no 13 el abismo
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Nº 13
“el abismo, la mirada de las mil yardas.”
ilustraciones de leyre ramos castro
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“el abismo, la mirada de las mil yardas.”
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Ahora que la revista está en plena remodelación, ahora que algunos se han marchado
-que nadie busque metáforas: nadie ha muerto- y se ha incorporado gente nueva,
ahora que nos tomamos las cosas con humor de publicación veterana (4 años para
algo digital resulta un mar de tiempo), ahora que para celebrarlo deberíamos publicar
un número fresco, cachondo, diver y estival, de temática erótica, ciencia ficción (en
próximos números seguro) o de carreras de coches, venimos aquí, saltamos la valla y
nos presentamos con estas hojas heladas y terribles, textos graves que se enfrentan al
miedo con desesperanza para hablarnos del abismo y la mirada de las mil yardas. Para
quien estos dos conceptos lo alcancen desprevenido he aquí un texto para ilustrar de
lo que queremos hablar:
El dos de septiembre de 1819 un navío de guerra español pierde rumbo en el Cabo
de Hornos y se proyecta sin remisión, remolcado por las tormentas, hacía la Antártida.
Con la verga mayor y el timón destruidos, alejándose a gran velocidad hacía el Sur
ignoto, imaginamos a su brigadier en la proa del buque, aterido de frío, contemplan-
do el océano a modo de abismo; un abismo del que ni él ni los seiscientos y pico tri-
pulantes volverán. Años más tarde un capitán inglés arriba a la Antártida y encuentra
restos de un barco estrellado en las murallas de hielo, cobertizos en la costa y esque-
letos de animales; como si una pequeña comunidad hubiera intentado sobrevivir a -70
grados Celsius. No queda nadie con vida así que la historia recordará al británico como
el descubridor de un nuevo continente. Pero, ¿y si hubiera alguien? ¿Y si de un sótano
de hielo, al débil amparo de una marquesina labrada con restos del naufragio, emerge
un ex-hombre (como gustaba a Quiroga calificar a los despojos humanos), envuelto en
pellejo de foca, y quién sabe en qué otras pieles, un superviviente, digamos, expuesto
al abismo demasiados minutos, demasiadas horas, demasiados años?
"El abismo,la mirada de las mil yardas"
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Este ser humano, tal vez, hubiera ofrecido una mirada al capitán.
Desde “Preferiria No Hacerlo” queremos hablar de esta mirada que se nos pro-
pone desde algún punto remoto del rostro de un hombre (o mujer) de alma yerma,
y que brota de forma excepcional cuando se ha residido en el abismo: ese espacio
de convenciones invertidas -donde lo incomprensible troca en norma-; ese no-lugar
donde el mal sustituye a la última versión del bien que dimos por correcta. La mirada
de las mil yardas (termino acuñado por el artista Thomas Lea en 1944) surge de un
acontecimiento traumático duradero, de un shock, una larga exposición a determina-
da forma de horror, a cierto infierno, pero, en realidad, puede bastar un instante, un
segundo, una breve cuota de potentísima experiencia para quebrar la cuerda y adhe-
rirse para siempre a nosotros; pues, recordémoslo, del abismo es complicado volver,
eso lo intuye todo el mundo- uno se convierte en un superviviente, demasiado duro
para llorar, demasiado blando para vivir-. Porque volver significa haber conocido un
terrible secreto, llevarlo escrito en los ojos y preguntarte, con mucha gravedad, si el
mundo dejado atrás no es el real, y el otro (la casa, los niños, los cacharros por lavar,
el crédito del coche) una impostura.
Son muchos los espacios donde habita el abismo: puede estar en un supermerca-
do, en un río infinito, en la ciudad de Dresde o Nanking, en el humo de una chimenea.
Se materializa en un silbato al alba, en un cruce de carreteras, en una sonrisa sin dien-
tes, en una habitación donde han ocurrido cosas, en el sonido de un avión comercial y
en el perfume de una niña de ocho o nueve años. Es una puerta que se cierra tras de
ti, una línea de teléfono interrumpida, el fondo de la bodega de un barco, es Srbre-
nica y también una oxidada caja de galletas escondida en el desván. Es la ciudad de
Maarat durante el asalto caníbal de los cruzados en diciembre de 1098. Es todo esto y
mucho más.
Y en cuanto a la mirada de las mil yardas decimos: asoma en el jovencísimo húsar
Federic Gluntz de Pérez Reverte, en Kurt Crüwell de Ricardo Menéndez Salmón, en
los viejos marinos del barco fantasma del Manuscrito encontrado en una botella de
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Edgar Allan Poe, en el pelotón de Norman Mailer en Los desnudos y los muertos, en
los judíos del Kommando de Primo Levi, en el lurp que conoció Michael Herr en Sai-
gón, en el alter ego de Zajar Prilepin en Patologías, en el soldado Paul Baumer de Sin
novedad en el frente de Erich María Remarque, en el rostro a medias iluminado (tras
Marlon Brando ya no podemos imaginarlo de otra forma) del más icónico de los per-
sonajes abisales, el Kurtz de Joseph Conrad.
Para terminar citaremos a Gustav Hasford, corresponsal de guerra en Vietnam
que, muchos años antes de ser encarcelado por robar - “pedir prestados”- diez mil
libros (un descuido, sin duda, atribuible al influjo de la guerra) de bibliotecas inglesas
y norteamericanas, escribió una de las mejores novelas bélicas de siempre: Un chaleco
de acero; en ella, personajes como Chistoso, Fiera o Volatín, -trasladados al audiovisual
gracias a la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick (La chaqueta metálica)-
dicen cosas como:
—Afirmativo —dice Talión —. Escúchale a Chisto, novato. Sabe una mierda…muy
poco. Y si alguna vez se entera lo habrá aprendido de mí. Simplemente recuerda que
nunca ha estado en la mierda. No tiene la vista. Volatín alzó los ojos.—¿La qué?—La
vista de mil metros. Un marine la tiene después de haber estado mucho tiempo en el
tomate. Es como si hubieras visto…más allá. Yo la tengo. Todos los marines la tienen.
Tú también la tendrás.
Preferimos no desear al lector el apuro de que en su espejo, de repente una maña-
na, le aparezca encima de la nariz una mirada de las mil yardas. Pese a lo desasosegan-
te de la imagen este equipo de redacción ha averiguado que la cosa no funciona así: la
mirada no surge por sorpresa en nuestra despreocupada y urbanita cabeza. No enfo-
camos más lejos de lo habitual, no se nos consumen los cigarrillos en la punta de los
dedos, no edificamos una pantalla de metacrilato entre nosotros y el mundo sin que
antes haya ocurrido algo. Antes, queridos lectores, habremos regresado del abismo.
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Mi trabajo como ilustradora está sobretodo vinculado al viaje, al estado de estar via-
jando y a la circunstancia de encontrarme en un movimiento continuo durante mucho
tiempo.
Mi interés principal es dibujar personas y situaciones en las que advierto una dis-
tancia cultural extraordinaria y que, por lo mismo, me resultan inquietantes. El regis-
tro gráfico o la interpretación que hago a través del dibujo de estas circunstancias
representan para mí un recuerdo concreto y efectivo del momento vivido.
Mediante la utilización de elementos u objetos cotidianos que forman parte de la
identidad de un lugar, o que de alguna forma relaciono con una situación concreta,
logro transformar las escenas de mi memoria en productos gráficos. En mis diarios de
viaje dibujo con bastante prisa todas las cosas que me van ocurriendo, conectándome
con el entorno y ayudándome a comprenderlo un poco mejor.
Me especializo en trabajar con la acuarela y el lápiz, técnicas que utilizo en mis
proyectos tanto físicos como digitales. Actualmente trabajo como freelance colabo-
rando en varios proyectos de ilustración en diferentes ámbitos, a saber, diseño de per-
sonajes, ilustraciones para videoclip, diseño de CDs, etc, todo con la ilusión de poder
continuar viajando.
LEYRE CASTRO RAMOS
ilustradora
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sin título 56de esmeralda barreyro
ley de vida 57de javier lerena
carta del remador de tejados 58de julio g.
la mirada de los mil metros 60de fernando atienza
tramperos 14de julio g.
el archivero de vukovar 18de cristian rubio
desde el pozo 28de g.s.
hacia el interior 36de ollín rafael
el grajo en parafernalia 49de damián cordones
naufragio 50de raquel molina
titanes 51de raquel molina
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atrapados en el hielo 64la vida en el sur, de inma ponce
cenital 70 de emilio bueso
por g.s.
matadero cinco o la cruzada de los niños 76de kurt vonnegut, por jordi sellarès
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tramperos 14de julio g.
el archivero de vukovar 18de cristian rubio
desde el pozo 28de g.s.
hacia el interior 36de ollín rafael
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JULIO G.TRAMPEROS
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Alguien camina por los cerros. Va entrecerrando los ojos cada tanto. Es
de mañana y la luz parece corporizada en un vaporcillo quieto. Tiene la
resaca pegada en la boca del estómago; ha descendido de la cabeza des-
de que despertó junto a la fogata ya extinta, las botellas ya vacías y los
demás ya desaparecidos.
Hay un solo sendero. Es una huella sinuosa que propone un camino.
De vez en cuando, alguien pasa por ahí. Quizá mire a su alrededor, distraí-
do. Y probablemente voltee a contemplar la ciudad, pero el sol matinal
no le dejaría estar mucho tiempo allí parado. La resaca lo obligaría a bus-
car sombra y quizá se resista unos minutos mirando todo ese movimien-
to, todas esas cosas pasando allá abajo. Quizá piense en sí mismo, en lo
irrelevante que es para esa reverberación lejana que puede abarcar de un
vistazo.
Y se adentraría. Quizá no se salga del sendero angosto. Hay pasto que
ha crecido con un poco de esfuerzo en algunos tramos. Es hirsuto y corto.
Como el pelo tieso de un perro. Nadie toca ese pasto. Más de alguien
lo observaría un rato, lo consideraría. Pensaría: “pasto. Nada más que
pasto”. Querrá pisarlo para satisfacer el incomprobable deseo de ser el
primero en hacerlo. Tal vez apoye la punta del pie, pero inmediatamente
volverá al sendero. Pasto, nada más que pasto.
Quizás, después de esas deliberaciones, se dé la vuelta, deje atrás ese
sendero, el cerro, todo, y vuelva a la ciudad en su coche, que quedó esta-
cionado junto al manchón de hollín plomizo que fue la fogata y las hue-
llas de los demás vehículos. O tal vez elija quedarse; seguir el sendero en
silencio, quizá tarareando una cancioncita.
Y caminaría solamente por inercia, sediento del final de ese camino.
No pararía hasta llegar al borde del borde, temeroso y a la vez ávido.
Y quizá llegue al final del sendero. Pero solamente con la vista.
Se detendría en un puente de cemento que une los dos extremos
de una quebrada. Fascinado, miraría una tormenta lenta de cardos. Es la
época en que se van secando y sueltan sus flores, que se van desarmando
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con el viento; se fugan y sobrevuelan como insectos ingrávidos de polvo
o nieve. Posiblemente busque las plantas de las que provienen esos emi-
grantes. Pronto encontraría las matas repartidas desordenadamente en
el lecho seco del riachuelo que atraviesa el puente en invierno.
Allí en la quebrada, a los pies del puente; allí abajo, entre los car-
dos secos un pájaro enjaulado canturrea como distraído, como si paseara
también por el sendero del cerro. Es un ave de colores, dentro de una
pajarera tosca, como improvisada y hecha de varillas. Cualquiera podría
presentir algo fuera de lugar por un vértigo inexplicable de las tripas;
pero él mirará la jaula hecha con varillas, perplejo y circunspecto. Y fue-
ra de sí por la curiosidad tratará de bajar para acercarse, para tocar esa
estructura, para ver mejor al pájaro, acaso para liberarlo. O eso es lo que
posiblemente haría.
Un ruido lo detendría en el borde del puente, con media suela en el
vacío haciendo eco del tardío vértigo en su vientre. Un ruido de hojas y
ramas que después será la sacudida de un matorral enorme situado en
medio de la cuenca, justo bajo sus pies indecisos, balanceando el peso
que fluctúa inquieto por los músculos que se tensan y se relajan desde
los empeines hasta las rodillas. Aunque está al borde, también está a una
altura moderada que es frontera e impone una distancia.
De entre los ramajes sale un hombre como la jaula. Mira hacia el puen-
te con una sonrisa de borrón de sol y de migraña. Saludará con una venia.
Dice buenos días, alguna cortesía.
Alguien, posiblemente, preguntaría: “por qué la jaula, por qué se
esconde”. Y la respuesta no se haría esperar: “es que cazamos pájaros,
vivimos allá abajo, en el campamento. Nos pasamos la reja, bien tem-
prano, y capturamos pajaritos para después venderlos; cada uno atrae a
otro de los suyos con su canto. Hay de hartos tipos, todos cantan distinto.
Distinto de los de abajo. ¿Sabe por qué? Porque aquí nadie los interrum-
pe”. Y se reirá, tal vez, el tipo. Con las manos en los bolsillos, mientras lo
escruta muy disimuladamente.
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Alguien, después de esta explicación, podría ponerse nervioso. Podría
hacer dos cosas: pararse y volver, o permanecer sentado un rato más. Des-
pués de todo, el tipo está abajo, a una altura moderada que es frontera e
impone una distancia prudente. Está ese silencio, como de pieza cerrada.
