las ideas añejas.

El tema político es exterior al drama. Ibsen lo descarta rápidamente: más allá de la inopia de la derecha (Kroll) y del oportunismo de la izquierda (Mortensgard), más allá de los partidos y las consignas políticas, Rosmer y Rebeca quieren ennoblecer las almas de los hombres. Pero Ibsen está interesado, no en los propósitos espirituales de Rosmer y Rebeca, sino en bucear en el intensísimo torbellino de sus almas, en poetizar el lóbrego ambiente donde sucumben.

Rebeca, la demoníaca, ha querido influir sobre Rosmer, librarlo de la carga de tradiciones, empujarlo de apostasía en apostasía hacia una vida nueva, libre y creadora. Rosmer cede mansamente, pero su conciencia está enferma de remordimientos, de respetos, de memorias.

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REBECA. ¡Oh! ¡No pienses más que en el bello y noble fin al que vas a consagrar tu existencia!

R0SMER. (Moviendo la cabeza) Es inaccesible para mí. No lo alcanzaré jamás, después de lo que sé.

REBECA. ¿Por qué no lo alcanzarás?

ROSMER. Porque no puede haber triunfo en una obra que tiene sus raíces en el crimen.

REBECA. (Con energía) ¡Ese es el espíritu de tu raza, sus dudas, sus angustias, sus escrúpulos! Se cuenta que los muertos volvían aquí en caballos blancos lanzados al galope. Es la imagen de lo que veo en ti.

ROSMER. Verdad o no, nada puedo contra ello. Nunca podré desligarme. Créeme Rebeca, es como digo: para que triunfe una obra para siempre necesita un campeón y sin tacha.

Rebeca sabe que la concepción de la vida de Rosmer es equivocada; pero cede al prurito expiatorio de él y se suicidan juntos. El combate de las pasiones es un combate de sombras: y uno las ve llamear como si las sombras fueran de luz.

Este drama, uno de los más perfectos de Ibsen, dejó perplejos a los lectores. Se quería conocer la tesis. “No hay tesis —contestó Ibsen—: por encima de todo la pieza es una obra de arte; es historia de seres humanos y destinos humanos”.

Pero al ahondar en esos seres y en esos destinos Ibsen fue palpando las tinieblas últimas, el misterio de la vida, el vacío que se abre más allá. Y ahora su sospecha de un universo sin sentido se fue haciendo carne poética en las tragedias. En lo más secreto Ibsen había visto a los hombres con zozobra: ¿qué somos? ¿de dónde nos vienen estas voces que nos oímos en los adentros? ¿para qué tanto ímpetu en la acción? ¡Dios, Dios! ¿qué hacemos aquí en el mundo? Y al escuchar cómo hablan los hombres cuando la vida los entrechoca, sus diálogos siempre tuvieron el tono estremecido y acongojado de un poeta de esencias. Pero en la densidad de los temas sociales de sus dramas esa visión poético-metafísica penetraba y se descomponía como una tenue irisación. Era esa visión, sin embargo, lo valioso; y poco a poco fue espesándose, fundiendo todos los materiales, contemplándose a sí misma. En setiembre de 1887, poco antes de terminar La dama del mar, en un homenaje que se le rinde en Göteborg, declara que “su interés por la polémica iba decreciendo y que en adelante su actividad literaria se orientaba por vías nuevas”. Ibsen, no porque se desplazase de un mirador a otro, sino porque miraba más y más profundamente desde el mirador de siempre. acabó por poetizar el mismo acto de mirar. Mira para dentro, contempla sus sentimientos, les da una figura estética, la expresa en dramas de pura intención artística. De pura intención artística, sí, pero no olvidemos que Ibsen es una rica personalidad moral que da, aun a la intención lírica de una metáfora, la total tensión de su voluntad y de sus reflexiones sobre qué es la voluntad.

