la hora de leviatÁn
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LA HORA DE LEVIATÁN.
JOSÉ ALEMANY
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Año Copyright: 2009Aviso Copyright: por José Alemany. Todos los derechos
reservados
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ISBN:
LA HORA DE LEVIATÁN.
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“Nous courons sans souci dans le précipice après que nous
avons mis quelque chose devant nous pour nous empêcher
de le voir”
(Pascal, Pensées)
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PRIMERA PARTE
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I
Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama,
o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian
también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los
instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se
halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se
rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que
acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin
consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro
costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud
insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los
colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la
serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues
con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí,
una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba
era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la
sucursal.
Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me
dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas
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así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía
tomada la decisión.
Deseo permanecer en el más absoluto anonimato.
El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro
era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el
significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche
que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de
hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo,
mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar
formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio
una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro.
Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse.
Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de
colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro
modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una
camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras,
más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa
angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había
sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan
ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello
pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar
mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda
prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia,
a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida
todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo.
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Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había
tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo,
renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso
abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno
hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi
epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno.
Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable
por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces
reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin
complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio
físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis
relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille
confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que
brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía
endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos.
Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había
convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa.
Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y
conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o
para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero
la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra,
viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando
plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún
temor.
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Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de
posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que
me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba
de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría
precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que
deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con
cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna
reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio
para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo
durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las
circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo.
Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle
del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto
de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia
considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para
transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé
de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más
amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos
ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a
mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en
un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres
con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me
provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú,
cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una
cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese
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desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia
ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que
tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el
suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi
cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante.
Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis
hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las
mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté
profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que
ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la
esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie
miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta.
Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra
muros la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan
comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento.
Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse
delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres
direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa.
Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me
traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso.
Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera
instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las
arreglaría.
De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de
Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió
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favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda
respuesta, le mostré los billetes.
A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía
en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía
escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a
un número determinado.
Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi
inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi
llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con
la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas
de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono
móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en
efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una
función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona
visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se
produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán.
Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver
a dónde se dirige.
Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla.
Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En
efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era
todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía
en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre.
Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese
día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención
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sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando
el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas
acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente
a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam,
pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me
convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión
geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se
hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me
devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una
cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí
hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve
ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en
realidad mi mente estaba ya tejiendo a sus anchas el complot.
Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa
besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante
pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo
el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía
perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y
vasto bolsillo.
Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta
porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua
delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable,
interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué
un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las
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gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le
hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba.
¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego
veremos.
Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero,
retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa.
Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana
Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo
menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no
saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad
más clemente.
En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin
mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y
resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta.
De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de
tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto
de sorpresa.
Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le
compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera
que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que
decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de
qué presumes y te diré de qué careces, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia
que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los
almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al
que acudían mi mujer y su amante.
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No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento
del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho
expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el
escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas
direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni
perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta
sanctorum hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la
suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la
oficina.
La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una
satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya
propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el
cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de
dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido
hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por
cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada,
especialmente la que es dirigida contra nosotros.
Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía
aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro.
Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis
comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una
mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la
pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo
adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo
cariacontecido. Sin embargo, en mi fuero interno, la gran preocupación era que no se
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desbordara una carcajada homérica que se iba inflando peligrosamente a medida que pasaban
las horas. Hubo otros, menos discretos, que provocaron algunas fricciones por aquello de me
has mirado de una manera rara, hoy no me gusta en absoluto tu sonrisa y ¿tendré yo monos en
la cara o qué? Así hasta que el mismo que le prestara su chalet en la montaña para sus proezas
de macho, le sugirió que consultara su correo electrónico. Cuando lo hizo, se le coló en el
cuerpo la pestilencia de un mal aire que le adscribió la propia palidez de un cólico hepático.
Noté que de repente le había crecido la barba y se le habían hundido las mejillas. Salió
precipitadamente, sin mirar a nadie, tambaleándose y tropezando con todo, como un borracho,
o peor, como alguien a quien han inoculado el veneno de la muerte, para ya no volver más.
Tras su paso se arremolinaba el mismo tufo con sabor a musgo que esparcen los coches
fúnebres. Mientras presenciaba esa retirada atroz, no pude evitar un breve escalofrío. Pero se
lo merecía, me apresuré a musitar para el cuello de mi camisa.
A los dos días nos enteramos de que, al llegar a casa, se había colgado de una lámpara.
Entonces ya pude decirle a mi mujer que la dejaba para siempre. No protestó. En su mirada
podía leerse con toda claridad la interrogación ¿has sido tú, verdad? Con la mía procuré
responder ¿quién iba a ser si no? Pero nada de eso fue dicho con palabras. Di media vuelta y
sin coger ni una sola prenda me fui.
En la fábrica, todos cuantos se hubieran sentido avergonzados de hablarle el día en que se
divulgó el mensaje con el fichero audiovisual, e incluso quienes hicieron comentarios
sicalípticos a sus expensas, una vez conocida la noticia de su dramática desaparición,
encontraron que había sido víctima de un depravado complot, los complots siempre son
depravados cuando no los urde uno mismo, y si bien no pudieron santificar la imagen de
quien habían visto, con la nitidez que otorga la tecnología de punta en el dominio de la
captación y reproducción de imágenes y sonidos, gemir de placer por obra y gracia de un ruso
largo como un día sin pan que le daba tremendos empellones por detrás, al menos la
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beatificaron. El finado había sido en vida un pretencioso, pero tampoco carecía de cualidades.
En fin, la pregunta que estaba en los labios de todos era ¿quién habría sido el cabrón capaz de
hacer una cosa semejante? En cuanto se agotan las posibilidades de una víctima, hay que
pasar a la siguiente, de inmediato, sin pérdida de tiempo. Y si se encuentra una relación de
causalidad entre ambas, miel sobre hojuelas. El pueblo siempre será el mismo, desde el
civilizado pueblo romano, ronco de tanto pedir sangre en las arenas de los circos, hasta los
zafios obreros de hoy, orgullosos de que la televisión transmita a la ciudad y al mundo los
berridos que profusamente dan en los estadios de fútbol, pasando por los espectadores de los
autos de fe, bien provistos de aloja y toda suerte de vituallas, la historia rebosa de ejemplos.
El vulgo necesita chivos expiatorios en quienes castigar las faltas que no ha osado cometer.
Resulta sorprendente cómo las palabras, muchas veces, transportan un agua que el oyente ha
bebido ya. Ello puede percibirse muy bien cuando, bajo determinadas circunstancias, las
injurias más viles e hirientes pueden transformarse en calurosos y halagadores cumplidos. Lo
que pude disfrutar de mi anonimato durante aquellos días, también es difícil expresarlo con
palabras. Pues bien, en ese clima de agitación colectiva dentro de la fábrica, el individuo que
les había prestado el chalet comenzó a mirarme con una insistencia que no era en absoluto de
mi agrado, porque me hacía imaginar cosas y yo detesto imaginar cierto tipo de cosas que me
pueden llevar muy lejos. Claro que por aquel entonces ya me hallaba en situación de mandar
el empleo y a todos los demás empleados y jefes y otras hierbas a hacer gárgaras, mas no sin
atraer poderosamente la atención sobre mí y correr el riesgo de que no solamente ese tipo sino
otros establecieran una concatenación entre ambos hechos. Presumí que mi acto contravenía
en algún punto el código civil, si bien ignoraba cuáles podían ser las consecuencias. Sea como
fuere, acto legal o ilegal, inmoral o de restablecimiento natural de la justicia, lo cierto es que
había culminado en muerte de hombre y ello nunca deja de impregnar la piel del responsable,
directo o indirecto y por muy respaldado que esté por la legislación vigente, verbigracia un
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verdugo, de un brillo malsano, como si se tratara de la piel de una serpiente o de un sapo. Así
pues opté por la prudencia. Decidí continuar durante algún tiempo en la fábrica. En cuanto a
él, debía hacerle comprender sin ambigüedad que su interés se centraba sobre todo en
mantener la boca cerrada
Desde la habitación del hotel, me puse a observar las bandas de extranjeros que pululaban
alrededor de la estación de autobuses. Compré unos buenos prismáticos y los acerqué a una
distancia confortable para un estudio sistemático. Vivían del chantaje que les hacían a los
automovilistas, temerosos de dejar sus vehículos flamantes rodeados por gente de semejante
calaña, curiosa confirmación de la creencia popular de que donde está el veneno se halla
igualmente el antídoto, también, cuando la ocasión se presentaba, de pequeños y discretos
robos a viajeros desorientados que llegaban por primera vez a la ciudad. Ellos mismos se
encontraban posiblemente examinando aún los parajes contiguos al punto en que habían
echado el ancla, pues todavía no llevaban trazas de hallarse incrustados en el tejido de la
sociedad local, de buenos o de malos modos. Temían a la policía, entre otras cosas porque no
debían tener la documentación en regla. Sin embargo, parecían comportarse en función de una
cierta organización que, poco a poco, fue revelando su naturaleza casi militar, la cual podía
observarse mediante la regularidad de los relevos en las diferentes actividades, la eficaz
transmisión de las consignas y también porque, tras unos pocos días de examen, quedó
patente una cierta jerarquía entre ellos. El que irradiaba más carisma era un tipo con toda
probabilidad eslavo, de talla media, o quizá un tanto inferior a la media, seguido, cual sombra
crepuscular, por un magrebí inmenso.
Cuando me consideré preparado, cogí el coche y enfilé la calle objeto de mi estudio,
aminoré la marcha, puse el intermitente izquierdo a fin de manifestar mi deseo de aparcar.
Enseguida surgió de entre la fila de vehículos un joven berberisco para indicarme con
solicitud ambigua la plaza libre que, por derecho propio, me correspondía. Una vez
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estacionado el vehículo a la sombra de unos árboles, cogí “El idiota” de Dostoievski y me
apeé. El moro no estaba allí pasando un calor de María Santísima para sentirse como en su
casa, el moro sabía que yo sabía que no lo necesitaba a él en absoluto para estacionarme en
ese lugar, puesto que estaba libre a mi llegada. No obstante, el moro tenía todo el aspecto de
albergar el profundo deseo de que le diera una moneda, no por nada, eso era evidente para
ambos, y en ese aspecto se hallaba justamente la madre del cordero, sino tan sólo porque él
era un moro que acababa de usar de su innegable prerrogativa de cruzar el estrecho, de
plantarse en Europa y de exigir techo y sustento, para empezar, como preámbulo
indispensable y fastidioso a los coches y mansiones de lujo, en otras palabras, el oro y el
moro, pero yo no tenía por qué pagar por los sueños de los otros, por muy legítimos que
fueran, acaso también porque, si no se la daba, tal vez a mi regreso me encontrara con el
coche rayado o el cristal roto o los neumáticos pinchados o con cualquier otra lindeza
semejante, la imaginación de uno y otro podía empezar ya a trabajar en ese sentido. Sí, la
imaginación puesta a contribución en un asunto tan marcado por el lucro más primario, ahí
estaba tal vez el lado absolutamente genial de la cosa. Había, en realidad, pocos factores en
presencia sobre los que efectuar una inversión, tal vez uno solo, lo que él y yo podíamos
imaginar.
Puesto que todo estaba previsto, le di su moneda con desprendimiento, pero no me fui hacia
el interior de la estación de autobuses como sin duda había imaginado, sino que me senté en
un banco público situado a muy pocos metros, a la sombra también. Será pronto todavía para
que llegue el autobús que espera, debió decirse el magrebí. Abrí el volumen, dejé la señal
entre la última página y la tapa posterior y me puse a leer, realmente. El moro se aburría.
¿Qué lees? El idiota. Se quedó un tanto perplejo. A lo mejor hasta creyó que le había
contestado mal para que me dejara tranquilo, pero no dijo nada, dio la impresión de olvidarse
de mí. Lo mismo hice yo a propósito de él. Un idiota que lee El idiota, un pavo paseándose
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por las calles en el día de Navidad, un cordero entre los lobos, cuando éstos se den cuenta se
les meterá en una muela. A no ser que venga pronto el autobús. La tiene clara, como no le
llegue pronto su autobús. En fin, con su pan se lo coma, yo no estoy aquí para ocuparme de
corderos, ni de pavos, ni de idiotas, sino para atender mi negocio y cuidarme yo mismo de los
lobos. Hablando de lobos, se acercó uno y le dio un bocadillo y una cerveza de litro. Se puso
el primero entre las piernas y las apretó para sujetarlo. Luego intentó desenroscar el tapón de
la botella sin conseguirlo. Quise permanecer imperturbable, tratando de enfrascarme en la
lectura, pero acabé sufriendo tanto o más que él por su aparente fracaso. Al final, derrotado,
se vino con la empecinada botella hacia mí. Estuve a punto de aconsejarle que, en ciertos
ambientes, resulta preferible pasar un poco de sed, en espera del momento oportuno, antes que
descubrir uno su debilidad. ¿Puedes abrirla? Tengo las manos sudadas. Yo sí que no podía
permitirme mostrar debilidad, tanto más cuanto que aquellos a los que estaba aguardando ya
se habían instalado en el banco contiguo y observaban la escena, de modo que opté por
auxiliar a la fuerza con un poco de industria. Saqué un pañuelo de papel, envolví el tapón, lo
agarré con todas mis fuerzas, procurando, eso sí, que no se notara, e imprimí con la muñeca
un giro tan violento que lo hizo crujir como si le hubieran arrancado a alguien una muela. Le
alargué una botella totalmente vencida y consintiendo en entregarle hasta la última gota de su
contenido. Le impresioné tanto que me propuso beber yo el primero. Decliné cortésmente el
ofrecimiento.
La operación, como dije, no había pasado desapercibida en el banco vecino, sino más bien
al contrario, había sido seguida con la máxima atención. No obstante, a mí lo único que me
interesaba era la lectura de mi autor favorito, o al menos eso quería dar a entender.
¿Qué lees? Alcé los ojos y vi la mole formidable de un inmenso pedazo de magrebí. A su
lado se hallaba el hombre que había estado esperando, el cual no le llegaba más arriba del
pecho. El idiota y le miré de hito en hito. Alargó una manaza entre cuyos dedos morcillones la
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obra maestra de Dostoievski parecía uno de esos libros en miniatura que venden en las ferias.
Le dejé hacer, impasible. No está en español. Formuló esta observación como si el hecho de
no encontrarse el libro en el idioma esperado fuera una prueba determinante contra mí. En sus
ojos color miel había un reproche altivo. Se trata de una versión francesa del ruso, lengua en
que se escribió el original. Su seguridad pareció tambalearse levemente. ¿No eres tú español?
Sí, lo soy. ¿Y lees el francés? Claro, de lo contrario hubiera sido completamente estúpido
comprarme el libro en esa lengua. Volvió a hundirse en la lectura, pero esta vez con una
concentración extrema. Yo también aprendí el francés ¿sabes? Cuando era pequeño, en la
escuela. Este argumento pareció reconciliarle una brizna conmigo. Se puso a silabear con
mucho esfuerzo el texto, como un niño enorme. Sonreí sin ironía alguna. Al contrario, mi
sonrisa tenía la vocación de ser una recompensa sincera a su aplicación. Pero en cuanto se
relajó su atención le pedí que me devolviera el libro. Desapareció enseguida la expresión de
agotamiento y beatitud que había quedado impresa en su rostro. ¿Por qué? Porque es mío.
Esta vez fui yo quien alargué la mano y lo cogí suavemente de entre las suyas, sin dejar de
obsequiarle con la misma sonrisa. En esa ocasión era él quien me dejaba hacer, con toda
probabilidad porque estaba dudando entre aplastarme ya como un mosquito contra el suelo o
aguardar todavía un poco a ver qué partido se me podía sacar de otro modo, algo así como
quien se pregunta ante un pedazo de carne asada con qué salsa se la comerá. Pero su
acompañante le tiró suavemente de la manga. Vamos. Claro, pensó que esa seguridad no
podía tenerla por mí mismo. Debía esconder un as en la manga. Era un policía y estaban
siendo observados por una brigada de ellos armados hasta los dientes. El magrebí comprendió
enseguida las razones de su jefe, porque no se es jefe por nada y normalmente suelen estar en
lo cierto, así que su mole obedeció tambaleándose más que nunca, tal vez dándome a entender
que si se había acercado a mí y me había hablado de esa manera era sólo porque estaba algo
borracho. Yo, en cambio, sabía muy bien que no había bebido nada, ni siquiera agua. Que lo
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que más deseaban ambos en ese momento era un interminable trago de agua fresca. Venid
conmigo. Me levanté. Ellos estaban, los dos, convertidos en estatuas de sal, viéndose
esposados, camino ya de su país de origen. No tengáis miedo, seguidme. Y eché a andar.
La paliza debió ser morrocotuda. Sólo de imaginarla me dan escalofríos por todo el cuerpo,
pues la consecuencia fue un mes entero de ausencia en el trabajo y una mirada de gato
escaldado a su regreso; en un principio ante todo el mundo, después únicamente ante mí. Era,
al mismo tiempo, la mirada de aquél que ignora por completo de dónde le viene la pedrada y a
la vez tiene la más absoluta seguridad de ello. No obstante, no me hallaba en absoluto
inclinado a ayudarle en lo más mínimo a resolver la paradoja. Le legué con encomiable
generosidad ese bien intelectual y me desentendí plenamente de él. El personaje no daba
tampoco para más.
Bien, heme de nuevo sentado en un banco de la plaza de las colipavas, teniendo por
momentos la sensación de que toda ella era un barco cabeceando de proa, rumbo a otros
mares. Probablemente del sur, a juzgar por el calor que hacía. Consideré cuán rápidamente se
había cumplido mi venganza. Tan fulgurante había sido el proceso, que no me dio tiempo para
evolucionar mentalmente. Porque, a decir verdad, apenas hube alcanzado mi propósito,
comencé a sentir que todo había sido una lamentable pérdida de tiempo, una rémora, un
residuo de una vida anterior que duró un momento, después de operada la transfiguración,
pero que, para entonces, ya se había disuelto en el ambiente sin dejar rastro.
Cuán lejos me encontraba, sin embargo, en aquél entonces, de comprender el alcance de mi
error. Qué poco sospechaba la importancia de tal acto, aparentemente poco menos que inocuo,
así como del engranaje, para mí todavía invisible, de causas y efectos que acababa de poner
en marcha. Ahora bien sé que con aquella venganza gratuita había puesto la piedra angular del
edificio que, con el tiempo, se derrumbaría sobre mi cabeza. Pon bien la primera piedra,
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porque como no se ponga bien esa primera piedra, el edificio entero caerá sobre la testa de su
autor. La primera causa, prefigura la dirección del último efecto.
A pesar de ello, no dejaba de maravillarme la facilidad con que había planeado y alcanzado
mis objetivos. Acababa de descubrir en mí una cierta capacidad para crear realidad, así como
los utensilios con lo que ello puede llevarse a cabo. Cierto que no dejé de preguntarme para
qué diablos podía servirme cambiar de realidad, si la que se presentaba resulta que al final me
convenía por sí misma. ¿Quién lo hubiera dicho? Y fue entonces cuando me respondí que
para entretenerme, acaso para divertirme. Si bien, dado que por aquellas fechas todavía no
había llegado a aburrirme de mi nueva situación, olvidé pronto semejante asociación de ideas.
Si esa plaza me hacía pensar en un barco, el barco tenía su marinero, un tipo orondo,
congestivo, de buen natural, a quien una cojera blanda le imponía al andar un movimiento
ondulante y lento como el de una babosa. Lo bauticé enseguida con el nombre de Mefiboshet,
el hijo patojo del rey Saúl. Ya David debía llevar años sentado en el trono, concluí, pues
Mefiboshet frisaba la cincuentena. Supuse que le habrían permitido conservar tres o cuatro
pertenencias de su padre para que no se hallara en la más absoluta miseria, lo suficiente como
para satisfacer, por sus propios medios, las necesidades más elementales, ya que al fin y al
cabo descendía de un Ungido. Y acto seguido todo el mundo en el reino debió olvidarse de él,
pues no representaba el menor peligro. Mefiboshet se pasaba las horas muertas en la plaza de
las palomas, observando el juego de petanca como si fuera el Roland Garros, conversando
parsimoniosamente con cualquiera, o simplemente sumido en gran meditación, tal vez
recordando los serrallos reales que había espiado durante su niñez. Para mí, Mefiboshet se
puso a representar una vida tan insignificante como tranquila que, pensándolo bien, no carecía
de atractivo y tampoco estaba al alcance de cualquiera en plena sociedad neocapitalista.
Encarnaba el opuesto perfecto a su padre Saúl, era el mismísimo sentarse a la sombra de la
parra y de la higuera para ver pasar unas horas que sólo se distinguen entre ellas por detalles
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nimios de luz o de color, el ala de una paloma sorprendida en una posición nunca vista, una
hormiga acarreando un grano de trigo; al cabo, una ligera variación de temperatura.
Mefiboshet siempre estaba allí para erigirse como símbolo de un cierto estilo de vida, para
facilitar con su presencia una eficaz meditación sobre el mismo, siempre que a uno le venga
en gana reflexionar a propósito de las cosas verdaderamente importantes de este mundo.
24
II
Tendido en la tumbona, observaba ya sin demasiado interés los manejos de los extranjeros
en la calle de enfrente, los prismáticos al alcance de la mano, pero sin utilizarlos apenas. Allí
estaban, encaramados como gallináceos a los respaldos de los bancos de madera, escuchando
con reverencia los secreteos de Milos que recorría los distintos grupos, seguido
indefectiblemente por su descomunal mameluco, dando órdenes acaso. Pensé que no volvería
a tener necesidad de ellos, pero me confortaba el hecho de que estuvieran ahí, como quien
dice disponibles ante cualquier eventualidad, como enlazados a mi cuenta bancaria. A veces
alzaba la cabeza para comprobar que la tierra se los había tragado a todos de repente y es que
la policía se había puesto a patrullar la calle o iba a hacerlo de un momento a otro. Vida de
forajido, salpimentada por la emoción y la contingencia. Yo, por el contrario, dejaba vagar
despreocupadamente mi mirada en otra dirección, hacia lo alto, hacia esos bloques de lujosos
apartamentos cubiertos de hiedra y flores, de ficus y de geranios, como prismas verticales,
como jardines colgantes de una nueva Babilonia. E iba asimilando poco a poco la idea de que
en ese mundo donde lo vegetal y lo digital se entrelazaban me aguardaba una nueva vida,
hecha con una calculada y bien pesada mezcla de ocio, aventuras y cierta búsqueda por el
momento vaga, con un objeto todavía sin determinar, si bien seguro de que no tardaría en
aparecer, para fundirme con él y así dar al fin sentido a mi vida, para galopar sobre él como a
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lomos de un centauro y alcanzar parajes fabulosos, poblados por criaturas de una renovada
mitología y sobrecargados de riquezas sin tasa.
Sí, así sucede siempre, ignorando que cuando se entra en una espiral, sólo se puede salir por
el otro extremo. Cuanto más intensamente se pretenda a la perfección, más poderosa resulta la
apelación a un mal proporcionado. Cada cual encierra en sus entrañas el germen de su propio
Leviatán y lo alimenta con su soberbia.
Me dejé caer en el respaldo y cerré los ojos. Gradualmente, petatillo, gradualmente. Ahora
ya sabes que es posible y antes ni siquiera se te habría ocurrido imaginarlo. La paciencia que
debes observar por poco tiempo forma parte ya de tu nueva vida. La paciencia es la artesana
de las construcciones más sólidas y el tributo que se le paga te es devuelto siempre al
céntuplo. No obstante, algo se puede gastar en una sociedad de consumo sin levantar
sospechas. Habían transcurrido varias semanas desde el gran avatar y todavía no me había
permitido la más mínima compensación por toda una vida de restricciones, exceptuando, claro
está, la desafortunada dispensa a favor de la venganza. Levántate de la hamaca, pingajo. No
vayas a aburrirte, teniendo un Potosí a tus pies.
Mientras atravesaba en diagonal el parque contiguo al hotel, para tomar la avenida que
conduce al centro de la ciudad, bajo un auténtico diluvio de destellos, encontré que me urgía
comprar las gafas de sol más caras que pudiera encontrar en el mercado y si me sentaban bien,
tanto mejor. Luego, con ese delicado par de filtros de luz ante mis dos ojos, noté que el
mundo me irritaba un poco menos. Cuando sea verdaderamente rico, no en potencia sino en
acto, tal vez me reconcilie con él. La indumentaria ahora, veamos. Por lo pronto, debía
tratarse de algo informal, por supuesto, pero, eso sí, elegido entre lo más costoso y exquisito
del catálogo de las mejores marcas. Detalles nimios, cierto, pero con ellos ya no era lo mismo.
No exactamente. Envuelto en esa tela fresca y crujiente, montado en esos zapatos rechinantes,
uno se siente nuevo como un adolescente que se estrena en la vida. Tras el cambio de piel, me
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fui deslizando por las calles con una conciencia más ligera, vaciada de todo, excepto de lo
esencial, de aquello que sirve para conservar una identidad.
Fui a parar, o fui a buscar, no sé muy bien, al banco de la plaza de las palomas como quien
llega a una sala de espera y me puse a soñar despierto. Seis meses me impuse como plazo
antes de comenzar de veras mi nueva existencia. Calculé que, tras esa razonable moratoria, el
asunto habría perdido una gran parte de la sensibilidad que aún llevaba adherida; en nuestros
días el mundo va muy deprisa, lo que hace una semana apareció en los titulares de todos los
periódicos, de los diarios hablados de radio y televisión, hoy está olvidado. Incluso mi mujer
habrá comenzado a abordar su biografía con arreglo a otros presupuestos. Convenía, sin
embargo, ir tomando algunas decisiones. Tal vez fuera pertinente cambiar de ciudad. O mejor
todavía, empezar por gustarlas todas, incluidas las del extranjero, y decidir después.
En esas y otras comediciones me hallaba cuando noté que alguien se disponía a sentarse a
mi derecha. Alcé los ojos y vi que era Milos. Luego me sorprendió menos que otro cuerpo,
mucho más voluminoso, se posara a mi izquierda.
¿Te gusta esta placita, verdad? Yo también vengo algunas veces ¿sabes? Hay niños y viejos
y a mí me encantan los niños y los viejos. Los de edades intermedias menos, porque con ellos
tengo que hacer los negocios. Ya sabes que con los negocios hay que ser duro, si no quieres
que te coman como si fueras un boquerón. Ah, pero los niños a mí me relajan y los viejos
también. Sobre todo que aquí da gusto oírlos hablar, porque se pueden escuchar muchas
lenguas. A veces la mía. Pero cuando se ponen a hablar todos juntos, lo hacen en un español
perfecto. ¿No te has fijado? Sí. Yo no puedo distinguirlos de los verdaderos españoles ¿y tú?
Tampoco. Y es que lo aprenden en la escuela, con los otros niños españoles. Pero no olvidan
la lengua de su país, que también la hablan muy bien. Da gusto venir aquí y escuchar todas
esas hablas diferentes y, de repente, como si un director de orquesta levantara una batuta, todo
el mundo se pone a hablar un español que a mí me da mucha envidia porque, después de cinco
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años, todavía no consigo deshacerme de este acento del demonio. Lo único que se me ocurre
contestarte es que cabe desearles un mundo menos cruel que el presente, en el que no sólo se
comprendan, sino que además se entiendan. No lo tendrán. Del hombre sólo se puede esperar
ideas, como el cristianismo, el comunismo, pero no que las cumpla después. Eso es otra
cosa…. Una cosa es predicar y otra repartir trigo ¿eh? ¿Qué? Digo que estoy de acuerdo
contigo. Me refiero a la justicia social, porque en cuanto se trata del beneficio propio,
cualquier idea, por insensata que sea, la concebirá y la llevará a cabo. Eso ha producido a
veces buenos resultados. A veces buenos, a veces malos, en la mayor parte de las ocasiones
buenos y malos a la vez. Ése es el hombre, así somos todos a la primera oportunidad y así
serán estos chavales a los que ahora, en la tierna edad, parece que sólo les falten las alas de las
palomas para ser ángeles. Ángeles los hay buenos y malos. Sólo los ángeles pueden ser
buenos o malos, nosotros no. Aquí, en vuestro país, las leyes son lo suficientemente ambiguas
como para que pueda manifestarse sin agobios la verdadera naturaleza humana, mixta en su
substancia y también en sus actos; claro que debe guardar un equilibrio, los errores se pagan,
por eso mismo no hay que cometerlos. No tienes más que fijarte en la nueva Babilonia, una
nación gobernada por la mafia. Al menos no hay hipocresía; en el país del que yo vengo, en
cambio, todo era oficialmente perfecto. En éste, por el contrario, comenzamos a desconfiar de
todo lo que no está viciado, pues no hay término medio. Lo hubo, por ejemplo, en la antigua
Roma, donde prevalecía el concepto de la virtud. Léete la historia de Roma (y la de Grecia),
no los tratados de sus filósofos. Eso es como haber leído a Marx y a Engels e incluso a Lenin,
sin haber vivido en la Unión Soviética o en cualquier otro país de su antigua órbita. En
occidente la solución consiste en saber crearse una vida privada. Justo, tú lo has dicho; y la
tuya, tu vida privada, no deja de ser interesante y misteriosa. ¿Sí? Pues sí….hay algunos
puntos que no llego a entender. ¿Y te interesan? El gusano de la curiosidad, se mete en todos
los cuerpos. Yo no pretendo ocultar que soy un hombre curioso, al contrario, he aprendido a
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prestar atención a mi entorno y no estoy arrepentido de ello, lo que se cosecha es siempre
superior a las molestias que se invierten. Por ejemplo, en tu caso me sorprende mucho que un
simple empleado pueda permitirse el placer de la venganza, privilegio de los ricos o de los
poderosos. Y a ti ese capricho te ha costado bastante caro, según he llegado a saber….. Me
guardé mucho de pedirle confirmación pero comprendí que no se refería únicamente a la
paliza que ellos mismos entregaron y, por supuesto, cobraron. Puesto que entramos en ese
terreno, o mejor dicho, quieres que yo entre, he de decirte que también a mí se me abren
algunos interrogantes respecto a tu persona. ¿Ah, sí? Sí. ¿Puedo saber cuáles? No comprendo
cómo un simple esbirro, que vive del robo y la extorsión y a veces de la concusión, pueda
permitirse pensar tanto. Una actividad mental tan intensa no suele convenir a ese particular
negocio.
Al levantarme, les di la espalda durante unos segundos. Estábamos en la plaza de las
palomas, rodeados de niños y ancianas tomando el sol. A Milos le gustan tanto los unos como
las otras, en la paz de esta plaza recoleta. Tal vez le recuerde algún lugar semejante de su país
natal, también a orillas del mediterráneo. Podía concederme ese desplante. Me volví, sin
embargo, hacia ellos. Los encontré a ambos todavía sentados, distendidos, con la sonrisa
apacible de dos inmigrantes que vienen a conversar con sus madres y ver jugar a sus hijos,
después de una dura jornada de trabajo. Hice mutis y los dejé, al parecer muy a su sabor,
como si nunca hubieran roto un plato.
Demasiado listo, ese Milos, para ir suelto por ahí, al mando de una tropilla clandestina.
Debía mudarme a toda prisa al otro extremo de la ciudad. Era preciso encontrar un domicilio
provisional lejos del hotel y olvidarme por un tiempo de la plaza de las palomas.
Durante mis horas de ocio, me dediqué pues a buscar activamente una vivienda. No podía
sino tratarse de algo modesto, acorde con mi situación aparente. Pronto encontré lo que me
convenía, una casa áspera, más bien estrecha, y algo desvencijada, con un jardín de
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proporciones medianas en un estado de absoluta incuria, abarcado por una gruesa cerca de
mampuesto que parecía tan vieja como la muralla del poblado en que vivió Matusalén y
situada en un barrio de las afueras. La amueblé someramente antes de sentar mis reales en
ella, conservando lo poco que habían dejado, tal vez por pereza, o por urgencia, o por vejez o
por muerte repentina, sus antiguos propietarios, a saber, una alacena y un armario ropero
rechonchos y nervudos, comidos de carcoma, una tinaja conteniendo un universo sin crear,
una palangana con su trípode de patas salomónicas, un tenebroso retrato de una santa,
probablemente Santa Teresa de Ávila, y una mesa de nogal y hierro forjado. Lo demás lo dejé
como estaba, respeté la pintura añil desconchada del desván y de ciertas habitaciones y el
enjalbegado de las demás piezas. Únicamente di una capa de cierto barniz especial a las vigas
para protegerlas de la corca.
A mi regreso de la oficina, abría bien los ojos por ver si alguien me seguía y alternaba, por
precaución, los itinerarios. Me encerré en ella con el propósito de no salir más que para ir al
trabajo.
En la fábrica los ánimos se habían calmado, ya nadie hablaba de lo sucedido. Las heridas,
donde las hubo, se habían curado y las pieles se hallaban regeneradas y restablecidas. Resulta
curioso, pero esa rutina que tanto había detestado ya no me pesaba, tal vez porque me estaba
despidiendo de ella, porque ya tenía un plazo, no muy largo, marcado y también porque sabía
que ya no me iba a embrutecer más, que, en adelante, viviría para mí, para satisfacer mi
propio afán, al fin.
Más te hubiera valido, después de todo, quedarte quietecito en tu fábrica, si no estabas
seguro de disponer del valor suficiente para enfrentarte a los monstruos que te aprestabas a
invocar.
En mi nuevo domicilio, con ayuda del ordenador, construía periplos imaginarios, visitaba
con antelación los lugares que me atraían, tomaba notas para no perderme ninguna de las
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curiosidades más notables durante mis inminentes viajes. En realidad, me había escapado ya,
mi mente deambulaba sin trabas a lo largo y ancho de este mundo. Me las prometía muy
felices. Ah, pero un día, al despertarme, antes incluso de abrir los ojos, noté que no me
encontraba solo en mi habitación. Con precaución, alcé un poco los párpados hasta
procurarme una mínima raja, a través de la cual percibí a Milos, sentado en la misma cama,
como si velara a un enfermo, observándome atentamente. No llevaba armas, exceptuando a
Ouissene, que se hallaba de pie, a mi izquierda. Tarde o temprano tenía que manifestarme, así
que lo hice sin demora, lo más naturalmente que pude. ¿A qué debo el honor de una visita tan
temprana? Por toda respuesta, se limitó a levantarse y pasar al salón. Lo seguí. Allí estaba
Moussa, tendido en el sofá, cubierto hasta el cuello por una manta. Herida de bala, en el
hombro. La policía llegó antes de lo esperado. A buen entendedor…. Comprendí enseguida lo
que se esperaba de mí, así que di media vuelta, me vestí y me dispuse a salir. ¿Qué vas a
hacer? Traer a un médico, ¿no es eso lo que pretendéis de mí? También habríamos podido
traerlo nosotros. Tal vez no en las mismas condiciones…. Eso es justo lo que esperaba oír.
Abrí una puerta. Instaladlo en esta cama.
Sentí una inesperada fruición, pues era la primera orden que les daba.
Poco tiempo después regresé con un bien remunerado doctor, quien se circunscribió al
estricto desempeño de su trabajo, sin la menor pregunta. Mientras tanto, Milos me
consideraba como un cirujano la porción de anatomía en la que se dispone a practicar una
incisión. Vagamente había comprendido que mi capacidad adquisitiva era considerable, puede
que no la hubiera evaluado en su real alcance, ignorando, por supuesto, cuanto se refiere al
detalle, mas resultaba evidente que había calado en lo esencial. En esos ojos que no se perdían
ni uno solo de mis movimientos, noté cómo se iba condensando un veredicto que me
concernía. Milos se hallaba tan sumido en sus cavilaciones, que sus funciones vitales parecían
reducirse a la sola actividad de seguirme con esas dos gotas de brea que refulgían en el centro
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de sus ojos. Lo que debe estimarse es si, a pesar de las apariencias, la cantidad que se le puede
extorsionar es, sí o no, infinitamente inferior a la contenida en su cuenta bancaria, en cuyo
caso, la estrategia a seguir sería mucho más compleja. Conocía que no era una decisión fácil
la que le correspondía a Milos. Yo, en cambio, lo tenía muy claro, si se me ofrecía la menor
oportunidad de escapar e irme a vivir al sur de la Patagonia, la tomaba sin pestañear; en caso
contrario, no había sino aguardar a que cayera la sentencia. Y si es así, ¿cómo es que vive de
manera tan frugal? Milos se torturaba.
Ouissene, en cambio, se había dado en cuerpo y alma a la observación del trabajo del
médico sobre el hombro de Moussa. Yo, para intentar zafarme de aquella mirada inquisitiva y
ponderativa, tanto más fija e insistente cuanto que su propietario se había olvidado
probablemente de ella, fingí interesarme también por la operación.
Podías sentirte satisfecho, los monstruos que se disponían a devorarte, tú mismo los habías
invocado. En efecto, los errores siempre se pagan; yo puse la trampa y me las arreglé solo
para caer en ella. Ahora, con tu pan te lo comas, muchacho.
De cuando en cuando, el gigante, contento de haber encontrado a alguien con quien
compartir momentáneamente su interés por la ciencia, se volvía hacia mí y me obsequiaba con
una sonrisa admirativa. Milos lo llamó para un aparte. Luego salió de la casa. Durante un
segundo, se pintó en el rostro de Ouissene un gesto de desconfianza, mas enseguida se puso
de nuevo a observar por encima del hombro del doctor su delicado trabajo con la misma
embobada atención que antes y con una sonrisa meliflua, cuyo objeto era invitarme a reincidir
en el interrumpido escudriñamiento de las asépticas manipulaciones del galeno. No obstante,
conocí que en ese momento su actividad principal era vigilarme.
Milos no tardó en regresar. Se le notaba más distendido. Podía palparse la evidencia de que
había tomado una decisión. Los hombres somos siempre patéticos cuando nos hallamos
paralizados por un dilema y de repente integramos de nuevo la humanidad en cuanto tomamos
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una decisión, aunque sea errada. Milos ofrecía el aspecto de quien se cura in promptu de un
estreñimiento prolongado y mirarlo a la cara ya no producía esa sensación de agobio que
comunicaba hacía tan sólo unos minutos.
Entretanto, el doctor había concluido su intervención y al tiempo que iba metiendo dentro
de una bolsa de plástico frascos vacíos, así como algodones empapados en sangre, lavando y
guardando utensilios, se puso a darme instrucciones sobre cómo administrarle los cuidados
necesarios al herido. Volvería al día siguiente para supervisar. En el momento en que salía, se
cruzó con Vuk, llamado sin duda por Milos. Me hice a un lado para dejarle entrar y cerré la
puerta.
Heme aquí encerrado, por vez primera, en mi propio domicilio con mis secuestradores,
como un calamar listo para ser guisado con su propia tinta, y para colmo uno de ellos
presentando una herida de bala. Algunos parecen considerar mi casa como un molino, en el
que todo el mundo tiene derecho a entrar y salir a placer. No podía dejar de pensar en que,
afuera, la policía estaría buscándolos activamente. Considerándolo bien, mi interés no
consistía en que los encontrara conmigo, pues ellos conocían cierto secreto que me concernía.
Veamos pues cómo juega sus cartas este Milos. No debe ser mal jugador, Milos. Hasta es
posible que se haya entrenado en un decorado que me resulte familiar. No resultaba
descabellado imaginarlo en la taberna de un pueblo blanco de pescadores, como los de aquí,
con fondo zafirino de mediterráneo y mucha luz reverberando por todas las paredes encaladas,
algún vaso de tintorro, alguna que otra copa de cristal grueso conteniendo algún tipo de licor
fuerte semejante a la cazalla o a la absenta de estos pagos, las inevitables tacitas de loza para
el café, con sus platitos y cucharillas, sobre una tosca mesa de madera, rodeada de sillas de
enea, todo más basto que el pan de centeno, igual que en este país hace cuarenta años, y
mucho humo de cigarrillo y muchas voces alternando con silencios profundos que dejan oír la
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resaca, para las jugadas de interés. Presumo que llegaremos a entendernos, dije para mis
adentros.
No hay de qué maravillarse, que un diablo se parece a otro. Pero a ti no te habrían faltado,
más adelante, ocasiones para desertar, si realmente no te hubiera venido en gana ser el
comandante de una legión de ellos, como éste era el caso, debes admitirlo; así que no pongas
pretextos. ¿Para qué los iba a poner? Bien sé que no es momento para subterfugios. Entonces,
¿a qué viene la mención de esa pretendida ósmosis entre tú y Milos?
Me hace el efecto que piensas que utilizo el sobado argumento de las malas compañías.
Verá usted, señor, yo no soy malo, mas a fuerza de protegerme contra las insidias de los
malvados me veo en esta tan poco airosa postura. Puedes desechar tal idea, ¿de qué me
serviría justificarme? ¿Acaso no me hallo ante ti como el miserable pescador ante el genio de
las mil y una noches que le está diciendo, sin gran derroche de amabilidad aunque con
innegable cortesía, elige tu muerte? Como fácilmente puedes adivinar, a estas alturas me
importa una nuez agujereada y podrida lo que se te ocurra pensar de mí. Sin embargo,
mientras hablamos vivimos, ¿no es así? Tal vez te agrade saber cómo fue que llegamos a
tocarte las narices de modo tan inconveniente. Oh, tocarme las narices sólo hasta cierto
punto…
Milos estaba ciertamente decidido a no dejarme partir de rositas. Eso lo supe desde que
llegó Vuk para reforzar la vigilancia y Ouissene me miró de aquella peculiar manera. Todo lo
que fuera forzar la situación, habría debilitado mi posición ante ellos. O acaso contribuía
también a conformar mi actitud un tanto condescendiente, es verdad, una inconfesada
aspiración a dirigir aquella estructura humana que había visto funcionar como el mecanismo
de un reloj, aunque con objetivos mediocres, pero yo sabría tener otras miras. El razonamiento
que había empujado a Milos hacia la determinación de mantenerme bajo custodia, podía
traducirse en términos de poder; si estaba atento, ésa podía ser mi baza. Y, para ser sincero, no
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me desagradaba el juego. Esa sinceridad ya me va gustando más; detesto las argucias, sobre
todo en los momentos decisivos.
El inmenso capital que poseía tan sólo me acordaba un dominio limitado sobre un camarero
o el botones de un hotel, durante sus horas laborables. Sin embargo, tener a mi disposición a
un ejército privado de hombres determinados, eso era harina de otro costal. Claro que una
maquinaria de tal envergadura requiere ser alimentada, mas yo comenzaba a tener una vaga
idea de cómo hacerlo. No obstante, le tocaba mover ficha a Milos y presumí que dicho
movimiento iba a efectuarse en breve puesto que Moussa dormía al fin un sueño enfebrecido.
Más preciado es, razoné, el don que se otorga sin que el propio interesado haya tenido que
requerirlo, sino que más bien ha sido rogado para que tenga la amabilidad de aceptarlo, así
que me limité a ofrecerles una copa de excelente jerez a cada uno, prometiéndome no
descoser la boca el primero bajo ningún concepto.
Nuestro problema consiste en que vemos la sociedad sobre la que operamos desde fuera.
Eso es lo que llamamos en castellano dar palos de ciego. Una imagen bastante apropiada,
debo reconocerlo. Y si de repente se os proporcionara, como llovido del cielo, un punto de
vista interior ¿qué estrategia aplicaríais? Pienso que ese nuevo punto de vista aclararía
considerablemente nuestra mirada.
Fue el momento que eligió Milos para observar con detenimiento, ante la luz que entraba
por la ventana, el color del líquido contenido en la copa. La oferta había sido suficientemente
clara, podía aceptarla con condiciones.
Vamos a empezar por definir la situación. He oído decir que definir la situación consiste en
explicar, de la manera más concisa posible, lo que uno espera de los demás y lo que los demás
pueden esperar de él. Hagámoslo así. Perfecto. Vosotros podéis esperar de mí, no solamente
el mencionado punto de vista interno, sino también la estrategia que no habéis sabido
mencionar, así como el capital que permitirá financiar las primeras etapas. Por mi parte exijo
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mantener una cierta distancia. La comunicación que mantendremos, en caso de llegar a un
acuerdo, se efectuará del modo más discreto posible y según modalidades que precisaré a su
debido momento.
Milos se incorporó en el sillón, dio el último sorbo al contenido de la copa y abrió mucho
los ojos, como si todo cuanto iba a escuchar tuviera que hacerlo con ellos. Veamos en qué
consiste esa estrategia.
Imposible resistirse a la tentación de incrementar unos grados el suspense, lo que hice muy
bien dando un sorbo al magnífico jerez que había adquirido recientemente y paladeándolo con
toda parsimonia. Eso era ya una pequeña parcela de poder. Tú debes conocer sin duda el sabor
de esos detalles en apariencia nimios. No lo sabes muy bien todavía hasta qué punto puedo ser
un consumado maestro del suspense. Si quiero, puedo hacerle perder a un hombre, sin tocarlo,
únicamente conversando con él, dos kilos y medio de su propio peso en tan sólo dos horas y
media. Mis hombres están de testigo, que han llegado a pesarlos antes y después de la
comparecencia.
Soy de la opinión que una parte considerable de los descalabros y fechorías cometidos en
este mundo deben estar aguardando todavía la justicia divina, dada la incapacidad de la
humana para administrar el justo castigo. Mi propuesta consiste en crear una tercera vía de
justicia, la nuestra, que tendrá como objeto suplir las faltas de la segunda y aliviar los
tribunales de ambas, sobre todo de la segunda, que sabemos se hallan bastante
congestionados, no los de la primera, que sólo deben tratar los asuntos de máxima urgencia,
aplazando los otros al día del Juicio Final, para ser despachados en veinticuatro horas, según
parece. La cual justicia nuestra producirá únicamente penas de naturaleza pecuniaria.
Asimismo cobraremos un porcentaje por los secretos de aquellos a quienes el parné abre más
fácilmente las puertas del vicio, con lo cual construiremos también nuestra propia fiscalidad.
Hoy en día, todo ese caudal de materia fecal pasa por las cloacas que conducen las ondas
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electromagnéticas. Se trata de acceder subrepticiamente a ese canal de información. Para ello
dispongo ya de algunas ideas, si bien convendría obtener la colaboración de un conocido mío
quien aportaría el material necesario y sugerencias suplementarias.
Adelántanos algunas de esas ideas de tu propia cosecha.
Bien, mi trabajo consistiría en seleccionar y señalar las presas más apetitosas. Luego
necesitamos soldados que las observen de cerca hasta determinar el modelo exacto de teléfono
móvil que utilizan. ¿Contamos con buenos carteristas? Los tenemos excelentes, formados en
la escuela del hambre, la más cara de matrícula. Perfecto, uno de ellos se encargará de robarle
al sujeto el móvil, otro le devolverá un teléfono aparentemente idéntico, con la carta SIM del
anterior para que no eche en falta sus direcciones y todo el mundo pueda seguir llamándole,
pero con una particularidad singular, a saber, que un tercero, llamando a un número
determinado, puede escuchar cualquier ruido que se produzca alrededor de dicho aparato, esté
encendido o apagado, incluidas, por supuesto, las comunicaciones que establezca en la
intimidad. Existen igualmente programas que, introducidos con nocturnidad y alevosía en un
ordenador, éste, al conectarse a Internet, transmitirá, sin que ningún antivirus sea capaz de
detectar dicha actividad puesto que previamente se le han dado instrucciones para que la
ignore, cualquiera de las operaciones efectuadas, lo que incluye toda clase de ficheros
elaborados y almacenados, así como las páginas net visitadas y las claves introducidas para
ello, a un banco de datos al que accederemos mediante un código secreto. Alguien colectará y
acumulará la información relevante de modo que pueda ser utilizada convenientemente en el
momento oportuno. Necesitaremos una empresa tapadera, que albergará unas oficinas y una
trastienda.
Ouissene escuchaba con una media sonrisa bajo el bigote que no le comprometía a nada,
Vuck se limitaba a ofrecer el aspecto de una concentración profunda. Ambos habían
aprendido sin duda a no dar su opinión antes de haber escuchado y comprendido la del jefe.
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En cuanto a Milos, se había quedado erguido en el sillón, dando la impresión de que se iba a
levantar de un momento a otro, pero no lo hacía. Su mirada se había quedado clavada en mí,
pero ahora estaba seguro de que ya no me veía. ¿Existirán todos esos artilugios? Últimamente,
entre la guerra y la mala vida, hemos estado poco atentos a las innovaciones tecnológicas.
¿De cuántos hombres dispones? La elección de la segunda persona no era inocua, tenía
como objeto tranquilizarle. El mando de las fuerzas en presencia lo conservaría él, por
supuesto. Lo que me guardé de explicarle es que él mismo, sin apenas darse cuenta, no tendría
más remedio que acabar obedeciéndome a mí, o al menos seguir mis indicaciones. ¿Qué?
Ah…pues de unos cincuenta. Bien, les vamos a pagar ahora mismo un sueldo, modesto al
principio, pero que se irá incrementando a medida que vaya arraigando y tomando cuerpo la
cosa, nuestra…. Cuando haya beneficios, los distribuiremos racionalmente en función de las
responsabilidades y los méritos, pero a cada uno le corresponderá su parte.
Ésta es, en líneas generales, mi propuesta. Si la aceptáis, salgo de inmediato a hacer las
primeras gestiones, así como las primeras adquisiciones. En caso contrario, os cedo la casa
hasta que Moussa se haya restablecido y luego me dejáis en paz de una vez por todas.
Milos necesitó tan sólo unos segundos para responder. Está claro que aceptamos. Es lo que
suponía. Perfecto, ahora debo ausentarme unas horas.
El siempre tan precavido jefe de los bandidos se había quedado tan aturdido esta vez que me
dejó marchar solo. Todavía estaba a tiempo de echarlo todo a rodar en beneficio de mi
entereza moral, la cual ofrecía, bien es verdad, alguna que otra mancha, pero el hueso no
había sido aún alcanzado por el mal, creo. Ante mí se abría la posibilidad de coger un taxi
hasta una ciudad vecina y desde allí tomar el primer avión que pillara, poco importaba su
destino, Buenos Aires o Las Vegas. En caso de que fuera ésa la elección correcta, debía darme
prisa, pues Milos no tardaría en comprender su error y consecuentemente era previsible que
enviara a alguien con la misión de seguirme la pista, acaso con la orden de enviarme a pudrir
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malvas si se hiciera patente mi decisión de embaucarles. Tal vez lo haya hecho ya. Lancé una
mirada oblicua al centro de la calle y vi que se acercaba, en efecto, un taxi libre. El corazón
comenzó a golpear como un palote sobre el parche de un atabal de guerra. No, reflexiona un
poco antes. Estás solo. La riqueza, sin poderla compartir con nadie, sin que sea útil a nadie
más que a ti, es muy capaz de ir perdiendo brillo hasta extinguirse por completo su actual
fascinación, pudiendo conducirte, mediante tres jugadas maestras, a una rutina distinta, cierto,
pero no menos penosa o a una existencia errática pero no menos estéril. Un hombre,
cualquiera que sea su condición social, está hecho para planear batallas y combatirlas. Sin ese
tipo de vida, se marchita y pronto, tras cuatro pedos que le salgan de través, se va al guano.
Por el contrario, en el fragor y al calor de la lucha, puede levantar cabeza tras los descalabros
más contundentes y resistir como el más tenaz de los microbios, a los que se les borra de la
faz de la tierra un año y reaparecen al siguiente con mayor virulencia. Bien es verdad que
podría haberme lanzado en cualquier otro proyecto más o menos legal, pero no se me ocurría
ninguno con tanto morbo como ése. Ninguno, al menos, que pudiera catapultarme, de manera
tan directa, hacia las altas plataformas donde el hombre libera esa innata fruición que
experimenta con el usufructo del poder. Y además, la ocasión estaba ahí, más calva que una
rodilla.
Me detuve fingiendo elegir un periódico y con el rabillo del ojo percibí a Vuk doblando
precipitadamente la esquina. Lo compré pues. Él, entretanto, tuvo que colocarse torpemente
ante un escaparate. La elección estaba hecha.
Ya mucho más resuelto, y haciendo caso omiso del confuso Vuk, encaminé mis pasos hacia
la oficina de mi antiguo director espiritual. Me recibió enseguida en su soleado despacho del
primer piso, sin ventanas puesto que todo el panel que daba a la calle era un inmenso y único
cristal. Parecía sorprendido de tenerme allí otra vez. Este tío, ¿habrá encontrado una nueva
mujer de quien sospechar? En esta ocasión no vengo como cliente, sino con una proposición
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de negocios. Ah. Y entrelazó los dedos de ambas manos como si se dispusiera a rezar. Le
expuse mi plan orientando la argumentación de un modo que me permitiera mencionar el
volumen de capital que me disponía a invertir sin la menor dilación. Palideció. La actitud
oratoria se le descomponía y recomponía sin cesar, convirtiéndose al cabo en una plegaria
bastante torpe. Los ojos, muy abiertos, decían claramente ¿pero qué impertinencia es ésa,
hacerme una propuesta tan atractiva que no la puedo rechazar por nada del mundo? Pasando
por alto su reacción, sugerí que no solamente tendríamos acceso al material más sofisticado
que pudiera encontrarse en el mercado, sino que además cabría la posibilidad de montar un
laboratorio propio donde adaptar a nuestros fines los diferentes componentes e incluso ¿quién
sabe? fabricar algunos de ellos. Mencioné asimismo los medios humanos que se hallaban a
nuestra disposición. Pausa y silencio asumido comprensivamente por ambas partes.
Siempre me he visto caminando de puntillas sobre ese trazo finísimo que separa la legalidad
de la ilegalidad, pero aceptar esta propuesta sería inclinarme francamente del lado de la
segunda. No podemos sino coincidir en la adecuada formulación de dicho juicio. Me lanzó
una mirada que, en esgrima, constituiría un movimiento del estoque destinado a parar.
Circunspecto, desvié la mía hacia la calle sin prestar atención al denso tráfico que fluía sin el
menor ruido.
Se levantó y se puso a pasear activamente de un extremo al otro de la estancia. Acepto, pero
primero vamos a definir con precisión los filtros que permitirán aislar, en caso de necesidad,
mi empresa de la vuestra. Correcto, también yo he hecho lo propio con ellos. Al principio mis
empleados intervendrán puntualmente, pero desde mañana mismo quiero aprendices en mi
taller con objeto de que, tras un plazo razonable, sean ellos los que hagan el trabajo sucio.
Una decisión juiciosa, los forajidos, al fin y al cabo, son ellos. Tu plan tiene, no obstante, un
inconveniente y es que hay una cantidad enorme de marcas y modelos de móviles circulando
por estos mundos de Dios, aunque es cierto que sólo una veintena de ellos acaparan la mayor
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parte del mercado. Ello nos obligaría a desplazarnos con un auténtico almacén sobre ruedas
para estar completamente seguros de tener el aparato que nos hace falta en cualquier
situación. Pero hay una manera de solventar este problema, en caso de que no dispongamos en
ese momento del modelo adecuado, la solución de recambio sería devolverle al individuo su
propio teléfono intervenido según el mismo principio que el de los aparatos espías clásicos,
aunque muy miniaturizado. Se trata de una tecnología cara, pero, con relación al objetivo que
perseguimos, aportaría, a mi parecer, un buen rendimiento, con una garantía razonable. Una
furgoneta con un compartimiento sin ventanas, bien iluminado y bien pertrechado, constituiría
un buen taller móvil. La intervención, en sí, no suele durar más de diez minutos. Un par de
conexiones, una soldadura y listo. El cuerpo implantado es realmente minúsculo y únicamente
un técnico con un buen grado de especialización sería capaz de detectarlo, lo cual no es
probable que suceda, pues un móvil averiado suele ser reemplazado sin contemplaciones por
la propia compañía y su destino inmediato es el cubo de la basura.
Salí de la oficina de mi mentor pensando que bien merecía una pausa y un café. Con tal
propósito, entré en un establecimiento lujoso y elegí una mesa junto a la ventana. Recordé
que, aunque seguía vistiendo informalmente, cuantas prendas llevaba encima eran de primera
calidad, lo que me hizo sentir confortablemente instalado, en el lugar adecuado. Y con tal
convicción, abrí el periódico mediante un gesto seguro. Fui directamente a las páginas de
anuncios comerciales y al poco tiempo había encontrado un local con las dimensiones
adecuadas, situado en un barrio popular, si bien no muy alejado del centro de la ciudad.
Entonces se me planteó un pequeño problema. Necesitaba a un hombre de trapo. No podía
poner ese local a mi nombre y tampoco podía presentar como adquiridor a un extranjero sin
recursos y probablemente sin los papeles de residencia en regla. Tampoco podía volverme
hacia mi vida anterior, que estaba zanjada y cerrada con siete sellos. Sin embargo, me vino la
impresión de que la solución no se encontraba lejos, la sentía revolotear alrededor de mi
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cabeza, la tenía en la punta de la lengua. ¿Quién diablos podría ser ese hombre de paja que yo
conozco, sin duda, que tengo al alcance de la mano si doy crédito a mi intuición? Un error de
mi sexto sentido, tuve que admitir. Pero de repente pronuncié, victorioso, su nombre,
arrastrando muy despacio las fricativas. Me ffffi bossss het. El hijo cojo del rey Saúl. Ni
hecho a propósito para desempeñar tal papel.
Y con ello, las principales piezas del artefacto económico estaban ensambladas. No tardaría
en circular por sus tubos el calor y los líquidos. La vida. En realidad, fue un monstruo que
crecía solo, casi sin cuidados, o más bien adelantando a éstos las etapas de su crecimiento.
Mas no es cierto que saliera de la nada. Donde no hay, nada se saca. Ya tienes pues la
explicación que me pediste. Lo demás, puede fácilmente deducirse de estas premisas.
¿O quieres más? Quiero más, por supuesto, y no tengo ninguna prisa.
Pensé que un hombre con tus ocupaciones prescindiría del detalle. El detalle es como el
grano de sal, sigue; tú mismo lo has dicho, mientras hablamos, vivimos. Está bien, tampoco
yo tengo la menor prisa. Pero diles a tus hombres que no sonrían tanto, la muerte nunca debe
tomarse a la ligera, no le gustan los mequetrefes que se chancean en su presencia. El que se
ría una vez más sale de esta casa por el agujero del retrete, hecho picadillo.
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III
Cuando Milos, Vuk y Ouissene pusieron sus plantas en el local, comprendieron que no les
estaba contando el cuento de la villa Villón, sino que hablaba muy en serio y por eso mis
palabras se habían traducido en un acto bien orientado hacia el propósito establecido.
Esto es la oficina inmobiliaria, equipada con dos ordenadores y todo el material necesario
para que funcione realmente. Falta el personal. Pienso que con dos hombres será suficiente.
Luego abrí una puerta que daba a una sala bastante más vasta, en la cual se desplegaban dos
hileras de mesas con sendos ordenadores, dejando un pasillo en medio, por el que me puse a
avanzar. Les mostré una puerta que caía a mano derecha. Es el locutorio.
Al fondo todavía figuraba una tercera puerta que daba acceso a un despacho bien
pertrechado. Les invité a tomar asiento.
Bien, el material, y no sólo me refiero al contenido en este enclave, está listo para ser
operativo. Únicamente queda pendiente la tarea de elegir el hombre apropiado para el puesto
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preciso. Necesitamos por lo tanto una lista de todo el personal donde figure la vida y milagros
de cada uno. A ello seguirá, imagino, una fase de formación.
Creo disponer de un puñado de hombres a quienes su estancia en el ejército les ha dado la
capacidad requerida para poner en funcionamiento al menos una parte de este dispositivo.
Otros, mediante un pequeño reciclaje, estarían listos en breve. Vosotros dos, encargaos de esa
lista.
Vuk y Ouissene salieron del despacho. Esto sólo es el cerebro, también hay que preparar los
músculos. Eso déjalo de mi cuenta. Por supuesto que lo dejo de tu cuenta, pero cuando digo
preparar me refiero a preparar bien y para ello hay igualmente presupuesto. Entiendo. Tú
dirigirás todo desde otro lugar, una atalaya que os mostraré después. Entonces mi papel es
mandar. Cosa que se te da muy bien, según he podido comprobar. Tengo alguna experiencia
en dicha actividad, pero si mi papel es mandar, ¿cuál es el tuyo? El mío es crear realidad, para
que todos nos desenvolvamos en ella.
Al rato volvieron Vuk y Ouissene con una larga lista en la que figuraban, entre otras
lindezas, dos ingenieros en telecomunicaciones, varios expertos en informática, así como
electricistas y gente que acreditaba haber trabajado en algún momento en las oficinas del
ejército. ¡Pero bueno, será posible! Y toda esta gente, ¿cómo es que no encuentra un empleo
conveniente en su país? Nuestro país está en perdición. Y nos hicimos una idea equivocada de
éste.
Decretamos los nombramientos ipso facto y mandamos buscar a los interesados para que
tomaran de inmediato posesión de sus cargos y empezaran a ejercer sus funciones. Así se
hizo, con lo que, en breve, algunos ordenadores mostraban ya paisajes exóticos, llenos de
colorido. La agencia inmobiliaria abrió sus puertas. Aquello era como un parpadeo, antes de
que la criatura despertara por completo a la vida. Hombres y máquinas iniciaban una danza
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que terminaría por acordar sus cuerpos y sus espíritus en una armonía que trascendería a
ambos.
A eso del mediodía abandonamos el local, que ya se encontraba entre las manos y bajo la
responsabilidad de otro. Pasamos a recoger a un Moussa prácticamente restablecido y de ahí
nos dirigimos a un conocido restaurante de la playa. El sol cegaba, las reverberaciones de los
edificios ulceraban unas retinas sensibles por la prolongada lectura de documentos diversos y
variados; una masa informe, viscosa, de pieles humanas pululaba sobre la franja de arena que
limitaba con el agua y la brisa marina traía cálidas vaharadas de fresa y coco. Mucho había
que celebrar por todo lo alto, así que comenzamos por unas ostras y un excelente vino blanco
del terreno, muy frío. Milos parecía recuperado de su estupor inicial y se encontraba de un
excelente humor. Había comprendido sin duda las posibilidades inmensas de nuestro negocio,
así como la impecable factura del mismo. Los demás le dirigían por momentos miradas
cargadas de interrogantes, pero si el jefe estaba contento, ellos también, qué caray. Y hubo
motivos en tal ocasión para semejante alacridad, de entre los cuales baste mencionar el efecto
benéfico que operó en aquellos cuerpos, una semana antes tendidos como bacalaos puestos a
secar ante la estación de autobuses, la selección de exquisitos y refinados platos, los añejos
caldos y licores, los variados dulces y frutas, el café, del que todos tomaron varias tazas. Vuk
y Ouissene encendieron sendos habanos que exhalaban un humo denso como pacas de
algodón. Pondría la mano en el fuego para afirmar que, sólo por esa comida, admitía cada uno
de ellos en su fuero interno que su expedición a occidente había sido un auténtico éxito.
Como quiera que Vuk y Ouissene comenzaran a competir en la formación de anillos de
humo, discutiendo animadamente sobre su perfección y frecuencia, atrayendo la curiosidad de
los demás comensales, Milos decidió centrar la conversación. Esta mañana me hablaste de
una aletilla…. ¿Yo? Sí hombre, dijiste una aletilla desde la que se puede dirigir todo. Una
atalaya, que es un lugar elevado desde donde las aves rapaces acechan el terreno circundante,
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a la espera de una eventual presa. Esto me recuerda una decisión ya tomada. Y es que todo el
personal de la oficina tendrá una hora diaria de castellano, de lunes a viernes. Y vosotros
también, en la atalaya. No tardaré en ocuparme de esto.
Entonces les hablé de Nicolai y de Mefiboshet, quienes ya les aguardaban allí. Respecto al
primero, mencioné sus cualidades sin especificar el cometido que le asigné en determinada
ocasión. Puede ser útil para cierto tipo de misiones, dije evasivamente. Por lo que se refiere a
Mefiboshet, les revelé que era, al mismo tiempo, el criado y el dueño de todo. Se encargaría
de hacer las compras, cocinar, tener limpio y ordenado el apartamento; el cual estaba, por
cierto, a su nombre, así como el local que acabábamos de visitar y probablemente otras
propiedades que sin duda adquiriríamos en el futuro.
Elegí esa nota de optimismo para hacer una seña al camarero y pedirle la cuenta. Acto
seguido les conduje al soberbio ático que adquirí en el centro de la ciudad sólo para ellos y
también para las reuniones en la cumbre. Suspenderé de empleo y sueldo a todo aquél que, en
lugar de ático, me diga viático o hepático. ¿Qué es exactamente un ático? Se informó,
prudente, Vuk. El último piso, ¿ves? Y pulsé el número 15. Una voz en off comenzó a
describir el proceso: cerrando puertas, subiendo, abriendo puertas. Un auténtico tormento para
aquél que viva en ese edificio durante los próximos veinticinco años, debiendo coger el
ascensor tres veces al día. Llamé al timbre de la puerta y abrió Mefiboshet, tras él aparecía
Nicolai, erguido. Procedí a las presentaciones. Mefiboshet saludó y dio un paso atrás, Nicolai
no. Les hice pasar adelante. Ofrecí la mejor habitación a Milos, a los demás les
correspondieron cuartos similares. El apartamento estaba perfectamente iluminado y
ventilado; además de las habitaciones necesarias, disponía de tres baños, una amplia cocina,
un salón de buenas proporciones, un holgado despacho y una vasta terraza equipada con
toldo, mesa y sillas de madera donde les invité a sentarse. Caballeros, están en su casa. Juan
(Mefiboshet) ¿puedes traernos unos refrescos? El aludido enumeró las diferentes
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posibilidades. Registrado el pedido, se fue navegando como lo haría un velero que tuviera que
cabecear con las olas. Nos vamos a tomar unos días, vosotros para instalaros y descansar, yo
para confeccionar una primera lista de objetivos. He aquí pues la torre desde la que vas a
mover tus piezas, Milos; procurad ser discretos. Por el momento, nadie os va a prestar mucha
atención, pero a medida que vayamos avanzando por el camino trazado, cada vez más gente
estará interesada en seguir la pista que conduzca hasta vosotros. Debéis reflexionar sobre eso
y ser cuidadosos. Aunque de momento no haga falta, convendría diseñar un modelo prudente
y eficaz para la transmisión de consignas. Seguís trabajando para un ejército, sólo que éste es
secreto.
Mefiboshet trajo las bebidas. En verdad se estaba bien allí, con la inmensidad añil del mar a
un lado, las montañas, también azules, al otro y, a los pies del coloso que nos sostenía, el
casco antiguo, terroso, pardo, de la ciudad. Pero, en cuanto apuré el contenido del vaso, me
despedí, dejando que el grupo se reajustara en el seno de ese habitáculo de lujo.
Volví a casa caminando despacio, con la impresión de haber recuperado mi libertad así
como mi intimidad, esforzándome igualmente por obtener la convicción de que si al propio
tiempo había tomado una vía de crápula, ello se debía tan sólo a la fuerza de los
acontecimientos que me arrastraba en esa dirección. Sin embargo, bastaba con que me dijera
vete ahora, tu fortuna está prácticamente intacta, no te perseguirán, creen que has invertido
demasiado, que les has dado todas las claves y todos los medios, para comprender que tal
persuasión era vana.
Ya te dije que, una vez se ha entrado en una espiral, sólo se puede salir por el otro extremo.
Sin embargo, resulta extraordinario cómo un hombre sin cualidades, sin nacimiento, sin haber
gustado antes ni al dinero ni al poder, haya sabido establecer tan pronto y desde un punto de
vista teórico la diferencia entre uno y otro. Hay muchos hombres agazapados dentro de un
hombre, aguardando a que sople una brisa determinada, a la temperatura justa, esperando a
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que salga un sol preciso o una luna con su particular paraselene, impreso desde antiguo en su
mente.
En verdad, el Leviatán está dentro de ti mismo y, a veces, sale al exterior para que sepas de
qué pasta está hecho el horror. Más te hubiera valido quedarte quieto, antes de invocar fuerzas
que no conoces, porque ahora llega el espanto y el crujir de dientes.
Durante aquellos días, era un desconocido para mí mismo. Ahora, el desconocido es el que
fui antes del gran avatar. Y ese intruso no venía preguntando, sino que albergaba los sueños
más descabellados, se adivinaba en la sombra dirigiendo a hombres armados para poner la
ciudad a sus pies, para saber todo sobre ella e influir en las decisiones que se hayan de tomar
en cualquiera de sus instancias, con la finalidad de adquirir mediante cada una de ellas nuevas
parcelas de poder. Tu discurso me resulta tan familiar que sólo de oírlo me da náuseas. Si lo
deseas, interrumpimos la narración aquí, puesto que no te aporta nada. Sigue contando, hay un
aspecto desconcertante en tu historia, justamente el que borraba con una contumacia insufrible
todos los caminos que hubieran debido conducir hasta ti. Quiero resarcirme con tu voz de una
espera tan larga, de tantas maniobras y gestiones infructuosas, de tanta bilis malgastada. Sólo
así lograré expulsar la exasperación que todavía me corroe las entrañas. Puede que hayas
vivido todo esto como una humillación. Todo lo doy por bien empleado, cuando se alcanza un
fin satisfactorio. El fin siempre es el mismo, para todos los sujetos y para todos los asuntos,
únicamente cambian los medios. Pues examinemos los medios, en tanto llega el fin.
Pasé por una librería y cargué con lo más conspicuo de la prensa local, recado para escribir
y un verdadero saco de libros, elegidos entre las aportaciones indiscutibles a la alta literatura
universal. En verano sobre todo, siempre había andado por casa con un buen libro en la mano,
rémora sin duda de mi alejado paso por la universidad, pero en ese momento intuí que debía
modular mi voz para que me sirviera de herramienta esencial de trabajo. Las órdenes pasan
por la palabra y si uno quiere ser bien obedecido, debe aprender primero a hablar claro. Para
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ello hay que beber en los grandes autores. Cada autor ha ido reajustando y adaptando miles de
ritmos ajenos, elegidos al dictado de su gusto y de su intuición, hasta construir su propia
música, la personal melodía con la que plasma las percepciones únicas de su espíritu. Su voz
es, al propio tiempo, original e imitada, personal y colectiva; es el resultado irrepetible de una
síntesis cuya responsabilidad tan sólo a él le incumbe. Con el andar del tiempo y las
vicisitudes que introdujo, ese tono intransferible de mi voz llegó a constituir mi firma más
segura, la estampilla característica que avalaba cabalmente cualquier documento que saliera
de mi mano, tanto si estaba redactado en clave como si no, y quien lo recibía ponía en
ejecución de inmediato su contenido. Sobre la solemne mesa de nogal puse una hoja en
blanco, donde fui alineando nombres de personas. La lista comenzó siendo el producto de mis
conocimientos de la sociedad local, luego siguió alimentándose con la lectura de los
periódicos. Los primeros nombres que se me ocurrió poner en ella fueron los de los directivos
y principales accionistas de mi antigua empresa, así como los de los miembros del Consistorio
municipal. Añadí conocidos empresarios, algún que otro notable que calza puntos por estos
parajes, un par de abogados que habían alcanzado cierta notoriedad y con ello consideré que
había materia suficiente como para que la maquinaria hiciera su rodaje. Pasé por la oficina y
deposité la lista. Luego volví a casa para enfrascarme de nuevo en el estudio de los clásicos.
A pesar de que el jardín estaba descuidado, baste decir que crecían más ortigas que flores,
pero no hay desperdicio, en caso de sitio, buena es una sopa de ortigas, encontré un buen
lugar para colocar una tumbona y ponerme a leer confortablemente, a la sombra de una
higuera. Las casas de ambos lados poseían vastos terrenos, cerrados por espesos muros de
mampostería antigua, así que los pocos ruidos que generaban me llegaban muy atenuados. Por
la mañana sí se producía un rumor lejano e ininterrumpido, pero no provenía del vecindario,
sino de un diseminado coro de hormigoneras que gruñían y eructaban haciendo rodar sus
bocas groseras, prácticamente en todas las calles de la ciudad. Por la tarde, tras el marasmo de
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la siesta, comenzaban a chillar las golondrinas, revoloteando alrededor de sus nidos, casi del
mismo color que la desconchada y terrosa fachada. Al anochecer silbaban los mirlos, después
de entrar como negros obuses en la espesura de la higuera, mientras los gorriones libraban
tremendas rencillas en el tejado y en los árboles más copudos que poblaban con cierta
profusión la zona. Todo ese tráfago no conseguía hacer la menor mella en mi concentración,
tan sólo alcanzaba a percibirlo cuando deliberadamente interrumpía la lectura, colocaba el
marca páginas y cerraba los ojos unos instantes. Poco a poco me iba invadiendo una sensación
de plenitud que no recordaba haber poseído desde mis tiempos de estudiante cuando,
presionado por el programa de la facultad, empalmaba los días con las noches sentado a la
mesa de ese festín de palabras. De hecho, desenrollé un gran prolongador que había
encontrado por casualidad en el trastero y pude enchufar una lámpara en medio del jardín para
poder continuar mi actividad al fresco, después de anochecido, hasta altas horas de la
madrugada.
La tregua duró tres días cabales y al cuarto sonó el móvil. Vuk. Que pasara por la oficina.
Al llegar, me encontré con que el empleado de la inmobiliaria atendía ya a unos clientes. Hizo
un gesto para que entrara por la otra puerta sin más formalidades, lo cual hice con la mayor
diligencia y presteza que pude. Mientras avanzaba por el pasillo dejado entre las mesas, noté
que, si bien no todos los ordenadores tenían delante a su correspondiente servidor humano, los
que lo poseían habían establecido con él una relación osmótica, tensa, concentrada y
silenciosa. Ni siquiera levantaron la cabeza para enterarse de quién llegaba. La mirilla de la
puerta del locutorio dejaba ver luz en el interior. Vuk se hallaba en el despacho del fondo,
junto con el técnico que habían dejado como responsable del enclave, un sujeto con orejas de
soplillo y dos grandes incisivos que le daban un característico aspecto de lepórido. Fue el
primero en percibir mi presencia, pero se quedó mirándome de hito en hito sin decir palabra.
Luego noté que Vuk tenía sus rizos rojos ceñidos por unos auriculares. En cuanto me vio, se
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los quitó con un solo movimiento rápido. Un par de casos de adulterio parece que se van
perfilando, pero nos intriga sobre todo esta conversación que estaba escuchando de nuevo.
Tras haberles seguido la pista a varios concejales, ayer conseguimos intervenirle el móvil al
de Cultura. Esta mañana teníamos pues el primer micrófono dentro del Ayuntamiento. El
concejal en cuestión habla con un funcionario y éste, a su vez, mantiene una conversación en
su presencia, a través de otro teléfono, probablemente uno fijo, con una tercera persona. Me
tendió los auriculares. Se oían distintamente pasos, el chasquido de un picaporte, el crujido de
una puerta que se cierra. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Pues pasa que esto va a acabar como el
rosario de la aurora. Eso es lo que pasa. Mira, otra factura. Y no es una bagatela. Ochocientos
cincuenta y cinco mil euros. Adivina esta vez en concepto de qué. Champán y vinos
franceses. Se gastó la friolera de ochocientos cincuenta y cinco mil euros nada menos que en
champán y vinos franceses. Pero no creas que hay para parar un tren. Echa un vistazo.
Trescientas cincuenta botellas a dos mil euros cada una. El resto es por el estilo. Cargó todo a
la cuenta del Ayuntamiento. Nos va a perder. Te digo que nos va a perder. No tiene control.
Éste es el peor. Peor incluso que el Pajuel, el que empezó todo el cacao. ¿Y ahora qué hago yo
con este toro? Pues mira, llámale y díselo. A ver él qué dispone…. Que lo escuche yo
también. Pausa. Pitido. ¿Juanjo? Oye Juanjo, mira, acaba de llegar una factura de ochocientos
cincuenta y cinco mil ciento cuarenta y cinco euros en concepto de vinos y champán a la
atención de Juan José Ruano. ¿Qué hago? Pues lo incluyes en gastos de protocolo y santas
pascuas. Pero Juanjo… ¿no te das cuenta de que eso es inverosímil….botellas de vino a dos
mil euros…en gastos de protocolo? ¿A quién hemos invitado, al rey de Jauja y a todo su
cortejo? Mira, Serafín, no me toques los cojones, que he tenido un día muy puto. Lo cargas en
gastos de protocolo y aquí paz y allá gloria. En caso de que surgieran problemas, ya me
encargaría yo de solucionarlos a su debido momento. Zumbido. Vuk también cortó la
grabación.
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Deja de lado todo lo demás. Convoca gabinete de crisis en la atalaya. ¿Y Milos? Está en el
teatro de operaciones. Que venga. Quiero decir, que vaya. Yo me encamino ya hacia allí.
Mefiboshet, al abrirme la puerta, adivinó enseguida que se había declarado el estado de
emergencia, levantó mucho las cejas y dio un paso atrás con las blandas suelas de sus
zapatillas para dejarme pasar. ¿Hay alguien en casa? Nicolai. Está en su habitación. Llámale.
A medida que vayan llegando los demás, los vas dirigiendo al despacho. Apenas cinco
minutos después, el comité en pleno se hallaba alrededor de la mesa de juntas.
¿Quién diablos es ese Juan José Ruano? Vuk respondió. Lo están averiguando. Les he dicho
que, en cuanto sepan algo, me llamen de inmediato. A ver, pásame a Bugs Bunny. Vuk apretó
unas cuantas teclas y me entregó el aparato. ¿Se sabe ya algo de Juan José Ruano? Se trata de
un asesor de urbanismo. ¿Un asesor de urbanismo? ¿Y se permite hablar así a un funcionario
de plantilla? No figura con ningún otro cargo. Utilicen otros canales, quiero un informe
completo de todo lo que se pueda saber en este preciso momento de la vida y milagros de ese
Juan José Ruano. Colgué.
Bien, no vamos a esperar hasta mañana para lanzar la ofensiva. Esta misma noche no hay
sino allanar con todo sigilo las moradas del Juan José Ruano de marras, del concejal de
urbanismo, de la teniente de alcalde y de la propia alcaldesa, para ver hasta dónde remonta el
chanchullo. Felipe, ¿disponemos del material y el tiempo necesario? Con respecto al material,
la respuesta es afirmativa; por lo que se refiere al tiempo, ya dije que sólo necesito un cuarto
de hora, como mucho, y un ayudante para efectuar las operaciones requeridas. Así que, en lo
tocante a este último aspecto, no me corresponde responder a mí. Milos… Habitualmente
efectuamos un reconocimiento previo del terreno y eso suele llevar varios días. Pero si
movilizo a todos mis hombres… Vamos a ver… Son las once. A las once de la noche
podemos tener recolectada y tratada la información requerida para alcanzar el estado
operativo. De todos modos, si no hubiera suficientes garantías, siempre se podría tomar, a las
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once de la noche, la decisión de aplazar el ataque. Al fin y al cabo, una dilación de unos
cuantos días, tal vez no suponga un cambio substancial en el resultado y sí en las
probabilidades de alcanzarlo con éxito. Tres días y lo tendría todo atado y bien atado. Prefiero
hacerlo cuanto antes, porque esos ochocientos cincuenta mil euros son susceptibles de crear,
ahora mismo, en estos precisos instantes, un cierto revuelo intra muros, por lo que considero
conveniente desplegar de inmediato nuestros oídos para saber hasta dónde llega la marea.
Aparte de que ese Serafín, quien quiera que sea, mueve algo de razón. Cuando alguien se
gasta ochocientos cincuenta mil euros en botellas de vino, a dos mil euros la pieza, es porque
comienza a perder los estribos. Y nosotros necesitamos hacerles pasar a todos por taquilla
antes que intervenga la Policía Judicial.
En una segunda fase vamos a tener que apañar los ordenadores del Ayuntamiento, por lo
menos los que se encuentran en determinados despachos, para cotejo o complemento de
información. ¿Es factible eso, Milos? Tal vez… En cualquier caso es una operación de
envergadura que requiere madurar un buen plan. Felipe intervino. Aparte del dispositivo que
transmite todas las actividades de un ordenador, o de una red de ellos, existen modelos de
llaves USB que aspiran en pocos minutos, con sólo ponerlas en posición, el contenido de un
disco duro. Perfecto, ya tenemos trazada una vía, reflexionemos todos en esa dirección a partir
de mañana. Por el momento tenemos un buen puchero en el fuego, no hay que perder ni un
segundo. Por mi parte, permaneceré en la atalaya hasta que nos volvamos a reunir, a las once
en punto. Salieron todos con cierta precipitación, excepto Nicolai, quien se dirigió
cachazudamente a su habitación. Al poco rato, comenzó a sonar su violín. Juan, tráeme un
zumo de naranja con hielo y luego bajas a comprar la prensa. Salí a la terraza, hacía ya mucho
calor y de repente noté que tenía una sed de extraviado en el desierto. Apenas si tuve
paciencia para dejar que los hielos enfriaran un poco el líquido. Fui a sentarme en un
balancín, debajo del toldo, donde me quedé transpuesto hasta que regresó Mefiboshet con los
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periódicos. Otro zumo de naranja, Juan, por favor, con mucho hielo. Instalado ante la mesa,
comencé la lectura. Pasé rápidamente las primeras páginas y me detuve en la información
relativa a la urbe, la cual venía encabezada con una entrevista a Pilar Cencillo, primera
teniente de alcalde, “un año después de la moción de censura, puede afirmarse que he ganado
mi litigio contra el PSOE, la ciudad tiene lo que no había tenido desde hace mucho, un
Ayuntamiento digno y presentable, limpio de polvo y paja. Si para ello tuve que perder mi
carné del partido, lo doy por bien empleado…”
Alguien ha venido a traer esto. El sigiloso Mefiboshet estaba rodeando ya la mesa con una
carpeta en la mano. Unos cuantos cabeceos más del velero en que parecía navegar y el viento
acabó empujándolo hasta mi lado. Entregó la carpeta, levando anclas de inmediato. En el
interior de la misma había unas cuantas fotografías de Juan José Ruano publicadas por la
prensa con sus correspondientes artículos; entre ellas, me llamó la atención una en la que
aparecía cenando con Javier Huertas, antiguo alcalde, conocidísimo de todos los medios de
comunicación por razones diversas y variadas, quien le introdujo, según pude leer en el
cuerpo del artículo aferente, en el Ayuntamiento. Más abajo se le califica de “consejero
influyente en materia de urbanismo” y se revelan sus orígenes humildes, es decir, obrero de la
construcción en paro, situación en la que se encontraba cuando se levantó ante su cabeza la
mano providencial de Huertas para bendecirle. El alcalde siguiente, en cambio, lo destituyó,
pero al progresar la moción de censura que llevó a Marisol Herrera a la alcaldía, el equipo de
ésta lo rescató. En resumidas cuentas, controló desde su llegada en 1992, con sólo una breve
interrupción, Planeamiento Urbano, la sociedad municipal que gestiona el suelo.
Esta vez, la presencia de Mefiboshet fue anunciada por unos tintineos de cristal y de loza.
Acudía con una bandeja cargada de platos y cubiertos. No sé cuántos vendrán a comer hoy.
Me temo que sólo nos encontremos los tres. Ya me imaginaba yo que esto iba a ocurrir, según
se han ido todos, como alma que lleva el diablo, a las once de la mañana. Por eso he dejado
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para mañana el arroz al horno que iba a preparar. Lo he reemplazado por un sencillo filete con
patatas y un huevo frito, lo que se puede hacer a medida que vayan llegando, si llegan….
Perfecto, llama a Nicolai y empecemos a comer.
Tras el café, hice una larga siesta en una tumbona. La noche será larga, me dije. Desperté a
las seis. La terraza permanecía desierta. Recogí los periódicos y tomé asiento en el balancín,
dispuesto a leer esta vez todas las secciones de todos ellos. Anocheció y no había venido
nadie, únicamente se oía el violín de Nicolai. A eso de las nueve y media, apareció
Mefiboshet con la misma bandeja cargada de cubiertos. Cenamos. A las diez y media, le pedí
a Nicolai que interpretara “El doctor Zivago”. A las once en punto, se presentó el comité en
bloque. Con la mirada interrogué a Milos. Todo está listo. Pero, si no hay inconveniente,
saldremos de aquí dentro de una hora. Es verano y la gente suele acostarse bastante más tarde.
Luego hay que darles tiempo para entrar en el sueño profundo. Muy bien, tenéis la posibilidad
de cenar antes.
Vuk, Ouissene y Moussa salieron los primeros. Milos, Felipe y yo mismo aguardamos cinco
minutos antes de bajar a la calle. Felipe se dirigió a una furgoneta en la que se anunciaba con
grandes caracteres azules, amén de algún que otro símbolo característico por añadidura, una
empresa de construcción y subió por la puerta trasera. Milos hizo un gesto para indicarme el
Mercedes que se hallaba aparcado justo detrás. ¿Es un coche robado? Naturalmente, la
furgoneta sólo tiene la matrícula falsa y el maquillaje, claro. Pero la furgoneta tiene dentro
cosas que no se improvisan, aparte de que no hay que perderla por nada del mundo. Una vez
instalado ante el volante, se puso una especie de tapón en la oreja y una pinza metálica en el
cuello de la camisa. Felipe nos ha equipado con un material de alta tecnología, así todo resulta
más fácil. La furgoneta arrancó y nosotros detrás. Atravesamos una ciudad todavía bastante
animada. Sin embargo, a medida que nos internábamos en la periferia, los transeúntes se iban
haciendo más raros, aunque no infrecuentes. Nos detuvimos en un barrio residencial.
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Milos habló. Unidad de control en posición. Durante diez minutos nada ocurrió. Al fin vi
que alguien bajaba por la acera opuesta. Vestía informalmente, podía ser cualquiera, por
ejemplo un joven que regresara de la discoteca o de un local de moda. Eso es lo que acabé
creyendo, tras un instante de duda. Sin embargo, se detuvo ante una valla que le llegaba a
nivel del pecho, a partir de ahí continuaba con unos barrotes metálicos hasta una altura de
unos dos metros, detrás se hallaba una barrera de tuyas que la sobrepasaba de unos cincuenta
centímetros. El joven sólo permaneció unos segundos parado, luego siguió avanzando, cruzó
la calle por delante de la furgoneta, entregó algo al conductor, pasó junto a nosotros sin mirar
y por el espejo retrovisor vi que dobló la primera esquina. Diez minutos más tarde, hacía el
recorrido inverso, recogía algo de manos del conductor de la furgoneta, cruzaba la calle,
permanecía dos segundos ante la valla reforzada con tuyas y seguía adelante su camino. La
furgoneta arrancó de nuevo y nosotros detrás.
El segundo asalto se desarrolló de manera similar. La tercera mansión objeto de nuestro
escrutinio aparecía cercada por un muro mucho más alto y espeso, que corría durante un buen
trecho a lo largo de la acera. Esta vez, cuando el sujeto encargado de acercarse por el lado
opuesto de la calle se detuvo ante el tapial, una figura negra como un pegote de alquitrán se
inclinó desde lo alto para entregarle algo. Visto y no visto. Se trata de la casa de Juan José
Ruano, me susurró Milos. Dispone de un parque de cinco mil metros cuadrados
aproximadamente, una piscina de dimensiones olímpicas y un helipuerto. Pues…. qué no ha
pasado este tío de obrero en paro a multimillonario en cuestión de doce años, que se dice
pronto. De repente Milos se irguió, en el silencio de la noche pude escuchar la vibración de
una vocecita metálica que salía de su oreja izquierda. Un coche patrulla se dispone a entrar en
la calle. Simultáneamente, la furgoneta y el Mercedes salieron sin prisas, dimos la vuelta a la
manzana y al enfilar de nuevo la calle divisamos la luz azul desapareciendo a lo lejos, tras
doblar una esquina. Aparcamos en el mismo sitio que antes y la operación continuó. El asalto
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a la cuarta casa se desarrolló sin incidentes. A partir de ahí, la furgoneta y el Mercedes
tomaron caminos distintos. Nosotros regresamos a la atalaya. En el portal nos aguardaba un
tipo al que no había visto hasta entonces. Milos le entregó las llaves del coche. Mientras
subíamos en el ascensor, me mostró un SMS en el que aparecía únicamente la cifra uno. Es el
cuarto uno que recibo, lo que significa que las cuatro intervenciones han finalizado sin
problemas. Mefiboshet se levantó al oírnos entrar. Prepáranos dos vasos de güisqui con
mucho hielo, tenemos algo que celebrar.
Regresé a casa despacio, distraídamente. La ciudad apuraba los restos de su noche, como si
de los postreros tragos de una borrachera de desespero se tratara. Los últimos taxis de la
vigilia se cruzaban con los primeros de la mañana. Grupos de jóvenes turistas vociferaban en
todas las lenguas un malestar profundo, bien arraigado, siempre el mismo; la mayoría de ellos
volvían bebidos, algunos francamente borrachos, las prostitutas se les ofrecían, les incitaban a
tantear la mercancía con la que comerciaban por si ello les ayudaba a decidirse, exhibiéndose
al propio tiempo ante los coches desorientados. En las cespederas y entre los arbustos de los
parques yacían cuerpos oscuros, anonadados por las drogas duras. Pensé que vivimos tiempos
febriles, incluso en los rescoldos de la noche se respira aún un perfume de ansiedad, un humo
gris que exhalan las cenizas tras la última combustión de nuestras ilusiones marchitas. Pero
poco después, de cristal en cristal, esquivando las moles grises de los rascacielos, siempre
viene una luz nueva para recomponerlo todo, para que pueda dar comienzo, desde el mismo
momento en que empiezan a rutilar los pétalos cuajados de rocío en las escasas islas de
vegetación, un nuevo ciclo de veinticuatro horas. Es el soplo que regenera la esperanza,
Leviatán, en el momento mismo de su muerte.
Pamplinas, se trata tan sólo de la ley del péndulo, que obliga a recorrer una distancia
simétrica en dirección al otro polo. Y ello únicamente para entrar de lleno, con renovada
fuerza, en el alucinado horror que nos aguarda siempre en la desolada atmósfera de tiniebla.
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Así, las generaciones caminan sucesivamente hacia su particular hecatombe; sin embargo, a ti
no te habitaba la ansiedad, sino la fuerza. Un empuje que ni tú mismo comprendías, aunque
estabas decidido a no desperdiciar ni una sola de sus migas. Mas ¿qué era tu fuerza, sino una
gota de aceite en un mar de agua salada? Si fuerza era, se trataba de una fuerza prestada, pues
no la había conocido antes. Siembra en invierno y nada logrará atravesar la dura capa de tierra
helada; no obstante, a su debido tiempo, la semilla germinará, saldrá la planta y se hará fuerte.
Por mi parte, conozco muy bien el nombre de esa semilla que llevabas dentro.
Con las primeras luces del alba, abrí la cancela de mi jardín. Los gorriones, pardillos,
herreruelos y mirlos se encontraban ya muy atareados en los múltiples asuntos de la república
plumífera. Un gato, al notar mi presencia, dejó de jugar con su presa y se la llevó entre las
fauces a un rincón tranquilo, más allá del muro del fondo. El frescor de la mañana, la mesa y
las sillas de plástico, el rumor de las hojas de la higuera, movidas suavemente por el aura
matinal, invitaban al trabajo. Pero el peso de tantas y tan largas horas rebosantes de tensión,
bien pobladas de acontecimientos inciertos, se desplomó repentinamente sobre mi cuerpo. Esa
casa sencilla, vetusta, desconchada, constituía, a mi parecer, un lugar ameno. Hay casas
suntuosas, con jardines frondosos y bien cuidados, que no lo son. Parece que ello dependa, en
verdad, del genio que habite el lugar. No debería necesitar más que eso, un lugar ameno, un
rebujo de pan. Estoy seguro que no necesitaría más, a no ser por esa fuerza que se ha
apoderado de mí como si fuera un viento que soplara con ímpetu invencible cuando se
propone encauzarme en determinada dirección y luego amaina para que pueda contemplar el
mar y la costa como lo haría el capitán de un navío ajeno, que ha recibido por adelantado el
porte de una mercancía que no le pertenece. Aun así, fuera de las necesidades de la guerra,
no alimento ningún odio capital. Si hacemos una excepción del eslabón perdido de tu antiguo
barrio… ¡Ah! Ese era lo que los franceses llaman une tête à claque. Y a la media hora lo tenía
olvidado. Lo nuevo, lo insólito, era la energía que me poseía; fue ella la que derribó con su
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onda expansiva al mequetrefe ése. En cambio, yo tengo que tener mucho cuidado con los tête
à claque, se me quedan sus cráneos pegados en las manos.
Como puedes ver, las ventanas de mi casa no tienen ni maderas, ni cortinas, ni siquiera
visillos, así que, al rato de estar en la cama, se llenó la habitación de sol. Traté de dormirme
pero, a pesar del cansancio, no lo conseguí enseguida. Tuve la impresión de hallarme dentro
de un crisol, reverberando luz y destellando resplandores de fuego, con lo que mi materia se
estaba refundiendo para conformar un hombre nuevo, ante el cual se abría una vida flamante.
El hombre viejo había sido un error, o mejor, una serie de equivocaciones, ninguna de ellas
grave, ninguna de ellas determinante, pero sí la suma. Disponía de un ejército cuyo jefe me
obedecía como un cadáver y yo les había dado un camino a seguir que nos llevaría lejos y ni
siquiera me vería obligado a molestar demasiado a la gente honrada; con la cantidad de
deshonestos que hay, tan sólo en esta ciudad, basta para sacar sacos y sacos de oro. Además,
mi conciencia comenzaba a acomodarse, porque todo el mundo conoce el pronóstico que
reserva el dicho popular a quien roba a un ladrón.
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IV
A las once en punto, el móvil se convirtió en una criatura que tiraba insistentemente de mí
desde otro mundo. Me costó un gran esfuerzo volver a esta habitación llena del sol de la
realidad. Hacía calor, me desperté empapado en sudor. Era Vuk. Las alondras han cantado
temprano hoy. Deberías venir. Tomé una ducha, un vaso de leche fría y a las once y media
cabales entraba en la oficina. La actividad era febril y yo apenas me había espabilado. Dirigí
mis pasos hacia el tugurio del fondo. Allí, junto con Vuk, me aguardaban Milos, Ouissene,
Felipe y Moussa, así como el responsable de ese almacén, cuyo nombre todavía no conocía o
no recordaba, por lo que no tenía más remedio que llamarlo, para mi fuero interno, Bugs
Bunny.
Sentimos haberte despertado, pero hay novedades y es preciso analizarlas. Fue Vuk quien
entró en casa de Ruano, que te cuente él cómo transcurrió su visita. Intervinimos el ordenador
familiar e hicimos una copia del contenido de su disco duro. El examen del mismo que hemos
realizado esta mañana no ha revelado nada de particular. Luego entramos en su habitación,
junto a la mesilla de noche reposaba un maletín de cuero. Lo tomamos y fuimos al cuarto
contiguo para inspeccionarlo. Contenía diez teléfonos Nokia idénticos, nada menos, sólo que
cada uno de ellos de color distinto. Probablemente reserva un solo teléfono para un tipo de
actividad bien precisa. De modo que ha elaborado una cuidadosa taxonomía de su vida
profesional. Todo hace pensar que le asiste una lucidez despampanante, terció Felipe. Lo
seguro es que se trata de alguien que sabe dónde le aprieta el zapato. Depositamos el maletín
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en su sitio e intervinimos únicamente el móvil que se hallaba sobre la mesilla de noche, pues
cabía esperar que fuera el de las llamadas más personales e íntimas. Sin embargo, pienso que
a través de ese móvil podremos escuchar las llamadas que haga con todos los demás, al menos
la parte que le corresponda del diálogo, porque en mi opinión no se separa del maletín ni para
mear. En todo caso, el parte de los agentes que lo han seguido durante toda la mañana
confirma las previsiones de Vuk. No hay duda de que nos hallamos ante un tipo que maneja
muchos hilos. El maletín, por su parte, no para de piar con melodías distintas. ¿Habéis
grabado algo? Muchísimo, aunque la mayor parte constituye para nosotros un gallomatías
inextricable. Bravo por lo de inextricable, pero por lo demás se dice galimatías. Gracias,
galimatías pues. Por el momento es difícil entenderle, ha conseguido crear un código lleno de
connotaciones, una verdadera entelequia, a la que sólo tienen acceso los muy habituados a su
trato, al tiempo que bien metidos en los negocios que se llevan entre manos. De todos modos,
quisiera escuchar algunas de esas grabaciones. Claro, pero primero te hemos preparado una
que se entiende a la perfección. La hemos grabado de dos fuentes diferentes. Lo que quiere
decir que la alcaldesa, Marisol Herrera, se hallaba igualmente presente.
Ouissene me pasó los auriculares. Se podía percibir hasta el crujir de unos zapatos nuevos y
por supuesto un taconeo firme y decidido sobre el enlosado. Accionó una manivela y la
conversación que afloró por un instante se extinguió como un candil en plena corriente de
aire. De nuevo pasos en medio de un silencio perfecto. Leve chirrido de una silla. Bueno
Irineo ¿y qué diablos te pasa ahora? ¿No estás contento con lo que te toca? ¿Acaso no fuiste
tú mismo quien pediste la adjudicación directa de la grúa municipal y seguidamente, de
común acuerdo, fijamos el precio? ¿No es verdad que se te acordó casi de inmediato, tras
unos trámites legales acelerados, si bien necesarios? Entonces ¿qué coño te pasa ahora,
Irineo? Dímelo a mí. Irineo tenía voz de bajo profundo y hablaba lentamente. Mira, Juan, tú y
yo siempre nos hemos entendido sin necesidad de muchas palabras ¿de qué me serviría
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emplear subterfugios para disfrazarte mi idea? Así que te voy a hablar en lenguaje llano. Sé
que gano dinero gracias a vosotros, pero tampoco se me escapa que vosotros percibís unos
beneficios ilícitos a mi costa. Habiéndome elegido para este menester, habéis cometido
prevaricación y aceptando mis dádivas cohecho. Puestas así las cosas, examinemos juntos lo
que ocurriría si todo esto saliera a la luz ¿quién perdería más en ello? Estoy convencido de
que vosotros ocultáis mucho más condumio que yo y si me envías un par de tus esbirros para
que me dejen seco, me da igual. Estoy solo, he vivido cincuenta años, que no es moco de
pavo, y en los que me quedan, no creo que añada ningún placer digno de interés a los que ya
me he acordado. Sé que ganáis el dinero a sacos. Yo no pretendo tanto, pero tampoco me
contento con sacar tan sólo mis modestos beneficios, por pingües que sean comparados con
los que debería recibir, lo reconozco, quiero más. Haz una propuesta y la estudiaremos ahora
mismo. Pero hazla bien de una vez por todas, porque te advierto que será la última. Sugiero
reducir mi aportación inicial a la mitad. De los dos coches prometidos a Marisol, ya entregué
el primero. Nos quedaremos ahí. Los demás quedan condonados. Por cuanto se refiere al
capital estipulado, me devolveréis, por lo tanto, la mitad del dinero que os di. Jamás devuelvo
los caudales que ya han entrado en mi caja. No lo sufre Santa Rita. Entregarás el segundo
coche a Marisol, porque lo prometido es deuda. A cambio de ello, te resarciremos del modo
que sigue. En primer lugar, aprobaremos nuevas tasas de retirada de vehículos de la vía
pública. ¿No es así, Marisol? Ya son de por sí bastante elevadas, Juanjo….la ciudadanía
pondrá el grito en el cielo. Mientras lo ponga en el cielo y no en la tierra, miel sobre
hojuelas….ya ha ocurrido que otros lo pongan en el cielo…. ¡Que se llenen todos los días las
iglesias como para la misa del gallo, si quieren que el Cielo les oiga, me da igual! Además, la
mayor parte de los habitantes de esta ciudad puede permitirse pagar más por esa infracción…
Se les nota en el descaro con que dejan el coche en doble fila, o en lugar indebido, para cenar
en un restaurante del centro o para echar un polvo con la amante…. A los que les duele
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rascarse el bolsillo, toman más precauciones. Segundo, vamos a diseñar un concurso con
objeto de adjudicar el renting de los vehículos del Ayuntamiento, el cual te va a caer como un
guante. Sólo faltará poner tu pomposo nombre, Irineo, en el papel. Y para que el pacto que
vamos a sellar sea eterno y no me vengas ya más a tocar los huevos, pongo sobre el tapete dos
pisos de construcción reciente. ¿Qué me dices a eso, Irineo? Que siempre sabes salirte con la
tuya sin desembolsar un duro, pero da gusto hacer negocios contigo. A partir de ahora seré
una tumba. Considera igualmente que resulta mucho más ventajoso para ti ser una tumba que
no estar en una de ellas. Ha sido un placer conversar contigo, Juan, como de costumbre. Nada,
Irineo, el placer es mío. Los negocios son los negocios, ya lo sabes, y se discuten con la
seriedad que requieren, ni más ni menos, pero a los amigos se les invitará en breve a una
partida de caza en mi finca de Extremadura. Si todavía me consideras uno de ellos, aceptaré
con gusto. Pues claro que sí, Irineo, faltaría más…. Venga, ya nos vemos otro rato…. La
puerta se cierra con suavidad. El picaporte cruje, solemne, como todos los picaportes de todos
los Ayuntamientos.
Si no fuera porque tenemos en este preciso instante un formidable puchero en el fuego, vería
éste de qué pan se hacen las migas en mi pueblo. Pero ya le mostraré yo, vaya que le
mostraré, a su debido momento….
En fin, vayamos a lo nuestro. La cosa se va concretando y entramos en la fase final de la
negociación. Hoy sale Alberto para ultimar con altos cargos de la inmobiliaria Lemos lo que
será la posición definitiva de la empresa y el modus operandi a aplicar en este trámite. El
propio Juan Lemos Torquemada se hallará presente en dicha reunión. Según parece, Alberto
aparecerá como el único adquiridor de todo el complejo “Las torcaces” y será él quien pague
nominalmente la correspondiente licencia para la promoción. Seguidamente, en un plazo muy
breve, venderá todas las parcelas a la Inmobiliaria Lemos. Hacen bien en ser prudentes, la
loma de las torcaces es una zona sensible por su valor paisajístico e incluso ecológico. Ni
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siquiera Javier Huertas se atrevió a tocarla. Cuando le hablaban de ella, daba largas. En el
momento en que se la vean cubierta hasta los mismos acantilados por ciento veinticuatro
viviendas, amén de los locales comerciales y aparcamientos previstos, habrá pasacalle, te lo
digo yo. Actualmente ya sólo se puede contemplar el mar desde lo alto de los rascacielos que
lo ciñen de muy cerca, pero al menos si uno alza los ojos hacia ambos lados de la playa,
todavía ve algo de naturaleza. Tú sabes muy bien, Joaquín, pues fuiste su colaborador íntimo,
que “El Pajuel” tenía pocos escrúpulos, habría acabado hincándole el diente a la loma. Lo que
pasa es que antes había otros filones tan suculentos o más y que presentaban un riesgo menor.
Claro que, a fuerza de irlos agotando, ahora resulta que cada vez va quedando menos donde
elegir. Dime, Juanjo, ¿has percibido algún indicio de que van a consentir en aceptarnos esos
doscientos mil euros de comisión? Tranquila Marisol, tú no te apures, deja la negociación de
mi cuenta. Sé perfectamente lo que se puede pedir en cada caso y según de quién se trate. La
inmobiliaria Lemos es una de las más solventes de toda Andalucía. Puedes dar por sentado
que, después del tira y afloja, dispondremos de doscientos mil euros limpios de polvo y paja.
Mañana mismo me reúno con Alberto y presumo que ya sabremos a qué atenernos. Serafín,
¿hiciste lo que te mandé ayer? Sí, maestro, ochocientos cincuenta y cinco mil ciento cuarenta
y cinco euros en concepto de vinos y champán franceses, incluidos en gastos de protocolo.
Perfecto, observa las reacciones de cada cual y al menor signo de sorpresa me avisas, que yo
sé cómo hablar a la gente. A mandar, maestro…. Carlos, me preparas todo lo referente a
Irineo. Quiero que se tramite de urgencia. Hay que taparle cuanto antes la boca a ese animal,
de lo contrario es muy capaz de jugarnos una mala pasada. Es más terco que un aragonés, sin
serlo. Y ahora podéis dejarme solo, tengo un montón de trabajo.
Ahí terminaba la grabación. Me quité los auriculares y se los entregué a Ouissene. La
totalidad de las conversaciones mantenidas por Ruano durante la mañana, se encuentran
archivadas en este CD. Muy bien, las escucharé más tarde. Pero ahora, evidentemente, nos
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interesa grabar la anunciada entrevista con ese Alberto. Además, quiero que le sigáis, de lejos
y con mucha discreción, desde que se levante de la cama hasta que se produzca dicho
encuentro. Se ve más claro que la luz que no es ésta la primera operación de este tipo que
realiza. Sabiendo que Javier Huertas lo puso en 1992 al cargo de Planeamiento Urbanístico, la
sociedad municipal que gestiona el suelo, y acordándole no más de un año de aprendizaje,
porque el tío es listo, de eso no cabe duda, digamos que lleva diez años haciendo chanchullos.
El dinero negro obtenido durante ese período considerable de tiempo, forzosamente debe ser
blanqueado y gestionado desde un punto preciso que debemos determinar. No es su casa,
como ya hemos podido comprobar. Tal vez sea su despacho del Ayuntamiento, aunque lo
dudo. Sin embargo, habrá que ir pensando en organizar un asalto sigiloso a la Casa
consistorial, registrando cuidadosamente ciertos despachos sensibles, particularmente el suyo,
por supuesto. Cabe esperar que encontremos, al menos, huellas de esas operaciones ilícitas.
Por lo demás, habrá que ser paciente y no perder de vista ni un minuto a nuestro personaje,
porque nos está resultando una mina de sorpresas. Eso me lleva a pensar que no estaría de
más instalar en cada uno de sus coches un dispositivo GPS hábilmente camuflado y sobre
todo en su helicóptero. ¿Para qué querrá el tipo un helicóptero? No creo que sea para ir de
cante y baile por los tablaos y las bodeguillas de toda Andalucía, o al menos no tan sólo para
ello…. En cuanto a mañana, no quiero tomar riesgos innecesarios. La grabación de la
entrevista parece asegurada. Dais las órdenes oportunas para que lo sigan de lejos y al menor
indicio de que sospecha algo, abandonáis la operación. En cambio, si todo va bien, que se
proceda al seguimiento de ese Alberto. Me gustaría saber quién es. Bueno, que alguien me
traiga algo de comer. Voy a escuchar las grabaciones restantes.
Debo reconoceros, tanto al uno como al otro, una cierta habilidad para mandar a vuestros
hombres. No hay de qué maravillarse, ya te lo dije, pues un diablo bien se parece a los otros
de su misma legión, pero éste lo hacía con la propia naturalidad con que se bebería un vaso de
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agua y no sin una puntita de frialdad. Él te llevaba años de ventaja, mas como no se tenga ese
rasgo enseguida, no se logra jamás; lo que uno ha de ser, lo lleva en la sangre desde el primer
día.
En verdad, no se podía sacar nada en claro del lenguaje sibilino que empleaba Ruano en sus
comunicaciones telefónicas y aquella mañana, por cierto, casi no hizo otra cosa más que darle
a la hebra utilizando su maldita jerigonza del diablo y que me aspen si no pasaban diez buenos
minutos, muy a menudo, sin que lograra entender palabra. Había desarrollado junto con sus
colaboradores lo que puede llamarse un sistema semántico global, a fuerza de compartir con
ellos ciertas, digamos, unidades culturales. Sin esa superficie común de significado y sin un
conocimiento profundo del contexto, un tercero, verbigracia yo mismo y no digamos nada de
mis exóticos colaboradores, bien podía quedarse in albis. Razón por la cual, me dije, tendré
que ocuparme de revisar todas las conversaciones. Afortunadamente, ni siquiera sospechaba
que también se le podía oír con el móvil en reposo, dormitando en el fondo de su bolsillo, así,
de vez en cuando, se le podía oír platicar en un lenguaje menos poético y más referencial.
Moussa llegó con un arroz al horno que no estaba nada mal. Lo he comprado justo en la
panadería de enfrente, cada día venden un plato distinto de comida casera. Práctico ¿no? Lo
utilizan nuestros empleados cuando no tienen tiempo para ir al restaurante. Me halagó que mis
empleados fueran corrientemente a comer a un restaurante durante las pausas del mediodía.
Recordé la primera vez que vi a Moussa, mientras estaba de servicio en la calle, interesándose
por el aparcamiento público sin que nadie se lo hubiera pedido, y pasó alguien distribuyendo
bocadillos. Se notaba que estaban organizados militarmente y que disponían de una
intendencia, la cual seguía por lo visto en vigor, alcanzando a la entera red del organismo,
sólo que, por aquel entonces, ya muy mejorada. Bastaba con financiarla regularmente.
Ocúpate pues de que siempre haya dinero líquido en la caja y que alguien lleve la
contabilidad. ¿Sabes si se han recogido grabaciones de los otros teléfonos intervenidos?
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Claro. Ahí están. Cada CD lleva una etiqueta con el nombre de la persona escuchada. Y en el
locutorio se encuentran las mismas etiquetas junto a los auriculares para seguirlos en directo.
Gracias, pero de momento hay bastante material con las conversaciones seleccionadas.
En cuanto terminé de comer, la emprendí con el CD de Marisol Herrera. Una conversación
con su hijo, que estudia en un colegio mayor de Madrid. Tres parloteos superficiales, acaso en
exceso, con amigas, uno con la doncella que se ocupa de la casa en su ausencia, otro con su
marido, aunque por el tono y el contenido más parecía un viejo asociado. En verdad, hay
matrimonios hoy en día que más parecen sociedades limitadas. Serafín entró un par de veces
con documentos que requerían su firma, la cual otorgó sin muchas contemplaciones, casi de
oficio. Nada, la alcaldesa daba la impresión de aburrirse y yo, dicho sea de paso, también, con
ella. Pasé al siguiente. Francisco Pineda Buiza, concejal de Cultura. Ruido de loza, de vidrio y
de cubiertos. Murmullo confuso de fondo. Debía estar almorzando en algún bar. Aquí están
las entradas para la ópera de esta noche. Tenéis el palco que reserva la municipalidad para las
autoridades. Uno de los mejores. Muchas gracias, Paco. Para algo tiene que servir haber
hecho la totalidad de los estudios secundarios con el concejal de Cultura. Es verdad, las
chuletas de física y química que uno intercambia debajo de los bancos crean una complicidad
que dura toda la vida. Nada más cierto. Además, te diré en mi descargo que mi mujer me
comunicó a última hora la buena nueva de que sus padres vendrían a cenar y que después tal
vez convendría llevarlos a la ópera. Lo que no se detuvo a considerar, antes de concertarlo
con ellos, es que a los señores marqueses del Colloto no se les puede sentar de cualquier
manera en el patio de butacas y que tal vez los palcos estuvieran ya ocupados. No te vayas a
quejar, muchos quisieran tales quebraderos de cabeza por una mujer como la tuya, guapa y,
por añadidura, de sangre azul. Amén de un considerable patrimonio como dote y como
promesa. Alguien, antes de mí, se ha lamentado ya de que pudiera llover sobre el mar. No me
quejo, debo reconocer que es raro que me dé preocupaciones de este tipo, o de cualquier otro,
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antes al contrario, se ocupa a la perfección de los asuntos domésticos, tanto en mi ausencia
como en mi presencia, para aliviarme, si puede, y eso da una cierta tranquilidad de espíritu.
Sin embargo, por eso que dices del patrimonio, es cierto que mis suegros nos pusieron casa
con todo el servicio requerido, pero el tren de vida lo facilito yo, exclusivamente. Bueno, ven
que ocupas una envidiable posición en tu empresa, que no es una firma desconocida en el
ámbito internacional…. Cierto, pero una finca, entre la infinidad de fincas que poseen a lo
largo y ancho de toda Andalucía, no me vendría mal para invitar de vez en cuando a mis
amigos y colegas a una partida de caza… En cambio, si algún día tu cuñado se estampa con
alguno de sus coches, lo cual no resulta descabellado, a juzgar por el modo en que suele
conducir, e incluso diría que conducirse, entonces puede que acabes siendo tú el flamante
marqués de Colloto. No casaría bien el título con mi actual empleo. Por supuesto que no, ¡qué
cosas tienes!, te verías en la obligación de presentar la dimisión, el decoro es el decoro y más
en este país, pero no para ir a inscribirte en el paro, sino para llevar el mismo tipo de vida que
tu suegro, ahí es nada. Me aburriría, el que llevo en la actualidad me conviene perfectamente.
Desde luego que cada vez que se produce una unión entre la burguesía y la aristocracia se
efectúa un matrimonio morganático, un auténtico aborto; deberían prohibir ese tipo de
enlaces. No profieras disparates, ¿habrá alguien más inútil que mi cuñado, o incluso que mi
suegro? Dime, si eres capaz, ¿qué utilidad social puede haber en ellos? La misma que en las
obras de arte, ellos son las obras vivas del ars vivendi. Joder, ¿y qué justifica la existencia de
ese tipo de arte, si nadie puede imitarlo, o solamente unos pocos? ¿También para ti el arte es
imitación de la naturaleza? Veo que sigues siendo el mismo vendedor de tapices de siempre.
Dejé los auriculares sobre la mesa y salí a la sala común. Al primero que me vino a mano le
pedí que viera si quedaban entradas libres para la ópera de esa noche y en caso afirmativo que
reservara dos, teniendo buen cuidado de que no fueran contiguas. A los pocos minutos llamó
el empleado en cuestión a la puerta. Ya está hecho. Pues ahora pasa inmediatamente a
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recogerlas. Te espero. Tomé el móvil. ¿Mefiboshet? Dile a Nicolai que se vista de punta en
blanco. Esta noche vamos a la ópera.
Seguí escuchando las grabaciones hasta que regresó el empleado con las entradas. De
camino a la atalaya, me detuve para equiparme en la tienda de más lujo de la ciudad,
exclusivamente para caballeros. Me propuse elegir el traje más fresco que me ofrecieran, a
condición de que tuviera que pagar por él una fortuna. ¿A quién se le ocurre representar una
ópera en pleno verano? Decidí, igualmente, que en adelante me interesaría más por las
distintas especies de linos y sedas y en general de todos los tejidos que convienen a todas las
épocas. Hasta el vestir es una ciencia que posee sus taxonomías. Sin descuidar una
información rigurosa sobre los diferentes cueros para zapatos.
Encontré a Nicolai ensayando, como de costumbre. El arte por el arte, en su caso, no cabe
duda, al menos de momento. Hice un signo a Mefiboshet para que lo llamara y me instalé en
la terraza. Allí corría una sospecha de brisa marina y comenzaba a estarse bien. El interpelado
acudió, silencioso, a sentarse ante mí, sin siquiera saludar. Mefiboshet le seguía, pero
permaneció en pie, aguardando por ver si se me ofrecía algo. Le pedí dos zumos de naranja
con mucho hielo. Nicolai me contempló con una ironía distante y un tanto elevada con
relación a mi posición. Mirada que interpreté de esta manera, mándame al carajo si quieres,
me importa un bledo, pero yo no soy tu esclavo, tenlo presente, sino un ser ostensiblemente
superior a ti, un artista. Uno de esos adeptos del ars vivendi, posiblemente. Así que cuidado
con lo que vas a pedir. Una vez pasa, por las circunstancias que ya conoces, pero ahora mi
situación es otra. Esa mirada, se la sostuve con otra que podía traducirse más o menos del
modo que sigue, si tu situación es otra, ello es gracias a mí, así que ándate con cuidado. Luego
me detuve un punto en las mismísimas bolitas de las pupilas para que él lo entendiera así, ¡ojo
al Cristo, que es de plata! Y con ello di por definida la situación en sus aspectos esenciales.
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De ahora en adelante, serás un príncipe ruso. Nadie se lo va a creer, por supuesto, ni
siquiera sé si existen todavía los príncipes rusos, pero a ti que no te saquen de ahí. Un príncipe
ruso del lugar que se te ocurra de la vasta y santa Rusia. Cogerás un deportivo, el Porche,
procurarás no aparcarlo lejos del teatro y entrarás en la sala un minuto antes de que dé
comienzo la representación. Yo me encontraré ya allí, pero no trates de buscarme con la
mirada. En el entreacto, te estaré aguardando en el bar. Te acercarás un segundo para recibir
la consigna.
Mefiboshet nos puso delante de cada uno sendos vasos de zumo de naranja. Hoy cenaremos
pronto, Juan. Tomé el mío de un solo trago, sin dejar de observar las reacciones principescas
de mi ilustre colaborador y ya sin decir esta boca es mía. Luego me retiré al despacho para
leer hasta la hora de cenar.
Todo el equipo directivo se hallaba presente para la colación. Mientras ponía rumbo hacia la
mesa transportando una fuente humeante, Mefiboshet anunció con un énfasis no exento de
orgullo que ese día el plato principal sería lengua de buey con salsa picante. Cuando lo probé,
conocí cuán acertada había sido mi decisión al haberle elegido para la tarea que desempeñaba.
Para todas las que desempeñaba, por cierto. Distribuyó el contenido entre los diferentes
comensales y se sentó en silencio. Durante un par de minutos, cada cual parecía estar
haciéndose su propia opinión respecto al guiso. Milos fue el primero en hablar. ¿Tienes algún
plan? Por el momento mi plan consiste en hacer las averiguaciones que sean menester para
tratar de calibrar el volumen de los negocios que maneja el personaje, las redes que ha
establecido y con quiénes, cómo se las arregla para blanquear el capital así obtenido y
aventurar una estimación de su patrimonio. Sólo así podremos ajustar convenientemente el
precio de nuestro silencio. El cual será elevado, imagino, dado el tren de vida que lleva
nuestro amigo Ruano. Aún así, presumo que ninguno de vosotros alcanza a soñar siquiera la
cifra a que mi intuición me está conduciendo. Tengo la impresión de que nos hallamos ante un
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verdadero padrino. Y otra de mis sospechas es que, en diez años de presencia en el
Ayuntamiento, ha arrastrado tras de sí a un número considerable de gente que intervendrá
también en el prorrateo, pues les sería fatal que los trapos sucios de Ruano vinieran a ser
expuestos en la plaza pública, ya que muchos pueden llevar una señal bordada. Habrá que
tener entonces una animada conversación con cada uno de ellos…. No, basta con hacer jaque
al rey. El refinamiento en la eficacia se halla en la parquedad de los movimientos. Ruano se
encargará de ejercer la suficiente presión sobre sus asociados. Por el momento nos hallamos
en una fase de acoso, que debe ser al propio tiempo una oportunidad para conocer bien a la
presa, la munición la pondremos en función de la talla de la misma. Juan, tienes un auténtico
talento culinario. Especialmente para todo lo que sea guiso o comida casera. Harías un
excelente cillerero y cocinero de monasterio.
Tras el café, me retiré al despacho con objeto de vestirme con mis recién adquiridas galas.
Mi aparición los dejó suspensos a todos. Milos me miró con un brillo ristolero en sus ojos de
hurón. ¿Una cita galante para esta noche tan cargada de estrellas? Nada de eso, Nicolai y yo
vamos a la ópera. Sólo entonces Nicolai se levantó de la mesa, no sin cierta sorna, y fue a
cambiarse. Me abstuve de aguardar a que saliera, encaminé solo mis pasos hacia el teatro
dando un saludable paseo. Atravesé, con la mayor lentitud de que fui capaz, el parque central,
donde flotaba un denso aroma de jazmín y galán de noche. Antes de salir de él, tomé asiento
un instante en un banco de madera para limpiar con un pañuelo los zapatos, empañados por
una ligera capa de polvo. El hijo que saca porte señor de padre labriego, si presta un poco de
atención, cumple en todos los salones. Alcé los ojos. El cielo entrelazaba ya sus vetas de azul
y sus vetas de ocre. La tarde estaba demasiado madura como para no dejarse impregnar de su
sazonada y bella serenidad. Desde allí se veía el edificio iluminado del teatro, una
construcción reciente que imitaba el estilo neoclásico, algo habitual en estas ciudades
mediterráneas de nuevo cuño que han fundamentado su prosperidad en un turismo selecto,
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datando de un tiempo todavía no muy alejado en que esta urbe tuvo que dotarse de la
ornamentación, el lujo y las infraestructuras requeridas para acoger, durante los tres meses del
verano, a la flor y nata de los veraneantes, a las más vastas fortunas del ámbito europeo, a las
estrellas más brillantes del cine, las finanzas y la política internacional. Hoy, tras los años de
la pantomima vulgar que caracterizó la administración megalómana de Huertas, apenas queda
nada de todo aquel paraíso de la riqueza y la belleza. Sí, de ese ars vivendi que sólo sirve para
ser imitado por unos pocos y proporcionar recetas para los sueños de la mayoría; pero que, al
propio tiempo, convertía el terreno urbanizable de este municipio en uno de los más caros de
todo el país y parte del extranjero, hinchando con ello, de manera más que conveniente, las
arcas del Ayuntamiento. En la actualidad, los residentes más conspicuos pertenecen a un
rango cuyo refinamiento, no su opulencia ni su numerario, es cierto, declina unos cuantos
grados respecto al anterior y sus nombres hay que buscarlos en el listado de los más célebres
traficantes de armas y de los padrinos de las mafias rusa e italiana de la droga, a menudo
enfrentadas a tiros por una fracción del abominable pastel de su comercio. Mezclados entre
ellos, todavía se deslizan algunas de las figuras más opacas de la política internacional.
Eché el pañuelo en la papelera y, mientras aguardaba la luz verde del semáforo, contemplé
el enorme cartel de tela que se desplegaba en el frontispicio. “L´elisir d´amore” de Gaetano
Donizetti.
Sin que pudiera hablarse de tumulto, había una cierta animación en la acera de enfrente.
Brillantes y suntuosos coches se detenían un instante, el chófer abría, diestra y prontamente,
las portezuelas de los autos para que enseguida se produjera una eclosión de largas y
exquisitas telas envolviendo delicadas formas femeninas, junto al poliedro negro,
cuadrangular, del esmoquin. En las escaleras y en el atrio se conversaba en todos los idiomas.
Entré en una sala de oro, refulgiendo con mil fuegos como un relicario de catedral
flanqueado de cirios. Al fondo, un telón de paño negro, con estrellas, iluminado ya por dos
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focos cruzados. En el cielo de mediodía, un lustro gigantesco, artificial astro para un mundo
barroco, consagrado al arte y a la invocación del gusto por la estética. Avancé, tratando de
orientarme, sobre un suelo escarlata que absorbía la excrecencia ruidosa de mis pasos. Con el
refinado murmullo de un discreteo, la asistencia comenzaba a instalarse. Encontré mi luneta
en el primer tercio del patio de butacas. El empleado tuvo buen sentido al efectuar la reserva.
Poseía un ángulo de visión satisfactorio, tanto hacia los primeros palcos de la derecha como
de la izquierda. Consulté mi reloj. Faltaban diez minutos para que diera comienzo la
representación. Contra todo pronóstico, pues nunca pensé que el verano fuera una estación
propicia para la ópera y menos aún durante esa sofocante canícula que nos había tocado vivir,
la sala se estaba llenando a buen ritmo. También se observaba movimiento en los estratos
superiores. El primer palco de la derecha fue ocupado por dos matrimonios de cuadragenarios.
En cuestión de pocos instantes, se fueron poblando todos los demás, excepto el primero de la
izquierda. En ninguno de ellos me pareció encontrar lo que esperaba. Ya empezaba a
volverme discretamente hacia atrás cuando vislumbré un movimiento en el palco vacío.
Enrisqué los ojos justo a tiempo para ver cómo, tras la cortinilla que acababa de descorrerse,
entraba una dama de una gran distinción, desprendiendo algún que otro fogonazo diamantino,
tras ella un caballero provecto, aunque muy erguido. Seguidamente hizo su aparición una
joven de una belleza punzante. Llevaba un vestido escotado que dejaba a la vista unos
hombros de una desusada esbeltez, morenos y bien torneados; el cuello enhiesto, grácil; los
trazos del rostro firmes, marcados. Traía, como a una fiesta, unos ojos inmensos que
modificaron enseguida el tinte y el grado de iluminación de la atmósfera. Finalmente entró un
hombre en la edad lozana, bien bastido, con un cutis atezado muy probablemente por la
práctica asidua de variados deportes al aire libre. Observé sin sorpresa que muchas miradas
confluían en ese punto.
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Nadie permanecía ya en pie. Un minuto más y se descorrería el telón. Eché un rápido
vistazo hacia los impasibles cortinajes que cubrían la entrada. Como no se presente el
insolente ese, me amargué, lo pongo de patitas en la calle. Pero con los mismísimos harapos
que traía cuando lo encontré. Se va a enterar de lo que vale un peine. Vaya que se si se va a
enterar. En eso entró, felizmente. Bajo la luz de las candilejas, su cabellera aparecía más
dorada que nunca. A medida que avanzaba por el pasillo central, las cabezas se iban
volviendo hacia él. Pero ese desconocido sólo miraba al frente, ni siquiera daba la impresión
de buscar el número de su butaca. Llegó hasta unas cuantas filas más allá de la mía; luego, sin
dudarlo, se internó hacia la izquierda para tomar asiento en la tercera luneta. Su vasta espalda
sobresalía un palmo sobre las otras espaldas. Impertérrito, dirigió su mirada añil hacia el telón
que se abría en ese preciso instante y no la apartó hasta el final del acto. Alcé los ojos hacia el
primer palco de la izquierda. La joven estaba ya de perfil. Pero de repente acordó una leve
inclinación a su rostro y una ojeada, capaz de fulminar un caballo en pleno galope, refulgió
como una centella al caer sobre el desprevenido Nicolai.
En el entreacto, como acordado, me dirigí al bar. El serenísimo príncipe me siguió y se
colocó un instante a mi lado. El objetivo se encuentra en el primer palco de la izquierda. Ya se
iba de nuevo cuando me asaltó una duda. No vaya a ser que se produzca una embarazosa
confusión. Nicolai. Se volvió y apoyó ambas manos en la barra, a mi lado. Ya me dirás si no
es ésta una mujer de rompe y rasga. Sin mover un músculo de la cara, se fue. Le dejé ir,
sintiéndome más aliviado al deshacerme de ese escrúpulo, y con las mismas regresé a casa.
Eran las ocho de la mañana en punto cuando entraba en la oficina inmobiliaria. En la
trastienda se hallaban Milos y Moussa, en el locutorio Bugs Bunny y otros dos hombres. ¿Se
ha levantado ya Ruano? Sí, no tardará en salir de casa. Todo el dispositivo está a punto.
Perfecto. Había una cafetera expreso en un rincón y Moussa me propuso un café. Acepté,
porque de lo que se trataba era de esperar y quien espera desespera menos si tiene las manos
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ocupadas en algo. Por eso muchos fuman, creo, porque en general todos nos pasamos la vida
esperando algo, o más bien muchas cosas que están siempre en relación con lo mismo. Cierto,
el hombre es siempre un ser patético, sean o no fundadas sus aspiraciones; aunque viviera en
un paraíso, no habría nada que hacer en ese sentido, seguiría siendo una entidad trágica. Las
únicas aspiraciones realmente fundadas son las que se refieren a la muerte, tan sólo en esa
materia dejan de ser ridículos y vanos los deseos. ¿Quién podría aspirar a la muerte? Si es una
gracia gratis data… En cierta ocasión un periodista le preguntó a un escritor, ya viejo y ciego,
¿espera usted algo todavía de la vida? Ahora ya lo único que espero es morirme. Y ese deseo
no resultaba en absoluto ridículo ni vano justamente porque su cumplimiento era ineluctable.
Pero él estaba viejo y ciego, como dices. Hay muchas maneras de estar viejo y ciego, a
cualquier edad. Lo que ocurre es que muy pocos son conscientes de ello. Y en caso de serlo
¿puede uno desear verdaderamente la muerte? Cuando un ciego ha perdido la esperanza de
ver la luz, o la ilusión por ver, encuentra que ese deseo es ciertamente legítimo; sin embargo,
por un quítame allá esas pajas, claro, no se puede administrar la muerte, ni a sí mismo, ni a los
demás. La muerte es el recurso último, para cuando lo esencial está en juego y hay veces en
que lo está. Yo la he administrado infinidad de ocasiones y de las más variadas maneras, si
bien no sería capaz de volver un arma contra mí, acaso porque tengo un cometido, y si no lo
hago yo mismo ¿quién podría hacerlo? Porque escrito está “¿puedes tú abatir a Leviatán con
un anzuelo, o con una cuerda mantener baja su lengua? ¿Puedes tú poner un junco en sus
narices, o con una espina puedes tú perforar su quijada?” Yo no soy el censor de nadie, tan
sólo un átomo de pensamiento a la deriva que espera, sin embargo, caer en el sitio adecuado y
todavía no merezco las alabanzas de aquél que todo lo puede. ¿Acaso crees que algún día
llegarás a ser digno de que pose un instante su mirada sobre ti? ¿Y tú, deseas todavía que siga
con mi historia? Habla, de todos modos. Leviatán es de este mundo.
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Cuando Ruano salió de su casa, mis hombres lo siguieron hasta el barrio de Miramar. Allí se
detuvo su coche ante la verja de una mansión, rodeada por una considerable superficie de
terreno arbolado. Las puertas se abrieron automáticamente para dejarle paso. Poco tiempo
después, llegó otro coche y el enrejado se separó de nuevo. Al recibir esa información, todos
los presentes nos pusimos los auriculares. En cuanto se oyó el leve chasquido de un picaporte,
Bugs Bunny puso la grabadora en funcionamiento. Pasa, Alberto, ¿qué tal? Muy bien ¿y tú?
De maravilla, ¿cómo salió todo? Pues muy bien, como previsto. Si no hacía falta venir aquí,
bastaba con que nos hubiéramos visto en cualquier cafetería y te habría dicho sí o no. Pero tú
ya sabías que iba a ser que sí. La propuesta era de todo punto razonable. Lo sé, lo sé, pero ya
me conoces, tengo el gusto por el detalle y prefiero hablar en un recinto protegido, aquí sé que
no hay micrófonos, ni ningún dispositivo de escucha. Y si lo que quieres es un café, pues
nada, bajamos a la cocina y te preparo uno. No, no te molestes. Pero si no es ninguna
molestia, a mí también me apetece. Venga, a la cocina y no se hable más. A la cocina se ha
dicho, pues. ¿Cuál es el monto exacto de la comisión? Les dije, en el momento oportuno, que
había recibido órdenes tuyas de no bajar de quinientos mil. Ellos replicaron entonces que
cuatrocientos ochenta y ocho mil era su última palabra. Acepté enseguida, aunque simulando
consternación y un montón de dudas. Correcto. Me dio la impresión, sin embargo, de que el
problema no estaba en el dinero. Negociaron porque cualquier trujamán que se precie debe
negociar. Entonces, en tu opinión, ¿dónde estaba el problema? Pues parece que había uno….
Torquemada se mostró escéptico y reservado durante toda la reunión, aunque ya te digo,
acordaba en todo. Me refiero a su actitud, la cual ya sabes que en él resulta más decisiva que
sus propias palabras. Y al final hizo una alusión vaga al guiñol que no paran de montar los
mequetrefes del Ayuntamiento. Y es verdad, Juanjo, son unos payasos del copón. Podrías
hacer valer tu peso para que dejaran de hacer el gilipolla durante algún tiempo, aunque sólo
fuera durante unas semanas, ahora. Hoy en día no hay un solo Ayuntamiento en todo el
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territorio nacional que no se haya convertido en un gallinero. Tal vez, pero en éste se cacarea
demasiado y parece que sea yo quien te abra los ojos, cuando sabes que no es así. Tú no
puedes ignorar el berenjenal en el que nos pueden meter en cualquier momento si continúan
con su maldita zambra, esos diablos. Es verdad, aunque tampoco hay que sacar las cosas de
madre. Les pegaré un toque. Pero Juanjo, joder, un toque…. ¡pero si España entera tiene los
ojos puestos en ese dichoso Consistorio! Te lo digo yo, los empresarios comienzan a
mostrarse recelosos. Por el momento toman precauciones, si bien siguen invirtiendo. Sin
embargo, llegará el día en que ni por ésas. Nuestro término municipal se convertirá en
anatema. Eso por lo que se refiere a ellos, ahora piensa un poco en mí. El riesgo que tomo es
enorme, dadas las circunstancias. Se te paga bien por ello, es tu trabajo. Seguro que habrás
sacado una buena tajada en esta operación. ¿Y de qué me va a servir si me veo entre rejas?
Son los gajes del oficio, pagaremos un buen abogado entre todos. Considera que nuestros
negocios están muy imbricados, probablemente ese abogado nos tendría que defender a los
dos. Tomo infinitas precauciones, pero en el fondo sé que tienes razón. Algo habrá que hacer
para detener ese espectáculo lamentable. Ya lo intenté en una ocasión y no dio resultado, para
la segunda tal vez no haya más remedio que cambiar el procedimiento. El que la lleva, la
entiende, Juanjo; de lo que no hay duda es de la urgencia en acabar con ello. Lo pensaré,
Alberto; te prometo que reflexionaré a propósito de este asunto. El café era, desde luego,
excelente, algo fuerte, es verdad, pero suntuoso. No sé cómo puedes tomártelo sin azúcar.
Considero que un poco de ascetismo es necesario para exorcizar males mayores. Para mí, si el
café ha de dejar de ser un placer, no vale la pena. En fin, te dejo, Juanjo. Tengo que hacer
todavía unas gestiones. Vale, este trato también habrá que celebrarlo de alguna manera,
pensaré igualmente en ello. Excelente idea, llámame cuando lo tengas más claro. Te
acompaño. No te preocupes, conozco el camino.
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Deposité los auriculares sobre la mesa. ¡Menudo chalán! Por lo pronto se va a meter casi
trescientos mil euros en el bolsillo y de los doscientos mil que restan, seguro que se lleva la
parte del león. Vale, ya sabemos cómo ese santo opera sus milagros. Cuando uno ha vivido
desde siempre en esta ciudad y recuerda cuál era su aspecto hace quince años, no le es muy
difícil estimar el dinero que ha podido reportar a algunos el Potosí del urbanismo. En un
principio, se les otorgó a los Ayuntamientos la facultad de recalificar el terreno para financiar
sus gastos de una manera autónoma, pero ello fue como echar un buen pedazo de carne fresca
y sanguinolenta en medio de una manada de lobos. El resultado es éste que tenemos ahora,
únicamente desde la atalaya puede contemplarse un retazo azul de mediterráneo. Y ahora, por
lo visto, le toca el turno a la loma de las torcaces. Da igual vivir en un sitio que en otro, toda
la infancia de uno está enterrada ya bajo una corteza de cemento, cortada por vallas y
autopistas. En fin, el caso es que aquí, desde la sociedad municipal denominada Planeamiento
Urbanístico, un hombre solo ha dirigido todo ese fenomenal pillaje y ha sabido sacar, de eso
no cabe la menor duda, la mayor tajada. De la cual, lo que se ve, las casas, los coches, el
helicóptero, etc.….son sólo la punta del iceberg. Todo ese dinero que obtiene por ese
procedimiento es negro y lo blanquea en empresas, que a su vez producen más beneficios. A
ver, si no, para qué sirve la famosa cartera con los diez móviles. Quiero que se controle cada
uno de sus movimientos, para ello hay que instalar un sistema GPS en todos sus coches,
incluso en el helicóptero. Sobre todo en el helicóptero, pero habrá que tener en cuenta que es
un aparato al que se le hacen muchas revisiones, debéis pensar en un buen escondite. Felipe
os proporcionará el material y los consejos. Por otra parte, nos será de una gran ayuda acceder
a los ordenadores del Ayuntamiento. Estamos estudiando un plan. El edificio tiene un punto
vulnerable. Ouissene y yo, disfrazados de empleados de la compañía telefónica, subimos con
nuestras escaleras y nuestras cajas de herramientas a lo alto de la finca contigua y hemos
instalado el punto de apoyo necesario para tender un cable hasta una pequeña terraza que se
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encuentra en medio de un mar rizado de tejas, donde hay una puerta que conduce ciertamente
al interior. Durante las horas de apertura, con disimulo, habrá que estudiar el sistema de
alarmas. De acuerdo, perfeccionad el plan y cuando esté listo, me avisáis. Hoy iré a comer a la
atalaya, a ver qué nos ha preparado de bueno Mefiboshet.
