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LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS DE LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS LUIS RIQUELME (1930-1944). Anastasio Pajuelo Gallardo DE LUIS RIQUELME (1930-1944). ÍNDICE APARTADOS TÍTULO JUSTIFICACIÓN DEDICATORIA CAPÍTULO I En la plaza del pueblo CAPÍTULO II Cambiando leña por pan CAPÍTULO III Bendito esparto CAPÍTULO IV La República CAPÍTULO V Las colas del céntimo CAPÍTULO VI Don Genaro CAPÍTULO VII Tres años de guerra CAPÍTULO VIII El exilio interior. Abenójar CAPÍTULO IX La vuelta a casa CAPÍTULO X Primeros años de posguerra CAPÍTULO XI Final Anastasio Pajuelo Gallardo

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LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS DE LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIASLUIS RIQUELME (1930-1944). Anastasio Pajuelo Gallardo DE LUIS RIQUELME (1930-1944).

ÍNDICE

APARTADOS TÍTULOJUSTIFICACIÓNDEDICATORIACAPÍTULO I En la plaza del puebloCAPÍTULO II Cambiando leña por panCAPÍTULO III Bendito espartoCAPÍTULO IV La RepúblicaCAPÍTULO V Las colas del céntimoCAPÍTULO VI Don GenaroCAPÍTULO VII Tres años de guerraCAPÍTULO VIII El exilio interior. AbenójarCAPÍTULO IX La vuelta a casaCAPÍTULO X Primeros años de posguerraCAPÍTULO XI Final

Anastasio Pajuelo Gallardo

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LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS DE LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIASLUIS RIQUELME (1930-1944). Anastasio Pajuelo Gallardo DE LUIS RIQUELME (1930-1944).

JUSTIFICACIÓN

De nuevo la España de los años treinta. Se hanvertido ríos de tinta sobre aquella época de nuestra recientehistoria, y dependiendo de la mano que la escribiera, loscolores emblemáticos de las ideologías se transformaban enlos buenos o en los malos del relato.

No quisiera en estas páginas tomar partido porningún bando, aún sabiendo de la dificultad de misintenciones. Sólo intentaré transcribir fielmente lasmemorias de quien siendo un joven entonces, recuerdaahora en su vejez las andanzas de una niñez perdida, en unpueblo enfrentado por aquella guerra fratricida.

Todos los personajes que aparecen o se mencionanhan existido en la realidad; algunos incluso viven unamerecida ( a veces no tanto) jubilación. En todos los casosse han cambiado sus nombres por respeto hacia ellos mismoso a sus familiares vivos. Pero la trama, la historia o elrelato son un fiel reflejo de la situación de aquella época.Incluso el protagonista, que hace de narrador, ha cambiadosu nombre verdadero por el de Luis Riquelme.

La acción transcurre en un pueblo cualquiera deaquella Extremadura abandonada, tan viva y fielmenteretratada por Miguel Delibes1 en “Los santos inocentes”,reflejo de esa “España profunda” de la que nos hablabaDon Antonio Machado2

El relato no lleva un riguroso orden cronológico,respetando de esta forma el deseo del protagonista. Perosepa el lector que todo estuvo tan íntimamente ligado a su

1 Novelista y periodista (Valladolid, 1916), autor de La sombra del ciprés esalargada, 5 horas con Mario, etc.2 Poeta español(Sevilla, 1875-Collioure,Francia), 1939 perteneciente a lageneración del 98 y autor de Campos de Castilla

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infancia que bien se le puede aplicar perfectamente lapropiedad conmutativa.

En otro orden de cosas, la obra no trata de ser unanálisis de la época y sus consecuencias. Quede ello para losmás estudiosos del tema. El lenguaje empleado refleja el delos protagonistas y las personas de su entorno. Cada caso oanécdota relatada fueron en su día algo puntual, quedandoahora como un ejemplo de los muchos actos similares quetuvieron lugar entonces. Ni que decir tiene que la mayoríade esos actos estaban presentes también en la vida de otrosmuchos personajes que en la obra no tienen por quéaparecer, pero es el protagonista el que los relata porqueson también una parte importante de su pasado.

No quisiera que se valorara el relato por sus aspectosliterarios. Muchas veces habrá que leer entre líneas paraaveriguar el verdadero significado del contexto; otras,descubrir en lo relatado lo que de símbolo tiene para todasaquellas personas que en su día tuvieron que tragarse susideas para conseguir una supervivencia. De todas formas,gracias siempre por dedicar parte de ese precioso tiempo arevivir lo que de la época nos contaron nuestros mayores,que en definitiva es de lo que trata la obra.

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DEDICATORIA

A MI MADRE, testigo de la gestación de la obra y de parte delborrador, fallecida antes de que estas líneas vieran la luz; A MIPADRE, sin cuyos consejos y datos esta obra no hubiera sidoposible; A MI ESPOSA E HIJAS, por no dedicarles más tiempodebido a la confección del relato. Y, en fin, a todos los quedefendieron democráticamente sus ideas, fueran las que fueran,dando su vida por ellas. A todos mi agradecimiento más sincero.

CAPÍTULO I

EN LA PLAZA DEL PUEBLO

Como cada mañana, los hombres maduros ytodos los niños y jóvenes en edad de poder arrimarel hombro, estaban concentrados en la plaza de lalocalidad. Se había convertido en un ritual esperarla llegada de los manijeros de los grandes señores,quienes ofrecían faena a algunos jornaleros por unacantidad irrisoria para el trabajo que realizaban.Siempre ocurría de la misma manera: llegaba elfulano, miraba a los trabajadores por encima delhombro y después de reparar en cuantos detallesfísicos hubiera menester, con su dedo índicemugriento y tembloroso, señalaba a aquellos que leparecían más idóneos y más fuertes, cual si deesclavos se trataran, para llevárselos a la finca de

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“su señorito” a extender estiércol, zachar lasementera o arrancar las malas hierbas que habíansalido en el campo. Todo ello por la “nada”despreciable cantidad de cinco reales por doce otrece horas de trabajos forzados, inhumanos y, aveces, incluso degradantes.

Pero había que comer, el estómago noperdonaba y aquellas pobres gentes estabandispuestas a hacer todos los sacrificios que fuerannecesarios con tal de llevar a sus casas un pedazode pan y de esta forma poder paliar en parte elhambre de su familia que, en ocasiones, llegaba aestar varios días sin probar bocado.

En mi familia éramos varios hermanos,siendo yo el menor de todos ellos, lo que no era unobstáculo para acudir con mi padre todas lasmañanas a la plaza a ver si estábamos entre losafortunados que ese día podían conseguir algo parallevarse a la boca. Mi madre hacía ruedas de pleitade lunes a viernes, y los sábados y domingos secargaba el lío de ropa a la cabeza y se iba a los

pozos y pilas de granito que había en el campo alavar la ropa que la gente de dinero le entregaba.Tenía las manos surcadas de arañazos por culpa delesparto y las yemas de los dedos casi reventadas detanto frotar la ropa en las pilas de granito. ¡Pobremujer! ¡Cuánto trabajó para poder sacar adelante asu familia!

Mis hermanos eran todos trabajadoreseventuales, que andaban a salto de mata a lo que lescayera. No tenían un trabajo estable (los milagroshabían desaparecido hacía mucho tiempo) y searrimaban a lo que podían para colaborar en elsostenimiento de la casa. Mis hermanas ayudabanen las faenas domésticas y si tenían suerte, secolocaban a temporadas en la casa de algún señorpara cuidar de los niños o de lo que ahora se llama“chica para todo”. De esta forma, además de entraralgún dinero en la casa, nos ahorrábamos lacomida, ya que comer (si se podía llamar así) lohacían en casa de los señores, aunque para ellotuvieran que dar jornadas de veinticuatro horas. Enalguna ocasión, demasiadas, su única comida era

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un plato de migas que habían sobrado de la mesa delos señores varios días antes.

En éstas estábamos, cuando bajo los portalesdel ayuntamiento asomó la figura esquelética ydesgarbada de Antonio Vivares, o Antonio el deltratante como se le conocía vulgarmente, llamadoasí porque su difunto padre, buena persona y mejoramigo del necesitado, había sido el encargado deDon Felipe Astrejo para cerrar los tratos en lacompra y venta de caballerías, oficio éste bastantecomún en el pueblo, ya en desuso por la escasez deestos animales, tan apreciados en la época que nosocupa.

- ¡Prestad atención un momento! – tronó elmencionado – Hoy necesito quince hombres fuertespara trabajar en la finca que don Felipe tiene en elcamino de “Los Moraos”. Va a ser un trabajo duro,como de costumbre, pero de alguna manera habráque ganarse el dinero, porque a don Felipe tampocose lo regalan. Así que venga: los pachuchos y losvagos que se retiren.

Un verdadero alud humano se abalanzóentonces hacia el manijero con la pretendida ideade ser ellos los primeros elegidos.

- Espérate aquí, Luisito – me dijo mi padre –Voy a ver si hoy tenemos suerte y podemos ir atrabajar. Tu madre ya está harta de hacer ríosajenos3. Total, para desgastarse los puños en la pilapor un bollo de mala muerte. ¡Maldita sea la suertedel pobre! : ¡Toda la vida mendigando para morirsiendo un mendigo!

Vi como la multitud de trabajadores engullíaa mi pobre padre, quien a codazos intentaba llegar,como todos, hasta las inmediaciones de Vivares

- ¿Dónde vais tantos? Sólo necesito quince.Pero si queréis venir todos, ¡allá vosotros! Elseñorito se va a gastar el mismo dinero, vayan losque vayan.

3 Lavar ropa de otras familias por una determinada cantidad de dinero

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Una vez hubo tomado posiciones, mi padreme hizo una seña para que me reuniera con él.Abriéndome paso por entre las piernas de losasistentes, llegué hasta donde él estaba en elmomento en que Antonio, levantando su manoderecha y extendiendo el dedo índice, decía:

- Tú, no, Félix. El otro día te oyeron decir enel casino que que ganas tenías de que entrara ungobierno que repartiera el dinero entre todos lostrabajadores o que expropiara las tierras de losseñoritos para que así hubiera trabajo para todos.Pero, chiquillo, ¿tú crees que con esos comentariosva a haber quien te dé trabajo a ti o a alguno de tushijos?

Aquellas palabras fueron demasiado fuertespara los oídos de mi padre. Apartándome a un lado,avanzó hacia su interlocutor y cuando estuvo a sualtura le agarró por la camisa y zarandeándole,exclamó:

- Yo al menos lucho por el bienestar de mifamilia. Pero, ¿y tú? ¿Por quién luchas tú, Antonio?¿Crees que heredarás algo de Don Felipe cuandoéste muera? Si es así, que equivocado estás, amigo.No son tan malas como creemos las personas dedinero. Pero están rodeadas de víboras sinsentimientos capaces de vender a su propio padrecon tal de caer bien a los ojos del señorito. Almenos en mi casa el pan que nos comemos esganado honradamente, cosa que tú no puedes decirporque lo que te comes está sudado por otrasfrentes. Quédate con Dios, mal bicho, aunquedemasiado bueno tendrá que ser si se quedacontigo.

Por la cara de sorpresa de cuantos nosrodeaban pude comprobar el efecto que habíacausado en ellos las palabras de mi padre. Peroninguno se movió para protestar porque sabían quede hacerlo correrían la misma suerte. Eran tambiéncomo lobos hambrientos que esperaban cualquierdesistimiento para tener más opciones de serexplotados. ¡Había que pasar hambre para saber los

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estragos que ésta puede hacer en las mentes de laspersonas más honradas! Ni que decir tiene que esedía no fuimos a trabajar, pero al menos noscomimos muy orgullosos el pedazo diario de pan,eso sí, tratándolo con cariño para ver si de estaforma no se gastaba y podía durarnos también parala noche.

Durante la cena mi padre explicó a mi madre,hermanos y hermanas la anécdota que habíaocurrido esa mañana en la plaza. Mi madre, mujerde principios pero sin ideas políticas definidas, ypráctica como casi todas las mujeres de entonces,exclamó:

- Todo eso me parece muy bien, Félix. Perodime tú qué vamos a comer mañana, y pasado, y alotro... Estoy de acuerdo contigo en que esta vidaestá muy mal repartida, y que no es justo que unostengan tanto y otros tan poco. Pero las ideas y elorgullo no nos dan de comer. Los muchachos estántodos parados y la despensa cada vez más vacía.

Cualquier día vais a venir a comer y os vais aencontrar con piedras y agua como único menú.

- No te aflijas, mujer, – dijo mi padre concalma – en peores situaciones nos hemos visto ysiempre hemos salido airosos, unas veces porsuerte y otras de milagro, pero al fin y al cabohemos salido. Mañana saldremos a las tres o lascuatro de la mañana, iremos a la sierra yrecogeremos la leña que podamos para ver si DonAurelio nos la puede cambiar por panes. Aunquemal veo el asunto, porque el otro día estuve conLucas y me dijo que después de dieciséis horas defaena en la sierra y venir calados hasta los huesosdel agua que estaba cayendo, llegó a la panadería ysolamente le recogieron un poco de leña y se lacambiaron por un pan. El resto se la tuvo que llevarpara casa y allí la tiene a la espera de que se vayaagotando la de las panaderías.

- ¿Y qué os voy a echar de comida para ir a lasierra, si está la despensa más limpia que el jaspe?

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- ¡Qué preocupaciones te entran! No noseches nada, mujer, con lo que da el campo tenemosmás que suficiente. Además, vendrá conmigoLuisito, que come poco, y yo cogeré cuatrocardillos y me los comeré sin pelar, a ver siarañándome en la garganta se va esta rabia que memuerde por dentro.

Y aunque era noche cerrada mi padre,dirigiéndose a mi madre, le dijo aquella copla quedesde entonces quedó para siempre grabada en mimemoria:

La retama en el camino la pisan los caminantes. La mujer del jornalero nunca tiene buen semblante en faltándola el dinero.

- ¡Zalamero! – respondió mi madre - ¡qué eres unzalamero!- Y dando media vuelta, se marchó a lacocina para fregar los platos, aunque poco tendríaque fregar, porque estaban limpios de tanto como

pasábamos por ellos la lengua para mejoraprovechar los restos

- ¿Qué quieres, mujer, que además de nocomer tampoco podamos cantar?

Aquí mi padre dio por terminada laconversación, y como madrugar está reñido con eltrasnochar, nos fuimos a la cama, menos mis doshermanos mayores que se marcharon de ronda, ymi hermana Manuela, que sabía que en la esquinaestaba “su” Gregorio esperándola.

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CAPÍTULO II

CAMBIANDO LEÑA POR PAN

El despertador del hambre me avisó queserían alrededor de las cuatro de la mañana. Con elestómago solicitando atención me levanté ensilencio para no despertar a los demás, que dormíanprofundamente. Cuando salí al corral, mi padre yatenía los burros preparados. Un aire seco y fríoanunciaba que podíamos tener un día pasado poragua, lo que significaba que la leña tendría muchomenos valor, si es que valía algo, ya que no sepodría utilizar en bastante tiempo. No obstanteestos inconvenientes a los que estábamos muyacostumbrados, nos echamos una manta encima dela cabeza arriesgándonos a todo lo que la

climatología nos deparara. Como había dicho mimadre, la despensa estaba casi vacía (nunca habíaestado llena) y con lo que nos dieran por la leñapodríamos rellenar algunos rincones, aunqueprimero tuviéramos que quitar las telarañas de lamisma.

