heredero del invierno (coleccion novela - gonzalez, mariela

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IndiceCAPÍTULO 1: SOMBRASCAPÍTULO 2: ILUSIÓNCAPÍTULO 3: PASADOCAPÍTULO 4: CAZACAPÍTULO 5: CAMINOCAPÍTULO 6: SOLEDADCAPÍTULO 7: LA ESPINACAPÍTULO 8: LAMENTOCAPÍTULO 9: CORRIENTE

HEREDERO DEL INVIERNO

Autor: Mariela González

Edición eBook Mayo 2011

ISBN 978-84-938798-1-5

Copyright e-Diciones KOLAB

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CAPÍTULO 1: SOMBRAS

Un traqueteo más fuerte de lo habitual sacó a Llyra desu inestable duermevela. Se movió, gruñendo, y al hacerlonotó la base del cuello dura como una tabla. Soltó unamaldición; una vez más deseó para sí poder estirar laspiernas, al menos para librarse del molesto hormigueo quelas recorría. Pero las estrechas dimensiones de la carretasólo le permitían permanecer encogida, como si fuese unacarta metida en un sobre. A su lado escuchó una risita.

–Este no es sitio para dar una cabezada, pequeña.No necesitaba girar la cabeza para saber de quién

había provenido tan exasperante comentario; sólo una delas personas vivas de aquel recinto podría emplear aqueltono irónico, aquella voz siempre burlona. Se frotó losojos y replicó con voz cansada.

–Te he dicho una y mil veces que no me llames así –suspiró.

–Eh, eh, no es para tanto –de nuevo, Aldunn se rió conaquella cadencia estridente que le caracterizaba. –Si lo hedicho por tu bien. Aquí donde me ves, he estado vigilandopara que Kurt no te metiera mano mientras dormitabas.

– ¿Pero qué dices, imbécil? –como era de esperar,Kurt, sentado frente a Llyra, no pasó por alto la alusión.Frunció el ceño; las arrugas de su frente se mostraban

todavía más pronunciadas y amenazadoras en su cráneorapado, y el largo bigote negro que le colgaba hasta labarbilla le temblaba como la cola de un gato a punto deatacar. Demasiadas señales de alerta; en aquel espacioopresivo y reducido, un puñetazo del enorme norteñopodría fácilmente enviar al escuálido Aldunn fuera de lacarreta, atravesando la pared contra la que se apoyaba.Llyra decidió que no era un riesgo que debieran correr, yse inclinó hacia adelante, interponiéndose como pudoentre ambos hombres.

–Kurt, no le prestes atención. Se emociona como uncrío cuando terminamos un trabajo, ya lo sabes, y legustan esa clase de estupideces –intercedió la mujer.Aquél relajó los músculos y concedió la paz con unamueca; las palabras de Llyra siempre conseguíanapaciguarlo, o, al menos, retrasar un poco sus exabruptos.

–Me conoces muy profundamente, pelirroja. Me gusta–replicó Aldunn con un tono que intentaba sin mucho éxitoresultar lascivo. Estiró las piernas con dificultad, enactitud fanfarrona, y colocó la planta de los pies sobre unode los bultos informes, rígidos, que en la penumbra de lacarreta bien podrían pasar por hatos de paja o leña. Eraextraño, pero nada se vislumbraba en ellos, ningúncontorno o silueta que revelara el verdadero contenido deaquellos sacos. Antes bien, la luz de la luna llena, el OjoPlateado de Ouroboros (como la llamaban los poetas y losnostálgicos), que se colaba por un agujero redondo en el

techo de lona y les proporcionaba la escasa iluminación,los dotaba de cambiantes y equívocos relieves. En verdadparecía que los cadáveres se hubieran deformado demodo indescriptible y enigmático, y lo que acechara bajolas telas, el malhadado cargamento, fuese un horrorincognoscible, transmutado por los dedos de la muerte...

–Aldunn, por favor –musitó Llyra, todo su cuerposacudido por un escalofrío aquellos incómodospensamientos. –Ten un poco de respeto y no pongas lospies ahí. Y no vuelvas a llamarme tampoco de ese modo.

–Pelirroja –Aldunn se colocó las manos tras lacabeza y no cesó en su provocación –relájate un poco.Creo que a estos tipos no les importa ya el olor de mispies –para reforzar su bravuconada, golpeó con el talónuno de los bultos, quién sabía en qué lugar, y de nuevo lamujer se estremeció.

–¡Ya basta! –gritó Kurt. –Deja de hacer ruido,imbécil, o Rhergram se va a cabrear de verdad...

No bien había terminado la frase cuando el paso de lacarreta se aminoró bruscamente. Escucharon elinconfundible tirón de las riendas, que les sacudió haciadelante; una imprecación, y finalmente el sonido ahogadode las ruedas al detenerse, encajándose en el barro que lasrecientes lluvias habían dejado en el camino.

Al unísono los tres enmudecieron y se miraron con laexpresión de niños que han sido descubiertos en medio de

una trastada. Kurt bufó y Aldunn se revolvió el corto pelopajizo con una mano, como solía hacer cuando se sentíacontrariado.

–Oh, ese viejo aguafies...–Creo que es el momento de que te calles de una vez –

le espetó Llyra, y sin aguardar respuesta, se abrió camino,en cuclillas, hasta la cortina que los separaba delpescante. –Voy a ver qué pasa, haced el favor decomportaros como personas.

En cierto modo llevaba toda la noche deseandodetenerse, aunque bien sabía que aquel trabajo debía serconcluido cuanto antes. Su mente y su ánimo agradecieronabandonar un momento el ambiente malsano y sombrío delinterior de la carreta, las dudas y los nervios querevoloteaban en él como invisibles insectos. Le alivióasomarse al exterior, respirar el aire de la noche, bañarsus ojos con aquella serena oscuridad, bien distinta, quebostezaban las casas silenciosas de la urbe. Aunque noagradeció, en modo alguno, constatar que sus sospechaseran ciertas. No se trataba de un descanso.

Rhergram, el líder nato del grupo, no se inmutó cuandoapareció a su lado en el pescante. El viejo, de eternoshombros hundidos, clavaba la mirada (aquel incisivo ojoazul y aquel otro blanco, presa de las cataratas, cuyociego escudriño causaba una extraña desazón en quieneslo contemplaban) en los cinco hombres que les habían

detenido el paso. Soldados de guardia, con sus petos delcolor de las bellotas, sus plateados cinturones desvaídosde los que colgaban las espadas e idénticas expresionesde arrogancia, ya fueran novatos imberbes a los queapenas les hubiera sangrado una muela en su vida omaduros veteranos cubiertos de ennegrecidas cicatrices.Dos de ellos portaban lámparas de aceite; la luz de éstasincidía intencionadamente en los ojos de los bueyes,provocando que las bestias tironeasen y se revolvieseninquietas.

Pero Rhergram, indiferente, sostenía con firmeza lasriendas, inconmovible su rostro agrietado. Uno de losguardias, presumiblemente el que había dado el alto, seadelantó un par de pasos, y elevó hacia el pescante lalámpara que llevaba. Llyra inclinó la cabeza,deslumbrada, maldiciendo en su fuero interno. Para los desu gremio, nunca era buena señal que les vieran el rostrode modo tan claro. El ojo ciego del conductor del carrorefulgió como una perla.

–Ah de los viajeros –comenzó el soldado, con vozronca y lacónica, empleando una fórmula arcaica ya enaquellos días. –Sabréis que la entrada y salida devehículos está controlada desde hace semanas en CaerSybern, debido a las desgraciadas circunstancias que nosafligen. ¿Tenéis autorización del Señor, como esmandado, para abandonar las murallas?

–Claro que sí –habló Rhergram. Su mano derechaextrajo del interior de su jubón un amarillento papeldoblado en cuatro partes. Lo tendió hacia su interlocutor.–Pensaba que tendríais noticias de nosotros. Rhergram yCompañía, transporte de finados y preparación de pompasfúnebres. Tenemos aquí atrás un buen montón deapestados, a los que debemos arrojar a la fosa de lasafueras.

Nada más escuchar aquello, tres de los soldados, losmás jóvenes, se cubrieron la boca con las manos. Desdeluego, se arrugaban pronto. Llyra advirtió cómopalidecían hasta límites indecibles, y sintió ganas desonreír ante la ironía. Sin embargo, el que parlamentabase limitó a torcer el gesto. Tomó el documento que elconductor le ofrecía; tras repasarlo meticulosamente unossegundos, levantó de nuevo la vista.

–Las otras carretas partieron al ocaso, hace ya cincociclos –habló otra vez. Había suspicacia en su voz. – ¿Porqué vosotros habéis salido tan tarde?

–Los hombres que llevamos murieron precisamente alatardecer, señor. Inesperadamente según los galenos –explicó Rhergram tranquilamente, encogiéndose dehombros. –Podría decirse que la nuestra es una salida deemergencia. No me interesan demasiado los detalles, tansólo llevar a cabo mi trabajo con eficacia.

–Supongo –continuó el guardia –que habréis sidodotados de las pertinentes medidas de precaución ante el

contagio.–Por supuesto. No somos nuevos en esto. Se nos ha

administrado el glyeff y los Magos del Caer nos hanauspiciado con la runa de Eseion. Estamos limpios.

Siguió a tal declaración el silencio, un silencio en elcual nadaban la desconfianza y los pensamientosenfrentados de los dos hombres, con una entidad tan ciertay perceptible como las estrellas que sobre ellos rielaban.Llyra no compartía la serenidad de su jefe, aunque laenvidiaba. Dioses, ¿por qué aquellos cretinos no podíandejarles hacer su trabajo en paz? Cuanto antes terminaraaquella cháchara inútil, antes podría echarse a dormir.Sólo podía pensar en eso…

Al fin volvió a hablar el soldado, líder evidente delgrupo, aunque no llevaba ninguna insignia que loproclamara. Su tono fue seco y cortante; su única palabra,vehemente e indiscutible.

–Registrad la carreta.– ¡Señor! –exclamó un soldado, uno de los que estaba

blanco como la cera. Brillaba el sudor en su frente y seagitaban sus manos, nerviosas. –No es en absolutosensato; nosotros no estamos preparados. No hemosbebido la protección…

– Estoy de acuerdo. Hemos seguido el protocolo –añadió el otro que había permanecido sereno. Se le veíadesganado y apático, y lo demostró con su encogimiento

de hombros. –Si su documentación está en regla, notenemos nada que comprobar.

– ¿No me habéis oído, vagos? –el jefe, de pronto,perdió la compostura, y se giró hacia ellos, encarándolescon el rostro enrojecido. –¡Si digo que registréis, tenéisque..!

Nunca supieron cómo terminaría la frase, pues derepente un gemido sustituyó a sus palabras. Los ojos se leabrieron, desorbitados, incrédulos... Trastabilló unospasos, y sus compañeros retrocedieron en un acto reflejocuando cayó de bruces frente a ellos, derrumbado comouna marioneta.

Un cuchillo plateado, minúsculo, le sobresalía de lanuca, mortalmente incrustado en el cerebelo.

La serenidad de la noche se transformó de súbito enfrenesí, agitación, alarma. Llyra se acuclilló sobre elpescante, con movimientos felinos, y arrojó dos cuchillosmás; uno fue a dar en la garganta de un soldado y otro enel bajo vientre de un segundo, y ambos se derrumbaronsobre el enfangado suelo.

–Vaya –Rhergram la miró, sonrió de aquella manerasuya espeluznante. –Generalmente censuro tu impaciencia,pero por esta vez haré la vista gorda.

Los restantes guardias, sobreponiéndose al momento,desenvainaron las espadas y se arrojaron hacia la carreta

con un grito. Treparon al pescante, demostrando unaagilidad envidiable, mas no la suficiente. Ante susnarices, el viejo los esquivó saltando al suelo como unmono, sacó de su manga una pequeña bolsa y arrojó alaire su contenido, delante de sus rostros; una nube amargase les metió por los ojos y la boca. No les quedó másremedio que bajar de nuevo, lagrimeando y tosiendodesesperadamente, al borde de la asfixia, intentando aduras penas mantenerse en pie.

Sólo pasaron un par de minutos antes de que pudieranrecobrar de nuevo el control de sí mismos, pero fue eltiempo necesario para que la huida del grupo.

Entraron en la carreta y la encontraron vacía.Alfombrando el suelo de la misma, en efecto, seencontraban seis cadáveres, envueltos en sacos. Aún nohedían, pero un simple examen, al dejar al descubierto unapierna podrida, les llevó a comprobar que se trataba sinduda de apestados. Se apretaron contra las paredes delvehículo, encomendándose a Arebor, pálidos y sudorosos.No únicamente por el peligro de la enfermedad a la que sehallaban expuestos en aquel momento, o por eldesconcierto que les causaba la velocísima desapariciónde los ocupantes. No, algo todavía más inusual, máspavoroso, reclamaba su atención y colocaba su mente alborde del delirio.

Cuatro de los cadáveres habían sido despojados de sucabeza. Y, al lado de uno de ellos, un pequeño objetobrillaba tenuemente, añadiendo extrañas piezas a aquelrompecabezas. Algo que los ocupantes habían dejado caeren su precipitada huida.

Un jaspe, delicadamente tallado y redondeado... lanoble piedra cuya posesión sólo estaba permitida al Señorde Caer Sybern.

–Malditos sean –masculló uno de ellos, rechinandolos dientes.

El callejón estaba oscuro como el ala de un cuervo.Llyra avanzó tanteando las paredes sucias de hollín,tratando de mantener el mayor sigilo posible, de ahogarlos jadeos que todavía la aquejaban. No era capaz dediscernir cuánto tiempo llevaban corriendo, buscandodeliberadamente las sombras, recorriendo el babel decalles en una laberíntica pesadilla. Ahora se habíandetenido un tanto, para calibrar su situación, pero ello nosignificaba que pudieran bajar la guardia.

La cercanía de una salida de alcantarilla era evidente,a juzgar por el hedor que llegaba del fondo. El trazado delalcantarillado era uno de los avances más prodigiosos del

Caer, una gran novedad en cuanto a urbanismo y sanidad,pero desde luego no mejoraba la calidad olfativa de susciudadanos. Los ojos de las ratas relucían en medio de lassombras como fantasmagóricas ascuas. Se le antojabanacusadores. La espalda de su compañero era todo lo queveía frente a sí, y, por mucho que le inquietara, no podíahacer otra cosa que confiar en su guía.

De pronto, aquél se detuvo. Notó cómo sus brazos setensaban, y levantaba una mano para indicarle que sedetuviera. Con el corazón desbocado, la mujer obedeció.

–Aldunn, ¿qué..?Súbitamente un puntapié, un chillido, el estrépito de un

trozo de chatarra que caía, unas patas veloces saltandohacia el tejado de una de las casas. Llyra, sobresaltada, seaplastó contra la pared... a tiempo para ver un gato que seescabullía sobre sus cabezas. Resopló, recobrando elaliento, y al escuchar la risita hubo de contener unosrepentinos deseos homicidas.

–Vaya susto, ¿eh? –susurró Aldunn. –Quién diría queun gato...

Llyra cortó abruptamente sus palabras, agarrándolepor el cuello de la camisa con la mano libre y tirando deél hasta su rostro.

–No vuelvas a hacer estupideces. No hasta quesalgamos del Caer, ¿te ha quedado claro? –le espetó confuria. – ¿Es que no entiendes en qué situación nosencontramos? No sabemos dónde están los demás, no

sabemos cómo...Por toda respuesta, el joven rodeó su cintura con los

brazos e inclinó el rostro sobre el suyo. Su alientoemanaba aquel eterno, vago aroma a whisky.

–Pelirroja, me crié en este maldito lugar. Fui unpordiosero y no me quedó más remedio que conocermetodos los callejones y recovecos del Caer si queríasobrevivir, evitar que los soldados me atrapasen, o quealgún borracho me prendiese fuego cuando dormía encualquier portal. –La voz de Aldunn no había abandonadoaquel tono burlesco y altivo, aunque ahora, susurrante,tenía también un deje amargo y grave. La mujer conocíacada uno de sus registros, por lo que no le interrumpió, nihizo amago de apartarse. Sabía lo que significaba. –A lomejor piensas que hemos estado corriendo sin ton ni son,pero no es así. Sé bien dónde nos hemos metido, y sé biencómo saldremos de ésta, sanos, salvos... y ricos.

Aldunn se alejó unos metros, lo suficiente para alzarentre ellos el objeto que agarraba entre las manos. Unomuy similar al que ella llevaba... algo que había supuestomeses de planificación, de sobornos, sediciosos planes ysueños de ambición.

Una cabeza humana.

A pesar de todo, siempre sentía un escalofrío al posarla mirada en aquellos ojos ciegos, vacíos, aberrante

afirmación de la existencia. Por supuesto, sabía queaquella cabeza era de cera... pero una parte pueril y cruelde su interior le hacía creer, todavía más en aquellaimpenetrable oscuridad, que de un momento a otro la bocase abriría y hablaría con voz de ultratumba, dejando caerel tesoro que acumulaba en su interior.

–Ah, cabecita mía –canturreó el joven ladrón,jugueteando con ella. Tenía el aspecto, vulgar y sinmatices, de un hombre maduro de tez blanca, al igual quelas otras tres. No había sido necesario esmerarse muchoen la talla, después de todo, para que cumpliera su funciónde reemplazar a la original. –Repleta de joyas, repleta detodo lo que hemos deseado desde que empezamos en esto.¿Quién iba a decir que resultaría tan fácil? Desde luego,la epidemia de peste no ha podido llegar en un momentomejor para nosotros.

Llyra apretó a su vez la cabeza que portaba. Creyósentir, bajo el tacto viscoso de la cera, las formas de laspiedras preciosas, joyas y alhajas que habían atesorado;el botín recolectado durante semanas interminables yreunido, por fin, la noche antes, en una operaciónincreíble, impecable, minuciosa, la mejor que habían dadohasta entonces. Sin duda, como bien auguraba sucompañero, aquél sería el comienzo de la vida que habíanestado buscando. No más golpes burdos, no más trabajossucios... todos sus sacrificios habían sido recompensados,¡y de qué modo! La tensión de su mente se relajó durante

unos segundos, y, por primera vez en aquella nocheprolongada, sintió una leve euforia.

–“El atraco de la cabeza de cera”. Cuatro ladronesque se hicieron pasar por sirvientes y cambiaron lascabezas de unos apestados por su botín. ¿Crees que apartir de hoy nos convertiremos en una leyenda? Desdeluego, el señor del Caer nos va a recordar de por vidacuando no pueda agasajar a sus concubinas como esdebido –se burló de nuevo.

–Siento haber dudado de ti –concedió Llyra, de prontoembargada por una extraña indulgencia... y retomando lossentimientos que su compañero solía inspirarle la mayorparte del tiempo, cuando sus bromas no se hacíaninsoportables. –Pongámonos en marcha de nuevo.

–No tiene importancia. Sea como fuere, confía en mí.A lo mejor no soy un toro como Kurt, pero no voy a dejarque te pase nada, tenlo por seguro –repuso aquél, con unguiño. –¿Sabes?, después de esto podríamos inclusopensarnos lo de formar una familia. Lejos de aquí, deNébolus. En Caer Talim, por ejemplo. ¿No te gustaríacruzar el Mar, y tener un bonito terreno donde criar anuestros... hum... diez hijos?

–Sólo si tú te encargas de parir a cinco de ellos –sonrió ella.

Las calles de la zona sur de Caer Sybern poco teníanen común con las del resto de la ciudad: apenas eransenderos de arena y adobe, sin señalizar, como turbiosríos que se entrecruzaran sin coherencia. Al parecer, lareciente remodelación urbanística, acometida gracias alsiempre bondadoso y reformador espíritu del rey Gardok,se había olvidado de aquel lugar, conocido como Barriode las Abejas desde que un par de décadas atrás fuerainvadido por una ingente cantidad de tales insectos. Y elmotivo de semejante “olvido” era bastante evidente.

Se acumulaban en aquellas callejas tabernas dedudosa reputación y aún menos recomendableconcurrencia, burdeles por doquier y chabolas donde losniños correteaban desnudos, buscándose el alimento enlos más insospechados sitios. De todos era conocido queel Barrio de las Abejas albergaba una amplia mayoría deladrones, proxenetas, estafadores y asesinos. Nada quever con la honesta y próspera actividad del resto del Caer.En resumen, poco menos que un tumor, que, según podíadeducirse de la política de Gardok, no merecía arregloninguno, sino simplemente la ignorancia y la vigilanciapara evitar su expansión. Los guardias temblaban cuandoeran asignados a la patrulla del citado barrio, y pocasveces había un par de rondas al día. A pesar de todo,aquel tumor solía mantenerse bajo control y no causabademasiados problemas. Se rumoreaba que Gardok contaba

realmente con espías dentro del mismo, los verdaderosdueños del lugar: agentes dobles que se ocupaban de quelos asuntos más sórdidos no saliesen de allí. Si aquelloera cierto, ni los mismos vecinos lo sabían con seguridad.Aunque sin duda tales habladurías y el recelo queproducían habían sido desencadenantes de muchasmuertes.

Todo ello pasaba por la mente de Llyra, quien, pese aque conocía muchas de las caras de aquel barrio, no solíatenerlo en demasiada estima. Nunca había vivido allí; suresidencia estaba en una antigua casucha que había sidode un tío, en una de las múltiples y diminutas aldeascampesinas que orbitaban alrededor del Caer. Lo únicoque le animaba ahora, cuando sentía las miradas extrañas,brillantes de codicia, desde el fondo de los callejones, oescuchaba turbadores gritos y golpes en alguna que otracasa, era saber que Aldunn había nacido allí. Las palabrasque le dijera al menos medio ciclo antes se repetían en sucabeza, y quería creerlas, más allá del sentido común.Conocía el camino para salir del Caer, y lo encontraría.

El joven, como leyendo sus pensamientos, se girabalevemente de vez en cuando y le sonreía, mientras hacíabailar la cabeza de cera entre sus manos. Llyra fruncía elceño ante tan despreocupado gesto, mas nada decía. Seríainútil, y prefería concentrarse en cada sombra, en cada

movimiento furtivo que sentía cerca de sí. Por fin, una veztorcieron para internarse en una estrecha calle, entre unataberna y una casa que afirmaba ser una tienda de telas,Aldunn se colocó a su lado y le susurró al oído.

–Estamos muy cerca. Vamos a ver a un viejoconocido, un tipo que puede llevarnos a un pasadizo através de la muralla. Los delincuentes... “especiales”, yame entiendes, lo han usado desde tiempos inmemorialespara escapar sin ser vistos... y lo mejor es que nadie lo hadescubierto todavía. Ni siquiera ese viejo borrego deGardok, que tan listo se cree.

Se internaron en la oscuridad, pasaron entre charcos ysortearon a un par de borrachos que dormían apoyadoscontra la pared. Pronto, al tiempo que se acercaban a unpequeño patio trasero, comenzaron a escuchar voces,algunas risas. Una luz se veía adelante, perfilando loscontornos de un grupo de seis o siete individuos, que sereunían en un corro. Al llegar hasta ellos el círculo seabrió, y todas las caras se volvieron en su dirección.

No se detuvo Llyra en examinarlas detenidamente,pues sabía que una mirada de más podía significar, enaquellas calles, una provocación. Se mantuvo con elrostro alto, sereno, ocultando a la espalda su parte delbotín. Aldunn, por su parte, se había quitado el abrigo y lohabía envuelto en él, en un hatillo que ahora colgabadespreocupadamente de su hombro.

Sin embargo, sí hubo algo en lo que la vista de ambostuvo que detenerse, de modo inevitable: en el centro deaquel corrillo había dos enormes ratas, grasientas ysalvajes, que resollaban mostrando unos ennegrecidoscolmillos. Por su tamaño parecían poco menos que perros.De las comisuras de sus labios chorreaba la espuma. Losanimales estaban sujetos a unas estacas clavadas en elsuelo, y permanecían inmóviles, aunque las terriblesheridas en sus patas y sus lomos dejaban bien a las clarascuál era su utilidad. Los burgueses celebraban peleas degallos, a los que se criaba específicamente para tal fin,engordándolos y emperifollándolos para cadaenfrentamiento como si de caballeros se tratara. En elBarrio de las Abejas, sin embargo, eran las ratas las quese empleaban para tan brutal deporte; el principal motivode apuestas y, como no podía ser de otro modo,asesinatos.

– Buenas noches a todos –saludó Aldunn. –Lamentamos la interrupción. Aunque, de todos modos, esacomadreja de ahí parece que va a caerse muerta de unmomento a otro.

Nadie pareció celebrar la broma, pero el incómodosilencio sólo duró unos instantes. Uno de los hombres, untipo alto y de escaso pelo grisáceo, que mostraba la partederecha de su semblante desfigurada a causa de unaenorme quemadura, se acercó a él con los brazos abiertos.

Pese al frío, sólo llevaba una fina camisa, que dejabaentrever en su pecho un glifo tatuado bien conocido paraLlyra.

– ¡El chico de Duraik! –exclamó con una risotada. –Maldita sea tu sombra, ¿qué has estado haciendo todosestos meses? Estamos a punto de empezar la primerapelea de esta noche, todavía cabe una apuesta más. Yllevas razón: mi Garm se va a comer a cachos a esa viejaArosk.

–No, Ymir, te lo agradezco –replicó Aldunn, al tiempoque le estrechaba el antebrazo que le tendía. –Tengo otrascosas que hacer. Quiero dar un paseo y ver las estrellas.

El llamado Ymir contrajo el rostro, aunque ninguno desus compañeros pudo verlo.

–Vaya –habló de nuevo, y esta vez su voz sonó grave ytirante. –Así que esas tenemos ¿eh? Por supuesto, hasvenido al hombre adecuado. Aunque... –su mirada sedesvió hacia Llyra –no sé si con la compañía adecuada.

– ¡Vamos, Ymir! –Aldunn se acercó más, y le habló aloído, entre dientes. – ¿No te hará falta que te enseñemoslo que hay grabado en nuestro hombro, los dos, verdad?Creía que había más confianza. Esto es urgente.

–Eh, ¿qué pasa? –otro de los allí congregados seaproximó. Mostró a la luz del fanal un rostro afilado yenjuto, y unos ojos saltones que mirabanimpertinentemente a Llyra. –¿Quién es tu amigo, Ymir?¿Viene a jugar? No me importaría que apostara con esta

chiquilla que nos trae –añadió con una sonrisa lasciva,aunque la fiera mirada de la aludida se la borró.

–No, Grains. Él es Aldunn. Ya sabes quién, el chicodel viejo Duraik.

El llamado Grains calló de pronto. Su semblante seendureció, y sus ojos se entrecerraron, acerados,ocultando como una cortina súbita los pensamientos. Fueun solo gesto, leve, casi anodino... pero la experta mentede Llyra, que había aprendido a cazar al vuelo cada sutilsignificado de los movimientos humanos, reaccionópresta. Algo la puso en alerta, esta vez no una alertainconsciente y rutinaria, sino acompañada del hervor de lasangre y la experiencia.

Y también Aldunn se tensó, consciente de que algoextraño sucedía. Aunque ahora cualquiera hubiera podidoadvertirlo, en verdad, pues casi al unísono los otroscuatro hombres se acercaron a ellos, e hicieron amago decerrar un círculo a su alrededor. Los ladronesretrocedieron lentamente, impidiéndolo.

–¿Qué demonios pasa aquí? –masculló el joven.–Escucha, hijo – con estudiada parsimonia, Ymir

comenzó a avanzar hacia ellos. –No pienses que es algocontra ti o tu familia. Ya sabes que tu padre era como unhermano para mí. Pero hay cosas... cosas que están porencima incluso del honor o de las promesas. El dinero,por ejemplo. Mucho dinero.

–Pero qué... –Aldunn comenzó a impacientarse, yperdió su habitual frialdad. Apretó los puños, einvoluntariamente colocó el cuerpo en posición defensiva.–Explícate, maldita sea. Tengo prisa, no estoy parabromas.

–No juegues más con él, Ymir. Hay que ver la alzabante gusta el teatro –habló otro de los hombres, un tipejohuesudo de voz chillona. –Mira, chaval, alguien nos habíaprevenido sobre esta noche... sobre ti. Sabemos lo quepretendes, sabemos lo que llevas ahí... –señaló con undedo el hatillo donde escondía la cabeza, y el corazón delinterpelado dio un vuelco. –Hace días que llegó la noticia.Y si lo recuperamos y os entregamos, nos llevaremos unbuen pellizco.

– ¡Un momento! –de repente Ymir lo interrumpió, yextendió un brazo frente a él. Su rostro sudaba, contraídocomo si se debatiese en su interior. –Escucha, Aldunn, sinos das el botín nos pagarán igualmente. Han pedidovuestras cabezas, pero si nos dais las joyas y os largáis,me encargaré de que nadie abra el pico.

La rodilla izquierda de Aldunn respondió en unmovimiento súbito, golpeando la entrepierna del hombre,veloz como un rayo. Y en efecto, aquello fue eldesencadenante de la tormenta.

Mientras Ymir se doblaba sobre sí mismo y reculaba,maldiciendo y apoyándose contra la pared, los demás

individuos se lanzaron aullando hacia ellos. Cuchillossalidos de ninguna parte brillaron en sus manos, masAldunn esquivó varios tajos, hábil como una serpiente, ydesarmó a dos de ellos con sendas patadas; Llyra, por suparte, saltó hacia atrás con una vigorosa zancada yentresacó dos pequeñas dagas de su cinturón. Sólo podíavalerse de una mano, lo cual era un verdaderoinconveniente. siguió retrocediendo mientras su vistacapturaba los objetivos, las partes débiles, y sus dedos,nervudos y entrenados, se prepararon...

Antes de que los ataques se desencadenaran porambas partes, no obstante, aquellos desagradableschillidos llegaron a sus oídos.

Arrastrándose contra la pared y luchando contra eldolor, Ymir había alcanzado a las enormes ratas quetodavía permanecían atadas a los postes; había gritadoextrañas palabras, cortas y guturales, órdenes que movíanlos cerebros animales a la obediencia y la agresividad.Ahora, una vez desatadas, su tensa espera se trocó ensúbito frenesí. Ambos ladrones contemplaron con horrorcómo las malformadas criaturas se lanzaban a por ellos;las narices dilatadas, los ojos brillando enfermizamente.Y ambos echaron a correr sin pensarlo, saliendo delcallejón, aprovechando que sus atacantes se habíanpegado a la pared unos segundos para esquivar la carrera

de las alimañas. No necesitaron mediar palabra, pues porsus mentes pasaban a toda velocidad las mismas ideas.Estaba claro que no eran criaturas normales, comotampoco lo era Ymir, que ostentaba el tatuaje de losSeñores de las Bestias... y que aquéllas les persiguierancomo perros de presa era quizás lo más leve que dichoclan podía conseguir, según contaban las historias.

Corrieron tanto como les impulsaban sus piernas,zigzagueando entre los callejones, hasta que Aldunn,adelantado, hizo señas a Llyra; saltó sobre una carretadestartalada y trepó por la cornisa de una ventana hastaalcanzar un tejado. La mujer lo imitó, apenas unossegundos antes de que una de las ratas le alcanzara lapierna.

Desde el tejado, jadeando, los dos ladrones setomaron unos segundos para observar a las bestias, quedaban vueltas en círculos, sin perderles de vista. La mujervolvió a sacar una daga de su cinto.

–Ahora sí son un blanco fácil –musitó, y colocó elarma entre los dedos de su mano libre. –Siguen siendodemasiado estúpidas para alcanzarnos...

–Rateros que se asustan de las ratas. Qué lamentable.Sobresaltados, casi perdiendo el equilibrio, se giraron

hasta descubrir al dueño de aquella voz sibilina, a susespaldas. Uno de los hombres que acompañaba a Ymir, un

tipo de corta estatura y cabello ensortijado, se sentaba encuclillas sobre el tejado, mirándolos burlonamente. Serelamió.

–Baran el Sigiloso, ¿eh? –aventuró Aldunn; sólo unode los hombres de Ymir podría haberles seguido deaquella manera. –No puedo decir que esté encantado deconocerte.

–Nuestras pequeñas no son más que un señuelo,imbéciles –les escupió. –Una forma de no perderos devista. Mientras escapabais como idiotas, nos habéis dadotiempo para correr la voz... No saldréis vivos de estebarrio.

Se encogió como un gato, y saltó hacia ellos, unasombra afilada volando en la oscuridad. Aldunn soltó lacabeza de cera y recibió el golpe. Ambos forcejearon,entre gruñidos, sobre el tejado... hasta que,inevitablemente, rodaron y cayeron hacia la parte traserade la casa. Llyra gritó, mas vano fue su intento de asir porun brazo a su compañero. Las dos formas se perdieron enlas tinieblas.

Un par de gritos, golpes, un gorgoteo. Y el silencio.–¡Maldita sea la Gran Serpiente! –blasfemó,

impotente.Ahora también las ratas habían callado, al otro lado, y

durante un terrorífico instante creyó sentirlas a su espalda,como si de algún modo hubieran conseguido trepar hastasu posición. Se volvió bruscamente. Nada había, como era

lógico, pero sus sentidos seguían girando enloquecidos yel corazón le golpeaba violentamente el pecho.

No era momento de dudar, de ceder a la parálisis delmiedo, sino de confiar en los instintos, se dijo. Poco máspodía hacer, pues toda la coherencia de sus planes sehabía deshecho... Tomó el botín de su compañero, aunsobre el tejado. Se sentó sobre el borde, tanteó unossegundos con los pies y saltó hacia abajo, allí dondecalculaba que había rodado Aldunn.

Cayó sobre los empeines, con las rodillas dobladas,tal como había aprendido en numerosas correrías en losbosques, y sólo sintió un leve calambre en los tobillos. Deinmediato se incorporó y enarboló una daga; estaríapreparada para el ataque, ya le llegara de frente, decostado o por la espalda. La vista se le agudizó en laoscuridad, el oído listo para captar cualquier susurro...

Pero fue su olfato el que reaccionó primero. Allíestaba... el aroma a whisky de Aldunn.

– ¡Llyra, aquí! –llamó éste en un hilo de voz, un bultoescondido en un rincón. Ella se acercó, y resbaló unmomento en una sustancia pegajosa que identificó demanera instintiva. Al llegar junto a su compañero captó elolor de la sangre en sus ropas, y supo qué había pasado.

–Le clavé su propio cuchillo. Pero fue pura suerte, y

sólo era uno. Si nos atacan juntos, tendremos seriosproblemas –dijo el hombre, sombrío.

– ¿Qué vamos a hacer? –susurró Llyra, y para sudisgusto su voz le sonó temblorosa y débil. –Estamosatrapados.

Por toda respuesta, Aldunn tiró de ella y la guió hastaun cobertizo, un habitáculo pegado a la casa, con unaportezuela pequeña y destrozada. Pasaron por ellaagachados y se sentaron dentro, en el hueco que dejabanvarios muebles viejos apilados. Los dos respiraronprofundamente, por vez primera en horas, aunque el hedordel moho no era precisamente relajante.

–Alguien se lo dijo –habló al fin el ladrón, pasados unpar de minutos. En la penumbra, su compañera nodistinguía su rostro, mas podía imaginarlo grave ynervioso. –Hemos sido traicionados por alguien delgrupo. No hay otra manera de que Ymir tuviera esainformación y de que hayan puesto precio a nuestrasvidas. Maldita sea, fue algo que comenté con todos.

–Aquel guarda fue demasiado vehemente cuandoordenó que registraran el carro. También debía de saberalgo –murmuró Llyra.

Volvieron a hundirse en oscuras meditaciones, sinpoder evitarlo, aun sabiendo que el tiempo corría en sucontra. De pronto Aldunn se dio una palmada en la frente,frustrado, la mandíbula apretada con rabia.

– ¡Que el diablo se lo lleve! Todo era perfecto, nada

debía fallar... –su voz se alzaba por momentos.–Rhergram... o Kurt... –la mujer arrugó el ceño, reacia

a tal pensamiento. –No puedo imaginarme que hayanhecho algo así. Tanto tiempo juntos… no es posible.

–Pues ve haciéndote a la idea. A saber qué les habránprometido: tierras, o títulos, qué se yo. Les recompensaránmientras nuestros cuerpos cuelgan en el patíbulo. ¡Ja! Novamos a darles esa satisfacción –el hombre se incorporó amedias, dio un leve puñetazo en una madera, que se quejó.–Vamos, Llyra. Nací en este barrio de mierda, pero novoy a morir aquí. Moriré muy lejos, viejo y con diecisietenietos a mi alrededor, y recordando este día como el díaen el que me labré mi maldito destino.

Registraron el cobertizo rápidamente, por si algopodía serles de utilidad, y hallaron una soga larga, partede una destartalada polea que se encontraba a su lado.Ataron a la misma un trozo de hierro doblado,confeccionando de esta manera un burdo gancho, yrecogieron dos grandes palancas de metal que podíanfuncionar como armas. Terminada la tarea, seescabulleron como formas huidizas en la noche.Avanzaron pegados a las paredes, amparándose en lassombras; cada paso que daban estaba estudiado, y noponían un pie delante del otro sin antes escudriñar cadaángulo a su alrededor. Cada vez que escuchaban pasar aalguien se encogían detrás de lo que podían encontrar: unacaja abandonada, un portal. Nadie pareció reparar en su

presencia, o al menos no se toparon con nadie quepareciera buscarles; en verdad era cosa habitual en aquelbarrio ver gente como ellos, escondiéndose en losrincones. No bien habían agradecido lo suficiente a laGran Serpiente su inesperada fortuna cuando alcanzaronsu objetivo.

La muralla, en el extremo más septentrional del barrio,estaba rodeada de un descampado plagado de cizaña, quecrecía entre cascotes y restos de basura. Se detuvieron acontemplarlo antes de internarse en él; cuando lo hicieran,finalmente, estarían al descubierto, y no era de esperarque volviesen a pasar desapercibidos en aquelloscuarenta metros despoblados.

Escucharon sus respiraciones, ahogadas a duras penas,y les parecieron tan potentes como un huracán en mediodel traicionero silencio de la noche, únicamente roto porel rumor de los insectos entre la maleza. Ninguno seatrevía a dar el paso, a iniciar por fin lo que podíasuponer su tránsito último hacia la vida o la muerte. Lacera se pegaba de modo desagradable a las sudorosasmanos de Llyra. Aldunn tragó saliva audiblemente y hablósusurrando.

–Bueno, repasemos por última vez –musitó. –Estazona de la muralla no está directamente vigilada al otrolado. El puesto de guardia más cercano está a unos

cincuenta metros, al oeste, y sólo cuenta con un encargado.Incluso si se hubiera dado la voz de alarma, no habríantenido tiempo de apostar más centinelas; el Caer esdemasiado grande y no sólo nos buscan a nosotros,seguramente... quiero pensar que buscan también aRhergram o a Kurt. Así pues, tenemos tiempo suficientepara echar la cuerda –la tocó, en su hombro –ydeslizarnos por el otro lado antes de que llegue alguien.Lo único, por tanto, que debe preocuparnos es que nosencuentren mientras trepamos de este lado. Y uno denosotros tendrá que...

No terminó la frase, pues tenía la garganta reseca. Sucompañera asintió.

–No te preocupes. Uno de nosotros los distraerá yluego seguirá al otro. Lo conseguiremos.

Repetir el plan fue como un mantra, un ritual que lesinfundió fuerzas y voluntad. Tomaron aliento... y echaron acorrer en dirección a la muralla.

Alcanzaron la pared de piedra en un suspiro, y sinesperar un segundo Aldunn lanzó el garfio. Al tercerintento fue capaz de acertar en un saliente y dejarloenganchado. Tironeó de la soga para asegurarlo, y la asiócon ambas manos.

–¿Quién irá primero?Llyra no respondió al momento.

No miraba a su amigo. Su vista estaba fija en un puntomás allá, a su izquierda.

No se volvió tampoco al hablar, pues, como undepredador, ya nada había en el mundo aparte de su presa.