Sentí un gran alivio al respirar la luz de la calle; noté que, de repente, me encontraba
liberado de toda la tensión que había oprimido mi pecho durante los días precedentes. Compré
un periódico y me lo leí entero sentado, al fin, en un banco de la plaza de las palomas, bajo la
sombra de una acacia. Allí dejé transcurrir indolentemente lo que restaba de la mañana.
Mefiboshet había preparado gallo al vino y todos nos sentamos a la mesa con un excelente
humor, especialmente Ouissene que pareció por fin decidido a hacer grandes cumplidos al
talento culinario de nuestro improvisado cocinero. Vuk llegó justo a tiempo. Se llama Alberto
Collado Sancho, tras él nos hemos pasado la mañana de bar en bar, pero no toma sino café y
una sola cerveza a la hora del aperitivo, ha hablado con un río de gente. Y luego se ha ido a su
casa. Vive en la calle Gustavo Adolfo Bécquer, número 19. Un poeta, sin duda, nuestro amigo
Collado Sancho. ¿Y tú, Nicolai, qué averiguaste? Se llama Verónica de la Mata Arzón, según
reza la placa del timbre, esposa de Luís de la Encina Sobrado. La pareja vive en un castillo,
situado en la Avenida General Sanjurjo, número cuarenta y uno.
79
V
El asalto al Ayuntamiento duró un par de horas aproximadamente, las que ocupan el cuesco
de la noche. Quise presenciar la operación y Milos me permitió que lo acompañara durante el
transcurso de la misma. Cuando sonó levemente su móvil, apenas tuvimos tiempo para alzar
los ojos al cielo y entrever cuatro arañas negras cruzando la calle por todo lo alto. Nos
dirigimos hacia la parte delantera de la Casa Consistorial y nos instalamos en un coche
aparcado en una posición estratégica, desde la cual se divisaba el cuerpo de guardia. Una
ciudad como la nuestra nunca se aletarga completamente y menos en verano, pero los
movimientos que producen dejan entre ellos intervalos prolongados de quietud. Basta con
adaptarse a ese ritmo, decía Milos, con controlarlo y aprovechar los huecos.
Imaginando lo que podía estar ocurriendo en el interior de ese edificio oficial, tras la
fachada profusamente iluminada, el tiempo pasó rápido hasta que volvió a sonar el móvil. A
su vez, Milos, lanzó una llamada perdida. Dos hombres pasaron junto a nuestro vehículo,
caminando tranquilamente. Luego se separaron y fueron a colocarse en ambos extremos de la
plaza. La puerta cristalera que daba acceso al amplio balcón se abrió y un instante después
pareció cerrarse sola. Milos apretó una tecla y una silueta, negra como un tizón, saltaba la
baranda, se descolgaba, se agarraba a una monumental reja, bajaba, daba un salto y andando
sin prisas se dirigía a un coche que le aguardaba no lejos de allí. Milos observaba a los dos
hombres que vigilaban las entradas de la plaza, si ambos estaban de cara, apretaba la tecla. Si
uno de ellos nos daba la espalda, aguardaba a que pasara el inoportuno. Cuando el último
asaltante puso el pie en el suelo, sin precipitación alguna, todos abandonamos el campo de
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operaciones. Mañana, algunos empleados encontrarán algunas anomalías, pero las atribuirán a
descuidos o bien las callarán para no ser tachados de negligencia.
Sabía que en la trastienda había un hombre en vela delante de cada ordenador, aguardando
la llegada de toda esa información. Puse mi despertador a las nueve para poder estar allí a eso
de las diez. La verdad es que no dormí mucho, a pesar de la fatiga; no por otra cosa, sino por
el frenesí de la caza. La pieza volaba alerta hacia la rama del árbol, pero sin sospechar que yo
iba siguiendo su sombra que se arrastraba por el suelo y alzaba ya el cañón de mi fusil,
apuntando en dirección al lugar por donde no tardaría en aparecer. Afortunadamente para ti,
no eres el justo por excelencia. De lo contrario, habrías caído antes entre nuestras garras.
¿Qué quieres decir con ello? Nada hay más atroz e implacable que la cólera del justo cuando
encuentra una brecha en nuestras previsiones, nada más visible también. Él mismo reza a Dios
de esta manera: “el cetro de la maldad no se quedará sobre el lote de los justos, para que los
justos no avancen su mano hacia ninguna injusticia.” Sin embargo, conviene que el equilibrio
en vigor alcance hasta el final de los tiempos. Por esa razón el mal ha sido dotado de una
inteligencia superior que nos permite pronosticar. Así, el pecho ardiente del justo no es más
que una manteca donde hincar una bala. Leviatán no es sólo la fuerza bruta, pero tú tampoco
puedes vanagloriarte de la razón moral. Poco me entretuve, debo reconocerlo, en buscar y
analizar escrúpulos morales; sin embargo, intuía vagamente que trataba de apoderarme de un
dinero robado y que ese robo era, por así decirlo, irreversible. Cierto, pero aún así.
Al entrar en la trastienda, percibí una densa expectación llenando el ámbito de la sala como
si fuera la vieja atmósfera del tabaco que poblaba los bares de antaño. No había ni un solo
asiento vacío. Cada servidor se hallaba absorto en la contemplación de su respectiva máquina
que echaba humo. Milos alzó unos ojos inquietos hacia mí en cuanto me vio entrar en el
despacho. Ruano está volando en su helicóptero. Supongo que no hemos tenido tiempo de
instalar el dispositivo GPS. No, pero sabemos por la conversación mantenida con el piloto que
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se dirige hacia Madrid. Bien, ordena que tomen nota de cada referencia de lugar que se haga
en las sucesivas conversaciones. Me dirigí hacia el ordenador del despacho y abrí Google
Earth, Madrid, España. ¿Quieres un café? Vale, gracias. Milos se distendía, tomaba confianza
y yo favorecía ese movimiento. Me puse a preparar un café expreso, bien cargado. ¿Y
respecto al material que trajimos esta madrugada? Pues contiene una gran cantidad de
información que hay que tratar y organizar. Trabajando a marchas forzadas, les llevará varios
días confeccionar un informe completo. Sin embargo, según mis hombres, van apareciendo
indicios claros de prevaricación y cohecho, así como de malversación de caudales públicos.
¿Azúcar? Sí, un terrón. El contenido de ese informe no me va a sorprender en absoluto, pero
no carecerá de importancia presentarle a Ruano, en su debido momento, una relación bien
trabada de sus tretas, para que calcule el efecto que pueden producir esos documentos en
manos de la policía o de la prensa, o acaso de ambas. Por otra parte, resultaría conveniente
averiguar cómo ha logrado blanquear ese capital y hasta qué punto ha salido airoso en su
reproducción. Así como quiénes y cuántos son sus colaboradores en una y otra fase. Esto
último nos ayudará a estimar la cantidad que nos reservaremos como pago de nuestro silencio.
No quiero sospechar siquiera que baile en su pupila una bien disimulada sonrisa de picardía,
que quiera decir ¿eso es todo? Pues sí que eres tú pardillo. Con que pardillo ¿eh? Sí que la
llevas tú clara si piensas eso. Déjame que te ajuste bien las cuentas y verás. Pronto has
adquirido un orgullo y una susceptibilidad profesional. Nunca he apreciado que me tomen por
un papanatas. Quizá antes haya tenido alguna vez que mirar hacia otro lado mientras no podía
ver bien, pero ahora tengo los medios y la fuerza para atar bien los machos e ir hasta el fondo
de todas las cuestiones, por arduas que sean. Los asuntos domésticos y los públicos requieren
tratamientos distintos; en lo que se refiere a estos últimos, uno no tiene más remedio que ir
hasta el fondo de todas las cuestiones, de lo contrario está perdido. Existen casos, sin
embargo, en los que uno gira en redondo para examinar bien lo que tiene alrededor y se da
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cuenta de que ambos aspectos se hallan indisociablemente unidos. ¿Es el tuyo? Mi vida
doméstica se ha reducido a acontecimientos puramente subjetivos que quizá no resistan ante
el ímpetu de la formidable corriente que me arrastra. ¿Te asusta? No, me intriga; el miedo
nunca aplica un remedio consecuente.
Cierto, lo primero que paraliza el miedo es la razón. Por eso quienes asumen grandes
responsabilidades deben aprender a dominarlo y sólo los mejores lo consiguen, a condición de
haberlo experimentado con intensidad. Si crees que no vas a tener el valor suficiente, más te
vale quedarte quieto, muchacho, y no emprender nada que esté más allá de tus medios, porque
aullarás de horror y no tendrás sosiego. Es la ley del péndulo. Cuando uno pretende alzarse
como un titán durante el día, despierta al coloso que vive en la noche. Así, todo tiende hacia el
conflicto, hacia el enfrentamiento de fuerzas con polaridad opuesta y de esa suerte de lucha, o
bien se sale muerto o malparado. Sin embargo, habrías respondido con más juicio si hubieras
dicho me inquieta, en lugar de me intriga, porque en ese momento ya sabías que una fuerza
superior a la de tu voluntad te empujaba hacia la debacle, justo en el mejor momento de tu
vida. ¡Lástima de desperdicio, con lo necesitadas que están las fábricas de probos empleados
como tú! Considera cuán poco razonable es el hombre y cuán alto es el precio de la libertad,
que tan sólo unos pocos conseguirán alcanzar, los que acierten a pasar entre las patas de
Leviatán y luego sean capaces de decir puedo contar mis huesos. Hace falta encontrarse,
como nos encontramos, en el umbral de la muerte, para reconocer que la vanidad es el más
seductor de los fantasmas que vislumbra el hombre, quizá porque cree que cuando la haya
henchido bien, todo lo demás le será dado por añadidura. El peso de la vanidad es igual al
peso de la totalidad de los vicios, por eso para soportarlo se precisa la conjunción de todas las
virtudes. Alejandro comenzó a comprenderlo cuando fue a ver a Diógenes y le dijo Diógenes
¿qué puedo hacer por ti? Quítate de mi sol. Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes. Ése
empezaba a comprender algo. En el umbral de la muerte, sin embargo, uno siempre lamenta
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no haber sido Diógenes. En el umbral de la muerte es demasiado tarde y es bueno que sea así
porque de todo tiene que haber en la viña del Señor. Pero no entiendo por qué hablas en plural
cuando declaras que estamos en el umbral de la muerte. En el umbral de la parca estás tú y yo
soy el genio que te apremia a elegir una especie de muerte. ¿Acaso Leviatán comparte los
secretos del Padre para saber el día y la hora? Sé que Leviatán no será destruido mientras dure
la obra del Padre, pues es él su piedra angular. “Él es el comienzo de las vías de Dios…las
montañas producen para él su fruto”. Leviatán, no Natanael, camina al sol. Termina pues tu
historia, si es verdad que el fin de los tiempos se aproxima y con él saldremos de dudas.
Llegó Bugs Bunny para advertirnos que Ruano había subido a un taxi en el mismo
helipuerto y como dirección había dado sencillamente la plaza Manuel Becerra. Vale, pues en
cuanto baje, reloj en mano, que cronometren el paseo. Milos se puso unos auriculares sobre su
cabello pajizo. Yo me fui a la ventana para contemplar la espalda blanca de los edificios
vecinos reverberando al sol y hacia abajo una calle cualquiera, bastante tranquila por cierto,
sumida en la sombra. Por un instante me lancinó esa quietud, el anonimato de un callejón sin
salida por el que podría emerger a la claridad del día y dirigirme a una ocupación banal. En
eso quizás tengas razón, Leviatán; me refiero a tu elogio de la áurea mediocridad. Pero esa
sensación se desvaneció enseguida, pues necesitaba lanzarme hacia delante, construir en mi
mente las escenas que íbamos a vivir todos dentro de unos días, prever cada detalle,
adelantarme a cada imprevisto. Cuando digo construir en mi mente, me estoy refiriendo a la
visualización de esas escenas, igual que en una proyección privada, como consecuencia de la
elaboración abstracta del plan. Yo las cosas tengo que verlas para creerlas, aunque me basta
con emplear los ojos de la imaginación. Tomé ciertas decisiones, confeccioné el decorado
hasta en su más mínimo detalle y comencé a conversar ya con Ruano en el batán de mi
cabeza. Mis hombres son soldados que combaten fuera de su tierra, han vagado de acá para
allá durante mucho tiempo y en esas idas y venidas por valles y montañas, por desiertos y
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florestas ponzoñosas, a veces envueltas en nieblas letales, irrespirables, al frío y al calor, han
perdido ciertos puntos de referencia, ya no saben muy bien si van hacia el norte o hacia el sur,
han perdido la moral. Si se les dice mata, sus ojos de muñeca no parpadearán ni una sola vez.
Han venido para regresar a sus casas y a sus pueblos con un botín y estamos en guerra.
Siempre lo hemos estado, Ruano, tú lo sabes muy bien. La guerra es el estado natural para la
gran mayoría de los hombres; no saben evolucionar, no han aprendido a transfigurarse, a
avanzar sin provocar el dolor en sus semejantes e incluso en ellos mismos. Cierran los ojos y
se ven como lobos rompiendo y rasgando con sus caninos afilados y babeantes y se sienten
poseídos por un furor arrebatado e incontrolable. Quieren su botín para construirse en su
pueblo, más allá de este mismo mar nuestro, una casa solariega, rodeada de naranjales
inmensos que lleguen hasta las playas todavía vírgenes y limpias de la otra orilla, para acabar
sus existencias como venerables patriarcas de su estirpe ¿Con qué derecho les vamos a
quebrar ese sueño? ¿Acaso no es un sueño eminentemente humano y con el que se han
levantado imperios? Mejor que lo obtengan de ese dinero sucio que supura de nuestras
propias llagas y cuyo origen ya no hace mal a nadie puesto que el mal está ya hecho y cuya
sustracción no será tan gravosa para las manos que tan fácilmente han sabido amasarlo y
siguen amasándolo. Durante un tiempo considerable, te he estado pesando y te he estado
midiendo. La cantidad que te voy a exigir es una cantidad razonable, su número es para ti un
número de hombre. Considera detenidamente el precio que se le ha fijado a tu vida y mientras
tanto háblame de cualquier cosa, pues no tengo ninguna prisa. Me volví y vi que Milos estaba
literalmente reloj en mano. Aguardé. Diez minutos exactos. Dato que Bugs Bunny confirmó
de inmediato. Fui ante la pantalla. Esto nos da una circunferencia de un diámetro
considerable. Imagino que ha llegado a algún despacho ¿no? Y ha intercambiado un breve
saludo con una secretaria antes de encerrarse detrás de una puerta. A ver, déjame los
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auriculares. Silencio absoluto. Traté de concentrarme más aún en la escucha y percibí el
sonido del teclado de un ordenador.
Presumo que no había ido hasta Madrid sólo para escribir en ese ordenador, o para acceder a
la información que contenía. Por supuesto que no era ése el único propósito. Sin embargo, a
esas alturas, no era un detalle deleznable constatar que poseía un despacho en la capital. La
verdadera razón del viaje la descubrimos algo más tarde, cuando entró en una pieza distinta,
probablemente algo más vasta pues contenía el murmullo de numerosas voces. Tras el estudio
detallado de la grabación, identificamos, además de la suya, diez voces diferentes. Aquello era
una suerte de consejo de sabios, en el que se trató del estado de salud de multitud de
empresas, enlazadas entre sí por cordones umbilicales escondidos, a través de los cuales se
operaban transfusiones de dinero en función de las necesidades del momento. Incluso se
sentaron las bases para la creación de nuevos negocios. El detalle de menor interés no fue en
absoluto descubrir que el moderador de dicho consejo y el que, para decirlo con palabras
llanas pero ciertamente eficaces, cortaba el bacalao, no era otro que Ruano.
Ya tenías pues montado tu caso con todas sus piezas bien ensambladas. Había llegado el
momento de actuar. No tan deprisa. Antes quería conocer cada detalle de esas empresas
receptoras del dinero sucio que obtenía Ruano en el Ayuntamiento. El informe que pretendía
presentarle debía contener un texto tan bien trabado como la propia realidad. En suma, todo
iba a estar atado y bien atado. Lanzaste pues tus tropas al asalto de esa ciudadela financiera
como ya hiciste con el Ayuntamiento. En efecto, en esa reunión se leyeron documentos
oficiales que contenían datos precisos, a pesar de que los principales se cubrían con el
consabido etc.… empleado más por el fastidio de las repeticiones inútiles que por otra cosa.
Mas tirando de los hilos seguros que iban apareciendo, conocimos el emplazamiento exacto
en que tenía lugar ese conciliábulo antes incluso de que concluyera. Se trataba del gabinete
jurídico Galíndez Lastarria. Ese detalle y otros muchos, de no haberlos averiguado en ese
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momento, nos los iban a servir en bandeja, de todos modos, durante el transcurso de la
curiosísima entrevista que mantuvo Ruano unas horas más tarde.
Terminado el cónclave, Nicolás Galíndez y Jorge Lastarria, socios y abogados de Ruano,
fueron a comer con él a un restaurante de lujo donde se les trató como si fueran de casa. Los
camareros se dirigían a ellos con una sabia mezcla de deferencia y familiaridad que no
cuestionaba lo esencial de la relación entre servidor y servido, pero que distendía la atmósfera
y creaba confianza en ambas partes, utilizando sus nombres de pila. No se oían más voces a su
alrededor, lo que permite presumir que se hallaban en un compartimiento privado. Sólo los
vinos que se consumieron allí costaban ya una fortuna. Las lenguas se desataron rápidamente
y pronto quedó claro el cometido exacto del gabinete jurídico Galíndez-Lastarria, el cual no se
limitaba a diseñar, estructurar y gestionar las sociedades tapadera de Ruano, así como asumir
su defensa, sino que además había desarrollado una red de espionaje interior en la que se
hallaban atrapados sin saberlo los ocho miembros restantes del consorcio. Ambos abogados se
aplicaron con desenvoltura a la tarea de sacar los trapos sucios de aquéllos y para ello
abundaron en comentarios procaces e incluso sicalípticos a veces, pero de momento ninguno
de esos ocho sabios parecía querer arrimar el ascua a su sartén. Tanto mejor, concluyó Ruano.
Tanto mejor…. Bueno, preparad el camino porque se acerca una nueva inyección de dinero.
Tras ello, regresaron al gabinete, donde nuestro personaje se encerró en su despacho durante
una hora más o menos. Luego bajó a la calle, tomó un taxi y dio como dirección una nueva
plaza madrileña, Alonso Martínez. De nuevo se le escuchó andar entre el tráfico durante otros
diez minutos aproximadamente. Llamó a un timbre, dio su nombre, le abrieron. Ascensor.
Hola, Ramiro ¿qué tal va eso? Regular, estos calores me dan siempre jaqueca y los fríos
reuma, así que no me quejo. Nada, la vejez no sufre un instante que se la olvide, como si
quisiera decirte a cada paso: recuerda que en cualquier momento te doy el leñazo y acabamos.
Déjate de filosofías a duro el kilo hombre, lo que tienes que hacer es venirte ya a la playa y
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consentir que todo esto cueza solo durante un tiempo. Sí, claro, como todos los veranos, así se
hundieran los cimientos del mundo que yo iría por lo menos un par de semanas; mi familia al
completo está allá. Únicamente me queda ultimar unas cuantas cosillas mañana y pasado me
encuentro ya debajo de la sombrilla. Perfecto, he adquirido últimamente unos vinos y quiero
que los pruebes… Con mucho gusto, pero si tú pones el néctar rojo, yo pondré la ambrosía…
Quedamos así, pues. En fin, hoy el menú es el rancho habitual. Te he preparado unas cuantas
grabaciones para que las escuches ahora mismo, si tienes tiempo. Dos de ellas son de Nicolás
Galíndez con sendos directores de sucursales bancarias, una de Alfredo Kloss con Gonzalo
Requejo, otras dos de Juan Lemos con las cuales se confirma que el asunto que lleváis entre
manos va por buen camino y finalmente una selección de llamadas pinchadas en el
Ayuntamiento para que veas hasta qué punto es un gallinero donde urge poner un poco de
orden, porque si no lo haces te perderá. No eres el primero en decírmelo. En cambio aquí, en
Madrid, mientras no pares de poner leña en el fuego, mientras los tengas a todos ocupados
creando empresas, ampliando las ya existentes y sacando por todas partes dinero a sacos, a
nadie le vendrá la idea de convertirse en cabeza de ratón, cuando se es cola de león. Si acaso,
recomendarles o más bien recordarles a Nicolás y a Jorge que nada importante debe pasar por
los hilos del teléfono. Tienen las puertas abiertas en todos los bancos, entran en cualquiera de
ellos como en un molino, pues que lo lleven todo atado y bien atado cuando se desplacen
personalmente y si hay un olvido, que vuelvan. Por el momento todo está tranquilo, como en
una balsa de aceite. De los diez oídos que tengo, nueve están orientados hacia el interior. Me
refiero al interior de las fuerzas de seguridad. Y por el momento no he detectado ninguna
señal alarmante. Pero si continúan montando el cirio allá abajo, no tardará en descubrirse el
pastel y aún no estamos preparados para borrar todas las huellas, todavía hay que descalificar
y revender buena parte de los terrenos comprados por Yard, en la que figuramos como
accionistas principales, junto con Kloss y Requejo Toro. En cuanto a mí, me preocupa
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terminar en la cárcel mi carrera de comisario ejemplar, de presidente de una renombrada
compañía a nivel nacional. Algunos iniciados me consideran incluso como el héroe de las
tinieblas durante aquel veintitrés de febrero en que estuvo sobre el tapete la supervivencia de
la democracia española. La de veces que he contado esa batallita a mi círculo íntimo de
familiares y amigos, de cómo los llevamos de cabeza trastocándoles las comunicaciones y
confundiendo los télex. Yo fui quien informó a mi jefe de aquella época que Armada estaba
en el ajo. Todo eso para que ahora me vean esposado por mis antiguos colegas y conducido
camino de Alcalá Meco o de cualquier otra prisión española. Es cierto que esa medalla no fue
únicamente honorífica, pues mi ascensión fue fulgurante y mi nombre apareció en el
escándalo de los sobresueldos procedentes de los fondos reservados. Pero eso no llega a
desdorar el hecho de que ese día, entre el Rey y yo, salvamos la Constitución. No pases
cuidado, Ramiro, tú mantén como hasta ahora el oído bien aguzado, que ya me encargo yo de
acelerar el proceso en buena y debida forma, así como de darles un buen toque a los
politicastros de allá abajo. Sacudiremos un poco esa jaula de grillos, a ver qué pasa….
Seguidamente, cuando las minas del Potosí se hayan agotado, cortaremos todas las amarras y
navegaremos con viento fresco hacia otros mares, con una inmensa flota de navíos. Así sea.
Lo será, Ramiro, lo será. Al menos yo lo espero, por lo menos mientras viva. Después de mí,
el diluvio, pero sin que yo lo vea. En fin, ahí tienes el CD completo y las grabaciones
seleccionadas listas para su audición. Gracias Ramiro, y sonríe, que estamos haciendo un
excelente trabajo. Cierto, un verdadero trabajo de ingeniería financiera. Lástima que apoyada
en fundamentos ilegales, pero cada cual hace como puede, Ramiro, con los medios que tiene a
su disposición y tanto tú como yo hemos debido empezar de cero. Que Dios nos pille
confesados.
Ruano permaneció solo durante una veintena de minutos en aquella habitación. No se oía
absolutamente nada excepto, de cuando en cuando, el correr de un bolígrafo sobre una hoja de
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papel. Se hallaba, sin duda, como yo mismo, con los auriculares puestos. Luego se despidió
de Ramiro, que se encontraba en una habitación contigua y bajó a la calle. Tomó un taxi,
desde el cual llamó al piloto para prevenirle de su inmediata llegada. Di por finalizada la
escucha.
Vuk me estaba aguardando con un informe en la mano. Hemos hecho averiguaciones a
propósito de Alberto Collado Sancho, el hombre que se entrevistó con Ruano en su casa del
barrio de Miramar. Parece ser que se trata de uno de sus principales testaferros, recibe el
dinero que pagan las inmobiliarias a cambio de la obtención de promociones y lo ingresa en la
caja B de Ruano. Todo indica que está tramitando una licencia para la inmobiliaria Lemos de
ciento veinticuatro viviendas, locales comerciales, aparcamientos y trasteros. El proyecto es
adquirir parcelas para venderlas, en un plazo muy breve, a la inmobiliaria Lemos, que luego
se hará con la propiedad final de todas las parcelas de esa unidad de planteamiento, con lo que
se constituirá en beneficiaria última de los aprovechamientos urbanísticos adquiridos por
Collado. El hombre con quien trata todo esto en nombre de Ruano se llama Juan Lemos
Torquemada, propietario de dicha inmobiliaria. Perfecto, procurad hacerme una lista de todas
las inmobiliarias y constructoras que hacen tratos con Ruano, así como de todos aquellos
susceptibles de ejercer como testaferros del mismo. Vale, seguiremos en esa dirección.
Me sentía cansado, demolido. No había comido a mediodía y mis nervios llevaban un
tiempo considerable en permanente tensión. Probablemente a causa de la fatiga, volvió a
desplomarse sobre mí el deseo vehemente de abandonarlo todo, ¿pero cómo podía yo verme
metido en semejante pandemónium?, de irme a un lugar muy alejado, donde olvidar mi vida
presente y la anterior, olvidarme del mundo, darle la espalda, apurar el tiempo en soledad; el
cual deseo debía tener su origen, en efecto, en una debilidad nerviosa. Tenía los medios para
hacerlo. Te faltaba, en cambio, la filosofía, te faltaba la sabiduría y la fuerza. Pobres criaturas
humanas, como barquitos de papel en medio siempre de una tempestad. Y desfallecía de
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hambre, por añadidura, así que decidí ir a cenar a la atalaya. Sin embargo, aún era pronto.
Pensé que un paseo por la playa, recogiendo el plácido sol poniente, me haría el mayor bien.
Encaminé pues mis pasos en esa dirección. Cuando ya se veía el mar, percibí la esquina de la
avenida General Sanjurjo. Sin pensarlo dos veces, enfilé por esa vía. Daría un pequeño rodeo,
sólo por curiosidad. La calle entera debió ser construida a principios del siglo pasado, para
erigir las mansiones de los primeros veraneantes acaudalados que llegaron antes de que el
turismo se convirtiera en una industria orientada hacia las masas. Por esa misma época
debieron plantarse los hoy inmensos plátanos de sombra, constituyendo dos filas paralelas,
recorriendo ambas aceras. A mi derecha se alzaban edificios compactos, cuyas plantas bajas
se hallaban ocupadas, en su mayoría, por restaurantes y cafés. A mi izquierda, se sucedían
casonas y palacetes con sus respectivos jardines, delimitados por verjas de hierro forjado
dobladas de setos espesos. A medida que avanzaba, me iba fijando en los números que
aparecían sobre los pilares que sostenían las pesadas puertas de hierro. Llegando al cuarenta y
dos, me encontré ante una casa solariega, con un vasto y umbrío jardín. Justo enfrente, al otro
lado de la ancha calle, divisé la terraza de un café. Tomé asiento en una silla de aluminio y
pedí una cerveza. El alto ramaje de los plátanos de sombra confería al paraje un ámbito de
catedral. Las escasas conversaciones de las mesas vecinas sonaban como un murmullo
cansino que no restaba majestad a la tarde. Mi vista se dejaba seducir por las distancias largas,
se detenía en la contemplación del mirlo que se hallaba al otro extremo de la bóveda vegetal,
luego pasó a las letras rojas sobre fondo blanco que anunciaban una panadería más allá de la
primera esquina. El oído también buscaba ecos lejanos y encontraba materia en el zureo de
algunas palomas invisibles, en las bullas esporádicas de bandadas de gorriones y en el
zumbido de algún que otro coche que iba o volvía del mar. He ahí el peor instinto del hombre,
el que le impulsa a ver más allá de lo que alcanza su vista, a tratar de captar los rumores que
no le estaban destinados.
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Ella no tenía por qué llegar en ese momento, en todo caso yo no esperaba que lo hiciera,
sólo pasé por satisfacer una curiosidad mínima, pero llegó. Un deportivo sigiloso aminoró la
marcha, la sedosa cabellera castaña que lo conducía dejó de ondear al viento para recuperar la
eurítmica disposición de rizos con que debió salir de la peluquería, un intrincado arabesco de
volutas posándose sobre unos altos hombros de ébano. La luz ámbar característica se puso a
parpadear mientras se abría la puerta del garaje. El deportivo se hundió por ese vano como si
hubiera caído en un pozo. Inmediatamente se cerraron sus fauces. Intuí que ella poseía el
sésamo de otras muchas puertas.
Mis ojos pidieron fondo de nuevo y quedaron un instante prendidos de las letras rojas de la
panadería, de ahí bajaron un grado atraídos por la llegada de otro coche que se detuvo a la
entrada de la calle. Del vehículo bajó un tipo alto, de lejos destacaba su larga melena negra. El
coche arrancó mientras que el sujeto se puso a caminar hacia la terraza del bar. Lo observé
distraídamente, sólo porque había caído en mi ángulo de visión. Llevaba gafas, con cristales
de un espesor considerable y algo raro percibí en su mirada. El tío no paró de andar hasta que
se sentó en la mesa libre que había justo al lado de la que yo ocupaba. Obviamente tuve que
dejar de observarlo bastante antes de que tomara asiento. Sin embargo, en cuanto lo hizo,
reanudé mi inspección. Se trataba, en efecto, de un original. Lo tenía de perfil, así que podía
estudiarlo con toda comodidad. Una mano huesuda bajó hasta el bolsillo de una chaqueta
color huevo, no muy limpia por cierto, del que extrajo un pirulí, le quitó el envoltorio de papel
de plástico, lo depositó en el cenicero y se puso a chupar con delectación. Al acercarse el
camarero, cuando le miró a la cara para pedirle un café, descubrí lo que tenía de raro en la
mirada y era un estrabismo bastante pronunciado. Pero albergaba todavía la sensación de que
había otra irregularidad en su rostro, lo cual me obligó a observarle mejor. No tardé en
descubrir un antiguo corte que partía del hoyuelo del mentón y le atravesaba toda la mejilla.
Volví al bolsillo que se abría en un ancho bostezo repleto de golosinas.
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En cuanto aterrizó el café sobre su mesa, pagó el importe de la consumición hurgando en un
monedero muy sobado y dando la cantidad exacta. Por mi parte, empezaba ya a aburrirme; un
tipo curioso, cierto, pero nada interesante, el pirulí y las golosinas le quitaban la leyenda a los
dos cortes que lucía en ambas mejillas. Seguro que se los había hecho en un accidente banal.
Todavía era temprano para ir a la atalaya; sin embargo, con el sol cayendo ya sobre el
horizonte, sería agradable caminar, como había previsto, a lo largo del paseo marítimo. Barrí
sin éxito la terraza con la mirada en busca del camarero. En eso me llamó la atención un gesto
extraño de mi vecino. De repente, tras haber tomado su tiempo en remover cuidadosamente el
café, se lo tragó de un sorbo mientras lanzaba una mirada subrepticia por encima de la taza
hacia la otra acera. Verónica de la Mata acababa de salir por un portillo del jardín,
ligeramente vestida, como para ir a la playa, exhibiendo un cuerpo esbelto, elástico,
maravillosamente bien torneado y de proporciones considerables. Gracias todas que
explicaban, por extenso y por intenso, con harta comodidad el vistazo bizcorneta del melenas,
mas no así aquel café apurado sumariamente de un solo sorbo. A pesar de ello, no dejó de
sorprenderme que se levantara con un movimiento que pretendía a la naturalidad sin renunciar
por ello a la rapidez. También yo me esforcé por actuar con espontánea desenvoltura. Me
ayudó el hecho incontestable de que hacía ya rato que aguardaba el regreso del camarero.
Afortunadamente apareció en ese preciso momento. Sin dudarlo, lo llamé con un gesto franco.
Pagué, le rogué que se quedara con la vuelta y, exagerando un tanto la parsimonia de los
pocos movimientos que me restaban por hacer, me largué, si no con viento fresco, porque
seguía haciendo un calor bochornoso, sí con buen aire.
Así, separados unos de otros por intervalos de cincuenta metros, avanzamos los tres hacia la
playa. Verónica parecía caminar levitando, como alzada en vilo por la densidad de las miradas
que la perseguían. El melenas, por el contrario, surgía como el payaso al que todo el mundo se
ha acostumbrado y yo esperaba ser considerado como un transeúnte más sin un objetivo
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preciso, tratando de disimular la fascinación que ejercían sobre mí quienes me precedían por
la acera. Un pretendiente no es posible, no da la talla, eso es evidente. Se trata sin lugar a
dudas de un detective, contratado con toda probabilidad por el marido. Basta con verla, una
mujer así es el objeto del deseo de cualquiera. Es el único modo de mantener el espíritu en
reposo, de esa situación poseo alguna experiencia, y cuando se dispone del dinero
suficiente…. En fin…. No obstante, recordé la conversación que éste tuvo con el concejal de
cultura durante la cual mencionó la probidad que le atribuía a su mujer en la gestión de los
asuntos domésticos durante sus ausencias. Cuando se tienen dudas, uno evita ese tipo de
discurso, por si acaso…. O tal vez hable con conocimiento de causa. En resumidas cuentas,
Verónica de la Mata estaba siendo espiada y eso era bueno saberlo. También resultaría
interesante averiguar por qué y acaso subsidiariamente por quién…. Es decir, por si las
moscas….
Llegando al final de la pasarela, hecha con planchas de madera, esa Venus marina de
Chassériau, se despojó de su calzado y al caminar sobre la arena adquiría una languidez aún
mayor. Se quitó el chal transparente que cubría sus hombros y un cuerpo rotundo emergió
sobre el acero pavonado e inmenso del mar. La morbidez que exhalaba poseía una dimensión
ciertamente excesiva. Lo mismo que en la mayoría resulta normal, en las excepciones se pasa
de la raya enseguida y a aquella figura, ornamentada de manera semejante a las otras, no se la
podía mirar sin sentir una turbación profunda que hacía apartar la mirada. El melenas, en
cambio, con un pie sobre la barandilla de cemento, se la comía con los ojos sin dejar de
chupar deleitosamente su pirulí.
Al alzar los brazos para atar sus cabellos, se hizo una brasa absorbiendo toda la luz del
poniente. Luego su cuerpo se fue hundiendo en ese lapislázuli líquido hasta las caderas. Tras
un leve titubeo que la embelleció aún más, haciéndola más real, se abandonó al agua y echó a
nadar. No directamente hacia el fondo, sino derivando un tanto hacia la izquierda. Adiviné
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enseguida lo que iba a suceder y retrocedí a la acera opuesta. No quería que el bizcuerno
melenudo registrara una segunda vez mi imagen con las dos líneas secantes proyectadas por
sus dos ojos atravesados, que parecían de nácar, como las bolas de billar. En efecto, sin dejar
de chupar el caramelo rojo, se puso a seguir desde tierra la grácil embarcación de carne que se
hacía a la mar. Aguardé a que se alejara unos cincuenta metros y reanudamos la singular
procesión. Nadaba sin prisas, pero con movimientos bien coordinados y regulares que se
revelaban de una gran eficacia, alzando bien sus largos brazos mientras que sus pies batían el
agua sin descanso, como un verdadero motor de barca. Nos hizo dar una buena caminata, al
bisojo greñudo y chupón y a mí con él, pues nos recorrimos la ensenada de cuerno a cuerno,
unos dos kilómetros, y luego la vuelta. El sol había caído ya cuando regresamos al punto de
partida, pero los ocres del cielo iluminaban aún la playa. Verónica de la Mata recogió sus
pertenencias, tomó una rápida ducha y se encaminó hacia su casa, seguida por la endrina y un
tanto grasienta pelambrera y por mí mismo, como es natural. Llegados allí, ella entró por
donde había salido y al saco de huesos con melena de churretes de asfalto lo estaba
aguardando el mismo coche que lo había depositado, negro también como la boca de un pozo
y reluciendo como unos zapatos de charol; el cual, en cuanto acogió sus flacas posaderas en el
asiento trasero, arrancó con la flema de un pelícano.
Para ir a la atalaya tuve que recorrer por tercera vez seguida una buena parte del trayecto
hecho en seguimiento de la nadadora. Llegué como flotando y con buen apetito. Nada más
abrir Mefiboshet la puerta, le espeté a bocajarro ¿qué has hecho hoy de cena, Juan? Rabo de
toro. ¡Joder!
En la terraza se hallaba la comunidad al completo, incluso Nicolai, aunque sentado unos
metros más allá, junto al parapeto, entre la partida de cartas que se estaba desarrollando
alrededor de la mesa y una nebulosa de luces terminada en cuerno, más allá del cual se
encontraba el mar negro. Me devolvieron todos el saludo, alegre y distraídamente. Los
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jugadores aguardaban la vuelta de Mefiboshet, que venía siguiéndome con todas las velas
desplegadas, con objeto de terminar la partida. Una vez más recordé que estaba descuidando
la educación de estos muchachotes, en apariencia con buen fondo. Habían vivido todos
circunstancias difíciles, lo cual les había obligado a utilizar ciertos expedientes y por cuanto
se refiere a los que han hecho la guerra, ¿quién sabe qué actos cargarán sobre sus conciencias?
Pero ya se sabe, el que esté libre de pecado…. En cuanto haya un poco de calma y los
acontecimientos entren en un cauce más uniforme, me ocuparé de poner un poco de orden y
amueblar, con los más elementales principios que constituyen la cultura occidental, estas
calabazonas buñoleras, especialmente por lo que se refiere a las nociones básicas de lengua
castellana, porque hay que ver la algarabía que han inventado para entenderse, un
conglomerado lingüístico cuya masa proviene del español, es cierto, pero con un nutrido
aporte árabe, ruso y serbio.
Tomé una silla y me senté junto a Nicolai, que parecía de buen humor, circunstancia
rarísima en él. Le había concedido un merecido reposo a su violín y se hallaba siguiendo con
una media sonrisa de beatitud los avatares de la partida. Del crepúsculo sólo quedaba una
sospecha de carmín hacia el oeste. ¿Has intentado de nuevo seguir a Verónica de la Mata? No.
¿Y por qué no? Esperaba órdenes. Abstente por el momento. Se puso serio, pero no
respondió. Le debía una explicación. Alguien más la está siguiendo y primero nos tenemos
que ocupar de él. Entendido.
Terminada la partida, Milos tomó a su vez una silla y se sentó junto a mí. Los
acontecimientos se suceden como impulsados por un huracán del Caribe. Cierto, pero aún nos
queda una última gestión antes de ejecutar la maniobra definitiva, para la cual, por cierto, hay
que ir preparando ya un plan, no vaya a ser que tengamos que llevarla a cabo
precipitadamente. Debes escoger al mejor de tus hombres y no escatimar en material, para una
intervención que debe tener lugar en Madrid, sobre un local ciertamente protegido con los
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postreros adelantos en materia de seguridad. No podemos permitir que le llegue a la presa el
menor viento de nuestra presencia, sería una lástima que esto ocurriera en la fase final del
acercamiento. Mi mejor hombre lo tienes ahí mismo. Señaló a Vuk. En cuanto al material,
sería conveniente tener una conversación con Felipe, explicándole bien lo que pretendemos
hacer. Y para poder hablar con conocimiento de causa, te propongo enviar a uno de mis
hombres hacia la capital, a fin de que reconozca el terreno y nos proporcione fotografías del
objetivo. Una razonable diligencia. Que salga mañana, a primera hora. Milos asintió con un
movimiento casi imperceptible de la cabeza y de los párpados. Se levantó y abandonó la
terraza durante unos minutos.
Regresó al tiempo que lo hacía Mefiboshet con una gran bandeja de carne negra impregnada
de salsa, salpicada de hierbas. Ouissene cerraba el cortejo llevando dos botellas de rioja gran
reserva en las manos y una ancha sonrisa de satisfacción en medio de su cara.
97
VI
Supiste dar con las ceremonias que crean el lazo imperceptible con la tierra. Te faltó el lazo
con el cielo. Mi historia no está terminada. Si lo hubieras hecho, Leviatán no habría podido
destruirte. Leviatán todavía no me ha destruido. Y tu homérica carcajada no será sino la
postrera corona mortuoria sobre tu tumba. No es bueno que el hombre, sacado del suelo, se
engría hasta el punto de no reconocer lo inevitable cuando lo tiene enrollado en el propio
cuello y no hay sino tirar de ambos extremos para estrangularlo. Para hacer al hombre, sacado
del suelo, ha sido preciso reunir toda la ciencia desperdigada por el universo. El dinero acude
a quien lo desprecia y la muerte huye de quien la solicita, pero ello no es sino la música y la
danza de la más exquisita de las veladas, a la que únicamente acuden invitados de mérito, mas
la fiesta al fin termina y se vienen abajo las colgaduras y las oriflamas. Para las almas
sensibles, la velada se estima atendiendo a su término. Sigue hablando, miserable, pues
mientras hables, vivirás; pero procura no exasperarme mucho, porque la paciencia no es en
verdad don del que puedan preciarse los nacidos bajo el signo del fuego.
Cuando cogimos el tren para Madrid, íbamos mejor pertrechados de lo que habíamos
previsto. Además del informe detallado de nuestro batidor, en el que figuraban los datos que
un especialista espera encontrar, disponíamos de planos en los que constaba la estructura
interna del edificio, con las bocas y canales de aeración, así como el dispositivo eléctrico y de
alarma, entre otros elementos que no resultaban inocuos por lo que se refiere a nuestras
intenciones. Tratándose de un edificio reciente, Felipe supuso acertadamente que las diversas
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fases por las que había pasado el proyecto de su construcción no podían sino dejar huellas en
Internet, las cuales eran susceptibles de ser recuperadas por la mano de un experto. Todo ello
fue inoculado en la memoria de un ordenador portátil y constituyó, durante el trayecto, el
objeto de una reconcentrada atención por parte de Vuk. Todos parecíamos dinámicos
ejecutivos en viaje de negocios, provistos de nuestros maletines de cuero y nuestros teléfonos
móviles repletos de juegos y otras chorradas, incluso Ouissene, a quien fue menester hacerle
varios trajes cortados a medida por no encontrar ninguno de su talla en los comercios. Milos
se pasó la totalidad del viaje recostado en el respaldo, con los ojos cerrados, pero
absolutamente despierto. Yo sabía muy bien lo que estaba tramando. En una conversación
anterior, le había comunicado los detalles esenciales de la operación siguiente, el último y
decisivo movimiento de nuestras tropas. Milos estaba revisando, corrigiendo y adaptando el
plan.
Cerré los ojos. Durante toda mi vida había sido un paquete depositado en el vagón de un
tren de mercancías. La vida, esa máquina infernal que te lleva por donde le da la gana,
resoplando y echando vapor y jalando en una dirección por la que tú no quisieras ir tal vez
pero no hay tío pásame el río, porque sólo eres un paquete sucio, mal atado, olvidado en el
fondo de un vagón que corre traqueteando y perforando montañas y atravesando valles, ríos y
llanuras a una velocidad de vértigo, hacia una ciudad cuyos asuntos te importan un rábano
medio comido de babosas. Te hicieron creer en unos valores que no eran los suyos,
insinuándote que tras el éxito se hallaba la libertad y tú te tragaste las lecciones, aprendiste las
disciplinas, superaste los obstáculos, fuiste a los momentos decisivos con un grito de guerra
cauterizando tu garganta. Hubo veces en que los humillaste, probaste que la sangre puede
arder más que la gasolina y explotar más y mejor que la nitroglicerina. Sin embargo, cuanto
más lejos ibas, más te hundías en el marasmo, en el lodo hediondo y cada vez más espeso que
se extendía delante de ti. En el momento presente, me decía, te has convertido en el gran
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maestro de la necesidad, tan sólo porque un golpe fortuito de timón te ha puesto al abrigo de
ella, más allá de sus tentáculos viscosos; y tus potencias, antes dormidas sobre el polvo,
encadenadas al muro infame, oprimidas por grilletes ya fríos, giran ahora sueltas y espantadas
de su propia fuerza. Si te hallas en este tren moderno, silencioso, dotado de cuantas
comodidades podías desear para desplazarte de un punto a otro sin entrar por ello en un
paréntesis ocioso y extenuante, ello es la consecuencia de una concatenación de causas y
efectos que tú has desatado y que constituyen tu proyecto, por el que te vas a batir con uñas y
dientes, porque lo que está en juego es tu libertad, que únicamente existe cuando se la ejerce y
que de nada sirve poseerla en potencia, como una pura virtualidad expuesta en el museo del
hombre. Aparte de eso, si fracasa este primer intento, perderán confianza tus hombres y se
volverán contra ti. Milos no es precisamente un monaguillo de parroquia rural. De momento
juzga que he llevado bien la iniciativa y que todo esto tiene fuste; de hecho, no he cesado ni
un solo día de sorprenderles. Bastante trabajo han tenido con seguirme y adaptarse sin tregua.
Sin embargo, si algún día quedara de manifiesto que mis ideas no tienen concretización
posible, o que ellos mismos podrían llevarlas a cabo mejor, entonces no se conformarían con
el modesto sueldo que les pago. No están aquí para eso. La situación presente sólo puede ser
transitoria. Afortunadamente, no han hecho, en lo que me concierne, las averiguaciones que
yo estoy haciendo con respecto a Ruano e ignoran por ello lo lejos que podrían ir si decidieran
aplicarme el mismo tratamiento que pensamos administrarle a él. Claro que Milos ha estado
en el ejército y ha hecho la guerra. Quizá conozca métodos mucho más directos y eficaces
para saber las cosas que le importan. No hay más remedio que hacer de modo que todo este
asunto cuaje, de una manera o de otra. Estás atrapado y no hay más puerta de salida que el
éxito. Hace falta poner toda la carne en el asador, abrir bien los ojos y aguzar el chirumen.
Nada menos que eso. Vivir es luchar y en la pelea de nada sirve la inteligencia serena sin el
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coraje y viceversa; la victoria estaba contenida en el grito de guerra que inauguró la batalla.
Ni más, ni menos.
Moussa echó mano a su maletín de cuero con una figura repujada en un ángulo que consistía
en una parábola en el interior de la cual se veía una doble m plasmada en caracteres góticos y
extrajo unos folios grapados que contenían la partitura del fragmento que debía interpretar.
Tan sólo Moussa acompañaría a Vuk en su expedición al corazón del laberinto vertical que
era la fortaleza objeto de nuestro ataque, los demás coordinaríamos tanto la entrada como la
salida de los asaltantes. Durante la operación, el papel que se nos había asignado era el
desarrollo de la fuerza bruta en caso de que todo saliera mal. Dicho de otro modo, si el
sistema de alarma, así en su aspecto humano como electrónico, señalara la presencia de los
intrusos, Vuk y Moussa debían encontrar la vía más rápida hasta un coche, con el motor en
marcha, desembarazada de obstáculos y, en la medida de lo posible, protegida. Una furgoneta
con explosivos, armas automáticas y demás efectos de combate había recorrido durante la
noche el camino hacia la capital.
Un sol tibio, envuelto en algodones rosa, trataba discretamente de amanecer sobre el
desolado paisaje. Todavía nos hallábamos perforando las montañas que dan acceso a la
meseta castellana. La mayoría de los pasajeros viajaba con los ojos entrecerrados, tratando de
conciliar el sueño. Venus lucía como un maravilloso pentáculo de plata alargando sus brazos
en sutilísimos rayos benéficos. Ouissene dormitaba y mucho me temía que de un momento a
otro comenzara a roncar, con los ronquidos de ogro que debe dar Ouissene. Imaginé que los
ronquidos de Ouissene podrían incluso molestar al maquinista. Por fortuna no lo hizo. Todo
va muy deprisa, entramos por una caverna y salimos por otra. Vivimos mil vidas de troglodita
en una hora. Nuestras ideas y nuestros cálculos corren a la par e incluso lanzamos gastadores
a cualquier parte del mundo a través de la red para ver con antelación lo que nos aguarda en el
futuro e ir amoldándolo a nuestras intenciones. Los designios que hace doscientos años
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tardaban décadas en realizarse y requerían una clase de paciencia capaz de extenderse en el
tiempo sin perder un solo gramo de su peso inicial, en nuestros días, a los dos meses, si no
han cuajado, pueden contarse como un fracaso y es lícito pasar a otra cosa. Estos caminos
tortuosos y polvorientos que se retuercen hasta el infinito bajo todos los soles del inmenso
abalorio de las horas y de los días, que piden ser recorridos a lomo de rucio y de rocín, como
antaño lo hicieron las imperecederas conciencias cervantinas de los andantes amo y mozo,
enzarzadas en castellana plática, durante meses, el tren los hilvana en un suspiro. Nuestra
generación será la última en haber soñado aventuras en tierras lejanas escuchando el rumor
del agua al entrar en la alberca, bajo el murmullo áspero de las hojas de la higuera agitadas
por la leve brisa de la tarde. Así es como probablemente habrá imaginado el dormidor
Ouissene, en su blanco y desportillado pueblo de las montañas de Cabilia, los avatares de su
vida en la otra orilla del mar, muy hacia el norte, envuelto en el tráfago industrial y
profusamente urbano de occidente, ese río revuelto ideal para el ojo certero de un buen
pescador. Allá, dormitando como ahora a la sombra espesa de su alfolí, escuchando el cacareo
y la trifulca de las gallinas, los ladridos de sus perros intercambiando cortesías y sutilezas con
los de sus vecinos, los chillidos de su innumerable grey, el canto de la perdiz llegándole desde
las resecas rastrojeras a un tiro de piedra de su casa, debió prometerse enterrar sus escrúpulos
en cualquier rincón, bajo aquel techo de cañas y paja. Aunque tal vez no llegara a imaginarse
llevando con ese garbo tan postizo un traje como ése, tan costoso y hecho a la medida, pero
así son las cosas, es decir, así son las vías del Señor, imprevisibles.
Nicolai permaneció taciturno, con un rostro infranqueable durante todo el viaje. Tal vez por
respeto a la actividad mental que parecíamos desplegar la mayoría. Preferí que viniera, pues
me daba la espina que ese asunto de Verónica de la Mata se lo había tomado demasiado en
serio; pero yo, por el momento, prefería no tocar ese hilo, algo andaba barruntando en ello que
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me inquietaba al tiempo que me atraía y no quería dar un paso en falso. Ese asunto me lo
reservaba para más tarde, cuando mi cabeza estuviera más fría y más serena.
Al llegar a Madrid, en cuanto nos apeamos del vagón climatizado, nos pareció entrar en un
atanor que llevara ardiendo durante la mitad de una vida de alquimista. El cielo volcaba un
auténtico magma de índigo sobre la ciudad y me imaginé que ese azul era la base de una
gigantesca llama que ascendía progresivamente hacia el amarillo y el rojo y que el pavimento
y los edificios no eran sino la materia que alimentaba la combustión. Aún no habíamos salido
de la estación, a Ouissene le resbalaban ya sobre el detallado y ancho mapa de su cara gotas
como limones. Hace tiempo de ponerse una chilaba de verano, dijo, resoplando, pero sin dejar
de sonreír. Con celeridad, dirigí mis pasos hacia la parada de taxis. Tuvimos que dividirnos y
coger dos de ellos. Dije que íbamos a la mismísima Puerta del Sol y al decirlo creí que se me
abrasaba la boca. En el habitáculo del automóvil recuperamos por poco tiempo una nueva
burbuja de frescor.
Rehecho el grupo, nos pusimos a buscar un restaurante. No tardamos en encontrar uno a mi
gusto y nos colamos de rondón, dejando a nuestras espaldas esa brasca llena de metal
fundiéndose. La penumbra interior fue un colirio para los ojos. Se nos atribuyó una vasta
mesa situada en un ángulo cuyos muros se hallaban forrados por un tejido color pastel y unos
bodegones iluminados por lámparas de zinc. Nos acomodamos con notable alivio. Un
camarero vino enseguida a retirar los cubiertos sobrantes. Un segundo acudió de inmediato
para proponernos tapas y vinos, seguido de un tercero que tomó nota de los diferentes platos
y caldos que debían sucederse. Percibí, a poco de empezar el ágape, que nuestros amigos
musulmanes habían decidido no oponer la menor objeción a la dieta del país que les acogía, al
menos mientras durara su estancia en él, aplicando al pie de la letra el castellano proverbio de
“a donde fueres, haz lo que vieres”. No lejos, sobre una repisa, se alineaba una gran variedad
de botellas de vino con elegantes etiquetas perfectamente legibles. Por mi parte, tras los
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entrantes, pedí mi buen bacalao a la vizcaína, lo cual constituyó un gran acierto, en mi
opinión. A pesar de la relativa intimidad que gozábamos, respetamos, como convenido, el
precepto de no soltar ni una palabra relativa al asunto que nos traía a la Villa y Corte. No por
ello dejó de ser animada la conversación. Observé que era un grupo bien soldado, al fin y al
cabo podían considerarse ya viejos amigos, embarcados en una aventura prometedora. Paré
mientes, así, de pasada, en que, si bien mi nueva situación económica me permitiría viajar
frecuentemente y degustar la más exquisita gastronomía en los más selectos restaurantes de
todo el mundo, ello sería, sin lugar a dudas, en soledad, sin esa atmósfera ciertamente cordial
que flotaba alrededor y sobre aquella mesa, la cual tanto contribuye a realzar el sabor de los
manjares y tan buena conductora resulta de esa alacridad que no tarda en surgir de los
espíritus que han gustado al vino. Ouissene, mientras se zampaba una brandada de bacalao
con vinagreta de pulpo, declaró, con sus propias palabras, claro, y con su peculiar acento, por
supuesto, que, dejando a un lado el innegable refinamiento de esos platos, los de Mefiboshet
no tenían nada que envidiarles. A lo cual no tuvimos más remedio que asentir todos.
Tenía entendido que Milos llegó a alcanzar un grado bastante elevado dentro del ejército
serbio. Presumo que aquellos banquetes entre compañeros de armas no le eran del todo
extraños. Nunca quise preguntarle. Consideré que era mejor así. Además, ¿acaso no quería yo
mismo echar un tupido velo sobre mi pasado? ¿Es posible zanjar una vida para comenzar
otra?
Observé que el vino estaba a punto de agotarse. Hice un gesto dirigido hacia uno de los
camareros que nos observaban a una distancia de respeto. Pedí una botella cara, aunque sin
excederme tanto que corriera el riesgo de llamar la atención. Quien dice crear realidad, dice
ejercitar la magia y ése era indudablemente mi trabajo. Siempre falta vino en las bodas de
Canaán y es responsabilidad del taumaturgo convertir el agua fresca en vino añejo, superior al
de las mejores cosechas, de las más reputadas bodegas. Así ha sido siempre y así debe ser. Sin
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ilusión no hay mito y sin mito no hay gesta que valga ni obra que merezca apostar por ella
toda la vida. Haced esto en conmemoración mía. Comprendí que era eso precisamente lo que
buscaba en el fondo. Debía crear una gran obra, una obra que permaneciera por lo menos dos
mil años, que no fuera ni buena, porque no podía serlo, ¿qué institución por venerable que
aparezca su estampa ha logrado mantener a través de los años y de los siglos su integridad
incólume, intactos su vigor y entusiasmo primigenios?, ni tampoco malvada, sino una
aleación de oro y hierro, una cosa nostra que no se mostrara totalmente ajena a una ancha
concepción de la justicia y persiguiera un cierto reajuste social, sin pretender tocar a las leyes
establecidas. Nada de ese calibre puede lograrse sin sugestión, sin ese delirio que mantiene
atadas las conciencias. Y en ese aspecto no me hallaba sino al pie de un largo camino.
Esta sí que es buena, ¿pretendes decirme que partiste de la nada, que no hubo un iniciador
previo? Mi iniciación procede del estudio de libros raros, cuya recopilación puede decirse que
comenzó ese mismo día. O bien esa misma noche, en el hotel. Utilicé el ordenador que había
en la habitación, a disposición del cliente, para lanzar las primeras búsquedas en la red que me
pusieron en las roderas de una bibliografía cuyas directrices se fueron consolidando con los
años. No tardé en averiguar que prácticamente todas las asociaciones de ese cariz han
procedido, en mayor o menor medida, por vía de ilusión. Algunas, lo que me horrorizó y
sigue horrorizándome, y para luchar contra las cuales jamás escatimaré medios, con efusión
de sangre inocente en ceremonias que perpetúan los abominables ritos de Moloc. Otras, en
cambio, como sucede con la más poderosa de todas ellas, siguiendo escrupulosamente la más
pura ortodoxia del catolicismo. Jamás escatimaré medios, resulta extraordinario comprobar lo
que te cuesta volver a poner los pies en el suelo….como si los tuvieras todavía a tu
disposición, esos medios. ¿Tendré que matarte antes de lo debido para que comprendas al fin
tu derrota? En verdad que posees una dura cerviz. Es una manera de hablar, además, uno no
se hace tan fácilmente a la idea del propio vacío, de la no existencia hacia dentro. Venga,
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sigue más bien contando tu historia, sin complicarla más con paradojas y sutilezas; pero no
vayas a tomarme por el rey de las mil y una noches, pues has de saber que mi curiosidad no
excederá el plazo de una corta velada.
Concluida la mencionada comida, coronada, por cierto, con café, copa y, para quienes lo
desearon, puro, nos dividimos en dos grupos y, aprovechando el marasmo de la tarde, fuimos
a observar sobre el terreno la fortaleza adversa. Seguidamente, nos dimos cita en un bar de
tapas de la Plaza Mayor para comentar discretamente, amparados en el bullicio del local,
nuestras respectivas impresiones. Nadie halló impedimento alguno que pudiera propiciar el
fracaso del plan, así que fue mantenido para la noche del día siguiente. Ello nos dejaba libres
el resto de la tarde y la entera velada. Después, Vuk y Moussa debían encerrarse en sus
habitaciones y procurar dormir el mayor tiempo posible. Milos y Ouissene declararon que lo
harían igualmente por solidaridad. Nicolai, como era habitual en él, se abstuvo de decir esta
boca es mía. Yo no prometí nada, aunque bien es verdad que nadie me preguntó nada
tampoco. Así pues, nos pusimos a recorrer el resto de los bares de tapas que encontramos por
la zona, de modo que ninguno vio la necesidad de buscar restaurante para cenar. En cambio,
en un momento dado, hizo falta, con objeto de airear un poco las mentes, dar un buen paseo
por el barrio de los Austrias.
Milos buscó la ocasión para hablarme a solas. Predislav me ha llamado para avisarme de
que Ruano tal vez tenga relaciones con la mafia rusa, las cuales no parecen ser del todo
cordiales, pero son relaciones al fin y al cabo. Estamos metiendo las narices en un avispero.
Supongo que eso ya lo sabías. Pero ese detalle, de confirmarse, nos daría la medida del riesgo
en el que incurrimos.
Tardé en responder. El asunto estaba tomando un cariz mucho más serio de lo previsto.
Considera, sin embargo, Milos, que por el momento nadie nos ve, puesto que no existimos.
Imagínate la libertad de que gozan los fantasmas dado que, como todo el mundo sabe, no
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existen. Pues nosotros es lo mismo. Mejor aún, de los fantasmas se habla bastante, de
nosotros, nada. Una vez dado el golpe, si borramos bien las huellas, no entraremos en ninguno
de los cálculos ni alimentaremos hipótesis alguna. Eso nos concederá un tiempo precioso. Nos
retiraremos para hacernos fuertes y cuanto mayor sea el enemigo abatido, más grande será
nuestra fortaleza.
Milos apretó las mandíbulas. Reflexionó antes de hablar. Esto no es una batalla, sino un
golpe de mano. Hay que preparar pues minuciosamente una retirada. Y seguidamente un plan
de expansión. En eso ya había pensado, si bien no creí que debía llevarlo a cabo tan pronto.
Mi red está confeccionada, tan sólo hay que importarla y en poco tiempo se hallará operativa.
Creo saber a lo que te refieres. Aun así, necesitamos tiempo y se me está ocurriendo una idea
para obtenerlo. La mafia rusa se opone a la mafia italiana ¿no? En efecto. Pues hagamos
recaer sobre aquélla la responsabilidad del acto, sembremos algunos indicios. De todos
modos, ¿quién iba a ser si no? Tal vez consigamos desencadenar un enfrentamiento armado
entre ambas organizaciones criminales. Hagámosles creer que lo que está en juego es el
entramado de blanqueo de dinero creado por Ruano. Luego, quitémonos de en medio con toda
discreción.
107
VII
Esa noche me acosté tarde, navegando por la Red. Amanecí igualmente tarde y sin haber
dormido bastante. Desayuné ligero en el hotel y salí a dar una vuelta por Madrid. Pensé en
echar un vistazo al museo del Prado, mas sentí que la visita no sería del todo provechosa pues
tenía la mente un poco anquilosada. Fui al Retiro, tomé asiento en la terraza del quiosco que
hay frente al estanque, pedí una cerveza y pasé una mañana tranquila, viendo las evoluciones
de las barcas; pero, en el fondo de mi conciencia, creando un vasto imperio que sería mi obra.
Cuando uno imagina las cosas, ellas empiezan a existir. Y cuando uno las nombra, son ya
irreversibles. El mundo se adapta a las voluntades tenaces. Madrid, la vieja y elegante capital
de un mundo periclitado, quizás sea así, pero bastido con un granito incorruptible, donde
resuenan todavía las voces de historias bien vividas y mejor contadas; hoy estoy de paso, pero
algún día vendré a respirar a pleno pulmón ese aire claro que baja de la sierra y a beberme ese
agua finísima que brota de tus peñas adustas. Quédate, si no, con mi cara y verás algún día de
lo que soy capaz.
Corazón soberbio, poderoso imán de desventuras.
Luego me eché a caminar por las umbrosas y desiertas avenidas para seguir soñando a mis
anchas. Se hará, todo ello se hará y mi mano será larga en la sombra y mi voz potente, seré
como un papa negro para los réprobos, pero de ésos que emiten bulas terribles en un perfecto
lenguaje de cancillería.
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Un papa negro querías ser, una casulla en penumbra que profiere designios ecuménicos
empleando el plural mayestático. Gran ambición la tuya, preciso es reconocerlo. A los
hombres hay que medirlos con el rasero de sus ambiciones secretas. Afortunadamente, ante
todos ellos se alza la fuerza ciega y desatada de la Naturaleza, ¿quién podrá aguardar su
embate a pie firme? Alcanzar el campo de batalla, empero, es honor suficiente; los ciegos y
los tullidos, los deformes, los impedidos y los pusilánimes, han sido desechados. Ciertamente,
para la lid, leones. Eso mismo.
Cuando el calor comenzó a apretar con fuerza, decidí regresar al hotel. Pensé que los
encontraría a todos en el comedor, mas no fue así. Concluí distraídamente mi refacción y subí
para entregarme a una prolongada siesta. Al despertarme tuve la impresión de que emergía
desde el reino mineral. Alargué la mano hacia la mesilla de noche para alcanzar el móvil.
Ninguna llamada, ningún mensaje. Eran casi las siete de la tarde. Dejé caer de nuevo mi
cabeza sobre la almohada. A las ocho tomé una ducha y luego salí al balcón, a la fresca. En
fin, es una manera de hablar también, pues el agobio apenas si había aflojado un nudo o dos el
pañuelo que obstruía el aire ante la boca. Únicamente hacia las nueve recibí un mensaje de
Milos. Se disponían a bajar al comedor para cenar. Yo estaba listo, así que llegué el primero y
me apropié de una gran mesa. Ellos bajaron de dos en dos, siendo Nicolai el último. Eligieron
una colación ligera y no probaron el alcohol. Se contentaron con agua mineral y un café. Yo
hice lo propio. A donde fueres, haz lo que vieres. Se les veía rozagantes, frescos, distendidos,
aunque poco inclinados a la conversación, bien bañados, bien peinados y vestidos
deportivamente, aunque no exentos de una pizca de elegancia. Cualquiera hubiera dicho que
nos íbamos a las fiestas de un pueblo vecino. Vuk y Moussa se fueron los primeros. El grupo
restante, salió tres cuartos de hora después. Decidí no hacer preguntas. Caminamos en
silencio. Unas cuantas bocacalles más adelante, nos estaban esperando con sendos coches,
ambos de lujo. Eso les había costado robarlos. Sin embargo, fueron Milos y Ouissene quienes
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se sentaron al volante. Regresamos al hotel y este último fue a recoger dos grandes bolsas de
viaje.
Llegados ante el objetivo, aparcamos sin dificultad en la acera de enfrente. Moussa y Vuk se
apearon. Tomaron una bolsa cada uno, pero no las grandes que había bajado Ouissene, sino
otras más pequeñas, y se dirigieron hacia el edificio vecino, mucho menos protegido. Vuk
abrió enseguida la puerta, como si llevara una llave. Tal vez la llevaba. Milos se reclinó en el
asiento del Mercedes. Ouissene y Nicolai estaban justo delante, ambos corpachones rebasaban
los límites del respaldo, en el interior de un soberbio BMW. ¿Qué contienen las dos grandes
bolsas? Explosivos. Si todo sale mal, tenemos que ir a su encuentro, despejando los
obstáculos sin contemplaciones. Luego, salir arreando antes de que llegue la policía. He aquí
nuestra misión. Si eso último ocurre, he dado las órdenes oportunas para que se proceda al
secuestro de Ruano. Tan sólo haría falta enviar un breve mensaje cifrado.
Por otra parte, si hubieran armado todo ese pasacalle, no habríamos podido salir de Madrid.
No enseguida. Ello resultaba evidente, o por lo menos cabía considerarlo como una
probabilidad digna de ser tomada en consideración. De modo que aligeré un tanto la espera
haciendo elucubraciones acerca de cómo podría esconder de manera discreta a cinco hombres
y conmigo seis, dos de ellos de apariencia magrebí, en una ciudad que todavía no ha logrado
borrar del todo el trauma de los atentados de la estación de Atocha. En el hotel, desde luego,
no podríamos quedarnos. Es el primer lugar donde miran.
Al cabo, la espera comenzó a hacerse larga. Milos daba la impresión de dormitar
apaciblemente. Sin embargo, yo sabía que había cerrado los ojos tan sólo para mejor
reflexionar. Bajo esa frente serena, despejada, su cerebro debía funcionar a veinte mil
revoluciones por minuto. A menos que todo estuviera planeado hasta el más mínimo detalle.
En todo caso, Milos meditaba, estaba seguro de ello. No era momento de dormir y esos ojos
cerrados no podían significar otra cosa que ahora déjame pensar un rato en las consecuencias
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de nuestros actos y en el tratamiento que se les debe aplicar para que todo siga yendo sobre
ruedas. Ambos habíamos previsto ya muchos movimientos de nuestras piezas.
Afortunadamente, me dije, viéndole reflexionar con esa reconcentración, estamos los dos en
el mismo campo.
El campo adverso, es verdad, dormía plácidamente, o por lo menos con la guardia bastante
baja. Pero vosotros ignorabais que el campo adverso era un mamut al cual iba a picarle un
mosquito. Comenzaba a figurarme que el desequilibrio era inmenso. Y eso que aún no habíais
tenido la osadía de inquietar al diplodoco. ¿Cómo se puede ser tan insensato? ¿Acaso no
veíais que se trataba de un asunto de Estado? La inexistencia da un poder ilimitado, teníamos
carta blanca y cuanto más hiciéramos entonces, menos tendríamos que hacer después. Era
absolutamente temerario, en todo caso. El mundo es de los atrevidos. Los cementerios
también. Los cementerios son patrimonio de la humanidad. Argucia impertinente, me refería a
los que llegan a él antes de tiempo. Todos llegan a la hora justa. Pamplinas, algunos salen al
encuentro por atolondrados e incluso, muchos, por gilipollas. Sea como fuere, aquella
operación constituyó para nosotros un salto cualitativo de una envergadura incuestionable. Un
golpe de suerte. Cierto, pero la ocasión la pintan calva. De cualquier modo, embarcarse en la
segunda operación fue un acto de demencia. Por el momento nos encontramos en la primera.
Continúa entonces. Lo hago por ti, ¿sabes?, yo la historia me la conozco al dedillo. Sigue, los
prolegómenos me interesan más que el fin, pues el fin es mío; en sus aledaños podrás
mostrarte más lacónico. No querrás ser tú, encima, quien decida el ritmo que ha de tener el
relato; la narración es mía, faltaría más. Recuerda que no soy un receptor pasivo. Tú tienes el
mismo derecho y la misma facultad que cualquier lector, cerrar el libro e irte a dormir, pero
no lo harás. ¿De veras? ¿Y por qué no? Pues porque eres también un personaje y temes, no sin
razón, que si se muere la rabia, se muere también el perro. Un poco más de respeto y más
cuidado en la elección de los ejemplos, si no quieres que te ocurra algo peor que la muerte.
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Tampoco conviene dejarse llevar por los prejuicios, en otras culturas el perro es un animal
mejor visto; mejora tú mismo los accidentes y guarda la sustancia. Rechazo tanto la una como
los otros y sostengo una simple curiosidad, aunque no demasiado profunda; por lo cual mi
consejo es que escojas de ahora en adelante tu léxico con mejor tino. Considero, por mi parte,
razonable tu demanda, pues mi propio gusto me inclina hacia la moderación.
Casi me sorprendí al ver a los dos expedicionarios, de regreso tras una misión que me
parecía poco menos que irrealizable, subir al mercedes de Ouissene y salir majestuosamente
como si, no solamente en esa ocasión sino en cualquier otra, jamás hubieran roto un plato.
Habían pasado sólo dos horas, más o menos, desde que salieron para expugnar la fortaleza de
hierro y metal. Pero en ese momento los coches bailaban un vals en las calles semidesiertas de
un Madrid insomne, aunque en reposo. Apenas daba crédito a mis ojos. En un semáforo,
Moussa hizo un signo con el pulgar para indicar que todo había salido a la perfección. El
armadijo estaba tendido, sólo cabía esperar buenamente unos cuantos días y ver qué había
caído en la red.
Los conductores nos dejaron cerca del hotel y siguieron adelante. No tenía mucho sueño, sin
embargo dormí profundamente hasta las diez de la mañana. En cuanto amanecí, bajé
rápidamente a desayunar. El comedor estaba vacío por completo y el personal de servicio me
miraba con cierta hostilidad, como advirtiéndome que no se me ocurriera en lo sucesivo
presentarme a desayunar a tales horas. Tras el bollo y el café con leche, regresé raudo a mi
habitación, sabiendo que, si me daba un poco de prisa, podía recuperar el diapasón del mundo
ibérico, del que, después de todo, tampoco estaba muy lejos, tomé una ducha y salí a la calle.
Me dirigí de nuevo al Retiro para pasear sin rumbo fijo, al azar de sus avenidas, emergiendo
aquí y allá, como de la espesura de un bosque encantado, en un rincón cualquiera de Madrid,
pero que yo hubiera querido fuese el Madrid colonial del siglo dieciocho o el Madrid
conspirador del diecinueve, con objeto de inmiscuirme de inmediato y sin el menor escrúpulo
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en los asuntos más secretos y turbios de un Estado decadente ya, pero cuán novelesco todavía,
alcanzar notoriedad en la sombra, poder en el Ejército, adquirir una fortuna de las de antes y
pasear mi fiebre a través de las tinieblas de esos palacios construidos con bloques de granito y
mármol, a través de los jardines umbríos que se extienden tras las verjas de hierro forjado.
Convertirme en uno de esos privilegiados ante los cuales todas las puertas se abrían, en aquel
entonces, por recias y macizas y elevadas que fueran, en un mundo dominado por la Iglesia y
el Ejército y la Masonería, en el que había muchas puertas recias y macizas y elevadas, con
una importancia capital, decisiva. Unas puertas acolchadas para silenciar conspiraciones
políticas, ceremonias secretas, conciliábulos de jesuitas. Esa España todavía altiva, severa,
sobria e intransigente, a cuyo hombro derecho se había encaramado la araña negra de Blasco
Ibáñez y desde cuyo hombro izquierdo acechaba otra araña rosa con no menor capacidad
tejedora. Si todo volviera atrás, me tomaría la revancha de esa España vieja y arrogante que
tantas veces ha hecho restallar los dos batientes de una puerta maciza ante mis narices por no
tener asido en mano, ni un cabo negro ni un cabo rosa; devolvería esas cartas conteniendo
informes secretos abrumadores o recomendaciones incensadas con un mentís y una coda
escritos con letras de sangre. Tal vez si la España de las cofradías hubiera sido sustituida por
la España del mérito, otro gallo le cantara. Pero los tentáculos de la araña llegaban a todas
partes, en todos los rincones tendía telas en la sombra, incluso en el extranjero. ¿Cómo
comulgar con esa clerigalla hipócrita que predicaba en los púlpitos el dar de beber al sediento
y de comer al hambriento y el partir su capa para cubrir al desnudo, al tiempo que mantenía
una correspondencia secreta para perseguir al adversario hasta el último rincón del mundo?
Sí, poco a poco iba descubriendo las razones ocultas por las que me había metido en ese
lodazal. Sentía un turbio deseo de poner a sangre y fuego los más profundos baluartes de la
opresión, los que injustamente te circunscriben con aros de acero al interior de ti mismo.
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Estaba dispuesto a encender una hoguera tan grande que las generaciones sucesivas, más allá
de los nietos de mis nietos, todavía se harían lenguas de ella.
Nada más perturbador y peligroso para el orden social establecido que un destello de luz en
la mente de un paranoico. Tal vez ignores que, en nuestra historia, las mafias más antiguas
llevan por nombre los más ilustres títulos que se leen en los rancios y amarillentos anales.
¿Cómo lo voy a ignorar, si mi convicción profunda es que el genio colectivo del hombre
radica precisamente en su capacidad para crear mafias? Pero a mí siempre me han pagado por
hacer estallar cabezas, no colectividades. Tú también has creado una mafia, ni mejor ni peor
que las otras, pues poco importa la intención primigenia con la que han sido creadas las
mafias sino la trabazón y la estructura que han alcanzado, y perecerás por la inefable osadía
que implica semejante desaguisado. Pero en fin, ¿por quién te habías tomado? Tu obra,
empero, te sobrevivirá, porque hay que reconocer que no es un mal instrumento. El paso
siguiente será apropiarse de ella y encauzarla con mayor sabiduría. Pero eso no es asunto mío.
Regresé al hotel a la hora de comer. Justo un poco antes para poder tomar una nueva ducha.
La piel de mis zapatos se hallaba recubierta por un dedo de polvo y bajo la recalentada tapa de
mis sesos comenzaba a bullir un atisbo de fiebre. El agua tibia me hizo mucho bien. Cambié
de muda y bajé al restaurante. Todavía nadie, quiero decir de mi conocimiento. Reservé una
mesa y le lancé una llamada a Milos. No tardarían en bajar. Pedí una cerveza y unas
almendras saladas. La larga marcha por el Retiro me había abierto el apetito. Debí caminar
mucho y a buen ritmo. Las piernas son dos mandíbulas que engullen pensamiento, lo trituran,
lo muelen, lo mandan hacia dentro para que sea asimilado. Y yo tenía muchas ideas que
incorporar y que ensamblar para restablecer el equilibrio y la coherencia interior. Cuando los
acontecimientos se precipitan de ese modo, la mente, acostumbrada a ir por delante, a planear,
a elegir, a tomar decisiones por anticipado, tiene entonces que apresurarse, con un afán que
resulta cómico, para reconfigurar la imagen interna de un mundo que va demasiado deprisa.
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Al cabo aparecieron los cinco, resplandecientes y esta vez distendidos, con un humor más
expansivo y pajarero. Con una renovada propensión al buen yantar, igualmente. Colegí que un
buen vino, de una buena cepa y de un año propicio, no sería mal recibido. Realmente habían
conseguido, habíamos conseguido con la aportación y suma de las habilidades de cada uno, lo
que parecía imposible. Quedaba, cierto, una última incursión, mas el sistema de alarma que
protegía al gigante tenía ahora, para nosotros, una brecha segura y practicable. Había motivos,
pues, de celebración.
Sonreí al recordar los esfuerzos inútiles de Moussa frente a aquella cerveza de litro, en un
día tan caluroso como ése, todavía no muy lejano, en aquel entonces. Poco sospechaba él que,
semanas más tarde, se encontraría en uno de los restaurantes más caros y de más lujo de
Madrid, con una atmósfera cuidadosamente temperada por el aire acondicionado y un
camarero impecablemente vestido de blanco inmaculado, luciendo una elegante pajarita,
abriéndole una botella cuyo precio era equivalente a seis meses enteros de vendimia en su
país. Pero Moussa parecía un chico humilde, diciéndose para sus adentros carpe diem
mientras dure, al menos habremos gustado una vez a esta vida de película extranjera como un
actor más, vistiendo camisas de seda, trajes frescos y ligeros, ingiriendo bebidas frías y
comidas selectas en restaurantes con mucha luz y muchos cuadros, trabajados manteles y
pesados cubiertos, loza fina y servicio esmerado. Jugándonos la vida, eso sí, pero todo tiene
un precio. Esta tarde haremos una visita al museo del Prado. Los cinco se miraron. Milos se
encogió de hombros.
Tras una breve siesta, cogimos el autobús y nos plantamos ante la puerta de la venerable
institución. Desde nuestra aparición en el hall, imantamos la mirada de los vigilantes y
durante todo el transcurso de nuestra visita fuimos objeto de una atención distante, aunque
concentrada. Los uniformes se relevaban de sala en sala, por lo que siempre hubo uno
enteramente consagrado a la minuciosa tarea de observarnos. Dicha actitud me pareció natural
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y procuré olvidarlos. Entramos en la gran sala en forma de cañón. Los europeos la observaron
con una actitud más bien fría, al menos en apariencia; por el contrario, los dos africanos
abrieron unos ojos como platos ante la increíble profundidad de aquella perspectiva interior.
Frente a nosotros se extendía un vasto y variopinto muestrario del genio occidental, a lo largo
de una parte de su historia. Bien está que se impregnen sus ojos de ello, la simple percepción
de la belleza y la armonía, aún sin comprenderla todavía, depura ya, exalta las potencias
escondidas. Una fulguración global contiene más enseñanzas de las que cabría sospechar en
un principio y, en todo caso, de las que el cerebro puede asimilar en un momento dado, mas
no por ello deja de registrarlas y conservarlas para un trabajo posterior, paulatino. Sin
embargo, acto seguido, una selección se impone. La cual puede establecerse, por ejemplo, en
relación con un tema. Eché un vistazo a mi alrededor, avancé, buscando un punto de apoyo.
Me detuve ante “El Cardenal” de Rafael, o fue él, acaso, quien me detuvo con esa mirada
perentoria, inquisitiva, paralizante. La púrpura de muceta y capelo captaron poderosa e
inmediatamente mi atención. Luego, su mirada, aguda y fría como un estilete, acabó por
dejarme clavado al fin en el suelo. Observa bien este rostro, Milos. Es todavía el de un
hombre joven, aunque su piel, por efecto de las largas veladas de estudio, posee ya el tinte
desleído de una oblea; los trazos son angulosos, si bien finos, las mejillas enjutas, los pómulos
salientes, la nuez de Adán bien marcada, rasgos todos que definen a quien da la preeminencia
al espíritu. Fíjate en esa boca, en la profunda satisfacción que expresan ambas comisuras; sabe
que constituye su principal instrumento de poder, es un príncipe de la palabra, ha leído en
latín, acaso también en griego, toda la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, el canónico
tanto como el apócrifo, y cita versículos de memoria que se ajustan como un guante a la idea
precisa que le retoza en la mente, en ese y en cualquier otro instante. Por eso es sentencioso
también en lengua vulgar. Ha saciado su sed en las fuentes autorizadas de la ciencia, pero
también ha gustado el licor de los veneros prohibidos. Mira cómo se pliegan los labios. Los
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términos más sublimes, los más terribles, aquellos que retumban a la vez en este mundo y en
el otro, han sido modulados por ellos con toda precisión y parsimonia. Repara también en la
serenidad de su brazo apoyado, en la sosegada majestad de esa manga blanca en la que se
ordenan los pliegues de una tela costosa, como en la sintaxis indescifrable de un renglón de
escritura mistagógica oriental. Sabe enseñar con autoridad a propósito del cielo y de la tierra,
es doctor en teología, posee vastos conocimientos en física, astronomía y gramática, se le
conoce como el mecenas de cualquier arte, a condición de que éste alcance las cotas más altas
del mayor refinamiento posible para poder entrar en su fastuoso palacio, y con la misma voz
impasible, pero cuán penetrante y cavernosa, con que recita el Oficio de difuntos, recrimina a
sus familiares y regaña a los criados. Sus ojos son utensilios de precisión para escrutar almas,
pero también los usa para captar las intenciones de los embajadores y, versado como lo es ya
en astucias cual zorro viejo, les saldrá al encuentro, de improvisto y a salto de mata, con su
inagotable arsenal de argucias. Estudia bien este semblante, Milos, trata de penetrar en él y, a
través de él, proyectarte hacia el exterior, pues contiene los trazos exactos y el gesto adusto,
severo sin haber renunciado por ello a la ironía, implacable a la par que inteligente y
cultivado, orgulloso al tiempo que sabio, determinado y sereno, con que la Iglesia ha logrado
mantener bajo su férula a la ciudad y al mundo. Considera que ni siquiera tiene la edad en que
uno comienza a cansarse de tanto poder, pues todo él manifiesta la alegría y la satisfacción
por ejercerlo. Me gustaría verlo con veinte años más a cuestas.
Milos lo contempló, en efecto, detenidamente, hasta que, al cabo, se decidió a avanzar. Le
seguí. No obstante, una intuición salvaje, casi un instinto de conservación, me obligó a
volverme para encontrarme con Nicolai, absorto, erguido como un palo ante la tela, mirando
de hito en hito al cardenal. Cuando sintió que me hallaba observándole, volteó hacia mí unas
pupilas que habían adquirido el mismo dardo mortífero que acechaba, cargado de peligro, en
los ojos del prelado, quien presenciaba la escena desde el cuadro.
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Mi cuerpo entero, de punta a punta, acusó el latigazo de un escalofrío. Acaso quiera
hacerme pagar cara, algún día, una deuda antigua. Pero como lo apreciaba casi como a un hijo
y yo mismo estaba sinceramente arrepentido de lo que hice, olvidé el incidente.
Seguí caminando, eligiendo. “El sueño de Jacob”, José de Ribera. He aquí un tipo humano
completamente distinto, recio, tosco, rechoncho; en suma, un pastor fetén. Rebaños
auténticos no deben andar lejos de esa loma. Sus músculos rollizos están hechos de carne de
oveja, leche y queso, con algún que otro rebujo de pan. La naturaleza no ha sido tierna con él,
como suele hacer con sus allegados, y le fue alzando obstáculos. Primero se vio obligado a
huir de la casa paterna, por miedo a su hermano Esaú. Luego tuvo que ponerse a trabajar duro,
pastoreando los rebaños de su suegro Labán. Mirad su cuerpo denso, espeso, hecho a la
intemperie, avezado a las temperaturas extremadas, al trabajo áspero y servil que fuerza a
arrastrarse por el fango. Ahora se ha abandonado sobre su mano izquierda, su costado
izquierdo, el lado oscuro, inconsciente, donde se encuentra esa caverna profunda y tétrica, que
aterra en cuanto se han descendido unos pocos peldaños, y duerme a pierna suelta. Observad
cómo su cuerpo constituye la juntura de dos trazos oblicuos que, sumados, forman una v, la
letra vau, cuyo nombre es también la conjunción copulativa de la lengua hebrea, lo que vale
por unión. Unión del cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Por eso, el trazo de la izquierda
es el tronco del árbol y el de la derecha el rayo de luz que desciende desde el cielo y cae justo
sobre la cabeza del durmiente. Esa letra v simboliza al hombre, viviendo en un valle tenebroso
con los ojos alzados siempre hacia la claridad, pero también representa al verbo, indisociable
del pensamiento, su más pura esencia. Pronto la ladera derecha se transformará en escalera de
luz, por la que comenzarán a bajar y subir ángeles del cielo, estableciéndose así la conexión
entre los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Mirad si no sois también vosotros pastores
robustos como Jacob.
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Torcí a la izquierda. Según el plano que recogí a la entrada, lo que andaba buscando se
encontraba por ahí. “El caballero de la mano en el pecho”, El Greco. Si antes hemos visto a un
cardenal que bien podía pasar por caballero, ahora tenemos ante nosotros a un caballero que
bien podía pasar por cura. Se ha comentado que pudiera tratarse de Cervantes, a causa de la
deformación del hombro izquierdo, consecuencia de su participación en la batalla de Lepanto.
Lo dudo. Esas ojeras moradas, esa mirada más mística que triste, indican una observancia
religiosa estricta que cuesta atribuirla al maestro; así como el espléndido trabajo de orfebrería
en la plata y oro repujado del pomo de la espada, o las puntillas blanquísimas y almidonadas
de puño y gola que, contrastando con el negro terciopelo de la chaqueta, imponen su elegancia
aristocrática. Él, que siempre anduvo envuelto en agrios trabacuentas con la administración y
a quien su país nunca pagó, en vida, ni la más párvula chispa del inmenso genio que volcó en
su lengua. Es mucho más probable que se trate de Don Juan de Silva, marqués de
Montemayor, alcalde del alcázar de Toledo. También a él un arcabuzazo le desprendió el
hombro. Poco importa, es el hidalgo castellano por excelencia. Conviene que notemos esa
blanda severidad en la mirada, la cual admite tanto al caballero como al santo y reúne a ambos
en una vida austera, si bien delicada. Todo el equilibrio del ricohombre español está ahí. No le
miremos ya el rostro, por lo demás es impenetrable. Se halla prestando juramento ante Dios,
dejemos que uno y otro se entiendan. Observemos acaso la delicadeza de esa mano, con los
dedos anular y corazón juntos, lo que sugiere una hiperestesia extrema, casi enfermiza. Una
mano extendida, un microcosmos, o, dicho de otro modo, un hombre. Decidme, ¿le
acordaríais vuestra confianza?
Juntad la imagen del cardenal y la del hidalgo o bien combinadlas, al albur de las
circunstancias, pero no os desprendáis de ellas. Sed inocentes como la paloma y astutos como
la serpiente.
Ahora comienzo a comprender ciertas cosas. También yo empiezo a comprenderlas.
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“El Emperador Carlos V, a caballo, en Mühlberg. Al pasar ante los rojos y los oros de
Tiziano, comenté sencillamente que éste, el retratado, también fue un extranjero en España,
pues a su llegada tan sólo contaba diecinueve años y no hablaba español. Sin embargo, años
más tarde, dijo aquello de que utilizaba el alemán para los negocios, el francés para los
asuntos del amor, pero el español lo reservaba para hablar con Dios.
“El triunfo de la muerte”, Brueghel “el Viejo”. Al pasar frente a ese cuadro, no dije nada, lo
miramos todos en silencio.
Consumimos unas dos horas dentro del museo, deambulando ya sin decir palabra, cada cual
comidiendo en sus propias cuitas y proyectos y presagios. Estábamos en capilla. Los santos
huyen al desierto para encontrarse con su Dios, antes de enfrentarse al mundo. Los
ambiciosos van allí donde se halla el suyo, entre las insignias y los emblemas del poder,
levantan la lanza de San Jorge.
Salimos al cabo y, a pesar del calor, por cierto menos sofocante que el de los días anteriores,
dimos una vuelta por los jardines anexos. Junto con el nervio óptico, se distendió también el
espíritu. Sentí un cierto alivio al respirar el aire libre y al equilibrar con algo de naturaleza,
aunque sólo fuera la de ese cartesiano jardín francés, la armonía del arte, que hacía trabajar el
intelecto. Me hubiera gustado abandonarme a esa sensación de bienestar, pero Milos me
abordó. ¿No te parece que nos quieres llevar un poco lejos? Yo había venido a hacerme rico,
no a crear un imperio y una secta al mismo tiempo. Tú, me da la impresión de que quieres
hacer de cada uno de nosotros una mezcla de apóstol y de general, como si quisieras fundar
una nueva Compañía de Jesús. ¿Y te parece una mala idea, una Compañía de Jesús laica y con
unos objetivos mundanos? Se me antoja algo excesivo, desmesurado. No me digas que te
viene de nuevo, algo habíamos hablado, cuando te dije, por ejemplo, que, fuertes de este
golpe de mano, debíamos ampliar nuestra red, fortalecer nuestra organización. Y tú replicaste
que lo dejara de tu cuenta, que ya habías pensado en ello. Cierto, pero yo había imaginado una
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especie de puente entre las dos orillas del mediterráneo por el que se efectuara un trasvase
discreto de gentes y capitales; el lado de allá proporcionaría sobre todo hombres bien
entrenados y sin escrúpulos, en el de aquí, implantaríamos una organización relativamente
modesta, encargada de negocios con una monta limitada, secundaria, en el ejercicio de los
cuales no se hiciera sombra a las grandes mafias instaladas en la ciudad. Pero tú, con el primer
movimiento, haces jaque al rey y nos dejas enfrentados a todo el mundo. ¿Y qué? Nadie
conoce nuestra existencia, se van a volver locos buscando. Habrá que verlos, furiosos, dando
palos de ciego a su alrededor. Mientras tanto, nosotros estaremos agazapados en nuestra
madriguera. Perfecto, sobre el papel. Más tarde, a condición de que actuemos con una
discreción ejemplar, nos iremos haciendo fuertes. Cuando quieran darse cuenta, habremos
establecido una cabeza de puente. Visto y no visto. Una jugada maestra. Un golpe de suerte,
también. Pero vale, tú no debes ignorar ese refrán de que quien mucho abarca, poco aprieta.
¿Y quién te ha dicho a ti que mis planes vayan más allá de lo que acabas de enunciar? Me da
la espina de que tus ojos están puestos ahora en Madrid y que pretendes crear una milicia un
tanto particular, digamos, una especie de templario, un monje guerrero o algo así. No está mal
eso que dices, aunque por lo pronto deseo que esa milicia, sea cual fuere su naturaleza, se
halle bien encuadrada, por hombres que se sientan comprometidos unos con otros, preparados
y, sobre todo, hábiles. Tú mismo lo has dicho, cuando levanten la cabeza y vean lo que hemos
hecho, estarán locos de furor. Habrá que verlos, cedazo en mano, cerniendo a toda la ciudad,
separando el polvo de la paja y ésta del grano. Moliendo el grano después. Ahí os quiero ver.
Ésa será la primera verdadera prueba del fuego. La suerte que tendremos es que ni siquiera se
les ocurrirá pensar en tus hombres, pobres sisadores de la estación de autobuses. Lo que ellos
andarán buscando no será descuideros, sino delincuentes de guante blanco, gente de otra
calidad, con miras más altas, que practica la caza de altanería. El mejor refugio para tus
hombres será la calle, a la vista de todos. Pero ¿y después? En esos pagos tan remotos, ¿qué
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hará un rebaño de tiernos corderos ante una manada de lobos hambrientos y encolerizados?
Mis hombres no son precisamente corderos lechales. Me lo figuro, pero desconocen el terreno
que pisan. Ese tipo de guerra, todavía no la han practicado, o poco. Porque lo que se avecina
es una guerra y mi pretensión es que dispongamos de tropas de élite, adaptadas a la particular
modalidad de combate en la que se verán involucradas, dirigidas por generales esclarecidos.
Eso, o dividirnos los despojos de Ruano y sus secuaces, poniendo, a la menor ocasión, pies en
polvorosa. El botín no será despreciable. No obstante, si no quieres que tus hombres te
persigan hasta las mismas puertas de tu pueblo, tendrás que darles una parte proporcional y
somos muchos para intervenir en el reparto. Eso sí, dará para una buena finca rústica por
barba, allá en vuestro país. Si esa es vuestra idea de la riqueza, podéis darlo prácticamente por
hecho. La elección está entre terminar vuestros días holgadamente y la auténtica abundancia,
es decir, el lujo, el esplendor.
Observé que los ojos les brillaban a todos, con distintos reflejos, unos más húmedos y otros
más acerados. Ouissene soñó en voz alta. En mi pueblo no hay agua corriente, pero mandaré
construir un palacio con piscina, rodeada de césped y de palmeras. Los demás no dijeron
nada, pasó un ángel tras las palabras de Ouissene. Venga, vamos a comer, que me está
entrando un hambre canina, mentí.
Como don Quijote a Sancho, les transmitiste tu locura.
No se me escapaba, y esa conversación vino a confirmarlo, que mi primera gran dificultad
me iba a caer encima al propio tiempo que ese enorme y primer lote. A pesar de ello,
albergaba una confianza ciega, hasta tal punto que no pude sino preguntarme por qué. Si uno
no cree en nada en esta vida, tenderá a decirse que eso es la inercia, los acontecimientos que,
encadenados por casualidad o por reflexión, crean un estado de ánimo. Sin embargo, si uno
sospecha que todo persigue una finalidad y que no se desprende, ante nuestros ojos, ni una
sola hoja de un árbol sin que ello se encamine a un objetivo preciso y no deje de tener sus
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consecuencias después, que nada es gratuito y que todo tiene su porqué. ¿Quién no ha
sospechado esto alguna vez? Pues bien, cuando uno entra por los derroteros de ese
pensamiento, entonces es cuando se siente aplastado por un inmenso drama, en el que
desempeña, al fin y al cabo, un papel modesto, por espectacular que parezca a primera vista.
¿Y ese entusiasmo, entonces? Entusiasmo no, confianza ciega, he dicho. La cual me venía de
considerar que el destino no había desplegado en mí, bueno, en los acontecimientos que se
desarrollaban ante mí, tantos medios y lo había hecho con tal celeridad y tan perfecta trabazón
para nada, para que luego quede en agua de borrajas. Ello me parecía poco probable. En
cualquier caso, había lanzado la máquina del tren a todo trapo y si a alguien le venía la
ocurrencia de cruzarse en mi camino no podría rehuir el encontronazo. El cual, por cierto,
como parecía pronosticar mi particular talante de aquellos días, no se produjo de inmediato a
causa, sin duda, de la trabazón de una serie de acontecimientos que seguramente calificarás de
nuevo golpe de suerte. En este caso te equivocas, no solamente no lo considero un golpe de
suerte, sino que mantengo mi convicción de que dichos acontecimientos marcaron para ti el
inicio de la debacle. Jamás debiste entrar por esa senda, o por lo menos tendrías que haber
sabido retirarte de ella a tiempo, nada más comprender a dónde conducía, borrando
cuidadosamente tus huellas. Fata obstant. Yo más bien diría abyssus abyssum invocat. Es una
manera de ver las cosas. Pues ¿no estabais de acuerdo en que, tras el secuestro de Ruano, lo
que procedía era retirarse a crecer en la sombra? Cierto, pero la curiosidad pudo más; en
todos. Siempre hay un momento en que la curiosidad se convierte en pecado. ¿Quién teme
pecar, ante el rostro de una mujer con tantos atractivos? Entonces fue la lujuria, no la
curiosidad, la que te empujó por tan abrupto camino. Sería difícil decidir si fue la una o la
otra, pero debes saber que, antes de partir para Madrid, había encomendado a alguien la tarea
de seguir en mi ausencia al tipo del pirulí, al melenas que, con cuánta delectación, espiaba a
Verónica de la Mata. Justo en las horas que siguieron a la liberación de Ruano, nos vino este
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agente, al que casi había olvidado, con la grabación de una conversación telefónica en árabe,
cuya traducción encomendamos a Ouissene, quien, en ese preciso instante, a mano me venía.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Aquel día, todos parecíamos comer sin verdadera hambre y en silencio, excepto el coloso
Ouissene que manducaba y hablaba, al mismo tiempo, con grandes movimientos de su
poderoso bigote. Me preguntó que cuál era el plato típico de Madrid. Le repuse que tal vez los
callos a la madrileña y allá se lanzó con la callada, rebañando después el plato con ayuda de
pedazos enormes de pan. Los demás se abismaban demasiado para mi gusto. El objetivo
inicial era hacerles reflexionar, cierto, pero tras la conversación con Milos no albergaba la
seguridad de que lo estuvieran haciendo en la dirección deseada. Tomé la decisión de atenuar,
o suavizar, por precaución, el efecto de dichas cavilaciones, cualquiera que fuera su contenido
o su orientación. Tras una primera botella que había desaparecido en un santiamén con los
primeros bocados, sobre todo tras los generosos tragos retirados por Ouissene para regar sus
pantagruélicas mascadas, pedí una segunda, esta vez ostensiblemente cara. Dejé caer, en
presencia del camarero, la insinuación de que se trataba de una celebración importante. El
vino aligeró un poco la pesadez de los espíritus y la conversación, vacilante en un primer
momento, prendió de nuevo.
Concluido el ágape, les propuse regresar al hotel para una siesta reparadora. Hacia el
atardecer, salimos de nuevo a patrullar por el Madrid de los Austrias como si fuéramos
cuadrilleros de la Santa Hermandad. Decidí que, al día siguiente, saldríamos de la capital.
Alquilé un par de coches de lujo y les llevé al Escorial por la mañana y a Segovia por la tarde.
En ambos lugares, la densidad de turistas por metro cuadrado era mayor y nuestra variopinta
tropilla de extranjeros pasaba mejor. En el Real Monasterio, contraté los servicios de un guía,
en parte por no hablar más yo mismo, creí que ya había dicho lo suficiente, de momento, en
parte por la extrema susceptibilidad del mencionado gremio de los guías, de todo Madrid, en
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general, pero en especial de esa plaza, a causa de la cual las visitas particulares suelen acabar,
sobre todo si uno también tiene su pizquita de amor propio, como el rosario de la aurora,
porque, si uno se calla, le reprochan que pretende aprovecharse de las explicaciones dirigidas
a un grupo de pago y los grupos de pago avanzan casi tocándose; por el contrario, si uno
conversa con sus compañeros de visita, fingiendo no prestarles atención a sus doctorales
glosas, argumentan que se sienten lesionados en sus derechos laborales y le acusan de
usurpación, de ejercicio ilegal de la sacrosanta profesión de guía. ¿Se habrá visto alguna vez
un grado mayor de censura? La de los regímenes dictatoriales más cerrados prohíbe hablar,
ésta, además, prohíbe escuchar, aunque sea involuntariamente. Sobran los modos de poner en
evidencia lo irrisorio de su actitud, pero nosotros no estábamos allí para divertirnos y menos
aún para llamar la atención. Hice bien en adoptar esa actitud conciliadora pues así nos tocó en
suerte una morenaza de ojos verdes, bien guapa, seria pero guapa, y a ratos hasta simpática.
En fin, todo lo simpática que puede llegar a ser una guía de Madrid o sus alrededores.
En Segovia, donde ya pude hablar con toda libertad, les expliqué la leyenda del acueducto y
algunas cosas más. Les encantó esa ciudad, que Vuk calificó de cuento de hadas. Cenamos
allí y regresamos tarde a Madrid.
El día siguiente, de nuevo lo pasamos en capilla, velando armas. Únicamente nos vimos
para las comidas. Yo fui a comprar un libro y me pasé el tiempo leyendo junto a la ventana o
navegando por la red. Examiné también detenidamente las palabras de Milos como si entre
todas compusieran un diamante finamente tallado que se deja contemplar en sus múltiples
facetas. Has puesto las miras en Madrid. Ruano también las había puesto, era evidente, y
nosotros veníamos en su seguimiento. Por el momento no pensaba en apoderarme del
entramado de Ruano, pero sí consideré que el informe que estábamos a punto de confeccionar
no dejaría de ser aleccionador. Habiendo fundado una asociación crapulosa y fraudulenta,
nuestro problema iba a plantearse muy pronto en los mismos términos que el de Ruano, es
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decir, cómo blanquear el dinero obtenido con nuestros manejos ilícitos. Intuí que el magisterio
de Ruano, muy a su pesar, sería decisivo. Determiné que primero se hiciera un informe
urgente, aunque sin dejar ningún cabo suelto, con objeto de sentenciar sin apelación la suerte
del director de la orquesta, pero que más tarde se elaborara otro exhaustivo, un verdadero
estudio de mercado que yo mismo me encargaría de redactar y, al hacerlo, de meditar
concienzudamente. Cuando alguien tiene un mérito así de palmario, locura es evitar
reconocérselo.
Es indudable que poseía cualidades apreciables, pero también tenía algún que otro gusanillo
que se lo iba comiendo por dentro. Ruano pertenecía a esa familia de hombres brillantes,
capaces de multiplicar el dinero como los panes y los peces del milagro de Galilea, de
elevarse hasta lo más alto, de coger a todo el mundo por sus secretos, de manejar todos los
hilos y ocultarse. Parece ser que era chalán como un gitano y paciente como un monje
budista. Frío y distante, de hecho, hasta el final. Impertérrito hasta en los registros, según leí
más tarde en los periódicos. Sabía que la policía no lograría intervenirlo todo, pues durante
quince años se ocupó pacientemente en no dejar, o borrar, el menor rastro documental.
También era trabajador y constante, hombre de mundo, por añadidura, a quien la pobreza le
había enseñado el valor del dinero y hasta qué punto pueden escocer en el bolsillo esas pocas
monedas imprescindibles que no se tienen. Poseía igualmente una cualidad que no resulta
jamás inocua, lengua. Desarrolló un lenguaje altamente connotativo. No obstante, junto con
eso, albergaba pasiones que no conseguía dominar y que llamaban la atención
innecesariamente. Estorbaba el centenar largo de caballos zainos, los toros bravos, el
tentadero, el tablao particular donde desfilaban figuras flamencas de primer orden, los trofeos
de caza abatidos en los más apartados rincones del mundo. ¿Y qué decir del Dalí que se
conservaba mal en un cuarto de baño o de las partidas de póker durante las cuales se ponían
sobre el tapete cortijos? Le faltaba esa discreción, esa austeridad, que suele caracterizar a
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ciertos padrinos sicilianos, los cuales dirigen imperios al tiempo que malviven en granjas
abandonadas; todo lo sacrifican al poder. Ésa fue la verdadera causa de su caída. Pero hay que
reconocer que ambas cualidades reunidas no se hallan con mucha frecuencia.
Ruano conoció únicamente el poder del dinero, propiamente dicho, y ese otro poder que el
dinero da sobre ciertas gentes, a ratos. No el poder absoluto, ese poder que envía hombres a
matar y a morir por una decisión nuestra; ese poder que mantiene fronteras, la cohesión
interna de un Estado, oficial u oficioso, o la resquebraja o la desborda; ese poder regulado por
un ceremonial solemne, estricto, y en el fondo hasta mágico. Ese poder que mantiene
cancillerías y embajadas, que promulga edictos, bulas, sanciones. Ése es el poder que obliga a
algunos padrinos sicilianos o napolitanos a vivir en la oscuridad de una casa desvencijada,
comida por el cáncer, amenazando con un derribo, tal vez porque creen que ese poder les
viene de Dios. Por eso acaso rezan y dictan sentencias de muerte con la misma voz serena y
grave, al tiempo que modesta.
Te dejo, pues, relatar la caída de Ruano, que es a la par la historia de tu propia ascensión.
Ruano y yo no nos hallábamos en el mismo eje, su caída y mi ascensión no eran hechos
concatenados. Él era el rey del chanchullo, yo el jefe de un ejército. Ruano ocupaba, mediante
un sistema de explotación distinto, un terreno al que tú, tras el famoso informe detallado, le
echaste el ojo malamente. No fui yo quien le denunció a la policía, si es eso lo que pretendes
insinuar. Cuando se produce un crimen, el primer trabajo de un investigador es averiguar a
quién puede beneficiar. Había comenzado a crear mi propia red. Cuando de repente te cayó
entre las manos, como llovida del cielo, buena parte de la de Ruano. A él ya no le iba a servir,
ni siquiera podía utilizar una tarjeta de crédito. ¿Y quién le llevó a ese estado? Pues tú lo
acabas de decir, el tablao, el tentadero, la ganadería de toros bravos, los caballos zainos, el
helicóptero, los ocho mil euros en concepto de champán y vinos franceses. Tal vez eso último
principalmente….pero a mí, la verdad, ¿qué más me da? Antes bien, me intriga tu caso, pues
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tú sí supiste sepultarte vivo, hasta el punto de que tuvimos que levantar incluso los escombros
de la ciudad sin resultado. Y lo peor es que el prestigio de Leviatán estaba en juego.
Como sabrás, la operación de la torre negra resultó un éxito. Vuk y Moussa encontraron, en
el fondo de cada una de las redecillas que habían tendido, las contraseñas para acceder a la
información reservada que contenían los ordenadores. Grabaron todo en unas potentes llaves
USB y salieron sin dejar la menor huella de su paso. Al día siguiente regresamos con nuestro
precioso botín a casa.
Durante nuestra ausencia, los hombres de la trastienda y los detectives que teníamos en
misión, habían trabajado. Nos aguardaba un nuevo informe en el cual figuraban las
inmobiliarias que solían trabajar con Ruano, así como la lista de sus probables testaferros.
Con relación a las primeras, cabe citar, entre otras, además de la ya mencionada Lemos, a la
Sociedad inmobiliaria Requejo Toro, que entregó a Ruano cinco millones de euros a cambio
de licencias de primera ocupación y convenios urbanísticos; con ella, nuestro héroe había
terminado levantando cinco promociones, por las que recibió diecisiete millones de euros y un
puñado de pisos. También figuraba otra gran empresa andaluza, Construcciones Astorga, así
como Silfos. Como testaferros aparecían, además del ya citado Alberto Collado Sancho, los
nombres de Elena Castañeda Espejo, abogada madrileña, Severiano Muñoz González y
Esteban Espúñiga Navarro. El asunto comenzaba a adquirir ante nuestros ojos un perfil
preciso.
Todavía necesitamos una semana para ultimar preparativos. Incluso Milos daba muestras ya
de impacientarse. Pero yo corregía concienzudamente el borrador del informe sumario que me
habían entregado repleto de faltas de ortografía, lo cual no quiere decir que no constituyera
una lectura altamente instructiva, antes al contrario. Sin embargo, por nada del mundo hubiera
consentido que se presentara un documento tan poco cuidado ante los ojos de Ruano, habría
pensado que éramos unos chapuceros. No lo pensaría, ni mucho menos. Antes bien, debía
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saberse entre las manos de auténticos profesionales, que no cometen faltas ni siquiera de
ortografía y no dejan nada al azar. Además había otras gestiones que hacer, nuestro huésped
no debía permanecer entre nosotros más tiempo que el estrictamente necesario y, por cierto,
había que considerar la cuestión de procurarle un alojamiento conveniente. A decir verdad,
ello estaba decidido desde hacía tiempo, pero quedaban todavía unas postreras gestiones, las
cuales aceleré. Mefiboshet, el hijo del rey Saúl, renqueando, fue, ni corto ni perezoso, y así
como quien no quiere la cosa, compró un palacio casi en ruinas, una vieja casa solariega de
muros espesos, sótano profundo, vasto jardín bien poblado de árboles copudos donde anidan
los gorriones y arman, sobre todo a ciertas horas del día, un alboroto de mil diablos, como en
los jardines de las auténticas instituciones, Museo etnográfico, Palacio Arzobispal o Jardín
Botánico. A los demás les dije que la había alquilado.
Entonces llegó Milos, tenso, a la atalaya. Yo me hallaba contemplando el mar. Ruano se va
mañana a Afganistán, a cazar cabras. Pues en ese caso… ¿a qué estás esperando para cazar al
cazador? Sin responder, dio media vuelta y desapareció precipitadamente. Esa misma noche
la pasó ya Ruano en el palacio oriental de Mefiboshet. Lo estaban aguardando en el garaje de
su propia casa, con el rostro cubierto por pasamontañas. Se le obligó a salir de nuevo a punta
de pistola. El acento eslavo de los secuestradores no venía mal, en ese caso. Ambos eran
pequeños, así que pudieron esconderse bien dentro del amplio coche de Ruano, uno delante y
otro detrás, sin dejar de orientar hacia él el cañón de sus armas. Le indicaron un lugar
apartado, a las afueras de la ciudad. Allí les aguardaban otros. Cubrieron el rostro de Ruano,
lo amordazaron, lo metieron en un maletero y, como convenido, antes de llevarlo a su nueva
residencia por espacio de unos días, le dieron numerosas vueltas por la ciudad.
Yo no fui a verlo hasta el día siguiente, al atardecer, cuando ya se hallaba más tranquilo y
resignado a su suerte, tras una conveniente asimilación del nuevo estado en que se encontraba.
Bueno, no solamente resignado a ella, sino también curioso por conocer los movimientos
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subsiguientes. Es natural, pasa la primera impresión y llegan las preguntas. Revisé primero el
escenario en que debía tener lugar nuestra entrevista. Nada debía ser dejado al azar pues a la
palabra bien dicha, si algo le faltara en la persuasión, ello sería el marco adecuado. Un amplio
salón enmoquetado de azul oscuro, conteniendo como único mobiliario dos sillas de respaldo
elevado tapizadas en rojo, enfrentadas, y en medio de ellas, una mesa más bien pequeña,
cubierta por un tafetán negro que caía hasta el suelo semejando un catafalco; sobre ella, una
carpeta de cuero repujado conteniendo el informe. Hacia la parte derecha, cuatro grandes
ventanas daban al jardín frondoso. A mi espalda, dos candelabros de plata maciza con varios
brazos. Todo se hallaba conforme con mi demanda. Pasé a la habitación contigua con objeto
de vestirme para la ocasión. Durante mi estancia en Madrid, me había pasado por una tienda
de hábitos que se sitúa no lejos de la Plaza Mayor donde hice un pedido consecuente, del
mejor tejido. Expliqué que quería hacer una donación a un monasterio benedictino de mi
región y di las señas de la oficina inmobiliaria. Ahora tenía en el palacio a una docena de
serbios deambulando con hábito y casulla. También yo me revestí con tales ropajes, a los que
añadí una máscara griega de la risa, de porcelana blanquísima y brillante, sobre la cual me
coloqué el capuchón. Mis hombres iban todos encapirotados.
Regresé a la mencionada sala y tomé asiento ante el catafalco. La luz debía disminuir aún
unos cuantos grados para que la atmósfera alcanzara el tono perfecto, ese momento mágico en
que ya no se distingue un hilo blanco de uno negro, como reza el Corán, pero se les puede ver
todavía a ambos. La máscara de caolín le proporcionaba un frescor agradable a mi rostro. No
hacía un calor excesivo allí dentro, tan espesos eran los muros que uno tenía la sensación de
encontrarse en la capilla de una catedral, efecto que la visión de las velas encendidas, situadas
a mi espalda, incrementaría sin duda. No se me escapaba en absoluto la transcendencia del
acto que me disponía a cometer. A partir de él, toda retirada sería impensable, los puentes
estarían cortados, las naves quemadas. Por otra parte tampoco podía decirle a Milos que lo
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paraba todo, que de lo dicho no había nada. ¿Y por qué? Por miedo. Por un escrúpulo de no
caer clara y definitivamente en el lado de la ilegalidad, como consecuencia de esa sed de
poder que me había abrasado siempre sin darme siquiera cuenta. Lo cierto es que ese miedo lo
sentía verdaderamente en el estómago, como si me lo hubieran descosido y me hubieran
puesto una gran piedra en él. Podía incluso oler el tufo del musgo que recubría esa pesada laja
de miedo. Consideré que tal vez me estaba precipitando, que estaba tomando
innecesariamente el mal camino, cuando, con mi dinero, con esa inesperada fortuna que había
venido sola a mi encuentro, y también con un poco de buen sentido, acaso pudiera obtener
mis fines sin necesidad de transgredir la ley. Todavía estaba a tiempo de quitarme la máscara,
de despojarme de ese hábito benedictino y salir corriendo por la puerta trasera. O tratar de
convencer a Milos de que, juntos, podríamos emprender un negocio legal de gran
envergadura. No, demasiado peligroso. Imposible, además, les he abierto el estuche, les he
mostrado una auténtica varita mágica ¿y ahora qué voy a hacer? ¿Guardarla sin más dentro de
un petate lleno de borra, en un rincón del desván? ¿Ahora que tenemos ya a Ruano
amordazado a una silla, como en casa de un dentista de los antiguos, esperando a que le
leamos la cartilla? Sólo queda escaparme, me dije una vez más. Y eso hubiera sido posible, de
haberlo querido realmente, claro. Nadie se lo esperaba. El corazón latía con fuerza. Me
levanté y me dirigí hacia la ventana. En el patio divisé a dos monjes negros, con el rostro
encubierto ya, esperando tan sólo una señal mía para entrar por aquella puerta que conducía al
sótano y traer al prisionero a mi presencia. Habría sido posible, sin embargo, ir desde el
interior de la casa hasta el garaje, quitarme ese pesado disfraz y salir por allí al aire libre. Mas
fue justamente la visión de esos dos misteriosos monjes la que me disuadió. Ellos están a tus
órdenes, me dijo una voz, la mía, que surgía desde las catacumbas de mi ser; dirigiéndolos en
la sombra, crearás una comunidad temible, dotada de un poder inmenso y no habrá puertas
capaces de cerrarle el paso. En eso alzaron sus rostros y desde el fondo cavernoso y oscuro de
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la cogulla me vieron. Les hice la señal convenida y ellos, en el acto, obedecieron. Únicamente
quedaba huir hacia delante.
Apareció Ruano con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, flanqueado por dos
monjes enormes. Dejé que lo desligaran y le devolvieran la facultad de ver. Únicamente se oía
el piar violento, encarnizado, de los gorriones que envolvían el palacio con un rumor sordo de
catarata. Noté en su expresión que realmente no se esperaba esa puesta en escena. Tanto
mejor. Palideció intensamente. Hay que ponerse en su lugar, horas y horas sumido en la más
profunda oscuridad, de repente cae la venda y los cirios le parecen luminarias, astros de un
cielo desconocido que han bajado expresamente a verle. Luego los cenobitas revestidos con
ese paño más negro que el asfalto cuando hierve en la caldera y la careta, blanca como una
cuajada. Le di un poco de tiempo para que sus ojos absorbieran todas esas novedades. Lejos
estaría él de imaginar que también yo me hallaba aprovechando esos minutos para serenarme,
para acallar mi conciencia tratando de explicarle que, a veces, cuando uno quiere ir hacia la
derecha, debe decantarse primero un tanto hacia la izquierda, para que se aplique la ley del
péndulo.
Le hice una seña con objeto de invitarle a que tomara asiento.
Te doy la bienvenida al palacio del hijo del rey Saúl. Pero no debes inquietarte por tu vida,
pues ella está enteramente en tus manos. Tú sabes muy bien a lo que me refiero. Me pongo en
tu lugar y no puedo sino decirme que el mundo es puro cambio ¿verdad que sí? Ayer
apurándose uno por el curso de las acciones y hoy tener que verse angustiado por lo esencial,
lo primario, lo estrictamente vital. Sin embargo, un hombre inteligente conoce que el mal
tampoco permanece, también él está sujeto a la implacable ley de la mudanza, y a ese
respecto, quiero ser para ti mensajero de albricias. Levantemos entonces francamente nuestros
corazones, Ruano, porque debes reconocer que esa certeza que te ofrezco es un triunfo ¿o no
lo crees así? Tú sabes, por experiencia, que no en todas las circunstancias que nos reserva el
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albur de la existencia, especialmente cuando uno pertenece a lo que suele llamarse la mala
vida, uno consigue albergar semejante certeza, que es también una facultad. Pues yo te la
brindo con absoluto desprendimiento. Mi consejo es que hagas un uso apropiado de ella. Sé
pertinentemente que lo harás, porque me consta que eres un hombre cabal. Bueno, tu cabeza
tiene ciertas estrías muy finas, poco numerosas por lo demás, casi imperceptibles, por las que
se deslizan al exterior algunas pasiones nefastas, pero, aparte de eso, eres un notable
calculador. Es esa inteligencia, la del cálculo, la del ajedrecista consumado que nunca se
siente satisfecho a menos de llevar siete movimientos de avance, la que emplazo y pongo por
testigo entre tú y yo.
Me detuve ahí para dejarle que molturara bien mis palabras. Debía llegar a la conclusión de
que aquello no era, a pesar de todo, sino una transacción más, a las que tan avezado estaba,
sólo que, en ese caso, además de grandes sumas de dinero, se hallaba su vida en juego. Pero el
que es chalán, sabe negociar hasta con su alma.
Manifiesta formalmente tus pretensiones y yo te diré cuál es mi margen de maniobra.
Era una apertura discreta. Que el juego comience.
Vivimos, amigo Ruano, en la era, no tanto del conocimiento, sino de la información. Ésta se
ha convertido en oro contante y sonante. Lo que sabemos unos de otros, es hoy moneda de
cambio a causa de la creciente curiosidad de la gente y también de la multitud de canales que
existen para satisfacerla. Para muestra, bien vale un botón. Piensa en lo lejos que me hallo yo
de ti, en una posición casi inalcanzable, de hecho. ¿Por qué? Principalmente porque no sabes
nada acerca de mí. ¿Quién está detrás de esa máscara blanca y brillante que tienes delante?
Tal vez alguien que tú conoces, no de primera mano pues habrías identificado mi voz, aunque
también es cierto que sale deformada por el obstáculo artificial con que tropieza, pero acaso sí
alguien con quien te hayas cruzado varias veces, o todos los días, o en ciertas ocasiones
precisas, si bien espaciadas. No tienes ni la menor idea, Ruano, debes confesar que ignoras
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todo de mí. Por eso no puedes agarrarte a nada que te permita operar. Te encuentras
paralizado. Peor aún es lo que te imaginas, que lo que sabes ¿o me equivoco? Mas no pienses
en ello, no ahora. Observa, más bien, el abismo que nos separa. Yo sé todo sobre ti. En fin,
mucho. No tardarás en advertir que mis palabras no son vanas ni capciosas. Mis ojos han
penetrado hasta el fondo en materias que tú creías celosamente escondidas, secretas, y que te
conciernen personalmente. Lo cual me concede, como vas a comprobar, un vasto poder sobre
tus decisiones, sobre tu sino, en suma. Pronto vas a estar en condiciones de sondarlo. Abre, te
lo ruego, la carpeta que tienes delante.
Obedeció. Nada más hacerlo, palideció aún más intensamente. Su rostro adquirió la
tonalidad de una especie de cera verdosa, que me revelaba hasta qué punto habíamos
penetrado en el interior de sus líneas. Aquel informe contenía, con pelos y señales, lo que él
sin duda calificaba como sus secretos mejor guardados. Todo, o casi, figuraba allí. Sus
operaciones más recónditas e incluso, entre ellas, las más recientes. Aquello no podía ser sino
el fruto de una traición. Ese razonamiento lo pude leer con toda claridad en el brillo acerado
que, repentinamente, destellaron sus ojos. Y tras una traición de esa envergadura suele
acechar una fuerza descomunal. Eso no podía ignorarlo Ruano, a quien nadie hasta entonces
había traicionado, según parece. Al menos nadie había osado dar el paso definitivo, pues todo
hombre tiene su precio y él se jactaba de conocerlo, en cada caso, con una exactitud que podía
expresarse hasta en la calderilla de más y de menos. Ése había constituido el principal objeto
de su estudio. Excepto en la palidez extrema de su semblante y su turbación, intensa pero
fugaz, en nada más manifestó sus impresiones. Siguió leyendo hasta el final sin decir palabra.
Cuando llegó a la última página, arrugó el entrecejo de manera significativa, señal manifiesta
de que, por primera vez, no comprendía el significado de ciertas cifras. Sin embargo, no hizo
comentario alguno, alzó la mirada hacia mí y aguardó.
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Imagínate el efecto que ese documento produciría en manos de la policía, o de la prensa. O
entre las manos de ambas. En primer lugar pongamos que llega a los oídos de la policía, la
cual inicia sus investigaciones, seguidamente se va enterando poco a poco la prensa. Al
menos por cuanto se refiere a la segunda, es prácticamente seguro que pagaría bien tales
informaciones, las cuales, sabiamente dosificadas, darían para largo. Considera con
detenimiento este detalle porque, en el fondo, no estás aquí para ser rogado sino para rogar.
Ten en cuenta que, en algunas de esas operaciones, se hallan implicadas cabezas muy visibles,
de ésas que la fábula califica de hermosas, pero sin seso, idóneas para ocupar la portada de
una revista y que, de hecho, suelen ocuparla, no las de más prestigio, por el momento, pero sí
las más leídas. No se te oculta hasta qué punto la prensa, especialmente cierta categoría de
prensa, es ávida de cualquier tipo de detalle, incluso el más insignificante, que les concierne y
de ciertos personajes parece que les concierne todo, en bruto, sin cerner. Calcula lo que sería
si empezaran a sentir el viento de todo esto.
Ruano escuchaba aquello hundiéndose cada vez más en el fondo de su conciencia y en el de
su silla, como progresivamente tragado por ella. Presentí, sin embargo, que preparaba la
contraofensiva, sabiendo que para subir primero hay que bajar y para mejor saltar conviene
volver atrás y tomar impulso.
¿Y tú, has considerado que, entre esas cabezas de las que me hablas, se encuentran otras con
un cariz distinto, a las que no siempre se las puede calificar de propiamente hermosas, pero
que poseen la no despreciable cualidad de disponer de una mano muy larga, a cuyo extremo
siempre hay un dedo colocado ya sobre un gatillo, el cual suelen apretar a menudo y sin
reflexionar demasiado? Medita, asimismo, sobre el hecho cierto, no lo dudes, de que sus
intereses se hallan tan mezclados con los míos que son inextricables. Hasta ese extremo
estamos hermanados y formamos una sola familia.
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Ocupémonos más bien de tu caso, amigo Ruano, que es el objeto de nuestra reunión de hoy.
Como quieras, pero si tu decisión es irrevocable, mi consejo es que vayas, sin pérdida de
tiempo, a tomarte las medidas, no a la tienda del sastre al que probablemente has acudido para
estos hábitos, a menos que no tengas nada decente para tu mortaja, sino a la funeraria, para
elegirte un buen cascarón que te vaya bien, porque el viaje es largo y es cuestión de
acomodarse bien en su interior. Exageraciones. Concentra tu atención, te lo ruego, en las
últimas cifras que aparecen en el informe. ¿Adivinaste su significado? No. Se trata de las
cantidades que debes retirar de cada una de las partidas. La última cifra corresponde a la suma
total que tendrás que ingresar en la cuenta que te vamos a presentar enseguida. ¿Estás
dispuesto a hacerlo? Ruano asintió con la cabeza. Sabía que nuestra entrevista era una pura
formalidad. Un buen jugador conoce, a veces antes que su adversario, las razones por las
cuales tiene la partida perdida.
Hice un gesto convenido a uno de los monjes y éste se ausentó un instante de la pieza. Al
abrir la puerta, el escándalo insensato y furioso de los gorriones, que semejaba una inundación
transparente contenida precariamente por los cristales, invadió durante unos instantes la sala.
El prisionero alzaba hacia mí una mirada desafiante, pero observé que su tez se hallaba
ligeramente perlada por el sudor. Aguardamos en silencio el regreso del monje negro, que no
se hizo esperar. Depositó sobre el catafalco un ordenador portátil, conectado a Internet por
sistema wifi, así como una nueva carpeta idéntica a la anterior. Ruano observaba los
preparativos con la misma concentrada atención que si le hubieran traído cicuta. Cuando éstos
concluyeron, no movió ni un solo músculo. Pero me abstuve de hablar. Yo lo estaba mirando
a él, pero él únicamente tenía ante sí el rictus imperturbable de la máscara griega de la risa.
¿Quién me garantiza, dijo al fin, que, tras el pago de dicha cantidad, no me vendas, por
treinta monedas de plata, o peor, de cobre, al mejor postor? La respuesta a tu pregunta es la
simplicidad misma, ¿no la adivinas?
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Pagar yo mismo, periódicamente, las treinta monedas de plata. Considéralo como una póliza
de seguros. Sonrió. Y mucho tendría que haberme equivocado si no hubo en sus ojos un cierto
brillo de alivio sincero.
Abre la segunda carpeta, en ella encontrarás los datos de la cuenta en que deberás ingresar
la cantidad inicial, así como la mensualidad que también se menciona. Miró todas esas cifras
con desprecio, como si se tratara del recibo de un restaurante, ciertamente caro pero no
inabordable para su abultado bolsillo, tras una de sus opíparas cenas en la que le tocaba invitar
a sus numerosos compañeros de parranda. Pidió que le acercaran el ordenador y, levantando
las manos como si se dispusiera a interpretar una sonata al piano, se puso a teclear y a entrar
una suculenta cantidad en una cuenta bancaria que había mandado abrir en el principado de
Lichtenstein.
¿Ves como fuiste tú quien lo denunció a la policía? En ese ordenador habíais instalado el
caballo de Troya del que hablabas al principio. La clave secreta que escribió Ruano en él fue
transmitida inmediatamente a un banco de datos que presta ese tipo de servicios y de ahí a una
dirección electrónica cuyo código de acceso se os había dado previamente, mediante el pago
de una módica suma. Eso que dices es cierto. Sin embargo, con lo que no contábamos era con
que la clave secreta que permitía ese tipo de transferencias se autodestruía tras cada
utilización y era preciso redefinirla, de modo que, unos segundos más tarde, Vuk estaba
tratando de acceder sin éxito.
137
VIII
He aquí que la potencia se convierte en acto, la voluntad acaba de cristalizarse en hechos.
Pues, ¿acaso no era tu opinión que todo este proceso no había sido sino una contingencia, una
sucesión de golpes de suerte? Cuando un hombre quiere algo con todas sus fuerzas, el
universo entero conspira para que alcance sus fines. De modo que tú colocas la voluntad por
encima de cualquier otra cualidad humana. La voluntad no es una cualidad humana, es un
mandato inscrito dentro de cada hombre con caracteres indelebles. Entonces eres de los que
piensan que estamos todos programados. Por supuesto, ¿cómo crees si no que la humanidad
iba a encontrar el camino del Apocalipsis? Este camino es largo, pero no infinito. Las
cualidades humanas, si ayudan a este proceso, son puestas a contribución; en caso contrario,
se las relega o se las suprime. Una cualidad humana como, por ejemplo, la bondad, sacrificada
en aras de una voluntad que, según entreveo en el cañamazo de tu teoría, sólo puede ser
divina…. Naturalmente. ¿En qué crees que consiste el punto sobre el cual los tres sabios
olvidaron, quizá por pudor, instruir a Job? No así Leviatán, como habrás podido comprobar.
La mera presencia de Leviatán constituye una prueba evidente de lo que te refiero. ¿A qué te
refieres en concreto? Cierra tus ojos y observa su triple hilera de dientes como piedras
blanquísimas, cada una de ellas del tamaño de un hombre, entre las cuales refluye la espuma
del mar cuando abre las fauces. Si consigues ver eso, habrás visto la ley suprema por la que se
rige la naturaleza.
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En efecto, yo también sentí que comenzamos a existir a partir de ese momento en que la
potencia se convierte en acto, aunque nadie tuviera aún noticia de nuestra presencia. La
obtención de ese dinero constituyó un hecho concreto, que tuvo la virtud de probar de manera
objetiva la utilidad de mi presencia en lo alto de esa pirámide de poder, la jerarquía que se
hallaba a mis pies y la solidez de la base, así como nuestra solvencia para operar.
En fin, que ya tenías a tu cofradía de pescadores, Pedro, Felipe, Andrés, Judas…. Era el
momento de aprovechar ese recalmón que se avecinaba para hacer de ellos verdaderos
apóstoles. Tal era mi plan, de un modo o de otro. Empezando, claro está, la transformación
por mí mismo. Era evidente que el hombre cuyo continente iba a situarse al frente de esa
masonería armada, de la cual, por cierto, urgía crear el aparato simbólico completo mediante
una, eso sí, acendrada reflexión, no podía ser el oficinista de antaño. Paralelamente al gran
avatar exterior, convenía otro interno. A ese propósito, me hallaba considerando la posibilidad
de una cuarentena en el desierto, o algo por el estilo, depuración por el hambre y la soledad.
Antes, empero, era preciso tomar algunas disposiciones. En primer lugar, era prudente que los
hombres volvieran a la calle, al menos durante un tiempo. El vacío que habían dejado debía
ser colmatado, ocupado, pues un dragón alado, provisto de una mirada agudísima, iba a
sobrevolar muy pronto la zona y no debía percibir la menor señal sospechosa en su superficie,
la menor carencia, la menor zanja o terraplén que pudiera delatar la presencia de una mano
desconocida operando. No obstante, podrían alojarse en el palacio. A condición de tomar las
necesarias precauciones para introducirse y salir de él con la mayor discreción posible. Luego,
los vastos sillares de los muros disimularían convenientemente su presencia. De hecho, el
edificio comenzaba a adquirir el aspecto de un monasterio templario, con cierto tráfago ya en
los jardines, pasillos, salas habilitadas en taller, cocina provista de amplio hogar abierto y
pantagruélica mesa de madera maciza, rústica pero de empaque conventual por sus
dimensiones, dotada de dos largos bancos a ambos flancos. Habíamos convenido asimismo en
139
que Milos regresaría momentáneamente a su país con objeto de reclutar y entrenar, sin
escatimar medios, a un grupo de hombres escogidos.
Ésas teníamos ¿no es así? cuando vino el mensajero portador de la conversación grabada a
expensas del melenudo chupador de pirulís, quien debía tener los dientes podridos de tanto
comer golosinas. No parecían cariados, en todo caso, sino tan sólo con un esmalte amarillento
tirando a verdoso, se les veía glaucos, como de fumador y bebedor de café, empedernido de
ambas cosas, pero además lubrificados con una especie de savia verdeante. Sea como fuere,
dicha grabación cambió vuestros planes. En efecto. ¿Y qué hicisteis con Ruano? Lo
conservamos un día más, por precaución. Lástima que esa precaución no la observarais
también en otras circunstancias, verbigracia las que se ensartaron a continuación. La suerte
siempre sonríe al osado. Cierto, pero ¿por cuánto tiempo? Poco importa, hay sonrisas cuyo
bálsamo no dejará nunca de operar. Otra vez Elena de Troya haciendo de las suyas, todas las
historias no son sino la misma historia; acabaré acordándole la palma a Freud. Tras éste vino
Jung. Cierto, pero casi todo lo que escribió Jung es aplicable tan sólo a los que han cumplido
los cuarenta. Eso es una simplificación abusiva. ¿Volviste a hablar con Ruano? Hacia el
anochecer del día siguiente regresé al palacio de Mefiboshet. Pensé que le vendría bien salir
del sótano un rato y conversar a propósito de cualquier cosa, aunque sólo fuera por no callar.
Al fin y al cabo, esa segunda entrevista no requería tanto preparativo como la primera; el
hábito y la máscara resultaban superfluos pues Ruano no necesitaba en esa ocasión servirse de
sus ojos. Un riesgo inútil, dicho sea de paso. Convengo. No obstante, considera que tú estás
obrando de manera similar conmigo, cuando lo más, digamos, profesional, habría sido
disponer que uno de tus hombres me hubiera saltado la tapa de los sesos a la primera de
cambio, mediante la pistola con silenciador de la que están todos pertrechados. Tengo que
admitir que ni siquiera la carne de Leviatán se halla limpia del gusanillo de la curiosidad. Tú
quieres saber lo que pasó y yo reconozco un impulso que me surge de lo más hondo
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reclamando palabra, verbo, como si quisiera encarnarse y al mismo tiempo quemarse
confundido con el lenguaje. Eso parecen hacer Job y sus tres “consoladores”, o al menos así
los imagino, sentados ante una pira de palabras; fórmulas recopiladas en prontuarios de
teólogo y de notario colocadas por los últimos, expresiones amargas, extraídas con dolor de
las llagadas y sanguinolentas entrañas, aplicadas por el primero. Todo ardiendo y
consumiéndose al aire libre ante los ojos patriarcales de los cuatro. Leña seca, ya en aquel
entonces, a fuerza de ser antigua, sus crepitaciones debían ser largas y profundas. Luego,
cuando se abrió el corazón de la noche, descendió Jehová en medio de la asamblea soplando
su Verbo sobre la hoguera, levantando llamas gigantescas, provocando una lengua de fuego
en la que se sumían las constelaciones y las nebulosas.
¿Y cómo se comportó Ruano? Ruano ignoraba que iba a ser liberado dentro de pocas horas.
No me precipité en anunciárselo. Le dejé más bien suponer que hablaba para ganar su
libertad, tal vez su vida, pero sin que ello fuera otra cosa más que eso, una simple conjetura
suya.
Esa vez pedí que nos dejaran solos, Ruano bien atado a la silla para evitar la posibilidad de
que aflorara siquiera a la mente de ambos la idea de un incidente por lo demás inútil,
condenado de todos modos al fracaso, y con los ojos vendados, como ya dije. De semejante
guisa, aguardaba estoicamente a que hablara yo primero, a que prolongara indefinidamente el
silencio o a que hiciera lo que me diera la real gana. Levantaba la barbilla como si observara
el artesonado del techo, o como si el escándalo de los gorriones constituyera una complicada
sinfonía, merecedora de la reconcentrada atención del entendido.
Tampoco yo tenía ninguna prisa, como tú ahora, parece. Ruano no podía ser liberado hasta
las dos o las tres de la madrugada. Se estaba bien en esa sala, con su frescor de iglesia, con sus
vastas dimensiones y su sosiego añejo también de iglesia, mientras toda la ciudad se ahogaba
de calor. Mis pasos resonaban sobre el parqué. Caminé hasta el extremo, observando a través
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de las ventanas el patio con su jardín. El cielo perdía sus últimos ocres y la presencia de los
planetas anunciaba la llegada masiva de las estrellas. Volví al entarimado para alumbrar las
velas de los candelabros, pero deseché la idea. Ruano estaba sumido en la oscuridad más
profunda y consideré que debía reinar una cierta equidad entre los dos, al menos hasta donde
ello fuera posible.
Al final se decidió él a hablar en primer lugar. Supongo que le empujó ese buen sentido
característico de la gente cuyo origen es humilde, surgido a fuerza de hallarse avezada e
incluso forzada a contemporizar con la realidad, que presenta a menudo, sobre todo en ciertos
ambientes, un rostro torvo y hostil. También yo los tenía, los tengo, esos mismos comienzos,
pero pasaba por un momento de crisis durante el cual era muy capaz de sumirme en profundas
cavilaciones y perder de vista con ellas, como envuelto en un banco de niebla, hasta el propio
suelo que me sustentaba y todo lo duro que se hallaba a mi alrededor. Pero la realidad conoce
muy bien las mil maneras de reclamar la atención de sus ahijados y cuanto más parca y roñosa
se muestra con ellos, más predicamento goza, más atención ponen al tratar de componer con
su talante cotidiano. De este modo van adquiriendo la costumbre de dialogar largamente con
ella sin prejuicios y sin perder la paciencia. Los pobres, y Ruano lo fue durante casi toda su
vida, saben muy bien que no pueden permitirse perder la calma con las circunstancias, no por
mucho tiempo en todo caso. Esa lección sencilla, primaria, parecía inscrita en el carácter de
mi prisionero. Lo noté en el mismo momento en que sus palabras me sacaron de mi
ensoñación y me obligaron a preguntarme cuánto tiempo había estado hundido en ella. Cierto,
allí estaba Ruano, atado de pies y manos, vendados los ojos, pero con un talante conciliador,
visiblemente inclinado a esa plática casi inmoral, puesto que solicitada mediante un
procedimiento carente a todas luces de probidad. Mas no por ello había que hacerlo entrar en
crisis, porque entonces uno lo manda todo al carajo y no quiere saber más de nada ni de nadie.
¿Qué quieres conocer todavía? Ya estás al corriente de todo. Me gustaría preguntarte cómo
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diablos has conseguido averiguarlo, pero sé que no me lo dirás. ¿Por qué ibas a decírmelo?
Tenía una justa visión de la relación de fuerzas que se daba en ese momento. Dejé cundir una
pausa con objeto de marcar la exactitud de su razonamiento. No lo sé todo. Siempre es una
vana pretensión afirmar saberlo todo. Pero ahora únicamente deseo conversar, no insistir en
mis indagaciones. He pasado todo el día bañándome en la playa y tumbado al sol sobre una
toalla, dándole vueltas a nuestro asunto, y ahora me apetece conversar de cualquier cosa.
Supuse que a ti también te agradaría, después de tantas horas sepultado en el sótano. Sonrió.