Y las flores de los cardos rodeándolos desordenadamente. Está el sol,
también, pegándose a la resaca; pero ese silencio.
Por ello es probable que prefiera quedarse, ver qué más pasa. Algo lo
atraería; no sabría si es la jaula, los cardos o el vértigo que se acrecienta
cada vez que mira hacia el final del sendero. Quizás sea el hombre enjuto,
con la piel curtida y arrugada por tanto sol seco de montaña. Tal vez esos
ojos pardos que lo miran con fijeza, no ya midiendo sino que atando.
Otro ruido interrumpe el trino. Es, otra vez, el movimiento en los
matorrales. Sale otro hombre que saluda y sonríe. Alguien, quizá, seguiría
conversando, como si nada. Actuaría con naturalidad, preguntaría un par
de cosas más. “No, si los dueños no saben que venimos para acá. Nadie
sabe. En la tarde, cuando ya no hay pájaros, dejamos todo fondeado en
las plantas y nos vamos. Hasta el otro día”.
Puede que siga escuchando atentamente. Puede que no, que sola-
mente esté ahí sentado, siguiendo la conversación y pensando en cual-
quier otra cosa, hasta que sienta el roce de unas suelas y la gravilla con
el cemento del puente. Hasta que mire hacia la izquierda, hacia el final
del sendero. Ahí, en el borde, verá al otro, al que acababa de salir de los
matorrales y se sobresaltará por su rapidez, su agilidad. Temblará un ins-
tante, pero sólo a la altura de los hombros. El resto del cuerpo optará por
disimular una tranquilidad calculada.
Sentado en el borde del puente que corta la quebrada, lo verá son-
reírle con la misma cortesía pajiza del caza pájaros que se ha volteado a
mirar su trampa. Paciente, sonriendo, esperará al otro lado del puente,
sentado sobre una piedra muy cerca del final del sendero y mirándolo,
jugando a sacarle punta a una rama con su cuchillo y arrinconándolo al
cielo abierto sólo con los ojos.
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El archiverode Vukovar
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FICHA DE DESCRIPCIÓN
Código de referencia:
AV 3274
Nivel de descripción:
Fondo personal
Título:
Stojan Manojlovic
Fechas:
1991
Volumen y soporte:
5 diarios, 1 agenda archivística, 1 carné de conducir,1 pasaporte,3 tarjetas
de débito, 5 fotografías
Acceso:
Libre
Conservación:
Permanente
Historia del productor del fondo:
[Transcripción en 3ª persona de algunos de los acontecimientos narrados
por Stojan Manojlovic en su último diario, concretamente los episodios
dedicados a los días 17 y 18 de noviembre de 1991: los más interesantes.
Me he permitido ciertas libertades que hacen más fluida su prosa origi-
nal. Mis anotaciones puntuales como descriptor irán en cursiva y entre
corchetes].
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Stojan Manojlovic, [(1971-¿1991?)] becario, presenció el acontecimien-
to desde el alfeizar de un ventanuco de la primera planta del archivo.
Hacía frío, el pavimento de las calles brillaba por la lluvia del día anterior
pero soplaba una brisa fresca y la nube en forma de zeppelín se alejaba
dirección a Novi Sad; a las siete de la mañana centelleó un sol cabezu-
do. Las dos señoras habían sido sorprendidas emergiendo de un refugio
con techos de Uralita verde; vestían ropas de invierno: unas rebecas sin
mangas sobre jerséis de lana y leotardos gruesos bajo las faldas. Ambas
llevaban pendientes en forma de perlas albas y presumían de ser amigas
de infancia. La de la rebeca blanca con cenefas de rombos y caminar pati-
zambo era Catarina Moravcic, su madre, pero también jefa, pues ejercía
como directora del archivo de Vukovar. La otra mujer se llamaba Monika y
daba clases en una de las escuelas municipales. Los paramilitares las detu-
vieron y las hicieron gritar un rato. Al poco, del mismo sótano, apareció
Milan Manojlovic, su padre. Éste se cubría el torso con un chaleco de múl-
tiples bolsillos e iba en tejanos. Ninguno bajaba de los cincuenta. El padre
era serbio, la madre croata y la amiga macedonia. Los paramilitares (tres
tigres de Arkan armados con Kaláshnikovs) les hicieron mirar una pared y
rompieron a disparar.
Dos de los soldados se separaron de los cadáveres en busca de más
individuos. El tercero observó los muertos. Lucía encasquetadas en el pei-
nado unas gafas de sol de montura blanca y un cigarrillo en la mano
izquierda del que no se había desprendido al disparar y que sujetaba con
un gesto amanerado a la altura del hombro. El soldado hizo sonreír a sus
compañeros con un chiste o algo gracioso y sin que siquiera le tembla-
ran las gafas, tomó carrerilla y de un puntapié hizo sangrar la cabeza de
la archivera muerta. Una de las perlas saltó. En ese preciso instante, un
observador ficticio, situado en la primera planta del archivo, a una hipo-
tética distancia de medio metro, habría resuelto que el cuerpo del beca-
rio Manojlovic se disolvía como una tableta efervescente y que sus ojos no
servían, pues eran dos brújulas rotas [licencia literaria a cargo del descrip-
tor]. No lloró, tan solo le falló el aire, sintió el daño trepar de la estructura
bicéfala regentada por estómago y corazón a algún punto remoto de la
cabeza sin apearse en la salida y nada más. Todo quedó dentro. Después
sacó dos cigarrillos de una cajetilla de tabaco ruso sin filtro, se los fumó
como quien tras un maratón por el desierto recibe un botellín de agua y
perdió el conocimiento.
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[Lo narrado a continuación generará cierta incredulidad. Para más
detalles página 12 del quinto diario].
Cuando se restableció desconocía el tiempo transcurrido, pero frente
a él había un podio blanco y erguido sobre el pedestal, con un enorme
recipiente de plata en las manos, Drazen Petrovic le sonreía. Calcetines
blancos, pantalones cortos y camiseta azul con la estrella roja de cinco
puntas en el corazón, el número cuatro en el pecho y el lema Yugoslavija
a la espalda; así sujetaba Drazen Petrovic la copa de campeón del mundo.
Drazen Petrovic miró a Manojlovic y dejó de mostrarse risueño. Sus ciento
noventa y siete centímetros parecían pausados como en una placa foto-
gráfica, su rostro, en cambio, sufría el movimiento inconstante de una
pantalla de televisor, como el holograma de un film fantástico ambienta-
do en Marte.
—Hemos ganado el mundial de Argentina. — dijo Drazen Petrovic—.
No ha sido fácil. He tenido que meter muchos puntos.
Manojlovic, con naturalidad le dijo:
—Lo sé, te vi en televisión. Todos te vimos.
Drazen Petrovic dejó de sujetar el trofeo y lanzó una canasta de tres
enfundado ahora en una camiseta del Cibona de Zagreb. Se sostuvo en
el aire y así se quedó, petrificado. Pero su rostro continuaba moviéndose.
—Ahora eres tú el archivero de Vukovar — dijo—, el guardián de la
memoria de esta ciudad que yo tomo, en este momento, bajo mi sagrado
manto. Te asciendo en el árbol jerárquico, en el esquema burocrático, y
no puedes abstraerte de esta responsabilidad. Yo, que no estoy ni vivo ni
muerto, que soy leyenda y soy carne, que conduzco en este preciso ins-
tante mi 911 Turbo por las calles de Nueva Jersey, te digo que no puedes
abstraerte.
El cuerpo de Drazen Petrovic, sudado bajo el uniforme de los Nets,
formó una uve con las piernas y bajando el torso defendió la posición, el
balón pegado a su mano izquierda como con adhesivo. Quieto, su boca
siguió hablando.
—No estás solo, las persianas del mundo se han cerrado, pero yo te
hablo y sufro contigo. Te repito: la ciudad descansa ahora bajo mi manto,
y tú has de hacer lo que puedas. Haz lo que puedas archivero de Vukovar.
Tras decir esto, Drazen Petrovic desapareció.
Al cabo de un tiempo impreciso Manojlovic se vio con fuerzas para
hacer planes y estableció recoger sus vivencias en un diario hasta la recon-
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quista del distrito por parte de los croatas. También decidió hacerse cargo
de los depósitos del archivo. Para lo primero rescató un cuadernillo de
una estantería, le quitó el polvo a las cubiertas, lo acarició y con una prosa
veloz y simple se puso a relatar los feroces bombardeos de la artillería, la
caída de los edificios, la desesperación en las calles, los navíos gastando
munición desde el Danubio [hasta aquí en los cuadernos 1 y 2], la Batalla
de los Cuarteles [cuaderno 2 pág. 33-40], la emboscada a los cien tan-
ques, el minado de la ciudad, los ataques a la torre del agua [cuadernos
3 y 4], la deserción en masa de los soldados serbios y su reemplazo por
fanáticos armados del equipo de fútbol del Estrella Roja, que se hacían
llamar los “tigres de Arkan”[cuaderno 4 pág. 6-15], el asesinato de sus
padres, la soledad mitigada por Drazen Petrovic [cuaderno 4 pág. 16-20].
Escribiendo se le hizo de noche y curioseó la luna en lo alto de Vukovar.
Cuando amaneció proseguía revisando los cuadernillos. Tras abarrotar
unos cuantos se dio por satisfecho, bebió un vaso de agua y durmió una
hora exacta.
Cuando despertó se puso a pensar que su segundo propósito, hacerse
cargo del archivo, no era tan fácil: Vukovar en noviembre de 1991 padecía
un asedio de estilo medieval. Apenas una quinta parte de los cincuenta
mil habitantes proseguía resistiendo en el subsuelo, y las razzias de los
paramilitares de Arkan, apoyados por regulares y artillería del ejército
federal yugoslavo [a estas alturas únicamente serbio-montenegrino, sus-
tituida ya la estrella roja por un aguilucho blanco] eran el pan de cada
día. La urbe se podía perder en cuestión de horas y la comunidad inter-
nacional seguía inactiva. Ante tal coyuntura estableció natural agenciarse
sustento para las semanas venideras y, desde luego, instalarse a vivir en
el edificio.
Al llegar la noche, pese a la reanudación de los combates a lo largo y
ancho de la arquitectura de la ciudad, cuando entendió que las ráfagas
de ametralladoras y los cañonazos sonaban en la parte oriental, se colgó
su mochila Adidas a la espalda, descendió las escaleras como una ardilla
baja de un árbol, abrió la puerta y salió al abismo. Los cadáveres de sus
padres y la amiga permanecían en el mismo sitio. No se acercó. Ya antes
de doblar la esquina el pavimento de la calle y las aceras se ocultaron bajo
escombros de edificios. Manojlovic avanzó unos pasos y se detuvo a con-
templar el pasillo de devastación; a ambos lados las fachadas de barroco
austrohúngaro se habían derramado sobre las calles Ribarska y Ljudevita
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Gaja alfombrando las aceras con sus tejas y ladrillos, como si un dios se
hubiera deshecho de su biblioteca; casi todos los edificios del barrio -más
adelante lo comprobó- estaban igual. Halló varios cuerpos rodeando un
parterre de granito, coches aplastados y gatos callejeros. Esto último le
pareció bien, pues con astucia, si no encontraba comida, podría cazarlos.
Lo que sus ojos vieron en las calles y el interior de los edificios fue
algo que Manojlovic, -guiado por las palabras de Drazen Petrovic, en el
cerebro trazada la idea de que su supervivencia como individuo conlle-
vaba la protección del archivo y con ello la pervivencia de la memoria
de la ciudad- sobrellevó con audacia. Con la estrella áurea de la esperan-
za y del designio superior alumbrándole el interior de la cabeza, hurgó
en las basuras, husmeó en la chatarra y accedió a las viviendas de los
alrededores buscando comida. En un dúplex vacío descubrió embutidos
y tetrabriks de vino blanco y en el entresuelo de un bombardeado com-
plejo de apartamentos, en una vivienda perteneciente a una familia de
cuatro miembros, padre, madre y dos niños, cuyos cuerpos acribillados
tuvo la ingrata tarea de sortear al atravesar el largo –y estrecho- pasillo
de la casa, al entrar en la cocina, encontró una docena de latas de carne
en conserva, dos latas de sardinas en aceite de girasol y varios botellines
de cerveza. Todo lo introdujo en su mochila Adidas y computó botín para
una semana. Esquivó de nuevo los restos humanos y al llegar al hueco
donde antaño estuvo la puerta, justo antes de salir, vio un escudo herál-
dico de papel nuevo con el apellido Pavlicic en letras góticas enmarcado.
Al volver, el archivo seguía tan dañado como al partir: impactos de
obuses, proyectiles de mortero, metralla y balas, aún así seguía firme, sin
electricidad ni agua corriente, la humedad relativa demasiado alta y la
temperatura interior demasiado baja pero habitable. Manojlovic progre-
só por el laberinto de pasillos, lápiz y agenda en mano, anotando des-
perfectos y posibles soluciones. Invirtió toda la mañana en poner algunas
trampas para roedores, asignándoles un código, el lugar de ubicación y
el tipo de trampa. Luego buscó algunos trapos magnéticos de microfibra
y, con ellos, limpió rudimentariamente los armarios. También colocó en
horizontal volúmenes muy pesados para que no aplastasen a sus com-
pañeros de estantería. Una vez realizadas estas tareas comió una lata de
carne magra y, pese al sonido de fusilería y alguna explosión esporádica,
sentado en una silla de oficina, se durmió.