–Tú vas primero –dijo. –Ahí vienen.Aldunn divisó entonces a los hombres que corrían

hacia ellos; seis individuos, acercándose con premura.Estaban todavía a bastante distancia y portaban garrotes, eincluso uno de ellos una espada. Blasfemó, y su enterezaflaqueó.

–¿No te voy a dejar con ellos!– ¡Tú puedes subirme luego sin dificultad, pero yo a ti

no! ¡Corre, maldita sea! ¡Y llévate esto!El ladrón balbució algo ininteligible pero no protestó

más; tomó la cabeza de cera que ella le tendía y laintrodujo por dentro de su camisa, dándole un aspectogrotesco a su sombra. Cerró los ojos, volvió a maldecir, yde un salto comenzó a ascender por la muralla.

Ya los enemigos se encontraban a un tiro de piedra,sus burlas e insultos llegaban claramente a sus oídos.Llyra disparó las dagas con movimientos veloces. En uninstante dos de ellas sobresalían como mortíferospenachos del pecho de sendos hombres, derrumbados enel suelo. La otra fue a perderse en la oscuridad, rozandola sien de otro y abriéndole una brecha que, sin embargo,

no le detuvo. La mujer maldijo el tiro errado, tomó otradaga en sus ahora temblorosas manos. La distancia ya sólole permitía un tiro.

Apuntó al que portaba una espada, le disparó a lamuñeca. Estaba ya casi encima de ella, y ya la espadatrazaba un mortífero arco sobre su cabeza cuando la dagase clavó, seccionando la arteria, entre los huesos. Llyra seconcedió un pensamiento para felicitarse mientras el tipogritaba, dejaba caer el arma y se aferraba la mano herida.No debía ser ciertamente un veterano de guerra, pues aunbajo la tenue luz de las estrellas pudo advertir cómo surostro palidecía ante la visión de la sangre y retrocedíatambaleándose.

Las bocas furibundas, los ojos dilatados yenrojecidos, estaban ya sobre ella. Esquivó un garrotazo,dos. Tomó distancia y enarboló la palanca, que habíallevado hasta ese momento a la espalda, sujeta con untrozo de tela. Sólo había rostros en la noche, sólo odio enlas miradas.

No podía permitirse ningún fallo, ningún golpe alvacío esta vez.

Llyra tensó las muñecas, cerró los dedos sobre el fríometal, preparada para repeler el siguiente golpe... y en ese

momento un intenso escozor se abatió sobre su propiacarne. Algo la empujó hacia atrás, una ráfaga invisible.

Gritó y la palanca cayó de su mano. Se miró el brazo,sobresaltada, allí donde lo había sentido... y descubriócon horror una suerte de brazalete que se había cerradosobre su muñeca, surgido de la nada. Una pieza de metal,lisa y sin adornos, pero que incluso en la oscuridadparecía brillar con tonalidades azules y verdes.

Sabía bien qué era aquello... y la desesperación nublósu mente.

–Un laxies... un brazal de seguimiento... –gimió.Levantó la cabeza, apretando los dientes con ira. Lo

había lanzado el tipo de la espada; lo veía a ciertadistancia todavía con la mano extendida, tratando demantenerse erguido, aunque seguía lívido. Una mediasonrisa bailaba en su rostro mientras le sostenía lamirada. En el brazal estaban las marcas de sangre de susdedos. Bien mirado, aquél no era un simple delincuentecomo los otros; su ropa era más cara y las espadas nosolían verse en el Barrio de las Abejas... debía de ser sinduda un mercenario. Sólo así se explicaba que poseyera ellaxies... sólo la gente de su gremio, o los guardias reales,usaban tales artilugios para marcar a sus presas.

Llyra se recuperó de la conmoción justo a tiempo parahurtar un terrible garrotazo, dirigido a su rostro. La

irracional fiereza de sus acosadores no mermó suagilidad. Llyra supo aprovechar una vez más las sombrasy la confusión de la lucha para escabullirse y correr haciala muralla. El corazón se le regocijó al comprobar queAldunn ya estaba arriba. De pie, recortada su figura contrael telón de la noche, contemplaba la escena que sedesarrollaba abajo. Su compañera, de un salto, agarró lasoga y comenzó a ascender a trompicones, empleandotodas sus fuerzas.

–¡Deprisa, súbeme! –gritó.E l laxies brillaba en su muñeca, aún notaba la

quemazón en la carne. Aquel nuevo inconveniente volvíala situación todavía más urgente. Pero una vez al otro ladode las murallas tendrían menos problemas.

Notó un peso que la empujaba hacia abajo y tuvo queagarrarse hasta desollarse las palmas. Bajo ella, loshombres aullaban.

–¡Aldunn, deprisa!El ladrón lo contemplaba todo, fruncidos los labios,

apretando las cabezas de cera contra sus costados.

Miraba fijamente aquel brazalete irisado.

De repente, Llyra escuchó un sonido metálico sobre sucabeza, una chispa surgió del muro. El dardo de unaballesta cercenó la cuerda. El mundo giró sin previoaviso, y cayó al suelo antes de poder darse cuenta de lo

que sucedía. Decenas de guijarros se clavaron en suespalda, oprimiéndole los pulmones. Durante un breveinstante todo fue negro frente a sus ojos, el dolor seapoderó de ella como un titiritero que desmadejara sucuerpo. Tosió y recuperó la visión... mas entonces sintiócómo la alzaban en vilo varios pares de brazos, y unviolento golpe en el estómago la hizo doblarse sobre símisma. El amargo sabor de la sangre asomó a sus labios.

– ¡Desgraciada! –gritó alguien... no importaba quién.Un nuevo puñetazo, esta vez en la mandíbula, la arrojócontra la muralla.

Llyra cayó sentada, apoyada la espalda contra lapiedra, sintiendo que perdía el control de cada uno de susmúsculos. Sólo tuvo fuerzas para levantar la mirada haciael cielo, hacia lo alto de la muralla. Allí donde debíaestar la figura de Aldunn, bajando para ayudarla...

Allí donde no había nada.

Entre carcajadas, los hombres volvieron a levantarla,y la arrojaron al suelo. Advirtió levemente que habíallegado un cuarto, el que llevaba la ballesta. No intentóresistirse. No era ya el dolor de los golpes, el miedo, lahumillación, aquello que la paralizaba. De pronto ya nadatenía sentido; acababa de despertar a un sueño terrible, auna realidad que había perdido toda su coherencia.

Aldunn se había ido. También el botín. Sólo quedabaella, vencida... y ya no era nadie.

Las voces cerraron un círculo a su alrededor; lassombras se cernieron como aves de rapiña. A duras penaspudo percibir sus rostros. El tipo de la espada se habíaquedado rezagado, quizás vendándose la muñeca. Uno delos que la acorralaba, aquél al que le había abierto labrecha en la sien, se agachó y la tomó por el mentón confuerza, obligándole a mirarle a los ojos. Eran éstosrasgados y fríos, inmisericordes.

–Te ha abandonado tu amiguito, ¿eh? –le habló,escupiéndole. –Te ha dejado con tres palmos de narices, ya nosotros también. Ya no hay botín, y sólo por tumiserable vida no nos van a pagar lo que nos habíanprometido. ¿Qué vas a hacer para compensarnos? ¿Nocrees que nos debes algo?

La agarró de un brazo y se lo retorció salvajemente. Elcrujido del hueso resonó por encima de las carcajadas,mas la muchacha luchó por aprisionar el alarido de dolorentre sus dientes apretados. La dejó caer boca abajo en elsuelo. La sangre resbalaba por el rostro del hombre,parecía brillar en la negrura. Los otros se aproximaron,ávidos. Llyra, perdido hasta el último ápice de susfuerzas, ya ni siquiera temblaba. Se resignó a loinevitable, al terrible fin de aquel juego cuyas reglas sehabían transmutado en un abrir y cerrar de ojos.

Evitó pensar en Aldunn; no quería sobrellevar eltrance recuperando su imagen. Cerró los ojos, deseópoder perder el sentido, ser absorbida por el palpitar desu brazo... y fue entonces, sin previo aviso, cuando unviento helado la sacudió.

Había sido una ráfaga súbita. Pensó de nuevo,aterrada, en el laxies, y se preguntó si acaso algún Magoacudía a buscarla... mas escuchó sobre ella una maldición,y sintió cómo los hombres se apartaban rápidamente.Abrió alarmada los ojos, se esforzó por levantar el rostro.Y, para su sorpresa, el tipo de la herida en la sien seencontraba a varios metros de distancia, caído deespaldas. Era impensable que hubiera podido recorrer esadistancia en sólo un segundo.

Sus compañeros mostraban idénticas expresiones dedesconcierto, y fijaban la mirada en algo que ningunopodía identificar.

Una sombra... erguida frente a ellos, a pocos pasos dedistancia.

No, no era una sombra... los contornos borrosos seperfilaron hasta convertirse en los de un hombre alto,vestido completamente de negro, que se cubría la cabeza

con una capucha. La mujer parpadeó. La conmoción quesufría le había jugado una mala pasada, sin duda; lapersona era completamente sólida, real y tangible. Noentendía cómo podía haberla tomado por una sombra.Algo similar debieron pensar los otros dos individuos,pues se recuperaron de pronto de su estupefacción.Lanzaron improperios al recién llegado, y se adelantaron,amenzantes, hacia él. Le exigieron que se marchara;aquella era su presa, decían.

No les sirvió de mucho.

Algo les empujó hacia un costado con violencia y leshizo volar hasta caer de golpe en el suelo. Se diría que elaire mismo les había golpeado con desmesurado ímpetu.Se incorporaron trabajosamente sobre los antebrazos,confundidos.

El hombre de negro, repentinamente, apareció al ladode Llyra.

Esta vez, la mujer no pudo dominar un grito desorpresa. Trató de levantarse, de alejarse de él. Otromercenario, no cabía duda.

Los tres individuos, testigos de aquel inusitadomovimiento, se habían puesto en pie y huían a toda prisa,

cojeando y trastabillando. Desaparecieron en un suspiro,profiriendo gritos contra los malditos Magos. El tipo de laespada tampoco estaba por ninguna parte. Sin duda habíasido el primero en escabullirse.

Llyra cerró de golpe la mandíbula, que teníaestúpidamente desencajada, cuando el encapuchado sevolvió y echo a andar lentamente hacia ella.

Su mente le gritaba un nombre, una advertencia, undescubrimiento imposible... pero trató por todos losmedios de acallarla. Nada de lo que había visto encerrabalógica alguna... aunque estaba despierta, sin duda, pues laagonía de su brazo derecho así se lo aseveraba.

–¿Vienes a por mí? –preguntó. –¿Trabajas para laGuardia?

El desconocido la miró en silencio... o al menos intuíaque lo hacía, pues la capucha le ensombrecía todo elrostro. Nada podía entrever, ni el brillo de los ojos, nisiquiera, a través de las pesadas vestiduras negras, elcompás de la respiración.

–Ya les gustaría – fue su respuesta; una voz queda,lenta, toda ella oscuridad.

Nada tenía sentido. Y, por ello mismo, Llyra no tuvomás remedio que ceder a la idea que gritaba en su cabeza.

–No puede ser... –musitó, invadida por un temorreverencial. –Tú eres... ¡La Sombra! ¡La Sombra! –

repitió, impaciente ante la indiferencia del tipo, como siquisiera hacérselo entender. –El legendario ladrón, el queno puede ser atrapado, el que... ¡Dioses, nunca me creíque existieras!

–¿Y por qué ibas a hacerlo ahora?La mujer intentó incorporarse, ayudándose con el

brazo sano. No sabía muy bien qué debía hacer, ni quévendría a continuación de todo aquel desvarío, mas noestaba dispuesta a quedarse tirada en el suelo, como unainútil. ¡Tenía ante sí al rey de los ladrones! Si le pedíaayuda, columbró febrilmente, quizás pudiese todavíaalcanzar a Aldunn y...

En ese momento, la mano derecha de su salvador,enfundada en un guante también negro, se cerró sobre suhombro. Esta vez, lo sintió claramente, sí, la miraba confijeza... y los ojos que en ella clavaba eran dorados,extraños soles en miniatura.

Llyra enmudeció, paralizada por el desconcierto.–Mejor será que duermas –dijo aquél.Y por fin, como tanto había ansiado, el mundo a su

alrededor se desvaneció. Su espíritu y su cuerpo seresistieron unos instantes, pero finalmente fueronengullidos por un reparador pozo de inconsciencia.

CAPÍTULO 2: ILUSIÓN

Llyra despertó lentamente de sueños borrosos y sinimágenes. Cuando pudo por fin deshacerse de ellos yregresar por entero a la realidad, encontró sobre sucabeza un techo de madera, sostenido por vigas queparecían muy antiguas. Parpadeó y movió lentamente lamano izquierda; estaba tendida en un jergón, sobre untejido suave y lanudo. Pieles de oveja, al parecer.

Giró la cabeza a la izquierda, pues era en ese ladodonde sentía la calidez del sol. Los rayos del Ojo Doradose filtraban por un ventanuco en la pared, a través del cualse distinguía un tupido manto de árboles, bailando suscopas al viento, y en el horizonte altas colinas quedesaparecían enmarcadas por un halo de nubes.

El bosque... ¿Estaba en las afueras de Caer Sybern?Intentó frotarse los ojos, todavía hinchados ysomnolientos, con la mano derecha... y fue al levantarlacuando se percató de que tenía el brazo entablillado. Elsimple hecho de moverlo desató un latigazo de dolor a lolargo del mismo.

La desagradable sensación sirvió para despertarla del

todo y, asimismo, para que su mente destapara losrecuerdos de la reciente noche. Como si hubieran estadoagazapados en un recodo de su interior, esperando elmomento, le invadieron de nuevo el sufrimiento, lasuspicacia, el temor. Ahora notaba claramente lasmagulladuras en su estómago y en la mandíbula, lospinchazos en la espalda... y, sobre todas las cosas, el fríode la traición, oprimiéndole el pecho. Las lágrimasquisieron escapar de sus ojos, mas se contuvo enseguida,recriminándose duramente. ¡Estúpida! Por desgraciadaque se sintiera, no importaba eso ahora, en aquel precisoinstante. Una pregunta más acuciante reemplazó a todaslas demás dudas y asertos.

¿Cómo demonios había llegado allí?

Se concentró en un examen más detenido de laestancia, incorporándose a medias, si bien habíarealmente poco que examinar. Era un cuarto pequeño,quizás una buhardilla, a juzgar por la inclinación quepresentaba el techo. Las paredes estaban hechas de roble;pese a que se advertían desconchones y manchas aquí yallá, parecía un edificio recio y en buen estado. En lasesquinas que tenía frente a sí se arracimaban bolsas decereales, numerosas pieles y mantas, un par de barrilespequeños, sostenidos sobre trípodes, y otros tantos baúlesde mediano tamaño. La cabaña de un granjero, se dijo,

comenzando a sentirse un tanto menos aprensiva.Seguramente alguien la había recogido, después de perderel sentido. Sus atacantes la habrían dejado junto a lamuralla, abandonada, y había tenido la suerte de no caeren manos de los guardias o de algún oportunista, sino deuna buena persona. Sí, todo comenzaba a perfilarse másnítido en su recuerdo, las sombras se difuminaban...

“¿Sombras?”

¡Había sido aquel misterioso individuo! No estabasegura de que se tratara de la realidad, o simplemente unsueño; todavía ambas posibilidades se entremezclaban ensu mente. Pero la escena se desarrollaba con totalclaridad, pese a ello, todo lo que había sucedido despuésde que Aldunn...

No, ese nombre, no, por su propio bien..

Bajó la mirada hasta su brazo. Palpó la cura, ypercibió bajo las vendas y las tablillas un oloralmizcleño, seguramente el de algún ungüento. Sentía laextremidad pesada e informe, pero no le dolía en extremo;tan sólo aquel constante y molesto pálpito, como si unextraño parásito reclamase su atención allí dentro.Entendía bastante de remedios y medicina, por lo quepodía percibir que era un trabajo bien hecho. Así pues,

había contraído una nueva deuda con aquel desconocido.

El desconocido... No podía apartar de su menteaquella intriga, que su propia razón consideraba vana ypueril: ¿sería realmente el mítico La Sombra?

Rescató del fondo de su memoria todo lo que habíaescuchado sobre él, desde que había comenzado amoverse por los barrios bajos. Hacía ya bastantes años,se contaba, que en Caer Sybern existía un ladrón quejamás salía a la luz del sol; un tipo infalible, cuyo rostro onombre todos desconocían, que aterrorizaba a loscomerciantes llanos. Pues, por alguna razón, su objetivono eran los adinerados burgueses del centro de la urbe,sino los pequeños mercaderes de las zonas periféricas.Les arrebataba telas, viandas, los más banales y a la parvariopintos objetos. Nadie, fuera cual fuese su mercancía,estaba a salvo. No había cerradura que se le resistiera, yse había extendido el rumor de que en verdad aparecía ydesaparecía a voluntad, como un fantasma, dentro de losedificios.

No buscaba riquezas, pero en un par de ocasioneshabía asaltado la fortaleza del rey, para robar dos objetosaparentemente banales. El trabajo había sido realizado sindejar huella alguna, para desconcierto de Gardok y detoda su guardia. La hazaña se había comentado durante

meses, y había un par de poemillas burlescos al respecto,compuestos por juglares osados.

No era conocido por sus fechorías, sino por suimpecable trabajo, y desde luego no despertabasimpatías... ¿Qué buscaba entonces La Sombra, cuyosmétodos parecían casi Magia? ¿Existía realmente?

Llyra nunca había querido creerlo. No eran más quepatrañas, una leyenda popular bajo la que sin duda seenglobaban los simples actos delictivos de multitud depersonas independientes. De hecho, jamás había pensadoen aquellas historias detenidamente... hasta aquel día, undía singular en el que había perdido todo lo que creíatener y se encontraba en la cabaña de un extraño, en mediodel bosque. La vida seguía en verdad un intrincadocamino, se dijo, conformado por insólitos senderos.

Mientras meditaba se había puesto en pie y habíaavanzado hasta una trampilla abierta en el suelo, situadaen una esquina de la habitación. Una escalera de manoconducía hasta la parte inferior de la casa. Se detuvo a sulado, indecisa. No tenía otra cosa que hacer quedescender por ella, al fin y al cabo. Respiró hondo y sesentó en el borde, cuidadosamente, pues sólo podíavalerse de un brazo para ayudarse a bajar. Un deje defrustración la sacudió; no le agradaba encontrarse en tal

situación, en desventaja para cualquier cosa.

Allá voy, se dijo, mientras bajaba los peldaños conimpaciencia; pronto voy a descubrir si eres La Sombra, osólo un fanfarrón que sabe algunos trucos.

El piso inferior era una sola pieza, una sala nodemasiado amplia, en la que destacaba una gran chimeneade piedra, coronada por una cabeza de jabalí, y una largaestantería de madera oscura, que abarcaba casi latotalidad de una pared lateral. El resto de la estanciaestaba ocupado por una mesa y varios taburetes, unmueble bajo que debía de ser una despensa y un camastrodesordenado en un rincón. El suelo estaba cubierto poruna gran alfombra con arabescos y dibujos de animales.

La estantería llamó de inmediato su atención, y sedirigió a ella sin dudarlo un instante. El corazón lepalpitaba con emoción; si el dueño de aquella cabaña eraquien ella sospechaba, sin duda allí, entre suspertenencias, encontraría pruebas fehacientes que locorroborasen. Una de las mitades de la estantería conteníadecenas de libros, de las más diversas materias ytamaños. Geografía, lingüística, poesía... incluso Magia,descubrió sin mucha sorpresa. Los cinco volúmenes delCompendio de Kalathine Sehardottir y un par de tratadossencillos, de aquellos que cualquier buhonero tendría en

su carro sin saber ni siquiera sus nombres. No obstante,los lomos se veían desgastados y manoseados.

Fue al posar la mirada sobre la restante seccióncuando la mayoría de sus dudas se disiparon, dejandopaso a la admiración. Se mostraban allí multitud deobjetos, cuidadosamente ordenados y pulcros. Allí debíande estar representados en verdad todos los continentes deRan... Paseó la vista por una estatuilla dorada quemostraba a una individuo menudo y rechoncho (¿sería unode ésos que llamaban enanos?), en liza con una extrañacriatura reptiloide; una máscara ritual de grotescasfacciones, tallada en ébano, quizás del lejano Kun´choq;un collar de escamas color salmón; una ocarina en cuyasuperficie se advertían extraños caracteres,probablemente de origen élfico; un cuerno orlado de platay alabastro; un jarrón de cerámica de vivos colores, delestilo que se realizaba en Tassaev... Desde luego, sólo lascontinuas visitas a las tiendas del barrio de losmercaderes podrían haber logrado reunir una coleccióntan variopinta.

Y, al final de todos, como si fueran los de menorimportancia, dos objetos que Llyra reconoció al instante yque la hicieron estremecer de emoción: una piedra azulpulida y redondeada, en cuyo centro brillaba una especiede gema blanca de múltiples facetas, conocida

popularmente como “el corazón del wyvern”, y la torquesde plata que Gardok había entregado a su esposa el día desu casamiento.

Los dos únicos objetos que, según se decía, LaSombra había robado en el castillo del señor de CaerSybern, nueve años atrás.

–Esto… es un maldito museo.No tenía más remedio que admitirlo: estaba en la

guarida del más respetado de los ladrones. Exceptuandolos objetos que habían pertenecido a la casa real, ningunode los otros valdría ni la mitad que cualquiera de lasjoyas que habían robado ella y sus compañeros... pero sesintió terriblemente orgullosa en aquel momento,contemplando algo que la mayoría de sus colegas delgremio consideraban una mera leyenda. ¡Dioses, podríaaprender mucho de aquel hombre! Quizás le enseñaríaalguno de sus trucos, sin duda producto de susconocimientos de Magia. ¡Quizás hasta le dejaseacompañarle en sus asaltos! Quizás...

No bien había terminado de girar la cabeza y enumerarsus quizás, dispuesta a echar otro vistazo a la estancia,cuando se encontró frente a frente a La Sombra.

Estaba a un par de pasos de distancia, mas ni el másleve sonido le había alertado de su repentina llegada.

Llyra dio un brinco y soltó una maldición. Pero el hombreno se inmutó. Como la noche anterior, estaba embutido enaquellos ropajes simples de color negro que no dejaban ala vista ni un ápice de su cuerpo; aunque ahora, sinembargo, no llevaba la capucha sobre el rostro, sino quecubría su cabeza y gran parte de aquél con un turbanteoscuro, del estilo que, como ella sabía, usaban losviajeros del desértico reino de Astarchus, en el sur.Apenas un sector de los pálidos pómulos quedaba aldescubierto... y los ojos dorados y penetrantes, dueños deuna serenidad incontestable.

La ladrona tragó saliva. El silencio entre ambos se lehizo eterno, y a duras penas pudo sostenerle la mirada. Nosabía decir si la escrutaba o si miraba a algún punto alotro lado de ella... o al vacío. Finalmente, el hombredesvió la cabeza y se dirigió a la mesa. Aliviada, losiguió disimuladamente con la vista, y fue entoncescuando se percató de que agarraba por las orejas unconejo. El individuo se sentó en uno de los taburetes,tomó un trozo de tela gris y un cuenco que se encontrabanen una esquina de la tabla. Acto seguido, extrajo uncuchillo de su cinturón y comenzó a desangrar al animal.

Desconcertada por semejante mutismo, Llyra sóloacertó a encontrar unas palabras que creyó adecuadas.

–Buenos días...

¿Buenos días? ¿Un hombre que ni siquiera le habíadirigido la palabra al encontrarla husmeando entre suspertenencias iba a responder a eso? Se recriminaba ya suestupidez, y se aprestaba en encontrar algo más que decir,cuando, para su sorpresa, el tipo habló. Sin cesar en laactividad de trocear al conejo, por supuesto.

–¿Qué tal el brazo?Fueron palabras lacónicas y en apariencia

despreocupadas; ni siquiera volvió la cabeza hacia ella alpronunciarlas. No obstante, Llyra lo consideró un logro...así como el detonante que ahuyentó su reticencia y diorienda suelta a su habitual locuacidad.

–Oh, está bien, casi no me duele. Sabes bastante deltema, por lo que veo. Tengo que agradecerte lo que hashecho por mí. Si no hubieses aparecido, ahora estaríamuerta o... con una sentencia de muerte sobre mi cabeza,al menos. Supongo que la tengo de todas formas, pero noimporta. Además, lo hiciste sin saber nada de mí, o mejordicho, sabiendo que yo era... bueno, soy...

Se detuvo unos instantes. Su interlocutor parecía taninteresado en sus palabras como si oyese llover en elexterior.

–¡Oh, por los Dioses! –estalló, tomando aliento. –¿Eres La Sombra o no?

El hombre se detuvo unos instantes, dejó el cuchillosobre la mesa, y suspiró casi inaudiblemente.

– ¿Tanto te interesa saberlo? –preguntó a su vez. Su

voz no había variado, aunque dejaba entrever un deje deresentimiento. –Si lo fuera... ¿querrías algo más de mí? ¿Oseguiría invariable tu gratitud? Los ladrones sois todosiguales: todo es para vosotros un intercambio de favores yde beneficios.

–¿Cómo que “sois”? –Llyra frunció el ceño. – ¿Es quetú no lo eres? Si quieres creerme, te diré que no habíapensado nada de lo que dices. Pero ahora que lomencionas, seguramente tendrás razón. ¿Por qué me hassalvado? Tienes que tener un motivo... como todo ladrón,¿verdad? No creo que habitualmente traigas gente a tucasa para que husmée en tus trofeos.

Calló después del exabrupto, y de inmediato searrepintió de no haberse contenido. No era en verdad unaactitud muy halagüeña hacia alguien que le había salvadola vida... pero, qué demonios, él se lo había ganado, conaquella actitud altanera. El tipo esbozaba, o ello lepareció entrever, una leve mueca que iba entre la burla yel desdén. Pasaron unos instantes, y ya pensaba que novolvería a hablar... cuando se giró en el taburete,mirándola de frente.

–Nunca he tenido uno de ésos, y no quise dejar pasarla oportunidad. Espero que no te importe regalármelo.

Señaló con el pulgar el camastro... y Llyra, al mirarhacia éste, descubrió sobre él un objeto cilíndrico ybrillante.

El laxies.

Por los Padres de los Hombres, ¿cómo podía haberloolvidado? Involuntariamente se llevó una mano a lacabeza, sintiéndose estúpida como una novata que acabarade salir de la instrucción del Gremio. Tendría que habersedado cuenta antes; si todavía tuviera aquella cosa en lamuñeca no podría tener el brazo entablillado. Ahoravolvían a ser recuerdos vívidos el calor en su muñeca, ladesesperación que se había apoderado de ella aldescubrir que le habían alcanzado con el temido artilugio.Sintió que un sudor frío le perlaba la frente mientras locontemplaba. Aunque despedía un extraño, ligero fulgor,no le parecía ahora tan amenazador como antes.

–¿Está... inservible? –inquirió.–Así es. Los Magos de la Guardia no podrán

rastrearlo hasta aquí.¿Cómo lo había hecho? Por lo que sabía de los laxies,

arcanos instrumentos de control para los delincuentes, quese empleaban para seguirlos a cientos de kilómetros dedistancia, sólo podían ser activados o desactivados conuna Magia compleja.

El individuo se incorporó.–Dentro de la despensa hay yesca, pedernal, y en la

parte posterior de la cabaña puedes encender un fuego ycocinar –le dijo. –El conejo es todo tuyo, y arriba hayalgo de vino. El lago, de todos modos, está a sólo un

paseo de distancia. Ah, y si veo que falta algo de esaestantería, ten por seguro que te partiré el otro brazo.

Sin más, pasó por su lado y se dirigió a la puerta.Llyra no se volvió, desconcertada, ni siquiera cuandohabló de nuevo por última vez, casi en el exterior.

–No sólo por el laxies. Te ayudé porque fuistetraicionada. Y en eso somos iguales.

El estómago de Llyra le indicó la proximidad delmediodía de manera bastante elocuente. En el patioposterior de la casa, para su sorpresa, encontró un bueyque pastaba apaciblemente, además de un carrodestartalado e inservible. Había, en efecto, un huecodispuesto en el suelo para encender un fuego, algo de leñareseca y, colgando de la pared, cazuelas, una sartén,platos, una olla mediana y varios cucharones. Todosacusaban visiblemente el paso del tiempo en forma deóxido y desconchones, mas no pensó demasiado en ello.No tenía sentido tener escrúpulos. Encontró algunashierbas aromáticas entre los arbustos y con ellascondimentó debidamente la carne antes de echarla en lasartén. Comió bajo la mirada aburrida del bóvido, muchomás ávidamente de lo que acostumbraba, y en verdad sesorprendió; antes parecía que en lugar de curarse un brazoroto tuviera que regenerarlo, se dijo con sarcasmo. Al

terminar echó algunos tragos del barril de vino, que habíatomado de la buhardilla, y se tumbó a la sombra queproporcionaba el techo de árboles del linde del bosque.

Todavía rondaban en ella sentimientos de frustración.Aquel extraño parecía haberse divertido humillándola,sobre todo al enseñarle el laxies, y no pudo por ello dejarde sentirse enojada con él. Pero, después de todo, seguíadebiéndole demasiado... Incluso aunque hubiera escapadopor su propio pie, no habría llegado lejos por culpa delmalhadado brazalete. Sin duda el mercenario que se lohabía arrojado contaba con los medios para rastrearla...Era factible, a pesar de que al principio tan sólo le habíaparecido un idiota pusilánime. En aquellos tiempos nadiepodía ser juzgado por su apariencia. Jóvenes imberbes yde voz aflautada resultaban ser poderosos hechiceros.Soldados con pinta de simio acometían hazañas y ganabangloria. Compañeros que habían prometido lealtad de porvida rompían el juramento por un puñado de joyas... yleyendas infantiles que nunca había creído aparecíanvivas en la noche.

Malditas fueran aquellas divagaciones... allí estaba denuevo Aldunn, su rostro, su sonrisa confiada... y su siluetaencima de la muralla, sólo un segundo antes dedesaparecer. A su imagen le acompañaban ahorasentimientos contradictorios. El dolor predominaba sobre

todos ellos, y para su disgusto aparecían sin ser llamadosotros recuerdos más placenteros de sus momentos juntos.Pero pronto se hacían fuertes el rencor, la ira, y planes devenganza se perfilaban en su mente. Un simple desahogo,se decía sin embargo, con tristeza. Nada podía hacer, puesno tenía forma de encontrarle, y no podía desde luegoregresar a Caer Sybern a buscar información. Tal como lehabía dicho a La Sombra, de seguro su nombre figurabaya en la lista negra de Gardok, con grandes letras rojascomo la sangre. Estaba maniatada, y ahora sólo le restabaencontrar un nuevo comienzo... de la manera que fuera.

Dormitó un par de ciclos, y al despertar, notando yarecobradas sus fuerzas, decidió dar una vuelta en elbosque. Lo conocía bien, pues mucho se había ejercitadoen él y había pasado una buena temporada asaltando a losviajeros que pernoctaban en sus claros. No obstante, losparajes en los que se hallaba ahora le resultabandesconocidos. Cierto era que el lago Sybern, rodeado poraltas montañas desde la que se precipitaba en cascada elrío Elja, se encontraba cerca, y sus proximidades lashabía explorado muchas veces. Pero la cabaña de LaSombra se encontraba en una zona a la que no llegabaningún sendero, lejos de cualquier claro. Estaba cercadapor espesas arboledas, por grandes oasis de maleza porlos que se hacía difícil transitar. Era, ciertamente, un lugardonde nadie iría a buscar nada... y donde sólo alguien

como el legendario ladrón podría sobrevivir.

Empleó el resto del día en explorar los parajescercanos, con parsimonia y dedicación. No sólo se hizouna idea bastante precisa de los agujeros traicioneros quepodía haber en el terreno, o los sectores en los que lavegetación se hacía más densa; en varias ocasiones selimitó simplemente a disfrutar del sotobosque y sussonidos, de los rayos del sol que bajaban hasta ellatamizados por las variadas tonalidades de las hojas, delos olores mezclados de la vida y de lo salvaje. Hacíamucho, demasiado tiempo que no se paraba en la meracontemplación del entorno. Y era paradójico, puessiempre se había considerado una persona libre, orgullosade no contar con más ataduras que las que ella quisieratener. En aquel momento, todavía con el nombre deAldunn y los recuerdos zumbándole molestamente en lacabeza, se preguntaba si realmente había sido todo así... sino habría perdido más cosas de las que, al final, habíaobtenido.

A pesar de sus largos paseos de aquel día, no encontróa La Sombra en ninguna parte. El hombre no regresó hastael atardecer. Lo observó aparecer en la lejanía (podríadistinguir aquella silueta completamente negra incluso aleguas, pensó), avanzando tranquilamente entre losmatorrales. A decir verdad, no parecía esforzarse en

atravesarlos, pese a ser éstos enrevesados como garras.No se enfrentaba a ellos, como había tenido que hacerLlyra, sino que éstos le cedían el paso gentilmente, comoa un señor; tal debía ser su dominio y conocimiento delbosque. La ladrona, sentada en el suelo a la entrada de lacabaña, nada más verlo se incorporó.

La Sombra traía en esta ocasión un par de pájarospequeños, y se dirigió a la parte posterior de la cabaña.Una vez allí, procedió a desplumarlos. Nuevamente hizocaso omiso de su huésped, que lo había seguido. Pero estavez ella no estaba dispuesta a consentir su silencio.

–Escucha... –comenzó, dubitativa. –No sé si estás aúnenfadado por lo que te dije antes. Sé que fui un pocodesagradable, pero, en fin, creo que tampoco empezastecon buen pie. Podemos intentarlo ahora de nuevo, ¿qué talpor el nombre? El mío es Llyra Rohndottir.

–Ya sabes quién soy –contestó su interlocutor, sinseparar la vista de las aves.

–Sí, bueno –suspiró aquélla con una mueca. –Laverdad es que me resulta bastante difícil llamarte así,¿sabes? Me refiero a un nombre de verdad... o al menosotro sobrenombre más normal. No se lo revelaré a nadie,te doy mi palabra del Gremio.

La Sombra exhaló una especie de gruñido y nada dijo.Llyra siguió empeñada en no dejarse vencer.

–Dime, ¿dónde has estado todo la tarde? He recorrido

un buen trecho de los alrededores pero no te he visto.¿Has estado en Caer Sybern?

En esta ocasión el individuo volvió la mirada haciaella. No había hostilidad en sus ojos, aunque sus palabras,empero, no sonaron del mismo modo.

–No te incumbe lo que haga durante el día, métetelo enla cabeza –dijo. –Bajo al Caer cuando me apetece o mehace falta. Pero no me dedico a robar por vicio, si es loque quizás estás pensando o a lo que estáis acostumbradosen tu gremio.

– ¡No lo estaba pensando, maldita sea! –de nuevoLlyra fue incapaz de contenerse.. –Te agradecería quedejaras de intentar adivinar lo que pienso o creo en cadamomento. No tienes que ir a la defensiva conmigo, ¿deacuerdo? –suavizó un tanto el tono. –No nos conocemosaún, pero te estoy muy agradecida y me gustaría que almenos fuéramos... eh...

¿Se atrevería a decir “amigos”? ¿Realmente estabadispuesta a confiar en aquel hombre extraño, que con cadamirada parecía levantar una muralla de estacas contraella? Estaba viva gracias a él, sin duda... pero notaba unafiereza constante en él, y no podía estar segura de lacausa. Era una sensación contradictoria, pues aquellafuerza le intimidaba... y al mismo tiempo le atraía demanera poderosa.

–Está bien –dijo simplemente La Sombra. La ratera noentendió qué quería decir exactamente con aquellas

palabras ambiguas.No dijo nada más. Por el contrario, centró su atención

en los pájaros que el hombre estaba preparando. Eranejemplares de buen tamaño. Bien cocinados debíanresultar un bocado excelente. Frunció el ceño al ver lalentitud y parsimonia con que su acompañante desangrabaal que tenía entre las manos, y sin previo aviso se loarrebató.

–Déjame a mí –dijo. Sacó un cuchillo de su bota y consorprendente habilidad comenzó a abrir surcos en alanimal, en los lugares donde sabía que la sangre saldríamás deprisa. El individuo hizo ademán de replicar, masantes de que pudiese articular frase alguna, le ordenó: –Vea esos arbustos de ahí y recoge un puñado de las hierbasaromáticas que hay debajo. Ponlas en un tazón de agua yenciende el fuego; supongo que tendrás agua, y no sólovino, ¿verdad? Ah, y tráeme un trozo de tela húmedo oalgo parecido, y un par de escudillas de las que tienes ahídetrás.

–¿Qué te has creído que haces? Sé muy bien cómo...–Oh, no protestes y date prisa. Esta cena corre de mi

cuenta.La Sombra gruñó de nuevo, pero se puso en pie y

realizó las tareas, en silencio, con gesto huraño. Auncontando con un solo brazo, la mujer demostró una granpericia y velocidad en las artes culinarias. Poco tiempodespués, ambos se encontraban degustando un guiso de

ave al estilo del norte, especialidad que le había enseñadoel enorme Kurt para las noches frías como aquélla.Calienta el corazón y refresca la cabeza, solía decirle. Yno era algo en verdad tan contradictorio como parecía.

La quietud cubría el bosque como un frío sayo; losgrillos dejaban ya escuchar su metálico canto, y las vocesde las aves noctámbulas se preparaban aquí y allá para laorquesta de la oscuridad. Tras terminar su pieza, Llyra serecostó contra la pared de la casa. Su compañero tambiénhabía terminado, y tenía la cabeza alzada hacia elfirmamento. La joven hizo otro tanto. La luna, miradaerrante de la Gran Serpiente, jugaba al escondite con suséquito de estrellas, los lamentos de los padres de loselfos, entre los jirones de nubes que la acariciaban condedos anhelantes. El viento que se levantaba de vez encuando les arrancaba escalofríos.

En voz baja, como si temiera perturbar a los mismosespíritus del bosque, Llyra se dirigió al hombre.

–Oye, he visto el buey que tienes, y ese carro... Mepreguntaba si querrías prestármelos dentro de un tiempo.Puedo intentar arreglarlo, cuando tenga bien el brazo. Telo devolvería de una pieza, sólo necesito movermehacia…

–Olvídalo –interrumpió el hombre. –Ambos tienenpara mí tanto valor como cualquiera de las posesiones que

has visto en la estantería, dentro de la casa. No les pongasun dedo encima.

La mujer calló, sorprendida ante la respuesta. Elmismo valor... ¿que “el corazón del wyvern”? ¿Que unatorques de plata como pocas veces había visto nadie?

Antes de que pudiera replicar, La Sombra retomó lapalabra.

– En Caer Sybern os están buscando, a ti y a tu grupo.Al menos tú coincides con la descripción... –se encogióde hombros. –A tres de vosotros. Se dice que uno hamuerto, o lo han cogido.

–O está resguardado en el castillo, contandotranquilamente las monedas que le pagaron portraicionarnos –añadió amargamente la mujer. –Dime, ¿tehas enterado de los nombres de aquellos que buscan?

–No.Nada más dijo Llyra. Toda la fuerza y ánimo que le

había dado la cena se esfumaron de pronto, conjuradospor aquellas revelaciones y lo que llevaban implícito.Ahora no sabía en quién confiar. Aldunn había dicho quehabía un traidor, y ella ciertamente lo creía, pues no veíaotro modo de que sus planes hubieran sido descubiertos.Estaba claro que él no había sido el chivato... aunque sí elhombre que la había dejado abandonada a su suerte, a lamuerte. Un falso compañero. Un falso amante.

De un modo u otro, los había perdido a todos ellos.