“La dama del mar” (Frauen fra Havet, 1888)

Así, en La dama del mar, hay un hilillo teórico por donde se continúa el pensamiento ibseniano: una acción es auténticamente moral cuando surge como espontáneo mandato de la libre voluntad personal. Ellida, “la dama del mar”, siente la terrible fascinación de un marinero; y sólo se librará de ella cuando su marido le reconozca su, plena responsabilidad. “Tu anhelo, tu ansia de mar, tu ensoñación con ese extranjero —explica Wangel al final— era la expresión de un despierto y creciente deseo de libertad”.

Pero el tema es la fascinación misma que siente Ellida, especie de sirena varada que ya no supo encontrar el camino del mar.

ARNHOLD. Aunque nos hayamos equivocado convirtiéndonos en animales terrestres en vez de animales marinos, desgraciadamente es ya demasiado tarde para reparar la falta.

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ELLIDA. Dice usted una triste verdad. Y creo que la humanidad también lo lamenta. Y he aquí por qué nosotros sufrimos angustias profundas. Créame usted, ahí está el secreto de la melancolía humana.

La nostalgia de Ellida es reminiscencia de una realidad absoluta que la enajena y la espanta en la figura enigmática de un marinero extranjero. Ese hombre es de la misma raza de las ballenas y las gaviotas; su rostro suele desvanecerse en el recuerdo como un dios que se aleja del corazón pero es tan impregnante que a lo lejos aun al hijo que Ellida tiene con Wangel ha de darle sus ojos variables como los matices de la tempestad; sus movimientos son los del flujo y reflujo de las cosas; y allí, en el jardín en penumbras, tiene la obstinación de un náufrago que hubiera subido del fondo de algas y peces para reclamar una vieja promesa. Asusta, perturba... No es amor. Es también miedo. Es una “embriaguez horrible y violenta”, es “lo terrible”, “es el mar”, “es una fuerza misteriosa”, es el sentirse poseída y libre, es “lo que tienta, lo que atrae, lo que arrastra hacia lo desconocido”, es “el deseo de lo infinito“... Es, en suma, lo numinoso, poéticamente revelado.

Este drama de pura poesía, al representarse en Paris, cuatro años más tarde, “se puso a la cabeza del movimiento simbolista”, según recuerda Lugné Poe. El diálogo, insinuante, misterioso, volátil, había acabado por desprenderse de la trama natural en que está comprometida la vida y así libre, pura imaginación, se había convertido en lirismo.

Los críticos suelen ensayar fórmulas cabalísticas a fin de conjurar a los poetas esquivos, hacerlos visibles en toda su talla y comprenderlos. Ibsen naturalista, Ibsen simbolista, son, pues meras fórmulas. Y no eran las únicas: aparecieron muchas otras,

En esos años Ibsen ya es una figura europea con bibliografía. Julius Elías en Alemania, William Archer en Inglaterra y el diplomático ruso Prozor en Francia, traducen sus obras y las difunden mediante ensayos críticos. Escriben libros sobre él V. Vasenius (1882), profesor de Finlandia; el noruego Henrik Jáeger (1888); el inglés Bernard Shaw, quien con su Quintessence of Jbsenism (1891) inicia una carrera dramática que, primero como crítico, luego como comediógrafo, había de estar toda ella bajo el signo de Ibsen. Emile Zola aconsejó a Antoine —director del Teatro Libre de Paris— que hiciera traducir Espectros; y su representación en mayo de 1890 fue un viraje en la vida escénica francesa. Habría que contar, además, los numerosos artículos que se escriben sobre Ibsen, entre ellos, en 1882, uno nuevo de Georg Brandes (el primer gran crítico de Ibsen que había iniciado en 1866 su campaña para difundirlo por toda Europa). Y una biografía del alemán Ludwig Passarge, que llegó hasta el año de Hedda Gabler.

“Hedda Gabler” (1890)

Uno de los temas de Hedda Gabler —si bien no el más importante— es el ocio de mujeres jóvenes con talento a quienes la sociedad no supo infundir ideales. Pero no es el tema, sino la complacencia estética con que Ibsen se puso de pronto a contemplar la belleza de los sentidos, lo que baña en poesía a esa espléndida hembra de lujo que “se aburre hasta la muerte”. Hedda Gabler es la tragedia del hastío.