Se desveló aún de madrugada y tras iluminar la estancia con una lin-
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terna de gas desayunó una lata de sardinas, puso en orden inventarios,
repasó las últimas transferencias, memorizó, una vez más, el cuadro de
clasificación del archivo, hojeó cierto artículo de la revista de la Comisión
Nacional referente a limpieza y cuidado de documentación en grado de
deterioro alto, acarició infectos pergaminos del siglo catorce con las cer-
das de su pincel de limpieza y restauró la batería de un higrómetro que,
ahora sí, con movimiento calmo, volvió a aplicar su finísimo punzón sobre
el papel giratorio dibujando colmillos de tinta.
Absorto en el milimétrico danzar de la aguja tardó en advertir el
tableteo de las orugas de un carro blindado. Desde el quicio de la ven-
tana observó vomitar humo oscuro al tanque, un M-84 de mil caballos,
precedido por una treintena de tigres. En el otro extremo, a ciento cin-
cuenta metros, once hombres de la guardia Nacional croata pobremente
uniformados, con armas ligeras y una granada de cuello de botella cada
uno, los emboscaban al resguardo de las ruinas. Dos de ellos, jovencísimos
[Manojlovic los define como ex compañeros serbios de su universidad],
se parapetaban tras el esqueleto de un camión Raba. El M-84 resopla-
ba como un cachalote y el suelo parecía quebrarse a su paso; los para-
militares caminaban tranquilos, charlando. Se escuchó a alguien gritar
y en dirección a la columna volaron piezas metálicas que produjeron un
ruido horrible, parecido al chirrido de puertas abiertas alzando paladas
de escombros y cuatro paramilitares salieron proyectados en direcciones
aleatorias. Otra de las explosiones desprendió la oruga izquierda del tan-
que hasta detenerlo en la mera diagonal de la calle. Tras un breve silencio
-que los tigres aprovecharon para dispersarse hacía las aceras como la
onda de una pedrada en el agua- empezó el tiroteo con una larguísima
ráfaga de ametralladora.
Las pertenencias que Manojlovic tenía sobre la mesa –los cuatro cua-
dernillos y su agenda archivística, un vaso de vidrio con tres dedos de
agua, una linterna de petaca y todas sus latas de conservas- temblaban
debido a las ondas batientes del combate. Los disparos apedreaban el
archivo y cada balazo sonaba doble: el latido de los percutores de Kalasni-
kov seguido del eco prolongado en las paredes de la calle semiderruida. El
tanque giró con ruido de engranajes metálicos y el polvo del interior del
archivo, una fina película que silueteaba todas las cosas, flotó al abrir fue-
go. Manojlovic percibió las microscópicas partículas orgánicas elevándose
sobre el material de oficina como si una realidad paralela se separase de
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la original y alzase el vuelo. Al retornar la vista al combate la chatarra del
Raba se había vuelto sobre sí misma y los muchachos habían desaparecido
bajo el hierro; el segundo disparo derribó un flanco del edifico adyacen-
te al camión. El tercero hundió la planta baja de los apartamentos que
esquinaban con el bulevar Gundulica. El fondo de la calle se vino abajo
y una nube parda impidió alargar la lucha. De la humareda emergieron
tres soldados desorientados sobre los que los paramilitares dispararon de
inmediato. Al rebasar el carro blindado los serbios encontraron vivos a
dos hombres. A culatazos los pusieron mirando un tabique en pie y vacia-
ron los cargadores. Una vez muertos los colocaron en forma de teclas de
piano y las 45 toneladas del renqueante blindado estragaron los cuerpos.
Una vez hecho esto uno de los soldados, un rango alto, se quedó obser-
vando el archivo con curiosidad, como quien de repente comprueba que
a su lado hay un globo aerostático hasta ese momento desapercibido.
Manojlovic se separó del alfeizar, apoyó la espalda en la pared y contuvo
la respiración. No ocurrió nada, pero el rugido del motor a gasoil del tan-
que se había apagado: los soldados aún estaban allí. Al cabo de unos largos
minutos se puso en funcionamiento el timbre mecánico de la de entrada.
[Llegados a este punto el quinto diario se torna casi ininteligible fruto
de una escritura relámpago que descarrila ocupando los laterales del cua-
dernillo. Las palabras, en filigrana, ascienden como un gusano o desapare-
cen a mitad de frase para volver a nacer en otro lugar. Lo que sigue, según
la opinión de este humilde descriptor, está escrito durante el intervalo de
tiempo transcurrido entre el sonido del timbre y el cierre de la caja donde
salvaguarda sus cosas. Extraño y heroico, este acto nos permite, veintidós
años después, leer su testimonio. El porqué de su comportamiento queda
a juicio del atento lector].
Manojlovic entendió este gesto como una señal para escribir de forma
resumida y frenética en su quinto diario, buscar una caja de conservación
nueva, introducir el contenido de su cartera -carné de conducir, pasapor-
te, tarjetas, fotos-, la agenda archivística y los cinco cuadernillos, cerrarla,
escribir en el frontal un número de cuatro cifras, buscar el registro de
transferencias, anotar que una persona llamada Stojan Manojlovic dona-
ba su fondo personal al archivo a fecha de dieciocho de noviembre de mil
novecientos noventa y uno, volver a anotar el número de cuatro cifras y,
en uno de los espacios libres de una estantería, al azar, incrustar su caja.
Luego guardó el registro de transferencias en un cajón, descendió las
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escaleras del archivo, se detuvo frente a la puerta y la abrió.
Cara a él, esta vez en el interior de una cápsula de luz que olía a bos-
caje y al estrellarse del agua contra la piedra, Drazen Petrovic colgaba
del aro en un mate interminable, rodillas flexionadas, enfundado en la
camiseta sin mangas de Yugoslavia, su rostro en vibración pero quieto
el dibujo de su cuerpo. Tras él, como un cabestro obediente, emergía la
pesadez de un tanque camuflado con láminas de pintura marfil y pla-
ta, exhibiendo por estandarte una rama de olivo transportada por una
paloma blanca, y del anillo de su torreta, del soporte de la antena, de sus
herrajes, brotaban flores.
Nítido sobre el destrozo generalizado en las viviendas de cemento,
Vlade Divac -a la izquierda del blindado- apretaba un balón FIBA del Mun-
dial de Argentina. El perímetro de la escena lo cerraban Kukoc, Zdovc y
Paspalj y a unos metros Perasovic y el resto de muchachos. Drazen Petro-
vic, ya bien asentado sobre su eje, pies en el suelo, la espalda arqueada,
un espacio de aire a su alrededor ganado fruto de la extensión de un
codo, lo miraba.
—Conmigo y los chicos estarás —dijo Petrovic —. Sin miedo, no ten-
gas miedo, ya todo ha pasado, déjalo aquí, no ocurrirá nada, las persia-
nas del mundo se han cerrado, no hagas caso al miedo antes de mirar la
pared que has de mirar, soy Drazen Petrovic el mejor jugador europeo de
todos los tiempos, la ciudad yace dormida bajo mi sagrado manto, pro-
meto, todos te prometemos, ya no te pasará nada pues eres la ciudad de
Vukovar y su memoria.
Autoría y fecha de la descripción archivística:
C.R.V. Abril del 2013
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G.S.
La camioneta avanzaba tambaleándose por el camino de tierra con las
luces encendidas. Todavía no era de noche pero las nubes oscuras sobre
el eterno horizonte auguraban tormenta en unas horas. El anciano tenía
poco tiempo, por lo que sin esperar más se detuvo a la orilla del cami-
no, estacionó el viejo automóvil y descendió al frío gélido de la pampa.
El viento le calaba los huesos y aunque iba cubierto de pies a cabe-
za podía sentir el frío abrazo sureño dándole su bienvenida habi-
tual. Era como si nada hubiera cambiado. Caminó para no entume-
desde el pozo
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cerse, tropezando torpemente con los baches de tierra escondidos
por el pelaje resistente y grueso del coirón. Sonrió al recordar que
en más de alguna ocasión había pensado si es que era comestible.
El viejo parecía perdido, un alma en pena deambulando por los
caminos estrechos y senderos ocultos que solo las ovejas conocían,
pero no era así. Con el rostro metido en la larga y espesa barba blan-
ca para evitar el frío, cada paso que daba estaba calculado y su direc-
ción la llevaba trazada en el cerebro desde hacía mucho tiempo en su
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carretera de los recuerdos. Caminar no le resultaba tan difícil, aún si
cojeaba, aún si le faltaba el aire, porque sabía muy bien a donde iba.
Le tomó cerca de veinte minutos llegar a su destino. Se recriminó la
vejez al recordar que antaño ese trecho lo hacía apenas en cinco minutos
aún con granizo encima. Frente a él, un enorme descampado ruinoso se
abría entre la hierba y la escasa nieve primaveral en donde restos metálicos
surgían de la tierra como si de árboles se tratasen. Pero no había árboles
en la pampa, solo cientos de kilos de chatarra enterrada y esparcida, retor-
cida por el frío extremo y la humedad. A lo lejos pudo distinguir los restos
de una vieja construcción de ladrillos casi por completo en el suelo, a su
lado, un pequeño refugio hecho en base a hojalata chamuscado. El viejo
se sentó sobre la pequeña colina al norte del lugar y sonrió al horizonte.
1953 y el país ya se había ido a la mierda. No era un buen prospec-
to para un ingeniero químico recién graduado. Cuando había empe-
zado a estudiar se consolaba pensando que aún si no le gustaba su
carrera esta le podía proveer un buen futuro. Su equivocación solo se
le hizo patente cuando, tras meses de buscar un lugar de trabajo acor-
de a sus necesidades y preparación, solo pudo encontrar porquerías.
Dicen que cualquier trabajo es noble, pero eso solo lo dicen los que
no tienen trabajo o los que pueden vivir de dar vuelta hamburguesas,
como había escuchado que muchos jovencitos del norte hacían. No era
su caso, él no había nacido en el norte. Había pasado los últimos cin-
co años de su vida perfeccionando sus habilidades químicas; tenía el
intelecto, la capacidad y la experiencia para desarrollarse en su campo,
pero en cambio debía conformarse con ser pintor de exteriores por un
sueldo que solo le permitía comerse la pintura sobrante de las faenas.
Para hacer peor las cosas la presión de sus padres había por fin aca-
bado en matrimonio. Su padre sonrió feliz y satisfecho cuando su hijo se
paró frente al altar dispuesto a entregar su vida a esa rubia deslavada que
su madre detestaba tan profundamente. Se consolaba la señora pensan-
do en los nietos que vendrían, mientras él se consolaba pensando que ya
no tendría que escuchar nunca más las quejas de su madre. Dios - porque
su familia solo creía en el único Dios del universo, ese que hace que la
gente se gane la lotería, no el que causa los accidentes de aviones – le dio
en el gusto y se llevó a su madre a la eterna gloria dos meses después de
la boda. Si Dios tuvo que escucharla quejarse a partir de ese momento,
que lástima para Dios.
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De pintor no podía alimentar a su rubia esposa, hijita única, acostumbra-
da a ser tratada como una princesa y a quejarse como tal. Dos semanas le tomó
darse cuenta que nunca debió haberse casado pero su padre no le permitió
dar pie atrás. El honor de la familia estaba en juego y aunque él pensaba que
esa mierda del honor era más para samuráis que para ingenieros desemplea-
dos, no se atrevió a contradecirle. Fue la primera vez que un pensamiento
que acabaría por volverse recurrente se le vino a la mente: otros están peor.
1954 y el país parecía hundirse cada vez más, como si hubiera llegado
al borde de los mapas medievales y se estuviera deslizando cual rodaja
de queso por el abismo para desaparecer para siempre. Angustiado al
punto del infarto no puso ningún reparo cuando la petrolera lo llamó a
casa de su padre donde aún vivía con su esposa para ofrecerle empleo.
La secretaria no había alcanzado ni si quiera a terminar su oración cuan-
do él la interrumpió con un apresurado y aliviado “acepto”. Por fin tenía
trabajo, por fin podía comenzar su vida. Su esposa no era lo mejor del
mundo, no hacía nada y se quejaba mucho, pero otros estaban peor.
La condición de su empleo salvador era viajar al fondo del mundo a
buscar petróleo. Se trataba de una nueva instalación, muchas oportuni-
dades de crecimiento laboral, experiencia de campo y muchas otras men-
tiras que le metieron por la garganta durante esa primera reunión. No es
que hicieran falta; con tal de recibir un cheque mensual adecuado a sus
capacidades, estaba más que feliz de ir a buscar gallinas a la Antártida.
Sin preguntarle a nadie viajó hasta el lugar con su esposa con la
promesa de un edén de posibilidades y surgimiento. La desilusión lle-
gó en forma de una vieja camioneta Ford azul, transporte al que ten-
drían que habituarse con el paso de los años para trasladarse por los
traicioneros desfiladeros y descampados de la pampa. Tras dos horas
de bailar al ritmo del poderoso viento sureños llegaron a su destino:
campamento Nada en Ninguna Parte. Población: 20 infelices familias.
No está tan mal, otros están peor. La fantasía de una oficina y un
laboratorio propios le hacían olvidar el constante riesgo de congelación
que su esposa le recordaba cada diez minutos. Cuando le mostraron
su nuevo hogar, una cabaña minúscula al fondo del campamento, no
pudo evitar preguntar con un poco de vergüenza y angustia por la ubi-
cación de sus instalaciones profesionales. El hombre que los había lle-
vado hasta allí soltó una carcajada y poniendo una fría mano sobre su
espalda y con la otra apuntando hacia el campamento, dijo: “ahí están”.