Es verdad, convino, resulta más descansado. ¿En qué sentido? Pues cuando uno se ve
obligado a reflexionar en soledad, debe desempeñar los dos papeles, el de uno mismo y el del
adversario. A veces también el de las numerosas terceras partes. Teniendo al adversario
enfrente, las cosas se simplifican mucho ¿o no es así? Ruano jugaba limpio, me recordaba que
aquello era una partida de ajedrez en la cual, a pesar de su manifiesta posición de debilidad, el
juego era todavía posible, sólo que, por esa misma razón, me tocaba a mí encauzarlo a la
manera de un anfitrión sobre el cual recae, obviamente, la engorrosa tarea de organizar y
dirigir la ceremonia, y a él, en cambio, le correspondía adoptar una estrategia defensiva;
consciente, eso sí, de la necesidad de efectuar algunas concesiones a mi curiosidad, las cuales
habría que elegir, pesar y dar con pinzas, como un buen farmacéutico. No obstante, ese cráneo
cuadrado, sólidamente asentado en su base y la seguridad de su sonrisa, que no podía sino
ocultar una malicia consciente de su capacidad para causar estragos ante el menor hueco en la
defensa del contrario, probaban que se estaba diciendo para sus adentros en otras más gordas
te has visto, saldrás adelante, Ruano. Había, sin embargo, una posibilidad, la cual, debo
confesarlo, vislumbré demasiado tarde, de que topáramos con un escollo. Pero los escasos y
dispersos conocimientos de su historial que obraban en mi poder me tranquilizaron, pues no
hacían sino confirmar que era demasiado listo como para no ignorar que sorprenderme en
algo grave, decisivo, podía ser fatal para él. Así, nuestro parlamento iba a tener por escenario
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ese terreno pantanoso, inseguro, fosco, de la intuición. Lo cual no carecía de peligro también
para mí, puesto que para el buen entendedor una intuición puede revelarse tan esclarecedora
como un postulado y más rápida. Con el agravante de que si bien las verdades no se
transmiten sin una especie de acuse de recibo, la iluminación, por el contrario, estalla
solamente en el interior del celemín de una caja craneana, sin que nada trascienda al exterior
por ningún resquicio y más aún tratándose del cofre de Ruano, que parecía sellado con plomo.
Lo que yo te dije, un riesgo inútil. Sólo los principiantes y los incapaces toman riesgos
inútiles. Y, según veo, también los grandes maestros que se sienten absolutamente seguros de
sí mismos. A los grandes maestros, la experiencia les concede bula en algunos asuntos.
Uno siempre está obligado a desempeñar el papel del adversario, al tiempo que el propio,
aunque lo tenga delante; sobre todo cuando lo tiene delante, argumenté, porque yo también
pretendía jugar limpio. Al fin y al cabo, si alguien en tal situación podía permitírselo, era yo.
Si ha de resultar forzoso que nos topemos con enemigos, Dios nos los conceda engreídos,
deberíamos rezar.
Dado que no estoy en condiciones de hacer preguntas, intervino Ruano, hazlas tú por mí,
¿de qué quieres que hablemos? Hablemos, por ejemplo, del Pajuel, si te parece bien. Imagino
que tu encuentro con él fue providencial. Lo fue, de nada serviría negarlo, aparecieron
fotografías en la prensa incluso de nuestras primeras entrevistas. Las he visto. Me expreso
mal, él era, evidentemente, el blanco de los objetivos, pero yo figuraba en algunas de esas
fotografías. Mi buen dinero me costó hacerlas desaparecer. Aunque lo que estaba publicado
carecía de remedio, pero también es cierto que estaba olvidado. Importaba que no fueran
puestas de nuevo en circulación. A pesar de todo, siempre se escapa alguna, por pequeñas que
sean las mallas de la red. Un cuñado mío arregló el primer encuentro. Él buscaba un tipo
oscuro, desconocido en la ciudad, listo y ambicioso pero sin excederse. ¿Qué mejor, le dijo mi
cuñado, que un forastero provisto de un título de bachiller, ni más ni menos? El Pajuel
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entendió el argumento. Me puso al frente de Planeamiento urbano, la entidad municipal que
gestionaba la explotación del suelo. Antes de entrar en contacto con él, mis aspiraciones eran
modestas y en parte las conservé durante un cierto tiempo, muy poco, a decir verdad, se
limitaban al proyecto de montar una empresa de construcción. Había aprendido los
rudimentos del oficio, tenía ideas, pero me faltaba el capital. Obtenerlo desempeñando el
oficio de albañil me pareció una tarea fastidiosa, larga y poco segura. Sin embargo, la mayor
parte de los empresarios del sector que ha logrado establecerse, lo ha hecho por esa vía, con
paciencia y privaciones, hasta que se realizan los primeros trabajos por cuenta propia y
entonces se gana algún duro. Me refiero incluso a la situación anterior a la explosión del
mercado inmobiliario. Colocar un ladrillo encima de otro, ir dando forma a un edificio,
entretejer en sus entrañas esa red de venas y de nervios que le darán más tarde vida, constituía
un trabajo que no me disgustaba en sí. En cambio, no soportaba los ambientes en los que me
vi involucrado, las rencillas estúpidas, las bromas pesadas y groseras, los instintos que
perforaban enseguida el tegumento de humanidad que los recubría y cuyas yemas
eclosionaban con rapidez, desplegando unas flores ponzoñosas. Es verdad que sólo tenía el
bachiller, pero con todo y con eso, aspiraba a más, o por lo menos a ver todas esas cosas
desde lo alto, a través de un filtro de respeto.
Los emolumentos que comportaba el cargo ofrecido por el Pajuel apenas alcanzaban el
sueldo de un oficial de albañilería en aquellos tiempos, pero se trataba de un trabajo que me
permitía pensar y me colocaba, sobre todo, en el ojo mismo de un vórtice gigantesco que
giraba sobre la ciudad, aunque invisible para la mayoría. No así para el Pajuel. Éste se había
empeñado en pasar públicamente por un gilipollas obcecado; más aún, pretendía, junto con
los artistas que le reían las bromas, de pésimo gusto a mi parecer, elevar esa mezcla de
gilipollez y cinismo a la categoría de arte. En mi opinión, por mucho que el arte comporte
siempre una deformación con arreglo a determinados criterios, también es verdad que no les
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faltaban a todos ellos cualidades naturales para alcanzar el pretendido objetivo. Aparte de eso,
había estudiado ciencias económicas y no se le escaparon en absoluto las posibilidades
perversas que contenía la nueva ley del suelo. Claro que, en honor a la verdad, cabe señalar
que no fue ni mucho menos un caso aislado. En general, las alcaldías de los pueblos y
ciudades que tocan el mediterráneo se convirtieron en minas para tipos sin escrúpulos, a
quienes la política les tenía sin el menor cuidado, pero constituía un paso necesario antes de
llegar con sus barrenos y sus mechas, sus picos y sus palas y su flota de camiones delante del
filón. Me bastaron unos días al frente de Planeamiento urbano para comprender cómo se las
gastaba el Pajuel y también lo que pretendía de mí. Su plan consistía, era evidente, en hacer
de mí una especie de brazo derecho mecánico, con un fusible incorporado, muy práctico para
sus manejos nocturnos. Se había percatado de que para cenar con el diablo hace falta una
larga cuchara. El tipo me producía una repugnancia visceral, pero al mismo tiempo me estaba
dando la oportunidad de mi vida. París, me dije, bien vale el esfuerzo, a veces denodado, de
superar con disimulo el asco y el fastidio que despertaban en mí sus maneras. Había en él
como una dejadez que me desolaba. Mi opinión es que no se lanzaba a la conquista de los
vicios como un pecador de raza, sino que se dejaba ir casi con desgana, se dejaba arrastrar por
una fuerza de gravedad que operara con mayor virulencia con los cuerpos mantecosos y
pesados como el suyo, a la que él no sabía ofrecer la menor resistencia, así hasta revolcarse en
la ciénaga de su propia porquería. Comía y bebía como un cerdo en los reservados de los
restaurantes de más lujo; al rato de encontrarse en ellos, su discurso estaba hecho de gruñidos
y era preciso prestar mucha atención para identificar algunas palabras que permitieran
mantener con él un remedo de conversación. No conocía límites, se hundía hasta ponerse
ciego. Luego venían las putas de lujo que se pagaba y, por mucho que se esforzaran, nada
lograban sacar de él en relación a lo que habían venido. De lo cual él se reía con una risa que
se revelaba como la más perfecta expresión de la estulticia que jamás me ha sido dado
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observar. Era un flojo, como si algunas cuerdas internas se le hubieran roto y su cuerpo fofo
se abatiera y quisiera desbordar por todas partes. A mi modo de ver, sin pretender entrar
seriamente en el terreno del psicoanálisis, semejante dejadez no provenía únicamente de una
tara enquistada en el carácter. Había algo más. Supe que hacia finales de los años sesenta,
mandó construir un hotel en las cercanías de Madrid. Se trataba de una construcción bajo
mínimos, un borujo de virutas pegadas con saliva. Ésa fue su aportación y tributo a la era del
sucedáneo. Aquello no podía sino hundirse como un castillo de cartas y, efectivamente, no
tardó en hacerlo. Había trescientos cincuenta comensales en su interior, murieron cuarenta. El
Pajuel fue de cabeza a la cárcel. Episodios así no se producen sin dejar huella en la mollera.
Unos se lanzan al ascetismo y la penitencia; otros, como el Pajuel, piensan que han tocado
fondo y que, hagan lo que hagan, no conseguirán hundirse más en la degeneración de lo que
ya lo están. Poco tiempo después, Franco lo perdonó. En realidad lo perdonaron los
cuatrocientos millones de pesetas que había pagado por su libertad. Pienso que ese asunto lo
dejó sonado, como un boxeador. Tanto más cuanto que su carácter debía ser frágil por
naturaleza. Tras ello, o al menos cuando se le pasó el canguelo, debió decirse a Roma por
todo.
En lo tocante a esta ciudad, puede afirmarse que con él llegó el escándalo. Bien sé que no
soy yo la persona más indicada para emitir juicios morales de ese tipo, pero nadie puede negar
la veracidad de tal propósito. Los tiempos, es cierto, llaman a los hombres, los cuales
encontrarán dificultades insalvables para perforar la corteza de una época que les es adversa y,
por el contrario, florecerán a millares en la estación adecuada. Sin embargo, en este caso que
nos ocupa, la rosa justa se encontró con la rama perfecta. Para mal, claro. Él era como mano
de santo, pero al revés. Todo cuanto tocaba, lo corrompía. La ciudad parecía estar
confeccionada con cera sólo para que él pusiera sus manazas, con sus pulpejos morcillones,
sobre ella, erigiendo, como un niño gordo y mimado, las formas grotescas con que
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actualmente se halla dotada. La ley del suelo constituyó su principal instrumento. La ley del
suelo es una estafa legal con fines políticamente correctos, como quien dice un pillaje a la
mayor gloria de Dios, sólo que esta vez practicado por una Inquisición laica cuya divinidad se
llama descentralización. En todo caso, en aquella época se oía mucho esa palabra sagrada. El
Pajuel la transformó en rapiña simple, desprovista de todo paliativo, puesto que su dios no era
otro que él mismo; su culto, con toda su iconografía, estaba contenido en los billetes de banco.
La buena cuestión era que a mí me había erigido como su vicario. A partir de ahí, sólo tenía
dos alternativas, o bien meter también yo las manos hasta los codos en el merengue, o bien
presentar la dimisión e irme a trabajar de nuevo a la obra. Para ser franco, ni siquiera me lo
planteé. Quien bien la conoce, sabe que la pobreza es una madrastra cuya férula deja
laceraciones amargas. Por aquel entonces, mi piel se hallaba aún invadida por el escozor y los
cardenales que ella me había infligido. No me lo pensé dos veces. En una primera fase, que
podemos denominar de aprendizaje, trabajé para él; en una segunda, para los dos; finalmente,
cuando, agobiado por el chorro de procesos judiciales que le salían al encuentro por todas
partes, tuvo que dejar la alcaldía, trabajé sólo para mí.
Por la velocidad de crucero con que avanzaba todo, comprendí enseguida que había tomado
las riendas de un carro en marcha. Planeamiento urbano no se encontraba ya, ni mucho
menos, en su fase de rodaje, sino que generaba más bien una actividad trepidante y el ojo
desnudo podía percibir los cambios vertiginosos, atropellados, que se producían en la
morfología de la ciudad, en la cual la sombra ganaba cada día una porción de terreno al sol.
Bajo los auspicios del Pajuel, los decretos municipales ponían a mi disposición los escenarios
de las batallas futuras. Los constructores venían directamente a mi oficina conociendo de
antemano el procedimiento y no se andaban por cuatro caminos, eran perfectamente
conscientes de que no corrían solos tras la liebre y por lo tanto debían pujar junto con quienes
habían pasado antes y junto con quienes pasarían después. La adjudicación caería sobre el
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mejor postor, siempre y cuando careciera absolutamente de curiosidad respecto al paradero de
su dinero. Claro que ninguno era lo suficientemente ingenuo, a esas alturas, como para pensar
en esas cosas. Yo me limitaba a escucharles, tomar nota, pronunciar las palabras adecuadas y
sobre todo conocerles, como uno tiene la obligación de conocer los utensilios con los que
trabaja a diario. Finalmente se formaba un pequeño comité, encabezado por el alcalde, pero
incluyendo asimismo al concejal de urbanismo, al secretario, al teniente de alcalde y a un par
de concejales más de otros grupos, tanto de la mayoría como de la oposición, todos en el ajo,
por supuesto, al que sometía un informe conteniendo las principales propuestas, así como mis
conclusiones parciales. Se debatía, se sopesaban cuidadosamente varios aspectos, se tomaba
una decisión y se repartían los beneficios a partes proporcionales. Incluso a mí me tocaba una
parte, modesta al principio en relación con otras, del pastel. Claro que dicha desproporción se
fue corrigiendo con el tiempo. Todo ello se hacía con la suficiencia de una consulta entre
cirujanos, aquí y aquí hay que cortar, luego hay que empalmar esto con aquello y de esta y
esta manera hay que coser. Tanta garrulería nos abría el apetito, por lo cual, una vez
clausurada, nos dirigíamos invariablemente a un buen restaurante. Pagaba el Ayuntamiento, ni
qué decir tiene. Comedor reservado, haga el favor. También ahí oficiaba el Pajuel de maestro
de ceremonias. A veces fue lo bastante insensato como para dejar entrar a algún representante
de la prensa, pero siempre al comienzo, durante los aperitivos. Tomaban un par de
instantáneas, hacían algunas preguntas y luego se largaban a escribir todo lo contrario de lo
que les habíamos dicho. Hacían bien, en este país jamás quedará desfasado el proverbio
popular que reza piensa mal y acertarás. Ya me lo dije entonces, a éste su megalomanía lo
perderá. Y vive Dios que no me equivoqué. Podía comenzar realmente el ágape. Esas cenas
eran excesivas en varios conceptos. Los platos se seleccionaban siempre entre los más caros,
los vinos hubieran resultado inabordables para la gran mayoría de los bolsillos privados,
digamos que se trataba de vinos esencialmente orientados hacia la colección. La cantidad era
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desmesurada, a la medida de la gula pantagruélica del Pajuel, en ese aspecto nadie daba la
talla a su lado y él solía burlarse con gracias goliardescas de quienes osaban desafiarlo, los
postres variados, los licores abundantes, siempre hacía falta tomar varios cafés, champagne,
los modales groseros y hasta grotescos. Al comienzo, se ensuciaban las servilletas, pero la
mayoría de los comensales las dejaba pronto olvidadas sobre el mantel como telas surrealistas
sobrecargadas de pintura. Los gordos dedos grasientos tomaban los cubiertos, el pan, pasaban
de un plato a otro acumulando diversos untos, lubrificados por una gran profusión de salsas.
Yo observaba esas manazas pringosas con apariencia de sobrasada y no podía sino
compadecer a la ciudad que tenía que dejarse dirigir por ellas, la imaginaba sucia, manchada,
llena de huellas sebosas y lamparones. Y eso que dichos reservados contaban con servicios
privados, quiero decir servicios con agua corriente y jabón. Era excesivo también el lenguaje,
adobado con abundante sal gorda, plagado de propósitos sicalípticos. Los obreros de la
construcción también hablaban así, pero no se ensuciaban tanto los dedos con sus bocadillos.
El Pajuel pinchaba una hoja de lechuga, bañada en aceite de oliva, y dos goterones brillantes,
amarillentos, le resbalaban por el mentón, alcanzando a veces el cuello, sin que él llegara a
darse cuenta. Jamás había visto una cosa así entre las partidas de vendimiadores en las cuales
me enrolé cuando joven. Ellos echaban directamente los trozos de carne sobre las mismas
brasas. Luego, con la punta del cuchillo, las alzaban y las ponían dentro del pan. Sus dedos se
hallaban siempre pulcros y secos como un sarmiento de viña. A éstos, en cambio, dije para
mí, cuando los tenga en el puño, les voy a dar palo y tente tieso, pero a base de bien, ya verán,
de gordos como están, no les va a llegar la camisa al cuerpo. Yo introduciré un estilo nuevo,
más sobrio sin quitarle el fasto, proclive a la abundancia, porque los tipos de esa calaña
necesitan sentir peso en el estómago para estar agradecidos y ser funcionales, pero no al
exceso. Y sobre todo más serio ¡joder! En mi presencia se hablará con más mesura y con más
respeto. Dejaré bien claro que sólo las conversaciones con fuste serán de mi agrado. Los
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proyectos que albergaba no suelen casar bien con los gruñidos de una piara de cerdos. Mas
había que dejar correr los días con un poco de paciencia, mientras la planta tomaba raíces me
convenía que el Pajuel se mantuviera en su pedestal. Y ello constituía, realmente, una
preocupación seria, porque al interfecto le gustaba caminar por la cuerda floja. Una buena
definición por cierto, entre otras muchas, del Pajuel sería la de payaso equilibrista. Nada era
demasiado arriesgado para él, al talonario ligado a los fondos del Ayuntamiento se le caían las
hojas como a un robledal en otoño cada vez que agitaba sus mangas, al ritmo de sus
momerías. Luego llegó a saberse que el monto total de facturas falsas que firmó en beneficio
de empresas privadas ascendió a casi treinta millones de euros, una buena parte de los cuales
paró en su bolsillo, obviamente. Cuando le tocaba comprar inmuebles o terrenos, bajaba los
precios a niveles de una desvergonzada ganga; cuando le tocaba vender, los subía a las nubes
y si no compraba nadie, se los hacía adquirir al Ayuntamiento. A la Seguridad Social le
defraudó más de noventa millones de euros. Pero finibusterre de su temeraria desfachatez lo
alcanzó con el asunto de la estatua sueca. Un caso para ser grabado en el blanco de un ojo. Le
hizo pagar al Ayuntamiento ochocientos cincuenta mil euros y tres parcelas de una lujosa
urbanización por una estatua graciosamente regalada a la ciudad por el alcalde de Estocolmo.
El Consistorio sólo debía hacerse cargo de los gastos de transporte y aduanas. Era preciso
cerrar los ojos para no ver esto, o tenerlos cegados por la sal y el sol de las largas playas que
decoran la ciudad. A las gentes de aquí no les gusta la política, hablo de la verdadera política,
la conciben en democracia como la ocasión que se le da al pobre para reivindicar sus derechos
y por estos pagos, todo el mundo lo sabe, únicamente se encuentran urbanizaciones de lujo,
así que circulen, no hay nada que ver. La mejor manera, la más elocuente, de desvirtuar la
política y las instituciones democráticas era poner a un payaso como el Pajuel al frente del
Municipio. Sin embargo, el precio que han tenido que pagar por semejante desplante ha sido
enorme. Él, por su parte, estaba tan convencido de tener bula para todo, que apenas se
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ocupaba en disimular sus manejos. Las fuerzas vivas están de mi lado, las visibles y las
invisibles, los demás pueden reírse cuanto quieran, que ande yo caliente y ríase la gente.
Cuando hablaba de las fuerzas vivas invisibles, no hacía alusión a ninguna entidad metafísica,
antes bien se refería a la mafia italiana y a la rusa, las cuales se alternaban en la financiación
de sus campañas electorales. Dada la función central que ocupaba en el entramado de
corrupción urbanística, también yo entré en contacto con los capos de ambas organizaciones.
Gente seria, por cierto, caras largas y apergaminadas que parecían venir directamente de un
entierro castellano. Ante ellos el Pajuel se reía menos, cuidaba más su léxico y sobre todo
excomulgaba sus payasadas. Ellos daban esto y esto y querían esto y lo otro. Y el Pajuel
estaba allí para decir muy bien, así se hará don Cayetano, no se preocupe usted, don
Cayetano, esto lo arreglo yo de un manotazo, confíe en mí, don Cayetano, que ya sabe usted
que yo cuido sus intereses como si fueran los míos. Y el otro que parecía estar imaginando un
método más eficaz para desollar una lagartija, sin decir esta boca es mía, con las comisuras
bien apretadas y derramando unos pliegues que circundaban el mentón. Con los nombres
rusos tenía más dificultad y más de una vez asomó a aquellos ojos azules una cólera reprimida
sólo en el último instante por una consonante de más o de menos, o por el mismo número de
consonantes, si bien con el orden invertido. A saber qué cambios de significado introducían
en la lengua rusa tales modificaciones.
El Pajuel era como uno de esos niños maleducados que no conocen los límites, lo cual les
permite ir muy lejos mientras dure la sorpresa de los adultos. Pero acabó por agotar la
paciencia de tirios y de troyanos. Yo iba detrás de él a todo, porque esa dejadez engendrada
por la relajación moral absoluta suele resolverse en pereza crónica con crestas de auténtica
abulia, ése era al menos su caso. Cuando esto es así, sólo se busca la manera de delegar,
delegar en todo excepto para el cante y baile, entonces sí le agradaba ponerse a la cabeza del
cotarro para animarlo con sus pavadas. En mí encontró su bastón y no dudó en aplicar la
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doble utilidad que se suele sacar de ese objeto. Para empezar quería que aprendiera y aprendí.
Vaya que si aprendí. Puse mis cinco sentidos en ello. Lo seguía, pues, a todas sus citas
irregulares y, por encima de su hombro, pronto comencé a captar la exasperación en la parte
contraria, con la cual me aventuré, como un primer paso, a intercambiar miradas de
comprensión y de complicidad. Luego me dejé aceptar como una tercera vía, la del buen
sentido. Finalmente, para satisfacción de unos y otros, tomé el timón en las negociaciones, a
las que, poco a poco, el Pajuel dejó de asistir, se conformaba con el consecuente pedazo de
carne sanguinolenta que le lanzaba regularmente a través de los barrotes y, saciado, se echaba
a roncar en un rincón, sin tener la energía ni la curiosidad de averiguar qué uso hacía de mi
independencia. Por supuesto que la utilizaba para barrer hacia dentro a placer, para
incrementar mis beneficios, cierto, pero también mi parcela de poder, mi red de influencias y
de clientes. Gracias a un trabajo metódico y escrupulosamente respetado, ninguna entrada de
mi agenda llegó a vencimiento sin haber sido cumplimentada como era debido, pronto
comencé a moverme en una dimensión que el Pajuel ni siquiera había sospechado. Allí donde
me parecía, daba dos palazos en el suelo y el dinero surgía a borbotones, ante la mirada ávida
y la boca reseca de unos cuantos iniciados. Los politicastros del Ayuntamiento eran todos
como gorriones posados en el cable de la luz, espiando el menor de mis gestos para venir a
comer en mi mano, con mucho mayor apetito que con el alcalde, puesto que mi discreción
constituía para ellos una garantía no despreciable. Menuda cáfila de gandules estaban hechos.
El espectáculo que esos títeres daban entre bastidores no tenía desperdicio. Era allí donde
había que verlos, hablando un mismo lenguaje, trabado a base de agotar los términos del
campo léxico de la avidez, organizado en torno a una sola persona gramatical, la primera,
dándose pisotones, codazos, empujones, con el único fin de situarse a mi vera, haciéndose
zancadillas, gestos obscenos, intercambiando amenazas. Dándose coscorrones hasta el
segundo mismo que precedía su salida a escena, donde formaban un auténtico retablo de
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maese Pedro hablando al pueblo, fingiendo representar cada uno una opción política, un
modelo social, un estilo particular en el desempeño de la gestión municipal, inspirado no
solamente en cualidades personales sino también en un fondo ideológico preciso. Constituían
un auténtico revulsivo ante el cual convenía solidificar previamente las tripas y era preciso
considerarlos como un instrumento de trabajo para no pasarse tardes enteras abofeteándolos a
causa de su insoportable hipocresía. Y en ese aspecto, ninguna lengua tan bífida como la de
Pilar Cencillo, primera teniente de alcalde. De cara a la galería, había hecho de la defensa de
la honestidad su gran baza mediática. Por el contrario, en la rebotica, ninguna jeta tan callosa
como la suya para negociar prebendas ilegítimas, migajas de ración robada. Clase social
ascendente, nutrida en este país, espesa como la hierba en mayo; negocio predilecto, la
izquierda sin desviarse mucho, la izquierda compatible con el chalet provisto de piscina para
el invierno; área de actividades, consejerías, juntas, diputaciones, ayuntamientos; principales
instrumentos de trabajo, la ambigüedad, el disimulo, la mentira; mercado, las diferentes
parcelas de lo política e ideológicamente aceptable. Me dieron tanto asco que, sin olvidar el
inmenso partido que se podía sacar a su codicia, me prometí no darles cuartel, exprimirlos a
fondo y al mismo tiempo ajustar sus ganancias calculando bien los taeles, buscando ese
céntimo que podría inclinarles de un lado o de otro. Conmigo han ganado dinero, cierto, pero
ni una escobina más de lo debido.
Después de eso, Ruano guardó silencio. Había oscurecido por completo, el único indicio de
su presencia lo constituía, hasta ese momento, su voz. Un resplandor débil, como de galaxia,
nimbaba las ventanas, pero no penetraba más adentro. Afuera se producía un murmullo de
voces que llegaba muy atenuado. Los hombres debían estar cenando en esa especie de
refectorio monástico que habían habilitado, muy probablemente la antigua cocina y comedor
de la servidumbre. Los grillos, así como las ranas del estanque situado en medio del patio, o
de otros patios abandonados de las vetustas mansiones y palacios contiguos, habían tomado
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desde hacía mucho el relevo de los gorriones, en un afán compartido por amenizar la velada
estival.
Podría haberse desligado y estar avanzando hacia mí, e incluso hallarse ya a mis espaldas,
disponiéndose a golpearme la cabeza con uno de los candelabros. Luego intentar la huida,
reconocer el lugar en que había estado cautivo, echarlo todo a perder. Aunque había
encomendado a Milos la presencia permanente de un custodio junto a la puerta, por si
necesitábamos algo.
Yo no soy más que un mafioso, claro. Y los métodos que he utilizado para medrar no son
más honestos que los suyos, eso es evidente. Pero al menos yo siempre he llamado, desde el
principio, al pan, pan y al vino, vino; mi juego venía con las cartas boca arriba y tan sólo
necesitaba disimular, no mentir, no fingir defender los intereses de la colectividad, cuando
sólo hay un interés que nos acucia y es el propio, no me presenté nunca como un varón ilustre,
consagrado al cuidado de la cosa pública, al progreso de la nación. Yo no he pisoteado las
ilusiones que los pobres han puesto en mí, tras habérselas reclamado en nombre de algo
grande, de una sociedad venidera más justa para sus hijos, de una panacea para todos los
males, poniendo por testigo a la historia. Yo no he crecido sobre el estiércol de las esperanzas
defraudadas de los demás.
La corrupción se ha dado en todas las civilizaciones, incluso en las más ilustres y venerables
como la griega y la romana; sin embargo, también es cierto que nunca antes de ahora, de
nuestros tiempos, había constituido un fenómeno de masas, una moda difundida en especial
entre la banda más ancha de la población, la clase media, esa casta, con base real para unos o
ficticia para otros, de la ansiedad, considerablemente ampliada por la profusión de títulos
universitarios conferida durante los años setenta y ochenta, hasta el punto de que llega a
manifestarse con un estilo predefinido de vida que incluye un uniforme, compuesto por unos
vaqueros bien ajustados y de las mejores marcas, por arriba un suéter también ceñido y con
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alguna inscripción, chaqueta raída desde el primer día, a veces con las costuras por fuera, pero
confeccionada con exquisitas telas, cuya calidad se nota enseguida a la vista y al tacto, y una
visión del mundo fabricada igualmente en cadena y vendida en serie, gastada sin el menor
destello o irisación personal, la cual consta de una actitud general abierta a toda clase de
escabrosidades y enemiga de todo tabú y de una receta política cuyo ingrediente de base lo
constituye el término progresismo, del que se han ido expurgando cuidadosamente todas las
excrecencias con contenido revolucionario y dejando tan sólo lo que es compatible con la
propiedad privada y el mantenimiento de los privilegios otorgados por la posesión del dinero.
¿Cómo iba a ser de otro modo si su ilusión más íntima e inconfesable es el chalet con jardín
umbrío y piscina de invierno? Ambición totalmente legítima en sí misma. El problema está en
los medios que suelen emplearse para satisfacerla, que no conocen discriminación alguna. Si
se puede, con toda legalidad, si no, como se pueda, que para algo alcancé a descolgar un título
universitario.
Para mí, en cambio, el chalet con piscina de invierno no fue sino una etapa intermediaria,
que duró poco, por cierto. Mi primera ambición fue la de ganarme el pan, la última convertir
Andalucía en mi cortijo privado, cansarme de volar en helicóptero sin salir de mis posesiones.
Para conseguirlo, preparaba cada uno de mis proyectos como si fuera una tesis doctoral, con
la lupa agrandaba cada minucia hasta convertirla en una cuestión de vida o de muerte,
construía planes con un encadenamiento largo y complejo de causas y efectos y no me saltaba
ninguna etapa, jamás daba nada por perdido y cuando había que ceñirse los lomos y correr
hacia el ojo del ciclón, me lanzaba de cabeza dentro y que fuera lo que Dios quisiera. Pero la
gente de la calaña que acabo de mencionar lo quiere todo por su bella cara, esgrimiendo a
diestro y siniestro el carnet de un partido político, como un sésamo infalible o una célula
fotoeléctrica selectiva, improvisando, metiéndose en todos los despachos y culminando todas
sus frases con el verbo joder. Pero a los que se han cruzado conmigo, me he hartado de darles
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caña. No se puede decir que les haya facilitado la existencia. Y si alguna vez me hundo, me
los llevaré a todos al infierno.
Como eso llegue a suceder algún día, los periodistas escribirán verdaderos poemas,
inspirados por una musa rubia, algo tasajo ya, llamada Pilar Cencillo. Al principio, cuando
estaba el Pajuel, confieso que llegó a exasperarnos más de una vez, en los Plenos y fuera de
ellos, con su recurrente argumento a favor de la limpieza y la honestidad en el Consistorio, si
bien nunca alcanzó a ponernos realmente en peligro. Siempre que podía, montaba en ese
caballo de batalla y se paseaba delante de nosotros y de la opinión pública como un Cid
muerto ante las tropas de sarracenos. Un hueso duro de roer, se decía cada cual. Incluso yo
mismo me lo llegué a decir. Admito que, por aquella época de oposición encarnizada, la
estimé en un precio mucho más elevado del que al final pagamos por ella. Habrá que
desembolsar mucha plata, barbotaba para mi propio coleto, sin comprender bien sus
motivaciones profundas, deslumbrado, como todo el mundo, por las apariencias.
En eso estábamos cuando se llevaron al Pajuel a la cárcel, como era de esperar, lo
sorprendente fue que eso no hubiera ocurrido antes, y le dieron la vara de alcalde a un
señorito andaluz de su camarilla, Leopoldo Cañizares. Éste, en cuanto la tuvo, se vino a mi
despacho y me dijo Juanjo, se acabó lo que se daba, prescindiremos de tus servicios, recoge
pronto tus cachivaches, en fin, lo que por derecho te pertenece, y desaloja, necesito este
cuarto. Me lo quedé mirando de hito en hito. No se desmontó, sino que desplegó su bigotito
de cacique para conformar una sonrisa irónica que no se preocupaba ya por ocultar el
desprecio. Y yo le repuse, mira Leopoldo, has tomado una determinación precipitada, aún no
estás acostumbrado a tomar decisiones importantes e ignoras por completo el procedimiento,
como veo que se trata sencillamente del aturdimiento del novato, te dejaré algún tiempo para
que la madures. Juanjo, se te acabó la bicoca, tu sinecura toca a su fin y ahora aligera, porque
van a venir enseguida a limpiar y a pintar todo esto con cal, antes de instalar otro servicio. La
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primera piedra que pones, la estás poniendo al revés, te lo digo yo, que soy albañil en la base.
El edificio entero no tardará en derrumbarse. Eso lo veremos con el tiempo, Juanjo, yo no me
llamo Javier Huertas.
Cierto que era un estilo distinto al del Pajuel, más secreto, más meditado, más tenaz, sobre
todo más serio. Hubiera resultado creíble si no me hubiera atraído yo con antelación la gracia
de lo que el Pajuel llamaba, no sin cierta socarronería, las fuerzas vivas, si no hubiera tejido
con ellos, ya a esas alturas, una red inextricable de negocios que les eran de una gran utilidad
y que, encima, producían dinero. En esos ambientes predominan los temperamentos
sulfurosos. Dejadle por ahora, recomendé en las instancias adecuadas, invocando la prudencia
como la disposición que debe preceder en cualquier caso todas las demás. Dejadle por ahora,
cuando se llene bien los bolsillos, cuando tenga bien pringados los dedos, entonces
intervendremos de una manera más civilizada. Y Leopoldo Cañizares, creyéndose el amo
absoluto de la situación, entró a saco en asuntos que me eran sobradamente conocidos y sobre
los cuales, por esa misma razón, mantenía todavía un ojo vigilante. Dejadle, por el momento.
No tardó en hincarle el diente a uno de los bocados más suculentos de cuantos contenía el
término municipal y respecto al cual yo mismo tenía hechos algunos planes. Se trataba de una
zona situada en el ala derecha de la playa que más tarde se conoció como Papaya Beach. ¡Qué
le vamos a hacer! Más se perdió en la guerra de Cuba. Permití, en esa ocasión, que fuera él
quien llenara de polvo, grúas y camiones, ese lugar, que sepultara las dunas con poliedros de
cemento, generosamente cortado con arena de allí mismo. Entretanto, yo ultimaba negocios
pendientes. Jamás conocí una aminoración en el ritmo de mi trabajo. Sólo que no estaba
instalado en mi oficina de Planeamiento Urbano y era consciente de que, tarde o temprano,
debía volver a ella, pero sin prisa alguna. Cuidadosamente, desde lo alto de la torre almenada
de mi nueva mansión, donde muchas veces me sorprendió la caída de la noche casi sin
enterarme, tan enredado como estaba en mis meditaciones, concebí la trama de mi
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confabulación, elegí mis peones, les asigné un papel, unos movimientos, les fijé un precio,
busqué los apoyos necesarios, con un plumero imaginario borraba todas mis huellas, con una
agenda real determiné las fechas idóneas, hice planes para el futuro y gocé con antelación de
mi venganza. Tal recogimiento constituía la recompensa por mis apretadas jornadas de trabajo
agotador. A lo largo de esos momentos de gracia, descubrí que los placeres intelectuales no
me estaban vedados, a pesar de no tener en mi haber otro título que el del bachillerato. Y
obtuve un gran bienestar, realmente, ensartando unas piezas con otras, obteniendo formas,
artefactos mentales, mientras el cielo viraba, poco a poco, al azul y luego al negro. Como el
fondo de mi jardín está orientado hacia una parte de la ciudad aún despoblada, parecía que las
ramas de las palmeras se inclinaban hacia el suelo para recibir una lluvia formada con
millones de gotas de plata. La percepción de esa imagen me sugirió la idea de que tal vez los
altos estudios de la vida que me hallaba cursando estaban por suplir, de algún modo, los libros
que no había leído. Albergaba una seguridad redonda, serena, de que todo iba a salir tal y
como lo había programado. Y que ese agua cristalina que recibía del cielo constituía el más
certero e inconfundible de los presagios. Tal vez eso quería sugerir que un destino especial me
estaba reservado, ¿y por qué no? En todo caso, por cuanto se refiere a dicha maniobra, la
planeé y la ejecuté con mano de relojero. Cuando decidí que el momento de efectuar las
aproximaciones había llegado, todo estaba previsto hasta el menor detalle, desde los
argumentos exactos hasta el lugar de los encuentros. No hubo el menor contratiempo, bastó
con recorrer el itinerario trazado para que las piezas del rompecabezas se descolgaran solas y
encajaran de un solo golpe seco en el hueco apropiado.
Sin embargo, debo confesar que, a priori, uno de esos encuentros me producía una cierta
aprensión. Tenía el convencimiento absoluto de que sabría venderse cara, pues la fogosidad y
la intransigencia que había demostrado, si bien las más de las veces provienen de sentimientos
y propósitos inconfesables, invariablemente traducen una vasta ambición. La llamé por
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teléfono y le dije que teníamos que hablar de palomos. Me respondió que cuando quisiera. Le
concedí el privilegio de elegir el sitio y optó por su propio chalet situado en la falda de la
montaña. Hacia allí me encaminé a la hora también fijada por ella. En cuanto me acerqué, la
puerta se abrió mediante un dispositivo eléctrico y, siguiendo su recomendación, entré el
coche en el garaje. No acudió a recibirme, me permitió subir solo por la escalera interior que
daba acceso a la vivienda y, una vez en ella, que encontrara, por mis propios medios, el
camino del salón donde me aguardaba confortablemente instalada en un sillón. En cuanto me
vio aparecer ante ella, soltó a bocajarro desnúdate. Me fui quitando la chaqueta, los
pantalones, la camisa, hasta quedarme en calzoncillos. ¿También esto? También, soy médico
¿recuerdas? Tengo la costumbre de ver esa clase de cosas. Lo hice. Entonces se puso a
inspeccionar cuidadosamente todas las prendas, luego a mí, dio la vuelta a mi alrededor, pasó
la mano varias veces por mi pelo, miró detrás de las orejas. Se dio por satisfecha con ese
examen. Vístete. ¿Qué quieres beber? Agua, agua con hielo. Me la trajo. Tú dirás qué se te
ofrece. Sabes que en esta ciudad, ningún partido que huela un poco a izquierda, aunque sólo
se trate de un aroma artificial y remoto, obtendrá jamás los votos suficientes como para
gobernar. No hace falta ser un genio matemático, porque de eso se trata, de matemáticas, para
comprenderlo. Y no te voy a hacer la afrenta de suponer que ignoras eso. Está bien, sigue.
Para una militante ambiciosa como eres tú, tan sólo queda una solución, escalar posiciones en
el partido, intervenir en otros ámbitos, en esferas superiores. Sin embargo, han pasado los
años y no lo has hecho. No has movido ni siquiera el dedo meñique para conseguirlo. Otros
menos preparados han logrado sentar sus reales en el gobierno autónomo, como mínimo. Pero
tú no. ¿Albergarás acaso un espíritu de campanario, enraizado en tus entrañas maternales? Lo
dudo. Alcanzo a deducir que se trata de una duda razonable puesto que ni tú ni yo somos de
aquí, así que algo me es dado ventear del asunto. ¿Qué puede retenerte entonces en esta
ciudad? ¿Me lo puedes decir? Dímelo tú. Lo que te retiene aquí es justamente aquello que
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tanto has combatido, sabes que la urbe está fundada sobre una cantera, de la cual no se extrae
piedra, sino lingotes de oro, y deseas mantener una mano puesta sobre ello, aunque por el
momento la llave de oro esté encerrada en un estuche blindado. La mayor parte de las veces,
los dichos populares resultan ciertos, dime de qué presumes y te diré de qué careces. No vayas
a argumentarme lo contrario, porque ello supondría que cometí un grave error en mis planes y
tendría que levantarme ahora mismo e irme. Aún no has terminado tu agua, quédate. Si me
quedo, será mejor para los dos, porque tú, en el momento presente, no tienes más que lengua y
lo que he venido a proponerte es una parcela de poder, aquí y ahora. Haz una estimación de lo
que eso significa. Define tú antes esa parcela de poder para que yo pueda hacerla con mayor
exactitud. Habrá una moción de censura contra Cañizares, seduce a dos o tres concejales de tu
partido y concedednos vuestro voto. En contrapartida obtendréis para ti el cargo de primer
teniente de alcalde y para ellos sendas concejalías. A partir de ahí, nosotros refrendaremos
vuestros actos y vosotros los nuestros. De acuerdo si una de esas concejalías es la de
urbanismo, de ese modo, tú controlarás el sector, como siempre, desde tu oficina de
Planeamiento Urbano y nosotros desde la regidoría, cada parte entregada a sus asuntos, sin
interferencias ni zancadillas, pues Castilla es suficientemente ancha para ambas. Lo considero
un pacto equitativo. Pues entonces, manos a la obra, que el tiempo apremia. ¿Necesitas mucho
todavía para atar tus cabos? No, ¿y tú? Tampoco. En ese caso, adelante con los faroles.
Leopoldo Cañizares no sospechaba siquiera que esa moción de censura estaba destinada a
prosperar, pensaba que era únicamente una especie de declaración de buenas intenciones por
parte de un grupo de concejales aburridos y amargados, que no tiene nada mejor que hacer.
Eso debió ser así al menos hasta que se cruzó conmigo en un pasillo del Ayuntamiento,
cuando se dirigía ya al Salón de Plenos. Al verme, se le estiró su bigote de señorito andaluz y
me recordó que aquella sección del edificio no estaba autorizada al público. Y quién no lo
sabe, Leopoldo, pero yo me dirijo a mi oficina de Planeamiento Urbano. ¿Estás bebido o qué?
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Pocas veces me he encontrado tan sobrio. Yo venía acompañado de dos pintores y tres mozos
de cuerda que debían sacar lo que hubiera en aquel cuarto e instalar de nuevo todo mi
material. ¿Y todos éstos, quiénes son? Pintores, le repuse, que van a limpiar y a pintar todo de
cal, antes de que ese cuarto vuelva a ser mi oficina de Planeamiento Urbano. En sus pupilas
asomaba ya el pánico, sólo que el furor le enturbiaba la percepción de esa realidad. Tomó el
móvil y llamó a Torcuato Severino, el Jefe de la Policía Local. Aguardé, no por respeto a ese
alcalde tronado, sino por no perderme la escena que se iba a producir. Torcuato, hazme el
favor de desalojar del edificio a estos individuos. Torcuato Severino le repuso, Leopoldo,
mejor será que atiendas al Pleno, todo el mundo te está aguardando para que dé comienzo.
Con esas palabras, Cañizares tuvo al fin la certeza de que había sido desposeído de sus
funciones y, sin mirar a nadie, se fue hacia el Salón de Plenos como el capitán de un barco
que se pone a achicar agua sabiendo que la situación ya no tiene remedio. En efecto, Torcuato
Severino se hallaba al corriente de todo.
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IX
Así empezó la era Marisol Herrera, lo que equivale a decir mi reinado en solitario, ya no
como visir plenipotenciario, como lo fui en los últimos tiempos del Pajuel, sino como
auténtico Comendador de los Creyentes; aunque en la sombra, quizá más en la sombra que
nunca. Incluso Pilar Cencillo y su grupo de mamelucos ex-socialistas, una vez introducidos en
esa otra esfera, abrieron los ojos y sólo entonces vieron cabalmente el inmenso poder que
había alcanzado en su interior, de modo que no tuvieron más remedio que venir, con una
resignación que poseía todo el sabor de la novedad, a comer de mi mano los despojos que
tenía a bien concederles. Lo cual era, cierto, mucho mejor que nada. Hice una cuestión de
honor en darles siempre una cantidad tan justa que les dejara siempre tambaleando y que les
permitiera, en cada ocasión, inclinarse del lado correcto únicamente tras una meditación
profunda respecto a los distintos factores que se hallaban en juego. Es obvio que dilapidé en
tales quehaceres un tiempo y una energía que no merecían, pero ello constituía para mí una
suerte de deporte y resulta de dominio público que carga sobrellevada a gusto no pesa. Con el
tiempo lo dieron todo por bien empleado, pues al fin alguien les dejaba caer entre las manos
un mendrugo que llevarse a la boca como compensación a las molestias engendradas por el
necesario despliegue de su inagotable hipocresía. Ello no les impidió darse el susto de sus
vidas cuando se enteraron de dónde se habían metido realmente. Creían que se las estaban
viendo con la justicia del Estado y se las prometían muy felices, pero el llanto y el crujir de
dientes vino cuando se dieron cuenta de que no era con el Estado, o no sólo con el Estado, con
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quien se estaban jugando las pesetas, sino con entidades cuyas leyes eran mucho más
expeditivas y su justicia mucho más temible que la del Estado. Ah, ante el Estado, con una
cara bien curtida, la cual no les hacía defecto a ninguno de ellos, y un buen abogado, no hay
mal que cien años dure, pero eso que habían entrevisto entre bastidores era en verdad harina
de otro costal. Una ligera indicación caída desde lo alto de dichas instancias hacía palidecer a
cualquiera durante tres días como si hubiera enfermado de una hepatitis fulgurante. Pilar
Cencillo nunca ha tenido un buen color de cara, a mí siempre me ha hecho pensar en una de
esas prostitutas ajadas prematuramente por la mala vida, pero ocasiones hubo en que
semejaba una jovencita clorótica por el puro miedo que albergaba en las entrañas. Ah, y para
el régimen, esos canguelos iban de miedo. Si no hubiera sido por eso, para qué te voy a
contar, hubiera querido la luna para siempre sobre la cancela de su jardín. Tanto los unos
como los otros, me refiero a mis amigos de la mala vida, habían madurado con el tiempo, en
sus propias tierras, métodos que les permitían ser extraordinariamente convincentes. Mi
opinión es que esos mensajes que se suelen dejar grabados en las sondas destinadas a perderse
en el inmenso espacio intergaláctico y que deben resumir sucintamente el papel del hombre en
nuestro planeta, deberían ser confiados a algún capo mafioso. Con pocas palabras, el
extraterrestre entre cuyas manos cayera, sabría a qué atenerse sin el menor resquicio para la
más leve motita de duda. Lo que se dice concisos, lo son maravillosamente, pero al mismo
tiempo, cuán claros en sus formulaciones y en sus ideas. En ese aspecto, juristas, políticos,
filósofos y hasta buena parte de los literatos deberían tomar ejemplo. Si hoy en día hay que
contar con ellos para todo, también en esto le incumbe la responsabilidad al Pajuel. Cierto que
ya estaban presentes en nuestros pagos cuando llegó el insigne prócer, pero él se alió con ellos
y construyó el invernadero idóneo, en el cual se produjo su vertiginoso desarrollo. Me refiero
al crecimiento del injerto implantado en esta ciudad. Poseían unos diques inmensos de dinero
negro y nosotros estábamos encargados de producir urbanismo por un tubo para que ellos
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pudieran abrir de vez en cuando las compuertas e inundar dicho sector, blanqueando así esas
olas gigantescas, avasalladoras, de capitales provenientes del tráfico de drogas, la extorsión, la
prostitución de mujeres y de niños, los secuestros, los robos de obras de arte, el tráfico de
inmigrantes clandestinos, de coches de lujo, etc.…. Así, cada vez nos apretaban más las
clavijas, nos medían el reposo, nos abrumaban con pretensiones de una envergadura creciente.
Comprendí que habíamos creado una máquina infernal que no podía parar, que había
generado unos demonios propios para azotarnos ante el primer indicio de flaqueza y
obligarnos a echar sin respiro palazos de carbón en aquella caldera. En cuestión de pocos
años, el paisaje cambió de tal manera que a cualquiera que no lo hubiera estado viendo de
continuo le habría resultado imposible reconocerlo, aunque se hubiera criado allí.
Otro que tal. Otro aprendiz de mago que invocó las potencias de la sombra antes de
aprender a controlarlas.
Afortunadamente, prosiguió Ruano, por aquellos tiempos, yo ya había meditado largo y
tendido acerca de esa problemática, forzado por las circunstancias. Hacía un buen rato que me
había cansado de crear pequeñas cuentas en todas las sucursales bancarias que operaban en la
ciudad, de comprar todo con dinero líquido, incluso cacharros que jamás iba a emplear, que
no iban a ser útiles a nadie. Mi casa se hallaba sobrecargada de objetos de arte, joyas,
perfumes, antigüedades. Raras veces comíamos en ella, a pesar de tener empleados para toda
clase de servicios. En fin, pronto tuve que pasar a la etapa siguiente, forzado por un cúmulo
de circunstancias. Comencé por los restaurantes y pizzerías. Al principio adquirí varios de
ellos a mi propio nombre. Se trataba de locales modestos, sin demasiadas pretensiones, al fin
y al cabo no era esencial ganarse el afecto y la asiduidad de los clientes; sin embargo,
constituían un negocio ideal para mezclar los billetes de dinero sucio al resto de la caja.
¿Cómo verificar que el número de clientes declarado por una pizzería es falso? No obstante,
pronto me vi en la necesidad de utilizar testaferros, con ayuda de los cuales fui aumentando en
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número y variedad de locales, así como subiendo igualmente en la gama. Acto seguido pasé a
los hoteles, panaderías, librerías, joyerías, etc. Todos ellos comercios en los que el cliente
paga con dinero líquido, o así lo habría jurado yo o cualquiera de mis testaferros o empleados
en caso de ser investigado sobre el origen de los fondos. Me asocié con apoderados de
cantantes, de toreros y demás empresarios taurinos, con el fin de exagerar las entradas de los
conciertos o de las corridas, organicé falsas subastas de obras de arte durante las cuales un
cómplice compraba con mi dinero negro, el cual, mediante la transacción, era validado de
inmediato por el certificado de venta, recorrí todas las sociedades que proponían seguros de
vida cuya suscripción puede pagarse en líquido, al cabo de un mes impugnaba el contrato y la
compañía me devolvía el importe mediante un cheque que contenía una nueva cantidad de
dinero perfectamente lavado. Mas todo ello acabó por revelarse decididamente insuficiente
para absorber todas las ganancias inconfesables que generaba mi puesto clave en el
Ayuntamiento. Hacía falta pasar a otra dimensión, como dije. La primera idea que decidí
explotar con técnicas, digamos, industriales fue la de la factura falsa. Para ello creé una
empresa de construcción, la cual comenzó de inmediato a realizar trabajos virtuales, que no
virtuosos, no solamente teniendo como clientes a los locales que formaban parte de las
cadenas propias, sino también a los de otras sociedades cómplices necesitadas de dinero
líquido. Dichos trabajos, que jamás se efectuaban, pero que generaban por supuesto facturas,
eran pagados mediante un cheque por la empresa cómplice, la cual era reembolsada en secreto
con dinero líquido.
Sin embargo, el gran salto cualitativo lo di al conocer a Alfredo Kloss, quien me puso en
contacto con Nicolás Galíndez y Jorge Lastarria, los gerentes del gabinete jurídico Galíndez-
Lastarria. Encuentro decisivo en mi vida; en fin, uno más. No fui yo quien busqué a ese
extraño cruce de alemán y español, alguien debió ponerle en la pista que le condujo hasta mí.
Alguien, sin duda, cuyos intereses se mezclaban con los míos. Él, Alfredo, tenía ideas
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ciertamente sugestivas y yo la facultad de aportar la materia sobre la cual podían obrar.
Estábamos destinados a encontrarnos o alguien lo entendió así, con muy buen criterio, por
cierto.
El apellido Kloss no era desconocido en la ciudad. El instituto alemán llevaba ese nombre
en memoria del cónsul honorario de este país, recientemente fallecido. Circulan algunos
rumores que lo presentan como un antiguo nazi, incluso se habla de su posible pertenencia a
las SS, a quien Franco otorgó asilo político y un cargo de por vida en esta soleada y, por
entonces, tranquila playa del mediterráneo. Sin embargo, aparte de ese alarde, imprudente si
realmente el tenor de los rumores es fundado, el hombre no ha dado nunca mucho qué hablar.
Cuando, unos días después de la visita de Alfredo, hice averiguaciones sobre su persona,
resultó que éste era el hijo del antiguo cónsul y así supe que había puesto los pies en el zaguán
de la flor y nata de la alta sociedad local. Ello no significa nada, me refiero a la posibilidad de
que fuera en realidad el retoño de un antiguo nazi, dije entre mí, no vayamos a hacer pagar los
pecados de los padres en los hijos hasta la séptima generación, pues ésa es una prerrogativa
que pertenece tan sólo a Dios y únicamente la omnisciencia que se le atribuye le permite
discernir si ello está bien o está mal. Mi cometido era juzgarlo según la naturaleza de sus
proposiciones y nada más. Ahora bien, sus proposiciones irradiaban un alto poder evocativo
y, si se revelaban tan efectivas y seguras como su autor afirmaba, podrían constituir una
auténtica panacea para mí.
Las cosas ocurrieron así. Ni corto ni perezoso, se presentó un buen día en el Ayuntamiento.
Me anunciaron por el teléfono interior que un abogado llamado Alfredo Kloss deseaba verme.
A los abogados más vale recibirlos enseguida y escucharlos en silencio. Repuse que lo
hicieran subir. Guardé cuidadosamente todos los papeles que se demoraban sobre mi mesa y
adopté, antes de tiempo, la actitud del oidor atento que comprende a la primera todas las
sutilezas jurídicas. Un guardia municipal, tras dar unos golpecitos casi imperceptibles, abrió la
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puerta y se echó a un lado para dejar paso a un hombre todavía joven, impecablemente
trajeado, luciendo uno de esos modelos de gafas con vocación de hacerse olvidar, dotados con
una variedad de cristal purísimo, el cual debe limpiarse, sin duda, con productos especiales y
que son la pulcritud misma. Se trata del tipo de gafas que suele utilizar un género particular de
hombres que, siendo intelectuales, no renuncian a sus pretensiones de dandi. Poseía una crin
negra acharolada, lo que me hizo pensar que era catalán, bueno, no sé exactamente qué fue lo
que me llevó a pensar que era catalán, y me obligó, por un tiempo, a reescribir mentalmente
su apellido con otra ortografía. Pero no tenía acento catalán, ni tampoco andaluz por cierto, y
menos aún alemán, sino que hablaba con un castellano aséptico. Como más tarde descubrí que
era aséptico su alemán.
Conozco sus cuitas, dijo, y vengo a proponerle soluciones. Debió alarmarse al observar el
modo en que se arquearon mis cejas y corrigió. O más bien recetas, si usted quiere. Es cierto
que la palabra recetas tuvo la virtud de tranquilizarme un tanto, mas no del todo. Sin embargo,
añadió, preferiría hablar en un lugar más confortable, ante una buena mesa, por ejemplo, pero
no de trabajo. Obtemperé, pues yo mismo siempre he sido de esa opinión, los buenos
negocios comienzan las más de las veces alrededor de un mantel. Cogí sin más mi maletín, en
el que cabe un mundo, di dos vueltas a la cerradura y me dispuse a seguirle. Como todos los
abogados, Kloss tenía una conversación fácil, claro, viven de eso, de la labia que Dios les dio;
así, con toda amenidad, llegamos hasta una calle adyacente donde tenía aparcado su Ferrari
Módena. Condujo, sin alarde, hasta lo que llamamos la colonia alemana, situada al sur de la
ciudad, en unas colinas que alcanzan, en disminución, hasta los acantilados. La piscina del
restaurante contenía algunos bañistas, pese al calendario, que nos situaba en una de las
últimas fechas de febrero, aunque resplandeciente con esa atmósfera translúcida y repleta de
un sol contundente, cegador, que caracteriza estos pagos. Fuimos dirigidos hasta un comedor
privado, bien expuesto y dotado de una vista panorámica sobre un mediterráneo destellante,
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cuajado en zafirina. Al pronto, dio comienzo un ballet perfectamente orquestado de camareros
impecablemente vestidos de blanco y oro, de platos y de vinos de un refinamiento casi
mórbido. Se notaba el genio de un director de escena francamente excepcional. Nada que ver
con la organización chapucera del Pajuel, si bien no siempre menos costosa. Como único
fondo musical, las palabras envolventes de Kloss. Rusia, Austria, proponen cuentas bancarias
anónimas….sin contar con los paraísos fiscales, en los cuales el sistema impositivo se ha
reducido al mínimo, los derechos de sucesión son ventajosos, las autoridades rechazan toda
cooperación con la justicia de otros países y ofrecen la inmunidad judicial plena y el secreto
bancario casi absoluto. Las sanciones son severas cuando un empleado de banca transgrede
esa regla esencial que constituye la piedra angular de sus economías. Los paraísos fiscales,
cuyo número excede la cincuentena, proponen una multitud de montajes financieros y
estructuras jurídicas que facilitan la evasión de capitales, el disimulo de beneficios irregulares,
la optimización de la gestión del dinero. La utilización de estos canales requiere, obviamente,
una organización sofisticada, compleja, pero una vez establecida y probada, tal como él había
hecho, permite blanquear flujos financieros importantes. Se trata de mandarlos de paseo, a
recorrer un poco de mundo, subidos en una especie de boomerang y recuperarlos después de
manera perfectamente legal, como si uno no hubiera roto nunca un plato y depositarlos en una
cuenta limpia, en un banco reputado. Pongamos un ejemplo, ingresemos una fuerte suma en
un banco de la Isla Caimán, hay un organismo que se encarga de efectuar las transferencias
bancarias internacionales con o sin mención de la identidad del portador de la orden, de allí
pasará a un banco en Alemania poco escrupuloso, de éste a un banco de Mónaco, luego a uno
de Austria y finalmente a cualquiera de los grandes bancos españoles. Cada uno de ellos se
ampara en la respetabilidad creciente de los precedentes y será extremadamente difícil para un
investigador establecer la relación entre el depositario final de la cuenta y el origen de los
fondos, ya que estas sumas transitan por paraísos fiscales. Éste es un método simple, que sirve
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bien como botón de muestra, pero no es el único, se pueden utilizar las transacciones en los
mercados financieros, las cámaras de compensación internacional que no están sometidas a
ningún control financiero exterior y cuyas transferencias son instantáneas, los servicios por
Internet, entre los cuales el más curioso y rentable es el de crear un casino virtual,
seguidamente unos cómplices ingresan dinero en diferentes bancos situados en paraísos
fiscales, para terminar se juegan ese dinero en dicho casino y lo pierden, evidentemente, con
la ventaja adicional de que pueden hacerse beneficios suplementarios gracias a los clientes
normales que juegan de buena fe en dicho casino electrónico; existen también los Holdings,
trusts y fiduciarias. Finalmente uno no tiene más que introducir este dinero en la economía
legal, creando empresas, invirtiendo en negocios fructíferos, operaciones financieras legítimas
o en obras de arte. Estas son las grandes líneas de un programa que ofrece infinidad de
posibilidades, ¿qué te parece? Me parecía, ni más ni menos, el anillo justo para mi dedo
desnudo. Pero respondí enigmáticamente, empleando el adjetivo interesante, que no me
comprometía a nada. Comamos un poco, dije entre mí, y bebamos más, a ver qué efecto tiene
el vino en la lengua de éste. Sin embargo él no perdía el norte. Habló de una operación
urbanística de envergadura que preparaba en Berlín, junto con otros empresarios españoles, y
a la que deseaba asociarme.
Concluida la comida, pretextando que últimamente había acumulado las multas de tráfico,
me ofreció el volante. Acepté tomar el riesgo, pues yo no había bebido menos, a cambio de
conducir esa máquina excepcional. Por lo que a mí se refiere, tampoco considero una
obligación alcanzar velocidades excesivas para disfrutar de un soberbio deportivo como ése,
me basta con sentir la potencia del motor llevándolo, como quien dice, a puntita de gas. Aun
así, se percibía bien el empuje y la holgura que proporcionan los cuatro tubos de escape,
liberando por detrás una fuerza aceleratriz silenciosa al tiempo que pujante,
extraordinariamente sobrada. ¿Qué, te gusta el coche? Le eché una breve mirada tangencial y
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volví a prestarle atención a la carretera. Déjame en casa, ahí mismo, tuerce a la izquierda en
ese cruce. El coche es tuyo. En la guantera encontrarás la documentación a tu nombre.
Alguien le había informado acerca de mi pasión por los automóviles de lujo. Y ese alguien
creo saber quién es. También yo puedo suputarlo, a la vista de los documentos leídos. Ruano
marcó una leve pausa. Lo dejé en su residencia de la colonia alemana y consumí la tarde
paseándome con el Ferrari Módena. Los vapores del vino y el sopor de la comida se
evaporaron enseguida.
A los tres días lo llamé para citarlo en mi casa. Sellamos el pacto. Entonces él dejó la teoría
a un lado y comenzó a hablarme de proyectos concretos, me reveló todos los detalles de su
entera estructura societaria, de sus fundaciones y contactos en diversos países, me puso al
corriente de las operaciones ya efectuadas, de las operaciones en curso y de las que tenía
pensado lanzar con mi colaboración. Un engranaje de relojería dotado de una precisión
portentosa. Y lo tenía de inmediato a mi entera disposición, listo para drenar en un suspiro el
montón inmenso de dinero B que ya comenzaba a pesar, a agobiar demasiado. Aquello
liberaba el espíritu, le daba alas. Experimenté un entusiasmo y una fuerza interior hasta
entonces desconocidos. Mi cabeza comenzó a hervir con ideas nuevas, con designios
colosales, para los cuales habían caído todos los límites. Durante los días que siguieron me
entregué a un trabajo febril, de modo que en un lapso brevísimo de tiempo todo estuvo
despachado, luego vendí propiedades, parcelas, barcos, que hasta entonces estaban a nombres
de terceros, y también eso pasó por el molinillo. Cuando esa tarea estuvo concluida, desvié de
nuevo mi mirada a Planeamiento Urbano y, ya sin aprensión alguna, me lancé a una ofensiva
generalizada. La corteza de la ciudad y sus alrededores se puso a cambiar perceptiblemente de
un día para otro. Los inmensos beneficios que ello producía, eran inyectados de inmediato en
el aparato circulatorio creado por Kloss para regresar al poco tiempo con un marchamo
distinto, impecable, limpio.
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Claro que, semejante capital, pese a tener toda la apariencia de la legitimidad, avalada por
facturas incontestables, podía levantar sospechas. Con objeto de paliar tales efectos, el propio
Kloss me puso en contacto con el gabinete jurídico Galíndez-Lastarria. Se trataba de armar la
tercera y última fase del blanqueo, creando una estructura societaria puesta a nombre del
gabinete, aunque controlada por este cura gracias al volumen aplastante de las acciones al
portador que poseía. Dichas participaciones, sin identificación, garantizan la más absoluta
confidencialidad.
Ruano guardó silencio y yo decidí no hacerle más preguntas. Había dicho cuanto tenía que
decir. Mis ojos se habían abierto, paradójicamente en la oscuridad. Me acerqué a la ventana,
también la noche abría los suyos. El monasterio se hallaba sumido en una profunda calma, tan
sólo los grillos y las ranas continuaban velando bajo las estrellas y el cielo azulado. Orión, el
arquero, había avanzado un buen trecho hacia occidente, apuntando con su flecha a la ballena,
el gran monstruo marino.
Lástima que no hayas tenido, ni tendrás, oportunidad de poner en práctica tales nobles
enseñanzas, por tu mala cabeza. Debes saber que la obra pasa por sus fases de reposo, de
consolidación. Que no siempre es bueno aplicar la técnica napoleónica de aprovechamiento
del éxito, la cual tiene sus límites, lo que el propio Emperador tuvo la ocasión de constatar.
Sin esa lamentable fogosidad, también tú habrías recorrido un largo camino y hubieras
encontrado tu lugar al sol, allí donde no hubieses molestado a nadie e incluso podrías haber
sido de alguna utilidad, ¿quién sabe? Pero tuviste que meter tus inexpertas narices en el único
lugar en que no debías haberlas metido y abrir así la corriente que traería, para tu mal, la
pesadilla de Leviatán por estos pagos, la bestia de las profundidades, aquella que llaman,
muchas veces, el escalofrío o la desolación, la que sujeta con sus manos las cadenas del terror
puro y luego muele a su víctima entre las piedras blanquísimas y afiladas de sus ciclópeas,
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colosales mandíbulas, que jamás han renunciado, te lo aseguro, a una presa ni han
pronunciado una sola palabra de piedad.
Ruano continuó, sin embargo.
Se trata de un juego, pero un juego que requiere considerable atención y una entrega total.
Yo no quería dejarlo todo en manos del gabinete Galíndez-Lastarria, ni mucho menos, y
tumbarme al sol en la playa como cualquiera que tuviera dos dedos de frente habría hecho.
Me lancé de lleno a ese abismo porque noté que dentro de mí había otro abismo idéntico y
ambos se correspondían y se atraían. Verás, se trata de hacerte con muchos ovillos, cada uno
de un color distinto, la lanzadera mezclará tu hilo con otros hilos ajenos, pero tú tienes que
seguirle la pista a cada una de tus hebras, anticipar su recorrido y darle la orientación
necesaria para acabar obteniendo la figura deseada. Cuando alcanzas a tener un número
importante de ovillos, es un trabajo de romano controlar todas sus evoluciones. Sin embargo,
dicen que carga sobrellevada a gusto no pesa, bueno, esto ya lo he mencionado antes, pero no
por ello es menos cierto, y eso mismo es lo que me sucedió una vez más a mí, había
encontrado mi vía personal y no estaba dispuesto a apearme sino en el término; mas la verdad
es que no hay término, hoy en día, en la red ferroviaria, que es internacional, sus
ramificaciones se hallan todas interconectadas, uno no acaba nunca de encontrar
combinaciones sugestivas. Es como la serpiente Ouroboros, que se muerde la cola. Sí, más o
menos, es eso. No es infrecuente, a fin de cuentas, que un hombre llegue a tener la copa de la
abundancia al alcance de la mano y que no toque ni un solo fruto, obsesionado como se
encuentra por la vía, por la obra, pero no fue tu caso y ahí estaba tu talón de Aquiles. Bueno,
yo tengo mis caprichos, es cierto, encargué, por ejemplo, a Kloss la creación de una compañía
aérea sólo para permitirme tener un jet privado sin ponerlo a mi nombre, no me contento con
cazar la liebre en la serranía de Cazorla, lo que hago algunas veces con gusto, pero prefiero
cazar la cabra montés en las cumbres nevadas de Afganistán. Sin embargo, excepto acaso
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esto último, no encuentro en esos lujos la intensidad esperada, la que hubiera sentido sin duda
a los veinticinco años, pobre de solemnidad pero con la cabeza más despejada. Diríase que se
ha perdido un poco, con los años, con los quehaceres, el sabor de la sal que tan bien sentíamos
en los días de antaño. Tal vez sea ése el impulso oculto que me empuja, a veces, hacia las
sensaciones fuertes, completamente disparatadas y desproporcionadas, para sentirme todavía
vivo en la boca de este volcán que expulsa sin cesar un auténtico magma de oro, para aplacar
un poco la comezón que se propaga en mi fuero interno cuando me digo a buenas horas
mangas verdes, Dios me da pan cuando no tengo dientes. Claro que todo eso lo hago con
dinero B, goma 2, como lo llamamos nosotros, un buen explosivo, y barato, con el que volarse
la cavidad del paladar para ver si al fin siente algo del sabor de las cosas, coño. Al fin y al
cabo, eso no acaba de ser dinero, es, digamos, una clase de materia bruta, que requiere todavía
una laboriosa transformación para alcanzar su auténtico valor. Es como los billetes que, según
tengo entendido, quemaban los soldados republicanos en Teruel para calentarse el café, pues
era dinero del bando nacional. Cuando las circunstancias viran a la borrasca y cuando ésta se
transforma en tifón, unos cuantos marineros calaveras, escondidos en la bodega, vacían una
barrica de güisqui, mientras el resto de la tripulación se afana arriando velas y dirigiendo la
nave en medio de olas como colinas. No contentos con ello, llegados a buen puerto gracias a
la virtud ajena, se dirigen enseguida al casino y, encerrados en salas privadas, se juegan al
póker cantidades indecentes, sabiendo a cómo está el jornal en el campo. Uno de esos
marineros pervertidos es Francisco Portela, alias Marlon Brando por su gran parecido físico
con el actor. Mientras hacemos barrabasadas juntos, me parece que estoy dentro de una
película americana de acción. Enciendo un puro y juego a ser el más duro del oeste. Con el
bolsillo repleto de dinero negro y un par de buenos armarios roperos como guardaespaldas al
alcance de la mano, no resulta muy difícil. En cierta ocasión, ayudado por Marlon, enredamos
a dos empresarios para que pusieran sobre el tapete verde la friolera de tres millones de euros.
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Como quiera que se encontraban ambos como si hubieran asistido a la parranda en que se
emborrachó Noé, ello en parte gracias a nuestros buenos oficios, aceptaron el desafío. Sin
hacer trampa, porque de ese modo no hay morbo, pero asegurándonos de que ellos tampoco la
hacían, les ganamos. En cuanto asimilaron la pérdida y vieron que había sido un juego serio,
se les disipó enseguida la melopea. Uno de ellos, sin poder contener la rabia, juró que, cuando
pudiera, me mataría. Igual que en las películas. Le reímos la ocurrencia en la cara. Puede que
él no jugara con dinero B, pero si hubiera ganado, los pies le habrían tocado el culo para
endosar los beneficios; por eso estuvo bien lo que Paco le dijo, hombre para ganar, hombre
para perder. Y, en medio de grandes risotadas, nos fuimos a cerrar la casa de putas con más
boato de la ciudad. Los ricos de cuna, en cambio, tienen todavía ese privilegio, el de ser ricos
sin más, naturalmente; toda la vida lo han sido y no conocen otra cosa. Ellos hacen el mismo
tipo de trabajo que los nuevos ricos, incluso de manera más eficaz, a veces, pero sin esfuerzo
aparente, ni alharacas, sin la obsesión que nos atenaza a los recién llegados a esta especie de
crema de la leche en que nadamos. Los negocios son para ellos una especie de segunda
naturaleza. Las operaciones financieras, con su léxico y procedimientos característicos, venían
ya en los primeros biberones que se tomaron. Alfredo Kloss, sin ir muy lejos, es un hombre
que vive realmente; es más, parece que todo él esté confeccionado adrede para gozar llevando
trajes de mucho precio, deportivos, relojes que se alzan a la categoría de símbolos de la
precisión con sólo mirarlos, bolígrafos de oro que te graban las conversaciones sin que te
enteres. Ha tenido el tiempo y el interés suficiente como para divorciarse, empezar una nueva
relación con otra mujer, que es como entrar en otro mundo, tener dos hijas como dos lunas,
pero no solamente tenerlas, sino también entrar de lleno y recrearse en el estatuto de padre.
Cuando uno va a verlo a su casa, se nota que lo ha sacado de veras, que lo ha extirpado, de la
contemplación de un mar que se dejaba quemar por los rescoldos del crepúsculo, al tiempo
que consumía, en la terraza de su jardín, que es como la palma de una mano gigantesca
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sosteniéndole entre los acantilados sobre el agua lejana, su vaso de zumo de naranja natural,
enfriado con unos cubitos de hielo. Al menos me queda la ilusión y el consuelo de que es esa
vida la que lego a mis hijos y a mis nietos cuando se presenten. Conmigo acabará de pudrirse,
además, la bosta que ha servido de primer alimento a nuestra fortuna y ellos alzarán el vuelo
como un cisne sin tacha.
Tras esto, Ruano volvió a sumergirse en el silencio negro que nos rodeaba, soñando quizás
en el luminoso porvenir que aguardaba a su progenitura. Le dejé madurar sus pensamientos
por un tiempo, pues era un poco pronto para proceder a su liberación. Mientras tanto, yo hice
lo propio. Las ideas y los proyectos se agolpaban en mi mente. Pero todo debía hacerse con
una discreción inusitada, nunca vista. La organización que estaba vislumbrando ya en ese
momento debía ser absolutamente invisible. Golpeará sólo cuando sea inevitable y en tal caso
borrará con sumo cuidado las huellas de sus actos.
Para hacer que una mafia sea invisible, hay que trabajar con una paciencia enorme y evitar,
sobre todo, las acciones que comporten un excesivo relumbrón. Y en ese sentido, debes
admitir que no comenzaste con buen pie. Al contrario, comencé con dos golpes de suerte
consecutivos que me dieron la pasta que constituye la materia prima de toda obra consistente,
el punto de partida ineludible. A partir de ahí es cuando uno debe proceder de inmediato a la
labor de esfumarse. El primero de ellos hubiera bastado, cierto, mas el segundo, mucho más
suculento, vino de mano, se presentó con tal oportunidad y, lo que resultó más decisivo aún,
con tal contigüidad, que hubiera sido por completo improcedente dejar pasar la ocasión. Sin
embargo, vino un tercero y con éste proporcionaste al arquero la pluma con la que empenachó
su flecha y que la guió hasta tu cuello. Como el cisne del apólogo, puedes decir “muero por
mis propias plumas”. Esa pluma, todavía tengo mis dudas sobre quién se la entregó al
arquero. De nada sirve preocuparse por esas menudencias cuando se va a morir. Cierto, la
muerte es un despojarse de lastre y no lo contrario. Puede que sea ésa la razón por la cual, en
176
la descomposición, lleguemos a fundirnos todos y a conformar una misma cosa, Leviatán y el
santo Job, una misma y única substancia cuando sólo queda lo esencial. Tal vez purificados
por el fuego de la muerte, un fuego más intenso que el de los altos hornos, un fuego capaz de
limpiarnos hasta no dejar de nosotros sino la luz íntima que nos habita.
Bien, susurró al fin Ruano, creo que te he dado cuantas precisiones podías desear para
ilustrar los documentos que obran en tu poder, has obtenido una cantidad que recompensa
justamente tu destreza, doblada de un tributo periódico, esto es lo que se puede llamar la
buena guerra, conozco sus reglas y acepto sus consecuencias. No puede ser de otro modo en
este medio, tal vez en otra ocasión puede que sea yo quien te coma una torre. Sin embargo,
ahora debes considerar que tu interés no consiste en retenerme durante mucho tiempo. Piensa
que manejo sumas importantes en dinero líquido, que llevo entre manos numerosas
operaciones, que soy portador de secretos que conciernen a unos y a otros. Cierta gente estará
ya bastante nerviosa. Dos días sin dar señales de vida es excesivo para un tipo como yo.
Supongo que no ignorarás que las inmensas posibilidades de blanqueo que tiene esta zona en
el dominio de la inversión inmobiliaria y turística, han atraído a pájaros de muy mal agüero
pero del más alto vuelo. En realidad hay dos grandes organizaciones entre las que se debe
mantener un equilibrio difícil. Ambas estarán dudando sobre la oportunidad de lanzar o no
una operación seria de búsqueda y captura, sin olvidar a la policía, a la cual mi mujer, tras
respetar el plazo convenido, llamará. Si ello llegara a producirse, no sería bueno para nadie y,
en el peor de los casos, podría tener consecuencias nefastas, pero para todos, incluyéndote a ti,
por supuesto.
Ya lo había pensado, le repuse, sin comprometerme a nada. Puesto que iba a convivir con
tales pajarracos, a lo mejor me convenía obtener toda la información posible a propósito de
ellos y de sus organizaciones, de su estructura y del tipo y nivel de su implantación, de su
poder real, en suma, pero con cuidado para no aguar mis planes.
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¿Cómo es don Caetano? A ver, que yo lo sepa, por si acaso…. ¿Físicamente? Sí,
físicamente. Pues es un mono peludo, vestido de camarero y con gorra. ¿Y su capacidad
intelectual? Su cualidad más relevante es una memoria infalible, de verdad extraordinaria. Te
enreda, te lleva de paseo y cuando menos te lo esperas y por donde menos te lo esperas, te
obliga a volver a ciertos detalles nimios de los que él, con su lógica personal, extrae sus
verdades, en todo caso, sus conclusiones. Imagino que su estrategia viene coordinada desde
más arriba. Sicilia, al fin y al cabo, no queda lejos. ¿Y los hombres que le rodean? Mario, su
lugarteniente, tiene los ojos de una tintorera y don Abbondio no habla para nada y constituye
un misterio impenetrable. ¿Cómo es don Abbondio? ¿Físicamente? Sí. Pues debe frisar los
sesenta, pelo canoso, rostro enjuto, un poco cansado. Las más de las veces parece que haya
perdido el hilo de la conversación que sostenemos los demás y su mirada vaga, como si
aguardara la llegada de una embarcación allá por la línea del horizonte, pero cuando uno ya
casi se ha olvidado de su presencia, nota que sus ojos le han estado escrutando con ahínco.
Sospecho que la tarea de reflexionar recae sobre él. ¿Sus intereses? ¿Te refieres a los de la
mafia italiana? Pues claro. Los mismos que los de los otros, ahí está el problema, y además
son los propietarios de casi todas las pizzerías de la ciudad y sus alrededores, así como de
buena parte de los restaurantes, bares, cafeterías, prostíbulos y discotecas. Trafican, por
supuesto, con drogas y con armas. Pero el grueso del capital que inyectan en la economía
local les debe venir del exterior. No hay que olvidar que es una asociación implantada en el
mundo entero. El empuje que tienen resulta fabuloso y uno tiene que peinarse bien para
encauzarlo. Hay diversos agentes, por cierto, que se encargan de hacerlo, pero aún así no
resulta fácil. Sobre todo si se tiene en cuenta que los otros reclaman una atención similar.
¿Quiénes son los otros? Lo sabes de sobra. Sí, pero, ¿cómo se llaman, cómo son? Son gente
joven, dinámica, bien vestida, cuadrada de cuerpo y de rostro, hacen gala de un escaso sentido
del humor; a pesar de esa apariencia, piensan mucho mientras hablan, por lo que sus
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respuestas son breves y certeras. Evgueni Ismaïlovo, a quien se le considera como el padrino,
no debe alcanzar los cuarenta. Manejan, eso sí, una colosal cantidad de dinero. No sé de
dónde les viene, pero su flujo es cada vez más poderoso, imparable. Se interesan
especialmente por las operaciones inmobiliarias de gran envergadura y por la adquisición de
hoteles y centros comerciales. En cuanto al boato del que se rodean, lo menos que se puede
decir es que no son muy discretos. Tienen debilidad por las mansiones de lujo y los deportivos
de la mayor cilindrada, sin menospreciar los yates, veleros, avionetas y helicópteros. Suelen
organizar fiestas muy privadas en suntuosas quintas, convenientemente aisladas y
abundantemente protegidas contra la curiosidad de los eventuales merodeadores, en las que no
se escatima el vodka, el caviar, ni las mujeres. Aunque dudo que sean las propias.
Me abstuve de pedir más detalles, pensé que localizar a gente tan expansiva no debía
constituir una tarea demasiado ardua para quien se halla al frente de un pequeño ejército de
soldados-detectives. Los acontecimientos posteriores, sin embargo, me ahorrarían la gestión.
La entrevista podía concluir. El momento de soltar al palomo se acercaba. Acaso regrese con
una rama de olivo en el pico. Di al interruptor de la luz, Ruano seguía impasible, hierático,
vendado, no había hecho el menor esfuerzo por desatarse. Mis ojos, en cambio, se cerraban,
heridos por el resplandor. Demasiada luz en tan poco tiempo. Me sentía aturdido y mi
pensamiento parecía cabalgar sobre corceles alados; los cuales, a veces, se estrellaban contra
el suelo, pero todos parecían buscar una única dirección.
Abrí la puerta, la claridad que se escapaba del interior me permitió distinguir el bulto del
cancerbero que guardaba la entrada. Llévenselo y prosigan con el plan establecido.
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SEGUNDA PARTE
180
I
Sin entretenerme, abandoné el palacio y me dirigí al centro de comunicaciones. Vuk me
había precedido y se encontraba ya con los cascos puestos. Hola, ¿lo han liberado o todavía
no? Están aún en el coche.
Le di a la clavija que despierta la cafetera y con un gesto le pregunté si quería un café.
Repuso, con otro, que sí lo tomaría. Preparé sendas tazas bien cargadas. La noche había sido
intensa y tal vez no había concluido. Vuk se la tomó a pequeños sorbos concentrados. Cada
uno de sus rizos de cobre parecía una acerada antena asimilando un fuego impregnado de
datos. Pensé que un país incapaz de dar salida a hombres como él atravesaba realmente una
crisis profunda. Han parado el motor, musitó como para sí. Al tiempo que hablaba, me
alcanzaba unos auriculares e iniciaba la grabación. Oí cerrar las cuatro puertas del automóvil
y enseguida una conversación serena en lengua eslava. Vuk me brindó una traducción libre,
habida cuenta de su brevedad. Lo van a desatar y a quitarle la venda. Dejé caer la leve cortina
de mis párpados para mejor concentrarme en cada uno de los propósitos que iban a llegar
hasta mis oídos, pues evidentemente se le liberaba con su arsenal intacto de móviles. Un
cerebro humano debe gastar mucha energía absorbiendo y procesando la enorme cantidad de
información que le llega a través de los ojos. Algunas veces pensé que, lógicamente, ganaría
en concentración si cortara, durante una porción significativa de tiempo, esa fuente. Más
tarde, cuando tuve que hacer de mi cuerpo un caparazón donde enquistar mi alma, reducida al
mínimo de sus funciones vitales, puse en práctica ese procedimiento. Imaginé que apagando
181
mis ojos exteriores, se encenderían otros internos con los que vería a mis enemigos moverse
en la oscuridad, peinar la urbe y los baldíos, acercarse a mi refugio pero sin sospechar que yo
me hallaba en su interior, aletargado, reducido a una vida mineral. Y veía también a Leviatán,
levantando los techos de las casas, escrutando en todos los rincones y rugiendo de furor al no
encontrar el menor indicio de mi presencia en ese mundo que, a pesar de todo, compartíamos.
Sabía que estabas en la ciudad, que no habías huido, sentía tu presencia, el rumor que surgía
de tus destellos metálicos ocultos bajo un celemín. Sólo tenía que adivinarlo, entre miles de
otros celemines iguales, y alzarlo. Y yo percibía el roce de tus dedos escarbando la tierra y el
fragor de tu cólera retenida. Al fin se apaciguó esa cólera con tu presencia entre mis dos
manos, tal y como debía suceder y siempre sucede.
Luego escuché, en un castellano correcto esa vez pero cargado con un fuerte acento, sigue
por esa senda, a unos cincuenta metros se encuentra la carretera, tómala hacia la izquierda,
tendrás que caminar como dos kilómetros y llegarás a un pueblo. Allí te las arreglarás tú solo
muy bien. Ten, esto es tuyo. Le ha dado el maletín, con su colección completa de móviles,
aclaró Vuk. Pasos, roce del pantalón contra la maleza. Poco después restalló una cremallera
sobre mi cabeza, unos dedos hurgaban dentro del cubil en el que me encontraba, lo levantaron
todo, sentí el ligero mareo del navío que se encarama al lomo de una ola. Lola, estoy libre.
Pero todavía no sé dónde. Y luego una voz más débil, aunque perfectamente audible, cortada
de cuando en cuando por sollozos, ¡por fin, gracias a Dios! Habría esperado sólo hasta
mañana a primera hora, como me dijiste, para llamar a la policía. Me han asegurado que cerca
hay un pueblo. En cuanto llegue y sepa qué pueblo es, llamaré a un taxi. ¿Quiénes eran?
Hablaban en ruso. ¿Otra vez ellos? No sé, hay algo raro, pero puede que traten de enredar….
Bueno, ya no te preocupes más, dentro de poco estoy en casa. Vale, hasta ahora. Hasta ahora
mismo.
182
¿Paco? Sí, dime. Óyeme bien, mañana, a primera hora, reunión del gabinete de crisis. Tú,
Carlos, Serafín, Mariano, Joaquín, a las ocho en punto todos como clavos en el Ayuntamiento.
Pero hombre ¿qué te pasa, se te ha aparecido la Virgen del Rocío o qué diablos te pasa? No
puedo hablar por teléfono de esas cosas, coño, ya lo sabes, por eso os convoco mañana en mi
despacho, porque hay tomate y del bueno. Bien hombre, pues mañana nos vemos. Adiós.
Ruano no tardó mucho, en efecto, en llegar a su domicilio y se puso, sin más dilaciones de
las estrictamente necesarias, a recuperar todo el sueño que tenía pendiente, porque debió
dormir poco y mal atado en la silla. También yo tomé con parsimonia el camino de mi casa,
albergando el propósito de hacer lo propio, aunque sabía que no podía permitirme más de
cuatro horas de apagón total, pues por nada del mundo quería perderme lo que iba a ocurrir el
día siguiente y convenía seguirlo en directo, por si acaso. Así había vivido durante las últimas
semanas, a salto de mata, y no me había ido tan mal. El problema era que no podía pararlo, el
remolino que me estaba absorbiendo, un verdadero agujero verde oscuro formado por el
espeluznante dinamismo del océano, un boquete sin fondo rugía no lejos de mí y me obligaba
a recorrer las primeras circunvoluciones de una espiral movida por una fuerza telúrica. Sobre
todo en esos momentos, me hallaba tan cansado que ni siquiera afloró en mi mente el menor
intento de resistencia ante semejante poder. Pero el vértigo comenzaba a romper los primeros
cristales en mi médula espinal.
Tal como había supuesto, el móvil de Ruano, en fin, uno de ellos, comenzó a sonar
temprano. Una voz con acento bronco, que nada tenía de ibérico, espetó a bocajarro, ¿qué
demonios te ha pasado durante los últimos días? ¿Te fuiste a matar cabras a Afganistán?
Lamentablemente no, me secuestraron. Hubo un silencio. Me lo suponía. Tenemos que
vernos, para que me cuentes en detalle lo que ha ocurrido. ¿Dónde? Pues en el sitio de las
reuniones discretas. ¿A qué hora? De inmediato. Bien, voy para allá.
183
Casi enseguida, volvió a sonar. ¿Qué diantre te ha pasado, que no cogías el teléfono? Me
tenías muy preocupado. He sido víctima de un secuestro, don Caetano. Es lo que me temía.
Conviene que vengas a mi casa para que me lo cuentes todo con pelos y señales. ¿Cuándo
tendría usted la bondad de recibirme? Ahora mismo. Verá, don Caetano, me han citado ellos
primero, acabo de cortar la comunicación. ¿Ellos? ¿Quiénes? Los rusos. Encima pretenden
hacernos comulgar con ruedas de molino ¿pero qué se creen, que nos sorbemos los mocos
todavía? Veremos, don Caetano, cuál es el juego que se traen entre manos, porque la verdad
es que, a primera vista, no parece evidente. Está bien, luego te pasas por mi casa y hablamos;
espero que tu conversación con ellos me haga cambiar de opinión, porque si no, se van a
enterar de lo que vale un peine, en Sicilia, no en Villarrobledo, sino en Sicilia. Entendido, don
Caetano, así se hará.
Ruano salió conduciendo su propio coche. Uno de mis hombres, al volante de una furgoneta
cargada con material de construcción, lo siguió discretamente. Le había pedido que no tomara
riesgos en exceso, pues lo esencial, que era la grabación, la teníamos asegurada.
Primero se dirigió, como estaba previsto, al Ayuntamiento, donde tenía convocado su
gabinete de crisis. La reunión, empero, fue breve. Seguidme a mi despacho. Ruido de pasos
sobre baldosas. La llave que entra en el cerrojo y le da dos sonoras vueltas. Acomodaos donde
podáis, o quedaos de pie, me importa un huevo. Bueno, ¿qué pasa, te ha dicho una gitana que
los cuatro jinetes del Apocalipsis vienen por la autopista de Málaga? Pues pasa, ni más ni
menos, que ayer me secuestraron, como lo oís; y, no contentos con eso, me restregaron por las
narices documentos que venían directamente de aquí. ¡Pues sí que hemos hecho un pan como
unas hostias! Como tú lo dices, Mariano. La suerte que tenemos es que no ha sido la policía,
la que les ha echado mano, a los dichosos documentos. Pero ahora, quien quiera que sea, nos
querrá hacer chantaje. Ya lo ha hecho, Carlos, a ver para qué diablos crees que me querían,
¿para invitarme a tomar chocolate con churros? Mis buenos cuartos me ha costado taparles la
184
boca y ahora, por si fuera poco, hay que seguir abonando una mensualidad, como si de los
pagos de una póliza de seguros se tratara. Y en cierto modo lo son. ¡Pero vosotros también
pagaréis el pato, ya lo creo que pagaréis, a tanto por porrate saldremos! ¡De alguna manera
tendréis que pagar esto, porque toda la culpa de lo que pasa es vuestra, con los cirios que
montáis! ¡Pero esto se acabó! ¡Vaya que si se acabó! No te sulfures, Juanjo, todos estamos
embarcados en este bote, pero no tenemos más culpa que tú de que alguien haya conseguido
meter las narices en las entrañas del Ayuntamiento. ¡Si no hubierais armado tanto jolgorio, si
es que España entera tiene los ojos puestos en el Ayuntamiento de esta puñetera ciudad! Y
con tanto pasacalle, la consecuencia es que los periodistas nos espían hasta cuando vamos a
mear. La culpa de eso la tuvo el Pajuel, ya lo sabes, con la tira de circos que montaba. Luego
la prensa estaba ya cebada, acudían como las moscas al panal. Bueno, acudían aunque no
hubiera panal, porque sabían que siempre se llevarían algo. Y por poco que hiciéramos, pues
ya estábamos saliendo en los papeles. Os ha faltado discreción, Paco, no me digas que no. Y
esa actitud indolente ahora comienza a pasarnos factura. Pero os digo una cosa, como no os
enmendéis de golpe y porrazo, esto acabará como el rosario de la aurora, ya veréis, acordaos
de lo que os digo. Si esto os sirve de escarmiento, todavía podremos levantar el dedo. En fin,
no hablemos más por ahora, que el tiempo apremia. Os ponéis de inmediato a limpiar el
Ayuntamiento de documentos comprometedores. Lo que quepa en una llave USB, lo ponéis
en una llave USB y lo que haya que colocarlo en cajas, lo colocáis en cajas. Luego me lo
daréis a mí para que yo lo ponga a buen recaudo. Y lo que se pueda destruir, al diablo con
ello. De ahora en adelante haremos limpieza todos los días y ya sabéis, en boca cerrada no
entran moscas. En mi despacho no toquéis nada, ya me encargo yo. Ahora disculpadme, tengo
que irme. Rumor de sillas corriéndose. Portazo. Cerrojo.
Salió como alma que lleva el diablo de la Casa Consistorial. El hombre apostado en la
furgoneta arrancó el motor y prosiguió la persecución. Tomaron la carretera de circunvalación
185
hacia el norte, dejando atrás la ciudad. A los tres o cuatro kilómetros, torcieron a la derecha,
en dirección a la costa. Se trataba de una carretera estrecha, delimitada a ambos lados por
empalizadas hechas con cañas, que desembocaba en una lujosa urbanización dispuesta como
una cenefa blanca junto al mar. La furgoneta pasó de largo. Nada tan banal como una
furgoneta cargada con material de construcción, adornada con los rótulos de una conocida
empresa del ramo, cruzando una urbanización donde, al fondo, se hallaban aún varias casas en
fase de obra. Nada tan banal como eso, me atrevería a decir, en todo el país de aquellos
tiempos. Otra distinta, sin embargo, estacionó a unos cien metros del chalet por cuya puerta
había penetrado Ruano. Cinco minutos más tarde llegaron dos coches cautelosos, potentes,
provistos de cristales muy oscurecidos. Las cámaras fotográficas especiales que traían mis
agentes comenzaron a crepitar. El que abría camino se detuvo ante la puerta de la casa, el que
venía a la zaga aparcó unos cincuenta metros antes. Los ocupantes del primer vehículo, tras
unos breves instantes de reconocimiento, siguieron el mismo camino que Ruano; los del
segundo tomaron asiento en una terraza desde la que dominaban toda la calle. Mis hombres
los fotografiaron a todos sin escatimar las instantáneas, según pude comprobar poco después.
Pronto se les vio aparecer por los altos de la casa, ojo avizor. No resultó demasiado
complicado averiguar cuál de ellos llevaba la voz cantante frente a Ruano. Fue este último
quien saludó el primero. Hola Evgueni. Hola, Juanjo ¿qué tal estás? Se te ve bien, a pesar de
todo. Parece que no te han hecho muchas miserias. Me han tratado bien, debo reconocerlo,
aunque me han tenido continuamente atado a una silla. Se te debió hacer el culo cuadrado. Sí,
fue un tanto incómodo como experiencia, pero podría haber sido peor. Cierto, ¿qué les dijiste?
Me limité a confirmar lo que sabían. ¿Sabían mucho? Sí, mucho. Y lo peor es que lo sabían de
muy buena tinta. No todo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para ir tirando del hilo y, si
son tan buenos como lo han demostrado hasta el momento, sacar fuera el ovillo, para nuestro
mal. Actuar de otro modo, en mi caso, hubiera sido como entrar en un callejón sin salida y
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una pérdida de tiempo puesto que las informaciones que poseían eran precisas, avaladas por
documentos auténticos. Ignoro cómo han logrado tener acceso a ellos. Tendré que hacer mis
averiguaciones, sin reparar en medios. ¿Y qué partido han conseguido sacarles? Pues se han
llevado, de momento, una suma considerable. ¿Considerable o excesiva? Sólo considerable. Y
un tributo mensual para sufragar su silencio. Hasta que obtengan un mejor postor. Tal vez.
Esto es forzosamente una situación provisional. Eso ya no entra dentro de mis competencias.
Lo sé… ¿Cómo sucedió? Me cogieron en mi propia casa. Estaban escondidos dentro del
garaje. Te apuntaron con una pistola y te intimaron a salir al volante de tu vehículo, con ellos
en su interior. Así fue. Clásico. Seguidamente fueron indicándome el trayecto hasta que
llegamos a un lugar apartado, donde me vendaron los ojos y me obligaron a meterme en el
maletero. Me enteré por mi mujer que esa misma noche dejaron mi coche aparcado frente a
mi puerta. ¿Duró mucho el viaje? Bastante, lo suficiente como para alcanzar cualquier otra de
las ciudades vecinas. Pero eso no quiere decir nada. No. Sea como fuere, acabamos por entrar
en una cochera y de ella me condujeron a un sótano. No me permitieron verlo en ningún
momento, lo deduje por el frescor que reinaba en aquella estancia. En ella me dejaron macerar
durante un tiempo considerable, hasta que juzgaron oportuno hacerme comparecer ante el tipo
que debía conducir el interrogatorio. Eso ocurrió dos veces. En la primera ocasión no tuvieron
más remedio que quitarme la venda para que pudiera leer las piezas a convicción y para que
hiciera las transferencias. Imagino que tomaron precauciones para que no les vieras las caras.
Por supuesto, llevaban máscaras y la figura que pudieran tener se hallaba disimulada bajo un
hábito de monje. La segunda vez no hacía falta quitarme la venda. ¿Con qué objeto te
convocaron una segunda vez? El tipo tenía ganas de conversar, o al menos eso es lo que dijo.
Vaya por Dios. Un hábil conversador, por cierto. ¿Qué viste la primera vez? Una sala amplia,
de techo alto, apoyado sobre vigas de madera. En un extremo se podía distinguir el hogar de
una chimenea y sobre una tarima, unos candelabros y el sillón que ocupaba mi inquisidor,
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llevaba puesta una máscara de la risa, pero el propietario no se rió ni una sola vez, me dio la
impresión. La situación tampoco lo requería. Cierto, mas el contraste era sobrecogedor.
Imagínate, alguien que te está amenazando con la muerte, nada menos, que se ha vestido
directamente de fraile para enterrarte lo más rápido posible aunque sin omitir los responsos de
rigor, pero que no pierde la sonrisa en ningún momento, aunque sólo sea en apariencia. Al
final se te ponen los pelos de punta. ¿Algún detalle más que haya llamado tu atención? El
hombre con quien mantuve ambas conversaciones hablaba un perfecto castellano. Él, ¿los
demás no? Los demás hablaban ruso.
Profundo y prolongado silencio. Esa última piedra lanzada por Ruano tardó mucho en tocar
fondo.
¿Estás seguro que era ruso? Sí.
Un silencio tan dilatado, por lo menos, como el anterior.
Bueno, de momento honra lo pactado. Si hay algún cambio de planes, te lo haré saber. Hasta
pronto.
Al salir fueron fotografiados y filmados. Había como una escondida chispa de precipitación
en sus gestos y semblantes. Una tercera furgoneta los siguió. La segunda aguardó a que saliera
Ruano y también lo siguió hasta la mansión de don Caetano. Ese día enriquecimos
considerablemente nuestro carnet de direcciones. Pero tenían la orden de ser muy cautos y
permanecer a la mayor distancia posible.
El tiempo de prepararnos y consumir un café con una pizca de tranquilidad y el teléfono de
nuestro solicitado asesor de urbanismo comenzó a transmitir de nuevo, como a quien se le
escapa un don sin sentirlo. Buenos días, Mario, una estupenda mañana para salir a pescar la
dorada. Me gusta ir más temprano, ahora ya es casi el momento de comerla. El jefe te aguarda
en la terraza. Pasos. Suena un reloj de carillón. Picaporte. Resaca de mar. Mis respetos, don
Caetano. Toma asiento, Juanjo. Don Abbondio y yo estábamos comiendo cualquier cosa para
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almorzar. Nos honraría que te unieras a nosotros. Se agradece, don Caetano. Así que te han
hecho pasar un mal trago. No ha sido una partida de brisca, pero tampoco es la primera vez
que me veo en el maletero de un coche, sin saber a dónde me llevan. Gajes del oficio, hijo, es
una mala vida la que hemos escogido, siempre sujeta a los más variados avatares. ¿Te
soplaron mucho? Me sacaron mis buenos cuartos; aun así, nada que no pueda recuperar tras
unos cuantos meses de trabajo serio. El trabajo es la mejor lotería, muchacho. Más
preocupado me tiene lo que alcanzaron a averiguar de ti. El dinero va y viene, pero la
información hace ganar las guerras, o perderlas, según qué caso. Pues de mí, directamente,
nada, don Caetano, pero por su cuenta es cierto que han llegado a saber bastante. No fue para
interrogarme, para lo que reclamaron mi presencia. La situación es grave. Si hay contables
entre ellos, obtendrán conclusiones certeras, aunque parciales. Lo que no ofrece la menor
duda es que nos encontramos ante una organización dotada de una apabullante
profesionalidad. No entiendo qué diantre pretenden, tronó don Caetano, sus tentáculos y los
nuestros se hallan tan entrelazados que no es posible golpearnos sin sufrir ellos idéntico
castigo. A no ser que estén apuntando a la cabeza con la pretensión de liquidar a la bestia de
un solo tiro bien meditado, mas no pueden ignorar que se trata de una hidra con numerosas
cabezas. Por el momento me encuentro un tanto perplejo, don Caetano. Pero nosotros, los
sicilianos de pura cepa, tenemos una máxima que no tardaremos en aplicar como esto siga así,
cuando estés perplejo, muchacho, aprieta el gatillo, de este modo no tardarás en salir de tu
perplejidad. Eso es lo que he oído decir siempre a mis mayores. Y más aún tratándose del
caso presente, en el cual la confusión afecta tan sólo a los objetivos, pero en modo alguno
respecto a los sujetos que pretenden alcanzarlos. Porque, convendrás conmigo en que,
reduciendo las cosas a su mayor simplicidad, operación que resulta factible, por no decir
evidente en el preciso contexto que nos envuelve, bien podemos llegar a la conclusión de que,
si no hemos sido nosotros, fueron ellos, ¿quién iba a ser si no? Y he de confesarte que esa
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maniobra no me gusta un pelo. Es casi una declaración de guerra. Sabes que llegamos a un
acuerdo, nadie debía meter las narices en los asuntos del otro, Castilla es lo bastante ancha
para ambos, o lo era... Admito que el asunto se ha puesto feo, don Caetano, aunque barrunto
que es más complicado de lo que parece a primera vista. Vamos a ver, hijo, ¿dónde le
encuentras tú la complicación? El tipo con el que hablé, o mejor dicho, que me interrogó, o
quizá para ser más exactos diré que me interrogó la primera vez y me dio conversación la
segunda, pero siempre de buenos modos, ése es tan de la tierra como puede serlo el gazpacho
y no me dio la impresión de que se tratara de un simple peón; antes bien, se le notaba en la
voz el peso de la responsabilidad y el hábito del mando. Y ya se sabe que la gente con la que
nos jugamos las pesetas no suele delegar en terceras personas, sino que se complacen en
gestionar, en la más estricta intimidad, los asuntos que les conciernen, sin recurrir a
intermediarios locales. A pesar de todo, como es natural, también me bailaba por la cabeza
esta mañana, en presencia de Evgueni, el prejuicio, inevitable, lo admito, de que me disponía
a ser el espectador de una pantomima, razón por la cual me puse en guardia, atento al menor
gesto que traicionara una sorpresa postiza, porque a ellos, las bromas, más vale reírselas. Pues
bien, no creo que exista ningún actor capaz de fingir una palidez tan intensa como la que
transformó el rostro de Evgueni cuando le revelé que los hombres de mano de fray sonrisas,
los que me llevaban y traían de acá para allá, hablaban ruso entre ellos. Lo que me faltaba por
oír, encima hablaban ruso, ni siquiera tuvieron la deferencia de cerrar la boca. Evgueni se
turbó profundamente, no me cabe la menor duda. Tanto, que le costó bastante recomponerse.
Y hasta que lo logró, pondría la mano en el fuego, don Caetano, para decir que era puro
pánico. Y eso que Evgueni no es precisamente un monaguillo.
A juzgar por la pausa que cayó como una losa marmórea sobre la conversación, don
Caetano comprendió al fin que había más rusos en el mundo, aparte del grupo que mandaba
Evgueni. Pasó un buen rato antes de que reapareciera el sonido argentino de los cubiertos. Y
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más aún hasta que se reanudó la plática. Don Abbondio, por su parte, no ayudaba nada. Al
cabo se oyó la voz serena de don Caetano. Puñetería de Rusia, como si esos malditos
bolcheviques no nos hubieran fastidiado bastante durante toda la guerra fría.
Cuando Ruano arrancó el motor de su Ferrari Módena, devolví los auriculares a Vuk. Milos
me imitó, pensativo. La piedra del molino había comenzado a rodar sobre un grano
heterogéneo. Teníamos buenas y malas nuevas. Las primeras eran que se hallaban sobre la
pista hacia la que les habíamos conducido, la pista rusa; las segundas, que muy probablemente
aquello no iba a producir el efecto deseado. Y entre unas y otras se abría cierta incógnita de
talla, ¿quiénes eran esos otros rusos que le ponían a Evgueni la carne de gallina? Si
lográramos despejar dicha incógnita, reflexioné, sabríamos si ello era bueno o malo para
nosotros.
Vuk, que se empiece a rastrear metódicamente la presencia de la mafia rusa en España. El
objetivo de tal investigación debe ser determinar si operan una o varias ramas. En el caso de
que se confirme la segunda hipótesis, quiero saber cuál es la relación que rige entre ellas.
Cuando hayas encauzado la búsqueda, ven a comer a la Atalaya. Nosotros salimos ya para
allá, pero cada uno por su lado, como mandan los cánones.
Fue entonces cuando me entregaron la sugestiva grabación obtenida mediante el
procedimiento de colocar un micrófono en el apartamento que ocupaba el melenas bizcorneta,
famoso comedor de caramelos y golosinas. Alargué los auriculares a Ouissene. Traduce. El
gigante sonrió, orgulloso de que le encomendaran al fin una misión intelectual. “Decidle al
príncipe que la gacela no tiene otro amante, sino él.”
No me perdáis de vista a dentadura amarilla. Y tampoco a ella, es preciso darle el cambiazo
de móvil lo antes posible. Tal vez la referencia principesca no sea más que un modo de hablar,
como la de la gacela, por otra parte; pero aun así, que alguien eche un vistazo a las casas
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reales del mundo árabe para ir abriendo boca y para ver si puede procederse a una primera
eliminación por razones de pura lógica.
Éstas y otras pláticas y recomendaciones dieron tiempo a los fotógrafos para llegar a la
agencia con todo el material obtenido, al cual le echamos una rápida ojeada para hacer una
estimación lo más justa posible de con quién nos jugábamos, también nosotros, las pesetas. Y
tuve que concluir para mis adentros que el resultado no era muy alentador.
Mefiboshet nos había preparado una soberbia fideuá, flanqueada por unas botellas heladas
de un excelente vino blanco. Desde la Atalaya, el día aparecía deslumbrante, pero relleno de
una atmósfera abrasadora, toda ella como si fuera el aliento de un horno, bajo un sol cegador.
Aun protegidos por el toldo, nos surcaban el apergaminado mapa del rostro ríos de sudor.
Parecíamos unos beduinos en camiseta, refugiados en el plano más elevado de la ciudad,
cercada por el desierto, disimulados por la lona de una tienda. Acaso semejante comparación
viniera sugerida por la necesidad psicológica de aislarnos, de poner entre nosotros y nuestros
perseguidores una barrera natural lo más espesa e impenetrable posible. Dicha Atalaya debía
protegernos como uno de esos oasis secretos, situados lejos de las rutas de las caravanas y
sólo conocidos por los bandidos. Bueno, en realidad todo el paisaje que acabo de describir no
se encontraba muy lejos. Estaba ahí enfrente, en África, como quien dice a un tiro de piedra.
La suerte está echada, colegas. Ahora mismo estamos siendo buscados ávidamente, por lo
que debemos meditar con detenimiento cada uno de nuestros movimientos, antes de
efectuarlos. Todavía poseemos, no obstante, la ventaja de no obedecer al patrón que ellos
esperan encontrar. Sin embargo, si pasa el tiempo y no tienen otro bocado al que hincarle el
diente, corremos peligro. En este punto, ya no basta con que Juan varíe de supermercado,
debéis turnaros para efectuar las compras, ser comedidos y parcos en vuestras comunicaciones
con el exterior y extremar las precauciones por cuanto se refiere a la operatividad de nuestra
maquinaria. Procede utilizar el menor número posible de hombres en las operaciones
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imprescindibles. Los demás, que duerman en sus casas los que las tengan y los que no, en el
monasterio. Hay que dar, igualmente, consignas bien precisas de discreción a los que trabajan
en la agencia.
Nicolai, ¿qué es lo que la opinión pública rusa conoce a propósito de la mafia surgida en tu
país?
El aludido caló maquinalmente sus gafas de sol, con las cuales su rostro parecía más pétreo
e imprevisible que nunca.
Hoy es de dominio público que la mafia no es sino el resultado de la evolución particular
que ha sufrido el partido. Durante setenta años, la nomenclatura ha ido acumulando
privilegios y beneficios, digamos, en especie, pero también una gran cantidad de dinero
inservible, que se pudría en los sótanos enterrado en barricas. Cuando se han sentido
suficientemente preparados, han hecho saltar todo por los aires. Ahora es cuestión de reunir y
transformar tales fortunas, muchas de ellas inmensas, en divisas.
Ignoro aún hoy qué filiación política tenían mis asociados, si es que realmente tenían
alguna. Ello a pesar de que un nutrido grupo provenía de países del Este. Lo cierto es que las
lapidarias afirmaciones de Nicolai soltaron un compacto bloque de silencio sobre la mesa.
Jamás había oído una crítica tan contundente dirigida contra el sistema soviético, ni aún en
boca de sus más acérrimos oponentes. Acaso Nicolai hablaba así por serlo, o bien justamente
por no serlo, en cuyo caso sus palabras podrían ser dictadas por la amarga decepción que le
habían producido unos personajes venales, corruptores de unos valores que consideraba justos
en términos absolutos. Sea como fuere, consideré en aquel entonces, el tiempo dirá si los
recursos de esa mafia, que Ruano había calificado de inagotables, pueden ser explicados o no
únicamente por sus actividades actuales, que suponía estarían centradas en el tráfico de drogas
y la prostitución, lo típico, cuyos fondos blanqueaban invirtiéndolos en la especulación
inmobiliaria. Me hallaba al principio de mi investigación.
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Y esa mafia, ¿forma un bloque compacto o se ha escindido en varias ramas? Cada república
tiene la suya. A veces se producen enfrentamientos. Se ha dado el caso de que dos grupos
mafiosos, que tienen bajo su control sendas ciudades, entren en guerra por alcanzar el poder
absoluto en alguna de ellas, tal como sucedió en Kazakhstan, entre las ciudades de Alma-Ata
y Karaganda. De hecho, su influencia en los grupos independentistas surgidos durante los
últimos años no es inocua. Sin embargo, pienso que en la mafia rusa propiamente dicha
prevalece la unidad, al menos sobre las cuestiones de fondo. Con la Perestroika, los periódicos
comenzaron a publicar numerosos artículos sobre este tema, pero el asunto alcanzó pronto
tales proporciones que fue preciso encauzarlo dentro de ciertos límites. Todo ese material
figura probablemente en Internet, puedo hacer una búsqueda, tomar notas, traducir lo esencial,
hacer un informe. Comienza esta misma tarde, es urgente.
El rostro de Nicolai presentaba el mismo bronceado claro de la piedra tratada con láser que
lucen ciertas catedrales, el cual permanece inalterable ocurra lo que ocurra, así no pude
apreciar bien el efecto que produjo en él la oportunidad que se le ofrecía de colaborar, con ese
trabajo, a la causa común. Los demás también solían presentar semblantes más bien cerrados,
pero aún así, creo que flotaba en el ambiente como un aura de satisfacción general. La postura
del ruso en el seno del grupo no debía ser cómoda desde que aplacé su intervención en el caso
de la bella y explosiva aristócrata. Veremos, por cierto, qué pasa con el pegajoso melenas, si
abandona o no sus averiguaciones, ahora que ha llegado a una conclusión, medité.
Aquella comida tenía todo el empaque y el destello de una celebración. Recordé que lo era,
en efecto. Sin embargo, para mí, dejando a un lado los problemas existenciales, que siempre
los tuve, aquello no acababa de alcanzar valor de verdad, constituía un juego, interveníamos
en un paisaje virtual; el dinero recién adquirido, era ficticio, ni se me ocurrió aprovechar
siquiera una parte; yo tenía el mío, con el que tampoco alcanzaba a establecer una relación
objetiva, carnal, pues no me había comprado una casa con piscina, ni jardín inglés, con sus
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varias hectáreas de bosque, por lo que era una pura teoría, una mera potencialidad. Y el
capital ganado con aquella operación lo destinaba íntegramente al artefacto que había
levantado. El cual, por cierto, aunque era obra de mis manos, también me resultaba un tanto
extraño, artificial, como si me hubiera venido en la letra de una canción que ni siquiera me
gustaba; sí, una canción bárbara que no hay más remedio que escuchar porque proviene del
coche de uno de esos energúmenos mal educados que no tienen inconveniente en poner
música para todo un barrio sin que nadie se la haya pedido. Lo había creado de este modo,
con la rapidez y precariedad con que un cuerpo dormido produce una pesadilla, o también
como un ordenador descarga, en pocas horas, un programa complejo, voluminoso, a veces
inmoral, en el fondo una pura ilusión que sólo puede vivir flotando en el fluido eléctrico.
Claro que, en ese caso, el aparato había sido contaminado, además, con un virus que le
impedía apagarse, incluso abandonar el juego. He ahí la diferencia con un juego corriente. ¿Y
qué decir de los hombres que me rodeaban, haciendo funcionar el engranaje? No sabía de
ellos sino algunas de sus manifestaciones más superficiales, verbigracia las dotes culinarias de
Mefiboshet, la reconcentrada habilidad de Vuk y sus numerosos conocimientos técnicos, la
pericia manual de Moussa, la inesperada curiosidad afable de Ouissene, a pesar de que el
primer día me hubiera roto el cráneo de un puñetazo si no se lo llega a impedir Milos, el
carisma de éste, su pericia innata para mandar, para conducir soldados, que lleva inscrita hasta
en el propio nombre. Pero aparte de eso, nada. Hacía tan sólo un puñado de semanas que tenía
noticia de que integraban la especie humana, igual habría podido irme a la tumba sin
conocerlos, como desconozco a los hijos del Gran Khan, o a los sobrinos de Mahoma. Si Dios
enviara el fuego o el hierro sobre la tierra y los hiciera desaparecer, al cabo de un mes dudaría
de que jamás hubieran existido. Sin embargo, en ese preciso instante, me percaté de que sí
emanaban algo real, una exhalación de alegría apenas perceptible pero sincera, dorada como
si fuera una mantequilla que se podría cortar con un cuchillo en cualquier parte, alrededor de
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aquella mesa. Y curiosamente, en el momento en que todo cuanto alcanzaba mi vista se
concretizaba, sentí que perdía yo mismo realidad por dentro, se difuminaba todo mi interior y
me acordaba de mí como de un personaje que bien hubiera podido aparecer en una novela
leída durante la infancia o primera juventud. Sentí la angustia de quien puede esfumarse en
cualquier momento de la existencia, si el ser que lo está soñando se despierta. Pero claro, eso
podía ser el efecto del alcohol. Hacía tanto calor, que todos abusamos un poco del vino.
Mefiboshet tuvo que navegar en varias ocasiones hasta la cocina para traer una nueva botella,
una en cada ocasión, que nos bebíamos antes de que se calentara. Se trataba de un caldo
ambarino, de baja graduación y sabor fino. El cual, servido a una temperatura próxima a la
congelación, hacía mucho bien al cuerpo. Luego, como postre, Mefiboshet regresó con una
sandía entera, tan voluminosa como su vientre, lo cual no es poco decir, que había aguardado
durante un buen rato, como en una antesala de la mesa, en el espacioso congelador con que
estaba pertrechada la cocina. Le quitó el bonete con un cuchillo bueno para destazar cerdos, la
partió por la mitad revelando el interior de un rojo intenso, fulgurante, y procedió enseguida a
hacer rajas con una destreza admirable de experimentado agricultor con un rancio abolengo
mediterráneo. Aseguraba, dirigiéndose a los dos moros que se hallaban presentes, que los
árabes habían traído las sandías y melones para envenenar a todos los españoles y él
aprovechaba la ocasión que se le ofrecía para devolverles el regalo. Ouissene replicó que
aceptaría con gusto cuantas rajas de veneno, de esa naturaleza, le propusiese, añadiendo que la
mala hierba nunca muere, o un proverbio de tema semejante, ya no recuerdo muy bien. Aquél
recomendó que siguieran bebiendo vino, pues ese postre lo requería; después del melón, dijo,
vino a porrón y después de la sandía, vino en demasía. Los comensales no necesitaron más
para dejarse convencer y llenaron todos de nuevo sus vasos. Viendo la pulpa consistente,
firme, de un granate encendido, pensé que nos comíamos pedazos de fuego frío, cuya tintura
escarlata renovaba la sangre y daba a los ojos la necesaria reserva de color para plasmar en la
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cámara oscura del cerebro imágenes más rutilantes y más vivas. Café y coñac de la mejor
reserva que se pudo encontrar coronaron el ágape. Ouissene trajo un estuche de madera y fue
distribuyendo habanos con fuerte y vigoroso perfume, un olor de isla tropical, producto de la
maduración de una infinidad de savias.
Milos era el único que parecía rumiar severas cavilaciones, pero era evidente también su
esfuerzo por disimularlo. Envuelto en pacas de humo blanco, ofrecía la imagen del jefe
preocupado, del cabecilla a cuyo cargo se hallan los guerrilleros sitiados por el ejército
enemigo y estudia en silencio el mejor modo de explotar la maleza y los accidentes del
terreno. Si él estaba, probablemente, organizando la resistencia, yo, por el contrario, me
hallaba conformando mi pensamiento en términos y estructuras de ataque; de una manera
confusa, claro está, consciente de que me quedaban numerosos elementos por confirmar,
incluso por identificar, pero francamente lanzado en esa dirección. Lo cierto es que intuía el
modo de pasar a la ofensiva, o mejor dicho, de conservarla. Ambas operaciones no eran
incompatibles teniendo en cuenta la peculiar guerra que nos envolvía, la cual estaba ya, por
cierto, oficialmente declarada.
También yo necesitaba comedir bien las cosas, pues la experiencia suele confirmar que la
realidad se limita a concretar los pensamientos. A veces, observando éste y otros fenómenos
que parecen probar la ilimitada plasticidad del mundo que nos rodea, me pregunto si no se le
habrá asignado una realidad distinta a cada individuo, un universo entero cedido a todo sujeto
provisto de una conciencia para que mantenga con él un diálogo particular y en el que los
demás aparecen como sombras y como máscaras. “Todos los objetos visibles, gritó el capitán
Ahab ante la tripulación entera del Pequod, no son sino máscaras de cartón. Pero en cada
acontecimiento, en el acto vivo, en la acción resuelta, algo desconocido pero siempre
razonable proyecta sus rasgos tras la máscara que no razona. ¡Y si el hombre quiere golpear,
ha de golpear sobre la máscara! ¿Cómo puede salir el prisionero, si no atraviesa el muro? Para
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mí, la ballena blanca es ese muro que me aprisiona.” Por supuesto, señor Starbuck, todo sujeto
provisto de conciencia tiene su particular e intransferible Leviatán. Y para eso nos hemos
embarcado todos en el Pequod, para perseguir a esa ballena blanca a través del mundo entero,
en cada lugar de la tierra, más allá del Cabo de Buena Esperanza y más allá del Cabo de
Hornos. Es más, señor Starbuck, cuando hayamos descendido a la oscuridad del abismo sin
fondo y nuestro bote se halle ante las fauces mismas del monstruo, quizá nuestra mirada
penetre por algún resquicio de esa gran máscara de terror y alcance a entrever algún rasgo del
rostro desconocido que se oculta tras ella. Sí, en la oscuridad más absoluta se halla la promesa
de un descubrimiento decisivo.
Los leviatanes hemos descendido más que nadie en las profundidades abisales y conocemos
secretos capaces de provocar aullidos de terror en cualquier otro mortal. Alguna cosa sabemos
pues de esa fuerza ciega y desconocida pero siempre razonable. Por eso nuestro rostro ha
adquirido la impasibilidad de lo ineluctable y en él no hay fisuras. Ni la crueldad más atroz, ni
el espectáculo de la ternura enamorada o la abnegación sublime, lograrán dilatar un milímetro
nuestra minúscula pupila.
No había tiempo que perder, de modo que me despedí y bajé a poner los pies en la calle; la
cual seguía ardiendo disuasivamente durante las horas bravas de la tarde, los adoquines del
pavimento y las barras de granito que forman el encintado de las aceras despedían fuego y
continuarían exhalando el calor acumulado hasta más allá de la media noche. El sopor de la
digestión y los vapores del vino vinieron a sumarse al bochorno que surgía de aquel inmenso
horno de reverbero que era la ciudad misma. Sentí la necesidad de una dosis suplementaria de
cafeína. Antes de entrar en cualquier sitio, preferí caminar un poco más hasta la plaza que
llaman del Convento de los agustinos, donde supuse que la abundante vegetación que la cubre
templaría un tanto la atmósfera. Fui y me senté solo bajo la lona de una terraza, rodeada por la
sombra espesa de unos plátanos. Dentro del local, la televisión daba la noticia de que una ola
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de calor sofocaba Europa desde Madrid a Moscú y que París alcanzaba temperaturas más altas
que La Meca. Tuve que dejar reposar la taza sobre su platillo porque quemaba los labios con
sólo acercarla. Alguien apagó el televisor y tronó un silencio de montera boca arriba, como
los de antes, como cuando casi no había coches particulares y eran muy pocos los que se
permitían tener prisa. Los árboles certificaron de pronto que, no por carecer de palabra, su
presencia era menos exacta y los bancos hundían cilindros de granito en la tierra muda para
sondearla y nada. Calma chicha, patibularia quietud y unas escobinas de tensa espera en el
paladar. La idea de que se había detenido el tiempo para siempre me hizo un poco de gracia,
pero reparé en que no lograba recordar cuándo fue la última vez que había respirado en mi
vida. Me apresuré a hacerlo, claro. Aspiré con cierta ansiedad y me convertí de pronto, sin
saber por qué, en una bomba neumática. Fue justo entonces cuando entraron en la plaza, como
si de dos naves espaciales se tratara, dos coches oscuros, con cristales intensamente tintados,
que creí reconocer. De ellos descendieron ocho trajes de verano, unos de un blanco impoluto
y cegador, otros de color pastel, con todas sus costuras tensadas y puestas a prueba por una
imponente masa muscular, sobre ellos ocho gafas de sol decididamente negras. El grupo se
concentró en un bloque compacto, de acantilado, antes de iniciar su avance hacia mí. Durante
los escasos segundos que emplearon en cruzar la calle, un aluvión de pensamientos,
acribillados por dudas e inquietudes, a cuál más alarmante, limpió el interior de mi cerebro
dejándolo pulido y libre de aristas en todos sus recovecos. Todos ellos venían a desembocar
en una única conclusión. Me han reconocido y vienen a ejecutarme mediante una ceremonia
reducida al mínimo de sus formalidades. El momento para llevarla a cabo era idóneo. Fuera
del camarero, del cual ni siquiera hubiera podido afirmar que seguía en el interior del local o
si había puesto los pies en polvorosa a la vista de semejante bandada de tiburones, no existían
testigos. Bastaba la facilidad con que se revelaba tal asesinato en mi mente para que
considerara muy poco probable que no se produjera. Durante unos pocos segundos, asistí al
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silencio abrumador de mi entierro. Pero si por milagro se tratara sencillamente de una
casualidad, una especie de broma de pésimo gusto por parte del destino, y echara a correr, me
delataría y de todos modos no serviría de nada, pues ya entonces era un blanco seguro para las
armas de fuego que no dejarían de llevar. Lo único que conseguiría con ello sería malgastar la
exigua fracción de probabilidad de que se encontraran allí con el único objeto de tomarse un
café, como yo, o quizá no un café sino un refresco, con la que estaba cayendo…. Di la orden
irrevocable a todos mis músculos de no moverse ni un pelo de donde estaban y aguardé, en
esa ocasión, el veredicto de los hados. Por si acaso fuera verdad que nos encontramos en un
universo personal, me esforcé en forjar con mi pensamiento, en el tenso clamor de mi
conciencia, una salida airosa, una salida, en esa masa plástica de realidad que sólo a mí
concierne, que me permitiera seguir viviendo, por muy improbable que ello pudiera parecer.
Ellos eligieron una mesa vecina a la mía, no los hados, sino los rusos. El rostro anguloso de
Evgueni se hallaba orientado hacia el punto en que yo me encontraba, pero lo mismo podía
estar sumido en la contemplación de la calle que arrancaba justo detrás y presentaba una
atrayente perspectiva de fachadas decimonónicas, o simplemente había velado su mirada para
mejor reflexionar. Imposible saberlo. Bajo aquellas condenadas gafas de sol con aspecto
opaco, como si estuvieran hechas de baquelita, ofrecía una catadura indescifrable. Para mí,
insoportable. No eran ellos, desde luego, con su blindado hermetismo, quienes corrían el
riesgo de romper la calima de silencio que flotaba sobre la plaza, pues no intercambiaron ni
una sola palabra durante toda la operación de sentar sus reales a una proximidad alucinante de
mí. Tan sólo hablaron, habló Evgueni, una sola vez y fue con el camarero, para pedirle las
consumiciones. Coca-cola con hielo para todos, sin previa consulta, no vayamos a andarnos
con monsergas bajo este calor del diablo. Peligrosa banda que gozaba de tal uniformidad de
criterio. Y con lo poco que a mí me gusta la Coca-cola, sólo faltaba esto. Reparé de nuevo en
las chaquetas de verano, ligeras si se quiere, pero usarlas en un tiempo semejante debía
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equivaler a pasearse con un sarcófago puesto. Si las soportaban, sería sin duda por algo.
Observé con mayor detenimiento y pronto encontré, como ya me temía, la razón, pues ni
siquiera ellas lograban disimular convenientemente el bulto de la pistola. ¿Sería acaso veraz la
legendaria frialdad de la sangre rusa hasta el punto de que preferían acordarse una pausa para
los refrescos, antes de hacer tabletear las armas? Mi busto comenzó a derretirse como si
hubiera sido fabricado con cera y ese descubrimiento me alarmó todavía más, pero enseguida
me percaté de que también ellos sudaban la gota gorda. Tomé un sorbo de café, tal vez fuera
aún posible pasar desapercibido. Tal vez fuera aún posible conservar por algún tiempo el
apergaminado pellejo sobre este viejo montón de huesos. Evgueni bebía, impasible, su líquido
marrón, haciendo cantar los hielos de cuando en cuando. Y lo mismo podía estar
observándome, como el taxidermista a un ratón almizclero, del que va a ocuparse
detenidamente durante las próximas horas, que soñando con las vastas estepas de su tierra.
Acerqué de nuevo la taza a mis labios. El café se hallaba a la temperatura en que lo prefiero,
es decir, todavía muy caliente pero ya sin fuego. Mi sistema nervioso, consideré, estaba
siendo puesto a prueba, voluntaria o involuntariamente, y me dije que bien valía la pena
intentar ganar la apuesta, recoger el guante que me arrojaba el destino. Alcé los ojos hacia la
fachada del convento agustino y decidí ser una de esas figuras de piedra, eternizada en un
gesto pío. Enseguida noté cómo mis músculos se entumecían, cobraban una consistencia
mineral, aunque viva; tal vez en los minerales arda una suerte de vida, más serena en todo
caso que la nuestra, como pude comprobar. Los regueros de sudor que habían cruzado un
momento antes mi rostro se secaron, me olvidé del café y hasta del maldito calor y comencé a
escrutar los impávidos rostros de carne con la misma ecuanimidad que los de roca, hasta
borrar las diferencias perceptivas y conceptuales entre ellos. Nos anima un mismo fuego,
oscuro y frío, oculto, que sólo aguarda la llama para hacerse llama y el agua para dormir su
mismo sueño profundo que atraviesa eternidades. Somos todos, y todo, lo mismo, una luz
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oculta bajo el celemín de la materia. Así supe que Evgueni, más allá del cristal fosco de sus
gafas, se había fijado en mí, cierto, pero me examinaba con la misma curiosidad, sosegada y
neutra, con que escudriñaba los bajo relieves que ornamentaban el pórtico del convento.
Idéntica, por lo demás, a la que ellos mismos nos devolvían desde lo alto. ¡Vaya por Dios! Tú,
Evgueni, mafioso y gánster, aventurero y forajido, venido del frío a este infierno tradicional y
resplandeciente, de la más pura veta judeo-cristiana, en el cual flotan aún unas pocas
vaharadas franquistas que el viento no ha logrado todavía dispersar del todo, si supieras que
es a mí a quien buscas con tanto ahínco, que soy yo, sin ir más lejos, ese tipo insignificante
que tienes delante tratando de reducir sus constantes vitales al mínimo para combatir este
calor que asola Europa y que ya ha causado numerosas víctimas, bueno y otra cosa, además
del calor, yo, fíjate, lo que son las cosas ¿verdad? Yo, que para ti es casi como decir un bulto
y más en la circunstancia presente, quien te fascina y aterroriza al mismo tiempo, quien desde
hace unas horas ha surgido en tu horizonte como un espectro indeseable e inoportuno, pero si
supieras que estoy aquí y que podrías liquidarme con la misma facilidad con que te bebes tu
vaso de coca-cola helada, porque además es el momento ideal, mientras la ciudad entera
duerme una siesta tan profunda como la muerte, ¿sabes? Soy yo, Evgueni, coño, ¿qué te
crees? ¿Cómo es posible que estés ahí parado, a un par de metros y no te des cuenta? Pero
Evgueni buscaba a alguien completamente distinto. Si él lo hubiera sabido. Yo no era
interesante para él, lugarteniente de uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, tan
poco interesante, o menos, como los santos y los apóstoles aureolados que nos observaban
desde la fachada frontera. ¿A quién buscaba realmente Evgueni? Vamos a ver… Pues
buscaba, para empezar, a un compatriota, de eso no hay duda, alguien capaz de inspirarle un
miedo cerval, ese detalle también parece cierto, no hay más que verlo, todavía luciendo un
bronceado saludable y despreocupado en las precisas fotos de la mañana, al entrar en el
chalet, y a media tarde, severamente retrogradado a estadios anteriores, pre-hispánicos, de
202
morbosa palidez. Acaso se hubieran conocido en su país, donde el individuo en cuestión, su
perseguidor, poseía un poder desmesurado, pero aquí Evgueni debía juzgar que las fuerzas se
hallaban más equilibradas, pues salía abiertamente a su encuentro, con una escolta similar a la
que suponía debía llevar el otro en esta tierra extranjera y lejana para ambos. Un duelo bajo el
sol, desenlace épico para este asunto peliagudo. Sí, todo eso parecía plausible. O tal vez
Evgueni suponía que ese monstruo temible, fuera quien fuera, no había salido, personalmente,
de Rusia, sino que había sacado un tentáculo por esta parte, como una sucursal de su solvente
banco de fuerza. En tal caso debes conservar la calma, amigo Evgueni, no estamos todavía en
el instante supremo en que hay que doblegar la cerviz ante la fría cuchilla, serénate y refresca
tus ojos, pues eres un jefe mafioso y a quienes pertenecen a semejante linaje no les conviene
manifestar a las claras que han perdido los papeles, porque su misma guardia pretoriana les
segaría la cabeza como si fueran una mies en estío. ¿Qué? ¿Qué dices, que está en todas
partes? Pero vamos, Evgueni, eso no es posible. Ni que fuera Dios, con su universalmente
reconocido don de la ubicuidad. Mas Evgueni había dado por concluida la entrevista. Con un
gesto seco indicó a uno de sus hombres que fuera a pagar la consumición. Al regreso de éste,
se levantaron todos al unísono y se fueron tan sigilosamente como habían venido.
Me sentí invulnerable. Había pasado entre un tropel de tigres y podía contar todos mis
huesos. El café estaba ya frío. Bueno, frío es un decir, frío para ser un café que no había
nacido con la vocación de ser un café del tiempo. Lo terminé sin verdadero placer, pagué y
me fui a mi vez.
Cuando llegué a casa, noté que se me había pasado todo el sopor, así que aproveché para
sentarme a leer en el jardín y hacerles la pascua a los mirlos, acostumbrados a venir a picotear
los higos en la más absoluta de las paces. En cuanto anocheció, me preparé una cena ligera y
subí a mi habitación dispuesto a dormir a pierna suelta, objetivo que no me resultó difícil
alcanzar.
203
II
Al día siguiente me despertó la jovial claridad que cada mañana invadía mi habitación.
Permanecí un rato observando las paredes desconchadas, las vigas desvaídas y algo comidas
de carcoma. Consideré que esa casa me gustaba tal como estaba. Si la reparaba, perdería todo
el encanto que poseía a mis ojos. Y es que siempre he albergado la convicción que de nada
sirve edificar un palacio digno de la reina de Saba en un lugar que está maldito. Sin embargo,
hay otros, no siempre sublimes, ni siquiera particularmente bellos, pero que reciben, como los
rostros de los anacoretas, una difusa, aunque innegable, gracia santificante. En estos enclaves
es donde uno quisiera ser sepultado. He conocido varios, pero éste es sin duda el que menos
pretensiones alberga, parece limpio, fresco, sereno y presenta esa otra cualidad, indefinible, de
la que acabo de hablar. Sólo faltaría, si acaso, la buena y restringida compañía que deben
ofrecer esos recoletos y pulcros cementerios de los pueblos españoles, siempre cuidados y
generosamente enjalbegados, una pequeña mesnada de seres con quienes conversar a la caída
de la tarde, bajo la sombra de una higuera, cuando no de un simple ciprés. El bueno de don
Quijote solía decir con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo. Y es que las
conversaciones con los muertos españoles deben ser tan castizas como las de los casinos que
frecuentan los vivos, pero desinteresadas. Me pierdo. Sólo quería decir que podría vivir una
eternidad en esa casa, sin que ella sea, por lo demás, nada del otro mundo. A lo sumo, ya que
se encontraba casi vacía, podría poblarla de muebles y enseres antiguos, de poco precio, ese
tipo de trastos que suelen encontrarse en la tienda de un anticuario de carretera.
204
Viendo que no tenía llamadas ni mensajes, tras prepararme un somero desayuno, me puse el
bañador, una camiseta, eché una toalla sobre mi hombro, escondí una llave en el jardín y fui
andando hasta la playa. No dejaba de ser una actitud irresponsable, pero el caso es que cedí
ante la insistencia de una voz interior que me urgía a aprovechar esos instantes inesperados de
libertad como si fueran los últimos. A lo mejor, me dije, influenciado por el repentino
recuerdo de lo que sucedió el día anterior, va y resulta que sí son los últimos, quién sabe…,
pero todo esto lo meditaba con serenidad. El calor, que seguía intenso, implacable,
demoledor, un calor propio de latitudes más bajas, también debió influir en esa súbita decisión
de recubrirme de mar y de espuma. A esa hora temprana, la inmensa pradera de lavanda en
flor se hallaba tranquila como una formidable balsa de aceite en la que se reflejaba el cielo de
un azul afinado, perfecto, una amatista gigantesca, elegida por carecer de la más mínima
impureza, en la que se había cavado la cúpula del día. Me puse a nadar paralelamente a la
costa, observando el suelo arenoso, corrigiendo mi trayectoria en función de la mayor o
menor profundidad, también de la distancia con relación a los edificios que se alineaban en el
paseo marítimo y constituían el pastel inmenso que había atraído a unos insectos tan
peligrosos y tan voraces como esos con quienes me había codeado durante los últimos días y
del que también yo parecía que estaba reclamando mi parte, sí, la estaba reclamando, una
porción consecuente, después de todo. La parte del león, ¡qué diablos! Todavía no habían
visto con quién se jugaban las pesetas. No podía contentarme con menos, porque intuía que
me era absolutamente necesaria para alcanzar algo que no podía precisar aún, pero cuya
llamada se había revelado imperiosa e ineludible. Me imaginaba convertido en un navío
griego o fenicio, poco importa el pabellón al fin y al cabo, surcando un mar mucho más
nuevo, un mar prístino y todavía poco navegado, pero para el que éste, algo gastado y un tanto
contaminado, claro, bien podía servir como fuente de inspiración, proveniente, me refiero al
barco, que sería una galera, de la metrópoli, en la que, además de obtener el cargamento que
205
llenaba mi bodega, se había saciado mi alma, que habita el centro oscuro de la madera densa,
impregnada de agua salada y fragor marino, de las músicas y fuegos nocturnos que
entretienen a su población cosmopolita, de las blancas y rectilíneas piedras de los templos y
demás edificios públicos o privados que enrojecían durante la noche y comenzaban a
palidecer a medida que llegaba el día. Acababa de avistar en ese momento la costa y navegaba
junto a ella en busca de la colonia en que descargar el precioso contenido que me pesaba en la
cala y el pañol. Mi frente era el mascarón de proa hendiendo la espuma de las olas como una
magnesia blanquísima que crepitaba y salpicaba el maderamen, incrustándose en él por sus
poros, impregnándolo para siempre de sal y del rumor de la resaca. El mundo era
substancialmente el mismo, si acaso más puro en aquel entonces, tal vez más salvaje y
cruento, próximo todavía al origen de las civilizaciones en las que el conglomerado moral no
estaba sino al comienzo de una larga y laboriosa escisión que, por cierto, no ha avanzado lo
que debía, más despejado, en todo caso, sin todos esos falsos acantilados de cemento cuya
calidad era más que dudosa. Y los hombres, a decir verdad, prácticamente idénticos. Yo, por
ejemplo, podía ser también el piloto que sostenía con mano firme el timón de aquella nave y
escrutaba con atención el color del mar para no dejarme sorprender por un escollo o un banco
de arena. Cosa curiosa, ese piloto, griego hasta la médula blanca como yo, griego de las
colonias griegas, o fenicio de las colonias fenicias, ¡qué más da al fin y al cabo!, se hallaba al
corriente de todas mis cuitas y anhelos, tal vez más al corriente que yo mismo, y mientras
buscaba en las aguas un azul más seguro o daba vueltas al timón para sortear un arrecife,
pasaba revista a los rostros que me obsesionaban, emitía hipótesis a propósito de la identidad
del príncipe árabe que gozaba de ciertos privilegios con Verónica de la Mata, el cual parecía
poco probable que viniera hasta la piel de toro sólo por ella, o de la pesadilla de Evgueni, o
del resultado incierto de la guerra del Peloponeso, todo se mezclaba en mi mente, pero yo
barajaba sin cesar posibilidades y establecía una estrategia provisional. Cuando quise levantar
206
la cabeza, me encontraba cerca de la escollera del puerto. El viento había sido
extremadamente favorable. Entonces desvié la trayectoria hasta ir a encallar en la playa y salí
a la orilla para desandar de inmediato el camino, esta vez a pie.
Nada más salir, voy y me encuentro de manos a boca con el mismísimo Evgueni. Con
tantísima gente que posee chalets en la playa y tener que darme de bruces justamente con él.