Mirando lo cargado que se estaba poniendo elcielo, mi padre, muy aficionado a los refranespopulares, masculló:

- Cuando Magacela4 se pone la toca,Campanario hecho una sopa.

¿Qué tendrá este refranero que todos loshombres de campo echan mano de él cuandoquieren dar un sentido a algo que no entienden deltodo?

Al pasar por la estación del ferrocarril, unzorro cruzó a escasos metros del burro que yo 4 Localidad situada a 15 kilómetros, con unos 1.000 habitantes. Posee castillocompletamente en ruinas.

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montaba y por poco doy con mis huesos en elsuelo.

- ¡Maldita alimaña!- exclamó mi padre -Como te eche mano vas a ir a la cazuela aunque tucarne no valga para nada. No están los tiempos paradesaprovechar la carne.

- ¿Se come la carne de zorro, padre?-pregunté en mi ignorancia.

- Cuando el hambre arrecia, se como todo loque se mueva, Luisito. Y la carne de zorro, aunquenunca la he probado, serviría al menos para hacerun caldo con el que calentarse el estómago, y consu piel, desde una chaqueta hasta una zamarra. Perono te preocupes, ese zorro tiene más hambre quenosotros, por eso se acerca tanto al pueblo, a ver siconsigue algo para llenar la andorga.

Ya en El Censo, unos mastines lejanoscomenzaron a ladrarnos, pero el frío, la oscuridad y

la distancia hicieron que al poco tiempo se hubieranolvidado de nosotros.

Hacía ya casi dos horas que habíamos salidodel pueblo, cuando las casas de la aldea5

empezaban a perfilarse a través de los álamos delOrtigas6. Era un paraje de sobra conocido, no sólopor nuestras acostumbradas salidas a la sierra deCantalgallo, sino también porque un escritor hijodel pueblo había situado allí la acción de varias desus novelas. Yo había oído hablar de él en laescuela. Se llamaba Don Antonio Reyes Huertas7 ypasaba la mayor parte del tiempo en una finca quetenía en aquellos parajes y que se llamaba “Camposde Ortiga”. Al cabo de bastantes años, coincidívarias veces con él en la mencionada finca y allípude apreciar su categoría de buen conversador, almismo tiempo que él me hacía preguntas en su afánde recopilar datos o anécdotas para sus obras.

5 La Guarda, distante 11 kilómetros del pueblo.6 Afluente del Zújar.7 Novelista campanariense (1887-1952), autor de Estampas campesinas, Agua deturbión y, sobre todo, La sangre de la raza.

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Aprovechando lo conocido del paraje, mipadre se puso a tararear una antigua canción denochebuena que él decía que se cantaba mucho encasa de sus padres al calor de la lumbre8:

Allá en la sierra de Ortigas,toda vestida de blanco,es el manto de Maríaque está tendido en el campo.¡Qué pastora en esos camposguarda un hatajo de cabrasdonde el sol se le poníay la luna la alumbraba!Con el rosario en la manorezando a la Virgen Santa,que quien a la Virgen reza,la Virgen siempre le ampara.Dio tres vueltas a un peñascoy en la tercera se para,vido venir una nube

8 También solía recitarse como oración.

mu resplandeciente y clara.En medio de aquella nubevido venir a tres damas:las dos vestidas de negroy la una de morada.La de morada le dice:“Niña, ¿de quién son las cabras?”“Vuestras, señoras, y mías,que a vuestro favor se guardan”“¿Me conoces a Mí, niña,que tan dulcemente me hablas?”“La conozco a usted, Señora,que es usted la Virgen Santa”.La agarraron de la manoy al cielo se la llevabany el padre de aquella niñamalo cayó en una cama.Lo encerraron en un cuartodonde Jesucristo estaba:“Jesucristo de mi vida,Jesucristo de mi alma,¿cómo es tan tarde y no vienela pastora con las cabras?”

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Oye una voz que le dice:“Pastor, aquí están tus cabras,que tu hija la pastorade gloria va coronada.Porque un galán la queríay porque no la gozara.Con esto no digo másna más que viva la graciade Jesús de Nazarethque en el Arrabal estaba,en una santa parroquiaque los Mártires9 le llaman”.

Atravesamos la aldea cuando empezaba aamanecer y tomamos desde allí el camino de lasMoruchas. El Afilapeñas empezaba a mostrarse entoda su majestuosidad, aunque a mí siempre mehabía dado miedo por esa forma que tenía queparecían los dientes de una sierra gigante queamenazaba con cortar por la mitad a todos los quese aproximaran por sus inmediaciones. 9 Ermita situada cerca de la Plaza de Jesús. Es muy antigua, pues ya se la citaba enel siglo XVI.

Entre jarales y encinares, por caminoscubiertos de barro y hojas, dejamos a un lado losbaños de Forcallo y los de Frutos, lugar dedescanso de las personas pudientes, quienes veníanaquí para curarse alguna enfermedad de los nervioso de los huesos.

Después de varios años he vuelto a pasar porallí y se ve todo completamente abandonado, llenode olvido y miseria.

Habían pasado algo más de cuatro horasdesde nuestra salida de casa cuando mi padre,bajándose del burro en el que iba montado me dijo:

- Aquí ya tenemos que bajarnos, Luis. Elcamino se estrecha demasiado y con tanta cuestalos burros se cansan y no van a poder estar enforma para hacer el viaje de vuelta, en el queademás tendrán el inconveniente de ir cargados, sies que tenemos suerte, uno con la leña y el otro connosotros dos.

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Doña Teodora le dicea su esposo don Fidel:“Me parece que el gañánmira mucho a la Isabel.”“Eso me parece a mí.Me parece una comedia:Si mucho la mira él,mucho más le mira ella.Sabemos que nuestro mozoes un chico muy formal,pero, ¿qué quieres con esosi no tiene capital?”“Nuestra hija debe casarsecon un hombre de dineroy se ha ido a enamorarde ese pobre pordiosero.Un día que está en el puebloyo no le pierdo de vistapensando que un jornalerose lleve a una señorita.”“Para evitar este líocortaremos por lo sano,mandándole a trabajara otro sitio más lejano

En ese preciso momento, unos nubarronesserios e impacientes por quedarse sin cargaempezaron con la amenaza de una pequeñas gotasde lluvia. Yo creía que eso sería todo, pero mipadre, demasiado experto por desgracia en estosavatares, empezó a azuzar a las bestias ycogiéndome de la mano tiró de mí con tal ímpetuque de no ser por la agilidad de mis años, hubieraido a parar Dios sabe dónde.

- ¡Maldita lluvia!- exclamó- Hasta ella sehace enemiga del pobre no dejándonos ni siquierarecoger la carga de leña con tranquilidad. Y por lapinta que tiene el cielo me parece que vamos atener agua todo el día. Será cuestión deapresurarnos cuanto antes. Pero mientras no pare dellover no podemos ponernos a recoger la leña

Como bien pudimos nos acurrucamos bajo unsaliente que hacían las pizarras en aquel lugar aesperar a que la lluvia nos dejara seguir con nuestrafaena. Los burros, de vez en cuando, se sacudían

para librarse del agua, que les chorreaba por todo elcuerpo.

Para matar el tiempo, y a pesar de lainclemencia del mismo, mi padre me dijo:

- Escucha este romance, Luis, verás hastadonde puede llevar la ambición de las personas.Total, mientras no deje de llover no podremosrecoger nada de leña, y así por lo menos se nospasa el tiempo más deprisa. Escucha:

A deshoras de la nocheIsabel por la ventanaconsultaba con su Pedro y amargamente lloraba.“Toma, pedro este pañuelo,que lo bordé para ti,para ti, prenda dorada“pa” que te acuerdes de mí”Y tú toma este retratoporque ayer me retraté,que aunque muy lejos me vayaquiero que me puedas ver”Ya se despide el mulero,ya se despiden los dosy la pobre de la jovenmuy malita se acostó.“¡Ay, qué malita me encuentro-la pobre joven decía-eso de no ver a Pedrose me aumenta la agonía,Se me aumenta la agonía,se me parte el corazón.El retrato de mi Pedrome dará fuerza y valor.

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- ¡Qué bonito, padre! – exclamé - ¿Eso hapasado de verdad?

- No lo sé, Luis, no lo sé. Pero es una verdadcomo un templo: muchos padres sólo se preocupande que sus hijos o hijas se casen con alguien quetenga tierras o dinero, sin importarles para nada lossentimientos de ellos.

Desde la mañana anterior yo no había dejadode darle vueltas al asunto de la plaza. En mi cortaedad no comprendía todavía ni la maldad ni elegoísmo de algunas personas. Las palabras que mipadre le había dicho a Antonio sonaban en misoídos y me llenaban la cabeza de preguntas sinrespuestas. Dispuesto a satisfacer mi curiosidadinfantil, y aprovechando aquellos momentos en que

Pedro, que está en la besana,siempre va pensando en ella,en sus ojos lleva llantoy en el alma lleva pena.Oye una voz desde un cerro,era la del mayoral.Le da la carta y la leey como un niño echó a llorar.Como un niño echó a llorar,como un loco echó a correry le dijo el mayoral:“Toma el dinero “pal”trenAl llegar Pedro al pueblose encontró al enterraor,con pico y una palaque venía del panteón.“Pedro, ten resignación,que esta mañana a las diezhe abierto la sepulturade tu amada la Isabel.”“¿Cómo has tenido valorde coger pico y pala y enterrar a mi Isabelsabiendo lo que la amaba?¿Cómo no la desentierrasahora que nadie nos ve“pa” darla un beso en la bocay luego morir después?”“Eso si que no lo hago, eso sería una locurade arrojarme a la prisiónpor abrir la sepultura.”

“Un favor te voy a pedir,me lo vas a conceder:¡qué me lleves a la tumbade mi amada, la Isabel!”Al llegar Pedro a la tumbase quedó mudo, sin habla.Han pasado tres minutos,salió una paloma blanca.“No te asustarás, mi Pedro,no te asustarás de mí.Para mañana a las diezestarás conmigo aquí.Toma este papel en blanco,no te lo doy por escrito,que no he de entrar en la Gloriahasta que no entre contigo.”Al ver el enterraorlo malo que Pedro estabaha mandado a por tres hombresque lo lleven a su casa.Le ponen dos inyecciones,Y con pruebas del doctor,tenía una pena tan hondaque a las tres horas murió.Por el dinero maldito,por el dinero cruel,su madre tuvo la culpade la muerte de Isabel.Por el dinero maldito,por el dinero traidor,su padre tuvo la culpade la muerte de los dos.

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la lluvia no nos permitía hacer otra cosa queguarecernos de ella, pregunté a mi padre:

- Padre, ¿qué es eso de la reforma agraria ydel reparto de tierras que le dijo usted a Antonio eldel tratante esta mañana? ¿Por qué si un hombretiene muchas tierras se las van a quitar paradárselas a otro que no tenga ninguna?

Mi padre soltó una carcajada a pesar de lonegro de la situación, y me dijo:

- Mira, Luis, tú todavía eres demasiadopequeño para comprender algunas de las cosas quepasan. No se trata de quitar las tierras a nadie, perotodos sabemos que los grandes señores tienenmuchas fincas que sólo las dedican para venir acazar cuando a ellos les apetezca. Si muchas deesas fincas estuvieran bajo el cargo de personas queno tienen nada, estarían mejor cuidadas yproducirían algo más que conejos, liebres yperdices, y al mismo tiempo esas familias estaríansacando unos beneficios para poder vivir.

Aunque no lo comprendía del todo, sinembargo lo más esencial me había quedadobastante claro. Y queriendo satisfacer aún más micuriosidad infantil volví a preguntar:

- Pero, si esas tierras son de los ricos, ¿porqué tienen los gobiernos que quitárselas paradárselas a nadie? Entonces el gobierno sería unladrón.

- Sería un ladrón, pero un ladrón honrado.¿Tú no has oído decir que el fin justifica losmedios? Si el gobierno quitara esas tierras parahacerse ellos sus buenos chalés, entonces seríanmucho peores. Pero al repartirlas entre los másnecesitados, están amparando a los pobres y esosiempre es bueno porque amparan a la mayoría, yaque por desgracia hay más pobres que ricos.

En este punto mi padre dio por terminadonuestro corto diálogo. La lluvia había cesado y erahora de empezar a recoger y después cargar la leña.

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En esa época del año los días eran muy cortos ycuando nos diéramos cuenta se nos echaría la nocheencima a pesar de ser muy temprano todavía. Asíque empezamos a recoger. En esto llevaríamos algomás de hora y media cuando mi padre, poniéndoseel dedo índice sobre los labios, se acurrucó tras unaencina en el mismo momento en que una liebredespistada y calada hasta los huesos, desfilabatranquilamente delante de él. “Si la cojo tendremoscena”, pensaría. Siempre tuvo fama de tener unamás que buena puntería lanzando piedras y ahoraera el momento de demostrarlo. Con la manoderecha empezó a rastrear el suelo en busca de algoque lanzarle. Sus ojos se iluminaron de alegría ycon la piedra en la mano se levantó con unavelocidad increíble y lanzándola con rabia, fuerza yesperanza fue a alojarla en la mismísima cabeza delanimal, quien, dando una voltereta en el aire quedótumbado en el suelo para no levantarse hasta que lamano de mi padre fuera a recogerla.

- ¡Ya tenemos cena, Luis – exclamó lleno deentusiasmo – Verás que alegría se llevará tu madrecuando nos vea llegar con ella!

Echamos la liebre en las aguaderas ycontinuamos nuestra tarea con la leña. Al cabo deun rato mi padre se presentó con las manos llenasde algo verde. Parecían hierbas o algo por el estilo.

- Toma, come algo. Son berros, amargan unpoco pero no hacen daño. Si te quedas con hambre,ahí he pelado algunos cardillos, pinchan un poco,pero es mejor que pasar hambre.

Así que un puñado de berros y cuatrocardillos a medio pelar fue nuestra comida de aqueldía. Serían ya alrededor de las dos de la tarde yteníamos que pensar en volver al pueblo. Nosquedaban cuatro horas de camino y queríamosllegar a la fábrica del pan antes de que anochecieradel todo. Cargamos uno de los burros con la leña:cinco gavillas de buena leña por la que nos darían,si teníamos suerte, tres panes, que sumados a la

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liebre que había cogido mi padre, bien podíanservirnos para al menos esa noche no acostarnoscon el estómago vacío.

Ya de vuelta, mi padre me dijo que no seencontraba muy bien del todo. Me acerqué a él y vique estaba sudando y temblando de frío al mismotiempo. Me asusté y le dije que cogiera también mimanta, pero no quiso hacerme caso.

- Cuando lleguemos al pueblo yo me iré acasa, mientras que tú te acercas a la fábrica a llevarla leña. A ver si tenemos suerte y nos dan los trespanes por ella.