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Mentiras, jodidas mentiras del infierno, desde la escuelita hasta la
graduación universitaria, nadie le había dicho nunca la verdad, nadie le
había dicho que iba a tener que trabajar metido hasta las rodillas en el lodo
con todo lo que la sociedad había cagado y escondido bajo la alfombra
los últimos 50 años en esa recóndita isla de hielo y barro. Su trabajo no se
diferenciaba en nada al de un obrero, aunque su cheque dijera otra cosa.
Gran cheque no era tampoco y solo le permitía una vida casi decente si lo
gastaba por completo en las instalaciones monopólicas de la compañía.
Cuando le ofrecieron el puesto de Supervisor de Prevención de Riesgos
pensó que lo había logrado, que por fin, tras cinco años tragando barro y
mierda, de congelarse los dedos ampollados y de tolerar la constante mise-
ria en su hogar, había conseguido su boleto de regreso a la civilización, a un
trabajo de oficina tranquilo, rutinario, que no le exigiera nada y le entre-
gara todo. Nuevamente la epifanía de su error le llegó tardíamente pues el
trabajo consistía básicamente en lo mismo - palear mierda, abrir válvulas,
cerrar compuertas, revisar termostatos, ordenar equipos – solo que ade-
más contaba con el privilegio y la responsabilidad de tener que velar por las
vidas de aquellos que él mismo consideraba inhabilitados para sobrevivir.
Se acostumbró a correr, ya no caminaba nunca. El estrés era cons-
tante: que si no era el radiador del Maistër era la bujía del Loïster, que
si no se congelaba el GIAL-5674 se sobrecalentaba el GLIA-4765, que si
no llegaba a las cinco no llegara a las seis, que si no le traía el pan que
no esperara un abrazo. Y luego al barro, hasta la rodilla, pensando tras
cada palada “otros están peor, otros están peor”. Recordó al capitán
británico de un submarino de la Segunda Guerra Mundial que se que-
dó sin combustible en el fondo del mar. Ese sí que la había jodido en
grande, o el cazador de leones italiano que se quedó atrapado en un
árbol en Kenya completamente solo, sin municiones ni comida por quince
días antes de ser devorado por sus propias presas. Y se reía, maniática-
mente, mientras paleaba tierra y revisaba indicadores de temperatura.
Al terminar el día, llegaba a su casa exhausto y completamente
embarrado de pies a cabeza. Se metía en la ducha y pensaba en todas
las veces que les había repetido a los primates que trabajaban a su car-
go: “Sin casco ni guantes no hay faena, ¿entendido?”. ¿Para qué? Lue-
go tenía que llenar decenas de fichas y formularios explicando por qué
Juan Primate Macaco Gorila se había cercenado dos dedos con una sie-
rra al intentar cortar una placa de acero sin protección de ningún tipo.
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Varias veces escribió: “Porque es un puto mono, ¡un mono! Esta empresa
importa mandriles y los pone a sacar petróleo. Deberían lobotomizarlo”.
Solo pensarlo le causaba dolor de cabeza, pero la razón de su
migraña pronto cambiaba de responsable gracias a su antaño her-
mosa esposa, convertida en Medusa por la magia de diez años atra-
pada en esa grieta, quién rápidamente se esmeraba en hacerlo sentir
un fracaso de ser humano. No de hombre, no, eso ya lo había deja-
do en claro al separar las camas para siempre y amenazarlo de muerte
si es que volvía a colocarle una mano encima. No, esto era peor: era
un mal ser humano, un traidor, un mentiroso, peor que Juan Gori-
la y su señora Gorila y sus niñitos Gorilas que se la pasaban fenóme-
no arrojándose heces sobre la cabeza todo el día. Él la había arrui-
nado a ella y ese era su peor crimen. Se iba a dormir todos los días
como si lo hubiesen golpeado con un martillo de concreto en la frente.
Cuando se despertó a causa del ensordecedor pitido que le trituraba los
tímpanos en medio de la noche le costó trabajo ponerse de pie. Prácticamen-
te inconsciente se calzó las botas de trabajo sin preguntarse aún qué era lo
que estaba sucediendo. No importaba, seguro que él tendría que arreglarlo.
Al salir a la calle el granizo le azotó el rostro con tal ferocidad que
lo sintió como un puñetazo. En la cuadra siguiente se encontró con
Jack Jude, uno de los gringos burócratas que la empresa traía de vez
en cuando para adiestrar nuevos monos de circo. Completamente ata-
viado salió a su encuentro y le preguntó por la causa del sonido. Él se
encogió de hombros y le explicó que cuando terminó su turno todo
estaba funcionando bien. Jude no se veía satisfecho, el pitido le impe-
día dormir y Dios sabía cuánto necesitaba Jack Jude su “beauty sleep”.
A medida que caminaban a la estación Jude iba repasando uno a uno
los componentes que podían estar causando ese estruendoso sonido.
¿La Mujil? No, es ronca. ¿El esteríl? No, ese tiembla, no pita. ¿La Wizard?
La Wizard. La jodida puta Wizard, el peor invento nunca concebi-
do por la ingeniería por fin iba a irse a la mierda. Se trataba de una
válvula de liberación de gas diseñada para soportar solo un determi-
nado rango de presión muy específico. Si los medidores detectaban
cualquier tipo de sobrecarga en la presión, la válvula emitía un piti-
do ensordecedor como el que estaban oyendo en ese momento en el
campamento. No era para menos; la Wizard era la válvula encargada
de liberar toda la presión gaseosa de los desperdicios de la faena de
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extracción. Si los gases no eran liberados con regularidad se corría el ries-
go de una explosión inflamable muy peligrosa para toda la población.
Su trabajo era proteger a la población, proteger a todos los ani-
malitos para que tuvieran la oportunidad al día siguiente de freírse la
cara con un soplete, así que caminó, solo en medio de la ventisca (Jack
Jude tenía frío) hasta el otro extremo del campamento, imaginan-
do las muecas molestas de sus compañeros pensando que “alguien”
no estaba haciendo bien su trabajo y llegó hasta el pozo de liberación.
Al abrir la compuerta de acero el golpe de aire caliente y vapor casi lo
tumbó. Con dificultad descendió hasta el fondo del pozo y en medio de
la oscuridad iluminó el mecanismo con su linterna. El barómetro se había
quebrado y el furioso pitido indicaba que la razón solo podía ser una
inminente explosión de gas. De inmediato el pánico le hizo olvidar cual-
quier malestar térmico. Evaluó la situación: si la presión no era liberada
dentro de los próximos minutos todo el entramado de tuberías subterrá-
neas explotaría hasta las nubes. Sin perder tiempo se calzó sus guantes y
comenzó a operar la válvula. Solo unos centímetros para permitir el esca-
pe calculado, era tarea sencilla, pero por más que lo intentaba la válvula
no cedía. Si otros estaban peor, pensó, nunca habían llegado a los libros.
Haciendo tremendo esfuerzos, sudando en medio del pozo negro en
el que se encontraba, asfixiado por el calor sofocante y la presión infame,
resollando tras cada vano intento de mover la válvula incandescente, de
pronto recordó algo. Los grandes demiurgos que habían diseñado el cam-
pamento habían decidido organizar toda la red de tuberías justo debajo
del mismo, de forma tal que su acceso fuera expedito. Lo que no calcularon
los brillantes genios de la ingeniería – no química – es que en el raro y poco
probable escenario de una emergencia con la liberación del gas, si las cosas
salían mal todo el maldito campamento terminaría en las nubes con diosito.
La epifanía esta vez le llegó a tiempo. En sus manos estaban las vidas
de todos los que vivían allí; obreros, burócratas, su propia esposa, todos
en la palma de su mano. De pronto las imágenes lo acometieron en un
torrente y las fuerzas comenzaron a abandonarle a medida que recor-
daba los años insufribles que había pasado atascado en ese agujero
del demonio, paleando mierda, tragando mierda, salvándole la vida a
un montón de mierdas. Los dedos poco a poco dejaron de presionar el
metal hirviendo y el sonido de la aguda voz de su esposa insultándo-
lo todos los días por los últimos diez años reemplazó el pitido infernal.
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Desde el pozo, en medio del vapor y la frágil estructura de metal
frente a él que amenazaba con explotar en cualquier segundo, se
tomó el tiempo para recordar las caras de todos aquellos que le habían
mentido: padres, jefes, amigos, compañeros de trabajo, compañe-
ros de bar, compañeros de escuela, novias, esposa, el hijo de puta que
los había llevado en la Ford azul, el jodido padre de la patria, todos
los putos presidentes de ese jodidísimo cadáver de país, Colón y su
brújula de juguete, Cesar, Bruto, Casio, Jesús, José, Noé, Abraham,
Adán, la zorra curiosa de Eva y, por supuesto, el capo de capos, ese
que ahora tenía a su madre de puta en una parcela hecha de nubes.
Todos le habían mentido, todos le habían dicho que si se criaba bien,
tenía una buena educación y trabajaba duro la vida sería muy sencilla.
Pues no, resulta que te partes el culo trabajando para gente infeliz y mise-
rable y después te mueres, ese es el ciclo de la vida. Occidente le había
mentido y si bien admitió que quizás a los chinos la historia también se
los había jodido, a nadie como a él le habían metido el puño por el oje-
te y se lo habían sacado por la boca con el dedo del medio levantado.
No era cosa de maldad, era cosa de decir la verdad, al menos una
vez. Mientras el pozo se remecía a causa de la maquinaria frente a él,
se los imaginó a todos expelidos por el cielo, explotando en miles de
pedacitos de colores como fuegos artificiales. Su celebración, su iró-
nica celebración a la vida por todo lo que le había entregado. Un cie-
lo iluminado en medio de la noche más oscura que solo él podría ver.
Saltaron los primeros tornillos de sus goznes; rápidos como
balas rebotaron contra el concreto. La cisterna metálica se estre-
meció con un aterrador rugido amenazando con explotar en cual-
quier minuto. Él se rió, fuerte, estruendoso como el gas a punto de
estallar, agudo como el pitido de la Wizard. Desde el fondo del pozo
negro emergió una risa esquizofrénica que a todos en el campa-
mento erizó los cabellos, porque en la pampa nadie se ríe, nunca.
No había caído la noche aún pero el cielo ya estaba cerrado por com-
pleto. Nubes negras avanzaron sobre las ruinas y el viejo supo que era
hora de regresar. Se puso de pie, se desempolvó los pantalones y miró
sobre el hombro el lugar una última vez antes de regresar a la camione-
ta. Si solo las quemaduras sanaran tan rápido como la conciencia, pensó.
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Hacia el interiorOLLIN RAFAEL
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Como si el transcurrir de ese momento estuviese diseñado de antema-
no, veo sus hilos enredarse unos con otros. Ahora que aquella parte oscu-
ra del tiempo se doblega ante la fuerza de la razón, pequeños eventos
misteriosos y arbitrarios me parece que tienen un significado más profun-
do y eterno. La memoria es engañosa. Me pregunto si en el rememorar
no transgredo las reglas del porvenir, defino lo que antes era indefinible
y vuelvo unívoco lo diverso. La historia solo tiene un serio significado a
través de las cosas que no se saben, que no se dicen, de los márgenes. Lo
significativo se queda ahí en donde no se puede decir. Nada-ha-pasado.
Y lo que se dice se aleja hacia el silencio.
A la par que escribo en este extraño diario, bitácora de una desapari-
ción, veo las nubes avanzar desde el horizonte creando formas capricho-
sas que no duran más de un segundo. Las viejas líneas eléctricas del hotel
no soportan los cambios de tensión y hacen parpadear la tenue luz que
ilumina la superficie de madera sobre la que escribo. Junto a la lámpa-
ra está el otro diario, el de McNish, que día a día se va convirtiendo en
arenilla blanca que se desparrama en mis perneras. Fuera de ese círculo,
una negrura azulada lo invade todo. Las formas son como manchas grises
sobre otras más negras que palpitan al ritmo del mar. No estoy seguro de
por qué escribo estas páginas pero tal vez sea porque alivian mi soledad.
Te narro a ti que lees sobre mi hombro como un fantasma, sin decir nada.
Recuerdo que íbamos en un viejo coche alquilado que traqueteaba
como si ninguna de sus piezas encajase. El cielo estaba tan encapotado
que daba la impresión de estar bajo una enorme cúpula. A mi lado, ella
leía impasible. Al arcén de la carretera le salían grietas como raíces que
amenazaban con reventar el pavimento. A la derecha, un montículo de
arena se estiraba hacia adelante ocultando el horizonte y se interrumpía
de vez en cuando cortado por caminos serpenteantes que se extendían
hacia el mar. Un cartel verde indicaba la cercanía del retorno a Valdivia.
Sabía que estábamos cerca y que en uno de aquellos pasajes pronto ten-
dría que adentrarme.
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El hotel era ruinoso desde hace tiempo. Ahí nos conocimos. Ella, más
joven que yo, contrastaba en todo conmigo. Yo, delgado hasta lo enfer-
mizo, iba con un libro a todas partes y no soportaba el sol. María tenía un
carácter de alguna forma masculino. Poco a poco se hizo cargo de todo lo
relacionado con la cotidianidad. Abandonó la carrera de administración
para dedicarse a escribir artículos sobre moda; se le daba tan bien que
nos permitió vivir cómodamente. Y aunque en general todo fue bastante
feliz, con los años su carácter se agrió contagiado seguramente por el
mío. Ella había sido una breve salvación. Sin su aparición habría termina-
do en algún manicomio o en la singular miseria de las calles y los parques.