Aturdido como estaba, me quedé un momento parado sin comprender y sobre todo sin saber
qué hacer. ¿Pero qué clase de bromista organiza los encuentros y desencuentros de la gente?
El ruso, claro, por segunda vez no reparó en mí. En bañador somos todos muy distintos y ni
siquiera estoy seguro de que la primera vez se hubiera fijado un solo segundo en mi humilde
persona. También él poseía, en esa ocasión, menos empaque que enfundado en su traje
cegador a fuerza de blanco, rodeado de sus gorilas, escudriñando todo o pasando de todo tras
sus negrísimas gafas de sol. Estaba, a la sazón en bañador, como yo, por supuesto, jugando a
hacer castillos de arena con tres niños de corta edad que debían ser sus hijos. Ni siquiera me
hacía falta saber dónde vivía, pues mis hombres lo habían averiguado ya. ¡Qué derroche de
emociones para nada! Mas yo no había prestado atención al emplazamiento preciso de la
dirección que ellos me habían comunicado, me bastaba, por el momento, con saber que la
teníamos. ¡Y lo que son las cosas, al día siguiente, con lo larga que es la playa, vengo a
emerger justamente allí! No dejaba de ser curioso constatar que con Evgueni me había
cruzado dos veces en dos días y con mi mujer, por ejemplo, ni una sola en dos meses. Me
volví rumiando la impresión de que el pensamiento actúa como una poderosa fuerza
magnética que une a las gentes, para bien o para mal, sin discriminación alguna, y también
con la otra idea de que el mundo posee una lógica interna distinta a la superficial, esa que
nosotros llamamos, justamente, si bien con toda probabilidad equivocadamente, la lógica de
los acontecimientos. Observando ese espacio apabullante, a fuerza de azul, que poco antes
207
había surcado, ese trozo de mar griego, testigo de los misterios de Eleusis, comprendí que,
con tal meditación, acababa de rozar un secreto estremecedor.
De regreso a casa, consulté el móvil y seguía sin presentar llamadas. Era pronto para todo,
para los distintos informes, pronto para el micrófono destinado a Verónica de la Mata, pronto
para comer…. Por primera vez, desde que me metí en ese Cafarnaúm del copón en que me
hallaba hundido hasta el corvejón, me tocaba tener paciencia. Y no es fácil ser paciente
cuando a uno le hierve la cabeza de proyectos. Sherlock Holmes necesitaba tomar droga o
tocar el violín. Sin embargo, conviene aprender a serlo, pase lo que pase y caiga quien caiga,
porque justamente en esos momentos de marasmo es cuando más errores se cometen. La
paciencia es una virtud sumamente útil para el cazador, con su ayuda no deja un palmo de
terreno por registrar; pero más provechosa le resulta a la presa para no pestañear siquiera y no
romper el mimetismo cuando aquél le clava la vista encima y sólo Dios o el diablo saben si le
ha visto o no.
Puse mi mesa de trabajo debajo de la higuera y traté de concentrarme en la lectura. Si esa
actividad no lograba reducir mi ansiedad, ninguna otra lo haría. Mas, ¿por qué diablos me
encontraba en ese estado de desasosiego comparable al que propicia la inminencia de un oral
de oposición, pero después de que le hayan embargado a uno el piso alquilado y se haya
quedado con sólo lo puesto, si ya he dicho que aquello para mí no difería mucho de un juego?
Cierto que había conseguido poner en pie de guerra a dos mafias internacionales y que ambas,
con mayor o menor vaguedad, analizaban mi acto y, por lo tanto, pensaban en mí, lo cual
temía como si estuvieran invocando mi sombra en la oscuridad y ella no pudiera evitar
aparecérseles a pesar de mis vehementes exhortaciones en sentido contrario, aunque por
suerte de momento fueran incapaces, al parecer, de reconocerme, pero vaya usted a saber. No
obstante, mi sentimiento al pensar en ellas era más bien de orgullo, por haber sembrado tanta
confusión, que de miedo. Se trataba pues de otra cosa. La intuición de que estaba a punto de
208
tocar con los dedos algo grande, comparado con lo cual cuanto había logrado hasta el
momento, que no era poco en términos absolutos, se me antojaba pacotilla, un asunto menor.
Ignoraba dónde se hallaba escondido ese tesoro, cuyo valor no era únicamente material, pero
me habitaba la certeza incomprensible de que se encontraba muy cerca de mí, haciéndome
guiños que sólo yo podía entender. Admití que durante aquellos días delirantes podía
considerarme, por primera vez en mi vida y bajo un cierto aspecto, un paniaguado de la
providencia. Las decisiones que tomaba se revelaban certeras, las provisiones exactas, el
camino elegido se abría en camino real, cada vez más ancho y cuidado. Yo estaba decidido a
construir algo con mis manos y en ese momento supe qué iba a ser. Sería precisamente el
trayecto que conduce a ese impreciso, múltiple, variado y valioso Vellocino de Oro, del cual
también hay uno distinto para cada individuo. Siempre había sido un mandado, a quien lo
ínfimo requería una voluntad y un esfuerzo hercúleos, obligado a presenciar cómo los mejores
pedazos de realidad iban a parar invariablemente a otros, cual gracia gratis data, y a mí sólo
me correspondía paciencia y resignación y órdenes y obligaciones por un tubo y alguna que
otra migaja, de cuando en cuando, poca cosa. Pero entonces aspiraba a lo portentoso, a lo
maravilloso, a las minas del Potosí y al escondido vericueto de la sabiduría. Y ése era el
auténtico origen de toda mi ansiedad, porque tenía la impresión de que todo ello lo tenía al
alcance de mi mano, o por lo menos escondido muy cerca.
Cuando el sol comenzó a declinar, fui dando un paseo hasta la agencia inmobiliaria. Allí
estaba mi alto estado mayor al completo, de pie, alrededor de una mesa sobre la que habían
colocado cuatro ordenadores portátiles; uno de ellos, encendido, absorbía toda la atención del
equipo. Felipe, ratón en mano, daba explicaciones. Al verme llegar, no tuvo más remedio que
empezar desde el principio. Mira, he diseñado una página Web que permite acceder, tras
introducir un código evidentemente, no solamente a las grabaciones almacenadas, sino
también seguir, en directo, a cualquiera de nuestros personajes preferidos. Incluso he previsto
209
la transmisión de imágenes por web cam. Fíjate. Abrió una página que parecía un catálogo de
los más variados electrodomésticos, televisores, radio despertadores, lámparas, relojes de
pared, cadenas hi-fi y hasta frigoríficos. Todos estos objetos llevan una cámara y un
micrófono incorporados. Por supuesto que no es preciso comprarlos en este catálogo, hace ya
mucho tiempo que me las arreglo solo para estos menesteres. Las imágenes siempre han
tenido mayor valor probatorio que un simple discurso grabado, son útiles especialmente para
las agniciones y, si no me equivoco, tenemos un interés especial en conocer la identidad de
cierto príncipe… No parece probable que los encuentros con Verónica de la Mata se
produzcan en la propia casa de ésta, objeté, basándome, quizá con demasiada rapidez, en mi
desdichada experiencia personal. Felipe desvió la mirada. ¿Y por qué no? ¿Qué mejor y más
discreto hotel que éste, durante las largas ausencias de su marido? Una mansión vastísima,
bien vallada, bien arbolada, con numerosas entradas. Casa con dos puertas, mala es de
guardar, dice el proverbio. Luego está Ruano, que sigue siendo la piedra angular de un
edificio que todavía promete sorpresas en algunos rincones. Podemos ponerlas en cada sitio
donde sabemos que ha concedido entrevistas, así como en sus dos despachos, el de casa y el
del Excelentísimo Ayuntamiento. ¿Y qué me dices de Kloss? ¿Y Evgueni y don Caetano?
Esos últimos ya son pájaros de más cuidado, sus casas están mejor vigiladas. De acuerdo,
pero no son inexpugnables. Mi plan es comenzar instalando unos micrófonos orientables y
ultrasensibles en los alrededores, tal vez en el jardín. Y en cuanto reclamen a un fontanero, a
un albañil, o requieran cualquier otro servicio a domicilio, intervenimos nosotros, previa
anulación de la demanda dirigida a la empresa en cuestión. De este modo y estando un poco
alerta para no perder oportunidades, pronto dispondremos de una tupida red audio-visual. El
mérito de poder consultarla cada uno en su propia casa consiste especialmente en que evitará
las afluencias irregulares e intempestivas que se producen aquí durante las alertas. Por cierto,
tienes dos grabaciones de Ruano que no carecen de interés. Vuk asintió con la cabeza.
210
¡Dichosos los ojos, Juanjo! Ya desesperábamos de que consiguieras acordarte de la época en
que estamos y de que la gente, en verano, suele tomarse un respiro y visitar a los amigos.
Tuve un pequeño contratiempo. ¡Vaya por Dios! Excusas de mal pagador. Cierto como he de
morir. Anda, anda, pues tu Ramiro ahí lo tienes, detrás de la casa, en el jardín, aburrido ya
como una semana con sopa. Gracias Carmen, voy. ¡Pero hombre, Juanjo! ¿De dónde
demonios sales? Te he llamado varias veces. Digo este hombre ha ido a parar, por su mala
cabeza, a un infierno en el que no hay cobertura y de tantos teléfonos móviles como tiene no
le funciona ninguno. Muy gracioso. Pues si no es así, ¿qué diantres te ha pasado? Me han
llamado a consultas. ¿Cómo? Me han llamado a consultas manu militari, como ellos suelen
hacer las cosas. ¡Joder, eso se dice en castellano secuestrar! Cabalmente, Ramiro, aunque me
han tratado bien, dentro de lo que cabe. Me han quitado mi buena pasta, eso por descontado,
pero no es ello lo que más me preocupa. ¿La fuga de información? Justo. Lo sabían todo. Es
decir, todo lo que hay en Galíndez-Lastarria, para ser precisos. Ah, y lo que hay en el
Ayuntamiento. Es curioso, allí, en Madrid, no hay nadie que no tenga el teléfono pinchado y
la vida y milagros averiguados desde el día en que hizo la primera comunión. ¿Quiénes han
sido los autores del desaguisado, lo sabes? Los operarios hablaban ruso, aunque el sujeto que
ha conducido el interrogatorio era más andaluz que Alfonso Guerra. Otra vez los rusos, ¡y qué
diablos de pesados son estos rusos, nos ha caído el gordo con ellos! ¡A ver si todavía tenía
Franco razón respecto a los rusos! Eso es que se han buscado un agente local, para expresarse
mejor en la lengua de Cervantes. Pero los rusos no necesitan dinero, sino buenas espitas para
vaciarlo en la alberca adecuada. Ahí hay algo que no cuadra. Evgueni asegura que no estaba
al corriente y me pareció sincero. Tal vez se esté abriendo un cisma entre ellos. Pero el dinero,
en todo caso, era una tapadera, una maniobra de diversión. A mi modo de ver, lo que
buscaban era información. La información la tenían, ese es el problema, y de primera mano,
exacta, se han descargado los documentos auténticos, ¡ahí es nada! ¿Y no han intentado ir más
211
lejos por caminos tortuosos? No. No al menos empleando malos modos. ¿Quieres decir que te
han ofrecido algo a cambio de un mayor conocimiento? Nada de eso, simplemente el tipo ha
conversado conmigo, pero serenamente, como tú y yo lo estamos haciendo ahora. Ha hecho
preguntas y yo le he dado mis respuestas, de modo que he ido lo lejos que he querido, ni más,
ni menos. Esto es muy extraño. Tanto que ha desconcertado a todos excepto a uno. ¿A quién?
A Evgueni. ¡Joder! ¿Y qué te hace pensar que Evgueni sabe más que los otros? A él este trajín
le ha puesto en el cuerpo un canguelo de los que retiran el alma hasta la médula de los huesos.
Y cuando uno tiene miedo, es que sabe. Se puso amarillo como la cera en cuanto conoció los
detalles y zanjó la conversación de cualquier manera para poder irse enseguida. Curioso. Y
tanto, quien siente un espanto semejante, sabe cosas que los demás ignoran. En todo caso, no
nos vamos a quedar con los brazos cruzados. Si los documentos pillados provienen del
despacho Galíndez-Lastarria, ésa es la fuente a la que hay que remontar. Insisto en que al
personal del gabinete lo tengo atado con lazo corto. No obstante, echaré un vistazo al edificio.
Si alguien ha entrado por efracción, lo sabré enseguida. ¿Cuándo vas? Mañana a primera hora
saldré para Madrid. Utiliza mi helicóptero, así podrás ir y volver en el mismo día.
La segunda conversación, previno Vuk, es con Alfredo Kloss. Asentí maquinalmente.
Paso los preliminares en los que Ruano tuvo que relatar, de modo semejante a como lo hizo
en sus citas anteriores, las vicisitudes que lo habían envuelto durante las últimas horas.
También Kloss trató de comunicarse con él varias veces durante su ausencia.
La cuestión, ahora, es determinar hasta dónde ha llegado la gangrena y en función de eso
amputar. Debes reflexionar bien, Juanjo, entre todos los documentos que te mostraron, ¿no
había ninguno que se saliera del dominio Galíndez-Lastarria? En el cuerpo del informe,
¿alguna alusión indirecta, equívoca o sospechosa, a algo más? Nada. ¿Y luego, en el
interrogatorio? El interrogatorio giró en torno a la base documental. Sea como fuere, no
podemos tener la seguridad absoluta de que, utilizando el procedimiento que les ha permitido
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volar en pedazos este cerrojo, no hayan logrado acceder a otras fuentes. Tendrían que conocer
primero la existencia de esos otros manantiales y el eje sobre el que giran todos ellos lo
constituye tan sólo un puñado de personas. Personalmente considero que es pronto para
pensar en una alta traición. Lo sé, no conviene echar las campanas al vuelo. Aunque me
sentiría más tranquilo si supiera, con toda exactitud, cómo han conseguido descubrir ese
pastel, porque no ignoras que hay otras operaciones en curso, algunas de ellas delicadas por
naturaleza, entonces la decisión que se impone es si paramos todo, por precaución, o al
contrario, si lo aceleramos para ganarles unas décimas a quienes nos vienen pisando los
talones. Porque ahora lo sabemos de cierto, alguien, quien quiera que sea, nos viene a la zaga
y, a juzgar por los métodos que emplea, no parece que se trate de la policía, ante cuyo posible
embate habíamos preparado nuestra estrategia defensiva, pero ¿de qué sirve haber aprendido
de memoria discursos, ante una banda de gánsteres? Majano piensa que han conseguido entrar
físicamente en el edificio donde se encuentra el despacho y sus anexos. Mañana sale para
Madrid con mi helicóptero, así que, hacia la noche, sabremos probablemente a qué atenernos.
Buena iniciativa, perfecto, bueno, durante los próximos días estaré solo en casa, por lo que os
propongo que vengáis aquí para discutir de la situación en torno a una buena mesa, con pan y
vino se anda el camino y las penas se adelgazan y se vuelven más ligeras. Cierto, siempre es
mejor discutir en tales condiciones que a palo seco y más conociendo las virtudes de la tuya;
los duelos, con pan son menos. Será un placer. Estupendo. Por cierto, habrá otros temas,
algunos de ellos sensibles, como te acabo de insinuar, y sobre los cuales urge tomar una
decisión en función de las noticias que nos traiga Ramiro. Justo en este momento el asunto del
palacio del marqués de la Teja está que arde y ya conoces la importancia que puede tener para
sentar precedente. Luego, esto es como el agua, una vez ha encontrado su camino, no hay
quien la pare. Pues bien, ése que hemos convenido en llamar, por precaución, el Delfín
blanco, está en este momento ya muy maduro, a punto de claudicar, y es que las fuerzas más
213
antiguas y más portentosas que afectan a la humanidad tiran de él como maromas de barco.
Muy pocos son los que resisten. Una vez más, Elena, aparte de ser una buena abogada, ha
demostrado poseer otras cualidades apreciables. Bueno, esas otras cualidades de las que
hablas, nunca le hizo falta demostrarlas, saltan a la vista. Cierto, se afirman solas con una
rotundidad axiomática. Además, ahí parece haber también una historia antigua. Dejaremos,
entonces, la causa pendiente hasta mañana por la noche.
Puesto que no era una audición en directo, la grabación se detenía ahí. Tomé el ordenador
portátil que me ofrecía Felipe y, con andar moroso, como si yendo no quisiera llegar, dirigí
mis pasos hacia casa. La naturaleza a veces palpita al ritmo de nuestro corazón, pero otras
tiene ritmos tan largos que nos estragamos, sumergidos en nuestra propia ansiedad. El calor
excesivo me había quitado el apetito. También el de la lectura. Me acosté, pero fue un error
pues no hice más que dar vueltas y vueltas sobre la cama, sudando la gota gorda,
enredándome aún más en mis cálculos, en mis previsiones, en mis predicciones. Cuando
resultó evidente que no iba a dormir aquella noche, a menos que no hiciera un ejercicio que
me fatigara, mental o físicamente, me vestí y salí de casa en busca del mar. Durante aquellos
días el mar me atrajo más que nunca y siempre me había cautivado confusamente. En cuanto
me lo encontré de bruces, ese mar bronco y oscuro, con puntillas almidonadas en su
majestuosa vestidura nocturna, me metí dentro sin pensarlo dos veces, ni tan siquiera una,
pues lo cierto es que me sorprendí a mí mismo con el agua en la cintura y las sandalias en la
mano, como si hubiera pretendido cruzarlo, como peregrino, en toda su inmensa extensión. La
razón de la sinrazón que a mi razón mueve. Al darme cuenta de lo que había hecho, alcancé a
comprender la miseria en que había caído y retrocedí como avergonzado, pero me puse a
pasear por la orilla hasta el amanecer. Momento en que regresé a mi cama y me dormí al fin.
Por poco que aprieten los acontecimientos, enseguida el exiguo espesor de vuestros cuerpos
no puede soportar la presión y exhala el alma por arriba. Incluso los tipos que parecen
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bastante equilibrados, de puertas afuera, como tú. Pero creo que ésos son los peores, cuando
de verdad pierden los papeles.
Cuando quise despertarme, era demasiado tarde para desayunar, así que comí cualquier
cosa, a pesar de que también era demasiado pronto para comer, y me acosté de nuevo. Hacia
las cinco de la siesta desperté de un profundo sueño y caminando, es verdad, como si toda el
alma se me quisiera salir por la boca, fui de nuevo a la playa dispuesto a atravesarla, a nado,
de punta a punta. El mar, el sueño, idéntico viaje por la cara oculta de la razón. En ciertas
circunstancias, el fin del uno solicita el comienzo del otro porque el espíritu todavía no ha
acabado de caer en el fondo de su abismo. Noté que la nave en que me había convertido
experimentaba regularmente dificultades en atravesar cierta zona, intensamente batida por
unas olas que, tras embestir contra las cuadernas del barco, se paseaban por la cubierta de
proa a popa, recorrida por corrientes contrarias que provocaban choques de masas de agua y
removían el suelo arenoso. Por la tarde, el mediterráneo suele estar más agitado. Había allí un
edificio alto, señero, el cual resultaba laborioso de doblar y ante él, la embarcación avanzaba
milímetro a milímetro, sufriendo los embates incesantes de las olas, más encrespadas en ese
lugar que en cualquier otro, las cuales, a veces, me arrastraban dando revolcones, envuelto en
humo frío. Sin embargo, yo albergaba la certeza de que aquello tenía valor de símbolo. Si me
derrotaba el mar, las olas y las corrientes de la vida me arrastrarían indefectiblemente hacia la
sima insondable. Por el contrario, si ganaba yo, una merecida recompensa me aguardaría en
aquel puerto resplandeciente y dorado como un cáliz bajo el sol. Las velas y los cordajes
crujían oponiéndose a la furia del viento, los remeros estaban exhaustos, el casco volaba por
los aires levantado por la desmesurada fuerza del mar vivo. Pero cuando al fin salía de esa
zona de turbulencias, surcaba las aguas como una flecha que guarda, entero, el impulso
conferido por la cuerda del arco y el bloque de cemento acribillado de ojos quedaba muy
pronto atrás. No quería salir delante de Evgueni, así que nadé hasta la propia escollera.
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Aunque al volver me crucé de nuevo con él, eso ni qué decirlo. Pero no pareció prestarme
atención, entretenido como estaba jugando con la chiquillería.
Kloss recibió a sus asociados al anochecer. La mesa estaba servida en una terraza que
aprovechaba un saliente del acantilado. Mantel blanco, casi fosforescente entre dos luces,
velas y un sumiller a su cargo. Escondidos entre las peñas de lo alto, mis hombres
fotografiaban y filmaban la escena. Otros, en la trastienda de la agencia la gravaban. Y yo,
tranquilamente sentado en mi casa frente al ordenador, veía y oía todo en directo como Zeus
desde el Olimpo. A pesar del lujo que los rodeaba, del paisaje agreste y francamente sublime
que tenían a sus pies, con el mar rompiéndose en los escollos y revelando su pulpa
blanquísima bajo una piel endrina como la de las ballenas, de la mesa suntuosa que se ofrecía
para su regalo, de la brisa blanda y tibia que, de vez en cuando, hacía ondear los flecos del
mantel, los rostros de los tres hombres aparecían tirantes, adustos, como si se hubieran
tragado el hueso de un albaricoque. La luz de las velas daba a la reunión una estampa de
sábado de hechiceros.
Hubo, en efecto, efracción. Entraron por lo alto del edificio. Bien, pero ¿cómo diablos se las
arreglaron para acceder a los archivos, protegidos como están por un código secreto que se
cambia con cierta regularidad? A mi modo de ver penetraron dos veces. La primera para
instalar su material espía, el cual se reduce, si mi hipótesis es correcta, a una pequeña llave
USB que se coloca en la parte posterior del ordenador, donde puede permanecer disimulada
durante un tiempo indefinido. Es raro que alguien se ponga a curiosear por la parte trasera de
la columna central. En dicho artilugio quedan registradas todas las claves que se han
introducido en el aparato durante el transcurso de un determinado intervalo. La segunda vez
que estuvieron allí, presumiblemente al cabo de sólo unos pocos días, abrieron el contenido de
las llaves, rompieron los sellos que protegían los documentos, los grabaron y se fueron por
donde habían venido, con los bolsillos repletos de nuestros trapos sucios. Dicho esto, ahora
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veamos qué conclusiones se imponen. El personal del gabinete, tal y como había vaticinado,
está libre de pecado. Los ordenadores, por el contrario, deben ser examinados de cerca, no
vaya a ser que todavía les quede algo en las tripas, una sorpresa en forma de caballo de Troya,
por ejemplo. Los empleados tienen instrucciones precisas para neutralizar este tipo de virus
cuando viene del exterior, pero no hay sino el enemigo de dentro para empecer y ellos,
nuestros misteriosos y hábiles espías, estuvieron dentro, de eso no cabe la menor duda. La
estructura financiera, desde luego, hay que maquillarla de punta a punta. Lo cual quiere decir
que se nos acabó el verano. Por descontado y que sea sólo eso, el verano, lo que se nos ha
acabado. Ello por cuanto se refiere a las diligencias que deben tomarse puertas adentro.
Volvamos ahora la mirada al enemigo que nos acosa. No se trata de una congregación de
monaguillos con bozo de melocotón, sino de una peligrosa organización que ha probado
disponer de una amplia gama de recursos. No es fácil tender un cable de un edificio a otro y
deslizarse por él, eso es tarea de expertos. Neutralizar todo un sistema de seguridad, basado en
una tecnología de punta, tampoco lo es y requiere otro tipo de habilidades muy diferente. Para
terminar, volvamos a lo que hay que colocar antes del principio para obtener la figura de la
pescadilla que se muerde la cola y que revela para mí la certeza absoluta del poder detentado
por el grupo, me estoy refiriendo a la eficaz labor de investigación que les condujo hasta ese
edificio concreto. Por no hablar de la reacción, espectacular e inmediata, que conocemos, me
refiero a tu fulminante secuestro, la cual no puede ser sino el resultado de un plan
premeditado y estudiado en sus más mínimos detalles. Detrás de eso hay un cerebro vigoroso
que alberga una estrategia. ¿Piensas que no se van a contentar con el botín obtenido? Me
sorprendería que lo hicieran, cada forma lleva aparejado un significado. Tiburón, por ejemplo,
significa voracidad. En todo caso, he puesto a hombres de mi confianza tras su pista.
Personalmente he visitado durante el día otros santuarios y no me da la impresión de que
hayan sido profanados. He aumentado la vigilancia física en todos y tomado las prevenciones
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necesarias para que se consolide, lo antes posible, el dispositivo técnico de seguridad. Bien,
entonces podemos considerar, mientras no se demuestre lo contrario, que la infección afecta
tan sólo al gabinete Galíndez-Lastarria y que lo demás permanece sano en la actualidad.
Todos los datos apuntan hacia esa hipótesis de trabajo. Sin embargo, hay otra conclusión que
me parece evidente y es que estamos, seguimos estando con toda probabilidad, en su punto de
mira, por lo cual es de suponer que continúen estudiando con lupa todos nuestros
movimientos. De modo que es preciso tener mucho cuidado a la hora de hablar por teléfono.
Bueno, cuidado en todo, pero especialmente en eso. En ese ámbito, he puesto trampas en las
más altas esferas, veremos qué cae en ellas. La buena cuestión es que, justamente en estos
momentos, hay razones, las conozcan ellos o no y espero que no, para seguir nuestros
movimientos. Ya se sabe, a perro flaco, todo son pulgas, ¿y de qué se trata esta vez? De
nuestro proyecto encaminado a habilitar antiguos palacios madrileños en hoteles de lujo. Ya
os hablé de ello. Pues bien, la cosa sigue su curso viento en popa, porque habéis de saber,
queridos hermanos en la caridad, que la sin par Elena de Troya ha sabido hacerse desear a
fondo por el ínclito Paris, el cual, según parece, ha estado bebiéndose los vientos por ella, sin
resultado alguno por el momento, desde los tiempos de la facultad, que no es moco de pavo,
pero ahora que la soberbia belleza se digna al fin mirarle, se diría que lo han puesto a asar en
la misma parrilla de San Antonio, peor que la de San Lorenzo, si se me permite. Ella sabía
muy bien a dónde quería llevarle, anunciando con antelación los síntomas. Cuando se
encuentre tan irritado como tierno, dijo la bella, y de los ojos desorbitados le salgan chiribitas,
cuando no sepa ya a qué santo encomendarse y se le corrompan las oraciones, cuando esté tan
soliviantado que le resulte imposible echar marcha atrás en cualquiera de sus acepciones,
entonces estará a punto de caramelo para hacer negocios con él. Y se da la circunstancia de
que en este preciso momento lo está, cabalmente como queda dicho, ni más ni menos. Ella le
ha dado a conocer el precio, favor con favor se paga. Y él, renovado Paris, se halla dispuesto a
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desencadenar la guerra de Troya por obtener las embelesadoras caricias de esa Elena, aunque
sólo sea durante una noche. Si se desenvuelve bien, serán varias, mientras duren las
formalidades, y las cosas de palacio, ya se sabe, van despacio, pero eso es asunto suyo. Ella
ha demostrado en numerosas ocasiones poseer un elevado espíritu de sacrificio y bien puede
regalarle durante algún tiempo lo que tan poco le cuesta. Cierto. Pero tampoco cabe que las
obras del Escorial duren más allá de lo razonable, pues cada una de las lides de cama será
filmada desde todos los ángulos de la misma y si no se da prisa, nosotros sabremos
acicatearle. Bueno, en eso estábamos cuando ayer le pedí a ella que aguardara unas horas a
ver en qué paraba este asunto que nos ocupa. Y él, claro, parece que se sube por las paredes;
la acusa de estar jugando con sus nervios. Es natural. Con los políticos de alto vuelo, es de
dominio público, hay que andarse con los pies de plomo, pues todas las miradas están puestas
en sus actos para devorarlos al menor indicio de debilidad o en cuanto den un paso en falso,
razón por la cual siempre resulta arriesgado hacer tratos con ellos y más por lo que se refiere a
los menesteres que han ganado nuestra amorosa afección. Sin embargo, llega un momento en
que no hay más remedio que recurrir a ellos, así son las cosas. Pues adelante con los faroles,
ella sabrá cómo llevar este asunto por los mejores derroteros, así que puedes darle la
autorización, de la manera más discreta posible, para que prosiga, pero luego procura no
comunicar con ella durante una buena temporada.
De modo que el hombre, extraído del suelo, esperaba una recompensa, un tesoro escondido
en las entrañas de la tierra; el hombre, que ha sido destinado al polvo, a ser polvo confundido
entre más polvo, quería ser navío navegando en la mar océana, lanzado a la búsqueda de su
Vellocino de oro. ¿Y dónde se hallarán las ejecutorias y los pergaminos de alcurnia que le
autoricen a ceñir las ínfulas? En verdad, el hombre nacido de mujer no fue creado para la
soberbia sino para la humildad. “Quien se ensalza, será humillado y quien se humilla, será
ensalzado;” pero después, no en el reino de la carne y de la sangre, sino en el del espíritu. No
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serás príncipe en el reino de este mundo sino por procuración y cuando la ocasión se presente,
cuando llegue el instante sublime de afrontar el portentoso soplo de la muerte, inclinarás tu
cerviz ante la maravillosa majestad de Leviatán. De él se ha dicho “Tan sólo con estar ante su
vista, seremos lanzados a tierra.” “¿Concluirá él un pacto contigo?” “Acuérdate del día de la
batalla y no vuelvas a empezar.” Navegando por aguas turbulentas, soñé con las enjalbegadas
residencias de la colonia que comenzaba a avistar desde la cubierta, designadas por macizos
de esbeltas y cimbreantes palmeras, rodeadas por espesos vergeles de naranjos y limoneros,
arropadas por tupidas higueras. Dormí el plácido sueño de la tarde bajo las parras de una
pérgola, desbordante de hojas y pámpanos, donde maduraban racimos dorados, para cuyo
transporte dos gañanes fornidos no hubieran sido suficientes. Mas antes del reposo conviene
avezarse en la lucha que opone la vela a los vientos contrarios. De nada sirve negar los signos
trazados en el cielo estrellado que relatan cómo la soberbia del hombre debe ser sujetada. Los
grandes reyes de la tierra levantan ejércitos numerosos como las arenas del desierto, viene el
huracán y los dispersa cual si fueran viruta. Las antiguas ciudades imperiales, donde se
apilaban y dilapidaban las riquezas del mundo, hoy son solares en los que dormita el lagarto y
acecha el escorpión, con las raíces de todas sus murallas al aire; espectáculo desolado que hoy
sólo se ofrece, de cuando en cuando, como escarmiento para los ojos de las caravanas
extraviadas. “Vanidad y anhelo de viento es aquello por lo que el hombre se arrastra bajo el
sol.” Aún así, el hombre está hecho para las grandes empresas, los esfuerzos colosales, doblar
el cabo de Buena Esperanza y el de Hornos, dar la vuelta al mundo cada vez más rápido,
conquistar las Galias, crear un imperio, escribir la Summa Teológica, entrever la luz oscura de
su Dios, construir catedrales, explorar la galaxia, dar caza al Leviatán en todos los mundos. El
hombre es el único ser creado que luchó con el ángel y le venció. Sí, pero eso fue tan sólo en
sueños. ¿Y para qué son los sueños, sino para la instrucción de los hombres? ¿Acaso sueña el
Leviatán? El Leviatán sueña con el leve crujido de la espina dorsal de su presa cuando la
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tritura entre sus mandíbulas. El Leviatán es el mal. El Leviatán no es el mal ni el bien, sino el
subconsciente de Dios. Cuando Dios sueña, lo hace con los leviatanes nadando libremente en
el mar, dejando una estela brillante tras de sí; cuando Dios monta en cólera, envía a los
leviatanes en orden de batalla. “Todo lo que atormenta y enloquece más la razón humana;
todo lo que trastrueca las cosas, toda verdad contaminada de malicia; todo lo que enturbia la
mente; todo el sutil demonismo de la vida y el pensamiento; todo el mal estaba encarnado en
Moby Dick para el enloquecido Ahab y, por lo tanto, en ella le era posible atacarlo.” Así
habló Jehová mismo, para que lo sepas: “Mi cólera ha llegado a ser ardiente contra ti y tus dos
compañeros, porque no habéis dicho de mí lo que es verídico, como mi servidor Job.”
221
III
En el palacete del matrimonio de la Mata, no fue difícil instalar cámaras y micrófonos por
todas partes. Felipe y sus expertos, secundados por mis hombres, hicieron un trabajo rápido y
eficaz. Les bastaron dos visitas para dejarlo todo a punto. Durante la primera, cuaderno y
bolígrafo en ristre, tomaron nota de los emplazamientos, para los cuales, unas veces se
aprovecharían espacios o accidentes de la propia casa mediante alguna modificación, en otras
ocasiones se trocaría algún mueble o algún objeto, un trifásico, por ejemplo, se convertiría
asimismo en un micrófono autoalimentado permanentemente. El portal Web lo arregló de
manera que se pudiera seguir con comodidad a los personajes de esa película a través de todas
las habitaciones y dependencias de la casa. En esos momentos, la mansión se encontraba
solitaria, adormilada por los susurros de sus viejos fantasmas, sumida en la oscuridad. El
personal de servicio no dormía en ella y la pareja de propietarios cenaba con unos amigos en
un restaurante de la ciudad. Bastaba una presión sobre el ratón de mi ordenador para averiguar
de qué estaban hablando, pues el móvil de Verónica también había sido intervenido.
Estamos asistiendo a la deriva de un sistema financiero mundial, exento de todo control, en
medio de la euforia más irresponsable. Los financieros entran en un acceso de locura, con
unos banqueros incompetentes cuya excesiva libertad de acción ha llevado al dislate de las
subprimes, a la burbuja inmobiliaria, a la banalización y al desarrollo incontrolado de
productos financieros sofisticados y peligrosos. Disculpen los señores, para el asado me
permito recomendarles este Bordeaux añejo que acaba de adquirir la casa. Excelente idea, lo
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probaremos. Pero la responsabilidad incumbe también a los que supuestamente debían estar
encargados de regularlo todo, como es el caso de la Reserva Federal estadounidense, que
cerró un ojo ante esos préstamos hipotecarios de alto riesgo que son las subprimes. Con este
dinero distribuido tan generosamente, los banqueros se dejan arrastrar por esa deriva
financiera. Traiga también una botella de agua mineral, por favor. Habría que empezar por
regular a los reguladores, pero la regulación del sistema financiero mundial no tiene sentido si
no es global y coordinada entre los grandes países, algo difícil de imaginar dado que las
finanzas se han convertido en una industria como tantas otras. Querido, acuérdate de que
tienes que tomarte algo cinco minutos antes del plato principal. Gracias encanto, lo había
olvidado por completo. En medio de semejante descontrol, el día que ocurra un accidente
saltará todo por los aires. Especialmente en España, donde se ha construido en masa y sin
cimientos, sobre la pura arena, junto al río, para acabarlo de arreglar. La primera avenida se lo
llevará todo por delante. Hemos alzado una economía falsa, virtual, basada en la construcción
y en la especulación inmobiliaria. Pero yo no le doy más de tres años de vida al boom
inmobiliario español. ¿À point? Para mí, gracias. ¿Saingnant? Ése es el mío. No sé cómo
puedes comerte la carne así. Siempre he sido un afrancesado, querida. Si te oyera mi padre,
dejaría de hablarte. Tu padre es un absolutista que se conserva muy bien. Delicioso el asado,
hay que felicitar al cocinero. Mi consejo es que vendáis ahora lo mucho que habéis comprado
en casas y terrenos y no os carguéis con más, por el momento. Ahora estamos en el punto
álgido, hay que aprovechar para desembarazarse de todo, es preciso echar todo el lastre por la
borda y volar por encima de las nubes de tempestad que se acercan.
Apagué el ordenador y cuando volví en mí y me encontré bañado en sudor, supe que, una
vez más, no podría dormir hasta bien entrada la madrugada. Deseché la idea de ir a
revolcarme sin tregua sobre las sábanas, a pesar del cansancio, y me dirigí al paseo marítimo
con el único objeto de caminar, esperando también recoger alguna bocanada de brisa marina.
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Así que ésas tenemos, dos o tres años de vida al boom inmobiliario; razón de más para pisar el
acelerador a fondo, para no demorarnos en consideraciones superfluas; se impone agachar la
testuz y embestir contra lo que se ponga por delante. Hay circunstancias en que la precaución
es un suicidio y el tiempo se convierte en un agua que se va espesando y solidificando como
un cemento recién hecho.
La gente, la muchedumbre más bien, que había tenido la misma brillante idea que yo de ir a
buscar la brisa del mar, hablaba en voz alta a mi alrededor, impidiéndome pensar. Descarté la
alternativa de caminar por la orilla y de asistir al último esfuerzo de las olas para llegar a
tierra, cuando ya han conseguido atravesar el piélago de un extremo al otro y están tan
delgadas como un papel de fumar, sólo por no afligirme más y también por no llenarme los
pies de arena. Es así como llegan a la meta los hombres que han escuchado la llamada y han
acatado la orden, manteniéndose firmes contra viento y marea, con el último aliento de su
carne y de su sangre. Las fuerzas de la naturaleza parecen haberse conjurado todas contra
ellos y cuando más cerca los ven de alcanzar sus objetivos, más menudean los ataques y los
golpes de mano para hacerles ceder, para que claudiquen aunque sea en el último instante,
como Moisés, igual, a todos les sucede lo mismo, como si fueran un solo hombre, cuando ya
tienen a la vista esa tierra mítica que habían estado buscando durante cuarenta años de
travesía del desierto, muchos la palman, otros abandonan y los pocos que llegan con vida,
llegan de puro milagro. La mayoría de las conversaciones que escuchaba a mi alrededor las
protagonizaban voces irritadas, tal vez a causa de la atmósfera pesada y sofocante que caía
como un lienzo espeso aunque invisible, o bien a causa de la promiscuidad en que vivían
dentro de los reducidos apartamentos alquilados, la mayor parte de ellos con vistas que no
diferían en nada de las de las grandes ciudades en las que vivían todo el año, donde solían
acoplarse como sardinas en lata los componentes de todo un árbol genealógico o de un grupo
de amigos con sus respectivas familias. El caso es que cuando salían por parejas de esa olla a
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presión, las más de las veces se entregaban a una crítica acerba, estentórea, de los restantes
inquilinos del mismo piso en que vivían, es un decir, quien quiera que fueran. Probablemente
esa inquina no llegaría más allá del mes de septiembre y en Navidad todos juntos de nuevo
partiendo un piñón. Pero el mes de agosto es largo de pasar con ese bochorno y esa calma
chicha, cuando no sopla ni un solo retazo de brisa, en semejantes celdas de colmena. Esa
cháchara estentórea y antipática que me envolvía allá donde fuera, tensaba todavía más la
entera red de mis nervios. Aceleré el paso pero ello se reveló una provisión inútil, pues más
adelante me encontraba con la continuación de la conversación que había dejado atrás, como
cuando uno viaja por la autopista y el aparato de radio va pasando por las sucesivas zonas de
influencia de los repetidores de ondas alineados que transmiten la misma emisora. Por el
contrario, para los que están en primera fila de apartamentos, en el propio paseo marítimo, y
contemplan el horizonte con los barcos mercantes y los cruceros, las vicisitudes de las
vacaciones en la costa constituyen, evidentemente, otra historia, pero ellos son harina de otro
costal, ellos suelen ser antiguos propietarios de fábricas o de almacenes, rentistas o
especuladores, actualmente saboreando una generosa jubilación y disponen de una amplia y
suntuosamente decorada vivienda para ellos solos, incluso con algunas habitaciones cerradas
por falta de ocupantes. También ellos llegan finos y blancos como un papel de fumar al final
de sus vidas, no como los pescadores que se ven en los muelles del puerto, por ejemplo,
atezados y robustos hasta el mismo día de la extremaunción. En fin, así es el mundo. Como
también es verdad que, hace veinticinco o treinta años, en el vasto espacio donde se alzan esos
curiosos emparedados de vidas, no había sino huertos de clementinas que bajaban hasta casi
lamer la espuma salada del mar. Hoy hay cemento y baldosas y sobre el cauce que forman,
todos apiñados, se desliza un caudal tupido de humanidad componiendo un magma variopinto
con todas sus cataduras y pelajes, murmurando o vociferando en todas las lenguas, dejándose
seducir más por los neones multicolores que por el espectáculo inefable del mar, sobre el que
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riela una autopista pavimentada con lingotes de plata, ascendiendo hasta el ámbito donde
refulge el templo rotundo de Diana. Únicamente se dignan torcer la vista hacia la playa
cuando, cada doscientos metros, unos artistas de lo efímero han construido, empleando arena
mojada, a cambio del puñado de monedas que les servirá al día siguiente para comprar su pan
untado con tocino, paisajes con dragones y castillos encantados, provistos de sus almenas y
torreones, fosos y murallas, vestiglos, doncellas desnudas y unicornios. En tales casos, se
llegan a formar nutridos grupos de mirones que contemplan fascinados los misteriosos
retablos de esa peculiar mitología, pecando a veces de incongruencia, bajo la temblorosa luz
de las hogueras. El mundo entero se está convirtiendo en una gran Babilonia que venera
ídolos cada vez más banales, por eso ya no será cuestión de destruir esta o aquella
civilización, sino todas al mismo tiempo, aunque los ángeles tengan que trabajar a destajo. La
hora de Leviatán ha sonado, es cierto, y ya no es tiempo de disimular, sino de cultivar la
cólera. “Y en cuanto a mí, he aquí que traeré el diluvio de aguas sobre la tierra para
exterminar de debajo de los cielos toda carne en la cual la fuerza de vida está en acción. Todo
lo que se halla sobre la tierra, expirará.” Entonces el océano desenrollará sus olas por encima
de los Andes y del Himalaya y las pocas criaturas terrestres que sobrevivan alimentarán la ira
de los leviatanes, entrarán en sus fauces abiertas como las puertas de los templos y perecerán
triturados por la doble hilera de dientes. Es posible que así sea.
Regresé a casa bien entrada la madrugada, relajado pero no extenuado como era mi
propósito. Ahora bien, durante esos días tan representativos del período cimero de la canícula,
no basta con tener sueño para entrar dulcemente en el reino de Morfeo, uno sólo alcanza a
dormirse cuando se halla en una fase bien precisa del cansancio, es decir, rendido pero no
hasta el punto de ser despertado a cada momento por las agujetas y el dolor de huesos. Como
quiera que no era ése mi caso, pues un saludable paseo nocturno no mata a nadie, me coloqué
frente a mi improvisada mesa de trabajo, encendí el flexo y me puse a leer hasta que empezó a
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clarear. Si no hubiera hecho más que eso desde que el horrible espectro de la necesidad
desapareció de mi vista, otro gallo cantaría, pero los dioses lo habían decidido de otra manera.
Amanecí rayando el mediodía. Un desayuno ligero me devolvió el tono y cuando quise
instalarme con mi ordenador debajo de la higuera, oí una suerte de berrido. Alcé la vista y vi
que alguien, desde la cancela, trataba de llamar mi atención con el brazo levantado como si
estuviera citando a un toro. Reconocí a mi vecina, atisbada con frecuencia en mis idas y
venidas charlando incansablemente con otras mujeres y cuyos habituales alaridos domésticos
pasaban con suma facilidad a través del espeso muro defensivo que separa las dos
propiedades, hecho con voluminosos mampuestos. Se trata de una de esas serranillas que el
bueno del Arcipreste de Hita encontró, muy a su pesar, en la zona de alta montaña. Está
abierto, puede pasar, le dije, reforzando mi autorización con la adecuada gesticulación de
manos. Pero maldita la gracia que me hacía tener que recibirla. Y así salí a su encuentro.
Buenos días. Buenos días nos dé Dios, señora. Ah, esta mañana me dije pues este señor de
aquí al lado, somos vecinos y todavía no hemos intercambiado ni media palabra. Ah, bueno,
usted sabrá disculparme, es que he estado muy atareado desde que me mudé y… ¿Qué
atareado ni qué ocho cuartos, si apenas sale de casa o si sale es a la hora del mochuelo?
Verá…lo que pasa es que soy escritor y trabajo en mi domicilio. A veces salgo para hacer mis
averiguaciones pero enseguida vuelvo y me pongo a escribir. Ya decía yo….una vida tan
irregular… Pero a lo que íbamos… Usted dirá, señora. Pues mire, pero mire bien a su
alrededor. ¿Qué? Pues que su jardín está que da pena, la maleza se está apoderando de él;
como siga así, va a infestarse de ratas y nosotros vivimos al lado, ¿comprende? Sí, señora, me
hago cargo, le prometo que hoy mismo comenzaré a ocuparme de él. ¡Usted qué va a
ocuparse de él! Usted es un escritor, ¿o no es usted un escritor? Pues sí….lo soy, ¿y en qué
me impide eso trabajar en mi jardín, cuando tenga un momento libre? Pues que usted es un
escritor y los escritores tienen las manos hechas de pasta de cacahuete. Tampoco hay que
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exagerar…. Mire, mi Ginés tiene unas manazas que parecen pies y unos pies que parecen
esquís. Puede contratarle y le dejará el jardín más limpio que una patena y más coqueto que
los de Versalles. Además, él posee todo el arsenal de utensilios que hace falta para esos
menesteres. Apuesto a que usted no tiene en casa ni un destornillador. Bien….pues que venga
un día de estos. Hoy, que ya lo tiene bien de holgazanear, porque es un gandul, ¿sabe?, hasta
las dos no comemos y todavía son las doce, tiene dos horas para ir adelantando la tarea. De
acuerdo, pues dígale que puede venir cuando guste. No se arrepentirá, verá cómo cambia todo
esto que, la verdad, está hecho una pocilga. Luego, por encima de la tapia oí gritar a voz en
cuello, con tanta claridad como si el berrido hubiera estallado dentro mismo de mi caja
craneana, Ginés, que te levantes ya de la hamaca, gandul. Coge los trastos de matar, que te
está esperando. A los diez minutos apareció Ginés, un armatoste de huesos y músculos, algo
encorvado como la lámina de una hoz, pero que aún así debía medir por lo menos un metro
noventa, cuando la serranilla, su esposa, no pasaba sin duda del uno cincuenta. ¡A la buena
hora, señor! ¿Por dónde empiezo? Haga como le plazca, en sus manos lo encomiendo. ¡Pues
no se hable más, al tajo! Al momento puso en marcha sus instrumentos de infernal tortura
sonora y tuve que recluirme en el interior de la casa para intentar concentrarme en algo. No
consiguiéndolo, salí, fui a la farmacia, compré unos tapones de cera para los oídos y así pude
seguir leyendo. Pero no efectué ni una sola audición porque, a pesar de los auriculares, no me
hubiera sido posible prestar la atención debida. Como además las conversaciones importantes
iban a ser grabadas por el personal de servicio, nada se perdería con ello. Hacia las dos, cesó
la trapatiesta. Lo cual aproveché para comer también yo, en paz y sosiego, que buena falta me
hacía. Se reanudó a las cuatro en punto y duró hasta las siete cabales. Enseguida sonaron tres
aldabonazos. El espectro reclamaba su salario. Le pagué generosamente y, en vista de ello,
supongo, o bien aleccionado por la tarasca, me propuso venir cada quince días en verano y
cada mes en invierno. Entiendo también de carpintería y fontanería y puedo efectuar cualquier
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trabajo de los que se requieren en una casa. Trato hecho. He visto que tiene una chimenea en
estado; en octubre, si quiere, le puedo traer una carga de leña, astillársela y apilársela para que
pueda quemarla cómodamente. Me parece una excelente idea, veremos eso en octubre. Y si
tiene algún problema, no dude en llamar, estaremos a su servicio. Gracias, no dejaré de
hacerlo. Con este último cumplimiento, agarró al fin los cuernos de la carretilla y se marchó
con la música a otra parte. Los vecinos son los agentes de la autoridad más bajos en el
escalafón pero también los más inmediatos, una auténtica policía de proximidad organizada
en milicia. Cuando, por una razón u otra, delictiva o no, uno debe ocultar la verdad, necesita
tener a punto una coartada para lanzarla como carnaza en el momento oportuno ante esos
grandes devoradores de explicaciones. Por el momento estaban saciados y si encima recibían
una compensación regular, miel sobre hojuelas. En cualquier caso, mediante ese acto,
fastidioso si se quiere, ya podía darme por integrado con normalidad en ese barrio.
Subí a mi despacho y puse en funcionamiento el ordenador. La lista de los personajes cuya
vida y milagros se podía seguir en directo había aumentado considerablemente. Ninguno de
ellos araba recto, excepto quizá, Verónica de la Mata, pero no es seguro, tenía mis barruntos,
lo cual disminuía la culpabilidad que, de todos modos, operaba sobre mi conciencia, pero esa
cuestión estaba zanjada. Digamos que, en un momento dado, me encontré huyendo, como en
esas brumosas películas de espionaje de los años cincuenta o sesenta, en las que el agente
secreto infiltrado es perseguido por una nube de uniformes grises, llega a una tétrica estación
y se ve obligado a tomar el primer tren que sale en el andén más cercano. Ante él se abren una
serie de interrogantes ¿hacia dónde se dirige el tren? ¿en qué estación bajarse? Habrá de ser
una que no esté tan cerca como para que lo atrapen a los pocos minutos de apearse, ni tal lejos
como para que la policía haya tenido tiempo de organizarse. Desde luego la estación terminal
hay que descartarla. Quizá la mejor solución sería, siempre que se presente la ocasión, bajarse
del tren en marcha, en algún paso en que ésta haya sido lo suficientemente aminorada. Por lo
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que a mí respecta, cabía aún una nueva pregunta, ¿de qué estaba huyendo? No sabría decirlo.
Lo que no ofrecía la menor duda es que estaba huyendo de algo. Acaso de mí mismo.
Puede que con Verónica de la Mata, me dije, esté haciendo un uso abusivo de todos esos
medios técnicos que utilizamos para desempeñar con pulcritud nuestro oficio de
concusionarios, o mejor expresado, de concusionarios de concusionarios. Por el momento, el
asunto presentaba tan sólo uno de esos carices humanos, muy humanos. Una esposa
aparentemente ejemplar, tiene un desliz con un príncipe árabe, nada menos. Eso puede ocurrir
hasta en las mejores familias. La suya lo es, por cierto, y de la más alta alcurnia. Pero en su
caso concurrían una serie de circunstancias, digamos, irracionales. No debo ocultarme que su
belleza perturbadora, bajo la que parecía agazaparse el germen de un ciclón, tuvo algo que ver
en mi arbitrio. Luego, al aparecer este supuesto príncipe árabe, se añadieron otras
connotaciones de signo muy distinto. La popular fascinación por los dólares del petróleo, los
yates con los cagaderos de oro, los enjalbegados palacios llenos de costosos tapices y de aire
seco, las piscinas como campos de fútbol en medio del desierto, la poca simpatía que el
ciudadano medio occidental experimenta hacia esos gobernantes que flotan en un lujo
ultrajante, mientras sus pueblos se arrastran en el polvo, devorados por la miseria, como una
tabla vieja y olvidada es comida a dentelladas por la carcoma, todo eso influyó en mi
elección, pues yo, no hay que olvidarlo, desde el punto de vista de mi configuración mental,
no soy más que un tipo perteneciente a la pululante clase media occidental, ésa que da la vara
en todos los ámbitos y no para de molestar en los periódicos y a la que, a pesar de todo, hay
que hacerle un poco de caso porque, al fin y al cabo, constituye el cincuenta por ciento del
electorado. Sea como fuere, el linajudo nombre de esa mujer brillaba en la pantalla con un
atractivo irresistible. Puse el cursor encima de él y rocé dos veces la cabeza del ratón con ese
índice al que el hombre de la era informática le ha encontrado una utilidad capital, nunca
antes igualada, dentro del dominio en el que ya se hallaba especializado, el de mostrar. Accedí
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con un temblor a la página de la rotunda tentación trigueña. A partir de allí, no tuve dificultad
en encontrarla. Al aparecer en pantalla, tuve la sensación de que una repentina y vigorosa ola
me derribaba, sin que hubiera tenido el tiempo de verla venir. Se encontraba en la habitación
de matrimonio con su marido, pero éste le daba la espalda, ocupado como estaba haciendo su
menuda maleta de ejecutivo. Ella se desnudaba implacablemente ante el espejo del armario
ropero. De espaldas era una poderosa potra alazana de grupas relucientes, torneadas y briosas.
Se puso un bañador y sobre él un pareo. Adiviné enseguida lo que se disponía a hacer. Si me
daba prisa y cogía pronto un autobús, todavía podría verla adentrarse y evolucionar en el mar.
La primera vez, dije entre mí mientras recogía raudo las llaves y el móvil, me dio la impresión
de que era una grácil corbeta, hoy, después de haberla visto con todas las velas desplegadas
ante el espejo, me parece un suntuoso galeón.
Llegado ante el parapeto del paseo marítimo, me detuve para escrutar la porción de arena y
de agua que se extendía ante mí. La descubrí traspasando olas y tomando fondo. Los remos
subían con un ritmo pausado pero uniforme, los pies se movían como la hélice que hace girar
un motor y deja una estela tras de sí. Llevaba la velocidad suave de un crucero, lo que
explicaba tal vez la constitución de su cuerpo, redondeado y sin aristas, no con las formas
abruptas y angulosas de los músculos cuando se han desarrollado en exceso, que parecen
cortadas en crudo con escoplo, sino bien cepilladas y bien bruñidas. Antes de ponerme a
avanzar a la par que ella, miré bien alrededor por ver si acaso se encontraba de nuevo por allí
el Melenas de las piruletas, u otro personaje sospechoso. Así que el príncipe árabe quería
saber si la gacela no tiene otro amante. ¿Celoso, entonces? Resulta sorprendente comprobar lo
intrincados que suelen ser los vericuetos del espíritu, por donde pasan las pasiones. El amor,
dice Salomón en su Cantar de los Cantares, es fuerte como la muerte, el deseo de ser el objeto
de una afección única es tan inflexible como el Abismo. No obstante, el marido puede
constituir legítimamente una excepción entre todos los hombres que pululan sobre la faz de la
231
tierra. El marido estaba antes y eso lo justifica todo. ¿O tendrá acaso otros motivos para
establecer esa pertinaz vigilancia para con su amante? Nadando en un fondo todavía turbio,
comencé a entrever la idea de que ese príncipe de marras tenía sus reales razones para
sospechar que alguien, quizá en contacto con la ligera gacela, podía estar examinando de
cerca todos sus actos y pretendía salirle al paso. Sin embargo, tales pesquisas no podían tener
gran cosa que ver con la amenaza que suponían sus relaciones, digamos, extramaritales. No
resulta fácil imaginar a sus veinte esposas celosas porque el marido se ha acostado con una
cristiana. Respecto a ese punto, también yo debía deslastrar mi globo de ilusiones. No sería
así como iba a lograr poner en un aprieto a ese elemento. Mas a pesar de todo zumbaba
alrededor de mi cabeza el presentimiento de que me hallaba en los aledaños de un Sésamo
portentoso. Ya encontraría un hilo del que tirar, pues toda fortaleza tiene su punto débil por el
que hacerse una brecha.
Por cuanto se refiere a ese cebo color miel que oscilaba en la punta del anzuelo, noté que
ejercía una fascinación excesiva, intolerable, peligrosa incluso para mí, que era el pescador.
Di media vuelta e inicié el camino de regreso a casa. Debía proveerme, en breve, de un
antídoto contra esa fiebre malsana, capaz de apoderarse de todo un cuerpo mediante un único
y definitivo soplo. Los buenos soldados tienen la obligación de acudir bien pertrechados al
combate.
Al empujar la cancela del jardín, anochecía; en el cielo, de un azul profundo pronto a
desvanecerse para mostrar maravillas ocultas, brillaban sólo los planetas, y tuve la impresión
de que me encontraba ante una morada desconocida, tanto había cambiado su entorno con el
paso de las cuchillas del vestiglo. Flotaba un característico olor a sandía que emanaba de la
hierba recién cortada, mezclado con otras fragancias a las que antes no había prestado
atención. Esa armonía recién descubierta despertó una apetencia de aire libre, por lo que
decidí encender la barbacoa y asarme en ella unas buenas chuletas de cordero que había
232
puesto a descongelar. Ya tenía colocado el ordenador sobre la mesa de plástico ante la que me
disponía a cenar, cuando me le quedé mirando y decidí no encenderlo. Era preciso que
aprendiera a controlar mi ansiedad frente a la inminencia de mis objetivos. El hombre necesita
alcanzar el dominio del tiempo al igual que, hace muchos miles de años, alcanzó el dominio
del fuego. Un poco de paja seca, una chispa, unos rastrojos y la cantidad justa de leña, pues no
hay mejor modo de agradecer al donante que aprovechando bien sus dones. En la naturaleza
hay un equilibrio que debe ser respetado. Así, cuando las chuletas estén correctamente hechas,
sólo quedarán en el lar unos rescoldos tibios que no tardarán en apagarse. El tiempo es como
el fuego, cuece las cosas y las pone a punto, pero tiene su ritmo según la naturaleza de cada
una de ellas. Para lograr los asuntos, reviste una capital importancia alcanzar un cabal
conocimiento del mismo y una absoluta maestría en la correcta graduación de su intensidad en
función del objeto al que se le aplica su acción ancestral. En la mayor parte de las ocasiones,
se requiere un fuego lento y ello pone a prueba la paciencia del cocinero. Pero ese ejercicio es
primordial para la consecución del arte.
Tus palabras no hacen, una vez más, sino certificar el buen sentido de mis clientes. A
alguien que hable así, no se le puede dejar que ande libremente por estos mundos de Dios.
Así que cené arropado tan sólo por un concierto en el que se mezclaban los violines de los
grillos con las voces de las ranas, provenientes de alguna charca oculta, contemplando las
evoluciones de los murciélagos alrededor de las luces y la portentosa impavidez de los
lagartos, con sus garras incrustadas en el basto muro, a la espera de la presa. Una impagable
lección de dominio del tiempo y de las emociones, la que daban esos pequeños caimanes al
conseguir ocultar, bajo el aspecto de la somnolencia, la máxima potenciación de todas sus
facultades mentales. Y luego el murciélago, que ha sabido cultivar con tan maravillosa pasión
su mayor defecto que lo ha convertido en su más preciosa virtud, la ceguera. Esa portentosa
ceguera de los murciélagos que les permite dominar la noche. Con tales maestros y
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observando atentamente sus enseñanzas, no hay enemigo que dé la talla. Sí lo hay, cuando un
ser desmesurado, que ha conseguido reunir en su vasto ser las fuerzas telúricas, las desata,
todo lo demás tiene la obligación de saltar por los aires. La fuerza bruta es el modo visible en
que se manifiesta el pensamiento divino. El razonamiento de Dios se confunde con una
incesante serie de explosiones de energía que convulsionan el mundo y tiene que retenerse
continuamente para no reventarlo en un descuido.
Entonces abrí una de mis armas secretas, fastuosamente encuadernada. “El Tao está vacío;
si se hace uso de él, parece inagotable. ¡Cuán profundo es! Parece el patriarca de todos los
seres. Embota su sutileza, se desembaraza de todos los lazos, tempera su esplendor, se asimila
al polvo. ¡Qué puro es! Parece subsistir eternamente. Ignoro de quién es hijo; parece haber
precedido al dueño del cielo.”
Durante unos días, únicamente frecuenté lecturas que me familiarizaran con la muerte,
porque sólo cuando uno se familiariza con la muerte logra sobrellevar el mundo de los vivos
con el ánimo adecuado. Ése es el más elemental de los principios que uno debe asumir antes
de aspirar a lo más alto. Vivir intensamente es desafiar a la muerte, morir en vida es brillar en
la nada. No existen más alternativas. Hacia cualquier horizonte que se mire, ella nos aguarda
solícita.
El tiempo que, por puro agotamiento, no dedicaba a los libros, lo consagraba a la oscuridad.
Hacía todo con una tupida venda en los ojos. Lo negro constituye siempre el principio de toda
obra.
Así estuve hasta que sonó el móvil. Mediante un sms, Vuk me comunicaba que se me había
remitido por correo electrónico el informe de Nicolai. Mientras la impresora hacía su trabajo,
me preparé un café bien cargado, un café negro como dicen algunos, pues sabía perfectamente
que el castellano de Nicolai, al menos en aquel entonces, debía ser enmendado. El resultado
del trabajo de ambos todavía lo conservo. Está ahí, en la gaveta de ese mueble.
234
¡Un momento! No vamos a echar mano alegremente a los documentos privados de una casa
ajena. Una delicadeza que te honra, Leviatán. Y una precaución un tanto peregrina, a mi
juicio. En fin, éste es el informe de Nicolai. Leo los pasajes más significativos. Una vez
puestos, puedes presentarlo integralmente, diez minutos de más o de menos no cambiarán
gran cosa nuestro expediente. Como gustes.
235
IV
La lucha de los llamados conservadores contra la economía de mercado, no es sino el
combate de una parte de la mafia para defender sus posiciones y sus riquezas, indebidamente
adquiridas mediante la perversión progresiva y organizada de un determinado sistema político
y económico. Ante ella se alza la otra mitad de su propio ser, su doble invertido. De hecho, el
hundimiento del bloque soviético y la bancarrota de su economía han provocado la escisión
de la familia mafiosa en dos grandes clanes, opuestos por ideología y temperamento. Los
enemigos hermanos, Cástor y Pólux, una vieja historia. Uno de ellos, el que no cuenta sino
con la situación adquirida, acaba enfrentándose contra el que está dispuesto a ponerse a
trabajar en nuevas condiciones económicas para hacer fructificar un capital acumulado y hasta
entonces improductivo. Con la llegada de la economía de mercado, esta última rama se
esfuerza por convertirse en un actor económico “normal”, dentro de unas relaciones
económicas normales. Asistimos pues a una redistribución de las cartas, a la integración de
los dirigentes mafiosos en las nuevas estructuras económicas. Con tal fin, la mafia del partido
se adapta rápidamente a las nuevas condiciones, sacrificando, evidentemente, la ideología
comunista. Su mayor preocupación consiste ahora en salvaguardar sus riquezas situando en
los puestos adecuados a las gentes susceptibles de ayudarla a realizar sus objetivos. Dado que
la nomenclatura, durante el período de transición entre el socialismo y el capitalismo
soviético, conservó las palancas de mando y el capital de inversión, orientado ya hacia el
futuro mercado, poseía una ventaja real para ocupar las posiciones más favorables en la nueva
236
economía que se estaba gestando a marchas forzadas, como también se gestó, en el pasado, a
marchas forzadas el proceso contrario. El paso de un sistema económico al otro, es la
nomenclatura quien lo gestiona, por supuesto, elaborando un mecanismo de transición
ventajoso para ella.
Los bienes nacionales fueron privatizados a toda prisa, incluso podría decirse que
precipitadamente, como un entierro bajo la lluvia, que es lo que era, en realidad, al amparo de
una espesa nube de misterio, con todo sigilo y sin esperar a la ley sobre la privatización,
proporcionando así un capital de lanzamiento a toda suerte de bancos, de sociedades por
acciones, de sociedades de responsabilidad limitada, de empresas mixtas, etc.… A la cabeza
de las mismas se coloca a la gente de dentro, a los de casa, faltaría más. Antiguos
responsables del partido se transforman para la ocasión en directivos y en presidentes de
empresa. Se trata de una adaptación, de un aprendizaje a trabajar en condiciones distintas, una
genuflexión ante el signo de los tiempos nuevos. Eso sí, la nomenclatura debe sufragar la
costosa formación de sus delfines en escuelas de comercio extranjeras, porque lo que se
prepara no es una reparación de circunstancias y lo que hay en juego no es precisamente una
bagatela. En el seno de prestigiosas instituciones occidentales, como por ejemplo “L´École
des Roches” de Verneuil-sur-Avre, cerca de París, la comunidad estudiantil de origen ruso
pasó, durante la década de los noventa, de tener una presencia meramente simbólica a ocupar
una posición dominante.
No había tiempo que perder, era preciso actuar deprisa y bien, antes de que comenzaran a
caer los velos y se desataran, en serio, las hostilidades. Lo cual debía producirse
fatídicamente. El oro, el petróleo, las armas, pasaron sin dificultad las fronteras y fueron
pagados con moneda fuerte, que está ahora a buen recaudo en cuentas bancarias secretas del
extranjero. A través de las empresas mixtas existentes y mediante una participación en el
237
capital, se entró en consorcios internacionales. Los rublos se iban transmutando rápidamente
en dólares contantes y sonantes.
Por esa misma época se desató una tenaz epidemia de suicidios. Muchas personas cayeron
por las ventanas de grandes edificios propiedad del Comité Central, otras se ahorcaron o
fueron arrolladas por una gran variedad de medios de locomoción. Todas ellas tenían un punto
en común, saber demasiado, conocer los números de las cuentas secretas domiciliadas fuera
del país, los códigos de los cofres, etc.
El secreto esencial era, sin embargo, que el dinero del Partido, gracias al cual la mafia
sobrevivirá y comenzará una nueva vida, ha sido preservado en lugar seguro. Las manos que
tiran de los hilos desde la oscuridad, nadie las ve. Los rostros que contemplan en el fondo de
un cajón la llave de plata que abre el cofre del tesoro, nadie los conoce, se hallan en la más
absoluta oscuridad. Pues es muy probable que los personajes elevados del Partido no sean la
real fuerza dirigente, no sean el estado mayor ni el centro de decisión de la mafia. Por ello, las
acusaciones contra las cabezas visibles, sobre las que no cuesta nada dirigir la cólera de los
expoliados, no solamente no representan una amenaza contra la verdadera mafia, sino que,
antes al contrario, constituyen una maniobra de diversión que le permite escapar a los
problemas de mayor calibre y permanecer agazapada en la sombra, aguardando el momento
en que su posición sea tan firme que resulte de nuevo inatacable. Entonces, esa parte proteica
y acomodaticia de la mafia que ha sabido invertir su capital inicial, se integrará en el sistema
económico mundial y quedará tan imbricada en él que resultará imposible arrancarla ya de su
cuerpo, como sucede, por cierto, con las demás mafias occidentales. La otra facción, la
esclerotizada, la que se ha acostumbrado a vivir en un mundo congelado, tratará de mantener
contra viento y marea el clima en el que se ha desenvuelto habitualmente y del que ha sabido
sacar siempre provecho, para ello se aferrará a los resortes del poder, tratará de mantener sus
posiciones en una administración todavía anquilosada que seguirá siendo utilizada como un
238
formidable instrumento de extorsión en beneficio de una casta. Con ese objeto, aún
renunciando a los antiguos dogmas comunistas en los que, por cierto, jamás creyeron, se
esforzarán por conservar una estructura política, mutatis mutandis, similar a la anterior. Es
decir, se trata, hablando claro, de adoptar el llamado sistema Singapur, el cual consiste en dar
a las instituciones una fachada democrática que decore un edificio totalitario. Basta con ello
para que el hipócrita mundo occidental lo respete y se halle dispuesto a hacer negocios con él.
Resulta obvio que ambas mafias estaban destinadas a hacerse una guerra sorda, de veneno y
puñales, de almohadas que ahogan y manos expertas que estrangulan. También de
defenestraciones y atropellos. Una guerra de guante blanco, sin estruendo ni propaganda, pero
no por ello menos cruenta y encarnizada.
Como para muestra vale un botón, paso a exponer el caso de Víctor Iazov. Nuestro hombre
se crió en el seno de una familia de clase media que consiguió organizarse dentro de un
apartamento moscovita con sólo dos habitaciones, un baño, una cocina pequeña y un
comedor. Pero él era ambicioso. Alcanzó excelentes calificaciones en sus estudios e inició una
brillante carrera como comunista. Eligió una vía óptima, bien pavimentada, para orientarse
hacia las filas del Partido, se alzó como cabecilla del Komsomol (juventudes comunistas) en
el ámbito de su universidad, el Instituto Mendeleev de Tecnología Química.
Tras el lanzamiento de la Perestroika, Iazov utilizó sus ya numerosas conexiones en el
interior del Partido Comunista para ganarse un espacio en el libre mercado que a la sazón
estaba en ciernes. Solicitó la ayuda de poderosos para iniciar sus negocios bajo la cobertura
del Komsomol. Amigo de otro líder del citado organismo, Alexey Golubovich, éste le ayudó
en sus éxitos financieros recurriendo a parientes y amigos que ocupaban posiciones elevadas
en el Banco Estatal de la URSS.
Su primer paso en el mundo de los negocios parece modesto si se le considera fuera del
contexto de la época. He aquí que, con socios del Komsomol y operando técnicamente bajo
239
la autoridad del mismo, abrió un café privado, empresa hecha posible por la Perestroika y la
Glasnost. Ese mismo grupo fundó en 1987 el Centro de ciencia y tecnología Amenhotep (el
futuro banco Amenhotep). Bajo este ceñudo epígrafe, el centro “científico” se consagró a un
próspero negocio de importación y reventa de ordenadores en el que se imbricaba un
comercio a gran escala de otros productos como coñac francés y vodka suiza. Se ha dicho que
estos productos eran falsificaciones, la vodka suiza estaba hecha en Polonia y el coñac francés
no era más francés que la vodka suiza. Al año siguiente, levantó ya una gran empresa de
importación-exportación cuyos beneficios alcanzaban los 10 millones de dólares anuales.
Armado con el capital de sus negocios y los de sus socios, usó sus conexiones
internacionales para obtener una licencia que le permitió crear el banco Amenhotep en 1989,
uno de los primeros bancos privados de la Rusia post-comunista. Enseguida comenzó a
progresar gracias a las actividades de préstamo a la especulación sobre las monedas, hasta
convertirse en el sexto banco del país. Se ha sugerido que hacia 1990, dicha banca
desarrollaba una actividad frenética facilitando los robos a gran escala de los fondos del
Tesoro Soviético, y su oportuna transferencia más allá de las fronteras, que precedieron al
colapso de 1991.
En los tiempos de Yeltsin, las reformas de mercado eran conducidas con tanta celeridad que
en numerosas ocasiones constituían un mero saqueo de los bienes nacionales. Antiguas
compañías públicas eran rápidamente puestas entre las manos de miembros de la
nomenclatura o de conocidos padrinos de la mafia. Por regla general, el director de una
factoría durante el régimen soviético, pasaba a ser el propietario de la misma. Durante ese
mismo período, violentos grupos criminales tomaron a menudo las empresas estatales
desbrozando el camino mediante asesinatos o extorsiones. Asimismo, bajo la cobertura del
gobierno, ultrajantes manipulaciones financieras se llevaron a cabo con objeto de enriquecer
240
al estrecho grupo de individuos que ocupaban puestos clave en los negocios y en la mafia del
gobierno.
Víctor Iazov se ejercitó en las agitadas aguas de ese río revuelto adquiriendo Azoth, una
gigantesca empresa de fertilizantes. Para hacerse con ella no dejó nada al azar. Las cuatro
empresas que litigaban en la subasta las controlaba él y las había creado unas semanas antes
sólo para dicho efecto.
Mientras tanto, el banco Amenhotep crecía a galope tendido con ayuda de la institución
Rotchild and Sons, ganando progresivamente la confianza del Ministerio de Finanzas, del
Servicio Estatal de los Impuestos, del gobierno municipal de Moscú y de la Agencia de
Exportación de Armas de Rusia, todos ellos depositaron sus fondos en Amenhotep, los cuales
Iazov utilizó para expandir su imperio comercial.
Fue igualmente el banco Amenhotep la entidad que proporcionó los fondos para adquirir la
compañía petrolera Sukros en 1995. En esta manipulación, un pequeño grupo de individuos
bien conectados a las estructuras del gobierno recibieron valiosas piezas de la propiedad
estatal a cambio de préstamos, muy a menudo fundados en cuentas pertenecientes al banco
estatal.
Iazov adquirió Sukros a precio de saldo, por sólo 350 millones de dólares. Él argumenta que
un valor tan bajo se debió al hecho de que por aquel entonces se difundieron rumores según
los cuales los comunistas ganarían las próximas elecciones legislativas y tomarían la
compañía de nuevo.
Sukros había sido creada en 1993 y llegó a ser, tras la adquisición por Iazov, una de las más
grandes compañías no estatales del mundo, aportando el 20 por ciento de la producción
petrolífera rusa y el 2 por ciento de la mundial. Ya desde su creación, constituía una de las
más preciadas joyas de la economía estatal.
241
Los prolegómenos de la “oligárquica privatización” se caracterizaron por la efusión de
sangre a raudales y en ese aspecto Sukros tampoco fue una excepción. Alexei Vorotnikov, el
antiguo jefe de seguridad de Sukros, resultó convicto, en numerosos casos, de asesinato. Se le
acusa, junto a Evgueni Ismailovo, socio de la compañía, del asesinato del alcalde de Yugansk,
notorio oponente a Sukros, en el propio día del cumpleaños de Iazov.
Cuando en 1998 se produjo el colapso del rublo, muy pocos inversores extranjeros se
mostraban interesados por efectuar negocios en Rusia. Iazov introdujo entonces una
transparencia sin precedentes en Sukros, admitió su control sobre la compañía y sobre la
banca Amenhotep, reveló la identidad de los accionistas de la primera, publicó balances y
comenzó a pagar impuestos y dividendos. Contrató gran número de ejecutivos provenientes
de importantes compañías petrolíferas occidentales, colocándolos en puestos clave. Fue uno
de los primeros magnates de Rusia en comprender que la inversión extranjera era necesaria
para construir una actividad económica sólida y global. Sus conexiones internacionales con
las grandes familias del mundo de la banca y las finanzas internacionales le ayudaron
enormemente. Su sueño era hacer de Amenhotep la punta de lanza de la reestructuración
industrial rusa. En 2003 fue nombrado Persona del Año por Expert magazine, influyente y
respetado semanario financiero ruso. Ha sido calificado como una de las 10 personas que
controlan la economía de su país, es el hombre más rico de Rusia y ocupa el puesto número
16 a escala mundial. Se ha dicho que fundó varios partidos políticos: Yabloko, el Partido
Comunista de la Federación Rusa y muy probablemente Rusia Unida. Muy próximo a los
antiguos apparatchis (se le acusa de haber facilitado la transferencia al Oeste de los capitales
del ex –Partido comunista), cultiva igualmente amistades en el nuevo régimen. Sus lazos con
la mafia parecen probados. También despunta la evidencia de que ha traficado con mujeres,
blanqueado dinero y defraudado a pequeños inversores.
242
Se hallaba negociando un proyecto de confluencia con Sibneft y con Exxon Mobil y
Chevron Texaco para que compraran participaciones en Sukros, el resultado hubiera sido la
segunda compañía mundial en concepto de reservas de gas y petróleo y la cuarta en términos
de producción, cuando la operación se abortó por el arresto de Iazov. Fue detenido en el
aeropuerto de Novosibirsk con cargos de fraude, aprovechando la ocasión de que su avión
personal se vio obligado a efectuar una escala para resolver ciertos problemas técnicos y
reponer combustible, hombres armados y con uniforme de combate rodearon el aparato e
irrumpieron a bordo. El gobierno congeló de inmediato las acciones de Sukros.
En los medias occidentales y de la oposición rusa, se atribuye el arresto de Iazov a su
participación en el proceso político ruso. La razón dada por el gobierno, además del aludido
fraude fiscal por un montante de 7 billones de dólares, usando delictivamente paraísos fiscales
interiores, fue evitar la venta por parte del grupo dirigido por Iazov de una larga porción de la
compañía a la firma estadounidense Exxon.
La verdadera causa quizá haya que buscarla en otra parte. Bajo la férula de Boris Yeltsin se
vivió una suerte de far-west de las privatizaciones. En ese momento, Iazov adquirió Sukros.
Sin embargo, la llegada de Vladimir Putin a la más alta magistratura, en 2000, marca el
principio de la vuelta al control del Estado sobre los negocios suculentos de la industria
nacional. Enfrentados al nuevo inquilino del Kremlin, ciertos oligarcas tomarán el camino del
exilio, otros aceptarán las redefinidas reglas del juego. Iazov, por su parte, optará por desafiar
al poder. Ahora dispone de ocho años, en la congelada soledad siberiana, para meditar sobre
las consecuencias de su atrevimiento.
El Kremlin, a su vez, se ha aplicado a echar mano sobre los activos más rentables de Sukros,
que serán comprados por allegados al gobierno a través de una firma pantalla creada unos días
antes de la venta, cuyo presidente del consejo de administración no es otro que Oleg
Kalinichenco, número dos del equipo presidencial, considerado como el jefe de filas de los
243
silaviki, el clan que reagrupa a los veteranos del antiguo KGB y a los militares de la vieja
guardia. Pero antes de que ello sucediera, los directivos y accionistas de Sukros se aplicaron a
aprovechar al máximo el exiguo plazo que les marcaba la ley. Evgueni Ismailovo, antiguo
rector de la Universidad de Ciencias Humanitarias de Moscú y alto cargo de Sukros, Iazov le
había dado asimismo un 60 por ciento de las acciones del holding que controla la firma, y
responsable de seguridad en ese momento, tomó el control de la compañía. De inmediato
procedió a efectuar varias inversiones en empresas extranjeras para sustraer capitales al
derecho ruso, antes de ser declarada en quiebra por un tribunal americano y liquidada.
Hoy en día, también Evgueni Ismailovo, que es objeto de un mandato internacional de
arresto por organización de asesinato e infracciones financieras, ha tenido que abandonar el
país, como tantos otros de su género, y vive alternativamente en Israel, donde ha obtenido la
nacionalidad por derecho de sangre pues su padre es de ascendencia judía, país en el que ha
efectuado igualmente colosales inversiones en la industria petrolífera, y en el sur de España,
muy cerca del paraíso fiscal de Gibraltar. El Parquet General ruso parte de la tarea que le ha
sido encomendada por el poder político, obtener la extradición de Ismailovo, enviarle a un
campo en el fondo de Siberia y, por fin, echar mano, del modo que sea, a los últimos activos
del grupo Sukros/Amenhotep, varios miles de millones de dólares reinvertidos en el sector
petrolífero israelí (y quién sabe si en otras muchas partes), los cuales, con toda evidencia,
turban el sueño de los habitantes del Kremlin.
244
V
Al leer esto llegué a varias conclusiones. La primera de ellas, evidentemente, que Evgueni
tenía sus sobradas razones para palidecer. La segunda, si me permites la suputación, fue que
procedía dar un golpe certero a la mafia rusa en España. Bueno, al menos comprendí que, con
un poco de habilidad, tal vez fuera posible hacerlo. E instalarte en su lugar. Evidentemente.
Claro que, al mismo tiempo, era consciente de la ardua tarea que se alzaba ante mí, así como
del peligro que representaba; a pesar de que yo tenía ya una vaga idea respecto a cómo llevar
a cabo esa jugada. Hasta ese momento todo había resultado muy fácil, en parte porque
habíamos tenido suerte, puede que sea verdad, pero también porque nuestros adversarios
iniciales no eran sino unos intrigantes en el ámbito de una economía y una política municipal,
por mucho que se tratara de una localidad dotada con vastas posibilidades, mas no unos
mercenarios del crimen organizado, que ya tenían en sus vitrinas un abultado historial según
pude comprobar en el informe Nicolai, como iba a ser el caso a partir de entonces. Con el
agravante de que Evgueni había declarado, de eso no cabe la menor duda, el estado de sitio en
su organización. Tanto más férreo cuanto que se imaginaba un enemigo infinitamente más
poderoso que el inexperto adversario que le acosaba en ese preciso momento.
Pues bien, una vez alcanzada la redacción definitiva del mencionado informe Nicolai, reuní
a mi estado mayor en la atalaya, incluido Felipe, a la hora de comer. Previamente había
dispuesto que se le hiciera llegar a cada uno de ellos una copia del mismo, de modo que, al
comenzar el sínodo, todos se hallaban instruidos con relación a la causa.
245
Al pasar junto a la cocina, no pude sino percibir un sugestivo aroma de marisco. Cedí a la
curiosidad y entré. Mefiboshet vigilaba la última fase de la cocción y ni siquiera se volvió
para enterarse de quién había osado penetrar en su santuario. ¿Qué tal, Juan? ¿Qué nos has
preparado hoy? Todavía sin volverse, sonrió. Arroz del señorito. Se dice del señorito porque
no hay que tomarse la molestia de pelar las gambas. Una vez más has dado en el clavo, Juan,
pues hoy no podemos permitirnos perder mucho tiempo, ni vagar en distracciones inútiles.
Salí al enclave radiante y elevado de la terraza, donde me aguardaban ya todos los
miembros conscriptos, sentados alrededor de la mesa. Reinaba, en ese círculo, un silencio
expectante que dejaba pasar algunos detalles de la circulación, muchos metros más debajo de
nuestros pies. Pienso que la única razón por la cual los rostros no se mostraban decididamente
graves era la perspectiva de comerse el arroz del señorito del que sin duda habían tenido
barruntos, o acaso confundía las apariencias en los demás con mis sensaciones íntimas. En
todo caso, una moderada alharaca saludó mi presencia. Tomé asiento en el puesto preferencial
que me había sido asignado y di por levantada la sesión.
Bien, en este caso se trata de perforar el telón de acero. Nada menos. Felipe, ¿tienes alguna
remota idea de cómo hacerlo? No solamente tengo varias sino que, además, ya hemos
conseguido establecer una primera cabeza de puente en la residencia de los Ismailovo.
¡Cáspita! ¿Y de qué manera? Pues nos enteramos de que la esposa de Evgueni había
efectuado la compra de un aparador en la tienda de un anticuario. No obstante, puesto que el
mueble requería unas cuantas reparaciones, todavía se hallaba en el taller de dicho
comerciante. Fuimos a visitarle y, tras llegar a un acuerdo mediante una módica suma, no sin
darle igualmente una serie de garantías, éste transigió en dejarnos un rato a solas con el
armatoste en cuestión. Abrumado por las preocupaciones recientes, imagino que Evgueni
debió olvidar por completo la compra, y cuando su mujer le comunicó que la entrega era
inminente, parece que no se atrevió a rechazarle ese capricho a su adorada consorte.
246
Efectuarían, probablemente, sus inspecciones, pero el micrófono se hallaba tan oculto que
hubiera sido necesario astillarlo minuciosamente para encontrarlo. Los detectores más
sofisticados son inservibles pues esta maravilla de la tecnología tiene un dispositivo de
activación a distancia por lo que cuando ellos llevaron a cabo el inevitable examen, el
micrófono no emitía y se confundía su presencia con la de las restantes partes metálicas del
cuerpo de este testigo solemne y silencioso. Ahora tenemos instalado permanentemente un
oído poderosísimo en el comedor de Ismailovo que nos transmite hasta el fragor de la resaca
proveniente de la cercana playa. Pero necesitamos permanentemente la colaboración de
Nicolai para la traducción. Muy bien, la piedra que los constructores desecharon vino a ser,
una vez más, la piedra angular, pues Nicolai, sin eso, ya había hecho un excelente informe,
cuya eficacia como colirio no podía sino ser reconocida por todos los presentes. Hasta el
momento no hemos asistido más que a conversaciones domésticas, prosiguió Felipe. Aunque
sabemos que Evgueni suele convocar sus cónclaves secretos en ese exacto lugar, donde sus
lugartenientes beben vodka servidos por la propia señora de Ismailovo.
Mefiboshet hizo su aparición con una enorme marmita humeante e inició la tarea de servir
generosamente los platos de los numerosos comensales. Destapó un cuenco de barro repleto
de ajoaceite y sugirió que debía mezclarse bien con el arroz. Se fue para regresar de inmediato
con varias botellas de un caldo ambarino fuertemente empañadas por el frío del congelador y
una bandeja de pan cortado en rodajas. El trabajo literario del día anterior había despertado en
mí un apetito voraz, así que le hice los correspondientes honores al arroz de Mefiboshet sin
hablar demasiado durante el ágape. Los demás, sintiéndose dispensados por mi mutismo del
candente orden del día, pues al fin y al cabo se trataba de un almuerzo de trabajo, lo que les
había dejado un poco confusos al principio, se dejaron arrastrar enseguida hacia
conversaciones intrascendentes, postergando la patata caliente del tema central del mismo
para el momento de los licores y el café.
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Mientras daba buena cuenta del plato cocinado por el genio popular de Mefiboshet, gustaba
el excelente blanco de estirpe local seleccionado por el enólogo en potencia que era
igualmente el propio Mefiboshet, cada vez estaba más convencido de que su fichaje había
sido uno de mis mejores aciertos, y atendía con un retazo de conciencia la ágil palabrería que
revoloteaba en el entorno, consideré una vez más cuán rápido avanzaban las aguas turbulentas
en que flotábamos, por no decir que se precipitaban irremediablemente hacia un vacío que se
hallaba, por el momento, más allá del alcance de nuestros ojos. Esos corrimientos del destino
siempre intimidan, aunque sea para bien, o lo parezca, porque uno siente que pierde el control
de los acontecimientos. Uno abandona la patria para hacer la guerra a una ciudad vecina y
cuando vuelve a tomar conciencia de sí, se encuentra batallando en la India, sin que se hayan
agotado los horizontes que conquistar. En tales casos, uno es un héroe, un gran general, un
estratega, un visionario, pero ¿conserva el dominio de su propia persona? El menor resquicio
de su alma se convertirá en una brecha por donde se vaciará por completo. Estos grandes
alisios de los hados nos llevan, como si fuéramos restos de un naufragio, hacia la dorada playa
o el abismo; y donde quiera que sea, sólo lo sabremos en el último momento, en el tramo
final.
Sí, hay hombres que estáis destinados a viajar como paquetes en la cala de un barco. Y otros
son los timoneles que usan el sextante y bregan con los vientos.
Con la llegada de la sobremesa, Felipe consideró oportuno reanudar la conversación. Exhaló
pues una gran bocanada de humo denso de puro y continuó el asunto allí donde lo había
dejado. Nicolai, pues, hace horas suplementarias con los auriculares en las orejas y por el
momento no hay nada digno de mención. En cuanto aparezca algo con cierta relevancia,
Nicolai apretará el botón rojo de la grabación. Luego transcribirá con toda exactitud la
escucha y la pondrá en nuestra página privada, que todos deberemos consultar con cierta
frecuencia. Si acaso se tratara de algo urgente, te enviaríamos un sms de tenor neutro, de esos
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que circulan a millares, como por ejemplo echa un vistazo al blog o algo así. Incluso si la
urgencia es máxima, Nicolai podría grabar de viva voz la conversación interceptada y colgarla
en nuestra página privada. Bien, pero por supuesto no debemos contentarnos con haber puesto
un micrófono en el comedor de Evgueni, aún admitiendo que ha sido un paso formidable. No,
claro, estamos al acecho y en cuanto se presente una buena oportunidad para instalar otros
micrófonos e incluso cámaras en las restantes piezas de la casa, la tomamos de inmediato.
Correcto, sin embargo, además de ello, hay que seguir, con toda discreción desde luego, cada
uno de los pasos no sólo de Evgueni sino también de sus hombres, y tomar buena nota de
todos sus contactos. Los cuales, a su vez, serán objeto de una selección y de una posterior
investigación. Milos, da consignas estrictas a tus alfiles para que se anden con pies de plomo.
Ahora nos vamos a ver las caras, por primera vez, con un ejército de veteranos bien
entrenados y sé de buena tinta que no suelen andarse con chiquitas. Para nosotros será un
bautismo de fuego, para ellos una guerra más. Otro factor que cambia es que ya no podemos
contar con el efecto sorpresa, el adversario se halla en estado de alerta roja. Una vez más
puede confundirnos con su enemigo mortal y si eso ocurre, el coletazo podría ser tanto más
temible cuanto que se siente acosado y herido, con su principal jefe entre barrotes, haciendo
los cien pasos en una inconfortable celda de Siberia. Así que ¡ojo al Cristo, que es de plata!
A medida que le iban dando el último sorbo al café, se iban despidiendo y eclipsando, cada
cual a su tajo. Se acabaron los tiempos en que sólo había una punta de lanza activa aquí y allá,
unos ordenadores rodando y otros con las ruedas en el aire; en ese momento, hombres y
máquinas, todos tenían grano que moler. Y el trabajo febril de muchos operarios, orientados
hacia un mismo objetivo, siempre tiene algo de sobrecogedor, una sensación que culebrea
como un rayo y que acaba en escalofrío. Cuando el mecanismo está lanzado de tal manera que
surge calor de todos sus engranajes, uno no tiene que esperar mucho para que aparezca ante
sus ojos el bastimento de una fábrica con sus numerosas naves alrededor, los primeros tomos
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de una monumental enciclopedia, compendio del saber humano, o la catedral que pretende
simbolizarlo para la eternidad. Sí, pero no olvides que tú lo único que pretendías era crear una
fabulosa máquina de fabricar dinero; en fin, dinero y poder, como ya admitiste en más de una
ocasión. Es cierto que eso está grabado con letra indeleble en el ADN de todo hombre, mas
conviene no perder de vista ese grano de modestia que consiste en reconocerlo. Porque no me
digas que tenías pensado utilizar ese dinero y ese poder para hacer el bien al género humano.
Tú, en esos momentos no tenías ni la más puñetera idea de para qué querías semejante dinero
y semejante poder, únicamente alcanzabas perfecto conocimiento de que te hallabas lanzado
en una desenfrenada carrera por obtenerlos y que más valía que no surgieran obstáculos que
plantearan severos problemas de conciencia, porque estabas dispuesto a todo. A mucho sí, a
todo no, Leviatán. Y ésa es posiblemente la diferencia que nos separa; Leviatán tiene unos
ojitos muy reducidos en comparación con su abultado cuerpo, adecuados para ver tan sólo la
potencialidad de practicar el mal que contienen las cosas. Te equivocas, esos ojitos son tan
pequeños para que no pueda ver ni el bien ni el mal en las cosas. Leviatán sigue su instinto y
para él los objetos se ven reducidos a sus meras cualidades físicas de volumen, dureza y color.
Te hallas ante el perfecto brazo ejecutor. Nadie me ha amenazado con el castigo eterno, pero
si lo hubiera hecho, no albergaría ningún temor, puesto que no tengo alma. Soy una criatura
inocente, anterior al concilio del pecado original. La fuerza con la que se me ha dotado es una
fuerza telúrica. Dime. ¿Quién está detrás de ti, Leviatán? ¿A quién obedeces? ¿Qué entidad
oculta te envía? Leviatán es insensible a las preguntas, aunque provengan de él mismo. Sigue
contando tu historia, si todavía tienes ganas de hacerlo.
Mefiboshet quitó la mesa y me dejó solo en la terraza. Tenía al alcance de mi mano los
periódicos del día, pero no me apetecía leerlos. También me dije que cuando el pensamiento
se convierte en obsesión improductiva, hay que aplacarlo. Había sabido lanzar a mis hombres,
había conseguido acordarlos en un frenesí único, tenía una idea detrás de la cabeza, bailando
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en el occipucio de mi cráneo, tan sólo me restaba refrescarme los ojos y aguardar a que me
presentaran datos, cifras, detalles concretos. Si seguíamos avanzando al ritmo con que lo
habíamos hecho hasta ese momento, no tardaría en tenerlos. Entonces no haría falta
reflexionar, todo estaba decidido, bajar la visera y lanzarse al ataque, golpear de una vez por
todas en la testa del dragón.
Me levanté para dar campo a mi vista. Desde la atalaya se contemplan todos los puntos de la
ciudad, el mar, tras la barrera de edificios que jalonan el paseo marítimo, la escollera donde
arrancaba mejillones con mi padre y donde atravesé por primera vez el río, a los seis años. Se
han borrado muchas cosas de la memoria, pero otras permanecen indelebles, como un
daguerrotipo sobre la conciencia, este chico ya nada, venga, pasemos a la otra parte y
flanqueado por mi padre y un amigo suyo crucé aquellas aguas entreveradas de mar y de río,
con un sabor único que no volverá, bajo un cielo infinitamente más azul y resplandeciente que
los de ahora. Sentado en una roca, recibí los encomios entusiastas de ambos y gusté del mayor
triunfo de mi vida. Luego, un poco más mayor, solía ir más allá, aguas arriba, a nadar bajo un
puente cuyo arco también se divisaba desde la atalaya. Allí se reunió una vez toda una tribu
de gitanos para ver cómo me lanzaba desde lo más alto, pero lo que no se me borrará nunca es
la especial frescura del aire al iniciar la caída, debió ser hacia finales del verano, quizás ya en
septiembre, cuando la atmósfera recupera el resplandor puro de los días soleados de invierno.
Detrás se hallan las montañas donde, también en septiembre, solíamos ir de acampada,
explorábamos sus recovecos solitarios, sus grutas, espiábamos sus animales, escalábamos sus
cumbres; por la noche, al fulgor de la hoguera, escuchábamos la música de entonces.
Regresábamos al pueblo para la feria, aureolados de aventura, nos poníamos de manga larga y
en la escuela, con el olor de los libros nuevos, éramos un año más mayores. Lo mejor está
vivido ya, Leviatán. Ahora, por lo que resta, podemos chalanear, si te apetece, pero sin
demasiado entusiasmo. Veremos cuando suenen los clarines del último lance si hablas con ese
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mismo aplomo; con los afortunados, con los que han tenido el viento en popa en todos sus
viajes, cuando llega el instante supremo, siempre ocurre lo mismo, el metal del que están
hechos no ha sido templado en la fragua de la desesperación y se desmenuzan como si fueran
hojaldre; por otra parte, ¿quién ha hablado de chalanear?, yo no. Poco vivirá el que no asista a
ese último lance, Leviatán, los corazones han de ser copelados, cierto, para ver qué coño
tienen dentro. El de Leviatán es de acero cromado, no se funde. Aunque fuera de diamante,
siempre hay un fuego que lo derrite y un agua que lo disuelve, este mundo es un abismo
donde no hay criatura viviente que no penda de un hilo. Si quieres prolongar tu existencia
todavía un poco, cuenta más bien tu historia, ya que tus bravuconadas me aburren. Sigo con el
relato, pero sólo porque no me complace dejar las cosas a medias. Habla pues, llena este
hueco amable con palabras, ¿qué actividad, me pregunto, podría suplantar con éxito una grata
conversación antes de ir a dormir?
Permanecí en la atalaya hasta que el sol se hundió por completo en sus ardientes cobijas de
oro. Luego, dando un lento paseo, regresé directamente a casa. Llegué cuando ya era noche
cerrada. Bajé mi ordenador portátil a la mesa del jardín y me dispuse a escrutar vidas ajenas
como un dios que se ha aburrido de todo excepto de castigar. Elegí el epígrafe de Verónica de
la Mata, entré en su página y comprobé que no había documentos audiovisuales disponibles
para la descarga. No obstante, opté por colarme de rondón en su residencia.
En el comedor encontré a una pareja extraña por varios modos. En un extremo de la mesa,
de espaldas a la cámara, un hombre rechoncho, luciendo una coronilla con un diámetro
considerable, vistiendo un traje blanco de lino que hacía todo lo que podía para dar un mínimo
de elegancia a aquel cuerpo de tapón de garrafa. En el otro extremo una paloma torcaz a punto
de alzar el vuelo, una jineta furiosa, una gacela veloz y esbelta, una mujer revestida de sol, es
decir, Verónica de la Mata ataviada con una mínima y sugerente combinación de lencería.
Cuando vi a unos ensabanados y enturbantados sirviendo el condumio en bandejas de plata, se
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disiparon todas las dudas y supe que se trataba del príncipe de marras que contrató al
melenudo chupador de caramelos para sus labores de espionaje. En todo caso, no parecía ser
un gran conversador, el moro de la morería, pues con Verónica apenas intercambió palabra y
a los criados les hablaba por señas, mediante signos convenidos, para la confección de los
cuales a veces empleaba los dedos. Tampoco ella, que debía estar al corriente del carácter
taciturno de su insigne huésped, hacía nada para animar la conversación, se limitaba a dejarse
contemplar.
Sin pérdida de tiempo llamé al móvil de Milos. El león rampante se halla en la guarida de la
gacela, quiero que apañes con la mayor celeridad posible un dispositivo de seguimiento que
contemple la máxima discreción. Milos sabía perfectamente a qué me refería.
Terminado el ágape y la infinita procesión de mamelucos con postres y brebajes humeantes,
sin decir esta boca es mía, el prócer fue a sentarse en el canapé. Verónica avanzó majestuosa e
imponente hacia él, se arrodilló entre sus dos piernas abiertas, inclinó su cuerpo hacia delante.
La oreja de uno de los sillones le ocultaba la cara, pero el cabeceo armónico al que se veía
sometida su melena no dejaba el menor espacio para la duda respecto a la operación que
estaba realizando. A los cinco minutos de consagración metódica e ininterrumpida a su labor,
sonó el móvil principesco. Antes de abrir la comunicación ordenó con despotismo: ¡sigue!
Verónica obedeció en silencio. Por su parte, el tan agasajado como ilustre varón escuchaba
con seriedad gallinácea el contenido de la información que vertía en su oído el invisible
interlocutor. Al final concedió. Muy bien, allí estaré. Cortó la conversación y guardó de nuevo
el móvil en el bolsillo. Pasó largo tiempo antes de que se dignara mirar a Verónica. Mientras
tanto, yo me repetía, con las más variadas estructuras sintácticas, que ese móvil debía ser
intervenido lo antes posible de la manera que fuese.
La mencionada operación, que el principal interesado observaba con un ojo distraído, duró
un rato considerable. Al cabo, debió hacerle un gesto a Verónica que no pude contemplar,
253
pues ésta se puso en pie y se dirigió hacia la mesa donde se quedó apoyada. El príncipe
fondón no tardó en seguirla. Entonces hicieron de nuevo su aparición los ensabanados. Uno
de ellos tomó a su cargo el pantalón y los calzoncillos que su señor le había confiado, pero no
desapareció con ellos sino que se limitó a hacerse a un lado, otro parecía estar allí a la espera
de una orden cualquiera y un tercero acudió con un escabel que colocó detrás de Verónica,
una vez que ésta se hubo puesto en posición. No hacía falta menos que eso para que su
serenísima pudiera montar la yegua pura sangre que tenía delante, la cual, en el momento de
ofrecerse, le obsequió con una sonrisa retrechera increíble por cuanto que se sabía era venal, a
menos que esa naturalidad y gracejo no le vinieran del sano regocijo por lo cómico de la
situación. El único rasgo viril lo tuvo cuando bramó como un toro en el momento del clímax.
Después, con la prosopopeya de un urogallo, bajó del escabel, alcanzó los calzoncillos y los
pantalones que el familiar le tendía y sin despedirse tomó las de Villadiego.
Gracias a la languidez de Verónica, los hombres de Milos pudieron tomar posiciones,
identificar a la guardia del príncipe y seguirlos a todos, por tramos, no hasta el rimbombante
hotel que había imaginado, sino hasta la fastuosa mansión en que moraba cuando residía en la
ciudad, naturalmente vigilada como un cuartel en territorio ocupado. Utilizando la dirección y
las imágenes obtenidas, la agencia se puso de inmediato a averiguar la identidad del
aristócrata de la morisma.
Mientras todo eso tenía lugar, yo, siguiendo el consejo de Milos, leía en nuestra Web
privada la primera transcripción hecha por Nicolai de una conversación interceptada en casa
de Evgueni. El traductor precisaba que en ella intervenían ocho personas, a saber, el propio
padrino, esporádicamente su esposa Lizaveta que efectuaba frecuentes entradas y salidas en el
área, y sus seis lugartenientes, Igor, Loukian, Kostia, Iván, Gavrila, Iouri. Todos estos
nombres aparecían en la conversación, así como sus funciones dentro de la estructura mafiosa
aclaradas por el contexto. También la tengo aquí, a mano, en este mismo legajo.
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Hoy la vodka de las reflexiones serenas, Lizaveta, las autoridades aquí presentes
necesitarán apelar a toda su ecuanimidad para zanjar con suficiencia el orden del día. La
mejor vodka de las reflexiones serenas que conozco es el agua bien fría, la que bajan de la
sierra de Granada; pero en fin, ésa es una razón de mujer, que una asamblea de machos sabe
despreciar como se debe, aquí y en Siberia. No es eso, querida, es que para actuar, e incluso
para pensar, a veces es mejor mezclar un poco de agua con un poco de fuego. Pero ya conoces
nuestra legendaria frugalidad, raramente vamos más allá de un solo vaso de cualquiera de
nuestras vodkas, que sientan todas bien. Además, ahora lo sé de cierto, en general, bebemos la
misma vodka que los miembros del gobierno, sólo que cuando ellos toman una vodka de
ataque, nosotros tomamos otra de reflexión y viceversa. También, cuando nosotros tomamos
la vodka de los triunfos, ellos toman la de las amarguras y al contrario. Pero no nos alejemos
del objeto de la presente reunión. En mi entrevista de esta mañana con el señor Lemos
Torquemada, hemos llegado a un acuerdo sobre el precio del complejo urbanístico “Las
torcaces”, si bien nada se ha firmado por el momento, de modo que todavía podemos echarnos
atrás si lo consideramos oportuno. Éste será pues el eje de nuestro debate, la conveniencia de
firmar o de renunciar a dicho contrato de compra. Para facilitar el examen de la cuestión,
expongo brevemente las circunstancias que lo rodean. La llamada loma de las torcaces se
encuentra en una zona no urbanizable, dado su interés ecológico y paisajístico. Muy
probablemente, cuando empiecen a talar los olivos, a entrar las excavadoras y demás
maquinaria pesada en estos terrenos, algunas asociaciones bienpensantes o grupos políticos
sin representación en el consistorio, o muy marginal, pondrán el grito en el cielo y obtendrán
un eco en ciertos sectores de la sociedad. Tal vez la prensa se ocupe de ello y la noticia salte
los lindes del término municipal. Lemos me ha mostrado la documentación aferente y todo
está en orden desde el punto de vista legal, pues el municipio ha acordado las oportunas
licencias; si falta hubiere, ésta sería considerada como interior al consistorio. De lo cual ya
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tenía conocimiento a través de Ruano, quien, una vez más, ha efectuado un excelente trabajo.
Tanto uno como otro, me han dado garantías de que, dentro del Ayuntamiento, ninguna voz se
alzará contra el proyecto. El problema surgiría si, según el modo que acabo de sugerir, el
asunto se les fuera de las manos. Tal y como están las cosas, la inmobiliaria Lemos saldría
perdiendo. Si firmamos, obviamente perderíamos nosotros, jamás recuperaríamos el capital
íntegro invertido. Dada la situación en que se encuentra el señor Lemos Torquemada,
presumo que no admitirá un aplazamiento, antes al contrario, buscará un comprador más
osado y sabemos por experiencia que no escasean por estos lares. Aparte de estas
consideraciones internas a este particular negocio, nos enfrentamos a la dificultad
suplementaria de que, si nuestros temores se confirman, el gobierno vigila ahora nuestros
pasos desde muy cerca, su largo brazo ha alcanzado la ciudad y este hecho, prácticamente
probado, constituye una grave amenaza para nosotros. Ésta es, en líneas generales, la
situación a la que debemos enfrentarnos.
Mi opinión es que debemos dejar de lado los complejos y admitir, de una vez por todas, que
somos un grupo mafioso y que debemos actuar como tal, utilizando los medios de presión que
están a nuestro alcance. Eso es lo que, según creo, esperan de nosotros tanto los miembros del
ilustrísimo Ayuntamiento como el señor Torquemada y sus consejeros. Si alguna voz
casquivana se alzara, te aseguro que conozco una buena docena de métodos, y me quedo
corto, para hacerla callar. Esas asociaciones de las que nos hablas, son fácilmente previsibles.
Basta con vigilar a sus cabecillas y al menor desliz o veleidad de desliz, dejar caer algunas
palabras en el cáliz de sus oídos. Estoy seguro que entenderán.
¿Es ése el parecer de todos? Absolutamente. Fantástico. El apartado siguiente debe
contemplar las modalidades de canalización de ese dinero. Amenhotep transferirá, por
supuesto, el aporte principal, pero no carecería de interés y de oportunidad recoger las colas
de las remesas pendientes que corresponden a las diversas actividades. Eso evitaría el
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correspondiente viaje de ida y vuelta a Gibraltar de los fondos que puedan ser asimilados por
las sociedades pantalla de que disponemos y rápidamente invertidos en dicha operación. Ni
qué decir tiene que ello no incumbe a las partidas desmesuradas del tráfico de armas, o de
droga, que no conviene fraccionar ni retrasar; por el contrario, los sectores de Iván o de
Kostia, pueden aprovechar la ocasión para vaciar cajas y subsuelos demasiado henchidos. Ello
no es óbice para que tanto Igor como Loukian, si disponen de algún remanente disperso, algún
pago no efectuado o una inversión no realizada, puedan incluirlos en este expediente. A tales
efectos, os propongo la siguiente agenda, mañana a primera hora cada uno hace sus cuentas,
por la tarde os reunís con Gavrilia y hacéis balance. Por la noche, Gavrilia me comunica el
resultado. Mientras tanto, Iouri y yo mismo nos encargaremos de diseñar un plan minucioso
por cuanto atañe a las medidas de seguridad indispensables. Pasado mañana, con una carpeta
bien ordenada y unas cuentas claras, nos plantamos en el gabinete de Virgilio Piñera, con
quien voy a tomar cita ahora mismo. Gavrilia me acompañará. Iouri, tú te encargarás de cubrir
nuestra retaguardia y de abrir bien los ojos para ver si alguien nos sigue. Reconozco que es
una excelente oportunidad para colocar un buen paquete de dinero, pero por otra parte los
últimos acontecimientos me han alarmado seriamente y ello porque ese movimiento por parte
del gobierno era de prever. La verdad es que los estaba aguardando; mas, como sucede
siempre, llegan en el peor momento, o por lo menos en el de más compromiso.
No te preocupes, por ahora les toca beber a ellos la vodka de la ansiedad y de la espera. Yo
me encargaré de que sigan bebiéndola durante mucho tiempo. Nosotros, en cambio, si todo
sale bien, podremos permitirnos abrir unas cuantas botellas de la vodka del triunfo que tienes
preparada para las grandes ocasiones. Ésa la beberemos en “el ánfora”, con mis sirenas, donde
nos correremos una parranda memorable. No hables tan alto de tu ánfora, Iván, que si te oye
mi mujer, en vez de vodka beberemos un día de estos matarratas.
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Resultaba obvio que para el día siguiente debía convocar, a mi vez, una cumbre
extraordinaria en la atalaya. Nos reunimos pues a las nueve en punto de la mañana, esta vez
en el despacho, alrededor de la gran mesa que había mandado poner en el centro. Dejé el que
creía plato fuerte de los rusos para el final y comencé por nuestro príncipe de la Arabia Feliz.
¿Conocemos ya su identidad, Vuk? La conocemos, en efecto. Se trata del príncipe Moshin,
hijo del príncipe Seifu-l-Muluk, ministro de la defensa, y de Bedietu-Ch-Chemal, una
concubina del padre. Se educó en los mejores colegios y universidades británicos, completó
su formación en la Royal Air Force College de Cranwell. Al principio tuvo que hacerse con
dificultad un hueco entre la regia parentela que pululaba en su contorno, hasta que logró
ganarse definitivamente la confianza de su ínclito progenitor gracias a su despierta
inteligencia y a un innegable don de gentes. Durante los años ochenta fue embajador en los
Estados Unidos y en tanto que tal desempeñó el papel de lazo de unión entre su familia y la
administración norteamericana, gozando de un acceso directo, sin precedentes, hacia los
presidentes y altos oficiales de la misma. Después regresó a su país, donde ocupa un puesto
clave en el ministerio de defensa. Es inmensamente rico, como lo son todos los integrantes de
su estirpe. Fue él quien negoció con el gobierno británico, en 1985, el acuerdo llamado al-
Yamamah, o la paloma; el cual, a pesar del nombre que lleva, constituía en realidad un colosal
convenio de entrega y mantenimiento de material militar. No era pues una paloma blanca de
la paz y sí una paloma mensajera que se infiltra entre las líneas enemigas. Tal era la
envergadura de la operación, que se considera como el mayor contrato de exportación jamás
realizado por los británicos. Las malas lenguas aseguran que dicha transacción contribuyó
notablemente a acrecentar su ya portentosa fortuna, mediante el cobro de comisiones ocultas.
Es una lástima que esa paloma haya levantado el vuelo hace ya tanto tiempo. No ha muerto,
sin embargo, intervino Felipe. ¿Qué quieres decir con ello? Pues que el exorbitante contrato
contemplaba tres fases, de las cuales únicamente se han cumplido dos. Un asunto de esa
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envergadura constituye una obra a largo plazo, sólo el acuerdo referente al mantenimiento
supone contactos casi permanentes cuya duración resulta imprevisible. De modo que otra vez,
sin buscarlo, hemos puesto el dedo en la llaga. Esto es más que una llaga, se trata de una
auténtica infección a gran escala en un cuerpo inmenso. Hay dos estados implicados, el
equilibrio de una zona sensible comprometido, posiblemente altas personalidades en la cuerda
floja y sobre todo montañas de dinero solvente en juego.
Si no te faltó pues, como veo, el consejo sensato y la palabra justa, hay que concluir que te
faltó discernimiento. Es posible, los abismos tienen su particular fascinación. A la que sólo los
locos sucumben. Pero en fin, toda la culpa no fue vuestra. Gran parte de la responsabilidad
incumbe a la cáfila de chapuceros de buena familia que suelen realizar ese tipo de
operaciones. Sólo cuando el asunto entra en una incontrolable espiral hacia abajo entonces,
como último recurso, acceden a solicitar la intervención de un verdadero profesional, el cual
ya no tiene otro remedio que comportarse como el cirujano de hierro. Estos mampolones, por
descuido o por inepcia, que en el fondo viene a ser lo mismo, dejaron que unos niños,
adoleciendo todavía de las rozaduras producidas por los pañales, penetraran con antorchas en
la santabárbara del barco. No, si cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que la cosa
tiene huevos, pero de verdad.
Felipe explicó con sus particulares dotes de pedagogo que las grandes firmas suelen
contratar agentes locales, en países cercanos a paraísos fiscales, a fin de negociar, con total
libertad para practicar ciertas inducciones tan sugestivas como poco ortodoxas, voluminosos
contratos. No era la primera vez que intervenía en asuntos de esa índole, empleado por
empresas rivales. Bien podría darse el caso de que nuestro príncipe hubiera elegido residencia
fija en estos parajes, que no carecen de valor estratégico por las razones anteriormente
indicadas, para tratar con mayor comodidad el fabuloso negocio que se trae entre manos. Los
árabes, en todo caso, tienen para estas cosas una especial predilección por Al-Andalus, pues la
259
consideran como una patria perdida únicamente por avatares de la historia pero secretamente
reivindicada y si no puede ser reconquistada por las armas, como en 711, tal vez lo sea por el
dinero; la puerta por la que pretenden penetrar es, en todo caso, la misma, me refiero a
Gibraltar. Aquí se bañan en sus calas privadas con su nutrido harén, pescan doradas desde sus
nacarados yates con bañeras de oro y se entrevistan a menudo con los agentes del terreno
mandatados oficiosamente por colosos de la industria occidental. De modo y manera que la
caverna de Alí-Baba bien podría encontrarse en los sillares de nuestro vecino peñón de
Gibraltar, controlado, para colmo de males, por la pérfida Albión. Así lo pienso yo también
¡yé monarca, el afortunado!
Bueno, Vuk ¿y qué pasa con nuestros amigos bebedores de vodka? También ellos parecen
gravitar en torno al peñón. En efecto, los satélites que giran alrededor de la roca forman un
verdadero cinturón de asteroides y de lunas. Gibraltar, como otros muchos centros financieros
extraterritoriales creados para responder a las acuciantes necesidades de la globalización
neoliberal, se beneficia de la permisividad internacional en materia de fiscalidad, su territorio
se halla eximido de la legislación y de la política económica comunitaria en lo que se refiere,
por poner un ejemplo, a la aplicación del IVA. Como centro de actividad financiera, se ha
especializado en el registro de sociedades exentas del pago de impuestos mediante el abono
de una moderada tasa anual que oscila entre 300 y 550 libras, las cuales no manifiestan
ninguna actividad mercantil local y cuyo número supera con creces al de los habitantes del
reducido enclave británico, pisoteando de este modo las normas comunitarias de la
competencia. Tales paraísos fiscales han sido utilizados rápidamente, no sólo para evadir los
impuestos de las grandes fortunas y de gigantescas entidades, sino también por las redes
internacionales del blanqueo de capitales. Se trata de sociedades tapadera que ocultan
complejos entramados de empresas dedicadas especialmente a las inversiones inmobiliarias,
tanto en la costa mediterránea como en la atlántica. De este modo, transforman en activos
260
declarables los fondos del narcotráfico y de la economía criminal. Hacienda no ignora que el
sector inmobiliario es refugio del dinero negro y que algunas entidades ofrecen productos
opacos para colectar ese capital, una de cuyas características es la no desdeñable de esconder
la verdadera identidad del cliente a través de sociedades en las que figuran como accionistas y
consejeros personas interpuestas. Los bancos mismos abren filiales off Shore para poder
aceptar fondos sobre los que más vale cerrar los ojos o bien provenientes de otros paraísos
fiscales, para poder prestarse a la construcción de fideicomisos o Trust, utilizados enseguida
por el dinero sucio para transitar hacia ellos por medio de sociedades ficticias.
Todo parece indicar que el holding Amenhotep ha echado sus potentes raíces en la roca para
desde allí operar según el método descrito. Pero ello bajo la atenta mirada del dragón ruso,
que se considera legítimo custodio del fabuloso tesoro robado por unos modernos argonautas
sin escrúpulos, aguardando el menor error, el más leve paso en falso, para saltar sobre ellos y
arrancarles con sus garras aceradas el pérfido corazón.
Esa noche soñé que los murciélagos se lanzaban como pilotos suicidas contra mi carne y se
quedaban incrustados dentro como las piedras que echan los niños contra el barro de una
ciénaga. Luego quedaba una llaga purulenta en el lugar del impacto. Me desperté no muy
inquieto, pero chorreando de sudor. Entonces recordé que había tenido otro sueño, la casa
estaba derruida, bajo el sol, apenas quedaba en su sitio una porción del techo. Yo me hallaba
colgado por los pies de una viga, con las manos atadas a la espalda, y boca abajo veía al
esqueleto amarillento de las danzas macabras segar con su guadaña, pausadamente, la maleza
que había crecido en su interior. Consulté mi reloj y eran apenas las cuatro de la madrugada.
Atravesé la ciudad adormecida, donde aquí y allá cantaban aún los borrachos, parques mudos
donde jóvenes desarrapados dormían el sueño frío de las drogas duras junto a sus propios
vómitos, hasta llegar a la multitudinaria arena de la playa a la que la luna sigue instruyendo
261
sobre los secretos del tiempo. Me eché de cabeza en su cauce de plata y nadé con rabia hasta
el amanecer.
Tras una ducha y un desayuno, rápidos ambos, encaminé mis pasos de nuevo hacia la
atalaya. Mefiboshet me trajo un café para acompañar a los otros en la terraza, durante su
primera colación del día. Los hombres de Milos se iban a limitar a observar de lejos la entrada
de Evgueni en el edificio donde se hallaban las dependencias que integraban el gabinete del
abogado Virgilio Piñera, letrado con cierto renombre en la región. Milos supervisaría la
acción y Vuk le acompañaría para familiarizarse con el lugar. Estaba claro que ese despacho
desempeñaba para Amenhotep la misma función que el gabinete jurídico Galíndez-Lastarria
para Ruano y sus secuaces, crear y gestionar empresas pantalla. Sólo que aquél parecía
orientado más bien hacia el repetidor local del peñón. Entonces era lógico pensar que la
medicina aplicada a uno sería igualmente efectiva para el otro, pero había que aguardar el
parecer técnico de Milos y de Vuk.
De repente todo el mundo se eclipsó para atender a sus respectivas ocupaciones. Mefiboshet
vino para anunciarme que bajaba a comprar los periódicos. Me quedé solo en ese puente de
mando y decidí afrontar las decisiones que debían tomarse durante los próximos días.
Respecto al príncipe Mohsin, resultaba palmario que no iba a ser fácil introducir en él ese
gusanillo que nos cuchichea todos los secretos, dado el numeroso séquito que lo rodea y
protege permanentemente. También era obvio que nuestro primer intento debía pasar por
Verónica de la Mata. Teníamos, cierto, unas imágenes suficientemente comprometedoras para
hacerla entrar en razón. Sin embargo, la pavorosa fulguración que destellaron sus ojos bajo las
candilejas del teatro, me hacía dudar. La sospecha de que nos las estuviéramos jugando, las
pesetas, con una diabolique de Barbey d´Aurevilli, comenzó a ganar terreno en mi mente.
Pero, por la misma razón, me conforté en la idea de que había hecho bien en mostrarle mi
alfil. Decidí que el carácter de la moza, así como el peso de cuanto estaba en juego, bien
262
merecía un doble plan, una doble red, para que todo lo que escapara a la primera fuera
recogido por la segunda. Realmente Nicolai se hallaba en vías de encontrar su posición como
pieza esencial en el conjunto del mecanismo, aunque en esa ocasión lo enviaba con la
conciencia absolutamente tranquila, dando por seguro que lo encaminaba hacia la más
soberbia parranda que se hubiera podido correr en su vida, con la añadidura de que sería,
paradójicamente, una parranda útil.
Respecto a Evgueni, el caso no apelaba al mismo procedimiento. Si lográbamos tener
acceso a los archivos de Piñera, habría que hacer uso de ellos sin pérdida de tiempo y matar
así dos pájaros de un tiro. Por un lado, venderlos a un precio razonable a quien bebía los
vientos por ellos y sabría pagar con gusto el diezmo que le pidiéramos. Por otro, crear un
vacío a la medida de nuestro cuerpo, pues es su vacío lo que le da la utilidad al vaso y, en este
puñetero mundo en que vivimos, no son nada despreciables las artes del alfarero. Se cuenta
que Dios mismo, antes de crearlo, tuvo que fabricar un hueco oscuro para hacer en él la luz y
ocuparlo con ella. Aparte de que, a partir del momento en que dichos archivos obraran en
nuestro poder, no sería sólo Evgueni quien removería cielo y tierra para dar con nosotros, sino
que a Evgueni se sumaría el terror de Evgueni y ése ya es, desde luego, harina de otro costal.
Era evidente que se imponía una negociación. Sin embargo, habrá que encaminarse con el
pedazo de queso hasta la boca del lobo y semejante expedición, aunque no se llevaría a cabo
sin las debidas precauciones, nunca carece de peligro. Por eso, a partir de ese mismo instante,
comencé a comedir bien el plan y no tuve que darle muchas vueltas puesto que se me apareció
enseguida, de una pieza, ante los ojos de la imaginación, punto por punto, como si lo esencial
ya lo hubiera vivido. Hice una lista con lo que íbamos a necesitar, en caso de que mis
previsiones resultaran acertadas, para nuestro viaje a Rusia, y dado que algunas gestiones
debían iniciarse con tiempo, determiné tratarlas con Milos en la primera ocasión que se
presentara.
263
VI
Debo admitir que vivimos unos tiempos agitados. No nos hallamos en pleno invierno del
mundo ni en pleno verano, sino en una juntura entre ambos, durante la cual no son
infrecuentes los encuentros de masas de aire con temperaturas muy distantes, que producen
choques térmicos con consecuencias nefastas. Sin embargo, esa nube de furia que se
desarrolló en unas cuantas horas y luego descargó en un solo punto una tercera parte de un
mar del cielo, preludio de lo que iba a ocurrir en el mundo físico un par de meses más tarde,
eso es un hecho ciertamente extraordinario y que no deja de ser sintomático de los tiempos
que nos han tocado en suerte, una época en que el hombre pretende, en su irreversible, al
tiempo que ilusorio, proceso de endiosamiento, ponerse al abrigo de la contingencia al precio
que sea. Para ello, en política ha conseguido al fin matar de raíz las revoluciones, en finanzas
elaborar numerosas fórmulas para obtener la riqueza fácil a la vez que se le abren al dinero
sucio, al dinero inmoral, unas puertas secretas para que entre en la economía legítima y, por si
fuera poco, en climatología crear una zona estable que garantice una actividad laboral
264
continuada para los países desarrollados. La naturaleza, sin embargo, jamás dejará de
sorprender al hombre, en especial durante esos momentos de soberbia insensata y culpable en
los que éste albergue el convencimiento ilusorio de que la domina con su ciencia y su
tecnología, le pone diques y barreras al frío y a las borrascas de nieve para que no impidan a
los trabajadores acceder a las fábricas y que no se pierda ni un solo día hábil, pero esa energía
terrible es desplazada a otra parte del mundo, donde se forman olas gigantes que sepultan
comarcas o tifones que arrancan los cimientos de las fortalezas antiguas. Y de allí vuelven a
su lugar de origen para levantar por los aires copas de árboles como si fueran plumas. Nos
hallamos en un período, que tal vez no haya sido el único en la historia, en que la humanidad,
por una cuestión mezcla de egocentrismo, comodidad y engreimiento, quiere ponerle un
cabestro a la naturaleza y ésta aguarda tan sólo, fingiéndose dormida, profiriendo únicamente
algún que otro ronquido falso, a sentirse a los más audaces trepando por su cuello, para
entonces sacudírselos a todos como pulgas.
Dios ha puesto los leviatanes sobre la tierra para que el hombre comprenda, pero éste tiene
una dura cerviz, una cabeza de pedernal con una masa de fango en su núcleo. Es capaz de
ingenio, pero no de inteligencia, porque la verdadera inteligencia, está bien claro en el libro de
Job, es el temor de Dios. Hablas como si fueras algo más que un asesino a sueldo. Leviatán
recibe con gusto las treinta monedas, pero si anda suelto es porque se han abierto ya las
compuertas del terror y de la destrucción y porque han llegado los días malditos del llanto y el
crujir de dientes.
Ese día, en cambio, visto desde lo alto de la atalaya, parecía destinado a la eternidad. A esa
hora todavía temprana de la mañana, de la compacta masa del sempiterno azul celeste parecía
emanar un suave frescor, los gorriones revoloteaban con brío entre las cornisas y los cables de
la luz, en esos riscos blanqueados y soleados del paisaje urbano donde se sentían
inalcanzables, las zigzagueantes golondrinas eran unos cursores negros dibujando en las
265
alturas los jeroglíficos de la libertad. Se respiraba una serenidad resplandeciente que extraía
del cuerpo los instantes más plenos de los veranos más remotos y la piel parecía recubrirse del
refrescante bálsamo de la resurrección. Mi memoria operó la devolución de todo mi cuerpo al
sol de los años sesenta, al aire de entonces, a aquellos cielos pasados, cúpula y crisol vivo de
la luminosa infancia, con su jaula de jilgueros en la sombra, con las primeras lecciones
aprendidas en los olvidados libros de texto y las primeras lecturas, con su brisa de mar y su
brisa de río, con sus ensoñaciones febriles envueltas en el aliento denso de los naranjales, que
se cree perdida pero que, de repente, con la excusa de la más insignificante reminiscencia, nos
llena la cara con su soplo vivificador. Sin saber lo que hacía, me levanté con un impulso tan
irrefrenable como inconsciente y me dirigí al extremo de la terraza para contemplar el mar,
para avizorar el horizonte de oriente, como si mis ojos quisieran, por sí solos, abrirse un
camino, mostrarme una dirección, urgirme y arrastrarme a la lucha. De repente me vi en el
puente de un barco, las velas henchidas, el tajamar hendiendo las olas y haciendo saltar por
los aires una espuma blanca como la leche y en mis venas la sangre bullía y se agitaba con un
estruendo de abordaje. Alcé los ojos, ante mí se hallaba Faros de Alejandría.
Hacia mediodía regresaron los expedicionarios. Los ojos de Milos refulgían con un brillo
acerado que reflejaba júbilo contenido. A pesar de eso, cuando le pregunté si consideraba
hacedero lanzar el asalto esa misma noche al edificio de Virgilio Piñera, se quedó parado
como si lo hubiera convertido en su propia fotografía. Sin salir de su estupor consultó los ojos
de Vuk, pero éste respondió con un gesto afirmativo perfectamente aplomado. Así sea, repuso
Milos, un tanto excedido, comamos ahora. Mefiboshet estaba allí para oírlo, por lo que dio
media vuelta y se dirigió a la cocina, regresando a poco con una gran olla humeante. Arroz
caldoso con sepia, declaró. Y lo fue sirviendo en vastos platos llanos para que se enfriara
mejor. Para Mefiboshet, a mediodía se comía caliente, poco importaba que el ardor del aire
quemara las pestañas, ése parecía ser uno de sus más firmes principios en materia culinaria. Y
266
nadie levantó jamás la menor protesta, ni siquiera la más leve insinuación irónica. Los platos
que aterrizaban en la mesa de la atalaya eran siempre esperados y recibidos con reverencia.
Con los cafés y el consabido puro, se vio bien a las claras que el plan estaba, en el fondo,
bien meditado. Los dos hombres habían discutido previamente todos los pormenores del
mismo; incluso, a la partida de Evgueni y sus secuaces, habían efectuado algunas
averiguaciones tan discretas como útiles. Lo único que no debía entender Milos era esa
precipitación. Y yo no podía explicársela porque, a decir verdad, tampoco la entendía. Tú no
sabías que habías iniciado una atropellada carrera hacia un fin inmediato, pero algo o alguien
dentro de ti percibía bien el vértigo de la caída, la oscuridad y el silencio del abismo. La fosa,
cuando se abre para recibirnos, hace sonar siempre un cuerno, una llamada terrible que no se
oye con los oídos del cuerpo, pero no escapa a la percepción de nuestro espíritu. El tuyo la
había oído y quería acabar pronto las últimas diligencias en las que se había visto envuelto,
eso es todo. Admito que no resulta descabellada tu idea, ya Freud nos advirtió en su momento
que no somos los dueños de nosotros mismos. Tal vez el verdadero amo que se oculta tras los
velos de sombra, en las estancias y los parajes de los sueños, hubiera percibido el fin de este
cuerpo que se ha de comer la tierra y decidiera adoptar la vía rápida como única solución
abordable. Pero la vía rápida es siempre peligrosa. Y bien, ¿acaso debe el hombre rehuir el
peligro cuando todos los demás caminos están cerrados? Una puerta envuelta en fuego
abrasador es siempre preferible a una puerta cerrada. No obstante, los plazos y las etapas
estipulados por la naturaleza deben ser respetados; de lo contrario, lo que se consigue es uno
de esos frutos de pretemporada madurado en cámaras, cuyo color es parecido al que se
obtiene si se le ha dejado el tiempo cabal en la rama, pero cuando se le come, amarga. Al
poner los pies en Andalucía, lo primero que hice no fue precipitarme en tu búsqueda, sino que
me detuve en el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, donde se conserva un cuadro que
goza de gran reputación en ciertos ambientes. Se trata de una pintura algo macabra titulada
267
“Finis Gloriae Mundi”, cuyo autor se llama Juan Valdés Leal. La conozco, esa pintura. La
mayor parte de los exégetas interpreta la obra con arreglo al tópico del desprecio del mundo y
sus falsos oropeles, consecuencia lógica del “vanitas vanitatum” tal y como se nos explica en
el Eclesiastés. Existe, sin embargo, otra lectura del cuadro que no invalida la ya mencionada,
sino que corre paralela a la misma. El autor de ese panorama siniestro nos invita a efectuar un
recorrido que parte del resplandor de la luz del día, que se derrama desde la puerta de la
cripta, hasta otra luz, sobrenatural esta vez, proveniente de una mano en cuyo dorso se
observa el estigma de la crucifixión, pasando por las diferentes fases de la descomposición de
la materia hasta alcanzar la final, representada por el montón de huesos, ya sin la estructura de
la figura humana. Esa mano que irradia un tenue resplandor divino sostiene una balanza en
un equilibrio casi perfecto. El platillo de la izquierda lleva la leyenda “ni más” y contiene los
símbolos de los pecados capitales según unos, los de la caballería según otros, mientras que el
platillo de la derecha lleva la leyenda “ni menos” y sostiene los símbolos de las virtudes según
los primeros, los símbolos litúrgicos según los otros. Si detenemos nuestra observación ahí,
obtenemos una enseñanza perfectamente salomónica pero poco cristiana, pues la buena nueva
que nos transmite el Nuevo Testamento es precisamente la resurrección de la carne. No
obstante, notemos que es la luz nueva de la regeneración la que ilumina el esqueleto, así como
el osario. La transmutación podrá realizarse, siempre que se respete el equilibrio manifestado
por la balanza, el cual regula también ese recorrido oculto y oscuro de la naturaleza, tan
natural como el que se desarrolla a la luz del día. En los primeros peldaños de la escalera que
inicia ese descenso a los infiernos se encuentra la lechuza de Minerva, la cual nos mira a
nosotros, testigos de la escena, para decirnos que la inteligencia y el conocimiento deben
acompañarnos desde el principio en ese proceso de metamorfosis total. Mas si se quiere tomar
un atajo, si se le da más fuego del debido a la olla, ésta explota y la obra se malogra. Entonces
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aparece, como sucede en ese cuadro, la prostituta escarlata, signo de mal agüero. He ahí la
moraleja que debes aplicarte, aunque sea tan tarde, por si acaso resucitas.
Ya he dicho que vi enseguida en los ojos de Milos que el plan estaba madurado; además,
hay momentos en que la naturaleza entera parece precipitarse toda por una catarata, mientras
que en otros se halla como estancada, inmovilizada, en un apacible lago. Más tarde vendría mi
otoño de involución, cuando unas hojas palidecen y otras se vuelven moradas como las
filacterias de las coronas mortuorias, luego van dejándose caer perezosamente y pudriéndose
muy despacio bajo la lluvia hasta confundirse con la tierra. También llegaría mi invierno, el
de las ramas peladas y ateridas, fragmentando un cielo invariablemente gris, el del café
amargo junto al cristal empañado de la ventana. Te equivocas al sugerir que los plazos no han
sido cumplidos. Considera también que el primer asalto a la fortaleza de Virgilio Piñera
constituyó todo un éxito. El segundo, en cambio, cuando se ha de volver para recolectar la
información, casi fracasa debido a una circunstancia imprevisible.
Pero no adelantemos acontecimientos. Tal como hicimos con la torre madrileña, decidimos
aguardar tres días a que las nasas se llenaran de anguilas. Por mi parte me propuse consagrar
ese tiempo al caso del príncipe Moshin, antes de que todas mis energías fueran aspiradas por
el otro torbellino. Sin embargo, Felipe me había sugerido, cuando todavía me hallaba en la
atalaya, que echara un vistazo en cuanto pudiera a la página de Alfredo Kloss. Al hacerlo,
comprobé que habíamos conseguido introducir varias cámaras en la residencia de este
conspicuo hombre de negocios. Lo encontré de nuevo tomando el desayuno en la misma mesa
de la terraza, junto a los acantilados, en que había cenado con sus dos asociados, aunque esta
vez se le veía de mucho más cerca, desde otra perspectiva mucho más cómoda y pude oír con
una impecable calidad de sonido la conversación que mantuvo con su mayordomo. Eché un
vistazo al depósito de las grabaciones y, en efecto, había una. La pinché. Mi pantalla se llenó
con la imagen de Alfredo Kloss, de espaldas, mirando a su vez hacia otra pantalla de tamaño
269
considerable, casi una pantalla de cine. En ella apareció la efigie de un conocido político a
nivel nacional, con un poder tangible sobre el aparato autonómico, no el de aquí sino el de la
Comunidad de Madrid, y con eternas aspiraciones a las más altas magistraturas del Estado.
Todavía joven, sólo parecía esperar la ocasión propicia para dar el gran salto. Estaba
acompañado de una mujer, joven también y atractiva, respecto a cuya personalidad deduje
fácilmente que se trataba de Elena Castañeda Espejo, abogada y testaferro de Ruano, enviada
plenipotenciaria de los tres secuaces reunidos durante la plástica cena en casa de Kloss, con
poder de hacer y deshacer en nombre del trío. Ambos sostenían una copa de champán cuyo
casco se hallaba en una mesilla baja, dentro de una corchera repleta de cubitos de hielo. En el
interior del armario de la habitación contigua encontrarás una colección de lencería con la
cual quiero verte desfilar ante mí, pero primero quiero averiguar cómo te has equipado tú
misma para este lance. ¿No te parece un poco brusco y conminatorio como procedimiento? La
verdad, no me esperaba esto de ti. ¿Ah, no? Vienes como una puta, mi deber es tratarte como
tal. ¿O acaso tu presencia aquí no obedece al acuerdo establecido entre nosotros, según el cual
tú te acuestas conmigo y yo firmo las licencias oportunas que os permitirán transformar
antiguos palacios madrileños, verdaderas joyas arquitectónicas de la ciudad, en hoteles y
restaurantes de lujo? Pasando con ello, como muy bien sabes, por encima de la legalidad
vigente. Cierto; a pesar de eso, habida cuenta de los sentimientos que siempre has
manifestado hacia mí, nunca había imaginado que tuvieras pensado tratarme de esta guisa.
Sentimientos que, metódica e invariablemente, te has complacido en aplastar con la suela de
tus zapatos de tafilete como si fueran una colilla. No se ama por decreto. Estoy de acuerdo,
por decreto no se ama, se folla. Y eso es lo que vas a hacer esta noche. Te vas a dejar follar
viva, si quieres que estampe esas dichosas firmas en los documentos correspondientes. Te vas
a comportar conmigo como la real puta de lujo que eres, o de lo dicho no hay na. Bueno, no es
que no haya sentido jamás nada por ti, incluso dudé al cerciorarme de la honestidad de los
270
propósitos que albergabas; no quiero ocultarte que, junto a tus indudables calidades
personales, pesaron también las prerrogativas que te venían de cuna, tanto por lo que
comportaban de fortuna familiar como de influencia política en el centro neurálgico del poder,
a nivel de las más altas esferas del Estado. Pero yo no me veía a la vuelta de unos años como
una honorable matrona de la nación. Al menos no antes de gustar a una vida trepidante e
independiente, en legítimo uso de mis prerrogativas de mujer moderna, dotada de una carrera
universitaria y pertrechada con una fortuna propia y una innegable carga de atractivo
personal, que no suele figurar muy a menudo entre los triunfos de las mujeres inteligentes,
cultas y ricas. En virtud de lo cual, consideraste oportuno bañarte hasta las cejas en el lodazal
más abyecto de la villa y corte. Has hecho bien, pues, en vestirte de púrpura y escarlata,
ataviada con oro y piedras preciosas y perlas, así, tu copa está llena, no de champán, sino de
cosas inmundas y de las impurezas de la fornicación. Elena no lo pudo sufrir eso y le lanzó a
la cara el contenido de su copa. Pero el prócer la agarró de la muñeca, la atrajo hacia sí y la
besó largamente. Ella entró en razón y se dejó hacer, pensando tal vez que también él había
entrado en razón. No obstante, si acaso se había arrepentido de la extrema dureza de sus
palabras, pronto se advirtió que se había arrepentido de arrepentirse y con la misma mano con
que la había agarrado la empujó hacia atrás. ¡Chupa! Y diciendo esto se dejó caer en el sofá.
¿Qué? ¡Que mames, te digo! Elena no protestó ya más. Alzándose un poco su ya exigua y
estrecha falda para poder arrodillarse ante el inflexible hombre público, le desabrochó, no sin
cierta habilidad, el cinturón, bajó la cremallera del pantalón y agarró con decisión la vara que
cabeceaba como el mascarón de proa de un buque. Tan sólo se demoró el tiempo necesario
para apartarse a un lado el mechón que le había caído sobre la cara. Lo que sigue terminó
como debía terminar.
Verónica de la Mata se estaba desperezando cuando me conecté con la cámara de su
habitación, en la que el sol entraba a raudales. No tardó en levantarse y vestida con una leve
271
saya se dirigió a la cocina, donde alguien le había preparado un desayuno completo. Una vez
hubo dado buena cuenta de él, se puso un vestido muy corto y muy ceñido al cuerpo y salió de
casa. Yo sabía que alguien estaba apostado no lejos de la puerta de la misma y que iba a
seguirla a todas partes, como nos sigue la luna aunque cambiemos de país.