Hedda es hermosa, original, aristocrática, impulsiva, deslumbrante. Pero no tiene el verdadero coraje, ese necesario para vivir con todas las ganas. Se ha casado por conveniencia con un mediocre a quien no ama. Y no fue esa su mayor cobardía: muchos años antes no se había atrevido a entregarse a Lovborg, un genio rico de espíritu y de sensualidad, coronado de pámpanos como un fauno de Dionysos. Y ahora, ya casada, reaparece Lovborg, acompañado de Thea. Thea no es una personalidad brillante, pero sí valerosa y libre. Abandonó el hogar, lo desafió todo y se consagró con desinterés a serenar a su amado, a sanearle el cuerpo, a ponerlo en condiciones para el trabajo intelectual. Así, Thea ha apagado en Lovborg la alegre fogata de la carne, lo ha apartado del vino y de la orgía, y esa vida, al sosegarse se ha hecho más opaca, menos bella en apariencia. Hedda lucha para arrancar a Lovborg de esa influencia. No es que quiera hacerlo más libre o mejor. Eso revelaría una intención ética de la que Hedda es incapaz. Ella sólo percibe valores estéticos en la vida. La conducta debe ser linda como una obra de arte; el mundo debe ser gozoso como una fiesta. No. Lo que Hedda quiere es ver a Lovborg otra vez

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hermoso, desorbitado y dionisíaco. Lovborg tiene en los bolsillos los originales de su último libro, estupendo a juicio de todos. Pero el drama de Hedda es que ella no descubre ningún valor en la obra misma. Para Thea esa obra es el momento de mayor espiritualidad de Lovborg; para Hedda, en cambio, es algo inanimado, frío, oscuro, muy por debajo de lo que la vida es cuando la gozamos bellamente.

Hedda es magnífica, pero se ha equivocado. Nunca supo qué hacer. Nunca tuvo ideales, fines. La vida, cuando no era espectáculo, era tedio. Se aburría de ella y la aborrecía. “El ridículo y la bajeza alcanzan a cuanto toco”, exclama al final. Eso es porque a la vida no se la puede embellecer con los sentidos sino con el espiritu Lovborg es bello cuando crea espiritualmente, no cuando se desparrama sensualmente

Hedda es la heroína de un esteticismo trágico. Su suicidio no es una expiación: es la suprema elegancia de quien sabe evitar a tiempo la vulgaridad. Se redime así de sus cobardías ante la vida.

El 31 de enero de 1891 se estrenó Hedda Gabler en Munich, donde Ibsen vivía desde 1875. La frase “con los cabellos coronados de pámpanos”, arranca risas al público. Tampoco los críticos comprendieron la obra.

“El constructor Solness” (Bygmester Solness, 1892)

A los 63 años de edad Ibsen volvió a su patria, definitivamente. Un cuarto de siglo de ausencia —decían algunos críticos— lo ha separado a Ibsen de la evolución espiritual noruega; ya es un extranjero. Y, en efecto, en Cristianía vivió más taciturno que nunca. “Querido Brandes —escribía en 1897— no se vive impunemente durante veintisiete años en la atmósfera vasta y libre de los grandes centros de la civilización. Aquí al lado de los fiordos, está mi tierra natal, pero... ¿dónde está mi patria?” Noruega, su patria, lo veneraba entretanto como a un monumento vivo. Sólo que Ibsen, vigoroso, potente, alerta, no sentía en las carnes el frío de las estatuas, Al contrario. Le gustaban los jóvenes. Y más aún, las jóvenes. Buscaba la amistad de actrices, poetisas, pintoras, pianistas... Una de ellas, de diecisiete años, coqueteaba con él como un pájaro con un león. Pero en Ibsen lo que había era una necesidad, no de placer, como en Goethe, sino de poesía, de imaginación, de idilio claro y fresco, de intimidad remozada.

Ese mismo año de 1891 decidió regresar a Noruega, que lo acogió clamorosamente. Fue un retorno definitivo después de veintisiete años de voluntario exilio.