Enterró la cabeza entre las manos y permaneció así,enfrascada en sombrías reflexiones, un largo rato.Escuchó cómo La Sombra se levantaba y entraba en lacabaña, sin despedirse. Dejó pasar todavía un tiempo másantes de imitarlo, cuando ya hasta el buey roncaba y labrisa nocturna comenzaba a colarse por las ropas.Ascendió la escalera hasta la buhardilla despacio,cuidando de no hacer ruido. Su anfitrión dormíaacurrucado en el camastro, envuelto en mantas, con unaapacible respiración.

¿Dónde se dirigiría? La pregunta le bailaba aquí y alláen la cabeza, como un duende impertinente que no la dejódormir durante varios ciclos. La luna navegaba justo enmedio del ventanuco y se giró de costado para observarla,como si esperase, en algún momento, ver aparecer en suplateada superficie la respuesta.

Caer Sybern estaba descartado, y Caer Aladon... aquelnombre todavía le traía los pesares de su infancia demanera demasiado dolorosa. No era una buena opción. Aloeste, Caer Mvarh parecía ser la única alternativa viable.No había mucho tránsito de noticias ni colaboración entreeste reino y el de Gardok, debido a la rivalidadcomercial, por lo que no era probable que la detuvieranallí. Y había escuchado hablar muy bien de su Gremio de

Ladrones. Se decía que incluso tenían elfos en sus filas...

Los sueños de aquella noche, nuevamente, sólodejarían en su recuerdo formas grotescas, angustiosas,irreconocibles.

Llyra despertó al rayar el alba del día siguiente, puesa ello estaba acostumbrada. Sin embargo, al descender lasescaleras encontró que su acompañante ya no seencontraba allí. La puerta estaba cerrada, el camastrodeshecho, tal como el día anterior. En la despensaencontró un trozo de queso, y lo comió acompañado deunos tragos de vino. Después salió al exterior, se estiró,respiró profundamente el fresco aire matutino. Se habíalevantado con una resolución, y ésta se había hechotodavía más fuerte al no encontrar ni rastro de La Sombratan temprano.

Se internó en el bosque, y comenzó a buscar sushuellas.

Le costó bastante, pues no era un terreno idóneo pararastrear y sus nociones de tal menester eran muy básicas.Finalmente encontró lo que parecían pisadas humanas;estaban camufladas entre la maleza, mas, con un poco de

atención, distinguía el paso de unas botas de montar,anchas, como las que el misterioso individuo llevaba.Caminó en pos de éstas, hacia el norte, con cautela ydetenimiento, y finalmente bajaron por un terraplén en elque la tierra se volvía menos densa y favorecía el rastro.Animada, continuó atenta a la inclinación de la hierba, alas ramitas u hojas que encontrase con indicios de habersido pisadas. Si el rastro que seguía era el de La Sombra,sin duda éste se movía por el bosque con la levedad de ungato. Pero los ojos de la ladrona eran agudos y su mentedespierta, y aunque más de una vez dudó y tuvo quedesandar algunos pasos para asegurarse, siguió adelantecon expectación.

Desembocó, tras pasar por entre un grupo de hayas, enun claro oscurecido por las copas de los árboles ycercado por densos arbustos. Nacía del mismo un senderoque serpenteaba entre éstos, alfombrado de guijarros, y enél las huellas se mostraban más visibles. Se dispuso Llyraa continuar por él, cuando escuchó de súbito una voz a suespalda.

– ¿Por qué me estás siguiendo?Probablemente la mujer no hubiera dado un salto

mayor si una tropa de goblins se hubiera abalanzado sobreella de improviso. Se volvió con presteza, allí donde lohabía oído: sentado en la rama de un árbol, cruzado debrazos, estaba La Sombra. Le miraba de manera

impertérrita, como de costumbre; el brillo en sus ojos noparecía exasperado esta vez, sino curioso... y quizásdivertido.

No supo qué responder; únicamente musitó unaspalabras temblorosas, inconexas. No sólo se sentíaestúpida por la situación, sino, más aún, por elvergonzoso rubor que notaba arremolinarse en susmejillas. Al fin fue el hombre quien rompió el incómodosilencio, quizás compadeciéndose de sus evidentestribulaciones. Bajó, apoyándose en un par de ramas, y secolocó frente a ella.

–Escúchame. No me importa que te quedes en mi casahasta que tu brazo se haya repuesto. Me parece justo,teniendo en cuenta tu situación. Y tampoco me importa quecompartamos las viandas. Pero ya te pedí ayer que no temetieras en mis asuntos. Van dos veces, y no me lo tomarétan bien una tercera.

–¿Pero de dónde has salido? –exclamó Llyra. –¿Cómoapareces siempre de repente?

–No sé si te has dado cuenta de que empecé a andar encírculos hace un rato, y dejando rastros que hasta un niñopodría seguir –el hombre suspiró. –Me percaté de lo quehacías. Espero que te quede claro que no vas a poderseguirme, por mucho que te esfuerces. ¿Has escuchado loque he dicho antes?

La mujer bajó la cabeza. No quería que leyese en sus

ojos la humillación que sentía.–Sí –masculló, por toda respuesta.–Ayer me dijiste que podrías darme tu palabra de

ladrona, si lo deseaba –continuó La Sombra. Su gesto seendureció. –En fin, a mí me parece una chorrada, pero séque en vuestro Gremio eso es algo muy importante, casicomo un vínculo de sangre. Me gustaría que me dieses tupalabra de que no tratarás de entrometerte en lo que haga.Y de que, cuando te marches de mi casa, no revelarás anadie su ubicación.

Llyra se llevó la mano al hombro derecho,involuntariamente, allí donde se dibujaba el tatuaje.Aquella petición había sido como una súbita saeta en sucorazón y en su orgullo. El Juramento del Gremio... Ahorase le antojaba vano, fútil, tan ajeno a ella como aquellavida en la que su piel había sido marcada.

Aun así, no podía retractarse de lo que había dicho lanoche anterior. E intuía que era una de las pocas manerasde mantener la concordia.

–Tienes la palabra de Llyra Rohndottir, y que caigasobre mí la maldición del Gremio de Ladrones si falto aella –murmuró con voz lacónica.

La Sombra asintió. Pareció mostrarse complacido conaquella sencilla fórmula que acababa de inventarse.

–Bien.Se dio la vuelta sin más y se marchó. Esta vez,

lógicamente, la ladrona no hizo amago alguno de imitarlo.Se sentó en una piedra, abatida, tratando todavía dediscernir si lo que sentía era decepción o una ira aúnmayor hacia su extraño anfitrión. Finalmente decidió queno tenía sentido detenerse ni en lo uno ni en lo otro. Deacuerdo, estaba viviendo bajo el techo de La Sombra...pero no podía confiar en que ello fuese a cambiar su vida.¿Qué esperaba acaso, convertirse de la noche a la mañanaen su aprendiz y en la ratera más famosa del mundo, comosi aquello fuera un maldito cuento para críos? Aquel tipono era una leyenda... era un hombre de carne y hueso, ycomo tal podía ser hosco, desagradable, como ya habíamostrado. Tenía que concentrarse en sí misma, pues nadiemás que ella le sacaría del atolladero. Se quedaría allíhasta que su brazo estuviera curado, y después deberíabuscarse un nuevo objetivo, decidir qué hacer con su vidaahora que tantas cosas habían desaparecido. Había enverdad mucho que pensar al respecto; y, desde luego,siguiendo como una boba a aquel tipo, con absurdafascinación, no iba a conseguir nada.

Después de aquel encuentro los días comenzaron atranscurrir con apacible dilación. Llyra pasaba las horasen el bosque, y al poco tiempo acabó por conocerse bienaquella zona, aunque no tardó en mostrar predilección por

el lago Sybern. Le gustaba dejar vagar su vista por aquellaenorme extensión azul; sentía que su mente se hundía enlas ondas y se limpiaba de los males, las impurezas, elsufrimiento que había acumulado en los últimosacontecimientos. Se sentaba en el suelo, tan sóloabandonándose a la lasitud, y cada bocanada de aire queaspiraba le llenaba de la serenidad del agua, de lasenhiestas montañas y los danzantes árboles... Y finalmentedormía un poco, y sus sueños ya no eran confusos, ya nodespertaba bañada en sudor y dolor.

En el lago su memoria viajó mucho y lejos, hasta losdías de su niñez, perdida tan prontamente. Allí, en CaerAladon, su hogar había estado a orillas del río Isset, yrecordaba con placer los días de verano en los que suhermano mayor la llevaba a pescar, ascendiendo hasta lospinares, donde las truchas y los amarguillos se deslizabancomo cintas de colores bajo la superficie brillante. Kellarle había enseñado a tener paciencia en los largosmomentos de espera, un don imprescindible en la vida queella asimiló como un juego. Le explicaba cómo elegir elcebo, dónde colocar la caña para que los peces no seespantaran y para que las sombras del agua camuflaran lasuya propia... y no había nada mejor en el mundo que elmomento en que la cuerda se tensaba, y finalmente laespera, la concentración, valían la pena. El escurridizocuerpecillo saltaba del agua en un tirón certero, relucía al

sol, y caía temblando en la tierra, acompañado de losgritos de entusiasmo de la pequeña cuando le salpicabanlas gotas. Veía en su mente las manos expertas de Kellar,que todavía recordaba enormes, sacando el cebo de laboca del animal... y su primer pez, un ridículo eperlano,que ella no quiso comer y que tuvo en casa varios días,metido en un jarro de cristal...

Hizo caso a su corazón, movido a su vez por lanostalgia, y buscó ramas apropiadas para fabricarse unacaña de pescar. No fue tarea sencilla con un solo brazo, ymaldijo más de una vez y más de dos el obstáculo de suhueso roto. Pero no cedió a la impaciencia o a lafrustración... Ella, que llevaba tanto tiempo viviendo en elapremio y en la rapidez, recobró una calma arrinconadaen lo más profundo de su alma, y realizó aquella actividadcon minuciosidad, esmero y tranquilidad. No le importótener que deshacer varias veces el trabajo, o tardar eldoble de tiempo debido a su lesión. Cuando la tuvoterminada, una tosca caña sin pulir, se sintió tan orgullosacomo si fuese la obra de algún insigne orfebre enano.

Ya sólo veía a La Sombra durante los breves lapsosdel almuerzo y la cena en la cabaña, en la que compartíanla caza que el hombre llevaba; a veces únicamente alregresar por la noche, pues algunos días ella se quedabaen el lago todo el tiempo, comiendo los peces que

atrapaba, meditando, intentando fortalecer medianteejercicios suaves su brazo derecho. Cuando se veíanapenas hablaban, si bien alguna que otra vez Llyra lepreguntó por las noticias del Caer y de la captura de susex–compañeros. El hombre afirmaba no saber demasiado,aunque se decía que uno de ellos había sido atrapado... y aella misma se la daba por muerta, pues se le habíaperdido por completo el rastro. Aquello agradó a lamujer. Si realmente quería emprender una nueva vida, noestaría de más perder la anterior.

No volvió a intentar descubrir en qué empleaba eltiempo por el día su anfitrión, aunque sí halló en alguno desus paseos, aquí y allá en el bosque, varios cepos paraanimales pequeños que indudablemente había colocado él.Se cuidó bien de hacer ninguna pregunta impertinentedurante los escasos momentos del día en que estabanjuntos. Una etérea barrera se había interpuesto entre ellos,y ninguno pareció tener intención de derribarla. En parte,aunque lo ignoraban, los dos sentían algo muy similar ensu fuero interno: un recelo enraizado por su propioorgullo.

Las cosas empezaron a cambiar el día en que Llyraencontró al osezno.

Habían pasado un par de semanas desde que hubiera

intentado seguir infructuosamente a La Sombra. Aquellatarde el cielo estaba cubierto por espesos nubarronesgrises; chocaban entre ellos como prólogo a la lucha queacabaría con la lluvia manando de sus heridas. Unaestampa nada inusual en aquellos días, en los que el otoñoya agonizaba y el invierno acicalaba sus barbas de nieve,preparado para salir. Llyra había probado con éxito dejarsu brazo herido fuera del cabestrillo, y aunque no podíaaún servirse de él, ya no debía llevarlo colgandoinútilmente, hecho que le regocijó sobremanera. Por ello,y pese a que podía romper a llover en cualquier momento,decidió explorar la orilla oeste del lago, donde pocohabía estado. El terreno realizaba allí una subida,siguiendo el risco sobre el lago bordeado de altos robles.Más arriba, el río Elja saltaba entre las peñas y lasafiladas rocas.

No llevaba mucho tiempo ascendiendo cuando unruido la sacó de sus pensamientos. Arañazos y bufidosentre los matorrales, en un rincón oscuro que no alcanzabaa ver del todo. Supuso que se trataba de alguna criaturaatrapada en uno de los cepos, por lo que no pensó endetenerse... hasta que, escuchando más atentamente,distinguió los sonidos característicos de un oso.

Un oso joven, pudo constatar al aproximarse y retirarla maleza. Sin ser ya una cría desvalida, todavía no había

terminado su desarrollo. La pata delantera le pendíafláccida y destrozaba por la infalible trampa, un círculode hierro dentado cerrado sobre sí mismo. El animalluchaba enconadamente, resoplaba y mordía entre gañidosla cadena de hierro oxidada, un enemigo terrible que suinstinto no era capaz de identificar. Sus jóvenes y fuertesmúsculos estaban tensos, y de vez en cuando seconvulsionaban, presa del dolor. Llyra se estremeció,admirada ante su coraje. Sintió de pronto un ramalazo decompasión.

“No creo que vayamos a cenar un osezno”.

No pensó lo que hacía, pues el impulso fue demasiadofuerte. Avanzó hacia la cría, que reculó asustada,mostrando los dientes, los ojos dilatados arrojandochispas. La boca se le llenó de un sabor amargo al tiempoque extraía el cuchillo de su bota.

No conseguiría soltarse, y aunque su madre aparecieray le liberase, la herida se le infectaría y moriríairremediablemente. Era mejor, convino con tristeza,acabar con su sufrimiento cuanto antes....

No se arriesgaría a ponerse al alcance de susdentelladas; lo haría velozmente, sin darle ocasión dereaccionar. Dio vueltas a su alrededor, sopesando el

mejor ángulo. El oso le seguía con la mirada, aterrorizadoy jadeando. Una puñalada precisa en la nuca y ni siquieralo notaría. Alzó la mano...

...Y repentinamente algo se cerró con fuerza sobre sumuñeca, deteniéndola. Ahogó un grito y se debatió contoda su energía. Trató de coger el cuchillo con la otramano, pero entonces una voz conocida silbó junto a suoreja:

–¡Shht! ¡Estate quieta, estúpida!La joven se zafó de los dedos que la aprisionaban de

un empellón, y se giró para toparse con los fríos ojosdorados de su oponente. Un trueno retumbó a lo lejos.

–¡Ten cuidado con lo que haces! –gritó, furiosa. –¿Quéte has creído que..?

– ¡Cállate! –La Sombra le tapó la boca con la manoenguantada, un gesto que consiguió encolerizarla más.–Ella puede estar por aquí cerca, aguardando el momento.No te muevas y permanece alerta.

– ¿”Ella”? –un funesto presentimiento cobró forma enla mente de Llyra... una forma que no le gustaba nada. –¿Te... te refieres a..?

–¡Cuidado!El hombre agarró a Llyra por un brazo y la empujó a

un lado, fuera de los matorrales, justo en el momento enque una figura oscura surgía de entre los árboles, a apenasunos metros de distancia. El rugido les laceró los oídos.

Se encontraron frente a una enorme osa de pelajepardo, que exudaba un salvaje olor agrio, a espesura y aira. El morro, contraído, mostraba unos blanquecinoscolmillos; los pelos del lomo se le erizaban como púas.Era en verdad la viva imagen del peligro, del odio másirracional, y años más tarde todavía acompañaría a lamujer en sus pesadillas.

El olor de la sangre, la suya propia, la habíaenloquecido; ahora el deseo de matar, de venganza, ladominaba por encima de la protección o del instinto. Labestia se alzó en dos patas, rugiendo, y su sombra lescubrió a ambos. Llyra, atenazada por el pavor, se sintiópoco menos que un monigote indefenso; no llevabaconsigo más que la caña de pescar, colgada a la espalda,y un cuchillo que parecía ridículo frente a aquelloscolmillos…

El primer zarpazo llegó como el embate de una ola.Trató de desviarlo con la caña en un hábil revés, haciendogala de sus reflejos, pero, aunque, las garras no leimpactaron, el impulso del golpe la arrastró y la derribóde bruces varios metros. Se incorporó deprisa,aterrorizada, buscando desesperadamente cómodefenderse... y ya estaba la osa sobre ella, dispuesta adescargar su cólera, cuando algo detuvo su carrera. Unapiedra había impactado en su ojo, haciendo correr por su

oscura mejilla un reguero de sangre... y a cierta distanciade ella, La Sombra tensaba el brazo, preparado paraarrojar varias más.

– ¡Estoy aquí! –retó el hombre. Lanzó otro proyectil,que rebotó en la nariz del animal. La salvaje testa sevolvió hacia él.

Llyra se puso en pie justo a tiempo para ver cómo laosa se lanzaba sobre el encapuchado de un salto. Elenteco individuo desapareció bajo la masa de lagigantesca bestia.

Con un grito, la mujer tomó varias piedras entre susmanos y se lanzó a arrojarlas, frenética, desesperada. Elcorazón quiso atravesarle el pecho cuando la osa sevolvió en su dirección y le mostró los dientes.

Miró más allá… y allí donde esperaba ver el cuerpodestrozado del hombre, las negras vestiduras hechasjirones entre la sangre y la carne, no había nada.

La cabeza comenzó a darle vueltas y retrocedió unospasos. Lo había visto... Sus ojos no habían podidoengañarle, el tipo había caído bajo aquellas garras comocuchillos, aplastado contra el suelo... ¿Estaría volviéndolaloca el miedo?

No tuvo tiempo de reparar más en aquella

incongruencia. No importaba dónde estuviera La Sombra,si había muerto o no, pues un fiero gruñido le recordó quela lucha no había terminado todavía.

La bestia volvió a lanzarse al ataque. Llyra concentrótodos sus sentidos en uno, vació su mente... y ya no fuemás Llyra, sino un ente que se movía con el viento, queacompasaba los movimientos de su atacante, refugiándoseen el hueco que éstos dejaban, por ínfimo que fuera. Debíadejar fluir a su alrededor, como una piedra anclada enmedio de un turbulento río, vivir en el instante que habíaentre un ataque y otro... esperando poder huir, de algúnmodo, sin perder la apuesta de su existencia.

Tras esquivar varios lances consiguió rodar sobre símisma, poniendo tierra de por medio. Encaró al animal ypreparó el cuchillo entre sus manos, apuntandorápidamente. Tenía un ojo herido; si conseguía darle en elotro quizás podría cegarla y escapar, o matarla, en elmejor de los casos…

Se preparó para disparar… en el momento en que unallamada resonó a sus espaldas.

–¡Eh! ¡Tú, atráela hacia aquí!Giró la cabeza.La Sombra estaba a unos metros de distancia, agitando

los brazos.¿Qué locura era aquélla?

–¿Qué haces? ¡Ten cuidado!El momentáneo estupor casi le costó la vida a Llyra.

Reaccionó justo a tiempo para esquivar un zarpazo, que lepasó a escasos centímetros de la yugular; trastabilló, sedobló un tobillo pero consiguió no perder el equilibrio.

Sin más preámbulos, guardó el cuchillo y echó acorrer, con el enorme plantígrado pisándole los talones.El corazón le martilleaba, y la certeza de que en cualquiermomento sentiría el funesto dolor del mordisco leparalizaba el ánimo. Al llegar a la altura de La Sombraéste se le unió en la huida.

–¿Dónde vamos? –preguntó Llyra, entre jadeos. Sucompañero mantuvo la vista fija al frente, y la mujer miróen la misma dirección: a través de una cortina de vapordistinguió la catarata por la que el río se precipitaba allago. Al unísono ambos aceleraron su carrera. El bordedel risco los detuvo en seco; un abismo de varios pies dealtura se abría ante ellos. La única forma de cruzar al otrolado consistía en atravesar un estrecho puente de piedra,sin asidero alguno, imposible de distinguir desde suanterior posición. Parecía muy antiguo, sin duda edificadocientos de años atrás por medios que no alcanzaba aimaginar, en los tiempos en que se habían colonizadoaquellas tierras para los cazadores o los tramperos.

La Sombra no vaciló un segundo y corrió decidido

por la pasarela. Llyra dudó. El vacío a sus pies erarealmente disuasorio.

– ¿A qué esperas? –gritó el hombre, al advertir que nolo seguía. – ¡No nos perseguirá por aquí!

No fue una deducción acertada. Apenas la mujer pusolos pies en la resbaladiza superficie y avanzó, tanapresuradamente como su equilibrio y su desbocado pulsose lo permitían, escuchó el rugido a sus espaldas. Miró dereojo, por encima de su hombro, y la visión no defraudó asus pensamientos más pesimistas. La osa se habíadetenido en la base del puente, vacilante; no obstante,espoleada por fuerzas más poderosas que el miedo, habíacomenzado a caminar por él. Su enorme peso se hizosentir de inmediato.

A través de la bruma, de las gotas diminutas que seintroducían en sus ojos, la silueta de su compañero, ya enla otra orilla, se tornaba difusa, como en un sueño. Unsueño le pareció, en verdad, cuando sus pies tropezaron,víctimas del cansancio y de la humedad, y perdió elequilibrio. Sus excelentes reflejos le salvaron, puesconsiguió agarrarse al saliente de la piedra, mas quedósuspendida sobre el abismo. El brazo herido le temblaba ydolía como mil demonios, y los dedos, entumecidos, seresistían al precario agarre.

Un sueño, cuando vio aparecer la cabeza del animal

sobre la suya, sus ojos despiadados clavados en lossuyos. La serenidad se apoderó de ella, resignada por fina lo inevitable, y en aquel último momento su corazón seunificó al de su atacante. Pudo leer la desesperacióngrabada en las pupilas de aquélla... la impotencia poraquello que no se puede remediar, el refugio en laagresividad como placebo contra el dolor. Tal comohacían los seres humanos.

La zarpa se alzó, y las uñas brillaron, paródicamentesemejantes a los dientes de metal que disolvían lentamentela vida de su criatura. Llyra cerró los ojos, tragó laslágrimas.

De repente el chillido le traspasó el cráneo,sobresaltándola de tal manera que casi se soltó de suasidero. Pero aquel grito había sido de dolor... Abrió losojos, y encontró ante sí el rostro encapuchado de LaSombra, quien le agarró por el antebrazo y la espalda y laizó sobre la pasarela, demostrando una fuerza que noaparentaba.

Miró hacia su derecha. La osa se retorcíaespasmódicamente. El mango de una daga le sobresalía deun hombro, en la base del cuello.

–Supongo que te debo otra –musitó Llyra, aúntemblando. El individuo hizo un gesto despectivo con la

mano.–No hay tiempo ahora. ¡Corre!No tuvo que repetir la orden. Alcanzaron la orilla

salvadora, ora corriendo, ora tropezando hacia delante;una vez allí, se dejaron caer al suelo. La ladrona soltó unaexclamación de alivio; nunca se había alegrado tanto desentir tierra firme bajo sus pies.

– ¡Lo logramos! Ahora debemos escondernos...Su euforia fue atajada al instante por un seco alarido.

Sobre su compañero estaba ella, implacable,irreductible. En los breves segundos en que Llyra habíacerrado los ojos, creyéndose a salvo, el terrible animalhabía atravesado la pasarela de varias zancadas y sehabía abalanzado sobre el hombre. Allí estaba, y nada sepodía hacer. La Sombra intentó levantarse, aunque sóloconsiguió gemir de dolor. Cuatro estrías sangrantesdesgarraban sus negras vestiduras. La osa, erguida,disfrutaba de su victoria.

Tiempo después, no fue capaz de explicarse por quélo había hecho. Hubiera podido huir, la oportunidad eraperfecta; cerca de su posición había algunos árboles, yahabía pensado en trepar a uno de ellos. Podría haberlohecho deprisa. Pero todo aquello se borró de su cabeza.Sólo recordaba cómo la cólera había inundado todo su sercomo un géiser, se había adueñado del último resquicio

de su voluntad.

En un movimiento, el cuchillo voló de nuevo hacia sumano y sus pies la impulsaron hacia delante. Las garras leabrieron un corte en el hombro, pero no fue consciente deello. La mortal puñalada se hundió en el oscuro abdómen,lo desgarró, llegó a las entrañas. Un surtidor de sangre leroció el rostro, un rugido.

Cayeron.

La joven se separó rápidamente. Ahora todo quedabaa merced de la suerte; sabía que no le restaba fuerzaalguna para volver a defenderse.

Transcurrieron un par de minutos; el telón carmesí quenublaba su vista se disipó, el latido furioso de sus sienesse mitigó un tanto. De nuevo dueña de sí misma, seincorporó velozmente. Tomó a La Sombra de los brazos ylo arrastró, apartándolo de la bestia; ésta yacía sinfuerzas, estremeciéndose en un reguero de sangre, lasvísceras escapando de su ser. Habría dado al hombre pormuerto, hasta que empezó a toser. Le ayudó a levantarse,pero éste la rechazó bruscamente y se sentó. Dejó escaparun gemido al tiempo que se frotaba el rostro con lasmanos.

–Estás malherido, ¿sabes? –le dijo, cruzándose de

brazos. –Así que, por mucho que te pese en tu orgullo, vasa tener que aceptar mi auxilio. De lo contrario lo llevasclaro.

Alargó un brazo, en ademán de quitarle laensangrentada capa. La Sombra levantó la cabeza y frenósu tentativa con una mirada... mas no había furia en ella,como hubiera sido de esperar. No, sus ojos delataban algoque nunca antes había visto en ellos.

Tristeza.

Una tristeza tan profunda y sincera que Llyra se asustó.–Oye... tranquilo. Creo que podré curarte.El aludido meneó la cabeza, se puso en pie. Su ropa

estaba destrozada en numerosos sectores, no sólo en laespalda, sino también a la altura del pecho y los brazos.La mujer creyó entrever algo debajo... ¿otra vestidura decolor blanco?

–Sí, necesito que me ayudes –jadeó aquél. –Ah,parece que el destino no se cansa de jugar conmigo... –traspronunciar tan enigmáticas palabras, se entreabrió la capay la dejó caer al suelo. Lo mismo hizo con la camisadestrozada. Su rostro quedó descubierto, por fin, alsoltarse el turbante. Llyra no pudo evitar soltar unaexclamación ahogada.

No se trataba de ninguna prenda de color blanco loque había vislumbrado... sino de la propia piel del

hombre. Su mirada atónita lo contempló de arriba abajo:torso, brazos y rostro... todo era del color de la nieve.

La Sombra (aquel nombre se le antojó a Llyra unaperversa ironía) levantó su pálido semblante hacia ella.Los párpados se le cerraban, presa del dolor.

–Bien –murmuró, tambaleándose –supongo que ahoraes el momento en que huyes aterrada…

Pero antes de que la joven pudiera recuperarse de suestupor, o siquiera articular palabra, un espasmo deagonía cruzó la faz del hombre. Sólo tuvo tiempo aquéllapara adelantarse y recogerlo en sus brazos cuando sederrumbaba, exánime.

CAPÍTULO 3: PASADO

–Dime la verdad de una vez. ¿Por qué no te vas?Era la tercera vez que se lo preguntaba. Llyra cerró

los ojos y suspiró, mientras sumergía en un barreño llenode agua una de las toallas que estaba empleando para lacura. A su lado, en el suelo, se arracimaban varias más,preñadas de sangre diluida.

Se acercó al hombre, que se sentaba en un taburete allado de la mesa, derrumbado sobre sí mismo. Las estríasde sangre sobre su espalda parecían las cuerdas de unlaúd; aunque los emplastos de hojas que la mujer habíacolocado sobre las heridas (ahora agradecía al Cielo quese le hubiera ocurrido recoger hierbas medicinalesdurante sus largos paseos) estaban haciendo efectorápidamente, y al menos la hemorragia había disminuido.Todavía se mostraban grotescas sobre la blanca piel, y sederramaban hilillos carmesíes hasta la cintura. Porfortuna, no habían tocado ningún órgano vital.

En el exterior lloviznaba tímidamente. Llyra se acercóy le colocó la toalla, que no tardó en ir adquiriendo unatonalidad rosada a través de la tela. Esta vez, habíadecidido responderle.

–Supongo que estás acusándome de nuevo de quereralgo de ti. De que hago todo esto por un motivo concreto,¿verdad?

–Por supuesto –gimió el aludido. Todavía no podíahablar sin jadear y estremecerse; el trayecto hasta la casa,apoyado en la mujer, había sido duro, y había perdidomucha sangre por el camino. –Seguramente porque tesientes culpable, o todavía crees que me debes algo porayudarte aquella vez. Pero no tienes que forzarte... aquedarte con un monstruo como yo sólo por eso. No tienesninguna deuda conmigo, ya no...

Se interrumpió, rompiendo a toser con voz ronca.Llyra aprovechó para levantarse y acercarse a lachimenea, donde crepitaba un pequeño caldero. Seacuclilló junto al fuego y aspiró el aroma que desprendíael burbujeante líquido; tuvo que concentrar su percepción,pues hacía mucho que no lo preparaba, mas advirtió queya estaba listo.

Levantó el recipiente con cuidado, ayudándose de unpaño, y lo llevó hasta la mesa. El aire se llenó de unagradable olor agrio a hierbas y líquenes.

–Bébete esto –le indicó, tomando un cuenco que teníael hombre frente a sí y llenándolo del líquido verdoso. –Reduce el dolor e impide que acudan las fiebres. Estáamargo.

La Sombra lo tomó, paladeó un sorbo, y lo bebió sin

rechistar de un par de tragos. No había protestado, enefecto, pero tampoco le había dado las gracias. Ningunaexpresión similar había brotado de sus labios a pesar deque ella lo había llevado casi a rastras desde el lago hastaallí; le había despojado de las raídas y ensangrentadasvestiduras y le había limpiado las heridas. Ni siquiera sehabía concedido tiempo para ocuparse como era debidode sus propias heridas, más allá de una limpieza y unvendaje apresurado. Toda aquella situación no le ponía demuy buen humor... aunque, como solía ser habitual en ella,otros sentimientos se sobreponían. Entre ellos, lacuriosidad... y una suerte de extraña, leve compasión, nosabía bien por qué. Quizás porque, por vez primera,aquellos ojos dorados no eran los de siempre, fríos einescrutables. Ahora parecían más humanos, y revelabanuna honda desdicha.

Se sirvió ella misma algo de la infusión en otraescudilla, y habló con cautela.

–A ver, no creo que seas un monstruo. Sólo eresalbino.

–¡Albino! –el hombre, súbitamente, soltó una risotada.–Me parece que has visto muy pocos albinos en tu vida,muchacha. No te devanes los sesos buscando eufemismos.No soy albino. Mi piel es la de un espectro, la de una...abominación.

Se detuvo para toser, y Llyra no tuvo por menos quereconocerle parte de razón.Su piel no era como la de un

albino normal y corriente... Jamás había visto semejanteblancura, tal como la leche o como la cáscara de unhuevo. No, los albinos realmente no eran así. Y aquellosojos amarillos, que por fin veía tal cual, tampoco erannormales. Todo su ser era un cúmulo de interrogantes yenigmas, que escapaban a su comprensión o a lo que ellapudiera elucubrar con sus conocimientos. Ardía en deseosde conocer la historia de aquel tipo, pues se le antojabafascinante. Pero sabía que no podía impacientarlo conpreguntas. No en aquel estado físico y anímico.

–Bueno –la mujer se levantó del taburete. –Es hora deocuparnos más detenidamente de tus heridas. Parece queya no sangran, pero si queremos asegurarnos de que no seinfecten habrá que coserlas. He visto que arriba tienesalgo de hilo y agujas, en uno de esos baúles. Iré abuscarlos.

Hubo un destello en la mirada del individuo, deextrañeza o temor, no supo decirlo. Llyra esbozó unasonrisa torcida.

–No te asustará la idea, ¿verdad? No es más que unadiminuta barra de metal...

–Ve a por ellas –masculló aquél. –Y trae también unapetaca con whisky que hay arriba.

Aquella petaca debía de ser una reciente adquisición,quizás de la noche anterior, pues no recordaba la mujerhaberla visto antes. Una vez descendió las escaleras se laentregó y el hombre bebió con avidez. Una faceta

desconocida, se dijo para sí aquélla, divertida. Nocomentó nada al respecto. Aunque no era el mejorremedio que podía tomar entonces, habiendo perdido tantasangre, probablemente sería un buen anestésico. Se sentótras él y comenzó a enhebrar la aguja con un hilo blanco,después de haberla expuesto unos minutos al fuego delhogar. Al tiempo que lo hacía no pudo evitar reflexionarsobre lo que había sentido momentos antes. Compasión, leparecía... Pocas veces había acudido esa palabra a sumente en los últimos tiempos, habituada como estaba a losvicios, las mentiras, los mezquinos sentimientos humanos.No los aceptaba, pero había aprendido que eran, en suma,la base de todas las actitudes y acciones. Y ahora,después de tanto tiempo, había encontrado algo que casihabía creído olvidar en el fondo de su memoria. Unosojos sinceros, donde no parecía haber dobles intenciones.Los ojos vacíos de una existencia tal vez igual de vacía...

Aquel tipo no quería inspirar compasión, como tantosotros. Sufría verdaderamente, y sólo veía su espírituenjaulado en el fondo de un abismo al que no podíaacceder.

– Quizás llevas razón –habló al fin. Cuidadosamenteintrodujo la aguja bajo la piel lechosa y comenzó a coser.El herido se estremeció, pero no soltó queja alguna. –Escierto que no eres albino, pero... tampoco creo que seasun monstruo. Me parece... –vaciló –que te apresuras a

decir eso tú mismo antes de que otro lo haga, pues estásconvencido de que cualquiera que te vea te consideraráuna abominación. Es un mecanismo de defensa.

El aludido soltó un gruñido desdeñoso.–Tú no sabes nada.–Es cierto, no sé nada de ti –continuó Llyra con

paciencia. –Sólo digo lo que advierto a simple vista. Ycreo que el peso que te atormenta es que has dado porhecho que no perteneces al mundo civilizado, que todos terepudiarán, sin siquiera haber intentado comprobarlo. Yno puedes abrir tu corazón a nadie.

El hombre se irguió de pronto en el taburete, rígido,tan bruscamente que a punto estuvo su compañera de erraren su labor. Estuvo unos instantes en silencio... hasta quesin previo aviso descargó un puñetazo airado sobre lamesa.

–¡Maldita engreída ladronzuela! –ladró. –Bienvaldrías para ser una de esas charlatanas de feria, que sejactan de conocer las mentes y los corazones humanos, yde poder leer los designios de los dioses en el vuelo delas aves o las entrañas de los lechones. ¿Piensas que soyun hombre normal, que puedes tasarme mirándome laquijada como a un jodido caballo? ¿Acaso crees que elyugo de mi existencia es tan simple como para que hagastodas esas conjeturas? Si conocieras cuál es la causa queha hecho de mí un paria, no hablarías tan a la ligera.

Llyra se detuvo. No podía seguir cosiendo, pues los

músculos de la espalda se habían tensado; a decir verdad,tampoco estaba segura de querer seguir haciéndolo. Tuvoque reflexionar unos segundos, tratando de mantenerseserena, sobre si aquello merecía la pena, si realmentetodo aquello iba a llevarla a algún lugar... cuando, para susorpresa, fue el hombre quien volvió a hablar. Lo hizo enun tono sosegado, suave... y con unas palabras que nohubiera creído escuchar aquella noche.

–Hum. Perdona.La mujer enarcó las cejas. Vaya, no era un

agradecimiento, pero era un primer paso. Volvió aintroducir la aguja, algo menos exasperada.

–No era mi intención ofenderte. Si tu pesar es tangrande como dices... –sólo durante un segundo, su vozdudó –creo que harías bien hablándolo con alguien. Sicontinúas alimentándolo en tu interior, lo único queconseguirás es que crezca hasta corroerte la mente, hastahacerte perder el juicio.

El silencio siguió a aquellas palabras.– ¿Quién eres? –continuó, resuelta. –Nadie ha

conseguido nunca atraparte en tus robos; entre nosotros,los ladrones, te consideramos una leyenda. ¿Eres un mago,verdad? No hay otra explicación. Quizás un acólito de laSexta Casa del Cielo. Dicen que son omnipotentes...

–Un mago o un ladrón, qué más da. Ambos roban algodel mundo. Conocimiento, joyas. ¿Hay acaso diferencia?

El hombre volvió a beber un largo trago. Acarició el

cuero, distraídamente, mientras su barbilla se inclinaba.–No me hablarías así... No, si lo supieras... Si

supieras quién soy, que llevo sangre de... Dicen que esazul, ¿no? O debería serlo...

– ¿Qué dices? –Llyra apenas entendió las balbucientespalabras, y columbró que su compañero debía andar ya unpoco borracho. Sin duda, el alcohol había hecho un efectomás rápido debido a su estado. – No acabo de entender aqué te refieres...

– ¿Lo pones en duda? –la voz de La Sombra se alzóde pronto, en tono colérico. Pero al momento se apagó, yvolvió a denotar un profundo dolor, de una herida que ellano alcanzaba a imaginar. –No, esto no debería ser así...Yo no estaría hablando con una ladrona, en una míseracasucha, si no hubiese sucedido así... Si no me hubieranexpulsado como a un...

– ¿Sabes?, te agradecería que dejases de emplear esetono despectivo cuando te refieres a mí como “ladrona” –interrumpió ésta, frunciendo el ceño. – ¿Con qué honrosonombre te denominas tú? ¿“Maestro del hurto”?

Los ojos de ambos se encontraron. En los de él relucíaun fuego súbito.

– ¡Imbécil! ¡No sabes lo que dices al... compararmecontigo! –siseó. – ¿Por qué razón te convertiste tú enladrona? –volvió a emplear un tono malicioso en lapalabra. – ¿Te viste abandonada en el bosque, tuviste quesobrevivir en un mundo hostil, alejado de todo contacto

humano, cuando hasta entonces sólo habías conocido lacomodidad de una corte y ni siquiera habías salido alexterior? ¿Perdiste a... a la única persona que te habíacuidado?

Súbitamente, un recuerdo muy remoto e insignificante,que con el paso de los años se había sepultado por debajode otros mucho más importantes, fue abriéndose caminoen la mente de Llyra. Fue sólo una chispa, algo que seiluminó en el fondo de su mente, y que le pareció pueril yfantasioso. Se dijo a sí misma que era absurdo, que nopodía tener frente a sí a...

–No... no, muchacha, tú no sabes lo que es sufrir.Vivir tu infancia sabiendo que quienes te han dado la vidate repudian... que no eres más que un estorbo, el fruto deun malhadado error. Ser abandonado como un trastoinservible en el bosque, y saber que no había nadie aquien recurrir, que nadie me buscaría. Me dieron pormuerto... Ojalá hubiese sido así.

–Espera un segundo –Llyra le interrumpió, y su rostro,iluminado y ansioso, se inclinó hacia delante. Elrompecabezas seguía siendo demasiado inconexo,demasiado improbable. – Dices que... vivías en una cortey te abandonaron en el bosque. Hace unos quince años elhijo menor del rey Gardok se perdió en el bosque, duranteuna cacería. Era un niño enfermizo, que apenas salía desus alcobas. Casi nadie lo había visto. Lo buscarondurante días y finalmente celebraron funerales en su

honor, pero entre el pueblo algunos rumoreaban que habíasido abandonado por el mismo rey, porque el niñoestaba... estaba maldito. Yo vivía entonces en CaerAladon y sólo tenía unos nueve años, pero recuerdo que lahistoria me impactó.

Calló, expectante, mas La Sombra no dijo nada.–Vamos –resopló con desdén –no veo a Gardok capaz

de algo así. ¿Me estás diciendo que tú eres..? –rebuscó ensu memoria, muy adentro. Era un nombre extraño...