Llevé mi ordenador hasta la cocina para seguir pasando revista al repertorio de mis
personajes de película mientras me preparaba mi propio desayuno. Pinché a continuación el
nombre del príncipe de las mil y una noches. No había aún ninguna grabación, pero sí un
informe con fotos tomadas mediante una cámara provista de lentes de gran potencia. Se le
adivinaba a través de los cristales tintados de un potente modelo de Mercedes saliendo de su
fantástica mansión, vestido a la moda occidental y disimulado el rostro por unas oscuras gafas
de sol, acompañado de su habitual séquito. Junto a la fotografía, el texto daba las oportunas
precisiones de tiempo y lugar. Luego venían unas cuantas fotos que mostraban el susodicho
Mercedes tomado desde atrás, alejándose de la ciudad, con las montañas a proa. Otra nos lo
presentaba entrando a una propiedad privada, al tiempo que, tras él, unos campesinos cerraban
una alta barrera. No necesité leer la explicación pues reconocí la posición de aquella finca. Se
hallaba situada a una altura en que las tierras de labranza comienzan a acusar, todavía con
suavidad, las primeras pendientes de la falda de la montaña. Por fin, era evidente que los
hombres de Milos habían tomado posiciones entre los naranjos, lo más cerca posible de una
casa rústica bajo cuya parra aparecía el príncipe Mohsin, sentado en una silla de enea con el
respaldo apoyado indolentemente contra la encalada pared, junto a otro hombre dotado de una
apariencia en verdad curiosa, frente ampliamente despejada, si bien tras ella arrancaba una
cabellera leonina que le llegaba hasta los hombros, barba poblada y luenga, tan negra como la
melena y una mirada oscura y profunda, para cuya proyección necesitaba agacharse
ligeramente, como un toro cuando se dispone a embestir. Parecía un fauno o un antiguo
dramaturgo griego, en fin, cualquier cosa excepto lo que era.
272
Despaché mi sumario desayuno, me puse encima lo primero que encontré a mano y
encaminé mis pasos hacia la atalaya donde esperaba obtener rápidas noticias a propósito de
las actividades de Verónica de la Mata, así como del príncipe Mohsin o de su estrafalario, al
tiempo que bucólico, contertulio de la casa campestre. Sin embargo, no encontré en ella más
que a Mefiboshet, quien me dijo que todos habían alzado el vuelo de buena mañana, excepto
Nicolai que trabajaba frente a su ordenador, encerrado en su habitación. Esa vez sí me puse a
leer los periódicos del día y no paré hasta que las aves comenzaron a regresar al nido para la
comida de mediodía. Mientras abordábamos con precaución el guiso de anguilas que nos
había presentado nuestro cocinero, cautela que obedecía a varias razones, primera porque
ardía, segunda por lo picante y tercera por la anguila que, de entrada, no parecía convencer a
todos, aunque lo cierto es que, a medida que se iba enfriando, el contenido de los platos fue
desapareciendo cada vez con mayor rapidez, recibí la información que ansiaba.
Verónica había ido a parar a una especie de gimnasio mezclado con escuela de danza y
centro de belleza como los hay por doquier hoy en día, sólo que ése ofrecía un aspecto de un
lujo sospechoso, se trataba de un edificio bastante moderno, de dos plantas, rodeado por un
frondoso jardín y éste por una elevada tapia. En el cristal de la puerta podía leerse el sugerente
nombre de “El ánfora”. Había pasado allí dos buenas horas, tras las cuales salió acompañada
de otras dos sirenas, como ella, y se dirigieron a una terraza del paseo marítimo donde
tomaron unos aperitivos antes de dispersarse. Seguidamente, Verónica regresó a su casa.
Ahora bien, mientras unos la seguían, otros averiguaban ya los datos catastrales del local.
Resulta que pertenece a un ciudadano ruso cuya gracia es Dimitri Tchourbanov. Nicolai
advirtió enseguida que el nombre del local había sido citado por uno de los esbirros de
Evgueni, durante la primera grabación efectuada en su casa. Nos trajo la hoja de la
transcripción y comprobamos que era cierto. No obstante di la orden de que Dimitri
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Tchourbanov fuera vigilado de cerca y que se realizara una investigación con objeto de
averiguar cuáles eran exactamente las actividades a que se dedicaba el centro.
El príncipe Mohsin no había salido de casa. Uno de nuestros hombres lo había fotografiado,
desde un ala Delta, luciendo su tersa y oronda panza tendido sobre una hamaca, junto a su
vasta piscina, rodeado de mujeres y niños de toda edad y pelaje, y tomando zumos con pajita.
De paso, fotografió la entera mansión, así como todos sus accesos y dependencias.
Por lo que se refiere al hirsuto y barbudo hombre de las cavernas con quien había
compartido la pastoril tarde en Arcadia, respondía al nombre de Gedeón Pacheco y, según
llegaron a saber nuestros investigadores, tenía por oficio escritor. Había publicado, corriendo
él mismo con los gastos, una novela sobre el papa Silvestre II, una biografía de Luciano de
Samosata y un tratado sobre el aoristo griego. Mandé que lo vigilaran igualmente.
Cuando, a eso de las cuatro de la tarde y a pesar del bochorno que marchitaba hasta el
cemento de la ciudad entera, ahuecaron los comensales el ala puesto que, el que más y el que
menos, todos tenían algo de pan en el horno, pedí a Mefiboshet que llamara a Nicolai, quien
ya se había retirado de nuevo a su cuarto. Entonces le comuniqué mis planes respecto a
Verónica de la Mata. Él debía convertirse en su amante y eso lo más rápidamente posible,
pues cabía la posibilidad de que ambos tuviéramos que levar el ancla en breve para Moscú.
Convenía pues que, al menos los primeros pasos, los diéramos antes de iniciar nuestro viaje.
De modo y manera que él no tenía más que hallarse preparado para tal eventualidad, mientras
yo seguía atentamente los pasos de Verónica, acechando el momento más oportuno para
tenderle una emboscada. Cuando terminé de hablar, se retiró sin que su rostro diera la menor
muestra de emoción, cualquiera que ésta fuera.
Entre el calor y el mal recuerdo de mi encuentro con Evgueni, no me atreví a salir a la calle
a esas horas intempestivas. Pedí a Mefiboshet un segundo café y permanecí en el balancín con
los ojos cerrados pero sin dormir. Luego, pasada la cuesta bravía de la siesta, volví a hojear
274
mi interrumpida lectura de los periódicos. Finalmente, a eso de las siete, justo cuando ya me
disponía a salir, regresó Milos. Hemos convencido a alguien de confianza, un antiguo
inmigrante nacionalizado ya, de que nos preste a su hija para que averigüemos qué es lo que
contiene esa misteriosa ánfora. Le he pagado bien, claro, y le he prometido que no corre
ningún peligro, pues estará continuamente vigilada y asistida, al menos desde fuera,
asegurándole que su misión es puramente informativa y su cometido no la arrastra a cometer
ningún acto deshonesto, pues tiene nuestra autorización para plegar velas ante la más mínima
insinuación dudosa, la cual sería ya concluyente para nosotros. La chica habla un castellano
perfecto con acento madrileño. La haremos pasar por la hija de un industrial de la capital,
disfrutando de unas vacaciones en la costa que le permitirán quedarse lo que resta de verano.
La niña tiene diecinueve años y una belleza que espanta. Bien, toma las precauciones
necesarias para que no le ocurra nada malo. Si en algún momento se halla realmente en
peligro, no dudes en lanzar a tus hombres al asalto pistola en mano. Bueno, pistola o fusil, lo
que sea y te parezca más adecuado.
Por cierto, hay una grabación que deberías escuchar lo antes posible. Pues vamos a
escucharla ahora mismo. Sí, le he pedido a Felipe que se reúna con nosotros para darnos su
opinión de experto, no tardará en llegar. Mientras lo hace, vamos a ir preparándola. Entramos
en el despacho que nos servía de sala de reunión también. El sol había iniciado su última
cuerda de arco y daba de lleno en esa habitación, recubriéndola de una pátina de oro,
transformando la sólida mesa de trabajo en un lingote macizo y descomunal. Milos eligió un
extremo de ella recortado por un retazo de sombra y allí puso el ordenador para que el
resplandor no anulara la luz de la pantalla. Se conectó a nuestra página secreta y, en tanto que
aguardábamos la llegada de Felipe, me puso en antecedentes. Días atrás, él mismo había
penetrado junto con otros dos hombres en aquella mansión en que Ruano recibió a uno de sus
testaferros, el que negociaba con la inmobiliaria Lemos. Lo hizo guiado por la acertada
275
presunción de que el interfecto solía utilizar a menudo esa casa para sus entrevistas más
delicadas, o que al menos era uno de sus lugares predilectos para ello. Instaló pues cámaras y
micrófonos por todas partes, según el método explicado por Felipe, es decir, incrustados o
formando parte de los más variados objetos. Sólo un par de días más tarde, cazó al trío
maravillas, verbigracia a don Ramiro Majano, ex-comisario de policía en uso de buen retiro,
Alfredo Kloss, vividor, abogado y trabucante de alto voltaje, y al propio anfitrión, en pleno
debate confidencial, del cual, algunos fragmentos resultan interesantes, por no decir
inquietantes. En eso, sonaron unos golpecitos quedos en la puerta. Se trataba, en efecto, de
Felipe al que hicimos pasar. Milos lanzó la grabación. Se les veía sentados en un tresillo,
sosteniendo cada uno un vaso alto lleno de cubitos y un líquido amarillento; ante ellos, sobre
una mesa baja, una botella de whisky. El antiguo policía tomó la palabra. Lo sé de buena tinta,
vuestros teléfonos están intervenidos. Al oír eso, me dio un vuelco el corazón. ¿Desde cuándo
lo están? Eso no puedo precisarlo. De modo que no resulta fácil saber hasta dónde llegan sus
conocimientos sobre nuestros negocios. Por mi parte, jamás he hecho uso del teléfono, ya sea
el fijo o el móvil, los móviles, para tratar de un asunto delicado y si alguna vez hubo
alusiones, éstas revistieron un carácter tan críptico que nadie, creo, excepto la persona a quien
iban dirigidas, podría descifrarlas. Yo no estoy tan seguro de ello, pero en todo caso, tenemos
que rendirnos a la evidencia de un hecho que ahora resulta insoslayable, la policía se interesa
por nosotros y ello, evidentemente, porque, como mínimo, ha venteado algo. Osemos esperar
que se trate sólo de eso y que no tengan todavía pruebas determinantes. Si bien no podemos
descartar la hipótesis contraria de que sí las tengan, por la sencilla razón de que quienes
organizaron el asalto a los despachos de Galíndez-Lastarria, así como tu propio secuestro e
interrogatorio, tal vez no fueran rusos ni checoeslovacos, sino los propios agentes de la
Guardia Civil. Entonces sí que habríamos hecho de la torta un pan. Pero eso es ilegal, la
policía no puede servirse de una información obtenida por un método tan poco ortodoxo. No
276
puede utilizarla, desde luego, así, en bruto, pero pueden emplearla para ver sus fines en
lontananza y encauzar sus investigaciones por otros caminos. Joder, entonces tenemos las
horas contadas. Sobre todo, no debe apoderarse de nosotros el pánico. Lo más urgente es
repasar minuciosamente la totalidad de nuestros asuntos y comprobar que no hemos dejado ni
un cabo suelto. Si lo hemos hecho, borrar de inmediato las huellas. Seguidamente poner las
ganancias a buen recaudo y aplicar toda la panoplia de medias habituales en caso de acoso. Y
desde luego, muchísima atención al teléfono, no sólo por lo que podamos decir nosotros, sino
también por lo que puedan decirnos los demás. Por otra parte, considerad que nos hemos
entrenado a fondo para afrontar con éxito un interrogatorio policial, hemos aprendido jugadas
y estrategias de memoria. Hay que revisar con frecuencia todo eso y comprobar que no nos
pisaremos los hilos con los últimos toques que tal vez nos veamos obligados a efectuar. ¿Y
qué hacemos con respecto al asunto del palacio del marqués de las Tejas? ¿Habrá que pararlo
también, ahora que poseemos todos los ases en la manga? Sostengo que no, tenemos a
Pigmalión atado con una cadena y una argolla al cuello. No se atreverán con él. En cuanto se
den cuenta de que es nuestro rehén, no moverán ni un párpado. Todavía hay ciertas familias
que conservan la sartén por el mango.
¿Qué opinas de todo esto, Felipe? A todas luces, no es nuestra manipulación sobre sus
teléfonos móviles lo que han descubierto, sino una verdadera escucha policial, con o sin
autorización por parte del juez. A ese respecto, nosotros debemos, por precaución, y de hecho
ya lo estamos haciendo pues últimamente disponemos en muchos casos de otros
procedimientos de escucha, limitar la utilización de dicho canal, aunque nosotros pasamos por
un número que nada tiene que ver con los implicados, pero en fin, nunca se sabe. Por otra
parte sabemos que sus sospechas respecto a los verdaderos autores del saqueo del despacho
Galíndez-Lastarria son infundadas, lo cual les otorga un respiro más largo de lo que suponen.
¿Consideras ineluctable su caída y que sólo es una cuestión de tiempo? Depende de lo que
277
entiendas por “su caída”. Es obvio que tarde o temprano su historial quedará mancillado y que
la justicia acabará poniendo a secar, a la vista de todos, sus trapos sucios. Sufrirán una
persecución más o menos larga y enconada y luego se les dejará en paz, caerán en el olvido.
Entonces sacarán de sus escondrijos todo lo que ahora están ocultando y, o bien se dedicarán
al aprovechamiento del éxito, o bien reanudarán sus negocios como si nada hubiera pasado,
amparados en un renovado anonimato y, lo que constituye su mejor baza, en una crecida
experiencia. Pues que no se les dé cuartel, nada de aflojarles las ligaduras, debemos supervisar
cada uno de sus movimientos y tratar de controlar todas sus transacciones. En eso estamos,
recuerda que no hay ni un solo ordenador de Ruano que no posea su caballo de Troya y, por si
fuera poco, con la anuencia de su antivirus, por obra y gracia de nuestros técnicos
funámbulos. Perfecto. La consigna es sacar partido de ellos mientras se pueda, localizar sus
gavetas secretas y, si es posible prever de algún modo el momento de su caída, venderles unos
días antes al mejor postor. Imagino que ciertos medios de comunicación, dada la rentabilidad
mediática de algunas caras, directa o indirectamente implicadas en la trama, pagarían
suculentas cantidades por tener la exclusiva de su divulgación. Ah, y que tus economistas
vayan tomando buena nota de todo cuanto vean, pues dentro de nada no cabe la menor duda
de que comenzaremos a sentir las mismas necesidades acuciantes que ellos sienten ahora.
Llegué a mi casa a la hora en que los mirlos comienzan a refugiarse en el interior de la
tupida higuera, como dentro de un vasto y fresco templo, lleno de pasillos interminables y
amplias salas. Durante unos minutos, me abandoné a esa atmósfera que comenzaba a
mostrarse algo más clemente, a impregnarse también del perfume de los jazmines y galanes
de noche. La embriaguez en que quedé sumido no pudo sino recordarme a Verónica de la
Mata y me vino, a pesar mío, la certeza de que también ella, como la tierra, cambiaría de
fragancia en las horas mágicas del día, al amanecer y a la entrada de la noche. El hombre tiene
poca jurisdicción ante los sortilegios de poder que rigen el mundo desde su inicio. Bajé el
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ordenador y fui a verla a su casa. Estaba ya lista para salir. Justamente se hallaba ante el
espejo de su habitación, vaporizando sobre su cuello un perfume que no debía diferir mucho
del que yo mismo estaba percibiendo en esos momentos. Noté que, desde que no estaba su
marido, Verónica había adoptado en el vestir un estilo sensiblemente más osado. Luego salió
de casa. La seguí por las diferentes dependencias hasta el garaje y desde allí pasé a la cámara
exterior para verla acelerar con su magnífico descapotable, seguida por el coche gris y vulgar
del encargado de espiarla. Telefoneé a Milos para encomendarle que, en cuanto supiera dónde
paraba Verónica, me llamara para comunicármelo.
Diez minutos más tarde, me reveló el nombre de un lujoso restaurante de la playa donde la
singular aristócrata se disponía a cenar con unas amigas. A mi vez, llamé a Nicolai para que
acudiera allí de inmediato. Otra vez marqué el número de Milos. Que se le dé un navajazo a
uno cualquiera de los neumáticos del deportivo.
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VII
El segundo asalto al cuartel general de nuestro amigo Piñera, como ya dije, estuvo a punto
de culminar en un desastre. Y ello por una casualidad ciertamente inoportuna, uno de esos
imprevistos que sobrevienen con harta frecuencia para complacerse en estropear los planes
más meditados, pero que suelen ignorar con desprecio los actos irreflexivos. Sucedió que un
comando de encapuchados, probablemente pertenecientes a la policía, logró entrar en el
edificio sin que, los que vigilábamos desde el exterior el desarrollo de la operación,
alcanzáramos a detectar su presencia. Todo parece indicar que penetraron a través de alguna
abertura disimulada que comunicaba los garajes colindantes de dos edificios, lo cual sugiere
una operación bien preparada por una organización con recursos. Vuk y Moussa tan sólo
percibieron un leve crujido todavía lejano y apenas tuvieron tiempo de atrapar la bolsa con el
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material, que afortunadamente ya habían recogido, y meterse en tromba por un tubo de
aeración a través del cual habían descendido, cuya rejilla sujetaban casi con las uñas pues a
causa de la precipitación no pudieron afirmarla y si se les caía delataría su presencia. Los
desconocidos no dejaron un rincón de la pieza sin registrar. Evidentemente barruntaban la
presencia de alguien en el edificio. Cuando concluyeron la inspección se supo la causa de
dicha sospecha. Uno de ellos, con su chaqueta, el único que la llevaba, los demás vestían una
combinación de asalto, casi rozando la rejilla que sostenían nuestros atribulados agentes,
habló de esta manera. Es posible que algún operario de seguridad haya manipulado el sistema
y después haya olvidado reactivarlo. En tal caso, ¿lo dejamos como estaba? Sí, dejadlo como
estaba. Ahora poned las ratoneras. Y Moussa, a través de los resquicios, les vio efectuar la
misma operación que ellos recién habían concluido. Antes de ponerse manos a la obra,
dejaron, aquí y allá, sus fusiles de asalto. Sobre la mesa de despacho, situada delante mismo
del escondite en que se encontraban nuestros observadores, aterrizó un Heckler and Koch,
arma que suelen utilizar algunos cuerpos de seguridad españoles. Mientras unos ponían patas
arriba los ordenadores y les insertaban sendas llaves USB, otros consultaban archivos y
carpetas. Dado que el aire acondicionado debía ponerse en marcha automáticamente una hora
antes de la apertura de las oficinas, comenzaba a apretar el calor dentro del agujero en que
Moussa y Vuk se hallaban embutidos, las manos les sudaban y cada vez les era más difícil
mantener la rejilla en su sitio. La sostenían entre los dos, de manera que cuando se le escapaba
a uno, la tenía el otro. Los encapuchados, por su parte, no parecían acuciados por la prisa,
iban de un lado para otro alumbrándose con sus linternas, se sentaban ante las diferentes
mesas y leían plácidamente. A menudo contrastaban entre ellos sus lecturas o se consultaban
por cualquier cosa, a veces sin que tuviera la menor relación con el caso. El que parecía el jefe
se sentó justo delante de los dos sostenedores de rejilla, a sólo unos centímetros de distancia.
Consultaba con un inconfundible rasgo de autoridad los documentos que iba extrayendo de las
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diferentes carpetas y luego los devolvía a su lugar sin miramientos. Bueno, dijo al cabo,
vámonos ya para casa. Todavía podremos echar una cabezadita antes de que acabe la noche.
Hubo aún una cierta confusión para dejar todo en el estado en que lo encontraron y con las
mismas se fueron. Apenas hacía un par de segundos que habían cerrado la puerta tras ellos
cuando la rejilla se les escapó al fin de entre las manos. Al estrellarse contra el suelo produjo
el mismo efecto que un plato vacío caído boca abajo en las losas de un mausoleo. Aún no
habría acabado de rebotar del piso, cuando ya la había agarrado Moussa y puesto de nuevo en
su lugar justo antes de que se abriera la puerta y un haz de luz azulada comenzara a barrer
nerviosamente el espacio de la sala. ¿Qué ocurre? He oído un ruido aquí. No hombre, no;
sería en otra parte. Aquí no puede haber nadie, hemos estado ciento y la madre en este
despacho durante un buen rato. Te digo que he oído un ruido fuerte aquí. Será algún trozo de
plástico que se habrá desprendido de una fotocopiadora, o alguna carpeta caída, vete tú a
saber…. Venga, vamos. Nos están aguardando todos. Si hacemos esperar al jefe y retrasamos
la operación salida por una tontería, nos levanta un consejo de guerra. La puerta se cerró al
fin. Vuk y Moussa, tomando todas las precauciones, salieron de su escondite, efectuaron una
somera inspección de los corredores y despachos contiguos. Al cerciorarse de que ya no
quedaba nadie, conectaron el sistema de alarma y salieron del edificio. Nosotros, que
estábamos fuera y teníamos la finca rodeada, no percibimos el menor signo anormal. Y no nos
enteramos de nada hasta que nos lo contaron. Tan sólo nos extrañó, por supuesto, que tardaran
tanto y no contestaran a nuestras llamadas por radio. Al llegar a casa, Mefiboshet tuvo que
prepararles una tila para que se les fuera la palidez del cuerpo.
Tales acontecimientos avalaron, por supuesto, mi tesis de la celeridad. Milos pasó de un
extremo al otro. Tras averiguar que la policía española le andaba pisando los talones a
Virgilio Piñera y no tardaría en saber lo mismo que nosotros íbamos a saber durante las
próximas horas, sea lo que fuere el contenido que obraba ya, por cierto, en nuestras manos,
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llegó a pensar que todo estaba perdido y lo mejor era abandonar la operación. Le dije que
todavía teníamos posibilidades, que las cosas de palacio van despacio y que los engranajes de
un Estado son enormes y tardan más en dar las vueltas necesarias. Si no se han dado cuenta de
que nosotros les hemos precedido en las investigaciones, se tomarán el tiempo necesario para
montar un proceso judicial en buena y debida forma. Nosotros, por el contrario, debemos
actuar de inmediato. Felipe estuvo de acuerdo conmigo. Afortunadamente, todos los hombres
que cabían en la trastienda de la agencia inmobiliaria aguardaban con los ordenadores
encendidos que Ouissene llegara aportando las gotas del concentrado de información, para
repartírselas, agrandarlas, estudiarlas a fondo y finalmente confeccionar un informe
contundente y preciso. Luego de eso, sin más pláticas, les mandé a todos a dormir, pues los
próximos días prometían ser densos. Por mi parte fui, como siempre, andando muy despacio
hacia mi casa y afinando mi plan, estableciendo sus jalones y sus itinerarios.
Nicolai me había contado cómo al entrar en el comedor del restaurante notó que Verónica lo
había reconocido al instante. Luego, en el transcurso de la cena, tanto ella como sus amigas le
lanzaron miradas totalmente desprovistas de disimulo. La cosa, sin embargo, no pasó de ahí.
Mas antes de partir, Verónica apoyó en él una mirada más profunda y más prolongada, una
mirada negra de pozo que consiguió turbarle y sólo cuando hubo terminado con la mirada, le
obsequió con una sonrisa invitadora. Nicolai, haciendo uso de una precaución elemental,
había abonado ya su consumición, así que se limitó a seguirla. La despedida con las amigas
fue breve, ellas comprendían. Verónica se dirigió a su coche con un movimiento de caderas
que Nicolai calificó de insufrible, con prácticamente la totalidad de las piernas y de la espalda
al aire, encaramada en unos zapatos de un tacón fino como un hilo fuerte y erguido que no
necesitaba en absoluto para rozar con su negra cabellera las estrellas de la noche, que se le
quedaban prendidas al pelo. Sólo faltaba una leve excusa para poder abordarla y el cerebro de
Nicolai bullía y se retorcía tratando de encontrarla. Cuando, de repente, ella se quedó parada,
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con la mano delante de la boca para reprimir una exclamación que, sin embargo, prometía ser
de felicidad. Se volvió hacia Nicolai con la absoluta certeza de encontrarlo allí, tan sólo a
unos pocos pasos de distancia. La rueda, le dijo sencillamente, señalando el neumático
totalmente deshinchado y la llanta tocando el suelo. Nicolai debió sonreír con la misma
sonrisa con la que se mea cuando uno ya no puede aguantar ni un segundo más. Pues habrá
que cambiarla ahora mismo. Sí, dijo ella con una risa de cascabeles. Es decir, si es usted tan
amable…. Para mí constituirá un placer inconmensurable, aseguró Nicolai que le respondió.
Ciertamente la literatura selecta con la que había mandado llenar los anaqueles del despacho
había surtido su efecto. Ambos se pusieron a buscar en el maletero las herramientas necesarias
y, en palabras de nuestro improvisado mecánico, aquél cuerpo inclinado, tanteando en el
fondo del deportivo, poseía una fuerza de atracción tan intensa, tan inmensa, que se vio en la
necesidad de apelar a toda su fuerza de voluntad para no dejarse arrastrar allí mismo por
semejante llamada, pues no sólo tiraba de él mediante el sentido de la vista, sino que
tiranizaba también todos y cada uno de los sentidos que restaban. Los roces accidentales con
aquella piel tersa y bronceada repercutían en su cuerpo como verdaderas descargas eléctricas.
Apenas diez minutos después, el deportivo estaba de nuevo en estado de marcha. Para
recompensarle del trabajo que se había tomado, lo invitaba, cómo no, a tomar una copa en su
casa. Parece que pronunció el verbo recompensar con un tono tan especial que no dejaba la
menor duda sobre el modo en que ella pensaba otorgar dicha gratificación, ni le importaba en
lo más mínimo que él hiciera, desde ese mismo momento, la interpretación correcta.
Lo que sucedió después quedó, por supuesto, grabado por las distintas cámaras de la casa.
Jamás copa alguna salió de la alacena, al menos no durante aquella noche. Apenas si
alcanzaron a llegar con dignidad al salón, pero allí se echaron el uno al otro, alternativamente,
contra las distintas paredes, rodaron sobre los muebles, derribaron candelabros y veladores.
Verónica buscaba desesperadamente apoyos sólidos para tratar de parar al fin, con eficacia, el
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empuje arrollador del ariete masculino. Y fue agarrada a la maciza mesa de comedor, de la
misma manera y en el mismo lugar en que se había entregado al príncipe Mohsin unos días
antes, donde recibió el primer descomunal puyazo. Pero el efecto que éste le produjo no fue
en nada comparable al de la ocasión anterior. Verónica ya no lucía esa sonrisa
condescendiente y divertida, sino que su rostro manifestaba una verdadera lucha por soportar,
sin el desahogo de los gritos, una oleada de dolor insufrible, tal era la conmoción interna que
le estaba causando la pétrea vara de Nicolai. De repente éste desenvainó de nuevo la espada y
la derribó boca arriba sobre la misma mesa. Luego, mediante un golpe seco, con una
brusquedad que debió alcanzarle hasta la matriz, la volvió a penetrar, reanudando así el
tormento que la hacía retorcerse como una anguila atrapada por la cola. A poco, con la misma
rapidez y eficacia, la devolvió a la posición inicial. Para entonces Verónica se vaciaba ya con
unos gritos desgarradores y se empinaba por detrás y por delante con objeto de parar la
ofensiva del enemigo para mejor acogerlo después, acomodándose al golpe de su murueco,
estremeciéndose toda ella como si aspirara oleadas ardientes de una energía difícil de definir,
pero que la alcanzaba de lleno en la quimérica divisoria que separa el dolor extremo del placer
extremo. Por siete veces Nicolai vertió en ella la lava incandescente que surgía de sus huesos
y Verónica, al recibirla, rugía como si se le fueran a derretir las entrañas. Al cabo de las
cuales, más sosegada ya, y con más curiosidad que deseo, atrapó aquel cetro de poder y se lo
introdujo en la boca para propiciarle un último y sentido homenaje.
Durante los días que siguieron, la nueva pareja se entregó, sin salir para nada de la casa, a
unos amores desaforados, con una frecuencia inverosímil.
Mientras tanto, en la recámara de la inmobiliaria se trabajaba día y noche, por turnos. Milos
y Vuk también tuvieron que dividirse el trabajo. El primero se encargó de mantener vigilados
a los rusos, averiguar las actividades a las que se dedicaba la banda en sus distintas
ramificaciones y canalizar todos los datos y documentos hacia el centro de operaciones. El
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segundo hizo lo propio con la banda de los tres, siguiendo minuciosamente todos sus
movimientos y sobre todo tratando de interceptar sus comunicaciones a través de Internet,
interviniendo cuanto ordenador se hallaba a su alcance.
Por mi parte, encerrado en mi frágil refugio, establecí un orden de prioridades. Y
suponiendo que todos los hilos trajeran el ovillo que tenían en su extremo, confeccioné una
hoja de ruta lo más detallada posible, anotando los medios de que me iba a valer en cada
etapa.
Cuando llegué a un estado en que, por mucho que reflexionaba, no conseguía añadir un solo
detalle a mi plan, entonces dejé de pensar y me puse a leer. No es fácil parar un tren cuando
está lanzado a toda máquina, pero un buen maquinista debe poder hacerlo. “El ser que se
encuentra entre el cielo y la tierra, se parece a un fuelle de forja, que está vacío y no se agota
nunca.”
Por aquellos días, la canícula dio unas vueltas de tuerca suplementarias. No se podía dormir
ni por la noche, con todas las ventanas abiertas de par en par, ni durante el día, con las
ventanas cerradas a cal y canto, tapadas con colchas. Cuando el cuerpo parecía querer
deslizarse, montado en el esquife del sueño, el calor lo recuperaba para la consciencia. Así
hasta alcanzar altas horas de la madrugada, momento en que al fin se quedaba traspuesto,
aunque por poco tiempo, pues el sol no tardaba en levantarse de nuevo y achicharrar el mundo
con su mirada de fuego. Entonces era preciso abandonar el lecho de brasas, constatando que el
sudor había impregnado el colchón, después de haber atravesado la sábana. Con frecuencia
recurrí al expediente de la travesía a nado, para refrescarme y pasar el rato. Luego,
desplazando la mesa de plástico en busca de la sombra de la casa, conseguía concentrarme en
la lectura a lo largo de las horas más tenues, pero la inevitable siesta era interminable en
medio de aquel marasmo demoledor en el que sólo se oía el ronroneo sordo y monótono de las
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hormigoneras. Hasta la serranilla del otro lado de la tapia había renunciado a regañar al
vestiglo de su marido, lanzándole a voz en cuello sonoros improperios.
Al cabo, llamó Milos. Los informes estaban listos. Le pedí que convocara de inmediato a la
plana mayor. Llegué un poco antes que los demás y aproveché para leer atentamente una de
las copias que se hallaban sobre la mesa de reunión. Cuando concluí la lectura, dudé si acaso
mi boca sería capaz de emitir algún sonido. En esos papeles se hacía mención de una cantidad
desmesurada, sin sentido propio para un particular, incluso para una organización no
gubernamental; era una cifra no de hombre, sino de Estado. Y allí figuraban también las
claves que la ponían al alcance de cualquiera que tuviera conocimiento de ellas. Tentado
estuve de realizar el mayor golpe financiero de la historia. El corazón golpeaba con fuerza
contra la caja que lo aprisionaba. No, realmente ese número no era un número de hombre.
Ahí, ¿ves?, conseguí mostrarme razonable. Nosotros no disponíamos ni del respaldo ni del
refugio con que contaba Evgueni. Si lo hubiéramos hecho, el gran oso hubiera montado en
una cólera irrefrenable y nosotros apenas le cabíamos en una muela. En el mismo caso os
encontrabais ante el león rampante y sin embargo seguisteis adelante haciendo uso de una
temeridad que no admite adjetivos. No, se trataba de un caso distinto. En aquél podíamos
negociar, en éste no. El gobierno en cuestión defendía con uñas y dientes, en cualquier
instancia, la tesis de la ausencia total de su participación en el asunto; según él, fue una
transacción entre una empresa privada y un gobierno extranjero. Nada os impedía intentar una
negociación secreta, pero os pareció una entidad demasiado cercana y temisteis sus servicios
secretos, además, estoy seguro de que creísteis, sin razón, que un gobierno democrático no es
capaz de ciertas cosas cuando se trata de defender sus intereses, como una república bananera
cualquiera. Admite que la cantidad de dinero no era comparable, en este último caso se trataba
sencillamente de una extorsión, aunque estuviera dirigida a las más altas esferas. Aquélla daba
287
realmente miedo, pues constituía, ahí es nada, el patrimonio robado, durante casi un siglo, a
uno de los más grandes Estados del planeta.
Cuando la mesa se hubo poblado del todo, defendí, pues, dicha opción. Todos se mostraron
conformes. Únicamente se discutió sobre la porción del pastel que debíamos reservarnos y
con qué cantidad convenía abrir las negociaciones. Aclarado este punto, pasé a exponerles mi
plan. Partiría de inmediato a Moscú, pero no directamente, ni siquiera desde Madrid, puede
que alguien se halle al acecho, controlando los movimientos de pasajeros, tanto de ida como
de vuelta, entre nuestro país y esta capital, sino que haremos escala en París, desde donde
compraremos los billetes para la siguiente etapa. Nicolai y Moussa me acompañarán. Milos
objetó que tal vez fuera mejor que yo me quedara aquí, para tomar las decisiones que se
impusieran en cada momento. Le repuse que no, que los asuntos locales no tenían más que
seguir su curso, que ellos tenían instrucciones precisas a propósito de los objetivos y que
albergaba una confianza plena en ellos. Además, una vez en Rusia e iniciados los contactos, la
comunicación entre nosotros era desaconsejable, de modo que, quien fuera, debía tomar las
decisiones solo. Vuk, ¿se han cambiado ya las claves de las cuentas? Sí, todas a la vez, como
nos aconsejaste. ¿Hubo algún problema? Ninguno, la totalidad de los cambios fue aceptada.
De modo que ya somos depositarios de una cantidad suficiente como para hacer temblar las
bolsas del mundo entero. Así es. ¿Cuándo se hizo? Esta mañana. Encárgate de comprar tres
billetes con destino a París para esta misma tarde y controlad de cerca las reacciones de los
rusos. ¿Hemos recuperado alguna conversación al respecto? Todavía no. Puede que tarden
unos días en darse cuenta. Milos se ofreció a acompañarnos al aeropuerto. De ninguna
manera, tomaremos el tren y después el metro. Hasta salir del país, cualquier precaución es
poca.
Una vez confundidos en el tumulto de París, me sentí más libre para echar mano de la
cartera y durante tres días llevamos la vida de tres turistas haberados, pero anónimos. No nos
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ocupamos de otra cosa más que de visitar los lugares emblemáticos, los monumentos
ineludibles, los museos más reputados y los restaurantes más insignes. En París, el calor no
había disminuido un ápice con respecto al que habíamos dejado dos mil kilómetros más abajo.
También asistimos a dos espectáculos, el primero en la Ópera y el otro en el Crazy Horse, uno
de los más selectos cabarets de la ciudad. Al mismo tiempo quise volver a visitar el
cementerio del Père Lachaise, porque ese lugar sugiere y representa tantas cosas de París
como la torre Eiffel o la colina de Montparnasse o el Sacré Coeur, pero además sugiere y
representa mucho de nuestro mundo occidental, de nuestra visión de las cosas, de nuestro
esquema para pensar el universo y de nuestra escatología.
En el semblante de Moussa y Nicolai se podía leer bien a las claras que consideraban esa
visita como absolutamente prescindible. ¿Por qué nos has traído aquí?-dijo al fin Nicolai. Para
acostumbraros a la idea de la muerte. Muy amable de tu parte. Cierto, porque el que no medita
sobre la muerte, no merece el título de hombre. Y somos tres hombres y no tres fantasmas los
que nos hemos embarcado en una de las más difíciles aventuras que concebirse pueda.
Transcurridos los tres días, nos plantamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, ante la
ventanilla de Aeroflot y compramos tres pasajes para el próximo vuelo a Moscú.
Llegados a esta ciudad, Nicolai se convirtió en mi boca. Ello requirió al principio un
adiestramiento y una gimnasia. Tuve que pensar en él no solamente como un utensilio de
traducir palabras, sino como una máquina que debía avanzar o retroceder con objeto de
situarse en la posición adecuada para hablar por mí. Pronto me convencí de que utilizando ese
instrumento con la debida calma, no solamente no era un engorro, sino que constituía una
ventaja, pues imponía un hábito de reflexión sistemática mientras se aguardaban las
respuestas de los distintos interlocutores.
Incluso en Moscú hacía un calor de mil diablos. Fue un verano de fin del mundo.
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En el aeropuerto recogimos un catálogo con los principales hoteles de la ciudad. Elegí el
que me pareció más lujoso. Nicolai me aseguró que pertenecía a la mafia. Bueno, tampoco
vayamos a meternos, de entrada, entre las fauces del lobo. Aunque no hubiera estado mal
como rasgo de humor el venir a darle un golpe mortal a la mafia y conseguir que fueran ellos
mismos quienes nos alojaran. Elegí otro entre los más suntuosos. Éste también. ¡Joder, pues
empieza tú por decirme uno que no pertenezca a la mafia! No puedo sugerirte ninguno que no
pertenezca a la mafia, sino alguno de los que no tengo ni idea si pertenecen o no. Bien,
nómbrame uno, el mejor de los que ofrezcan dudas. Al bajar del metro, tomamos un taxi y nos
dirigimos a él.
Nos apeamos ante una inmensa torre semejante a las que aparecen en “El Señor de los
anillos”. Dejé que se adelantara Nicolai para efectuar las formalidades. Una vez
cumplimentadas, se acercó un botones luciendo un soberbio uniforme rojo y nos propuso
acompañarnos a nuestras habitaciones. La mía poseía dos amplias ventanas desde las que se
divisaba una buena parte de la ciudad, a una altura de vértigo, dos camas blanquísimas e
inmensas, un sillón relax junto a la primera de las ventanas y una mesa de despacho, sobre la
cual lucía un jarrón conteniendo flores naturales, con dos buenas sillas, una de ellas provista
de ruedecillas, junto a la segunda. Los muros parecían hechos de azúcar en ciertas partes,
mientras que en otras se hallaban revestidos de madera. Conté dos veladores, dos lamparillas
sobre las mesillas de noche y las luces incrustadas en el techo. El suelo era de parqué.
Serían aproximadamente las ocho de la tarde. Les había sugerido a mis compañeros que
dentro de una hora bajáramos a cenar. Aproveché para tomar una buena ducha en un
espléndido cuarto de baño forrado de mármol. Luego descendimos diez pisos hasta uno de los
restaurantes. A través de amplios ventanales, que daban la impresión que entre el observador
y la ciudad no había sino cristal y que los distintos pisos flotaban en el aire, comprobamos que
todavía nos encontrábamos a una altura considerable.
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Aconsejé a mis acompañantes que pidieran una cena opípara, que la regaran regiamente,
que se olvidaran de todo y que procuraran dormir a pierna suelta. “Carpe diem” es la
consigna, mañana será otro día. Ellos parecieron entender el espíritu de la idea. Comenzamos
por seguir los consejos del barman para los aperitivos. Para el resto, Nicolai nos fue de alguna
utilidad. Y con los cafés y los licores alcanzamos fácilmente la media noche. Todavía nos
tomamos un par de copas en el club, mirando hacia la ciudad aún activa.
Por fin tuvimos que dar por concluida la velada, escalando de nuevo hasta nuestras altas
moradas, tras un largo viaje en ascensor. Una vez en mi habitación, comprendí que no podría
acostarme enseguida. Preferí sentarme un rato en el sillón relax a contemplar el paisaje y sus
luces. Al venir del aeropuerto, había entrevisto una ciudad maciza, de cemento gris y líneas
rectas. Los resplandores de la noche me ayudaron sólo un poco a imaginar la antigua capital
de los zares, hecha de madera en llamas, que Napoleón recorrió a caballo, en una desesperada
galopada hacia el vacío. Una vez más pude sentir, como quien siente un objeto que sostiene
entre las manos, mi antigua fascinación por la historia, la literatura y el paisaje de la vieja
Rusia, sobre todo y a pesar de todo, de la vieja, cuya alma austera parecía avezada en la
contemplación asidua de la ceniza. Los personajes de Dostoievsky son todos como ascuas que
palidecen en la cernada y los de Tolstoi la luz que todavía perdura debajo de toda consunción.
Príncipe Mychkine, torpe e idiota, príncipe de raza extinta fui una vez entre la altiva estirpe de
príncipes y condesas en el exilio, a la que me vi mezclado, sin saber cómo, al entrar en la
dorada iglesia ortodoxa de París con mi ropaje de calle, sin otra pretensión que la visita
casual. Pero quedé sacudido como si yo mismo fuera el joven sacerdote a quien otro más viejo
zarandeaba como si de una rama de almendro se tratara, junto al altar. Luego se acercaron
unas monjas vestidas de blanco de los pies a la cabeza y me dieron la comunión sin
preguntarse quién era ni qué hacía allí. Ese pan de eucaristía me dejó tan atónito, tan
embriagado, tan flotando en el aire, como lo estaba en ese momento. Entonces vi a aquellos
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seres majestuosos y serenos, tan absolutamente fuera de lugar, con una añoranza de su país
tan intensa, tan callada pero al propio tiempo tan patente que parecía que una voz la estaba
salmodiando más allá de los pilares, con la misma gravedad con que surgían sus cantos, y sin
que nadie me dijera una sola palabra y aunque no hubiera leído jamás una sola línea ni
hubiera sabido nada de ese pueblo, sentí que el alma rusa me hablaba desde dentro como se
habla a un huésped extranjero. Aquella noche, mientras recordaba en mi habitación del hotel
las vicisitudes de aquella ceremonia lejana, descubrí que mi rostro se hallaba bañado en
lágrimas y que gotas de ese agua luminosa resbalaban por mi mejilla y me empapaban la
camisa, porque tuve la sensación de que en poco tiempo lo había estropeado todo, había
mancillado un tejido níveo, y ello era para siempre.
En otras palabras, que cogiste una melopea de no te menees. No tanto, pero tuve que dejar
transcurrir, sentado en el sillón relax, por lo menos hora y media antes de atreverme a entrar
en la cama. Sin embargo, en cuanto lo hice, dormí hasta bien entrada la mañana, a pesar de
que el sol había inundado, como una tromba furiosa, aquella habitación situada tan cerca de su
propia morada que no le debió costar mucho trabajo bajar. A pesar de las pocas horas de
sueño que había recorrido, me encontraba totalmente despejado y restablecido. Una buena
ducha contribuyó a reforzar esa impresión.
Durante el desayuno decidimos pasar a la acción de inmediato. La etapa inicial de nuestro
plan, que ya habíamos trazado en su totalidad durante conversaciones anteriores, consistía
antes que nada en comprar un coche; Nicolai había recibido el encargo, le recomendé uno de
ésos que los concesionarios tienen para dejárselos probar a los clientes y que uno se puede
llevar enseguida a casa, si así lo desea; luego, el segundo, en concertar una entrevista, a ser
posible durante el día, con un periodista que, según Nicolai, había empleado treinta años de su
vida siguiendo el rastro de la mafia y aprendiendo a esquivar sus coletazos. Se llamaba
Guéorgui Lebedev y seguía escribiendo en un periódico moscovita de gran tirada. No íbamos
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a decirle toda la verdad, claro está, pero sí una porción suficiente como para darle una
razonable certeza de que la colaboración que se le demandaba podía inscribirse en el
memorial de su inveterada lucha contra la mafia rusa. Revisamos una última vez el papel y los
argumentos de cada uno, así como las explicaciones que sólo había que dar si se nos acuciaba
con preguntas. Yo era un periodista español, el cual, junto con otros colegas de su diario,
había descubierto por casualidad, investigando otro caso de corrupción local, la caverna de
Alí Baba donde se guardaban los tesoros, o una buena parte de ellos, acumulados por la mafia
de su país. Pretendía devolverlos, mediante una razonable recompensa, a su legítimo
propietario, el gobierno de Rusia. Con ello, además de la modesta recompensa para mí y para
mis colegas que arriesgaron la vida en ello y la siguen arriesgando, obtengo la altruista
ventaja de erradicar de mi país una mafia que estaba alcanzando un poder inmenso, insano e
indeseable, cuyo incremento se hacía visible de un día para otro. Ellos eran mis ayudantes en
esta misión, un guardaespaldas y un guía local. ¿Qué pretendíamos de él? Que nos orientara
hacia el personaje más indicado para iniciar con él la gestión preliminar, es decir, el eslabón
más alto de la administración que teníamos posibilidades de alcanzar en un primer contacto y,
si fuera posible, se le pedía asimismo que nos sugiriera el camino para llegar hasta él.
Todo estaba claro, así que, tras aguardar un rato a que Nicolai regresara con el coche y lo
dejara aparcado en el subsuelo del hotel, nos encaminamos hacia la sede del periódico en
cuestión. Durante el trayecto, que hicimos a pie, en un momento en que cacé al vuelo la
mirada nostálgica que lanzaba Nicolai hacia las aguas oscuras y los malecones del Moscova,
recordé que él era moscovita y que muy probablemente su familia vivía por allí cerca. Lo
detuve en seco. Acaso quieras hacerles una visita, aunque sea breve, a los tuyos…. Porque si
es el caso, convendría que la efectuaras antes de iniciar las hostilidades. Puedes tomarte la
mañana para ello, aplazaremos la visita al periódico hasta la tarde. No. La negativa la largó
con un tono tan cortante y decisivo que comprendí enseguida. No deseaba correr el menor
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riesgo, aunque fuera remoto, de comprometerles. Era lo más prudente, desde luego, así que no
insistí en ello.
Mientras caminábamos a lo largo de las macizas murallas rojas que rodeaban el inmenso
rascayú de merengue del Kremlin, para entretenerles, le comenté a Nicolai ¿sabes que uno de
los inquilinos de esta casa, según cuenta una leyenda, tuvo la peregrina idea de abandonarla
para irse a hacer vida de anacoreta en Siberia, muriendo en la pobreza, en una pequeña cabaña
prestada? Jamás he oído una cosa así. Bueno, no forma parte de la historia oficial, tan sólo es
una hipótesis que manejan algunos miembros del círculo zarista y que ha trascendido e
incluso se han publicado algunos libros. ¿Y quién sería ese personaje? Se trataría del zar
Alejandro I, nada menos; el soberano que entró como vencedor en París tras haber derrotado
al mismísimo Napoleón, quien poco antes pretendía haberle dado jaque mate tomándole esta
ciudad en que estamos. Alejandro I murió en Taganrog, una pequeña ciudad situada en el mar
de Azov, y está enterrado en San Petersburgo, en la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, junto
a la mayor parte de los zares. Ésa es, como te digo, la historia oficial. Sin embargo, los
defensores de la mencionada teoría aseguran que en Taganrog falsificó su muerte y puso
dentro del féretro, que no se abrió sino en contadas ocasiones, el cadáver de un oficial muerto
accidentalmente. ¿Y por qué haría una cosa así? Parece ser que su participación, aunque
indirecta, en la deposición y asesinato de su padre, el zar Pablo I, generó en él unos
remordimientos que no hicieron sino aumentar a lo largo de su vida, hasta que se convirtieron
en un dolor moral insostenible. El único remedio que encontró para aplacarlo fue la expiación
en el rigor y la pobreza, con el auxilio de la religión, llegando a ser un santo varón. Para ello
necesitó, evidentemente, la colaboración de varios funcionarios y, probablemente, de su
hermano Nicolás, el futuro zar. Entiendo que es una historia peregrina, pero, ya sea falsa o
verdadera, no está mal como historia, ¿no? Cierto, si es que realmente ha sido vivida, es
indiscutible que lo habrá sido con fuerza, repuso Nicolai.
294
Llegamos al fin a un enorme paralelepípedo ceniciento que exhibía las insignias del diario
en cuestión. Preguntamos en recepción por el señor Guéorgui Lebedev. La respuesta debió ser
la prevista pues creí comprender la palabra rusa que significa “español” y yo le había dicho a
Nicolai que si inquirían por el motivo de nuestra visita, respondiera que un colega español
deseaba entrevistarse con el señor Lebedev. Eso debía bastar para excitar su curiosidad. Si no
fuera así, que diera el nombre del periódico para el que trabajaba. Si acaso no era suficiente,
ya veríamos… El recepcionista descolgó el teléfono y pronunció tres o cuatro frases. Luego
apuntó algo en un papel y se lo dio a Nicolai, añadiendo muy probablemente instrucciones
suplementarias para encontrar el despacho del señor Guéorgui Lebedev en aquel edificio que
debía ser un auténtico laberinto de celdas. Tomamos el ascensor y aparecimos en un
larguísimo y concurrido corredor, con oficinas acristaladas a ambos lados. Por todas partes la
gente se interpelaba a voz en cuello, se daba fuertes palmadas, lanzaba estentóreas risotadas.
Todas las puertas estaban abiertas. De modo que Nicolai se plantó, indeciso, en el umbral de
una de ellas. Dentro había un hombre alto, cuya delgadez dejaba aparente una prominente
estructura ósea, pelo negro aunque con numerosas canas, piel clorótica tachonada de manchas
marrones, vestía una chaqueta marrón francamente descolorida en los codos. Debía frisar los
sesenta. Al cabo alzó los ojos de la hoja que estaba leyendo, nos vio e hizo gestos apremiantes
para que pasáramos. Nos estrechó la mano a los tres y habló. Nicolai le respondía y en su
discurso volví a oír la palabra que significa “español.” Me miró con ojos asombrados y me
sonrió. Luego acercó unas sillas y nos las ofreció con ademán de franca campechanía. Por su
parte, se sentó en la suya, al otro lado del despacho. Le dijo algo a Nicolai antes de dirigir otra
vez la mirada hacia mí. Nicolai tradujo. ¿A qué debe el honor de nuestra visita?
Ya me disponía a hablar cuando entró un sujeto por la puerta de daba a la oficina anterior,
pasó por detrás de nosotros murmurando unas palabras, tal vez de disculpa, y se puso a
revolver papeles en la mesa contigua a la de Lebedev. Tras él entró otro por la misma puerta
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que nosotros, pero viendo que nuestro anfitrión se hallaba ocupado, saludó y se fue. También
el primero abandonó la oficina con unas cuantas hojas garabateadas a mano. Lebedev debió
comprender ya que el tema que deseaba someterle era confidencial. Sin embargo, esperó
pacientemente a que me decidiera a exponerlo. Se trata de la mafia rusa, alcancé a decir al fin.
Sin aguardar traducción, hizo teatralmente el signo internacional que pone un sello sobre los
labios. Seguidamente, a través de Nicolai, me llegó la proposición de que fuéramos a comer
juntos a cualquier parte. Acepté encantado. A partir de entonces inició una conversación de
índole gastronómica que Nicolai, bien adiestrado en una gimnasia inversa a la mía, traducía
puntualmente y transmitía mis respuestas. Sólo cuando estuvimos en la calle admitió que no
podía garantizar que su despacho fuera un lugar seguro y discreto para hablar de la mafia,
habían sido demasiados años luchando contra la misma como para no colegir que ésta se
hallaba interesada “de cerca” por él. Únicamente en la calle o en los lugares muy concurridos
y ruidosos alcanzaba a sentirse relativamente cómodo abordando ese tema. Entonces le referí
lo que había pensado decirle, que era una verdad a medias. Nunca creí que aquel hombre
pudiera llegar a palidecer, dado el color amarillento, casi glauco, que poseía naturalmente su
tez, sin embargo juraría que lo hizo. Permaneció en silencio incluso un buen rato después de
que Nicolai le hiciera la última entrega de mis palabras. Usted va a desnudar a Pedro para
vestir a Pablo, dijo al fin. Entendí el sentido de sus palabras y se lo hice saber. Aún así,
considero que para su país resulta más ventajoso tener ese dinero dentro de las fronteras que
en un paraíso fiscal a las puertas de África. Agachó su barbilla sobre el pecho y cayó de nuevo
en una meditación profunda. Acabó por reconocer lo bien fundado de mi argumento. Por otra
parte, no sé si son ustedes conscientes del peligro que corren, del engranaje mortífero en el
que se disponen a entrar, o en el que tal vez ya hayan entrado y de manera irreversible
además, con sólo tomar contacto conmigo. Me pregunto si han considerado, lejos como están
de la realidad social rusa, una circunstancia elemental, si bien determinante; me refiero al
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hecho, incontestable hoy en día, de que la mafia ha estado dirigiendo este país inmenso desde
hace casi un siglo y que conserva aún hoy una mano invisible en todas las esferas del poder,
así como en todos los eslabones de la administración, en todos los sectores de la economía y
hasta en los medios de información. Está al corriente de todas las investigaciones policiales
porque está dentro de la policía, pone bastones en las ruedas del aparato judicial porque está
dentro de él y mucho me temo que conozca en todo momento las intenciones del gobierno
porque forma parte igualmente de él, o al menos tiene oídos situados muy cerca. A la mafia le
sobra el dinero y las influencias para manipular el entero aparato del Estado. Si toman en
consideración estos parámetros, tal vez nuevos para ustedes, comprenderán que en el
momento mismo de establecer una conexión con una pieza cualquiera del eslabón
administrativo, puesto que no se puede llamar, como ustedes comprenderán, a las puertas del
Kremlin y decir quiero hablar con el Presidente, y aunque dicha pieza sea una persona
perfectamente honesta pero que se verá obligada, como es natural, a propulsar la demanda
hacia los estratos superiores, entonces tienen ustedes muchas posibilidades de establecer al
mismo tiempo un contacto, muy probablemente letal, con la mafia.
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VIII
Guéorgui Lebedev nos condujo a un tugurio largo y estrecho, sin ventanas, iluminado con
barras de neón, donde se servía comida popular para la tropa de oficinistas y menestrales. Se
disculpó por haber preferido un lugar tan cutre, alegando razones de seguridad. El periodista
eligió una mesa situada hacia la mitad de esa especie de cañón. Era todavía algo pronto; no
obstante, los comensales más adelantados comenzaban a instalarse alrededor. Lebedev no
volvió a entrar en materia hasta que no se hubo llenado el local y la atmósfera se convirtió en
una nube densa de humo y de conversaciones ininteligibles; se trataba, de hecho, de un único
rumor profundo con miles de patas. Entretanto, los dos moscovitas se pusieron de acuerdo a
propósito de un menú que nos diera una idea aproximada de lo que puede ofrecer la cocina
tradicional rusa. Para empezar pidieron un plato que se llamaba stúden, el cual resultó ser
carne de vaca desmenuzada con gelatina, luego seguimos con una sopa denominada solianka,
de la que eligieron la variedad de pescado, para cambiar de la carne que contenía el plato
anterior, como plato fuerte escogieron el pití, un estofado de carne de cordero con picantes y
especias. Todo lo cual fue cumplidamente regado con un vino georgiano.
Lebedev prosiguió. El hombre hacia el que les voy a encaminar es un antiguo detective del
desaparecido KGB, lo cual no constituye una garantía, por sí misma, de hallarse limpio de
polvo y paja, quiero decir de que no mantenga lazos con la mafia, pero sí lo es el hecho de
que ha conducido una larga lucha de casi veinte años contra la misma, lo cual le ha procurado
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altos y bajos, junto con numerosos sinsabores, sobre todo estos últimos son el lote de quien
osa oponerse, en este país, al omnipotente poder de la penumbra. Su nombre es Semion
Kouliev y hoy en día es un alto funcionario del ministerio del interior. Dado que compartimos
desde hace mucho los mismos intereses, nos une una vieja y sólida amistad. Le llamaré esta
tarde para concertarles una entrevista con él. No obstante, mi consejo es, a pesar de todo, que
olviden cuanto antes este asunto y tomen el primer avión que salga para Madrid. Y que una
vez allí pongan toda la información de que disponen en manos del gobierno español, para que
éste se entienda con su homólogo ruso. Cuando todo se haya resuelto, publiquen sus
peripecias, hagan incluso un libro, tal vez puedan negociar con su gobierno la exclusiva de lo
que pueda ser publicado, ésa será bastante recompensa, a mi modo de ver; en cualquier caso,
una recompensa honesta y mucho más segura en todas las acepciones de la palabra. Les puedo
prometer que se venderá como rosquillas y no le quiero decir nada si se traduce al ruso y se
logran atravesar las barreras administrativas, lo cual me parece difícil, pero en fin…. Hemos
pensado en ello, desde luego. Sin embargo, por lo que se refiere a esa pequeña alcabala que le
vamos a pedir al Estado ruso, he sido mandatado por mis compañeros para negociarla. No
hacerlo, constituiría, en cierto modo, una traición. Digámoslo de otra manera, sería la
constatación sobre el terreno de la práctica imposibilidad de alcanzar el objetivo fijado.
También se puede traicionar por cobardía. Cierto, pero tampoco se alcanza el heroísmo con la
temeridad. No pretendo alcanzar el heroísmo, sino ofrecer a mis colegas y a mí mismo la
merecida retribución de nuestros actos, los cuales ya han conllevado en varias ocasiones
riesgo de nuestras vidas. Por otra parte, si fracaso en este intento, pienso que mis colegas no
tendrán otra opción que la que usted acaba de apuntar. ¿Sabe cuál será el precio a pagar por su
fracaso? Mire, la vuelta atrás es imposible. A estas alturas, el grupo mafioso establecido en
España nos estará ya buscando. Se trata de un árbol que ha desarrollado poderosas y
prolongadas raíces, bien alimentado como está por el flujo incesante que le viene de Gibraltar,
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así como por los múltiples negocios y especulaciones que mantiene sobre el terreno. Si es
preciso, habrá solicitado refuerzos. Le aseguro que es tan peligroso allá como aquí, pero sólo
aquí podemos hincarle la espada en la mismísima cabeza. Será realmente la lucha del
caballero contra el dragón que echa fuego por sus fauces. ¿Y ha leído usted alguna historia en
la que no haya salido vencedor el caballero? Esa es una respuesta de irresponsable. ¿Y qué
sería de la virginidad de las princesas si todo caballero no fuera, en el fondo de su alma, un
desahuciado irresponsable? Lebedev estalló en una risa estentórea y goliardesca, que tampoco
hubiera imaginado jamás saliendo de su pecho sutil como el de un tuberculoso. Muy bien,
admitió al fin, cruzaremos este Rubicón. Esta noche, a eso de las ocho, nos volvemos a ver
aquí. Entonces les diré cuándo se producirá la entrevista con Kouliev y si les recibe en su
despacho del ministerio o en otro sitio. Apuró el último sorbo de vodka que habíamos pedido
con objeto de prestarle un auxilio a nuestro aparato digestivo, quiso pagar la cuenta pero no se
lo permitimos, le dije que éramos nosotros quienes teníamos que agradecerle el inmenso favor
que nos hacía, así como el tiempo que nos consagraba, entonces se despidió hasta la noche.
Una vez fuera del bullicioso tabuco, determinamos que nos convenía sobre todo caminar
para que toda la máquina del organismo ayudara al estómago a machacar la cantidad de
comida, buena a pesar de todo, pero ciertamente excesiva, con que lo habíamos cargado. Por
bromear, le dije a Moussa ¡quién te ha visto y quién te ve, matita de hinojo! Ayer comiendo
un bocadillo con una cerveza de pie, a pleno sol, y hoy banqueteándote por todo lo alto a
derecha e izquierda en París y en Moscú. A ello me respondió con un razonamiento que bien
podría equipararse a nuestro proverbio “más vale un poco de pan con sosiego que muchos
manjares con rencilla”. Cierto, según lo que acabo de oír, puede que todas estas gollerías se
nos conviertan en “carne de buitrera, que suelen pagar bien el escote los que a comerla
vienen,” como dicen en mi tierra. Nicolai confesó que tenía conocimiento de que la mafia
gozaba de un poder elevado, pero no sabía aún que ello fuera hasta ese punto. Aquí estamos
300
indefensos –terció Moussa-, no tenemos ni una mala pistola para hacer frente a la menor
emboscada y lo más peliagudo, desde mi punto de vista, es que, en caso de enfrentamiento, no
seríamos tratados con igualdad por parte de un aparato judicial que se adivina, como mínimo,
no muy sano. A lo peor, totalmente parcial, remató Nicolai. Traté de apaciguar un poco los
ánimos. Como ya os dije, el gobierno nos protegerá; por lo menos hasta que le entreguemos
las claves y no las tendrá mientras no estemos sanos y salvos tras las puertas de casa. En tanto
le llega conocimiento de nuestra existencia, tendremos que abrir bien los ojos; pero ello es
cuestión de horas, si todo sale bien. Además, es posible que elementos de la mafia hayan
reparado en nuestra presencia junto a Lebedev, pero en ningún modo pueden ser conscientes
todavía de la amenaza que representamos. A no ser que Evgueni haya descubierto ya la
jugada y haya vislumbrado el ataque. Sabemos, sin embargo, que Evgueni teme a los servicios
secretos de su país, no se imagina que cuatro gatos pelados hayan sido capaces de dejarle sin
plumas y cacareando, a él, que es un águila real. Pero de todos modos debemos estar alerta.
Pienso que, si corremos peligro, ello será, como os he dicho, durante unas cuantas horas, entre
el momento en que Lebedev le comunique la información completa a Kouliev, a partir de ahí
podemos considerar que la caja de Pandora está abierta, es decir, que todo es posible, y el
momento en que nos entrevistemos con un alto responsable del gobierno. O sea, a partir de
ahora, poco más o menos. Nos quedamos mirando a Moussa como si hubiéramos estado
esperando sus palabras para darnos perfecta cuenta de la delicada situación en que nos
encontrábamos, de que los plazos habían concluido de verdad y de la necesidad, también, de
hacer algo de manera urgente, de preparar al menos una estrategia de defensa. Nuestro
margen de maniobra era, no obstante, limitado. Reflexioné un instante. Durante el día, pienso
que estamos relativamente seguros si integramos las tupidas hordas de turistas, lo cual,
además de prestarnos protección, ensanchará nuestra cultura. Por la noche, en cambio, somos
de todos modos más vulnerables, poco importa lo que hagamos. Mi propuesta es que finjamos
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instalarnos en nuestra habitación para dormir y, a poco, la abandonemos incógnito.
Seguidamente, usando nuestra segunda documentación falsa, nos registremos en otro hotel de
categoría más modesta, con objeto de dificultarles la búsqueda en cuanto descubran nuestro
quite. Pero bueno, objetó Moussa, eso en el caso de que nos sigan; si no es así, más vale que
vayamos directamente a ese nuevo hotel, porque desde luego el método más elemental para
encontrar nuestro rastro, e incluso para acabar con nosotros allí mismo, es aguardarnos no
lejos de la recepción o de nuestras habitaciones. Pienso, no obstante, que cuando nos
entrevistemos esta noche con Lebedev, hay grandes posibilidades de que ya nos estén
observando, aunque tal vez se curen muy bien de manifestar su presencia. Si hiciéramos lo
que dices, perderíamos la ocasión de burlar su vigilancia y les conduciríamos nosotros
mismos a nuestra nueva guarida. Por el contrario, si no acuden a presenciar la cita, tampoco es
probable que nos aguarden tan pronto en el hotel y aunque lo hicieran, presumo que no
lanzarían de inmediato un ataque, esperarían un mejor momento. Puede que me equivoque,
pero pesando bien ambas posibilidades considero que mi propuesta es más segura. Claro, lo
que se impone es entrar con mucha precaución en nuestras habitaciones. Y se me ocurre una
idea totalmente descabellada que no funcionará, pero que si funcionara nos reiríamos un rato,
aparte de que nos proporcionaría como respiro la noche entera. Cuando les desvelé ese detalle
del plan, ambos hicieron mofa abiertamente ante tamaña puerilidad, incluso yo me reí
francamente de ella. La vamos a poner en práctica, de todos modos, porque no nos cuesta
nada, concluí. Hagamos pues unas compras antes de que la jauría comience a querer
mordernos los jarretes. Ah, y si alguien desea hacer aguas menores o mayores, ahora es el
momento; más tarde tal vez sea peligroso aislarse en cualquier lugar.
Una vez hechas las compras, con una bolsa en la mano, como cualquiera de los incontables
grupos de turistas que pululan por la ciudad en verano, nos fuimos a visitar la plaza roja, en
cuya entrada se encuentra la recoleta y jaspeada catedral de San Basilio, de donde dicen que
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surgía un andrajoso y ayunador pope para proferir, al paso del zar, cuando éste salía de su
palacio del Kremlin, los más graves improperios. Los hombres de su séquito murmuraban que
sería preciso intervenir de un modo u otro para acallar a ese hombre, pero el zar replicaba que
no tenían sino que dejarlo hacer, pues era la voz de Dios. He ahí una muestra significativa, les
dije a mis acompañantes, de la grandeza de esta nación. El autócrata de todas las Rusias,
resignándose a los airados vituperios de un desharrapado, se muestra más digno de su cargo
que al frente de sus ejércitos de militares y de funcionarios. Lo cual prueba que la modestia y
el autodominio caen bien en cualquier asiento. Cuando seáis inmensamente ricos, acordaos de
esto, añadí para animarles. Tras ello, atravesamos el umbral de la iglesia y penetramos en una
oscuridad fresca y acogedora, que nos cayó como un bálsamo sobre la piel después de haber
soportado el sol ardiente y cegador de fuera.
Por un momento creí que estábamos solos en las tinieblas de una caverna, atravesadas aquí
y allá por fuegos y resplandores dorados. Pero poco a poco fueron apareciendo los púrpuras,
el brillo mate de la plata y por fin los iconos y las gentes avanzando a su antojo en grupos
nutridos. A un lado se veía una concentración mayor que las otras, agrupada en semicírculo
alrededor de un sacerdote revestido de nata y oro. Nicolai nos proporcionó la exégesis de la
escena. Se trata de la ceremonia de la veneración de las reliquias de San Basilio. Avanzamos
hacia la congregación, pero antes de llegar concluyó el rito y el sacerdote nos daba ya la
espalda, así como el resto del clero que lo acompañaba. Los curiosos, o los fieles, o una
mezcla de ambos, se dispersaba, dejando ver una mesa que, en lugar de tablero, tenía un
cristal, a través del cual podía verse un icono, lo que parecían libros de tapa dura con
inscripciones y pinturas, pero que tal vez eran relicarios, y luego algunos objetos de plata,
lámparas o incensarios. Todo ello rodeado de flores naturales. Desde las tripas de esa mesa
hasta el artesonado y marquetería de techos y rincones, se observaba el predominio de estos
dos colores, dorado y púrpura, con algunas pinceladas de plata. El conjunto daba la impresión
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de una suntuosidad y un lujo oriental, impregnado de la sangre de Cristo. De repente sentí el
peso de una mirada como una losa que, sin darme cuenta, me hubiera puesto a sostener
mediante un esfuerzo progresivo. Alcé los ojos y vi al autor de la misma. Uno de los
sacerdotes, joven, vestido, él, de ocre y oro, no terminó de retirarse con los demás, sino que
había regresado, fingiendo ordenar objetos aquí y allá; tenía un rostro muy blanco que parecía
hecho con retazos de sábanas y unos ojos muy negros, con los cuales nos echó aún tres o
cuatro vistas inquisitivas. Comprendí que se quedaría más tranquilo si nos alejábamos de las
reliquias de san Basilio. Lo hicimos. Tanto Moussa como Nicolai escrutaban a través de la
gelatinosa oscuridad, sin perder de vista la entrada. Me preguntaba cómo se las habría
arreglado Lebedev para comunicar esa delicada información a Semión Kouliev. Esperaba que
no lo hubiera hecho por teléfono, aunque fuera con un lenguaje críptico. Ambos eran, según
parece, personajes provectos, con una larga experiencia en la lucha contra la mafia.
Indudablemente habrá tomado precauciones, me dije. Sin embargo, a ese argumento se le
podía dar la vuelta como a un guante. Precisamente a causa de esa oposición inveterada,
pertinaz, hacia la mafia, ésta no habrá escatimado medios para acercar sus oídos lo más
posible de sus bocas. Hoy en día, la técnica aporta instrumentos dotados de una eficacia
temible y en ese aspecto yo mismo podía hablar con conocimiento de causa, ¿qué no sería
para nuestros ricos y poderosos adversarios? A estas alturas, el toro habrá sentido ya el
aguijón en el pescuezo, razoné, y estará furioso. Habrá iniciado las pesquisas en España, para
borrar de la faz de la tierra a los nuevos detentores de las claves, después de haberlos
torturado profusamente, por supuesto, para que les revelen los cambios introducidos en las
mismas, pero también habrá activado todas sus células sensibles aquí en Moscú, donde
sospecha que va a acabar llegando, tarde o temprano, el dinero escamoteado, pues de casa les
parece que viene el golpe, aunque la verdad es que contra éstos poco parece que puedan
hacer. En cuanto detecte nuestra presencia, sin embargo, comprenderá que hemos venido a
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entregar dichas claves y que no tiene más remedio que enviarnos a pudrir malvas, empleando
para ello el procedimiento que haga falta, sin exclusión de los más extremos y truculentos,
antes de que pongamos por obra nuestro designio. Tal vez ni siquiera estemos seguros en
medio de las masas de turistas, dado el volumen del capital que está en juego.
También yo me puse a escudriñar meticulosamente los rasgos de cuanto rostro caía en mi
campo visual, con objeto de ver si descubría algún brillo sospechoso, particularmente intenso,
por inquietud o exceso de atención. En especial de los que surgían desde rincones oscuros, de
detrás de las columnas, o del interior de capillas, en cuyas pupilas quemaban todavía las
candelas de los altares.
El recinto, a pesar de su inquietante tenebrosidad, nos protegía, no solamente por su
naturaleza sacra, sino también por el arte que contenía, surgiendo allí donde quisiera posarse
la mirada. Razón por la cual traté de demorarme el mayor tiempo posible. Pero al fin tuvimos
que abandonar la iglesia, pues las miradas negras del sacerdote pálido se hacían cada vez más
frecuentes e inquietas.
Al trasponer el umbral, la rutilante luminosidad exterior nos cegó en el mismo momento en
que una nueva tromba de gente accedía al templo. Mientras nos abríamos paso entre la
muchedumbre, conocimos instantes de incertidumbre, cada individuo que surgía de la marea
humana podría ser el portador de una daga o de una pistola y desbrozarnos un camino hacia la
muerte antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que había sucedido.
Atravesamos, sin embargo, el tropel con más miedo que pena e iniciamos nuestro avance a
través de la plaza roja. Ese teatro al aire libre de las glorias soviéticas me produjo un cierto
malestar, una sensación parecida al remordimiento de un pecado que yo mismo hubiera
cometido y era ciertamente una mezcla de nostalgia y desilusión. Pensé que eran muy pocos
los fervores del desgraciado siglo veinte que merecieran ser salvados para la posteridad, el
lector que consiga leer, en los tiempos venideros, hasta el final la historia de ese siglo aciago,
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cerrará con un horror y con un hastío cercano a la náusea las tapas de semejante libro. Se
podrá discutir si en él se produjo o no el Apocalipsis anunciado por Juan, pero de lo que no
hay duda es que generó el advenimiento de la prostituta escarlata, uno de sus símbolos más
claros de desilusión, degeneración y muerte irrevocable e irremisible, con la cual hemos
fornicado cuantos hemos vivido esos tiempos malogrados por el infortunio, excepto acaso un
puñado de seres perfectos, si los hubiere, porque parece que siempre tiene que haberlos.
En el otro extremo alcancé a ver un imponente edificio de ladrillo rojo y tejado blanco, con
múltiples torreones coronados por conos de dicho color, como si hubiera acabado de nevar en
el mes de agosto. Le pregunté por él a Nicolai. Es el museo histórico, repuso. Pues vamos a
dejar pasar en su interior un buen rato, ahí sí podemos demorarnos porque justamente uno va
para demorarse.
Permanecimos en él hasta la hora del cierre, con los nervios cada vez más tensos a medida
que se acercaba el momento fijado para la cita con Lebedev. Sin proponérmelo, como si de un
movimiento peristáltico se tratara, mientras observaba los objetos expuestos en las vitrinas,
los incunables de los anaqueles, los cuadros, los retazos de la capital que se podían percibir a
través de las ventanas, no podía dejar de imaginar las escenas que se habrían sucedido durante
esa larguísima tarde, bajo la corteza de pizarra y de cemento de la urbe, a partir del instante en
que se había producido la fuga de información. Si es que realmente ésta había tenido lugar. Y
no podía parar de temer que así había sido y consideraba como un hecho absolutamente
portentoso, casi improbable, que pudiéramos estar disfrutando, a nuestro sabor, durante toda
la extensión de aquella sobredorada tarde de un verano perfecto en su serena madurez, de
semejante tranquilidad, tan resueltamente cuajada en todo aquello que podía alcanzar nuestra
vista. Sin embargo, a medida que iban pasando los minutos, comenzaba a cundir la esperanza
de que el milagro se estuviera gestando en toda su rotunda magnificencia, en medio de
aquellas pinturas cubiertas de la pátina de los siglos y de aquellos papeles amarillentos,
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exhibiendo una caligrafía enigmática, incomprensible para mí, tal una profecía declarada en
lenguaje críptico y simbólico.
Sentados en un banco de la plaza situada a las espaldas del museo histórico, esperamos un
rato más, desconfiando ya de cualquiera, hasta de los turistas japoneses que tomaban fotos en
las que forzosamente habíamos de salir. Cambiamos, a poco, de banco pues nos habíamos
situado en un punto en el que se cruzaban muchas líneas de mira para las instantáneas, las del
Kremlin, las del Carrusel, las del propio museo histórico. Pero entonces nos inquietaban los
automóviles que circulaban a nuestras espaldas, excesivamente cerca.
La incertidumbre de la muerte es mil veces peor que la muerte misma. Fíjate, ahora sabes
que vas a morir y pareces tranquilo. La has asimilado ya la muerte, te has resignado a ella. El
hombre que sea capaz de efectuar esa operación sin que lo encañonen con una pistola, en
verdad puede aspirar a todo. Pero con la pistola, es una actitud casi banal; los ojos de Leviatán
la han contemplado hasta la saciedad. El temor a la muerte es sólo una cuestión de
imaginación y también de experiencia del dolor, por supuesto. Mas en este último aspecto
nada tienes que temer entre las manos expertas de Leviatán, verás tan sólo un punto de luz
antes de entrar en la sombra espesa; si te portas bien, claro. Me pregunto qué demonios van a
ganar con mi muerte los que te envían, si la información que poseo está a buen recaudo y la
comparto con mi organización. Leviatán es un ejecutor, no se hace preguntas. Sin embargo,
pienso que algo habrán previsto a este respecto….
Por el contrario, la acción es un buen remedio contra la angustia, aunque se trate de un mero
paseo, incluso si somos perfectamente conscientes que dicho paseo nos conduce todo recto
hacia el lugar en que nos aguarda el peligro. Cuando al fin nos encaminamos, con paso lento,
hacia la taberna en que debíamos encontrarnos con Lebedev, sentí el corazón más ligero y
determinado, a pesar de que toda una tarde de reflexiones intensas me habían llevado al
convencimiento de que había muy pocas probabilidades de que saliéramos con vida de aquella
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empresa, la cual se hallaba, ciertamente, muy por encima de nuestras posibilidades. Pero
¿acaso podíamos parar desde el momento en que procedimos al secuestro de Ruano? Ese acto
significó ya un atentado contra los intereses de grupos poderosísimos, a partir de ahí no
tuvimos otra elección más que la huída hacia delante. Si exceptuamos, por supuesto, vuestra
osada injerencia en los asuntos íntimos de la altiva paloma. Vosotros mismos le pusisteis el
segundo brazo al torno que os había de aplastar. Si quieres mi punto de vista, aunque ya no te
sirva de gran cosa, todo lo demás hubiera pasado, excepto esto, tus otras travesuras hubieran
podido ser consentidas, en espera de ser asimiladas, pero no ésta, que fue la gota que hizo
desbordar el vaso; si bien yo en realidad no sé nada, a decir verdad.
Acudimos a nuestra cita diez minutos antes de las ocho. Lebedev todavía no estaba. No
hubo más remedio que pedir unos aperitivos mientras lo aguardábamos. Personalmente no
tenía todavía ni pizca de hambre. Le pedí a Nicolai que, cuando llegara el momento, eligiera
algo ligero para mí. Pasaba un cuarto de las ocho y Lebedev no había asomado la nariz.
Comencé a inquietarme. Eran cerca de las ocho y veinte cuando apareció al fin. Se disculpó
por el retraso. Había contactado, en efecto, a Semion Kouliev. Los dos hombres hablaron a
solas en un parque público, tratando de dibujar sobre un mapa imaginario el camino menos
peligroso y más discreto para llegar hasta Timofei Bouriev, ministro del interior. Hicieron
verdaderos equilibrismos lingüísticos para elegir la frase que debería ser depositada en cada
instancia previa, la cual habría de ser, por una parte, lo suficientemente ambigua como para
no revelar el objeto de la demanda, y por otra, lo suficientemente aleccionadora como para
que los funcionarios no decidieran postergarla sine die o echar la solicitud directamente a la
papelera. Kouliev regresó entonces al ministerio con el propósito de iniciar inmediatamente
las gestiones, pero se habían dado cita de nuevo a las siete para que éste le comunicara el
resultado de las mismas. Lebedev pasó el resto de la tarde en su despacho del periódico sin
recibir la menor llamada inquietante o sospechosa. Llegada la hora, fue a encontrarse con su
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amigo en el lugar convenido. Timofei Bouriev se hallaba fuera de Moscú y estaba previsto
que su ausencia durara dos días; fue su secretario personal, Iouri Savrassov, quien atendió a
Kouliev. El cual secretario insistió en que debía conocer los pormenores del caso antes de
decidir si alcanzaba el suficiente peso específico como para importunar al ministro o si éste
podía y debía delegar en un nivel inferior. Kouliev no tuvo más remedio que exponer el
asunto con todo detalle. A partir de ahí, razonó Lebedev, todo depende da la capacidad de la
mafia para interceptar los diferentes mensajes emitidos y para descodificarlos o captar su
posible interés, así como de la lealtad de Savrassov. Pero lo mismo podría decirse del propio
Timofei Bouriev. Según una expresión de Kouliev, nos hallábamos caminando en una noche
cerrada por terreno pantanoso. Cualquier asidero, cualquier punto de apoyo, puede ser en
realidad una trampa. Savrassov estuvo de acuerdo en que el asunto era de la máxima
importancia y merecía ser tratado directamente por el ministro en persona. A él le incumbe
asimismo, añadió Savrassov, juzgar acerca de la fiabilidad de dichos periodistas. Por
consiguiente, inscribió la cita en la agenda de Bouriev con el epígrafe “prioridad absoluta” y
les convocó pues para dentro de dos días, a primera hora, en el despacho del ministro de
interior. Hasta entonces, insistió Lebedev, si estuviera en su lugar, andaría con pies de plomo,
ninguna precaución será superflua o exagerada. Realmente, han tomado sobre sus espaldas
una empresa harto complicada y comportando un riesgo elevadísimo. Con este acto, acaban
de colocar a una organización criminal poderosísima entre la espada y la pared, forzándola
con ello a emplear recursos desesperados. Si acaso están al corriente de ello, peinarán Moscú
en su busca y, si llegaran a encontrarles, les aseguro que no se andarían con chiquitas. Estas
últimas frases de Lebedev no aportaban ningún dato nuevo para mí, pero contribuyeron a
mitigar todavía más mi ya tambaleante apetito. No obstante, me esforcé por apurar el
contenido de mi plato, a fin de demostrar serenidad a los demás. La empresa había sido
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acometida a instancias mías y debía dar la impresión de que no había perdido por completo el
control de la misma.
Concluido al fin el ágape, nos despedimos de Lebedev y echamos a andar. ¿Tomamos un
taxi? -sugirió Nicolai. Todavía no, caminemos un rato. Cuando vi que habían pasado por lo
menos diez taxis libres, entonces le dije a Nicolai que podía parar al siguiente. Antes de subir
al mismo, encomendé a Moussa la tarea de vigilar discretamente si algún coche nos seguía
durante el trayecto. Nicolai, siguiendo mis instrucciones, había indicado al conductor que
parara ante la puerta misma del hotel. Subimos directamente a las habitaciones. Tomando la
precaución de detener el ascensor un par de pisos antes y alcanzar el nuestro, con todo sigilo,
por la escalera. Llegados ante nuestras respectivas puertas, procedimos igualmente con suma
cautela. Las fuimos abriendo e inspeccionando una a una. Tras ello, cada cual permaneció
apenas diez minutos en su pieza. Luego nos encontramos en el pasillo e iniciamos el
descenso, pero en esa ocasión enteramente a través de las escaleras. Nicolai llevaba una
camisa blanca demasiado estrecha, a duras penas debió conseguir abotonarla, Moussa y yo,
por el contrario, lucíamos otra excesivamente ancha, con lo cual nuestros contornos habituales
resultaban distorsionados. Habíamos pensado salir por la puerta del garaje, utilizando nuestra
tarjeta de clientes; sin embargo, al llegar a los pisos más bajos, observamos que sólo nos
cruzábamos con personal de servicio. Nicolai nos pidió que le siguiéramos. Nos mezclamos
con la abundante población de empleados sin que nadie reparara en nosotros y, entre ellos,
conseguimos abrirnos camino hasta una salida, en la planta baja. Allí había unos operarios
sacando contenedores de basura. Pusimos manos a la obra y sacamos unos cuantos. Ellos nos
lo agradecieron vivamente. Nicolai les devolvió unas cuantas frases igualmente entusiastas. Y
de este modo echamos a andar por la acera. Nos cruzamos con varios coches repletos de
sujetos que presentaban todos ellos una talla considerable, así como una catadura más bien
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aviesa. Pero podían ser empleados del hotel que concluían su turno de trabajo o se disponían a
iniciarlo. Sea como fuere, nadie paró mientes en nosotros.
Caminamos durante un buen trecho, siguiendo a Nicolai, mirando más hacia detrás que
hacia delante. El tráfico comenzaba a bajar de presión y las amplias arterias de la ciudad se
iban sosegando. Sin embargo, nuestro nerviosismo se incrementaba. Hasta entonces, la
muchedumbre había sido un escudo para nosotros, pero a esas horas los transeúntes se iban
haciendo cada vez más raros. Al cabo, Nicolai, con un gesto, nos indicó el nuevo hotel. Se
trataba de un establecimiento sin demasiadas pretensiones. Justo lo que buscábamos. Hoteles
como ése los había a miles en los barrios más modestos de Moscú. El recepcionista nos tomó
los falsos nombres sin detenerse más tiempo del que hacía falta para descifrar la escritura
distinta que figuraba en los documentos. Y sin manifestar el menor recelo, nos dio las llaves
de las habitaciones.
Contrariamente a lo que había supuesto, caí sobre la cama como una pesada rueda de
molino, cansada de dar tantas vueltas, y entré enseguida en un sueño profundo del que no salí
hasta oír la alarma de mi móvil. Aún así, resulta que se agotaron todos sus pitidos antes de
que consiguiera hacer suficiente acopio de valor para detenerla. Llamé a la puerta de Nicolai y
no obtuve la menor respuesta. En balde insistí tres o cuatro veces. Hice lo propio con la puerta
de Moussa y el resultado fue el mismo. Regresé a mi habitación por miedo de despertar a los
inquilinos de todo el corredor. Sentado en la cama, me puse a reflexionar acerca de tan
extraños síntomas de somnolencia en los tres. No tardé en concluir, pues mirándolo bien no
había otra explicación, que nos habían administrado un somnífero en la cena, el cual tardó un
cierto tiempo en hacer su efecto. Dado que yo había comido en menor cantidad que mis
compañeros, forzosamente la dosis que me fue administrada era menor. No se trataba de
ningún veneno puesto que me encontraba ya en perfecto estado y no sentía la menor molestia.
Querían solamente dormirnos bien, aunque, por supuesto, en otro lugar. Me pregunté si su
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propósito se limitaba a registrarnos con la mayor comodidad posible, o bien si con ello
pretendían asesinarnos sin correr el menor riesgo. Dado el apremio en que se hallaba nuestro
poderoso enemigo, no me hice ninguna ilusión a propósito del estado en que a esas alturas se
encontraría el melón que habíamos colocado, en las tres habitaciones, sobre la almohada y
debajo de una peluca, así como de la entereza de la otra almohada, la de la cama contigua, que
habíamos ocultado debajo de la sábana. En fin, eso sería así si no hubieran detectado el vulgar
subterfugio, cosa que parecía poco probable en unos profesionales del crimen organizado. Por
otra parte, ya no nos hacía falta ir, tal como habíamos previsto, a nuestro primer hotel para
verificar si el ataque nocturno se había producido, pues a ese respecto no albergaba la menor
duda. Quedaba, en todo caso, averiguar si habían caído, por inverosímil que esto pudiera
parecer, en la superchería o no y por lo tanto si tenían o no el convencimiento de que nos
habían eliminado. Me pareció tan poco probable que hubieran mordido un anzuelo tan pueril
que deseché la idea de disponer de al menos unas horas de tregua. No de que hubieran
reventado a tiros los melones, sino de que, tras ello, no se hubieran dado cuenta del tipo de
cabeza que había estallado y del tipo de cuerpo, exangüe, que habían perforado las balas. En
cualquier caso, no cabía esperar más que unas cuantas horas de respiro, pues evidentemente la
singular noticia, propagada por el personal de servicio, de unos melones que unas atónitas
mujeres de limpieza encontraron acribillados a balazos en una habitación de hotel, se
difundiría como la pólvora y no tardaría en llegar a oídos de una organización que tantos ha
conseguido esparcir por todos los rincones de la ciudad, para que nada, de poca o mucha
monta, se les escape. No, más valía no presentarse de nuevo en ese hotel, al menos no por el
momento. Estudiando mejor el asunto, mientras aguardaba a que amanecieran los durmientes,
considerando por otra parte que más valía no movernos todavía de donde estábamos, caí en la
cuenta de que la mafia tenía, cierto, el mayor interés en eliminarnos, pero no sin antes
registrarnos para encontrar las credenciales con las cuales íbamos a presentarnos ante el
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gobierno, o, de no encontrarlas, interrogarnos utilizando algún método particularmente eficaz
para que se las entregáramos de viva voz, en caso de haberlas memorizado. Con todo, no
cabía la menor posibilidad de que hubieran abandonado la habitación sin, al menos, un
registro minucioso, descubriendo con ello la farsa. Mas si ello era así, ¿cuánto tiempo
tardarían, utilizando tal vez la propia red policial, en averiguar nuestro paradero? Tal vez, me
dije, lo mejor sería no demorarse en exceso, ni aquí ni en ningún otro sitio, por cierto. Había
amanecido ya. Volví a insistir ante las puertas de mis dos compañeros con golpes un tanto
más intensos, puesto que ya no se trataba de la misma hora, pero con idéntico resultado.
Regresé a mi habitación algo contrariado por ese pequeño contratiempo. Sin embargo,
observando el balcón abierto de par en par, concebí la esperanza de que ellos hubieran hecho
otro tanto, era cierto que debíamos tomar precauciones, pero con el bochorno infernal que
hacía, incluso de noche, resultaba imposible dormir sin tener, no una sino varias ventanas
abiertas, para crear corriente de aire. Salí afuera y vi que los balcones estaban separados tan
sólo por unos cincuenta centímetros. Me acerqué más para comprobar que, en efecto, Nicolai
tampoco había cerrado el suyo. Entré de nuevo, cogí un taburete, subí en él, puse un pie en
una barandilla, luego, sin mirar al vacío, el otro en la otra, cayendo sin percances en el balcón
de mi vecino Nicolai. Durante un instante me impresionó su inmovilidad, sin embargo, al
acercarme más, comprobé que respiraba. Lo sacudí levemente sin obtener reacción alguna.
Tuve que sacudirlo más fuerte para que empezara a volver en sí. Al final abrió los ojos y me
reconoció, pero aun así su aturdimiento duró varios minutos. Al fin habló. ¿Qué pasa? Le
comuniqué mis sospechas. Sin replicar, se lavó la cara y se vistió, con gestos cada vez más
rápidos a medida que iba tomando conciencia de lo que había sucedido. Cogí, por mi parte,
otro taburete semejante al que había encontrado en mi habitación y, según idéntico
procedimiento, pasé a la habitación de Moussa. Éste roncaba profusa y sonoramente. Lo
sacudí bien desde el primer momento. Cuando al fin abrió los ojos le dije que se vistiera
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rápido y acudiera a la habitación de al lado. Mientras tanto, Nicolai y yo habíamos
determinado que ya era tiempo de abandonar el hotel y desayunar en otra parte.
Con tal propósito caminamos durante media hora o algo más, hasta que, habiendo
considerado que nos habíamos alejado lo suficiente del lugar en el cual habíamos pasado la
noche, nos detuvimos en la terraza de una cafetería, a orillas del Moscova. Formábamos un
trío bastante particular, si uno se para a considerar la estampa; un tipo alto, con una camisa
ceñidísima, como si quisiera poner de relieve su poderosa caja torácica, y otros dos que
parecían nadar dentro de las suyas, ofreciendo, por esa razón, un aspecto rechoncho y poltrón.
No era un trío, desde luego, que tuviera muchas posibilidades de pasar desapercibido, pero no
estaba insatisfecho, en el fondo, con el cambio de imagen, pues el rastro visual que dejábamos
podría desconcertar a nuestros perseguidores, al menos durante cierto tiempo. Lo ideal,
razoné, sería cambiar, con esa misma radicalidad, con la mayor frecuencia posible. Decidí que
conservaríamos ese aspecto hasta media mañana, luego nos compraríamos una ropa distinta.
Mi imaginación divagó un poco tratando de encontrar un estilo que nos cambiara tanto, al
menos, como lo había hecho el que lucíamos en ese momento. Entonces, sin saber por qué,
me vino a la memoria la escena que habíamos contemplado la tarde anterior, durante nuestra
visita a la catedral de San Basilio, y la idea estalló ante mi vista como un cohete de fuegos
artificiales. Sin poderlo evitar, sonreí.
Tras un copioso desayuno, nos sentamos en un banco a ver pasar los barcos que transitaban
por el caudaloso Moscova. Bien comidos y bien dormidos, no nos encontrábamos mal,
después de todo. Por otra parte, convenía ver el lado bueno de las cosas; habíamos logrado
sobrevivir a la noche; lo cual, dadas las circunstancias, no estaba tampoco muy mal. Tan sólo
nos quedaba pasar ese día y una noche más. Después, nuestra situación mejoraría
ostensiblemente, siquiera por un tiempo. Venga, les dije al cabo, vayamos otra vez de
compras. Ambos me lanzaron una mirada recelosa.
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Por el camino les expliqué mi plan. Esta vez, ambos se mostraron menos escépticos con mi
sugerencia. Más aún, Nicolai repuso, no sin cierto entusiasmo, que conocía unos grandes
almacenes instalados en un antiguo monasterio, ni más ni menos. Nunca imaginé una
encrucijada tan sugerente entre la vieja y la moderna Rusia, el Zar Pedro I habría alucinado en
colores. Allí encontraremos seguramente lo que buscamos, junto a todo tipo de ropa, así como
los utensilios y complementos más variados. Perfecto, repliqué, porque también tenemos que
comprarnos algo decente para asistir a la recepción de mañana en el ministerio y no he
querido decir con ello que el hábito religioso sea una vestidura indecente, ya conocéis mi
predilección por tales indumentos, pero tendréis que convenir conmigo en que el contraste
con el asunto que nos conduce hasta el despacho del ministro sería tan drástico que no
resultaría fácil tomarnos en serio.
Nicolai nos condujo, en efecto, ante la imponente fachada de un fastuoso monasterio
ortodoxo. Pasado el umbral, sin embargo, nos hallamos en el interior de unos grandes
almacenes como los demás, sólo que el techo lucía unos magníficos artesonados y en las
paredes se podían contemplar frescos de indudable valor artístico, algún que otro cuadro,
crucifijos, taraceas espléndidamente labradas, en fin, un pastiche flagrante y un oxímoro
absoluto. No pude sino pensar en la escena bíblica de Jesús expulsando, látigo en mano, a los
mercaderes del templo de su Padre, acaso ellos mismos clérigos. Pero la impresión no duró
mucho, antes bien, me pregunté si venderían en efecto hábitos de pope, o si ello había sido
una deducción fácil y precipitada de Nicolai. Seguí los pasos del mismo y sí, allí estaban, en
efecto, negros y venerables, aguardando a quien quisiera comprarlos y hacer con ellos el uso
que le viniera en gana. Cierto, yo compré hábitos benedictinos en Madrid, pero tuve que
mentir ¡Dios me perdone! Un dependiente nos atendió con suma amabilidad, sin hacer
preguntas, muy profesional. Nos midió el cuello para calcular la talla y nos trajo la que nos
convenía a cada uno. Dijimos que, antes de probárnoslos, deseábamos adquirir otros efectos.
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Nos repuso que no había problema, podíamos seguir comprando y pasar después. Así lo
hicimos, elegimos un traje conveniente para el próximo día, camisa, zapatos, corbata, todo de
lo mejor, faltaría más, y antes de salir, recogimos los hábitos, pasamos por los probadores, nos
los endosamos, pagamos todo y salimos con ellos puestos a la calle, sin que ello pareciera
sorprender a nadie. Nos miramos los tres y no pudimos sino concluir que el cambio operado
en nosotros era milagroso.
Inmediatamente me sentí como más ligero, igual que si de un momento a otro fuera a flotar
por los aires. Es el comienzo del don de levitación, un principio alentador para mi recién
iniciada experiencia mística, me dije, regocijándome de mi renovado buen humor. Nicolai nos
propuso que nos dirigiéramos a un sector de la ciudad que se hallaba a proximidad de varios
monasterios e iglesias, así nuestra presencia se encontraría mayormente justificada. Objeté
que si nos abordaba un verdadero pope nos veríamos en una situación embarazosa. No porque
haya algunos monasterios en los alrededores el barrio va a estar negro de popes, repuso
Nicolai. Además, los popes no suelen hablarse cuando se cruzan por la calle, a no ser que se
conozcan. Bueno, admití que no era una mala idea, vamos allá.
316
IX
Dado que no teníamos ninguna prisa, antes al contrario, fuimos dando un plácido paseo,
procurando imitar la cachaza y la prosopopeya de los eclesiásticos de cualquier parte del
mundo. Fue un agradable deambular buscando la sombra por las calles de una ciudad
luminosa y ardiente que, salvo por la arquitectura antigua, a trechos, no se correspondía en
absoluto al estereotipo que suele tenerse de Moscú, o por lo menos al que yo tenía. Tomamos
asiento en un parque, bajo unos copudos cedros, y platicamos con un buen humor que,
posiblemente, ninguno de nosotros reconocía en los demás. Después de tantas horas de
tensión, en el momento en que ésta comenzaba a relajarse, debía ser que emergía
sencillamente la pura alegría de sentirse vivo. Fue preciso, incluso, recomendarle a Moussa
que no dejara vagar tanto su mirada tras las muchachas de falda cortísima que pasaban
contoneándose delante de nosotros, luciendo unas larguísimas y bien moldeadas piernas, pues
tal actitud no acababa de corresponder con el estatuto eclesiástico ni con los votos que se
suponía había efectuado. Moussa pareció confuso al principio, pero los tres acabamos riendo
de buena gana.
Sonó la hora de comer y nos encaminamos a un restaurante situado al borde mismo del
parque. Decidimos, con objeto de ajustarnos a nuestro nuevo estatuto eclesiástico, mostrarnos
parcos y comedidos en la elección de nuestros platos. Acudió a atendernos un hombre
moreno, calvo, de patillas excesivamente largas acabadas en punta de arpón, cuya apariencia
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era oriental, quizá de alguna de las provincias asiáticas de este vasto país, o más bien de
alguna lejana república de la antigua URRS. Parecía ser el patrón, vista la manera con que
mandaba sobre los restantes camareros.
Que nos sirviera el propio dueño nos pareció una atención particular, privilegio debido al
estamento eclesiástico que ostentábamos. Sin embargo, a medida que transcurría la comida,
fui notando cómo un velo de recelo se iba espesando en sus ojos y afectaba a la naturalidad de
sus gestos. Se lo dije a Nicolai y éste repuso que tal vez no nos hubiera hallado demasiado
convincentes en tanto que popes. Cuando vino a tomar nota de los postres, no se dirigió a
Nicolai como solía, puesto que fue él quien primero le habló, sino que se encaró conmigo. Mi
intérprete respondió en mi lugar pero, según contó Nicolai más tarde, aquél repuso con cierta
insolencia que era a mí a quien le correspondía decidir qué postre iba a tomar. Nicolai le
explicó, serenamente y con buenos modales, que sus dos acompañantes eran dos hermanos
griegos, de visita en Rusia. La respuesta pareció dejarlo un poco cortado, de repente. Aun así,
se alejó murmurando algo entre dientes. Si se hubiera mostrado un poco más discreto, ése
habría sido el hombre que nos hubiese enterrado.
No fue él quien se encargó de traer el pedido, sino que le pasó la hoja a uno de sus
empleados, quedándose enseguida atrincherado tras la barra. Desde allí no nos perdía de vista,
sus ojos oscilaban hacia arriba y hacia abajo, su mirada iba claramente de nosotros a algo que
parecía sostener entre las manos, oculto bajo el mostrador. De pronto desapareció.
Nicolai, exclamé, este tío ha ido a telefonear. Nos levantamos los tres al mismo tiempo y
precedidos de Nicolai avanzamos hacia el camarero que se hallaba en ese momento
sustituyendo al patrón, tras la barra. El empleado notó algo extraño en nuestra actitud,
seguramente una precipitación rara, un paso demasiado vigoroso para poner en movimiento
las sotanas de unos religiosos. Nicolai lanzó con ostentación sobre el níquel muchos más
billetes de los que hacían falta para pagar cualquier comida. No podían argüir que nos
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marchábamos sin pagar. En eso emergió el patrón de un pasillo oscuro. Al vernos tan cerca,
sus ojos semejaron dos bolas de billar con un agujero negro en medio. Se hallaba tan próximo
a nosotros que pudimos ver con toda claridad nuestras fotografías, que traía olvidadas entre
las manos. Cuando consiguió salir de ese pasmo, con el que seguramente no contaba, se puso
a gritar como un poseído. Sus hombres se abalanzaron hacia nosotros, pero los primeros en
llegar salieron propulsados por los puños de Moussa y de Nicolai. Yo agarré por el cuello una
botella vacía de una mesa vecina, la rompí estrepitosamente y me coloqué por delante de mis
amigos, amenazando a la segunda oleada de esbirros con delantal. Vámonos, dije. Y salimos
pitando.
Los que todavía podían correr se lanzaron tras de nosotros, pero la confusión y las dudas y
probablemente la botella rota que todavía conservaba en la mano les hicieron perder un
tiempo precioso. Nos dirigimos al parque en el que habíamos estado anteriormente y allí les
dimos el esquinazo gracias a la espesa vegetación que exultaba por todas partes. Tenemos que
cambiarnos, les dije. Detrás de aquellos matorrales. Lo hicimos a trompicones y
trastabillando, pero bien escondidos. En ese mismo lugar abandonamos las venerables
vestiduras y surgimos equipados cual dinámicos ejecutivos surgidos de un almuerzo de
negocios. Avanzamos con paso rápido hacia una de las salidas sin percibir ni el menor rastro
de nuestros perseguidores. Sin embargo, cuando ya estábamos a punto de alcanzarla, entró un
tropel de gorilas con manga corta y una furia tal que nos derribó por el suelo. Pensé que ahí
concluía nuestra aventura. Sin embargo no se detuvieron ni a mirarnos. Tenían, entre ceja y
ceja, un pliegue que rezaba “tres popes, tres popes…” No prestando atención a nada más, de
este mundo o del que ha de venir.
Casualmente, en ese momento se detenía un autobús a unos pocos pasos de donde
estábamos. Lo tomamos sin dudar un instante. A la tercera parada pusimos el pie a tierra. El
vehículo se puso a dar la vuelta a una plaza en cuyo centro lanzaba sus chorros largos una
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fuente. Cruzamos la calle y desde la otra acera paramos un taxi. Apenas nos habíamos
instalado en él, vimos llegar a toda velocidad tres coches cargados de gorilas con manga corta
y armados con fusiles de asalto. Pasaron de largo, entraron en la plaza y, a la salida de ella,
interceptaron el autobús que, tras recoger a sus pasajeros, se disponía a iniciar la marcha.
Mientras el taxi tomaba velocidad, pudimos vislumbrar cómo unos hombres armados subían a
bordo, como si estuvieran participando en una cacería privada y el zorro se hubiera metido en
un herbazal, pero ello en plena ciudad. El taxista no parecía haber notado nada de particular,
excepto los aullidos de los neumáticos y la velocidad, y si lo hizo, no emitió el menor
comentario. Nicolai le dio una dirección situada en las antípodas de la ciudad.
Una vez apeados, echamos a andar en fila india, separados por una distancia de unos quince
o veinte metros. Las aceras se hallaban concurridas a esas horas. Un coche, con todos los
asientos ocupados por hombres, avanzaba lentamente hacia nosotros, por la parte opuesta de
la calzada. No se detuvo porque probablemente se hallaban todavía buscando a “tres popes,
tres popes…” Pero aquella visión probaba que la mafia contaba con suficientes efectivos
como para patrullar todas las calles de la capital.
Seguimos adelante por esa misma avenida, pero cinco minutos después Moussa se dio
cuenta de que el mismo vehículo había dado la vuelta y se había puesto a avanzar, con la
misma lentitud, aunque en esta ocasión, obviamente, venía por el lado nuestro de la calzada.
Nicolai se coló de rondón en el primer local abierto que le vino a la mano. Moussa y yo le
imitamos. Mientras nos instalábamos en una de las mesas del fondo, vimos a través de las
sucesivas ventanas cómo el coche en cuestión se alejaba muy despacio. Ya sabíamos que los
bares y las cafeterías y los restaurantes no carecían de peligro. Pero ya que estábamos dentro,
debíamos tomar una consumición. Lo contrario no hubiera sido discreto.
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Justo en la última mesa, descubrimos a un sujeto retaco y adiposo que, en cuanto le echamos
la vista encima, apartó la suya con un gesto de postiza indiferencia. Le encomendé a Moussa,
situado de cara a él, que no lo perdiera de vista.
Dejando aparte al cebón de marras, que ya no cumpliría los cincuenta y cinco, el resto de la
clientela estaba compuesta por jóvenes de uno y otro sexo. Se veía que se trataba de un bar
especializado en el particular estrato que va de los veinte a los veinticinco años, es decir, en
esa capa medianera entre las últimas instancias de la juventud y las primeras de la edad
madura.
El camarero se acercó con total naturalidad a tomar nota del pedido. Ni en ese momento, ni
a su regreso con las bebidas solicitadas, observé nada anormal en su comportamiento.
Moussa, ¿qué hace el individuo del fondo? Escarba en su teléfono. Malo…. No me gusta nada
ese tipo. Apurad y vámonos de aquí. En lugar de eso, Nicolai escondió su cara entre las
manos y bajó la cabeza. Un segundo antes de que completara el gesto, vi que había palidecido
intensamente. Me sorprendió su actitud. Alcé los ojos y lo único que me llamó la atención fue
una pareja que acababa de entrar en el establecimiento y avanzaba hacia nosotros. Nada
anormal, desde luego, en el lugar en que nos encontrábamos, al menos nada que pudiera
justificar la extraña reacción de Nicolai. La muchacha poseía, es cierto, la esbeltez de una
llama, pero en fin… Me fijé más en ella. Su rostro reflejaba, a decir verdad, tal belleza
sobrecogedora que, en la situación en que me encontraba, no dudé en compararla a esos
ángeles de hermosura insufrible que algunos guerreros aseguran haber visto, durante unos
pocos instantes, tomar la dirección de una carga y desaparecer después, tanto es así que yo
mismo quedé, al reparar bien en la visión, como fulminado y conturbado a la par. Sólo
entonces creí entender, en fin, algo, el comportamiento de Nicolai. No obstante, a medida que
se acercaba, el inasequible fulgor azul de sus ojos se hacía más intenso y noté que se hallaba
orientado hacia Nicolai. Cuando ya sólo estaba a unos pocos pasos de la mesa que
321
ocupábamos, hizo un gesto con la mano a su acompañante para que se detuviera. Al mismo
tiempo, un mechón de su larguísima cabellera rubia le cayó sobre los ojos y ella lo apartó con
suavidad pero con una concentración extrema. Dio unos cuantos pasos más y entonces pude
ver que esos dos topacios diáfanos se llenaban de un agua transluciente hasta desbordarse y
derramar dos gotas de rocío que destellaron en su mejilla arrebolada como las facetas de un
diamante. ¡Nicolai! –exclamó involuntariamente, con toda probabilidad, en un sollozo sordo y
casi inaudible.- Éste alzó el rostro, mas sus ojos se hallaban todavía cerrados. Seguidamente
se puso en pie y ambos se abrazaron.
El joven que la acompañaba se quedó tan anonadado como nosotros mismos. La escena
había atraído igualmente miradas curiosas provenientes de todo el local.
Fue Nicolai el primero en hablar. Y lo hizo, para gran sorpresa mía, en castellano. Aunque
mi asombro estaba destinado a subir todavía tres tonos cuando la oí a ella responder en la
misma lengua, con un acento impecable. Sin embargo, lo que se decían no era nada
tranquilizador.
Dile que se vaya, dijo él. ¿Te has vuelto loco? – replicó ella.- Dile que se vaya, o lo hago
yo.
Como la muchacha no reaccionaba, Nicolai inició un movimiento hacia el acompañante.
Pero ella, con otro gesto semejante al anterior, se lo impidió. Y dirigiéndose hacia el incrédulo
joven, le dedicó unas palabras suaves, si bien firmes, en ruso. Éste palideció de rabia, apretó
los dientes, mas dio la vuelta y se fue.
¡Caballeros –dijo Nicolai en voz baja-, les presento a mi hermana Dunia! Pero ella no le
escuchaba. ¿Cómo te has atrevido a hacer una cosa así? Tenía cara de chulo de putas. ¿Me
estás llamando puta? Sus ojos lanzaban ahora cortantes láminas de acero.
Recordé la situación en que estábamos y decidí intervenir. Cálmese señorita, tengo la
certeza absoluta de que no es eso lo que su hermano quería decir, ni siquiera hacer. Si lo dijo
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fue, por extraño que le parezca, para reemplazar lo que no podía en absoluto decir en las
circunstancias actuales. Sin embargo, le prometo que, en cuanto salgamos de aquí, le daremos
las explicaciones debidas; se las daré yo, en cualquier caso.
En eso miré de nuevo hacia la puerta y vi que unos hombres armados con fusiles de asalto
corrían hacia ella. Nicolai tomó de la mano a Dunia y nos ordenó que le siguiéramos. Pero al
darse la vuelta se encontró con el tipo rechoncho apuntándole con una pistola. Yo ya me
hallaba vuelto hacia él, comprobando en ese momento que sólo miraba a Nicolai. Mi mano
tropezó sola con una botella de coca-cola vacía, la cual estrellé contra el cráneo seboso del
desgraciado pistolero, produciendo dentro de él un ruido sordo pero eficaz. Se desplomó y
saltamos por encima de su cuerpo. Si bien Moussa tuvo la serenidad de recoger su arma. Los
esbirros de la mafia, por su parte, ya habían penetrado en el local dando gritos espantosos,
seguramente instando a los presentes a echarse por el suelo, lo cual algunos hicieron de
inmediato.
Apenas había terminado de meterse Moussa por el pasillo, cuando oímos los impactos de las
balas contra la pared del fondo. Corrimos a través de un pasadizo oscuro. A mano derecha vi
que se hallaban los servicios, con las puertas que se abrían hacia fuera. Mientras pasaba, casi
sin detenerme, dejé abiertas las puertas de los aseos, tanto de damas como de caballeros.
Llegando al cabo del corredor, lancé una fugaz mirada a nuestros perseguidores, al tiempo
que éstos apartaban de un manotazo las mencionadas puertas. Luego eché un vistazo hacia
delante para comprobar que nunca podríamos salvar a tiempo la distancia que nos separaba de
la pared tras la cual se hallaba la calle. Nos iban a cazar como si de un ejercicio de tiro al
pichón se tratara. No podía consentirlo. Yo les había metido en esto, yo les sacaría. Aunque
tuviera que dejar la piel en el intento. Me dije lo que me digo siempre, haz lo que nadie espera
que hagas. Inicié lo que debía parecer una huída desesperada pero sólo fue para alcanzar a
Moussa y pedirle la pistola. Éste me la cedió, no sin emitir un gruñido de protesta. Con el
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arma en la mano, di un salto hacia atrás para colocarme pegado a la pared, junto a la entrada
del pasillo. Alcé la pistola por encima de mi cabeza y aspiré una bocanada de aire. El estrépito
de las botas resonaba ya muy cerca. Entonces me lancé por el túnel de la muerte hacia delante
precedido por una boca de cañón que escupió fuego por dos veces. Tal como había supuesto,
los gorilas corrían con la cabeza gacha y el fusil descuidado. Los dos primeros fueron
alcanzados en el pecho, pero tan cerca de mí que apenas tuve tiempo de echarme al suelo
antes de que se desplomaran. Debido a la inercia, no tocaron el piso sino unos metros más
allá, tras haber tropezado con mi cuerpo. El tercero de ellos no había visto nada, y se
levantaba sin haber comprendido ni jota de lo que acababa de ocurrir. Simplemente sus
compañeros se habían caído por una razón aún desconocida y él había sido incapaz de
evitarlos. Sin levantarme, le disparé a tan sólo unos metros de distancia, justo en medio de la
espalda, partiéndole sin duda en dos la columna vertebral. Se puso a mugir como un toro
malherido y a retorcerse. Pasando por encima de su compacta masa corporal le dí el tiro de
gracia en la nuca, pero sólo para que se callara, pues sus gritos me habían helado la sangre.
Los otros dos se movían todavía como dos serpientes con la cabeza cortada, pero los dejé así
porque no gritaban. Eché allí mismo el arma y salí de nuevo al aire libre. Moussa cabalgaba la
pared, aguardándome. Me ayudó a saltar del otro lado pues me encontraba exhausto. Tras
cruzar la calle, corrimos hacia la esquina, donde nos detuvimos. Al doblarla vi que Nicolai
había parado un taxi y nos aguardaba con la puerta abierta. Su hermana Dunia se hallaba ya
instalada en el asiento trasero. Moussa y yo procuramos retener la respiración y serenarnos en
seco. Apenas habíamos cerrado las puertas cuando un coche giró en el cruce, delante mismo
de donde nos encontrábamos, haciendo derrapar las ruedas, obligando a frenar
estrepitosamente a los que venían en uno y otro sentido. Luego el motor rugió en una
aceleración furiosa e interminable. El taxista profirió una maldición antes de arrancar.
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Recliné la cabeza y cerré los ojos para velar la despavorida expresión que debía ofrecer,
pues dentro de mi cráneo resonaban aún los espantosos mugidos de muerte que lanzaba el
esbirro. No pude percibir bien el paso del tiempo pero calculo que el taxi estaría circulando
como media hora.
Al bajar, fue Nicolai quien tomó la palabra. Las calles están patrulladas, los
establecimientos públicos vigilados, sólo quedan, en mi opinión, los parques.
Afortunadamente Moscú los tiene inmensos, tanto que parecen selvas. He hecho detener el
taxi aquí porque hay uno cerca. Vamos, no hay tiempo que perder. Durante el trayecto he
reflexionado bastante y tengo algunas ideas bailándome en la cabeza. Para empezar,
tendremos que separarnos. El cliché de tres hombres vestidos de cualquier manera y
obedeciendo a esta y esta descripción ha sido ya ampliamente difundido. Ahora somos dos los
guías conocedores del terreno y de la lengua, podemos escindirnos en dos grupos. Moussa y
yo elegiremos un parque para dormir a la intemperie, no éste, sino otro, para variar. Vosotros
podéis asumir el papel de la pareja irregular que busca un hotel de precio moderado para pasar
la noche. Así, rompemos sus esquemas y tenemos más probabilidades de pasar inadvertidos.
Por otra parte, resulta evidente que mañana no nos dejarán aproximarnos al ministerio, pero
tengo un plan. Ahora soy yo el que quiere ir a hacer unas compras antes de que cierren.
Dunia, vosotros vais a casa de nuestra tía Anastasia y le pides el vestido más viejo y
harapiento que le quede en los baúles. Y de paso le puedes decir que comunique a nuestra
madre tu viaje a España, conmigo. Dunia abrió unos ojos como platos. Tráelo oculto en una
bolsa de plástico. Entrad por esta puerta del parque y sentaos en uno de estos bancos.
Procurad estar aquí alrededor de las ocho. Y sin más, nos despedimos.
Cuando uno acaba de matar por primera vez a tres hombres, uno de ellos casi a sangre fría,
y no ha tenido tiempo todavía de asimilar bien ciertas consideraciones, se asemeja a un árbol
seco que un huracán trae de acá para allá. Por supuesto que me había planteado una y mil
325
veces la reflexión de que, si no lo hubiera hecho, ellos no habrían mostrado la menor piedad
en enviarnos a todos a pudrir malvas y lo habrían hecho, además, como si practicaran un
deporte, pero tales razones, perfectamente válidas y comprensibles, en conformidad con el
código moral más estricto, que nos obliga siempre a velar ante todo por nuestra propia vida
como un objeto precioso, a no ser que la queramos sacrificar en tanto que acto heroico de
abnegación en aras de un principio o bien superior, no conseguían, sin embargo, borrar de mi
mente los mugidos de agonía que profirió aquel desgraciado, ni insuflar en mi cuerpo el calor
suficiente como para que volviera a circular por él mi sangre garrapiñada. En medio de la
acción trepidante, de esa concentración del tiempo y dilatación del espacio, fue esa dimensión
sonora, de una elasticidad inconcebible, la que supo dar tanta relevancia a la presencia de la
muerte como si fuera el más solemne oficio de difuntos.
A Dunia le bastó una mirada para comprender el tropel de sentimientos y reflexiones que
atravesaban mi mente. Venga, me dijo con una voz cuya ternura era un milagro justamente
por ser una voz desconocida, concédame más bien las explicaciones prometidas.
Que no hiciera preguntas sobre lo que ocurrió en ese pasillo, implicaba una confianza en mí
que ya desde entonces empecé a agradecerle.
Hice un esfuerzo por volver a la realidad. Empecé por preguntarme si debía decirle toda la
verdad, como de hecho estaba tentado de hacer para corresponder a la generosidad con que
ella me estaba tratando, pero Nicolai no había tenido tiempo de darme instrucciones y era su
hermana. Yo no tenía derecho a decidir en ese aspecto, aunque era obvio que si venía con
nosotros a España no podía tardar en darse cuenta de la verdadera situación. Con todo, le
correspondía a Nicolai darle esas explicaciones delicadas. Así que opté por presentarle la
misma visión que ofrecimos a Lebedev.
Su hermano no deseaba implicar a su familia, razón por la cual no fue a rendirle la
obligatoria visita. Sin embargo, en cuanto usted lo reconoció en público y conociendo la gran
326
probabilidad de que estuviéramos siendo vigilados, como así era de hecho, ya lo ha visto, no
podía dejarla marchar con aquel muchacho. La mafia está decidida a cualquier cosa y no
hubiera dudado un instante en utilizarla a usted, o a cualquier otro miembro de la familia,
como medio de presión para obtener que abandonáramos nuestras pretensiones. Ésa es
igualmente la razón por la cual usted debe ahora acompañarnos a España y ello sin que le sea
posible tomar el riesgo desatinado, probablemente fatal, de despedirse directamente de los
suyos.
Dunia caminó en silencio durante un buen trecho. No importa, tía Anastasia le dará las
oportunas explicaciones y mamá comprenderá. Hay que tener cuidado, no obstante, al
aproximarnos a la casa de su tía, aunque el parentesco no sea tan cercano, nunca se sabe…
Antes de entrar, observaremos bien los alrededores, por si acaso hay moros en la costa…
Dígame, ¿cómo es que habla usted tan bien el castellano? Lo estudiamos Nicolai y yo juntos
en la facultad. Nos lo tomamos tan en serio que, cuando no queríamos que los demás nos
comprendieran, utilizábamos esa lengua. Cuando mi hermano me comunicó que se iba a
España a buscarse la vida, le respondí enseguida que yo me iba con él, pero se negó en
redondo. Hasta tal punto estaba empeñado en no llevarme que no se despidió de mí. Me quedé
muy decepcionada, porque Nicolai y yo siempre hemos estado muy unidos y también porque
tal aventura, desde que él la mencionó, me hizo enseguida mucha ilusión. Hasta el final
conservé la esperanza de que él se arrepintiera y me llevara consigo. Pero un día desapareció
y estuvo mucho tiempo sin dar noticias. Durante las primeras semanas, todos estaban al
corriente de dónde se había ido, menos yo.
Bueno, ya ve. Esta vez ha cambiado de opinión. Rió de buena gana. Así es mi hermano,
imprevisible.
Venga, haremos una parte del trayecto en autobús.
327
Cualquier hombre solo o acompañado de otros me resultaba sospechoso. Es verdad que las
parejas me inquietaban menos. Sobre todo las parejas que se veían claramente unidas por un
aura especial. Desde la ventanilla divisé numerosos coches repletos de hombres solos, la
mayor parte de ellos circulaban o bien excesivamente despacio o bien a velocidades de
vértigo, tratándose de vías urbanas. Pensé que debía cambiarme de nuevo de ropa y se lo dije
a Dunia. La cual aprobó y aún añadió que un corte de pelo no me iría tampoco mal. Pero
aplazamos eso hasta después de la visita a la casa de la tía Anastasia.
Tras bajar del autobús, todavía caminamos durante un buen cuarto de hora. Al fin me
declaró que habíamos llegado, pero me propuso que nos sentáramos antes un poco en un
banco con objeto de escrutar bien los alrededores. Nos encontrábamos en una espaciosa
avenida por la que fluía un tráfico intenso. Las aceras se hallaban igualmente concurridas,
pero nadie se detenía en ninguna parte. Miré hacia arriba. A pesar del calor que no cejaba, las
ventanas solían estar cerradas, por el tráfico, supuse, pero también ondeaban en muchas de
ellas espesas cortinas, señal de que se encontraban abiertas. En todo caso, me dio la impresión
de que los habitantes de esos apartamentos no se interesaban por lo que ocurría en la calle.
Dejamos pasar unos cinco minutos, durante los cuales no observamos nada anormal, y luego
nos decidimos a avanzar hasta el portal y llamar al timbre.
A través del interfono resonó una voz de mujer. Dunia respondió brevemente. El batiente de
hierro forjado se abrió. Junto a la escalera, en la oscuridad, vislumbré la puerta del ascensor.
Dunia apretó el botón de llamada y tuvimos que aguardar durante un lapso considerable.
Cuando llegó el cajón ante nosotros, se detuvo con cierto estrépito. Se veía el interior
iluminado con una luz verdosa. Pasamos adentro y mi compañera apretó el botón número
diez. Todavía había muchos otros por encima. El ascensor era viejo, ascendía muy
lentamente. Dunia me confesó con un asomo de sonrisa no solamente en los labios sino
también en sus espléndidos ojos azules, que Nicolai, durante las fiestas familiares, solía imitar
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a su tía Anastasia, disfrazándose con sus ropas que previamente le había escamoteado. Todos,
incluida la tía, se reían mucho con la farsa. De repente me di cuenta de que esa sonrisa, a
pesar de que era sincera, tenía también algo de dramático. Estaba claro que Nicolai pretendía
entrar solo en el ministerio, disfrazado de su tía Anastasia, y después enviar a un lugar
determinado una escolta policial en nuestra búsqueda. Espero que todos esos ensayos le hayan
conferido un arte depurado. Descuide, la imitación es impecable.
Afortunadamente, Dunia tenía una conversación fácil, porque su belleza era tan obvia y tan
vistosa, que resultaba extremadamente complicado hacer abstracción de ella y ello acaba
siempre por crear una cierta turbación, pues siendo tan evidente la causa, sólo queda esperar a
ver cuáles son los efectos y cómo los gestiona cada uno. Ella no podía ignorar la reacción que
producía en los seres cargados eléctricamente con el signo opuesto, a no ser que fuera una de
esas ingenuas o benditas como a veces las hay, porque hace falta serlo para no interpretar
correctamente la razón de ciertas reacciones primarias, en las que, por error de la naturaleza,
la sazón corporal no viene acompañada por la madurez sensual. En fin, dada la diferencia de
edad que existía entre los dos, pensé que había ahí como un hueco o intersección que podía
ser llenado por una relación que fuera aceptable para ambos, es decir, de amistad o de
camaradería, dejando de lado todo lo demás y catalogándolo como, digamos, interferencias.
Porque algo tenía que haber entre ella y yo, sea lo que fuere. Y ello iba a ser, muy
probablemente, si es que lográbamos salir del atolladero en que nos encontrábamos y regresar
a España, una relación más bien paternal, pues habrá que ayudar a estos dos chicos, me dije, a
establecerse y a abrirse camino en el nuevo medio que les espera. Sí, ése iba a ser mi
comportamiento, el eje de mis posibilidades, al menos mientras pudiera mantenerlo. Ella
también lo entendería así, dadas las circunstancias que acabo de mencionar, sin que sea
verosímil que espere otra cosa. Y ello no carece de importancia, porque, entre dos personas
que se acaban de conocer, siempre se crea una especie de terreno virtual, con una serie de
329
características y propiedades, con un clima particular y una naturaleza distinta para cada caso.
Y en la creación de dicho espacio, las primeras palabras, gestos o miradas, las primeras
impresiones, en suma, son determinantes. Esa reflexión me tranquilizó porque ya sabía cómo
conducirme ante ella y qué debía hacer para encauzar ciertas sensaciones colaterales.
Salimos a un rellano oscuro. Dunia dio la luz de la escalera y pulsó un timbre. Nos abrió una
anciana huesuda y con una altura portentosa. Al abrirse la puerta me sorprendió encontrar en
el vano un rostro a ese nivel. Sonrió antes de besar a Dunia en ambas mejillas. Las dos
mujeres intercambiaron brevemente unas palabras. El esparvel nos miraba alternativamente a
uno y a otra. Al cabo pronunció unas palabras que parecían dirigidas a ambos. Dunia tradujo.
Mi tía Anastasia se complace en recibirle en su modesta casa. Con tales propósitos, la
espingarda dio unos pasos atrás, permitiéndonos entrar. Recibidor y pasillo se hallaban
empapelados con motivos y colores semejantes a los que vimos en la catedral de San Basilio.
A mano derecha se veían unas puertas cristaleras lacadas en blanco, por donde penetraba un
poco de luz, las cuales abrió nuestra anfitriona, invitándonos a pasar al salón. Éste se hallaba
pintado igualmente de blanco y en él se hallaban diseminados muebles un tanto toscos aunque
sólidos. Más allá había otras puertas cristaleras gemelas de las primeras y entre ellas un sofá
tapizado en rojo con volutas bordadas, sobre el cual nos incitó a sentarnos acompañando sus
palabras con los gestos oportunos. Dunia transmitió la propuesta. ¿Le apetecería un té?
Respondí afirmativamente. Entonces salieron ambas a prepararlo. Cuando regresaron con el
samovar, la anciana venía con un rostro realmente preocupado. Su sobrina parecía querer
tranquilizarla, pero en sus ojos se leía, a pesar de todo, el espanto. Luego dio la impresión de
insistir en que Dunia me tradujera algo. Al final lo hizo. Mi tía Anastasia pregunta si puede
hacer algo por nosotros, pero ya le he dicho que no debemos quedarnos mucho tiempo por
temor a causarle problemas. Repuse que no pensaba que nos hubieran seguido, por eso
entramos, aunque lo más razonable era que nos fuéramos pronto y que pasáramos la mayor
330
parte de nuestro tiempo en sitios impersonales, que no comprometieran a nadie. Por esa razón,
en cuanto apuramos el té, nos dispusimos a salir, rogándole que nos disculpara por una visita
tan intempestiva y apresurada. En una silla del recibidor había una bolsa de plástico que la tía
le entregó a la sobrina. Abrió la puerta y, bajo el umbral, la tomó de las manos para darle, con
toda probabilidad, algunas recomendaciones. Finalmente se besaron en signo de despedida. A
mí me ofreció los recios huesos de su mano para estrechar.
Apenas habíamos andado cien metros cuando nos topamos con una patrulla de la mafia.
Cuatro hombres dentro de un coche, entorpeciendo la circulación, avanzando a paso de yunta.
Ocho ojos clavados en nosotros. Cuando todavía estaban algo lejos, se lo advertí a Dunia, al
tiempo que reflexionaba en voz alta a propósito de lo tarde que era ya para huir, aunque fuera
disimuladamente. Ella me pasó el brazo por detrás de la espalda y dejó su mano posada en mi
flanco. La imité. Entonces su cuerpo se pegó completamente al mío. Así abrazados pasamos
ante las cuatro miradas escrutadoras. Cuando estuvimos a sólo unos pocos metros, noté, no sin
cierto alivio, que todas ellas estaban dirigidas hacia la arrebatadora figura de mi acompañante.
Hicieron un reconocimiento duro, tenso, que surgía, no de una curiosidad policial, sino de un
apremio tan tiránico como íntimo. Cuando cabía esperar que ya estuvieran lo suficientemente
lejos, Dunia se volvió y se echó a reír con una música tan pegadiza que, a poco, y a pesar de
la gravedad de la situación y también de la incertidumbre a propósito del origen de esa risa,
pues no estaba claro si provenía del simple alivio por haber sorteado con tanta facilidad el
peligro, o si se burlaba de la urgencia del deseo de los matones, o si su jovial hilaridad
provenía de la intuición certera que le había permitido captar una profunda turbación mía
cuyo origen era similar al que operaba en los otros, así estaba todo de confuso en mi mente,
me encontré yo mismo contagiado por un cosquilleo divertido al que di rienda suelta,
resolviéndose la tensión acumulada en un torrente de carcajadas que nos hicieron llorar.
331
Como todo el mundo nos miraba, nos calmamos pronto. Y sólo cuando Dunia hizo un gesto
rápido con la mano libre para indicarme la peluquería a la que tenía pensado conducirme, me
di cuenta de que habíamos llegado hasta allí sin habernos separado lo más mínimo.
Afortunadamente, a esa hora ya no había casi clientes. Dunia se dirigió a una mujer de
mediana edad que parecía la propietaria del establecimiento. Luego ésta llamó a una de las
muchachas libres, la cual recibió cumplidas instrucciones sobre lo que debía hacer conmigo,
de modo que, al cabo de un rato, cuando alcé los ojos para mirarme al espejo, me vi
confrontado a un hombre nuevo, pues no solamente me habían cortado bien el pelo sino que,
además, lo habían tintado de rubio. Bueno, no era yo, pero justamente de eso se trataba.
Claro, cuando salimos de nuevo a la calle, echamos a andar comedidamente uno al lado del
otro sin tocarnos. Aunque no por eso se esfumó nuestro buen humor. Bromeamos sobre todo a
propósito de mi nuevo aspecto y, en ese sentido, confesé que no me había imaginado nunca
rubio antes de los setenta años y, aun así, rubio platino. Ella aseguró que no me sentaba mal el
pelo rubio, si bien ella me prefería moreno. Tuve que respirar profundamente primero y
reanudar con cierta precipitación la conversación después para evitar ruborizarme.
Deliberamos a propósito de si era mejor comprarme mis nuevos vestidos en una tienda
pequeña o en unos grandes almacenes. Argumenté que los grandes almacenes tenían la
ventaja de que podrían permitirme ocultar con mayor facilidad mi ignorancia del ruso, pero el
inconveniente de que estarían más vigilados pues era previsible que tratara de cambiar de
aspecto con la mayor frecuencia posible. Dunia optó entonces por las tiendas pequeñas, me
enseñó a pronunciar correctamente sí y no, según me guiñara el ojo derecho o el izquierdo,
dando instrucciones para que me comportara como el auténtico hombre objeto. El resto déjalo
de mi cuenta, dijo.
La primera tienda de ropa que nos vino a mano llevaba un rótulo escrito en inglés. Dunia
liberó una auténtica catarata de palabras ante el rostro impasible de un dependiente, vestido
332
como un refinado gentleman. Yo no perdía de vista un solo instante sus ojos y me felicitaba
por tener tan buena excusa para ello. De vez en cuando debía soltar un sí o un no en ruso, eso
era todo lo que tenía que hacer, y enseguida volver a hundirme placenteramente en aquellas
aguas lacustres de la estepa. Al poco rato, nos hallábamos frente a los probadores,
momentáneamente solos, y con varios trajes de verano esperando su turno para ser enfilados.
Me dejé guiar por el gusto de Dunia, la cual eligió un traje gris perla y una camisa de seda
blanca. Tan sólo quedaba recortar los bajos del pantalón, pero ella arguyó que se trataba de
una urgencia y únicamente tuvimos que esperar un cuarto de hora como mucho.
La bolsa con mis antiguos vestidos, que eran nuevos por cierto, la depositamos en el interior
de un contenedor, con la esperanza de que alguien pudiera utilizarlos. Y ya nos dirigimos, sin
más, hacia el parque donde nos íbamos a encontrar con Nicolai y Moussa, haciendo lo
restante del recorrido a pie, por precaución.
Tomamos asiento y apenas tuvimos que aguardar un par de minutos para verles surgir de la
espesura. Menos mal que llegaste con mi hermana, porque de lo contrario cualquiera te
reconoce ahora. Sonreí, satisfecho. Dunia le entregó el paquete con los vestidos de tía
Anastasia y él nos dio cita para el día siguiente a las nueve en punto de la mañana en un sitio
bien preciso, recomendándonos que no nos retrasáramos por nada del mundo. Respondí que
allí estaríamos con escrupulosa puntualidad. Luego le dio las últimas recomendaciones a
Dunia, que no permaneciéramos mucho tiempo en el mismo lugar, que eligiéramos lugares
discretos, frecuentados por parejas, como por ejemplo un cine, y que durmiéramos en uno de
esos hoteles de fama dudosa a donde las prostitutas suelen llevar a sus clientes de una noche.
Dunia le dio un cariñoso bofetón a su hermano. ¡Qué manía hoy de asimilarme a una puta!
¡Ya hablaremos tú y yo cuando tengamos más calma! Nicolai correspondió con una divertida
sonrisa. Pero aprovechad la noche para dormir, pues ignoro cuándo podremos volver a hacerlo
333
en una cama. Luego recuperó bruscamente la seriedad. Ahora tenemos que separarnos, juntos
corremos realmente mucho peligro.
334
X
Solos de nuevo, atravesamos el parque, con objeto de salir de él por el extremo opuesto. Los
niños jugaban todavía en tropel, las madres charlaban en corros, algunas parejas ocupaban
discretamente los bancos más disimulados por la vegetación. Le pregunté a Dunia si tenía
hambre y me respondió que no, que en verano era todavía pronto para cenar. Lo mejor sería
seguir el consejo de Nicolai y entrar en un cine. Claro que yo me iba a aburrir durante toda la
película a causa de mis escasos conocimientos de ruso, sólo sabía decir sí o no. Repuse que no
tenía la menor importancia, se trataba únicamente de una medida de precaución.
Para ir a buscar un cine concurrido bajamos hasta los aledaños del puro centro de Moscú.
Nos decidimos por uno colosal, con muchísimas salas y un repertorio abundante. Dunia tomó
dos entradas para la primera película que empezara. Nos instalamos en una zona marginal y
bastante elevada del patio de butacas. Las luces no tardaron en apagarse y me sentí mucho
más distendido. Instintivamente cerré los ojos unos instantes y traté de acordarme de lo que
había sucedido el día anterior. El esfuerzo resultó tan grande como si tratara de extirpar
recuerdos del fondo de mi infancia. Las primeras imágenes proyectadas en la pantalla
comenzaron a desfilar ante mis ojos sin que mi retina consiguiera registrarlas, o por lo menos
comunicarlas a la zona del cerebro que podría tratarlas. Tan sólo me sacó de mi sopor la
constatación de que, por momentos, la sala se estaba llenando. Miré de reojo a Dunia y la
encontré un tanto intranquila. Pasa el brazo por encima de mi hombro, dijo. Cuando lo hube
hecho, ella dejó reposar su cabeza sobre la mía. Entonces descubrí que la película relataba una
335
historia de la segunda guerra mundial, las vicisitudes de unos soldados que participaban en la
batalla de Moscú. Vi que mi morada estaba siendo devastada por un incendio y opté por mirar
hacia otra parte, hacia la pantalla, ¿por qué no? Las bombas no alcanzaban ya ningún edificio
entero, sino que asolaban ruinas, las balas mataban soldados muertos, el fuego caía sobre
fuego no extinto. Y los hombres seguían enfrentándose sobre el hielo, cubiertos de nieve, en
la noche, cubiertos de odio. Algunos de ellos pasaron, casi sin transición, de la guerra de
España a esta otra, después de todo similar en técnicas y armamento. Se enfrentaban de
nuevo, en otra parte, poco importa. Eran enemigos por razones mucho más profundas, más
vastas, formadas por un complicadísimo entramado de nociones, postulados y reacciones
epidérmicas, que las que enfrentaron, por ejemplo, a los ingleses y los franceses durante la
guerra de los cien años. El genio del siglo veinte ha dado la guerra ideológica, caliente o fría.
Ha destruido y al final no ha construido nada. Ha dejado intacto el capitalismo existente, el
cual, en apariencia, parece más humano que el capitalismo decimonónico, pero esa mejora es
sólo coyuntural, no intrínseca, pues la riqueza ya está creada después de un siglo de haber
hecho trabajar a hombres, mujeres y niños en condiciones infrahumanas. Ahora se trabaja en
condiciones más benignas, cierto, pero igualmente de sol a sol y sin apenas un segundo para
que el hombre pueda manifestarse como un ser humano, asimilar valores hondos y
transmitirlos a las generaciones siguientes. Es más, nunca el capitalismo ha ido tan lejos como
en estos momentos en la aplicación de su máxima esencial, al tiempo que inmoral, la cual se
resume en ganar dinero a toda costa. En ese sentido, hoy no conoce trabas, ni lazos, ni
fronteras y lo mismo se puede decir por lo que se refiere a la facilidad que se le brinda para
evadir sus responsabilidades sociales, a las cuales tienen que subvenir únicamente los otros
sectores, quienes se hallan finalmente exangües. Para llegar a esto, el desgraciado siglo veinte,
ha liberado tanto fuego, derramado tanta sangre y expandido tanto dolor como en todos los
siglos y milenios anteriores reunidos. Sin duda ha sido una centuria fracasada. Fracasada en
336
todo, en política, en pensamiento, en ciencia y hasta en literatura. En política porque sólo ha
dado lugar a guerras estériles, en las que los tres titanes enfrentados llevaban una máscara tras
la cual se pudría el auténtico rostro de un cadáver; en pensamiento se ha llegado a la
construcción de un muro circular de cemento para proteger el vacío y la ciencia tan sólo ha
logrado constituirse en amenaza para la propia supervivencia de la humanidad; en literatura
porque se ha interpretado de la forma más grosera, estúpida y abusiva la función poética del
lenguaje, matando con ello la poesía, traicionando y profanando, después de muerta, sus
valores más dignos y eficaces, y entregándola al pensamiento negativo como simple
instrumento para la construcción de su muro de la vergüenza.
Esos soldados soviéticos, como los alemanes, por cierto, derrocharon valor y abnegación a
manos llenas, hicieron viudas a sus mujeres y huérfanos a sus hijos, se comportaron como
auténticos héroes, dignos del panteón de los héroes de los tiempos pasados, para derrocar, es
verdad, al más puro producto de la desolación que supo producir el siglo, pero igualmente
para confortar en su poder, desmesurado y tiránico, a un mafioso en técnica y
comportamiento, surgido de las filas de la mafia y definitivo instaurador en la Unión
Soviética, no del comunismo, sino de la mafia de la cual provenía.
¿Te has aburrido?- susurró Dunia en castellano pero muy cerca de mi oído. No, en absoluto,
repuse con mucho convencimiento. Estaba tan lejos del aburrimiento que tenía la sensación de
haber asistido a un cortometraje, de cuya dureza me rescataba y me redimía un embriagante y
turbador perfume de mujer que me había dejado definitivamente como flotando en una nube,
en un reducto inalcanzable, a muchos kilómetros por encima de una ciudad que parecía, toda
ella, perseguirme sin darse la menor tregua.