Entramos en el pueblo siendo ya nochecerrada. Mi padre parecía bastante enfermo, aunquefingía lo que podía para no alarmarme.Despidiéndose de mí y deseándome suerte semarchó para casa no sin antes recomendarme quedejara la carga en la fábrica al precio que fuera. Denuevo había empezado a llover y mis pies estabancon la piel arrugada de mojados que los llevaba.

Las alpargatas con las que salí de casa(dosplataformas de corcho malo y unas cuerdas mediopodridas que servían como ataderos) no estabanhechas para esos menesteres, así que decidí acabarcuanto antes y marcharme a casa. Llegué a lafábrica y como siempre, tras la ventana deldespacho, iluminada por la escasa luz de unabombilla, se recortaba la figura seria y preocupadade Don Aurelio. Al fondo del recinto divisé talcantidad de leña que supuse en el acto que la míano iba a ser aceptada. Efectivamente, desde suobservatorio don Aurelio, moviendo su dedo índicede derecha a izquierda, me indicaba que nonecesitaba más leña. Ya estaba yo acostumbrado aestas circunstancias. Pero debía obedecer lasórdenes de mi padre: ¡no llevarme la carga a casabajo ningún concepto! Así que empecé a desatar lamercancía mientras Don Aurelio, levantándose desu silla salió al recinto diciéndome:

- Pero, ¿es que no te has dado cuenta de queno necesitamos más?

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- Si, señor – respondí – pero esta mañanasalimos mi padre y yo de casa cayendo agua,llegamos a la sierra de la misma manera y hemosllegado hace un momento en las mismascondiciones. Mi padre se ha tenido que marchar acasa con calentura y yo no me llevo esta leña otravez aunque tenga que dejársela regalada.

Nunca me habían salido tantas palabrasseguidas, pero era tanta la rabia que tenía y tanto elfrío de mi cuerpo que a hablar no obligan, pero acontestar sí. Cuando ya estaba a punto de descargarla última gavilla vi acercarse a Fernando, eladministrador de la fábrica.

- ¿Qué pasa? ¿A qué viene ese alboroto,Luisito?

- No pasa nada, señor Fernando. Acabo dellegar con esta carga de leña de la sierra deCantalgallo, mi padre se ha puesto enfermo delremojón que nos hemos dado, yo me he quedado

sin alpargatas y dice don Aurelio que no descarguela leña.

- Es que tenemos mucha, Luisito – dijo,señalando el montón que había .

- Ya lo sé, pero esta leña me la tengo quedejar aquí. Si quieren me dan algo por ella, si no sela quedan como regalo. Total, de pobres no vamosa salir.

- Venga, Aurelio, dele usted los tres panes aeste muchacho y que se vaya a su casa a cambiarsede ropa. Está como una sopa y es muy capaz depillar una pulmonía. Y esos pies, habrá que taparloscon algo. De propina le da usted hoy dos reales máspara que se pueda comprar algunas zapatillasaunque sean malas, pero mejor es poco que nada.

- Pero, Fernando, no comprende usted que sihacemos esto con todos los que vengan a traer leña,pronto tendremos que cerrar la fábrica.

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- Todos los casos no son iguales, hombre.Este muchacho apenas va a la escuela para poderayudar a su familia. Hay que distinguir entre loscuatro holgazanes de siempre y casos como éste.Venga, dele usted lo que le he dicho. Y tú, Luis,vete deprisa a tu casa a ver qué tal sigue tu padre,aunque lo que yo creo que tiene es un enfriamientodel día que habéis tenido que pasar en la sierra.¡Menudo tiempecito nos está viniendo!

- Muchas gracias, señor Fernando. Conpersonas como usted el mundo iría de otra manera,pero siempre tiene que haber gente mala para quepodamos darnos cuenta de lo buenas que sonalgunas personas.

Con estas palabras, que me salieron de lo másprofundo de mi alma, me despedí de aquellas dosbuenas personas. ¿Por qué hasta en el carácter tieneque estar el mundo tan mal repartido?

CAPÍTULO III

¡BENDITO ESPARTO!

“Serones en Campanario”, decía el verso de unaconocida estrofa. Sí, señor, serones,pero...¡benditos serones!. El esparto ha sidosiempre una buena salida para arreglar la maltrechaeconomía de nuestros hogares. En aquella época yen otras sucesivas llegó a ser el único medio queteníamos las familias para subsistir. Era un trabajollevado a cabo principalmente por las mujeres,quienes desde antes del amanecer ya estaban en laspleiterías haciendo trenzas de esparto de diezcentímetros de ancho. Cada rueda tenía cincuentavaras de longitud. Este trabajo les costaba alrededorde doce horas poco más o menos, dependiendo dela destreza que tuvieran en sus maltrechas manos.Generalmente, solían ser sólo mujeres las que

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realizaban este menester, pues los hombres estabanafanados en otras tareas, principalmente del campo,si es que habían tenido suerte ese día, o bien sehabían marchado a la sierra en busca de lo que lasuerte los deparara.

Una vez que habían terminado de elaborarestas ruedas de pleita, por las que recibían cincoreales, eran algunos hombres quienes con unasagujas especiales de más de veinte centímetros delongitud se encargaban de fabricar diversosutensilios como serones, esteras, espuertas,aguaderas, etc.

La jornada en estos lugares era bastanteentretenida. Allí las mujeres se contaban susanécdotas y sucesos, al mismo tiempo que sacabana relucir todos los comentarios de cualquier índoleque circulaban por el pueblo. ¡Pobrecita la personaque cayera en sus labios!. Eso sí, para hacer másllevadera la jornada también se dedicaban acomponer coplas que ensayaban allí mismo. Estascoplas, con el paso del tiempo llegaban a constituir

la base de los carnavales, una de las pocasdiversiones que por entonces había, y no porqueescasearan temas sobre los que componer lascanciones, sino porque la tijera de la censuratrabajaba más que las de un sastre y todo aquelloque pudiera oler a crítica era quitado de lacirculación, quedando algunos años los carnavalestan descafeinados que sólo salían las murgas quealababan a los gobernantes de turno.

Cierta mañana, cuando me encaminaba a laescuela, oí que me llamaban desde la puerta de unapleitería:

- Oye, niño, ¿para qué vas a la escuela en vezde estar ayudando a tu familia?

- Y ¿en qué la voy a ayudar, señora, si estántodos parados? – respondí - ¿No se da usted cuentade la edad que tengo? : ocho años.

La mujer tomó entonces en cuenta mispalabras, y como queriendo dar por terminada

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nuestra breve conversación, cerró la puerta y siguiócon su tarea.

Aquel mediodía, cuando llegué a casa le contéa mi madre lo que me había pasado. Ella no le dioninguna importancia y me dijo que las“empleiteras” mataban su tiempo con cosas así,pero que lo hacían sin maldad alguna.

Me quedé algo más convencido con estaspalabras. Mi madre siguió con su tarea de prepararla comida y yo salí un rato a la calle para jugar conlos niños de mi edad.

- No te entretengas mucho – me dijo – dentrode poco estará preparada la comida y hay quecomer rápido porque quiero terminar esa rueda depleita. Tengo que llevarla mañana y todavía mequeda bastante para terminarla.

En cierta ocasión, me llevó mi padre a unapleitería. Tenía que cobrar el dinero de algunosserones que había hecho y quería que fuera yo con

él para que conociera un poco por dentro elambiente que allí se respiraba.

-Venga, Luis, no te entretengas más o vamosa llegar cuando el señor Anselmo se hayamarchado. Mañana tenemos que comprar un pocodel arreo de las bestias y necesito cuanto antes eldinero para ello.

-Ya voy, padre. Voy a guardar el cuaderno delos ejercicios de la escuela y enseguida nos vamos.

Salimos de casa y durante el corto trayecto mipadre me fue hablando de que no hiciera muchocaso de lo que allí viera u oyera.

- Las “empleiteras” son muy aficionadas ainventarse historias y como cojan a uno por banda,le cuelgan un sambenito que le durará toda la vida.

Cuando ya estábamos cerca del lugar, llegóhasta nosotros la tonadilla de una canción muy de

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la época. La música era muy pegadiza y mi padre,que sabía de mi afición a estos menesteres, me dijo:

- Ahora, cuando cobremos los serones, lesvamos a pedir a esas mujeres que canten algúnromance de esos que tanto te gustan. Ya verás québien te lo pasas con ellas. Son muy dicharacheras,pero en el fondo son unas buenas personas quetratan de esa manera de salirse por un momento detodos los problemas que tienen.

Una vez que el señor Anselmo nos hubopagado el importe de la confección de los serones,mi padre se dirigió a un pequeño grupo de aquellasmujeres, diciéndoles:

- A mi hijo le gustan mucho esas cancionesvuestras. Todo el día se pasa pidiéndome que leenseñe algunas. Yo le he dicho que vosotras sabéismuchas, a cada cual más bonita. ¿Por qué no lecantáis ahora alguna?

- Eso está hecho – contestó una de ellas – Aver, chiquillas, ir afinando las gargantas que vamosa cantarle a este joven el romance del sargento y elbatallón, y que se vaya entrenando para cuandotenga que irse a la mili. ¡Aunque todavía le quedabastante!

Todos los presentes guardamos el másabsoluto de los silencios y el grupo de mujeresempezó su canción, que decía así.

Eran seis soldados nuestroscon su sargento en el batallón,y en el camino se encuentran

seis insurrectos, ¡válgame Dios!El cabecilla les dice así:

“Tos de rodillas vais a morir”.Pero un soldado que suspiró

dijo: ¡Ay, mi madre del corazón.“Dime el nombre de tu madrey el de tu padre quiero saber”.“Mi madre es Antonia Sánchez,

pero a mi padre llaman José.Padre no tengo puedo decir,

dejó a mi madre y también a mí,y yo era chico de corta edad,por eso ignoro dónde estará.”

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“Levanta, chico, levanta yaque soy tu padre y te iba a matar,porque la muerte venía a por ti,

muerto estuvieras si no es por mí”El chico muy diligente,

como un cohete se levantó,abrazándose a su padre

que en hora y media no le soltó.“A tus amigos puedes llamar,que quiero darles la libertad.

Y tú, hijo mío del corazón,quedas conmigo en el batallón.”

“No lo permitáis, mi padre,que yo contigo no puedo ir.

Tengo a mi madre en España,no tiene a nadie na más que a mí.

Y si ganáis este paísMuere mi madre sin verme a mí.

Si le perdéis, mucho peor:muere mi madre sin verla yo.”

“Hijo, te doy la razón.A tus amigos puedes llamar.Toma estos doscientos pesos,Se los entregas a tu mamá.”

“Qué contentita se va a ponercuando la escriba y le haga saber

que en la milicia está mi papáy que le manda esta cantidad.Al despedirse lloran los dos,Se dan la mano y el corazón.

El hijo marcha con su escuadrónY el padre queda en la insurrección.

- ¿Qué, chico, te ha gustado? – dijo la mismamujer de antes – Pues si quieres aprender, o por lomenos escuchar muchas más, puedes pasarte poraquí cada vez que quieras. Para nosotras no esningún sacrificio lo que acabamos de hacer:matamos el tiempo que estamos fuera de casa y a lapar nos divertimos.

- Muchas gracias – dijo mi padre – No creoque haga eso que acabas de decir. A éste – dijo,dándome una palmada cariñosa en la cabeza – nohay quien le saque de sus libros. No tiene tiempo nipara jugar con sus amigos.

Así eran aquellas mujeres: criticonas porqueera su entretenimiento, pero también siempredispuestas a satisfacer por un momento los gustosde un niño que se aburría con la época que le habíatocado vivir.

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CAPÍTULO IV

LA REPÚBLICA

En el año treinta, mes de diciembre,a Galán y Hernández se fusilópor tener ideas republicanas

que es la más sana de la nación.

Siempre recordaré el nombre de aquellos dosmilitares de la guarnición de Jaca. En primer lugar,porque por sólo unos meses de diferencia se les dioel calificativo de traidores: cuatro meses más tardeserían considerados patriotas o héroes, con o sin elapelativo de mártires. También les recordaréporque durante el servicio militar, uno de losmuchos destinos por los que pasé fue por undestacamento, en Jaca (Huesca). En cierta ocasión,y durante mi estancia en la bella ciudad oscense,entré en un estanco a comprar unos sellos decorreos para escribir a mi madre. Cuál no sería mi

sorpresa al ver colgada frente a la puerta y en lugarbien visible, una fotografía del bravo capitánFermín Galán. Eran los primeros años de posguerray un acto así podía llevar a una persona a la cárcel(por muchos menos motivos he sido testigopresencial del fusilamiento de algunas personas).La señorita que regentaba el establecimiento se diocuenta de mi sorpresa y me dijo:

- ¿Conocía usted al señor de la foto?

- En persona, no. Pero he leído todo lo que hacaído en mis manos sobre aquellos hechos. Creoque fue una gran injusticia lo que se hizo con él ycon su compañero.

- Más que injusticia, fue un crimen, unasesinato. Estorbaban y había que eliminarlos. Y lopeor es que andan sueltos quien lo ordenó yquienes los ejecutaron. Si Fermín pudiera levantarla cabeza, llenaría España de cadáveres de traidoresy se volvería a la tumba satisfecho de habercumplido con su deber.

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- Esas son palabras muy fuertes, señorita. Sillegara a enterarse algún mandamás, no learrendaría a usted las ganancias.

- Se lo he dicho a ellos mismos infinidad deveces. Se ríen y dejan pasar el tiempo. Me estánhaciendo la vida imposible porque apenas entragente en este establecimiento. Se ponen en laesquina e intimidan a todo el que se acerca. Notienen bastante con ser unos traidores, que ademásse amparan en la impunidad que les da su uniformepara intentar cerrarme el negocio.

Me sorprendía enormemente el lenguaje deaquella mujer (podía tener alrededor de cuarentaaños). Queriendo profundizar más en el tema,comenté:

- Mucho debió usted apreciar al capitán Galánpara expresarse como lo hace.

- Era mi prometido e íbamos a casarnos muypronto. Pero las garras fascistas se empeñaron en

truncar con unos disparos asesinos un porvenir y unfuturo hogar. Por eso no puedo callarme

Me emocionaron profundamente las palabrasde aquella mujer. Al ver su rabiosa sinceridad nopude hacer otra cosa que contarle, a grandes rasgos,mi historia. Desde aquel momento surgió entrenosotros una valiente amistad, basada en elinfortunio, amistad que duró lo que mi estancia enla ciudad, pues nunca más después volví a verla.Aquél era desde entonces el único estanco que yovisitaba para tabaco, sellos, cerillas, etc. La bondadde aquella mujer quedó plenamente manifestada envarias ocasiones en las que, conocedora de misituación económica y de la de mi familia, no quisocobrarme el tabaco. Incluso si alguna semana noiba yo por el estanco por tener algún servicio en lacompañía, se encargaba ella de mandarme miración con algún compañero del cuartel.