Pero ya había una nueva generación literaria noruega. Knut Hansum —de 32 años entonces— dio en Cristianía una conferencia sobre literatura noruega, a la que invitó a Ibsen. La sala se puso de pie al ver entrar al hombrecito fuerte y melenudo. Pero Knut Hansum, desde el escenario, empezó a atacar a Ibsen por “el oscuro simbolismo de sus últimas obras”, por “la ausencia de sentido estético”, por “las contradicciones”, porque, en definitiva, “no era más que un filósofo”. Un grupo de jóvenes aplaudió. Ibsen, hundido en su butaca, descubrió así que ya la juventud pedía sitio y acabaría por desalojarlo. El recelo de la juventud y, sin embargo, la necesidad de enternecer el corazón con amistades juveniles eran, pues, experiencias reales de Ibsen en esos años 1891 y 1892 en que escribió su drama. Y fue esa tensión entre generaciones uno de los temas de El constructor Solness, sólo que por encima del valor autobiográfico está el de su pura calidad artística. Vuelve a soplar un viento antiguo. Como en sus mejores dramas aquí nos sobrecoge un halo místico, la alusión a un oscuro conflicto entre la voluntad humana y la visión tremenda de Dios.

Solness es el drama de un constructor, de un artista, que ha triunfado pero a costa de su felicidad. Él construía hacia lo alto, hendiendo el aire con campanarios y torres; y de lo alto recibía fuerzas y voces. Dios quería usarlo para sus propios designios, hasta que Solness, allá arriba, se rebeló. “Óyeme, Todopoderoso! —le gritó—. En adelante quiero ser amo en mis dominios como tú lo eres en los tuyos. Ya no te construiré más iglesias: sólo construiré casas para hombres”. Pero después descubrió Solness que construir casas para hombres no valía nada: “los hombres no saben qué hacer de sus hogares”. Y fue agotándose, cayendo en sombras. Un día entra a su casa, como un demonio delicioso, Hilda, la adolescente. Hilda, que viene a impulsarlo en la construcción de un nuevo reino. Un reino que no estará

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en el espacio, sino en el tiempo, que será espíritu, creación, utopía. Un reino con castillos en él aire. Y el signo de ese reino será el atreverse, el no tener miedo, el ser capaz de subir tan alto como se construye, el ser libre. Hilda quiere ver a Solness en el tope de una torre con una corona en la mano, desafiando el vértigo. Pero Solness cae, se estrella. Y entonces Hilda, inmóvil, con expresión de locura y de triunfo, exclama: “Pero llegó a la cumbre! ¡Y oí sones de arpa en lo alto!”

“El niño Eyolf” (Lille Eyolf, 1894)

Solness no quería construir casas porque los hombres no saben ser felices. He aquí, en El niño Eyolf, uno de esos hogares que apartaron a Solness de su vocación. Los esposos Allmers y Rita no son almas intensas: lo que Ibsen ha dramatizado intensamente es el fracaso del ideal Matrimonio cuando se funda en las descargas apasionadas de la sensualidad, en el hambre voluptuoso con que un hombre y una mujer se devoran mutuamente, A los diez años de matrimonio Allmers, saciado, huye a las montañas. Luego lo vemos desdoblado por dentro: para Rita, el deseo, para Asta, la ternura. Y el hijo, el pobre niño Eyolf, es una víctima de ese ardor exasperado. Lo han abandonado. A poco de nacido, mientras los padres lo olvidan sobre una mesa y se van abrazados hacia la alcoba, Eyolf cayó y quedó baldado. Allí anda con su muleta, enfermizo, Y otra vez cae, esta vez al fiordo, y queda muerto, tendido de espaldas bajo el agua transparente, con los ojos muy abiertos, hasta que el remolino se lo lleva al mar para siempre. También Allmers y Rita están como muertos y se nos aparecen un instante, muy abiertos los ojos. Allmers, con máscaras ennoblecedoras para ocultar la infecundidad de su espíritu; Rita, “criatura de sangre ardiente”, que sólo vive para ser feliz en la tierra. “Sí —le contesta Allmers— somos hijos de la tierra, pero parientes lejanos del cielo y del mar”. Somos, pues, de condición impura. El goce de los sentidos nos liga a la tierra; y, sin embargo, a causa de aquel lejano parentesco, nos angustia la reminiscencia de otro reino donde valores y obligaciones son ajenos a la mera felicidad. Allmers y Rita, ahora hechos ceniza, se consagrarán a los niños abandonados, a la solidaridad social.