- ¿Syhaji Gardoksson?–Syhaji... –el hombre murmuró en voz tan baja que

Llyra tuvo que afinar el oído. –Sí, ése era el nombre. Yoera Syhaji.

Al punto un espasmo convulsionó el cuerpo delindividuo, cual si hubiese sido asaeteado de repente porinvisibles arqueros. Se aferró ambas sienes con lasmanos.

– ¿Por qué has pronunciado ese nombre, maldita sea?–gritó, y su desgarrado quejido se asemejó entonces al dealguien que ha perdido algo muy valioso, mucho tiempoatrás y en muy lejano lugar. –Nadie debe conocerlo...Nadie...

-Nadie debe conocer la vergüenza de esta familia... –Llyra se sobresaltó, pues tuvo la extraña certeza de que ya

no estaba escuchando a La Sombra. No al menos alhombre con el que compartía el techo. Por aquellos labiosfluían los recuerdos, el tiempo, las heridas del pasado,como en uno de aquellos espectáculos de luces y sombrasque los feriantes mostraban en sus barracas. Irreales, y almismo tiempo palpables, cercanas... Casi como si lastuviera frente a sí, las palabras dibujaron con trazos deoscuridad aquellas imágenes en su mente.

–El niño no es normal, señor. El geas de su madre seha cumplido; pues ésta no es sino una ondina que osóadoptar condición humana para entregar su amor a unjoven doncel mortal, vos, Gardok. Obtuvo el beneplácitode Anwoö, señora de su pueblo, con la única condiciónde que su descendencia debía ser de tan sólo trescriaturas. Al concebirse este cuarto niño el tabú se haroto, y he aquí el resultado: ved sus dorados iris, y supiel, blanca tal como la leche recién ordeñada. El niñono es normal.

La voz de La Sombra había variado ligeramente, asícomo su forma de hablar. Aquellas palabras debieronhaber sido pronunciadas por un chambelán de la corte,probablemente, al dar a conocer al rey la maldición de sulinaje. ¿Acaso éste lo desconocía? ¿Quizás se unió a suesposa sin conocer verdaderamente su origen? Llyraintentó imaginar la reacción del soberano al descubrir ladesgarradora verdad... una reacción primitiva, el frutosiempre amorfo y malsano del miedo. Y así pareció haber

sido, pues de repente el tono de su compañero volvió acambiar, y esta vez semejaba ser más grave, másperentorio, si bien levemente tembloroso... La voz de unrey.

– Entregadlo a dos criadas para que se encarguen desu educación. Le daréis una alcoba en la torre delOeste, a la que sólo podrán acceder las personas que yoautorice, y nadie más. Su madre, quizás sus hermanos, siconsienten. Nadie debe conocer la anomalía que padece.En ningún momento podrá traspasar los muros de estafortaleza, y si por ella pulula alguna vez, haga frío ocalor, nieve o reluzca el sol, no deberá estar a la vistade criados, damas y demás personal su piel. Acatad estode inmediato... y quitadlo de mi vista.

Llyra se dio cuenta de pronto, con pesar, de que estabaotorgando demasiada credibilidad a aquella extrañanarración. El tipo estaba indudablemente borracho y, entodo caso, era inverosímil que hablara de aquel tiempo,del supuesto día de su nacimiento, como si lo recordaravívidamente. Quizás la historia fuese una invención suya,se dijo con algo de decepción. Tal vez no era más que unvagabundo que, careciendo de pasado, había decididoasimilar la conocida historia sobre el cuarto hijo deGardok como suya propia. Desde luego, esa explicacióntenía mucho más sentido.

Transcurridos unos segundos, La Sombra volvió a

hablar. Lo hizo esta vez en un susurro, con la vozentrecortada.

–La noticia ha llegado... El príncipe Huidizo, comotodos le conocemos, puesto que nadie le ha visto nunca aplena luz del día... Ha desaparecido en el bosque, cunaliebredo iba de cacería con su padre el rey. Iban tras uncorzo y se separó del grupo. Es un crío aún, tan sólocuenta once años... no podrá sobrevivir... ¿A quién se leocurriría llevarlo?

-¡Calla de una vez! –súbitamente la voz se transformóen un rugido, y Llyra dio un respingo, pues no se loesperaba. Otra vez era el tono del rey. – ¡No quieresentenderlo, mujer! Es la mejor solución. No estoydispuesto a mantener bajo mi techo a ese monstruo. Nose trata de nuestro hijo. Tú misma has visto lo que puedehacer. ¡Es un brujo que ha adoptado la forma de eseniño! Nadie lo sabrá nunca.

-Nadie sabrá... lo que hicimos con él.La última frase se desvaneció lentamente, como una

hebra de humo escapada de una pipa, casi quebrada porun sollozo. El hombre ocultó la cabeza entre las manos.Temblaba levemente, y parecía haber salido de aquellasuerte de trance. Igualmente, la ladrona regresó a larealidad; en su cabeza todo era un maremágnum de asertose interrogantes. Nada parecía real, y nada por enteroilusorio. No sabía qué creer... aunque todavía se mostrabareacia a admitir toda aquella historia, sin más. Se sentía

como un niño que hubiera descubierto un pozo secreto,vedado, y no pudiera quedarse tranquilo si no escarbabahasta el fondo.

–Eh –zarandeó suavemente por los hombros alderrumbado individuo. –A ver si lo he entendido: ¿meestás diciendo que el señor de Caer Sybern engañó a supueblo y abandonó en el bosque a su hijo menor sóloporque éste era... eh... ”inusual”? ¿Simplemente por tusrasgos físicos? ¿O es que en ese geas había algo más?

La Sombra meneó la cabeza.–Gardok me tenía miedo –dijo. –No es más que un

hombre necio, que sólo cree en lo que puede dominar ymedir. Lo que yo representaba se escapaba a esasmediciones, a ese control, y fueron muchas las voces quele aconsejaron que se deshiciera de mí.

–Pero, si desde el primer momento te repudió –Llyrareplicó – ¿por qué quiso esperar once años?

–Cuando eso comenzó a suceder, decidió que no podíaesperar más. Tú lo viste. O, mejor dicho, no lo viste.

– ¿Cómo? No entiendo.– Diablos. Eres obtusa –gruñó el hombre. Se puso en

pie, tambaleándose ligeramente, y permaneció inmóvil,mirándose los pies...

Llyra se frotó los ojos. El cansancio, el incesantedolor de cabeza, comenzaban a empañarle la vista, puespor momentos la silueta de su acompañante se volvíadifusa. Parpadeó unos instantes...

–¡Por los cuernos de Adwyl!Probablemente, jamás había aparecido antes en su

rostro tan absurda y genuina expresión de incredulidad.Poco faltó para que se cayera del taburete. No le cupoduda, durante unos segundos, de que había perdido eljuicio, pues ¡La Sombra había desaparecido! El lugar queocupara hacía un instante delante de ella estaba vacío; nose percibía rastro alguno de él en toda la habitación, pormás que lo buscara en todas direcciones.

Pasados unos instantes, que bien podían haber sidohoras, el contorno del hombre fue vislumbrándose denuevo, y reapareció ante los atónitos ojos de sucompañera. Casi al unísono, los dos resoplaronsonoramente; el uno por agotamiento, la otra por puroestupor.

–Dioses... –gimió aquél, sujetándose la frente ysentándose de golpe. –No he debido hacerlo después debeber tanto...

La joven consiguió cerrar la boca y tragar saliva,mientras su pálida faz recuperaba algo de color. Suparálisis sólo duró un segundo. No pudo contenerse más yestalló:

– ¡Nunca había visto nada semejante! Es fantástico,Syha... oh, vaya, ¿puedo llamarte Syhaji? Ya te dije queme resultaba un poco violento llamarte Sombra, pero si tuverdadero nombre te causa...

–Llámame como te venga en gana –masculló suinterlocutor.

–Así que no fueron imaginaciones mías... –continuóLlyra, hablando con excitación. –Cuando me salvaste, allíen la ciudad, al principio no atiné a verte, pero creí que sedebía al miedo que sentía. Y esta tarde, con la osa...¡realmente desapareciste bajo sus garras! Es increíble.No entiendo por qué el rey no pensó en sacar provecho detus aptitudes, en lugar de...

Se calló de golpe, pues se dio cuenta de que seguirpor aquel camino podía resultar espinoso. Ya has metidola pata, recriminó la Llyra sensata a aquella otra bocazasque por desgracia solía tomar el control con mucha mayorasiduidad. El hombre, sin embargo, no pareció inmutarse,en contra de lo que cabía esperar. Se limitó a encogersede hombros.

–Supongo que nunca lo sabré con seguridad.Seguramente tenía miedo de lo que significaba miexistencia, de que se descubriera el origen de su esposa...Quién sabe, quizás de que las ondinas quisierancastigarlos a los dos por incumplir el geas. Creo quenunca se creyó del todo la verdad hasta que, apenascumplí aquella edad, comencé a desarrollar ésta y otras...habilidades.

-No habría sobrevivido en el bosque, pues miconstitución es débil, si no me hubiera encontrado eldueño de esta casa, la misma noche que me dejaron,

adormilado por quién sabe cuánta cantidad de narcóticos–El ladrón prosiguió, por iniciativa propia, algo quesorprendió a su compañera. La voz se apagaba poco apoco. –Regal. Un trampero. Me cuidó y educó, y memantuvo aquí escondido, lejos de la población. Hasta que,ocho años más tarde... una pulmonía acabó con él. Fuesólo por su memoria por lo que decidí... subsistir, aunquefuera como ladrón, sin... sin quitarme la vida, como muchotiempo deseé. Comencé a bajar a Caer Sybern, y usandomis habilidades robaba comida, algunos bienes... ropa... –susurró. –Libros... Sólo para sobrevivir.

Reclinó la cabeza sobre la mesa, apoyándola en unantebrazo, y sus ojos se cerraron. Tras un par de minutossu respiración se volvió tenue. Había caído en el profundosueño de los ebrios. Llyra aguardó un momento.Exhalando un suspiro, se dirigió al camastro, tomó unamanta y se la echó por encima de los hombros.

Permaneció todavía un rato sentada a su lado. Secambió el vendaje del hombro y terminó de beberse lainfusión que había quedado en el caldero, lo cual lainundó de un progresivo sopor. En su mente, al tiempo quese adormecía, se aparecían todavía las imágenes confusas,las palabras inquietantes. Las caras se mezclaban, lasfrases se perdían en las sombras, aquí y allá, dejando unrastro turbio, como el que queda después de la lluvia enuna ventana. Una parte de sí hubiera querido preguntar

más a su insólito anfitrión: cuáles eran aquellas otrashabilidades que había mencionado, cómo perpetraba losrobos... Mas todo lo que pudiera decirle se le antojababanal, y se sentía injusta y estúpida al considerar talesinterrogantes. Lo que le había revelado era doloroso yterrible, y a ella al parecer sólo le importaban losdetalles, satisfacer su curiosidad... No, no le preguntaríanada de eso. Él había confiado al fin, le había abierto lacaja de sus demonios; probablemente era la primerapersona a quien lo hacía. No podía fallarle cayendo en latrivialidad.

Le dejó por fin, no sin antes escrutar detenidamente surostro, algo que antes no se había atrevido a hacer.Después de todas aquellas jornadas deseando conocer quése ocultaba tras los negros ropajes, se encontraba con unjoven que, por deducción, tan sólo debía de tener dosaños más que ella; los cabellos eran castaños, claros ehirsutos, el rostro de suaves proporciones, comoesculpido con un cincel. El torso y los brazos se veíanbien entrenados. No resultaba en absoluto desagradable ala vista. ¿Sería cierto que los rasgos de las ondinas, detodos los seres feéricos, eran de una hermosura que podíadeslumbrar a los ojos humanos? Ciertamente, tampoco eratal el caso de Syhaji, pero creyó advertir en sus faccionesmestizas un atisbo de cierta belleza inhumana, que no hizosino otorgar un punto más de credibilidad a su historia.

Subió a la buhardilla y tardó en dormir, a pesar de quesu cuerpo lo deseaba. No pudo evitar reflexionar sobre símisma. Las penalidades que había sufrido, desde una edadmuy similar a la de aquel hombre, se le antojaban ahorafutilidades, tribulaciones ridículas. Syhaji ni siquierahabía contado con amor propio... ella, al menos, siemprehabía creído tener un camino que seguir, algo por lo queesforzarse y luchar. Cuando todo le había fallado, siemprele había quedado la confianza en sus propias capacidades,la libertad. Había podido escoger un camino, entrevarios... y había tomado el más adecuado. ¿O no?

El pasado volvió a ella en súbitas llamaradas durantelos largos sueños de aquella noche, en la voz del viento yde la lluvia, en la oscuridad de la traición. Por vezprimera, en muchos años, se planteó si aquella lejanadecisión había sido la acertada.

Durante los tres días siguientes Syhaji apenas salió dela cabaña. Se recuperó razonablemente bien; se sentaba enla parte trasera de la misma, con el buey, quien parecíareconocerlo como su amo y se mostraba contento detenerlo a su lado. Allí tomaba una pequeña navaja y untrozo de madera, que recogía en la linde del bosque, y se

dedicaba a tallar una serie de pequeñas figuras, de muydiversos motivos, con esmero. Llyra no pudo por menosque admirarse ante aquella nueva faceta, inesperada ydesconocida, y la facilidad con que pasaba el día enteroempleado en ella. La mujer no le importunaba; siguió consus incursiones en el lago, pues quería aprovechar losúltimos días del otoño, antes de que las aguas se helasen.De hecho, ya se veían menos peces, puesto que éstoscorrían a refugiarse en las zonas más profundas ante lainminencia del frío.

Cambiaba los vendajes a su compañero un par deveces al día, y le aplicaba nuevos ungüentos. Las heridasde ambos cicatrizaron con rapidez. Aun durante aquellosmomentos hablaban bastante poco; Syhaji, después de lasconfesiones proferidas días atrás, había vuelto a sumirseen su mutismo, quizás arrepentido de todo lo que habíacontado por vez primera. Llyra, que ahora comprendíamucho mejor su carácter, no volvió a irritarse por ello.Quizás el silencio era el lenguaje más adecuado paracomunicarse con él; lo veía ahora como un animal herido,que se resistía a salir del todo de su cubil, temeroso de lamano que se le ofrecía. Como tal, los aspavientos o lasexigencias no servirían de mucho.

A pesar de todo, sus propias preocupacionesocupaban un lugar mucho más destacado en su mente. El

brazo roto estaba casi restablecido, a pesar del castigoque le había inflingido en el puente. Calculó que en unosdiez días podría dejar aquel lugar... ¿pero seríaconveniente hacerlo? Pronto sería invierno, comenzaría anevar. Los caminos se volverían peligrosos, sobre todo sitodavía se estaba recuperando. La incertidumbre sobre supróximo destino se hizo más acuciante e incómoda, y sesumaban a ella otras dudas nuevas, todavía másdesagradables. La forzosa inactividad en la que seencontraba de pronto ya no le parecía placentera; ahorasentía un extraño apremio, una urgencia espoleada por suraciocinio. Tenía que marcharse, recuperar el tiempoperdido, recuperarse a sí misma.

Syhaji regresó a su actividad habitual una vez seencontró repuesto del todo: se marchaba por las mañanas,siempre antes de que la mujer despertara, y no volvía averlo hasta la noche, cuando regresaba con caza, setas ofrutos. A veces, por las mañanas, aparecían nuevosobjetos o viandas, producto de sus visitas al Caer. Denuevo sus ojos eran fríos, de nuevo su semblante rígido.Había, no obstante, un leve aire de condescendenciacercano a la amabilidad, quizás la mejor manera que teníade dar las gracias a su huésped por los cuidados. Peronada volvió a mencionar de su pasado, de su linaje o sushabilidades, aunque ahora ya no ocultaba su blanco rostrocon el turbante cuando estaba con ella.

El invierno llegó cuando la mujer calculaba llevarseis semanas en el bosque. Lo anunciaron los fríosheraldos del viento, cabalgando veloces entre las plantasy las piedras y estremeciendo el corazón de los árboles.Las noches llegaban antes, más oscuras, con un alientohelado. Y, finalmente, un día el verde terreno amaneciócubierto con un manto de nieve inmaculada.

Ya con la primera nevada el lago se heló. Llyra fue averlo, tapada con algunas pieles gruesas que habíaencontrado en la buhardilla de la cabaña, y estuvo tentadade intentar andar sobre la límpida superficie, patinandocomo había hecho en su infancia sobre el congelado Isset.Por fortuna la razón se impuso deprisa. No era por ciertouna idea especialmente aconsejable cuando uno acaba dereponerse de un brazo roto...

El reflejo en el hielo le devolvió una mirada cansada,añorante, que reconoció con sorpresa como la suya.Aquello era una señal. Syhaji estaba recuperado, ya nohabría más peces durante varios meses en aquel lugar. Nole quedaba nada que hacer en el bosque.

Regresó a la cabaña y pasó el resto del día meditandosobre su posible próximo objetivo, el Gremio deLadrones de Caer Mvarh. Trazó un mapa mental sobre los

caminos que podría tomar, y recordó vagamente que talvez encontrase, a sólo un par de días de allí, una pequeñaaldea, en la que podría aprovisionarse. También sedespidió mentalmente de aquellos ocultos parajes, quehabían desenterrado multitud de recuerdos de su infancia.Sabía que sería un viaje sin retorno, que probablementeno vería más aquel paraje al que había terminado portomar cariño; y de ese modo dijo adiós a cada pequeñorincón. Sin duda, todo aquello había supuesto un períodode transición, el final de un ciclo. Se sentía llena devitalidad y dispuesta a afrontar uno nuevo.

Deseaba asimismo despedirse de Syhaji, y quizásintercambiar con él algunas palabras... aunque no sabíamuy bien cuáles. Quería decirle algo que pudiera recibircon interés, algo que no derrumbase con lacónicasréplicas. Mas, al mismo tiempo que preparaba las frasesen su cabeza, así imaginaba una respuesta cortante delhombre. Enfrascada en ello pasó la tarde, hasta quearribaron las horas nocturnas. Extrañamente, sucompañero no regresó. Llyra le esperó despierta un par dehoras, e incluso salió y oteó en varias direcciones, sinresultado.

A la mañana siguiente, al descender del granero, seencontró a La Sombra acurrucado en el camastro,dormitando; bien podía haber pasado por un montón de

harapos negros. Le miró de reojo.– ¿No has salido hoy? –le dijo en voz alta. Había

hecho un hatillo con un par de odres de agua y algunasprovisiones y lo llevaba al hombro, pues estaba resuelta asalir cuanto antes, aprovechando la mañana. –Lo entiendo.Ha parado de nevar, pero el bosque debe de estarimposible.

Silencio.–Verás, yo... me marcho a Caer Mvarh. Mi brazo esta

casi recuperado por completo; lo he desentablillado, ysólo me duele levemente. Quería agradecerte tuhospitalidad y... espero que no te importe que me lleve unpar de cantimploras.

El hombre se incorporó levemente sobre los codos.Cabeceó y soltó un gruñido de asentimiento. La jovenadvirtió de pronto que estaba temblando.

–Oye, ¿te encuentras bien? –al no obtener respuesta, elrostro de ésta se tornó grave. Dejó el hatillo en el suelo,se acercó cautelosamente y puso una mano en la pálidafrente. Al instante abrió los ojos como platos.

–Syhaji, ¡estás ardiendo!Contempló de cerca el rostro del sujeto, y se alarmó al

hacerlo: estaba más blanco que de costumbre, por irónicoque resultara, y tenía los labios amoratados. Sus pupilasdelataron un brillo febril al volverse hacia ella.

–No te preocupes. Que tengas suerte en... Caer Mvarh–dijo débilmente, haciendo un evidente esfuerzo. Mas

Llyra no le prestó atención; había comenzado a hablaransiosamente.

–Quizás la herida no se ha cicatrizado como es debidoy se ha infectado. Déjame ver, date la vuelta y levántate lacamisa. Voy a salir a buscar hierbas medicinales, todavíadeben quedar...

–No te preocupes –repitió Syhaji, y se apartó de ella.–No importa... Mi constitución es débil, ya te lo dije...Todos los años tengo una recaída por estas fechas, sóloque esta vez estoy un poco peor... supongo que debido alas heridas. Pero se me pasará.

Un súbito ataque de tos le interrumpió. Se cubrió loslabios con una mano, y la retiró con pequeñas manchas desangre.

–No importa, te he dicho... Ya me recuperaré.–¿Cómo lo harás? ¿Quedándote aquí tirado? –estalló

Llyra, con el rostro enrojecido. –No puedes salir.Conociéndote, lo único que harás será aguardar a que lamuerte venga a buscarte.

Sin esperar réplica, se abrochó la capa y salió alexterior, siendo recibida por un ramalazo de aire heladoen plena cara. Repasó concienzudamente todos los lugaresdonde recordaba haber visto hierbas medicinales. Muchasestaban secas e inutilizables, mas consiguió reunir unpuñado de hojas y raíces todavía valiosas. Recogiótambién un haz de leña y regresó a la cabaña. La Sombrahabía caído dormido. Envolvió su cuerpo en cuantas

pieles pudo hallar, encendió la chimenea y se enfrascó enla tarea de preparar las hierbas, haciendo el esfuerzo derecordar todas y cada una de las fórmulas e infusiones queconocía, que no eran pocas.

Permaneció el resto del día al cuidado de su anfitrión,el cual tan sólo pronunciaba esporádicamente frasesbreves. Le hizo beber las infusiones, mientras estabasumido en una molesta duermevela. Fue a la mañanasiguiente cuando de nuevo abrió los ojos. Sus tembloresno eran ya tan convulsos, y la joven constató consatisfacción que la fiebre le había remitido un poco.

–¿Qué tal? No está nada mal, ¿verdad? –comentó alhombre cuando éste despertó, orgullosa de sushabilidades. – Es probable que hoy tengas que descansar,pero quizás mañana puedas ponerte en pie.

Syhaji, sentado sobre el camastro con rostro decaído,tuvo que tomar varias bocanadas de aire antes de poderreplicar.

–Lo dudo. Mi situación no es circunstancial, no esalgo que se cure con unas cuantas hierbas. Me sucede lomismo cada invierno, y no me recupero hasta que mejorael tiempo. Supongo que es parte de mi maravillosaherencia.

–Ya lo veremos –la mujer guiñó uno ojo y sonrió,tratando de mostrarse lo más animada posible. –Hastaahora no habías tenido a nadie que cuidara de ti. Por

cierto, ¿tienes hambre? Voy a preparar unas gachas paralos dos.

Se volvió hacia la escalera y ya comenzaba a ascenderhacia la buhardilla cuando las palabras de su anfitrión ladetuvieron.

–No tienes por qué hacer esto. Ayer ibas a marcharte.–Eso –la ladrona apretó los labios –es asunto mío. No

te preocupes.Lleva razón, le gritó la siempre severa voz del sentido

común. No es asunto tuyo. No vas a pasarte el resto delinvierno aquí sólo por él... Es cierto que este lugar estábastante escondido, pero nada te asegura que no lleguede pronto una partida de guardias. Y que te encuentren.Y que te encierren. ¿Y de qué habrá valido entonces todoesto que haces? ¿Cuándo vas a espabilar, Llyra?

Frunció el ceño, las manos apoyadas en un peldaño dela escalera. Cerró los ojos un instante, suspiró, y continuóel ascenso.

Aquel día La Sombra mejoró, ciertamente. No searriesgó a ponerse en pie, e hizo bien, pues fuera de lacabaña el clima se enfriaba cada vez más. Llyra se quedóa su lado, vigilando su respiración mientras dormía,puesto que había aprendido a captar las sutilesvariaciones de ésta y lo que podían significar. Sinembargo, al día siguiente su diagnóstico no fue tan

acertado. La fiebre regresó, esta vez con mayorintensidad, para su desconcierto, y la acompañaron denuevo las toses, los escalofríos. Aumentó la dosis defarfara; salió al exterior en busca de agua, tal veztemiendo que la que tenían guardada en la cabaña pudieseestar adulterada.

Las horas pasaban, y después las jornadas, y nadacambiaba... Obstinada por naturaleza, aquello ya suponíaun reto personal para ella. Las breves mejorías eran sólocrueles treguas antes de que el enfermo volviera a recaer.Una noche en la que la frente le hervía, y parecía ser presade delirios en los cuales musitaba palabras cargadas demiedo, Llyra llegó a temer seriamente por su vida.

Y fue entonces cuando tomó aquella decisión,contemplando, tras las ventanas empañadas, el horizonteal que las estrellas en procesión parecían apuntar, cogidasde las nubes como si fueran éstas una tenue soga. Sintióque daba un paso definitivo, que se lanzaba por fin a aquellago de oscuras aguas del que sólo saldría al tocar elfondo. Pero se armó de entereza. Era, probablemente, loúnico que podría salvarles... a ambos.

Syhaji despertó del todo aquella mañana cuando

comenzó a escuchar el seco sonido de los hachazos en elexterior de la cabaña. Antes había abierto los ojos amedias, varado todavía en el recodo que hay antes decruzar la puerta de los sueños, y le había parecido ver lasombra de Llyra subir y bajar las escaleras, dejar algo asu lado... Los tajos se detuvieron un momento. Ya pensóque habían parado, y suspiró, cerrando de nuevo losojos... cuando se reanudaron, con la misma fuerza,golpeándole las sienes y haciendo que el leve dolor quenotaba se convirtiera pronto en una hormigueante migraña.¿Pero qué diablos hacía ahora la chica? ¿Es que nuncapodía quedarse quieta?

A duras penas consiguió sentarse, y tosióabruptamente debido al esfuerzo; su garganta resonabacomo el traqueteo de una carretilla sobre un camino degrava. En un taburete junto al jergón estaba el cuenco conla habitual infusión, que humeaba ya débilmente. Debía dellevar allí un buen rato. La tomó entre los dedosentumecidos y la bebió con parsimonia, notando cómo larigidez de sus músculos se mitigaba un tanto gracias altibio reflujo. El dolor de cabeza, empero, no sufrióvariación ninguna; seguía hostigándole y lacerándole aquíy allá, tras los ojos, en los occipitales. Más y máshachazos... Francamente malhumorado, dejó el cuencosobre el camastro y decidió poner fin a aquello... fuera loque fuese.

Se sentía más fuerte, por algún motivo; aun así notabalas extremidades pesadas, el cuerpo ingobernable, cualuna marioneta con los hilos flojos. Ponerse en pie resultóuna tarea ardua. Llevaba cuatro, quizás cinco díaspostrado, y sin duda aquella forzosa inactividad iba apasarle factura. A punto estuvo de perder el equilibrio;apoyó las manos en la pared y se sostuvo en ella, hastaque las rodillas dejaron de temblarle y el mundo cesó dedar vueltas. No vais a ganarme, les dijo a aquéllas, a lostobillos, y ni siquiera reparó en lo absurdo de supensamiento. Vais a hacer lo que yo os diga. Un variadorepertorio de maldiciones acerca de sí mismo y sucondición le cruzó la mente en sólo unos segundos.

Justo en aquel momento, los golpes de hachaenmudecieron.

Tras unos segundos de silencio, unos pasos seacercaron a la puerta. Llyra, con el rostro enrojecido,apareció en el umbral. Se secaba el sudor de la frente conun trapo, y enarcó las cejas al verlo.

–No puedo dejarte solo, ¿eh? –comentó con unasonrisa torcida. – ¿Te has tomado...? Ah, veo que sí. Se teve mejor hoy, pero será mejor que te quedes sentado, almenos.

Sin una palabra más pasó por su lado y ascendió hasta

la buhardilla. Syhaji no acertó a replicarle, en parteofendido. ¿Sólo eso? Se ponía en pie, por fin, después devarias jornadas... ¿y no tenía nada que decir al respecto?Después de haber tenido que batallar contra sus piernas...después del martilleo de su cabeza, todavía incansable...

La mujer descendió de nuevo por la escalera. Llevabaun bulto en los brazos, un trozo de tela en el que habíaenvuelto algunos objetos. Antes de que volviera a salir ladetuvo, agarrándola de un codo.

–Un momento... –jadeó. – ¿Qué se supone que estáshaciendo ahí fuera?

Llyra se giró hacia él con calma. Lo asió de loshombros y firmemente lo hizo regresar al camastro. Syhajino encontró fuerzas para resistirse, aunque sí para gruñir yfarfullar palabras poco halagüeñas que ella omitió.

–Ten paciencia y descansa, ¿vale? –dijo. –Te lo diré.Pero espera un poco.

No quedó satisfecho con tan evasiva respuesta, y unaserie de hipótesis, a cual más extraña, pasaron por suimaginación. Mas nada podía hacer ahora paradescubrirlo, al parecer... Apenas unos pocos minutos enpie ya habían consumido sus escasas fuerzas, y ahora elcorazón y el ánimo lo único que le pedían era descansar.Se tumbó de nuevo, resignado, mirando al techo. Apretólos puños contra las sábanas y maldijo su impotencia, sudestino, aquella suerte de fuerza que lo dominaba y jugaba

con su existir como si no fuera más que un peón de unaincierta partida. Año tras año era lo mismo... ¿hastacuándo? ¿Cuándo podría liberarse de todo aquello... si esque existía una liberación?

Y ahora, aquella muchacha... Por algún motivo que noalcanzaba a discernir, ella se había tomado la licencia desaber lo que necesitaba, creía poder encontrar la soluciónque él en vano había buscado tanto tiempo. No lo curaría;incluso Regal, que por cierto bastante había sabido demedicina, había acabado por desistir. Todo era inútil. Enel fondo quería decírselo. Quería decirle la verdad,desengañarla, y verla partir, por fin. Ella s í tenía uncamino, cualquiera que éste fuese... al menos, podíadecidir su destino. No le parecía justo que se retuvieraallí, atada a su infortunio. Sin embargo... sin embargo,algo le impedía decírselo. Algo hacía que las palabras nosurgieran de sus labios, o que se le antojasen fútilescuando ya se había decidido a proferirlas. Y no era porcierto la debilidad...

¿Quizás era la sensación de contar con compañía denuevo, después de tanto tiempo? ¿O quizás ella le habíacontagiado su esperanza, aquélla que había sentidomarchitarse en su interior, lentamente, largos años atrás?

No, gruñó para sus adentros; ni lo uno, ni lo otro. Ya

no era un chiquillo... Atrás había quedado la esperanza,perdida en el camino. De alguna manera, confiaba en lamujer. No en lo que pudiera conseguir... pero sí en susintenciones. Tal vez era aquello lo único que ladiferenciaba del sino que lo dominaba: ella no trataba dedestruirlo ni de controlarlo. No había huido, espantada, alver su aspecto. Era impredecible... y en verdad sentíacuriosidad por ver qué iba a intentar a continuación.Como cuando, en alguna de sus incursiones nocturnas enel Caer, había espiado tras los visillos de alguna ventana,o en la oscuridad de algún parque... un simpleentretenimiento.

Ahora ya casi no prestaba atención a los hachazosinacabables, asimilados a sus oídos. Cruzó las manossobre el pecho y se relajó. Sí... su destino era inevitable,fuera el que fuese. Nada había de temer de lo queestuviera planeando su compañera. Sólo resultaba unavatar más en su existencia, inservible, pero inocuo. Yhasta divertido.

La actividad de Llyra no cesó en los días posteriores.Syhaji la veía ir y venir, trayendo y llevando cosas de labuhardilla; ya no se escuchaban hachazos sino otrossonidos, producidos por diversas herramientas: un

martillo, un serrucho... Sólo descansaba durante loslapsos en los que compartían la comida y la cena. Él, porsu parte, se concentró en recuperar las fuerzas. La fiebreera ahora menos frecuente, aunque le asaeteaba a vecespor las noches, y entonces retornaban los laberintos delsubconsciente, el asfixiante terror. Pero luchaba conencono, y era soportable. Por el día volvió a dedicarse ala labor de sus figurillas de madera, sentado en algúnlugar del interior de la casa. No intentó de nuevo atisbarlo que hacía su compañera, pues sabía que sería unapérdida de tiempo, después de que se lo impidiera envarias ocasiones. Esperó con calma, hasta que, finalmente,fue ella quien le anunció, con entusiasmo, que aquelloestaba listo.

La Sombra la miró con una expresión aborregada. Lamujer, de pie a su lado, con los brazos cruzados y elrostro rubicundo, mostraba en cambio una amplia sonrisa.Le ayudó a incorporarse y le cubrió con una manta de piel,la misma que ella empleaba para dormir, ya que era lamás gruesa que había en la cabaña.

–No creo que empeores; sólo tendrás que salir unmomento –le dijo. –Vamos, apóyate en mí.

Los dos cruzaron el umbral y anduvieron hasta la parteposterior de la casa. Allí se hallaban el buey y el carroque hubiera sido de Regal... sólo que a Syhaji, en unprimer momento, le costó reconocerlo. Ya no parecía un

trasto destinado a acabar en el hueco de una chimenea.Las juntas destrozadas habían sido recompuestas, los ejesde las ruedas hábilmente arreglados, las maderasdestartaladas sustituidas y reforzadas con cuerdas. Elinterior del vehículo había sido alfombrado connumerosas pieles, procedentes de la buhardilla.

El estupor inicial del hombre dio paso a la ira.– ¡Te dije que no tocaras eso!–masculló, más que

gritó. –Me prometiste que no te meterías en mis asuntos, ysin embargo...

– ¿Qué? ¿Te parece mal? –interrumpió ella. Nopareció sorprendida... antes bien, su tono eracondescendiente y calculado, como si hubiera esperadosemejante reacción. –¿Crees que Regal quería queguardaras un carro inservible en lugar de valerte de él?No es una reliquia familiar, de ésas que pueden rompersecon sólo mirarlas, Syhaji. Es un objeto que debe ser usadopara un fin. Y eso haremos.

– ¿Piensas bajar a Caer Sybern? Estás loca. No sé quépretendes, pero ni a ti ni a mí se nos ha perdido nada ahí.

–Por supuesto que no –la mujer bufó. –No vamos alCaer, todavía me gusta tener la cabeza sobre los hombros.Iremos a casa de la druida Harann.

Esta vez, el interpelado hubo de enmudecer, y no sólopor el ahogo que le producía haber hablado tanto. Clavóen aquélla una mirada interrogativa, y Llyra se aprestó aexplicar.

–Vive a unos días de camino de aquí, en la fronteracon Caer Aladon. En la orilla del río Shald, cerca de laRoca del Basilisco. Es una mujer con ampliosconocimientos de medicina, de remedios de todo tipo... ydicen que algo de Magia, aunque lo niega. Si alguienpuede conocer una cura para ti, es ella – Tras estaspalabras, titubeó y añadió: –Yo viví en su casa un tiempo,fui su aprendiz. Estoy segura de que nos ayudará.

-He acondicionado el carro para que no pases frío ensu interior. Mañana me dedicaré a preparar provisiones einfusiones para el camino. Podremos partir antes de quelas nieves arrecien, si no he interpretado mal las nubes.

Syhaji permaneció en silencio, la mirada ceñudaclavada en el carro. Un viento cortante se levantó,agitando las copas de los árboles y arrojando sobre ellosdiminutos resquicios de nieve desde el tejado. Llyraresopló y se apretó el manto.

–Vamos adentro –dijo, e hizo amago de agarrarle delbrazo. No obstante, el hombre no se movió. Habló con vozqueda.

–Una lona.–¿Qué?–Una lona–repitió aquél. –Es necesaria para el techo.

Me moriré de frío de todos modos si no lo cubres.–Hum... Claro, debí haberlo pensado – concedió ella,

sonriente. –Esta tarde me pondré con ello. Pero vamos ala cabaña. Estoy helada, y me falta poco para pegarle un

bocado al pobre buey.Un escalofrío recorrió el lomo del animal después de

estas palabras, aunque nunca entendería el por qué.

–Nunca antes había hecho algo así, pero no estáquedando mal del todo, ¿verdad? –comentó Llyra, un ratodespués, mientras los dos devoraban, sentados a la mesa,trozos de una liebre precariamente guisada. No hacíatiempo para cocinar en el porche, por lo que debíaemplear la vieja chimenea, y el resultado no era tansatisfactorio. –Me alegro de que no te hayas opuesto deltodo a mi idea... Procuraré que no tengas ningunacomplicación durante el viaje, te lo prometo. Espero quemi palabra todavía tenga algún valor para ti.

–Tienes conocimientos muy variados, por lo que veo –dijo el hombre, eludiendo el comentario. La mujer sonrió,halagada.

–Kurt, uno de los de mi banda, era carpintero en sujuventud –explicó. –Me enseñó algo, en nuestros ratoslibres, aunque no gran cosa; especialmente cómo repararun arco o las ruedas de una carreta... lo que pudieraresultarnos más práctico en nuestros viajes. Era el típicohombre del norte: noble pero taciturno, silencioso, peroamable y propenso a la charla cuando tomaba confianza.

Se detuvo, turbada. De pronto volvió a sentir elaguijonazo de la tristeza, el desagradable sentimiento delque ya creía haberse desprendido. En verdad norecordaba haberlo notado desde hacía muchas semanas.Le invadió la frustración al percatarse de que seguía ahí,agazapado, en un rincón de su consciencia; no quería vivircon él, como si fuera una de esas cicatrices que duelenpor rachas.

Bajó la mirada hasta sus manos y no dijo nada más.Syhaji carraspeó.

–Ese... Kurt... ¿fue el que te abandonó en el muro?–¡No! –Llyra levantó la cabeza y se sorprendió a sí

misma por la vehemencia de su respuesta. –No... el queme abandonó fue Aldunn. No supe nada de Kurt, ni deRhergram, cuando nos separamos. No sé a dóndehuyeron... ni cuál de ellos es el traidor –concluyóamargamente.

–Hum –La Sombra se cruzó de brazos. – ¿Cómo esposible? ¿Acaso dudas que un hombre que te abandonó atu suerte en manos de unos bandidos sea el que traicionó atu grupo?

–¡Aldunn no fue el traidor! Estaba conmigo cuandonos dimos cuenta de lo que sucedía. No pudo ser él... –lafrase de la joven terminó en un susurro. Aún notaba eldesprecio y la ira en su paladar, pero no eran ya lomismo...

–No te entiendo. ¿Estás defendiendo a un hombre por

cuya causa pudiste haber muerto?La ladrona desvió la vista y nada dijo. Tampoco ella

lo entendía... y dudaba que quisiera hacerlo.

Transcurrieron unos minutos en silencio, arrulladospor el embate del viento contra las paredes. Syhaji tosió,azorado, consciente de lo impertinente de sus preguntas.Volvió a hablar al cabo, en un tono más suave.

–Hay algo que me sorprende. He estado pensando...¿por qué alguien como tú tuvo que dedicarse al hurto?Seguramente podrías haberte dedicado a otras tareas,viendo todo lo que sabes hacer.

Llyra alzó los verdes ojos. Se sonrojó unos instantes.–¿"Alguien como yo"? –sonrió... aunque no había en

aquel gesto la habitual despreocupación o entusiasmo.Antes bien, su rostro mostraba una seriedad inusitada.Syhaji comprendió que quizás había escarbado demasiadolejos, y ya se disponía a disculparse, cuando ellaprosiguió.

–Te mentiría si te dijera que es lo que deseaba ser,por supuesto. Pero las cosas se desencadenaron y llegué aello casi sin darme cuenta.

Calló unos momentos, la mirada prendida en el vacío.Los fantasmas estaban fuera; le daban vueltas a su cabeza,débiles como volutas de nubes pero tenaces, todavíaarrastrando la oscuridad, el pesar y el dolor.

–Nací en Caer Aladon. No soy de esta zona. Mi

familia tenía una hacienda allí, bastante próspera, todohay que decirlo. Mi padre y mi tío eran tratantes deganado y ganaban lo suficiente como para permitirsecontar con siervos. Tenía dos hermanos. Uno mayor queyo, que se marchó a estudiar a Fasek con el tiempo, el otromenor... No los recuerdo bien. No recuerdo sus rostros.