Centrándonos en el pueblo, las aguas bajabanbastante turbias por aquellas fechas. Lossindicalistas, llegados principalmente de

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Villanueva de la Serena, estaban haciendo campañasobre la necesidad de implantar la República enEspaña. Hablaban de que los sindicatos agrarios deMonterrubio, Benquerencia y Helechal10 habíanconseguido hacerse con una de las fincas de donLuis Atienza, gran terrateniente de la vecinalocalidad de Castuera11. Pero los sindicatos decíanque esto era sólo el primer paso para dar lugar a lasexpropiaciones y que no era justo que quientrabajara la tierra tuviese que pagar por ello.

La Semana Santa de aquel año fue bastantemovida. Por un lado las procesiones y demás actosreligiosos; por otro, los mítines de los partidospolíticos con su acostumbrada campaña para laselecciones que habían de celebrarse el domingo díadoce de abril. Fue, si mal no recuerdo, la SemanaSanta más politizada, pero también las eleccionesmás religiosas. El pueblo estaba muy dividido,dándose la circunstancia de familias en las que 10 Localidades cercanas a Campanario, pertenecientes a la comarca de la Serena.11 Localidad situada a 17 kilómetros. Tiene alrededor de 10.000 habitantes.Importantes fábricas de turrón.

parte de sus miembros iban a las procesiones y elresto hacía acto de presencia en los mítineselectorales. Todo el mundo estaba muyparticipativo entonces. Varios años de silenciopopular impuesto habían hecho del trabajador comoun niño encerrado en la escuela: esperando la horadel recreo para dar rienda suelta a todo lo que llevadentro.

Mi padre, muy conocedor de estos revueloselectorales, estaba bastante desconfiado al respecto.Nunca se había decantado políticamente por ningúnbando. Él era un amante de la justicia y la libertad ydecía que mientras el pueblo no tuviera susdespensas llenas gracias a las ganancias de sutrabajo no podría haber estabilidad económica ymucho menos paz. El tiempo le dio la razón,aunque de una forma muy distinta a como éldeseaba. Es cierto que con la nueva forma degobierno había algo más de libertad, pero contantos cambios la tan ansiada estabilidadeconómica no acababa de llegar. Había gente,familias enteras, que seguía pasando hambre. El

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trabajo seguía brillando por su ausencia y lasescaramuzas por conseguir aunque sólo fuera unoscéntimos para ir tirando, estaban a la orden del día.Los sindicatos parecían haber resucitado y noparaban en su empeño de concienciar a lostrabajadores. Conocedores a la perfección de lasicología del obrero, sabían perfectamente quépuntos tocar en sus arengas para conseguir elconvencimiento de los mismos. Hablaban de cosasdesconocidas por aquel entonces: derechosfundamentales, reducción de la jornada laboral,salario justo, etc. Todo ello sonaba muy bien (parael sordo todas las músicas son iguales), pero eldescontento siempre estaba servido, porque a lahora de la verdad las cosas seguían igual que engobiernos anteriores. Además, ¿qué jornada laboraliban a reducir si la que había en aquellos díasestaba bajo cero?

En mi casa, sólo dos de mis hermanos teníanun trabajo más o menos estable. Pero éramos ochohermanos, mi padre, mi madre y mi abuela, quetenía más de noventa años. Mi edad no era todavía

la más apropiada para trabajar, sin embargo yo nodesperdiciaba ninguna ocasión para colaborar. Deesta manera entré de camarero en un casino a cuyodueño siempre recordaré por ser una de las pocaspersonas que no se aprovechó de mi edad paraexplotarme. De este hombre, Juan Cordero,recuerdo con emoción dos casos en los que medemostró su buen corazón. En cierta ocasión, al ir acerrar el casino, ya casi de madrugada, me encontréun billete de cincuenta pesetas (un capital para unniño como yo, en aquella época). Con la ignoranciade mis años, pero con la honradez de missentimientos, fui a dónde él se encontraba y se lodije. Mi asombro y mi alegría fueron desmesuradosal escuchar que decía:

- Es tuyo, Luis. Como no podemos averiguarquién puede ser su dueño, lo más justo es que te loquedes tú, que te lo has encontrado.

En otra ocasión había una función de canteflamenco, siendo la figura principal el Niño de .

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Marchena,12 mi ídolo. Él sabía muy bien de miafición, y bastante antes de la hora acostumbradame dijo que fuera recogiendo, que esa nocheíbamos a cerrar más temprano. Nada pregunté y mepuse a cumplir lo que me había dicho, Cuandoterminé me dijo:

- Ahora vamos a ir a tu casa a decirle a tuspadres que no se preocupen si esta noche llegasmás tarde que de costumbre. Tú y yo vamos a ir alos cantaores esta noche. Por nada del mundo ibayo a permitir que Marchena viniera a cantar alpueblo y tú no le escucharas.

Por aquellas fechas yo ya había empezado adar mis primeros pasos en la vida política.Quincenalmente asistía, junto con más jóvenes demi edad a las charlas que sobre política ysindicalismo nos daba un señor que venía desdeCiudad Real. Llegué a trabar tan buena amistad conél que durante su ausencia era yo el encargado de 12 José Tejada Martín (1902-1976), cantaor flamenco, interprete, entre otras de Loscuatro muleros y La rosa, además de un sin fin de estilos de fandangos.

instruir a todos aquellos jóvenes que por primeravez venían a conocer el funcionamiento de nuestraorganización. Con el paso del tiempo llegué aocupar el cargo de secretario, sin sueldo pero conresponsabilidades.. En alguna que otra ocasión, elcargo me valió para sacar de la cárcel a personasque entraban allí por el simple hecho de no pensarcomo nosotros y atreverse a decirlo. Hice valer miinfluencia, si es que alguna vez llegué a tenerla,para salvar de compromisos bastante grandes amucha gente, sin importarme para nada suideología. Pensaba yo, al contrario que muchos delos que allí acudían, que lo principal era la personacomo tal y que si ésta lleva un camino equivocado,con información e instrucción se le puede hacercambiar pacíficamente el rumbo. Recuerdo que encierta ocasión salvé de la cárcel, y quién sabe si dela muerte, a un pariente mío no muy lejano. Notardó mucho en pagármelo de la manera más vil:fue mi delator una vez terminada la contienda.Menos mal que por entonces sus acusacioneschocaron con el concepto que de la justicia tenía un

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hombre de bien, cuyo nombre prefiero nomencionar por motivos familiares y personales.

En resumidas cuentas, en lo que al pueblo serefiere, podemos decir que durante la Monarquíapasábamos hambre y con la República teníamosganas de comer.

CAPÍTULO V

LAS COLAS DEL CÉNTIMO

Las necesidades de los pobres no lassolucionaron ni la Monarquía depuesta ni laRepública electa. Es verdad que ahora había máslibertad que antes. Pero eso no daba de comer anadie: seguía habiendo gente sin nada para podercomer.

Puestas así las cosas, algo vino a paliar,aunque sólo fuese en mínimo grado, estasnecesidades de primer orden. Fueron las llamadas“Colas del céntimo”. A mí me tocó más de una vez,por desgracia, formar parte de ellas. En las puertasde las gentes de dinero se formaban colas de varioscientos de personas, llegando a darse el caso de quelos miembros de una misma familia estabanintegrando varias colas durante el mismo día.

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LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS DE LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIASLUIS RIQUELME (1930-1944). Anastasio Pajuelo Gallardo DE LUIS RIQUELME (1930-1944).

Alrededor de las once de la mañana salía la criadaprincipal de la casa con una canastilla, bastantecargada en ocasiones, de monedas de céntimo.Empezaban por los primeros a repartir monedashasta que éstas se agotaban, y a la voz de “Mañanarepartiremos a los restantes”, las colas se disolvíany todos marchaban a sus casas esperando tener mássuerte el próximo día.

Recuerdo que en cierta ocasión iba yoacompañando a la mayor de mis hermanas.Llegamos a la cola y ya había allí alrededor desetenta u ochenta personas. ¡Y eso que sólo eran lasocho de la mañana! Pedimos la vez y nos dijeronque faltaban más de veinte personas que habíantenido que ir a no sé dónde. La picaresca estabaservida: llegaban a una cola, cogían la vez y se ibana otra a repetir la misma operación. Pero mihermana era de armas tomar. Preguntó que quiénera el último o la última (en la cola había tantohombres como mujeres) de los que allí estaban yuna vez averiguado, se colocó detrás. Fueronllegando más personas, mujeres mayormente, que

se iban colocando a continuación. Alrededor de lasdiez de la mañana llegó un hombre que decía quehabía cogido sitio algo después de las siete. Quisocolarse pero todos los presentes avanzaron hacia élrecriminándole su comportamiento. No tuvo másremedio que desistir de su empeño al ver la actitudmás que convincente de los allí reunidos.. Al pocorato de estos hechos se abrió la puerta de la casa yapareció en ella Dolores. Era ésta una mujer algoentrada en años, muy caritativa y pesarosa de queen la cesta no hubiera suficiente para todos, alcomprobar la enorme cantidad de personas quecomponían la cola. Yo iba agarrado de la mano demi hermana. Al llegar Dolores a nosotros dijo:

- Vaya, hombre, estos vienen por parejas.Pues lo siento pero si queremos que dé lo másposible de sí, sólo podemos dar una moneda porcasa.

Mi hermana quiso hablar en ese momento,pero yo, adelantándome a ella, contesté:

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- No venimos a pedir el doble, Dolores. Paraeso nos hubiéramos puesto cada uno en una cola.Pero queremos que haya para cuantas más personasmejor. Lo que pasa es que como era tan temprano,mi hermana tenía miedo y quería que yo laacompañara.

- Vaya un muchacho gracioso, sincero y condesparpajo. Me parece que tú eres Luis, ¿verdad?.Mi hijo va contigo a la escuela y me ha habladomucho de ti. Dice que todos los días le ayudas aterminar sus deberes, quedándote con él algúntiempo, incluso después de la hora de clase. No tepreocupes por lo que acabo de decir, pero ya sabesque hay gente muy aprovechada para todo. Comoveo que eres un niño muy formal, te vas a esperar aque termine de repartir las pocas monedas quequedan. Me parece que en la casa tengo algo parati.

Como era natural y lógico al mismo tiempo,nos esperamos a que acabara de repartir lasmonedas. Cuando esto ocurrió, Dolores entró en la

casa y al volver traía en una mano una talega y enla otra una caja de cartón.

- Tomad, es para vosotros. La sinceridad y lahonestidad son virtudes que deben saber valorarse.No es mucho – dijo, señalando los paquetes – peroal menos os ayudará un poco. Y tú, Luis, no dejesde la mano a mi Ernesto. No es mal muchacho,pero los libros no le gustan nada.

Recuerdo que algunos años después, cuandoyo tenía un cargo de cierta responsabilidad en unode las agrupaciones sindicales locales, salvé aErnesto de una buena encerrona. Varioscompañeros míos de este sindicato se dedicarondurante algún tiempo a salir de noche por las callesy a todo aquel muchacho o joven que oliera aderechas o que su familia, de una u otra forma,estuviera vinculada a las mismas, le daban unapaliza. En cierta ocasión salía yo del casino dondetrabajaba como camarero y de camino para mi casame encontré con uno de estos cuadros antesmencionados. Varios jóvenes tenían acorralado a

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otro contra la pared. Al preguntar qué era lo quepasaba, uno de los atacantes dijo en tonoamenazador:

- Tú no te metas en esto Luis. Todos sabemosde tu afición a salir en defensa de estos fachas.¡Cuántos menos haya, mejor!

- ¿Creéis que con este comportamiento somosnosotros mejores que ellos? No es con violenciacomo se soluciona esto.

- ¿Y tú? ¿Crees que por ser el secretario de lasjuventudes tienes derecho a decirnos lo quetenemos que hacer?

- No, desde luego, pero sí a deciros que estáiscometiendo una injusticia. Si queréis atraer gente anuestra causa no es ésta la forma más apropiada dehacerlo. Si a este muchacho le lleváis a la sede y lehabláis de nuestros proyectos, conseguiremosmucho más que de esta manera. Así que ya estáisdejándole tranquilo.

Mis palabras empezaron a causar el efectodeseado y poco a poco la piña de jóvenes se fueabriendo hasta que cada uno tomó el camino de susrespectivas casas.

- Gracias, Luis – me dijo entonces el joven –Si no llega a ser por ti estos locos me hubieranhecho Dios sabe qué.

- No te preocupes, Ernesto. En el fondo noson mala gente, pero llevan un camino equivocado.La violencia sólo engendra violencia.

- De todas formas, me acabas de salvar, comomínimo, de una buena paliza.

Convencido al fin de que el peligro habíapasado, al menos de momento, mi antiguocompañero de la escuela marchó a su casapronunciando continuas palabras de alabanza haciami persona por mi más que, según él, oportunaintervención.

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Volviendo de nuevo al relato que nos ocupa,durante el camino hacia nuestra casa, mi hermana yyo íbamos rebosantes de alegría. Llevábamosalgunos céntimos en el bolsillo y además dospaquetes que no sabíamos lo que contenían.Nuestra madre estaba ya en la puerta esperándonos,preocupada por nuestra tardanza y temerosa de quenos hubiese ocurrido algún percance de los queestábamos acostumbrados a gozar todos los días.

- No se enfade usted, madre – dijo mihermana – que ahora le explicaremos lo que hapasado.

Una vez que mi madre estuvo al corriente delo ocurrido, entramos en la casa y cuál no seríanuestra sorpresa al ver que la talega estaba llena degarbanzos (por lo menos habría unos diez kilos) yque de la caja de cartón sacó mi madre dos liebresy varias morcillas. Ni que decir tiene la alegría querecibió la pobre mujer. Estaba tan poco

acostumbrada a estas cosas que unas lágrimasrebeldes, esta vez de alegría, cayeron de sus ojos.

- ¡Bendita Dolores! – exclamó –Seguro quesus señores no saben nada de esto y ahora tendráque buscarse una excusa para justificar la falta deestas cosas.

¡Santa mujer mi madre, que hasta en losescasos momentos de alegría se preocupaba por lasresponsabilidades de los demás! Sobre todo si,como en este caso, éramos nosotros losbeneficiarios de esas responsabilidades.

Cuando llegaron mi padre y algunos de mishermanos, mi madre les refirió lo ocurrido. Mishermanos me dieron una palmada cariñosa en laespalda, pero mi padre, con el tono solemne, perosincero, que él guardaba para estos casos, me dijo:

- ¿Ves, hijo? La verdad, cuando es apreciadacomo tal, con todas sus consecuencias, siempre noslleva a buen puerto. Han sido tu comportamiento y

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tu sinceridad quienes nos han traído estos regalos.No tuerzas jamás tu camino.

Santas y sabias palabras de mi padre. Siemprellevé conmigo sus ideas. Nuestra pobreza no nospermitió heredar más, pero como me dio lo quetenía, siempre le estaré agradecido.

CAPÍTULO VI

DON GENARO

Durante los primeros años de mi cortainfancia tuve la suerte de tener como Maestro a unapersona de bien, alguien capaz de inspirarconfianza, amor y tranquilidad. Se llamaba donGenaro y tenía la escuela, como casi todas, en losaltos de una casa particular. Allí acudíamos todaslas mañanas los pocos niños que teníamos la suertede poder asistir, unos porque en casa sóloestorbaban, otros, la mayoría, porque si no habíatrabajo para las personas mayores, ¡cómo íbamos atrabajar los que apenas habíamos empezado aconocer (o mal conocer) el mundo!