No es una lección que Ibsen nos dé. No es una teoría con desenlace práctico. Ibsen sigue mirando a los hombres para ver si el barro d sus fondos es caos o es materia de un orden universal. Allmers, al comentar la súbita muerte de su hijo, se pregunta si hay explicación para tanta injusticia.

ALLMERS. La vida, la existencia, no pueden carecer de sentido.

ASTA. ¡Ah! ¿Qué sabemos nosotros, y quién podría informarnos?

ALLMERS. (Con amarga sonrisa) ¡No, no! Debes tener razón. Acaso todo no camine más que al azar, a la deriva, como resto de naufragio abandonado. Es posible. Así parece.

Los críticos volvieron a desconcertarse: ¿Allmers es un inepto, un simulador, un hombre mediocre? ¿O hay en él una aspiración ideal que lo redime? Esos críticos todavía no habían aprendido que Ibsen no se inclinaba nunca sobre sus criaturas con la suficiencia de un Dios que distribuye premios y castigos. Un diálogo, para él, no era un artificio dialéctico en que unos personajes actúan asistidos desde dentro por la simpatía del autor (instalado allí) y los otros en cambio se mueven vacíos y sólo sirven para contradecir en frío y sin fuerza. Nada de eso. Un diálogo, para Ibsen, era un modo de “sondear, ahondar y disecar mi yo íntimo, aun en los pliegues más dolorosos”. La imparcialidad artística de Ibsen ante sus criaturas —cada una con su razón, con sus derechos a vivir, con su alma inconfundible— era en verdad un sufrir en la entraña a todo un pueblo de sombras sublevadas. Ibsen era Brand y Peer Gynt, era la señora Alving y Gregorio Werle. No quería crear héroes y heroínas, sino comprender en él combate que se libraba en su alma por qué hasta los buenos principios, hasta sus propias verdades, hasta su profesión y su vida, se corrompían y fracasaban. ¡Ah, el fracaso, el fracaso de toda existencia! ¡Este es el gran tema! Por eso el mismo año en que Edmond Rostand creaba en rosa su héroe trasnochado Cyrano de Bergerac —todavía el teatro francés está jugando more romantico el fácil juego de las antítesis convencionales a base de psicologías chatas— el noruego Ibsen, en otro pujo de sus entrañas, sacó a luz otro

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gran fracasado: Juan Gabriel Borkman, “un Napoleón al que hubiese inutilizado una bala en la primera batalla”.

Jhon Gabriel Borkman (1896)

Borkman no es un guerrero sino un financista: él quiere despertar “los espíritus dormidos del oro”. Ni Harpagón ni Shylock: Borkman amó el poder del dinero por el señorío que da sobre la naturaleza

BORKMAN. ¿Ves, Elia, esa cadena de montañas que se extiende a lo lejos? Los montes se desploman trepan se colocan unos sobre otros. Todo eso es mi reino inmenso profundo, inagotable.

ELIA. ¡Pero qué aire tan helado viene de tu reino!

BORKMAN. Para mí es soplo de vida. Los espíritus tributarios me saludan. Allí están los millones cautivos. Los oigo. Los filones sinuosos se doblan, se bifurcan y se tienden hacia mí, como otros tantos brazos suplicantes. Les veía en torno mío, me rodeaban como fantasmas vivientes la noche en que, linterna, en mano, bajé a las cuevas del banco... ¡Ah! Pedíais vuestra libertad y yo la intenté. Pero no tuve fuerza para levantar el tesoro. Y volvió a caer al abismo. (Tendiendo los brazos) Pero os lo digo en voz baja, en el silencio de la noche: os amo, a vosotros que estáis hundidos en el abismo y en las tinieblas y en la muerte aparente. Os amo, riquezas que demandáis la vida y amo vuestro cortejo de poder y de honores. ¡Os amo, os amo, os amo!