-Tenía once años cuando una epidemia afectó alganado de mi padre y lo diezmó. Al mismo tiempo unincendio arrasó gran parte de las tierras que cultivaba. Sedijo que era provocado, pues mi padre tenía muchosrivales. En fin, las pérdidas fueron terribles, y, comosuele suceder, en una situación desesperada, mi familiatomó la decisión que parecía más rápida... y laequivocada.

Syhaji frunció el ceño. Once años... A aquella mismaedad, un chiquillo débil y desesperado ya había sidoabandonado en el bosque, apartado de toda compasiónhumana. La coincidencia lo puso nervioso.

–No sé bien quiénes eran. Si hoy supiera su nombre oa qué banda pertenecen, ten por seguro que les haría unavisita –la mujer sonrió tristemente. –El caso es que unostipos poco lícitos hicieron un elevado préstamo a mipadre, el dinero que necesitaba para recuperar las resesperdidas y las cosechas. Naturalmente, como suelesuceder con estos trucos, el plazo de devolución que leexigieron fue muy escaso... Él estaba desesperado y loaceptó sin pensar. Algunos de mis antiguos compañeros

dirían que mi padre fue un primo, y no andarían lejos de laverdad, ciertamente. Como era de esperar, no pudocumplirlo, y comenzaron a cobrárselo por su cuenta.

A los pocos días comenzaron a desaparecer animales.Mi familia puso centinelas, pero fue en vano; por lamañana aparecían heridos; en el peor de los casos,muertos. Al cabo de unos días decidió denunciarlo a lasautoridades, supongo que imbuido de la falsa seguridadque da el poder económico... y entonces fue cuandoempezaron a morir siervos. Algunos llevaban connosotros muchos años y les profesábamos un gran afecto.Recuerdo a un tipo al que llamaban Aguja, porque eradelgado como tal; era amable conmigo y solía fabricarmejuguetes hechos con cordeles... Un día, simplemente,desperté y ya no estaba allí. No quisieron decirme laverdad, y todo lo hablaban en secreto... pero yo ya no eratan niña, y sabía lo que estaba sucediendo. Y sufría más,realmente, por el hecho de que trataran de dejarme almargen.

Interrumpió el relato y se quedó pensativa unosminutos. El cielo se había encapotado allá afuera, y susdedos oscuros parecían haberse filtrado por entre lasparedes; la casa entera parecía escuchar, encogida,silenciosa. La Sombra pensó, no obstante, que no iba adecir nada más; que lo que venía a continuación seríademasiado doloroso para contarlo, fuera lo que fuese. Seequivocó.

–Un día fue mi primo Asthor, el único hijo de mi tío,el que murió por la noche. Fue la gota que colmó el vaso.Él y mi padre contrataron a un mercenario y retaron aduelo a aquellos tipos, por la noche; una de las manerasposibles de zanjar los asuntos con gente de esa calaña,aunque, desde luego, no la mejor. Yo me enteré de todo,espiando y escuchando detrás de las puertas... y no le visentido, en aquel momento, aunque años más tardeconocería todos aquellos códigos y normas. Tú también loconoces, ¿verdad? –inquirió. –El... Derecho de laSalvaguarda del Honor.

El hombre asintió, sin saber bien qué decir. Nuncahabía estado en el Gremio, ni había tenido amistad conningún ladrón. Pero había presenciado numerosos duelos,salvajes y viles, en los callejones, en los sórdidosrecovecos del Barrio de las Abejas, y no le costabaimaginar de qué constaba aquel código.

La ladrona inclinó la cabeza. Cerró los ojos ysuspiró... y su voz vaciló durante unos breves instantes.

–No eran simples pillos. Tenían consigo guerrerosexperimentados, tal vez desertores del ejército, no lo sé.La noche del duelo seguí a mi padre y los vi todo con mispropios ojos... y dudo que nunca pueda librarme de esaimagen, por muchos horrores que haya visto después. Elmercenario de mi familia fue literalmente destrozado... ydespués hicieron otro tanto con mi padre y mi tío –tragó

saliva, y tenazmente impidió que las lágrimas escaparande sus párpados. –Los acuchillaron hasta saciarse, losdejaron abandonados... y yo, que observaba a distancia,desde un portal, no sé cómo no morí de terror. Huí, sinrumbo, por las calles. Sabía que no podía volver a casa, ehice bien, pues aquella noche quemaron la hacienda porcompleto. Con mi madre y mi hermano menor dentro.

–Oye, no hace falta que continúes... –Syhaji se inclinóhacia adelante, sintió en su pecho un súbito aguijonazo.Nunca antes había escuchado sufrir a nadie... y, dioses, noimaginaba que pudiera ser tan terrible. Deseaba poderreconfortarla, aunque no sabía cómo. Nunca habíapensado que necesitara palabras ni gestos para ello.

–Al día siguiente, cuando me enteré de la noticia,simplemente deambulé por las calles, tratando deesconderme; veía tras de mí, en cada sombra, en cadapaso, una amenaza –al continuar hablando, Llyra recuperóel tono habitual; sus ojos ya no se mostraban enrojecidos.– Me recogieron por fin unas meretrices. Intentaronenseñarme el oficio, pero no lo acepté, y ellas saben biencuándo alguien no vale para desempeñarlo. Después depasar un par de meses a su lado, haciendo recados paraellas, me marché. No tenía rumbo fijo, pero no podíaquedarme en el Caer... el simple hecho de respirar su aireme envenenaba, me enajenaba. Así que vagué por loscaminos, siguiendo el curso del Isset y después del Shald.Robaba lo que podía, pescaba, lavaba platos en alguna

posada para conseguir un sustento. Y, finalmente, di con lacasa de la druida Harann. Nos encontramos porcasualidad, mientras yo trepaba a un árbol en busca defruta. Ella me descubrió allí arriba, se me quedó mirando,y me ofreció acompañarla y comer con ella en una posadacercana.

-Fue un día extraño; nunca antes nadie me habíaofrecido ayuda, por las buenas. Estaba harapienta,delgada, ojerosa, y la mayoría me trataba, no sin razón,como una vagabunda ladronzuela. Pero Harann y yocomimos, en silencio, y clavaba en mí unos ojosbondadosos. Yo la miraba recelosa, preparada paradefenderme si intentaba algo, como un animal, guiada porel instinto. Sin embargo, cuando terminanos, la mujerseguía sonriendo afablemente. Recuerdo bien laspalabras... "He leído lo que hay en tus ojos. Has perdidomucho y debes encontrarte a ti misma. Si vienes conmigo,te daré la oportunidad".

–Y aceptaste –intervino Syhaji.–No entendí lo que quiso decir, realmente, pero pensé:

"tal vez esta chiflada quiera ofrecerme un trabajo" –dijoLlyra. –Para mi sorpresa lo que quería era instruirme ensu arte. Me pareció fascinante, y recuperé en ciertamedida el entusiasmo por vivir. Durante seis años estuveen su casa, y no sólo me enseñó sobre medicina y lossecretos del bosque; gracias a ella aprendí Historia,Geografía, y a escribir como es debido. Fue una

temporada estupenda. Cuando estaba a punto de cumplirlos dieciocho, me sentía confiada y orgullosa de mímisma. Decidí dejar aquel paraje perdido, a Harann, yganarme la vida por mi cuenta, haciendo uso de misconocimientos, en cualquier pueblo. Eso... es lo quedeseaba –susurró. –Pero luego conocí a Aldunn. Recuerdolo rápido que me sedujo. Una cosa llevó a la otra, yconsiguió convencerme para que asaltara con él. Yo eraimpetuosa, ágil, y se me daba bien esconderme y huir. Fuitentada, y mi sangre pudo más que mi cabeza. La verdad...ya no recuerdo por qué lo hice, por qué acabé con genteasí. Pero cuando quise darme cuenta, el sueño queperseguía mi corazón había cambiado por completo.

Titubeó, y parecía que fuese a añadir algo más. Sinembargo, sacudió la cabeza, haciendo ondular loscabellos pelirrojos, como si se despejara de un golpe.Alzó la mirada hacia Syhaji, un tanto avergonzada.

–Menudo tostón. Te he contado mi vida entera. Losiento, no sé por qué he...

–No te preocupes –se apresuró a decir aquél, en eltono cordial que muy pocas veces empleaba, pero quehacía que su voz, por algún motivo, desprendiera calidez.–Yo hice lo mismo el otro día. Estamos en paz –sonriófugazmente, y Llyra se dio cuenta, sorprendida, de que erala primera vez que lo veía mostrar tal expresión. –Ahoraque vamos a ver a esa druida, imagino que te quedaráscon ella, ¿no? Es un destino mejor que lo que puedes

conseguir en Caer Mvarh.–Sí... seguramente lo haré –respondió la mujer,

desviando los ojos.Aquél era el centro del torbellino, el lugar donde sus

dudas confluían; un oscuro agujero del que no conseguíaextraer nada en claro. Por momentos estaba segura de queera lo conveniente, lo único sensato, mas, en otrasocasiones, la derribaban el miedo, la vergüenza... ¿Qué lediría, después de tantos años? La verdad era dolorosa,humillante, difícil de explicar... era aquella Llyra delpasado, a la que no podía ya aferrarse, pero tampocoescapar. La seguiría siempre, como una sombra.

El viento ululó en las ventanas. Pequeños copos denieve se filtraron por las junturas, como ratones traviesos.La joven se levantó y aseguró los postigos.

–Va a nevar otra vez –dijo. – ¿Estará bien el buey?–Está acostumbrado –respondió Syhaji. –Cuando

nieva o llueve se coloca bajo el tejadillo. Es un animalviejo y recio como una piedra, nunca le ha pasado nada.

–Bueno, creo que voy a dedicarme a esa lona, en labuhardilla.

–Eh... si necesitas ayuda... –vaciló aquél.–Tranquilo, no hace falta. Descansa.El hombre asintió; volvió a sentarse en el camastro y

tomó su navaja y el trozo de madera que estaba tallando.La figura parecía un hombre que sostuviera una hoz... o

algo por el estilo, supuso Llyra, mirándolo de reojomientras subía por la escalera.

Meditó largamente sobre su conversación, mientrasrebuscaba en busca del hilo más grueso que pudoencontrar y comenzaba a preparar el material que usaría;todavía quedaban algunas pieles aptas para ello, quepodría unir. En otras circunstancias probablemente searrepentiría de todo lo que había revelado. Ni siquieraAldunn había sabido tanto sobre su pasado... Nunca lehabía hablado de Harann, aunque él tampoco se habíainteresado por el origen de sus conocimientos. ¿Por qué aSyhaji? Los dos habían perdido mucho, aunque endistintas circunstancias. No, no podía decir que fueransemejantes, ciertamente...

Había sido su mirada. Aquellos ojos que le habíanfascinado, la primera vez que los vio, por su sinceridad,por estar limpios de las mentiras del mundo. Quizás ellosla habían movido a hablarle de todo aquello. Y en verdadno había sido un error. Había descubierto una facetadesconocida de su anfitrión, una que le agradaba, pese aque se hallaba celosamente escondida. Tenía el raro donde saber escuchar.

No era mal tipo del todo, se dijo, mientrasdesenrollaba una larga piel de oso apolillada. Casi

comenzaba a caerle simpático.

El carro estuvo preparado dos días después, tal comohabía previsto.

El tiempo seguía estable, y no parecía que fuera anevar en breve. Avanzando al oeste quizás tuvieran suertey evitaran las nubes. Llyra empleó un rato enfamiliarizarse con el buey y aprender a conducirlo; elanimal era dócil y de afable temperamento, y no le fuedifícil. Se mostraba animado, incluso, como si llevaratiempo deseando un viaje.

Syhaji recogió algunas de sus pertenencias en unavieja mochila. Únicamente llevó consigo, aparte de algode ropa, “el corazón del wyvern", la torques de plata deGardok y las diversas figuras de madera que había estadotallando. El resto de sus variopintos trofeos los dejóguardados bajo llave en uno de los baúles, y sólo porquela mujer había insistido; él no parecía tenerles ningúnapego.

El interior del carro estaba forrado con todas laspieles que había en la cabaña, y la lona le daba la cómicaapariencia de una enorme criatura peluda. Tras apuntalar

con tablas las puertas y ventanas de la casa, Llyra subió alpescante. Su compañero ya se hallaba en el interior, comoun gusano en su crisálida.

–Bueno, vamos allá –exclamó; la mañana sepresentaba soleada, y la perspectiva de avanzar un buentrecho antes del mediodía le agradaba sobremanera. Alzóel látigo, y el buey comenzó a avanzar con parsimonia porel sendero despejado de nieve que habían abierto la nocheanterior.

CAPÍTULO 4: CAZA

Ted el Rojo, el hijo del cartógrafo, fue el primero queencontró al hombre muerto aquella mañana, mientrasrecogía algo de leña reseca entre la maleza. El muchacho,delgaducho como una de las plumas que su padreempleaba en su trabajo, recibía ese apodo por haberheredado de su abuelo el cabello encarnado, típico de lazona sur de Caer Aladon y muy vistoso, en cambio, en lasregiones vecinas. No obstante, nunca pudo haber hechomejor mérito a su apelativo que en aquella ocasión,cuando llegó corriendo junto al corro de hombres ymujeres que se disponían a desayunar con el rostrocompletamente carmesí y congestionado, los ojos saltonesmás desorbitados que de costumbre. Muchos se asustaronal verle con semejante urgencia, y más temieron aún alescuchar su atropellado relato. Varios se armaron conestacas y algún que otro cuchillo y le siguieron hacia elbosque, mientras el resto se quedaba con los carros, alertay en silencio.

Un monstruo, había gritado el muchacho, fuera de sí;una lamia, un kobold, repetía, haciendo memoria de todaslas criaturas terribles que recordaba de los cuentos de suniñez. Sin embargo, cuando llegaron hasta el cadáver, que

sobresalía boca arriba, entre los arbustos, como si sehubiera desmayado de golpe, pudieron constatar que no setrataba de tal cosa. La respuesta era mucho más mundana,si bien no menos preocupante. Evan, un tipo ojeroso y depelo cano que había sido cazador, se agachó junto alhombre, y examinó detenidamente los profundos desgarrosque mostraba en el cuello. Sacudió la cabeza... yagradeció a los dioses que los matorrales ocultaran laparte inferior del cuerpo, pues pudo entrever que, devientre para abajo, no había más que un amasijo deentrañas desparramadas.

Lobos, dijo. Y los que a su lado se encontrabansintieron de repente un punzante escalofrío, que no sedebía al tiempo invernal que los rodeaba. Casi creyeronoír ya los agoreros aullidos, el aliento cálido de la bestiasilbando en su hombro. Sin mediar palabra, aferrando confuerza las armas que portaban, regresaron sombríos, cualfunesta comitiva. Al alcanzar de nuevo el campamento lospadres abrazaron a sus hijos; todos sin excepciónescucharon las nuevas y se encomendaron a lamisericordia de Arebor.

Evan buscó una pala y volvió junto al cadáver,dispuesto a enterrarlo. Ted El Rojo le siguió. Nunca habíavisto un muerto hasta aquel día y el miedo había dadopaso a la excitación; por otro lado, había sido su

descubrimiento, y casi sentía una extraña deuda con aqueldesgraciado desconocido, como si hubiera encontrado unpolluelo caído de un nido y tuviera que ponerlo a salvoantes de marcharse. Él también se encargaría de darlesepultura, dijo. Evan le indicó que se fuera, podía valersesolo. El chico hizo oídos sordos, con resolución yhombría, y al llegar hasta el lugar rodeó los arbustos y losseparó para dejar al descubierto el cuerpo.

Por suerte para él, Ted no había desayunado aún. Peronada le quedó en el estómago después de la visión.

Llyra bostezó por enésima vez y estiró el cuello y loshombros, que crujieron como bisagras viejas. La eternamonotonía blanca frente a sus ojos la hastiaba yamodorraba, aunque bien sabía que en realidad tenía quesentirse agradecida. No habían tenido ningún percancedesde que dos días atrás alcanzaran el camino, una víasecundaria que atravesaban los comerciantes que acudíana las pequeñas poblaciones de la frontera y que seencontraba poco transitada. En los primeros días delinvierno, era habitual que los viajeros disminuyeran. Elterreno era llano y estaba despejado de maleza o raícesque pudieran entorpecer el paso de la carreta. Paradescansar no habían tenido más que hacerse a un lado ybuscar algún hueco entre la arboleda de hayas y pinos; las

noches habían sido tranquilas. El viento, pese a arrastrarhacia ellos el frío acumulado en las colinas del este, y conél insignificantes ráfagas de la nieve caída días antes, sehabía comportado con inusitada bondad. No esperabantoparse con ninguna tormenta al menos hasta bien entradoel día siguiente, y eso si las nubes que se cernían sobreellos se apresuraban en hincharse.

Diablos, ni en sueños podía haber imaginado un viajetan apacible.

No obstante, quizás a causa de ello, se sentíalevemente incómoda. La serenidad del camino la inducía areflexionar más de lo que deseaba. Su mente era la plateaen la que iban y venían, como incansables actores,decenas de recuerdos, y ninguno le dejaba indiferente. Nopodía evitar sumergirse en ellos cuando había de conducirel carro, por lo que agradecía sinceramente los ratos dedescanso en los que entraba en él y contaba con lacompañía de Syhaji. Tan silenciosa como siempre... perocompañía, al fin y al cabo, que le ayudaba a desviar lamente hacia otros menesteres.

El hombre se sentaba en ocasiones con ella en elpescante, aunque Llyra sabía que lo hacía más porcortesía que porque se encontrara realmente fuerte.Hablaban poco, pero el gesto le agradaba y le desvelaba

algo más sobre aquel taciturno individuo, otro de aquellosestratos ocultos bajo sus ropas negras y su semblanteadusto. Se atrevió por fin a sacar el tema que tanto leintrigaba desde hacía días, cuando él le hablara de supasado. Tenía una enorme curiosidad por saber cuáleseran aquellas otras “habilidades” que poseía...

–Por ejemplo, el laxies que me quitaste –Llyrahablaba con verdadera fascinación; aquel era el asuntoque más le había sorprendido y no había dejado de darlevueltas. – ¿Cómo lo hiciste? Según tenía entendido es casiimposible, es como si tuvieran una magia que les ata aaquél que los fabricó y sólo éste puede inutilizarlos.

–¿Qué quieres que te diga? –por contra, La Sombraparecía reacio a ahondar en el tema. –Simplemente meconcentré y lo rompí – se encogió de hombros. –No esalgo que sepa explicar.

–¡Pero sigue siendo algo increíble! –exclamó ella. –Entiendo que ese era tu método para traspasar cualquiercerradura cuando cometías atracos –sonrió, ufana porhaber desentrañado el secreto del mayor de los ladrones.–Pero un objeto mágico es muy distinto. Tu poder debe deser superior incluso a la hechicería tradicional sirealmente lo hiciste con esa facilidad.

Syhaji nada respondió. En todas las ocasiones en lasque ella sacaba a relucir algo similar, sobre sus dotes osus logros, él contestaba con evasivas. No parecíasentirse orgulloso, sino sinceramente incómodo con todo

aquello que era capaz de realizar.

Cuando comían, generalmente en el interior de lacarreta, mataban el tiempo en alguna partida de aarhi, eljuego élfico que se había popularizado en los últimosaños entre las gentes de Nébolus. Para sorpresa de lamujer, Syhaji se había fabricado las piezas de dicho juegoen madera y las portaba en un saquillo; no se necesitabanmás que quince pequeñas fichas rectangulares condistintos ideogramas inscritos, pues el tablero podíaimprovisarse. En aquel juego primaba la estrategia y laintuición, en mayor medida que el azar que, como ellasostenía siempre, era su fuerte. Para Syhaji parecía ser alcontrario, pues había demostrado bastante pericia en laslabores intelectuales del juego, en el que se concentrabacon mirada ceñuda, como un halcón que atisbara unapresa. Los enfrentamientos solían culminar con susvictorias, y aquel día, al mediodía, la cosa no fue distinta.

–¡Maldita sea! Debí haberme dado cuenta de que teníaesa esquina desprotegida –exclamó Llyra. A través de latenue luz que se filtraba entre las pieles de la lona, pudoadvertir en el rostro de Syhaji una sonrisa leve; siempreparecía divertirse con sus exabruptos, aunque no decíanada. –No ha sido justo, deberíamos repetirlo. Si nohubiera tenido ese fallo al final...

–Llevo persiguiéndote ese grupo de fichas desde quecomenzó la partida –murmuró aquél como a modo de

disculpa. –Pero si hubieras movido esta aquí y aquellaotra allí –señaló – me habrías cerrado el flanco.

A Llyra no se le había pasado por la cabeza, no desdeluego al inicio de la partida. Se sintió abochornada,¿cómo demonios conseguía aquel tipo tener una visión detodo el tablero al mismo tiempo? A veces parecía quefuera él quien dirigiera las fichas de ambos... Sacudió lacabeza, resignada. Otra derrota más, qué se le iba a hacer.

–Me dijiste que habías aprendido a jugar espiando enlas tabernas del Caer, cuando bajabas por las noches –comentó la ladrona, apoyando la barbilla en una mano ymirándolo inquisitivamente. –Dime, ¿también asíaprendiste todas esas triquiñuelas?

Syhaji bajó la cabeza, y le pareció que estuvo a puntode reír, aunque aquello no sucedió.

–Eres mi primera rival, ya te lo dije. Supongo que soncosas que salen solas.

–“Salen solas”... claro. –la mujer, en cambio,ensanchó su sonrisa socarrona. –Ya veremos si conHarann te resulta tan sencillo.

Ninguno propuso otra partida, y nada más dijeron enunos minutos. El hombre se recostó contra la lona y Llyra,pensativa, jugueteaba con las piezas de madera. Las pielesse ensanchaban y danzaban con el embate del viento,como si algún fantasma despistado quisiera llamarles laatención desde el exterior.

–Creo que dentro de dos días, o en la mañana del

tercero, podremos alcanzar el río Shald –habló al caboaquélla. –Veremos la Roca del Basilisco nada más llegar,¿conoces la leyenda? Dicen que un basilisco se asomó alagua para beber, y el muy idiota se petrificó él mismo conel reflejo de su mirada. Aunque nunca he visto unbasilisco de carne y hueso, así que no sé si se parecerá deverdad ese pedrusco lleno de musgo...

–Sobre eso hay algo que quiero preguntarte, y esperoque no lo tomes como una impertinencia... –Syhaji volvióhacia ella la cabeza. –Dime, ¿qué crees que podrá hacerexactamente la druida por mí?

–Bueno... –la cuestión tomó por sorpresa a la mujer,que se rascó la mejilla, meditabunda. –La he visto curartoda clase de males, fueran del cuerpo o de la mente. Creoque te sorprenderás al verla. No es una druida normal ycorriente, de ésas que sólo viven rodeadas de hierbajos ypatas de insectos. El saber que acumula daría envidia amuchos estudiosos de los que andan por los palacios. Note preocupes. El mal que te afecta será pan comido paraella, estoy convencida.

–Has dicho “males del cuerpo y de la mente”... –musitó Syhaji, como para sí. – ¿Pero qué hay del espíritu?Todo esto que me sucede es cosa de el geas que mecastigó. Y no se me ocurre otro lugar para situar un malsemejante.

Llyra frunció el ceño, mas no eludió la respuesta.–Tengo fe en ella –declaró. –No sé explicarte por qué,

pero no pienses que se trata de la fe de lo inalcanzable, deaquello que se antoja poderoso sólo por ser desconocido.Es una confianza que nace de la razón, y no sólo delcorazón. No haría todo esto si no creyera que ella tieneuna solución, puedes creerme. De un modo u otro.

–Entiendo que debe de ser alguien muy cercano a ti,que la conoces bien –dijo aquél. –Y creo en lo que dices.Pero... un geas es un arma cambiante para cada personaque lo sufre, un parásito del alma. Puede ser desconocidohasta para aquellos que estudian lo sobrenatural. Es unestigma... un fruto marchito que, si se arranca, puedeemponzoñar el resto del árbol. Y hay mucha gente que nodesearía enfrentar el riesgo de esa responsabilidad... portemor o por respeto a fuerzas muy superiores.

–Syhaji –Llyra se volvió hacia él, y clavó sus grandesojos verdes, ahora vehementes, en aquellos otros dorados–tú mismo lo acabas de decir. Hay mucha gente en estemundo, y no todos ceden al miedo. La esperanza y eltemor no son más que las caras de una misma moneda.Vale la pena arañarse las manos entre la cizaña sifinalmente se encuentra un pequeño grano. Es lo que solíadecir mi tío.

El hombre sostuvo la mirada unos instantes, y despuésla bajó; su compañera no supo decir si había aceptado suspalabras y reflexionaba sobre ellas, o simplementedecidía guardarse el resto de sus argumentos. Pero todo lo

que le había dicho seguía apuntando al mismo sitio. Syhajino se consideraba parte del mundo, sino un error, uninsulto al mismo orden de la naturaleza. Alguien a quientodos denostarían inevitablemente, y que, en el fondo, nose merecía otra cosa. La mujer sintió una punzada depesar. Aquellos pensamientos, y no en verdad su físico,eran el auténtico castigo que pesaba sobre él.

La noche se acercó a hurtadillas. Llyra continuó con lamarcha a buen paso hasta que el Ojo Dorado ya suspirabalejos. Se apartó del camino, buscó un hueco a resguardoentre los árboles y bajó del pescante, al tiempo quesoltaba al buey. El viejo animal, agradecido, resopló yacercó el hocico al suelo, buscando algo que pastar. Lepalmeó los flancos; se estaba portando mucho mejor de loque esperaba, aguantando estoicamente la caminatadespués de tantos años de inactividad y sin rebelarse enmomento alguno. Prácticamente no había tenido que haceruso del látigo que había encontrado en la cabaña, pues sedejaba conducir dócilmente por las riendas.

Mientras recogía algunas ramitas para encender unfuego, Syhaji asomó la cabeza.

–¿Te sientes en condiciones de salir? –le dijo ella,advirtiendo su presencia, sin volverse. –Voy a prepararalgo de sopa, con las setas que traemos. Estoy cansada de

carne reseca –se estiró. – ¿Tú no?El hombre no contestó al instante. Dejaba entrever la

mitad del cuerpo; el rostro pálido, ensombrecido por lacapucha, estaba tenso.

–Llyra. ¿No lo notas?Habló lacónicamente, mas tan breves palabras

bastaron para que, como una chispa que hubiera prendidoun reguero de aceite, los sentidos de su compañera seenervaran. Se quedó ésta inmóvil, sosteniendo entre losbrazos un par de ramas, y su mente se hizo sensible al másleve movimiento a su alrededor. No preguntó nada. En sugremio, cuando alguien daba una alerta, nunca sepreguntaba.

El viento pasó burlón, rozándole las orejas... yentonces lo sintió, cerca, entre los arbustos. Unmovimiento lento, sinuoso, un gruñido. Una patas queescarbaban...

En un segundo los dos se coordinaron. Syhaji se dejócaer torpemente sobre la hierba nevada; una mueca dedolor cruzó su rostro al doblar las rodillas, peropermaneció en guardia, sin perder de vista el lugar delque provenía el sonido. Llyra soltó las ramas ydesenvainó como un rayo el cuchillo de su cinturón. Losarbustos enmudecieron unos largos segundos... yfinalmente la cosa apareció de entre el ramaje.

Un lanudo perro marrón, de hocico cuadrado y ojosenterrados por el cabello de su frente, salió husmeandodespreocupadamente el suelo, sin prestarles demasiadaatención; sólo eran un par de aquellos bichos bípedos quesolían darle de comer. Los dos compañeros se relajaron,aliviados. Al momento, no obstante, otra figura apareciótras él, surgiendo de entre las sombras: un hombre demediana estatura y cabello blanco y corto. Levantó lasmanos al verlos, en un ademán de paz, y en su rostroarrugado y redondeado se dibujo una sonrisa decircunstancias.

–Disculpen si mi animal les ha asustado –habló. –Parece que he tenido suerte de que ese cuchillo todavíasiga en su mano y no en mi garganta. Aunque no les culpo.Hacen bien en mantenerse alerta.

El recién llegado paseó la mirada por ambos, aunqueSyhaji ya se había apresurado en taparse aún más el rostrocon la capucha. Llyra bajó el brazo que enarbolaba elarma, pero no la guardó. El perro se acercó a ella y leolisqueó los tobillos.

–¿A qué os referís, señor? –inquirió gravemente. Miróal extraño de arriba abajo, deteniéndose especialmente ensus ojos y en sus manos, las zonas que más abiertamentesolían delatar las intenciones. Las encontró serenas, sintemblor o vacilación alguna. –¿Acaso se han vistobandidos por los alrededores?

–Ojalá fueran tales, señorita. Esta mañana, micaravana encontró el cuerpo de un hombre devorado porlos lobos.

La mujer se mordió un labio al escuchar aquello.Bueno, ya empezaban a llegar las malas noticias...

–No hemos escuchado nada por el momento. ¿Habéisvisto alguno?

La mano del tipo se movió distraídamente paraacariciar al perro, que se había sentado a sus pies. Alzó lamirada, haciendo un esfuerzo por recordar, y suspiró.

–En todo el día hemos oído aullidos en unas tresocasiones, la última poco después del mediodía –contestó. –Algunos de nosotros quisimos enviarexploradores, pero nadie tuvo los arrestos necesarios –torció el gesto. –Sin embargo, tanto otro hombre como yotenemos experiencia en los montes y hemos atinado aubicarlos. Creemos que pueden venir del sur y se estándesplazando en dirección oeste, siguiendo las colinas.

–Es decir... justo hacia nosotros –masculló Llyra.–Eso me temo –el individuo asintió, y clavó en ella

una mirada amable, si bien preñada de curiosidad. –Si mepermiten el atrevimiento, ¿hacia dónde se dirigen? Micaravana viaja hacia la frontera, al noroeste. Somos cincocarretas y diecisiete personas, pero todavía podemosadmitir dos más, si es que van en la misma dirección. Sirealmente los lobos están de caza les convendría no andarsolos.

A su pesar, Llyra admitió en su interior la validez deaquel razonamiento. Al noroeste... Se desviarían un tantode su ruta, mas quizás podrían contar con la protección dela caravana un trecho, el suficiente para que los lobosdesistieran de un posible ataque. Sólo supondría unpequeño rodeo, tal vez medio día de retraso. Sin embargo,era consciente de que había impedimentos más poderosos.Echó una mirada de soslayo a su compañero, quieto en laoscuridad como una piedra.

–Le agradezco el ofrecimiento, señor...–Evan –al decir su nombre se llevó fugazmente una

mano al corazón, una costumbre arcaica de Caer Sybern.–Tenemos que hablarlo, de todos modos. Vamos a

estudiar las posibles rutas, y si vemos que no supone undesvío excesivo nos uniremos a la caravana. Muchasgracias –en respuesta al gesto del individuo, Llyra sellevó asimismo una mano a la frente, con la palma haciaafuera. Aquél sonrió, complacido.

–Ah, encontrar a alguien que recuerde las viejasmaneras hace más cálida cualquier conversación –rezongócon una extraña risita. –Bien, señorita... y caballero, si sedeciden a venir con nosotros estamos acampados a apenasmedio kilómetro de aquí, al pie de una loma calva. No lesserá difícil dar con nosotros, creo. Aunque les aconsejoque no vengan demasiado tarde ni demasiadosilenciosamente... en la oscuridad, ya se sabe, todos losgatos son pardos. Vamos, Patasfrías.

Con un último ademán de despedida se dio mediavuelta y regresó sobre sus propios pasos,parsimoniosamente. El can le siguió trotando a su lado.No tardaron en fundirse con las sombras, y los doscompañeros permanecieron en silencio, inmóviles, hastaque su paso se hubo desvanecido por completo.

Por fin, la ladrona se volvió y miró a Syhaji. Intentóno resultar demasiado elocuente, mas éste ya estabapreparado. Soltó un gruñido.

–Espero que no vayas a creerte ese cuento –espetó.–Vamos, Syhaji, dudo mucho que se trate de una

trampa –replicó ella. –Los bandidos de los bosques noactúan así. Si realmente se tratara de eso ya nos habríansaltado encima una decena de cafres con garrotes. No esnada raro que los lobos bajen de las colinas alsotobosque, es algo que sucede todos los años... aunqueno esperaba que fuera tan pronto.

–Nosotros no hemos escuchado ningún aullido, ¿no sesupone que vienen en nuestra dirección?

–Venían. Ahora pueden estar ahí adelante, esperando.Te recuerdo que avanzan mucho más rápido. Si nosencontramos con ellos solos... –se estremeció, y decidióno terminar la frase. –Ese tipo dijo que escucharon elúltimo aullido después del mediodía. Si a esa hora seestaban reagrupando es probable que ya estén preparadospara cazar. Piénsalo un poco: tú y yo contra cinco o seisde esas bestias...

–Sé perfectamente lo que es un lobo. Seguramentehabré visto más que tú –le atajó, malhumorado.

Ella no volvió a hablar hasta pasados unos instantes.Respiró hondo y lo hizo con un tono menos apremiante,tan cuidadoso como pudo.

–Sé que hace muchos años que no tienes contacto conningún ser humano, y entiendo que te asusta hacer esto degolpe –dijo. – Pero piensa en el riesgo al que nosenfrentamos. No será necesario que salgas de la carreta,en serio, y si las cosas salen como pienso sólo será undía...

–¡Eres demasiado confiada! –interrumpió de nuevo suinterlocutor. De nuevo afloraba en él aquella actitud hostilde los primeros días, con más energía incluso; Llyra searrepentía ahora de que sus infusiones causaran tan buenosefectos. – ¿No te parece raro que ese tipo llegara aquí derepente?

–Tal como yo lo veo, no– la mujer comenzaba aexasperarse. –Parecía estar reconociendo los alrededores.Y no es nada extraño que en los caminos los viajeros seagrupen, protegiéndose unos a otros. A veces hay queconfiar para sobrevivir, ¿entiendes? Así es como funcionael mundo –su última frase, en un tono más elevado, resonóde árbol en árbol. Una lechuza lejana le contestó.

De nuevo silencio tras aquellas palabras. Syhaji seabrochó la capa, pues una brisa cortante se le colaba porlos pliegues. Tosió y se encogió de hombros.

–Si lo ves tan juicioso, adelante. Como bien dices túeres quien sabe del mundo, y no yo –concedió, con un dejeamargo en su voz. –No soy un necio, entiendo lo quequieres decir. Sólo digo que me resulta incómodo aceptaresto de repente.

–No tenemos muchas opciones, me temo –la jovensuspiró. –Tendré los ojos bien abiertos, no te preocupes.Y tienes mi palabra de que nadie te molestará.

Nada dijo a esto el aludido; se limitó a asentir y darmedia vuelta hacia la carreta. Palmeó un instante loscuartos traseros del buey antes de encaramarse en elpescante y perderse de nuevo en el interior. La joven leimitó y ocupó su sitio, después de enganchar al sufridoanimal a los arneses con las débiles protestas de éste.Miró en derredor, nerviosa, durante unos instantes antesde reemprender la marcha; ahora todas las sombrasparecían tener ojos, y las voces que la penumbraarrastraba se le antojaban siniestras. El bosque mismoparecía haberse transmutado, embutido en un velotenebroso. Y todo había sucedido en apenas unos minutos,se dijo con tristeza...

Las miradas que confluyeron en ella, temerosas,brillaban como fuegos fatuos en la oscuridad de la noche.No podía decirse que fuera una bienvenida halagüeña.

Llyra mantuvo la carreta a unos metros de distancia de lacaravana, que se disponía en un cerrado círculo alrededorde una hoguera, en una hondonada reseca. Se sometióserenamente al escrutinio, y también ella aprovechó paraexaminarlos. Como le había prometido a Syhaji, seencontraba alerta y no había soltado el látigo, dispuesta autilizarlo si llegaba la necesidad. No obstante, constatópronto que no parecía haber ninguna trampa en aquelvariopinto grupo. No eran los rostros de pillos osalteadores; les rodeaban semblantes inofensivos yrecelosos de granjeros, comerciantes, viajantes que ibanen busca de su familia o quizás de un futuro. No había allímalicia o subterfugio, al menos no en apariencia, ybastante sabía por cierto de ello. Siete hombres dediversas edades, cinco mujeres, dos mocosos... Sucios delpolvo del camino, ojerosos, con la mirada febril del quese sabe acosado por un peligro invisible.

Escuchó una exclamación a su derecha y giró lacabeza. De la parte trasera de una de las carretas habíasalido el llamado Evan, junto con su perro, y avanzabahacia su posición con los brazos abiertos. Era unrecibimiento exagerado, aunque sin duda premeditadopara vencer la desconfianza del resto. Le acompañabantambién, detrás de sus pasos, un hombre corpulento y unaniña menuda que se pegaba al costado de éste. Sólo pudoentrever levemente sus rostros, a la luz cambiante del

fuego, mas hubo algo que le resultó vagamente familiar.Sin embargo, se quedaron a una cierta distancia, y no pudoobservarlos mejor.

Descendió del pescante y saludó a Evan con unapretón de manos.

–¡Me alegro de que al final os hayáis decidido auniros! –habló éste con entusiasmo. –Nunca haysuficientes manos ni suficientes ojos cuando tenemos quepasar por terreno de lobos –al decir esto, varios de losque contemplaban la escena se encogieron. –Y desdeluego estaréis mucho más seguros aquí.

–Sí, sin duda –dijo la mujer. Se volvió hacia el restode la caravana, un tanto azorada. Hablar a tanta gente juntano era lo suyo. –Eh... mi nombre es Llyra. Viajo con unamigo, que se encuentra dentro de la carreta, pues estáenfermo. Pero no temáis, no es nada contagioso –seapresuró en aclarar. –Estamos muy agradecidos de quenos permitáis compartir un trecho de vuestro viaje.

–Sois bienvenidos, ¿no es cierto? –dijo Evan,sonriendo ampliamente, en dirección a los demás.

Nadie contestó de inmediato. Se escucharon algunosmurmullos, y después indecisos gestos de asentimiento.Una voz se alzó enérgicamente, de pronto; una mujermenuda que abrazaba a un niño y los miraba conexpresión hostil:

–¡No podemos dejar que se unan así como así! ¿Ya os

habéis olvidado de que no podemos fiarnos de lasapariencias? ¡El viejo Lobero está ahí fuera!

Antes de que nadie añadiera nada más, el hombresoltó una blasfemia.

–Ya estoy cansado de esas estupideces –escupió. –Nuestro deber es ayudar a quien se cruce con nosotros.¡No podemos guiarnos por absurdas supersticiones!Fhadria, ahora mismo hay lobos bajando hacia aquí, enbusca de presas, como todos los años, y eso es todo loque debe preocuparnos.

–Pero yo vi esa sombra con forma humana anoche,sobre las colinas, y parecía brillar con una luz azul –intervino con voz temblorosa un muchacho de unos treceaños, de pelo rojo. –Y luego, por la mañana, apareció el...el cuerpo.

–¡Basta ya! –gritó entonces una anciana, sentada sobreuna piedra cerca de la hoguera, acallando los crecientesmurmullos. –Me da igual si existe ese Lobero o no. Evantiene razón, éstos son viajeros igual que nosotros y nopodemos negarles nuestra hospitalidad. Todos nos hemosido uniendo del mismo modo. Pensad que ahora mismopodríais estar en la misma situación, ¿os gustaría que ostrataran así?