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Este buen hombre fue mi mejor Maestro ypara él guardaré siempre un gratísimo recuerdo.Sólo tuve la suerte de verle después una vez. Fueen el Paseo de Canovas, en Cáceres, donde yohacía el servicio militar. Cruzamos pocas palabraspero pude darme cuenta de que seguía teniendo elmismo gran amor a la humanidad y a todo aquelloque oliera a pureza y honradez. Me lo encontré porcasualidad y al darnos a conocer me dijo que siquería alguna cosa. Yo le contesté que me gustaríatrabajar en la sección de obras del cuartel, ya queasí podría aprovechar y conseguir algún dinero paramandárselo a mi madre, que buena falta le estabahaciendo. A los pocos días de este brevísimoencuentro me llamaron de parte del capitán de micompañía. Era para que trabajara en la mencionadasección, dándose la casualidad de que este jovenoficial también había sido alumno de Don Genaro¡Bendito señor que me enseñó todo lo que ahora sé!

En cierta ocasión, llegó uno de los caciquesde turno a la escuela. Era este señor el encargadode que en estos lugares las lecturas fueran más que

controladas y de que aquellos libros que leyeran losalumnos no contuvieran “ideas perniciosas para elbuen desarrollo de sus valores patrióticos”.

- Buenos días, don Genaro – dijo elmencionado, quitándose la gorra y acercándose a lamesa del Maestro.

- Buenos días, Alfonso – saludó don Genarocon su acostumbrada amabilidad - ¿Qué le trae poraquí a estas horas de la mañana?

- Verá usted. Resulta que han encontrado a unalumno suyo con algunos libros de muy malareputación, y ya sabe usted que desde elayuntamiento se está procurando que nuestrosjóvenes adquieran una educación basada ennuestros valores patrióticos.

- Y ¿cuáles son esos “valores patrióticos”,Alfonso? – preguntó don Genaro, dándole un tonoalgo socarrón a sus últimas palabras.

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El aludido, persona de la que siempre dudésobre qué era más pequeña si su cultura o sus ganasde aprender, se quedó sorprendido por la preguntade don Genaro.

- Pero, ¿es que usted no sabe cuáles son? –exclamó, queriendo controlar una situación en laque él mismo se había metido y de la que se veíacon dificultades para salir por su desconocimientodel tema.

- Sí, que lo sé, Alfonso, y es mi deberenseñárselos a mis alumnos. Pero son los valoreshumanos universales los que yo les enseño: paz,justicia, libertad, respeto, honradez... Esos son losvalores o principios fundamentales para laformación de la persona. ¿Que también hay otrosdictados por no se sabe quién? Muy de acuerdo,pero esos ya salen fuera de mis funciones. Yo noeduco para una temporada: mis principios, si seaprenden, durarán toda la vida.

Sorprendido y avergonzado, el delatorinfantil no sabía qué responder. ¿Y este señor era elencargado de la censura en el pueblo? ¡Puesestábamos apañados! ¡Menos mal que don Genarovelaba por nuestros intereses culturales yformativos!

Sin saber cómo actuar y deseando salir deaquella situación, Alfonso dio media vueltaencaminándose a la salida, no sin antes emplazar almaestro para una reunión con no sé qué comisión .

Una vez que el Maestro imaginó que esteseñor ya habría llegado a la calle, se acercó a mimesa diciéndome:

- Vamos a ver, Luis, ¿por qué tienes que irenseñando por ahí los libros que yo te he prestado?¿No sabes que las aguas bajan turbias y quealgunas personas están esperando pillarnos encualquier descuido para hacernos la vidaimposible?

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- Verá usted, don Genaro: el otro día estabayo en la puerta de mi casa sentado en el umbral.Como en ese momento no había nada qué hacerallí, me puse a leer ese libro que se llama “Lamadre”, de un escritor ruso que no me acuerdocómo se llamaba.

- Máximo Gorki, Luis – respondió el maestro,indicándome con la cabeza que siguiera con miexplicación.

- El caso es que en ese momento pasaba porallí ese señor que acaba de salir, se acercó a mí y envez de preguntarme qué estaba leyendo, me quitó ellibro de las manos y se puso a leerlo en medio de lacalle. Yo le dije que me lo diera porque era mío,pero él no me hacía caso.

De vez en cuando Don Genaro asentía con lacabeza como significando que entendía lo que yo lecontaba y que siguiera con el relato.

- Yo ya no sabía qué hacer y entonces mepuse a gritarle. Al ruido de las voces salió uno demis hermanos preguntando por lo que allí pasaba.Entonces ese hombre, tirando el libro en medio dela calle, gritó:

- ¡Sois todos iguales! Pero esto no quedaráasí. Mañana mismo iré a hablar con tu Maestro paraver si te expulsa de la escuela. Con niños así nuncaseremos nadie. En vez de estar ayudando a sufamilia, pierde el tiempo leyendo esos libros quenada bueno pueden enseñarle.

- Eso no eres tú el más indicado para decirlo,Alfonso. – le contestó mi hermano – El niño estáacostumbrado a leer todo lo que cae en sus manos.Además, para saber si una cosa es la mejortendremos que compararla con otras.

-Mi hermano es de pocas palabras, pero esedía – continué con mi explicación – no estaba elhorno para bollos. Así que ese señor dio mediavuelta y se marchó muy enfadado.

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-Tienes que tener mucho cuidado a la hora deleer esos libros que te doy, Luis – dijo el maestro –Hay mucha gente que no ve con buenos ojos unpueblo con cultura porque es más difícil demanejar. Cuando yo te los he prestado es porqueestoy plenamente convencido de que no te van aenseñar nada malo. Pero eso no lo entiende así todoel mundo.

- Pero, don Genaro, ¿qué tiene de malo quelas personas luchen por lo que creen justo y bueno?

- Nada, Luis, nada. La libertad y la justiciason tan buenas que por eso son tan difíciles deconseguir, pero si no las buscamos, ellas solas novan a venir a acompañarnos. Y, ahora, venga,vamos a seguir con la tarea.

De esta manera, don Genaro dio porfinalizada nuestra breve conversación. Yo esperabauna regañina por su parte y me fui cabizbajo a mi

pupitre. Y él, comprendiendo lo que me ocurría,dijo:

- No tienes que avergonzarte de nada,chiquillo. ¡Ojalá muchos niños de tu edad tuvieranesas mismas inquietudes y ese afán que tú tienespor buscar la verdad! Es normal que muchas cosasno las entiendas. Pero me gustaría que llegara el díaen que al volver la vista atrás y hurgar en tumemoria recordaras estas palabras que voy adecirte: Si crees que aquello por lo que luchas esbueno, sigue adelante y no te detengas nunca pormuchos problemas que encuentres en tu camino.

¡Qué hombre! ¡Qué Maestro! ¡Hasta en losmomentos más difíciles sacaba palabras de ánimopara sus alumnos! Él me enseñó, no sólo a leer yescribir, sino también a ser persona.

Cierto día, sábado para más señas, mesorprendió enormemente ver a don Genaro,encapotado en su eterno abrigo negro, asomar porel fondo de la calle en la que yo vivía. Esta sorpresa

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se vio algo disminuida al recordar la afición delMaestro a los grandes paseos. Pero en esta ocasiónera invierno, hacía bastante frío y además estaballoviendo. Como era costumbre en la época(perdidas ambas, época y costumbre), salícorriendo hacía él para darle los buenos días.

- Buenos días, Luis – me respondió con esavoz, grave pero cariñosa que tanto le caracterizaba– Quisiera hablar con tus padres. Tengo algo muyimportante que decirles. ¿Dónde puedoencontrarlos?

- Mi padre está cogiendo aceitunas, donGenaro, pero mi madre está en casa.

- Vamos para allá, entonces.

Aunque era corto el trayecto, ¡cómo presumíayo yendo al lado de él, con su mano sobre mishombros en señal de cariño, apoyo y amparo!

Llegamos a mi casa. Mi madre estaba liada,como casi siempre, con su rueda de pleita. Era unainsignificancia lo que pagaban por ellas, pero aúnhoy día no puedo olvidar que mis primerasalpargatas se compraron gracias al esparto.

- Buenos días, señora. Ya me ha dicho elchico que su marido no está en casa. Me gustaríahablar con los dos sobre él. No. No se asuste – seadelantó don Genaro para aclarar a mi madre queno era por travesuras que yo hubiera cometido- Loque yo quiero decirles del pequeño es todo locontrario. Tiene capacidad sobrada para losestudios y quería a ver si entre todos buscáramosuna posibilidad para que se hiciera una persona deprovecho.

A mi pobre madre se le llenaron los ojos delágrimas, pero en esta ocasión de alegría.

- Mire usted, señor...

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- Por favor, deje lo de señor a un lado –interrumpió él – Me encuentro incómodo cuandome tratan así.

- El caso es que nosotros no tenemos ni paracomer ¿De dónde vamos a sacar el dinero necesariopara darle una carrera?

- Eso es algo en lo que también habíapensado. Por eso me gustaría hablar también con sumarido. Ya me ha dicho Luis que está en lo de laaceituna.

- Se fue esta mañana antes de que amanecieray volverá ya tarde.

- No importa. Mañana es domingo. Yo mepasaré por aquí al anochecer y hablaremos los trescon mayor tranquilidad y más tiempo.

Dichas estas palabras, el Maestro se dirigióhacia la puerta, y extendiendo la mano a mi madre,dijo:

- Adiós, señora. Yo sí tengo que llamarla así,porque ese es un título que tiene todo el mundo,pero para llevarlo con honradez hay que vivir comoustedes viven y hacer lo que ustedes hacen. A míese título me lo han dado los libros, a usted se lo hadado la vida. Su escuela es mucho mejor que todaslas demás.

Dicho esto, don Genaro salió a la calle ysaludándome con la mano levantada enfilódirección a la plaza.

- ¡Qué hombre! – exclamó mi madre – Es unseñor de los pies a la cabeza. ¿Por qué no habrámás personas así para que este mundo funcionarade otra manera?

Cuando por la noche llegó mi padre a casa,ella le contó enseguida la visita de la mañana.Tanto habló de las cualidades del Maestro que mipadre dijo:

- Pero mujer ¡no será para tanto!

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- Que sí, Félix, que sí. Ese señor no es comolos demás. Me ha llamado señora y sin embargo medijo que yo a él no le llamara señor, por no sé quéhistorias de los libros o de la vida. ¡Qué sé yo! Nopuedo acordarme de todas las cosas bonitas que hadicho.

- Bueno, pues mañana hablaré yo con él.Aunque ya sé cuál va a ser el final de laconversación, por desgracia. ¡Qué triste es serpobre e inteligente!

Ni que decir tiene que esa noche apenas pudeconciliar el sueño. Me acordaba de la visita delMaestro y de lo que habló con mi madre, de loimpresionada que ella había quedado y de lasúltimas palabras de mi padre.

A la mañana siguiente me levanté mástemprano que de costumbre, como si de esa manerael tiempo fuera a transcurrir más rápido hasta latarde. Estuve jugando con mis amigos al palimocho

y a los bolindres y se me dio bastante bien la cosa,ya que gané tres bolas de china, una de barro y tressantos de cajas de cerillas.

Durante la comida observé como mishermanos y hermanas me miraban de reojo. Seguroque mi madre les había puesto al tanto de lo del díaanterior. En los años que tenía, nunca me habíasentido tan incómodo e interesante al mismotiempo. Sabía que todos estaban algorevolucionados, y era por mí.

Cuando terminamos de comer dije a mispadres que me iba a leer un rato. Estaba lloviendo yno apetecía salir a ningún sitio. Además, faltabapoco tiempo para que llegara don Genaro y, si medejaban, quería estar presente en la conversación,ya que el tema principal iba a estar íntimamenterelacionado conmigo.

- Ves, Félix – oí que decía mi madre – legusta más leer que salir a jugar con sus amigos.Este hijo nuestro es un caso raro.

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- Que no, mujer, que no. Lo que pasa es queestá lloviendo bastante y no tiene a dónde ir.

- Pero podía entretenerse con otras cosas. Sinembargo, ahí le tienes: con los libros a todas partes.

Con mi libro en las manos salí al corral y enuna peana de pizarra que había en un rincón mesenté. Tuve que pasar bastante tiempo leyendo,cuando las voces de mi madre me sacaron de laspáginas del libro.

-¡Luis, Luis! – oí que gritaba - ¡Ya viene eseseñor! Anda, llama a tu padre, que estará echandode comer al burro, y que se dé prisa.

Abandoné “La madre” para escuchar a miídem, me levanté como empujado por un muelle yme dirigí a la cuadra en el mismo momento en quemi padre decía:

- No hace falta que me llames, hijo. Con esasvoces que da tu madre hay que estar demasiado maldel oído para no enterarse.

- ¡Ya viene el Maestro, padre! ¡Ya viene!

- ¿Se puede pasar? – ( ¡Por fin llegó!)

- Adelante, adelante, pase usted. Siéntese aquíque enseguida vienen mi marido y el niño.

- Les voy a robar muy poco tiempo, señora.Lo que quiero decirles es cuestión de unos minutosnada más.

- Buenas tardes, don Genaro – saludó mipadre al llegar donde estaba el Maestro.

- Buenas tardes, Félix. Hola, Luisito.

Una vez terminados los saludos de rigor, donGenaro, poco amigo de andar con rodeos, empezódiciendo:

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- Imagino que ustedes se habrán dado cuentade las capacidades que tiene Luis para los libros.En la escuela es el más despierto, y como es elprimero en terminar los deberes, se dedica despuésa ayudar al resto de sus compañeros en las tareasdiarias de clase. Dos cualidades que honran acualquier chaval: inteligencia y solidaridad paracon los demás. Pero yo he venido aquí a hablarlesde lo primero que es lo que está más de llenodentro de mis funciones y obligaciones comomaestro suyo.

Mis padres seguían con enorme interés laspalabras de nuestro apreciado interlocutor. No erapara menos: ¡un maestro diciendo aquellas cosastan bonitas de su hijo más pequeño!

- El caso es que – prosiguió don Genaro – megustaría que el niño pudiera estudiar. Sé que es algodifícil en esta época, pero todo puede tenersolución. Yo había pensado darle las clasescompletamente gratis y prestarle algunos de mis

libros que pudieran servirle. Pero claro, habría quecomprarle algunos más porque los estudios hancambiado desde mi época hasta aquí.

Al ver que mis padres no decían nada, donGenaro preguntó:

- ¿Qué les parece todo? No hace falta que meden una respuesta ahora. El chico es muy joven ypodría empezar el próximo curso, pero eso sí,deben ir pensando en ello.

Como primera respuesta mi padre,mirándome fijamente dijo:

- Es muy halagador todo esto, don Genaro,pero muy complicado. Yo sé muy bien de la aficiónde Luis por los libros, pero no podemos gastar enestudios un dinero que no tenemos, ya que nisiquiera para comer nos llega.

Mi madre permanecía inmóvil. Como másdébil, no podía articular palabra pero de sus ojos

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habían comenzado a brotar lágrimas de alegría ytristeza al mismo tiempo.