En fin, ahora sí llegó el momento de buscar un restaurante. Dunia asintió. Le expliqué que
dichos establecimientos no estaban, ni mucho menos, exentos de peligro, pues muchos de
ellos pertenecen a la mafia o guardan algún tipo de relación con ella, de modo que, según
337
parece, algunos de ellos, o la mayoría, o todos, ¿quién sabe?, poseen fotografías nuestras y
ejercen una vigilancia activa. Dunia recuperó las palabras de su hermano. Ellos buscaban a un
trío, y nosotros integrábamos una pareja. Aparte de que yo había cambiado mucho. No es de
esperar que tengan ya fotografías mías ¿no? Le recordé la presencia en el bar del tipo fondón
que había llamado a los matones y a quien Moussa sorprendió hurgando en su teléfono móvil.
Sin embargo, recapacité, no creo que hiciera fotos; Moussa, a quien encargué desde el
principio que no lo perdiera de vista ni un segundo, lo hubiera mencionado. Utilizaría el
teléfono simplemente para llamar a los esbirros y luego no le dio tiempo a más. Tan sólo
podrá declarar, en el supuesto de que esté todavía vivo, cosa que dudo pues la impresión que
causó en mí la vista de los fusiles mucho me temo que cargara en exceso mi mano, que una
rubia de una belleza portentosa huyó con nosotros. Dunia enrojeció hasta las orejas. Para mí,
lo que había dicho era tan evidente que ni siquiera lo había pensado como un cumplido, había
salido de mis labios con la misma naturalidad que un comentario acerca del tiempo.
Comprendí que me había mostrado un poco brusco y ya iba a disculparme cuando ella estalló
en una carcajada, que, como ya había sucedido antes, se me contagió enseguida. Atención, me
dijo, todavía debatiéndose con los últimos retazos de la risa, si tan guapa te parece la rubia,
pues el papel que vas a desempeñar esta noche te obligará a estar muy cerca de ella. Admito,
repuse, sin haber aplacado del todo la hilaridad, que va a ser una tarea ardua. Somos ambos
adultos, prosiguió, sabemos cuáles son los efectos que se producen entre dos polos opuestos; a
pesar de ello, no tenemos otra elección, más que comportarnos como una verdadera pareja
pues nuestra vida va en ello. Cierto, admití. Pero, para mis adentros, reflexioné que, en la
guerra o en la paz, si se arrima el fuego a la paja, el resultado es el mismo. No obstante, debía
comportarme seriamente, ya que, después de todos los desarreglos que había introducido en
esa familia, lo menos que podía hacer era respetarla y mostrarme leal y digno de confianza
hacia ella. Bien, entonces hay que buscar un lugar para cenar y otro para dormir; los cuales, a
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ser posible, deben estar lo más alejados que hacerse pueda el uno del otro. El segundo ya me
lo había sugerido la idea de Nicolai, un sitio frecuentado por parejas irregulares, adonde
también acuden las prostitutas de ciertas ínfulas con sus clientes, que piensen lo que
quieran… Entonces imagina, sugerí, un restaurante al que esas mismas parejas podrían ir justo
antes, pero en el extremo opuesto de la ciudad. Muy bien, pues vamos allá. Tomaremos el
metro esta vez.
Subimos en la estación de Dobrininsksaya, como una iluminada cripta románica, y bajamos
en Mayakovkskaya, algo parecido a lo que podría ser el hall de un fastuoso teatro de la ópera,
en París o Londres. Salí con la convicción de que el metro de Moscú era el más bello y
suntuoso que jamás había visto, si es que hay realmente otro metro, en cualquier parte del
mundo, que pudiera calificarse como bello.
Si ya habíamos visto un monasterio transformado en grandes almacenes, no resultó excesiva
mi sorpresa cuando Dunia me mostró el pórtico, con sus capiteles y sus arcos, que daba
acceso a un restaurante establecido en un viejo cenobio, pero para cenar. De hecho, el
comedor no era sino el antiguo refectorio de los monjes. Nos hicieron pasar, pues, a una nave
abovedada, con paredes blancas sobre las que se hallaban fijados hachones imitados con luz
eléctrica, dotada de ventanas altas y, al fondo, un arco elíptico servía de marco a una pintura
en la que figuraba una abadía amurallada, provista de sólidos torreones cuadrangulares y
cúpulas aturbantadas. En el primer plano se veía a una familia distinguida, efectuando la
correspondiente, probablemente periódica y consuetudinaria, visita protocolaria a los negros y
barbudos religiosos. En el lado de nuestra realidad, un mantel color crema revestía las mesas
flanqueadas por sillas de respaldo alto, hechas con una madera negrísima, como de
confesionario, acaso iguales a las que se encontrarían en el interior del monasterio pintado.
Del techo colgaban unas macizas lámparas de bronce. Aquello tenía algo de caverna, de cripta
339
y de cilla. En cualquier caso, una estancia apropiada para paliar el fuerte calor que reinaba en
Moscú.
Al cillero, hombre de largas y bruñidas patillas que no me traían en absoluto buenos
recuerdos, sólo le faltaba el hábito, pero no el vientre prominente ni la botarga. Tomó nota de
nuestro pedido, al que únicamente contribuí con espartanas y toscas afirmaciones,
esporádicamente con alguna negación, según Dunia guiñara o su espléndido ojo izquierdo o
su espléndido ojo derecho. Poco importaba que fuera el uno o el otro, lo cierto es que yo
comenzaba de nuevo a flotar en un cielo de aguamarina y sol. Sin embargo, comprendí que
semejante ingravidez, aunque por una parte distendía mi cordaje de nervios, e incluso
espaciaba el restallido periódico del bramido horrendo, de toro malherido, que seguía
resonando en mi interior como en un garaje vacío, no dejaba de constituir un peligro evidente
en unas circunstancias en las que convenía, a cualquier precio, conservar una cierta frialdad
de pensamiento. Decidí, pues, aplazar, mediante un serio esfuerzo de voluntad, algunas
cuestiones relativas a la ineludible seducción de Dunia, a la proporción de cálculo y de sazón
natural que pudiera entrar en ella, o si había algo de malicia o simplemente savia jugosa y
joven y zumo de fruta en su sonrisa que desvelaba una deslumbrante hilera de bloques de
esmaltado carbonato cálcico. Sea como fuere, y viniera de donde viniere esa picardía de
formas y de música que envuelve a las mujeres realmente bellas, la previsión de la naturaleza
parece algo evidente. Si el hombre, por una especie de perversión intelectual, que tal vez
podríamos denominar experiencia, llegara a la conclusión de que ese placer inefable, cuya
duración es extremadamente limitada, no produce a la larga sino dolor, trabajos y sufrimiento,
entonces la belleza extrema que sabe producir la gran Maga, la suprema Encantadora,
manifestaría toda su utilidad, haciendo titubear y sucumbir a los recalcitrantes, o al menos a
algunos de ellos, en número suficiente para que la especie no se extinguiera. De modo que esa
vasta inteligencia que juega una partida de ajedrez consigo misma ha previsto hasta las
340
situaciones de emergencia extrema y parece empecinada en llegar, contra viento y marea,
hasta el final de su proyecto. Para ello, ni siquiera la disposición de una sola pieza ha sido
dejada al azar y entre todas las piezas, Dunia es, hasta donde alcanza mi conocimiento, una de
las mejores labradas, en previsión, probablemente, de la mencionada contingencia o del
Apocalipsis o de lo que sea.
Cada pieza tiene, cierto, su función, pero considera que la utilidad de algunas de ellas
consiste, justamente, en la posibilidad de ser sacrificadas en el momento oportuno, de modo
que puedan producir el máximo rendimiento. Pero, después de todo, sólo se trata de un juego.
Un juego era, en efecto, en el que, por el momento, parecía que íbamos ganando y tal vez la
racha dure indefinidamente. El tiempo era muy capaz de pasar y de ir avanzando, aunque
lentamente, a nuestro favor. Sólo teníamos que dejarlo fluir, evitar erigirnos en obstáculo para
él, más bien convenía sugerirle cauces, incitarle a recorrer parajes, entramparle, orientar hacia
él el engañoso espejo de la belleza y la seducción, haciéndole soñar con la inmensidad del
mar, más allá del horizonte de esta geografía tiránica, como recompensa a las cuitas sufridas a
causa de su paso por este mundo y del extenuante trabajo empleado en humanizarlo.
Dunia se sentó de espaldas a la pintura mural, de modo que su rostro, sublime, al que no se
le podía pedir más, y su figura, majestuosa, quedaban insertados en la escena, tan cargada de
evocaciones de la Rusia antigua, bucólica y mística, sobrecogedora en tantos aspectos,
misteriosa, sugerente, tal vez recuperable para el espíritu tras el prolongado paréntesis de
entrega como pasto a la materia. ¿Y por qué no dejarse llevar por el hechizo del momento?
Ése podía ser el camino que sigue el agua por intuición, o acaso por sabiduría, la senda a
través de la fronda espesa y lujuriante que nos llevará al día de mañana.
El mesonero comenzó por traernos unos aperitivos con vino georgiano, de nuevo. Si bien
mejor que el del figón al cual nos había conducido Lebedev. Y sin somnífero, esta vez. Tomé
la copa y quise mostrarme discreto y parco en el brindis. A tu salud, dije, sencillamente. A la
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tuya y por España. Por la Rusia inmortal, añadí yo, callando todo lo demás, verbigracia, por el
sortilegio irrevocable de tus dos ojos, por el encantamiento agrícola que madura la pulposa
fruta de tu boca, por el conjuro que convoca las líneas de tu estampa. Y porque me sea dado
poseer la fuerza necesaria como para no dejarme absorber por semejante campo magnético
atroz, insalvable.
Bien, ¿y cómo os conocisteis?
Sabía que tenía que mentir, era mi sino en ese enredo, pero como forzosamente debería
llegar una hora de la verdad, me dije que tal vez conviniera que esos embustes no tuvieran
demasiado bulto, puesto que, cuanto más desaforados fueran, más embarazosa sería mi
situación después. Opté por una solución que me dejara luego menos en evidencia. Me lo
presentaron poco antes de iniciar mi misión como un guía perfecto para Moscú, dado que era
natural de dicha ciudad y hablaba español con toda corrección y soltura. Además, era hombre
de toda confianza. Moussa sirvió en las fuerzas especiales argelinas, nos fue muy útil durante
la operación que nos permitió el acceso a la valiosa información que poseemos y ahora nos
acompaña en tanto que guardaespaldas. Sí que debe ser valiosa cuando la mafia despliega
tantos medios y energía para encontraros. Digamos que hay una insondable cantidad de dinero
en juego, aparte de que su presencia en España se está decidiendo en el tablero durante la
misma partida. Aquí se califica al capital poseído por la mafia como inagotable, resulta difícil
creer que su rama española no pueda reaprovisionarse de la fuente madre y proseguir sus
actividades. Podría hacerlo, pero el escudo que los protegía hasta ahora está a punto de
desaparecer, por lo que Evgueni y su estado mayor tendrán que alzar el vuelo en busca de un
refugio más seguro. ¿En qué lugar puede encontrarse seguro teniendo en cuenta la especie de
depredador que lo acosa? En Israel, donde ha invertido la otra mitad aproximadamente del
capital de Sukros evadido a través de Amenhotep. Entonces es poco menos que una acción
filantrópica la que estáis llevando a cabo. Bueno, yo no diría tanto, solicitamos una
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compensación económica por nuestros desvelos. Cierto, pedís una recompensa, pero al mismo
tiempo libráis a tu país de una perniciosa lacra. Y estáis arriesgando seriamente vuestras vidas
en ello. Me llena de orgullo que Nicolai participe en esto.
Por toda respuesta, noté que subió un poco de rubor a mis mejillas; donde las dan, las
toman. Lo que ella interpretó muy mal, pues sonrió. Sentí la apremiante necesidad de salir por
la tangente. En todo caso, lamento que todo esto haya provocado esa situación tan tensa como
equívoca entre tú y tu novio, al que, por otra parte, no sería prudente prevenir y explicarle las
circunstancias completas. No, claro. Entiendo que Nicolai ha obrado con mucho
discernimiento. Además, digamos que llevábamos camino de convertirnos en novios pero no
puede decirse que lo fuéramos todavía, puesto que, por cuanto a mí se refiere, tenía mis
dudas. Únicamente me apena que se haya producido esa escena tan desvariada y humillante
para él, pues ni siquiera tuve tiempo de decirle que se trataba de mi hermano. En fin, lo
inevitable y más cuando ya está hecho, no hay sino aceptarlo.
Siempre he admirado a las personas que saben plegarse sin aspavientos y aparentemente sin
demasiados problemas de conciencia, ante la voluntad del destino, cuando éste ha dado, en
verdad, su última palabra. Yo hubiera perdido, en circunstancias similares, mis energías
interiores en conjeturas totalmente inútiles sobre qué es lo que va a pensar éste o aquél de mí,
sobre el hecho innegable de que, aún a mi pesar, me he convertido en un instrumento de
tortura para alguien con sólo alzarme con una imagen depravada ante dicha persona. Cuando
lo más sensato y recto es decirse ¿quién me he creído que soy para pensar tanto en mi imagen,
si apenas debería considerarme como una modesta y rudimentaria herramienta del destino?
¿Es que pretendo que todo el mundo me tenga en un pedestal? ¿Qué más da si unas veces
algunos puedan pensar erróneamente que he actuado mal, si en otras lo he hecho de verdad sin
que nadie lo sepa y no por ello mi espíritu ha padecido tanta inquietud? ¿Dónde está la
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verdadera sabiduría del hombre, dentro o fuera de él? Y si tan sólo no es una quimera, ¿le
basta con la razón como único instrumento?
Por otra parte, para ser sincera, me entristece que Nicolai no haya alcanzado el objetivo que
perseguía al irse a occidente. Él pensaba que con la sólida formación musical que había
recibido aquí, podría brillar allí, como ya estaba empezando a hacerlo por estos lares, pero
ganando más, es decir, recibiendo la justa retribución por su esfuerzo y por sus méritos. En
cuanto a mí, pensaba acompañarle con objeto de encontrar un empleo como profesora de ruso
en alguna academia. Sin embargo, creo adivinar que no lo conoció en tanto que el eminente
músico que él pretendía llegar a ser. Bueno, en cierta ocasión asistí a uno de sus conciertos y
puedo decir que me impresionó mucho su interpretación del doctor Zivago. Y ya en ese
momento le dije que, en occidente, el arte debe ser tocado más bien con la mano izquierda.
Allá, es ésa una cuerda que sólo suena si la toca una mano en la que brilla el sello del oro o
del poder. En las iglesias sólo bautizan a quienes traen buenos padrinos, los demás deben
contentarse con el suave aroma del incienso. De lo contrario, llaman al arte divagar, en
literatura, y en música pachanga. Claro que, cuando uno se ha convertido en pasto para las
flores amarillas de un cementerio o vaya camino de serlo y ya no moleste a nadie, entonces
saldrá un musicólogo que exhumará una empolvada partitura tuya con la que hará una
magnífica tesis sobre los tiempos de antaño, le darán el título de catedrático y doctor,
publicarán su tesis una y otra vez, entonces tu música se tocará en las catedrales, para las
bodas y los bautizos de los excelentes, no con objeto de honrar tu genio sino su buen gusto.
En vida únicamente se reconoce a los payasos, para que su consagración no sea más que una
pantomima mediante la cual todo el mundo sale reconfortado. ¿Pero qué otra nobleza podría
valorarse, fuera de la del poder y el dinero? En ese sentido sostengo que hay que aprender a
ser rico primero y razonable después. Poderoso antes y justo más adelante. No conozco otra
manera de hacer triunfar la razón y la justicia en el mundo en que vivimos.
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En ese ámbito, el trabajo sería arduo. Por supuesto, pero ya es bastante triunfo que uno trate
de imponerse a sí mismo, y establecer, en sus relaciones con los demás, su propia razón y su
propio sentido de la justicia que no su sinrazón y, malévolamente, un personal sentido de la
injusticia. Es verdad, ello ya sería poseer la voluntad de practicar el mal. Mi opinión es que
hay muy poca gente que posea realmente la voluntad de hacer el mal, si lo practican es
justamente por carencia de voluntad para hacer el bien, por dejadez, por falta de fe en sí
mismos. A ese argumento se le puede dar perfectamente la vuelta como a un guante, por esas
mismas razones son pocos los que se empecinan en practicar el bien. Así es, la mayor parte de
la gente no es ni fría ni caliente, sino tibia. Y Cristo, por poner un ejemplo de buen sentido,
dijo: “porque sois tibios, os vomitaré de mi boca”. Entonces más vale ser malvado que tibio.
Sí. Ésa parece ser una afirmación difícil de admitir. El malvado es honesto consigo mismo,
sigue su carrera con determinación, actúa en consecuencia y compra una entrada de primera
fila para contemplar sus actos. Grandes arrepentimientos se han producido cuando el sujeto
toca fondo en las heces de su propia depravación; entonces suele intervenir la ley del péndulo.
Pero estos personajes diabólicos son tan poco abundantes como los angelicales o santos. Sin
embargo hay una cuarta vía de hombres, mucho más numerosa que las dos anteriores, aunque
no tanto como la variedad humana vulgar. Se trata de aquellos que ponen una tela pintada
entre sus ojos y el bien, acaso otros lo hagan entre sus ojos y el mal, de modo que cuando
miran en esa dirección no ven el objeto en toda su pureza, sino una representación del mismo,
una pantalla, una imagen pintada según el arbitrio de un artista más o menos falible. Los
primeros mafiosos sicilianos creían realmente pertenecer a una organización que protegía al
débil contra los abusos de la nobleza local y, digamos, por tradición, por esclerosis de ciertos
ritos, los padrinos actuales conservan confusamente esa noción de reequilibrio social. Durante
los siglos dieciséis y diecisiete, los inquisidores de mi país albergaban el convencimiento
sincero de proteger la religión, al tiempo que purificaban y salvaban las almas de los
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condenados, por medio del fuego. La política de todos los tiempos ha servido de biombo para
tales acciones. En todas ellas, la práctica del bien ha servido de pretexto, más o menos
confuso, para disimular el ansia y la ostentación del poder, anestesiando al propio tiempo la
conciencia. Dicho procedimiento contiene y manifiesta una facultad de sugestión y de
autosugestión absolutamente inaudita. Es como la fábula que transmite una técnica, como la
canción que conjura la fatiga de los trabajos penosos, el sueño de la vigilia. Y ello es
peligroso, pues ningún hombre común, o incluso de algún mérito, está al abrigo de su hechizo.
De todos modos acabas de decir que lo peor es el abandono y la pereza. Y lo mantengo. No
obstante, es una lástima que uno no alcance a gobernarse, o por lo menos a plantarle cara al
destino, según sus propios y genuinos principios. Uno tiene que permanecer siempre vigilante
ante esos fascinantes espejismos que nos pueden arrastrar como vendavales por sendas
equivocadas.
Todavía tenía un ejemplo que no me atreví a mencionar por pudor, y es cuando hablamos de
amor como eufemismo para referirnos al sexo.
En eso acudió el mesonero con una especie de entremés a base de carne de ternera, rábano,
pepinos y hojas de col. Todo ello salpimentado, bien condimentado con mostaza, y
acompañado de hojas de perejil y de laurel. Jolodez, dijo, sin más. Pinché un poco con cierta
precaución y le propuse a Dunia servirle algo más de vino. Aceptó y con las mismas llené
igualmente mi propio vaso.
Dos parejas entraron precedidas del cillero y, por indicación de éste, ocuparon una mesa
contigua. Le hice un guiño a Dunia y cuya significación ella comprendió muy bien, así que se
puso a hablarme en ruso y yo a responder sí o no en esa misma lengua, según fuera uno u otro
ojo el que viera pestañear. Se trataba tan solo de un ejercicio de concentración. Comenzaron
ellos su propia cháchara y nos olvidaron. Luego entró una familia, otra pareja y, en fin, la
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cripta comenzó a llenarse y un sordo murmullo ganó su atmósfera. Volvimos discretamente a
nuestro castellano derecho.
Dunia orientó la conversación hacia mi país, con toda probabilidad interesada por la nueva
vida que le aguardaba allí. Me puse de nuevo alerta puesto que empezaba otra vez, sin duda,
la ingrata tarea de mentir. Mentir es, a veces, un esfuerzo terrible que debemos realizar en aras
de la verdad. Y lo que es peor, sabiendo que mis embustes iban a ser forzosamente
descubiertos unos días después. Razón por la cual me esforcé en tratar de encontrar soluciones
que, aun no siendo más que infundios, no dejaran a pesar de todo de proporcionarle
información, mutatis mutandis, claro, sobre el contenido esencial del cuadro que se disponía a
recibirla, a engullirla, y que no me dejaran tampoco demasiado en evidencia en el momento
de la verdad. Quiso saber en qué ciudad se había instalado Nicolai. Se lo dije. Y tú supongo
que vives en Madrid. Respondí afirmativamente, pues era lógico que así fuera, si trabajaba, tal
y como había dicho, en ese importante periódico cuyo nombre había elegido al azar. No
obstante, era natural de la mencionada ciudad mediterránea y disponía en ella de una modesta
casita donde iba a veranear y en la que me había instalado desde el momento en que habíamos
comenzado a trabajar en el asunto que nos ocupaba. Me alegro de que conozcas bien ese
lugar, imagino que se trata de un lugar eminentemente turístico. Su nombre me suena. Me
figuro unos rascacielos como colmenas al borde de una larguísima playa abarrotada de gente
tostándose al sol, por la noche un paseo marítimo repleto de restaurantes y terrazas de cafés.
Abarrotado de gentes de todos los orígenes y hablando todas las lenguas, en verano, y casi
desierto en invierno. Más o menos es así, aunque una ciudad balnearia de ese calibre nunca
llega a encontrarse completamente desierta. Incluso en invierno hay un ambiente
considerable. Le expliqué que gozamos todo el año, hasta en los meses centrales del período
invernal, de un clima suave y benigno. Le confesé que mis mejores recuerdos de infancia
incluyen paseos por las playas solitarias del mes de diciembre, o entre los huertos de naranjos,
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bajo una atmósfera dotada de una nitidez refulgente y que por las tardes el sol parecía
reflejarse en la arena y en el mar como en el fondo de un cáliz. Claro que, desde entonces,
todo ha cambiado considerablemente. Las imágenes más antiguas que conserva mi memoria
presentan poco más que un pueblecito blanco de pescadores, con los primeros bloques
destinados a la acogida de visitantes. Ahora el cemento cubre la casi totalidad de lo que antes
era naturaleza y la luz se refleja sobre todo en los cristales de los grandes edificios que se
alzan frente al mar. Pero, en alguna parte, quizás flotando invisible en su atmósfera, sigue
conservando una fracción de su antigua belleza y misterio.
Dunia estableció una comparación con el contraste que pudo percibir entre los dos viajes
que hizo a la zona del mar de Azov, uno en familia, durante su infancia, y el segundo más
recientemente, con Nicolai y unos amigos. El litoral había sufrido una transformación similar
durante los últimos años. Antiguamente, tan sólo la aristocracia, primero, y la nomenclatura
del partido, después, gozaban del privilegio, apreciable cuando se conoce el rigor de los
inviernos en Moscú, de poseer una segunda residencia, o bien los medios para permanecer
durante un verano completo, en ese litoral bañado por las mismas azules y cálidas aguas del
mediterráneo. Mas al fin llegaron los años de bonanza del período democrático y las franjas
costeras se cubrieron, también allí, de una costra formada por ladrillos mal pegados. También
con respecto a la belleza, cuando hay que dividirla entre muchos, se obtiene un cociente
inferior.
Dunia alzó sus acuosos ojos azules y con ello comprendí que llegaba el plato de resistencia.
Parecía que estaba confeccionado a base de pato. Cuando de nuevo estuvimos solos, confirmó
mi estimación, pato con nabos, dijo. Contenía cebollas, apio y diversas especias.
Me disponía a probarlo, pero una extraña, desagradable, sensación me hizo devolver
cuchillo y tenedor a su sitio. Era como si la sombra fría de un cuervo hubiera sobrevolado mi
espalda. Con el rabillo del ojo percibí cuatro cuerpos sólidos y voluminosos que se disponían
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ya a sentarse ante la mesa situada justamente a mi derecha. Una segunda mirada más atenta
me reveló la propia imagen, entrevista tan sólo unos instantes antes de que nos derribaran por
tierra, de los gorilas que tan precipitadamente habían irrumpido en el parque sin reconocernos,
dada la sorpresa y la rapidez del encontronazo, pero que, con toda probabilidad, no debieron
tardar en comprender el grave error que acababan de cometer, a juzgar por la rapidez con la
que deshicieron lo andado y se pusieron a perseguir el autobús que tan oportunamente se
había detenido ante nuestras plantas.
Guiñé de nuevo el ojo a Dunia para que reanudara su conversación en ruso y me permitiera
negar o asentir obedeciendo al baile de sus pestañas como si fuera un cadáver manejado por
una enfermera experta. Y cuando sus ojos me contemplaban cual manantial sereno y
purísimo, yo la miraba con embeleso, sin decir esta boca es mía, pero, esta vez, con el alma en
los pies. Al propio tiempo me puse a comer, claro está, mas que me asen si sé algo del sabor
del pato con nabo. Tendré que volver a Moscú, con más calma, si quiero conocerlo.
Mucho me temo que, como no haya restaurantes rusos en el infierno, te vas a quedar in albis
en dicha materia, la del pato con nabo. Ello constituiría, a mi modo de ver, una negligencia
imperdonable. Has cometido tantas, que por una más… Pero explica cómo fue que esos
gatazos no olieran la carne de ratón. Primero que nada porque todas sus potencias
cognoscitivas quedaron absorbidas de inmediato por el contenido semántico de la carta,
seguidamente por los humeantes referentes mencionados en la misma y cuando sus estómagos
comenzaron a sentir el peso de la comida y el calor de la bebida, sólo en ese momento
percibieron las sublimes formas de Dunia, pero para entonces nosotros ya habíamos concluido
nuestra tarta de crema de leche al tiempo que teníamos vaciada una buena parte del samovar,
el cual habíamos solicitado previamente junto con el postre. Por esa razón no pareció en modo
alguno un acto sospechoso ni precipitado que nos preparáramos para salir.
349
Sin embargo, uno de ellos se levantó y se dirigió a nuestra mesa. Apoyándose en ella dijo
algo con voz queda y más bien baja, como para que nadie más lo oyera. Evidentemente no
comprendí nada, pero como Dunia guiñaba el ojo izquierdo, emití un no rotundo. El esbirro
hizo una pausa para meditar y luego habló una segunda vez. Dunia insistió con el ojo
izquierdo. Negué pues yo también con la misma determinación que antes. Esta vez mi
interlocutor parecía contrariado. Pero una voz serena, aunque firme, proveniente de la otra
mesa le desarrugó el entrecejo y lo obligó a regresar al puesto que ocupaba. Nos levantamos y
nos dirigimos a la barra para pagar allí. Antes de abandonar el local, les eché un último
vistazo; ellos nos miraban también distraídamente, pero tuve la seguridad de que era la
concupiscencia la que atraía sus miradas.
Ya en la calle, le pregunté a Dunia qué había dicho el energúmeno de marras. Ella enrojeció
de nuevo hasta las orejas, quizá más aún de lo que lo hubiera hecho sin los efectos del vino, y
respondió que nos había ofrecido el equivalente de cinco mil dólares. Dos mil quinientos para
ti si te ibas de inmediato a dormir a tu casa y dos mil quinientos para mí si aceptaba pasar la
noche con él. Ante tu negativa, dobló la puesta. Apretemos el paso, no vaya a querer obtener
por la fuerza lo que no pudo pagar con dinero.
Sólo cuando nos hallábamos instalados en los asientos del metro, le expliqué quiénes eran
los individuos en cuestión. Me sorprendió con una sonrisa. Una cosa buena ha tenido el
incidente, dijo, al menos sabemos que no buscan a una pareja que obedece a nuestras señas y
no será este encuentro el que les induzca a hacerlo. ¿Cómo puedes estar tan segura? Dio
rienda suelta a la hilaridad que parecía ahogarla desde que le había comunicado la noticia. Es
que jamás sospecharán que ha sido un extranjero, desconocedor de nuestra lengua, quien
acaba de sostener en ruso una conversación tan natural y tan verídica, al tiempo que cargada
de tensión dramática.
350
No quedaba sino dirigirse al hotel y procurar dormir bien para afrontar un día decisivo. Sin
embargo no osaba decírselo a Dunia por temor a no aparecer tan natural como en mi
conversación con el ruso. Practicamos varios cambios de línea en la red del metropolitano de
Moscú. Dunia tenía una idea bien precisa del itinerario a seguir, de modo que no hice la
menor alusión al respecto. Como no había nadie lo suficientemente cerca como para oír
nuestra conversación, intercambiamos algunas suputaciones a propósito de las diversas
eventualidades que podría reservarnos la aventura de nuestro asalto al ministerio. Tendrá que
resultar, pues no tenemos ningún plan B, confesé. Y nos hallamos divididos, sin la posibilidad
de llamarnos por el móvil. ¿Piensas que accederá el ministro a vuestra demanda? Accederá,
sin duda, pero ordenará luego a sus servicios de seguridad que no nos pierdan de vista ni un
instante. ¿Con qué objeto? Con el de averiguar nuestro paradero último y de ese modo nuestra
verdadera identidad para, una vez obtenida la cantidad pactada, que es, por cierto, la inmensa
mayoría del capital puesto en juego, ejercer una presión directa sobre nosotros y recuperar el
resto, que constituye, después de todo, una coqueta suma de dinero. Pero vuestra
identidad….los hoteles….las compañías aéreas….los controles en el aeropuerto….habéis
dejado huellas…. Llevamos los tres varios juegos de documentaciones falsas. Veo que habéis
previsto todo, entonces tendréis un plan. En efecto, lo tenemos, pero antes es preciso entrar en
el ministerio. Ven, ahora llega nuestra parada.
351
XI
Emergimos en un barrio comercial. El hotel está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Se
trataba de un establecimiento moderno, funcional, acogedor sin llegar a ser lujoso. El personal
era en su mayor parte femenino y dotado de cierta belleza, incrementada por un atuendo que
no alcanzaba el grado de escandaloso pero sí rozaba cierta sensualidad. Flotaba allí una
atmósfera ligeramente teñida de rosa. Nos cruzamos en recepción con algunas parejas, el
hombre solía ser provecto, entrecano, elegante, por el contrario su acompañante era,
invariablemente, una mujer joven y sublime, ataviada con un modelo caro y atrevido.
Dunia se ocupó de las formalidades, mientras yo permanecí sentado en un sofá. Ese papel
reservado y distante del varón parecía totalmente apropiado en ese tipo de entorno. Desde allí
la observé. Tan sólo llevaba una blusa y unos vaqueros muy ceñidos, ambas prendas le
marcaban bien las formas. No obstante la simplicidad de su indumentaria, ninguna otra de las
que había visto deambular por allí ofrecía una imagen tan apetecible como la de ella. Me hice
esta reflexión, no por otra cosa, sino para convencerme de que nuestra presencia allí no
desentonaba en absoluto. Y ésa era la verdad, a una mujer así no le hacían falta muchos
trapitos para seducir al más pintado. Un inoportuno calor, esta vez interior, comenzó a
propagarse por todo mi cuerpo y aunque había tomado la determinación de atajar con dureza
cualquier motín de la carne y de la sangre, por primera vez adquirí conciencia y comencé a
inquietarme por ciertos detalles prácticos.
352
Dunia regresó sonriente con una llave en la mano. Noté que aún los sujetos mejor
acompañados que observaban la escena me lanzaban miradas cargadas de una apremiante
envidia. Nos dirigimos al ascensor. Una mano larga y estilizada pulsó el número cinco.
Salimos a un corredor estrecho, color crema, con filas de puertas de madera clara, bien
pulimentada, y el piso alfombrado en un rojo granate. Lámparas doradas, agarradas a los
muros, lo iluminaban con una claridad tenue.
Mi guía se orientó y luego echó a andar hacia la derecha. La seguí procurando no
embriagarme mucho contemplándola. Se detuvo, la cerradura crujió con dos golpes secos,
rotundos. Entramos en una habitación bastante bien parada, limpia, holgada, con luces
indirectas que salían de los recovecos producidos por la talla, poseía igualmente varias
lámparas de pantalla rojiza. Afortunadamente estaba provista de aire acondicionado y la
temperatura era agradable. El baño parecía impecable. A través de un ventanal se ofrecía una
buena vista de la calle. Había, claro, una única cama de matrimonio y ningún sofá.
¿Está bien, no? Ah, sí, perfecta. ¿Quién de los dos se ducha primero? Tú delante, por
supuesto.
Observé la calle. Por todo lo que alcanzaba mi vista se percibía una impresión de
normalidad. Ningún merodeador o centinela, ningún vehículo avanzando al paso. Cerré los
ojos y una avalancha de imágenes irrumpió en mi cerebro, la congestión fue tal que tuve que
abrirlos de inmediato. Me sentí como en un barco. Durante unos segundos me pareció estar
levitando, a pesar de no llevar ya sobre mí el hábito de pope. Sin embargo, la fluctuación pasó
rápido. Con los ojos bien abiertos, todo recuperaba su solidez. El sonido familiar, hogareño,
del chorro de la ducha me hizo mucho bien, logró serenarme. Tomé asiento y me puse a
contemplar la luna, enorme, que cruzaba una porción de cielo que los edificios dejaban al
descubierto.
353
Cuando Dunia salió del baño, un agradable olor de gel de baño aromatizado se esparció por
toda la pieza. Vía libre, dijo. Mi cuerpo agradeció aquella ducha como si la hubiera tomado
con bálsamo de Fierabrás, sentí un frescor que me tonificaba hasta el tuétano de los huesos.
Salí vestido, como lo había hecho ella y como no podía ser de otra manera. Pero entonces
comprobé que toda su ropa, excepto, si acaso, la interior, se hallaba, a esas alturas, sobre un
puf, junto a su mesilla de noche. Ella, que observaba mi reacción, captó perfectamente la
dirección de mi mirada. Sonriendo, pero ligeramente ruborizada, argumentó que había
considerado una exageración de mojigatos, al tiempo que una incomodidad inútil, acostarnos
completamente vestidos, a no ser que pusiéramos el aire acondicionado a tope, pero qué
derroche... Traté de sonreír a mi vez, mientras respondía que sólo nos faltaba resfriarnos en
ese preciso momento. Aunque si quieres puedo dormir en un rincón, el piso está enmoquetado
y, desde luego, seguro que dormiré mejor que mis compañeros de aventura; no puedo
quejarme en absoluto. Soltó su musical carcajada, de ésas que distienden la atmósfera. Anda,
apaga la luz y entra como yo. La cama es enorme. Y, según el día que habéis pasado, presumo
que, en cuanto toques las sábanas, caerás en el sueño como una piedra en un pozo airón. ¿Y
cómo puedes saber tú lo que es un pozo airón, si yo mismo no lo sé, siendo español? ¿Qué te
crees, que no he leído libros en castellano para acabar la carrera? Hice como me decía y
apagué la luz. Pero claro, enseguida se coló la claridad que venía de fuera. Me quedé
paralizado. Tengo que correr las cortinas, dije con un hilo de voz, después de un momento de
confusión. A lo que ella repuso con sorna, pero bueno, qué presumido eres. En la penumbra,
enrojecí a mi vez profundamente. Decididamente, era un día de sonrojos y de emociones bien
ajenas a nuestra empresa inicial, cuando no enrojecía ella, me tocaba hacerlo a mí. Bueno, no,
en fin…no es eso. Vi que se tapaba la boca para no soltar la risa. Cerré las cortinas, pero éstas
no eran todo lo espesas que yo había imaginado y todavía tamizaban un poco el generoso
resplandor de la iluminación vial. Me desvestí de espaldas a la cama y, cuando ya me había
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quitado todo lo que tenía que quitarme, procuré entrar en ella lo más rápidamente que pude, a
fin de no mostrar lo que no debía verse. Buenas noches, dije, en cuanto me hallé instalado.
Dunia no respondió enseguida. Lo hizo tan sólo al cabo de un momento, cuando pudo efectuar
una inhalación profunda. Con ello comprendí que se había estado aguantando la risa. Pero,
ilustrado con tal descubrimiento, me dio de lleno en el pecho el rebote de la hilaridad y
entonces me tocó a mí hacer un esfuerzo sobrehumano por retenerla. A duras penas conseguí
sosegarme y recuperar el dominio de mí mismo. Una vez lo hube logrado, sin el espacio de la
más breve tregua, comenzaron a oírse, provenientes de la habitación vecina, de la cual nos
separaba tan sólo el tabique, a todas luces fino como un papel de fumar, situado un poco más
allá de nuestras cabezas, los jadeos y los gemidos que suelen indicar la proximidad del
orgasmo femenino, pero evidentemente exagerados por una cuestión de deontología
profesional, acompañados por frases que no entendí, evidentemente, pero cuyo significado
probable no dejaba mucho margen para la duda. Circunstancia que me devolvió, de un solo
golpe, al propio punto de partida. El descubrir, a causa de unos hipos delatores, que Dunia se
hallaba en la misma situación, no contribuyó en nada a arreglar las cosas. Al final, la presión
de las aguas de la risa fue tanta, que rompió los diques. Por más que luchamos por ahogar la
carcajada, ésta acabó por desbordarse con la fuerza imparable de una inundación violenta.
Ambos tuvimos que incorporarnos y tratar de mitigar la inoportuna sonoridad hundiendo la
boca entre nuestras rodillas. Cuando las aguas volvieron a su cauce, de la habitación contigua
no provenía sino un silencio de mausoleo. Ambos nos descubrimos prácticamente desnudos
de la cintura para arriba y ambos nos tapamos con el mismo movimiento reflejo. Venga, me
dijo, ya serena, duerme, que mañana necesitas estar bien despierto. Como si me hubiera
hipnotizado con esas palabras, caí, inerme, en un abismo oscuro y sin fondo.
Tan sólo el resplandor de un día bien avanzado logró sacarme del torpor característico de
uno de esos sueños sin matices que suele dar el agotamiento. Aún antes de abrir los ojos supe
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que ella ya no se encontraba en la cama. Debió notar que mi esquife se disponía a acostar en
las orillas de este mundo y se dirigió al baño, con objeto de concederme la libertad de
vestirme. Lo hice. Miré por la ventana. De nuevo el día era magnífico, pero ése, si cabe, más
que los otros, por encima del parque destacaba un cielo azul intachable, pero quien lo hacía
verdaderamente especial se hallaba, afortunadamente, al otro lado del tabique interior. Me
volví porque había escuchado el leve chasquido del picaporte de la puerta del baño. Dunia se
hallaba ante mí tan compuesta como el día anterior, tersa y fresca, dotada de una esbeltez
felina y rotunda, atacadora de los nervios. Su espléndida cabellera refulgía al sol. De una
manera que no sabía explicar, me dolía haber pasado la noche con ella y amanecer in albis de
sus poderosísimos encantos, sin haber intentado siquiera beber de ese cáliz ni una sola gota de
placer. Sonreía. Sentí un deseo irrefrenable de besarla, aunque sólo fuera en las mejillas. Pero
me pareció inapropiado. Así que me limité a darle los buenos días.
¿Qué tal andamos de tiempo? No andamos del todo mal. ¿Podemos acordarnos un
desayuno? Si no nos entretenemos mucho, sí. Paso un minuto por el baño y enseguida estoy
listo, ¿vale? Muy bien.
Mientras nos dirigíamos hacia la boca del metro, experimenté una extraña sensación, mezcla
de ligereza y euforia; notaba que desde mi interior brotaba un esplendor dorado que se fundía
con otro que venía del cielo esmaltado, de modo que el aire tibio y el sol me insuflaban una
vitalidad colectiva, de la que tomaba mi parte, al igual que los restantes elementos de la
naturaleza. Por los pasadizos y galerías del metro ya no circulaba la gente presurosa que se
dirige a su puesto de trabajo, sino una concurrencia menos nutrida y más sosegada. Acababa
de dormir tan bien, que la inquietud ante la difícil prueba que nos aguardaba apenas había
tenido tiempo de aflorar. Sin embargo, al tomar asiento en el metro, mi conciencia,
inevitablemente, quedó focalizada en ella. Consideré que, quizás en ese momento mismo,
Nicolai estaría avanzando por una acera, tratando de no pensar en otra cosa más que en el
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remedo exacto de los movimientos de su tía Anastasia, pero sabiendo que se halla bajo la
mirada de varias decenas de ojos mafiosos que lo observaban probablemente con suspicacia,
tal vez a través ya de la mira telescópica de un fusil. Dunia se hallaba sin duda presa en la
telaraña del mismo pensamiento; para ella, con toda evidencia, mucho más angustioso que
para mí.
Emergimos a la luz diurna muy cerca del lugar de la cita, cuando todavía faltaba un cuarto
para la hora convenida.
No conviene llegar antes de tiempo.
Dunia, sin mirarme, me sugirió que camináramos un poco por la calle paralela. Lo hicimos
en silencio. Por lo que a mí se refiere, tratando con toda la pertinacia de que era capaz de
salirle al encuentro a cualquier movimiento sospechoso que se produjera dentro de mi campo
visual, notando al mismo tiempo cómo mis nervios se iban tensando cual si compusieran,
entrelazados, el cordaje de un navío que se va adentrando en la tempestad.
Vamos ya.
Torcimos a la izquierda y avanzamos hacia la calle en cuestión. Llegados a la esquina,
viramos de nuevo hacia la izquierda. Todo parecía normal, incluso diría que envuelto en una
serenidad excesiva, esa tranquilidad que precede al soplo de la explosión.
Ganamos la esquina siguiente. Dunia se detuvo. Ya estamos.
Volví a otear todos los horizontes. Nada. Sereno. Transeúntes de todos los pelajes
ensimismados en su particular ritmo de andar. Los coches a una velocidad uniforme, ni
demasiado alta ni demasiado baja como para llamar la atención.
Cuando habían transcurrido un par de minutos de tensa espera, por la calle adyacente vi
acercarse a Moussa. Desvié la mirada para no manifestar interés alguno por su llegada.
Tampoco él dio muestras de habernos reconocido. Nada más doblar la esquina, se apoyó en el
muro. Así permanecimos un par de minutos más, Moussa vigilando en una dirección y yo en
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la opuesta. Entonces, por la misma calle que había venido Moussa, vi que se acercaban dos
coches a una velocidad superior a la media, adelantando a los que se les ponían delante. Al
llegar a nuestra altura, sus ocupantes nos echaron una vista penetrante. O más bien diría que
estaba dirigida a Moussa.
En ese momento se dejaron oír unas sirenas. Al principio tan levemente que los ocupantes
del coche no debieron percibirlas. Le hice un gesto a Moussa para que pusiéramos un poco de
campo entre ellos y nosotros. Después de cruzar la calle me volví. Seis hombres habían
bajado de los automóviles. Enseguida tres de ellos se dispusieron a seguirnos por nuestra
acera, los otros tres por la de enfrente. De repente el sonido de las sirenas alcanzó una nitidez
inconfundible y unos segundos más tarde aparecieron unas luces giratorias azules. Los
bandidos parecieron dudar. También nosotros nos detuvimos. Ambos grupos parecíamos
hipnotizados por el parpadeo azul que pintaba resabios de verbena en la suntuosa avenida
moscovita. Pero los furgones blindados avanzaban a toda velocidad, así como los coches
patrulla que los acompañaban. Sin que se oyera orden alguna, los seis hombres volaron hacia
los automóviles y salieron de estampida, torcieron hacia la derecha cuando ya la policía se
hallaba a menos de un centenar de metros.
Mientras tanto, nosotros habíamos regresado al lugar exacto de la cita. La comitiva se
detuvo y de las furgonetas blindadas bajó un pelotón de hombres vestidos con uniformes de
combate, el rostro cubierto con antifaz y armados con fusiles de asalto. Nos rodearon y uno de
ellos hizo signos para que avanzáramos hacia los vehículos. Salimos a toda velocidad,
dejando a nuestro paso un reguero de decibelios azules.
Cuando echamos el pie a tierra, nos hallábamos ya en el interior del ministerio. Un
funcionario civil nos estaba aguardando. Nos pidió que le siguiéramos pues tenía órdenes de
conducirnos al despacho del ministro. En la antesala del mismo nos encontramos con la
mismísima tía Anastasia que, al vernos, se puso a avanzar renqueando hacia nosotros. Dunia
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sonrió y se precipitó a abrazar a su hermano, el cual, una vez realizado el último número de su
farsa, se quitó el pañuelo y la peluca, ambos estaban muertos de risa. Hasta el funcionario
civil sonreía. De haber adoptado la civilizada costumbre de llevar sombrero, me lo hubiera
quitado con objeto de celebrar la habilidad y la astucia de ese Ulises eslavo, que justamente
hacía gala de tales cualidades cuando a mí se me habían agotado los recursos.
La alharaca armada por los hermanos absorbió el chasquido, si acaso lo hizo, de uno de los
batientes de la solemne e historiada puerta del despacho ministerial al abrirse y cuando quise
darme cuenta ya tenía a dos pasos la complicada sonrisa de Timofei Bouriev en persona. Sois
unos sinvergüencillas de tomo y lomo, adiviné que comedía, pero mi papel es el de ministro
de todas las Rusias y en virtud del cual gustaréis una escogida muestra de diplomacia a la
antigua usanza, caballeros. Tengan la bondad de pasar, se limitó a decir en castellano. La
estancia más parecía salón de baile que gabinete, suelo y paredes se hallaban tapizados de
rojo, por los cuatro costados refulgía la pátina antigua de las pinturas y, tras la descomunal
mesa del ministro, una estantería cargada de volúmenes lujosamente encuadernados cubría el
muro en toda su extensión. A pesar de la perfección con que fue pronunciada la frase de
bienvenida, pronto recabó los servicios de Nicolai como intérprete. El señor ministro no
necesitaba garantías de la autenticidad de nuestras intenciones pues ésta venía certificada con
un sello inapelable e inconfundible, a saber, el celo que había mostrado la mafia en impedir
por todos los medios el encuentro que estábamos efectuando en ese preciso momento. Por
cierto, nos felicitaba por la habilidad demostrada al conseguir despistar no solamente a una
mafia colocada entre la espada y la pared, sino también a sus servicios secretos puestos en
estado de alerta. Los cuales tenían, obviamente, la misión de conducirnos sanos y salvos a ese
despacho. Le agradecí el esfuerzo demostrado por su ministerio en nuestro favor y me
disculpé por no haber hallado el modo de atraer la atención de los unos, sin despertar las
sospechas de los otros. El ministro alabó la prudencia de dicha actitud pues los tiempos que
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vive la nación han traído tal confusión que resulta sumamente difícil separar la harina del
salvado. Sin ir más lejos, ese asunto había tenido, de entrada, una consecuencia positiva al
demostrar, de modo incontrovertible, la pertenencia a la mafia de uno de sus secretarios más
allegados. Se trataba de Iouri Savrassov, a quien el experimentado Kouliev había referido el
asunto con una razonable confianza, e incluso el propio ministro le hubiera acordado la hostia
consagrada sin confesión, pero la carne es débil y el brazo de la mafia largo. ¿Que cómo había
caído el astuto Savrassov, tras haber desempeñado sin el menor desliz, durante probablemente
más de veinte años pues debió ser la mafia la que lo introdujo en el ministerio y el taco de
billar que lo fue empujando hacia las diversas posiciones que ocupó durante su carrera de
funcionario, su complejo papel de agente infiltrado? Pues de la manera más tonta posible.
Evidentemente, dada la importancia del asunto que le había caído entre las manos, tuvo que
establecer contacto telefónico conmigo para comunicármelo y recibir instrucciones. Las
cuales le fueron oportunamente asignadas. Durante el intercambio de llamadas que siguió,
Iouri Savrassov cometió la imprudencia de adelantarse a los acontecimientos.
Le ordené que fueran a buscarles al hotel y, en caso de encontrarles allí, les proporcionaran
la protección adecuada, pero ante la eventualidad de que no les hallaran en su habitación, que
la registraran minuciosamente. Iouri Savrassov, quien creía saber de buena tinta que los tres
individuos en cuestión habían pasado a mejor vida con la cabeza reventada por una bala de
grueso calibre, dejó pasar un tiempo prudencial y luego, deseoso tal vez de tumbarse al fin a
dormir, me volvió a llamar para comunicarme la noticia y con ella el fin de la situación de
emergencia. Momentos más tarde, cuando se enteró de que lo que había estallado en las tres
habitaciones no eran cráneos sino melones de primera calidad, provenientes de nuestras costas
más cálidas, entonces comprendió que su situación se había vuelto insostenible y debía
evaporarse de inmediato. Ahora es él quien es buscado activamente por nuestra abnegada
policía. Dirigí una mirada triunfal a Nicolai y a Moussa, ellos que tanta mofa habían hecho de
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mi pueril idea. Realmente, no somos nada, repuse con una pena absolutamente fingida. Sin
embargo, además de la inequívoca garantía de la autenticidad de nuestras intenciones que su
Excelencia acaba de mencionar, tengo el honor de ofrecerle otra igualmente esclarecedora.
Pedí recado de escribir y anoté la clave que estábamos dispuestos a facilitar al gobierno ruso,
por el momento. El ministro echó mano de inmediato al ordenador e introdujo la mencionada
combinación en el lugar correspondiente. Los rasgos de su rostro se pusieron tensos, los
globos oculares parecían haber ganado en tamaño. Perfecto, dijo al fin, tratando de deshacerse
de la excitación. El resto imagino que nos lo comunicarán tras el regreso a su país. En efecto,
tenemos orden de recabar una dirección electrónica segura, la cual debemos comunicar de
viva voz a nuestros superiores. Cumplimentado dicho formalismo, procederán a enviar las
claves. Exigimos, asimismo, como condición que los medios de comunicación rusos
proclamen a bombo y platillo que el gobierno de la nación ha conseguido recuperar la práctica
totalidad del capital evadido por la mafia y emplazado en Gibraltar. Timofei Bouriev juntó las
manos entrelazando los dedos como si fuera a rezar e hizo un gesto afirmativo. La mafia,
prosiguió, deducirá fácilmente que el capital no ha sido entregado en su totalidad, por lo que
es de suponer no cejará en su pretensión de hacerles pasar a mejor vida, aunque sólo sea para
ganar un poco de tiempo y vengarse. En consecuencia, es aconsejable que su regreso a casa
sea preparado con sumo cuidado. El plan que hemos concebido consiste en conducirles,
durante unos días, a un lugar secreto y de allí trasladarles al aeropuerto de otra ciudad, desde
donde podrán abandonar el país con mayor discreción. Acepté, provisionalmente, pues no
tenía otra elección. Sobre todo Nicolai y Moussa necesitaban descansar durante, al menos, un
par de días.
Del desleído anonimato de la espesa grey al empíreo despacho de un ministro y ello en
cuestión de semanas. No está nada mal para alguien bastido con tan poco fuste. Noto que te
contradices como un esquizofrénico, Leviatán. Bueno, es que tú eres uno de esos tipos
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irregulares que dan una de cal y otra de arena. Y respecto a los cuales no es fácil formarse un
juicio de una sola pieza.
Ciertamente el mundo es como un plasma único en el que circulan corrientes coordenadas
de fuerza inteligente y los hombres son sólo pajitas para flotar en él. De nada sirve poseer el
temple de un Alejandro, Publícola, Napoleón o César, si no se encuentra por azar la corriente
adecuada. E inversamente, cuántos mediocres alcanzan las más altas magistraturas con sólo
haberla hallado por casualidad, limitándose en lo sucesivo a conservarse a flote y dejarse
arrastrar o, a lo sumo, a caminar sobre la inercia prestada por el destino como suelen hacer los
agobiados, casi todos hoy en día, cuando toman las escaleras mecánicas. Pero si supieras las
paletadas y paletadas de pacotilla de esa índole que he echado en la caldera para que marche
el tren. Hasta he perdido la cuenta. ¿A dónde vas, cantamañanas? Ven aquí que te dé yo prisa
de la buena, espera un poco y gustarás los sopletes con los que seccionan las almas los
diablos. Cata ahí las llameantes puertas del infierno y no des más la vara, cabrón. ¿No ves que
los Señores del Mundo necesitan serenidad para trabajar?
Si el universo es tal como dices, ¿de qué sirve tener fuste o no? ¿Qué puede importar
hallarse en posesión de una visión del mundo si el mundo tiene la suya propia? Para él, en ese
caso, lo mismo vale un roto que un descosido. Aunque a veces pueda parecer como tú dices,
en el fondo no es así. A largo plazo, el destino del hombre y el del mundo están unidos. Tras
la combustión, hay alguien que consigna los taeles y sus asistentes trituran la escoria. Tras la
combustión…. ¿y antes de ella? También hay coadjutores para dicha tarea, pero sólo actúan
cuando es realmente necesario, cuando alguien se empeña en dar la murga más allá de lo
razonable. Ya se sabe, lo poco gusta, o por lo menos distrae, pero lo mucho enfada. Existen
límites, ¿entiendes? Más allá de los cuales, todo asunto privado se convierte en público. En el
punto en que se encuentra tu narración, todavía te hallabas en zona segura. Tuviste la
oportunidad de hacer saltar todas las señales de alarma, pero tomaste la decisión adecuada,
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haciendo gala de un encomiable buen sentido. Lástima que en la encrucijada siguiente
perdieras por completo tan valiosa cualidad y con ella toda mesura y toda prudencia, osando
pasar el Rubicón sin legiones. Bueno, con una exigua banda de harapientos. No tan andrajosos
como para todo eso, pues para entonces ya había conseguido vestirlos y equiparlos de manera
más bien digna. Sin hablar de las tropas de refresco que Milos mandaba entrenar en su país
con profusión de medios e iba canalizando hacia nosotros progresivamente. No estará
tampoco de más recordar que la mayor parte de ellos eran veteranos de guerra. Pequeñeces,
una sola chispa en un mar de fuego. Y por cuanto se refiere al entrenamiento, el más gazmoño
e inexperto de mis hombres posee más trucos que cien de los tuyos, así como infinitamente
menos escrúpulos para utilizarlos. Cierto que, para tu mal, te has visto confrontado a la
excelencia. Tal vez porque no hacía falta menos que eso para parar mi impulso. Paparruchas,
la ignorancia siempre viene de la mano del atrevimiento. Por eso tardaste varios meses en dar
conmigo, aún con el precioso auxilio de tus sofisticados secuaces. No me negarás que tuviste
un poco de suerte. Muchos se engañan a sí mismos llamando suerte a la industria; lo que
algunos llaman suerte o casualidad, no es sino una ley ignorada. Como el burro de la fábula,
soplaste la flauta por casualidad. No andas del todo descaminado, sólo que en lugar de flauta
fue cuerno de caza lo que soplé. Curiosa caza la que lanzaste con semejante cuerno, una
batida en la que tú mismo te ves acorralado. Las apariencias suelen ser engañosas. Poco sé yo
de estas cosas o bien tu situación es francamente desesperada, bastante es que te deje acabar
de contar tu historia. Puede que seas tú el único interesado en que la cuente, yo mi historia me
la sé de cabo a rabo, como ya he tenido la ocasión de aclararte. He de admitir que para el gato
constituye un grato pasatiempo jugar con el ratón, antes de devorarlo. Sigue pues contándola,
el hombre rico posee de todo, hasta tiempo.
A la misma puerta del despacho ministerial, nos aguardaban unos militares, armados y con
uniforme de camuflaje. Timofei Bouriev nos rogó que tuviéramos la bondad de dejarnos
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conducir por esos hombres hacia un lugar seguro, donde deberíamos pasar un par de días o
tres a lo sumo. Luego, tras despedirse sobriamente, volvió sobre sus pasos hacia el interior del
vasto gabinete, cerrando la puerta tras de sí. El oficial que parecía destinado a asumir el
mando de ese pequeño grupo, tras una marcial inclinación de cabeza, profirió algunas
palabras en su lengua, a las cuales respondió Nicolai. Enseguida iniciamos una larga marcha a
través de interminables pasillos de bóveda alta, hasta emerger en un patio que servía de
helipuerto. El aparato nos aguardaba en reposo, con las aspas lacias apuntando hacia el piso.
Subimos a bordo e iniciamos un vuelo que debió durar unos veinte minutos
aproximadamente. Cuando nos disponíamos a tomar tierra, pregunté con discreción a Nicolai
si tenía alguna idea de dónde nos encontrábamos. Repuso que, aunque ignoraba la posición
exacta, había identificado la zona. Nos hallábamos no muy lejos de Moscú, aunque en un
paraje de difícil acceso.
Descendimos del helicóptero en un claro del bosque. El oficial nos invitó a seguirle. A
nuestras espaldas escuchamos una nueva aceleración de aspas y el aparado levantó de nuevo
el vuelo. Tras caminar unos cien metros, comenzamos a vislumbrar una espléndida datcha,
toda ella construida en madera. La planta era cruciforme, el bajo y el entresuelo ofrecían una
tonalidad clara, como de caña, presentaban amplias ventanas rectangulares, tres por cada
muro exterior. A partir de ahí, surgía una prominente cornisa, hecha esta vez con una madera
color ocre. En cada uno de los extremos del sobrado sobresalía, por lo menos un metro más
allá del límite de la cornisa, un balcón que sostenía, mediante dos formidables columnas
labradas, del mismo material, un soberbio y pesado techo campaniforme primorosamente
tallado, el cual ganaba por lo menos cincuenta centímetros con relación al extremo del balcón.
Desde la parte central de la construcción se elevaba un pequeño torreón cuadrangular,
cubierto por un tejadillo igualmente en forma de cruz y coronado con una aguja
probablemente metálica. El conjunto conformaba un objeto extraordinariamente irregular y en
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ese momento me resultó bastante difícil forjarme una opinión definitiva de él. Si bien la parte
baja, hasta la primera planta, me hizo pensar en un coqueto cofre, adornado con una delicada
labor de taracea, todo el complicado caparazón que amenazaba con hundir el edificio entero o
al menos con inclinarlo peligrosamente hacia delante, me recordó los barrocos coches
mortuorios de principios del siglo pasado y nubló mi mente con vagas ideas fúnebres.
Sentados en los peldaños de granito que daban acceso a la puerta principal, charlaban tres
soldados equipados con uniformes de campaña. En cuanto se percataron de la presencia del
oficial, se levantaron con la parsimonia característica de la tropa cuando se halla de maniobras
fuera de los cuarteles y lo saludaron militarmente. Éstos no se hallaban armados, pero pronto
descubrimos, entre la espesa vegetación que rodeaba la casa, otros que agarraban con las dos
manos modernos fusiles de asalto, con mira telescópica muy probablemente equipada de
visión nocturna, que pendían en bandolera de sus cuerpos, listos para hacer fuego.
Únicamente cuando se disponía a franquear el umbral, el oficial se volvió hacia nosotros y
se presentó. Capitán Tyjanov, dijo. Y Nicolai tradujo, no sólo eso sino todo lo demás. El
Estado ruso tenía el placer de acogernos en esta mansión que databa de mediados del siglo
XIX, acaso un poco descuidada, pero en perfecto estado de servicio. La mandó construir el
doctor Tarasov, médico personal del zar Alejandro I, el cual asistió al monarca en su
fulgurante y misteriosa enfermedad, escribiendo un informe detallado sobre cuanto ocurrió
durante aquellos días. Luego añadió el intérprete, como para sí, ¿dónde he oído ya esa
historia? Le recordé que había sido yo mismo quien se la había mencionado. Ah, es cierto,
repuso, un tanto molesto sin duda porque un extranjero le revelara cosas acerca de la historia
de su propio país. Pero Tyjanov continuó hablando y Nicolai se vio obligado a prestarle
atención.
Se nos había reservado las habitaciones del primer piso. Los soldados ocuparían, ocupaban
ya, las de la planta baja, próximas a la cocina, donde antiguamente vivía la servidumbre. Él se
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había instalado en una pieza de arriba, pero no era la principal, sino que se encontraba justo
enfrente de las nuestras, las cuales, es decir, las que nos había asignado, comunican también
por el interior, lo que indica que debían estar destinadas a la familia de propietarios, siendo la
suya, muy probablemente, una habitación de invitados. Ellos comerían en la vasta cocina,
mientras que a nosotros se nos serviría en el comedor de la planta baja. Cortés, le rogué que
tuviera la bondad de unirse a nosotros en tales ocasiones, lo cual aceptó gustosamente.
El recibidor se hallaba sumido en la oscuridad total, apenas percibimos la figura de Tyjanov
que comenzaba a subir unos escalones en cuyo interior resonaba el impacto de sus botas. Sin
embargo, nada más entrar en la caja de la escalera, se percibía un rectángulo iluminado al
fondo. El tiro era largo, recto, y la pendiente tan suave que apenas notamos el esfuerzo de la
ascensión. En los últimos peldaños ya habíamos emergido a una vasta pieza de techo alto, en
el que se podía apreciar un complejo artesonado de madera pintada, un tanto desleída, cierto,
en el cual se podían apreciar diversas escenas, y delimitado por molduras con motivos
geométricos. Las paredes se hallaban forradas de listones de madera color pastel, separados
por franjas verdes. En la línea divisoria con el zócalo, aparecía un nuevo friso conteniendo los
mismos motivos geométricos que en el superior y finalmente el espacio que alcanzaba hasta el
gastado rodapié presentaba cuadriláteros en el mismo tono que la pared, delimitados por
trazos verdes. La escalera culminaba en sendas columnas estriadas y huecas. Enfrente se
alzaba una puerta cristalera en forma de tríptico que comunicaba con un aposento bien
iluminado. El suelo conservaba sólo en las esquinas la primitiva capa de color verde y
recordaba la vieja tarima de una antigua sala de Universidad. En cada ángulo rumiaba su tedio
secular un caduco butacón polvoriento y descolorido. Los muros laterales presentaban cada
uno una puerta como de cancillería, chapada con los mismos rectángulos que el zócalo. Al
darme la vuelta, vi que a ambos lados de la escalera aparecían otras dos puertas, una de ellas
abierta, enmarcadas a su vez por otros capiteles y frisos, que se abrían a sendos pasillos los
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cuales debían recorrer, paralelamente, la casa en toda su longitud. Todo parecía haber
quedado en el estado en que lo dejó Tarasov, tras su huída precipitada a Inglaterra, hacía más
de siglo y medio.
367
XII
Esta es la primera de las tres habitaciones que se les han atribuido, la mejor de la casa. En
anexo tiene el despacho con su biblioteca –informó Tyjanov.- Nicolai insistió en que fuera yo
quien la ocupara. Las otras dos se encontraban siguiendo el pasillo y las tres, insistió una vez
más el oficial, eran contiguas y estaban comunicadas en su interior. Presenté pues mis excusas
y me retiré a mis aposentos.
La habitación estaba pintada de añil hasta las molduras doradas, pero tan descascarillada
estaba la capa que parecía toda ella salpicada de cal. Lo mismo ocurría con los marcos
blancos de las ventanas, que dejaban aparecer en numerosos puntos el moreno de la madera.
Se hallaba completamente desnuda, excepto por cuanto se refiere al armatoste de cama y a sus
dos mesillas.
El despacho, en cambio, se veía más poblado. El centro lo ocupaba una robusta y maciza
mesa con su correspondiente silla. Otras cuatro sillas distintas mantenían sus respaldos
adosados al muro. Más allá de la mesa se alzaba una soberbia biblioteca con todos sus
anaqueles repletos, excepto uno. Los libros de Tarasov parecía que habían sido respetados. El
conjunto ofrecía un aspecto satisfactorio, con menos luz hubiera podido decirse impecable, el
de un gabinete añejo, de casa solariega, que había servido a varias generaciones de adustos y
tradicionalistas propietarios, tal vez con la salvedad de que la madera estaba demasiado
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sedienta de pulimento y su palidez manifestaba la falta de esperanza de que algún día se
terminara ese ayuno inveterado.
Si me toca vivir algunas horas tranquilas en este lugar, me dije, no estará mal pasarlas aquí,
pues tomando un libro al azar constaté que no todos los libros estaban escritos en ruso. Pero
en ese momento lo que más necesitaba era descansar. La ventanas se hallaban abiertas de par
en par y en la habitación entraba un sol tamizado por miles de hojas, acompañado de una brisa
algo más fresca. Parecía que el agobio de la canícula estaba cediendo ya. Entonces caí en la
cuenta de que ya habíamos iniciado el mes de septiembre. Tras descalzarme, me eché sobre la
cama. Con los ojos cerrados, distinguí casi una decena de gorjeos distintos. Qué diablo de
casualidad había en el hecho de que hubiera llegado a caer justamente en la datcha de
Tarasov, personaje real de una historia peregrina que también había leído por puro azar, casi
diría que cayó el libro entre mis manos, reavivando esa inexplicable afición mía por cuanto
concierne la Rusia antigua. Rememoré los pormenores de la tesis que defendía su autor
respecto a lo que el mismo Tyjanov había calificado de misteriosa muerte del zar Alejandro I.
Entonces fue cuando me vino a la memoria que en él se menciona un episodio ocurrido en esa
misma datcha. Hice un esfuerzo para recordarlo. Sí, fue precisamente como consecuencia de
ese suceso que Tarasov decidió abandonar Rusia. Lo menciona en sus memorias el doctor
Wylie, el otro médico y amigo personal del zar que lo acompañó, junto con Tarasov, durante
el malhadado viaje a Taganrog, quien acogió a su colega en su residencia de Londres en tanto
que éste se instalaba definitivamente. Cuenta Wylie que Tarasov le relató durante aquellos
días cómo un nutrido grupo de individuos armados entró en su datcha en mitad de la noche,
con el propósito evidente de someterlo a un interrogatorio durante el cual, con toda seguridad,
no habrían escatimado en medios para arrancarle “el secreto” y que él escapó por los pelos,
con tanto miedo que decidió al punto y de manera irrevocable salir de país. Sin embargo, el
doctor inglés no da detalles de cómo consiguió Tarasov escapar de sus numerosos asaltantes,
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debiendo darse por descontado que habrían cercado la casa antes de que aquél acertara a
despertarse con el alboroto que armaron sus criados en el momento del asalto. Razón por la
cual, una vez consumado el derrumbe del régimen soviético, el autor de mi libro,
perteneciente a una familia rusa exiliada en Estados Unidos desde los propios días de la
revolución, regresó al país de sus antepasados con objeto de efectuar las indagaciones que
precisaba para culminar su trabajo y en una de sus gestiones exhumó el informe policial
redactado como consecuencia de este incidente. Los hechos ocurrieron así, el mayordomo fue
despertado por unos recios golpes que provenían de la puerta principal, los cuales habían
provocado una gran agitación entre el personal de servicio. Acompañado del casero y de uno
de los cocheros, se dirigió hacia la puerta. Preguntó quién era el muy bestia que osaba llamar
de tal manera y qué quería. Por toda respuesta, los golpes arreciaron de nuevo con una
violencia extrema. Tras dudar unos instantes, tomó la resolución de despertar al señor, pero en
ese instante se produjo un gran estrépito de cristales. Confiando en que su presencia,
secundada por la de sus robustos acompañantes, bastaría para sujetar a los intrusos, penetró en
la habitación de donde procedía el ruido. Apenas había puesto los pies en ella, cuando se
sintió atrapado por unos poderosos brazos que apretaban como tenazas y derribado al suelo.
Cuando alguien encendió un candil, comprobó que quienes le acompañaban habían sufrido la
misma suerte. Un frío cañón de pistola se posó sobre su sien. Abre ahora. Lo hizo. Acto
seguido, una voz imperiosa le ordenó que les condujera a la habitación de su señor. Subió la
escalera llevado en volandas por aquél tropel de demonios. Llamó a la puerta y no obtuvo
respuesta. Ábrela tú, le ordenaron. Explicó que no llevaba encima la llave. Entonces de un
zarpazo lo apartaron y echaron la puerta abajo. Irrumpieron como una tromba dentro, pero el
doctor no estaba allí. Pasaron a su despacho y tampoco. Las puertas que comunicaban por el
interior con las dos habitaciones contiguas se hallaban ambas abiertas, pero las que daban al
exterior permanecían cerradas con pestillo. Las ventanas estaban igualmente cerradas, desde
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la única parte en que podían cerrarse, obviamente desde el interior. Los esbirros registraron
con esmero las tres habitaciones y el despacho, no descuidando el menor resquicio, sin
encontrar por ello el más mínimo rastro del doctor ni de su familia, excepto las camas
deshechas, todavía calientes, y unos cuantos libros esparcidos sobre la mesa de trabajo.
Seguidamente la emprendieron con el resto de la casa con idéntico resultado. Cuando ya no
hubo ningún rincón por registrar, el mismo cañón de pistola volvió a encontrarse contra la
sien del mayordomo. Anda, muéstranos el escondrijo. El infeliz juró por lo más sagrado que
él no conocía escondrijo alguno. Cuando ya creía que le iban a descerrajar un tiro, surgió una
voz repentinamente serena. ¡Déjalo! Éste no está mintiendo. Vámonos. Y se fueron como una
exhalación. Al día siguiente, puesto que su señor seguía sin aparecer, el mayordomo
consideró oportuno denunciar el hecho a la policía. Luego, en un documento anexo, consta
que, dos días más tarde, llegó una carta procedente de Moscú, escrita del puño y letra de
Tarasov, en la cual se le ordenaba al mayordomo que regresara a la capital, acompañado del
resto de la servidumbre. El autor de mi libro concluye, aunque sin aportar pruebas, que el
antiguo doctor del zar se hallaba tan temeroso como consecuencia del secreto que poseía que
mandó construir su datcha con un pasadizo secreto, en previsión de un ataque por sorpresa.
Me incorporé bruscamente. Si ese pasadizo secreto existiera, nos brindaría la ocasión ideal
para escapar del cerco de aquellos soldados que, al tiempo que nos protegían, nos retenían
prisioneros y que constituían el primer eslabón de la cadena de ojos que debía conducir al
Gobierno hasta el descubrimiento del lugar en que se oculta nuestra madriguera. La decisión
de escapar al control del mismo estaba tomada, sin embargo la cuestión de cómo hacerlo
permanecía aún sin solución. Cierto que había determinado exigirlo, si fuera preciso, como
una condición necesaria, que el Gobierno habría fingido aceptar y en modo alguno cumplir,
pero el ardid, la maniobra que permitiera romper esa cadena invisible de ojos,
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proporcionándonos la oportunidad de ir a buscar sin testigos el coche que nos aguardaba en el
hotel y volar con él hacia la frontera, eso no estaba determinado todavía con detalle.
De verdad, me dije mientras apoyaba mi espalda sobre la cabecera de la cama, que lo del
pasadizo secreto es una idea interesante y, dado que por el momento no tenía otra para ir
desbastándola, no perdía nada en consagrarle algunas reflexiones y algo de ese tiempo
muerto, precioso de todos modos, pero en fin, suficiente para observar el objeto de nuestro
problema desde varios ángulos. De modo que un pasadizo secreto. Aquí, justamente en estas
cuatro, quizá cinco, estancias. Difícil admitir que, después de tanto tiempo, no haya sido
descubierto. Puede que la casa haya estado cerrada durante muchos años, pero al cabo el
Estado se apoderó de ella, incluso puede que antes pasara por varias manos, por varias
generaciones de propietarios. Si se supiera, resulta dudoso que nos hubieran atribuido
justamente estas habitaciones, a menos que se hallen absolutamente convencidos que jamás
lograremos encontrar el modo de acceder a él, más aún, que ni siquiera lleguemos a sospechar
su existencia. Sin embargo, a pesar de todo, algo en mí se negaba a admitir que se hubieran
atrevido a tentar al diablo, sabiendo cómo es el diablo, poniéndonos a dormir, a nosotros,
huéspedes tan codiciados, en unas estancias desde las que se pudiera acceder a un pasadizo
secreto comunicado con el exterior. A pesar de todo, como ya había observado
precedentemente, nada perdía en investigar.
Dejemos de lado, por el momento, las otras dos habitaciones y concentrémonos en las
piezas que se nos han atribuido, donde, a fin de cuentas, se concentra el mayor número de
posibilidades de que se encuentre, si alguna vez existió. Lo primero que examiné fue el
interior de los armarios empotrados, seguidamente di un cuidadoso repaso a los muros, miré,
por la forma, debajo de la cama. Luego pasé a donde realmente tenía ganas de pasar, al
despacho, por supuesto. La literatura que existe con respecto a los mecanismos ocultos que
abren accesos a pasadizos secretos desde los despachos podría venderse al peso. Estatuillas
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que son en realidad palancas o que contienen botones en alguna de sus partes, sus ojos las más
de las veces, escritorios macizos como éste que se desplazan hasta que sus patas apoyan todo
su peso en determinadas baldosas, volúmenes que, al presionarlos, desencadenan el engranaje
que hace pivotar el panel de una estantería, o desplaza un mueble, o abre una trampilla situada
en el zócalo de madera, o en el suelo, chimeneas o braseros que, al encenderlos, el vapor
produce los mencionados efectos. Si bien, a juzgar por el informe policial desempolvado por
mi autor, este último procedimiento no hubiera podido actuar con la suficiente celeridad.
Deseché pues la chimenea y me concentré en las anteriores posibilidades. Observé de cerca
las baldosas, desplacé la mesa en las cuatro direcciones, examiné el zócalo, las paredes, los
paneles de la librería. Con respecto a las estatuillas u otros objetos semejantes, la cuestión
quedó pronto zanjada, pues no había nada parecido que pudiera desempeñar una función
similar. Y en cuanto a los libros, el problema que presentaban era el opuesto, había
demasiados. En todo caso, si el mecanismo estuviera conectado a los libros, sería preciso
encontrar algún criterio de selección. Retrocedí unos cuantos pasos de modo que mi mirada
pudiera abarcar el conjunto. Los diversos colores de los lomos me indicaban las distintas
colecciones, así que avanzaba y retrocedía para identificarlas; abría un volumen, le echaba un
vistazo, lo devolvía a su sitio y regresaba a mi punto de observación, apoyado en la pared
frontera. Me llamó la atención una enciclopedia médica en francés. Probé a ejercer una
moderada presión sobre los volúmenes que presentaban las letras que componían el apellido
de su propietario. Nada. Probé a extraerlos en lugar de pulsarlos, pero fue sin resultado. Así,
ensartando suputaciones a cuál de ellas más peregrina, consumí el tiempo que restaba hasta
mediodía. Unos golpes lejanos, dados sobre la puerta, me devolvieron a la dimensión
temporal exacta. No habían llamado a la puerta exterior, sino a la interior. La abrí y del otro
lado encontré a Moussa. ¿Qué? ¿Bajamos a comer? Son las doce. Salimos al pasillo, donde
nos encontramos con Nicolai y Dunia.
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Un agradable olor de madera antigua y polvorienta, iluminada por el sol, nos envolvía.
Al final de un pasillo, en la planta baja, vimos movimiento de soldados. Tyjanov daba
órdenes con sosiego mientras leía un periódico. En cuanto se apercibió de nuestra presencia,
dobló el diario y acudió a nuestro encuentro. Antes de alcanzar el umbral de la puerta, nos
hizo un signo para que pasáramos adelante. Le habló a Nicolai para que tradujera. Ése era el
comedor, necesitaba, obviamente, como el resto de la datcha, una mano de pintura, más bien
varias, y otras tantas de pulimento, pero es cierto que únicamente se usa como lugar de paso
para gentes, por lo general, dotadas de un capital de sensibilidad estética bastante exiguo.
Eché un vistazo a mi alrededor. La habitación había sido, en algún momento de la historia
rusa, pintada de blanco, desde el breve zócalo de madera que se alzaba tan sólo a unos cuantos
centímetros del suelo hasta el techo incluido, pero hoy en día se hallaba tan rajada y
descascarillada que semejaba haber vivido mil terremotos, amenazando con venirse abajo en
cualquier momento. El color que mejor había resistido al paso del tiempo era el rojo de los
marcos de las ventanas. Sin embargo, apenas quedaban rastros del mismo color que un día
había recubierto la formidable mesa que ocupaba el centro de la pieza, los dos largos bancos
que la flanqueaban y el piso, todo ello de madera. También había, aquí y allá, sillas de formas
diversas y variadas. Entre dos ventanas había un búcaro enorme, rojizo también pero como de
óxido, que contenía lo que podía calificarse a distancia de fósiles de ramas secas.
Tyjanov prosiguió. No disponemos de manteles, pero los soldados han frotado la mesa
como lo hacen con los cañones de sus fusiles. Permítanme que les muestre la cocina, mientras
ellos ponen los cubiertos.
La cocina ofrecía un aspecto aún más curioso, pues cada pared presentaba una etapa de ese
regreso, común a las casas y a las personas, a la infancia. Unos fragmentos de paredes
mostraban restos de arabescos pintados, otros la capa verde oscuro que los precedió y, en fin,
otros habían vuelto al encalado primitivo de sus primeros fulgores y a las palideces de sus
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primeras nevadas. En el techo, un artesonado de yeso había sido recubierto por una brillante
pátina verde como baba de sapo, pero en algunos lugares dicha capa se había desplomado
dejando ver grandes regiones blancas. Una maciza alacena conservaba aceptablemente su
color caoba, tal vez por hallarse poco expuesta a los rayos solares, pero las repisas y
escurrideras que se hallaban junto a las ventanas presentaban dos colores bien diferenciados,
claro en las superficies donde el sol, a lo largo de muchos años, se había ensañado, y oscuro
donde se había mantenido mejor el pulimento, al abrigo de las agresiones de aquél. Y qué
decir de las rústicas sillas y de los vastos y pesados bancos adosados a la pared que además
habían sufrido el frote continuo de rústicas telas durante generaciones de campesinos, la
madera que los conformaba aparecía de un gris desleído cubierto de verdín. También allí
dormitaba una mesa semejante, en su solidez y proporciones, a la del comedor, junto con otra
más pequeña en el otro extremo. Ambas parecían de época. Pero entre ellas, se alineaban otras
tres no menos cumplidas, si bien de construcción reciente y de material más basto.
La decrepitud, añadió Tyjanov, soñador, está sólo en la corteza, en la superficie, pero no en
el armazón, en la parte, digamos, consistente del edificio. Esta casa está hecha para durar
fácilmente otros doscientos años. Y con muy poco dinero se convertiría en una datcha
realmente coqueta, sobre todo que lleva anexa una buena porción de bosque. ¿Cuánto? –
pregunté, a pesar de que había notado que el capitán aguardaba pacientemente que concluyera
la traducción para añadir algo.- Pues yo diría que unos veinte mil metros cuadrados. No está
mal, en efecto. Cierto; bueno, si les apetece podemos sentarnos ya a la mesa, me parece que
todo está listo.
En efecto, los hombres que habían estado afanándose frente al fogón, preparaban ya su
propia mesa. Regresamos pues al comedor y al punto nos sirvieron una ensalada de arenque.
Este plato –siguió informando Tyjanov, pues se sentía obligado a adoptar la función de
anfitrión- recibe el curioso nombre de “Arenque bajo el abrigo”. La bodega está repleta de
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botellas de vino y también de vodka. En cuanto al primer género sólo se trata de vino de
Crimea. Aquí tienen un par de botellas. La vodka, en cambio, es excelente.
Las emociones de la mañana nos habían abierto el apetito, así que comimos con gusto ese
arenque bajo el abrigo sin efectuar demasiadas especulaciones a propósito del posible origen
de tan singular nombre. También gustamos todos, incluso Dunia, el vino de Crimea que yo
encontré ciertamente rústico y tal vez poco adecuado para el arenque, pero no del todo mal.
También debió resultar del agrado de la tropa, pues pronto comenzaron a llegar grandes
risotadas provenientes de la cocina. Tyjanov, acabó por levantarse de su asiento, tras secarse
la boca con una servilleta de papel. Adiviné que iba a poner en cintura a sus hombres. Le
rogué que no lo hiciera, pues un poco de alegría no le venía mal a esta casa. Puede, pero temo
que se propasen con la bebida y después confundan a un ciervo con un enemigo. Eso ya es
harina de otro costal, admití. Fue pues Tyjanov y les dijo con calma algunas palabras que
Nicolai no se dignó traducir, en cualquier caso el efecto fue el silencio casi completo.
Pisándole los talones a su capitán vino el soldado encargado del servicio de nuestra mesa con
una gran fuente humeante repleta de carne de vaca y luego regresó con otra que contenía la
guarnición.
No curándome de ocultar el interés que había suscitado en mí la casa, antes al contrario,
procurando que éste se hiciera patente en mi conversación, pues pensaba solicitar al final de la
comida su autorización para visitar la casa en su totalidad y pretendía que tal petición
resultara lo más natural posible, le pregunté si conocía la historia integral de la datcha y cómo
había llegado al estado de incuria en que se encontraba en la actualidad.
Tyjanov pareció complacido con la pregunta y limpiándose de nuevo cuidadosamente la
boca con la servilleta de papel, se dispuso a satisfacer mi curiosidad. Tras la huida de Tarasov
a Londres, la casa quedó en manos de los caseros de éste, una pareja de mujiks bendecidos
con una numerosa prole. El exilio del doctor duró el resto de su vida. A su muerte, los hijos
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regresaron para hacerse cargo del patrimonio heredado en Rusia. Así, la familia volvió a
habitar la casa durante varias generaciones hasta la víspera de la revolución, momento en que
abandonaron definitivamente el país para implantarse en Inglaterra, donde también
conservaban algunas propiedades. En 1917, el Estado se incautó, por supuesto, de la casa y
ésta permaneció cerrada durante mucho tiempo. Cuando las cosas se estabilizaron un poco,
alguien debió redescubrirla por casualidad, desempolvando viejos registros de propiedad, y de
vez en cuando algún que otro alto funcionario solicitaba las llaves con objeto de venir a pasar
el verano con su familia. Durante la era Brejnev se organizaron numerosas partidas de caza, a
algunas de las cuales asistió el propio Secretario General. Cuando cayó el régimen soviético,
el Gobierno la destinó a la labor que ustedes pueden ver, es decir, albergar provisionalmente a
personajes que, por lo general en el contexto de la lucha contra la mafia, requieren una
protección especial, así como desaparecer por algún tiempo de los ambientes en los que
normalmente se desenvuelven y ello mientras se encuentra una solución más duradera y
estable para su caso. Puesto que desempeña una función en el engranaje del Estado, personal
del ejército se ocupa, de cuando en cuando, del mantenimiento, pero obviamente por lo que se
refiere a lo esencial, electricidad, fontanería, etc.…, haciendo abstracción, como han podido
ver, del aspecto estético. Habrán notado, sin embargo, que los baños están impecables y
disponen de agua caliente, en invierno hay una calefacción que regula la temperatura de todas
las piezas, incluidas las del desván.
Efectivamente, habíamos notado todo eso. Y si de tanto usarla con tal propósito, abundé, la
mafia acabara por conocer su existencia, ello supondría tal vez el abandono definitivo. Ése
sería el caso, sin duda alguna; es decir, abandono por parte del Estado. Pero hoy en día hay
gente en Rusia suficientemente rica y excéntrica como para gastarse sus buenos cuartos en
una casa perdida en medio de un inmenso bosque. Y más caras que ésta, por supuesto. No
obstante, ahora que los particulares pueden comprar cualquier cosa, el problema que se les
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presenta es de otra índole. Me refiero a la seguridad. Bajo la férula de los zares y la de Stalin,
por cierto, e incluso la de los sucesores de este último, a menos que uno estuviera
comprometido en la alta política o en negocios de envergadura, podía sentirse relativamente
seguro, tomando desde luego las más elementales precauciones, en cualquier rincón del país.
Hoy en día no es el caso. El paso a la nueva economía ha dejado grandes desigualdades.
Durante los últimos años de la Unión Soviética, los antiguos cuadros del partido que ya
dirigían los medios de producción, se apoderaron individualmente de ellos, ya fuera de facto,
ya invirtiendo sumas ciertamente exiguas que iban desde la cantidad simbólica hasta, como
mucho, el tercio de su valor real. La mafia tuvo mucho que ver en ello. De ese modo se
crearon clanes que gozaban de un poder inmenso, así como de un tren de vida fastuoso. Y
deseosos de propagar ese bienestar a las generaciones sucesivas, enviaban a sus vástagos a
estudiar en las mejores escuelas occidentales. Por lo que se refiere a las grandes masas
obreras, la economía desregulada sumió a una gran porción de ellas en el abismo del paro y de
la miseria. Si a todo ello sumamos la multiplicación de las pantallas de televisión destellando
en todo momento imágenes de la dolce vita en la que se regala hasta el más modesto de los
ciudadanos europeos o americanos, el resultado que obtenemos es un orden público difícil de
mantener. Por lo tanto, si el Estado perdiera interés por esta propiedad y otras como ella, su
destino quedaría, es verdad, incierto, de nuevo. Claro que no es fácil que la mafia dé con estos
escondrijos pues, por lo general, están consagrados a arrepentidos que no tienen el menor
interés en hacer marcha atrás y a potentados o funcionarios de gran calibre que se hallan en el
punto de mira de aquélla, entonces no se escatiman medios, el trayecto se hace en helicóptero
y el personal que se asigna a tales operaciones es un personal probado, aunque el grado cero
de impermeabilidad no existe, desde luego, pues la mafia tiene el brazo muy largo y el palo de
la cuchara con la que escarba en todas partes lo es más aún. En todo caso, las medidas de
seguridad que adoptamos son draconianas, ningún soldado, por ejemplo, tiene autorización
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para llevar consigo su móvil. Durante el tiempo de la operación están totalmente aislados de
sus familias y se procura que las compañías intervengan cada vez en un lugar distinto, dentro
de lo posible.
¿Se ha producido alguna vez una filtración? Si se ha producido, eso se sabrá en las altas
instancias, nosotros no tenemos conocimiento de ello. En todo caso, durante los cinco años
que llevo enrolado en este tipo de misión, jamás he tenido que hacer frente a una situación de
emergencia. Ello no es óbice para que en cada ocasión tomemos, como ya le he dicho, el
repertorio de precauciones establecido, sin saltarnos ninguna de ellas, por rutinaria que nos
parezca la misión. Moussa quiso saber si tenía alguna consigna que darnos para el caso, aún
improbable, de que se produjera una de esas situaciones de emergencia. El capitán repuso que
sus hombres estaban lo suficientemente capacitados y equipados como para hacer frente a
cualquier alerta. Lo único que nos pedía, en caso de producirse tal eventualidad, es que
permaneciéramos encerrados en nuestras habitaciones con todas las luces apagadas. Ellos se
encargarían del resto. Le repuse que sus palabras serenaban el espíritu y les agradecía de
antemano tanta abnegación, tanto a él personalmente como a sus hombres.
Tyjanov respondía a la civilidad cuando entró el soldado de servicio con el samovar y una
bandeja de pasteles, seguido de un segundo con la botella de vodka y los vasos. Nicolai aclaró
que se trataba de prianiki, dulce de jengibre y miel. Probé uno y, aunque lo encontré
enteramente de mi gusto, consideré, tras lanzar una rápida e involuntaria mirada a Dunia, que
no era oportuno insistir demasiado con el jengibre, si no quería sufrir duelos y quebrantos en
soledad. También me contenté con un fondo de vaso de vodka; en cambió abusé del té, que
tomé sin azúcar, lo que me permitió excederme. Sabía que, en cuanto me encontrara solo en
mis aposentos, no podría evitar estrujarme los sesos con la hipótesis del pasadizo secreto.
A través de la ventana pude observar cómo los suboficiales organizaban el relevo en los
puestos de vigilancia y de nuevo se apoderó de mí la desagradable sensación de que todo
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aquel aparato poseía un doble filo, tanto proteger como aherrojar, y que hacía de nosotros una
suerte de rehenes bien considerados e incluso agasajados, siempre y cuando no se produjera el
menor conato de evasión porque, en tal caso, también debían poseer órdenes estrictas. Una
leve angustia se propaló, con ese pensamiento, por todo mi cuerpo a la par que el amargor del
té.
Por supuesto que en nuestros planes habíamos previsto que la policía no nos iba a quitar el
ojo de encima tras nuestra entrevista con los altos responsables, pero habíamos imaginado
otro escenario, para empezar uno urbano, y contábamos con una vigilancia más discreta y
menos estrecha, que nos diera un cierto margen de maniobra, algún resquicio que nos
permitiera, en un descuido, tomar el coche que nos habíamos reservado y desaparecer de
nuevo en la naturaleza. En lugar de ello, nos encontrábamos cercados, noche y día, por tropas
especiales del ejército.
A eso es a lo que vosotros llamabais hacer planes. Pero si hasta el más chapucero de los
planificadores que trabaje para la más miserable banda de rateros o salteadores de caminos
hubiera podido prever una cosa así. No solamente la hubiera pronosticado, sino que además
habría elaborado un esbozo más o menos desgraciado de estrategia. En lugar de dejarlo todo a
la buena de Dios, como en verdad hicisteis. Cada vez que me encuentro con un caso tan
flagrante de incompetencia e intrusismo como el que ahora nos ocupa, contemplo cómo se
abre ante mí la flor de mi oficio para exhalar su más pura y concentrada esencia. Es en tales
casos cuando se me aparece con absoluta claridad la pertinencia irrefutable de segar un
número desaforado de cabezas, sin contención ni mesura y sin el más leve remordimiento,
como así se ha producido hasta la fecha. La agricultura presenta un elenco inagotable de
ejemplos al buen gobierno de las naciones. No te quepa la menor duda de que aquellos en
cuyos hombros reposa la ingente tarea de gobernar el mundo, suelen inspirarse muy a menudo
en las técnicas de tan antiguo arte. Observemos el procedimiento ordinario seguido en el
380
cultivo de rábanos o zanahorias. Nuestro agricultor no puede permitirse sembrar una semilla
tras otra, respetando las distancias, pues corre el riesgo de no ver crecer nada, o demasiado
poco. Lo que hará será dejar un reguero de ellas en el seno del surco abierto, taparlo y esperar
a que crezcan. Muchas de ellas perecerán antes de ver la luz. Otras muchas, en cambio,
demasiadas todavía, germinarán y romperán la corteza terrestre. Si el agricultor las dejara a
todas desarrollarse, ninguna de esas jóvenes plantas llegaría a sazón, pues se asfixiarían entre
sí, se robarían el alimento y perecerían. Lo que hará será aclararlas, es decir, sacrificar al
mayor número en beneficio de unas cuantas, las que presenten un aspecto más sano, las que se
hayan desarrollado antes y mejor. Las otras irán al pudridero. Y no tiene más remedio que
actuar así si quiere comer zanahorias. Cuando efectúa la plantación de las patatas, respetando
esta vez las distancias, notará que, con el paso de los días, surgirán plantas de patata que no
respetan la simetría establecida, pues no son sino los brotes de patatas olvidadas durante la
recolección anterior. Entonces tendrá que arrancarlas, si quiere que la colonia crezca sana y la
cosecha sea abundante. En los negocios de los hombres sucede lo mismo, hay que eliminar la
pacotilla y clarificar la situación para que ésta sea gobernable. El defecto que hace de tu
argumento un sofisma y una espesa cortina de humo es que funciona bien mientras se aplique
a la agricultura, pero presenta serios inconvenientes en cuanto se le implanta en la sociedad
humana, pues el factor humano no resulta equiparable al factor vegetal y eso lo vería el más
chapucero de los filósofos, perteneciente a la más deleznable escuela de embaucadores y
falsificadores de la realidad. Un ser humano, contiene, en miniatura, todos los ingredientes del
universo y, en consecuencia, su voluntad puede desencadenar una explosión de energía
semejante a la de una supernova, su imaginación enturbiará la vista del labrador de tal manera
que crecerá sin ser visto y cuando un buen día éste venga a apercibirse de lo ocurrido, sus
flores amarillas flotarán como pendones por encima de las hojas de los demás y el fruto
apuntará en sus yemas como segura promesa de dulces primicias. Y al diablo si se respeta o
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no se respeta la simetría. Desengáñate de eso, pobre loco, la simetría debe ser siempre
respetada y lo será. El patetismo que se desprende de los tipos como tú viene del hecho de que
tomáis vuestros deseos por realidades. Así, sois presa fácil del más descabellado de los
esoterismos. El mundo no es sino un campo de lechugas, organizado según los preceptos de la
razón, el dueño del campo es el rey y el instrumento de su poder, la azada. Y ya no hay tío
pásame el río. El mundo se crea a cada minuto, según el estado de ánimo de cada persona y
hasta lo que fue realidad se transforma. El mundo es una gran cacofonía de guacamayas y se
para cuando Leviatán da dos puñetazos sobre el tablero y rompe la mesa.
Cuando un hombre lo ha perdido todo, se le ha quitado también el miedo a todo, incluso a
Leviatán.
Presta atención a cómo hablas, pues te hallas en presencia del maestro forjador de toda
suerte de sufrimiento. Hay situaciones que son infinitamente peores que la propia muerte, te
lo aseguro.
Sólo un vulgar carnicero tendría el mal gusto de interrumpir antes de hora una conversación
tan civilizada como ésta.
Cierto. La hora todavía no ha llegado; pero no me contraríes de ese modo, porque lo llevo
muy mal. Únicamente se lo sufro a un contado número de personas y no resulta fácil admitirlo
cuando proviene de la boca de una víctima inerme.
Como había determinado, le pedí a Tyjanov permiso para visitar el resto de la casa, lo cual
me acordó graciosamente. Por cuanto se refiere a la planta baja, no insistí, ya que en ella se
había instalado la tropa. Subimos pues al entresuelo donde nos hallábamos alojados. Nos
detuvimos un instante en el rellano para contemplar la decoración, mejor conservada en los
altos. Los tonos que predominaban eran el verde pálido y el pastel. A ambos lados de la caja
de la escalera se presentaban sendas puertas cancillerescas, sobre cuyo dintel se podía apreciar
una cornucopia, con dos ramos floridos que partían de su base en direcciones opuestas.
382
Elegimos la de la izquierda, se trataba de puertas con un solo batiente. Al empujar,
descubrimos un breve pasillo con tres puertas. La primera era la de una habitación bastante
holgada, en buen estado, lista para ser ocupada, aunque algo parca de muebles, como todas.
Seguía lo que debió ser un boudoir. Y finalmente un vasto salón con una soberbia chimenea.
Avanzamos haciendo crujir la madera a cada paso hasta las ventanas del fondo que daban
sobre el techo de una solana, situada en la parte sur del edificio. Allí no había ni una sola silla,
hasta las ventanas se hallaban desprovistas de cortinas, parecía una sala apropiada para
espíritus que flotan en la atmósfera y no tienen necesidades. Ese vacío, de alguna manera,
recordaba al vacío de la muerte y del olvido, el ámbito desleído y somero de un mausoleo
precintado durante siglos. Lo recorrimos como se recorre un cementerio, pensando en los
viejos fantasmas del pasado y en nuestro destino, insoslayable, que nos conduce a
encontrarnos algún día con ellos.
De repente, recordé que aquella visita no era pura curiosidad arqueológica sino que tenía
vocación de inspección con un propósito bien preciso. Es decir, pretendía convencerme, de
alguna manera, de que el doctor Tarasov y su familia no habían podido huir sino desde un
punto situado dentro de las tres habitaciones comunicadas y el despacho. Cosa que, si nos
atenemos al testimonio del mayordomo ante la policía local, está suficientemente probada,
pues éste asegura que las mencionadas piezas se hallaban cerradas desde el interior y mi
intuición me llevaba a creer en la veracidad de dicha deposición, pero por si acaso. Así que,
sin manifestar abiertamente mi designio, examiné con minuciosa atención cada superficie que
se presentaba ante mis ojos, buscando alguna rendija, algún objeto que pudiera servir de
palanca, etc.
Cuando hubimos recorrido toda la primera planta, pasamos al piso superior, que ofrecía una
distribución similar. Las piezas eran prácticamente todas gemelas de las de abajo, sólo que
presentaban la inclinación del tejado, incluso figuraba la réplica del vasto salón del fondo,
383
consagrada a alojar una impresionante biblioteca, conectada a un gabinete de trabajo, más
acogedor durante el invierno, donde el propietario se refugiaría con los volúmenes escogidos.
También allí, la colección de libros parecía polvorienta pero intacta.
Encontramos una dependencia curiosa. Su forma era rectangular, sensiblemente alargada,
las paredes lucían la madera cruda, apenas desbastada, tan sólo del techo colgaban jirones de
papel pintado que habían perdido ya todo color. El fondo era un solo cristal, pues se había
dispuesto una ventana compuesta en cada lado, comportando cada una de ellas un marco
central, de forma cuadrada y coronado con un arco de medio punto, secundado por otros dos
cuya forma era rectangular. En el techo se abría igualmente una claraboya. Sobre el piso, en
un punto en el que se concentraban todos los haces de luz, aparecía una mesa baja
pintarrajeada. Se diría el estudio de un pintor. La familia de propietarios parecía pertenecer a
la casta de ilustrados, contando entre sus miembros a científicos y artistas, que contempló,
desde lo alto, la historia de la vieja Rusia como un entomólogo la morfología de sus insectos.
384
XIII
Mis compañeros comenzaban a desembarazarse del efecto paralizador producido por la
patética rigidez del estado del edificio, consiguiendo trabar al fin algunos retazos de
conversación. Abandoné el luminoso estudio y me dirigí solo hacia la biblioteca, luego al
gabinete. Paseé lentamente mi mirada por todo, tratando de grabar cada detalle en mi mente,
porque sabía que durante la noche iba a rebobinarlo todo, a visualizarlo de nuevo, buscando o
imaginando el fulcro de todo aquello que pudiera actuar como palanca. Dadme un punto de
apoyo y moveré el mundo, cuanto menos una pared, un mueble, una estantería, un panel, una
trampilla, qué sé yo.
Estaba en el gabinete cuando escuché de nuevo la charla serena de mis amigos. Seguí, no
obstante, la búsqueda, pasando las yemas de mis dedos por cualquier lugar sospechoso,
tratando de hacer presión, de abrir con ayuda de las uñas. Así me sorprendió Nicolai.
¿Buscas algo? No, nada de particular. Siempre me han intrigado las antiguas
construcciones. Habrá que reflexionar bien sobre el modo de deshacernos del cepo que nos ha
puesto el gobierno; si nos ponen en un avión y nos envían a Madrid, luego va a ser poco
menos que imposible despistarles.
Moussa y Dunia entraron tras él.
Lo sé. Os propongo que cada uno medite por su lado y que mañana, después de comer,
subamos de nuevo aquí, donde podemos hablar con más libertad, y hagamos una puesta en
385
común, si es que alguien ha encontrado un hilo del que tirar. Y si no, trataremos de discurrir
juntos. Es verdad que nos urge encontrar un plan.
Moussa se apoyó, pensativo, sobre la mesa del escritorio. No va a ser fácil, se resolvió a
decir, pues desconocemos por completo los pormenores de su proyecto, no sabemos si
volveremos a Moscú, si nos llevarán a otra ciudad, si han pensado ponernos en un avión
perteneciente a cualquiera de las grandes líneas civiles o si, por el contrario, desean fletar un
avión militar, o un aparato con cobertura diplomática, tan sólo para nosotros. Mi opinión es
que cuanto antes nos volatilicemos, mejor. Comparto plenamente tu punto de vista. Lo ideal
sería conseguir escapar aquí mismo de su ambigua tutela, pues no solamente disponemos de
todos los elementos concretos que nos permitirían concebir de modo preciso un buen proyecto
de fuga, sino que, además, pillaríamos a todos desprevenidos. Sólo que aquí, la vigilancia es,
más que estricta, férrea, auxiliada, como ya hemos visto, con abundantes medios técnicos y
humanos. Mediante la excusa de esa pretendida protección, nos han encerrado dentro de una
prisión más segura que la de Alcatraz. De modo que, dadas las circunstancias, las
posibilidades de fracaso son abrumadoras. Nada nos impide, sin embargo, imaginar dos
planes, uno, con datos objetivos, para aquí, y otro, puramente ficticio, barajando hipótesis
probables o generales, para más tarde. En todo caso, es prácticamente seguro que
permaneceremos en este lugar al menos durante dos o tres días, como mínimo. Eso nos da un
cierto margen.
Como si nos hubiéramos tomado todos al pie de la letra esa obligación de ponernos a pensar
de inmediato, bajamos en silencio al entresuelo. Llegados allí, Nicolai dijo que, por el
momento, le convenía descansar un rato, pero que su hermana no le molestaba en absoluto
para ello, podía hacer vida normal en la habitación con la seguridad de que no lograría
despertarle ni impedir que se durmiera, pues la noche que acababa de pasar no había sido del
todo buena. Moussa aseguró que la suya no había sido mejor, por lo que haría otro tanto.
386
Dunia repuso, con toda inocencia, que ella sí había dormido estupendamente y prefería bajar a
tomar el aire. Me preguntó si quería acompañarla. Acepté con gusto.
Al encontrarme otra vez solo con ella, de nuevo entró como un soplo, ganando todo mi
cuerpo de pies a cabeza, esa cálida embriaguez que lo hace flotar y luego pretende empujarlo
hacia arriba como si perdiera los límites y se convirtiera en una corriente de aire tibio, pronta
a fundirse con otras e integrarse en una gran nube de vapor. También mis pensamientos
cambiaron de coloración y de naturaleza, adquiriendo una textura tan resbaladiza que se me
escapaban de las manos. Desde luego que la obsesión recién adquirida por encontrar un
quimérico pasadizo se hundió en los abismos de mi conciencia, aguardando días mejores o,
cuanto menos, horas mejores. En ese momento era otro el pasadizo que me fascinaba, el que
pudiera llevarme hasta dentro de ese cuerpo glorioso, si bien, al propio tiempo, intuitivamente
lo temía y moralmente lo rechazaba.
En cuanto cayó sobre su rostro el esplendor de aquella tarde radiante de finales del verano,
su sonrisa, que me apetece calificar de enorme, se desplegó como podría desplegarse una
aurora en el vasto cielo. Unos dientes tan grandes, tan blancos y bien tallados, que uno no
podía sino pensar en la infinita densidad de lo blanco, en la realización corpórea de lo blanco,
en la materialización de la noción de blancura, me hicieron apartar la vista con una fuerza
mayor aún que la de sus formidables ojos garzos.
Se ha quedado una tarde magnífica, dijo. Sí, repuse yo, distraído, tratando de descifrar el
enigma de su sonrisa. La cual me interesaba saber si obedecía al puro placer estético de la
visión del bosque en todo su esplendor, a la agradable sensación de haber recibido en su piel
una tarde madura a la par que fresca, contrastando agradablemente con las abrasadoras tardes
que la habían precedido, o a la satisfacción, tan femenina, de sentir, más que percibir, cómo su
terrible belleza hace estragos en quienes la contemplan de improviso.
387
Junto a los peldaños de granito que daban acceso a la entrada, había un banco de madera
que hacía las funciones de lo que podríamos calificar como cuerpo de guardia improvisado.
Ni qué decir tiene que sobre los pechos de cada uno de los soldados cayó una pesada bola de
nieve, sumiéndoles en el inmarcesible silencio de las inacabables estepas del invierno. Más
valía no pensar en lo que se estaba produciendo en la cámara oscura de aquellos ojos abiertos
como platos. Yo mismo, que deseaba poner bocado a mi imaginación, no lograba parar la
atropellada eclosión de visiones que me ofrecían en movimiento aquel cuerpo empinado y
turgente en toda su soberbia magnificencia, desembarazado de la fina capa de tela que lo
cubría, con un realismo deslumbrante y despiadado.
Y sin embargo, tenía la sospecha de que aquella sonrisa no era sino la reacción de la entera
sensibilidad de una ciudadana que, de repente, se encuentra en el corazón del campo,
percibiendo la serenidad y el bienestar que exhala la naturaleza cuando no se halla perturbada
por las estridencias ni la contaminación de la gran urbe. Los que la contemplábamos, mientras
tanto, tal vez estábamos creando otro ser radicalmente distinto con nuestra imaginación
exaltada o averiada. El cual existiría sólo dentro de nosotros, pero allí sería tan real como si
fuera de carne y hueso y entre él y nuestra conciencia se produciría la misma interacción que
entre dos personas vivas. Claro que, tarde o temprano, siempre acaba desencadenándose el
conflicto entre la creación del mundo, de la realidad, y la de nuestra mente. Pero si dos
personas se separaran ahí, en ese punto, una de ellas, o las dos, corre el riesgo de sentirse
profundamente impresionada, durante mucho tiempo, tal vez durante toda la vida, por una
quimera, por una ilusión de la que no cabría responsabilizar a la naturaleza y que albergaría,
acaso, propiedades antinaturales, o sobre o infra naturales. Según esa perspectiva, podemos
preguntarnos legítimamente hasta qué punto el universo no podría ser sino una creación
nuestra.
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Vamos a sentarnos allí. Alcé la vista hacia donde me señalaba y vi que en la linde del
bosque, a unos pasos tan sólo de los muros de la casa, había un tronco, enorme, caído.
Estábamos suficientemente a la vista como para que nuestros guardianes no se inquietaran,
pero al mismo tiempo ese lugar nos daba una cierta intimidad, la posibilidad, al menos, de
hablar sin ser oídos. Aunque dudo que hubiera allí alguien que pudiera comprender el
castellano, pero toda precaución, en tales casos, es poca.
Llegados allí, ella se sentó y yo permanecí en pie. Disimuladamente, probaremos a escrutar
el entorno, por ver si alcanzamos a descubrir alguno de sus puestos de vigilancia. Nos
pusimos pues a otear metódicamente, cubriendo cada uno nuestro respectivo campo de visión.
El bosque parecía no tener fin y, a partir de una cierta distancia, el follaje lo cubría todo,
cerrándole el paso a la vista. Había sobre todo robles y alguna que otra haya y abedul. La
soledad era perfecta, acariciada esporádicamente por los aleteos de los mirlos, perturbada, a
veces, por la aparición furtiva de una ardilla, de una urraca o de un palomo. Por lo demás,
ningún indicio que denotara presencia humana. Tan sólo unas pacas de algodón surcaban el
azul inmóvil. Supuse que tardarían semanas en atravesar ese inmenso país. Y yo me sentía
dentro de una de esas viejas películas en las que el tecnicolor todavía lograba impresionarnos.
Parece que el terreno adscrito a la datcha es consecuente y ellos deben haberse disimulado
hacia sus límites. Probemos, en cambio, a orientarnos. Debe haber un camino que muera en la
casa, remontándolo forzosamente debe llegarse a una carretera. Pero si huimos y lo tomamos,
nos darán alcance enseguida. Por supuesto, en caso de huir no lo tomaríamos, pero al menos
nos daría una indicación vaga que nos permitiría orientar nuestros pasos más o menos en una
cierta dirección. Avanzamos hacia la parte sur de la construcción, donde se hallaba la inmensa
solana. Eché una mirada de soslayo hacia la guardia y vi que el sargento destacaba un par de
hombres para que nos siguieran a distancia. Al doblar la solana, desembocamos en una
explanada y de ella, en efecto, salía un camino umbrío que tomaba la dirección sur. Alcé la
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cabeza en dirección opuesta, hacia el tejado, y vi que terminaba en un pináculo en forma de
pequeño torreón cuadrangular, provisto de troneras para otear el horizonte. Se lo señalé a
Dunia discretamente, con un leve aunque expresivo movimiento de cabeza. ¿Quieres que
subamos a ver si descubrimos algo desde allí? Personalmente no me hubiera atrevido a
proponérselo, pero ya que la idea venía de ella, la acepté de inmediato. Dimos la vuelta
completa a la casa y entramos por donde habíamos salido. Subimos de nuevo hasta el segundo
piso y nos pusimos a buscar el acceso a dicha atalaya. No tardamos en encontrarlo, se hallaba
en el propio rellano, una poterna de madera muy negra que culminaba en arco, dotada de un
pestillo rudimentario consistente en una pestaña que caía sobre una abrazadera y por la otra
parte una palanquita que alzaba la pestaña. Tras ella arrancaba una escalera de caracol, la cual
culminaba en una pequeña habitación cuadrada, perfectamente iluminada pues por cada uno
de sus costados entraba la luz. Nos asomamos enseguida a las aspilleras. Nuestra posición se
hallaba ligeramente por encima del mar verde de vegetación, sin embargo sólo logramos
atisbar, en dirección sur, una única construcción lejana. Parece un monasterio, se aventuró
Dunia. En efecto, unas cúpulas acebolladas coronaban multitud de torres, pero había que
hacer un gran esfuerzo para distinguirlas. ¿Tienes idea de qué monasterio pueda ser ése? No,
ninguna. Creo recordar que Nicolai había conseguido orientarse de una manera aproximativa
a lo largo del vuelo, tal vez él lo reconozca. Le pediremos que suba cuando termine su siesta.
Noté que pasaba un ángel. Dunia también debió sentirlo, pues se inclinó de nuevo hacia la
ventanita para otear el horizonte. Era realmente imposible desembarazarse de cierto tipo de
embriaguez cuando uno estaba con ella y más cuando uno estaba solo con ella. También yo
me puse a mirar en la dirección opuesta, por ver si la serenidad del paisaje quería entrar
dentro de mi ser a través de mis ojos, pero éstos se hallaban llenos sobre todo de ella. Así,
pasamos un buen rato en silencio, dándonos la espalda. De cuando en cuando, la madera
crujía y entonces veía de reojo que cambiaba de ventana. Yo no cambié ni una sola vez y no
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solamente no me serenaba sino que noté que mi cuerpo se iba tensando más a cada momento.
Cuando al fin acudió a la ventana en que me hallaba, mi cuerpo estaba arqueado como una
catapulta que sólo aguarda que, de un instante a otro, alguien le corte la cuerda para
abandonarse a un impulso indómito que la lanza hacia delante. Mientras se inclinaba para
mirar, tuve que cerrar mis ojos. Los abrí pronto para que no me descubriera en tal estado, pero
bien es verdad que fue preciso hacer mangas y capirotes para conservar el control sobre mí
mismo. Una voz interna me produjo una suerte de terror al decirme que aquella era una mujer
demasiado bella, como si la belleza también tuviera sus excesos no recomendables y
semejante reflexión no dejó de causarme cierta pena. Un pasaje del Génesis cuenta cómo
ciertos ángeles encontraron arrebatadoras a las hijas de los hombres y, en consecuencia, las
tomaron como mujeres. Mi opinión es que la primera vez debieron violarlas porque ellas no
alcanzarían a soportar una belleza sobrehumana y huirían de ellos, enloquecidas por el terror.
¿Bajamos? –dijo ella al fin, seria.- Bajemos, repuse yo, un tanto abatido, agobiado por la
vaga impresión de que había desperdiciado una segunda oportunidad de beber un agua
milagrosa, procedente de un manantial oculto y vedado al común de los mortales.
Pareciéndonos pronto para despertar a Nicolai, encaminamos nuestros pasos hacia la
biblioteca. Con tanta estantería cargada de libros, supongo que se impone la conclusión de
que los propietarios pasaban largas temporadas en estas soledades, instruyéndose. A menos
que hubieran comprado todos estos volúmenes para adornar la sala, estoy de acuerdo en que
la conclusión es correcta. De no ser así, les hubiera salido más barato el papel pintado.
Bastante más, sin duda, pues he visto algunas colecciones escritas en inglés o en francés y
presumo que la importación de libros, en el siglo XIX, no estaría al alcance de todo el mundo.
Además, si esto es así para una casa de campo, ¿qué no sería para una residencia principal?
Tan sólo el presupuesto de libros equivaldría al total de lo que gastaría una familia de mujiks
durante varias generaciones. Por otra parte, obliga a un mujik a leer uno solo de estos libros y
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le haces el hombre más desgraciado del mundo. Sobre todo que ninguno de ellos sabía leer.
Ahora ya saben y no por ello han acertado a encontrar el camino hacia la lectura, menos aún
hacia la lectura de cierta calidad como es la que figura en estos anaqueles. ¿Quiere esto decir
que fatalmente la sociedad estará siempre escindida entre élites y bestias de carga? Mucho me
temo que así será hasta el fin de los tiempos. Salvo que, hoy en día, gracias a una evolución
social operada en el buen sentido, las élites intelectuales no sólo están integradas por
elementos salidos de las clases más favorecidas económicamente. Antes tampoco, los
músicos, médicos y escritores del antiguo régimen, no fueron sino los criados de grandes
señores, conocidos son los ruegos de Góngora al conde-duque de Olivares y de Cervantes al
duque de Lemos, la vida de Shakespeare y la de Moliere, son otros tantos ejemplos. Con ello
no quiero decir que la nobleza del siglo XVII y menos aún la del XVIII fuera una clase de
incultos, pero sí que utilizaba, como personal de servicio, los cráneos privilegiados de las
clases inferiores, como hoy hace la burguesía, aunque en este último caso no con el afán de
perseguir algún tipo de esclarecimiento, sino el beneficio pecuniario que es lo único que sabe
perseguir un burgués, o su último sustituto, una sociedad anónima. Aquí, en Rusia
concretamente, la revolución, con todas las objeciones que se le puedan hacer, trajo la cultura
para todos. Puede ser, pero el régimen salido de la revolución ha pasado a mejor vida, para
bien o para mal y ésta es una cuestión compleja donde las haya y en la que no quiero entrar,
pero hoy en día lo cierto es que está pudriendo malvas, con ello, la realidad es que el ruso
medio de ahora mismo se interesa más por el fútbol que por el teatro, con lo cual lo tenemos
completamente equiparado al ciudadano medio occidental.
Dunia se rió con ganas. Entonces tú niegas el progreso. Con vehemencia. Se rió más. De
modo que eres un conservador. En absoluto, tan sólo sostengo que el hombre del siglo XX se
revela como un insufrible pedante al afirmarse como un ser superior que asciende peldaños
ontológicos; no sólo no los asciende, sino que, muchas veces, tras dar un traspiés, ha caído
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rodando escaleras abajo. Bueno, ya estamos en el siglo XXI. Pues yo digo que menos mal. ¿Y
tú crees que será diferente este siglo XXI? Pienso que sí. ¿Para bien o para mal? Para bien.
Estalló en una carcajada. Tú también me pareces un grandísimo pedante. Tengo ganas de
ver cómo escribes. ¿Cómo escribo? ¿Eres periodista, no? Ah, sí, claro. Entonces escribes. Sí,
sí. Me echó una larga vista desconfiada, pero pronto afloró de nuevo a sus labios una risa
burlona aunque irresistible. La cual me pilló tan desprevenido que apunto estuve de agarrarla
por los brazos y besarla frenéticamente, porque una situación de debilidad es como un
apetitoso vacío para las pasiones que acechan. No lo hice, pero el pensamiento de hacerlo
había adquirido tal intensidad que, a efectos personales, creo que fue tanto como haberlo
hecho. Y la obsesión por Dunia siguió creciendo ya de manera imparable.
A una hora prudencial bajamos a nuestros aposentos. Dunia entró sigilosamente en el cuarto
en que supuestamente dormía Nicolai, mientras que yo di unos suaves golpecitos a la puerta
de Moussa, la cual no tardó en abrirse. Le dije que había una especie de atalaya arriba desde
la cual podíamos inspeccionar los alrededores. Salió enseguida, pues estaba listo. Tampoco
Nicolai tardó en aparecer seguido de su hermana. Juntos reanudamos la ascensión.
Nicolai miró atentamente en la dirección que le indicaba. En efecto, respondió, reconozco el
monasterio, lo visité una vez. Cerca de él hay un pueblo. Perfecto, ya sabemos dónde estamos.
Ya sólo nos queda salir de aquí, terció Moussa en tono irónico. Todavía no hemos visto cómo
se organizan por la noche, a mi modo de ver establecerán varios círculos concéntricos, el más
pequeño de los cuales circunscribirá perfectamente la casa. E incluso puede que los
movimientos en el interior sean controlados también de una manera u otra. Puede… Esta
primera noche trataremos de observar el mayor número posible de aspectos relativos a su
estrategia. Mañana deliberaremos. Moussa, dale a Nicolai un cigarrillo y mechero. Ah, y
procura hacerte con una linterna. Esta noche, Nicolai, con la excusa de que el humo molesta a
Dunia, saldrás a fumar al rellano y extenderás tu inspección lo más lejos que puedas, eso sí,
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sin abandonar el entresuelo. Si te sorprende un vigilante, te será muy fácil decir que, una vez
fuera de la habitación, te apetecía estirar las piernas. Por lo que se refiere al exterior de la
casa, también soy de la opinión que pondrán una guardia en cada esquina. La planta baja
estará igualmente sometida a vigilancia. Ya hemos visto que disponen de hombres suficientes
como para establecer varios relevos durante la noche en todos esos puestos. Por esa misma
razón, soy bastante pesimista. Pero en fin, no tenemos otra cosa mejor en qué pensar, ¿en qué
otra cosa íbamos a pensar aquí?
Yo sí que tenía otras cosas en qué pensar, más bien tenía cosas que me pensaban, que me
trabajaban y me remordían por dentro. Sin embargo sentía la obligación de nadar a brazo
partido por encima de ellas, necesitaba hacer un uso completo de toda mi lucidez y ello lo más
rápidamente posible pues intuía que no podía permitirme el lujo de dejar pasar esa
oportunidad. Era evidente que la solución de la datcha era una solución improvisada,
provisional, con la cual el Gobierno ganaba tiempo, se organizaba, ponía a punto una
estrategia y cuando ésta se hallara lista, sería tan irrevocable como un decreto. Una vez más
nos hallábamos en la obligación de tomar a todo el mundo por sorpresa.
Bueno, ¿qué os parece si los reclusos bajan a dar un paseo por el patio de la prisión? No nos
vendría mal, después de la siesta. Unas inhalaciones profundas de buen aire fresco no pueden
sino ayudar a pensar. Y a despertar el apetito también, pues la verdad es que no hemos
comido mal y presumo que la cena no tendrá nada que envidiar a la comida. Los cuerpos
especiales siempre han sido mejor alimentados que el ejército regular, lo cual no deja de tener
sentido. Mi opinión es que aprovechemos la circunstancia de haber sido incluidos en un
cuerpo especial. Cada cual trataba de correr una cortina de humo ante la boca oscura de ese
embudo por el que no teníamos más remedio que pasar.
Nos pusimos a dar vueltas alrededor de la casa como el pueblo elegido alrededor de las
murallas de Jericó, hasta que los rayos del sol comenzaron a ser filtrados por las hojas de los
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árboles. Con la caída de la tarde, los soldados del primer turno de la cena comenzaron a
colocarse en fila delante de la puerta de la cocina. Tyjanov salió a nuestro encuentro. Cuando
ustedes gusten, pueden pasar a la mesa. Le repuse que lo haríamos cuando él tuviera
costumbre. Yo suelo comenzar temprano porque me tomo mi tiempo, no sólo para esa
operación, sino para todas; excepto leer, la vida de un oficial aquí no se encuentra agobiada
por grandes ocupaciones. Perfecto, pues vamos allá.
El comedor disponía de su propia puerta que daba al jardín. Dada su orientación este, la
pieza se hallaba sumida ya en una semioscuridad, un tanto lúgubre en su desamparo. La
austeridad de decoración y de moblaje hacía pensar en una cripta vacía o con muy pocos
muertos, también en un manicomio en el que, por ahorrar adornos superfluos, se tutea al
enfermo, despojándole del debido respeto. Sin embargo, cuando Tyjanov dio al interruptor y
encendió la lámpara, la desolación fue aún mayor. Con la luz artificial, las grietas de los
muros y del techo parecía que se veían mucho más que durante el día y sugerían la textura de
una piel apergaminada como la de los campesinos casi centenarios que probablemente
vivieron allí y en cuyas arrugas profundas podría acumularse la mugre de todo un invierno,
pues la mente en reposo tiende a poblar las habitaciones con los fantasmas que le son más
genuinos. A veces se me figura vislumbrar sus rostros de manera tal que no me sorprendería
en absoluto verlos entrar por la puerta. Más aún, debo añadir que, durante el breve lapso de
tiempo que empleamos en instalarnos ante la mesa y comenzar a aguardar en silencio la
llegada del camarero, aprendí a conocer las varias generaciones de mujiks que vivieron en ese
edificio como si fuera de su propiedad, desde que se fue precipitadamente Tarassov hasta que
regresaron sus hijos, para continuar sirviendo a la familia hasta que ésta desapareció de nuevo
y ellos siguieron poblando la casa hasta que se extinguió el último o se esfumó para siempre.
Incluso tuve tiempo de decirle a Tyjanov, con ayuda de la boca de Nicolai, por supuesto, que,
con aquella luz tan cruda, la sala me parecía atroz. El capitán soltó una estentórea carcajada.
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Nunca antes le había formulado nadie semejante queja, pero él tenía la solución. Salió de la
estancia para regresar al poco tiempo seguido de un soldado portando dos pesados
candelabros de siete brazos cada uno. Dispuso que los depositara en cada extremo de la casa y
mientras otro soldado procedía a encender las velas, él apagó la luz eléctrica. La atmósfera
cambió radicalmente y entonces ya pude ver a la familia de Tarassov sentada a la mesa. Al
matrimonio con su semblante adusto y cabello ceniciento, a sus dos hijas rubias, espigadas y
hermosas, al joven adolescente, rizado y serio. Seguidamente regresaron los tres hermanos,
con el rostro más severo y el pelo más cano que sus padres, y de ello hacía tan sólo un
instante, pero acompañados de una prole variopinta de hombres y mujeres maduros, jóvenes,
adolescentes y niños, los cuales a su vez fueron creciendo, madurando, afirmándose,
agriándose y desapareciendo hasta que de nuevo las llamas danzaron solas en los rincones y
se extinguió, lentamente, el fuego.
Mientras el camarero servía la sopa, contemplé las dos brasas del rostro de Dunia fulgurar a
la luz de las candelas y la imaginé ataviada con la seda y la puntilla de los vestidos de las
damas que acababa de vislumbrar, como iluminadas por la luz fosforescente de una
atropellada sucesión de relámpagos. Traté de efectuar una estimación de lo que ese cuerpo, ya
de por sí terso y erguido como una vela recibiendo el primer ímpetu del temporal, daría de sí
tensado por todas aquellas ballenas y corsés que llevaban las damas de antaño. Una suerte de
embriaguez semejante a la que provoca la calentura se apoderó, por mi mala cabeza, de mis
miembros, la cual acentué inconscientemente al acercarme a los labios la copa que contenía
un vino mezclado con gemas ardientes y lenguas de fuego. Sin pensarlo mucho justifiqué los
decimonónicos duelos de sable y pistola sobre el papel virgen de un calvero cuajado de nieve
y que se haya podido hacer una guerra por una mujer de tal empaque. Me asombré, no podía
estar borracho con un par de sorbos de vino de Crimea.
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Tyjanov y Nicolai hablaban en ruso sin preocuparse de la traducción. Por lo que yo decidí
que más valía concentrarse en la sopa que estaba absorbiendo, procurando adivinar los
ingredientes con los que había sido confeccionada. Mas enseguida me sentí envuelto en una
burbuja de calor suave y supe, sin necesidad de alzar la vista, que era el efecto de la mirada de
Dunia sobre mí. Enrisqué, no obstante, los ojos procurando dar a mi gesto una espontaneidad
que ciertamente no tenía y me encontré con los de ella y con una sonrisa de publicidad de
dentífrico por añadidura, la cual hizo saltar unos cabos aquí y allá en toda mi nervadura.
Detalle que no pasó inadvertido para Nicolai y Tyjanov, quienes lo interpretaron como un
guiño de complicidad que hacía referencia a la falta de tacto consistente en entablar una
prolongada conversación en una lengua que no era conocida por todos los comensales. Y sin
duda no fue otra cosa más que eso. Tyjanov se disculpó inmediatamente y Nicolai tradujo su
disculpa. El primero se puso a hablar de nuevo, pero esta vez dirigiéndose a mí con la
marcada actitud de quien espera que el traductor desempeñe de inmediato sus buenos oficios,
como así se aplico a hacer Nicolai a su debido momento. Estábamos comentando cómo la
historia se complace, a veces, en presentar un lado paradójico y hasta sarcástico y poníamos
como ejemplo el pasado reciente de nuestro país. Si hoy en día es posible que el capitalismo
arraigue en Rusia sin ninguna preparación previa, ello no es debido a otra cosa más que a los
esfuerzos realizados por los comunistas. Cuando éstos se hicieron cargo de la economía
zarista, ésta no era sino una estructura feudal. Ellos fueron quienes idearon, en primer lugar, el
llamado capitalismo de guerra y seguidamente desarrollaron los medios de producción,
creando al propio tiempo un proletariado industrial, de modo que en poco más de cincuenta
años el país recorrió un camino que a otros les llevó siglos, permitiéndole ahora integrar
rápidamente la economía capitalista. Ciertamente, repuse, los ideólogos marxistas, de este
país y del mundo entero, esperaban otro resultado de la experiencia soviética. Pero una cosa
es crear un modelo teórico sobre el papel y otra muy distinta aplicarlo durante casi un siglo al
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gobierno de un país. El marxismo no es sino la conclusión lógica del positivismo, o mejor, la
culminación del mismo. Sin embargo, la naturaleza, cuando no se la quiere tomar por éste o el
otro cabo suelto, que para eso están, no ajusta su funcionamiento al de ningún artilugio y más
tarde o más temprano lo hace saltar por los aires. El hombre mismo, ese microcosmos,
también resulta mucho más complejo de lo que había previsto el marxismo, constituyendo,
por cierto, ese aspecto su auténtico punto débil. Funcionó mucho mejor como prototipo para
interpretar la historia, la historia ya transcurrida, y sus diferentes materializaciones
económicas, que la naturaleza humana, apartando con mano de hierro otras visiones de la
misma que, aun admitiendo la posibilidad de que no fueran perfectas, sí eran mucho más
acendradas y profundas y meditadas durante más largo tiempo que las suyas, las cuales
podemos calificar, sin correr mucho riesgo, de precipitadas, superficiales y escasas. Por lo
tanto, pienso que más le hubiera valido dedicarse a la pura economía y a la política, evitando
cuidadosamente penetrar en el núcleo del ser humano, que necesita otro tipo de dedicación.
Concretamente una dedicación exclusiva. Y, sobre todo, no ponerle en ese terreno la menor
traba. ¿Se refiere a la labor de la Iglesia? No solamente a la labor de las Iglesias, puesto que
éstas representan y administran una religiosidad de superficie, sino también a otras corrientes
espirituales más profundas. Claro que la responsabilidad de las Iglesias es grande también por
su permanente y descarada simbiosis con las clases dominantes. Esto se ha visto de sobra en
su país y en el mío y tanto en uno como en otro pagan ahora los platos rotos. Puede ser. Sin
embargo, personalmente no estoy muy convencido de que el hundimiento del bloque
socialista haya constituido una bendición para su homólogo capitalista. De haber perdurado el
contexto de la guerra fría, ninguna mente que estuviera en su sano juicio hubiera podido
imaginar que el enemigo de los Estados Unidos se decidiera a volar las torres gemelas y, más
aún, alcanzara a destruir parcialmente el Pentágono, pues era obvio que arriesgaba, a su vez,
el Kremlin, el Parlamento, y, por añadidura, el hotel Ucrania. Eso durante el primer día, pues
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era poco probable que las cosas se quedaran ahí. Actualmente, el proletariado occidental,
sobre todo el europeo, se encuentra un tanto aturdido, pero quién sabe lo que podría ocurrir en
caso de producirse una crisis económica global similar a la de 1929, en la que los recursos de
las familias se fundían como mantequilla al sol y muchísimas cayeron en el abismo de la ruina
y de la marginación. En todo caso, lo cierto es que las zonas superpobladas del ámbito
islámico como Gaza, el Magreb u otras, no contemplan hoy en día otra esperanza más que el
fanatismo y el integrismo religioso. Ello frustrará, durante algún siglo, el necesario encuentro
entre oriente y occidente.
´ Tyjanov se quedó un momento pensativo antes de responder. No conozco a ningún ruso que
haya muerto de mano occidental, pero sí a varios miembros de mi familia que han perecido
por obra de alguna facción islamista. Debo admitir que cuanto acaba de decir no carece de
fundamento. El mundo ha perdido su equilibrio. Se trataba de un equilibrio erizado de misiles
con cabeza nuclear, pero equilibrio al fin y al cabo.
Nuestro camarero interrumpió la plática pidiendo permiso para retirar los platos de la sopa.
Otro soldado acudió con una gran bandeja de pescado y verduras hervidas. En la cocina
comenzaron a oírse voces de mando y ruidos de sillas desplazadas y tintinear de cubiertos. El
primer turno de comedor concluía y barrunté que pronto iba a organizarse el relevo de la
primera guardia nocturna. Afuera comenzaba a oscurecer. Moussa observaba también todos
estos movimientos de la tropa y presentaba un semblante preocupado, un tanto marcado por la
resignación propia del determinismo musulmán.
Tyjanov había lanzado la conversación por otros derroteros. Pontificaba ahora respecto a
todos los cambios que había experimentado Moscú durante el último decenio, pesando los
pros y los contras. Distraídamente oí que era ahora una ciudad infinitamente más divertida, si
bien la vida en ella había encarecido en proporciones excesivas, insostenibles para muchos.
Hoy en día se puede encontrar de todo, en productos nacionales o de importación, pero a unos
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precios exorbitantes. Era una capital pulcra y moderna, pero demasiado cara para el bolsillo
ruso, incluso los turistas se quejan, a veces, de la cantidad excesiva que les cobran por un
café.
Mientras fingía que escuchaba con toda atención la traducción de Nicolai, me vino a la
memoria una escena, que se reprodujo con cierta frecuencia durante mi año de servicio
militar, la del brigada de mi compañía, calvo, retaco y paticorto, pero no por ello menos
hético y flemático, entrando por la puerta trasera con su furgoneta y mandando a los reclutas
que la cargaran con estas y aquellas provisiones. No sólo hacía las compras gratis, sino que
además los empleados del supermercado se la llevaban al coche sin cobrarle un céntimo. Pero
otros jefes y oficiales efectuaban reformas en sus casas particulares utilizando a los soldados
que habían sido albañiles o carpinteros en la vida civil, sin pagarles otra cosa que no fuera un
permiso extraordinario. Me pregunto si el capitán Tyjanov haría lo mismo con las no
desdeñables sobras de la datcha y también si el ejército español habrá cambiado en este
aspecto, pues el que yo conocí era, a fin de cuentas, el que la democracia acababa de heredar
de la dictadura franquista.
En efecto, a través de la ventana, abierta de par en par, pudimos observar cómo la tropa
empezaba a formar con los fusiles al hombro. Se alinearon varias columnas y, precedidas por
los suboficiales, comenzaron a avanzar, presumiblemente cada una de ellas hacia un punto
cardinal. Enseguida se oyeron murmullos y ruidos familiares provenientes de la cocina.
Moussa murmuró discretamente, hay tres turnos de cantina.
Tras la repostería y los licores, sin olvidar el consabido té, pedí al capitán que saliéramos al
exterior, con la excusa de aprovechar una parte de la magnífica noche que se nos ofrecía. En
realidad pretendía asistir al regreso del relevo. Pero nada más poner los pies fuera, acudía
éste. Las cuatro columnas a la vez. De todos modos, poco habría podido ver pues ya era noche
cerrada. En fin, el bosque estaba ya oscuro, aunque en el cielo permanecía aún ese color
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pavonado todavía demasiado pálido para que pudieran figurar en él las estrellas, si bien los
planetas Júpiter y Venus lucían en él con todo su fulgor.
Los soldados recién llegados se desembarazaron de sus fusiles y macutos que debieron
depositar en alguna habitación interior, luego se lavaron con agua de pozo que extrajeron con
una rudimentaria bomba manual. Así, distendidos y joviales, pasaron a la cocina, donde sus
voces se atenuaron un poco. La noche se anunciaba espléndida. Currucas y ruiseñores
silbaban a lo lejos, en la negra espesura.
Le pedí a Nicolai que tradujera el viejo proverbio castellano que reza “la comida reposada y
la cena paseada.” ¿Debo entender que quieren ustedes dar un paseo? –repuso Tyjanov con el
rostro repentinamente alerta. Tan sólo un par de vueltas a la casa, como antes. Perfecto,
cuando ustedes gusten. Gustamos de inmediato. El capitán dio orden a un soldado de que
encendiera las luces exteriores. Una parte de ellas, como luego veríamos.
Nos pusimos a caminar en un ámbito en el que, fuera de los sonidos naturales y del
murmullo de los soldados en la cocina, no se percibía el menor ruido, por lejano que fuese.
Ninguna carretera emitía el más leve siseo, ninguna locomotora su remoto silbido. El aire en
cambio, venía casi fresco.
Tyjanov aprovechó para darnos algunas recomendaciones. Lo mejor sería dormir con las
ventanas cerradas, aunque no necesariamente los postigos, procurar encender la luz de las
habitaciones lo menos posible. No salir de ellas bajo ningún concepto. En caso de necesidad,
llamar al soldado de guardia que se encuentra en el rellano. Intercambié una mirada
significativa con Nicolai. Y si ocurre algo, que no ocurrirá, pero por si acaso, abran los
armarios roperos y métanse dentro, para evitar interferirse en el camino de una bala perdida.
Del resto nos encargamos nosotros. Entendido, así se hará.
Cuando ya nos hallábamos subiendo los peldaños, dispuestos a entrar en la casa, el capitán
dio orden a un soldado de encender los focos. Unos largos haces de luz se apoderaron de una
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buena porción de bosque, penetrando por debajo de los ramajes hasta muy lejos. Esto
contribuye a evitarnos una desagradable sorpresa, se justificó Tyjanov. Y convierte la
hipótesis de nuestra huída en una probabilidad muy vaga, añadí para mis adentros.
402
XIV
Los interruptores del interior daban paso a una luz glauca proveniente de unas bombillas de
baja potencia. Llegados a la primera planta, el capitán se despidió ceremoniosamente,
deseándonos una noche muy agradable y en nombre del grupo yo respondí a la civilidad como
está prescrito, la cual recibió Tyjanov con una leve inclinación de cabeza y ya sin más se
dirigió a su habitación. El resto del grupo se disgregó y se despidió, aunque con un protocolo
más sucinto. Mientras cada uno empujaba su respectiva puerta vi, aunque sabía
pertinentemente que no era verdad, pero de alguna manera puede decirse que vi, a una joven
de los tiempos por lo menos de Napoleón III, ataviada como para una gala, con sortijas y
collar que brillaban en la pálida claridad. Me miró con unos ojos no menos claros y
refulgentes, luego se marchó también ella por la puerta del fondo. Dios quiera, me dije, que
todos los fantasmas que tenga que ver en esta vida sean así.
Entré en mi holgada habitación, seguí el consejo de Tyjanov y no encendí luces puesto que,
de todos modos, el resplandor de los focos exteriores, que penetraba por las ventanas abiertas,
a pesar de estar los postigos echados, iluminaba la estancia con suficiencia a través de los
resquicios de estos últimos. Evidentemente, la cama, semejante a un gigantesco catafalco, no
me interesó por el momento. Tiempo tendría para dormir, me dije, pues dada la reducida
capacidad de maniobra que teníamos, poco se podía hacer en esa casa, excepto comer y
dormir, soñar acaso. Tal vez leer enciclopedias médicas en francés o en inglés o marearme
403
con los caracteres cirílicos de los otros libros. Pasé al gabinete porque en el fondo eso era lo
que deseaba desde hacía un buen trote. Bueno, de nuevo me hallaba sumido en la
contemplación de esta soberbia librería como ante una esfinge que sabemos contiene un
misterio pero ¿cómo demonios arrancárselo? Diez minutos por lo menos debí permanecer
examinándola a distancia, apoyada la espalda en el muro frontero. Mis ojos cayeron al fin en
una calza de marfil que servía probablemente para poner, por comodidad, un cierto número de
libros que debían consultarse, por ejemplo, durante la jornada, o a lo largo de un trabajo bien
preciso, de ese modo se hallaban a la mano, uno no tenía más que volverse y alcanzar uno de
ellos sin necesidad de levantarse de la silla. Avancé hacia ese curioso artefacto. Se hallaba
incrustado en la madera. Bien podía funcionar como una palanca. Tiré en un sentido, en el
otro, hacia delante, hacia atrás, empujé hacia abajo. Nada sucedía. Pasé las yemas de los
dedos por toda su superficie. Traté de alzarlo. Sin resultado. Tuve que desechar la dichosa
calza como hipótesis de trabajo. Sin embargo, mis ojos volvían una y otra vez a ella, pero mis
manos no se movían porque sabían que ellas habían hecho ya cuanto se podía hacer. No son
las manos, hombre, es tu cerebro, ¡diantre! Mas el cerebro estaba en estado de ebullición sin
que ello le permitiera encontrar una idea. Cuando sentí que aquello no era ya una tarea
puramente intelectual, sino que, enroscándose en la mera actividad pensante, una soberbia
exasperación comenzaba a subir por mis venas y sus efectos empezaban a dejarse notar, del
modo en que suelen hacerlo en mi organismo, mediante una migraña creciente, que de
momento era sólo un puntito, pero que amenazaba con convertirse en una bola de acero que
va aumentando de tamaño hasta que aplasta toda la materia blanda contra las paredes del
cráneo; me dije tate, más vale dejarlo de momento, porque no dispones de los medicamentos
adecuados para combatir una cefalalgia de caballo, que es en lo que suele acabar aquello. Así
que me desnudé raudo y me metí en la cama, cerrando los ojos y procurando tranquilizarme.