Recuerdo que los muros exteriores del hotel se descorchaban en
cortezas azul pálido mientras las hojas del jardín formaban montículos
marrones que se agitaban con el viento. La madera de las puertas y las
paredes se hinchaba como si quisiera volver a brotar. El suelo de terracota
palidecía resquebrajado.
Al entrar, y después de imprimir nuestros nombres en un viejo libro
de reservas, nos dijeron que seríamos los únicos huéspedes. La habita-
ción resultaba decente, limpia y arreglada. Me gustó el escritorio bajo la
ventana al que acompañaba una silla de mimbre. Me senté y estiré las
piernas, medí las proporciones, centré la silla, me acodé. Me incliné hacia
adelante, hacia la ventana. Me recosté. Estiré la mano y alcancé el cordón
del que pendía el interruptor de la lámpara y clic. La luz parpadeó y vi
intermitentemente mi rostro en la ventana y la playa, pero finalmente
se apagó y la imagen que terminó fijándose fue la que estaba más allá
del cristal, la de la playa, en donde había la figura oscura de un hombre
recortada contra el mar. El viento agitaba lo que parecía su largo imper-
meable. Ahora sí, ahora no. Ahora sí, ahora nada.
En este momento, mientras escribo, también hay tormenta. Se ilu-
mina todo y truena la tierra, la lámpara del escritorio vibra brevemente
y después se apaga. Clic, clic, clic. El recuerdo se desdibuja mientras me
enciendo un cigarro que fumo viendo cómo la noche envuelve las formas.
Yo también soy una forma. Debajo, la playa se ensombrece lentamente
hasta que la negrura sólo me permite distinguir, porque es más negro
que todo lo demás, el costillar de una barca podrida en la arena. La habi-
tación se vuelve una tumba.
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Recuerdo que la extraña figura me intrigó especialmente. A la hora de la
cena, en el restaurante, le pregunté al camarero si había fantasmas en el
hotel. Estaba jugando, no creo en fantasmas, pero intentaba soltarle la
lengua y que me contara alguna historia con la que entretenerme, pero
mi mujer me interrumpió diciéndole que lo mejor que podía hacer era no
contestarme porque si no andaría por ahí molestándolo y además ella no
quería saber nada de fantasmas.
Durante aquella primera noche tuve insomnio. Caminé de un lado
al otro de la habitación. Encendí algunos cigarros y los dejé consumirse.
Escuché el deslizarse de las olas, di dos o tres vueltas y me volví a levantar.
Dos o tres cigarros más. Encendí la televisión y la puse en silencio. Tras
un breve rato viéndola descubrí que las imágenes que se proyectaban en
el aparato ya las había visto hace tiempo, eran de un documental sobre
pingüinos. No recordaba exactamente de que trataba, lo que si tenía pre-
sente era el impacto que me habían causado algunas imágenes. Estaba
el Polo Sur, fotogramas sepia vibrando, el pasar de la cinta, el traqueteo
mecánico y entrecortado. Un hombre con grandes guantes se inclina hacia
uno de los pingüinos que se mueven a su alrededor, no superan la altura
de su rodilla. Al parecer les está dando de comer, la imagen se repite una
y otra vez, y no dura más de diez segundos. Los pingüinos viven en comu-
nidades enormes, chocan unos con otros. Para alimentarse, guiados por
un olfato finísimo y un sentido de la orientación asombroso, se dirigen
hacia el mar que está a decenas de kilómetros de distancia. Un hombre se
inclina, alimenta. Van en fila india, con sus torpes patitas planas golpean-
do la nieve y las atrofiadas alas agitándose para mantener el equilibrio.
Traqueteo mecánico. A veces uno de esos pingüinos en lugar de dirigirse
hacia el mar, se lanza hacia el interior continental, hacia el abismo níveo.
Mar de Wedell, una sombra en la playa. Un hombre se inclina para dar de
comer a los pingüinos. Y no había nada que hacer, porque aunque se le
volviese a colocar en la colonia, él volvería a dirigirse hacia el interior del
continente. Cabeceo. Qué inteligencia convertía a aquel ser en suicida,
qué pensamientos guiaban sus torpes y pequeños pasos hacia la basta
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soledad de un continente vacío, alejándolo de sus iguales en un viaje ini-
ciático del que nunca retornaría. Solo una imagen blanca y en el centro
una mancha negra. Pingüino. Se detiene gira la cabeza, un momento. Me
mira, piensa. Aguanta, espera. Continua, se aleja.
En la mañana del segundo día, el tiempo mejoró de pronto y decidi-
mos ir a visitar el pueblo. Recordábamos una pequeña iglesia dedicada a
la virgen del Remedio. Era una villa de techos rojos que se torcían hacía el
mar. A la entrada las redes de los pescadores eran medusas enormes y bri-
llantes recostadas en la arena. Más allá podías ver un cementerio comple-
tamente blanco que se alzaba en la colina que bordeaba al pueblo. Me
angustió la idea de cuerpos bajo tapas de mármol. Qué soledad tremen-
da la de hundirte en la tierra tan lejos de casa. En el mercado, encontré
una postal en la que estaba el hotel en donde nos hospedábamos junto a
los restos de un barco amontonados en la playa y un texto que decía, Day
after day, day after day, | We stuck, nor breath nor motion; | As idle as a
painted ship | Upon a painted ocean.
En la noche el insomnio volvió pero esta vez decidí no quedarme en
la habitación. Caminé primero por los pasillos de mi planta pero se ago-
taron rápidamente y me encontré dando vueltas. Después de un rato y
cuando ya me empezaba a dar sueño, encontré una escalera de servicio
que comunicaba con la parte de atrás del edificio. Bajé uno, dos, tres
pisos y cuando llegué a lo que pensaba era la última puerta, la que me
conduciría a la planta baja, descubrí que obviamente no me había per-
dido. Seguramente me había pasado un piso y aquello sería una especie
de bodega. Había desde mesas y sillas arrumbadas hasta maletas sucias y
libros y revistas, todo ello iluminado por unos pequeños tragaluces opa-
cos y empolvados que apenas dejaban pasar la luz. Cuanto más avanzaba
hacia el fondo del lugar, más antiguas eran las cosas. Removiendo encon-
tré el diario de McNish. Lejos de la puerta, había un baúl con las correas
roídas, la cerradura oxidada y rota como un viejo contenedor de viaje.
Dentro había ropa vieja y apolillada pero también una serie de lo que me
parecieron libros.
A la luz parpadeante de la lámpara de mi habitación descubrí que se
trataba de tres antiguos mapas doblados más una especie de diario en
inglés que he leído muchísimas veces desde aquel día. Traduzco y trans-
cribo solo algunos breves párrafos en este diario. Los cuadernos están ya
bastante dañados y no logro entenderlo todo.
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“11 de septiembre 1930
Cena a las seis, cerdo asado, compota de manzanas y guisantes en
conserva, con budín de ciruela. He decidido pasar mi último cumpleaños
en este alberge neozelandés, el peso de las lentas horas me agobia hasta
un punto frenético, aunque sea mejor que la intemperie de los muelles.
Hay veces que creo que hubiese sido mejor morir de frío en el hielo que
vivir en esta especie de paz mortal. La vida no fue hecha para hombres
como yo; ahora, en la miseria me doy cuenta de ello. Las paredes de este
monumento a la caridad se derrumban sobre todos nosotros. No soy el
único, pues todos aquí vivimos en la miseria de la compasión. No logra-
mos otra cosa. En su mirada, que es la mía también, veo la derrota.
23 de septiembre,
No existo, soy un fantasma que arrastra los pies. Mi ausencia será ano-
tada en una lista larga de otras ausencias. Si muero aquí me quemarán
y meterán mis cenizas en una caja que después conformará otra fila en
algún almacén con el rotulo: “McNish, Harry: 11 de septiembre de 1874 -
24 de septiembre de 1930” y si tengo suerte en la esquela de algún perió-
dico se dirá que un miembro de la Expedición Imperial Trasantártica de
1908 murió en la miseria de un alberge para pobres.
24 de septiembre,
Me fui muy temprano por la mañana, cuando los cuidadores aún no
habían despertado, no quiero dar explicaciones. La madrugada me estre-
meció y ver salir el sol me hizo sentirme nuevamente yo. Anhelo el sabor
correoso de las focas.”
Me acuerdo que el día siguiente fue como los primeros, la tormenta era
de nuevo fuerte y llovía sin cesar. Era el penúltimo día de nuestras vaca-
ciones y durante la mañana María no había querido ni siquiera ir a desa-
yunar; me dijo que estaba a punto de terminar su artículo y que después
tenía ganas de darse un chapuzón. Yo, desde que había encontrado el
diario, no podía dejar de leerlo, una y otra vez repasaba las frases de
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McNish, el papel se deshacía entre mis dedos y abría cada página con
temor. Y ya que de aquello queda mucho menos de lo que había, intento
transcribirlo desde mi propio recuerdo.
“4 de enero de 1931,
Aún soy un hombre fuerte, me doy cuenta porque logro caminar
durante largo tiempo sin cansarme. Noto los músculos oxidados, los hue-
sos doloridos, pero a cada paso se estiran y se retuercen despertando del
letargo. Vuelvo a ser McNish. Tengo los brazos duros como la madera.
Estoy decidido a regresar a la Antártida y que si quiere me lleve la muerte.
Vuelvo a sentir que algo se despierta en mí, algo que se parece al deseo.
Me embarcaré en el primer barco que me quiera, conozco el sistema, sé
que puedo lograr la confianza de algún capitán.
6 de enero,
Fue más difícil de lo que esperaba, el tiempo ha hecho mella en mí,
pero por fin he logrado que me admitan en un mercante. Voy como ayu-
dante de cocina, supongo que mis conocimientos de carpintero ya no
sirven en esta época. Cruzaremos el pacifico hasta Chile.
10 de enero,
La travesía es dura, los barcos ya no son como los de antes, los marine-
ros tampoco. Lo que no cambia es que siguen siendo malhablados.
1 de febrero,
Al amanecer vemos por fin tierra. Nos dirigiremos por la costa hasta
el puerto de Valparaíso en donde abandonaré a mis compañeros. Tengo
la intención de ir hasta La Tierra del Fuego y encontrar algún barco que
me lleve hasta las islas Falkland y de ahí a Georgia del Sur. Hay balleneros
que siguen esta ruta.
10 de febrero,
Llevo ya varios días en este hotel de mala muerte a las afueras de
Valdivia, he tenido que detener aquí la marcha, estoy enfermo. Apenas
poseo fuerzas para escribir, la fiebre es alta. La saliva hierve en mi gargan-
ta cuando trago. El viaje me ha pasado factura, después de todo no soy
tan fuerte como pensaba.
11 de febrero
Anoche soñé que estaba en la Antártida. Sé que estaba ahí porque
sentía que el suelo bajo mis pies se desplazaba. Sentía el rechinar de las
capas de hielo que se balanceaban rozándose, escuché el ruido nocturno
del lecho marino, el quebrarse del hielo a cientos de kilómetros.
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Me despierto escuchando las grietas de hielo abrirse aún bajo mis pies.
12 de febrero,
Aún peor.
13 de febrero,
He visto al capitán, vino esta noche. Se sentó en la silla de mimbre
frente al escritorio y desde ahí me miró moviendo los labios pero sin que
ningún sonido saliese de su boca, aun así supe que estaba recitando algo
que siempre decía, «alone, alone, all, all alone, alone on a wide, wide
sea». Y por un momento pensé que estábamos en la isla de Shetland.”
Éste es casi el final del cuaderno de McNish, supongo que al irse de
prisa se lo olvidó en alguna habitación, tal vez en esta misma, y después
fue arrumbado junto a sus otras cosas en la bodega que encontré. A
veces siento su presencia a mi lado, tal vez es él quien lee este diario sobre
mi hombro. El mar golpea tranquilo la noche y la tormenta se ha difumi-
nado, un viento fresco entra por la ventana y escucho el lento replegarse
del día.
Lo que debo contar a continuación es el espanto que me despertó de lo
que ahora, desde el recuerdo, me parece el breve instante en el que fui
parte del mundo.
Recuerdo que en un impulso de felicidad, le propuse a María que nos
bañásemos en el mar y ella sin dudarlo aceptó. Bajamos a la playa y allí
dudé un momento, nunca he sido un buen nadador, pero al verla ya des-
nuda me desprendí de la ropa y la perseguí hasta el agua. La tormenta,
aunque era menos fuerte que en los días pasados, seguía agitando el
mar. Nos metimos mientras el resplandor de un relámpago lo iluminaba
todo.
Durante un momento la escuché a mi lado y al otro la vi ya lejos; la
escuché gritar. Intenté llegar hasta ella pero al no hacer pie me asusté
incapaz de seguir. Solo grité, grité y grité. Después de un rato tiritando
de frío volví a la playa. No creía lo que estaba pasando, me parecía una
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broma, un sueño. Volví la mirada al hotel y vislumbre la luz de la habita-
ción que habíamos dejado encendida y pensé, a lo mejor sigue ahí, y volví
corriendo. A partir de aquí lo que recuerdo ya solo es confusión, palabras
nerviosas, gritos, llantos y sollozos que lentamente se van apagando y
convirtiendo en pésames, apretones de manos, abrazos. Un ataúd vacío
que se hunde en la tierra de un cementerio todo blanco. Otra vez llantos
y luego nada, el vacío.