- Estamos en enero – volvió a tomar lapalabra el Maestro – Faltan aún varios meses paraque empiece el próximo curso. Un golpe de suerteo un trabajo algo estable podrían cambiar mucholas cosas. Ustedes piénsenlo con calma y despuésen el verano ya hablaremos.

Dicho esto último, se levantó y dirigiendohacia mí su amparadora mirada, me dijo:

- Bueno, Luis, trata de convencer a tus padrespero sin agobiarles demasiado, porque ellos mejorque nadie saben de sus posibilidades. Félix yseñora, lo dicho. No les entretengo más. Tengo quepasarme por la escuela para dejar allí unos libros yya se está haciendo demasiado tarde. Me haencantado pasar este rato con ustedes. Me hanrecordado tanto a mis pobres padres que estáprofunda impresión me acompañará durante muchotiempo.

Encaminándose hacia la puerta, don Genarorecogió su abrigo y despidiéndose de todos,concluyó:

- Hasta mañana, Luis. Porque imagino queirás a la escuela. Aprovecha lo que puedas quedespués el tiempo, que nunca se detiene, nos darála solución a todo.

Este era también mi Maestro: siemprepensando en el mañana pero sin olvidar que era elpresente el que sin darnos cuenta iba poco a poco,pero inexorablemente, labrando nuestro destino.

Hoy, después de tanto tiempo, su imagensigue grabada en mi memoria y en mi corazón.Después de varios años de docencia en el pueblo,tuvo que marcharse, pero no perdió nunca elcontacto por carta con nosotros. En la década de losaños setenta, la noticia de su muerte me produjouna tristeza que nunca hubiera imaginado. Habíantranscurrido muchos años desde entonces pero su

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recuerdo había estado entre mis libros, en la callede la escuela (que nunca volvió a ser la misma consu ausencia) y, en definitiva, en lo más profundo demi alma. ¡Bendito señor que dedicó su vida entera asus alumnos, sufriendo por ello y ellos hasta límitesinexplicables! Era, en definitiva, un señor, aunqueno le gustara que le llamaran así: ¡Un hombre debien!. Si algunas veces he ansiado volver a lostiempos de mi infancia ha sido por estar de nuevo asu lado escuchando sus sabios consejos que tantobien me hicieron a lo largo de mi ya dilatadaexistencia.

CAPÍTULO VII

TRES AÑOS DE GUERRA

Durante estos tres años de guerra el pueblovivió los mismos problemas que cualquier pueblode la geografía española. Pocos comprendían porqué empezó todo, pero había que dejar que losacontecimientos siguieran su rumbo, unas vecesporque la que dominaba la situación era laambición, otras para dar rienda suelta a unavenganza sumergida que durante varios años habíaestado escondida en algunos corazones. El caso eraseguir para hacer justicia con el refranero, quedecía que “a río revuelto, ganancia de pescadores”.

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LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIAS DE LA INFANCIA PERDIDA: MEMORIASLUIS RIQUELME (1930-1944). Anastasio Pajuelo Gallardo DE LUIS RIQUELME (1930-1944).

El alcalde en aquella época era una muybuena persona, que siempre que podía ayudaba atodo aquél que lo necesitara. Tan bueno era, queincluso había perdido su verdadera personalidad,para convertirse, si no en un juguete, sí al menos encasi un capricho de sus mismos compañeros.

Por mi cargo de secretario de la juventudes,tuve bastante trato con él, tanto a nivel profesionalcomo humano y siempre le recordaré como a unhombre que quería justicia y libertad para susvecinos, pero las circunstancias de la época no ledejaron cumplir sus deseos.

En cierta ocasión me enteré de que mi padrehabía sido metido en la cárcel por cuatrocaciquillos vengativos de turno. Me fuidirectamente a hablar con el alcalde y éste me dijoque él no sabía nada, que fuera inmediatamente a lacárcel para solucionarlo todo y que tenía su plenaautorización para hacer las cosas a mi manera. Mepresenté en el lugar, donde estaban cuatro o cincopersonas bebiendo hasta la saciedad y burlándose

de las personas que estaban prisioneras. Meacerqué a ellos y, en tono dialogante, les dije:

- ¿Dónde habéis metido a mi padre? Traigoórdenes tajantes del alcalde para que lo pongáisinmediatamente en libertad.

-¿Y quién es tu padre, chaval?, porque aquíhay mucha gente metida.

- Se llama Félix Riquelme.

- Ah, sí, está en aquella habitación del fondo.Hoy no le tocará dar el “paseo”, porque hay que dardescanso a los fusiles.

- Mi padre no dará ningún paseo porquecualquier cosa honrada de la que podáis presumires porque la habéis mamado de gente como él.¿Desde cuando unos que se llaman simpatizantesde la República meten en la cárcel a personas quesiempre se han distinguido por su lucha contra lainjusticia y la opresión?

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- Mira, chaval, yo no sé nada de eso. Anosotros nos han dicho que ese señor se ha negadoa dar el golpe de gracia a uno que ya estaba mediomuerto y por eso nos lo han mandado aquí. Pero sitú quieres que salga, que venga contigo el alcalde yal momento lo echamos fuera. No tenemos ningúnempeño en matar a nadie.

- No hace falta matar a nadie, y mucho menospor los motivos que acabáis de exponer – era elalcalde quien hablaba. Me había seguido porquepensaba que podría haber jaleo si se negaban aponer a mi padre en libertad.- Así que ya estáissoltando a Félix. Y a todos esos que os traenprisioneros continuamente les decís que tengancuidado a la hora de hacerlo. Por cualquier tonteríao por una venganza personal no se puede encerrar anadie y menos a personas como la que tenéis en esahabitación.

Una vez en libertad y en la calle, mi padre mecontó las causas de su encierro, que eran poco más

o menos como las había expuesto el improvisadocarcelero.

La costumbre de sacar a los prisioneros a darel paseo se extendió bastante por aquellas fechas.No sé de quién partiría la idea, lo que sí es cierto esque fue practicada por gente de ambos bandos. Endefinitiva, la guerra en el pueblo fue como un casomás, repetido hasta la saciedad en casi todos lospueblos de España. Por eso quiero pasar de largo surelato y centrarme en otro que bien pudiera resumirlas penalidades de todos aquellos que lucharon enlos diferentes frentes. También es la guerra, al fin yal cabo, y personalizar en estas circunstanciassupondría repetir la historia hasta la saciedad.

De ahí que quisiera terminar este capítulocon las memorias de alguien que vivió la guerra tande cerca, que fue protagonista de las principalesbatallas que en ella se libraron. Se trata de JuanRiquelme García, mi hermano. Perdone el lector deestas Memorias esta intromisión obligada, pero

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quisiera de esta forma rendir un pequeño homenajea todas aquellas personas que durante varios añosestuvieron fuera de sus hogares, lucharan en elbando que lucharan. Los versos son toscos y sinartificio alguno, pero la escasez de estudios dequien los compuso no dio para más. Eso sí, si sesaben leer con el corazón, se verá la rabiosasinceridad que de ellos se desprende:

Quiero contar en poesía,en verso limpio y serenolos recuerdos que me quedande épocas de sufrimientos.Hace más de 60 añosque estos hechos ocurrieron,pero no por la distanciaen el olvido murieron.El día 15 de juniode aquel año treinta y seisempezaron mis calvarioscomo muy pronto veréis.

Ese pueblo cordobésque se llama Pozoblancofue mi destino primeroentre otros tantos y tantosPoco tiempo allí pasamos,y al cabo de pocos díasnos llevan a Medellínpara matar la alegría.Fue nuestra estancia en el puebloun poco más duradera,pues la ocasión requeríavigilar de otra manera.El día tres de noviembrede aquel año de desgraciasnos cambian de residenciaY nos llevan a La Mancha.Fue Almagro nuestro destino;provincia: Ciudad Real.¡qué pena, Señor! ¡Qué sinotanto viajar y viajar!En esta tierra manchegaestuvimos más de un mes

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y después nos embarcaroncon rumbo hacia Teruel.En vagones apestosos,como borregos de muertefuimos embarcando todospara marchar a otro frente.Al otro día siguienteya estábamos en Valenciacomiendo sólo conservaspara colmar la paciencia.Escondidos entre jaras,matorrales y arboledasestuvimos en Valenciatoda la jornada entera.Era inmenso aquel peligropues la aviación enemigano cesaba de su empeñoen aumentar las fatigas.Por la noche, en camiones,otra vez en el camino.El viajar fue en aquel tiemporeflejo de mi destino.En aquellos camiones

nos llevaron a Castralbo.Allí, muy cerca del frente,empezaba otro calvario.El pueblo tenía una ermita,reflejo de una fe ardiente.Pero estaba custodiadapor gentes del otro frente.Era la guardia civil,vigilante de la ermita.Nosotros, los atacantesde aquella guerra maldita.Después de sangre y de plomoesa ermita se tomóY muchos seres humanosmurieron en esa acción.Después de tomar la ermitael avance continuaba,mientras que en el almanaqueNochebuena se acercaba.Precisamente ese día,tan feliz cuando había paz,vino una orden tajantede parte del capitán:

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Un pelotón partiríapara llevar prisionerosdonde estaba el alto mandocontrolando los esfuerzos.Llevamos a los rehenesdonde el alto mando estabapara que ellos por su gradosu suerte justificaran.Un sargento se acercóal ver a los prisionerosY allí empezó a golpearlosmucho peor que un negrero.Mi conciencia no admitiósemejante cobardíaY protesté ante el sargentode aquellos actos que hacía.Entonces, aquel don nadiea dar parte se marchóy habló con el comandantesobre aquella actuación.Me quitaron el fusily también las municionesy fui con los prisioneros

al fondo de las prisionesAunque estaba prisioneromi conciencia iba tranquila:Actué como pensabae hice lo que debíaCuatro días prisionerome tuvieron encerrado,hasta que mi capitánse presentó a liberarnos.Aquel mismo día salimoscon unos días de descanso,por cierto, bien merecidosporque éramos humanos.Primero Rubielos de Mora,luego Mora de Rubielos.Aquello era el paraísopara lo que vendría luego.El 21 de eneroacabó nuestro descanso,Y al frente de Teruelfuimos de nuevo enviados.Era el frente de “La Muela",donde había un seminario

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y allí habíamos de lucharcontra las fuerzas de Franco.Esta fuerza eran los moros.Había bombardeos, morterosy la artillería pesadamoviendo todos sus hierros.Allí fuimos atrapadoslo mismito que conejos,con la intención de los morosde quitarnos el pellejo.Pero los jefes aquellos,suerte que eran españoles,nos salvaron de moriry se portaron como hombres.Nos llevan a Zaragozacomo nuevos prisioneros,pero con la picardíade registrarnos primero.Nos meten en barraconescon dos saquitos de pajay como abrigo tan sóloa cada dos una manta.

Era en pleno mes de enero,cuando el frío más arreciaba;pero éramos prisionerosy no personas humanas.Por la mañana temprano,cuando aún no era de día,en el patio nos formabanpara mayor cobardía.Los servicios y lavaboseran nuestra salvaciónpues estábamos guardadosde aquel tiempo tan traidor.Pero cuando el frío es fríoY viene en plan justiciero,moríamos de tiritonesen aquel frío mes de enero.Las ocho de la mañanaera hora del desayuno,pero no creáis que nos dabanun chocolate con churros.un poco de agua apestosaque le llamaban café,

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que sería insultar a un cerdoel dársela de beber.Desde allí, a los camiones,en donde nos trasladabana una o varias carreterascon un pico y una pala.Al llegar el mediodíao cuando a rancho tocabanformábamos cada trescon la alegría en el alma.Uno se encarga del rancho el segundo cogía el pan,el tercero coge el postrey aquí se acaba el cantar.El rancho, si era especial,ya daba pena mirarlo:Cuatro, cinco o seis garbanzosy lo demás todo caldo.Aquel que tenía dinerose compraba un bocadillo;otros, pasábamos hambrecomo un lobo en un castillo.

Después, al cabo de un tiempo, ,me echaron a un batallón,batallón número diez,de lo malo, lo peor.Allí, nada más llegar,ya me cortaron el pelo,me dieron ropa y un gorroY dos buenos compañeros.Estos compañeros eranun buen pico y una pala.di más picazos entoncesque pelos tiene una barba.Al cabo de pocos díasme sacan de capatazpara dirigir las obrasde aquel lugar infernal.Yo no estaba mal del todo,pero tenía un sufrimiento:No saber de mi familiaque a mí me daba por muerto.Un día hablé con un muchachoque era extremeño también.

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Él era de Torremochay aquel día fue mi sostén.Le dije que en ese pueblode la provincia de Cácerestenía yo un tío muy queridode todos mis familiares.Este amigo y compañerose hizo de su direccióny así yo pude escribirlecontando mi situación..El 24 de julioentraron en Campanario,arrasando por doquier,tropas del general Franco.El pueblo cambió de mandoy allí mi tío se acercó,cuando una cuñada míasacó la conversación.Le dijo que yo era muerto,que yo había muerto en la guerray que mi familia estabaguardando luto en la Tierra.

Entonces habló mi tíodiciendo que no había muerto,que por suerte estaba vivoaunque con mil sufrimientos.Mi cuñada se acercóa la casa de mi novia,quien se presentó llorando.¡Bendita sea su memoria!Mi novia no se creíael que yo vivo estuviera.Mi tío se lo demostróde la siguiente manera:Como él tenía cartas míasde hasta fechas muy recientesque yo a él le había enviadode mi destino en el frente,sacó algunas de las cartasy allí se las enseñó,y las lágrimas de penafueron ahora de emoción.Ya sabían que estaba vivo,que en la guerra no había muerto,aunque comprendían que estaba

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cargado de sufrimientos.Tuve la primera cartade la mujer que quería.Pero siempre mi desgraciaen medio se interponía.Al recibir esta cartanos cambiaron de destino,yendo a parar esta vezal peor de los caminos.Fue la batalla de Ebro,de renombre universal.Sólo los que allí estuvimossabemos lo que es penar.Y como pertenecíamosal grupo de prisionerosen cada una de las batallassiempre fuimos los primeros.El trabajo consistíaen hacer pistas de tierrapara aquellos camionesy maquinaria de guerra.

También hacíamos trincherasa fuerzas nacionales,aunque ese nombre equivocadonos fuera a todos iguales.Estuvimos siete díasen aquella situación,pues al poco nos cambiaronal frente de Castellón.Allí pasamos lo nuestropor culpa de la aviación,que con sólo lanzar bombascreía cumplir su misión.Y como nuestro destinoera jornada y jornada,nos trasladaron ahoracerca de Guadalajara.Sigüenza se llama el pueblo.Nuestra misión era igual:Carreteras y trincheraspara el bando nacional.De allí fuimos a Alcañiz,provincia de Teruel.Pocos lugares del norte

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me quedé por conocer.De nuevo la carreterapara no perder costumbre.Por los sitios que pasábamosera todo podredumbre.Fuimos a Guadalajara,mejor dicho, nos llevaron,ya que éramos prisionerosdel ejército de Franco.Estando en Guadalajarala guerra se terminó,pero no los sufrimientosde quien siempre los llevó.Íbamos por las trincherasrecogiendo material,desperdicios de una guerrafratricida y criminal.Me cambiaron el trabajo:Ahora fui al mataderoa ayudar al matachín,de pinche de cocinero.