Borkman sentía que su misión forzosa, absoluta, era adueñarse dela economía de su época. “De todos los ámbitos del país, del corazón de las rocas y del seno de la montaña, me llamaban los millones cautivos implorando la libertad. Nadie más que yo oía el llamamiento”. “Se trataba de convertirme en amo y señor de cuanto da el poder en el país, de someter a mi ley la tierra y el mar, los campos y los bosques y de transformarlos en fuente de felicidad para millones de seres humanos”.

Pero el código de los hombres no sabe juzgar intenciones. Borkman fue encarcelado por cinco años después se encerró durante otros ocho años más en su habitación y por toda la casa resonaban sus pasos de lobo enfermo.

Había cometido un crimen más grave que el de disponer del dinero ajeno: había apartado de sí a la mujer amada, a Elia, para casarse por conveniencia con su hermana Gunilda. “Mataste en mí la vida del amor”, le reprocha Elia. Ese es el pecado misterioso de que habla la Escritura pecado para el que no hay perdón. “Mataste la vida del amor —exclama Elia levantando el brazo— en la mujer que te amaba… y que amabas también cuanto era posible en ti. Y por eso te predigo, Juan Gabriel Borkman, que no cobrarás el precio del asesinato. ¡Nunca entrarás como triunfador en tu reino de hielo y de tinieblas!”

Habría triunfado Borkman de no desmoralizarse después de los años de cárcel. Y se desmoralizó porque le faltó un alma que lo comprendiera. Su mujer, que sólo piensa en la rehabilitación del apellido, lo considera un cadáver obstinado en imitar los movimientos de la vida. Su hijo quiere vivir dichosamente su propia vida, lejos de ese hogar que lo abruma, indiferente a la suerte del padre. Está solo, solo. Cuando al fin Borkman sale otra vez a luchar, muere de frío, en la falda nevada de la montaña: “era un hijo de la mina. No pudo resistir, el aire libre”. Pero no fue el frío de la noche sino el de su corazón el que lo mató. Expió el no haberse atrevido a amar.

Juan Gabriel Borkman es una de las más conmoedoras de sus piezas: ¡el viejo Ibsen escribiendo el drama de la vejez. Shakespeare cuando escribió King Lear era todavía joven.

¡Qué vistazos hacia dentro, qué modo de mostrarnos poetizada la voluntad económica, qué dominio escénico para dar unidad de tono a destinos tan dispersos! Y además ¡qué pericia en la técnica teatral! La obra no tiene unidad de lugar pero sí de tiempo. La acción se desenvuelve continuamente fluyendo de un acto a otro de tal suerte que para que el

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tiempo de la representación práctica no dure más que el tiempo artístico sería necesario recurrir a escenarios rodantes.

El público de Cristianía se sintió orgulloso de poder aplaudir a Ibsen en persona la noche del estreno, Era la mayor de sus glorias. Y una de las mayores de toda Europa. Al cumplir los setenta años Ibsen recibió, todos juntos, los testimonios de esa gloria. Frente al Teatro Nacional de Cristianía, se levantaron entonces las estatuas de Ibsen y Björnson, los dos creadores del movimiento dramático noruego. Ibsen, paseándose por las calles de Cristianía, podía contemplar al Ibsen en bronce.

En uno de los tantos homenajes que se le tributaron habló del “error de quienes creían que su don artístico y la fama lo hacían feliz”. Muchas veces había pensado Ibsen en las distintas exigencias del arte y de la vida. Y ahora a esas exigencias les dio forma dramática.

“Al despertar de nuestra muerte” (Naar vi Dóde vaagner, 1899)

En toda obra hay una confesión. Y a veces reproches al propio pasado. Al despertar de nuestra muerte, por presentarnos como primer personaje a un artista, reveló con más transparencia esas confesiones y autorreproches. Pero no exagerar. El drama no es diario íntimo, es representación de un mundo de objetos, de almas-objetos.