Lo cual hice tan bien que, a poco, ya estaba dormido.
404
Y en sueños, parece, me levanté, me vestí de nuevo, y salí al rellano. Lo primero que llamó
mi atención fue el esplendor del entorno. Ya no era cuestión de esos verdes y pasteles tan
pálidos que parecían haber permanecido sumergidos bajo el agua, junto con el resto de la
casa, durante cien años, sino que ante mí se afirmaban, con toda su personalidad y vigor, los
colores primigenios, alumbrados profusamente por unas lámparas de aceite, probablemente de
leviatán. El butacón desvencijado que había visto en un rincón, en ese momento se me
aparecía flamante, acompañado de su gemelo, situado en el rincón de enfrente. Había otros
muebles, espejos dorados, bargueños, ménsulas, rinconeras, e infinidad de objetos, jarrones,
escriños, estatuillas de nácar. Y sobre los muros, multitud de óleos fastuosamente
enmarcados.
Torcí el vector de mi mirada hacia la puerta del fondo porque sabía, lo había sabido desde
antes de salir de mi habitación, que allí la iba a encontrar, apoyada en la barandilla de la
escalera, como al entrar, mirándome con mucha seriedad. Avancé hacia ella y esta vez ni se
inmutó, aguardó mi llegada con una expresión escrutadora en sus ojos. Señorita. Caballero.
Ante vuestra magia rendido, besar su mano quiero. Por ser lisonjero, no os cuidáis de ser
atrevido, ¿es mi hermano quien a esta casa os ha traído? No, por ventura, que ha sido el hado
traicionero. Labia no os falta, caballero. Es vuestra hermosura la que mi timidez ha vencido.
Seguidme al salón, caballero, si os place. De grado, señorita.
Me dio una mano de alabastro, que no era sin embargo la de un fantasma y la seguí más allá
de la puerta, por el corredor en penumbra, hasta el salón, cuyo empaque suntuario logró
impresionarme más aún, obviamente, que el del rellano. El espacio que se ofrecía a mis ojos,
unas horas antes vacío, se hallaba entonces poblado de mesas, aparadores, butacones, divanes,
sillas, librerías, repisas, banquetas, consolas, historiados relojes de pared, pesados cortinones.
Todo iluminado con gran profusión de lámparas.
405
Ella me había dejado maravillarme a mi gusto con la contemplación de ese espectáculo,
para mí insólito, y me aguardaba frente a la chimenea, la blancura inmaculada de su vestido
con miriñaque teñida con los rojos y amarillos de las llamas.
Todavía no me ha dicho su gracia, señorita. Mi nombre es Elizavetta, hábleme de su viaje.
Vengo de muy lejos, pero sobre todo, vengo de otro tiempo. No hay otro tiempo más que éste,
sólo hay un tiempo, caballero. Alabado sea Dios, entonces, por la dicha que me concede al
reunirme con usted. Un gentilhombre tan bien criado y yo todavía sin ofrecerle la hospitalidad
de la casa, ¿café? ¿Té? ¿Coñac? ¿Vodka? Té, por favor. Le ruego tome asiento. Muy
agradecido.
Desapareció por la otra puerta. En ese mismo instante entró Tarasov. Entró Tarasov, tal
como yo lo había imaginado. Miró en dirección a donde yo me encontraba pero, o bien no me
vio, o bien no quiso verme. En todo caso no se detuvo y ya había pasado por delante de la
chimenea y estaba a punto de salir por la misma puerta que había utilizado Elizavetta, cuando,
levantándome y avanzando hacia él le dije, señor, tenga la bondad, señor. Tarasov dio media
vuelta y me aguardó, erguido, su aspecto era ceñudo, su mirada severa. Señor Tarasov,
necesito que me diga dónde se encuentra el pasadizo secreto y cómo se accede a él, es una
cuestión de vida o muerte. Por toda respuesta, me dio la espalda y continuó su camino. No me
atreví a seguir importunándole.
Elizavetta regresó al fin, sonriente. Juntos ganamos el diván. No sé si los fantasmas pueden
exhalar perfume, pero ella exhalaba uno como de nardos. Acabo de encontrarme con Tarasov,
no ha querido revelarme el secreto del pasadizo. ¿Tarasov? ¿Mi padre? No ha llegado, lo hará
mañana por la noche. ¿En qué año estamos? ¿Cómo? La fecha de hoy… ¿cuál es? Treinta y
uno de enero….de mil novecientos doce. No puede ser…invierno. Fue todo lo que se me
ocurrió decir. Descorrió una cortina para mostrarme un paisaje que yo conocía muy bien, pero
completamente cubierto de nieve a la sazón. Y luego recapacité en el año. Entonces no es
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posible que se trate de su padre, claro, su abuelo tal vez…déjeme pensar… Venga. Me tomó
la mano otra vez. Cogió, al pasar ante una arquimesa, un quinqué y lo encendió. Entramos en
la sala de los retratos. Éste es mi padre. Me mostró el busto de un hombre que se parecía a
Abraham Lincoln. No, el que yo he visto tenía las entradas más pronunciadas. Elizavetta
avanzó sosteniendo el quinqué bien alto. Éste, éste es el hombre que acabo de ver. ¿Está loco?
Es mi bisabuelo y murió cuando mi padre tenía dieciséis años. Fue él quien mandó construir
esta casa antes de emigrar con toda su familia a Inglaterra, donde murió. Lo sé, eso lo sé.
¿Cómo lo sabe? Lo leí en un libro, tu bisabuelo fue médico personal del Zar Alejandro I. Es
cierto, por cuya razón no puedes haberlo visto. Tú misma acabas de decir que sólo hay un
tiempo, éste, en el que vivimos tu bisabuelo Tarasov, tú y yo. Venga, vamos a tomar el té, que
se enfría. Alguien había dejado sobre la mesilla, ante el diván, una bandejita de porcelana con
el samovar, dos tacitas y un platito de pastas. Todo estaba delicioso. Jamás había probado
nada tan gustoso. El fuego crepitaba en el hogar y hablaba con su habitual voz serena y
profunda de bajo. Un aullido de demonio rasgó, de repente, una paz tan intensa. Después
siguieron otros. Son los lobos, están hambrientos, estamos teniendo un invierno tan rudo….
Todas las noches vienen a arañar las puertas de la planta baja. Acudimos de nuevo a la
ventana y apartó un poco la cortina. Con la luz de la luna reflejándose en la nieve pude ver
perfectamente sus siluetas negras y sus ojos fosforescentes que miraban hacia arriba, atraídos
por el nuevo estímulo luminoso, recelando siempre los efectos del fuego al cual lo asocian,
pero dispuestos a todo como consecuencia del furor de la hambruna. Elizavetta, ¿conoces tú el
secreto del pasadizo? Jamás he oído hablar de un pasadizo en esta casa. Nos volvimos y
Tarasov se encontraba de nuevo, rígido y desafiante, en el centro mismo de la pieza. Mi alma
ha sido pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, dijo.
Me desperté sobresaltado. Tuve la impresión de que acababa de oír un ruido extraño y tal
había sido la causa de que saliera tan precipitadamente del sueño. Traté de recordar la clase de
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ruido que era. Hice un esfuerzo por separar en mi memoria lo que provenía de la vivencia
onírica y lo que podía pertenecer a la realidad, o más que a la realidad, a ese caos informe de
sensaciones mezcladas en el que la mente suele tomar tierra al despertar. Supe que, en un
momento dado de la noche, no sé si antes o después del otro sueño, o tal vez a la par, se había
vuelto a producir la pesadilla en la que el esbirro, mi primer muerto, moría una vez más
arrastrándose sobre los cristales de las botellas rotas, emitiendo gritos animales. Y sólo
entonces entendí que llamaba a su madre. Justamente de ese magma bullidor pesqué como un
crujido prolongado de ramas maltratadas. Permanecí a la expectativa, sentado en la cama, con
los canales auditivos abiertos de par en par. No pasó mucho tiempo antes de que pudiera oír
de nuevo dicho sonido, mas esta vez plenamente instalado en el trono de mi conciencia.
Además, esta segunda ocurrencia venía acompañada de un estrambote no menos
característico. El silbido de una bala que, tras encontrar cierta oposición, alcanza al fin un
espacio libre. Eché bruscamente la sábana a un lado y salté de la cama. Di dos golpes recios a
la puerta de la habitación en que dormía Moussa. Agucé el oído para intentar percibir el efecto
que se producía en la otra parte del tablero de madera. El interpelado asomó su rostro al
tiempo que una cierta agitación comenzaba a manifestarse abajo. Despierta a Nicolai y a
Dunia y acudid todos aquí. Enfilé mis ropas lo más rápidamente que pude. De repente
comenzaron a sonar disparos lejanos. Pero el fuego no era muy nutrido y perdía intensidad
por momentos. Comprendí que los fusiles con silenciador llevaban las de ganar contra los
fusiles desprovistos de éste. Pasé al despacho de Tarasov. Había luz suficiente para que mis
ojos lanzaran una enfebrecida mirada sobre aquellos cuernos de nácar, hasta el punto de que,
al cabo de unos instantes, no veía nada más que su blancura. Ni siquiera reparé en la llegada
de mis compañeros, cuando quise darme cuenta estaban los tres mirándome como si hubieran
visto una aparición. Los disparos redoblaron. Esta vez provenían del interior de la datcha, la
cual comenzó a recibir también los primeros impactos en su costillar. Moussa se asomó por la
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ventana, tomando las debidas precauciones. Apartó enseguida la cara de la luz. Hay un
verdadero ejército ahí fuera. Le pedí que se hiciera a un lado para dejarme ver. En efecto, tan
sólo por ese flanco se acercaba por lo menos un centenar de encapuchados saltando de tronco
en tronco o reptando por el suelo. Eran como negras criaturas de pesadilla. ¿Qué hacemos? –
interrogó Moussa.- Pero ni siquiera él debió prestar mucha atención a su pregunta. Volví ante
aquellas calzas de libros. Estaba completamente seguro que el secreto estaba en aquellas
malditas calzas de calar libros, que no pegaban ni con cola en esa dichosa librería. ¿Para qué
diablos estaban ahí? ¿Acaso no había bastante superficie sobre aquella descomunal mesa de
escritorio para poner los volúmenes necesarios para el trabajo de un mes? La ventana del
gabinete reventó y los cristales saltaron por los aires. Me agarré a aquellas calzas como quien
se agarra a los cuernos de un toro, antes de que se produzca la bestial embestida, y tiré de ellas
con rabia, pero no se movieron ni un ápice. Los otros tres me miraban como hechizados y en
sus ojos brillaba una incomprensión absoluta. Todos los postigos de abajo crujieron al mismo
tiempo en un solo estruendo atroz. Fue la señal que desencadenó desde el interior un furioso y
atronador tableteo de armas automáticas. Luego un silencio helador. Los soldados
gubernamentales se habían replegado hacia la columna vertebral de la casa. Sentí como si un
líquido negro y viscoso pasara a ocupar y llenar las habitaciones exteriores de uno y otro lado.
Moussa, Nicolai y Dunia cuchicheaban simultáneamente, pero yo no lograba entender lo que
decían. En mi mente resonaba tan sólo la frase de Tarasov, una y otra vez. Mi alma ha sido
pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, mi alma ha sido pesada en el
tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, mi alma ha sido pesada en el tribunal de la
verdad y ha sido hallada justa.
La enciclopedia francesa, grité. Y fui a colocarme delante de ella. Busqué el volumen con la
letra T y corrí a colocarlo sobre la calza. ¡Moussa, la letra A! ¡La R! Moussa obedecía. ¡La A!
No hay más A. ¡Joder, no pasa nada, no hay más A! ¡Claro! ¡La S! ¡La O! ¡La V!
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La caja de la escalera resonó con un tropel de botas. Entonces se escuchó la voz de Tyjanov,
imperativa. Hubo un altercado. Sonó un disparo apenas audible. Un cuerpo se desplomó sobre
las tablas del suelo, justo al lado de donde nos encontrábamos, debió ser la cabeza lo que dio
un golpe contundente contra el zócalo y toda la pared retumbó. Los cuatro nos quedamos
mirando en esa dirección precisa. Fue entonces cuando, en el silencio atroz que siguió, pude
percibir un leve chasquido a mi derecha. Me volví bruscamente hacia las calzas. Habían
cedido hacia abajo. No eran unas calzas, sino una balanza de precisión, conectada a un
mecanismo que sólo obedecía al peso exacto de esos seis libros y no de otros seis libros
cualquiera, sino de los mismísimos libros de la enciclopedia francesa, los otros hubieran sido
quizá más fáciles de encontrar para un nativo, habituado al alfabeto cirílico, que componían el
apellido del propietario de la casa, del hombre que la mandó construir sabiendo que una
organización poderosa le estaba buscando la camiseta. Aprisioné entre mis manos los
volúmenes y los lancé sin miramientos sobre la mesa. Metí la mano en el hueco que habían
dejado las calzas al bajar y encontré una palanca. Tiré de ella. Entonces se oyó un fuerte
latigazo en el interior de un panel de la librería al tiempo que emitía un gruñido cansado y se
entreabría.
Sonaron tres grandes golpes en la puerta de la habitación y una frase imperiosa en ruso.
Como respuesta a ese ultimátum evidente, abrí de par en par el panel y les mostré a mis
incrédulos acompañantes el negro rectángulo que nos prometía la libertad, o al menos la vida,
si nos dábamos prisa. Ellos se precipitaron dentro sin pensarlo dos veces. Primero Nicolai,
para afrontar lo incógnito, luego Dunia, finalmente Moussa. Cuando me tocó entrar a mí, de
espaldas como los otros, encontré una manivela en la parte baja del tablero. Todavía alcancé a
ver, antes de cerrar, cómo estallaba un chorro de luz y de sonido y la primera sombra irrumpía
en la habitación, rodando por el suelo.
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El instinto nos impelía a bajar los peldaños a pesar de la oscuridad en la que nos hallábamos
envueltos. Una inquietud, sin embargo, me dejó un instante paralizado. Si la calza permanece
bajada, no es imposible que se fijen en ella y encuentren la palanca. La algarabía procedente
del despacho que acabábamos de abandonar, así como del resto de la casa, por otra parte, no
me dejaba pensar. Moussa. ¿Qué? ¿Conseguiste una linterna? Sí. ¿La enciendo? Si lo
hacíamos y el mueble tenía algún resquicio, ello nos delataría. No obstante, me hubiera
gustado examinar la parte de arriba por si había otra palanca que accionara un posible
mecanismo que tuviera por objeto remontar la calza. Pero, ¿qué mejor palanca que la
manivela que cerraba el panel por dentro? Crujió de un modo peculiar al accionarla. O el
propio mecanismo de cierre del panel, o tal vez un sistema hidráulico que la devolviera
automáticamente a su posición inicial, o cualquier otra cosa. Lo que interesa en las huídas
precipitadas es que un solo gesto posea varias aplicaciones. Esa era mi hipótesis y decidí
asumirla. No, bajemos por el momento a oscuras.
Sobre nuestras cabezas retumbó una manada de bisontes que dio una vuelta completa a la
pieza, probablemente alrededor de la mesa. No encontrando lo que buscaban, tras dudar un
instante, se precipitaron hacia las habitaciones. A nivel de la planta baja también se percibía
mucha agitación, ruido de botas, culatas de fusil golpeando accidentalmente contra la madera,
algún grito, aunque ya no se oía ningún disparo.
Con todo, procurábamos bajar con todo sigilo. No fuera que alguno de esos diablos negros
alcanzara a oír cualquier sonido extraño proveniente del interior de los pilares. La escalera
oculta poseía un solo tiro, de modo que descendíamos directamente, sin dar una sola vuelta,
hasta que una cierta frescura en el ambiente nos indicó que nos hallábamos por debajo de la
superficie de la tierra, a una profundidad superior, digamos, a la de un posible subsuelo. La
algarada nos llegaba ya como filtrada a través de una guata.
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Nicolai, con un leve susurro, anunció que había llegado al final de la escalera. Ahora ya
puedes encender la linterna, Moussa. Con la luz pareció intensificarse el frescor mohoso que
reinaba en los últimos peldaños. Cuando bajé el postrero, me di la vuelta para unirme a mis
compañeros quienes ya observaban el túnel que arrancaba a nuestros pies. Tendría algo así
como tres metros de alto y unos dos y medio de ancho, las paredes y el techo eran de ladrillo y
este último ligeramente abovedado. El haz luminoso que enviaba Moussa a lo largo de esa
oquedad inquietante se diluía en la tiniebla antes de alcanzar el extremo. Aunque la salida
estuviera atrofiada después de tantos años, o bloqueada por una razón u otra, siempre
podríamos aguardar aquí hasta que la situación se calme en el exterior, pues arriba hay un
picaporte que permite salir por esta parte. Debemos, sin embargo, avanzar lo más rápidamente
posible mientras no encontremos obstáculos para aprovechar el efecto sorpresa, argumentó
con mucha razón Moussa. Diciendo esto, se lanzó con decisión hacia el túnel. De cuando en
cuando daba manotazos en el aire para rasgar las telas de araña. Debimos caminar a lo largo
de unos buenos doscientos metros, hasta que nuestro batidor nos mostró la pared del fondo
con la que culminaba el pasadizo. Junto a ella, a mano derecha, se veían los primeros
peldaños de piedra que componían una escalera similar a la anterior. Moussa inició el primero
la ascensión. Los demás le seguíamos de cerca. Pronto se detuvo. Voy a apagar la linterna,
susurró. Percibimos un leve chasquido, tras el cual se coló un rayo de luz plateada. A través
del resquicio, Moussa observó largamente. Al final levantó la trampilla y salió.
Nos encontrábamos en una antigua caballeriza, que la luna iluminaba a través de unos
tragaluces sin cristales. La trampilla en cuestión no era sino un pesebre que, tras nuestro paso,
aparecía levantado como la proa de un barco que se hunde. Cuando Nicolai y Dunia hubieron
salido, la cerré. Moussa, por su parte, ya había entreabierto la puerta y oteaba los alrededores.
Al fin se decidió a salir. Fue hasta un extremo del barracón, donde permaneció unos instantes.
En cuanto se aseguró de que no había moros en la costa, excepto, tal vez, él, nos hizo una seña
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con la mano para que lo siguiéramos. Iniciamos la marcha en línea recta, sin ocuparnos por el
momento de otra cosa más que de escrutar las escasas zonas que ofrecía a nuestra vista la
incierta claridad de un exiguo cuarto creciente. La prioridad era alejarse de allí cuanto antes.
De cuando en cuando nos llegaban voces apagadas y en un momento dado obtuvimos una
visión fugaz de la datcha, a través de una celosía de ramas, con todas las luces encendidas, a
las que se sumaban los potentes reflectores instalados en el exterior. Era tal el fulgor que la
envolvía que, al primer golpe de vista, se hubiera dicho que la estaban incendiando. De pronto
recordé un detalle imperdonable. Mientras hablaba con Elizavetta, antes de la interrupción de
Tarasov, me disponía a revelarle que dentro de cinco años se iba a producir una revolución
radical en Rusia y su familia correría peligro. Luego no tuve tiempo, porque me desperté.
Sólo cuando nos hallamos a más de un kilómetro de la casa, empezamos a creer que
teníamos razones suficientes para pensar que habíamos logrado escapar de aquella ratonera.
Consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada. Afortunadamente nos habíamos acostado
temprano, después de dar un saludable paseo. El sueño había sido corto pero reparador, por lo
menos en lo que a mí me concernía, pues me da la impresión de que, cuanto más intensa es la
actividad onírica, más beneficio saca el cuerpo y más fresco se levanta, aunque haya dormido
menos horas que de costumbre. En fin, es mi teoría.
Acordamos tomar la dirección sur, en busca del monasterio vislumbrado la tarde anterior.
La noche era espléndida, las estrellas parecían brillantes gotas de lluvia que se hallaban ya
muy cerca del ojo, lo cual nos permitió leer en el libro del cielo con toda comodidad.
Encontramos, en el interior del formidable bosque, un eje orientado justamente en la dirección
deseada, circunstancia que nos permitió avanzar a buen paso.
Antes de lo previsto, vimos recortarse sobre el rosicler de la aurora el historiado perfil del
cenobio, con sus numerosas cúpulas terminadas cada una en aguja, como un relicario de oro
iluminado por candelas. Tomamos el camino que conducía al pueblo.
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Antes de entrar, lo inspeccionamos desde lo alto de una colina. Todavía se veían muy pocos
transeúntes, pero había que actuar rápido. Moussa partió enseguida, Nicolai tenía que seguirle
al cabo de cinco minutos, luego Dunia y yo tras otro intervalo semejante. De este modo,
cuando llegamos, sólo tuvimos que instalarnos en el coche elegido por Moussa antes de que
éste arrancara. La calle estaba orientada directamente hacia el centro de la población. No
tardamos en ver la primera señal que indicaba la dirección de Moscú. Cerré los ojos y pensé
en Elizavetta, y en Tarasov. También en Tyjanov y en nuestro camarero y en todos los rostros
de los soldados que se me habían quedado pegados al rodillo de la memoria. Pensé una vez
más en el joven esbirro que moría mentando a su madre a grito pelado y arrastrándose por el
suelo sucio de cerveza agria. Pensé en Elizavetta, la rubia y angelical Elizavetta, y en el
olvido imperdonable, o acaso no fue olvido y sí precipitación por salir del sueño. Pero creí
recordar haber leído en mi oportuno libro que la familia Tarasov regresó a Inglaterra antes de
la revolución de octubre. ¿Qué edad tendría ahora Elizavetta? Algo más de cien años….
Pensé, pensé, pensé, ¿de qué sirve pensar cuando se entra en el territorio de la muerte?
Pensar sólo es útil en el campo de batalla. Y cuando se es un soldado de raza, sólo se piensa
en atacar o en retirarse para mejor atacar. A los muertos que uno ha puesto a enfriar, ni
siquiera se les sueña. Si esto ocurre, más vale que el sujeto en cuestión se dedique a otra cosa,
pues es evidente que no vale para Leviatán, que es lo mismo que decir para soldado. El primer
muerto es una víctima propiciatoria, sacrificada en un ritual de iniciación, cuya única
relevancia consiste en ser primicia y promesa de una cosecha ilimitada, de la inacabable
renovación de la naturaleza, del eterno retorno del fruto prohibido. El crujir de los huesos
triturados por las mandíbulas de Leviatán jamás ha perturbado en lo más mínimo su beatífico
sueño, ya que dicho ruido está inscrito en las leyes que regulan su organismo, así como los
gritos de terror y de dolor de las víctimas, o aquellos que hacen referencia a la vida privada de
las mismas. Todo ello queda pronunciado en una lengua muerta antes de nacer y no hay nadie
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que entienda ni gota de ella. Entonces Leviatán se nace, no se hace; y lejos de mí, pues, la
pretensión de aspirar a una monstruosidad tan grande. La monstruosidad supera, sin duda,
cuanto tú puedas imaginar, pero no me es dado perder tiempo refiriéndote todos esos detalles.
En ese caso, no sé por qué perdería yo el mío refiriéndote los míos. ¡Pobre diablo! Pero
¿cómo es posible que no hayas entendido todavía que tú ya no dispones de tiempo? El poco
que te queda de vida, soy yo quien graciosamente te lo acuerda, pudiendo revocarlo cuando
me plazca. Me refería, sin embargo, al hecho de que en este encuentro sólo cabe una historia y
es la tuya, pues ya has empezado a contarla. De modo que no sería razonable interrumpirla.
La acabas y luego desciendes a la tierra con tus antepasados y aquí paz y allá gloria. ¿De
acuerdo? Sólo en lo primero, en acabarla; y eso sólo si no me tocas mucho los huevos con tu
insufrible complejo de superioridad. En lo demás ya veremos…. Bueno, bueno…. Sea como
tú quieras.
Cerré los ojos para no malgastar ni un gramo de energía en percepciones prescindibles y
procuré relajarme. Sabía que las horas siguientes, una larga serie de ellas, iban a ser fatigosas
y requerirían la colaboración de todos. Perdí la noción del tiempo. Aunque debía ser todavía
temprano cuando llegamos a las afueras de Moscú. Sugerí a Nicolai que dirigiera a Moussa
hacia la estación de metro más próxima. No quería dejar el vehículo robado cerca de nuestro
hotel. Además, ello nos permitiría ganar tiempo pues notamos que el tráfico era en esos
momentos bastante intenso. Lo mismo sucedía con los corredores subterráneos de la ciudad,
pero todo funcionaba con mayor fluidez y eficacia bajo tierra, sobre todo acompasado con una
escrupulosa puntualidad.
Tampoco tuvimos el menor contratiempo para sacar el coche del parking del hotel. Nicolai
entró con la tarjeta que todavía conservaba y salió con nuestra flamante adquisición.
Afortunadamente, a nadie se le había ocurrido echar un vistazo en el aparcamiento
correspondiente al número de nuestras respectivas habitaciones. ¿Quién iba a pensar que
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tendríamos un coche, nosotros que acabábamos de llegar en avión desde el sur de Europa?
Nicolai condujo certeramente, de modo que pronto nos encontramos circulando a la velocidad
máxima autorizada por una autopista orientada siempre al sur.
Establecimos un turno de dos horas cada uno al volante, incluso Dunia colaboró en el
relevo. Paramos únicamente al mediodía para comprar unos bocadillos, pero los comimos en
el coche. A eso de las ocho de la tarde, nos encontrábamos ya en una pequeña población de la
república de Bielorrusia denominada Hrodna, a muy pocos kilómetros de la frontera con
Polonia.
Nicolai tomó el volante. Se puso a conducir despacio, con el entrecejo fruncido, tratando de
reconocer los nombres que figuraban en las señales. A veces se paraba, dudando, en una
encrucijada. Finalmente llegamos a un lugar en el que la carretera pasaba cerca de la linde de
un bosque. Aquí es, susurró Nicolai. En efecto, vimos a nuestra izquierda un camino forestal
que se adentraba en la espesa masa boscosa. Continuamos aún un trecho, hasta que nuestro
conductor decidió abandonar dicho camino y penetrar en el mismo bosque, sorteando los
troncos. Finalmente se detuvo, cortó el contacto del motor, y anunció que ése era el fin del
viaje para el coche. Nos bajamos y nos pusimos a seguirle.
La frontera se encuentra a menos de un kilómetro. Esperaremos aquí hasta que caiga la
noche. Luego nos iremos acercando poco a poco. A las once en punto debemos estar en
posición, pues en ese momento preciso se produce un cambio de guardia, formalidad que
propicia una momentánea caída de la vigilancia en esta zona precisa, la cual dura tan sólo un
par de minutos que debemos aprovechar para cruzar un espacio al descubierto de unos
cincuenta metros hasta el primer bosque polaco. Se trata de una especie de cortafuegos con un
camino de tierra en medio. Normalmente los policías se hallan apostados entre la maleza,
barriendo el corredor con artilugios de visión nocturna; pero a las once en punto, mientras
unos se instalan y otros van pensando ya en el inminente confort de sus casas, se produce un
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momento de confusión en el que a nadie se le ocurre mirar por el objetivo infrarrojo y ese
instante hay que aprovecharlo sin vacilar.
Los últimos cincuenta metros los hicimos reptando con sumo cuidado. A las once menos
cuarto nos hallábamos ya escondidos en los matorrales situados en el borde mismo del
mencionado cortafuegos. No se percibía el menor movimiento.
Faltarían un par de minutos para las once cuando empezaron a oírse algunas voces.
Rugieron a lo lejos unos motores y se fueron acercando los vehículos todo terreno. A la
desmayada luz de la luna comenzaron a distinguirse unas figuras que se acercaban al camino
y se ponían a avanzar por él, dándonos la espalda. Eran las once en punto cuando esto último
se produjo. Nicolai nos dio la señal para indicarnos que era el momento de cruzar. Corrimos,
pero sin forzar demasiado, prestando sobre todo atención a hacer el menor ruido posible. Una
vez internados en el bosque frontero, nos sentimos a salvo y aminoramos la marcha. Nicolai
se puso sencillamente a caminar y le imitamos.
Tuvimos que atravesar un par de kilómetros de bosque hasta dar con el campo raso y
enseguida con una carretera asfaltada. La tomamos pero extremando las precauciones,
dispuestos a saltar sobre la hierba de la cuneta al menor indicio de peligro. Atravesamos
varias aldeas, en realidad meras agrupaciones de granjas. Nos parecía pronto para intentar
robar un coche, demasiado cerca de la frontera. Los habitantes de esas zonas deben tomar sus
precauciones y tal vez tengan la costumbre de establecer contacto con la policía de los puestos
fronterizos a la primera de cambio. Preferimos, por consiguiente, caminar durante varias
horas. Escondiéndonos, a veces, como dije, para dejar pasar algún que otro coche.
Finalmente, ya en el corazón de la noche, llegamos a un pueblo donde a Moussa no le fue
difícil abrir un coche y ponerlo en marcha. La dirección a seguir era esta vez Varsovia.
Todavía resistía la noche cuando alcanzamos la capital. Tras abandonar el vehículo en una
calle cualquiera del centro, nos encaminamos hacia el hotel donde nos aguardaba nuestro
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contacto, desde hacía por lo menos una semana, con nueva documentación tan falsa como la
anterior, dinero fresco y un buen coche.
Reservamos nuestras habitaciones, tomamos una merecida ducha y, mientras mis
compañeros descansaban un rato, rogué, en inglés, al recepcionista que comunicara al señor
Miranda la llegada de un tal Galindo, quien le aguardaba en el bar del hotel. El empleado
consultó el libro de registros y repuso que le llamaría enseguida.
Pedí un desayuno consecuente y unos diez minutos más tarde vi entrar en el comedor a un
hombre de unos treinta años, bien vestido, sonriente. Reconocí enseguida a uno de los
eméritos trabajadores de la trastienda de la oficina inmobiliaria. Era Miranda, por lo menos
durante un puñado de semanas, a pesar de que hablaba con un fuerte acento extranjero. Me
entregó lo convenido. Le comuniqué los números de las habitaciones de mis acompañantes
para que les llevara los vestidos nuevos, adquiridos desde hacía varios días. Encomendándole,
además, que se informara de la talla de la mujer que, de manera imprevista, nos acompañaba,
y tuviera la bondad de comprarle de inmediato un equipo siguiendo las instrucciones que ella
le diera. Luego terminé tranquilamente mi desayuno y fui a darme una buena ración de cama
hasta la hora de comer.
A eso de las doce, nos reunimos pues los cinco en el restaurante del hotel. Decidimos
acordarnos un día de reposo en Varsovia. Tan sólo hacía unas treinta y cinco horas que, tanto
la mafia como el Gobierno ruso, habían perdido nuestro rastro en una datcha, no muy lejos de
Moscú. Lo mismo la primera que el segundo, habrán estado controlando los aeropuertos, las
estaciones de tren y finalmente los puestos fronterizos. Pero no creo que se imaginen que nos
encontramos ya en Varsovia. Saldremos mañana por la mañana, hasta entonces procuraremos
reponernos lo mejor posible.
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Tras la comida, regresamos a nuestras respectivas habitaciones para una prolongada siesta
que no constituía, a decir verdad, un detalle superfluo. Al anochecer, en cambio, salimos a
visitar la ciudad. La tendencia a la baja de las temperaturas se estaba confirmando. Aunque
había hecho un día soleado y el crepúsculo era un auténtico crisol de oros incandescentes, se
notaba que el otoño se acercaba a grandes zancadas. No podía decirse que hiciera frío, pero
sentimos la oportunidad de comprarnos unas cazadoras en unos grandes almacenes. Para ello
nos orientamos, pues, hacia la parte moderna de la ciudad. Miranda, que hacía en realidad
semana y media que se encontraba en Varsovia, ejercía de cicerone.
Mientras paseábamos por esa ciudad despejada, ofreciendo una curiosa mezcla de edificios
tradicionales y modernos, sentí que mi estado de ánimo se encontraba, en cierto modo, en
sintonía con esa ciudad; al lado de miedos viejos, al menos de una semana o dos, se
encontraban ideas elevadas, esbeltas, claras, rebosantes de optimismo. Me dije que, a pesar de
las dudas subsistentes, la situación de peligro inminente había pasado ya. El trabajo estaba
hecho. Y vista la evolución de las cosas así, a posteriori, me parecía casi un milagro que
hubiéramos salido tan bien parados. Antes de salir para esa expedición, teníamos la impresión
de que todo estaba, si no atado y bien atado, por lo menos serenamente meditado en todas sus
partes. Una vez concluida, tuve la certeza de que fue una ingente dosis de suerte que nos
inyectó el destino la que nos permitió salir, no solamente con vida, lo cual no era poco
prodigio, sino igualmente con bien. Y si no fue suerte, entonces debió ser cuestión de la
voluntad que algunos creen capaz de modelar, mediante la imaginación, la apariencia de la
realidad como si ésta fuera una pella de plastilina. Quítatelo de la cabeza, fue suerte y no
poca. Bien pensado, ya fuera la suerte o la voluntad, y dado que la suerte no es propiamente
una cualidad adscrita a un individuo sino una circunstancia exterior a él, quizá sea la voluntad
la cualidad que más le convenga al hombre ejercitar. No para ti, en tu caso es mejor que
cultives la concisión, porque te advierto que si me resulta excesivamente gravoso tu discurso,
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mi humor puede resentirse por esa pena y mi mano mostrarse algo más pesada de lo previsto
en el momento de la verdad. Sé, pues breve, muchacho, y no te andes con tanto dibujo.
Siguiendo mi costumbre de tratar las cosas confidenciales al aire libre y reservar lo inocuo
para la mesa, conferencié pues con Miranda durante nuestro paseo por el casco antiguo. Me
explicó que me entregaría un itinerario de vuelta, el cual no ofrecía más que una
particularidad. Ninguna frontera presenta el menor riesgo, excepto, paradójicamente, la de
España, pues a causa del terrorismo vasco no resultan infrecuentes los controles en los puestos
fronterizos principales. En previsión de uno de ellos, y también de un último y desesperado
barrunto de la mafia, habían introducido una modificación que nos haría dar una pequeña
vuelta. No era mucho y valía la pena evitar ese leve riesgo. No atravesaríamos la frontera en
La Junquera sino que, un poco antes de llegar, tomaríamos la dirección de Toulouse. Desde
allí atravesaríamos los Pirineos por el túnel de Puymorens y el Cadí. Por esa ruta no hay
puesto fronterizo, se pasa, sin más, de una calle francesa a una calle española. Seguidamente
seguiríamos en dirección a Barcelona y lo demás todo normal. Él aguardaría un par de días en
Varsovia, para tratar de detectar si acaso alguien nos seguía la pista. No lo lamentaba, pues,
en su opinión, era ésa una ciudad muy agradable, en la que valía la pena detenerse cierto
tiempo. No pude sino darle la razón, contemplando las iluminadas fachadas color ciruela
verdal, o pastel, o rosa pálido, los tejados ocre, los postigos verde hoja y las terrazas en cuyas
celosías se enredaban los rosales plantados en macetas. Añadió que las mujeres eran también
de una belleza extraordinaria, mejorando lo presente que habíamos traído con nosotros de
Rusia. Los españoles dirán todos sin excepción una mujer de bandera y no pararán de silbar
por las calles. Va a ser un escándalo. La hermana de Nicolai, le informé, porque creí
comprender que con tal subterfugio lo que en realidad buscaba era una explicación, la
encontramos por casualidad, ante los ojos de la mafia. A partir de ese momento, su vida corría
peligro y no sólo la de ella, sino la de toda la familia de Nicolai, pues le hubieran seguido la
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pista, y en consecuencia podía haberles proporcionado los medios para ejercer el chantaje
contra nosotros. Su adorable presencia, repuso, puede causarnos problemas hasta llegar a
España, ya que viaja indocumentada, por eso hay que extremar las precauciones. En fin,
cualquiera correría los riesgos más insensatos por una mujer así. Así es, en efecto, confirmé.
Dunia caminaba del brazo de Nicolai. Se detenían en casi todos los escaparates, hacían
comentarios, se señalaban objetos, reían, a veces. Sin embargo, su rostro presentaba, cuando
el flujo de su pensamiento parecía regresar a su centro, un asomo de gravedad, mezclado con
una pizca de severidad. Me pregunté si no sospecharía ya la verdad cruda del asunto que nos
llevábamos entre manos, o si acaso ello se debía simplemente a la toma de conciencia,
siempre un poco lenta y tardía en cualquiera, del grave peligro que habíamos corrido en
numerosas ocasiones. Lo cierto es que en alguna ocasión la sorprendí dirigiéndome una
mirada cargada de interrogantes. Y cuando se daba cuenta de que la había captado, la
desviaba.
Tarde o temprano lo tendrá que saber. No sé por qué me preocupo, al fin y al cabo no es
nada mío. Pero se me figuraba que decepcionar a Dunia sería como faltar a la verdad más
absoluta que ostenta el universo, la belleza. Particularmente, yo diría que es como la otra cara
de un espejo ante el cual cada uno debe aportar su verdad personal y si lo que aparece a un
lado y a otro casan a la perfección, entonces se produce la imagen; si no, la superficie del
espejo queda vacía, como cuando se refleja un fantasma. ¡Ah, mais…. “Nous ne nous tenons
jamais au temps présent….” Tendería a reprocharnos Pascal. Erramos en tiempos que no son
en absoluto los nuestros y no consideramos nunca el único que realmente nos pertenece. En
ese momento yo sólo era un periodista que reclamaba una justa compensación por un trabajo
arriesgado, que redundaría en un indudable provecho para la sociedad, una suerte de
filántropo pobre que reclamaba un salario honesto para sobrevivir. ¿Por qué no atenerme a
esas circunstancias mientras duraran, ajustármelas como si fueran un guante y no jurar sino
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por ellas? Al menos, me dije, mientras durara el peligro. Nunca es bueno dispersar nuestras
energías. Luego, ya veríamos…
Elegimos un restaurante de la vieja Varsovia. Nos hicieron pasar a un comedor alargado,
semejante al refectorio del antiguo monasterio de Moscú donde habíamos cenado Dunia y yo,
como un cañón de paredes blancas por las que ascendía un zócalo de madera terminado en
repisa y sobre ella, o bien colgados un poco más arriba, infinidad de cuadros, y luego una
bóveda de crucería de cuyo centro pendía una lámpara de bronce. Al fondo brillaba una
chimenea hecha con azúcar de lustre. Nos atendió una matrona hablando en perfecto inglés.
Al acomodarme en la confortable silla de respaldo redondeado y sólidos brazos de madera
negra, sentí un escalofrío de satisfacción, como cuando uno se encuentra en el interior de una
casa bien fundamentada, de muros espesos, ambiente caldeado por dos buenos troncos que
arden en el lar, mientras contempla a través del ventanal cómo en el exterior se produce el
choque brutal de las fuerzas telúricas desatadas, pues me detuve a considerar que, en ese
preciso instante, a muchos kilómetros de allí, miles de hombres, pertenecientes a dos ejércitos
enfrentados, se hallarían encauzados en una tarea común, la de dar con nosotros. Pero claro,
sin sospechar que nos encontrábamos a buen recaudo, más allá de las fronteras de su país. No
totalmente fuera de su alcance, por supuesto, aunque sí en el exterior de las redes que, a esas
alturas, ya habrían cerrado y se estarían aplicando con renovado afán a buscar en su interior.
¿Te ensalzarás de eso, acaso? Mejor te sentaría dejar de pavonearte. Tu historia sólo resulta
interesante en un punto. Me refiero al enigma de cómo, a veces, basta con poner las miras en
lo más alto para tener éxito en su propósito, aunque el proyecto no se acompañe de un plan
particularmente bien meditado y bien trabado. El vuestro era una chapuza, no merece otro
nombre, pero cuán osada. Sin embargo, hasta el fantasma de Tarasov vino en tu auxilio. El
cual no quiso decirme las cosas bien a las claras, sino con enigmas, como los grandes
oráculos. Es cierto, tuviste un momento de lucidez, tal vez te ayudara tu subconsciente. Pero
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considera que un plan que abandone los nudos clave del problema a la inspiración del
momento, no es serio. Aún así, el mero hecho de que proyectos tan descuidados, al tiempo
que ambiciosos, alcancen a ver su fin, constituye, en verdad, materia de reflexión. Quizá en
ese aspecto no tenga más remedio que darte la razón y acabe por conceder que el mundo es
más un enfrentamiento de voluntades que de inteligencias. Lo malo de la voluntad es que, sin
la inteligencia, no sabe dónde va. ¿Lo sabías tú en ese momento? No.
En mi modesta opinión, un hombre, antes de lanzarse a cualquier empresa que se salga fuera
de lo común, debería plantearse un mínimo de cuestiones trascendentales, del tipo ¿qué pienso
yo que es el universo? ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde va? ¿Cuáles son sus ejes, los vectores
de fuerza que lo recorren? ¿Tiene o no un sentido, un objetivo, una inteligencia que lo guía? Y
en función de eso, tomar posición, adherirse a una fuerza u otra, o abandonarse al caos si
juzga que es el único Dios Todopoderoso. Sin embargo, si encuentra que esas fuerzas existen
y operan en una determinada dirección, entonces debería meditar bien y luego decidir a cuál
de ellas aportará su energía. Actuando así, uno se inscribe en la obra de la Naturaleza,
adquiere un sentido auténtico, jamás estará equivocado pues formará parte de esa gran verdad
que llamamos Dios. ¿Hiciste tú, realmente, todas esas operaciones mentales, Leviatán? En
cuanto sentí las primicias de la portentosa fuerza de mis mandíbulas y el primer prurito de la
sangre, me dije que el hombre, cuando se instaló a sólo unos kilómetros de las Puertas del
Paraíso Terrenal, si tenía sed, debía acercarse al borde del lago y tomar el agua con un
cuenco, en ese instante, podía saltarle encima, como impulsado por un resorte, un cocodrilo
de seis metros de envergadura, atraparlo con unas fauces en las que cabe holgadamente su
cabeza y arrastrarlo al fondo del lago, o bien a la otra orilla, para devorarlo
parsimoniosamente junto a sus crías. Entendí que esto le faltaba al hombre moderno, a pesar
de que tal disposición se hallaba originalmente en la mente de su Creador. Hay una cierta
selección natural que ha dejado de operar desde hace mucho y ello no traerá buenas
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consecuencias puesto que es antinatural. Aquello fue como una revelación, había encontrado
mi camino, el sentido de mi existencia, la función para la cual había sido creado, mi verdadera
vocación. A partir de ahí no tenía sino que dejarme llevar por la más salvaje de las voluntades,
la que llamamos instinto. Pero sabiendo ya, a diferencia de las otras bestias, que ese instinto
está inscrito en la Ley.
Pensé que no iba a dormir aquella noche, pero me equivoqué. Al apagar el despertador,
quedé sorprendido de que hubiera pasado tan sin sentirla, sin interrupciones ni sueños. Me
hallaba totalmente repuesto y bien inclinado a hacer el largo trayecto que nos aguardaba.
Después de todo iba a conducir uno de los modelos más holgados y confortables de la marca
Jaguar.
Al acabar el desayuno, nos despedimos de Miranda y montamos en el lujoso automóvil.
Hice yo el primer tramo. Acordamos efectuar relevos de dos horas por cada conductor, tal y
como habíamos hecho durante el trayecto ruso. Jamás había conducido un coche de esa gama.
Me abandoné al placer de guiarlo, sin pensar en nada más. Mi tiempo pasó raudo. Cuando le
cedí el volante a Moussa, aún hubiera hecho otro tanto sin aburrirme.
Comimos sobriamente en un restaurante de carretera, todavía en territorio polaco. A poco de
entrar en Alemania, ya me tocó de nuevo el turno. Este país lo atravesamos de una tirada, de
punta a punta, sin detenernos más que para efectuar los relevos. De modo que, a la hora de
cenar, habíamos cruzado ya la frontera francesa. Sugerí que pasáramos la noche en un hotel
de Mulhouse, ello me parecía más prudente que utilizar cualquier hotel de la autopista,
aunque fuera menos práctico. Cenamos en el propio establecimiento y nos fuimos temprano a
la cama.
Hacia la media tarde del día siguiente, nos acercábamos a Toulouse. Habíamos atravesado
prácticamente toda Francia también de una tirada. Consulté el mapa que me había facilitado
Miranda y comprobé que, a partir de dicha ciudad, o un poco más allá, la carretera presentaba
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tramos un poco más complicados y nos tocaría hacerlos a última hora, cuando nos
encontraríamos, quizá, algo cansados. Pensé que nos convenía detenernos en Carcassonne,
una pequeña ciudad interesante, según tenía entendido, en la que todo estaría más a mano que
en Toulouse. Al día siguiente, frescos después de haber dormido en buena cama y yantado en
buena mesa, atravesaríamos los Pirineos, con los ojos bien abiertos, en especial a nuestro paso
por la frontera.
Encontramos un hotel frente a la ciudadela medieval, pues desde el primer momento
seguimos las indicaciones de la misma. Tuvimos suerte y pudimos ocupar unas habitaciones
que daban justamente a la fortaleza. La vista era realmente impresionante. Contemplando
semejante sistema defensivo, comprendí cómo los cátaros osaron desafiar a Roma. Me tumbé
en la cama, desde donde seguía percibiendo dicho conjunto arquitectónico, el cual se hallaba
elevado sobre lo que debió ser antiguamente un montículo, cuyas faldas se hallan ahora
totalmente recubiertas de casas hasta las mismas contramurallas. Cerré los ojos. El tapiz de la
carretera seguía desenrollándose sin cesar debajo de los párpados como en un mundo a la
deriva, abismado en la inercia por la inercia. Al día siguiente entraríamos en España para
afrontar el resultado de nuestra turbulenta gestión. Coronada, ciertamente, por el éxito,
aunque la suerte hubiera desempeñado un papel primordial en ello, poco importaba. La
incógnita era la reacción de Evgueni, ¿abandonaría la partida al verla perdida o se
empecinaría en una guerra sin cuartel, echando mano de los recursos que todavía poseía en el
extranjero? La mitad del capital evadido se hallaba, intacto, en Israel, donde muy
probablemente fructificaba. Evgueni conoce perfectamente el lugar en que se le ha dado el
golpe maestro. Puede que haga de esa ciudad mediterránea el mayor campo de batalla que
jamás se ha visto en una guerra entre clanes mafiosos. Aunque para ello tiene que identificar
primero al adversario. Habrá que andarse con pies de plomo, ahora más que nunca. Sobre
todo los que hemos estado en Rusia deberemos extremar las precauciones. ¿Qué clase de
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brebaje se cocía en la marmita cátara? No debía ser moco de pavo en cuanto a herejía se
refiere, pues Roma inventó la Santa Inquisición sólo para corregirles a ellos…. Ah, sí, ya
recuerdo, se trataba de una variedad sumamente perversa de maniqueísmo. Algo así como que
Dios y Satán se habían repartido el trabajo de la creación del universo; el primero se había
hecho cargo de la puesta a punto del mundo espiritual, mientras que al segundo se le atribuye
la confección del mundo material. Creencia esta última que les llevaba a la condenación del
matrimonio y la procreación. El mundo material, las guerras, el mal en general y la Iglesia
católica en particular no son sino manifestaciones de la corrupción. Más aún, ese Satán, no es
otro que el Demiurgo de Platón y el Iahvé del Antiguo Testamento. Por otra parte, Jesucristo,
si hubiera sido un verdadero Dios, jamás hubiera consentido en encarnarse. Dicho de otro
modo, si los inquisidores castellanos del nuevo Santo Oficio hubieran tenido la oportunidad
de hincarle el diente a ese bocado, habrían disfrutado como enanos. Habrían tenido, sin duda,
materia de regocijo para varios siglos, dando, con sus actos, enteramente razón a sus víctimas,
pero sin dejar, por supuesto, de quemarlas vivas. Pero otros se encargaron de ocuparles.
Bueno, esa víbora de la intransigencia castellana que anida entre los resecos pedregales de sus
áridos paisajes, junto con otras virtudes, indudablemente, quedó, en este caso, dignamente
representada por San Domingo de Guzmán. Otro Leviatán, con otros modales, ¿qué duda
cabe?, con una mirada beatífica, claro, y cara de pedir perdón a Dios constantemente por los
yerros de la humanidad. A Dios rogando y con el mazo dando y la mecha prendiendo. No, eso
último no, tampoco hay que caer en la exageración, para eso estaba el brazo secular. Acaso
también él había meditado convenientemente sobre los vectores de fuerza que recorren el
universo y había tomado posición en función de éstos. A su manera, debió pensar que el
hombre se hallaba necesitado de una selección natural, aunque él no lo expresara así. Y al
favorecerla con su, digamos, fervor, consideraría igualmente que su nombre se inscribía en el
libro de la Ley. Pues ¿y qué tiene esto de particular? Tú que conoces algo la historia, ¿te
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extrañas de esto? Los leviatanes hablan distinto según la época a la que pertenezcan, pero
cada una tiene los suyos. Son criaturas de Dios. O del Diablo. No, de Dios; las criaturas
predilectas de Dios. Léete despacio el Libro de Job. Razón de más para darles la razón a los
cátaros, al menos en su equiparación del Iahvé mosaico al Satanás medieval. De ninguna
manera, ni los cátaros, ni los paulicianos, ni los gnósticos, ni los maniqueístas sabían de la
misa la mitad. Dios es el Todo-poderoso. Y tanto peor para vosotros si esta idea os pone los
pelos de punta y vuestras tripas a bailar al son del rock de la cárcel. Pero, ¿qué creíais, que
estábamos aquí para jugar a las canicas?
Convengo en que nos hallamos ante una idea ciertamente amedrentadora y que no resulta
fácil encontrarle otra exégesis posible al Libro de Job; por otra parte, sin embargo, presenta la
ventaja de dar una explicación satisfactoria a la Creación. Dios la habría lanzado para curarse
del mal, habría producido la materia para inocular en ella su espíritu infectado de corrupción,
sin que ni una gota de éste quedara fuera de la redoma, ése sería pues el famoso pecado
original del que no sólo la humanidad, sino la materia en su conjunto, que está toda ella viva
al decir de algunos, tiene que redimirse durante un proceso de depuración y lucha y
sufrimiento, que debe durar un cierto Tiempo establecido desde el principio y en el cual
estamos implicados todos sin excepción, desde la piedra que rueda en la falda de una montaña
hasta los teólogos de la Universidad Pontificia; más aún, si queremos abundar en tal hipótesis,
habría que convenir que, si sigue interesándose por nosotros, ello no será por lo que nosotros
tenemos de divino, sino por lo que todavía le queda de humano. He aquí la Obra del Gran
Alquimista. Una lucha, Leviatán, una lucha a muerte es lo que se produce en su atanor y en
ella parece ser que todas las armas son válidas, la fuerza bruta, por supuesto, pero también la
inteligencia y el dominio de los elementos. Nada está decidido, ¿entiendes eso, Leviatán?
Nada.
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Leviatán es la fuerza que hace estallar los volcanes, la que desencadena terremotos, la que
sepulta bajo las aguas las costas de Asia, revienta islas cuyo polvo se esparce por todo el
mundo, es la tozudez que hace crecer la vegetación en las carreteras del Brasil en cuanto el
hombre ha estado dos días sin pasar por ella. Leviatán es el Anticristo, la Bestia de los diez
cuernos y las siete cabezas. Leviatán es todo lo que está destinado a humillar la cerviz del
rebelde, que quiso ser como Dios. Y tiene todavía largos días por delante pues “el Dragón le
ha dado su potencia y su trono y una gran autoridad.” Eso no es cierto, lo sabes muy bien,
porque también esto otro está escrito, el Dragón, que es “el Diablo, ha descendido hacia
vosotros, alimentando una gran cólera, sabiendo que le queda un corto período de tiempo.”
Pero eso será para cuando llegue la guerra del gran día, la batalla de Armagedón; hasta
entonces, me sobra tiempo para escuchar tu peregrina historia y mandarte luego a pudrir
malvas, si me permites expresarme de ese modo, y después cenar como es debido pues no
había previsto que esta comisión me tomara tanto tiempo. Desde luego no tienes una escasa
opinión de ti mismo, pero descuida, Leviatán, lo que queda no será largo; no obstante, si tu
apetito puede más que tu curiosidad, no dudes en interrumpirme y acabamos de una vez.
Después de todo, este último segmento debes conocerlo ya en sus detalles esenciales. Cierto,
pero una vez puestos, mejor termino de escuchar tu versión, siempre resulta un espectáculo
curioso ver llegar las historias, que uno ha vivido previamente, desde el otro lado del espejo.
No me importa cenar de madrugada, nunca es tarde si la dicha es buena, además, en el
silencio de la noche la concentración es mayor y uno aprecia más el sabor de los alimentos.
Puede, pero las digestiones son más trabajosas. Deja eso de mi cuenta, muchacho, y no te
demores, anda.
Subimos pronto al comedor, que se hallaba en el último piso, pues teníamos la intención de
salir después de cenar a tomar una copa y no acostarnos, a pesar de todo, demasiado tarde.
Desde allí se gozaba de una vista panorámica de la ciudadela, ya iluminada. Advertí a mis
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compañeros que ellos podían hacer lo que quisieran, pero que yo no estaba dispuesto a dejar
pasar la ocasión de probar el cassoulet, plato típico de la región. No hizo falta más para
convencerles. Hubo unanimidad en nuestro pedido. Era preciso aguardar media hora, aunque
valió la pena. Mientras tanto, tomamos algunos aperitivos. Los entrepaños y contrafuertes,
parecidos a inmensos farallones de oro, que contemplábamos a través de los amplios
ventanales nos tenían, en verdad, subyugados. Dunia intervino diciendo que si sabía cuál era
el plato regional típico de esta zona, tal vez conociera igualmente algo de su historia. Les
referí lo que había leído al respecto. El maniqueísmo radical de los cátaros sorprendió a todos.
Una doctrina con semejante fundamento, admití, constituye realmente un grave peligro, de ahí
a la apología del suicidio sólo media un paso. Eso sin considerar el riesgo de extinción de la
especie; aunque, concluí enigmáticamente, mi opinión es que la propia naturaleza ha tomado
sus disposiciones al respecto. Resulta curioso, terció Nicolai, en cuanto el hombre desacredita
demasiado la materia o la exalta en exceso, el efecto es el mismo, a saber, un descenso
inquietante en la tasa de natalidad; mientras que si lo que se ensalza es el espíritu, las
consecuencias se sitúan en el polo opuesto. Lo miramos los tres sin acertar a determinarnos
respecto a si debíamos reír o no ante semejante observación.
La llegada del cassoulet nos dispensó de tan ardua alternativa. Cuando el camarero nos dejó
de nuevo solos, levanté mi copa, conteniendo un vino del país que sabía excelente, y brindé
por nuestro regreso como vencedores. En el instante en que los cuatro cristales se
encontraron, mis ojos fueron a buscar, sin saber muy bien por qué, es decir sin saber si era
orgullo o temor el sentimiento que me embargaba ante ella, y sin hacerlo, además, a
propósito, los ojos zarcos de Dunia.
Una hora y media más tarde, mientras cruzábamos el puente ojival que nos encaminaba
hacia el reducto cátaro, refulgiendo ante nosotros como una formidable diadema bajo la noche
estrellada, todavía me duraba la confusión de ese momento. Estábamos ya casi haciendo lo
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que podría llamarse vida normal, más que huir, visitábamos, hacíamos turismo. Lo peor que
hay es empezar a imaginar cosas. Y en mi cabeza comenzaron a ondear girones de imágenes
donde me veía llevando una vida así, descuidada, fácil, yendo de aquí para allá, con arreglo a
la fortuna que obraba en mi poder, visitando parajes, lugares exóticos, con Dunia. Con una
mujer como Dunia, agarrada así de mi brazo como entonces iba apoyada en el de Nicolai.
Mientras uno vive en el presente, los acontecimientos todavía se pueden controlar, aunque
quizá el verbo controlar no sea la palabra exacta, digamos que los objetos que desfilan por
esos acontecimientos impactan menos debido a esa cualidad transitoria característica del
presente, pero cuando uno imagina así su futuro, tiempo que surge en nuestra mente con una
movilidad limitada, próxima a la fijeza, entonces ya no puede conformarse con menos.
Presentí, no sin una punzada de algo que se parecía mucho al dolor, que cuando llegáramos
a casa y no viera a Dunia todos los días, la iba a echar de menos. La imaginación nos hace
reyes y esclavos. Tan sólo puede conservar la serenidad aquel que haya aprendido el valor
infinito de la palabra nada. Nada con la determinación de un artículo. La Nada. Y con
mayúsculas. Pero los demás, el común de los mortales, la tenemos cruda.
La fortaleza presentaba varios niveles defensivos. Moussa, observando las barbacanas,
troneras y saeteras que aparecían por todas partes, en todos los recodos, comentó que, en
verdad, la gente que había levantado esas construcciones era perfectamente consciente de que
había herido susceptibilidades. En efecto, cuando uno menos se lo esperaba, se dejaba
sorprender por los ojos oblicuos de las aspilleras, a todas las alturas, a la del estómago, del
pecho, del cuello, de la cabeza, de arriba abajo, de abajo arriba. Eso sin contar que, desde lo
alto de la crestería, echarían aceite y pez hirviendo.
A pesar de todo, repliqué a Moussa, aunque en realidad hablaba para mi propio coleto, esta
fortaleza que parece inexpugnable fue tomada, al menos una vez, que yo sepa. Y lo fue
porque tiene un punto débil. Me refiero a su cualidad de cosa sólida y visible, que se ofrece al
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ojo humano a varias decenas de kilómetros a la redonda. Allí donde hay una muralla, hay
sangre humana para derruirla. Yo construiré un reducto absolutamente invulnerable pues el
ojo desnudo no podrá verlo, el enemigo tendrá que vérselas con rumores y pacas de bruma.
Todo aquel que pretenda conquistarlo asistirá a la disgregación de su mente por los laberintos
de la locura.
De repente me di cuenta de que había reflexionado en voz alta y ello en presencia de Dunia,
quien me miraba como si me hubiera visto por primera vez. Nicolai, por su parte, espiaba la
reacción de su hermana y luego sus ojos se volvieron contra mí, manifestando una cierta
inquietud. Enrojecí ligeramente y torcí la vista.
El interior del recinto se reveló un verdadero pueblo, con casas habitadas, locales
comerciales, especialmente bares y tiendas que ofrecían al turista toda clase de baratijas,
imitaciones de puñales y espadas medievales, arcos, flechas, escudos, lienzos, postales, etc.
Las habitaciones parecían originales, con escudos heráldicos esculpidos en relieve sobre la
piedra, con arcos ojivales enmarcando zaguanes silenciosos y oscuros. Entramos en uno de
esos bares, parcamente iluminados con un fulgor exiguo que imita la luz de las antiguas
antorchas. Las vigas y jácenas de madera carcomida testimoniaban de la existencia de un
pasado que podría ser evaluado calculando las distancias temporales que separan cada uno de
los accidentes legibles en su superficie y de cuya substancia se hallan impregnadas. Tomamos
una copa, charlamos, pero ya sea por las expectativas que se abrían ante cada uno de nosotros
a nuestra llegada, ya sea por la inquietud y la incertidumbre ante las eventuales propiedades
del pensamiento para consolidarse y materializarse en objetos o acontecimientos, la
conversación no acababa de cuajar, no iba más allá del esbozo, del desmañado intento de
trabar los hilos dispersos de una percepción común del cañamazo, sensitivo e intelectual,
susceptible de ilustrar esa noche sin tiempo que debía preceder nuestro regreso.
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A pesar de la cena paseada, el dichoso cassoulet, regado por el excelente vino de la tierra,
manifestó a lo largo de la noche su naturaleza de plato excesivamente pesado y consistente
para tener que meterse uno con él en la cama. La sed me obligó varias veces a levantarme,
hasta que vacié el agua mineral que había en el frigorífico. Un clamor infinito me atrajo hacia
la ventana. Compañías de soldados avanzaban en dirección a la fortaleza, donde se combatía.
Por todas partes el fuego relucía en el acero de las picas y las espadas. Las voces de mando de
los capitanes se mezclaban con los relinchos y el olor de la pólvora con el de la bosta fresca.
La atmósfera aparecía demasiado límpida y tersa, como cuando flota sobre la sangre
derramada en abundancia. Regresé a la cama. Me había costado algún trabajo comprender que
estaba soñando. Los clamores de la batalla no cesaron hasta el amanecer. Sin embargo, en
cuanto el sol entró por la ventana cuyas cortinas había olvidado correr, me sentí
completamente repuesto.
Subí al comedor para desayunar. Moussa ya se encontraba allí. El río discurría
pausadamente bajo el arco ojival del puente, olvidado ya de que la noche anterior había
llevado sangre en lugar de agua, pero así son de insensibles las cosas. Al fondo, la ciudadela
aparecía sorprendentemente tranquila, recuperándose de la agitación de las últimas horas,
como si nada hubiera pasado.
A poco, subieron Nicolai y Dunia. La intensidad de los días vividos no había empañado en
nada su frescura, estaba radiante como el primer día, en el bar de Moscú, igual que si no
hubiéramos hecho otra cosa sino dormir la siesta y dar saludables paseos por la orilla del mar.
Pasamos por Toulouse sin detenernos. Comenzamos la ascensión de los Pirineos. Como
previsto, entramos en un burgo francés y, sin comérnoslo ni bebérnoslo, nos encontramos en
un burgo español. Luego, resbalando por pendientes entre montañas, llegamos a divisar el
increíble perfil del rojo Montserrat. Enlazamos con la autopista que conduce hacia el sur, allí
donde la arena de las ensenadas recoge el simún que llega de la vecina África. Teníamos el
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sol en plena cara. Pronto veríamos el mediterráneo de carbonato cálcico. Noté que la
embriaguez de la euforia iba invadiendo todo mi cuerpo y que la vida desplegaba retazos
luminosos que valía la pena recorrer. Después de todo, el resplandor apolíneo seguía
derramando beneficios sobre aquellos parajes, para mí únicos pues fue en ellos donde abrí los
ojos por primera vez ante las infinitas posibilidades del mundo, que quedaron, por cierto,
inexplotadas durante demasiado tiempo, pero todo había cambiado y más que iba a cambiar.
Sí, ese prodigio podía repetirse. Toda mi sangre sentía que se estaba renovando el misterio de
la gozosa y flamante encarnación de un alma chorreante todavía con las aguas del Leteo. Iría a
recibir la espuma de las olas en pleno rostro en las playas de la infancia, dejaría que mi cuerpo
se empapara de sol y de yodo como en los días indeciblemente vívidos e intensos de antaño.
Intuía que la naturaleza deseaba efectuar ese trabajo de alquimia profunda en mí y todo mi ser
jubilaba dando su aprobación.
Atardecía con un derroche de fuegos sobre la ciudad cuando regresamos a ella. Moussa se
hallaba al volante. Nos dejó ante el portal de la atalaya y fue a meter el coche en el garaje.
Dunia observaba el lujo del hall revestido de mármol, las luces tamizadas que se encendían
solas, las lámparas doradas, los grandes espejos inmaculados. El trayecto vertical del ascensor
transcurrió sin que ninguno de los tres desplegara los labios.
Nos abrió Mefiboshet, con la sonrisa de quien no quiere sonreír pero a pesar de ello se le
escapa. En el pasillo se hallaban los demás, Milos, Ouissene, Vuk. Nos recibieron como a
héroes. Únicamente la presencia de la bellísima Dunia los cohibía un poco. Hice las
presentaciones. Todos se admiraron de las circunstancias que rodearon la aparición de Dunia
en aquel bar de Moscú y solicitaron detalles. Di algunas precisiones que no hicieron sino
acicatear su curiosidad. Prometí que les haríamos una relación detallada de los
acontecimientos durante la cena.
433
Por cierto, Juan, ¿qué has hecho para cenar? Bacalao a la vizcaína. Perfecto. Dime Milos,
¿qué es de Evgueni últimamente? Desapareció de la noche a la mañana, junto con sus
gerifaltes, sin dejar rastro. En eso supe que habíais ganado el pulso. No pude evitar que mis
labios se desplegaran en una larga sonrisa de satisfacción. También sus matones se han
dispersado. Los que quedan forman grupos aislados, ninguno de los cuales constituye la
menor amenaza. En cambio, hemos “convencido” a los elementos civiles de su estructura para
que integren nuestra causa, respetando las mismas condiciones concluidas con Ismailovo.
Vuk, ¿tienes papel y bolígrafo a mano? Gracias. Anoté unos caracteres en el cuadernillo que
me tendió. Toma, efectúa cuanto antes las transferencias de los códigos por el procedimiento
más sibilino que conozcas. Nicolai, muéstrale a tu hermana vuestra habitación.
En resumidas cuentas, ahora tienes un imperio a tus pies y otro frente a ti, con el cual
compartes el mismo espacio vital. O quizás, digamos que, dentro de él, cada cual posee sus
bastiones, entrelazados por una complicada red de pasadizos secretos. ¿Ha dado Don Caetano
señales de vida? Nuestra reacción fue tan fulgurante, ocupamos con tal rapidez el vacío
dejado por Evgueni, que, imagino, cuando quisieron darse cuenta de lo que había ocurrido, se
encontraron ante ellos con una presencia sólida semejante a la suya en volumen, un nuevo
equilibrio en el que cada pieza ocupaba la misma posición que en el anterior. Ahora parece
que tantean el terreno. Tal vez traten de ponernos a prueba. Muy bien, pues lo dicho, si no hay
hostilidades, hacemos gala de una discreción absoluta, insinuando sólo nuestra presencia a
quienes tengan que pagar tributo y acatar órdenes, pero si intentan la más mínima prueba de
fuerza, palo y tente tieso, de nuestra determinación durante los próximos meses dependerá la
paz del futuro. Cuanto antes lleguen a la conclusión de que somos tan coriáceos y potentes
como nuestros predecesores, mejor será para todos. Llama a Felipe y que venga a celebrar
esto con nosotros. Juan, pon unas cuantas botellas de champagne a enfriar en el congelador.
434
La cena de aquella noche fue la desorganizada ceremonia del júbilo. Rememoramos, todos,
nuestras vivencias de las últimas semanas y, según pudimos comprobar, también allí se habían
vivido días intensos, de una peligrosa incertidumbre. Ha llegado el momento, anuncié, de que
comencemos a repartirnos algunos dividendos. Sin embargo, mi consejo es que seamos parcos
y discretos en el empleo de dicho capital. Quiero que se convoque, en breve, una reunión con
nuestros expertos contables para que cada hombre, desde el primero hasta el último, obtenga
la parte que le corresponda. Acto seguido, otra distinta con nuestros economistas y abogados
para estudiar con ellos el capítulo de inversiones, respecto al cual tengo ya algunas ideas.
Durante el champagne, cuando los comensales se esparcieron en varios grupos a lo largo de
la terraza para tomar el fresco, que ya empezaba a recibir con dignidad dicho apelativo, y para
remirar ese paisaje nocturno para algunos casi olvidado, sentí tras de mí la presencia de
Dunia, justo un instante antes de oír su voz. Ya llevo algún tiempo sospechando que había
gato encerrado en vuestros asuntos, pero nunca creí que vendría a parar a la caverna misma de
Alí-Babá. ¿Estás decepcionada? ¿Y tú, no te sorprendes de que emplee expresiones del tenor
de “aquí hay gato encerrado”? Sin aguardar respuesta fue a integrarse en la conversación de
otro corro. Bueno, su español tenía una loable fluidez, ciertamente, pero ¿qué habrá querido
decir con ello? En fin, lo que sea sonará, me dije, atreviéndome, con la borrachera incipiente,
a recrearme en la contemplación de sus portentosas grupas de pura sangre.
Ya era de madrugada, cuando regresé caminando a casa. La ciudad se mostraba más
tranquila que cuando la dejé. Los vociferantes turistas jóvenes habían sido reemplazados por
otros de edad mucho más provecta, los cuales, o bien se hallaban durmiendo desde hacía
varias horas, o bien paseaban beatamente agarrados del brazo. El cemento de las aceras había
perdido el ardor de los días de agosto y una leve brisa, casi fresca, se levantó de repente,
acariciando el rostro. Decidí, a pesar del cansancio, ir primero a ver el mar, para ventilar mi
mente de los efluvios del alcohol y otros.
435
TERCERA PARTE
I
436
Me desperté poco antes del mediodía. “Se le llama una forma sin forma, una imagen sin
imagen. Se le llama vago, indeterminado. Si uno va delante de él, no le ve la cara; si le sigue,
no le ve la espalda. Es observando el Tao de los tiempos antiguos como se puede gobernar las
existencias de hoy en día. Si el hombre alcanza a conocer el origen de las cosas antiguas, se
dice que mantiene el hilo del Tao.” Si el cuerpo no trabaja, no necesita respirar demasiado;
entonces la vida alrededor se va poniendo de relieve, se va intensificando hasta que uno lo
mira todo, lo escucha todo, pero no existe, se ha convertido en un trozo de madera que sirve
para cualquier cosa, en un trapo que cuelga de un clavo, en un reflejo que una capa de polvo
empaña. Sale al jardín, se echa al pie de la higuera y se confunde con sus raíces, la hierba
recubre enseguida su cuerpo, su piel se reseca y, a poco, se confunde con la tierra. El ogro
hembra que vive al lado atruena la casa y hace tambalearse los muros con sus bramidos. El
ogro macho que vive con ella replica con gruñidos no menos bestiales que los de su consorte.
Del otro lado, cae en cascada un caudaloso silencio de telarañas y de salas vacías. Yo soy una
minúscula bola de luz que habita el centro de una materia inerte, una masa en hibernación.
¿Vive alguien ahí? Un escritor, trabaja por la noche y duerme durante el día. Los gorriones
arman un revoltijo de mil demonios en el tejado, luego se derraman como un racimo alado por
los aleros y continúan su querella entre las hojas de papel de lija de la higuera. ¿Es un escritor
conocido? ¿Y yo qué voy a saber, si no conozco a ninguno? En el congelador hay una barra
de pan. Lo pongo a descongelar en el microondas. Luego lo corto y lo inserto en la tostadora,
lo rocío con aceite y sal. Me doy con él un verdadero banquete crujiente y vuelvo a la cama.
Duermo hasta las seis de la tarde. Salgo por la parte trasera de la casa y allí, donde nadie me
ve, me pongo a leer hasta que anochece. Cuando todo el mundo se mete en las viviendas para
cenar, salgo, me compro un bocadillo y un agua mineral, me lo como en la playa, escuchando
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el latín del mar, recreándome en la larga cadencia de sus frases, recibiendo noticias de los más
lejanos rincones del imperio. Ayer, hoy y mañana, todo se confunde en una sola
reminiscencia, en un solo soplo de brisa lunar, en el afilado rejón de plata de una estrella
solitaria. Y vuelvo a casa, mientras todo el mundo mira la tele. Leo en mi despacho hasta la
madrugada. Así, durante tres días. Tres días para bajar a la nada, olvidar en sus aposentos el
nombre que a uno le han puesto y regresar a la superficie del mundo, regenerado.
No obstante, tras ese paréntesis razonable, fue preciso retomar las riendas de la situación,
aunque de otra manera ya. Celebré, en el más absoluto secreto, al abrigo de los pesados
sillares del monasterio templario que había adquirido unos meses atrás, las anunciadas
reuniones, pues lo más urgente era, con toda evidencia, poner al día las cuentas de la empresa;
seguidamente, encauzarla desde el punto de vista financiero y en ese aspecto la conversación
con Ruano confirmó su verdadera relevancia de providencial inspiración. Mis consejeros
entendieron pronto el lenguaje en que les hablaba y abundaron en ideas y recursos. Esa noche
quedaron fundadas las bases de una nueva era para nosotros. Una compleja e
inconmensurable maquinaria de fabricar dinero se puso en marcha casi de inmediato, porque
en nuestros días no admitimos plazos, pues ya hemos olvidado los rudimentos y los socorros
de la espera, lo que no funciona en el acto, es desechado por obsoleto, por eso el circuito del
dinero ya no contempla la fabricación de bienes sino que, como el Ouroboros, la serpiente que
se muerde la cola, tiene que revertirse enseguida en más dinero, para enroscarse de nuevo en
la siguiente espiral y así sucesivamente, hasta acabar en la sequedad estéril de un borujo de
papeles sin valor, porque ése es el signo de nuestros tiempos. Eso no podía durar
indefinidamente, claro, pero para nosotros, en ese preciso momento, era como lluvia de mayo
para medrar y tomar con la mayor celeridad posible las posiciones que requería nuestra
ambición y el nuevo peso específico que habíamos adquirido en los últimos días.
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Tomadas estas provisiones, no me quedaba sino atender a un cabo suelto que pendía de la
urdidera. Con tal propósito fui un día a la atalaya, a la hora en que suele desayunar el personal
que vive allí. Mefiboshet, ayudado de los demás, sirvió la mesa en la terraza y nos sentamos
todos, en buena hermandad, al frescor de la mañana. Nuestro prioste parecía, sin embargo, un
poco mosqueado. ¿Qué te pasa, Juan? ¡Juan, Juan, aquí el único que me llama Juan eres tú!
Los demás que si Mefiboshet por aquí, que si Mefiboshet por allá, que si Mefiboshet esto, que
si Mefiboshet aquello, tanto es así que hasta la chica rusa cree que me llamo Mefiboshet. ¡A
saber qué quiere decir Mefiboshet en su infernal idioma! Como no dejen de llamarme así, un
día de estos les pongo ácido sulfúrico en el desayuno. Si hubiera sido un hombre honesto, le
habría confesado la responsabilidad abrumadora que me incumbía en ello. Dunia me
recriminó mi obcecada ausencia desde que habíamos llegado. Le repliqué que era, cuanto
menos, prudente, si no necesario, mostrarse discreto, al menos al principio, pero prometí que,
más tarde, la llevaría a visitar los lugares de interés en los alrededores. Luego, en un aparte
con Nicolai, le comenté que, si se encontraba demasiado al estrecho en una sola habitación
con su hermana, no tenía más que decirlo y mandaría que se les comprara un buen
apartamento para los dos. Me repuso que era muy amable de mi parte y me lo agradecía, pero
con el dinero que poseía tras el primer reparto de beneficios, bien podía adquirirlo él mismo.
No, deja más bien ese dinero reposar tranquilo por el momento, yo encontraré el modo de
efectuar una transacción discreta, vosotros no tenéis más que consultar las ofertas de los
periódicos y elegir, eventualmente visitar, el resto lo haremos de otra manera. Quiero que sea,
no obstante, un apartamento soberbio. Al fin y al cabo, si Dunia está aquí, es por culpa
nuestra. Lo menos que podemos hacer es acogerla del mejor modo posible. Entendido.
Luego busqué a Milos. Ven, tienes que ponerme al corriente sobre ciertos asuntos. Entramos
en el despacho y nos instalamos cómodamente en los sillones. Dime, ¿dónde nos encontramos
exactamente en relación al caso del príncipe Moshin? Todo está dispuesto para que nos
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lancemos al asalto, si verdaderamente crees que nos interesa hacerlo. ¿Por qué no nos iba a
interesar, si el asunto está, como pareces insinuar, a punto de caramelo? No sé, me da la
impresión de que llevamos una velocidad de vértigo, pienso si no sería más sensato, acaso,
afianzar primero nuestras posiciones, dejar que la inmensa polvareda que hemos levantado
caiga y podamos entonces ver más claro. Ese asunto está en otro campo y el viento sopla en la
dirección opuesta. Pero los movimientos….tú mismo has dicho que hay que ser discreto.
Cierto, hay que ser discreto, mas no por ello hay que dejar malograrse las oportunidades, cada
fruto tiene su día para cogerlo, ni más ni menos. Es que esto me huele a asunto de Estado y
dos asuntos de Estado en el mismo mes, me parece excesivo. Explícame primero el punto
exacto en que nos encontramos y luego veremos. El príncipe Moshin trata con unos caballeros
ingleses a través de un intermediario que obedece al nombre de Gedeón Pacheco, a mi modo
de ver se está fraguando un contrato de venta de armas a una escala formidable, difícil de
predecir por el momento. ¿Y qué necesidad tiene ese miembro de la familia real de pasar a
través de este Gedeón Pacheco para firmar un contrato de venta de armas a su país? Acabaría
antes convocando a los mencionados caballeros ingleses, que supongo no son sino altos
cargos de la empresa que fabrica las armas, en un despacho del ministerio de la guerra,
discutiendo las condiciones, luego las aceptaría o las rechazaría y santas pascuas. Eso que
acabas de decir es una ingenuidad. Debes saber que no se firma ningún contrato con ese país,
el cual no constituye, por otra parte, una excepción, a no ser, si acaso, en cuanto a las
proporciones que se manejan, sin que se paguen suculentas comisiones. Convendrás conmigo
en que la discusión de tales pormenores es un asunto privado, en el cual, aunque sólo sea por
delicadeza, no debe implicarse a ninguna institución oficial. Una vez estas cuestiones
discutidas y precisadas con todo detalle las modalidades de pago, facturas hinchadas,
servicios que jamás serán prestados, etc.….entonces ya se puede pasar por el ministerio de la
guerra y hasta por el propio palacio real si se tercia. En fin, por el momento no tenemos más
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que suposiciones, nada concreto; a pesar de todo, yo pondría la mano en el fuego para afirmar
que se trata de eso. La empresa, probablemente británica, o quizá americana, que está detrás
de esto la desconocemos, así como el tipo de armas en cuestión. El círculo que protege a todos
estos personajes es un anillo de hierro, sin ninguna fisura, excepto, tal vez, una. Dicho
resquicio se llama, presumo, Victoria de la Mata. Así es. ¿Qué más habéis averiguado de ella?
Antes de que os fuerais, advertimos que frecuentaba una especie de gimnasio entreverado con
escuela de danza, enteramente consagrado al bello sexo. El caso es que no acudía a él ni una
sola mujer que tuviera la menor necesidad de hacer ejercicio alguno. Sí, claro, hay que
conservarse… Pero todas mujeres de bandera, es así como decís los españoles ¿no?
Bellísimas en todo caso, sin una sola excepción. Solicitamos pues la colaboración de una
joven de nuestra entera confianza y la enviamos allí. Primero que nada, le revisaron todos los
papeles, como si fuera un control policial. Hasta le pidieron documentos de justificación de
domicilio. Ella prometió que los traería sin falta la próxima vez. Luego la hicieron pasar al
despacho del gerente, que fue quien la admitió personalmente. Durante las primeras semanas,
no hubo sino gimnasia y danza, todo perfectamente normal. A partir de ahí, la danza se iba
haciendo cada vez más sensual y comenzaron a impartirse cursos de cómo caminar por una
pasarela, cómo se efectúan bailes de seducción. Las chicas aceptaron esto como una evolución
natural de la formación. Finalmente la convocaron al despacho del gerente y éste le reveló la
verdadera naturaleza del establecimiento. Se trataba, en efecto, de una escuela de formación
de mujeres de compañía de altísimo lujo, para atender a clientes realmente especiales que
pagaban cantidades fabulosas por servicios de un refinamiento inhabitual. Lo que solicitaban
era verdaderas geishas occidentales. Todo el mundo sabe que por esta ciudad pasan políticos
del más alto rango, incluso jefes de Estado, así como los hombres más ricos del planeta. No
tendría que intervenir a menudo, pero con lo poco que lo hiciera podría considerarse rica a la
vuelta de un año. Aparte de que dominaría el arte de la seducción a un nivel tan elevado que
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llegaría a convertirse para ella en una magia infalible que pondría el universo entero a sus
pies. Ella, siguiendo las instrucciones que le habíamos dado, repuso que le dieran veinticuatro
horas para pensarlo. Dimitri Tchourbanov, que tal era la gracia del gerente, admitió este
plazo considerándolo una reacción razonable en una muchacha a la que se le pedía renunciara
a la honestidad de una vez por todas. Inmediatamente le pagamos a la chica un largo viaje de
placer mientras tomábamos las disposiciones necesarias para asegurarnos de que no volverían
a inquietarla. E hicimos bien pues, vencido el intervalo convenido, fueron a buscarla
infructuosamente a su propia casa. En realidad, no tuvimos que hacer nada más pues, como te
dije, Evgueni se esfumó de repente junto con sus lugartenientes, entre los que figuraba el
propio Tchourbanov. Éste dejó a cargo de la agencia “El ánfora”, a uno de sus subalternos, a
quien nosotros supimos convencer enseguida de que, privado de protección, le convenía llegar
a un acuerdo mediante el cual se comprometía a pagarnos un tributo y a acceder con toda
libertad a la información que ellos poseen sobre sus clientes, prometiendo utilizarla con
discreción. Eventualmente se nos permitiría recurrir a las chicas para obtener complementos
de la misma. Supongo que no intervendrías personalmente en tales negociaciones. Por
supuesto que no, envié a algunos de mis hombres con los que no necesito tener un trato
directo. De modo que ahora Verónica de la Mata trabaja para nosotros. Exacto. No logro
entender cómo una mujer rica, rica de cuna e incluso de solar noble, tome esa clase de riesgos
por dinero. A mi modo de ver no solamente es por dinero. No me digas que cuando se la
cepilló el enano barrigón, que tuvieron que ponerle un escabel para llegar a la altura
requerida, ella disfrutó con ello. Pienso que sí, tengo la convicción de que algunas mujeres
son capaces de encontrarle morbo a cualquier situación; muy pocos hombres para una
aventura, digamos, rápida, aceptarían una oponente que no tuviera algún tipo de atractivo, en
mayor o menor grado. Las mujeres, en cambio, acuerdan un elevado precio al acto mismo de
la entrega y no me estoy refiriendo únicamente al precio en metálico. Algunas damas de la
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mejor sociedad se entregan a camioneros, en la cuneta misma de las carreteras, sin tomar
apenas la precaución de ocultarse tras los primeros arbustos, sólo porque esa escena tiene el
formidable morbo del escándalo. Nada que ver con el polvo rutinario que le da en la cama el
marido con las luces apagadas y el gorro de dormir bien encasquetado. Cuanto más
morganática sea la entrega, mejor. Hemos seguido un poco a Verónica, no es que salga de una
cama para entrar en otra, pero durante el mes que habéis estado fuera, lo mismo la ha obtenido
un ejecutivo de la categoría de su marido, tal vez de su círculo íntimo, que un fontanero obeso
que vino a reparar una cañería. Y no sé si no se lo pasó mejor con el segundo que con el
primero, con el cual estuvo simplemente “profesional.” Imagino que también debe excitarles
la imaginación, me refiero a esas damas de compañía, pues ella lo es, las cantidades realmente
exorbitantes que ciertos magnates pagan por pasar unas horas con ellas, supongo que su
autoestima crece y que Dios me perdone pero adivino que muchas de ellas no pueden pasarse
de una dosis frecuente de dicha droga. Con el dinero que ganan se ofrecen caprichos caros,
lencería de lo más fino, joyas sin pasarse pues no pueden llamar la atención del marido y poca
cosa más. Por lo general, el capital que obtienen duerme a pierna suelta en una cuenta de
ahorro. Ninguna de ellas lo necesita para vivir. He estado revisando los ficheros, el noventa
por ciento pertenece a la clase alta. El diez por ciento restante, enteramente a la clase media.
Verónica de la Mata disfraza algunas aportaciones personales a la economía familiar con
donaciones de su padre, sabiendo que entre los dos hombres jamás girará la conversación en
torno al tema crematístico, no al menos en lo concerniente a los gastos domésticos. Así, el
matrimonio lleva un tren de vida fastuoso.
Necesitamos que colabore con nosotros en este asunto. Si el dinero no puede ser un
argumento definitivo para con ella, ¿a qué otro podríamos recurrir? Mi opinión es que ese
argumento debería contener una mezcla de ambos temas, a saber, dinero y morbo. ¿Tienes
algún plan? Sí, lo llevo pensando algún tiempo. Verás, hay que poner sobre el tapete una
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cantidad suculenta, eso por descontado. Pero luego conviene proceder de un modo que excite
su imaginación, a la par que implique la perennidad de esa fuente, a la vez de recursos y de
cierta clase de placer. He aquí mi plan, el actual gerente de la agencia “El ánfora” la convoca
a su despacho y le dice con toda claridad que gente situada muy por encima de él, manejando
hilos que le mueven personalmente, la ha elegido para una misión especial cuyo contenido él
mismo ignora. Sólo se lo explicarán a ella de viva voz si acepta ciertos requisitos para que
pueda tener lugar dicha cita sin que la personalidad de sus interlocutores quede revelada.
Entonces viene el aspecto rocambolesco de la cosa, al tiempo que necesario, por cierto. La
condición es que un coche vendrá a recogerla, de noche, al estacionamiento interior de la
agencia. Antes de subir al mismo deberá consentir que se le venden los ojos y seguidamente
viajará acostada en el asiento trasero. Debe saber también que la persona o personas con
quienes se entrevistará llevarán el rostro cubierto por una máscara. Cuando se le haga la
proposición, todavía estará a tiempo de rechazarla, prometiendo, eso sí, no divulgarla,
especialmente al principal interesado en ello. Ese encuentro podría tener lugar en el mismo
escenario que el de Ruano.
Por cierto, tu yugoslavo aprendió en poco tiempo a hablar un español impecable. También
Leviatán lo maneja con una pulcritud que envidiarían muchos labriegos de la vieja Castilla y
no parece ser oriundo de ningún país hispánico. Leviatán es cosmopolita y políglota por
necesidad de su oficio. La verdad es que yo te entrego una adaptación bastante personal de las
prestaciones lingüísticas de Milos y de los otros. Aunque hay que reconocer que han hecho
notables progresos desde que, antes de irme a Rusia, cumplí mi amenaza de imponerles un
profesor, que luego resultó ser profesora, de castellano; la cual viene regularmente a la atalaya
dos veces por semana.
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En fin, le dije a Milos que estaba de acuerdo. Y que lo haríamos así. Podía ponerlo en
marcha de inmediato. Se levantó con parsimonia del butacón, como si le dolieran los huesos,
y salió del despacho. A los pocos minutos le imité.
No había nadie en la terraza. Tomé asiento en el columpio. Se anunciaba uno de esos días
de septiembre que son un estallido permanente de luz, en una atmósfera diáfana. El sol
todavía no había comenzado a calentar. Cerré los ojos para absorber a gusto los nuevos datos
que se hallaban en la antesala de mi mente. Sentí la presencia de alguien y los abrí. Era
Mefiboshet con los periódicos. Se lo agradecí. Tomé distraídamente el primero de ellos y me
puse a hojearlo.
Una nueva sombra sobre el papel me indicó que alguien pasaba por delante de mí. Alcé los
ojos y resulta que era Dunia. Nicolai se ha ido para un asunto importante, me ha dicho. Tal
vez no regrese para comer. Intuí que Verónica de la Mata tenía algo que ver con esa defección
de Nicolai. Todavía nos quedan algunos días de verano, eso si aquí no es verano todo el año.
Podríamos ir a bañarnos a la playa. No era una buena idea presentarse en la playa con una
mujer así, para alguien que trata de pasar desapercibido. Tal vez no a la playa de aquí, por
precaución, pero sí podemos ir a una cala discreta, sólo frecuentada por extranjeros que tienen
sus casas colgando del acantilado. Allí hay un magnífico restaurante, al que sólo acuden ellos,
con una espléndida vista sobre el mar. Dunia desplegó una sonrisa increíble en cuanto a su
perfección. A decir verdad, yo mismo no podría haber imaginado un mejor modo de emplear
el día en espera de acontecimientos. Pero primero tengo que pasar por algún sitio para
comprarme un traje de baño, replicó.
Tomé las llaves del deportivo y le dije a Mefiboshet que no nos esperaran para comer. No la
llevé, desde luego, a cualquier sitio para comprarle el bañador. La vendedora pontificó, de
buenas a primeras, una mujer así, está hecha para lucirse. De modo que sugirió enseguida
modelos atrevidos para que se los probara. Dunia sonreía de verse así, pero no se hallaba en
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absoluto cohibida. Mi opinión es que no era en absoluto consciente del efecto que causaba. Al
final declaró que todo aquello le parecía demasiado atrevido y que no se imaginaba ataviada
de ese modo en la playa, a la vista de todos. Le repliqué que, al lugar al que íbamos, un
bañador así aparecería como algo más bien discreto, pues la mayor parte de las mujeres bajan
con una sola y menguada pieza, las otras, a la última moda, es decir con lencería, y algunas
totalmente desnudas. ¿Es eso posible? Ya lo verás con tus propios ojos. Dunia rió y la
vendedora se maravilló. Pero chica, ¿de dónde vienes tú? Y nos reímos los tres. Coge varios
de los que más te gusten. Sáquele luego alguno más discreto, por si algún día vamos a la
piscina de Acción Católica. Dunia no desmerecía con ninguno. Me preguntó cuál prefería para
llevárselo puesto. Elegí uno con el que sus caderas aparecían surcadas tan sólo por un
finísimo hilo transversal. Con su mirada pareció hacerme comprender que era un
sinvergüenza, pero sin enfadarse. Y, lo mejor de todo, accedió. Porque no es una playa
concurrida, dijo. A mi vez, saboreé con delectación la conclusión que se imponía, a saber, a
mí, al menos, me era dado contemplar esa visión sublime.
Tras bajar por una carretera que semejaba una escalera de caracol, llegamos a un reducido
aparcadero en el que no habría más de tres o cuatro vehículos, ninguno de ellos precisamente
corriente. La minúscula playa de guijarros, sin estar concurrida, estaba al menos poblada.
Sugerí a Dunia que subiéramos primero al restaurante para reservar una mesa, pues nunca se
sabe. Y, al mismo tiempo, podríamos dejar allí las llaves del coche para sentirnos más libres.
Entonces tendremos que quitarnos la ropa ahora y dejarla en el coche. Bueno, si quieres,
aunque aquí nadie roba la ropa. Un deportivo como este no sé, pero no la ropa, desde luego.
Claro, dijo, y empezó a desabrocharse los vaqueros. Yo hice lo propio, pero no pude evitar
espiar con el rabillo del ojo su sensual maniobra. Nos dejamos una camisa encima.
Para alcanzar el restaurante, había que ascender una larga y pronunciada escalera de piedra.
Al cabo de la misma apareció una terraza reverberante de sol, provista de mesas y sombrillas.
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El comedor daba la impresión de estar colgado sobre el azul y la vista se desplegaba hasta una
distancia inusitada. Le pregunté si quería tomar algo y me repuso que no, que estaba ansiosa
por bañarse en ese mar.
Rehicimos lo andado, atravesamos el aparcadero, más allá del cual se hallaba la recoleta
playa de guijarros. El paraje formaba, en efecto, una acogedora cala. ¿Ves –le recordé- cómo
baja la gente a bañarse? Ya veo, ya…. Era exactamente como yo había vaticinado. Sin
embargo, a pesar de que iba vestida con hábito de monja de clausura, en comparación con las
demás, todo el mundo miraba a Dunia admirativamente. Una vez más se apoderó de mí,
mediante un osado golpe de mano, la idea de que era posible empezar todo de nuevo, nacer
una segunda vez, ver este mar, que es el único mar que me interesa al fin y al cabo, con la
visión deslumbradora, casi dolorosa por efecto de esa belleza prístina de tierra nueva y cielo
nuevo que me dieron aquellos ojos recién estrenados de la infancia. Durante un instante
regresó esa sensación aguda de los días brillantes, demoledores, turbadores, de antaño, que le
dejaban a uno el cuerpo magnetizado, aturdido como un ciego por ver más de la cuenta.
Dejamos zapatos y camisas entre las peladillas enharinadas y nos pusimos a imitar el
albatros de Baudelaire, avanzando desmañada y penosamente por la cubierta, pero luego, en
cuanto tocó el agua, se convirtió en un cisne majestuoso. Se lanzó hacia la inmensidad
líquida, ora nadando por la superficie, ora explorando el fondo. Cuando sólo veía su cara,
parecía una niña feliz, quizá un poco frágil.
Quiso ir hasta la boca de la herradura y ver lo que había más allá. Le dije que muy bien y
me puse a nadar a su lado. Cortaba el agua sin esfuerzo, con movimientos precisos y bien
sincronizados. Sentí una vaga inquietud al contemplar aquella muñeca fina y delicada entre
los brazos del mar, dotado en ese momento de una fuerza tranquila pero inconmensurable.
Llegamos a un tramo que daba acceso al mar abierto, donde la corriente se intensificó
sensiblemente. Durante un tiempo nos quedamos estancados, sin avanzar ni retroceder. A
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pesar de todo, era una sensación agradable, el masaje del agua viva a lo largo de todo el
cuerpo. Creo que mi compañera se recreaba también en dicha percepción. De repente aceleró
la cadencia y se puso a avanzar, lenta pero francamente. La imité. Durante no menos de diez
minutos estuvimos midiendo nuestras fuerzas con las que nos enviaba el mar, la naturaleza.
Al fin logramos imponernos, doblamos la esquina y fuimos a caer sobre una minúscula playa,
protegida, no obstante, por una hilera de rocas del tamaño de una persona. Dunia salió la
primera, agarrándose a ellas y desplazándose con precaución para evitar una caída o un golpe
sobre las resbaladizas aristas sumergidas. Yo la contemplaba flotando todavía. Cuando me
tocó a mí trepar, comencé por posar mis pies sobre una roca plana y me erguí. El agua me
llegaba al pecho. Alcé los ojos y la espléndida silueta de sirena que encontraron me lanzó un
mazazo que me dolió en todo el cuerpo; por otra parte, el prodigioso contacto con el agua del
mar sublevó mi sangre de un modo tan contundente que no me atreví a moverme siquiera,
quedándome como una estatua desnuda a la que la marea descendente amenaza con descubrir.
¿No subes? Dudé un instante, e incluso creo que enrojecí. Sin embargo, permanecer inmóvil
hubiera sido revelarlo todo con la misma claridad. Después de todo, tal vez el efecto no fuera
en realidad tan manifiesto como creía y acaso pasara desapercibido. La imité en su recorrido,
me agarré a las mismas rocas que ella, un tanto inquieto porque notaba el efecto de su atenta
mirada. Cuando noté que mis pies se hallaban definitivamente afianzados en la orilla, alcé de
nuevo los ojos. Sonreía con un fulgor entre irónico y divertido. Supe entonces que la reacción
que me había puesto todo tenso como una maroma de barco, en modo alguno le había pasado
desapercibida. Me ruboricé sin remedio hasta las orejas. Dunia avanzó hacia mí como en un
sueño, posó sus manos sobre mis hombros y suavemente empujó hasta que sentí apoyada la
espalda contra la roca. Recibí su cuerpo a lo largo de todo el mío y el contacto de su boca
abrasó mi médula espinal y luego las entrañas. El deseo, en ciernes durante tantos días, estalló
sin remedio, mis manos se aferraron a sus ansiadas formas y sin saber cómo ni cómo no, a
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poco habíamos formado ya un solo latido y un solo cuerpo. Así son las cosas y así se abren
camino.
No vayas a creer que, porque te haya hecho el amor, te he perdonado el hecho de que, por tu
culpa, me halle enamorada por primera vez y que ello sea de un gánster. ¿Cuánto tiempo
llevas haciendo esta vida? Seis meses. Se maravilló. ¿Sólo? Sí. ¿Y antes? Un empleado de
oficina. ¿Casado? Casado. ¿Y dónde está ahora tu mujer? Lo ignoro. ¿Os habéis divorciado?
No. ¿Cómo fue que te metiste en esto? Eran igual que ovejas sin pastor. ¿Piensas dejarlo
alguna vez? Cuando todo esté encauzado, le pasaré el testigo a Milos. Quizá todavía sea
posible que no hayamos cometido los tres la locura de nuestras vidas. Quizá. Y es verdad que,
en ese momento, hablando con Dunia, lo daba por hecho.
Ahora vamos a comer, pues con tanto ejercicio se me ha abierto el apetito. Diciendo esto, se
lanzó al agua. La corriente nos dio alas para el camino inverso, entramos en la ensenada como
dos bajeles con las velas desplegadas, cruzamos transversalmente el espacio interior de la
herradura, de una tirada, hasta llegar a la playa. Creo que, en esa excursión a nado, no
solamente la conocí bíblicamente, sino que se me apareció como una chica vigorosa, fuerte,
decidida. Estaba encantado.
Ascendimos la pina escalera acicateados por el hambre y la sed. Nos instalamos en nuestra
mesa para dos, rodeados de alemanes y de ingleses tostados como bantúes al final del verano.
¿Qué me aconsejas? La paella marinera, la hacen excelente aquí, a fuego de leña. El camarero
tomaba nota. Y un vino blanco de la tierra.
Mientras llegaba el pedido, consumimos un Martini, también blanco, con cubitos. Pensé que
había tantas cosas que mostrarle a Dunia, tantos lugares que visitar, en la costa, en el interior,
tantos platos típicos que hacerle probar en el sitio mismo en que nacieron. Tan sólo con esta
región, había mil días de felicidad. Y luego teníamos el mundo, que no es moco de pavo.
449
Fue tal la despreocupación de ese día, que olvidé todo, los dolores antiguos y los modernos,
mis planes, mis temores, mis frustraciones, mis remordimientos y mi orgullo; si alguna vez
me había apretado el zapato en algún sitio, lo había olvidado. Era, en efecto, como si hubiera
bebido un buen trago de agua de Leteo y la encontraba fresca, embriagadora.
Bromeamos juntos sobre todas las experiencias que habíamos compartido, sobre los
personajes que habíamos conocido, desde el primer ministro hasta su tía Anastasia. También
sentimos un escalofrío ante el recuerdo de los muertos, pero se nos pasó pronto. No era ése un
momento para pensar en los muertos. Tampoco nos detuvimos mucho en la evocación de la
datcha. Aunque sí en el viaje que emprendimos con la pavorosa huída. Le conté asimismo
nuestras aventuras en Moscú antes de que apareciera ella. Y finalmente la pura verdad de
todo.
Cuando quisimos darnos cuenta estábamos solos, con la excepción de los camareros.
Pedimos la cuenta y volvimos a bajar a la playa. Tomamos el sol y nos bañamos, sin
preocuparnos por las llaves del coche ni por la ropa.
Cuando la tarde comenzó a declinar, nos vestimos y nos fuimos a pasear por una playa
anónima. Había un mercadillo donde compramos infinidad de cosas. Las dejamos en el
maletero del coche y la emprendimos con el paseo marítimo, con los farallones del puerto, el
pueblo de pescadores, en fin, con todo lo que había que ver allí sólo porque lo veíamos juntos,
razón por la cual se hallaba revestido por una pátina especial y no había que desperdiciar ni
una sola perspectiva, ni una sola escena.
Más por respetar las conveniencias que por otra cosa, regresamos a la atalaya a la hora de
cenar. Decidimos no manifestar por el momento el lazo que nos unía. Pero nuestros ojos
debían poseer un brillo extraño que lo delataba todo. Nicolai, acercándose discretamente a
nosotros, nos comentó. Ahora, tal vez sea más conveniente que seáis vosotros quienes
busquéis un piso. Le repliqué que también él podía hacerlo, si así lo deseaba. Repuso que no,
450
que allí le daban la comida hecha, de calidad, además, y la ropa lavada. Le apañaba esa
situación, de momento. Perspicaz, tu hermano, le dije a Dunia cuando éste se hubo alejado. Él
tenía la ventaja de haber sido prevenido, contestó.
También Milos se acercó en cuanto me vio solo. Verónica de la Mata acepta reunirse
contigo. La cita tendrá lugar mañana.
Así que, al día siguiente, anochecido ya, me hallaba en el palacio arzobispal, convertido de
nuevo en el hermano negro de la risa fija. Había mandado que trajeran más candelabros.
Quería una atmósfera menos lúgubre que la utilizada para recibir a Ruano. La luz y el fuego
debían dominar ligeramente sobre las tinieblas. Al fin y al cabo era una mujer y no hacía falta
abrumarle tanto el espíritu. El espíritu de Verónica de la Mata se hallaría más bien en una
situación, hasta cierto punto, familiar pues la nobleza española tiene los ojos avezados, desde
la más tierna infancia, a la luz temblorosa de las candelas, a la penumbra y a los recovecos
oscuros de las iglesias y monasterios. Se trata de encontrar para ella un equilibrio entre una
emoción que no llegue al susto, portadora quizá de reminiscencias, y el respeto,
indirectamente ligado al que los venerables padres le habrían impuesto durante las ceremonias
sagradas a las que pronto fue iniciada y a las que nunca ha dejado de asistir. La máscara de la
risa es otra cosa. Veremos de qué tipo de estofa de mujer está hecha Verónica de la Mata.
La máscara de la risa. Mientras me paseaba con ella en la mano por aquella vasta sala
iluminada con profusión de cirios como para una misa de réquiem, me pregunté cómo sería
realmente por dentro un hombre con una sonrisa indeleble impresa en los labios, pero ello no
siendo la consecuencia de una suerte de defecto de nacimiento o de accidental herida, sino por
voluntad propia, como resultado de una inquebrantable decisión. Y, sobre todo, cómo sería
percibido por los demás. Los acontecimientos de toda índole sucediéndose ante sus ojos y él
deslizándose invariablemente entre ellos con su sonrisa inalterable. El alma de un hombre así,
sólo puede ser insuflada por el Diablo, o ser el Diablo mismo. Un perenne desafío a la obra de
451
Dios que impone altibajos de fortuna, mudanza. Ciertamente no habría seriedad que pudiera
igualar esta risa. Un hombre así, dirían quienes estuviesen bajo su férula, es capaz de
cualquier cosa. Sin embargo, la única utilidad que le veo es la de mandar. Mandar haciendo el
sacrificio de su propia vida. Mandar, sobre todo, una asociación secreta, pues las grandes
masas no podrían soportar por mucho tiempo semejante dosis de terror. Tener trato tan sólo
con un escogido grupo de adeptos bien templados. Tienes ideas de César de las tinieblas, es
decir, de César Borja, de Papa Negro. Desde que tuve los primeros efluvios de ti, me di cuenta
de lo bien fundado del juicio de quienes me pagan. Un año más y te hubieras convertido en el
piñón libre más peligroso del mundo. Una pesadilla para sus Señores legítimos, en el supuesto
de que éstos dejen alguna vez prosperar en suelo fértil una semilla de cedro, lo cual resulta
poco probable. Por sus obras los conoceréis. Y, al día siguiente, cuello rebanado.
Había prometido a Dunia que dejaría esa vida a la menor ocasión. Sí, hay muchos sabios
que se caen de la torre por el espejismo de una mujer. Sin embargo, el ojo del cedro, el que
dirige el crecimiento de la planta, no va a dejar de subir por amor a la tierra. Las más de las
veces se llega a un compromiso y acepta acariciarla y nutrirse de ella tan sólo por el
intermedio de las raíces. El amor es más fuerte que la muerte, dice el texto sagrado. Pero al
destino se le suele representar con los atributos de un dios. ¿Y el libre albedrío? El libre
albedrío es una parida de Trento, ¿acaso tu meditación sobre la máscara de la risa no era una
meditación sobre el poder?
El poder, sí, me dije mientras acariciaba su superficie lisa, de alabastro, cuando se paladean
sus mieles, se pierde el gusto por los otros manjares. Enfrente, Dunia, pesaba tanto en la
balanza como todo eso; los mil días de felicidad, como preludio a toda una nueva vida. Una
vida nueva, de inmersión en el eterno femenino, ¿por qué no? ¿Qué tiene de malo el eterno
femenino? Sin hacer mal a nadie, sin hacer tampoco el bien. Que cada palo sostenga su vela y
a quien Dios se la da, San Pedro se la bendiga.
452
La máscara de la risa no estaba aún sobre mi faz, sino entre mis manos, burlándose de mí,
de mis dudas, de mi personalidad escindida, de mi poco fuste. Pero no quise tomármelo a mal
a causa del servicio que me iba a prestar. Lo que escuece siempre cura y nunca hace mal
contemplar su propia imagen tomada desde el ángulo más propicio a la derrisión. Por eso, los
príncipes de raza no practican el culto a la personalidad, ésa es la obsesión de los
advenedizos; ellos contratan bufones para que les imiten de la manera más ácida posible. Y si
caen en desgracia y no pueden permitirse tales dispendios, lo hacen ellos mismos.
Por el momento disponía de una moratoria y de un postrer asunto. Tras el cual legaría a
Milos si no un imperio, sí un emporio. No lo rechazaría. ¿Y la propia Dunia, me dije
entonces, cómo reaccionará ella cuando se vea entronizada reina de este Reino de Tiniebla?
Paciencia y barajar; las decisiones se toman maduras, como la fruta, si no, pueden hacer daño.
Percibí una cierta agitación en el patio. Se oían pasos precipitados y alguna voz atenuada.
Cuatro benedictinos con cogulla se dirigieron con paso vivo hacia la poterna que daba acceso
al garaje. La señora de la Mata había llegado, sin duda alguna.
453
II
Ocupé mi sitial y ajusté la máscara. Los vapores lúgubres de las anteriores ideas me tenían
todavía un tanto abatido. La puerta se abrió tras un prolongado chirrido de goznes. Una
deslumbrante Verónica de la Mata apareció entre los cuatro encapuchados. Había optado por
la seducción, era su baza y ella lo sabía de memoria. Llevaba un vestido pastel, con cinturón,
que le cubría apenas la franja central del cuerpo, marcándole demasiado bien las formas. Por
arriba destacaban, casi descubiertos, unos senos turgentes y unos hombros esbeltos sólo
envueltos por la melena negra. Por abajo, la tela se detenía igualmente pronto, desvelando la
práctica totalidad de unos muslos potentes, unas piernas doradas, largas y bien torneadas,
fijadas al suelo mediante unos zapatos plateados, de tacón de aguja.
Hice una seña a los cluniacenses para que le quitaran la venda y luego otra para que nos
dejaran solos, no era aquella una visión apropiada para sus castos ojos. Aguardé hasta que la
puerta se hubo cerrado de nuevo. Indicándole con la palma de mi mano la silla que le habían
preparado, le rogué que tomara asiento. Los frailes traían una cuerda, al descubrir la silla
pensé que me iban a atar a ella. No lo considero necesario. En lugar de sentarse, avanzó
directamente hacia mí. Tal vez no haya tomado la decisión correcta, debería saber que las
mujeres somos curiosas, ¿y si le arrancara la máscara para contemplar su rostro y ver si es
usted tan feo como el fantasma de la ópera? Su rostro se acercó tanto al mío que apenas los
separaba un palmo de distancia. Una poderosa fragancia de mujer me dejó narcotizado. No
moví ni un músculo para impedir su acercamiento. Recapacite un instante antes de hacerlo,
454
pues si consumara el acto, me vería obligado a determinar que no saliera nunca más de estos
muros. A lo mejor no es una mala idea, entregada día y noche a los sementales de esa
hermandad que me ha traído. A la larga acabaría por cansarse, presumo. Quizá.
A través de los agujeros de la máscara, la veía como una serpiente cascabel alzada sobre una
parte de su cuerpo, pronta a lanzar el ataque. Las pupilas de sus ojos se clavaban sobre las
mías como dardos envenenados.
Dio media vuelta y fue a sentarse en su silla, cruzándose de piernas y con mirada todavía
retadora. Por cierto, esos religiosos que me han conducido a su presencia tenían la mano un
tanto laica y larga, para haber hecho voto de castidad. Hablaré con ellos para que el incidente
no se repita durante el trayecto de vuelta. No vale la pena que se tome la molestia, no me han
hecho ningún mal. Dígame, ¿en qué puedo servirle?
Le he pedido que venga para proponerle un trato. En principio sólo puedo explicárselo con
parábolas. ¿Me ha traído aquí, acaso, para leerme el evangelio? Digamos que en el interior de
una fortaleza inexpugnable va a sellarse, en breve, un pacto, algo así como un fabuloso
acuerdo de venta de armas que debe ser negociado entre una empresa de occidente y un
gobierno, pongamos por caso…oriental. Bueno, no es precisamente una materia relacionada
con una obra pía, tal como, en principio, podían sugerir sus hábitos. El interés esencial de este
asunto consiste en que los representantes de ese gobierno oriental no están dispuestos a dar el
visto bueno al plan si no es a cambio de voluminosas, y cuando digo voluminosas estoy
poniendo el adjetivo en los labios de gente que ya de por sí es inmensamente rica, comisiones.
¿Y mi papel en este esquema? Usted será la doncella que introducirá de las riendas el caballo
de Troya en el interior del recinto, como un regalo que no puede ser rechazado. ¿Y quién le
asegura a usted que se me abrirán a mí precisamente las puertas del reducto amurallado,
cuando es sabido que las fiestas con las doncellas suelen hacerse antes o después, no durante,
las firmas de los convenios? Su misión consistirá únicamente en depositar el caballo de Troya,
455
no en asistir a las sesiones. Pero el caballo de Troya debe ser depositado en el lugar mismo en
que vayan a transcurrir las negociaciones. Eso déjenoslo de nuestra cuenta, tenemos un plan;
permítame únicamente asegurarle que ello es factible, aunque también es verdad que la
empresa no carece de peligro. ¿Y qué obtendré a cambio? Una parte suculenta del dinero que
pensamos extorsionarles. ¿Qué cantidad exactamente? En el actual estado de cosas no
podemos hablar de cantidades precisas, pues ignoramos el volumen exacto del negocio, pero
le aseguro que será una cifra por la que valdrá la pena tomar cierto riesgo, siempre razonable,
por supuesto. El dinero no me conmueve, necesito más detalles. No puedo dárselos mientras
no obtenga su compromiso formal. Y yo no puedo comprometerme sin conocer con toda
exactitud las cláusulas del contrato. Está bien, hablar de la fortaleza inexpugnable es una
manera metafórica de hablar, en realidad se trata de aproximarse a una de las partes y eso, nos
consta, usted ya lo ha hecho en varias ocasiones. Por decirlo de otra manera, las puertas del
castillo se abren y se cierran como usted quiera y en el momento que usted quiera. El caballo
de Troya en cuestión es una réplica exacta del móvil que suele usar determinado personaje;
por cierto, ésa sería su primera labor, proporcionarnos tal información. Se trata de un modelo
exclusivo de Nokia, en oro macizo, puesto que el personaje al que se está refiriendo no es otro
que el príncipe Moshin.
Ha dado usted en el clavo. Esto complica levemente la operación, pero no la hace imposible.
Explíquese. Cuando no podemos dar el cambiazo, tenemos un plan alternativo, que consiste
en robar el aparato, ponerlo entre las manos de nuestros técnicos, quienes le introducen un
dispositivo mediante el cual obtenemos los mismos efectos que con la opción precedente y no
lo puede detectar más que el ojo atento de un experto, tras haber desmontado el móvil, por
supuesto. La operación dura unos diez minutos. Tal vez algunos más con un aparato
sofisticado como sin duda lo es el del príncipe.
456
Lo siento, pero no puedo aceptar. ¿Sería tan amable de explicarme sus razones? Es
imposible sustraerle el móvil y entregárselo a sus técnicos, el cerco de vigilancia establecido
en torno al príncipe Moshin es demasiado estrecho. Escuche, la acción tendrá lugar en su
propia casa, nuestros técnicos se esconderán una hora antes en el sótano, el cual puede
maquillarse durante los días precedentes con objeto de que nadie pueda encontrarles si los
guardias del príncipe deciden efectuar una inspección previa. A una señal suya que puede
establecerse fácilmente, un agente nuestro subirá hasta su habitación, poco importa el trayecto
que tenga que realizar, existen soluciones. Ahora es usted quien no quiere entender la
situación, su guardia personal no le abandona jamás, tal vez cuando esté con sus mujeres
legítimas consienta en contentarse con vigilar puertas y ventanas, pero no en mi caso, yo no
soy más que una prostituta que él paga con su dinero; eso sí, una prostituta de mucho lujo.
Una aristócrata del reino de Ifrancha, según él, nada menos. ¿Quiere usted decir que
cuando….? Cuando se me está pasando por la piedra, de todos los modos que se le antoja, hay
siempre alrededor un corro de cuatro o cinco mamelucos que no pierden miga. Cuando se
trata de sus propias esposas, sabido es que no las quieren mostrar sino cubiertas de velos,
hasta el punto de que sólo se las conoce por ésta o aquella cualidad de los ojos. Sin embargo,
la aristócrata de Ifrancha es una cosa muy distinta. No es inhabitual que invite a sus amigos
para que asistan a los asaltos y se ha dado el caso de que les permita participar en ellos, unos
por delante, los otros por detrás, los unos por arriba, los otros por abajo. Está sumamente
orgulloso de su aristócrata de Ifrancha. Ella pertenece a la altiva casta de quienes los
desterraron de Al-Ándalus. Es una manera de desquitarse de la afrenta mal olvidada y eso a
mí me excita lo indecible, no solamente porque se ponen furiosos como macacos
representando la pantomima, sino porque a una mujer, que es toda ella el puro concepto de la
entrega, le gusta humillarse cuando practica el sexo, y qué manera más profunda de entregarse
que cuando se humilla, no solamente a sí misma, sino a toda su estirpe al propio tiempo.
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Bueno, debo admitir que esto lo complica aún más. Concédame al menos que, si
encontramos un plan viable, podremos contar con su colaboración. No cuente conmigo, es
demasiado peligroso y, mientras no se demuestre lo contrario, imposible. Considere que
cuando hay tanto dinero en juego, el ingenio se aguza. Ya le he dicho que el dinero no me
interesa. Hágalo por la aventura entonces…. Prefiero ver una película de Indiana Jones.
Hablando de películas, permítame que veamos juntos unas escenas.
Abrí la gaveta de un escritorio que se hallaba junto a mí y tomé un mando a distancia. Pulsé
un botón y comenzó a desplegarse una pantalla. Luego apreté otro y ésta se llenó de vida. La
primera secuencia reprodujo la hazaña del príncipe con el escabel. La segunda contenía los
embates, más serios, de Nicolai. Sólo eran extractos, por lo que la sesión no duró mucho. De
nuevo pulsé los mismos botones, se apagó el aparato y se enrolló la pantalla.
Verónica ni se inmutó, antes al contrario, esbozó la más sensual de sus sonrisas. Se levantó,
sin ocuparse de su falda que se le había subido tanto que a punto estaba de mostrar otras
prendas más íntimas y avanzó de nuevo hacia mí. Se asomó, curiosa, una vez más, a los
agujeros tras los cuales me ocultaba. Luego fue bajando lentamente hasta quedar arrodillada
en el suelo. Pero su rostro miraba hacia arriba, con una complicada mezcla de arrogancia y
malicia.
He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Así, se quedó allí, como
esperando una orden. Bien, te pondremos al corriente en cuanto hayamos perfilado un plan
mejor acabado. Eso es todo, por el momento. Puedes irte. ¿Tan pronto? Sí, todo está hablado.
Sin más, me dirigí a la puerta. Antes de abrirla, me volví hacia ella y esperé a que se pusiera
en pie. Se bajó la falda con un exagerado contoneo de caderas. Abrí pues y los cuatro
encapuchados entraron.
Ha sido un placer conversar con usted. El gusto es mío. Bajó los ojos y echó a andar
custodiada por las cuatro moles negras.
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Una noche agitada y mal dormida sobrevino. Apenas amaneció, me puse bajo la ducha
durante un largo rato, esperando lavar sus efectos. A la hora del desayuno, me encontraba en
la atalaya, esperando a que sus pobladores fueran emergiendo uno a uno. Les anuncié que,
tras levantar los manteles, iríamos todos al despacho para una reunión plenaria. Dije esto
porque, cuando se hablaba de reunión plenaria, todos, hasta el propio Mefiboshet debían
asistir a ella, aunque éste solía solicitar pronto permiso para abandonarla con cualquier excusa
doméstica. Así, me aseguré la presencia de Dunia.
Referí someramente el contenido de mi entrevista la noche anterior con Verónica de la Mata
y solicité la colaboración de todos para afinar el plan, según los nuevos datos que incidían en
él. Que reflexionaran y no dudaran en exponerme sus conclusiones.
Por otra parte, puesto que Evgueni no está, seremos nosotros quienes compremos el
complejo “Las torcaces”. Milos, da las órdenes oportunas a nuestros consejeros económicos y
jurídicos. Otra cosa, ¿dónde nos hallamos en el asunto del palacio del marqués de las Tejas?
Pigmalión ha firmado la licencia, como él mismo había anunciado. Perfecto, manda a alguien
a Madrid; quiero todos los detalles referentes a esa licencia.
Concentrémonos ahora en la personalidad de Gedeón Pacheco, porque bien pudiera ser que
nos conviniera cambiar de estrategia y tratar de penetrar en el reducto a través de él. No será
tampoco tarea fácil, repuso Milos. Gedeón Pacheco es el hombre de las cavernas que aparenta
ser, no usa móvil, ni ordenador, tan sólo la cabeza donde almacena, según parece, una
cantidad ingente de datos. ¿Vive solo? Con su mujer, pero ésta apenas sale de la casa que
poseen hacia el final de la playa; pienso que está enferma y desde luego no interviene para
nada en los asuntos del marido, me pregunto si siquiera tiene conocimiento de ellos. Imagino
que nuestro Gedeón está siendo sometido a una vigilancia férrea. Sí, claro. ¿Y ha dado algo de
sí tal provisión? De momento nada. Se ha reunido dos veces más con el príncipe Moshin, en
condiciones similares a la primera, en la misma casa de campo. Las precauciones que toman
459
son tales, que nos es imposible saber de qué tratan. Luego va a Madrid, se reúne con dos
gentleman, en su lujosa habitación de hotel, donde, por cierto, desentona como el pan de
centeno en la mesa de un arzobispo. Después salen a pasear por Madrid, hacen turismo,
visitan museos, cenan opíparamente y cada mochuelo a su olivo. ¿Cuál es el olivo de los
gentleman? Otro hotel caro de la capital. ¿Habéis intentado poner micrófonos en las
habitaciones? Las tres están intervenidas, por supuesto. Y registradas cuidadosamente. Pero
jamás hablan de negocios en ellas, ni siquiera en las mesas de los restaurantes, ni de los bares.
Tan sólo en bancos públicos, envueltos en el ruido del tráfico más denso de la capital. Así
que, por el momento, no hemos sacado nada en claro. Es un viejo zorro, ese Gedeón Pacheco;
que no se le deje ni a sol ni a sombra.
Vuk, ponte en contacto con Felipe y averiguad lo que podáis sobre los modelos exclusivos
que Nokia hace para los grandes de este mundo, qué material contienen, las funcionalidades y,
sobre todo, cómo se desmontan, si tienen algún tipo de mecanismo de protección, en fin, todo
lo que os permita no quedaos pasmados cuando os lo pongan entre las manos, si alguna vez
esto llega a suceder.
Es todo por el momento.
Cada cual vacó a sus obligaciones, que no eran pocas. Dunia, ¿te apetece una nueva sesión
de playa? Afortunadamente tengo ahora una colección de trajes de baño para elegir. Fuimos a
otra cala, tan discreta como la anterior. Comimos en un restaurante de tierras adentro y
visitamos una ciudad amurallada. Regresamos a la atalaya para cenar, pues estaba un tanto
ansioso, por todo en general. Sabía que habíamos entrado otra vez en un período de acción, la
cosa no podía pararse ahí, los añafiles que convocan al combate sonaban sin parar en mis
oídos. Todo va bien, me tranquilizó Milos. Sin embargo hay una novedad. Verónica de la
Mata solicita verte de nuevo. He arreglado una cita para esta noche, según idéntico
procedimiento. Vale, asegúrate de que nadie sigue al coche que la lleva a palacio. Descuida.
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Verónica llegó arrebatadora, como en la ocasión anterior. Con un vestido distinto, eso sí.
Tenía un plan, que me expuso. Su marido partía al día siguiente para un largo viaje, el propio
príncipe Moshin, usando de sus influencias, había arreglado el expediente con las altas esferas
de la empresa. No era la primera vez que el abnegado ejecutivo era propulsado, como un
satélite en órbita alrededor del mundo, por la misma mano. Nuestros hombres podrían ir
enseguida para inspeccionar el terreno y efectuar los trabajos que se impusieran para
disimular su presencia en el sótano. Ella retrasaría la cita con el príncipe hasta que todo
estuviera dispuesto. La ventaja, explicó, es que si la cosa no sale bien, tal vez no lleguen a
enterarse y podamos inventar otro subterfugio. Estuve de acuerdo con ella y lanzamos la
operación.
Entró Verónica en su despejado salón, seguida del príncipe y su séquito. Hoy quiero
ofrecerte, Mulana, a ti y a tus bravos, un regalo entrañable. ¿Qué clase de obsequio desea
ofrecer la gacela del rebaño del rey? Un espectáculo de los que no se ven en los palacios de
oriente, ni aun cuando la noche se halla en la mitad de su carrera y sólo quedan en pie los
insomnes más perversos. ¡Habla pues, ye princesa de las bellas! Es un deseo íntimo que va a
hacer mis delicias tanto como las tuyas y refrescará los ojos de tus mamelucos. ¡Dime, oh
Luna en su catorceavo día! Un espectáculo, quiero ofreceros esta noche un espectáculo que
culminará en un número dotado de una fuerza telúrica.
El príncipe Moshin experimentaba dificultades en contener su respiración.
Dime, excelencia, ¿no te gustaría ver a tu yegua de Ifrancha cabalgada por un verdadero
Pegaso, por el ariete descomunal de tu palafrenero? ¿Mi palafrenero? Tu cochero, Mulai, tu
chófer, el más humilde de tus servidores. He notado que cada vez que aparezco en su
presencia, se exalta. Y no hay semental que posea un bulto semejante al de él. Desearía
tenerlo dentro y que tú y tus arrocavas lo vierais y gozarais con semejante fantasía. Jamás he
visto una zorra con la mitad del frenesí que abrasa tu ingle. Por eso me quieres bien. Es
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verdad, pero has de saber que el sib que posee mi cochero es ciclópeo. Le puedo pagar las
putas más refinadas del mundo, pero no sirven, son demasiado delgadas, demasiado sutiles; es
preciso ir a lugares especiales, sólo allí se encuentran mujeres de su talla. Y aún así las hace
sufrir lo indecible y hay que pagarles siempre el triple; mis ojos han visto todo eso. Pues bien,
esta noche van a ver maravillas, mi señor. Pero antes de que lo hagas subir, necesito estar
preparada, para lo cual requiero la colaboración de todos. Dispón a tu antojo de nuestras
personas, soberana del fuego.
Y la soberana del fuego dispuso, ordenó y mandó. Y todos los demás, sin excepción,
obedecieron como cadáveres.
El programa, con todos sus efectos especiales, había sido preparado de antemano y consistía
en una mezcla de pase de modelos, en el que Verónica exhibió una verdadera colección de la
más atrevida lencería, danza y, por supuesto, música. La artista había colocado a los
espectadores sentados en fila y, de vez en cuando, cual pájaro audaz, se iba posando en el palo
de uno y de otro, cual ave del paraíso. Luego alzaba el vuelo como una tórtola y continuaba la
función. También, con sus idas y venidas, la guardia de proximidad del príncipe Moshin, así
como el propio infante, se iba encontrando cada vez más ligera de ropa.
Cuando los hubo despojado por completo, pasó a una fase más emocional, la cual consistió
en tocamientos cada vez más osados. Finalmente llegó la fase de penetración, pero la paloma
seguía sin demorarse mucho en cada palo, de modo que la exaltación se convirtiera en frenesí.
Ahora, Mulana, ya puedes llamar al chófer. El príncipe hizo un gesto a uno de sus alfiles y
éste tomó su móvil y conminó al interfecto para que subiera. No hubo que esperar mucho pues
el coche, por razones de discreción, había sido aparcado en el garaje mismo de la casa, o
dicho de otro modo, en el interior.
En el instante en que el infeliz hizo su entrada en el salón, parecía que había ingurgitado
varias botellas de alcohol puro. Sus ojos eran como platos y no parpadeaba. No es que no
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hubiera imaginado lo que había venido a hacer su señor en esa casa. Pero de ahí a verlo y
percibir a toda la guardia al completo como Alá los trajo al mundo, ciertamente, había un
trecho. Tampoco oía, se le hablaba y no obedecía, ni siquiera a la voz del príncipe.
Verónica tuvo que cogerlo de la mano, como a un niño, sentarlo en el sofá, secarle el sudor
con un pañuelo, hablarle primero como una madre, luego, poco a poco, como una novia.
Hasta que notó que el cipote comenzaba a subir como de costumbre, como cada vez que la
veía acercarse o alejarse del coche, o subir en el asiento de atrás y desplegar sus infinitas
piernas que le ponían a hervir el cerebro como si fuera una calcinada roca del desierto.
Llegó el momento, Mulai, de pasar a mi alcoba, para superar este trance necesito un mínimo
de confort. Tomó de nuevo de la mano al incrédulo palafrenero, que aún no había
comprendido lo que le esperaba, y se dirigió hacia su habitación, seguida, como convenido,
por el entero tropel de hombres enardecidos hasta el frenesí, hechizados y olvidados hasta de
su propio nombre. Dio orden de encender todas las luces, de abrir todas las puertas del
armario ropero y de orientar todos los espejos hacia la cama. Entonces comenzó a ocuparse
del pobre diablo que, al cabo, llegaba a entender algo de lo que se esperaba de él.
Mientras tanto, Moussa atravesaba descalzo el salón, directamente hacia la chaqueta del
prócer cuya ubicación exacta había reparado a través de la pantalla, pues, evidentemente, las
cámaras de televisión no se habían retirado todavía, a pesar de que la dueña de la casa estaba
al corriente de su existencia. Ouissen y Vuk se hallaban cada uno tras una jamba de la puerta,
armados con fusiles de asalto, por si acaso las cosas se torcían de mala manera.
Felipe tardó catorce minutos exactos en operar el artefacto. Cuando los demás lo recibieron
entre sus manos, estaban todos sudando la gota gorda. No sabían que, dos horas y media más
tarde, todavía no había salido ni un alma de la habitación de Verónica de la Mata.
La tensión que nos había mantenido en vilo durante los tres días que duraron los
preparativos, nos pasó factura de una manera fulgurante. Apenas pude mantenerme en pie el
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tiempo necesario para aguardar la llegada de los protagonistas de ese golpe de mano fabuloso
y felicitarles. Ellos estaban, cómo no, orgullosos, pero la extraordinaria zozobra que habían
vivido les había dejado agotados, con los ojos vidriosos. Les dije que a dormir, que mañana
sería otro día.
Y no me equivoqué, el día siguiente fue otro día, pero de los de órdago. Ocurrieron sucesos
de la máxima importancia que, pese a haberlos previsto, no dejaron de sorprendernos. Sobre
todo porque ocurrían en pleno remolino de impaciencia ante los prometedores resultados de la
operación de la víspera.
A pesar del cansancio, dormí mal, a trechos. Pero, dado que me levanté tarde, alguna
compensación se produjo. Tomé una ducha que me devolvió un espíritu en condiciones
aceptables. Renuncié, a causa de la hora, al desayuno en la atalaya, aunque deduje que ellos se
habrían levantado tan tarde como yo. Me preparé una cosa simple que me sentó de maravilla.
Acaso el tratable sol de aquella clara mañana de finales de septiembre contribuyera algo a
ello. Salí un minuto a respirar el aire fresco del jardín, el cual rebosaba de trinos de los más
variados tonos. Hasta que tronó el vozarrón de la serranilla en la casa de al lado y salieron
todas las especies despavoridas.
Me vestí y salí a la calle, con un ánimo que califiqué de renovado. La ciudad parecía como
un río cuyas aguas vuelven, poco a poco, a su cauce, recuperando su serenidad y su
transparencia, la mayor parte de los turistas se había ido o bien aprovechaba las últimas horas
de sol en las playas, lejos de las tiendas del centro, los niños estaban en los colegios y los
adultos en sus puestos de trabajo. Tan sólo las amas de casa a la antigua se afanaban por las
calles, los jubilados se recreaban al sol, en los bancos, bajo las acacias, algún que otro
ordenanza flemático o pasante de pluma distraído vagaba sin demasiada convicción por la
zona peatonal.
464
De repente me quedé parado sin saber al principio por qué. Tan sólo en un segundo
momento, al recapacitar sobre mi situación, supe que había visto, en los periódicos expuestos
a la entrada de un quiosco, la foto de alguien conocido. Volví rápidamente sobre mis pasos. Y
entonces me di de bruces con la noticia del día. Oí que dentro del quiosco la estaban
comentando. Más aún, descubrí retrospectivamente, al reunir retazos dispersos de frases a las
que aisladamente no había acordado importancia, que en todas las terrazas de los bares donde
había hombres almorzando, no se hablaba de otra cosa. Incluso los diarios de tirada nacional
la traían en primera página. Ruano había sido detenido. Aparecía esposado, escoltado por
guardias civiles, junto a grandes titulares que hablaban del mayor caso de corrupción
urbanística jamás desvelado en el país.
Compré el periódico y sin leerlo me dirigí con paso rápido hacia la atalaya. Estaban todos
terminando de desayunar en la terraza. Reunión extraordinaria, dije. Y, por toda explicación,
deposité el ejemplar sobre la mesa.
Quiero que nuestros agentes de Madrid se pongan de inmediato en contacto con Pigmalión,
si es necesario que pasen primero a través de Elena Castañeda, y le muestren una copia de la
grabación en la que se le ve con esta última, en paños más que menores y diciendo por
añadidura cochinadas, proclamando sin ambages su implicación en el mayor caso de
corrupción urbanística que se ha conocido jamás en este católico país. Si es ésa la imagen
pública que desea ofrecer a partir de ahora, no tiene sino que rechazarnos una sola de las
licencias que en adelante le presentemos a la firma y entonces nosotros enviaremos la
grabación a todas las televisiones públicas y privadas del ruedo ibérico y parte de las del
extranjero, así como las más sugerentes instantáneas, acompañadas de los mejores momentos
del diálogo, a toda la prensa sensacionalista de la nación. Que se le recuerde, igualmente, que
no le pedimos nada que no haya hecho ya y probarlo es tan fácil como beberse uno un vaso de
agua.
465
Ítem quiero un estudio en el que aparezcan censados todos los palacios de Madrid cuyas
condiciones de conservación sean semejantes a las que presenta el de las Tejas. Una vez
asegurados del buen sentido de Pigmalión, empezaremos por comprar media docena de ellos.
Debemos actuar rápido, Milos, dales consignas precisas en ese sentido a tus hombres.
Pigmalión debe recibir ese mazazo cuando aún no se haya recuperado de la onda expansiva de
la tremenda explosión que acaba de producirse. Así verá mejor la conexión entre ambas cosas.
Luego podremos ocuparnos de las andanzas de nuestro príncipe Moshin.
Milos salió un instante a efectuar las correspondientes llamadas. Entretanto, Vuk me
anunciaba que el dispositivo introducido en el móvil de aquél funcionaba a la perfección.
Durante la mañana, tanto Moussa como Ouissene, habían estado escuchando y tan sólo habían
captado conversaciones domésticas. Gedeón Pacheco tomaba el sol en su jardín y bebía
refrescos de soda, con una pajita. En bañador parecía un verdadero oso. Nuestros hombres lo
vigilan de cerca, también vigilan al príncipe aunque más discretamente y de algo más lejos.
En cualquier caso, en cuanto se produzca el primer movimiento, se pondrá en marcha el
dispositivo de alerta.
Bueno, pues no queda sino esperar. Podemos salir a la terraza. Juan, tráenos todos los
periódicos que puedas, tanto los de tirada local como nacional.
El resto de la mañana transcurrió apaciblemente, leyendo en corro la prensa y comentando
los aspectos más interesantes. Le pedí a Mefiboshet que confeccionara, en atención a Dunia,
algo genuinamente típico, por ejemplo un buen arroz al horno, si tenía los ingredientes.
Repuso que los tenía, pero no había tiempo que perder y diciendo eso ya se afanaba en los
preparativos.
Poco antes de sentarnos a la mesa, sonó el móvil de Milos. La entrevista con Pigmalión
había transcurrido de modo satisfactorio. Era éste un hombre tranquilo, que sabía dónde le
apretaba el zapato.
466
Los días siguientes fueron de una gran tirantez, parecía que un gigante invisible los cogía de
las puntas y los estiraba. Y sin embargo, no ocurría prácticamente nada. Gedeón Pacheco,
seguía en la hamaca de su jardín, hojeando libros, bebiendo refrescos de soda, bajo la
sombrilla, con su impasible esposa al lado. El príncipe Moshin, chapaleando en la piscina de
los niños, cubierto por una nube de hijos y nietos. A veces salía de su mansión, por una
pacotilla o un capricho de una de sus mujeres, pero regresaba pronto.
Traté en vano de sosegarme. Algo tramaba toda esta buena gente, mas la conclusión de sus
manejos no tenía por qué ser para el día siguiente, ni tampoco para dentro de un mes. Estabas
acostumbrado a que los acontecimientos se sucedieran a una velocidad de vértigo y el más
breve parón te daba la desagradable impresión de un pinchazo. Es cierto, semejante
desaceleración tenía un sabor poco grato; cuanto más que consideraba ese asunto como la
última gran prueba antes de alcanzar un tramo superior, en el que se impondría, al fin, una
velocidad de crucero. Iluso, parece mentira que no fueras consciente de que estabas a punto de
entrar en una zona de la que nadie sale con vida; quiero decir, nadie que haya entrado sin
permiso en ella. Confiaba en mi gente, que estaba cada vez mejor avezada al tipo de actividad
que desempeñaba, mejor adaptada al terreno y mucho mejor armada y pertrechada en general.
Además, Milos debía partir pronto a su país, en cuanto las cosas se estabilizaran un poco, para
reclutar, entrenar y especializar una segunda oleada de personal; para lo cual ya habíamos
enviado los fondos necesarios y éstos no eran moco de pavo, había lo suficiente como para
hacer puntilla. Ni siquiera ahora has comprendido con quién te jugabas las pesetas. Sí, por
supuesto, intuí que se trataba de un negocio de Estado a Estado, de modo que había que
esperar, los asuntos de Estado suelen ser más lentos que los privados. No había que esperar, es
evidente que había que abandonar, aunque de nada sirve decírtelo ahora. Justamente cuando
ya me estaba convenciendo de ello, va y mira por dónde, las aguas vuelven a agitarse otra vez.
Gedeón Pacheco se quitó los pantalones cortos y la camisa floreada, se cambió, incluso se
467
puso una chaqueta azul. No creas que se arregló mucho, después de todo. En fin….no había
gran cosa que hacer en ese sentido. Se despidió de la estatua de su consorte y subió a la ruina
que, milagrosamente, conducía. Al mismo tiempo, el príncipe Moshin abandonó su quinta,
con toda su escolta personal tras él.
Nos pusimos en alerta, nuestros hombres comenzaron a seguir a uno y a otro. De repente di
la orden de que se abandonara la persecución. Si se dirigían a donde suponíamos, miel sobre
hojuelas; si no, poco íbamos a adelantar observándolos de lejos. No quise tomar el riesgo de
malograr esa ocasión. Esta vez tenía mi alfil dentro de la fortaleza, poco importaba dónde se
hallara esa fortaleza.
Fuimos a buscar el amparo de los espesos muros del palacio arzobispal. Allí teníamos
preparado el material para seguir de una manera inteligente el encuentro. Entramos en la sala
de siempre. En cuyo centro habían dispuesto bancos y pupitres, de los de colegio antiguo. No
sé de dónde habrían sacado aquellos armatostes. Frente a ellos, dos grandes pantallas. Vuk y
Felipe se activaron pronto. Ambas pantallas estaban conectadas a sendos ordenadores. En la
pantalla de la derecha aparecieron imágenes de paisajes. O, más bien, de un solo paisaje visto
desde numerosos puntos. El cursor seleccionaba uno de ellos y entonces éste ocupaba la
mayor parte de la superficie de la pantalla. Le había dicho a Felipe que no escatimara en
medios, que colocara allí el material más sofisticado, que fuera a comprarlo donde hiciera
falta. Eso antes de irme a Moscú. La zona más inmediata se hallaba sometida a una vigilancia
continua, por lo que las cámaras se encontraban lejos de la casa, pero todas ellas estaban
dotadas de un zoom potentísimo. La disposición del entorno en forma de caldera, con esa
especie de aprisco en medio, sobre una colina, facilitaba las cosas. Aún así hubo que instalarlo
todo durante la noche, a causa de la frecuencia de las patrullas de vigilancia.