Allí matábamos vacaspara las tropas de Franco.¡Qué remedio nos quedaba!porque si no, ¡al camposanto!Ese fue el mejor destinoque tuve por aquel tiempo.Pero a pesar de estas cosasno podía estar contento.Tenía trabajo y comidaaunque no ganaba nada.Pero el calor familiarhacía tiempo que faltaba.En el mismo mataderohice profunda amistadcon una buena familiahonrada a carta cabal.A casa de esta familiapor las tardes yo me ibaa encontrar ese calorque no tenía de la mía.Llevaba ya cinco añossin mis seres más queridos

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y aquel poco de calorfue consuelo en mi martirioDespués de acabar la guerraempezaron las licenciasde aquellos que de su pueblomandaban conductas buenas.Marchaban los compañerosde cinco años de fatigas.Un día uno, otro día otro,recuperaban sus vidas.Ya sólo quedaba yodel grupo de compañeros,porque no mandaban buenala conducta de mi pueblo.Yo a nadie le había hecho dañoni nunca estuve en la cárcel,porque la honra y decenciayo la heredé de mis padres.Un día estando tan tranquilo,dentro de lo que podía,vi a unos guardias civilesdentro de la compañía.

Me llamaron los sargentospara que con ellos fueraa dónde estaban los guardiaspara que allí me metiera.Dentro de la habitaciónempezó un nuevo calvario,aunque sabían que delitosno cometí en Campanario.Siguieron las amenazaspara hacerme declarar,pero declarar no puedequien no tiene qué ocultar.Me llevan al calabozoy allí por primera vezsentí miedo de verdadpor lo que ahora diré.Allí, en aquel calabozo,tenían un simple cantar:Todos los días sacar genteque iban a fusilar.Llevaban al cementerioa todos los que sacabany allí, junto a la pared

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a todos los fusilaban.yo cogí un miedo infernal,pero dice el refraneroque en cualquier lugar del mundohay un amigo sincero.Este amigo era sargento.tenía por nombre Aquilino.fue aquellos días mi sustentoal alegrar mi mal sino.Juntos hicimos la guerra,juntos sufrimos lo mismo.Sólo Dios desde los cielossabe lo que allí sufrimos.Me dijo que mi prisiónsólo era un pequeño arresto,que yo no me preocuparaque se solucionaría presto.Más tranquilo me quedécon estas palabras purasque alegraban de pasadami madeja de amarguras.

En aquella celda oscuratenía por compañíaratas, muchas y muy grandesque hasta temor me imponían.Yo no las quería hacer nada.Eran mi entretenimiento.Se acostumbraron a míal darlas de mi sustento.Cuando ya comprendió el mandoque era injusta mi prisiónme sacan de aquel infiernopara otra población.El pueblo se llama Horna,provincia de Guadalajara.Estuve de cocineroy así el tiempo mataba.En este trabajo estabacuando Aquilino, el sargento,se presentó en la cocinasonriendo y muy contento.Allí me dio la noticia,no se la podía callar:Que dentro de pocos días

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ya me iban a licenciar.No sé lo que entró en mi cuerpo,no puedo explicar su nombre,sólo sé que es una cosaque hace llorar a los hombres.Aquel día por la tardese presentó en la cocinapara invitarme a un caféallí mismo en la cantina.Le dije que yo no ibaporque no tenía dinero.pero este hombre, como siempre,supo ser buen compañero.Nos fuimos a la cantina,nos tomamos unas copaspara aliviar nuestras penasque eran muchas y no pocas.El día 12 de enero,mil novecientos cuarentame dieron el pasaporte:¡justa era mi licencia!

El trece del mismo mes,ya estando en Guadalajara,paramos en la estaciónpara cosa rutinaria.Porque en esa capitallas oficinas estabany hube de coger papelespor si los necesitaba.Y a casa de esa familiaque en guerra me dio calorme acerqué a despedirmecon ansia en el corazón.pero es que hacía cinco añosque yo faltaba del pueblosin ver a mis familiaresque me habían dado por muerto.Allí terminó mi angustia;atrás quedaba el calvarioque yo llevé con pacienciadurante esos cinco años.Perdono a quien me ofendióy alabo a aquellos amigos

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que como tal se portaroncuando hizo falta conmigo.¿Qué más puedo yo decirde aquella guerra maldita?Cada cual juzgue por él,pero ¡qué no se repita! CAPÍTULO VIII

EL EXILIO INTERIOR. ABENÓJAR

Corrían malos tiempos para todos aquellosque de una u otra forma habíamos estadorelacionados con la República. Por aquellas fechas(la guerra todavía no había terminado) estábamostrabajando en una finca muy cerca de la ermita dePiedraescrita13. Hasta nosotros llegó la noticia deque estaban encerrando en el cuartel de la GuardiaCivil a todos aquellos que se habían destacado en elservicio a favor de la República. Ni que decir tieneque el miedo nos invadió a todos los presentes.Todos, en mayor o menos grado, estábamosimplicados. En ese momento estaban allí mis 13 Ermita situada a 5 Km. de la localidad. Alberga la imagen de la Virgen de la quetoma el nombre. Está situada a orillas del río Guadalefra.

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padres, mis hermanas, mi abuela y cinco sobrinos,el mayor con siete años de edad. Mis hermanosestaban en diferentes frentes de la contienda.Nuestro único medio de locomoción eran dosburros más viejos que los botaleros de la iglesia;nuestros enseres, lo que llevábamos puesto.

Sin pedir explicaciones y procurando ganar elmayor tiempo posible, recogimos lo poco que allíteníamos y nos pusimos en camino. En uno de losburros iban algunos enseres y mis cinco sobrinos,turnándose en la montura pues el camino sepresentaba largo y no convenía cansar demasiado alas bestias.; en el otro, dos colchones y mi abuela.

Cuando ya estábamos en los límites de laprovincia de Badajoz (hacía bastante tiempo quehabíamos pasado cerca de Cabeza del Buey), seformó una tormenta impresionante. No había ni unsolo árbol dónde poder cobijarnos. No muy lejos sedivisaba una población14 y hasta ella nos dirigimos

14 Chillón (Ciudad Real).

con la confianza de poder encontrar un lugar más omenos seguro donde poder guarecernos de la quenos estaba cayendo. Entramos en el pueblo porunas calles llenas de escombros ocasionados por laaviación de cualquiera de los dos bandos. Muycerca de nosotros había un corralón, dentro del cualse veían algunos aperos de labranza y un carro demadera. Estaba en su interior un hombre, queimaginé que era el dueño. Me acerqué a él y lepregunté si podía dejarnos guarecernos de latormenta dentro del corralón. Sin dejar de faenar ysin mirarme a la cara contestó que no podía sacarfuera todo lo que allí había.

- Verá, señor, venimos desde muy lejosempujados por las circunstancias de esta guerra yentre nosotros hay una anciana de casi cien años.Yo le prometo que no vamos a tocar nada de lo queaquí hay. No tiene usted por qué sacar nada fuera,respetaremos todo más que si fuera de nuestrapropiedad.

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- Me parece que no me has entendido, chaval:el corralón es mío y puedo hacer con él lo que mevenga en gana. Además, si venís huyendo seráporque no tenéis muy limpia vuestra conciencia.

- Seguro que más limpia que la suya – nopude contenerme más – Pero gracias de todasformas por escucharme. Que Dios le ampare y queno tenga que verse nunca más en una situación tandesgraciada como la nuestra.

Dicho esto, me acerqué a mi grupo y en pocaspalabras les puse al corriente de lo que pasaba. Noquería yo darme por vencido, así que les dije queesperaran un momento, que iba a acercarme alayuntamiento a ver si tenía la suerte de encontrarallí a alguna persona con mejor corazón que laanterior. Al llegar a mi destino vi a un hombreuniformado salir de allí, le pregunté por el alcalde yme contestó que se encontraba en su despacho.

- Pasa si quieres, chico, no creo que tenganingún inconveniente en recibirte. Otra cosa es quepueda solucionar tu problema.

Dándole las gracias, me acerqué a la puertadel despacho. Después de llamar en la puerta conlos nudillos, oí una voz:

- Adelante quién sea.

- Buenos día, señor.

- Buenos días, joven. ¿En qué puedoayudarte?

En pocos minutos le puse al tanto de nuestrasituación y de nuestro encuentro con el dueño delcorralón.

- A mal sitio habéis ido a pedir. Ese no haceun favor como no vea muy cerca y muy clara laganancia. Pero no te preocupes, por lo poco de tuhistoria que me has contado, sé que no podéis ser

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mala gente. Vete tranquilo, recoge a tu familia ypásate otra vez por el corralón. Mientras tanto yo,personalmente, haré cambiar al dueño de parecer.¡No faltaba más!

Así lo hice. Llegué a donde estaba el grupo yles conté mi conversación con el alcalde de esepueblo. Salimos todos hacia el lugar indicado y desobre conocido. Cuando llegamos comprobamosque tanto el carro como otros aperos y utensiliosestaban en la calle. El dueño del corralón nos echóuna mirada que si hubieran sido puñales no podríahaber recopilado estos recuerdos.

Estuvimos dos días en ese pueblo. Cuando eltiempo pareció querer ponerse de nuestro ladoemprendimos camino hacia la no muy lejanalocalidad de Abenójar. Todavía tuvimos que pasarotra noche a la intemperie. No hacía mucho frío,pero la humedad amenazaba con alojarse ennuestros maltrechos huesos. Aquella noche, cuandoestábamos reunidos alrededor del fuego quehabíamos encendido con las pocas ramas secas que

pudimos encontrar por los alrededores, escuchamosruido de pisadas. Como estábamos siempre alerta,guardamos silencio para averiguar qué ocurría. Alos pocos minutos se presentó allí la inconfundiblefigura de nuestro paisano Domingo. Venía, al igualque nosotros, huyendo de las garras depredadorasde la represión. Cuando nos vio, se abrazó a míllorando y, desconsolado, me dijo:

- ¡Hemos perdido, Luis, hemos perdido! ¿Quéva a ser ahora de todos nosotros?

-Ánimo, Domingo. No hay que decaer tanpronto. Hemos perdido una batalla, pero la guerrano ha terminado aún.

- Sí, pero nuestro ejército está destrozado ydisperso por esos campos de Dios. Al pueblo nopodemos volver porque está ocupado por esosrebeldes. Sólo nos queda echarnos al monte y quesea lo que Dios quiera.

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Con estas tristes palabras se despidió denosotros, después de decirnos que iba a ver si podíaenrolarse en algún batallón de la resistencia. Nosdespedimos de este buen compañero deseándoletoda clase de suerte en su cometido.Desgraciadamente, no fue así.

Al día siguiente llegamos a nuestrodestino. Tomamos aposento en las traseras de loscorrales y allí montamos nuestro campamento.Aquella sería nuestra residencia durante variosmeses.

En cierta ocasión, agosto de aquel mismo año,iba yo dando un paseo cerca de donde estabanpreparados los aviones para despegar. Uno deaquellos pilotos se acercó a mí y me dijo:

- Chico, hoy vamos para tu pueblo a dejarunos regalitos. Si quieres algún recado especial, notienes nada más que decírnoslo.

- Tan sólo una petición: ya que vosotros soisunos “mandaos”, pediros que las tiréis lo más lejosposible de la población.

- Difícil encargo, chico. Para eso no nosmoveríamos de dónde estamos.

Cuando regresamos al pueblo al cabo devarios meses, nos enteramos de los estragos quemis “improvisados amigos” habían causado: mediopueblo destruido y decenas de personas muertas,entre ellas el padre de la joven que andando eltiempo llegaría a ser mi esposa.

El tiempo que permanecimos allí (hasta elfinal de la contienda) lo dediqué a trabajar en losmás diferentes oficios para poder sacar adelante atodas las personas que estaban a mi cargo. A pesarde mi corta edad llegué a trabajar de albañil,camarero, enterrador, etc. De camarero tenía algunaexperiencia, pero de otros oficios yo no habíatrabajado nunca, aunque algunos de ellos me

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servirían para posteriormente desarrollar diferentesformas de ganarme la vida, como más tarde se verá.

Llevábamos en Abenójar varios mesescuando llegó la noticia de que la guerra habíaacabado con el resultado que todos ya sabíamos: laRepública había sido derrotada por el ejército delgeneral Franco. Había que ir pensando en volver,aunque el miedo era tan grande que en muchasocasiones pensamos en quedarnos allí o emigrar alextranjero como ya habían hecho varios paisanos ypaisanas. Mi padre me convenció para quepreparáramos el equipaje lo más pronto posible.Así lo hicimos cuando tuvimos la mala suerte deque mi abuela se pusiera enferma. Pero nopodíamos dejarlo todo para más tarde. Decididos aregresar al pueblo, me encaminé a la estación dePuertollano para sacar los respectivos billetes detren. Cuál no sería mi sorpresa cuando me dicenque para darme los billetes necesito presentar unsalvoconducto expedido por el ayuntamiento de lalocalidad. Les digo que no tengo nada de lo que mepiden en mi poder y que tengo enferma a una

anciana de casi 100 años. Como única solución meenvían al ayuntamiento. Una vez allí les expongo lasituación y me dicen que ellos no pueden hacernada, que debo ir al cuartel de la guardia civil paraque allí me entreguen el papel que me exigen en laestación. Dispuesto a terminar de una vez por todascon el problema, me encamino al cuartel, donde medicen que ellos sólo lo pueden expedir a nombre depersonas que hayan sido combatientes en la guerra.Ninguno de los que formábamos el grupo lohabíamos hecho, no al menos vestidos de uniforme.Allí me informaron de que era en el ayuntamientodonde la población civil había de dirigirse paraobtener el salvoconducto. De nuevo a deshacer elcamino. Presentado otra vez en el ayuntamiento,tuve esta vez la suerte de dar con una buenapersona. Este señor me dijo que era el alcalde elencargado de ello, pero que al no encontrarse enesos momentos allí, él extendería un visado deparecido valor para que nos pudiesen dar los tanansiados billetes. Con el papel en la mano me dirigíde nuevo a la estación donde, una vez entregado elmismo, me dieron los billetes para mi familia. Yo

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iría con el burro aunque me costara varios días deviaje, pero el dinero no daba más de sí. ¡Por fin, ydespués de casi diez meses de ausencia, íbamos aregresar al pueblo! CAPÍTULO IX

LA VUELTA A CASA

Ya vienen los de Abenójarjartitos de jaramagos:nosotros jartos de pan

porque nos lo manda Franco.

Este fue el recibimiento que tuvimos todos losque sufrimos la necesidad de abandonar nuestroshogares. Pero cuando una copla miente, ¿cuálpuede ser la intención del autor? Y digo que lacopla miente porque sólo dice una verdad:Veníamos de Abenójar. Por lo demás, ni veníamoshartos de jaramagos ni los que se quedaron en elpueblo estaban hartos de pan. ¡Y mucho menos queese pan del que presumían se lo mandara Franco!.

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Pero dejemos las cosas así y pasemos a explicar lasituación.