Rubek, el escultor, concibió plásticamente “el Día de la Resurrección”. Se sirvió como modelo, en toda su deslumbrante desnudez, de una joven virgen, sumisa y enamorada. Pero de esa palpitante vida de mujer que se le ofrecía él sólo tomó los efectos de la luz al romperse en las curvas de la piel y el brillo que desde los ojos se asomaban ansiosos. Y surgió así la estatua, como un hijo que al nacer le desgarrara el alma a la madre y la matara. Irene quedó vacía; y como una sombra desapareció y buscó su camino en las tinieblas. Rubek, a solas con su vocación, quiso vivir y se unió a otra mujer, joven, sana y despreocupada, que le dio placer, no inspiración. Ya no pudo crear. Necesitaba a Irene, que había sido, más que modelo, la fuente misma de su creación. E Irene, necesitaba de él, que la dejó sin alma. Al encontrarse, son como dos muertos que se hubiesen despertado el día de la resurrección. Y en la ultratumba se reprochan sus tristes fracasos. “No eras más que artista, nada más que artista. No eras hombre”, le dice ella. Y él: “No debías ser mancillada ni con el pensamiento... En aquel tiempo eras joven, Irene. Fue una idea supersticiosa para mí la de que el menor deseo sensual que experimentara profanaría mi alma y le impediría alcanzar el ideal soñado”.

Rubek le ruega a Irene que vuelva a unirse a él: serán dichosos y el arte se fundará en la vida. Ella repite que ya es demasiado tarde: ambos están muertos, bien muertos; y cuando resuciten será para comprender que nunca han vivido. Y que la vida también es muerte.

IRENE. (Con una mirada llena de tristeza) El deseo de vivir ha muerto en mí, Arnold. He aquí que he resucitado. Te busco... Te encuentro... Y me doy cuenta de que tú, y la vida… no sois más que cadáveres en la tumba, como lo fui yo misma

RUBEK. ¡Qué error el tuyo! ¡La vida hierve y fermenta en nosotros y en torno nuestro, como antes!

IRENE. (Sonríe y mueve la cabeza) Tu joven esposa que acaba de resucitar, ve la vida entera como tendida en un lecho mortuorio.

El fin

En sus últimas obras Ibsen acentuó aún más su visión trágica de la vida y su obsesión por el misterio de la muerte, no porque se sintiera cansado y próximo a la catástrofe, sino porque, en esa visión estaba la plenitud de su ser. Como artista se sentía vigoroso, sano, activo. Al despertar de nuestra muerte es obra lúgubre, pero sin fatigas.

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Page 33: Anderson Imbert - Ibsen y Su Tiempo

Pocos meses después, en marzo de 1900, Ibsen tuvo un ataque de apoplegía. En enero de 1901, otro. Y durante seis meses vivió disminuido, física y mentalmente, sin escribir una línea. Ya no podía ni trazar las letras sobre el papel. Olvidaba cosas. Un enfermero lo paseaba en trineo o en coche, como a un niño. Después. tuvo que quedarse en casa y vigilaba la vida de la calle desde un ángulo de la ventana. Y por último ya no se movió de la cama. La casa era un mausoleo, con un cadáver vivo que no reconocía las visitas. El 23 de mayo de 1906 murió. Sus funerales fueron grandiosos: la nación noruega expresó su gratitud al poeta que había arrojado tanta luz sobre el rincón europeo donde nació. Noruega, ocupaba, gracias á él, un lugar importante en la geografía literaria. El mismo año de su muerte Noruega se separó de Suecia y formó un reinado independiente.

La posteridad de Ibsen

La revolución de temas, procedimientos, ideas, estilos y fines que promovió Ibsen abrió un nuevo período en la historia del drama. No hay país cuyo teatro no ofrezca un “antes y después de Ibsen”. No nos referimos a la mera expansión de las obras de Ibsen por el mundo, sino a la importancia de Ibsen como iniciador de nuevas tendencias y aun como formador de dramaturgos. Todas las historias nacionales del teatro reconocen la deuda ibseniana de sus autores más señeros. La batalla del teatro nuevo se libró hace unas décadas al grito de ¡Viva Ibsen! De Ibsen, ciertamente, no ha quedado tan sólo el eco de esos entusiasmos de apóstoles. Es ya un clásico, como Sófocles, como Shakespeare; y su posteridad será incontable.

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