Las sensatas palabras de aquella mujer se derramaroncomo un bálsamo sobre sus compañeros. Los tensossemblantes se aflojaron un tanto, cual si les hubieranaligerado de algún peso invisible. Muchos se volvieron

de nuevo hacia Llyra, y esta vez hubo palabras debienvenida más audibles y cordiales, si bien todavíaalgunos gestos desconfiados. La joven respondió algunaspreguntas sobre su procedencia y el motivo de su viaje, yfinalmente la curiosidad pareció quedar saciada poraquella noche. Se establecieron los turnos de guardia (ellase ofreció para uno de los últimos, cercano al alba), ypronto todos se aprestaron a recoger sus pertenencias yregresar a sus respectivos vehículos. La mayoría de lascarretas eran similares a la suya, de pequeño o medianotamaño, conducidas por una o dos bestias. Sólo vio uncaballo, un alazán pardo de patas delgadas. Su dueño seechó a dormir a su lado, en un saco. A juzgar por susropas, por su apariencia, y el hecho de llevar una espadacorta consigo, debía de tratarse de un mensajero.

Llyra contempló unos minutos el campamento, ahorasumido en la quietud, y sintió una añeja punzada denostalgia. Recordó haber vivido escenas similares, añosatrás, si bien con compañeros muy distintos. Lacamaradería, la sensación de protección y unidad, eransentimientos dulces que le agradaba evocar. Sacudió lacabeza antes de que la imagen de Aldunn se distinguieraentre los demás rostros grises de su memoria, y se dio lavuelta para entrar en la carreta, estirando los entumecidosbrazos. Aquella noche le tocaría a Syhaji tomar la infusiónfría que llevaban en las cantimploras, se dijo. Estaba

demasiado cansada como para salir a calentarla. Seguroque lo entendería...

No bien había puesto un pie sobre el pescante cuandoescuchó, para su sorpresa, una voz desconocida,titubeante, a su espalda.

–Llyra.Se volvió, extrañada. No era la voz de Evan... quien la

llamaba era el tipo que había acudido a recibirla junto aaquél. Lo miró detenidamente; un hombre de anchacomplexión, moreno, de rasgados ojos oscuros. En surostro, la luz del fuego remarcaba una perilla cuadrada,perfilándola como si fuera de acero. Algo en su mente legritaba poderosamente... hasta que por fin el nombre salióde las sombras.

–¡Delsar! –exclamó. –Por los dioses, ¡eres la últimapersona que esperaba encontrar!

El aludido rió y se acercó a la mujer, perdida ya lavacilación. Ambos se estrecharon las manos, y ella notó elcontacto de la palma y el antebrazo descarnados, cuyacausa, que recordaba bien, la hizo estremecer en suinterior.

–¿Qué haces por aquí? –preguntó. –Escuché quehabías dejado tu oficio ¿es cierto?

–Hace un par de años, sí –respondió el tipo, y se atusóla perilla. –Ya sabes, tenía que pensar en mi pequeña... –bajo un tanto la voz. –Después de aquello, intentarmantenerla sólo con ocasionales trabajos se hizo

complejo Me hice alfarero, pues eso es lo que me habíaenseñado mi padre, y ahora voy a Aegius, en la frontera, avender algo de mercancía ¿Y qué hay de ti? Dime, ¿siguescon el grupo de Aldunn?

Llyra bajó la mirada. Escuchar aquel nombre en otroslabios, de repente, lo volvía más tangible, más real, apesar de que su mente se esforzara por convertirlo en unvago recuerdo.

–No. Me separé de él... de ellos, hace cosa de un mes.–¡Estupendo!–dijo Delsar, con una vehemencia tal que

la sorprendió. –La verdad es que me alegro por ti. No erauna buena compañía, ese tipo... nunca me gustó –resopló.–Creo que pensaba en sí mismo demasiado, y esa clase decompañeros no trae buenas venturas.

–No, desde luego –murmuró aquélla.–Te merecías otra cosa, siempre lo pensé –continuó

velozmente el hombre. Al momento agitó las manos. –Eh,bueno, lo que quiero decir es que se notaba que valíasmás que el resto, y ese Aldunn, sobre todo... no sabíaverlo –concluyó. – ¿Qué haces ahora? ¿Trabajas ensolitario?

–Más o menos. No lo he decidido todavía –lainterpelada optó por cambiar de tema. –Oye, ya queestamos, tengo curiosidad... ¿qué es eso del “Lobero”, loque dijo aquella anciana? ¿Y por qué piensan que miamigo y yo podemos tener algo que ver?

Delsar resopló de nuevo; aquel gesto era habitual en

él.–No les prestes atención. Son unos idiotas –miró a un

lado y a otro, asegurándose de que no le hubieranescuchado. –La cosa es que hay una tradición que diceque, cuando los lobos bajan de las colinas antes de loesperado, es porque “el viejo Lobero” los conduce. Sesupone que es un tipo que habla con los lobos... noconozco bien la leyenda, pero al parecer es una especiede espíritu errante. Ya sabes, el miedo a lo desconocidohace que las tonterías como ésa cobren fuerza en lasmentes ignorantes... y por si fuera poco ese cretino de TedEl Rojo salió con el cuento de que había visto un hombreazulado en la lejanía.

–Así que la superstición está servida –sonrió Llyra.–Eso es. No es que desconfíen de vosotros... es que

ahora piensan que el Lobero puede salir de cualquierarbusto, de buenas a primeras. Incluso ese tipo –Delsarseñaló al hombre que dormía junto al caballo. –Se nosunió hace dos días y sólo porque conversa poco no handejado de murmurar sobre él. Es lamentable.

–También es comprensible, de todos modos –concedió ella. –El miedo crea sus propias reglas y notodo el mundo puede sustraerse a ellas. En fin, ahora almenos tendrán alguien más de quien hablar.

El hombre la miró de arriba abajo: –Bueno, por miparte haré lo posible para que os dejen en paz. Por cierto,¿quién es tu amigo? –inquirió. –Dijiste que viajabais a

visitar a una pariente, en las orillas del Shald...Llyra advirtió la cautela de su interlocutor. Si algo les

había quedado a ambos de su anterior etapa era el respetoa la intimidad. Los enigmas y los secretos se trataban concuidado en un ámbito en el que una palabra mal dichapodía conseguir que acabaras con un cuchillo en elestómago.

–Sí, voy a ver a una tía lejana. El hombre que viajaconmigo está enfermo, y ella es curandera. Esperamos quepueda hacer algo con su mal.

–Ya veo... Bueno, Llyra, ha sido una grata sorpresaverte. Espero que mañana podamos charlar, seráagradable –le tendió la mano. –Tengo que regresar, noquiero dejar a Ilmedh sola mucho tiempo. Le cuestaconciliar el sueño.

–También me alegro de verte, Delsar.Se separaron. La joven se quedó observando cómo se

introducía en un pequeño carro, e hizo después otro tanto,tras echar una última mirada al campamento, arrulladoahora por el violín de los grillos.

El interior de la carreta estaba inusitadamente cálido,cual si se hubiera introducido en el regazo de algunaextraña criatura de dos ruedas. Estaba segura de quepocos contarían con un refugio semejante, se dijo conplacer. Syhaji, tumbado a medias, se había quitado lacapa, y ahora el rostro y los cabellos castaños estaban al

descubierto.

El hombre le tendió una tira de tasajo, al tiempo quese llevaba otra a la boca.

–Parece que al final no ha habido hoy cena caliente –comentó. Aquello era lo más parecido a una broma quepodía hacer.

–De mañana no pasa, te lo aseguro –replicó ella,tomando la carne que le ofrecía. –Bueno, parece que lesha costado, pero nos han aceptado. Por lo visto tienen enmente la leyenda de un tal Lobero, y eso les vuelvereticentes a los extraños.

–El Lobero. La conozco.Llyra enarcó las cejas, sorprendida.–¡No me digas!–Dicen que va por ahí con su manada de lobos, y que

éstos se vuelven más sanguinarios e inteligentes cuando éllos conduce –explicó Syhaji. –Al parecer una de lasmuchas leyendas cuenta que las bestias son capaces hastade abrir puertas gracias al Lobero. Regal me las contabacuando los lobos aullaban en los montes, y yo no podíadormir durante esas noches.

–¿Y dicen esas historias que el Lobero se mezcla conla gente para engañarles?–se sorprendió la mujer. – Alparecer es lo que creen...

–No me extrañaría. Seguramente cada uno cuenta laversión que quiere.

–No te voy a mentir... –dijo la ladrona con un bostezo.–Casi preferiría enfrentarme a lobos que supieran blandiruna espada en lugar de hacer uso de sus garras ycolmillos. Desde luego, estaríamos más igualados...

–¿Quién era ese tipo con el que hablabas?La pregunta tomó por sorpresa a la mujer. Syhaji,

malinterpretando su gesto, se apresuró a excusarse.–Lo siento. No quería parecer impertinente. Te

escuché hablar y pensé que sería un viejo amigo. Sólo eracuriosidad.

–No te preocupes. Se llama Delsar. Un espía queconocí, hace años, al poco tiempo de marcharme de casade Harann. Por lo visto ya no lo es. Tiene una hija, que sequedó ciega, cuando... bueno, cuentan que su madreenloqueció y le arrojó aceite al rostro. A ambos, ydespués se suicidó –acabó, y al instante sintióremordimientos. No le parecía correcto hablar con tantaligereza de aquello.

Syhaji asintió. Habló de nuevo tras un momento desilencio.

–Siento haber sido tan brusco. No debo meterme entus asuntos, al igual que te pedí que no lo hicieras con losmíos.

–Oh, de veras, no le des importancia –replicó Llyra. –Además, no veo por qué no debería contártelo. Somos... –titubeó, buscando la palabra adecuada, y al fin se decidió–Compañeros. ¿No es así?

–Eso parece –respondió el hombre, esbozando unalenta sonrisa. No dijo nada más, pero siguió con aquellaexpresión en su rostro unos minutos, y Llyra se preguntópor qué recovecos se movían sus cavilaciones.

No volvieron a hablar, y finalmente el sueño los tocócon sus manos oscuras. Hasta que llegó su turno deguardia, la mujer vagó por desiertos campos, luchandocon un viento que la zarandeaba de aquí para allá, que eray a la vez no era, porque nada se agitaba aparte de ella.Allí en la lejanía sólo veía una silueta humana, alta ycubierta de sombras; una silueta que reconocía, mas elnombre no atinaba a surgir de sus labios... y, a sualrededor, multitud de lobos. Lobos erguidos en dos patas,portando lanzas entre sus dedos garrudos.

Aquella noche volvieron a escuchar los aullidos, sibien todavía lejanos. Por fortuna no vieron aparecerningún animal, aunque los que hicieron guardiapermanecieron vigilantes, las manos tensas hastapalidecer sobre los garrotes o los cuchillos. Casi sepodría haber dicho que las fieras se estaban burlando deellos, lanzando llamadas equívocas, tratando de medrar suconfianza y su ánimo para asestar el golpe en el momentomás inesperado. Sin embargo nadie podía saberlo, pese aque los más agoreros pensamientos surcaban las mentes y

se comunicaban con las miradas silenciosas. Por elmomento sólo les quedaba estar atentos, avanzar... yconfiar en la buena fortuna.

Con el helado rocío del alba despertaron, y sereunieron en torno a los restos de la hoguera ya extintapara compartir el desayuno, mientras tres hombres (Evan,Delsar y un sujeto llamado Alperth) se adentraban en laespesura para inspeccionar los alrededores. Llyra no seunió al resto, pues no quería dejar solo a Syhaji; adujoque debía ocuparse de su compañero enfermo (lo cual noera del todo falso), siendo muy consciente de que ello legranjearía desconfianza y suspicacia. Fue así que, enefecto, algunos murmuraron, mirando de reojo su carreta,bien de manera sombría, bien de manera socarrona. Peronadie le dijo nada, y con el paso de las horas, una vez sepusieron en marcha, los recelos se fueron desvaneciendo.En gran parte ello fue causado por la cercanía y patentesimpatía que Delsar, uno de los más antiguos integrantesde la comitiva, profesaba a la recién llegada.

El hombre colocó su carreta al lado de la de Llyra, ydurante toda la mañana charlaron amigablemente, a lavista de los demás. La joven encontró en verdad unagradable interlocutor, y agradeció el cambio, aunsintiéndose un poco culpable por Syhaji. Pero con Delsarpodía hablar de su mundo, de todo lo que había cambiado

y acaecido; se enteró de muy diversas nuevas sobre elGremio (siempre, por supuesto, hablando medianteeufemismos), sobre Caer Sybern, sobre las oportunidadesque había conseguido el antiguo espía después de dejar suanterior vida. Delsar le habló sobre un nuevo Gremio deInvestigadores surgido en Caer Aladon. Tenía inclusoautorización legal, reconocida por el Rey, y sus miembrosaceptaban encargos muy variados, que iban de lo oficial alo ilícito, de lo rutinario a lo extravagante. Pero todos losque lo componían eran aceptados y en ocasionesreputados por su labor. No tenía nada que ver con eltradicional espionaje sucio y traicionero... aquello erannuevos tiempos.

–El caso es que creo que a ti te vendría muy bien –lehabía dicho el hombre, y ella se sintió halagada. –No sólopor la facilidad que siempre has tenido para ocultarte,sino por tu perspicacia. Siempre pensé que mirarte defrente era como mirar a una de esas esfinges de las quehablan los cuentos, ¡todos tus pensamientos quedaban aldesnudo!

A su lado, sobre el pescante, la pequeña Ilmedh soltóigualmente una traviesa carcajada, los rizos oscurosondeando con la suave brisa.

Llyra sonrió, y la contempló con un deje de ternura. Lavenda que cubría sus ojos y parte de su frente dejabatraslucir un trozo de una enorme cicatriz ennegrecida. Se

estremeció levemente, y se preguntó si la vida de aquellosdos hubiera sido en verdad distinta de no haberseproducido aquel terrible accidente... aunque le costaballamarlo así. A pesar de todo, ahora a Delsar se le veíamuy bien: afable, ilusionado, incluso un tanto más bajo devientre. Tal vez incluso del mayor mal podía extraerse unapizca de luz que iluminara un camino mejor. Era algo enlo que llevaba también largo tiempo pensando, casi desdela misma noche en que encontrara a Syhaji.

–Un Gremio de Investigadores... –murmuró la mujer,mirando al cielo. –No tiene mala pinta. Aunque, digas loque digas, tendría mucho que aprender.

–Quién sabe– Delsar guiñó un ojo. –Ha pasadotiempo, no sé cómo habrán mejorado tus habilidades.Quizás ya hayas aprendido de sobra, Llyra. Muchas vecesaprendemos hasta de las cosas más nimias.

Posó una mano sobre la cabeza de Ilmedh, y ésta,tanteando, la tomó a su vez con sus deditos rechonchos.

Mucho avanzaron aquella mañana, sin toparse conninguna complicación. Al mediodía encontraron que elbosque comenzaba a clarear. Los árboles se separabanunos de otros y, en la lejanía, un collar de achaparradaslomas escondía lo que sería el amplio Valle de Tres Ríos,así llamado porque de su seno partían el Irre, el Hellas yel Erden, que pocos kilómetros más adelante se uniría alShald. En aquellas laderas se situaban ya varios pequeños

poblados. Al parecer, algunos de los viajeros (la ancianaque había defendido a Llyra, su hija y su yerno) teníancomo destino uno de ellos, Bepharus. La visión animó loscorazones, y fue motivo de conversaciones y risas cuandose detuvieron para almorzar. Por añadidura, no habíanescuchado signo alguno de los lobos, y su amenazacomenzaba a diluirse, con la ligereza con que sonolvidados los problemas intangibles.

La cosa cambió cuando Evan, subido a una roca,reclamó la atención de todos ellos y les anunció que elhombre del caballo se había perdido.

La noticia cayó como un jarro de agua fría, y desatólas más diversas reacciones. Algunos se negaban a laposibilidad de ir en su busca. Llyra escuchó losargumentos de éstos con verdadera repugnancia: no habíahablado apenas con nadie, decían, y al preguntarle por sudestino sólo había dicho que “llevaba una importantecarga”. Eran motivos suficientes, al parecer, como paradejarlo abandonado en el bosque, pues no se había ganadola confianza de ninguno.

–¿Acaso es necesario ganar puntos para merecer laprotección del resto? –intervino la misma anciana de lanoche anterior. –Creía que si estábamos juntos eraprecisamente para asegurar que cuidaríamos los unos delos otros hasta alcanzar nuestros respectivos destinos. Si

no estabais dispuestos a ello tendríais que haberleexpulsado mucho antes.

El yerno de la mujer la apoyó con vehemencia, asícomo algunos hombres más, incluido Delsar. Sin embargo,Alperth se impuso sobre todos ellos con su voz ronca. Eraun tipo alto, de nariz chata y muy velludo, y su porteparecía delatar un afán de superioridad.

–Todos acordamos desde el primer momento ladisposición de la caravana para evitar que algo asísucediera –habló. –Si ese tipo, Sven o como se llamara,se ha perdido, tiene que haberse salido del camino o algoparecido. En ese caso no es nuestro problema. Nosprotegemos si nos sucede algo imprevisto, pero no sicometemos descuidos intencionados.

–¡Eso no puedes saberlo, Alperth! –esta vez fue elpropio Delsar quien irrumpió. –¿Me estás diciendo que simi hija, por ejemplo, se interna en el bosque, nadie meayudaría a buscarla porque habría sido su descuido... o elmío?

Alperth volvió hacia él la cabeza y le disparó unamirada ceñuda.

–Mi única sugerencia es que le esperemos, comomucho, un par de ciclos –ladró de nuevo el tipo. –Si no haaparecido entonces seguiremos adelante. Algunos denosotros tenemos prisa por llegar a nuestros destinos, porsi no lo sabes.

–Dos ciclos me parece excesivo –añadió una oronda y

altanera mujer que viajaba con él. Llyra no habíaescuchado su verdadero nombre, pero sabía que algunosse burlaban de ella entre susurros con un cruel mote,Barrilito. –No olvidéis que si estamos hablando delLobero, esta desaparición puede ser un plan paraacorralarnos.

Diversas voces preocupadas se alzaron tras aquellaspalabras. Evan, quien a todas luces parecía ser el líderdel grupo, silbó estridentemente para acallarlos. El perro,a sus pies, soltó un gemido. No era un método muydeseable en aquella situación, pero al menos causó efecto:las escandalizadas miradas se volvieron hacia él.

–Estoy de acuerdo en esperarle –afirmó –pero almismo tiempo creo que algunos de nosotros tendríamosque ir en su búsqueda. Deberíamos desandar algo delcamino. Pensad que quizás cayera del caballo sin que nosdiéramos cuenta, y ahora puede estar malherido. Si iba enla retaguardia es una opción muy probable.

–¡En ese caso seguirá siendo su problema! ¡Se suponeque tenía que ir delante!–volvió a gritar Alperth, a todasluces exasperado.

Hubo una larga discusión, en la que se destacabanclaramente los partidarios del cetrino individuo, y porotro lado los que, como Evan, creían que no bastaba conquedarse de brazos cruzados. Nada se sacó en claro,finalmente. Los carros se detuvieron, avenidos al plan deesperar a Sven, pero varios de los más obstinados se

decidieron a recorrer un trecho en su búsqueda, en losalrededores: por supuesto, el antiguo cazador y su perro,al que siguieron cuatro más, Delsar entre ellos. Pidió aLlyra que se quedara con su hija.

–Volveré enseguida, tesoro. No te separes de miamiga, ¿de acuerdo? –le dijo a la pequeña, y puso una desus menudas manos en la de la mujer. Ilmedh asintió alvacío, con expresión responsable.

–Ten cuidado, papá.Cuando Delsar se hubo marchado, Llyra sintió una

fuerte sensación de desamparo; aun mayor que la de laniña, pensó con ironía. Mantuvo su carreta alejada de lasotras, y allá donde mirase sólo veía semblantesdesconfiados, ojos temerosos que barrían la espesura, altiempo que murmuraban en corros. Tal actitud ledesagradaba en extremo, y ello debía de ser evidente paralos demás, pues algunos le lanzaban miradas de reojo.Resopló, incómoda. No tenía sentido permanecer allífuera; no quería tener nada que ver con aquella gente... Sevolvió hacia Ilmedh.

–¿Te parece bien si entramos en mi carreta, a saludara mi amigo? Seguro que tiene ganas de conocerte –le dijo.La chiquilla asintió, y tomadas ambas de la manocorrieron la cortina de la lona.

Syhaji se encontraba sentado cerca del pescante, oídoavizor, por lo que no se sorprendió al verlas. Su rostro setensó ligeramente, en una reacción instintiva, al reparar en

la niña, mas nada dijo.–Dame tu mano –le indicó su compañera. Obedeció, y

ella puso la manita de Ilmedh sobre la suya. –Éste es miamigo. Le llaman Sombra –presentó Llyra con una sonrisacómplice.

–Hum... encantado –titubeó Syhaji, sin saber bien quéhacer. La hija de Delsar, en cambio, se mostró másentusiasmada.

–Me gusta tu nombre. Es divertido –exclamó, y lamujer no pudo reprimir una risa. “Divertido” no eraprecisamente el calificativo que a ella se le ocurría.

Syhaji no sonrió. Su expresión se mostraba adusta,absorta, la mirada se prendía en algo más allá del vacío.Quizás se había molestado por la broma... o tal vez estabapreocupado por la situación.

–Te has enterado, ¿no? –le dijo Llyra con cautela. Élasintió, cabizbajo.

–Me da mala espina. Regal me hablaba mucho sobre...ya sabes, la forma de actuar de esos animales. Noconviene subestimarlos. Además... –vaciló. –Más le valea tu amigo y a los otros no tardar demasiado. Creo queestán muy cerca. No, no lo creo, lo sé. No me preguntescómo.

–¿Qué? –alarmada, la mujer miró de hito en hito aIlmedh y a su compañero. Hizo el esfuerzo por encontrarpalabras disimuladas. – ¿Acaso has... escuchado algo?

–Nada de nada –masculló La Sombra. –Ya te he dicho

que no podía explicarlo. No es que crea en supersticioneso tonterías por el estilo, pero... hay una presencia, unafuerza, y de algún modo la noto. Algo que... apaga elviento. – Calló unos instantes después de la extraña frase,y movió la cabeza con pesar, suspirando. En la oscuridad,sus áureos ojos parecían brillar aceradamente, comonunca antes los había visto.

Ninguno de los dos volvió a hablar; sólo la pequeñahizo algunas preguntas nimias sobre ellos, que Llyracontestó distraídamente. El extraño brillo siguió ahítodavía unos minutos hasta que se fue desvaneciendo,como una estrella que muriese engullida por la noche, yaun a su pesar no pudo separar la mirada de él. Le inundóun desasosiego que tardó largo rato en disiparse... lasensación de otra presencia, invisible, parasitaria,instalada en los ojos del hombre.

Las noticias llegaron medio ciclo más tarde. Evan ylos suyos regresaron informando de que, en efecto, habíanencontrado rastros de Sven. Huellas de cascos, pisadashumanas...

–Y, junto a ellas, las marcas de unas patas. –Elantiguo cazador tosió. –Patas de lobos.

–¿No encontrasteis sangre? –preguntó con voztemblorosa Haldus, el cartógrafo. Ted, a su lado, seagitaba como un junco.

–No.

Las acusaciones saltaron de inmediato; habían estadoagazapadas, afilándose las uñas, en las gargantas demuchos. ¡Huellas de Sven junto a patas de lobo! ¡Aqueltipo era el Lobero, sin duda! Habían sido unos estúpidosal confiar en él; y la culpa principal, por supuesto, era delos que lo habían dejado unirse al grupo con informacióntan poco fiable. Evan, principalmente, y los que, como él,demostraban ser unos ilusos. Delsar, con su vozarrón,desestimó enérgicamente tan absurdo argumento. ¡No eratiempo de pensar en leyendas, en espíritus invernales, enpamplinas de cuentos de brujas! Debían estar unidos,gritaba, agitando los brazos, e Ilmedh se aferraba a supierna, asustada. Era el miedo el que les susurraba taleshistorias, el verdadero enemigo.

Las pruebas eran irrefutables, Alperth clamaba, ymuchos como él asentían con la cabeza. La anciana deBepharus y su familia se enfrentaban a él cerrando lospuños. Lo que había que hacer era buscar a Sven,gritaban. No había sangre, luego debía de estar vivo... Nihablar, protestaba Barrilito, enrojecida. Ni en sueños sedejaría conducir a la trampa...

Llyra se llevó las manos a las sienes. La cabeza lehervía como una marmita al fuego.

Las palabras se entremezclaban en su mente y se

confundían en un amargo galimatías. Trampa, traición,ayuda... desesperación, ficción y leyenda... ¿Quéimportaba todo, demonios? ¿Acaso no tenían un destino,un objetivo? ¿No compartían, pues, la simple intención desobrevivir? Dioses, si se le concediera un solo deseoharía que todos a la vez perdieran el habla... y poderescuchar únicamente la voz del bosque, como los díasanteriores, cuando ella y Syhaji viajaban solos.

Sus sentidos se sustrajeron durante unos preciadosinstantes al bullicio de la discusión. Escuchóprofundamente. Allí, por debajo de las enajenadas voces,sólo estaba la blanca capa del silencio, benefactor, puro.Incluso las aves, el viento, habían enmudecido.

Incluso el viento.

La mujer dio un respingo y a punto estuvo de caer delpescante, aunque por fortuna nadie advirtió su gesto. Yahabía sentido aquello antes, aunque el simplepensamiento, el recuerdo de aquel sueño, le pareció unalocura. Se volvió, encabritado su corazón, y se topó defrente con el rostro de Syhaji. El hombre asomaba lacabeza por la cortina, y en su mirada ya no estaba elinsólito brillo de antes. Ahora sólo había miedo.

–Están aquí –dijo, nerviosamente. Y no tuvo querepetirlo.

El primer aullido resonó muy cerca, entre los árboles,tanto como nunca antes lo habían escuchado... niescucharían de nuevo. Fue el primero, y el único. Despuésde él sobrevino el caos.

El grito desgarrado de Lucille sólo duró un instante.Era una mujer callada y temerosa, que había permanecidoajena a la discusión todo el tiempo. Sarcásticamente, fuela primera en recibir a la muerte, en la forma de unaenorme bestia de sucio pelaje pardo, ojos afilados comolanzas, terribles colmillos que hendieron su carne como sino fuera más que una ilusión. Y detrás de aquella saetallegaron muchas más: al menos quince lobos surgieron enfiero e imprevisto ataque de entre los matorrales y losárboles. Ocultos a la vista hasta entonces, quizásdisfrutando siniestramente de la insensatez de sus presas...Nadie los había escuchado, empeñados como habíanestado en oírse sólo a sí mismos.

Varios cayeron ante la sorpresa del primer ataque,pero los que quedaron en pie consiguieron sobreponerse;recubiertos por la coraza de la desesperación y delinstinto más primario, echaron mano a sus precariasarmas, y en verdad a todo lo que tuvieron cerca y pudieraservirles como defensa. Llantos y gritos se oían pordoquier, Evan trataba en vano de organizar al disperso eindefenso grupo; Alperth y varios más fueron abatidos

cuando, estúpidamente, intentaron huir hacia la espesura.El bosque fue escenario de una salvaje orgía, y los lobos,dementes en su superioridad, se movían con el viento...con el mismo viento que habían acallado en suemboscada.

Llyra enarboló el látigo y de un salto se colocó a ladefensiva. Le invadía un pánico cerval, pero al mismotiempo la fascinación; jamás había visto ni oído hablar deuna manada tan numerosa, jamás hubiera advertido queestaban rodeados. De pie sobre el pescante, sólo dispusode unos segundos antes de que la primera de las fieras sele abalanzara encima. Un restallido y el animal reculó,gañendo, con una cruz de sangre en el hocico. Sólodurante un instante fugaz la mujer buscó con la mirada aDelsar y a su hija, pero no pudo verlos, ni de pie ni entrelos cadáveres que ya se esparcían. La cabeza le dabavueltas, el estómago se le encogió, y supo que no habíatiempo para mirar de nuevo o preguntarse nada. Allívenían dos lobos más, ávidos y veloces, y ya sepreparaban para saltar...

La mano de Syhaji la agarró por el hombro y laarrastró con fuerza al interior de la carreta, de improviso,y ella se debatió, cayendo sobre las pieles.

–¿Qué haces? ¡No podemos encerrarnos aquí! –gritó.– ¡Es un suicidio!

–¡Cálmate! –el hombre la retuvo con mayor fuerza,aferrándola por los hombros; Llyra se sorprendióvagamente de que tuviera tanta energía. A pesar de todonotó que las rodillas le temblaban. Buscó su mirada, y allíestaba de nuevo el resplandor extraño, tan ajeno a él, quela hizo estremecer... y al mismo tiempo paralizó suvoluntad, pues era terrible el poder que emanaba derepente.

–¿Dijiste que Harann vivía cerca de una roca... unbasilisco, no?

La pregunta, absurda, tardó en llegar a su nubladoentendimiento.

–Ah... sí.– Pase lo que pase, no te muevas –susurró La Sombra,

y cerró los ojos.Un sonido súbito engulló el final de la frase; un

ennegrecido hocico había aparecido frente a ellos,rasgando la lona. Los ojos de la bestia aparecieronenseguida, muy próximos, el hedor de su aliento, preñadode sangre, les embriagó... los blanquecinos dientesbrillaron frente a ellos...

Llyra gritó. Sintió el golpe, creyó sentir el ominosodolor.

Se sumergió en un torbellino frenético, algo que laagitaba en todas direcciones, que dispersó su conciencia

hasta convertirla en una amalgama sin coherencia alguna...y durante unos segundos, que le parecieron interminables,tuvo la certeza de que su cuerpo y su alma estaban a puntode separarse, tal era la fuerza que la arrastraba.

Pero sólo fueron segundos. De pronto el torbellino,fuera lo que fuese, la vomitó, y sus partes volvieron aunirse. Volvía a ser Llyra. Aquellos volvían a ser susbrazos, sus piernas, su mente regresaba a su lugar... y algola zarandeaba todavía, pero esta vez débilmente. Unasmanos trémulas que se clavaban en su carne.

Abrió los ojos, gimiendo. Las piernas le fallaron, ehizo un ímprobo esfuerzo por mantenerse en pie, porcontener unas violentas arcadas. Frente a ella, Syhaji laagarraba de los hombros.

–No... no te desmayes... –musitó.Él no fue capaz de predicar con el ejemplo. La cabeza

le cayó sobre el pecho, y las manos le resbalaron hastacolgar a sus costados. Se tambaleó unos instantes, y Llyra,todavía mareada, no acertó a evitar que se desplomara deespaldas sobre el suelo de nieve.

–¡Syhaji! –recobrando súbitamente las fuerzas, lamujer se agachó junto a él. – ¿Qué ha pasado? –miró enderredor, angustiada, esperando contemplar la testa de unlobo cerca de ellos. Ninguno vio, no obstante, y sus oídosno captaron ningún sonido que delatara su presencia.

Todo parecía ser quietud y sosiego, aunque bien sabía queno podía dejarse engañar por ello. No obstante, cuandolevantó aún más la mirada, cualquier intento de alerta seconvirtió en una futilidad. Soltó una exclamación deasombro.

Un amplio río danzaba, perlado por el sol, a apenasunos metros de su posición. En su orilla se levantaba unagran piedra manchada de barro y musgo, sobre la quesaltaban varias aves.

Una piedra con una forma muy curiosa, solían decirlos viajeros. Y acto seguido siempre se contaba laleyenda.

–Pensé... –Syhaji habló en un susurro débil, y la mujerse asustó; su respiración emitía un sonido sibilante y teníalos labios amoratados. Nunca le había visto tan mal. –enun basilisco... de los que vi en los libros. Espero que...haya resultado... No sé dónde...

–¡Calla! –la mujer se inclinó sobre él y le habló aloído. –No digas nada más, estás exhausto. Ahorra fuerzas.

Se puso en pie y se retiró de la cara los mechones depelo que la brisa jugaba a desordenar. No tuvo queesforzarse mucho en buscarla. Su silueta se destacabaentre los árboles: una casa de piedra, de tejado inclinado,en cuyas paredes culebreaban multitud de enredaderas.Las ventanas redondas seguían teniendo visillos...

aquellos visillos primorosamente bordados con motivosplateados que representaban cuentos populares. Losrecordaba bien, aunque no pudiera distinguirlos desdeaquella distancia, y también recordaba cuánto le habíagustado perderse en sus intrincadas formas...

Parpadeó rápidamente, pugnando por que la cortina delágrimas que amenazaba con cubrir sus ojos se disipara, ylo consiguió. Ahora no era el momento. No todavía.

–Éste es el lugar – No sabía si su compañero estabaescuchándola o no. –Nos has traído a casa de Harann,aunque estábamos al menos a un día de camino... No sécómo lo has hecho, Syhaji, pero esto es increíble. Ahoraespérame, ¿de acuerdo? –se volvió a mirarlo, y creyó verque él asentía con un movimiento casi imperceptible,mientras tosía roncamente, sentado en el suelo, los labiosmanchados de sangre. Su pecho vibraba con rapidezarriba y abajo, los brazos le temblaban. –Sólo tardaré unmomento, te lo juro. Sé fuerte y espérame.

La mujer echó a correr, empleando toda la fuerza quepudo hallar en su interior. Movía los brazos contra elviento, apretaba la mandíbula. Ascendió le levependiente, alfombrada ahora de nieve, y la recordóvívidamente, en primavera, cuando había pasado las horastumbada entre la crecida hierba. Las cadenas se habíansoltado por fin, y todo regresaba a su memoria, sin queella pudiera impedirlo.

Llegaría a tiempo. Le había costado pérdida,incertidumbre... pero llegaría al lugar del que nunca debiómarcharse.

Se había sentado en el suelo, y había cubierto sushombros con una gruesa piel de oso que había tomado deuno de los carros volcados. Era marrón... probablementede aquella especie enorme de las montañas de CaerSybern, ésa de la que, decían, quedaban ya muy pocosejemplares. Alguien había propuesto al rey quepromulgara un edicto para prohibir su caza, con esperanzade conservarlo. Le parecía ridículo; los tramperos noharían ningún caso del mandato, y mucho menos los que sevieran acosados por semejante bestia en medio de laespesura. Sin embargo, por si se llegaba a aprobar, noestaría de más conservar aquella pieza. Sin duda su valoraumentaría considerablemente en tal caso.

Las nubes rezongaban, pesadas y rechonchas, sobre sucabeza. No necesitaba mirarlas para saber que la tormentase aproximaba de verdad, no una mera tentativa comovenía sucediendo desde hacía varias jornadas. Sacó lapipa del interior de su chaqueta, así como un poco dehierba, yesca y pedernal, y la encendió ceremoniosamente.Resopló, dejando escapar una hebra de humo. Al menos la

lluvia o la nieve borrarían las huellas y el olor que habíaquedado en aquel paraje... El bosque recobraría supureza, sólo para volver a ser salvaje y diabólicodespués, inexorablemente. Así eran las cosas. Así elinfierno, en su imaginación, se le asemejaba un círculo, ungrillete siempre cerrado.

Lo escuchó tras de sí. Sus pasos blandos, casi etéreos,su presencia abrumadora. La garganta se le inundó con unsabor agrio, como siempre que lo tenía tan cerca. No legustaba. A veces tenía pesadillas en las que creía que leatacaba por la espalda, y era demasiado vivido.

El viento se apagó cuando Irko se sentó a su lado.–No ha estado nada mal esta vez. Bastante gente. Te

felicito –el enorme lobo gris ensanchó los labios enaquella perturbadora mueca tan habitual, que seasemejaba a una sonrisa. Contemplaba con serenidad losrestos de la caravana: las carretas destrozadas, tumbadas,con todas sus pertenencias desparramadas. Los pocoslobos que todavía merodeaban entre los cadáveres olamían la sangre del suelo también metían el hocico en losequipajes, en la ropa, manchándolos de barro y carmesí.Alguno aullaba, contento y saciado, otro roía un hueso.

–Un océano de sangre –habló otra vez Irko.El animal volvió hacia él la cabeza, y su mirada le

atravesó como un calambre por todo su ser. La detestaba.

Aquel ojo azul y aquel otro ciego parecían escarbar en sualma cual gusanos. Cuando lo hacía... entonces sentía másque nunca el yugo sobre su espíritu.

No dijo nada.–¿Qué te pasa? Pensaba que te gustaría que te alabase

–la bestia insistió. – ¿O es que ya esto es poco para ti,Lobero?

–No me llames así –esta vez no pudo contenerse.Apretó los puños. –No soy eso. No te burles de losmuertos.

Una especie de risa sibilante surgió de la garganta deIrko.

–Pero las coincidencias son muy evidentes. Ydivertidas, me atrevo a decir –ladró. –¿No te gusta esetítulo? Piénsalo... la encarnación de un cuento para asustara los niños.

–Me quedaría mejor otro. Esclavo, tal vez.El animal endureció la mirada. Se incorporó, acercó

el morro a su oreja... y le susurró, haciéndole estremecerde tal modo que no podría olvidarlo en muchos días.

–Eres un privilegiado, Delsar. Deberías recordarlo.Lo escuchó de nuevo tras de sí, esta vez alejándose al

trote, y el viento regresó. No tuvo entereza para volversea mirarlo, no después de aquel susurro. A los pocossegundos escuchó su aullido, ululante y espectral, y lamanada le contestó. Raudos, obedientes, se dispersaroninternándose en el bosque. Por fin, el hombre salió de su

parálisis y enterró la cara entre las manos.

Ilmedh se acercó a él. Había estado jugando con lanieve a una distancia prudencial, haciendo pequeñasfiguras que ella, en su ceguera, sólo intuía, pero que teníantanta vida en su imaginación como las de cualquier otroniño. Extendió los brazos y rodeó el cuello de su padre.

–Estás temblando –le dijo. –¿Qué te ha pasado? –surostro se puso tenso. – ¿De nuevo te ha molestado Irko?

–Más o menos –el hombre tragó saliva y la abrazó. –Tú no te preocupes, cariño. Estoy bien. Tenemos quebuscar un sitio para pasar la noche, porque... porque losque viajaban con nosotros se han marchado. Tenían muchaprisa.

–Otra vez ese olor, papá –se quejó la pequeña,arrugando la nariz.

–Ya.Nunca sabía qué decirle ante eso, y ahora menos que

nunca. Apretó la pipa entre los dientes. Tomó a su hija enbrazos y echó a andar, aunque antes de abandonar lacolina miró una última vez por encima de su hombro. Eraextraño... Ninguno de los cadáveres era el de Llyra,estaba seguro. Quizás había huido, de algún modo. Oquizás la habían abatido entre los arbustos. Esperaba quefuera lo primero.

La tormenta llegó por fin, un par de ciclos más tarde,

cuando ya estaban resguardados en un antiguo refugio delcamino, de aquellos construidos para los viajeros yolvidados por ellos mismos con el paso de los años. Lalluvia y la nieve lo barrieron todo, lo ocultaron todo.

CAPÍTULO 5: CAMINO

Syhaji estaba de pie sobre el acantilado, solo.

Sobre su cabeza se abría un cielo gris, infinito, untablero de nubes revueltas y formas cambiantes. Y allíabajo rugía el Mar. Sabía que se trataba de él, aunquenunca lo había visto antes.

Las nubes se arracimaban en espiral justo encima desí, y el enloquecido remolino intentaba absorberlo. En suinterior estaba la Nada... la entropía, la negación. Elolvido. Podía presentirlo, enervando cada uno de sussentidos, y luchaba enconadamente por resistirse a suinflujo. No quería ir... no quería dejar de ser Syhaji, apesar de todo lo que ello significaba. No quería morir...

Estaba de pie sobre el acantilado, y también estaba enla carreta, atravesando de nuevo el bosque nevado. Através de la lona podía entrever las caras, los ojosbrillantes de miedo y odio, escuchaba las risas y losinsultos entre dientes. Se apretaban para verlo, a aquelmonstruo que la mujer pelirroja llevaba para venderlo auna feria. Le había dicho que irían a ver a una curandera,¡pobre idiota! Él se escondía entre las pieles, trataba de

empequeñecer y perderse entre su capa... pero incluso laoscuridad se burlaba de él con la hueca voz de losespíritus.