De aquello solo han pasado algunos meses y ya todo me parece irreal,
dudo a veces de si alguna vez existió. El silencio lo llena todo. En la memo-
ria, y eso me asusta, no queda sino memoria, el relato que yo mismo
hago. Cuánto más que nosotros duran las historias, cuánto más se alargan
en el tiempo hasta hundirse en aquella remota nada que es la ausencia
de los nombres.
Sentado frente a esta lámpara de luz incierta, noto que fuera la tor-
menta comienza a formarse. En el horizonte, la mayoría mar, miro con
asombro cómo las nubes se vuelven negras, una peculiar vibración del
aire me indica que esta vez será una tempestad grande. Las palmeras se
agitan nerviosas.
“15 de febrero,
Por fin comienzo a recuperar las fuerzas. En cuanto esté listo seguiré
hacia el sur, no puedo esperar más, debo continuar el viaje. Las palabras
del capitán me vienen a la mente y las repito como si fuesen un conjuro,
«alone, alone, all, all alone, alone on a wide wide sea»”
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el grajo en parafernalia 49de damián cordones
naufragio 50de raquel molina
titanes 51de raquel molina
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CONCURSO GOOGLEPOIESIS
EL GRAJO EN PARAFERNALIA, de Damián CordonesNAUFRAGIO, de Raquel Molina
TITANES, de Raquel Molina
Preferiría no hacerlo abrió una CONVOCATORIA DE MICRORELATOS con las siguientes BASES:
* Los microrelatos debían ser enviados a elartistadelham-bre2009@gmail.com en for-mato .doc o .docx (Windows Word). * Cada microrelato debía estar escrito en un documento apar-te y cada documento debía incluir el nombre del autor al final del mismo.* Times New Roman 12, inter-lineado 1.5, sangría normal, márgenes justificados.* Mínimo 100 palabras, máxi-mo 1 plana por microrelato. * 3 microrelatos máximo por autor.
El procedimiento de escritura del microrelato debía ser el siguiente:
1.- Ir a www.google.com y seleccionar la pestaña “Imáge-nes” en la esquina superior de la página.2.- En la barra de búsqueda escribir una palabra. Puede ser cualquier palabra en cualquier idioma siempre y cuando sea convencionalmente parte de algún registro. No se aceptarán relatos basados en palabras inventadas.
3.- Una vez realizada la bús-queda, seleccionar la primera imagen de los resultados y copiarla en un documento word. El microrelato debe basarse en esta imagen.* Salvo la presencia de la imagen guía, la temática de la convocatoria era libre.* La convocatoria estuvo abier-ta un mes, entre el 1 y el 31 de mayo de 2013.
EL PREMIO:EL COMITÉ EDITORIAL SELEC-CIONÓ UN MÁXIMO DE TRES MICRORELATOS PARA SER PUBLICADOS EN LA REVISTA “EL ABISMO, LA MIRADA DE LAS MIL YARDAS” (Nº 13) Y EN LA PÁGINA WEB DE PNH.
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Marcos peluca rizada amarilla, maquillaje facial
gris, sombreado ocular púrpura, nariz roja. Mar-
cos peluca rizada amarilla, maquillaje facial púr-
pura, sombreado ocular verde, nariz gris. Marcos
peluca rizada gris, maquillaje facial rojo, sombrea-
do ocular verde, nariz roja. Marcos peluca rizada
verde, maquillaje facial rojo, sombreado ocular
púrpura, nariz púrpura. Marcos peluca rizada púr-
pura, maquillaje facial gris, sombreado ocular púr-
pura, nariz púrpura. Marcos peluca rizada amari-
lla, maquillaje facial verde, sombreado ocular rojo,
nariz amarilla. Marcos asoma su cabeza a través
de las cortinas del teatro a la hora de la siesta.
Marcos peluca rizada roja, maquillaje facial naran-
ja, sombra ocular verde, nariz verde. Marcos pelu-
ca rizada gris, maquillaje facial gris, sombra ocular
púrpura, nariz azul. Marcos peluca rizada blan-
ca, maquillaje facial gris, sombra ocular púrpura,
nariz azul. Marcos peluca rizada blanca, maquilla-
je facial gris, sombra ocular azul, nariz púrpura.
Marcos en una masa viscosa ofreciendo nuevas
formas para pensar el infinito.
El grajo en parafernaliaDAMIÁN CORDONES
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Restos de naufragio: aquello que se ha podido salvar
de un hundimiento pasado, astillas punzantes o tesoros
inesperados. La carne que ha sobrado de un banquete
en el que los comensales se fueron antes de lo previsto.
Vayamos concretando, mejor dicho, vayamos croque-
tando: todos hemos sido croquetas y también hemos
cocinado croquetas de pretéritos y de condicionales.
Las claves de las croquetas sentimentales, como en las
croquetas gastronómicas, vienen a ser dos: el estado
de la carne, la carne de cañón no es recomendable,
y el tiempo de preparación, hay croquetas hechas de
sobras, que acabas echando de menos.
NaufragioRAQUEL MOLINA
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Te creías un titán pero en tiempos de desidia has-
ta los titanes flaquean y te preguntas si mereces
tanto castigo. Escuchas voces lejanas y te consue-
las pensando que otros titanes también sufrie-
ron. Fuiste a comerte el mundo y ahora que se
te ha caído encima, te pesa demasiado. A los que
intentaron cambiar lo establecido, el poder les
come hasta las entrañas. Pero eres paciente, con
un esfuerzo titánico esperas que alguien te alivie
el peso de la carga de tu alma y piensas en lo que
dirían aquellos titanes en sus agonías infinitas:
-Lo que hay que aguantar… –diría Atlas.
-Bueno, hay que hacer de tripas corazón –le res-
pondería Prometeo.
Titanes raquel molina
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sin título 56de esmeralda barreyro
ley de vida 57de javier lerena
carta del remador de tejados 58de julio g.
la mirada de los mil metros 60de fernando atienza
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Uno no debiera
abrazarse a una silla
cuando ya es de noche
y suenan los postigos
movidos sin misterio.
Uno no debiera.
A veces lo intento
comerme el pecado
cerrar bien los ojos
y esperarlo adentro.
A veces lo intento.
Ceñirse a la risa,
escudo perfecto,
tibio en los debates,
cálido entre amigos
cuando sólo pasa la vida.
Ceñirse a la risa.
Ese es el camino
de los que saben la mentira,
de los que tienen, lejos del dolor,
la famosa mirada,
y en el tremendo agujero al que se asoman sin tregua
se abre ante ellos el poder
de intentar
acabar
riendo.
Es ese el camino.
ESMERALDA BARREYRO
Sin título
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Un niño come tierra en el parque.
Sus labios sucios olvidan
el empalago de la leche.
Mastica y crece a la altura de su madre,
casi sin recuerdos.
Ley de vida
JAVIER LERENA
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Carta delremadorde tejados
JULIO G.
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Buenos días, soy
un remador de tejados.
Quedé varado abriéndome paso
por este casquete polar de piedras sin caras ni nombres.
El techo se ha convertido en una isla
y mi embarcación quedó inutilizada,
principalmente, por la falta de tejas.
El cielo a medio quebrarse
seguía derramándose hacia arriba.
Estoy pasando mucha hambre,
¡me faltan tanto los gatos!
la noche que ovillan en sus paseos,
y dejan como despojos de una blusa en las canaletas.
No me estoy lamentando,
sólo estoy a la espera.
Quería avisarte con una carta
aérea,
por si sabías dónde podría
verter toda mi tristeza.
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I
Hubo un tiempo magnífico
no hará mucho de ello
quizá hayan pasado los años.
Es nada (si lo comparas) es nada.
No queríamos aprender
nadie nos lo hubiera quitado de la cabeza
que no existía un manual
y sí la sala de un café
de la que (prometo) os hablaré luego.
De noche huíamos de las casas
para llamar desde la estación
a nuestros amigos.
A ellos que no dormían
a ellos que no pegaban ojo.
Los oíamos descolgar
siempre apresurados
(casi sin aliento)
con sus voces roncas
por los efectos de algún tranquilizante.
II
Los oíamos descolgar
y era todo imaginarlos
en la penumbra de un pasillo
con sus libros de poemas
bajo los brazos esqueléticos.
Era todo imaginarlos
allí de pie
tan apuestos
incluso en calzoncillos.
Nunca pudimos despedirnos
nunca fue que escucharon final alguno.
Hiciéramos lo que hiciéramos
siempre se cortaba la comunicación
un segundo antes de conseguirlo.
Siempre se cortaba.
Ya en silencio
nos quedábamos abrazados
a la mano de un teléfono
ya en silencio
congelados muertos de frío.
FERNANDO ATIENZA
La mirada de los mil
metros*
*Poemas pertenecientes a la “Antología de la poesía espectacular”, edición al cuidado de Yago Ferreiro
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atrapados en el hielo 64la vida en el sur, de inma ponce
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Después de la conquista del Polo Sur por el explorador noruego Roald
Amundsen, quien aventajó a la Expedición Británica al mando del cono-
cido capitán Robert Walter Scott solo por un estrecho margen de días,
restaba solo un gran objetivo en la Antártida: la travesía del continente
de mar a mar, pasando por el Polo. El capitán Ernest Shackleton quiso ser
el primero en lograrlo pero no podía hacerlo solo. “Se buscan hombres
para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de abso-
luta oscuridad. Peligro constante. No hay seguridad de volver con vida.
Honor y reconocimiento en caso de éxito”. Con este anuncio tan escalo-
friante como cautivador, el 1 de enero de 1914, Shackleton hacía pública
la convocatoria para reclutar a los hombres que formarían parte de su
expedición a bordo del Endurance. Recibió una avalancha de solicitudes.
Atrapados en el hielo: la vida en el sur
INMA PONCE
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El 8 de agosto de 1914 el Endurance zarpa del puerto de Plymouth.
Está a punto de estallar la Primera Guerra Mundial y Shackleton ofre-
ce su barco a Inglaterra pero recibe una lacónica respuesta a su telegra-
ma: “Proceda”. Llegan a Buenos Aires y el 26 de octubre se dirigen hacia
Georgia del Sur, el puesto más meridional del Imperio Británico, donde
se ocupan de los últimos preparativos y absorben conocimientos sobre las
desconocidas aguas del mar de Wedell, solo transitadas por los capitanes
balleneros que allí residen. El 5 de diciembre el Endurance pone proa al
sur; el 2 de enero de 1915 ingresan en un banco de hielo viejo y grueso y
el 20 de enero el barco se encuentra completamente encayado.
A partir de aquí, empieza una lucha por la supervivencia -una proeza
mayor que atravesar la Antártida-, que está narrada con maestría en el
documental Atrapados en el hielo y en Sur, el libro testimonial que el pro-
pio Shackleton escribió. “Parecemos estar yendo a la deriva, impotentes,
hacia un extraño mundo de irrealidad”. Así vivieron largo tiempo, perdi-
dos en la inmensidad de la banquisa, moviéndose a su capricho, fascina-
dos por los juegos de luz y el ruido que provoca la presión del hielo.“Tém-
panos y placas suben violentamente hacia el cielo y adoptan las formas
más fantásticas y distorsionadas. Trepan, temblorosos, y se desparraman
en extensas hileras a diferentes niveles, luego se contraen y se desploman,
y sólo dejan un incierto y vacilante borrón que viene y se va. Enseguida,
el borrón se hincha y crece, adoptando alguna forma hasta que presenta
el reflejo invertido perfecto de un témpano en el horizonte”. “Cerca del
témpano la presión hace toda clase de sonidos extraños. Oímos un gol-
peteo como de martillo, gruñidos, gemidos y chirridos, tranvías eléctricos
pasando, pájaros cantando, teteras hirviendo ruidosamente y un ocasio-
nal crujido como un gran trozo de hielo liberado de la presión que de
pronto salta y se da la vuelta”.
La banquisa va girando en dirección noroeste lo cual ayuda a devol-
verlos a las orillas del mar de Wedell. Después de 492 días sobreviviendo
en el hielo, Shackleton y sus hombres se lanzan a sus aguas sobre los
botes salvavidas del Endurance. Tras cinco días a la deriva, arriban a la Isla
Elefante, un lugar fuera de toda ruta marítima donde resulta imposible el
rescate de la tripulación. Es por eso que el capitán decide emprender un
viaje de 1300 km hacia Georgia del Sur en una embarcación precaria, en
compañía de Harry McNish, el carpintero de la expedición, y Frank Wors-
ley, un intuitivo marinero que se encargará de dirigir la ruta. Zarpan el 24
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de abril de 1916 y llegan a la isla de los balleneros el 9 de mayo, tras haber
sorteado constantes tormentas marinas y haber podido realizar tan solo
tres mediciones.
Con los clavos de la embarcación apuntalan ahora sus botas para no
hundirse en la nieve. El capitán y sus dos compañeros avanzan rápido
por la encrespada isla de Georgia del Sur para alcanzar los balleneros
que están al otro lado, pero a pesar del ritmo imparable, la noche les
sorprende en la cima. Toman aliento pero las temperaturas son tan bajas
que permanecer allí significa morir, algo trivial después de haber vivido
durante más de dos años en un abismo más acusado que esta ladera
imperceptible que se tiende bajos sus pies. Enrollan sobre sí mismas las
cuerdas con las que han ido salvando la fragosidad del terreno y las con-
vierten en improvisados trineos con los que se abrirán camino a la vida
o la muerte, no se sabe. Así que Shackleton, McNishy Worsley se arrojan
por la pendiente de roca y se sorprenden riéndose a mandíbula batiente
mientras atraviesan el vacío con una sensación de ingravidez que aligera
y desprende la carga de sus cuerpos impertérritos.