Durante los últimos meses de la guerra en elpueblo habían ocurrido infinidad de cosas yninguna agradable. Cuando llegamos a nuestra casa(o lo que quedaba de ella) lo poco que en ella habíaantes de marcharnos había desaparecido. Ni sillasni mesas, y mucho menos camas o ropa, había enella. Después nos dijeron que habían sido lossoldados que ocuparon el pueblo quienes sealojaron en las casas, que por circunstanciasdiversas quedaron vacías. No podíamos protestarpor ello, ya que bastante desgracia teníamos alhaber tenido que emigrar de allí.

A los pocos días de nuestra llegada (¡qué bienfuncionaba el “correo”!) se presentó una pareja dela guardia civil en casa preguntando por mi padre.Como él se encontraba fuera en ese momentodijeron que volverían al anochecer. Cuando llegómi padre le contamos lo ocurrido, aconsejándoleque marchara del pueblo.

- Ya estoy harto – dijo –No me moveré deaquí pase lo que pase. Nada malo he hecho y, portanto, de nada tengo que arrepentirme.

Como habían prometido, al anochecer sepresentó de nuevo la pareja. Salió mi padre arecibirlos y le dijeron que tenía que acompañarlesal cuartel. Mi padre, con la conciencia tranquilapero con el miedo en el cuerpo, se despidió denosotros diciendo:

- No os preocupéis, no va a pasar nada, Ni herobado, ni mucho menos matado. Si ellos lo hacenconmigo ya rendirán cuentas ante quien sea.

Con lágrimas en los ojos le despedimos. Nosabíamos cómo actuar, así que decidimos dejar queel tiempo diera la respuesta a todos nuestrosinterrogantes.

Cuando mi padre llegó al cuartel le metieronen una pequeña habitación y allí, sin levantarle la

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mano en ninguna ocasión, le hicieron infinidad depreguntas de las que, sin tener que recurrir a lamentira en ningún momento supo salir airoso.

- Vamos a ver, Félix. ¿Pertenecía usted aalgún partido o asociación política distinta a todasaquellas que inspiraron el glorioso Alzamiento?

- A ninguno – contestó mi padre – Siempre heestado y estaré con quien me dé de comer.

- Pero en las últimas elecciones usted votó alas izquierdas, ¿verdad?

- En las últimas y en las anteriores – exclamócon valentía y sin perder la calma.

- Pero, hombre de Dios ¿Y se atreve usted adecirlo? ¿Tan mal le iba con la Monarquía?

- Sí, señor. Mi familia pasaba hambre yestábamos todos sin trabajo. Con la República yono sabía qué iba a pasar, pero no creía que fuera

peor. Así que decidí probar suerte. Tampoco nosfue muy bien la cosa, pero al menos teníamos parapoder comer, que era lo principal.

- Bien – dijo su interlocutor dando porterminado aquel interrogatorio – ya veremos cómoacaba todo. De momento puede marcharse a casacon su familia. Procure no alejarse mucho delpueblo por si tenemos que llamarle otra vez.

- No se preocupe. Ya estoy harto de andar deun lado para otro. ¡No me moveré de mi casa paranada! Si mi cuerpo tiene que servir también deadorno a la tapia del cementerio, que así sea.

Cuando ya bien entrada la noche llegó mipadre a casa no podíamos creerlo. Por lo general,todos los que se habían encontrado en el mismocaso habían acabado sus días dando el “paseo” ocon cuatro tiros en el cuerpo en cualquierdescampado. Y en muchos casos no porque lasautoridades se tomaran la justicia por su mano, sinoporque siempre había gente que creía que con

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quitar de en medio a gentes que habían votado a laRepública estaban haciendo un favor a su gobierno.Otras veces fueron las venganzas personales losúnicos jueces de varios asesinatos.

Todo parecía haber vuelto a la calma, pero noera así. Cierta mañana llegó a casa una comisióndel ayuntamiento preguntando por mí. Yo estaba enese momento arreglando una alambrada para meteren ella algunas gallinas que teníamos. Dejé la faenay presentándome, dije:

- Aquí estoy. He oído que preguntabais pormí y no quiero haceros perder mucho tiempo. ¿Paraqué me buscáis?

- Verás, Luis, tenemos el encargo de llevarteal ayuntamiento. Por lo demás, no sabemos nada.

- Está bien – dije, acordándome de laspalabras de mi padre cuando días antes fue llamadoal cuartel – Si esperáis un momento, enseguidaestoy con vosotros.

Me cambié de ropa y salí con ellos endirección al ayuntamiento. Cuando llegamos,comprobé que allí estaban también varios jóvenesque habían estado conmigo en las juventudes. Nosmetieron a todos en una sala y allí esperamos unbuen rato hasta que entraron tres hombres, muyconocidos todos.

- Vamos a ver. Vosotros, ¿por qué estabaismetidos donde estabais si vuestra edad era la deestar tranquilamente en la escuela?

Como todos estábamos con bastante miedo ynadie decía la primera palabra, me adelantédiciendo:

- No habíamos conocido más que desgracias ycalamidades y pensamos que lo mejor era intentarcambiar un poco la situación. Por ello decidimosluchar pacíficamente por conseguir algo mejor. Nimatamos a nadie, ni robamos – de nuevo elrecuerdo de las palabras de mi padre – Si nos

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equivocamos o no, no somos nosotros quienesdebemos decidirlo.

- ¿Caramba con Luisillo! – exclamó uno deellos – Sabíamos que eras bastante lanzado, pero noque tu desparpajo te llevara a hablar como lo estáshaciendo ahora.

- Yo creo – apuntó otro de aquellos tresimprovisados jueces – que con estos jóvenes habíaque hacer como con la mala semilla: arrancarla deraíz para que no crezca.15

- ¿Qué quieres, Manuel, que vistamos alpueblo entero de luto? Ya han muerto demasiadaspersonas, antes, durante y después de la guerra,como para que ahora nosotros acabemos con lavida de estos chicos, cuyo único delito fue darrienda suelta a su impulso juvenil de una manerabastante equivocada.

15 Estas fueron sus palabras. Como aclaración, sólo decir que el mayor de nosotrosapenas alcanzaba los 18 años.

“Menos mal”, pensamos todos, que ya nosveíamos engrosando las listas de los que murieronpor “traidores al Alzamiento”.

Después de las consabidas advertencias yamenazas, abandonamos aquellas dependencias,(que aún hoy nos causan pavor por el recuerdo deestos hechos), no sin antes prometernos todos queseguiríamos unidos siempre, defendiendo todoaquello que ni la guerra ni la derrota habían podidoarrebatarnos.

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CAPÍTULO X

PRIMEROS AÑOS DE POSGUERRA

El pueblo de Campanariobien contento puede estarporque Falange Española

le ha sabido conquistar.Era imposible perder

el pueblo de Campanarioya que en el frente veníantalentos muy despejados.

Venían grandes coroneles,capitanes y sargentos;

desde el más chico al más grande,todos con mucho talento...

De nuevo la picardía popular para justificarunos hechos injustificables en sí mismos. Laterminología empleada dejaba bastante que desear.Se decía por aquel entonces (y durante demasiadosaños después) que el veinticuatro de julio de milnovecientos treinta y ocho las tropas de Francohabían liberado al pueblo. ¿Liberado? ¿De qué o dequién? Conquistado era la palabra exacta, y para larima de las infinitas coplas que se cantaban hubierasido igual. Pero había que dar coba al vencedor yjustificar de esa manera los favores quecontinuamente se recibían. Dejemos las cosas así,porque nosotros, aquellos que vivíamos connuestros ocultos (¡qué remedio!) ideales desociedad justa y libre, todavía teníamos en loslabios el conocido terceto de don Francisco deQuevedo y Villegas:

No he de callar por más que con el dedo,ya tocando la boca ya la frente,

silencio avises o amenaces miedo.

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Durante los primeros meses de posguerra sevivía con un temor difícil de describir. Casi a diarioseguían teniendo lugar los conocidos “paseos”(madrugada de fusiles, campo frío). Aquellos a losque las autoridades locales no tenían competenciapara juzgar y condenar, eran enviados a Mérida,donde después de un “juicio sumarísimo” se lesdeportaba a los infinitos campos de concentraciónque al respecto se habilitaron, bajo la acusación ysentencia de “traidores al Alzamiento Nacional” (¿)

Nuestra situación económica no habíacambiado en nada: seguíamos viviendo de milagro.Nadie quería contratar a aquellos que de una u otraforma habían colaborado con la República. Mishermanos (los que estaban en el pueblo, ya queotros estaban expulsados del mismo o en la cárcel)eran contratados en ocasiones para realizar diversasfaenas en el campo, de seis de la mañana a diez dela noche, por un jornal irrisorio. Además, la comidala tenían que llevar ellos de casa: medio pan decenteno y un pedazo de tocino, que en época de lasiega quedaba convertido en una mancha de grasa

donde se consumía mojando sopas el pan quellevaban.

Los más jóvenes salíamos al campo en buscade metralla. Al principio había en grandescantidades, pero era tan enorme la cantidad degente que salía a buscar que en un corto espacio detiempo, si queríamos conseguir mercancía teníamosque desplazarnos con las bestias a varioskilómetros de distancia. Lo que antes sólo habíasembrado muerte y destrucción nos daba ahoravida, aunque en muchos casos también la muerte,ya que muchos fallecieron al explotarles toda lacarga que dicho armamento llevaba consigo por notener ni la más mínima idea de su manipulación.

Al cabo de algún tiempo tuve la suerte decolocarme para trabajar en una finca de unalocalidad algo distante del pueblo. Allí presenciéuno de los asesinatos más atroces, con ser grande elnúmero de éstos que he presenciado.

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En esta finca trabajaba de pastor un joven depoco más de veinte años cuya familia, y él mismoen ocasiones, había colaborado con el FrentePopular durante la guerra. La plantilla estaba alcompleto, aunque algunas personas más nohubieran venido mal. El caso es que un familiar deuno de los encargados quería entrar a trabajar allí yno sabía cómo. Cierta mañana amanecimos con unimpresionante incendio que había prendido en lacosecha y en aquello que ya se había recogido.Como había que encontrar un culpable, el dedo delencargado señaló al pastor, aún sabiendo que eljoven había estado con nosotros hasta bien entradala noche. Se presentó allí la guardia civil al mandode un teniente coronel cuyo nombre prefiero nomencionar ni aplicarle otro nuevo para de estaforma tratar de sumirlo más en el olvido, comoaños más tarde hicieron sus superiores, aunque porcausas bien distintas.

Cogieron al joven pastor, que en todomomento se declaró inocente, y lo maniataron,vendándole incluso los ojos. Al resto de los

trabajadores nos formaron para que presenciáramosel ajusticiamiento. Entonces, el teniente coronel fuedándonos la mano uno por uno, felicitándonos porser testigos privilegiados de aquel salvajelinchamiento, al que el calificó de “acto justiciero”.

Las ráfagas de los guardias a sus órdenesacabaron con la vida de aquel inocente. El final deesta historia todos lo pueden imaginar: el familiardel encargado entró a trabajar de pastor en elpuesto del malogrado joven, y además con unsueldo superior.

Cuando al cabo de varios días llegué alpueblo y referí el caso a mi familia, todoscoincidieron en decirme que habíamos hecho bienal callar, ya que de lo contrario hubiéramos corridola misma suerte y de cualquier manera nohubiéramos salvado la vida del joven pastor.

Al cabo de varios años nos enteramos que sehabía descubierto la verdad del caso, que era tal ycomo nosotros la imaginamos. Morir en el frente

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tenía una explicación lógica aunque irracional. Peromuertes como aquella sólo venían a demostrar lavenganza de un régimen surgido de una rebelión.

CAPÍTULO XI

FINAL

La vida no fue nada fácil en aquellos primerosaños de posguerra. Lo que antes era hambre sehabía transformado ahora en una total y absolutaescasez de alimentos. Pero la imaginación y lanecesidad son armas que estaban muy presentes entodo momento. Ya no se veían perros o gatos porlas calles. Los que no habían pasado a losestómagos de sus dueños, habían muerto de muertenatural. Y digo de muerte natural porque si unanimal no mete nada en su cuerpo para satisfacer sunecesidad fisiológica principal, lo más natural esque muera. En algunas épocas el campo daba algopara subsistir como cardillos, espárragos, berros,etc, pero como es de esperar, esto no era suficientepara dulcificar un punto los estómagos. Mi abuelahabía muerto también de “forma natural”. La gentese hinchaba y a las pocas fechas moría, haciendo

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suyo el refrán que decía: “Engordar para morir.”Para paliar en parte las necesidades que estábamospasando, decidimos matar uno de los burros. Así lohicimos y al menos durante una larga temporadatuvimos carne en abundancia. Lo que hicimos fueanticipar la hora de su muerte, porque debido a laescasez de pienso y de dinero para comprarlo, sumuerte no hubiera estado muy lejana.

Las muertes estaban en primera plana. Eracontado el día que no había siete u ocho. Puestasasí las cosas, los cuerpos de los difuntos nopasaban entonces por la iglesia, sino que eran loscuras los que iban de casa en casa diciendo porcada uno de ellos una oración. Por aquellas fechashacer de enterrador provisional fue uno de mismúltiples trabajos. Se amontonaba tanto trabajo yera tan escaso el material del que disponíamos queteníamos que recoger a un difunto, llevarlo alcementerio, volcarlo en una zanja abierta alrespecto y volver al pueblo a por otro, Así de crudoera. Recuerdo especialmente el caso de aquelhombre al que se lo encontraron en un rincón de su

casa muerto de frío (y de hambre). Estabacompletamente encorvado y resultaba casiimposible colocarlo en la caja. Tuvimos queintroducirlo como buenamente pudimos y sentarnosdos de nosotros encima de la tapa para que la cajano se abriera.

Cierto día, cuando salí de casa, mi padreestaba bastante resfriado pero no le di la mayorimportancia, porque de tantas caladas comollevábamos para el cuerpo, alguna de ellas nos teníaque causar efecto. Pero por la noche cuando volví,estaba prácticamente moribundo. Pregunté esecambio repentino de su estado y me dijeron que amedia mañana habían avisado al médico, éste sepresentó y le puso una inyección para bajarle lafiebre. La fiebre no le bajó y entró en un estado decoma del que no saldría jamás. Al cabo de pocashoras murió, tan sencillamente como había vivido.Con él se fue mucho más que un padre. Fue parami el confidente, el amigo, el consejero quesiempre buscaba una forma pacífica de resolver losproblemas. Esto ocurrió a mediados del año 1941 y

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hoy día, más de sesenta años después, todavía leveo a mi lado con su seria bondad y sus ganas ydeseos de seguir velando por mí. ¡Bendito sea surecuerdo!

Por fin me llegó la hora de vestir el uniforme.Mi madre lloraba desconsoladamente porque elmenor de sus hijos también marchaba de su ladohacia destinos inciertos. Ya en la estación, susúltimas palabras fueron que siempre me acordarade mi padre y de sus sabios consejos, que tantobien me habían hecho a lo largo de mi vida.¡Cáceres, Jaca, Madrid...: si en vosotros está lalibertad, voy en su busca!