Estaba de pie sobre el acantilado, y también en sutorre de la fortaleza de Caer Sybern, el sombrío lugardonde se había criado. Las sirvientas que le llevaban decomer hacía días que no acudían, tampoco su madre... y sesentía débil; se dejaba caer sobre el suelo alfombrado conlos ojos desorbitados, contemplaba con odio los lujososmuebles y tapices que ocupaban la estancia. Toda aquellafrivolidad que servía para aliviar la conciencia de Gardokno era más que un sarcasmo, cruel y humillante. Searrastraba hasta la ventana ovalada de la pared oeste, laúnica que había en la estancia, y desde donde a vecestenía el valor de asomarse levemente. Daba a un patiociego, que se empleaba para acumular desperdicios. Enocasiones algunos de los chiquillos que servían en lacorte acudían allí a jugar, y una de sus diversiones eraintentar acertar a su ventana con piedras. Así sucedíaahora... pero las pedradas eran increíblemente poderosas.Traspasaban la ventana y le acertaban de lleno. Laspiedras horadaban las paredes de la torre, los reciosmuros comenzaban a agrietarse y a desmoronarse, y Syhajisabía que se hundiría sin remedio con ella. Nadie acudiríaa ayudarle...

Las nubes ponían mayor empeño, reclamaban su sercon voz tronante. Pero él se aferró a todo aquello, elterror, las dudas, para sobrevivir. Era la semilla de sualma, la única fortaleza de su ser... aquello queatestiguaba su identidad. Y allí siguió de pie, siendoSyhaji, sobre el acantilado, sin moverse un ápice.

Por fin la terrible fuerza pareció apaciguarse. El cielogris se aclaró, se desdibujó; huyó el rugido de las olas ydejó en su lugar una muda y densa oscuridad. De súbitoabrió los ojos, sobresaltado su corazón, como si cayera deuna altura desconocida.

Ya no estaba en un acantilado, o en una carreta, o en latorre. Su vista enfocaba un techo alto, cruzado por vigas.Movió un poco la cabeza, conforme iba despejándose. Laleve iluminación, producida por un candelabro de tresbrazos sobre una mesita, revelaba una habitación pequeña,con formas que bien podían ser alacenas y estantes. Elcamastro en el que estaba tumbado ocupaba una paredcasi por entero. Inundaba el ambiente una aroma leve ygratificante... almizcle y alguna especia dulzona que nopudo reconocer. Le trajo a la mente, durante un instante, laimagen de una de las sirvientas de su niñez, uno de lospocos seres humanos que había conocido de cerca, Suvestido desprendía un olor similar. Avena, canela,pimienta. Sabía bien, ya entonces, que no eran más que

olores vulgares, de los que pueden encontrarse en lacocina de cualquier casa. Pero para el chiquillo confinadoevocaba el anhelado deseo de un hogar.

Suspiró. No le gustaban aquellos arrebatos demelancolía. Se pasó una mano por los ojos, cansada,lentamente. Mover el brazo le hizo torcer el gesto; losmúsculos y las articulaciones le pinchaban como situviera astillas en su interior. No se notaba débil, sinembargo, a pesar de ello. La casa de la druida Harann...Allí debía de estar, sin duda.¿Acaso había hecho ya algopara reconfortarlo? ¿Cuánto tiempo habría pasadoinconsciente desde que llegara?

Los interrogantes cruzaban su mente, mas no conapremio. No, simplemente se deslizaban como nubes enuna tarde de lasitud, sin que sintiera la urgencia de lasrespuestas.. Se miró las manos. Allí estaba su piel pálida.No había cambiado, aparentemente. Pero se sentía bien,como hacía muchos años que no sucedía. No era unbienestar tenso y quebradizo como el que conseguía conlas infusiones que le preparaba Llyra...

Un chirrido muy leve lo sacó de sus pensamientos. Sevolvió en su dirección, instintivamente, si bien todavíasereno. Había sido una puerta, le dijo el experto oído delladrón. En efecto, un delgado haz de luz se introdujo

furtivamente en la habitación, y tras él una figura se asomótímidamente. El contorno de un rostro, que no tardó enreconocer; el brillo de unos ojos verdes. Sin quererlosonrió con alivio, sólo un segundo.

Llyra dudó un momento, y finalmente entró del todo ycerró la puerta a sus espaldas. Sonreía también, su pielambarina a causa de la iluminación del candelabro. En suexpresión creyó el hombre leer la misma paz que lereconfortaba, como un extraño vínculo entre ambos.

–Hola –saludó alegremente la mujer. –Te escuchéfarfullar y revolverte entre sueños, pero no sabía si entrar.Me alegro de verte despierto por fin. ¿Cómo teencuentras?

Syhaji se giró y se sentó en la cama. Las rodillas sequejaron ásperamente.

–Bastante bien –confesó. No dijo nada más, esperandoque su compañera comenzara a explicarle algo, y ésta asílo hizo enseguida.

–Has estado cuatro días en cama. Desde que llegamos.Lo cierto es que cuando te trajimos hasta la cabañaestabas realmente mal... si he de serte sincera llegué apensar en lo peor. Lo que hiciste... cuando nostransportarte a los dos aquí... Fue como si aquello hubieraagotado tu energía casi por completo. Eso dijo Harann.

El hombre frunció el ceño y asintió, aunque nocomentó lo que le pasaba por la cabeza. Sí, debía pensar

en lo que había sucedido, en su tremenda hazaña. En loque la había producido… Pero no era el momento.

–Ella misma no daba crédito cuando se lo conté. ¡Almenos fueron sesenta kilómetros! –continuó Llyra, estavez con excitación. –Harann dice que nunca oyó de magiaalguna capaz de una proeza similar. En fin... el caso esque puso todo su empeño en intentar que sanaras. Apenastenías pulso y respiración, pero empleó toda su arte. Nosturnamos para pasar la noche en vela a tu lado...

–Veo que he causado bastantes molestias –musitóaquél.

–Nada de eso. Harann se lo tomó como un reto. No esuna persona que abandone a los que sufren, si está en sumano. Y cuando le conté tu historia, entonces sí que sequedó pasmada. E interesada. Conocía los rumores, porsupuesto, que hablaban del cuarto hijo del rey Gardok. Enestos días ha estado rebuscando en sus libros, pero no haquerido decirme si ha encontrado algo útil para ti. Me dalargas diciéndome que quiere esperar a que estésdespierto.

–He de levantarme e ir a verla. Por lo que me dices, ledebo la vida. Eso ya es algo por lo que le estaréagradecido siempre, aunque no pueda hacer otra cosa.

–Yo creo que conseguirá algo. Se ha mostradooptimista –repuso la joven. –Ha estado enfrascada entodos esos enormes libros y algo habrá tenido queencontrar sobre tu geas.

El hombre calló unos instantes, pensativo.–¿Y qué hay de ti? –dijo al cabo. – ¿Has hablado con

ella? ¿Has tomado una decisión?Se indignó consigo mismo por su torpeza; no era capaz

de encontrar las palabras adecuadas para sacar aquel temacon suficiente tacto. Aunque ésta no se lo había confesadodirectamente, había podido intuir la vergüenza que sentíaal regresar. No debía de ser sencillo enfrentarse cara acara con las heridas del pasado.

–Hemos tenido tiempo para hablar bastante –respondió aquélla, despacio. –Sabe todo ahora. Lo queestuve haciendo desde que me marché de aquí... sabeincluso que estoy siendo buscada en Caer Sybern. Casisiempre guardaba silencio, pero sus miradas eransuficientes. Sí, he reflexionado mucho sobre el futuro.Quería ir a Caer Mvarh, ya te lo dije, pero ahora... eso yano tiene sentido para mí –movió la cabeza y suspiró. –Tras mi charla con Harann siento como si me hubieravaciado del todo. No sé bien quién soy ahora, pero sí soyconsciente de lo que no quiero ser.

Había levantado la mirada al techo, y sus ojos seperdieron en el vacío mientras hablaba. Al terminar, noobstante, volvió a mirar a Syhaji, como si hubierareaparecido de repente frente a ella. La sombradesapareció de su rostro, y volvió a mostrarle una sonrisaamable.

–También te vendrá bien hablar con ella. Ya lo verás

–le dijo animadamente. –Voy a decirle que estásdespierto. No hace falta que vengas, puedes descansar unpoco más si quieres –añadió, al hacer aquél el amago delevantarse. – Te prepararé algo de comer.

Syhaji la siguió con la mirada mientras se daba lavuelta y se marchaba; escuchó los pasos al otro lado de lapuerta, alejándose por lo que debía de ser un pasillo.Ahora, tras la breve conversación, ardía en deseos desalir y explorar la casa, de ver a Harann y descubrir cómohabía conseguido salvarlo. La curiosidad le espoleaba;notaba su hormigueo en el estómago y disfrutaba con él.No sólo la fortaleza inusitada de su cuerpo, sino tambiénaquel deseo de conocer... ambas cosas le hacían sentirsevivo de una forma novedosa y extraña.

Esbozó una sonrisa torcida, para sí.–El optimismo no te pega –se dijo, sarcástico, en un

susurro, mientras se frotaba la cara y bostezaba.Las débiles llamas de las velas se agitaron un

momento, cual si una ráfaga de aire hubiera pasado entreellas. La luz bailó y los contornos se desordenaron,perfilando caprichosas formas. Syhaji dejó vagar la vistapor la oscuridad, simplemente, sin ningún pensamientodefinido. Pasó un rato hasta que advirtió que no sólo lashuidizas sombras lo acompañaban... hasta que notó lamirada, la fría presencia que había rasgado la penumbra.O quizás no quiso notarlo antes.

Como ya le había sucedido la primera vez, aquellapresencia ahuyentó toda voluntad o idea de su interior. Seinstaló dentro de su cabeza y ya sólo pudo hacer caso deél, de su inalterable expresión.

– ¿Quién eres? –dijo al fin, exasperado, el hombre. Noreparó en que pudieran escucharle desde el otro lado de lapuerta, hablando solo… o eso parecía. – Habla de unavez. ¿Qué es lo que quieres?

Ya no se rendiría al abismo de sus ojos, impotente yenfermo, como había hecho días antes. Ahora se enfrentócon entereza, examinó atentamente su rostro; al menos, lopoco que se podía examinar en aquella imagen borrosa,espectral, que se dibujaba en su mente.

Una tez humana pálida, casi rozando lo azulado. Uncráneo rasurado, una nariz picuda... y aquellos iris negros,sin fondo. El resto del cuerpo de la aparición era apenasun esbozo... tal vez producido por su imaginación, másque real.

– ¿Quieres que te dé las gracias por lo que hiciste? –volvió a hablar Syhaji, al no obtener respuesta. –Sí, séque me prestaste tu fuerza para transportarme hasta aquí.Pero si esperas algo de mí, no puedo saberlo a menos queme lo digas.

Para su sorpresa, el ente cerró los ojos, y duranteaquel breve lapso la cadena se aflojó. Syhaji sintió queera el momento, que podría ahuyentarlo de su interior. No

importaba que fuera un fantasma o una mera alucinación...Profanaba su mente, lo ataba, lo manipulaba. Se le habíaaparecido allá en la carreta, durante el ataque de loslobos, cuando había decidido que la única salvación eratransportarse; entonces lo había sentido muy dentro de sí,y le había parecido que le llenaba de un poder extático einalcanzable. Sin embargo, al evocarlo ahora, la intrusiónse le revelaba como algo desagradable e intolerable.Había salvado la vida gracias a su extraña intercesión,sí... pero no creía que fuera un favor altruista.

Volvió el ente a abrir los ojos, y de nuevo mató suvoluntad y su pensamiento.

–Sólo espero de ti que hagas lo que es debido, en sumomento.

La voz le traspasó como una bocanada de frío. Nohabía surgido de aquellos labios que flotaban entre lastinieblas. Maldita sea, le había susurrado al oído.

No se amilanó. Apretó los puños. No, no iba a dejarseconducir más.

– ¿Es una especie de deuda? ¿Eres un Mago, o algoasí? Más vale que me lo aclares. Me ofreciste ayuda ypoder, pero yo no lo pedí.

–Estás equivocado –los ojos relampaguearon. –No esalgo que yo necesite. Y tampoco tú me necesitas, ni menecesitabas en verdad allí en el bosque, aunque llegasteaquí gracias a la fuerza que te presté. Has dado un primer

paso, pero todavía hay mucho en ti que debe despertar.Aceptar lo que eres, y todas las responsabilidades que esoconlleva., es algo que ya está escrito.

–Yo decidiré quién soy –exclamó Syhaji, y la fuerzade tales palabras le hizo estremecer a él mismo.

El gesto invariable del ente pareció agitarse un tanto,como si realmente algo lo hubiera golpeado, o acabase desufrir un ramalazo de dolor.

–Me entenderás –dijo simplemente la voz, y le parecióque hubo un suspiro entre las palabras. –Hablaremos denuevo, y cuando nos veamos probablemente sea comoamigos.

Las sombras lo engulleron, tan súbitamente comohabía aparecido, contentas de expulsar a aquel extraño desu reino. Y aquél a quien las mismas sombras habían dadonombre durante años fue liberado, recuperó el dominio desu mente.

No había atisbo alguno de miedo en él, sin embargo.Esta vez no. No fue como la primera vez que lo vio y lehabló, cuando la desesperación, superior incluso al terrory el desconcierto, le había llevado a aceptar gustoso suofrecimiento, a mostrarle las muñecas para que leencadenara. En aquel entonces la posesión había sido algodeseable, y el recuerdo de la energía que le había imbuidoera todavía placentero. ¿Sesenta kilómetros, había dichoLlyra? Se mareó sólo con pensarlo... jamás se había

transportado de esa forma, ni podría haberlo hechoúnicamente con su poder.

Pero ya no estaba dispuesto a perder su ser y suidentidad, a dejarse guiar como un ciego. Poco leimportaba lo que le ofreciera, si volvía a tentarle... EraSyhaji. Sólo quería ser eso. Había luchado contra latormenta en el acantilado y seguiría haciéndolo sin dudar.

Un rato después, cuando su corazón ya habíarecuperado la serenidad, alguien volvió a entrar en lahabitación. Para su sorpresa no se trató de Llyra, o de ladruida, sino de una persona muy distinta... nada menos queun halfling.

Syhaji no pudo evitar contemplarlo boquiabiertodurante unos instantes, aun a sabiendas de lo maleducadoque parecía. Pero lo cierto es que nunca antes había vistouno, pues no solían pasearse habitualmente por las callesde Caer Sybern. Apenas medía un metro, y vestía un largocaftán verde hasta los tobillos, ceñido por un cinturón decuero. Su piel tenía un suave color tostado y el cabello eraoscuro, recortado hasta los hombros. Su rostro no erainfantil, como a veces se les representaba; aquel tipo erajoven, pero sus rasgos eran afilados y maduros como los

de cualquier hombre. Pronto buscó sus ojos, recordandolas leyendas que decían que en los iris de aquella raza seencontraban todos los colores de la naturaleza, ya quehabían sido precisamente ellos, en la mañana de lostiempos, los que habían otorgado las tonalidades al mundocon su simple mirada. Los de este halfling eran del colordel cielo... aunque parecían brillar, cambiantes aintervalos, como si en verdad fueran tamizados por el solo cruzados por jirones de nubes.

El recién llegado no se molestó al advertir el examenal que era sometido; antes bien, sonrió, divertido con elescrutinio, y saludó llevándose el canto de la mano a lafrente.

–Mi señora me ha mandado a buscarle. Mi nombre esSamer. Soy su asistente –habló, con un intencionado ycómico deje de solemnidad. –Me alegro de encontrarlerecuperado, y despierto para variar.

–Ah... gracias –balbució el hombre. –Es un placer.–Lo mismo puedo decir. La señora Llyra nos ha

hablado mucho sobre usted. La verdad es que lainesperada visita de ambos ha sido una bocanada de airefresco tanto para Harann como para mí –su torrente depalabras parecía imparable. –Ya nos resignábamos apasar otro aburrido invierno sin noticias del exterior.Ahora tengo una nueva historia con la que embelesar a lasmuchachas en la taberna –rió. –Y por lo que he podido

entender todavía hay muchas cosas que aclarar y quecontar. Por favor, seguidme por aquí, maese Syhaji –indicó, extendiendo una mano hacia el pasillo, fuera de lahabitación.

Atravesaron un corredor iluminado por antorchas,dejando atrás un par de habitaciones más. De las paredescolgaban aquí y allá algunos lienzos, con paisajes debosques o montaña; el halfling le explicó con orgullo queempleaba su tiempo libre en la pintura, de vez en cuando.Su charla fue siguió a toda velocidad, incansable, aunqueen modo alguno incordiante. Por su boca, en pocosinstantes, supo Syhaji que su cometido como ayudante eraacudir un par de veces por semana al poblado cercano,Cuerno de Ciervo, en busca de los alimentos perecederas(leche, huevos) y demás bienes; asimismo, obteníaingresos vendiendo los ungüentos, remedios y jarabes quesu señora preparaba. No era su aprendiz, tan sólo seocupaba de ayudarla en aquellos asuntos mundanos. Era lamínima muestra de agradecimiento que podía mostrarle,pues también él había salvado la vida gracias a suintervención, hacía ya cuatro años. Cómo y por qué no lodijo en aquel momento, aunque Syhaji intuía que notardaría en averiguarlo.

El pasillo desembocó, tras un giro a la izquierda, en lasala principal. ¿Era sólo su imaginación, o la casa

resultaba ser mayor por dentro de lo que le había parecidopor fuera? Las velas de caprichosas formas y loscandelabros ornamentados se disponían cuidadosamentepara que no quedara un rincón a oscuras. Llyra estabasentada en un sillón de mimbre, idéntico a otros dos querodeaban una mesa redonda. Le miró sin decir nada.Detrás de ella, junto a la chimenea, arrojando haces deleña al fuego todavía joven, se encontraba una mujerdelgada y alta, vestida con una camisa y pantalonesanchos. Aunque su pelo castaño, recogido en una trenza,mostraba senderos grises, y su rostro afilado revelabaalgunas arrugas, no debía de superar en mucho loscuarenta años. No se parecía demasiado a la ancianavenerable que Syhaji se había figurado en su cabeza…

Tras unos segundos sin siquiera volverse, Harann,pues no podía ser otra, se irguió. Atizó brevemente elfuego; acto seguido dirigió a Syhaji una mirada amable,casi se hubiera dicho que afectuosa. Y aquel sencillogesto disipó por completo la tensión que éste todavíasentía.

–Es un placer conocerte, Syhaji Gardoksson –le dijo.– Puedes tomar asiento ahí, junto a Llyra. Ponte cómodo.Voy a buscar algo para que charlemos mejor.

El hombre asintió y se dirigió hacia uno de lossillones; Samer, por su parte, tomó un taburete de unrincón y lo acercó a la mesa. La druida había

desaparecido por la pequeña puerta que daba a la cocina,a la derecha de la chimenea, y regresó con una bandeja enla que se disponían una tetera, varias tazas y un par deplatos.

–Lo preparamos hace un rato, pero todavía estácaliente –comentó. Syhaji no había notado hambre hastaque contempló los platos repletos de tortas de maíz ysémola, cuyo tentador aroma embriagó sus fosas nasales.Titubeó un momento, mas pronto tomó la primera y seencontró devorándola en un instante. De nuevo le asaltócomo un latigazo aquella sensación hogareña,desconocida, evocada sólo como un anhelo y una ilusiónhacía ya mucho tiempo.

Llyra bebía el té silenciosamente, la mirada fija enHarann. También Syhaji la miraba de hito en hito,mientras comía, aunque con mayor disimulo. Sussilenciosas maneras le azoraban. La druida se percatópronto de ello, y se rió.

–¿Qué os pasa a los dos? –preguntó. – ¿Siempremiráis así a vuestro alrededor cuando compartís una tazade té? Se os nota la prisa en cada movimiento que hacéis.

–Estoy en deuda con vos, señora –dijo el hombregravemente. –Habría muerto si no hubiera sido porvuestra ayuda.

La mujer, sin embargo, meneó la cabeza restándoleimportancia a su solemnidad.

–Sois muy aficionados a las deudas, vosotros dos –

replicó, mirando significativamente a Llyra con expresióndivertida. –Ella también me dijo algo así cuando llegó.Así que mi respuesta para ti será la misma: nada tenéisque agradecerme, ninguno de los dos. Sólo hice lo queestaba en mi mano. Tú también pusiste bastante de tu partepara restablecerte, Syhaji. Eres fuerte –el aludido fruncióel ceño con escepticismo al escuchar esto. –No creo queeste encuentro haya sido casual. Los tres tenemos muchoque dar y que recibir de cada uno. Yo sólo he empezadocon mi pequeña parte.

– ¿Ésa es otra de tus intuiciones, o es que acaso sabesalgo más? –inquirió Llyra, que parecía ansiosa por llegaral grano.

–Naturalmente, es una intuición –aclaró la druida. –Prácticamente sólo he tenido intuiciones en la vida, y elmismo saber humano se basa siempre en ellas. Todavíacrees que en mis libros se encuentran las respuestas acualquier cosa, incluso al porvenir, ¿verdad? Igual quecuando llegaste aquí siendo una chiquilla.

Era un reproche, pero en modo alguno amargo. Laantigua ladrona sonrió, apoyando la barbilla en un puño.Ambas mujeres se miraban y hablaban con afecto, como sicompartieran un poderoso lazo, una suerte de parentescoque nada tenía que ver con la sangre. Syhaji se sintiódurante un instante apartado, aunque le reconfortaba vertal serenidad en el rostro de su compañera. No sabíaexactamente qué podrían haber hablado, mas supo que

Llyra ya había encontrado lo que buscaba. Ahora sólodeseaba poder conseguir lo mismo.

Harann se volvió de nuevo hacia él.–No quiero ser descortés ni trivializar tus

preocupaciones, así que no me iré por las ramas.Hablaremos ahora del tema, si estás dispuesto –se reclinóhacia atrás en el sillón, y cruzó los dedos sobre el pecho.–Háblame de ti, primero. Llyra nos ha contado tu historia.Pero sobre tu poder sólo tú puedes hablar. Cuandodesapareces... o cuando lo usas del modo que sea... ¿quées lo que sientes?

El hombre titubeó. No era una pregunta fácil deresponder. Miró de reojo a Llyra y vio el brillo de interésen sus ojos.

–Eh... bueno, supongo que lo primero que siento eseso que los Magos llaman “energía” –comenzó. Se sentíatorpe y las tres miradas que se clavaban en él le pesabancomo si fueran las de una multitud. –Me abraza pordentro, primero como un fogonazo, y después se enfría, seextiende y... –le costaba terriblemente; algo en su interiorle conminaba a callar, a no romper el tabú tantos añosguardado con recelo. –Luego es como si de repente vieralas cosas desde dos perspectivas. Desde el mundonormal... y desde una especie de realidad onírica. Almismo tiempo, moviéndome en ambas. Sólo pienso en loque quiero hacer: trasladarme a alguna parte, abrir algo,

golpear... y mi espíritu lo hace, sin que mueva físicamenteun dedo.

Calló, y el silencio, expectante, continuó durante unpar de interminables minutos. Las llamas crepitaban en lachimenea y la habitación comenzaba a cobrar una pacíficacalidez.

–En fin, eso es todo... creo –carraspeó. –Bueno,después suele venir el dolor.

–¿Dolor? –Llyra enarcó las cejas. –Syhaji, ¿estásdiciendo que usar tu poder te resulta doloroso?

–No es para tanto. No es nada que se hagainsoportable; si así fuera no habría podido vivir de estotantos años –explicó aquél. –Al principio, cuando era uncrío, sí que era más fuerte... las primeras veces, incluso,llegué a sufrir convulsiones y ataques. Supongo que esotro de los motivos por los que Gardok comenzó aasustarse de mí. Pero después dejó de ser tan terrible. Enrealidad ya no son más que calambres, aguijonazosrepentinos: en el brazo, en las piernas, en la espalda. Aveces, alguna migraña más fuerte que otra. Como mesucedió el día que te rescaté en el Caer, por ejemplo. Peronada serio.

–Excepto en invierno, ¿verdad? –dijo Harann.El centro del problema se acercaba de manera natural,

sin rodeos. Syhaji volvió a mirarse durante un segundo lasmanos, se detuvo un momento en respirar profundamente yen calibrar cada palabra.

–Sí. En invierno, por algún motivo que desconozco,mi constitución se vuelve más débil. No sólo por el frío...lo cierto es que ya días antes de que comience la estaciónempiezo a notar temblores y dolores en los músculos.Tengo ataques de tos, las piernas no me sostienen. En esaépoca apenas bajo al caer, e intento antes aprovisionarmede todo para pasar la temporada. Durante los días máscrudos, generalmente no puedo ni levantarme de la cama.

–Lo recuerdo. La gente dice que en invierno LaSombra no comete ningún atraco –añadió la ladrona. –Secuentan todo tipo de rumores sobre la causa de ello.Seguro que muchos te divertirían.

–Señora... No sé cómo, pero vos habéis conseguidoque mi debilidad desaparezca –continuó Syhaji,dirigiéndose directamente a Harann. –Desde que despertéme siento vigoroso, como hacía mucho tiempo que no mesucedía. Ignoro si será algo transitorio o si habéisencontrado algún remedio para mi mal. Contáis ya con miagradecimiento más profundo, pero si acaso podéisconseguir algo más…

No dijo más, temiendo resultar demasiado impetuoso;en vez de ello permaneció atento a la reacción de lamujer. Ésta apuró el resto de su taza y se limpió los labioscon parsimonia. Los segundos parecieron alargarse hastaque habló.

–Me he ocupado con esmero de fortalecer tu cuerpo,empleando gran parte de mis conocimientos, y es posible

que te sientas así de bien durante algunas semanas. Sinembargo, es un remedio temporal. No he curado tu mal... yrealmente no sé cómo hacerlo. Y el principal motivo esque desconozco qué es lo que quieres sanar de ti mismo.

Tomado por sorpresa, Syhaji no atinó a responder alinstante. También Llyra miró a su antigua mentora conextrañeza.

La idea apareció muy clara en su mente, con palabrasdirectas, el anhelo que se había repetido en la soledad desus noches. Le avergonzaba tener que revelarlo, peroahora no se le ocurría otra contestación posible. Laverdad, desnuda y clara, era aquélla.

–Quiero ser una persona normal –dijo el hombre, ytodo su pesar anquilosado escapó con tales palabras. –Quiero deshacerme del geas que me castiga desde minacimiento y poder vivir con el aspecto de cualquier serhumano. No quiero... –se detuvo un instante, suspiró. –Notengo interés en conservar este poder. Nunca lo he pedidoy si pudiera arrancarlo de mí, lo haría gustoso.

Mientras hablaba, Syhaji evitó la mirada de Llyra, quesentía con intensidad sobre él. Había dejado su alma aldescubierto, al expresar su más íntimo y desesperadodeseo. No sabía qué más podría leerse en su rostro ahora.

–Entiendo. Romper un geas... –Harann frunció elceño, cerró, reflexionó con los ojos cerrados. –Lo quepides no es una tarea fácil. En primer lugar, quizás no

entiendas del todo lo que significa tu condición. Tal vezpueda explicártelo, si tú quieres.

–Oh, bien, una historia –exclamó Llyra, inclinándosehacia adelante. Sonrió hacia Syhaji, tratando de relajar larigidez de su semblante, y éste le devolvió el gestolevemente.

Harann se sirvió otra taza de té.–En realidad voy a intentar ser breve, pues habría

mucho que contar de lo que eres y de aquello que temortifica –comenzó. –Llyra piensa que sabes algo de laMagia como concepto, pues me ha dicho que tenías librossobre el tema en tu casa. ¿Conoces, entonces, qué son lasPosibilidades?

–Sé que son los hilos que conforman la realidad –respondió el hombre, titubeando. –Todas las cosas, todoslos aspectos de Ran, ya sean físicos o intangibles, sedefinen por las Posibilidades que las componen, y laMagia es la manipulación de estos hilos por parte de laspersonas que estudian ese arte.

–Es una buena explicación –concedió su interlocutora.–Podremos hablar entonces más claramente, ahora que séque conocéis los rudimentos. El manejo de lasPosibilidades fue enseñado a los elfos por el dios Arebory a los halflings por la diosa Naseph en la mañana de lostiempos. Y los hombres, por su parte, aprendieron tanto deunos como de otros: la Magia del Cielo y la de la Tierra,respectivamente.

-Hay otro grupo de seres con capacidad innata paramanejar las Posibilidades; a ellos no se les menciona casinunca en los tratados oficiales que distribuyen lasEscuelas de Magia. Se trata del Pueblo Feérico: dríadas,ondinas y silfos, como se les conoce popularmente. Todosellos creados a partir de la magia de los halflings, cuandoRan era joven. También son llamados Hijos del Bosque,del Agua y del Viento, respectivamente. Pero ellos nocomparten nuestro plano de existencia, y por tanto nopractican Magia del Cielo ni de la Tierra. No necesitanaprender a manipular la realidad, a manejar los hilos delas Posibilidades; ellos mismos viven dentro de lasPosibilidades, contemplan el mundo a través de ellas.Usarlas es tan normal para ellos como respirar paranosotros. Cada rama del Pueblo Feérico se ocupa deaquellos aspectos de la naturaleza que les son afines. Unsilfo puede provocar una tempestad sólo con pensar enello; una ondina puede hacer que nazca un arroyo de unapiedra debido a su alegría o su tristeza. Es unconocimiento intuitivo, asimilado a su propio ser. LosMagos y sabios que lo han estudiado lo han llamado elDeseo.

–Todos los estudiosos han sido halflings, debo aclarar–por vez primera, Samer intervino en la conversación. –Mi gente siempre ha estado en contacto directo con elPueblo Feérico, ya que ambos somos, realmente, las doscaras de una misma moneda. Nosotros les creamos y la

Magia de la Tierra subsiste gracias a que ellos mantienenen movimiento las Posibilidades de la naturaleza. Cuandoun ser feérico ha aceptado hablar con alguien sobre elDeseo, siempre ha sido con un halfling –hinchó el pecho,orgulloso.

–El poder de esa Tercera Escuela es superior al de lasotras dos –prosiguió Harann. –Muchos lo han perseguido,bien por el conocimiento, bien por la fuerza, pero no esalgo que pueda transmitirse a los seres mortales. Sólo hayuna manera; muy contados individuos que nopertenecieran al Pueblo Feérico han conseguidoobtenerlo.

–Por medio de un geas, por ejemplo.Syhaji musitó tales palabras con resignada convicción.

La druida le miró gravemente y asintió.–Ha habido pocos casos en la Historia, al menos que

se hayan registrado, de uniones entre humanos y seresfeéricos, como la de tus padres. Yo sólo he oído hablar deuna docena. Los miembros de la raza feérica que lo hanhecho, y también su prole, son conocidos entre los suyoscomo Hegaï, “transgresores”. Todos llevan aparejado uncastigo, un geas, impuesto por el señor de su pueblo comocondición para marchar. No mirar jamás el crepúsculo, notener más de un número determinado de hijos... Lasleyendas y los cantares ofrecen numerosos y poéticosejemplos, aunque probablemente ni la mitad sean ciertos.Si se rompe la condición que pesa sobre la unión, el

Hegaï pierde su habilidad de emplear el Deseo... y éstapasa a uno de sus vástagos, si tiene alguno después deello. En tu caso, Syhaji, adquiriste los poderes por partidadoble, ya que tu nacimiento fue el causante de latransgresión.

–Así que realmente el geas pesaba sobre tu madre, nosobre ti. Lo que te sucede no es más que... unaconsecuencia –sopesó Llyra con cautela. –Bueno, eso yapuedo entenderlo, pero hay otras cosas que me intrigan.Usar el Deseo, has dicho, es algo anhelado por losmortales; no debería ser un castigo sino una bendición,por tanto, para los descendientes de esos Hegaï. ¿Por quééstos no rompen adrede su geas para beneficiar a sushijos?

–No es tan sencillo como una simple transmisiónhereditaria –replicó Harann. –Ya te lo he dicho: los seresfeéricos pierden su propia capacidad para emplear suarte, y eso es para ellos como perder sus sentidos, supropia alma. De repente ven el mundo de otra manera,oscuro, sin sensaciones. Intenta imaginarte lo terrible quedebe resultar... También pierden la capacidad de volver alas ciudades de su pueblo, en su propio plano. Se quedananclados, atrapados en un mundo que se les antoja vacío,yermo y gris. Por mucho que amen a la persona con la quese unieron, debe ser algo difícil de soportar. Se cuentanhistorias de Hegaï que llegaron a quitarse la vida trasromper su geas. “Amargo es vivir bajo un sol muerto”,

dice el verso.–Siraj el Joven –Samer sonrió; pensó un momento y

luego dio una palmada triunfal en la mesa. –La tragediade la Dama Uranyan. El capítulo siete, si no recuerdomal.

–Está bien, está bien. Nunca presumas delante de unhalfling de la obra de su pueblo, y menos si es un ratón debiblioteca como éste –concedió la druida, riendo.

–De todos modos... –la curiosidad de Llyra aún no sehabía saciado – ¿por qué se sabe tan poco de los hijos delos Hegaï? Entiendo que haya pocos casos, como dices...pero deberían haber sido grandes líderes de las Escuelasde Magia, si es cierto que los humanos ansían tantoconseguir el poder del Pueblo Feérico.

–Sigues equivocada en tu planteamiento. No se tratasimplemente de poseer un don. Los hijos de los Hegaï queson producto de la ruptura de un geas siempre sufrenalgún tipo de deformidad. Hijo de Gardok, creo quepuedes sentirte afortunado con lo que eres, si hemos dedar crédito a las leyendas que hablan de niños nacidos sinojos, sin huesos, con branquias... todos a causa de latransgresión de sus padres. Como comprenderás, Llyra, loque menos les podía importar a esos vástagos era sacarprovecho de su poder.

Hubo un incómodo silencio tras estas palabras; todossin excepción sintieron un escalofrío al evocar las

terribles imágenes que había esbozado. La ladrona miróhacia otro lado, avergonzada ahora que era plenamenteconsciente de la frivolidad de sus cuestiones. Syhaji sintióalgo similar, aunque por motivos bien distintos. Derepente su sufrimiento se le antojaba egoísta y vano.

–Entonces no existe ningún geas en mí que haya queromper –dijo, suspirando.–Es curioso porque, cuando eraun niño y mi madre acudía a visitarme, ella misma mehablaba del por qué de mi condición. Siempre me hacíaver que había sido culpa mía por nacer. En cierto modo loes. Pero, por otro lado, ella…

–No pienses en eso ahora –le interrumpió Llyra. –Novas a llegar a ninguna parte con esas deducciones, no tienesentido intentar dilucidar de quién es la culpa. Lo únicoque importa es que tienes derecho a vivir sin tener quepagar por ningún tipo de castigo.

–Sin ese castigo no estaría aquí, probablemente. Y sinembargo quiero deshacerme de él –los labios de sucompañero se torcieron en una sonrisa amarga. –Es unaparadoja... y me pregunto si tendrá alguna soluciónposible.

–Bueno, en este punto todavía hay algo más que hablar–dijo Harann. –Syhaji, el motivo de tu debilidad seencuentra en que no perteneces por entero ni a este planoni al plano del Pueblo Feérico. Tu cuerpo y tu espíritu noguardan equilibrio y por eso se enfrentan el uno al otro. LaMagia se manifiesta en ti con una gran fuerza, y tu cuerpo

físico es un recipiente que a duras penas puede contenerla;ante el empuje de un poder tan grande se resquebraja yresiente. Y si sufres más en invierno, es debido a laafinidad de las ondinas, tu linaje, con dicha estación. Laenergía de tu interior se refuerza en reacción con elexterior... y daña aún más tu cuerpo.

-No puedo hacer nada por remediar en tu aspecto. Misconocimientos no alcanzan a tanto. Sin embargo, creo quepuedo hacer algo para ayudarte a dominar el Deseo porcompleto. Hasta ahora has creído servirte de él enpequeña medida, pero era justo al contrario: el poder seservía de ti, te controlaba y asfixiaba. Si te enseño a haceruso de la Magia conscientemente, si te conviertes tú en sudueño, entonces te unificarás y obtendrás el equilibrio quenecesitas –Harann hizo una pausa, su voz se suavizó. –Quizás consideres que es un remedio demasiado pobrepara tu mal, pero es todo lo que puedo hacer.

Como siempre tan aficionada a los enigmas, se dijoLlyra para sus adentros. Había aún demasiadas dudas enla superficie; demasiada información se había liberado enlos últimos minutos, y todo aquello no resultaba sencillode asimilar. Syhaji no aceptaría de inmediato, de esoestaba convencida. La druida no le conocía como ella.Preguntaría más cosas, expresaría su inquietud, tal vezgruñiría y replicaría...

El hombre se incorporó y apoyó las manos en la mesa.

Acto seguido inclinó la cabeza en un gesto de respeto... ysólo dijo una frase, dando al traste con todos lospensamientos de su compañera.

–Estoy en vuestras manos, señora Harann.

Mucho tiempo atrás, aquella habitación en el suelohabía albergado probablemente un granero. Era fácil dededucir, si se tenía en cuenta la inclinación del techo, elfrescor de las paredes de piedra, perfecto para mantenermucho tiempo las semillas en buen estado. Quizás aquellacasona perdida en medio del bosque había pertenecido aun leñador o a un ermitaño. O quizás a otro druida. ALlyra le agradaba pensar en ello: qué habría habido enaquel lugar tiempo atrás, o qué otras personas habríaestado de pie en el mismo sitio que ella. Era unpensamiento que solía acompañarle a menudo, y se hizomás fuerte en aquellos momentos, cuando comenzaba a serconsciente de que el pasado podía regresar a uno delmodo más inesperado. Cuando se dio cuenta, no sin ciertoarrebato de placentera melancolía, de que ya formabaparte de la historia de aquel lugar... y de otros muchos.

Syhaji, simplemente, se quedó boquiabierto aldescender por los escalones y encontrarse en aquelhabitáculo, en la parte posterior de la casa, repleto de

estanterías de libros en precario orden y pergaminosclavados en las paredes con escrituras de todo tipo,dibujos, mapas. La tenue luz que entraba por la portezuelale permitió vislumbrar extraños caracteres y bocetos, asícomo los títulos de algunos de los libros. Enrojeció alrecordar su propia colección, de la que en verdad sehabía sentido bastante orgulloso; ahora, sin embargo, sedaba cuenta de que era pobre y escasa. En la parteposterior del recinto se disponía una larga mesa conostentosas manchas de tinta.

–Este es mi estudio –dijo Harann, abarcándolo con unleve gesto de la mano. –Está a tu disposición, Syhaji, siquieres consultar algunos libros. Puedo mostrarte aquellosen los que he hallado la historia de los Hegaï y del PuebloFeérico. Aunque no es eso lo que hemos venido a buscarahora.

–Todavía recuerdo las tardes que pasaba en esa mesa,aprendiendo a escribir. Se hacían interminables –comentóLlyra, aproximándose hacia ésta y palpando su superficie.–Muchas de estas manchas deben de ser mías.

–La mayoría de ellas, querrás decir. Para mí tambiénserá difícil de olvidar esa época. Me pregunto cuántasbuenas plumas me torciste antes de aprender a usarlacomo es debido.

La druida, mientras bromeaba, se acercó a una de lasestanterías, en la destacaba la presencia de un cofrealargado, liso, de color jade. Lo tomó entre sus manos y

durante unos momentos nada dijo; simplemente lo mirócon atención, como si recordara algo.

–Salgamos fuera –al fin, levantó la mirada. –Lo veréismejor a la luz del día.

“La luz del día” no era una expresión del todocorrecta; la tarde moría rápidamente, y el ocaso notardaría en hacer su aparición. El cielo arrojaba unailuminación mortecina, pues todavía se resentía de lastormentas de días anteriores, y orondos nubarronescampaban a sus anchas por él. Se colocaron ensemicírculo cerca del anciano roble que presidía el patio,mientras un travieso viento les acariciaba y alborotaba loscabellos. Con lentitud, casi se diría que con cuidadosoafecto, levantó Harann la tapa del cofre, y éste dejó ver ensu interior un guantelete cobrizo. Se advertía a simplevista que no estaba realizado en tal material sino en unomás duro, quizás alabastro. Una serpiente estaba talladaalrededor del mismo, abiertas sus fauces en la zona dondedeberían introducirse los dedos, de modo que la palma yel dorso de la mano encajaban a la perfección entre ellas.