Después de unos segundos son devueltos al hielo. Están próximos los
balleneros donde se entrenaron antes de adentrarse en las difíciles y des-
conocidas aguas del mar de Wedell que los conducirían al sur. Shackleton
y sus hombres, contra todo pronóstico, vivos, llaman a las puertas de la
civilización y al abrirlas, los pescadores encuentran unos rostros envejeci-
dos y devastados donde los ojos flotan aún perdidos por la llanura abisal
del hielo. Han pasado casi tres años y los balleneros son incapaces de
reconocer al apuesto capitán y a sus hombres que entonces llegaron des-
de Inglaterra para emprender la conquista del Polo Sur. Eran 28 tripulan-
tes, tres han regresado y 25 continúan aún el naufragio.
Todavía les parece imposible haber podido llegar desde allí hasta
Georgia del sur. Ahora deben buscar ayuda para rescatar al resto de hom-
bres que viven en la estrecha orilla de la isla Elefante, vilipendiados por
el temporal que los obliga a atrincherarse en la convexidad de una barca
que los hacina y los protege de la muerte inminente, debilitados por un
periplo donde el sufrimiento parece interminable. ¿Lograrán salvarse? De
la muerte sí, de la vida, quién sabe. Años más tarde, Schackleton regresa
al sur con algunos de sus hombres con el pretexto de una expedición de
objetivo incierto, muere y es enterrado bajo el hielo de Georgia del Sur
por petición expresa de su mujer, a quien una vez escribió: “a veces pienso
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tubo de ensayo
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que no sé hacer nada más que estar lejos, en lo desconocido”. Sus hom-
bres continúan el viaje y al pasar por la Isla Elefante les invade una ines-
perada nostalgia que cobra sentido en las palabras del diario del capitán:
“Habíamos visto a Dios en sus esplendores, oído el eco de la naturaleza,
habíamos llegado al alma desnuda del hombre”.
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yo estuve allí
cenital 70 de emilio bueso
por g.s.
matadero cinco o la cruzada de los niños 76de kurt vonnegut, por jordi sellarès
yo estuve allíP
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Cenital es una novela post-apocalíptica publicada el 2012 por el español
Emilio Bueso. Como tal, viene a engrosar las filas de un sub-género de la
ciencia ficción que ha gozado de mucha popularidad durante la última
década en el mercado norteamericano y global con producciones y adap-
taciones de muy alto calibre, lo que a su vez también ha significado un
progresivo descenso en la calidad de las mismas. Es necesario, por tanto,
una cuota de escepticismo y crítica al enfrentarse a cualquier producción
de este tipo pues las narraciones post-apocalípticas de los últimos 20 años,
agotadas a golpes de temas reiterativos y lugares comunes, no han hecho
más que alienar a los lectores y fanáticos del género. ¿Qué tiene Cenital
para ofrecer en un mercado que se vuelve cada vez más formulaico con
los años?
Abre la novela con un escenario que por conocido carece de excepcio-
nalidad. Es el planeta Tierra en ruinas, o más precisamente, la civilización
occidental postmoderna arruinada. En términos geográficos y escénicos
nada nuevo hay aquí; las mismas calles vacías y ciudades abandonadas
que ya se han visto tantas veces desde los años ochenta. Solo cuando nos
acercamos a la homónima “ecoaldea” Cenital, refugio de unos cuantos
supervivientes de la hecatombe, es cuando se revela la apuesta “nueva”
de Bueso.
Cenital es descrita por el autor como una comunidad ecológica ubica-
da en medio de las montañas en alguna parte no especificada de España.
El tiempo de la narración es un futuro cercano y ucrónico en donde el
petróleo se ha agotado, trayendo consigo el caos y la caída de la civiliza-
ción occidental. En este espacio idílico, mitad tribal, mitad lowtech, los
habitantes de la nueva España han aprendido a vivir en comunidad y a
reciclar todo lo que les es posible con tal de seguir existiendo. A la cabeza
del grupo está Destral, protagonista indiscutible de la novela, y su mano
derecha, Agro, una especie de neo-hippie shamanístico encargado de los
cultivos y el trabajo con la tierra.
“Cenital“ de Emilio Bueso
MADRID: SALTO DE PÁGINA, 2012.
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A medida que avanza la novela se nos presenta al resto del elenco de
habitantes, una gran gama de seres humanos que van desde un ex militar
apesadumbrado hasta una niña muda traumatizada que vive en la basura
a las afueras de la aldea. Todos los personajes destilan una personalidad
única que lamentablemente solo llegamos a conocer de forma superfi-
cial durante los capítulos específicos dedicados a sus historias personales.
Más allá estas breves anécdotas, algunas más depuradas que otras, salvo
por Destral y Agro, el resto de los habitantes de la ecoaldea se acercan
a cumplir el papel de extras en una producción fílmica norteamericana.
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Desechables y desechados, su presencia pasa a ser rápidamente parte de
la escenografía de cartón que envuelve a la obra.
El protagonista, sin embargo, recibe una atención especial. Es posible
argumentar que toda la novela gira más en torno a este y a sus ambicio-
nes personales que a la ecoaldea misma o el posible futuro de la civiliza-
ción, lo que en sí no es algo negativo. Es notoria la voluntad de Bueso por
generar personajes interesantes, aún si son completamente superficiales,
siendo Destral su mayor apuesta en este sentido. Su función como prota-
gonista es la de ser el actor transversal a la narración y pibote de la mis-
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ma y sus tres tiempos narrativos, todos involucrados en mayor o menor
medida con su figura. El resultado es una efectiva profundización en el
carácter del personaje, relazando su relieve, aprendizaje y evolución, a
costo de un trato equivalente con el resto de los personajes, tristemente
reducidos a una sola nota o característica distintiva explotada por Destral
para su provecho personal.
A partir del enfoque narrativo en la historia del protagonista nos ente-
ramos de la génesis del proyecto ecológico antes de la crisis petrolífera, de
su pormenorizada discusión y planeamiento así como del procedimiento
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de reclutamiento de los primeros inversionistas y habitantes. Todo esto
acompañado de las constantes meditaciones personales de Destral, pre-
sentadas al lector en forma de threads de blogs publicados en internet
antes del apocalipsis informático/social, casi conformando una corriente
de la consciencia paranoide y demagógica. Y es esa quizás la debilidad
más fuerte de Destral: su tendencia a adoctrinar a los demás de forma
tan evidente y violenta – literalmente: uno de los futuros habitantes de la
ecoaldea es reclutado “a la fuerza” – que no llega en ningún momento
a cumplir con las expectativas que la narración le asigna como hombre
inteligente y astuto.
Carente de la personalidad atractiva y magnética de un líder, Destral
se nos revela más como un tirano en proceso de aprendizaje, un proceso
que si bien es gradual, Bueso extiende más allá de lo necesario, eliminan-
do la única sorpresa de su aventura en una revelación que poco y nada
tiene de interesante ni sorpresiva.
Una vez establecido el marco narrativo y la estructura de la novela
(pasado pre-apocalíptico, presente post-apocalíptico y narraciones atem-
porales en forma de threads de blog), la fábula comienza a avanzar lenta-
mente hacia el encuentro de Destral con el gran antagonista de la narra-
ción, Máximo. Es este encuentro en donde Bueso decide jugar sus cartas
más fuertes, recreando un debate filosófico-político profundamente sim-
plista entre los dos líderes, símbolos cada uno de diferentes vías de “pro-
greso” y “civilización”– Máximo de la sociedad guerrera del consumo y el
dominio del más fuerte, Destral de la sociedad ecológicamente responsa-
ble y presumiblemente democrática y pacífica.
Con el movimiento de Destral en el territorio de Máximo se produ-
ce un cambio total en la escenografía que por breves momentos llega a
destellar un brillo de cruda originalidad realista en el imaginario hasta
entonces estéril y plagado de lugares comunes de la España post-apoca-
líptica. La idea del encuentro con el Otro es interesante, si bien su pro-
puesta es abrupta y poco sutil.
Los argumentos son claros y efectivamente llevan a una interesante
discusión respecto al papel de la violencia y la convivencia humana, recor-
dando así a ratos las posiciones contrarias de Hobbes y Rousseau frente
al salvajismo. Es lamentable, entonces, que la resolución del conflicto sea
llevada a cabo por medios tan absolutamente trillados como los que esco-
ge el autor llegado el momento de la conclusión (a saber, violencia pura
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y dura para ambos bandos) negando así todo el impacto narrativo de la
discusión previa, tan cargada de ideología y discursos filosóficos, con el
giro narrativo más evidente y simple de todos.
En resumen, Cenital parece una oportunidad perdida. Prácticamente
ninguna de las ideas tras la propuesta narrativa son realmente originales
y algunas llegan a parecer especialmente inverosímiles, como la cuestio-
nable causalidad lógica tras el agotamiento de un recurso natural que
todo el mundo sabe que se va a agotar y su oscuro vínculo con la repen-
tina implosión social de Occidente. Esto se vuelve aún más grave por el
hecho de que, salvo por pequeñísimos intervalos narrativos dedicados a
los años directamente posteriores a la catástrofe, tenemos muy pocas
explicaciones de cómo, efectivamente, se desmoronó la sociedad. Bueso
aplaca este espacio en blanco con el tratamiento serio que le da al tema
de la escasez y la profundidad con la que aborda, desde una perspec-
tiva sociológica, las posibles consecuencias de una vida en una comuni-
dad post-apocalíptica, modificando sutilmente el punto de vista desde la
catástrofe misma a sus consecuencias.
Indudablemente la sección más fuerte de la obra se encuentra duran-
te el último tercio, especialmente en el encuentro entre Máximo y Destral
en donde se revelan múltiples vías alternativas para la convivencia y la
reconstrucción social entre diversos modos de producción. Que la reso-
lución sea la más obvia y cliché posible, solo revela una más de las tantas
oportunidades perdidas por el autor de revitalizar el género.
Por último, vale la pena leer Cenital a la luz de su propia constitu-
ción: como producto cultural del siglo XXI que reconoce, recoge y recicla
a consciencia muchos de los tópicos, espacios, temas y recursos de un
género que ha sido más que explotado durante mucho tiempo. Salvo
escasos referentes culturales, un poco de jerga y de vez en cuando alguna
mención geográfica, nada hay que revele a Cenital como una novela par-
ticularmente española. Es temática y estilísticamente tan consciente de
su pertenencia al mercado globalizado que ni si quiera intenta rebelarse
contra este ni renovarlo por ninguna vía, en cambio, abraza su consti-
tución homogeneizada a fuerza de tropos hollywoodenses e incluye a
España entre el repertorio de países cuyo temor apocalíptico más grande
es imaginar a Europa convertida en África Central, el terror a la inciviliza-
ción de un Primer Mundo tan inverosímil como el que Bueso destruye en
esta novela.
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“Matadero Cinco o La cruzada de los niños”
de Kurt VonnegutJORDI SELLARÈS
TRADUCCIó DE MARGARITA GARCíA DE MIRó
EDITORIAL ANAGRAMA, BARCELONA 2011
188 PàGINES
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Les seqüeles de la guerra deixen empremptes que no s’esborren fàcil-
ment. Sobre el col·lectiu i sobre l’individu. En aquest sentit, una de les que
més ha afectat, en tots els sentits, a vàries generacions de persones a tot
el món, pel seu impacte global i cost humà de vides, ha estat la Segona
Guerra Mundial.
Literàriament també s’ha escrit, i molt, sobre aquest conflicte i tota
la seva tragèdia: Anna Frank, Primo Levi, Vassili Grossman, Sven Hassel,
Gunther Grass, i un llaguissim etcètera. Tots els punts de vista han estat
coberts: víctimes de tots els bàndols, combatents, botxins, supervivents,
genocides i alliberadors. Recordar, o ser capaç de posar per escrit, la prò-
pia experiència en una guerra no sempre és fàcil. Generalment, com en
els casos anteriors, hi ha la voluntat de denúncia del genocidi, la redemp-
tora del que ha dut a terme o permès atrocitats, o la simple crònica.
Poques vegades, però, m’havia trobat davant d’una obra que combi-
nés la narració de la tragèdia amb un punt de vista tan irònic i carregat
d’humor negre com el que ens presenta Kurt Vonnegut a Matadero Cinco.
Kurt Vonnegut (1922-2007), escriptor nord-americà d’ascendència ger-
mànica, s’allistà a l’exèrcit (106 Divisió d’Infanteria) i caigué presoner dels
alemanys durant la Batalla de les Ardenes. D’allí fou conduït a la ciutat de
Dresde, on fou testimoni de l’enorme bombardeig aliat (febrer 1945) que
causà unes 25mil victimes. I aquest fet el marcà per a la resta de la seva
vida i de la seva obra.
Matadero Cinco, era precisament el nom de l’edifici (Schlachthof Fünf),
un antic escorxador, on Vonnegut es refugià i salvà la vida enmig de l’in-
fern. Aquest fet serà l’epicentre entorn el qual i per al qual girarà tota
l’obra, malgrat que el succés en sí mateix sigui només abordat amb peti-
tes pinzellades. I això perquè? Vonnegut, amb aquest relat marcadament
autobiogràfic decidí trencar amb els tòpics i amb les estructures habituals
de la novela de l’època, i amb una estructura esbojarrada, i un llenguatge
entre càndid, pessimista, cínic, i amb grans dosis de llunatisme, “aprofita
l’excusa” que li dona la seva pròpia experiència per retratar l’estupidesa
humana, mesclant la ciència ficció i l’humor negre amb la crítica social
més dura. Aquesta obra és literatura de l’absurd interplanetària.