468
La otra pantalla tenía como objeto ofrecernos información complementaria a medida que los
datos interesantes fueran apareciendo en la conversación. Para ello, todo el personal de la
agencia estaba en sus puestos.
Felipe había pinchado la cámara que presentaba un panorama de la entrada a la propiedad.
Nuestras previsiones se revelaron certeras. El primero en llegar fue Gedeón Pacheco. Un par
de mercenarios salieron de sus escondites disimulados entre la vegetación y fueron a abrirle la
verja. El vehículo inició seguidamente la ascensión hasta un aparcamiento protegido del sol
por un techo de cañizo y disimulado por una colonia de chumberas, junto a los cimientos ya
de la casa. Le siguieron en breve los dos lujosos automóviles en los que venía el príncipe con
su escolta.
Felipe pulsó una tecla en su ordenador y unos potentes altavoces nos trajeron sus voces
como si éstas se produjeran dentro de nuestras cabezas. Sólo entendimos el gorjeo de los
jilgueros y el rumor de sus pasos, pues hablaban en árabe.
Ouissen y Moussa se hallaban en la agencia, por si había que acceder a paquetes de
información en dicha lengua.
Gedeón y el príncipe se saludaron en castellano. Felipe nos los mostraba a través de otra
cámara. La casa ofrecía un aspecto austero, edificada en mampostería antigua. La cal que
recubría sus muros se descascarillaba y en algunas partes había desaparecido por completo.
Sin embargo, en la explanada que se apreciaba en su parte anterior había una piscina mediana.
En el otro extremo, bajo una frondosa higuera, una mesa de cemento, recubierta con azulejos.
Los dos hombres fueron a sentarse allí, mientras la guardia personal del príncipe se instaló en
una corpulenta mesa de madera que se hallaba más al fondo, junto al lateral de la edificación
y debajo de un algarrobo. No tenían por qué vigilar pues esta labor había sido encomendada a
otros que poco a poco iban descubriendo nuestras cámaras, hábilmente manejadas por Felipe.
469
Un sujeto en mangas de camisa y pantalón vaquero se les acercó con una bandeja que
contenía vasos y botellas. Efectuó el servicio y luego regresó al interior de la casa.
Gedeón y el príncipe tenían iniciada una conversación que trataba con soltura y suficiencia
de mística andalusí, mencionaban nombres propios de sufíes y sadilíes que habían vivido en la
región o eran originarios de ella, las técnicas que usaban, con las particularidades de cada
escuela y hasta de cada individuo, para obtener la iluminación. Gedeón Pacheco citaba con
frecuencia a Asín Palacios, el príncipe nombraba autores arábigos. Y así, en términos
inesperadamente eruditos, pero no sin cierta animación, transcurría la charla. Gedeón podía,
incluso, remontarse hasta los orígenes griegos, pisando fuerte en el terreno de la alquimia y el
hermetismo helénicos. Ahí el príncipe ya no le seguía. Le escuchaba cortésmente y, en cuanto
podía, regresaba al período medieval. Ni la menor alusión al precio de la pólvora ni a la
cotización de las balas. Pero debo confesar que, a pesar de todo, la plática que sostenían no
carecía de interés.
Gedeón, seguidamente, probó más abajo. Inició el tema de la influencia de la mística
musulmana sobre los iluminados castellanos del siglo XVI y XVII. Ahí también le cedió el
príncipe todo el campo. Y Gedeón campeaba como gran vencedor de la disputa.
En eso comenzaron a dejarse oír las aspas de un helicóptero, primero tenuemente, pero
aumentando con rapidez de intensidad.
III
470
Nuestros contertulios dejaron, de repente, la mística a un lado. Felipe fue probando diversas
cámaras hasta que una de ellas nos mostró el aparato aproximándose. Sin embargo, cuando
comenzó a sobrevolar la caldera, el abanico de las posibilidades fue mayor y se divirtió
presentándonos el helicóptero desde varios ángulos. Al cabo se posó en un campo de heno, al
pie de la colina central. Las aspas disminuyeron progresivamente la intensidad de su giro. Dos
pasajeros bajaron.
Éste es Tachul-l-Habazlán, mi agente, comentó el príncipe. El agente en cuestión y quien
debía ser su secretario venían los dos demasiado bien vestidos para una jornada campestre.
Salieron con precaución de la hierba que les llegaba hasta la mitad de la pantorrilla,
alcanzaron el camino polvoriento e iniciaron la ascensión.
Los motores se pararon al fin. Sin embargo, no tardó en oírse el batir de nuevas aspas. En
efecto, Felipe nos mostró la llegada de un nuevo aparato.
Entretanto, la pantalla de la izquierda se animó presentando un texto.
Tachu-l-Habazlán. Es actualmente uno de los británicos más ricos. Si bien el modo en que
acumuló su fortuna, estimada en cien millones de libras esterlinas, es algo difícil de elucidar.
Nació en Siria, en 1939. Hacia finales de los 60 emigró a Gran Bretaña con objeto de ayudar
a su hermano a llevar un kebab en el oeste de Londres. Allí, por casualidad, se hizo amigo de
los jóvenes príncipes saudíes Moshin y Kurachán. Hacia 1980 era ya persona grata para la
familia real saudí. Se le hizo intervenir en al-Yamamah desde el primer momento, aunque su
papel se mantuvo secreto al principio.
471
Posee igualmente empresas de construcción en Arabia Saudita que se beneficiaron a fondo
con el fabuloso contrato. Un detalle interesante es que empleó a Mark Taillefer como eslabón
para conectar con su madre. Tras el acuerdo al-Yamamah, una sospechosa compañía
panameña compró una mansión urbana de todo lujo y la puso a disposición de Mark Taillefer.
Investigaciones posteriores ligaron esta compañía y esta gestión precisa a Tachu-l-Habazlán.
Otra mansión similar le fue otorgada a Sir John Silver, jefe ejecutivo de PAES.
Durante el mandato de Taillefer, Habazlán donó al partido conservador al menos trescientas
cincuenta mil libras. Pero cuando los laboristas llegaron al poder, se convirtió en el confidente
de Cristian Peefferkorn. Esto se produjo a través de Thomas Raven a quien había conocido
durante el contrato al-Yamamah, cuando éste era el jefe de los consejeros de asuntos
exteriores de Gertrude Taillefer. Raven es también consejero de la PAES, así como el
hermano de Jonathan Raven, jefe de personal del nuevo primer ministro laborista.
Tras al-Yamamah, mandó edificar en el norte de Oxford, no lejos del domicilio de Moshin,
una villa comparable a las construcciones coloniales del siglo XVIII. Posee también casas en
Mayfair, París, Marbella y Mónaco.
Es el propietario de una ganadería de caballos de carreras, un Matisse, un Picasso, amén de
un colegio universitario en Oxford llamado “the Hazbalán Business School” en el que ofrece
“un conocimiento práctico de….creación de riqueza.”
El segundo helicóptero tomó tierra. Ah, Sir John Silver con sus dos mediadores.
Sin aguardar a que el remolino de las aspas disminuyera en intensidad, un hombre alto y
atlético echó pie a tierra. La corbata roja y los faldones de la chaqueta se le alzaban por efecto
de las corrientes de aire. Enriscó los ojos hacia la montaraz casa y comenzó a caminar hacia
ella con grandes zancadas. Los dos mediadores, los mismos con que Gedeón solía encontrarse
en Madrid, se esforzaban por seguirle.
La pantalla de la izquierda parpadeó levemente antes de presentar la siguiente nota.
472
John Silver. Nacido en 1942. Accedió a la cima de PAES porque era percibido como un
buen vendedor de armas. Aseguró para la empresa el mayor contrato de armas en toda la
historia de Gran Bretaña, al-Yamamah. Él fue el arquitecto del mismo y también quien inició
los contactos con los saudís, por lo que fue recompensado con un elevado salario.
Ha sido descrito como un “infatigable hombre de negocios del Lancashire con una ilimitada
energía y un toque de representante en apariencia que le daba un aspecto simpático y
abordable.”
En 1990 fue nombrado ejecutivo jefe y en 1998 presidente de PAES.
Tanto Tachu-l-Habazlán como Abdu-l-Uadud pusieron a su disposición casas de lujo en el
centro de Londres.
Un tercer aparato se aproximaba ya al improvisado helipuerto. Su pasajero no descendió
hasta que las aspas no se hubieron detenido del todo. Era un tipo larguirucho, provecto, con
muy poca superficie poblada de pelo en lo alto de la cocorota y donde lo había, era ralo y
blanquecino. Viajaba solo, con un pequeño maletín.
He aquí a nuestro querido Abdu-l-Uadud, enviado de mi cuñado Abu-Mohammed. No
bajará hasta que no se paren del todo las aspas, por temor a que se le desordene el pelo. Y aún
así, se lo peinará con las manos, como los gatos. Tal vez se las haya humedecido previamente
con saliva, pero eso es solamente una suposición.
Abdu-l-Uadud. Nacido en 1944 en Líbano, en el seno de una próspera familia de
comerciantes. Emigró a Riad al estallar la guerra civil, en 1975, y se dedicó a construir
residencias para los empleados de compañías como PAES, las cuales pagaban a tal efecto
comisiones a los príncipes saudíes.
Más adelante se trasladó a Londres, donde comenzó a operar como responsable de negocios
para el patrón de las fuerzas aéreas sauditas, príncipe Abu-Mohammed-l-Kaslá, yerno del
príncipe Mahmud, actual heredero de la Corona. Actuaba a través de una compañía británica
473
de mantenimiento, la cual fabrica componentes para PAES. En 1995 regresó al Líbano donde
invirtió grandes capitales.
Los intereses de Uadud en Gran Breteña incluyen una compañía con un capital de
doscientos millones de libras esterlinas, aunque su nombre no aparece en el registro, en gran
parte compuesto por una lista de compañías anónimas domiciliadas en Jersey y en Gibraltar.
Un inversor registrado es el general Ahmed Kurachán, un antiguo jefe de las fuerzas aéreas
saudíes. Posee asimismo grandes bloques de oficinas en Londres y también es uno de los
mayores inversores de la compañía saudí que dirige el aeropuerto situado junto a los cuarteles
generales de PAES. Invirtió igualmente en la mayor compañía aérea británica que cubre las
rutas hacia Oriente Medio, en la cual trabaja también Thomas Raven, antiguo consejero de
asuntos exteriores de Gertrude Taillefer, implicada de cerca en el contrato al-Yamamah.
Un lujoso ático en Roseberry Court, Marfair, fue puesto a disposición de Sir John Silver,
presidente de PAES por Kalmar, una compañía exterior perteneciente a Uadud. Otro
apartamento similar de la vecindad le fue otorgado al propio Uadud por parte de Tachu-l-
Habazlán.
Abu-Mohammed-l-Kaslá. Yerno del príncipe Mahmud. Controla las fuerzas aéreas sauditas.
Además de una de las partes del león derivadas del contrato al-Yamamah, se le solía asignar
una cantidad menor, aunque pintoresca, con objeto de que le sirviera para endulzar sus visitas
al oeste, e incluía extravagantes vacaciones, coches de un lujo difícilmente concebible,
avionetas a su disposición a cualquier hora, fastuosas compras y rubias despampanantes para
ciertas salidas discretas o fiestas muy privadas.
Príncipe Mahmud. Heredero del Reino. Ha sido descrito por un embajador británico como
“teniendo un interés corrupto en todos los contratos.”
Un cuarto helicóptero buscaba ya su sitio para aterrizar sobre el campo de hierba. Otros dos
elegantes gentleman ingleses descendieron, un tanto envarados dentro de sus impecables
474
trajes, sobre el rústico terreno. Ambos lucían un rostro arrebolado, que denunciaba su no muy
lejana llegada de un país brumoso.
Moshin, que ya había recibido con la habitual cortesía oriental a los primeros llegados,
comentó en inglés, Sir Thomas Raven y Sir Oswald Wyndham han venido juntos, podemos
comenzar enseguida. Diciendo esto, indicaba a sus huéspedes el interior de la casa.
Sir Oswald Wyndham. Nació en 1939, creció en Bermondsey, en el sur de Londres. Entró
en una gran compañía de armamento, encargándose, junto con John Silver, preferentemente
de los clientes saudíes. Hacia 1985 era director de marketing en PAES. Luego cambió a la
cabeza de KESO, la gubernamental compañía de venta de armas, desde donde siguió
ocupándose de los sauditas.
Fue su secreto telegrama, escrito en enero de 1986 desde Riad, el que indicó que el
montante de las comisiones que debían ser pagadas por al-Yamamah superaba los seiscientos
millones de libras esterlinas.
La afortunada imagen que utilizó Wyndham para persuadir a la familia real saudí de la
conveniencia de comprar armas fue la siguiente, “ustedes han tenido siempre mucho calor,
pero muy poca modestia.”
Cuando dejó la empresa gubernamental, volvió a la venta privada de armas, encabezando la
fábrica de tanques “Knitter” y otras empresas relacionadas con el armamento.
Escribió una nota, publicada en el “Guardian” en la cual exponía el modo en que discutió
con ministros y agentes de diversas compañías la manera de “ahogar” a un dirigente saudita
que habría contrariado la voluntad real.
En 1995, llegó al ministerio de defensa conservador como colaborador directo del titular.
Sir Thomas Raven. Ha sido durante muchos años un amigo de PAES. A mediados de los 80,
cuando era el jefe de los consejeros en política exterior de Gertrude Taillefer, ayudó a sellar el
contrato al-Yamamah. Después se convirtió en consejero a sueldo del presidente de PAES.
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Nacido en 1941, hijo de un oficial del ejército del aire, entró en el Ministerio de Asuntos
Exteriores en 1963, donde ascendió rápidamente en el escalafón. En 1983 se convirtió en uno
de los más seguros y fieles consejeros de Taillefer, en cuanto se refiere a política exterior.
Suele ser pintado como una eminencia gris, debajo siempre de las faldas de la primera
ministra mientras ella se entrevistaba con los dignatarios extranjeros y se hallaba, por
supuesto, a su diestra cuando ésta negoció al-Yamamah.
Tras la caída de Taillefer, sus días estaban contados, así que dejó Dowing Street en 1991 y,
a partir de ahí, fue acumulando empleos en el sector privado, llegando a ser consejero de dos
firmas, director de otras doce y pagado regularmente por diez más. Actualmente es consejero
político del presidente de PAES.
Pertenece al círculo de amigos íntimos de Tachu-l-Habazlán, el fijador, el verdadero
corazón de al-Yamamah. Se conocieron durante el contrato original de 1980. En 2001,
Habazlán lo hizo presidente de una de sus compañías. No obstante, la primera vez que entró a
formar parte de la administración de una compañía de Habazlán fue en 1994, ayudando
también a éste a dirigir su controvertida escuela de comercio.
Su hermano menor, Jonathan, fue el jefe de personal del nuevo primer ministro laborista,
cuando los sauditas hicieron presión sobre Downing Street para hacer cesar las
investigaciones del “Serious Fraud Office”. Consta que, en ese momento, agentes sauditas se
pusieron en contacto con Thomas Raven para manifestarle su cólera. Éste negará siempre
haberse dirigido de inmediato a su hermano Jonathan.
Su hijo Hugh encabeza el departamento encargado de la política de seguridad en el
Ministerio de Asuntos Exteriores, hasta el cual parece que llegan los hilos de la implicación
en al-Yamamah y otros contratos firmados por PAES.
Fue ennoblecido de por vida en el año 2000, tomando el nombre de Lord Raven de
Bayswater.
476
Una vez culminadas las fórmulas de cortesía que suelen imponerse en tales casos, formando
un nutrido y elegante cortejo, en el que únicamente desentonaba un tanto el pintoresco
Gedeón Pacheco, entraron en el caserón y cerraron puertas y ventanas a cal y canto, aunque
por lo que se refiere a estas últimas dejaron al menos los postigos abiertos para que les entrara
algo de luz, si bien ésta debía ser poca pues no eran numerosas las ventanas. Felipe buscó en
vano un ángulo que nos permitiera obtener un plano, siquiera parcial de la reunión. Tuvimos
que conformarnos con seguir las evoluciones de tres o cuatro tipos, en mangas de camisa, que
se pusieron a preparar una enorme paella a fuego de leña.
En cambio, lo que se decía dentro lo oíamos con una nitidez realmente fascinante, hasta el
punto de que, si se producía el crujido de una silla o si alguien dejaba caer un bolígrafo sobre
la mesa o hacía chascar los pernos de un maletín, tal ruido insignificante nos llegaba con una
limpieza y una definición bastante mayores, sin duda alguna, a como lo hubiéramos captado
de encontrarnos en la propia sala.
A continuación asistimos a la lectura completa, sin que faltara una sola cláusula, del
documento destinado a pasar por debajo de la mesa en que debía firmarse el protocolo oficial
concerniente a la producción y entrega por la sociedad británica PAES de un número
determinado de aviones de caza “Eurofighter” a la Arabia Saudita. No se pasó por alto el
menor dato preciso, y precioso, pactado en las negociaciones previas. Se mencionó la
cantidad exacta a la que ascendía el volumen global de las comisiones ocultas y, además, a
quién estaba destinada cada libra de dicho montante, desde las partidas más grandes a las más
reducidas, así como el modo en que se iban a disimular cada una de ellas, que si ésta bajo el
epígrafe de “support services”, o bien “servicios de marketing”, que si la otra mediante
facturas hinchadas a subcontratistas locales, a empresas de construcción y mantenimiento de
instalaciones, etc.…. Incluso se destinó un dos por ciento para los funcionarios civiles de uno
y otro gobierno que debían ultimar el contrato definitivo. Se trazó el recorrido completo de
477
ciertas “cajas negras” que permitirían el tránsito a través de cuentas bancarias suizas de
sobornos considerables a beneficiarios sauditas y también la manera de alcanzar directamente
algunas cuentas domiciliadas en el Banco de Inglaterra. En resumen, el precio básico de los
aviones fue hinchado en un treinta y dos por ciento para permitir satisfacer los intereses de
todos y cada uno de los implicados. Lo mismo se hizo con las demás partidas referentes a
mantenimiento y construcción de bases locales, pues cada aspecto de al-Yamamah contenía
corrupción.
El documento estaba listo para la firma. Alguien iba nombrando a los representantes de cada
una de las partes y éstos hacían correr el bolígrafo sobre el papel. Cumplimentado este
requisito indispensable, todos salieron al sol, donde les esperaba una buena paella. Por lo
menos vista de lejos lo parecía. De modo que fueron a sentarse bajo la higuera y allí comieron
y bebieron y platicaron a su sabor. Gedeón Pacheco había querido que estuviera presente la
tradicional bota, así que la tomó, la tentó un poco mientras pergeñaba un discursito teórico y
seguidamente pasó a hacer una demostración práctica coronada por el éxito. Fue aplaudido
con fervor. A pesar de la bota, dijo, no es un vino de campesinos, sino que se trata de una
reserva de solera. ¿Quién se atreve? Sir Oswald Wyndham recogió el guante. Nada más alzar
la bota, ya se había manchado la impecable camisa blanca de rojo. Los demás se burlaron de
él como colegiales. Pero nuestro Lord británico, algo picado, exigió que, puesto habían sido lo
bastante como para zumbarse, que demostrara cada uno de lo que es capaz. Y diciendo esto,
dejó la bota entre las manos de John Silver. El cual se levantó teatralmente, puso un pie en
Francia y el otro en Portugal, levantó la bota y el resultado fue el mismo. Risa general y
sofoco del inglés. De esta guisa fueron pasando todos y no hubo uno solo que no se pusiera la
camisa perdida de grandes manchas de rojo. Pero, cuando la víctima era otro, todos reían con
ganas.
478
También en la mesa del fondo, aunque más circunspecta, la guardia comía paella. E incluso
se pensó en bajar una ración a los pilotos.
Varias patrullas de hombres vestidos como cazadores, armados de escopetas, pasaron junto
a nuestras cámaras. Pero Felipe nos tranquilizó. No hay cuidado, están muy bien disimuladas.
El vino y la paella puso a nuestros hombres de negocios de excelente humor y mientras ellos
contaban chistes verdes, la tarde iba madurando, se iba dorando. Había llegado el momento de
despedirse. Efusivos apretones de mano, hasta besos hubo, quizá entre mortales enemigos,
quién sabe; allá, en las cortes orientales, la lucha por el poder siempre ha sido implacable,
inclusive en el seno de las propias familias reinantes. Pero todavía no se trataba de eso. Ese
día habían hecho un pingüe negocio y tenían motivos para estar satisfechos.
Bajaron formando un solo grupo, en animada conversación. Aunque nosotros ya no supimos
de qué trataba, pues el príncipe Moshin y Gedeón Pacheco se quedaron arriba y ya se dirigían
a sus coches.
Poco después, las corpulentas libélulas de metal comenzaron a girar sus élitros y, una tras
otra, alzaron el vuelo y se fueron bordoneando, al tiempo que los negros automóviles del
príncipe, así como la carraca de Gedeón Pacheco, aceleraban en dirección a la verja,
levantando una gran polvareda. Luego toda la caldera quedó en paz, o casi.
Las pantallas se apagaron y comenzaron a enrollarse. En la Arabia Inaudita, o Arabia Feliz,
me dije, las cosas son probablemente de otra manera, pero aquí, en Occidente, yo me sé de
una parte al menos que no debe tener el menor interés en que esto se divulgue. Tal y como
están las cosas, el mero hecho de ver a estas personalidades reunidas constituye ya un
escándalo.
La osadía de pretender desafiar a esa “parte”, no merece ser calificada de error, sino
directamente de locura. Porque supongo que sabrás que esos fantoches que viste no son sino
títeres de otros personajes más encumbrados, los cuales manejan los hilos que mueven a éstos
479
desde el corazón de la más espesa tiniebla. ¿A quién, si no, en su sano juicio se le ocurriría
semejante barbaridad? Sano o enfermo, obtuve lo que quería. El dinero…papel
moneda….viruta, humo, una entelequia, ¿qué es eso cuando uno va a perder la vida? Un poco
de dinero, cambia todo; un poco más y la vida merece ser vivida; pásate una pizca y entra el
vicio en ella. Cuando llueve sobre mojado, nada se altera, llega el tedio, el cáncer del hastío.
Ello sin mencionar la circunstancia de que, después de todo, tuviste suerte y tardamos en
encontrarte, porque si no, ni siquiera dinero hubieras obtenido. Ahora, es cierto, llegamos un
poco tarde. Ese dinero ha sido despachado aquí y allá y más allá. Se ha evaporado. Aprendiste
bien la lección en cabeza ajena, la de quienes cayeron en desgracia ante tus ojos atentos. Pero
todavía no es tarde para quien está dotado de perspicacia. De un modo u otro, siempre habrá
quien conozca el modo de recuperar todo eso y, de paso, todo lo demás.
IV
480
Los días que siguieron fueron días alciónicos. Encontré un apartamento dúplex en la cima
de una de esas torres construidas, por la avidez de unos y la incuria de otros, al borde mismo
del mar, hundiendo los pies en la arena. Dichas torres puede que sean espantosas e incluso
grotescas vistas del exterior, pero ese apartamento era agradable, todo revestido de madera en
su interior, como un barco que navegara en la cresta de una ola producida por un tsunami. La
vista era magnífica. Hacia el este, los trasatlánticos no navegaban por la línea del horizonte,
sino que presentaban todavía un buen campo de azur tras ellos. Hacia el oeste, los amplios
ventanales se llenaban todas las tardes de los ocres del ocaso, como las encendidas vidrieras
de las catedrales, fabricadas con tinturas alquímicas. Durante el día, ríos de luz entraban por
sus cuatro costados.
Allí me instalé pues con Dunia. Por la mañana, nos levantábamos temprano,
desayunábamos en la terraza contemplando el sol naciente sobre la sosegada cernada del mar.
Enseguida bajábamos a cruzar la ensenada de la playa a nado. Nuestros cuerpos se pusieron,
en poco tiempo, brillantes y tersos, estabilizándose en un color canela, apropiado para
regresar caminando sobre la arena mojada de la orilla, sin establecer mucho contraste con ella.
Comprábamos el periódico y lo leíamos en la terraza de un bar, mientras nos tomábamos una
cerveza. Luego subíamos, leíamos un rato más y nos dedicábamos a cocinar nuestros propios
platos. La tarde era un período más aleatorio, según el humor, o bien nos quedábamos en el
apartamento y, tras una breve siesta, seguíamos leyendo tranquilamente un buen libro, o
veíamos una película, o bien cogíamos el coche y nos dedicábamos a visitar lugares y pueblos
del interior. A veces, nos dejábamos caer por la atalaya. Una vida fácil, aunque no
excesivamente llamativa.
Entretanto, aquí, en mi antigua vivienda, dejé conectada en mi despacho, mediante un
programador, la lámpara de mi mesa de trabajo, de manera que permaneciera encendida
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durante la mayor parte de la noche, casi hasta los aledaños del amanecer. De ese modo, el
escritor trabajaba durante sus horas habituales, mientras que su cuerpo astral llevaba una
existencia paralela.
La vida, en suma, de una especie dentro de un ecosistema en el que se ha extinguido su
depredador. Pero ello no debía durar mucho. Ah, tuvimos un buen mes de paraíso terrenal.
Después vino la espada de fuego. Es verdad, llegó un día en que el cielo se puso tan oscuro
que parecía lo habían recubierto con una lona negra. La tempestad vino desde el mar,
acompañada de abundante aparato eléctrico. Los rayos se mordían la cola los unos a los otros
y el estruendo hacía temblar el edificio. Luego, como obedeciendo a un solo golpe de batuta,
una pesada cortina de lluvia se abatió sobre el mundo. La luz se fue enseguida. “Y el quinto
(ángel) ha vertido su cáliz sobre el trono de la bestia salvaje. Y su reino se ha entenebrecido y
se mordían la lengua de dolor…”
Al cabo de una hora, la lluvia, lejos de amainar, arreciaba cada vez más. Desde lo alto de la
torre no se veía ni el mar, ni la tierra firme; antes parecía que nos halláramos flotando a la
deriva sobre unas aguas agitadas, torrenciales, y unas olas, de agua y de vapor, fueran a
estrellarse continuamente sobre los cristales. Aquello estaba adquiriendo las proporciones de
una situación de emergencia e intuitivamente supe que tales circunstancias debían
encontrarme a la cabeza de mi ejército. Le dije a Dunia que nos convenía ir a la atalaya, allí
estábamos demasiado aislados. Si se producía una inundación, mejor sería encontrarse en el
centro de la ciudad. Bajamos, pues, las escaleras a pie y éramos los únicos en hacerlo. En todo
el edificio no se percibía ni el menor indicio de vida. Al llegar al aparcamiento del subsuelo,
nuestros pies se hundieron en el agua hasta los tobillos. No había más coche que el nuestro.
Tuve que abrir manualmente la puerta del garaje, con una llave. Caía tanta agua, que era
difícil ver la calle y luego más difícil aún percibir los bordes de la carretera que conducía
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hasta la ciudad, era como si echaran cubos sin parar sobre el parabrisas. Hubo momentos en
los que fue necesario detenerse, pues no se veía absolutamente nada.
Con todo, llegamos a la atalaya. Preferí no dejar el coche en el interior del aparcamiento. Un
coche patrulla pasó conminando a la gente a permanecer en sus casas hasta nueva orden.
Detalle que parecía superfluo pues no se veía ni un alma.
Tuvimos que llegar hasta el encumbrado ático andando. Allí se encontraba el equipo al
completo, pero distendido, con buen humor. Hasta que llegue aquí, comentó Ouissene. Nos
facilitaron una muda porque estábamos empapados y no habíamos hecho sino cruzar la calle.
El único que parecía un poco inquieto era Mefiboshet. Está lloviendo más que el día que
enterraron a Zafra, esto acabará en riada, fijo. Ha hecho demasiado calor este verano y ahora
vamos a pagar las consecuencias.
Por fortuna o por industria, tanto allí como en la agencia inmobiliaria, en previsión de un
apagón en el momento menos oportuno, mandé instalar placas solares que alimentaban una
batería capaz de proporcionarnos una autonomía de varios días. Conectamos los ordenadores
y también la radio. Pudimos recargar nuestros móviles. La atalaya seguía siendo la atalaya.
La alcaldesa, Marisol Herrera, habló a través de las ondas. Puse el televisor, en la cadena
local, y efectivamente, también allí estaban retransmitiendo su alocución. Aparecía
envejecida, con ojeras, titubeante. Confirmó el peligro inmediato de fuertes inundaciones y
repitió las consignas que daban los coches patrulla por las calles. Era la viva imagen de una
mujer desbordada por los acontecimientos, pues aquellas circunstancias extraordinarias caían
en el peor momento. Tras la detención de Ruano, comenzó a ser investigada por la justicia y a
esas alturas ya la tenía prácticamente acorralada, la prensa la acosaba sin darle un minuto de
respiro y, en las altas esferas, su futuro político estaba sentenciado.
Mefiboshet tronó. Esta gentuza no sabe ni dónde tiene la mano derecha, seguro que no
tienen ni puñetera idea de lo que hay que hacer en estos casos. Yo también lo pensé, sabía de
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buena tinta que la alcaldesa era una incompetente y estaba rodeada de una cáfila de
mampolones, que no se habían ocupado más que de enriquecerse personalmente, a costa de
los intereses del pueblo.
Y según tu opinión, Juan, ¿qué debe hacerse en estos casos? Pues todo el mundo sabe que
hay que hacer un boquete con dinamita en la orilla del río, para que una buena parte del agua
que lleva vaya a parar a la albufera y de allí al mar y no nos caiga sobre la cabeza.
No era, en verdad, una idea descabellada. Me puse delante de un ordenador. Llené la
pantalla con un mapa físico de la región. Lo imprimí. Localicé el recorrido del río. Tomé nota
de las principales ciudades que se hallaban en sus orillas. Lancé una búsqueda que se reveló
fructuosa. Tenía ante mí la red de web cams de toda la región, pero me interesaban las
poblaciones que estaban en la cuenca del río. Las fui pinchando una a una y en todas ellas se
veía lo mismo, una barrera impenetrable de lluvia que no dejaba percibir nada más que
sombras. Volví a buscar otro mapa que me permitiera delimitar la zona cercana del río. Lo
imprimí. Convoqué a todos en el despacho.
Juan tiene razón, el consistorio no hará nada en absoluto para evitar la catástrofe que se nos
viene encima. Puse el mapa sobre la mesa. Con un lápiz marqué una cruz en un punto del
trazado del río. Aquí pondremos una carga de dinamita. Luego el lápiz cayó sobre la carretera
nacional. Aquí otra. Será preciso colocar hombres a un lado y a otro para que detengan el
tráfico y emplazar un todo terreno aquí y otro aquí por si acaso viniera la guardia civil, pero
en ese caso les dejaríamos un cartel previniéndoles de lo que va a ocurrir. Finalmente aquí
otra, en la vía del tren, por lo que habrá que prevenir igualmente a la RENFE. A ver….son las
cinco de la tarde. A las siete en punto deberán volar las tres cargas. Un cuarto de hora antes,
se avisará a la RENFE. Cinco minutos antes, se cortará el tráfico en la carretera. Yo me
ocuparé del río, tú, Milos, de la carretera y tú, Vuk, de la vía de ferrocarril. Sin más pérdida de
tiempo, vayamos al depósito a recoger la munición. Milos tomó el móvil y dio la orden de
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preparar las tres cargas. Seguidamente hizo varias copias del mapa en el que figuraban las
cruces, efectuó otra llamada y nos dijo que le aguardáramos en el depósito de municiones.
Eran las seis y cuarto cuando alcanzábamos nuestra posición en la orilla del río. Por la radio
del coche nos enteramos de que la situación era crítica y se esperaba que, de un momento a
otro, las aguas se desbordaran por encima de la ciudad y entraran en ella como un tropel de
elefantes en un poblado. Habló un geólogo asegurando que su fuerza iba a ser demoledora,
arrolladora, aconsejando a los habitantes que se refugiaran en las partes más elevadas de los
edificios. Los testimonios que recogían los periodistas, al azar de las calles, traducían un
pánico generalizado. Nuestros expertos eligieron el lugar más adecuado para poner la carga y
dejaron todo listo. A las siete en punto, uno de ellos apretó un botón y se produjo una
explosión sorda, que hizo temblar la tierra y nos pusimos a correr a través de los naranjos en
busca de los coches para salir con ellos de estampida. El terreno que pisábamos se iba a
convertir, en breves instantes, en el nuevo cauce del rio, por el que iba a transitar el empuje
bestial de unas aguas tan enfurecidas como una hueste del infierno.
Cuando regresamos a la ciudad, llovía menos y ésta se hallaba como aplastada por un
silencio de mausoleo, pero intacta. Los vehículos en los que viajábamos se dispersaron. El
mío me dejó a unas cuantas manzanas de la atalaya. Llegamos todos en un pañuelo, dentro de
un período de cinco minutos más o menos.
Quienes hablaban por la radio todavía no se habían enterado de nada, se limitaban a
constatar que el nivel del río estaba bajando inexplicablemente. Tan sólo dos horas más tarde,
cuando nosotros nos hallábamos cenando en la terraza, los periodistas de la televisión
comenzaron a hacerse eco de los rumores que corrían, según los cuales se habría desviado,
mediante cargas de dinamita, una parte del caudal del río hacia el mar. Y todas las
televisiones locales, nacionales e internacionales, se hallaban en el hall del Ayuntamiento
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esperando poder entrevistar a la alcaldesa. Pero ésta no acababa nunca de salir de su
despacho.
Al cabo hizo su aparición y una nube de micrófonos de todos los colores y ostentando toda
clase de siglas la cercó por todos lados. Admitió que, tras haberse reunido con su gabinete de
crisis y con un grupo de expertos, había tomado, mediante un intenso aunque reflexivo debate,
la decisión que se imponía, a saber, colocar tres cargas explosivas, una en la orilla del río, otra
en la carretera nacional y, finalmente, una tercera en la vía férrea, adoptando las debidas
precauciones con objeto de cortar tanto el tráfico viario como el ferroviario y aseguró que los
propietarios de los terrenos de cultivo devastados por las aguas serían correctamente
indemnizados por el Ayuntamiento, incluidos los pertenecientes a términos municipales
vecinos.
Tales palabras fueron recibidas en la atalaya por una estentórea carcajada general. Entre
unas cosas y otras, reinaba un ambiente de fin de guerra, cuando en realidad se trataba tan
sólo de una tregua. Aún no habíamos terminado de comer cuando cayó una nueva tromba de
agua, tan repentina y violentamente como la anterior. A pesar del toldo, nos mojamos todos
quitando la mesa en un santiamén. Esa vez ya no paró en toda la noche.
Nicolai nos cedió su habitación y él se fue a dormir al sofá del salón. Si es que alguien
consiguió dormir algo con el fragor de la lluvia. Al amanecer estábamos desayunando todos
en la cocina, con la radio puesta. La catástrofe se había consumado de todos modos, aunque,
al decir de los expertos, lo peor se había evitado, puesto que la ciudad había sido inundada por
la aportación de las torrenteras y barrancas, así como por el extraordinario volumen de
precipitación caído sobre ella misma; por el contrario, de haberse desbordado el río, dado el
empuje que llevaban sus aguas, reforzado por la ligera pendiente que existe entre éste y la
población, las consecuencias hubieran alcanzado una proporción realmente dramática.
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Mefiboshet nos preguntó si habíamos mirado a través de la ventana. Lo hicimos. Un agua de
color terroso alcanzaba la altura de un primer piso. La guardia civil y los bomberos se
desplazaban por las calles, convertidas en canales, mediante lanchas neumáticas. La ciudad
entera estaba asignada a domicilio. Afortunadamente tenemos provisiones para un mes,
aseguró Mefiboshet. ¿Tanto se va a prolongar esta situación? No creo, una semana como
mucho. Probablemente dos o tres días.
A los dos días, en efecto, el agua se había drenado, pero dejó una capa gelatinosa de barro
de un metro de espesor que lo cubría todo, incluido garajes, plantas bajas y algún entresuelo.
La alcaldesa, Marisol Herrera, habló de nuevo por la radio y la televisión para pedir la
formación de brigadas populares, con objeto de que colaboraran con los servicios
municipales, absolutamente insuficientes para afrontar la situación. Unas horas más tarde se
anunció también la intervención del ejército.
Di orden de que nuestros hombres se presentaran como voluntarios, a título individual, sin
manifestar el menor indicio de cohesión o de jerarquización entre ellos. Nosotros, los
integrantes de la cúpula, daríamos el ejemplo enrolándonos en las mencionadas brigadas.
V
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La explanada del Ayuntamiento se llenó de sujetos de toda condición y edad, con polainas
e impermeable y un humor más bien taciturno y sentencioso. No llovía, pero el cielo seguía
gris y unas nubes aceradas como acorazados surcaban sus aguas, amenazando con encallar en
los edificios más altos. Aquí y allá, confundidos entre la multitud anónima, percibía el rostro
conocido de alguno de nuestros hombres. Dentro de la casa consistorial reinaba un silencio
lóbrego.
Llegaron al cabo empleados municipales que nos pertrecharon con palas y azadas, formaron
cuadrillas, les adjudicaron un cabo y las despacharon hacia diversos sectores. A Ouissene y a
mí nos tocó un barrio popular del oeste de la ciudad. Bajamos del camión y nos enfrentamos a
la tarea más urgente, abrir un camino a través del barrizal uniforme que cubría la calle. Dado
que la maquinaria pesada era totalmente insuficiente, en muchos lugares tuvo que hacerse esta
tarea utilizando procedimientos prehistóricos. La gente nos contemplaba en silencio, con la
esperanza cansada de la población civil que asiste a la entrada del ejército liberador. Poco a
poco, se fueron animando y comenzaron a bajar, armados con herramientas propias. Unas
horas más tarde, éramos una armada de hormigas aplicada a una tarea ingente. Penetramos al
fin en las viviendas. El espectáculo era desolador, la inmensidad de la labor pegaba al cuerpo
una sensación semejante al estado depresivo que confería una pesadez mayor a los músculos.
El barro era como una lepra marrón que lo cubría todo.
Trabajamos sin descanso durante el día entero y a la mañana siguiente volvimos al tajo.
Limpiamos pisos, apartamos muebles para ponerlos a secar, lo que ya no tenía remedio lo
sacamos a la calle, la confusión era enorme y el cansancio comenzó a hacer estragos.
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Hombres, mujeres y niños parecíamos espectros sin refugio y sin objeto. Sin embargo, nada se
detuvo. La capacidad de los pueblos para soportar catástrofes, guerras y calamidades de todo
tipo es inmensa, inagotable. El temple escondido bajo aquel ropaje de carne que le plantaba
cara a la adversidad, me mantuvo en pie, impidiendo que me desmoronara sobre el lodo,
ayudándome a reconquistar el equilibrio y vencer la náusea.
Entonces comenzó a propagarse el rumor de que venía una nueva riada. Otros, en cambio,
aseguraban que habían ido a ver el río y su nivel estaba bajo. Reanudamos pues el trabajo,
pero un cierto desasosiego se sumó a la fatiga. La sospecha de que nuestro afán era hacer para
deshacer limaba las pocas fuerzas que nos quedaban.
De repente alguien clamó que una ola gigantesca corría campo a través, más veloz que un
caballo. La multitud se puso a gritar y a precipitarse en todas direcciones, el caos fue
indescriptible. Los que conservaban un residuo de serenidad, conminaban a subir de
inmediato a los tejados. En poco tiempo las calles se vaciaron. Dejamos que ascendieran
primero las mujeres, ancianos y niños. Seguidamente nos lanzamos a través de las cajas de las
escaleras y cada peldaño era una garantía suplementaria de vida.
Se oyó el bramido de un oso malherido atronar el aire, luego el golpear de un sinfín de
objetos contra las paredes y finalmente el horrísono regüeldo del agua ascendiendo por el
hueco de la escalera. Parecía que el mar se nos había caído encima. La gente gritaba, histérica,
y ascendía frenéticamente en la semioscuridad. De hecho, el nivel del agua dio un tremendo
tirón, dejándonos atrás, sumergidos en un líquido sucio y espeso. Por suerte se detuvo un par
de metros más arriba. Tan sólo unos cuantos hombres y una mujer joven nos habíamos dejado
atrapar por ella. Entre Ouissene y yo sacamos a la superficie a dos tipos que habían recibido
seguramente un golpe y estaban como aturdidos, revelándose incapaces de nadar.
Llegados a la azotea, nos precipitamos, como lo habían hecho ya los demás, hacia la
baranda, para ver lo que sucedía abajo. De nuevo las calles se habían convertido en torrentes
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tumultuosos, bravíos. Nos hallábamos en un edificio de cinco plantas y el nivel del agua había
superado la segunda. Desde la otra parte de la terraza el espectáculo era todavía más
aparatoso, allí donde antes había una avenida que desembocaba en una plaza, entonces se veía
un auténtico brazo de mar, arrastrando troncos del tamaño de una barcaza y toda clase de
objetos, muebles, vigas, colchones. Todas las fincas se hallaban coronadas por una multitud
que se agitaba y voceaba. De lejos, parecía de alegría. Pero cuando nos percatamos de que, a
nuestro alrededor, las mujeres lloraban y se tiraban del pelo, los hombres maldecían y los
niños se hallaban completamente pasmados, penetramos el verdadero sentido de lo que estaba
sucediendo en todos los edificios y en todos los balcones.
Nadie parecía comprender lo sucedido, máxime cuando el sol pugnaba por abrirse camino
entre las nubes, como para ver, también él, el desastre en que se hallaba sumido el mundo. La
explicación de lo ocurrido era, como supimos más tarde, que se había roto el pantano y se
había volcado todo su contenido de golpe. Una colosal ola se formó, la cual se dirigió al mar
por el camino más recto, ignorando el cauce del río, llevándose todo a su paso, las viviendas
de los vivos y también las de los muertos. Cadáveres recientes y añejos quedaron esparcidos
en buena hermandad y puestos a secar entre desperdicios, en medio de un abominable campo
de batalla. Pero ello formaba parte del capítulo de visiones dantescas que se nos había
reservado para después.
Sí, había llegado para ti el instante del heroísmo. Uno de tus más graves errores.
Ouissene me señaló algo tras de mí. Miré en la dirección indicada y se me apareció un niño
de no más de cinco años, encaramado a lo que parecía ser un pesado aparador, acercándose a
toda velocidad.
En medio de lo que había sido la plaza, se cruzaban dos corrientes, por lo que se había
formado una suerte de espina dorsal que la recorría casi de punta a punta. Todo cuanto llegaba
allí se hundía y no reaparecía hasta cincuenta o sesenta metros más allá. El chaval, con su
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improvisada embarcación iba directo hacia esa línea, imposible de evitar por otra parte, pero
previamente tenía que cruzar por delante de donde estábamos nosotros.
Antes de que Ouissene pudiera reaccionar, salté sobre el pretil apoyándome en un palo de
tender. Cuando éste se recuperó de la sorpresa, avanzó un paso hacia mí, pero con un gesto
tajante de la mano lo dejé de nuevo clavado en el suelo. Se hizo un silencio en la azotea que
yo percibí como de fin de mundo.
Aguardé un instante a que el chaval se acercara un poco más y me lancé al vacío, como
desde un trampolín. Tardé una eternidad en caer. Todavía conservo la película a cámara lenta
de los balcones cuajados de macetas con geranios que iba rebasando cabeza abajo, del
estupor, en todos sus matices, que reflejaban los diversos rostros que encontré a mi paso y que
me vieron recorrer mi camino vertical. Recuerdo que mi mayor temor consistía en que, a
pocos palmos de la superficie, viajara un tronco, o una viga de madera, o cualquier otro objeto
de los que arrastraba la corriente, y me estrellara contra él. Me recibió una inmensa fuerza fría
que parecía ocupada en otra cosa, por lo que ni siquiera me percibió. Salí a la superficie casi
al instante y nadé con todas mis fuerzas hacia el armario. La velocidad alcanzada era tal que
sentí vértigo, o quizá el vértigo provenía al notar la potencia portentosa de las aguas que me
envolvían. Sin embargo, avanzaba en línea recta hacia mi objetivo, ayudado por los vectores
de fuerzas en presencia.
Una vez agarrado al mueble, me fui acercando al chaval, quien me contemplaba en silencio.
No parecía asustado, sino que daba la impresión de mirarlo todo como si contemplara una
incomprensible pelea entre adultos. Sus dos ojos negros me consideraban serenamente. Yo
diría que fue él quien me calmó a mí y no al contrario. Me puse a su lado. Mira, vamos a
hundirnos durante un momento, como en los parques acuáticos, ¿vale? Pero luego salimos,
¿eh? No te preocupes si es un poco largo. Ven, agárrate fuerte a mí. Así, muy bien. Ahora,
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cuando yo te diga, coges todo el aire que puedas. Busqué a tientas un asidero sólido. Todavía
no. Ahora, así, como yo.
El universo entero se puso a dar tumbos como una rueda a la deriva, las nebulosas y las
galaxias también, cual nubes de burbujas agonizantes. Pero la única gota de calor, el único
átomo de luz viva que refulgía aún en esa bola fría de materia inerte, la llevaba yo entre mis
brazos y por nada del mundo iba a permitir que me fuera arrebatada.
El aparador pasó por encima de nosotros, nosotros por encima de él. Así diez o doce veces.
Pero el milagro al fin se produjo, bajo un cielo nuevo y una tierra nueva, rebosante de sol.
La corriente se mantuvo intensa hasta que llegamos a mar abierto. Luego, paulatinamente,
disminuyó. La costa no quedaba excesivamente lejos. El armario se puso a navegar
paralelamente a ella. Al cabo, me decidí a ayudarlo a encallar.
Salimos a la playa y nos sentamos en la arena. Entonces me di cuenta de que una zodiac de
la guardia civil nos había seguido y estaba poniendo proa hacia nosotros. Vienen a por ti, le
dije, para llevarte a casa. A lo mejor nos vemos un día de estos, añadí. Él me contempló con
su serenidad inalterable, pero sin responder. Bueno, adiós. Cuando ya me había alejado unos
pasos me llamó. Oye. ¿Sí? Gracias. De nada. Y me fui con una sensación extraña, mezcla de
varios compuestos entre los que destacaban dos, primero que me parecía huir más que irme,
segundo, que entre él y yo había una diferencia de edad, pero no precisamente a mi favor.
Llegado a lo alto de las dunas, me volví un instante. Los agentes conversaban ya con el
niño. Uno de ellos esbozó un movimiento hacia mí. Otro, que parecía tener más autoridad,
con un gesto se lo impidió. Bajé del otro lado de la duna y me perdí entre los naranjales.
Durante dos días más no se pudo entrar en la ciudad, así que me enrolé de nuevo en una de
esas brigadas que en ese momento estaban dedicadas a atender sólo las urgencias y dormí en
un cobertizo habilitado para acoger a los que se habían quedado sin techo.
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Cuando al fin pude subir a la atalaya, supe que se me había dado por muerto, o les faltaba ya
poco para hacerlo. Ouissene pudo llegar antes que yo y relató lo que había acontecido.
Entonces supusieron que mi tardanza era, cuanto menos, signo de mal agüero. Yo únicamente
quería tomar una buena ducha y echarme a dormir. Lo hice durante dieciséis horas cabales.
Todas y cada una de ellas repletas de fantasmas y de pesadillas, todas como una sola manzana
podrida en la que bullen los gusanos, en la que pululan los cadáveres más diversos, desde los
de la película de Moscú, hasta los de la víspera, medio enterrados en el fango, asaeteados por
los cañaverales, colgados de los árboles como trapos sucios puestos a secar. Y arrastrándose
entre los escombros y el pus, surgía por todas partes el joven esbirro ruso, bramando y
llamando a su madre. Me desperté con la garganta ronca de tanto gritar algo yo también,
aunque nunca supe qué. Dunia estaba sobre mí, para evitar que hiciera un destrozo con todo lo
que se encontraba a mi alrededor y trataba de calmarme. Tardé todavía unos segundos en
comprender el significado de la nueva imagen que estaba viendo, sólo entonces mis nervios
cedieron. Dunia no me habló, pero sus ojos operaron el milagro de reconciliarme con la vida.
Me abracé a ella, pero no como a mi mujer, sino como a la única tabla de mi naufragio.
No tardé mucho en recuperarme. Descorrí las cortinas y el sol me cegó. ¿Qué día estamos
hoy? Hoy es uno de noviembre, repuso Dunia. Todo ha pasado ya, ¿verdad? Sí, Dunia, lo peor
ha pasado.
¿De veras que lo creíste? Sí, bajo ese espléndido sol de noviembre no se podía pensar otra
cosa.
Salimos para desayunar en la terraza. El aire era límpido y diáfano como el cristal. Hasta el
más diminuto detalle que alcanzaba la vista, allá en las cumbres de las montañas, se percibía
con toda nitidez. Sobre el mar se veían puntitos blancos, dispersos. Eran los veleros del Club
Náutico, como si nada hubiera pasado. Más al fondo, cruzaban los trasatlánticos de recreo. En
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la terraza todos los rostros aparecían exultantes, como si la Jerusalén celeste hubiera
descendido ya y estuviéramos viviendo en ella.
Pues no era aún tiempo de vagar, ya que las últimas plagas no se habían cumplido todavía.
Es cierto, quedaba la postrera. La más terrible. Así es, la más terrible.
Algunos hombres comenzaron a decir que había llegado Leviatán a la ciudad. ¿Quién es
Leviatán? Nadie supo decírmelo. Sólo que habían escuchado la noticia de labios temblorosos
y ojos huidizos. Le dije a Milos, manda a tus hombres que abran bien los oídos, que
investiguen discretamente. La información que recibimos fue contradictoria. Para unos,
Leviatán era un gurú, que devoraba niños durante el transcurso de ceremonias satánicas. Para
otros era un antiguo mercenario que venía a traficar con armas. Los había que aseguraban
saber de buena tinta que Leviatán era un asesino a sueldo infalible, el cual solía ser contratado
para eliminar a los grandes de este mundo, cuando éstos comenzaban a importunar a otros
igualmente grandes. Los hubo, en fin, quienes aseguraron que Leviatán no era sino un rumor
propalado por alguien que pretendía asustarnos. Les pedí que siguieran indagando, que
accedieran a los ficheros de los aeropuertos, de las compañías marítimas, del Club náutico,
que revisaran los registros de propiedad, que patrullaran sin descanso las calles y que
prestaran oído a lo que se decía en los bajos fondos. Al cabo, todos coincidieron en decir que
Leviatán había venido a segar cabezas, en especial la que sobresalía.
“Y otro ángel salió del templo gritando con voz de trueno a quien estaba sentado sobre la
nube: Coloca tu hoz y siega, ya que la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está
madura.”
Dispuse que testaferros míos compraran todos los apartamentos que se hallaban en los dos
pisos anteriores al ocupado por la atalaya. Que se instalaran en ellos hombres armados hasta
los dientes y que, día y noche, montaran la guardia. Di instrucciones para que se adaptaran,
según un modelo general que describí, apartamentos de nuestra propiedad para albergar
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entrevistas secretas. También di consignas precisas sobre las obras que debían hacerse en esta
misma casa, por si acaso alguna vez me veía en la necesidad de habitarla de nuevo. Y yo me
fui a vivir con Dunia a la torre del mar, sin ninguna protección, pero también sin ningún
contacto con ellos. Salvo los que tendrían lugar en dichos apartamentos, según un ritmo y una
rotación que previamente definí. Ahora puedo revelarlo, los numeramos del uno al doce y
aprendimos la lista de memoria. El primero y el último martes de cada mes, nos daríamos cita
en uno de ellos para tratar los asuntos corrientes. El mes siguiente cambiaríamos de piso,
según el orden secreto establecido en la lista. Si acaso ocurría un incidente en un apartamento,
no volveríamos a él, sino que aguardaríamos al mes siguiente, en el lugar convenido.
Dado que, sobre todo yo, comencé a hallar el agua del mar algo fría, sustituimos las
travesías a nado por el footing de playa. Y por la tarde continuamos con nuestras visitas de
tierras adentro. A veces, hacíamos una escapada más larga, a la que podíamos consagrar
varios días sin ningún remordimiento. Al fin y al cabo, los grandes asuntos parecían haber
tocado su fin, todos ellos. Y en todo caso, por muy acuciante que fuera el problema, lo
convenido era respetar escrupulosamente el calendario de citas establecido. Si urgencia había,
ya la resolverían ellos, que no estaban mancos. Además, por otra parte no me había
desembarazado de la posibilidad, o el sueño, de abandonarlo todo de una vez por todas.
Realmente, sin que ello alcanzara proporciones patológicas, me hallaba escindido en dos por
cuanto se refiere a este aspecto. Dos reflexiones me eximían de tomar una determinación que
adivinaba cruenta. La primera de ellas era que, a todas luces, el momento todavía no había
llegado, pues las circunstancias, aunque se hallaban en un punto muerto, o precisamente por
eso, no eran las más propicias. La segunda es que no se toma una decisión así a la ligera. Esas
cosas, que revisten tal gravedad, requieren una larga maduración, “la mucha especulación
nunca carece de buen fruto “ diría la madre Celestina. De modo que, reconfortado por ambas
consideraciones, decidí poner la cuestión en el congelador. Quedaba, sin embargo, pendiente
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el interrogante planteado por la presencia de ese tal Leviatán en la ciudad. Cuando trataba de
evaluar racionalmente el peligro real que esto suponía, encontraba que la discreción observada
hasta entonces, la distancia tomada en todo momento con respecto a la organización, la falta
de vínculos establecidos con ella, pues mi nombre no figuraba en ningún documento, los
bienes pertenecían a la “sociedad” y habían sido adquiridos por testaferros, el ascendiente que
poseía, el cual daba cohesión y sentido al conjunto, era puramente tácito, todo ello dificultaba
el establecimiento de cualquier tipo de relación que pudiera conducir hasta mí. Este tipo de
razonamiento me tranquilizaba, cuando estaba en posesión de mi lucidez. Mas cuando caía en
el sueño, la doble hilera de dientes del monstruo Leviatán me producía escalofríos de terror y
me despertaba sobresaltado y con fiebre. Había veces que venía desde el mar y las aguas se
hundían tumultuosas en su garganta como en un abismo, el cielo era ya la cavidad de su
paladar abatiéndose sobre la torre y oscureciéndola con una noche vaporosa y caliente. Otras,
surgía de los pozos y de las simas de la tierra, en forma de tentáculos viscosos que invadían,
husmeando, silbando como serpientes, el garaje del subsuelo y comenzaban a ascender las
escaleras y a trepar por el hueco del ascensor y las fachadas, hasta alcanzar el ático, como los
filamentos de una gigantesca planta carnívora.
Dunia me ponía en la frente paños mojados con agua fría y me daba a beber la medicina de
sus dos ojos turquesa. Me preparaba el café y me obligaba a correr con ella, hasta que
recobraba mi sano juicio. Después, al regresar al apartamento, se ponía frente al ordenador y
organizaba un viaje. Nunca imaginé que fueras tan frágil, me confesó. Pero se notaba que la
complacía cuidarme. Era como una madre severa, aunque sin descuidar el menor detalle ni el
menor gesto de la magia ceremonial de la curación. Y para que no soñara más contigo,
especie de aborto del infierno, me hacía el amor como una reina. Ya te advertí que pusieras un
poco más de atención en la elección de tu léxico, pues podías perder algo más que la vida,
pero por lo visto los hay que no creen sino en los actos, aun sabiendo que el universo fue
496
creado por la palabra; es lo que yo siempre he dicho, hombres de poca fe, aunque no falta
mucho para que lleguemos a la hora de la verdad; así, conviene que vayas concluyendo,
pimpollo. Mientras tanto, yo comienzo a considerar el delicado problema consistente en
determinar en qué salsa voy a comerte.
Acabé por convencerme de que podía y debía serenarme. Ciertamente opté desde el primer
momento por poner mi materia primordial en el crisol y no en el fondo del atanor, a la
temperatura del estiércol de caballo, como tal vez hubiera debido, pues soy hijo de mi tiempo
y he perdido el gusto por la espera, ya lo sabes. Un poco tarde para hacerte esa reflexión. Mas
he aquí que la obra ha sido culminada en todas sus fases. Sonó la flauta por casualidad.
Probablemente por casualidad, sí, poniendo en peligro mi vida y la de los otros, pero ¿qué se
le va a hacer?, no se nace sabiendo, sino con la facultad de aprender, en el mejor de los casos,
y cuando Manrique comparaba nuestras vidas a los ríos, se refería también a la propiedad
asignada a sus aguas de ir siempre hacia delante, jamás hacia atrás. El agua del mar se
comporta de manera distinta, basta con observar lo que sucede en las playas, las olas entran y
salen de la arena, luego vuelven a entrar y vuelven a salir, así desde que el mundo es mundo.
El agua es siempre la misma en cada lugar, lo que viaja es el movimiento, la manifestación de
su trascendencia. El mar es la eternidad, un tiempo único, un movimiento único que se repite
hasta la saciedad en todas sus partes pero en el que no hay sucesión. Sin embargo, arrastrados
por trancas y barrancas, todavía no hemos entrado en él y lo que está hecho, hecho está, sin
que quepa la posibilidad de volver atrás para rectificar nada. Cuanto más que, a pesar de todo,
tampoco había salido tan mal. Eres incorregible. Observa que anteriormente era un individuo
sujeto a la materia vil, a las leyes de la necesidad abominable, aplastado bajo la terrible
maldición del “ganarás el pan con el sudor de tu frente” y la de “un litro de trigo por un
denario y tres litros de cebada por un denario; y el aceite de oliva y el vino, ni tocarlos.” En
una palabra, era un modesto oficinista; malcasado, por añadidura. Ahora poseo un oro más
497
puro que el vidrio transparente, el tiempo. Todo el tiempo que quiera, desde que sale este
magnífico sol rojo que suele salir por estos pagos, sobre las doradas mantillas del
mediterráneo, hasta que se pone por detrás de las montañas azules del oeste, dejando en la
sombra pueblos blancos, dispuestos para un sueño inmaculado, cubiertos por un sudario
resplandeciente bajo la luna y todo el silencio de la sierra dormida es para que se lo beban mis
ojos, a través de los prismáticos. Debes conceder que el plomo, o el mercurio, ha sido
transformado en oro. Sí, es cierto que debo aún apartar las últimas impurezas que quedan en
el fondo del crisol y emplear lo bueno para fines elevados, como marcan los preceptos. Pero
antes quiero asimilar bien la luz de este mundo, beberme su agua que ha recogido los rumores
de la piedra, aspirar el aire impregnado de todos los perfumes del monte y de la vega,
incorporar a mi cuerpo la tierra y los misterios de sus profundidades y llevarlo todo en mi
nueva sangre.
VI
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Dunia debió entender sin duda que nos hallábamos en una situación transitoria y que más
valía posponer ciertas conversaciones. Acaso, en su fuero interno, se diría que más valía
también aplazar ciertos razonamientos. Manifestó, en cambio, su deseo de visitar Toledo, tal
vez nos distraiga su aura de misterio medieval. No se hable más, repuse, seducido por la idea.
Así que tomamos el montante, ligero, y para la ciudad imperial que nos encaminamos.
Durante el viaje de regreso de Moscú, habíamos quemado las etapas con ansiedad; si no
rebasamos nunca la velocidad máxima autorizada, ello fue por precaución, aunque íbamos
con la aguja del contador continuamente sobre ella. El viaje a Toledo, en cambio, lo hicimos
paseando; siempre me parecía que corríamos demasiado, que no llegaba a embeberme lo
suficiente del severo paisaje castellano, por el que, en el fondo, me hubiera gustado transitar a
lomo de caballo o de rucio, como la emblemática pareja de nuestra literatura entre los
renglones de la obra imperecedera, en medio de la rastrojera inmensa, dorada y parda,
moteada de sotos, en la que serpentean caminos sobre los alcores, derramándose en los llanos
donde surgen las ventas en la lejanía como lajas medio enterradas, para concluir en ellas la
etapa, charlando sosegadamente con el ventero, cuando las nubes se arrebolan en el poniente.
Diría a todos los huéspedes que llevo conmigo a una princesa rusa, que huyó de su país
perseguida por malandrines villanos, para ir en pos de su hermano, ilustre afiliado a la andante
caballería, causando con mi peregrino relato, así como con la sin par belleza de mi princesa, la
admiración y el pasmo de propios y extraños.
Ya de por sí habíamos dejado de lado el camino real, para adoptar un itinerario sinuoso,
entre caprichoso y aleccionador. A veces andábamos molestando, con nuestra asadura, a los
modernos manchegos que ya han olvidado las acémilas y las carretas de la muerte y pugnaban
por adelantar a los importunos tras los cambios de rasante. Dunia se reía ante mi indiferencia
inhumana a su cólera y a sus bocinazos. También ella iba revelando poco a poco sus
cualidades menos visibles, su calma imperturbable, su humor constante y proclive a la risa
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serena de mujer colmada por sus propios jugos, y un temple, justamente, de espada toledana.
Todo ello comenzaba a revelarse para mí como una inmensa esponja que absorbía
enteramente mi ansiedad, la cual no era de poco bulto en ese momento.
Aunque probablemente a ti te traigan sin cuidado estas sensiblerías. Oh, no, ¿qué opinión te
has formado de mí? Leviatán tiene también su corazón de carne sin hueso, aunque en él
predomine el cerebro, junto con el hígado y los riñones, pero habla con llaneza, como tú lo
sientas, muchacho. Comprendo que, en tu situación, te haga bien hablar.
Está bien, pues Dunia había elegido para la ocasión colores otoñales, una chaqueta con
motivos de hojarasca sobre tierra húmeda, unos pantalones igualmente color castaña
terminados en botas camperas, un suéter crema fino y escotado, con un parco enrejado de hilo
dorado cercando el busto, unos pendientes verdes con colgantes, el pelo recogido, una pulsera
a base de bolas de una especie de tierra acerada y, por coquetería más que por cuestiones
meteorológicas, unos guantes de piel marrón. Yo, que físicamente no podía ni siquiera soñar
encontrarme a la altura de mi compañera, no tuve más remedio que escoger, dentro de un
estilo informal, por supuesto, los géneros más caros de las mejores marcas. Digan lo que
digan, las leyes de la compensación siguen en vigor. En el fondo era una manera de advertir, a
quien abrigara propósitos malévolos, que, a pesar de mi apariencia menor, tal vez guardara un
as en la manga.
Era noche cerrada cuando entramos en Toledo. Dunia consultó el itinerario, fue
indicándome las direcciones; a veces las callejuelas eran tan estrechas que apenas cabía el
coche entre el encintado de ambas aceras. El alumbrado exhalaba una luz tenue y en la
penumbra las vestiduras de los jóvenes podían parecer extravagantes. Hasta me pareció ver
brillar el acero toledano al revuelo de una capa. Cuando más extraviado me hallaba en medio
de aquel intrincado laberinto, Dunia me previno que a la derecha, tras esa esquina de ahí,
entraremos en la calle donde se encuentra el hotel. La doblamos y, en efecto, nos dimos de
500
manos a boca con nuestra posada, un viejo caserón del siglo XVI transformado en hotel de
lujo.
El entorno en el cual nos habíamos infiltrado con nocturnidad tenía tanto carácter que no
podía sino generar lo esencial de la conversación mantenida durante la cena que tomamos en
el propio hotel. Dunia no solamente sabía cosas referentes al antiquísimo enclave, no en balde
había hecho estudios hispánicos en su país, sino que planteó cuestiones para cuya respuesta
tuve que agotar los ralos conocimientos que obraban en mi poder acerca de las luces y las
sombras de dicha ciudad. Le prometí que buscaríamos bibliografía y que profundizaríamos,
los dos, en la materia. Y con las mismas salimos a dar un paseo al azar, sin preocuparnos
demasiado por el itinerario de vuelta. Las calles y las plazas no estaban muy concurridas, en
parte por la hora, en parte porque no nos encontrábamos en el período álgido del turismo. A
pesar de lo cual, en los bares y terrazas se percibía cierta animación cosmopolita. Le pregunté
si deseaba tomar una copa y me repuso que, si no me importaba, prefería caminar. Yo era de
la misma opinión. La noche se presentaba tibia y suave, teniendo en cuenta que nos
hallábamos ya hacia mediados de otoño. Recorrimos detenidamente el barrio del Zocodover,
la plaza, así como las callejas adyacentes, sombrías y desiertas, donde, bajo los arcos
mudéjares, el empedrado conserva el rumor de los cascos de las caballerías y el traqueteo de
las carretas. Mi compañera pretendía investigar cada rincón, bebérselo todo con los ojos. Me
confesó que en la facultad había asistido a un interesante seminario, impartido por un ilustre
medievalista, focalizado precisamente en el Toledo del milenio. De vez en cuando formulaba
preguntas a las que yo respondía como buenamente podía. En cuanto a mí, tenía la impresión
de mostrarle, no un país, el mío, sino un museo al aire libre. Albergaba la sensación de que si
hubiera venido a Toledo muchos años antes, por poner un ejemplo, digamos, cuando niño,
con mis padres, habría evocado sin duda el Toledo medieval, el de las tres religiones que
aparecía ya bien definido en el volumen ilustrado de historia que me había regalado mi
501
abuelo, el Toledo de Alfonso VI y de la Escuela de Traductores, una ciudad inmersa en las
profundidades de la historia. Pero una historia que llegaría sin interrupción hasta mi presente,
el que podía contemplar con mis propios ojos que se ha de comer la tierra, y lo incluiría,
ciertamente, como algo inacabado, como una materia sobre la que podría aplicarse la mano,
incluso a lo largo de las generaciones futuras, y modelarla. En cambio, lo que yo percibía en
ese momento era una fractura, una especie de cordón sanitario, que me separaba de esa
historia viva. Los anales conservan errores, cierto, algunos de ellos sangrientos, insoportables;
no obstante, la impresión que tuve en esa ocasión, paseando por la noche toledana, fue de que
algo mucho más grave había ocurrido, algo así como si, hacia finales del siglo veinte, se
hubiera producido una formidable explosión con las proporciones de un verdadero cataclismo
y estuviéramos todos todavía volando por los aires. El posadero debió darte un mal vino. Era
excelente el vino que tomamos en el hotel. En tal caso, abusarías de él. Y yo que no creía
capaz, a Leviatán, del menor sentido del humor. Para que veas que no hay que juzgar a la
gente por el hábito que usa. Acaso sería Dunia quien me causara esa sensación de ingravidez.
¿Por qué no? Cualquiera podría comprenderlo. En la intimidad podía dar la impresión, a
veces, de ser una niña frágil. Ante el mundo, posee la prestancia distinguida de una princesa
extranjera que, tras unos pocos pasos en su tierra de adopción, ya se ha vuelto consubstancial
a la misma, dejándose en el acto, con la mayor naturalidad, aclamar como una reina indígena.
Los pocos transeúntes que deambulaban todavía por las calles la miraban, muchas veces sin
recato. Ella debía notarlo, pero en mi opinión lo atribuía a algún tipo de excentricidad, de
cuyo estudio no tenía tiempo de ocuparse en ese momento. Ya estamos en lo de siempre,
claro, como es rubia y tiene los ojos azules, pues ya nos hallamos en presencia de la mujer
angelical. Háblale de ello a un sueco y verás lo que te dice. Ella no pertenece, según creo, a
ese tipo de mujeres que son plenamente conscientes del lancinante abismo de deseo que
suscitan, de la infernal sala de torturas en la que tanto San Antonio de todas las latitudes se
502
precipita con sólo haberlas vislumbrado una sola vez. Y era precisamente esa impresión, que
había albergado desde el primer instante, la que propiciaba en mí la certeza de que podría
servirla a cambio de nada, justamente como se sirve a una reina, es decir, sólo por ser lo que
es. Desde luego que eres un tipo en verdad curioso; cualquiera, en tu situación, procuraría
escamotear ante mi mirada la presencia de esa bella muchacha y tú me hablas de ella en esos
términos….A no ser que pretendas presentármela como una frígida a la que no vale la pena
violar…. Descuida, te hablo así de ella porque, a ratos, me da la impresión de estar hablando
sólo para mí mismo. Pues presta atención a lo que dices, puesto que la vida no es
precisamente un juego, aunque, la verdad, en esta ocasión no has hecho mal alguno, Leviatán
no tiene tiempo que perder en ese tipo de entretenimiento y ya he consagrado demasiado a tu
caso, ni siquiera sé si al final voy a entretenerme torturándote antes de acabar contigo. Si es
así, tanto mejor… No te hagas ilusiones, todavía no hay nada decidido….
En la ciudad ya sólo velaba la piedra cuando regresamos al hotel. El vestíbulo se hallaba
profusamente iluminado pero desierto. El recepcionista debía haberse ausentado
momentáneamente por cualquier cosa. Del salón, cuya puerta estaba a la sazón abierta,
provenía un leve murmullo de conversación. Para alcanzar el ascensor, debíamos pasar ante el
umbral. Mecánicamente eché un vistazo hacia el interior. Unos cuantos matrimonios de edad
provecta charlaban animadamente, sentados en los tersos sofás de cuero, en medio de los
cuales se podía ver una mesilla baja sobre la que se demoraban algunas copas y botellines
vacíos. Un hombre canoso y enjuto, vestido de punta en blanco, intervenía en un tono no
exento de ese dominio solemne de la dicción propio de catedráticos y magistrados
confirmados, pero que delataba, a pesar de ello, una pizca de inquietud. Antes de que entre el
público, debemos verificar, personal y escrupulosamente, que no se ha dejado ningún indicio
a la vista que pueda proporcionar la más remota indicación de lo que es aquello, pues no cabe
duda de que acudirán especialistas. Y entonces se calló demasiado repentinamente al vernos
503
cruzar el vano de la puerta. Noté que el silencio que habíamos sembrado a nuestro paso era
anormalmente profundo. No le hice el menor comentario a Dunia pero intuí que hubiera sido
preferible llegar un momento antes o un momento después al hotel.
Esa noche tuve un curioso sueño. Dije a unos desconocidos, pero que aparentemente se
hallaban bajo mis órdenes, paradojas del mundo onírico, vamos a sacar a la bestia. Con tal
propósito, entramos en una pocilga y uno de ellos hábilmente enganchó una correa al collar de
un enorme puerco. El animal comenzó a dar unos terribles gruñidos y a tirar ferozmente del
cabestro, arremetiendo contra mí, pues me hallaba justo en el trazado de su embestida.
Entretanto, los otros trataban de sujetarlo con todas sus fuerzas desde atrás, mediante la correa
o agarrándolo de donde podían. La bestia consiguió engullir mis dos pies, incongruentemente
desnudos, aunque no lograba cerrar las mandíbulas pues los otros, al tirar de la correa, lo
impedían, por lo que se encolerizaba cada vez más y se debatía con mayor furia. En cuanto a
mí, me hallaba en una posición absolutamente inverosímil, desafiando las leyes de la
gravedad; los pies, metidos en el fondo de aquellas amenazadoras fauces, como hundidos en
una bolsa semejante a una tripa rebosante de grasa y saliva calientes, chapoteaban
frenéticamente y resbalaban, permitiéndome, eso es lo más anómalo, avanzar, a pesar de todo.
En mi huída, no dejaba de ser consciente de que, a la menor flojera o descuido de mis
hombres, el animal acabaría por cerrar los maxilares, terminados en una compacta hilera de
afilados colmillos como de nácar cortante, y cercenar de un solo golpe mis extremidades
inferiores como si estuvieran hechas de mantequilla y pasta de cacahuete.
Sin comentarios.
504
VII
Al día siguiente, un sol benefactor, más que nunca padre de los mortales, resplandecía sobre
la Jerusalén parda de occidente. Nos levantamos con sus primeros rayos y, a buena hora, nos
505
hallábamos ya en un comedor bien expuesto, tomando nuestro buen desayuno, cuando se
presentó, como por casualidad, el caballero de las canas y de la exuberancia verbal,
acompañado de su esposa. La verdad es que me había estado barruntando que aquello iba a
suceder, tanto que incluso venía preparado para dicha entrevista. Porque estaba claro que no
iba a dejar de producirse. Nuestro sexagenario dandi exhalaba, ya de buena mañana, un aire
distinguido, lucía un traje negro, cuello Mahón, cortado, por supuesto, de mano de sastre,
camisa blanca, curiosamente sin corbata, lo que le colgaba al pecho una esquela de seductor
otoñado. La mata de pelo cana, abundante, ligeramente dorada en la base, cegaba al absorber
la luz de los ventanales y contrastaba con fuerza sobre el paño negro de la chaqueta. Su
acompañante exhibía un vestido igualmente negro que se adivinaba ajustado al cuerpo, pero
cubierto por una elegante rebeca roja, dotada de un solo botón en el cuello, lo cual le daba un
vago aspecto de capa. La impresión que tuve fue que, realmente, quería ocultar una figura
excesivamente lozana y esbelta para su edad, pues ella dejaba de algún modo la sensación de
ser algo mayor que su consorte, aunque su rostro poseía unos rasgos extraordinariamente bien
definidos, lo que delataba una prodigiosa belleza en sus años de juventud y de madurez. Dado
que la noche anterior, en esa dichosa frase que, ya sin lugar a dudas, no tendría que haber oído
jamás, capté una sospecha de acento francés en un español por lo demás perfecto, me dije,
esta pareja ha ido granando lenta y suavemente, lejos del mundanal ruido, en algún castillo del
Loira. Así que todo va a suceder en el ámbito de la fineza más absoluta, me dije, porque algo
va a suceder, de eso no me cabía la menor duda. La sonrisa con la que nos obsequió al fingir
descubrirnos confirmó mis sospechas. Si hubiera sabido que era médico, me hubiera
sorprendido menos la facilidad con que nos abordó. Los médicos son todos unos vendedores
de tapices, quizá porque conocen la naturaleza humana mejor aún que los filósofos y los
literatos y saben de buena tinta que no hay nada nuevo bajo el sol. El caso es que esa labia que
Dios les ha dado, esa charla de dominico en misión apostólica, parece siempre desinteresada,
506
son las secretarias quienes pasan factura a la salida; así, a los diez minutos de su entrada en
escena, ya nos hallábamos imbricados en animada conversación, en el transcurso de la cual se
las apañó para obsequiar a mi compañera con, al menos, tres cumplidos bien trovados que
parecían contar con el beneplácito entusiasta de la suya. Dunia agradeció ligeramente
ruborizada. También salí de dicha plática ampliamente ilustrado sobre su profesión, no
solamente integraba la prole de Galeno, sino que, además, era profesor numerario de la
universidad de Montpellier, así como sobre la conferencia anual a propósito de la geriatría que
acepta con gusto dar en Toledo, pues es un enamorado de la ciudad y de su historia. Él, a
cambio, obtuvo bien poca cosa de mí, como es natural. No éramos sino unos turistas que
veníamos por primera vez a la urbe milenaria y la descubríamos maravillados. Eso sí, puesto
que había tenido toda la noche para anticiparme a las sutilezas de tal encuentro, conseguí
aparentar, creo, sencillez y espontaneidad, esperando con ello borrar la suposición de que
hubiera llegado a oír la frase de marras. O si acaso la había oído, demostrar que ésta había
resbalado por mi cuerpo sin que le fuera acordada la menor importancia. Algo así como si la
hubiera entendido, palabra por palabra, pero sin comprenderla en su globalidad, o al menos
sin percibir su verdadero alcance. Y en cierto modo así era en realidad, pues su verdadero
alcance todavía no lo poseía; si bien, descontextualizada como estaba, no podía dejar de ser
inquietante. Y él debía ser consciente de que así la percibiría yo, en caso de haberla oído. Y
ésas teníamos, ambos.
Por cierto, mi nombre es Nicolás y el de mi esposa Per. ¿Per? En verdad que es original,
nunca antes lo había oído. Bueno, es una abreviación personal de Pernelle, un viejo nombre
francés. Razón por la cual, con objeto de quitarle a mi querida esposa ese sabor rancio de
vieja Francia, la llamamos Per. Como todos los maridos, Nicolás sólo sabe hacer cumplidos a
las otras mujeres, repuso la aludida, sin perder la sonrisa ni la compostura.
507
A imitación suya, nos limitamos a declinar nuestros nombres y, al concluir nuestro
desayuno, nos despedimos alegando que teníamos todo Toledo por descubrir.
En efecto, compramos en un quiosco una guía turística y nos dejamos llevar por sus
sugestiones. Comenzamos con una buena ración de gótico en la Catedral, luego nos
propusimos ver las dos sinagogas de Toledo, la de Santa María La Blanca, primero, donde
compré un ejemplar del “Zohar”, después la del Tránsito, con su museo. Para terminar la
mañana, hicimos unas fotos poniendo al Tajo como telón de fondo. Di por zanjado el asunto
con Nicolás, pues realmente tuve el convencimiento de haber estado a la altura de las
circunstancias; de modo que no me había entregado a medias a ese paseo por la antigua
capital del Reino, bajo un tibio sol otoñal.
Comimos bajo el signo de Babel, envueltos en un rumor formado por todas las lenguas del
mundo, en el primer restaurante que nos vino a la mano. Dunia me pidió consejo y le repuse
que gustara la perdiz castellana. Lo hicimos ambos, por cierto. Nos las prepararon asadas a la
brasa.
Hacia las tres nos lanzamos a un paseo digestivo que culminó en el Alcázar. Lo visitamos
con el auxilio de una guía, esta vez de carne y hueso. A la salida, nos quedamos un rato
sentados en el pretil de la explanada, contemplando, alternativamente, el paisaje pardo de la
castellana tierra y, a nuestras espaldas, la imponente nave de piedra que lo surcaba. Dunia me
explicó que había estudiado algo en el instituto la guerra civil española y la recordaba como
una confrontación particularmente atroz. Le repuse que fue una tremenda explosión de odio
durante demasiado tiempo contenido, a la que respondió una no menos formidable explosión
de desprecio. El pueblo español se vio en la obligación de demostrar, una última vez, lo mejor
y lo peor de sí mismo; los caballeros de las Navas de Tolosa tomaron por la postrera ocasión
las espadas y los nietos del dos de mayo se metieron de nuevo entre las patas de los caballos
para destriparlos con sus facas y cada vez que se hallaban en la coyuntura de ganar una plaza,
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tanto unos como otros, fusilaban a lo más claro de sus habitantes. Entonces fue una guerra de
caballeros contra plebeyos, todos emborrachados por la sangre. No exactamente, si las viejas
élites recibieron un cierto apoyo popular, que hizo tanto daño o más a la República que la
aviación alemana o las tropas italianas, fue a causa del mayor prestidigitador de la historia de
la política española, su verdadero líder fascista, José Antonio Primo de Rivera, el cual
proporcionó a los nacionales la necesaria cortina de humo, tejida con pensamiento social, que
tan bien supo aprovechar, aunque no compartir, Franco, dejando al mismo tiempo que el
enemigo fusilara a su rival en Alicante, sin aceptar a cambio los tratos que le proponía. Recién
terminada la guerra, todo equívoco se disipó rápidamente y de los famosos veintisiete puntos
ni hablar del peluquín, o hablar muy poco. Imagino que los españoles de hoy contemplaréis
tal episodio con una alternancia de orgullo y vergüenza. Pienso que, cuando al fin se disipó la
niebla de la propaganda de uno y otro bando, ése fue el sentir de la mayor parte de ellos. En
caso de que hubieras tenido que vivir ese tiempo en el que parece que todo el mundo debía
tomar partido por uno u otro bando, ¿de qué lado te hubieras puesto? “Siempre hay que estar
del lado del muerto”, se me ocurrió responder, porque me vino esta reminiscencia de uno de
los personajes de García Márquez. Tal vez, añadí, tratando de salvar esta respuesta poco
meditada en acorde con el tema sobre el que era requerido, porque es él, en cualquier caso, el
más libre. ¿Se luchó verdaderamente por la libertad aquí? En el fondo creo que sí, sólo que
cada uno tenía su particular noción de la misma. Nosotros, es decir, nuestros padres, la
generación que nos precede sobre todo, y en líneas generales desde tiempo inmemorial en
Rusia, hemos vivido sin libertad, o eso es lo que se dice; es posible que nos haya faltado y nos
falte todavía esa experiencia esencial. ¿Tú crees que la libertad es la piedra angular de un
régimen político? Bueno, en fin, en un plano hacen falta, no uno, sino dos ejes, el eje de las
abscisas y el eje de las ordenadas, para situar un punto, si vinieran a faltar los datos de uno de
ellos, sería imposible tal operación; así pues, en política, los dos ejes son la libertad y el
509
sentido del deber. Sonrió. No te ofendas por lo que voy a decirte, si lo hago es porque
verdaderamente me preocupa pues concierne el mundo en el que ambos vamos a vivir, pero
dime, ¿quién es libre aquí en occidente y, sobre todo, quién tiene un sentido del deber que no
sea doméstico, privado? Algunos dicen que su sentido del deber se orienta hacia la creación
de riqueza. ¿Pero qué riqueza? Convendrás en que se trata de la suya, sobre todo. A los
demás, lo que les ha creado es una jornada trepidante, intensa, de sol a sol, a cambio de la
supervivencia únicamente. Sí, claro, también ha creado una cantidad enorme de productos
que, muchas veces, no se pueden vender. Más aún, lo que hoy en día se crea y lo que, en el
fondo, importa crear, es dinero, un dinero virtual que, a lo mejor, ni siquiera se materializa en
ninguna parte pues no existe fuera de unos cálculos equivocados. Si digo esto es porque me
cuesta integrarme en mi nueva vida. Nosotros, por ejemplo, ¿qué valor tenemos en el eje de
las abscisas y qué otro en el de las ordenadas? Convendría saberlo, amor, porque no podemos
dejarnos flotar indefinidamente en el ámbito de la pura contingencia. Yo quiero estar contigo,
para eso he venido en el fondo, pero quiero estar contigo con un fin, ¿entiendes?, en pos de un
sentido. Y eso tenemos que decidirlo entre los dos. Porque desde mi punto de vista de recién
llegada mira cómo veo tu plano. Por cuanto se refiere al sentido del deber, imagino que se
trata de una cuestión ardua, pues en la moralidad hay grados, positivos y negativos, y en este
aspecto pienso que todos los países son fríos y, el que más y el que menos, tiene que aprender
a hacer componendas con las circunstancias. Eso no cambia. Sin embargo, hay umbrales que
no deben sobrepasarse si uno quiere que la convivencia con su propia conciencia tenga alguna
posibilidad de realizarse de manera duradera. Así lo pienso. En cuanto a la libertad se refiere,
no hemos parado de huir ni un solo minuto hasta hoy, que hemos escuchado lo que no
debíamos y temes que Nicolás haga investigaciones sobre ti. Mi opinión es que lo de Nicolás
podemos darlo por zanjado, pues nos hemos comportado los dos con tal naturalidad que debe
haber llegado a la conclusión de que, o bien no lo oímos, o bien no le acordamos la suficiente
510
importancia, al fin y al cabo es una frase ciertamente enigmática pero poco comprometedora;
sin la mención de las circunstancias, con un poco de imaginación, y no dudo que Nicolás la
tenga, se le puede dar la vuelta como un guante. Debe haber comprendido que agarrarse a ella
es como decidir agarrarse a un clavo ardiendo en un muro donde no hay nada más. Su primera
impresión fue que, para él, claro, que conoce todo respecto a las circunstancias que la
envuelven, la frase era absolutamente reveladora; pero en cuanto se habrá puesto de veras en
nuestro lugar, se habrá dado cuenta, en efecto, de que la cosa no resulta tan evidente y el
menor trabajo psicológico le habrá llevado a la conclusión de que habremos enterrado el
asunto a los pocos minutos. Tenemos otros gatos que fustigar. ¿Y qué crees tú que será lo que
ese Nicolás se lleve entre manos? No tengo la menor idea, aunque ello no augura nada bueno;
no obstante, tenemos tantas cuestiones a las que hacer frente, que no pienso ocuparme de ello
en lo más mínimo y esa determinación he procurado referírsela a Nicolás sin palabras, la cual,
pienso, ha comprendido pues no tiene un pelo de tonto, me parece. Por lo que se refiere a todo
lo demás, debo confesarte que me hallo en la posición del aprendiz de mago que ha
desencadenado fuerzas y reacciones en cadena que no controla bien y mi opinión es que,
justamente, para salir del atolladero, hay que montarse primero sobre ese hipogrifo y
dominarlo, sólo entonces estaremos en condiciones de decidir. Es el eterno combate de la
humanidad, cada cual debe hacerlo en su terreno y no hay modo de rehuir el enfrentamiento.
Para lo cual necesitaré, en efecto, tu ayuda. No sé qué tienes, me dijo sonriendo, que nadie
puede negarte su colaboración. Lo que tengo es mucha suerte; al fin, una suerte increíble.
Con esa buena disposición, entramos en una cafetería, precedidos por un chaval que pidió
permiso para depositar en un rincón de la barra unas octavillas publicitarias. Al pasar por allí,
tomé una. Llevaba por título “Vistita comentada a la Cueva de Hércules”. Pensé que podría
ser la ocasión de una excursión a las afueras de Toledo y, una vez instalados ante la mesa, se
la mostré a Dunia. La leímos juntos y supe qué era la “Cueva de Hércules”, de la cual nunca
511
antes había oído hablar y también que no sería necesario salir de la ciudad para visitarla, pues
se hallaba en el corazón de la misma. La oportunidad era doblemente aleccionadora pues,
según rezaba la esquela, era la primera vez que se abrían al público. Convinimos en que
podría tratarse de una visita interesante y acordamos efectuarla sin demora. Por lo que se
refiere a ese mismo día no había ya posibilidad, de modo que tuvimos que aguardar hasta el
siguiente.
Nos pusimos pues a callejear dejando que el fuego de la tarde se consumiera en una luz de
espiga primero, para asentarse después en reflejo más dorado y más maduro, resolviéndose al
cabo en un rojo de ascua sobre los tejados. Tan sólo la ausencia total de prisa nos diferenciaba
de los demás turistas y nos acercaba a los residentes. Vagamos al azar fundiéndonos
progresivamente en el crisol que recogía la quintaesencia de lo castellano, cuyas líneas puras,
prestadas por el paisaje a la arquitectura, de trazado limpio y austero, siempre despertaron en
mí una fascinación íntima, evocando un reposo geométrico que siempre acaba por dar
sazonado fruto en la meditación. Un mundo en que la sencillez, a fuerza de acendramiento,
producía destellos de luz viva. Un mundo, acaso, para vivir con Dunia la existencia
inmarcesible de dos estatuas de carne.
También esa noche cenamos fuera del hotel y regresamos tarde. Ni en el salón, ni en los
pasillos, nos topamos con alma viviente. En el viejo caserón que nos servía de posada y en la
ciudad entera, se desgranaba como un rumor de río el sueño de la piedra.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, entramos en un comedor bastante concurrido. Pero
ni rastro de Nicolás ni de Per. Tanto mejor.
Tomamos la colación y nos dirigimos sin pérdida de tiempo al lugar indicado por el folleto,
calle San Ginés. Ante la puerta de lo que parecía una antigua casa particular, se había formado
ya un nutrido grupo. Entramos en el bastimento, a cuyo fosco interior les llevó a los ojos un
cierto tiempo para habituarse, con objeto de comprar las entradas. Echamos un vistazo a los
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libros y demás objetos que allí se exponían para la venta y seguidamente volvimos a salir a la
luz del sol. A la hora convenida, una guía se acercó al grupo y tomó la palabra. Se presentó
como una arqueóloga y comenzó allí mismo su visita comentada, mencionando la
desaparecida iglesia de San Ginés, desde la cual, así como desde alguna casa vecina, se
accedía en los tiempos pasados a la llamada Cueva de Hércules. En el siglo XIX, el templo
fue desacralizado y demolido. Seguidamente, sobre su solar, fueron levantados los edificios
que veíamos. Nos rogó que la siguiéramos dentro de la casa. Atravesamos el zaguán oscuro en
el que ya habíamos estado antes, luego enfilamos un corto pasillo hasta desembocar en un
patio interior, donde otro empleado nos tomó las entradas. Alrededor de nosotros se podía
contemplar un auténtico palimpsesto mural, unas zonas estaban construidas con sillares, otras
con ladrillo macizo y otras aún revocadas recientemente, dejando ver en algunos puntos un
tipo de ladrillo relativamente moderno. Me llamó la atención la presencia de ciertos motivos
labrados sobre el material más antiguo, conchas de Santiago y cruces de San Andrés. Vi una
especie de abrigo, como un hueco excavado en la piedra, donde se hallaban, al fondo, unas
grandes tinajas, en una de las cuales se distinguía una mujer pintada. A continuación nos
encontramos ante la entrada de la gruta, la cual se mostraba iluminada por bombillas peladas.
Nuestra guía penetró con decisión a través de aquellas fauces de piedra polvorienta y
negruzca. Doblamos varios recodos hasta enlazar con unas escaleras de madera nueva,
instaladas para permitir un cómodo acceso a los subterráneos. La iluminación era allí más
profusa, abundantes focos revelaban los grandes bloques de granito de que estaban
constituidos los ciclópeos muros, así como, arriba, las vigas y el encofrado de madera
colocados para impedir el derrumbamiento del techo. Una vez pusimos pie sobre piso de
tierra, nos hallamos en un corredor de elevados muros. Dinteles y pilares, dignos del laberinto
de Creta, franqueaban, a trechos, entradas a derecha e izquierda. A veces, dichas entradas
aparecían tapiadas; incluso, en varias ocasiones vimos grandes arcos apuntados que habían
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sido cegados muy recientemente. Tomamos una de esas entradas cuyo cargadero casi
rozábamos con la cabeza y avanzamos a través de otro largo pasillo, el cual terminaba en una
bifurcación. No era la única. Doblamos otros recodos aún, descendimos varios paños de
escaleras, esta vez de piedra, cada uno de los cuales desembocaba en un nuevo túnel cada vez
más húmedo y estrecho. Al final, cuando ya habíamos perdido todo sentido de la orientación,
nos vimos en una gran sala abovedada.
Ese lugar, amplio y de excelentes propiedades acústicas, fue el elegido por nuestra guía para
darnos una sucinta conferencia sobre el enclave histórico en que nos hallábamos. Se trata de
un sistema de canalización de aguas, dijo, construido en época romana, destinado a traerlas
desde el Tajo, en volumen suficiente como para abastecer satisfactoriamente la entera ciudad
de Toledo. A partir de ahí, ha nacido la leyenda de las Cuevas de Hércules, según la cual,
dicho personaje mitológico habría venido a nuestra ciudad, lo que no tendría nada de
particular pues, a lo largo de su trabajosa vida, se recorrió todo el mundo entonces conocido,
reinando el no menos mítico Túbal, nieto de Noé, y habría construido con sus propias manos
una red de galerías subterráneas, enlazando salas, en las cuales comenzaría a enseñar las
ciencias ocultas y donde, a lo largo de los siglos, los iniciados transmitirían tales
conocimientos a los elegidos. Así, Toledo alcanzó, durante la época medieval, reputación de
universidad del ocultismo. También se relacionan estos antros con el tema de la pérdida de
España. Según lo que constituye otro tramo de la misma leyenda, la monarquía visigoda
habría salido garante del profundo secreto contenido en estos lugares. Cada uno de los reyes
godos, no solamente se habría comprometido a no profanar personalmente dicho secreto, sino
que, además, con objeto de preservarlo convenientemente, debía añadir un candado a la puerta
de la torre que daba acceso a la sala en que dicho misterio se hallaba encerrado. El rey don
Rodrigo, necesitado de dinero para sufragar la guerra contra los vascones y haciendo caso
omiso de los encarecidos ruegos de sus consejeros, hizo saltar los veinticuatro candados de los
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reyes que le precedieron y lo violó. Según algunas relaciones, había en el interior unas
grandes estatuas que se pusieron enseguida a dar mazazos en el suelo, con objeto de asustar a
los profanadores, y el rey pudo leer una inscripción en el primer dintel que se le ofrecía
mediante la cual se prevenía al intruso que hubiera osado desobedecer el precepto y llegar
hasta ese umbral, que continuar adelante significaba ir al encuentro de la muerte. Nada de eso
amedrentó al intrépido monarca, quien prosiguió resueltamente, avanzando a través de varias
salas. Se dice que la primera era toda ella blanca como una perla gigante que hubiera sido
perforada y tallada, la segunda negra de azabache y de muerte, la tercera verde como la
esmeralda, finalmente la postrera era roja cual rubí o río de sangre derramada. Aún tuvo que
descender con su séquito, a partir de allí, a través de escaleras y galerías hasta llegar a una
estancia donde sólo había un gran arcón en medio. Mandó arrancar el último candado, levantó
la tapa y extrajo una tela en la que aparecían pintados unos jinetes y soldados árabes, bien
armados y bien pertrechados. En el lienzo se podía leer esta inscripción, “Cuando este paño
fuere extendido y aparecieren estas figuras, hombres que andarán así vestidos conquistarán
España y se harán de ella señores.” Sólo entonces el rey paró mientes en que tal vez había ido
demasiado lejos. Años más tarde, mientras agonizaba en medio de esos mismos soldados,
tuvo la absoluta certeza de que así había sido.
También se cuenta que, en el siglo XVI, el cardenal Silíceo mandó explorar la Cueva y los
expedicionarios salieron de las entrañas de la tierra tan espantados por las visiones
fantasmagóricas que allí se habían producido, que el prelado mandó las tapiaran
definitivamente para que nadie más perturbara el reposo del inquietante mundo con el que se
habían topado. He aquí la leyenda, aunque la arqueología sólo puede presentar a nuestros
contemporáneos esta magnífica obra hidráulica de la época romana.
¿Y qué son todos estos pasadizos y salas que acabamos de recorrer? –preguntó uno.
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Los necesarios para conducir obreros a cualquier punto de la instalación, en caso de que ésta
necesitara ser reparada o limpiada.
¿Y qué significan los pasadizos cegados? ¿Por qué no los abren?
Las partes que ofrecen grave peligro de derrumbamiento han sido, evidentemente, tapiadas.
La respuesta no carecía de fundamento. Sin embargo, tenía la desagradable sensación de
haberme quedado como en ayunas. Observé el rostro del tipo que había hablado y me pareció
que reflejaba la misma impresión. Una lógica, que yo mismo no tenía inconveniente en tachar
de espuria, me constreñía, como a expensas mías, a combinar el elemento al que se estaba
haciendo alusión, y todas las circunstancias aferentes, con la dichosa frase de Nicolás que,
resultaba absolutamente palmario, jamás tendría que haber oído. “Antes de que entre el
público, debemos verificar escrupulosamente que no se ha dejado ningún indicio a la vista.”
Era la frase y era el tono en que había sido dicha. Quise, no obstante, convencerme de que
todo cuanto se ofrecía a mi alrededor poco tenía que ver con un congreso de medicina. A
menos que….no se trate de una medicina antigua, de la, digamos, predecesora de la
medicina…y de la química. Recordé que los colores por los que se manifestaba la Gran Obra
eran precisamente y por ese mismo orden el blanco, el negro, el verde y el rojo. Apenas
formulada la idea, la deseché por inconsecuente y peregrina. Posiblemente Nicolás se refería a
otra cosa, en otro sitio. Era su problema. Claro que, si se trataba de algo banal, ¿por qué
inquietarse tanto? Y si no lo era, ¿por qué no cabría la posibilidad de que estuviera
relacionado con la supuesta universidad del ocultismo, la cual tal vez siguiera en activo, o
acaso albergara en sus enterradas aulas símbolos o manuscritos o cualquier otro tipo de
secreto que convendría no fuera desvelado bajo ningún concepto?
Deseché con resolución la idea, pero al propio tiempo que lo hacía experimenté como una
debilidad repentina, ribeteada por una ligera náusea. Traté de recuperar la serenidad mediante
un esfuerzo por volver al equilibrio anterior. Respiré varias veces profundamente,
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repitiéndome que yo no era de los que se dejan llevar con facilidad por el pánico y sí de los
que, con fuerza de voluntad, hacen entrar en razón a un cuerpo demasiado impresionable,
quizás. Sí, era cuestión de fuerza de voluntad; con ella, la náusea se domina, la conciencia no
se escapa. Esa especie de cisterna romana en que nos encontrábamos, se hallaba
abundantemente iluminada por numerosos focos. Sin poderlo evitar comencé a interesarme
por las caras de los visitantes que nos rodeaban. Todos rostros herméticos. Más que caras, me
pareció ver máscaras alumbradas por una luz artificial, por no decir irreal.
El tipo que había formulado la pregunta, definitivamente no parecía demasiado satisfecho
con la respuesta recibida, puesto que, tras acordarse unos momentos de reflexión, procedió al
lanzamiento de una verdadera batería de ellas, cual si de un organillo de Stalin se tratara. ¿Por
qué no se publican los resultados de las excavaciones? ¿Un plano, al menos, de la supuesta
red hidráulica? ¿Por qué no se nombra una comisión de expertos que integre miembros
independientes, extraídos de la comunidad científica internacional? ¿Qué impulsa a las
autoridades municipales a diferir sine die todo proyecto de excavación transparente, todo
intento de esclarecer las cosas? La guía intentó desplegar una respuesta única. Y mientras se
preparaba para hacerlo, noté que se le habían tensado todos los músculos de la cara. Su rostro
aparecía cortante, duro. También mi sistema nervioso se puso tirante como el cordaje de un
barco. La fecha en que se iniciaron las actuales excavaciones, argumentó la guía, es todavía
demasiado reciente para que se puedan establecer y publicar conclusiones que, de otro modo,
resultarían precipitadas. Por cuanto se refiere al equipo de arqueólogos que trabaja en ella,
pertenece, efectivamente, a la comunidad científica internacional. Internacional puede…-
interrumpió el otro-, pero ¿qué me dice en cuanto a su independencia? Sólo puedo responderle
que, dada la precariedad del estado en que se encuentran las galerías y los túneles, no se le
puede acordar el permiso de entrada y menos aún el de participación en los trabajos a
cualquiera, por competente que sea en el dominio en cuestión, únicamente debe trabajar aquí,
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fuera de esta zona consolidada, personal altamente cualificado y perfectamente integrado en
un equipo que reúne las más variadas competencias, entre las cuales, las que se refieren a la
seguridad no se hallan, como usted comprenderá, relegadas a un segundo plano.
Los rostros de los demás visitantes seguían con gran atención la disputa, casi con una
atención que podría calificarse de excesiva, como si algo de una importancia capital estuviera
en juego, si bien con una expresión indescifrable, igual que si estuvieran hechos de cartón
piedra. De repente, me atreví al fin a poner en palabras la idea que me venía atormentando
desde hacía rato, la cual me impresionó tanto como si acabara de descubrirla. ¿Y si Nicolás
hubiera decidido organizar esta expedición a las entrañas de la tierra con un grupo formado
por individuos de su entera confianza, acaso pertenecientes todos a una misma secta, excepto
tres, a los que se desea eliminar, por cierto, ya sea porque voluntariamente han metido sus
narices en un asunto que no les concernía, ya sea porque, sin querer, habían oído lo inaudible
y se habían hallado, en el momento preciso, en el lugar exacto en el que, bajo ningún
concepto, tendrían que haberse hallado?
La perspectiva de quedarme emparedado para siempre en una de esas lóbregas galerías me
produjo un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza.
Decidí hacer, por si acaso, un gesto de impaciencia ante la excesiva insistencia del curioso
odioso. Tal vez ello abogara por nuestra causa. Algo discreto, desde luego, pero que no podía
pasar desapercibido a alguien, por ejemplo, que tuviera la misión de observar con
detenimiento cada una de nuestras reacciones. Evitando enseguida, con igual ahínco,
averiguar si ese alguien lo recogía.
Claro que, dadas las circunstancias, las posibles circunstancias quiero decir, todo dependía
también de la actitud del entrometido de marras, tal vez un investigador serio y metódico que
hubiera llegado a entrever, con ayuda de una prueba material, la verdad oculta en esas
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profundidades; pero que, en todo caso, parecía algo dulce de sal para captar lo que podía estar
sucediendo a su alrededor. Y a mí, en cambio, me parecía cada vez más evidente.
El sujeto en cuestión parecía meditar como si estuviera ordenando meticulosamente sus
argumentos antes de pasar de nuevo al ataque. Bajo las bóvedas de aquella especie de cripta
se produjo un silencio de mausoleo. Y cualquiera hubiera jurado que la causa no era otra que
una densa expectación. Le lancé al interfecto una mirada que se quería distraída, pero que en
el fondo iba cargada con el deseo angustioso y la súplica apremiante de que cerrara la boca a
cal y canto y no la abriera por nada del mundo.
La atmósfera estaba tan cargada de espera, que, en un momento dado, tuve la certeza de que
había más gente aguardando. Una auténtica multitud detrás de los recientes tabiques que
daban sin duda a otras salas, posiblemente más grandes aún que aquella en la que nos
encontrábamos, y tras las tiernas paredillas todavía húmedas que cubrían las bocas de oscuros
y largos túneles. La impaciencia que nos envolvía era demasiado densa como para pretender
que la creaba únicamente el exiguo grupo que se hallaba, visible, ante mis ojos.
El investigador, autodidacta sin duda, pobre diablo que ni siquiera ha conocido el infierno,
alzó una mirada de charol, bajo unas tupidas cejas negras; parecía que iba a replicar al fin, a
sacar del buche la palabra justa que pusiera el dedo en la llaga, un segundo antes de que el
mundo saltara por los aires como una bola de cristal que estalla como consecuencia de una
vibración insoportable, pero las pupilas de plomo acabaron pesándole demasiado y no dijo
nada.
Cuando la guía comprendió que no hablaría, dijo bueno, si no hay más preguntas,
concluimos con ello la visita.
Emergí a la luz del día como levitando, igual que si todo mi cuerpo estuviera hecho de papel
lívido, arrebatado, sin embargo, por el mismo gozo incontenible con que debió salir Lázaro de
la tumba, a cuya lobreguez había gustado, convencido de que era para siempre. Un sudor frío,
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por cierto, debía perlar ligeramente mi frente. Y quizás algo más que la frente. Dunia lo notó
y no supe disimular, turbado como estaba. No pude sino contarle la verdad de mi aprensión.
No fue una buena idea venir a Toledo en este preciso momento, repuso. Será mejor que
volvamos a casa cuanto antes.
Fuimos directos al hotel, recogimos prestamente nuestras cosas, pagamos la factura y nos
salimos de la ciudad con un inexpresable deje de huida. Acaso de derrota.
¡Qué desperdicio de oportunidad! ¿Qué quieres decir con ello? No, nada…. Sigue.
Pues regresamos a la vida plácida y sosegada de antes, al saludable ejercicio matutino a lo
largo de la playa, al aperitivo, a la confección de recetas caseras, a las siestas, a las lecturas en
el balcón, a las tardes eternas escuchando la respiración del mar, la muerte del día, la
resurrección del día, los rumores y los gozos del amor. Pero es verdad, había como una
herrumbre de derrota en el paladar, que llevaba camino de despuntar en un mal presagio.
En fin, llevábamos esa vida de una pareja de clase media alta que ha decidido tomarse un
año sabático, o bien que ha aprendido a dirigir sus negocios a distancia, a través de la nueva
tecnología. Y ello en un lugar propicio, donde no éramos, ni mucho menos, los únicos que
vivían así. Antes al contrario, el derroche más flagrante, acompañado de la ociosidad más
palmaria, constituían la norma en aquellos parajes, incluso en invierno. Según eso, puede
decirse que nos desenvolvíamos de manera discreta en nuestro ámbito.
El mal estaba ya hecho. Dicen que por la caridad entra la peste. Leviatán se encontraba ya,
en efecto, en la ciudad, desde el mismo día de las inundaciones. De un humor de mil
demonios, por cierto, pues tuvimos que abandonar por pies la mansión que nos habían
prestado, dejando allí todo nuestro material. Apenas si nos alcanzó el tiempo para llegar a los
coches y salir zumbando, antes de que irrumpiera una ola de lodo y no dejara visible más que
el techo. Pero también dicen que no hay mal que por bien no venga. Cuando vi en los titulares
de los periódicos: “Niño salvado de las aguas por un ángel caído del cielo” “Dicho ángel ha
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declinado la notoriedad por razones que se desconocen, etc.…,” entonces me dije ya tengo a
mi hombre, aquí no hay otro, no puede haber otro, capaz de hacer una cosa semejante y de
comportarse de esa manera tan altruista y desprendida. ¿Cómo iba a haber alguien así en esta
nueva Babilonia? Hice que me trajeran al niño en cuestión y lo interrogué. Un chaval
circunspecto, en verdad. También lancé a mis hombres, disfrazados de periodistas, para que
interrogaran a derecha e izquierda por todo el barrio. Supe algunas cosas, suficientes para
recoger los primeros hilos. Paralelamente investigué otro hecho que desde un principio me
pareció sospechoso. En cuanto llego a un sitio que no conozco, lo primero que hago es leer los
periódicos. Y, si puedo, también los atrasados. Entre líneas, capté algunos detalles que
excitaron mi curiosidad. Acerqué más mi oído a determinados focos, utilizando mis contactos,
y tuve la confirmación de que las autoridades municipales no habían ordenado la voladura del
margen del río, ni la de la carretera, ni la de la de la vía férrea. Y si admitieron públicamente
la responsabilidad de estos hechos, ello obedecía a dos razones, primero porque era lo que
ellos mismos tendrían que haber hecho si hubieran tenido dos dedos de frente y un mínimo de
agallas, segundo porque no admitirlo habría dejado en la opinión pública una impresión de
desorden bastante embarazosa para el gobierno municipal y una gran pregunta en el aire. Hice
pues mis propias investigaciones, las cuales me fueron conduciendo, poco a poco, hacia lo
que tú llamas la atalaya.
521
VIII
¿Por qué, entonces, a Mefiboshet, el insignificante hijo patojo del rey Saúl? No representaba
el menor peligro para nadie, ni era una pieza clave en nuestra organización, ni conocía más
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detalles sobre ella que cualquier otro. Antes al contrario, se le podía erigir como símbolo de
una vida tan intranscendente como plácida, que muchos harían mal en desdeñar. Era el
mismísimo sentarse a la sombra de la parra y de la higuera para ver pasar unas horas que sólo
se distinguen entre ellas por detalles nimios de luz o de color. Yo lo saqué de sus cavilaciones
en la plaza de las palomas, de su afición por las partidas de petanca, de sus conversaciones
tranquilas bajo las acacias, sin saber que ello había de ser para ponerlo entre las manos
expertas de Leviatán. Se trataba sin duda el más inocente de todos.
Oh, tal vez por eso… Y también porque, cuando uno pretende asaltar una fortaleza, lo
primero es atacar el estómago de sus defensores. Miserable destino para el hijo del Ungido,
del rey, Señor y esclavo a la vez, vivía en un mundo que ya no le correspondía, aunque en
otro tiempo le habrían pertenecido todos los derechos; sin embargo, jamás había ambicionado
involución alguna. Muchas de las cosas que poseíamos estaban a su nombre y, a pesar de ello,
nos servía con toda humildad. Antes de tomar ese partido esperé, por supuesto, a ver si
aparecías tú mismo. Leviatán no cuenta las horas, ni los días, sino que teje su tela y aguarda.
Mas comprendí que ese primer momento de confusión tras nuestra llegada, la riada, la pérdida
de material, la instalación en un nuevo cuartel general, te habían dado tiempo suficiente para
ponerte en guardia y tomar ciertas precauciones. Las precauciones estaban tomadas desde
mucho tiempo atrás, desde antes incluso de que supiera que Leviatán existe en el mundo,
porque siempre hay un Leviatán para cada cual, poco importa cómo se le llame,
indefectiblemente acaba asomando sus fauces en el momento culminante de cada aventura
digna de este nombre. Por mi parte, decidí aumentar un poco la presión sobre ti. Después de
todo, ya sabía cómo tratar a mi ángel benefactor de pobres y niños. Verás por qué jamás hay
que mostrar piedad; cuando se tiene vocación de mandar, es preciso saber ser Señor de horca
y de cuchillo. Si así lo hicieres, mandarás tú, y tus hijos tras de ti, hasta la séptima generación.
Bueno, en el caso tuyo ya es demasiado tarde, por supuesto. Tu lugarteniente, por cierto,
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aguantó bien el tiro, no se movió. Vino cuando correspondía, es un militar y conoce el sentido
y el valor de la disciplina. Sí, fue a entrevistarse contigo en aquel apartamento amañado. Y
nosotros tras él, como no podía ser menos. Te diré lo que hizo. Lo primero que hizo fue pulsar
un botón disimulado bajo una llave de la luz. Enseguida me mostró fotografías de lo que
habíais hecho a Mefiboshet, por lo que pagarás un precio muy alto, Leviatán, una tarifa a la
altura de tus merecimientos. ¿Bromeas? Aseguró que no se habían cometido errores, que todo
el dispositivo de vigilancia había estado activado durante toda la noche, cada hombre en su
puesto, todos ellos se hallaban en el apartamento y nadie había oído el menor ruido. ¿Es eso
un cumplido? Es una simple constatación. Un trabajo de príncipes del asesinato, dirás,
desollar a un hombre y dejarlo, todavía vivo, colgado de los pies de una lámpara, sin que se
enteren los que duermen en las habitaciones contiguas, a pesar de hallarse en estado de
máxima alerta, no está al alcance de todo el mundo. Un trabajo también de príncipes de la
propaganda. Sin embargo, lo que ocurrió en ese otro apartamento con malicias me humilló
profundamente, hasta el tuétano de los huesos. Sabía que el encuentro era contigo. Tomé
todas las precauciones que se imponen, puse hombres en el garaje, en la escalera, en ambos
extremos de la calle. Luego subí con un puñado de mis agentes más selectos. Hicimos saltar la
puerta, nos precipitamos en el interior y nos encontramos mirándonos como pasmarotes en un
apartamento totalmente vacío. Lo más hiriente es que Milos debía tener la seguridad absoluta
de que le íbamos a seguir y a pesar de ello no renunció a la entrevista, pues se hallaría
igualmente convencido de poder darnos el esquinazo. Nunca antes Leviatán había pasado por
una tal afrenta. Dejé un par de hombres en el piso, buscando cualquier resquicio entre las
paredes. Ordené a otros dos que bajaran por la escalera. Yo lo hice por el ascensor. En el hall
de entrada me dijeron que nadie había pasado por allí. En el garaje nadie había visto un alma
viviente durante los últimos diez minutos. Telefoneé a los de la calle y tampoco habían
percibido nada anormal. A medida que iba intuyendo lo que en verdad había pasado, me iba
524
subiendo un veneno caliente por las venas, tanto es así, que si hubiera mordido a un hombre,
lo habría matado en el acto. Teníais un ascensor oculto, que comunicaba, no con el
aparcamiento de esa finca, sino con el de la finca vecina, cuya salida, en lugar de dar a la calle
por donde habíais entrado, daba a la avenida de la parte posterior. En efecto, lo primero que
hizo Milos al entrar fue, como te dije, pulsar el botón de ese ascensor secreto y dejarlo
preparado, pues era evidente que le habíais seguido, no había otra explicación al asesinato de
Mefiboshet, más que desencadenar un movimiento que les condujera hasta ti, razonó Milos.
Entonces una estantería del despacho se abrió en dos, dejando ver el interior del ascensor.
Uno tiene la obligación de aprender de la experiencia, ¿no es así? Al pulsar el botón de
bajada, la estantería se cierra automáticamente, como en la datcha de Tarasov. Ah, esa
estancia en la datcha de Tarasov resultó altamente instructiva. Y no fue ése el único lugar en
el que mandé construir una astucia semejante. Encontramos el dispositivo, de todos modos.
Pero demasiado tarde. Cierto, ya os habíais confundido con el tráfico de la avenida. Jamás me
habían humillado de ese modo. La sangre se me subió a los ojos y lo veía todo rojo. Procuré
no mirar a mis hombres y me encaré con el primer coche que me vino a la mano. Cuando
sentí que comenzaba a aplacarme, el vehículo tenía toda la carrocería abollada y no le
quedaba ni un solo cristal. Imaginé tu decepción, Leviatán, por eso supe que desearías
ocuparte personalmente de mi caso. Siempre me ocupo personalmente de mis cadáveres. Al
menos de los que me encomiendan, por eso me pagan, por el don de la infalibilidad que saben
pertinentemente que poseo, como el Papa en sus asuntos, así yo en los míos; y también por el
sello único e intransferible que dejo en la materia, garantía de autenticidad, lo cual no es
inocuo. Jamás delego, esa es la primera condición que se me impone, pues mis clientes no
aceptan errores, ni yo tampoco.
Durante el trayecto, di a Milos las consignas que imponía la urgencia, aunque en realidad
todo lo tenía previsto desde hacía algún tiempo. Desde el principio supe que me vería
525
obligado a tomar medidas de última instancia, que no habría más remedio que efectuar la
operación del cirujano de hierro. ¿Qué quieres decir con “desde el principio”? Intuitivamente,
desde que comprendí que mi actividad acabaría forzosamente disgustando a gente muy bien
situada, sobre todo a ella, pero especialmente desde que oí tu nombre, Leviatán, aún sin
haberlo escuchado nombrar antes, me preparé para este encuentro. Bueno, intuitivamente en
el verdadero principio; a partir de un cierto momento con perfecto uso de razón. Eso es lo que
pensaba yo también. Le dije por la misma ocasión a Milos que me enviara a Nicolai para que
se quedara con su hermana.
Milos me dejó junto a mi automóvil. Fui entonces a la torre del mar, para despedirme de
Dunia. Le dije que debía hacerlo. Ellos sólo me quieren a mí, vosotros no corréis ningún
peligro. ¿No es posible luchar con ellos de otro modo? No, son demasiado expertos;
realmente, no me dejan otra alternativa. Cuando llegó Nicolai, le mostré dónde guardaba las
armas y las municiones, por si acaso. Y me fui.
Caminé hasta la parada del autobús. El día se mostraba nublado y ventoso. El invierno se
hallaba a las puertas. Me apeé a unas cuantas manzanas de mi antigua vivienda.
Entonces, por primera vez, diste señales de vida. Sí, llamé a Milos utilizando mi móvil, ¿no
te sorprendió que lo hiciera, cuando acababa de entrevistarme con él? En absoluto, no
esperaba otra cosa de ti. Es más, tenía la certeza de que lo harías en breve, antes de que nos
decidiéramos a utilizar a Dunia como “argumento.” Y no era cuestión de mandar un anuncio a
los periódicos para decir, aquí estoy, me rindo. Claro. Bastaba con esa llamada para ponernos
sobre la pista, eso no podías ignorarlo. Y para que desecharais la idea de utilizar a Dunia
como “argumento,” es cierto. La desechamos, en efecto, de momento, en espera de obtener
resultados, sobre todo porque tenía igualmente el convencimiento de que no habrías cometido
la torpeza de decirle dónde ibas con toda exactitud. No, no lo hice, por supuesto. Así, nos
pusimos a escudriñar el barrio con ojos de relojero, a tender el oído en cada tienda, en cada
526
bar, a lo largo de las callejas y en los parques, para saber qué se decían entre sí los niños y los
ancianos y las amas de casa en las panaderías y los adolescentes que fuman porros de noche
en los portales. Y nos adaptamos tan bien a la vida de esas gentes en unas cuantas horas que
luego pudimos hacer preguntas sin despertar sospechas. Y conocimos que nos las estábamos
viendo con un pez sigiloso y escurridizo, un pez de aguas profundas. Yo soñaba con unos
tentáculos que escarbaban por entre la hojarasca del jardín, tanteaban los cimientos de la casa,
se enredaban en ellos. En las habitaciones vecinas susurrabas, abriendo los mil pliegues de tu
cólera. Y me despertaba al amanecer viendo tu rostro, el tuyo propio, el que tienes ahora
mismo, en la penumbra de los rincones. “¿Quién es el que sabe apaciguar, poco a poco, la
turbación de su corazón, dejándolo reposar? ¿Quién es el que sabe nacer, poco a poco, a la
vida espiritual, mediante una calma prolongada? El que conserva este Tao, no desea estar
lleno. Y porque no está lleno de sí mismo, asume sus defectos y no pretende que se le juzgue
perfecto.” Te encontrabas haciendo tus ejercicios espirituales…vaya. Pues es una lástima que
no hayas alcanzado la perfección, para poder medirte con Leviatán en condiciones de
igualdad. En fin…y nosotros con la ansiedad de encontrarte… ¡Qué falta de consideración!
No podía excluir que fuera a ocurrir lo peor. No podía excluir….desde luego que tienes una
manera curiosa de expresarte…. Me consagré, en efecto, a lecturas edificantes, hasta altas
horas de la madrugada; entre otras cosas, para no introducir mudanza en mi costumbre.
¿Cómo puede uno seguir aprendiendo, cuando sabe que a la mañana siguiente va a morir? Es
ése el único apetito que no se sacia jamás, ni aún en la hora postrera; quizás haya en ello un
indicio sobre el que conviene meditar. Oh, sí, meditemos, no tenemos otra cosa que hacer,
todavía es noche cerrada, el gallo aún no ha cantado; la labor de los sabios debe hacerse a esta
hora secreta. Llevas razón, Leviatán, la noche nos aveza a la muerte, para que no nos
sorprendan sus sombras. Es preciso haber muerto en vida, para resucitar después de la muerte.
Toma una hogaza, dibuja una cruz con un cuchillo, dos partes son anatema, ofrenda, las otras
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dos son alimento. Así debe ser el trabajo del filósofo, en perfecta armonía con la naturaleza.
Leviatán es la Naturaleza misma, el subconsciente de Dios, cuando tiene una presa ante sus
fauces, el destino se la ha puesto ¿y quién podrá contrariar al destino? Aquel cuyo nombre
constituye la doble respuesta al enigma de la esfinge. No estoy de humor para acertijos; en
todo caso, no eres tú ése. ¿Quién sabe? La piedra que los constructores desecharon, vino a ser
la piedra angular. No en este caso. Al tiempo…
Sabía que te tenía atrapado en mi red de hierro, tan sólo debía cuidarme bien de que cierta
tórtola que vivía junto al mar no alzara el vuelo. El resto era como un divertido aunque ocioso
exordio, una ceremonia preliminar que tú me imponías como quien solicita un último deseo y
no se le niega el postrer deseo a un condenado a muerte, siempre y cuando sea razonable. Oh,
tampoco estoy hecho con tan mala disposición como para no aceptar un juego tan inocente.
Tenía que buscarte, claro, ocupar a mis hombres; los hombres de mano, ¿sabes?, nunca deben
permanecer ociosos mientras las cabezas pensantes cumplen con su función. Aunque no
albergaba la menor duda de que serías tú mismo quien se presentaría a mí para solicitar el
anzuelo y ponerlo sobre tus propias agallas. ¿O acaso me equivocaba? Ya ves que no,
Leviatán.
De repente vino el frío. Un frío inhabitual para estas tierras. Las montañas del interior se
veían, en el horizonte occidental, cubiertas de nieve, exhalando una blancura de sudario. Tan
sólo disponía de un radiador que me veía obligado a transportar de acá para allá en mis
desplazamientos. Afortunadamente, en un rincón del jardín, cubierta por una lona, descubrí
una regular carga de leña de olivo, gentileza del vestiglo que, por cierto, tendré que pagarle un
día de éstos, y pude encender la vieja chimenea. La lluvia fría convertía el cristal de las
ventanas en cuadriculadas galaxias de estrellas brillantes y vapor, lo que me permitía
sentarme junto a ellas para leer bajo la esmerilada claridad que tamizaban, sin temor a ser
abatido por el disparo de un francotirador emboscado en los edificios vecinos. La atmósfera,
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teñida invariablemente por el mismo fulgor pálido y gris, daba uniformidad a las horas, hasta
que una de ellas ennegrecía rápidamente y, en poco tiempo, se derrumbaba la noche. Entonces
cenaba cualquier cosa y me instalaba ante los rescoldos del hogar, para seguir con mis
lecturas mientras aguardaba tu llegada, que sabía inminente.
Para serte sincero, te diré que, así como sostengo que tu vida entera fue un auténtico
desastre, un caos absolutamente desprovisto de todo sentido, en especial durante el transcurso
de los últimos meses, en los cuales, a la par que pisaste el acelerador de la máquina con una
incuestionable falta de responsabilidad, perdiste de manera irremisible e irreversible el control
de tus actos, su mesura y su alcance; en cambio, por cuanto se refiere a la cuidadosa y
esmerada preparación de tu muerte, te doy sin reservas mi entusiasta aprobación, pues
considero que hiciste un trabajo encomiable. No lo sabes tú bien, todavía… De nada sirve
vivir con virtud, si no se muere correctamente y viceversa; aunque, si hubiera que elegir entre
una u otra eventualidad, morir con virtud tras una vida disipada o vivir de cualquier manera y
arreglarlo todo en el último instante, y en ello mi pensamiento no constituye una excepción
pues está contenido en el dogma de la religión que profesamos, sería preferible la segunda a la
primera. En efecto, no es inocente que la doctrina de la Iglesia, así como la de cualquier otra
religión, acuerde tanta importancia al momento preciso, culminante, de la muerte, pues en él
todo está, por última vez y de modo definitivo, puesto sobre el tapete; no en balde los libros
más vendidos durante las épocas de mayor devoción, verbigracia el otoño medieval, llevaron
el cautivador título de “Ars moriendi”. En ello no tengo más remedio que mostrarme
enteramente de acuerdo contigo, Leviatán; lo que distingue al hombre de la bestia es el
conocimiento de la propia muerte, el saberse mortal, el haber formulado, cada cual a su
manera pero respetando siempre su lógica implacable, el conocido silogismo que reza como
sigue “todo hombre es mortal, Zenón es un hombre, Zenón es mortal.” La muerte de un
hombre es el eje sobre el que pivota el universo. En ese último punto excedes el ámbito de la
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razón, eso que dices es una aporía. En modo alguno, cada hombre que siente y piensa es el
universo entero y todas las nebulosas giran en torno a él. Pamplinas. Más aún, el universo en
bloque ha sido creado ex profeso para asistir al desenlace que inexorablemente va a
producirse aquí y ahora, esta misma noche; me refiero al enfrentamiento decisivo, definitivo,
entre la fuerza ciega e inconmensurable de Leviatán y la claridad y la inteligencia del hombre
cabal, ni más ni menos. ¡Albricias! Pues por fortuna has dicho que es el enfrentamiento
definitivo, ya que en éste tengo la absoluta convicción de que voy a salir triunfador sin
mácula. Leviatán trabaja metódicamente la materia, pero se le escapan las sutilezas de la
muerte, los hilos que la unen a la vida, la relación hipostática entre ambas. Hablas como si la
conocieras en todos sus pormenores, igual que si los hubieras aprendido en la escuela
primaria. La muerte es energía…. ¡Vaya por Dios…! La materia libera su ingente energía en
una explosión formidable…. ¿Ah, sí? ¿Y luego dónde va a parar tamaña energía? Acaso
vuelva a transformarse en materia, hasta que el péndulo se rompa de puro viejo; alguien ha
dicho que, de lo que hay, no debe perderse ni una gota. No te creo una sola palabra. Y sin
embargo, lo creas o no, el momento de esa descomunal liberación de energía se acerca con
paso seguro. Si fuera el caso, lo malo es que no podríamos seguir intercambiando
impresiones, lo que me ahorraría tener que darte la razón. Eso nunca se sabe.
Pues sí, leía…. Y sólo después de haber leído un buen trote, sentía vibrar el tono correcto
para escribir mis mensajes cifrados, mediante los cuales seguía gobernando mi institución.
¿Cómo? ¿Mantuviste correspondencia con tus hombres durante estos días de cerco, bajo las
barbas de Leviatán? Así hice, en efecto. ¡Por los dos cuernos requemados de Satanás y qué
callado te lo tenías! ¿Cómo pudiste hacerlo, si se puede saber? Mediante un cifrado sencillo
que podría denominarse la rosa de los vientos. La clave estaba en la fecha, si por ejemplo era
once de cualquier cosa, la letra k reemplazaba la a y la l la b, así sucesivamente. Un juego de
niños. Sí, pero ¿dónde diablos se encontraba el buzón? En una polvorienta caja de
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herramientas, dentro de la cabaña que se halla en el fondo del jardín. Durante la noche
escribía en un trozo de papel que doblaba bien y me guardaba en el bolsillo, a la mañana
siguiente lo depositaba en el lugar indicado y recogía la respuesta a la misiva del día anterior.
¿Y en qué momento tuvo lugar el último intercambio? Esta mañana. Según eso, esta misma
noche, mientras nosotros estábamos aquí conversando, ¿ha venido el mensajero? Tal vez….
¿Y por qué me cuentas todo esto? Porque sé que no te vas a servir de ello. Ah, bueno…. ¿Y
cómo estás tan seguro que no lo haré? Me consta que no podrás…. Eso lo veremos….en su
debido momento. Es decir, si todavía tengo humor para ello…. ¿Es Leviatán un hombre de
humor cambiante? En absoluto.
De todos modos, cuando alguien se halla tan estrechamente cercado que se ve reducido a
comunicar con el engranaje de su máquina a través de mensajes cifrados, está claro que a lo
único que puede alcanzar es a solventar los asuntos corrientes, pero carece de la capacidad
operativa necesaria para organizar una contraofensiva de gran envergadura. Considera,
Leviatán, que el jardín de las Hespérides es un huerto de piedra y, junto a su puerta y
vigilando los altos tapiales, siempre hay una serpiente antigua. Uno cree que ha hecho mucho
ya encontrando lo que busca, como la aguja de plata en este vasto pajar de mundo, ha tenido
que recorrer para ello tantos parajes inhóspitos, hacer frente a tantas emboscadas, volver atrás
en incontables ocasiones por haber errado el camino, y sin embargo, fatalmente, tiene que
enfrentarse al dragón en última instancia. Pero eso ya es sabido. Lo pone en todos los libros.
Tu llegada, por tanto, era previsible desde que el tren comenzó a tomar el empaque y la
velocidad que lleva, como lo es la posición de los astros en el cielo en cualquier punto del
pasado o del futuro, como lo es el comportamiento de la mies en el campo, como cada acto de
la Naturaleza que vuelve siempre, a intervalos regulares, al mismo punto, el punto de partida,
porque estamos hablando de una rueda que no para jamás. Indefectiblemente, cuando la tierra
se encuentra al fin cubierta de oro en toda su extensión, el hombre debe tomar la hoz y segar
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de sol a sol, durante semanas. Es preciso pasar por esa prueba culminante, decisiva, en la que
uno debe invertir las pocas fuerzas que le restan y jugárselas a cara o cruz. El sol caerá
perpendicularmente desde lo más alto, justo desde lo más alto, sobre su occipucio, el ámbito
entero, bañado de luz cenital, se estrechará comprimiendo sus líneas, apretujando su frente
arrugada, crispada por el esfuerzo, brillante de sudor; la bóveda del cielo, con sus grandes
bloques de zafiro, se desplomará encima de sus hombros. Cada segundo del día lo situará en
la frontera del desfallecimiento, en el límite de la consciencia, pero tendrá que llegar, una tras
otra, hasta la última espiga, la que cierra todas las encrucijadas, situada en una esquina remota
del campo. Sólo entonces lloverá sobre él el maná del cielo, la bendición, el pan
supersubstancial. Así ha sido desde el principio de los tiempos y así será hasta que deje de
girar la rueda. Leviatán es una figura impuesta y, en cierto modo, necesaria. El mal es lo que
hace fuerte al bien. Hablas como si hubieras creado una institución benéfica. Todavía no sé
muy bien lo que he creado, no he tenido tiempo de decidirlo, aunque por lo pronto puedo
asegurar que no será una estructura maléfica, de naturaleza perversa, dañina o cruel en sus
efectos; a lo sumo, en el peor de los casos, será una empresa humana, tal vez muy humana si
no hay más remedio, pero mientras yo viva no caerá en la perfidia. En tu delirio has olvidado
que estamos hablando de una mafia. Bueno, ¿y qué? Posiblemente no sepas que la mafia
siciliana fue creada para proteger a la gente humilde de los abusos de la nobleza local. Y mira
en qué ha acabado, metiendo las manos hasta los codos en la prostitución, el tráfico de drogas
y el de armas. Eso porque el hombre es un rey Midas al revés, todo lo que toca lo convierte en
podredumbre. ¿Y no eres tú, acaso, un hombre? ¿O piensas que, en ti, el hombre ha sido
superado? No.
¿Entonces?
El hombre necesita hacer cosas, está en su naturaleza. Si consigue mantener las riendas de
su creación y conducirla en la dirección correcta mientras le alcance la vida, ya habrá
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cumplido con creces; lo demás no depende de la voluntad, sino que es la parte del destino.
Más allá de la muerte, ni los más grandes han conseguido evitar las derivaciones de su obra.
En cualquier caso, el problema no está en la presencia de una mafia de más o de menos; la
verdadera cuestión está en las parcelas de poder. Y no me refiero al poder de los políticos,
sino al que se encuentra agazapado detrás de los políticos; no al de las logias, sino al que se
encuentra en la trastienda de las logias, más allá de los famosos tres grados que casi nadie
supera y hay treinta y tres. No sé qué tiene esto que ver conmigo, hay poderes jerarquizados,
verbigracia el poder estatal, regional o el municipal y los hay paralelos, como el poder
privado, el poder de las asociaciones, etc.…. Todos los cuales pueden coexistir como si de
diferentes religiones se tratara. Eso es una ingenuidad, poder no hay más que uno, dividido en
parcelas; y el problema es que todas las parcelas están atribuidas desde antiguo. ¿De manera
hereditaria? En cierto modo, sí. Vaya por Dios. Poseen el saber y se lo transmiten a través de
una iniciación, digamos, endogámica. Lo cual es justo y necesario, por cierto; aparte de que,
desde que el mundo es mundo, unas veces mejor y otras peor, siempre ha funcionado así, sin
hundirse jamás del todo, por lo que no hay razón para cambiar de sistema y sí muchas
presunciones para colegir que, de otro modo, la sociedad se precipitaría en el caos y la
anarquía, redundando en daño generalizado. Mira, aquí tienes lo que estás diciendo,
expresado en plata. “Summum jus, summa injuria.” “Sans doute l´égalité des biens est juste,
mais ne pouvant faire qu´il soit force d´obéir à la justice, on a fait qu´il soit juste d´obéir à la
force. Ne pouvant fortifier la justice, on a justifié la force, afin que la justice el la force
fussent ensemble et que la paix fût, qui est le souverain bien. » Así es, en efecto ; hay quien
considera a Pascal un verdadero iniciado de la vía seca. Ya estás viendo, por el intermedio de
su autoridad, que el derecho no te ampara en tu pretensión a turbar ese orden natural.
Posiblemente hubo excepciones, hijos de carpinteros que abrieron una fructífera besana en el
lomo de una era. Si te refieres a Jesús de Galilea, escrito está, pertenece a la estirpe de David,
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que es la de Adán. Todos venimos de Adán. No, unos vienen de Adán y otros del mono.
Jamás había oído una cosa semejante. No todas las verdades son buenas para todos los oídos.
Mientras el hombre tenga voluntad y palabra, podrá hacer saltar todo por los aires, hasta los
marmóreos pensamientos de Pascal, escritos en los muros de un mausoleo. No sólo el
mausoleo de Pascal sino los mausoleos griegos y romanos siguen en pie, así como las
cavernas en las que se comunicaban y se siguen comunicando los misterios de Eleusis, o las
enseñanzas de Hércules, como has podido comprobar en las galerías subterráneas de Toledo,
y es así desde Buenos Aires hasta París y Provins, la intuición de excelentes escritores
contemporáneos lo confirma.
Sea como fuere, es tarde para hacer marcha atrás, las calderas están repletas de carbón
ardiente, la descomunal fuerza del vapor se proyecta imparable contra las paredes de las
cámaras para expandirlas, los cigüeñales se agitan y tabletean hasta hacerse casi invisibles, la
máquina está lanzada a tumba abierta sobre los raíles. Entonces explotará. Pues que explote.
Abreviemos. Sí, abreviemos.
Unos días más tarde, como previsto, efectuaste la segunda llamada y ésa fue la definitiva.
Nuestros contactos en el seno de la policía nos dieron el lugar exacto en que se había
producido. Así que ya teníamos la casa y ya teníamos al individuo. La primera vez que te vi
me llevé una decepción. ¿Qué esperabas encontrar, al rey de bastos? Me había imaginado a
alguien con…más empaque…no sé. Pero en fin, un gato que perdone la vida a las ratas
escuálidas y tiñosas, por lástima, no sirve para gato, eso supongo que lo entiendes. Por
supuesto, como tampoco serviría un gato que temiera a las grandes y orondas. Es verdad, un
gato es un gato y punto. Por cierto, hablando de gatos, aprovechaste una de mis ausencias para
mandar a tus hombres aquí dentro, mientras que tú permaneciste en la retaguardia, por si
acaso había gato encerrado. ¿Cómo puedes saber tú eso? Dejé mis oídos conectados en el
interior; unos oídos tan sofisticados que captan el chiquichaque de las termitas comiéndose las
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vigas. De manera que la respiración y todo lo que susurraron tus esbirros quedó grabado.
¿Nos está escuchando alguien, ahora? No sé, tal vez sí, tal vez no…. Resulta divertido. ¿Eran
ésas las famosas obras que mandaste hacer antes de poder habitar de nuevo la casa? Oh, eso
constituye sólo una parte. Te voy a mostrar el resto. ¡No te muevas de la cama! Muy bien,
muy bien. Sólo pretendía mostrarte un vídeo. Mandé a mis hombres que lo filmaran todo.
Pásame el mando de la tele, para que los tuyos aprendan a efectuar un registro como se debe.
Tú, ¡dale el mando! Gracias. Deja que te explique antes las imágenes que vas a ver. La casa
estaba ya provista de un subsuelo cuando la compré. Mis hombres no han visto nada de eso.
Justamente. Lo mejor del trabajo de mis albañiles especializados consistió en disimular con
tal habilidad la entrada al viejo sótano que ni siquiera tus hombres fueron capaces de
descubrirla. ¿Y qué sorpresa puedes guardarnos en ese pequeño sótano, si se puede saber? No
es una pieza muy amplia, es cierto, y dentro no hay gran cosa, varias cajas de herramientas, un
sillón desgarrado que no quise tirar, una mecedora que me propuse reparar, bombillas y
fusibles de repuesto…. Y una carga explosiva calculada para hacer volar por los aires la casa
entera, sin que llegue a afectar demasiado a los vecinos, protegidos por los espesos muros de
ambos lados. Oh, tendrán un despertar un tanto brusco, a pesar de que están los dos un poco
sordos, pero eso es todo. Sus vidas no corren peligro. Ah, y esto que tengo en la mano parece
un mando corriente de televisión, pero no lo es. O sí lo es, lo que pasa es que ha sufrido una
transformación substancial. ¿Ves este botón rojo sobre el que tengo apoyado el dedo?
Acciona el detonador de la mencionada carga.
¿Te vas a sacrificar por tu organización? La organización es lo de menos, ¿acaso no estaban
mis días contados? Pues si lo estaban, me voy contento a pudrir malvas; pero, eso sí, Leviatán
se viene detrás de mí, a ver si, de este modo, me entierran contigo, que sabes de todo.
Bueno…no nos pongamos solemnes y maravillosos…. ¡Eh, vosotros, quietos ahí, no os
mováis! ¡Quietos he dicho! Vamos, Leviatán, otórgate el derecho de ser grande hasta el
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último minuto. Hay instantes en los que uno debe mostrarse generoso. Trata de comprender.
Ellos no me interesan…pueden irse. Mejor así, al fin y al cabo. No solamente es mejor, sino
que también es necesario, el gran cachalote blanco siempre caza solo y si hubieras tenido más
afición a los libros sabrías que el último duelo, el definitivo, opone, invariablemente, a los
contrarios, a los irreductibles Ahab y Moby Dick. Ahora que estamos solos, tenemos más
latitud para llegar a un acuerdo… Ya no tenemos nada de qué discutir, hemos hablado
demasiado esta noche, hacía tiempo que no hablaba tanto y se me ha puesto la garganta ronca,
además, dentro de poco comenzará a clarear. Quién hubiera dicho que este día que se avecina
no me estuviera reservado; no, no lo puedo creer, no cuando se tienen estas manos con las que
he derribado caballos. Si mueves un solo músculo de la cara, todo se habrá consumado. Más
bien prepárate a morir dignamente, recuerda que tal vez alguien nos esté escuchando, o nos
escuchará algún día. Escúchame tú…te puedo ofrecer garantías…. No le des ya más vueltas,
la hora ha llegado, Leviatán. Pon tu espíritu entre las dos palmas y disponte a morir.
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