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Tot plegat és absurd, no sembla que hi hagi aparent motiu o explica-
ció per a res. La guerra és absurda per se, els personatges són tot menys
heroics, les situacions bèl·liques o de rereguarda sòn d’un pessimisme i
cinisme que recorda a Céline; els viatges en el temps, amb el sentit direc-
cional d’una centrifugadora, o la visita abduida al planeta Trafalmadore,
que provoca un cert síndrome d’Estocolm alhora que serveix de talaia per
veure els mals endèmics del nostre planeta.
És un llibre estrambòtic, doncs, que es podria considerar ciència-fic-
ció amb grans dots, com diu Vonnegut mateix, d’esquizofrènia. Aquest
gènere literàri, sovint relegat a la categoria friki i òbviat pels mèdia i el
mainstream (i sort que en té), no obstant ens pot arribar a ajudar a enten-
dre molt millor... més que entendre molt millor (que també), a oferir crí-
tiques molt més àcides dels mals de la nostra societat que tota la riuada
de literatura realista, que se les pretén de transcendent però amb un tuf
d’autoajuda que fa venir basques.
Jo, humilment, m’uniré a la creixent host de frikis i ulleresdepasta
postmoderns i reivindicaré aquest autor. Vonnegut és a la categoria dels
primers espases com Orwell, Bradbury, Huxley, Capek o Burgess. És bo, i
està com una puta cabra.
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¿YA HAS PUBLICADO PARA PNH?
Si preferirías haber escrito para Orsay, Letras Libres, el suplemento del País o cualquier otro lugar donde te pagasen y en cambio estás en el índice de autores de Preferiría no hacerlo..., este no es momento de lamentarse y sí de enviarnos tu biografía (y enlace a blog o web si tienes) y una foto o imagen representativa
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y compañía.
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LEYRE CASTRO RAMOS
Leyre Ramos Castro, oriunda de San Sebastián, España, es ilustradora y licenciada en Bellas Artes de la Uni-versidad Complutense de Madrid. Viajera empedernida y asidua a los diarios de viaje, su visión estética bus-ca armonizar los opuestos culturales mediante las suaves pinceladas de la acuarela y los trazos a lápiz. Artista versátil, ha trabajado en proyectos de tipo freelance de diversa índole, des-de diseño de personajes hasta ilustra-ciones para videoclips, siempre a la espera del siguiente viaje que estimu-le su inquieta imaginación.www.leyreramoscastro.com
DAVIDE LOMEZ
“Nací en la Ciudad de México en 1985 y viaje con mis padres por el país durante más de una decada, desde entonces es la ciudad a la que amo volver. Estudie diseño gráfico y me espe-cialicé en diseño editorial, en el 2011 viaje a Barcelona para estudiar un master y los libros y revistas se volvieron mi pasión, lo mismo que la fotográfia, la danza, las pelis, los perros, la comida, los cocteles, viajar, cocinar, bailar, ir al teatro, los conciertos, las niñas... y todo lo que implique algo nuevo. Es por eso que el diseño es mi ideal, porque en cada proyecto tengo la exigencia de aprender algo nuevo, de no estar comodo y de no dejar de moverme, y al mismo tiempo puedo dejar un poco de mi, que al paso de los años me permita ver quien era, como era, que pensaba y cuanto he cambiado.”
JULIO G.
"Nadie importante, como todo el mundo".
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CRISTIAN RUBIO
Cristian Rubio Villaró nació el ocho de junio de 1981 en Barcelona. Licenciado en Historia en 2009 por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha cursado, también, provechosos estudios de escritura creativa, relato, guión y archivística. Actualmente es un her-moso becario de 32 años. Ha obtenido algunos pre-mios por sus relatos como el Primer premio en el “XXI Certamen Literari de Nou Barris”, dos veces el premio al mejor autor menor de 25 años en los “XXV y XXVI Concurso de Cuentos Villa de Errentería”, 1er premio en el “Certamen Literari Francesc Candel” (narrativa histórica), finalista en XVI Concurso de relatos cor-tos “Juan Martín Sauras” y 1er premio de relato en el “II Certamen Literari Grup d´Opinió Âmfora”. Cris-tian Rubio Villaró habló una vez en público, vio a sus abuelos en platea y se emocionó. Cristian Rubio Villa-ró ha perdido el conocimiento cuatro veces en su vida recobrándolo no una, ni dos, ni tres sino cuatro veces.
G.S.
Virgo, le gusta el color negro, el animé, el debate, los videojuegos, la ciencia ficción, la naturaleza y los animales. No le gusta la raza humana, las ciudades, el olor a alcantarillado y las clasificaciones. Viene de ninguna parte y va quién sabe a donde.
OLLíN RAFAEL
(Xalapa, México, 1983) Licenciado en historia, en la actualidad prepara su doctorado en Teoría de la Litera-tura y Literatura Comparada en la Universidad Autóno-ma de Barcelona, con la que aburre a todos sus amigos, pero más a sus enemigos, “La disolución del sujeto en la literatura postm...zzzzz”. Cuando escribe ficción intenta alejarse de ella pero no lo logra y crea relatos cada cual más aburrido y confuso. Es coeditor de la revista digital de creación literaria Preferiría no hacerlo, ha publicado diversos textos en ésta y otras revistas.
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J. DAMIÁN CORDONES
Damián Cordones (Arjonilla, Jaén 1980) ha escrito los libros de cuentos “Algunos seres plúmbeos”, “Ludos, ocio, gandula” y “Clarividencia”. El volumen de nove-las cortas “Lugar baldío en cabeza humana”. El libro de microrelatos “Ómphalos”. Las obras de poesía tituladas “Fabuloso cénit” y “Zerebro” y las novelas “Ornitorrinco” y “Bröste”.
RAQUEL MOLINA
“Nací en 1990 en Lleida. Soy filóloga hispá-nica y estudiante de Filología Catalana.De la literatura breve me atrae su ambiva-lencia: coquetea con la eternidad utilizan-do la fugacidad. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, es cierto, pero todos tene-mos esa pretensión divina de querer con-vertir lo bello en eterno. Si queréis leer otros de mis microrelatos os invito a entrar a: http://raquelmolinaangu-lo.blogspot.com.es/”.
ESMERALDA BARREYRO
Estudiante de Filología Hispánica en la Uni-versitat Autònoma de Barcelona. Dedica las horas que el estudio le deja libres a escribir en las paredes.
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JAVIER LERENA
Licenciado en Filosofía, ha dedicado su vida profesional a al sector audio-visual. Actualmente trabaja como crí-tico de cine en una televisión pública española. Participó en la antología “Manos a la obra, dos” (Fuentetaja, 2011). Sus poemas han sido publi-cados en distintas revistas: “Buenos Aires Poetry”, “Letralia”, “Palabras diversas”, “Almiar”, etc. El próximo Septiembre poemas suyos aparecerán en la antología “24 poetas tímidos” (Amagord). En la actualidad ultima su primer poemario.
FERNANDO ATIENZA
Nació en Barcelona en 1982 y ahí sigue, quieto como un clavo. Se le pasa la vida viendo películas antiguas y haciendo llamadas perdidas a sus ex. Subsiste sin empleo conocido, gracias a la beca Dolores Molina y a que come poco y siempre de prestado. Su poe-mario La mirada de los mil metros forma parte de un ambicioso plan para conquistar el mundo. Así le va.
INMA PONCE
Inma Ponce nació en Badajoz en 1986. Desde entonces aspira las s y las j, delatando su ascendencia meridio-nal, lo que a menudo resulta motivo de extrañamien-to y conversación en el septentrión de la Península. Tocó el violoncello durante algunos años. Comenzó Física en la Universidad de Extremadura, pero pronto la abandonó para trasladarse a Salamanca a estudiar Filología Hispánica. A día de hoy sobrevive en Barce-lona dando clases de español para extranjeros. En su tiempo libre intenta escribir para Preferiría no hacerlo pero la mayoría de las veces cae en la procastinación: leer y ver lo que recomiendan otros, preparar clases para guiris, el inmenso mundo de la red, la cocina y las ucronías absorben preferentemente su tiempo. Tiene tendencia al refrán y a expresiones que solo entienden en su casa; cree firmemente en la necesidad del punto y coma.
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JORDI SELLARÈS
Segons les cròniques va néixer accidentalment a la Ciu-tat Comtal fa uns 29 anys, però es reubicà un dia des-prés a la sagrada Ègara Imperial.Fascinat per tot allò estrany, llunyà i/o en ruïnes, enta-forà ben aviat el seu nas en llibres d’Història i de viat-ges, cosa que l’acabà precipitant a la carretera. Els seus periples, lluny de ser epopèics, li han portat no pocs maldecaps, però també algun triomf, com ara l’ines-gotable desig de conèixer més i més, cada cop més inclinat, coses de la vida, cap als móns de l’arròs, les espècies i els menja-tallarines, alhora que s’embarcà en l’atzucac de la llengua de Confuci.Pensa que per a escriure, abans s’ha de llegir, per això, com algun dels seus autors lloats, prefereix llegir abans que escriure. A tot estirar, escriu sobre el que han escrit els altres, reflexionant lluny dels fangars acadèmics, tal com ho faria, reprenent la seva devoció per tot allò arcaic, un Neandertal.
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PRóXIMO NÚMERO
Y en el número 14 de Preferiría no hacerlo hablaremos de LA CIUDAD…
Marco Polo, el gran viajero veneciano que unió oriente y occidente, le habla a Kublai Khan de las
ciudades que ha visitado mientras este lo escucha fascinado pues, aunque no le crea del todo, en esas
descripciones consigue discernir “la filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de
las termitas” escribe Ítalo Calvino. El Khan logra ver a través de las calles, las torres, los palacios, la
estructura del mundo. El gran emperador intuye que la tierra está hecha de sueños y ciudades invisi-
bles.Samarcanda, comienza Marco Polo, es una de las ciudades más antiguas y hermosas de la tierra,
sus jardines y palacios se elevan como la ligera bruma que en las mañanas del verano se alza de las
fuentes llenando las calles de las que va desapareciendo mientras el día avanza y los comerciantes
se apresuran para abrir sus tiendas. Es una ciudad de grandes riquezas pero en dónde la pobreza es
vista como un símbolo de sabiduría. Se dice que en Samarcanda la locura es una virtud, continua el
navegante, pues en ella todo toma forma. Durante horas, el viajero continúa, mientras las sombras
del palacio se vuelven más espesas, tanto, que al final solo queda la voz que parece salir del sueño
del Khan. Quienes van con Marco Polo saben que el viajero ni siquiera se acercó a la ciudad, pero ya
nada de eso importa. Así el Khan va cayendo en un profundo sueño en el que recuerda los versos de
Jayyam: no trates de lograr la dicha, que la vida/ Dura lo que un suspiro. El polvo de Djemischid/ Y Kai.
Kobad, al sol bailan en remolino. / La vida, el mundo, solo son ficciones y sueños. Porque somos hijos
de un tiempo en el que lo oculto ha pasado de estar contenido en las regiones ignotas de la geogra-
fía a encontrarse encerrado en el interior del ser, creemos que la ciudad constituye uno de los temas
literarios más significativos. Creemos que lo extraño al pasar de estar en el ámbito de lo salvaje y lo
natural a encontrarse en las intersecciones, en las líneas rectas, cortantes y pesadas de lo salvajemente
civilizado abrió nuevas rutas de la narración. Lo secreto se trasladó del bosque a la cristalidad pétrea
de los rascacielos y ya en nuestras pesadillas, incluso en las peores, el sitio de la confusión y la pérdida
ya no tiene la forma del secreto rural sino la de las calles vacías de ciudades sin nombre que se inclinan
bajo la sombra de enormes chimeneas industriales de las que emerge un humo sucio y amarillo que
vuelve plúmbeo el cielo.Pensemos en cómo hemos pasado de contar preeminentemente historias de
viajes, en donde el viaje geográfico constituía el motor de la narración, como en el viaje de Ulises, a
narrar el trayecto interior de un personaje a través de las calles de Dublín, o la violencia salvaje de
Ciudad Juárez, o las ciudades invisibles de Calvino. ¿Qué nos atrae de las ciudades? ¿Qué constituye
una ciudad? ¿Cuál es el hilo que une las primeras ciudades mesopotámicas con la ciudad del futuro?
Ur, Babilonia, Samarcanda, Barcelona, Santiago, DF.
“En el próximo número de Preferiría no Hacerlo proponemos como tema central la ciudad como
espacio, como tema, como pesadilla, como anhelo, como una parte más, interna o externa, de lo que
constituye al ser humano. A partir de ahí, cualquier cosa es posible”.
Esperamos vuestras colaboraciones desde ya mismo hasta el 30 de octubre de 2013.
Enviadlas al correo de la revista: elartistadelhambre2009@gmail.com
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DIRECTOR: Enrique Bartleby
CONSEJO DE REDACCIÓN: Inma PonceLaia PajueloOllín Rafael Cristian RubioG.S.Julio G.Alfredo Gúzman
ILUSTRACIONES Y PORTADA:Leyre Castro Ramos
DISEÑO:Davide Lomez
EDICIÓN WEB:Enrique Bartleby
ASISTENCIA INFORMÁTICA:Oscar RubioJesús Valenzuela.
AÑO IV AGOSTO 2013 NÚMERO 13
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