–Es para ti, Syhaji –lo extrajo y se lo tendió. –Póntelo.¿Sabes cómo hacerlo?

–Eso creo –el interpelado lo aceptó, vacilante. –¿Pero qué es?

–Es un thirk. Un artefacto que los Magos elfosemplean para canalizar su propia energía. Podría decirseque una especie de “contenedor de magia”. El poder de la

disciplina del Cielo, como sabes, varía en función delciclo del día en que se emplee: por ello, los thirkfuncionan como reserva de energía en los momentos enque la Magia es más débil. De noche y al atardecer, porejemplo. En tu caso, sin embargo, creo que te servirácomo válvula para refrenar y controlar tu poder. Es otrode los usos que se les da en las escuelas: los pupilos másjóvenes los utilizan para aprender a dominar el flujo de suenergía, lo mismo que tú debes conseguir. Mi difuntoesposo empleó este thirk para ello, de hecho, cuando eraun novicio.

– ¿Cómo? ¿Tu esposo? –Llyra dio un respingo; alzó lacabeza y clavó una mirada de profunda sorpresa en lamujer. –Pero, Harann, nunca me habías dicho… No sabíaque hubieras estado casada.

–Pues ya somos dos –Samer le dirigió una expresión amedio camino entre el asombro y el reproche.

La druida sonrió y bajó la vista. Sus ojos brillaban,navegaban en algún lejano tiempo, en lugares inaccesiblesde su memoria.

–Supongo que nunca salió a colación –explicó,encogiéndose de hombros. – ¿Por qué me miráis así? Enfin, él era un elfo, un antiguo zaklhed, el nombre que lesdan a los recaudadores de impuestos de las provincias deFasek. Dejó ese puesto y acabó recabando aquí... el cómoy el por qué nos encontramos es una larga historia, quepodemos dejar para la cena si tanto os interesa. Vivimos

doce años juntos aquí. Tenía conocimientos de magia, yentre otras muchas cosas me dejó esta reliquia. Has desaber, Syhaji, que esta clase de artilugios son muypreciados y costosos entre el pueblo de los elfos. Vas allevar contigo un objeto que muchos magos codiciarían.Cuando ya no lo necesites, puede ser una fuenteimportante de dinero –bromeó.

Syhaji, en cambio, no sonreía.–Señora, no puedo aceptarlo –repuso. –Si en verdad

es un recuerdo de vuestro esposo, no tengo derecho allevármelo, sin más.

–Los thirk no están hechos para ser conservados yatesorados –replicó la aludida. –La filosofía de los elfoses que deben ir pasando de un dueño a otro, al igual quelas Posibilidades que conforman la magia están enconstante devenir en el mundo. Nada en este encuentro escasual, ya os lo he dicho. El thirk de mi esposo pasó a mí,y ahora ha encontrado un nuevo dueño en ti. Es así comodebe ser. Él no hubiera querido que yo me lo quedara porsiempre, estoy segura.

–Yo... –Syhaji vaciló, examinando el objeto entre susmanos, y finalmente asintió. –Si es lo que queréis, loconsidero un honor, mi señora. Pero si alguna vez deseáisque vuelva a vos...

–Te lo pediré entonces, pero no creo que llegue esedía. No lo menciones más. Es tuyo ahora –le interrumpióHarann. –De lo que tienes que preocuparte es de aprender

a usarlo. No puedo explicarte exactamente cómo: túmismo debes descubrirlo. Por lo que sé de estosartilugios, creo que lo más fácil es que visualices laenergía de tu interior como algo tangible, algo que puedasasir y manipular. Debes intentar dominarla, hablar conella para que haga justo lo que tú deseas. El guantelete teayudará, simplemente, tal como las riendas ayudan a guiara un caballo.

De nuevo, en el silencio, toda la atención regresó aSyhaji. Éste suspiró de manera casi inaudible, y seenfundó torpemente el objeto en la mano izquierda. Encajóentre las fauces de la serpiente de manera muy justa, ytuvo la absurda sensación, durante un instante, de queéstas realmente se habían acoplado a su tamaño. Examinócuidadosamente la superficie, pulida con esmero, sin unarañazo visible. Probablemente Harann lo habría cuidadobien durante todos aquellos años.

La serpiente estaba tallada con detalle, y sus ojos, unodorado y otro plateado, destacaban llamativamente en lahomogénea tonalidad rojiza. Era una representación deOuroboros, la Gran Serpiente que rodea el mundo y creael día y la noche. Ouroboros protegía el mundo creando uncírculo sobre sí misma... ¿Qué había dicho la druida? Quesu cuerpo y su espíritu debían unificarse, para que lamagia no le corroyera. También debía crear un círculo,entonces, en su ser...

–En fin... Si no os importa, querría estar solo paraintentar concentrarme –dijo, mirando a los tresalternativamente. –Creo que iré al bosque, un rato.

–Puedes ir donde quieras, siempre que no pierdas elrumbo. Estos parajes no son peligrosos –habló Harann.

–De todos modos, no te alejes mucho. No te confíessólo porque te sientas fuerte ahora –le advirtió Llyra. –Teesperaremos dentro, cotilleando un rato, ¿verdad, Samer?

Syhaji se internó entre los árboles cercanos. Llegóhasta el río y dejó atrás la Roca del Basilisco. Vagóalgunos minutos hasta que finalmente se decidió por elhueco que conformaban un grupo de pinos jóvenes. Comosilenciosos centinelas, su sombra enhiesta arrojaba unaagradable tranquilidad y protección, y el fresco aroma desus hojas, el cántico del viento entre ellas, relajó su mentey sus músculos. Se sentó en el suelo, apoyando la espaldacontra uno de los troncos. Cerró los ojos. Su mano semovió acariciando el suelo, haciendo distraídos surcos enla tierra resbaladiza y blanda, todavía preñada en algunoslugares de nieve moribunda.

La energía estaba ahora calma, escondida en algúnrincón de su interior, ése al que sólo accedíavoluntariamente en los sueños. No sentía ningún cambio,

aunque el frío contacto del guantelete era sin duda muyreal. Pero nada más... Recordó las experiencias quenarraban los Magos, en algunos de los libros que habíaleído. El éxtasis de poder, la luz que lo rodeaba todo, laexaltación del espíritu. Realmente él nunca había sentidonada semejante. La Magia se le manifestaba de forma tanmundana como un estornudo o un picor repentino. Sepreguntó si sería aquello otro lo que debía conseguir, ehizo el esfuerzo por imaginar una gran iluminación en suinterior, por intentar extraer la energía de sí, como ungéiser brillante.

Todo fue infructuoso. El tiempo pasó, y simplementeseguía allí, sentado, sintiendo la brisa que anunciaba lanoche en el rostro, la tierra bajo sus dedos.

Pensó después en un círculo. Otra de las cosas quehabía leído era que determinadas imágenes sencillasayudaban a la concentración, a centrarse en un punto paraextraer de él el propio poder, como si éste fluyera por unaacequia. Debía ser como un círculo, ya se lo había dicho;sin principio ni fin, sólo empezar y acabar en sí mismo...Era lo que deseaba, en el fondo. Únicamente ser él mismo,sin estar sujeto a un geas, o al invierno... o a aquellanueva presencia que le decía cosas inquietantes y letentaba. Un círculo. Pensó en Ouroboros, en elguantelete... en los grabados de la serpiente que su madre

le enseñaba cuando era un niño.

Su madre.

Apretó los dientes sin querer. Las escenas llegaron asu memoria sin previo aviso, sin que pudiera controlarlas,rompiendo el férreo candado bajo el que las teníaconfinadas casi siempre. No, no podía ser, no debíarecordar. Aquel dolor era mucho mayor que el de sucuerpo.

Su madre se sentaba frente a él, en aquella mesa demármol que tan desagradable le resultaba, pues estabasiempre fría. Ella debía de estar cálida, imaginaba, peroel odioso mármol no le permitía notarlo... era una barreraentre los dos, como si él no tuviera derecho a sentir elcalor de otros seres humanos. Le mostraba libros decuentos y leyendas, de Historia, le enseñaba con pacienciaa leer. Syhaji tardó mucho tiempo en aprender, y noporque no se aplicara, o porque no entendiera laslecciones. Realmente le resultaban extremadamentesencillas. Aquellos garabatos que llamaban letrasformaban las imágenes en su cabeza con sólo mirarlos, sinque tuviera que hacer el esfuerzo de la abstracción. Perono respondía a las preguntas de su madre sobre tal o cualpalabra, y ella suspiraba, creyéndolo torpe. Lo que nosabía era que el pequeño se distraía constantemente

mirando sus ojos de manera furtiva, tratando de cazar unbrillo, un gesto de afecto. Aquellos ojos tan azules comoel agua, en los que se ahogaba sin remedio. Aquellos ojossiempre tristes...

Al menos le miraba. Gardok... no, nunca le habíallamado padre... Él jamás le miraba, en las pocas vecesque le visitaba. Sobre todo cuando comenzó a sufrir losataques, cuando de repente el Deseo se hizo fuerte en él yemponzoñaba sus noches con ramalazos de dolor yenajenación. El rey, a partir de entonces, acudía más amenudo a su habitación. Le contemplaba desde arriba, asus brazos, a su torso, pero nunca a la cara, y movía lacabeza con una expresión que Syhaji no sabía descifrar.

Era la traición lo que se veía en su gesto. Lo sabríameses después, cuando lo arrojaron de noche en unahondonada en el bosque. Paralizado por los barbitúricos,perdido en un mundo de pronto obtuso, deforme y gris, sumente sólo alcanzó a identificar vagamente a los que lerodeaban. Antorchas y caras sin facciones... excepto la delrey, destacando entre todas, terriblemente enmarcada porun halo dorado.

Ni siquiera entonces me miraste. Como quienabandona unas botas rotas, un galgo viejo, ya sin olfato,que no sirve para nada. Ella al menos tenía el valor, me

dejaba leer en sus ojos, aceptaba lo que consideraba sucastigo. Tú... tú no eras más que un cobarde. No erascapaz de enfrentarte a mí... y mucho menos a ti mismo.

Escuchó un ruido, y de pronto todo se difuminó, comoahuyentado por una súbita ráfaga de viento. Pero su menteno regresó de inmediato de aquel tiempo lejano, odiado.Todavía estaba allí, durante unos segundos, en lahondonada, en la oscuridad, y empezaba escuchar losaullidos de los lobos. No sentía el dolor, pero notaba lapresencia de la herida en su hombro, hecha para que lasangre atrajera a los predadores...

Cobarde. Cobarde. Siempre lo fuiste . Ni siquiera teatreviste a darme muerte tú mismo…

Los lobos se acercaban, oía y no oía sus pasoslentos... A caballo entre la realidad y la ensoñación,Syhaji se incorporó de un salto, con un grito furioso,decidido a vender cara su vida.

Los colmillos de la serpiente se clavaron en su mano,y la furia se transformó de pronto en sorpresa. Elcalambre le ascendió por el brazo, se lo recubrió y apretócon fuerza cual un invisible alambre. Quiso deshacerse,luchar. Ahí estaba de nuevo la energía, el poder, frío ycálido, terrible. No quería ser su esclavo, no de nuevo.

Rechinó los dientes, se resistió al abrazo.

Cuando por fin fue plenamente consciente, cuando susojos físicos volvieron a ver, se hallaba de pie. Loshoombros le temblaban. Frente a él, a varios metros,estaba Llyra, que le contemplaba con el semblante tenso.Syhaji se preguntó qué vería con tal extrañeza.

Las fauces metálicas todavía le laceraban,inmisericordes, reclamando su atención. Bajó la vistahasta su brazo... y casi cayó de espaldas de la impresión.

El antebrazo izquierdo, aquél en el que había sentidoel calambre, estaba recubierto por una luz dorada, suave,que fluctuaba velozmente como el agua de un arroyorecién nacido. El guantelete brillaba también, los ojos dela serpiente estaban encendidos... y una suerte de espadabrillante, etérea, sobresalía de su mano. Movió la otramano con temor, mas no alcanzó a tocarla. Parecía sinduda tangible y real, pero algo le impedía acercarse,alguna barrera invisible. Le embargó de pronto un respetoindecible, reemplazando al miedo. En sólo un instante sumente se aclaró. Y tal como decían, tal como había leído alos poetas, la ebriedad del poder se apoderó de él.

–Veo que no has perdido el tiempo.La voz de la mujer sonó temblorosa, aunque fascinada

al mismo tiempo. Syhaji, cauteloso, levantó el brazo y

blandió la espada, cortando el aire con un fulgor. Sesentía pleno, invencible.

–La verdad es que no me sorprende. Ya imaginaba quesería lo primero que harías –habló de nuevo Llyra. Seaproximó unos pasos, quedándose a una distanciaprudencial.–¿A qué te refieres?

–Pues a un arma. A la espada. Sabía que si hacías algocon tu magia sería una cosa por el estilo, antes que nada –aclaró. –A los hombres parece que os encanta; no ossentís realizados hasta que no os sentís dueños de unobjeto largo que clavar por ahí –soltó una carcajada.

A Syhaji no le importó demasiado la burla.–Parece un buen comienzo. Supongo que he

encontrado dentro de mí un punto en el que mi voluntad sehace más fuerte que el Deseo –musitó, sin estar muyseguro de lo que decía. –Esto ha sucedido cuando hepensado que... que debía usar la magia para protegerme.

–Puedo enseñarte algo sobre el manejo de la espada,si quieres. Espadas reales –propuso Llyra. –No soy unaexperta, pero aprendí algo de esgrima en mi grupo, y almenos sé defenderme de modo aceptable. Tú, en cambio...–titubeó. –Bueno, imagino que...

–Nunca en mi vida he cogido una espada, puedesdecirlo. Así que tu ayuda es bienvenida.

–Podemos empezar a entrenar mañana mismo –lajoven pareció entusiasmarse con la idea. –Me vendrá bien

practicar a mí también. En fin, en realidad he salido abuscarte para decirte que la cena está lista. Si es que noprefieres seguir con tus objetos puntiagudos toda la noche,claro.

Syhaji alzó la mirada al cielo. Entre la techumbre deárboles, aquí y allá se advertía el tono violáceo de lasnubes, los regueros de estrellas insinuándose entre ellas.Frunció el ceño; cuando llegó a aquel lugar todavía el OjoDorado no se había puesto del todo... El tiempo habíatranscurrido realmente deprisa, perdido como habíaestado en sus recuerdos.

Simplemente lo deseó, como tantas otras veces, y laespada desapareció de su brazo, así como la luz. Peroahora no hubo dolor. Tan sólo le quedó un leveentumecimiento. El guantelete, asimismo, estaba cálido,parecía palpitar levemente. Su mente seguía siendo suya,no hubo separación. En el fondo de la misma podía sentira la magia acurrucada, doblegada ante la fuerza de suvoluntad por vez primera. Y aquella certeza, impensablehasta en sus sueños, lo inundó de una felicidad tal comono recordaba haber sentido nunca antes.

–Se acabaron los objetos puntiagudos por hoy. Estoyhambriento.

Llyra podía haber conseguido una espada en Cuernode Ciervo si hubiera querido, pues el poblado contaba, ledijo Samer, con un buen herrero, que en aquellos días nosolía tener mucho trabajo. De hecho lo conocíapersonalmente, e incluso podría intentar que le hiciera unarebaja. Sin embargo, Syhaji consiguió disuadirle de laidea; en el fondo, estaría más tranquilo si no tomaba unacero de verdad en las manos de buenas a primeras. Asípues, talló un par de espadas de madera, en el transcursode una mañana, dejando a Harann y a Samer asombradosante su habilidad. La antigua ladrona dio su aprobación alequilibrio y peso de las mismas, y de este modo comenzósu instrucción.

Las mañanas transcurrían con ambos empleados en talmenester. Llyra se sorprendió de la voluntad y empeñoque ponía en ello su compañero. Daba la sensación de quequería aprovechar al máximo su fortalecimiento, encompensación por aquellos largos años en los que habíatenido que verse sometido a los achaques del invierno. Nole importaba practicar y repetir las veces necesarias unejercicio durante ciclos enteros, aun cuando ella, encambio, sentía ya los brazos fatigados y le sugería undescanso. Mucho más aplicado de lo que fui yo nunca, sedecía la joven.

Durante el resto del día, no obstante, Syhaji no se

dedicaba a la esgrima. Se alejaba a algún lugar recónditodel bosque y se empleaba a fondo en el dominio delDeseo. Regresaba a la caída de la noche, en ocasionesexhausto. Llyra ardía de ganas por contemplar susprogresos, y más de una vez trató de seguirlo a hurtadillas,aunque ninguna dio resultado; bien porque Harann leconminaba seriamente a no hacerlo, bien porque el propioSyhaji la descubría tras sus pasos y la esquivaba, delmismo modo que hiciera en sus primeros días juntos. Lajoven tuvo que resignarse y calmar su crecientecuriosidad. Tampoco aquél hablaba demasiado del tema,a pesar de sus preguntas insistentes. En sus ojos se leíaahora una actitud distinta, más severa. Daba la sensaciónde que estaba creciendo en su interior, desarrollando unaespecie de complicidad con su espíritu que lo volvíareservado pero, al mismo tiempo, le producía unaconfianza y serenidad inusitadas.

A pesar de todo, también Llyra tenía otras cosas de lasque ocuparse. Pasaba casi todo el tiempo con la druida, yla acompañaba en sus paseos por el bosque, en los querecolectaban hierbas, raíces y hongos. Como antaño, leayudaba a preparar remedios y ungüentos, a cortar lostallos y las hojas que después podría vender comomedicinas. Como antaño, conversaron mucho sobre lavida, sobre el mundo. Nada volvieron a mencionar delpasado de Llyra, pues no era necesario. Aquello ya no

tenía cabida allí. Tampoco le apremió a tomar unadecisión sobre su futuro. Ambas sabían que algo yagerminaba en su corazón, y el momento llegaría sin quehubiera que forzarlo.

Cuando el invierno se endureció y la nieve comenzó adescargarse con más frecuencia sobre el bosque, loscuatro se hacían compañía en la gran sala de estar. Alamparo del fuego descubrieron que Samer era un temiblecontrincante de aarhi, mientras que Llyra aprendió algunaque otra estrategia que puso a Syhaji en apuros. Inclusoéste se volvía más locuaz en tales ocasiones, y su pocohabitual sonrisa salía a relucir.

Fueron aquellos los largos días que se guardan concalidez en la memoria; los momentos en aparienciabanales que años más tarde brillan con mayor fuerza, trashaber resistido las tormentas posteriores. En ocasiones,después de alguna de aquellas veladas, Syhaji permanecíadespierto un buen rato, tumbado boca arriba en el catre dela habitación que compartía con Samer. Miraba el techo,en el que los velados y débiles haces de luna sedeslizaban como anguilas plateadas, y trataba de atesorartodo aquello en su memoria y su corazón; cada segundo,cada momento, cada palabra. Una parte de él sentía quehabía obtenido lo que anhelaba, y que podía quedarse asípara siempre, quizás cercano a aquello que llamaban

hogar. Sin embargo, otra parte le urgía, le conminaba a noabandonar la empresa que se había decidido a emprender.Estás perdiendo el tiempo, le decía esa parte todavíaamarga de su espíritu. Siempre has vivido con unamáscara, y lo único que haces ahora es reemplazarla porotra. No podrás ser feliz... no, si entierras tu resolución.

No le agradaba en absoluto el sonido de aquellaspalabras en su cabeza, pero en aquellos momentos previosal sueño resonaban con mayor fuerza y terminaban porsobreponerse. Se tapaba el rostro y finalmente dormía,con el desagradable convencimiento de que todo lo que lerodeaba tendría un fin próximo.

En los libros descubrió Syhaji un inmenso placer.Siempre le habían gustado, y había sido uno de sus botinespreferidos en sus incursiones en Caer Sybern, pero nohabían supuesto para él nada más elevado que un meroentretenimiento. Le había fascinado la historia de laMagia y se había ensoñado muchas veces con losprodigios y aventuras que los hechiceros relataban. Nuncaantes se había considerado parte de ellos; el poder que leembargaba era diferente, no un don sino algo obsceno yparasitario. Ahora, sin embargo, todo lo que recordabahaber leído cobraba un nuevo significado. Le inundó una

sed de conocimiento como nunca antes había sentido, y fueasí que comenzó a acudir con asiduidad al estudio deHarann, como ella le había propuesto. A veces seenfrascaba tardes enteras en los gruesos volúmenes,imbuido en aquellas letras del pasado, en el poder y laciencia. Llyra bromeaba cuando le veía en tan intensaconcentración. “Syhaji el esteta”, le llamaba.

No obstante, si contaba con compañía en el estudioera generalmente la de Samer. El halfling tenía vastosconocimientos de Historia. Su padre, le contó, había sidoescriba nada menos que en la corte del khar de Gaerdain,el fértil territorio que ocupaba su pueblo en el sur de laisla de Nébolus, no muy lejos de allí. De él habíaheredado su interés por los libros, y contemplar porprimera vez la biblioteca de Harann, cuatro años atrás, fueun sueño hecho realidad.

Fue en una de aquellas tardes cuando Samer le contóla historia de su encuentro con la druida. Se hallaba deviaje con su tío, de Caer Aladon a Gaerdain, cuandofueron emboscados por los Haishen, una conocida bandade salteadores de bosques. Él, más joven y ágil, consiguióescapar; no así su pariente, que fue derribado por una desus crueles flechas. Pero la mala fortuna quiso que, en sudesesperada huida, Samer tropezara y cayera por unbarranco. Se hizo un feo corte en la cabeza y se torció un

tobillo seriamente. A caballo entre la realidad y lainconsciencia, no podía hacer gran cosa para salir delatolladero. Los Haishen no le encontraron y desistieron ensu búsqueda al cabo de un rato, pero no tardó muchotiempo en tener otra compañía… justo la misma que habíaimportunado a Syhaji y a Llyra en su viaje.

–La pérdida de sangre y el miedo me estabanvolviendo loco. Apenas veía las cabezas de los lobos, sussiluetas dando vueltas en el borde de la hondonada,preparados para darme caza… Ya me creía perdidocuando ella apareció. –El halfling, sentado sobre una pilade libros, se encogía involuntariamente, su rostrooscurecido por el relato. –No la escuché acercarse, perode repente era una forma gris, desconocida, que no pudeidentificar, erguida allá arriba. Se había colocado al ladode uno de los animales sin inmutarse.

-Sacó una especie de flauta, alargada, hecha concañas. Lo sé porque me la enseñó posteriormente, ya queen aquel momento no la vi con claridad. Se la llevó a loslabios y la tocó suavemente, sólo unos segundos. Alescucharla mi alma entera se serenó, y mi mente, depronto, dejó de estar sumida en el pavor. Desperté, porasí decirlo. Tú sabes bien a lo que me refiero. Después deque Harann tocara, ya sólo existieron el silencio y lacalma del bosque. No podía creer lo que veía, pero loslobos se marchaban tan mansos como perrillos.

El brillo en la mirada del hombrecillo era intenso,

casi devoto.–Me trajo a su casa y me curó. No quiso aceptar nada

de dinero a cambio. Cuando vi quién era y todo lo queaquí atesoraba, le pedí que me dejara quedarme. Sería suasistente, si no aceptaba ningún otro tipo de gratitud. Alfinal accedió. Supongo que a nadie le sienta bien lasoledad, ni siquiera a ella –rió.– Y ya lo sabes, soy unratón de biblioteca. Mandé un mensaje a mi padre y leconté todo lo sucedido. No tuvo inconveniente en que mequedara aquí una temporada.

-He leído gran parte de estos libros. Cuando regrese ami país, tendré bastante que contar. Espero que Harann medeje llevarme algunos volúmenes… Es una personaadmirable. Si de algo estoy seguro es de que oculta másde lo que sale a la luz. Me pregunto dónde habráestudiado y conseguido todo esto… –se acercó a él, entono confidente, un tanto pícaro. –Nunca me había dichoque hubiera estado casada con un elfo, y en realidad creoque ese guantelete que te dio no es el único thirk queposee. De hecho, estoy convencido de que la flauta queusó aquel día es otro de tales utensilios. Probablemente suesposo le dejó varios. Debería soltar la lengua ycontarnos algo, ¿no te parece? ¿No crees que Llyra quizássabe más de ella?

–Lo dudo. Si Llyra supiera algo, lo sabríamosnosotros y la mitad de Caer Sybern –opinó Syhaji,provocando una carcajada de su compañero.

También estaban juntos el día en que el antiguo ladrónencontró aquello en uno de los libros. Se trataba de unvolumen titulado Geografía y Ciudades de los PueblosFeéricos: un completo tratado en el que se contemplabanno sólo los citados aspectos, sino también gran parte delos miitos y realidades de su sociedad.

Cuando Syhaji descubrió el dato, la idea se iluminócomo un fanal en su mente. Y cuanto más pensaba en ella,más factible y esperanzadora se le antojaba.

Hizo algunas preguntas, sutiles y disimuladas, ySamer, como gran conocedor del territorio que era, se lascontestó extensamente, tomándolo por mera curiosidad.Para Syhaji constituyeron una valiosísima fuente deinformación, y ya en los días posteriores, cuando acudíaal estudio, se centraba fundamentalmente en aquel libro yen lo que había descubierto.

La idea se gestaba casi por sí sola, y era tal su fuerzaque el hombre tuvo, por fin, que rendirse a ella. La partede sí que le gritaba y espoleaba tomó el control de suespíritu y lo recubrió de una nueva fortaleza. No ledisgustaba. La paz y tranquilidad que vivía eranalentadoras y reconfortantes, pero todo debía terminar ensu momento. Y el momento había llegado, en pos de unbien mayor. Así debía articularse la vida, se decía,

tratando de insuflarse ánimos. Los bienes más pequeñostenían que dejarse a un lado, eran simples descansos en elcamino. Sólo tenía que reunir aún algo más de fuerza ycomenzar con el plan...

En todo ello pensaba aquella tarde, cuando ya caía elsol y las aves se exhibían en lánguidas ceremonias en elcielo, saludando a la noche. Había sido una tarde fría perotranquila, sin atisbo de lluvia o nieve. Incluso las nubeshabían sido benignas, finas como velos de gasa. Se sentóen el suelo, entre un cúmulo de agujas de pino, recubiertopor el cansancio agradable del ejercicio. Llevaba variosciclos ensayando un nuevo uso de su poder, y el resultadoera en verdad satisfactorio. Se frotó los antebrazosentumecidos y estiró el cuello. El guantelete ardía,ansioso, pleno de energía y libertad. Su mordisco en lamano ya no resultaba doloroso. También a él lo habíadomeñado.

Pensaba en su poder. Pensaba en su idea, en todo loque había planificado, en el momento de la resolución y loque todavía tenía por hacer. Pensaba en todo ello... peroen modo alguno pensaba en él.

El Intruso, como ya lo llamaba en su fuero interno. Su

misterioso e indeseado acompañante desde la jornada enque escapara con Llyra de la carreta. A menudo, en laslargas semanas que llevaba en la casa de Harann, se lehabía aparecido, siempre silencioso, siempre mirándolede aquella manera exasperante y taciturna. Una presenciacasi invisible, como si la contemplara a través de unacortina de agua, que llegaba cuando estaba en soledad. Alprincipio había sido algo constante durante las tardes enque entrenaba en el bosque. Pronto aprendió aconcentrarse y a esquivar su mirada, a ignorarlo, cerrandosu mente tras las puertas del Deseo, y aquello dioresultado. El Intruso dejó de aparecer con la mismafrecuencia, y ciertamente hacía bastante tiempo que no leveía, hasta el punto de que había creído librarse de suacoso. Nunca se había atrevido a decirle nada a Harann;no deseaba que le tomara por un loco... o que su respuestafuera aun peor que sus temores. Y mucho menos a Llyra.

Y allí estaba, de nuevo, después de tantos días. Surostro espectral sereno e inquisitivo. Esta vez hablóprimero.

–Si quieres partir, tienes que hacerlo ya, Syhaji.–No sé de qué me hablas –el semblante del hombre se

congestionó deprisa, a caballo entre la rabia y lainquietud. Deseó sinceramente que no apareciese nadie enaquel momento y lo viera hablando aparentemente solo –No tienes derecho a meterte en mi cabeza, si es lo que has

hecho. Y mucho menos a decidir por mí.–Pensaba que es algo que ya tenías tú decidido –

replicó aquél. –No intento forzarte a nada. Es sólo unconsejo. Recuerda lo que te dije hace tiempo. Soy unamigo y me limito a intentar ayudarte.

–¡Pues no te lo he pedido! –Syhaji se incorporó de unsalto, apretando los puños. Los ojos de la serpienterelucieron. –Estoy harto. No sé si eres un Mago, unfantasma, o de dónde vienes. Pero ahora ya no soy el deantes. Déjame en paz, ¿has entendido? Déjame o... –tragósaliva; era la primera vez que amenazaba a alguien enserio. –O tendrás que vértelas con todo lo que sé hacer.

El Intruso entrecerró los ojos. Eran ahora dos filosduros, acerados.

–Me alegra que sepas defenderte y que estés tanresuelto a hacerlo –dijo con un ligero sarcasmo. –Porquevas a necesitarlo, Syhaji. El camino que te espera no essencillo, como no lo es ningún destino como el tuyo. Peroes el correcto. Lo que te aguarda es una gran empresa. Noes sensato que entrometas a otros.

Syhaji dio un paso hacia atrás, torciendo el gesto. Laira le subía más y más a la cabeza. Se instó a serenarse;tenía que mantener la cabeza fría, estar seguro de lo quedeseaba realmente. Aquel tipo no pretendía obligarle porla fuerza... pero lo hacía de un modo velado, sutil, todavíamás despreciable, aprovechándose de sus pensamientos ymiedos. No se dejaría confundir.

–No tengo intención de entrometer a nadie –replicó,aunque notó con disgusto que su voz sonaba débil, ronca.–Pero no es justo... no está bien dejar fuera de esto aquienes me han encauzado hasta aquí. Si no fuera por... –se interrumpió. Estaba hablando demasiado, más de lo queera prudente con aquel bastardo. Aunque ya parecía sertarde para ello. El Intruso había encontrado el hilo ytiraba de él.

–Dices que no quieres que nadie te obligue a decidir,pero no dejas de buscar el apoyo en otros. Eres poderoso,Syhaji, no los necesitas. Y el mal que te persigue, el queencontrarás en tu camino inexorablemente, es algo quesólo tú puedes afrontar. Si realmente te importa esa mujer,no intentes llevarla contigo. Es la única manera en quepodrás protegerla.

Era suficiente. Se llevó una mano a los ojos; la cabezale latía de modo desagradable. Era suficiente...

–Basta de consejos, “amigo” –replicó Syhajisecamente. –Te lo repito: no los he pedido. Y no quierovolver a verte, seas quien seas. Puedo hacer las cosassolo. ¿Quién te ha dicho que quiero proteger a nadie? –eltono de su voz se elevó, airado. –No vuelvas a acercarte amí, maldito seas, ¿te ha quedado claro?

–Está bien. –el Intruso emitió algo similar a unsuspiro, que llegó hasta Syhaji como una leve ráfaga deaire. Su silueta empezó a disolverse en la creciente luzcrepuscular. –Tal vez acabes escuchando estas mismas

palabras de alguien a quien no desees oír. Pero me pliegoa tu voluntad y me marcharé. –Su forma era ya apenas unesbozo frente al hombre, de tal modo que éste tuvo queparpadear para distinguirlo. –Hay cosas de las que no sepuede escapar, y la principal es de uno mismo. Aceptaresa realidad y todo el riesgo que conlleva es tambiénparte de la libertad.

Syhaji se frotó los ojos una vez estuvo seguro de quehabía desaparecido. Se enfureció al percatarse de que lasmanos le temblaban. Otra vez había podido con él... Pormucho que se esforzara, por mucho que hiciera acopio desu voluntad y entereza. Aquella charla, finalmente, habíadestapado la certeza que quería encerrar a toda costa ensu alma.

La sensación de peligro que sentía, de urgencia, erareal después de todo. Ahora ya no era un levepresentimiento, sino una llamarada en su interior,imposible de ignorar.

Caminó de vuelta un rato más tarde, con paso cansino.Las dudas se enredaban en su mente con cada segundo quepasaba. Trataba de no dar crédito a las palabras delIntruso, mas no le era posible, pues éstas habían dado voza sus temores más ocultos. ¿Sería aquel ente una especiede conciencia?

Llegó hasta el río y se sentó junto a la Roca delBasilisco, en una gran piedra ancha que sobresalía porencima del agua. Era un sitio estupendo para pescar,aprovechando que el río no se había helado, y allí muchasveces habían acudido Llyra y Samer para tal menester. Élse limitaba a mirarlos; era mucho más divertido esperar aque alguno cayera al agua, arrastrado por un pezdemasiado impetuoso. Un arrebato de melancolía legolpeó de pronto. Tal vez ya debía empezar a despedirsede todo aquello.

–Demasiadas despedidas y demasiado poco tiempo –murmuró para sí, con un suspiro.

En uno de sus bolsillos, como siempre, llevaba sunavaja y un pequeño trozo de madera. Los sacó, jugueteócon ellos en sus manos, y finalmente alzó el rostro alcielo. Observó durante unos minutos, fruncido el ceño.Las nubes se habían separado y dejaban amplios clarosdesde los que le vigilaban las estrellas. Encontró lo quebuscaba, y comenzó a tallar.

Apenas llevaba unos minutos concentrado cuandoescuchó unos pasos a su espalda. Unos pasos suaves ycontrolados, que sus aguzados sentidos ya habíanasimilado hacía tiempo. Miró levemente por encima de suhombro.

–Llyra –saludó, sin volverse del todo.La joven le respondió con un cabeceo, al tiempo que

se aproximaba. Llevaba un cubo en las manos.–No te esperaba aquí, pensaba que ya estarías

volviendo a casa. ¿Qué haces? –su rostro se asomó porencima de su hombro. –Vaya, estás tallando de nuevo.Desde las espadas no te había visto en ello.

–No he dejado de hacerlo, en realidad –contestóaquél, agradeciendo la conversación. Estaba deseandoescuchar otra voz después de la del Intruso.

Llyra se inclinó sobre el agua y llenó el cubo. Despuéspermaneció unos instantes en silencio, escudriñando elobjeto que tenía su compañero en el regazo.

–Bueno, es un momento como cualquier otro parapreguntártelo. ¿Qué son esas figuras que haces? Me fijé,allí en tu casa, en algunas, pero no pude identificarlas.

– ¿Todo este tiempo has querido preguntármelo? –elhombre se sorprendió. Vaciló un tanto, antes de proseguir.–Se trata de las constelaciones. Ya sabes, cada una tieneun nombre: el de personas, animales, objetos... Regal melos enseñó. Siempre me han fascinado, así que un día medecidí a tallarlas una a una. Ya tengo una veintena, almenos. Ésta que tengo aquí –la levantó entre los dedos –es, o será, cuando la termine, El Barquero. Ahí arriba.

Señaló el grupo de estrellas, encima de sus cabezas.La mujer soltó una exclamación ahogada.

–¡Así que es eso! Es un trabajo increíble, Syhaji.Además, admiro a las personas capaces de guiarse oentender las constelaciones. Para mí siempre serán un

galimatías. Soy un animal de ciudad. Ésa que dices, porejemplo, El Barquero... En realidad siempre me haparecido un pato gordo con un enorme pico.

Syhaji la miró con el ceño fruncido. Después, sinembargo, tuvo una reacción del todo sorprendente, laúltima que Llyra hubiera esperado en aquel momento. ¡Seechó a reír!

–Oh, ya vale, no es para que te burles de mí –se quejóella, mientras que las carcajadas de su compañero nocesaban.

–Lo siento, lo siento. No me burlo. Es sólo que me haparecido muy cómico –se excusó el hombre, una vezconsiguió por fin serenarse. Apoyó el rostro en el puño,mirándola todavía con expresión divertida. –Laconstelación del pato gordo...

Llyra no pudo evitar sonreír también.–No es habitual verte reír –le dijo. –En realidad no

recuerdo si te he visto alguna vez. Deberías intentarlo mása menudo, Syhaji. Te queda bien.

Ante aquello, éste no supo qué contestar. Se encogióde hombros, todavía pasándose de una mano a otra lafigurilla de madera. Bajó la mirada. Si quería hablarle desu idea, quizás aquél fuera el momento adecuado, antes deregresar a la casa...

–Últimamente, de hecho, se te ve realmente bien –Llyra volvió a hablar; se sentó cerca de él, en la orilla delrío, y posó la vista en las ondas que se deslizaban,

parsimoniosamente acariciadas por la brisa nocturna. –Teha sentado bien el ejercicio. Harann dice que sigues comohasta ahora, entrenando tu poder, quizás no vuelvas asufrir recaídas físicas. Es una buena noticia.

–Sí que lo es.Quedaron en silencio, ambos cabizbajos. Cada uno

parecía meditar sus propios pensamientos, buscando lamejor forma de componerlos. La primera en intentarlo fueella.

–Hay otra cosa que llevo tiempo queriendopreguntarte, pero... bueno, no quiero que te ofendas –comenzó suavemente. –Es sobre lo que le pediste aHarann. Sobre tu aspecto. Ya has abandonado la idea decambiarlo a toda costa, ¿no?

Syhaji tensó el rostro.–No es fácil –respondió. –Ya la escuchaste. El geas

no es mío realmente, así que no se puede romper por losmedios normales. Incluso para un Alto Hechicero seríaalgo complicado, supongo.

–Lo que quiero decir es que no creo que tengas queafligirte tanto por eso. –Llyra levantó la cabeza, clavó lamirada en la suya. –Cuando te vi por primera vez, te dijeque no pensaba que fuera tan importante, y lo sigopensando. Sobre todo ahora que has encontrado un mediode paliar tu debilidad. Eso era lo único realmentepreocupante, desde mi punto de vista... Lo demás no esinconveniente para que puedas llevar una vida normal.

Nada respondió el hombre. Aunque Llyra lo ignoraba,aquellas palabras tenían para él un significado másprofundo, más determinante de lo que pretendían ser.

–Dime una cosa –habló Syhaji al cabo. –Recuerdocuando hablamos con Harann, después de que despertara;dijo que los destinos de nosotros tres estabanentrelazados, de algún modo, y que todos teníamos quedar y recibir de los otros. ¿Qué opinas tú de eso? Nuncaha vuelto a mencionarlo desde aquel día. ¿Crees que escierto?

–La verdad, me cuesta mucho desmentir cualquiercosa que haya dicho ella –la interpelada sonriólentamente. El cambio de tema le intrigó, aunque tambiénle agradó. –Pero acerca de eso... tengo mis propias ideassobre el destino. No creo que seamos guiados por él comomulas detrás de una zanahoria. Creo que existe, sí... –titubeó –pero somos nosotros quienes lo conformamos,con cada pequeña decisión que tomamos. Incluso la másnimia. Y de algo estoy segura: no hay vuelta atrás.

–Bueno, tú regresaste aquí, después de todo.–Es verdad –concedió la mujer. –Pero no soy la

misma. Si no me hubiera ido de este lugar cuando lo hice,quizás todo lo que aprendí, mi relación con Harann, seríandiferentes. Ahora estoy resuelta a quedarme con ella yampliar los conocimientos que me ha transmitido. Quieroque sea mi propio oficio –Syhaji enarcó las cejas; por vezprimera le escuchaba aquella confesión. –Pero si me

hubiera quedado, tal vez no habría sabido apreciar lo quepodía llegar a ser. El hastío habría podido conmigo,habría acabado marchándome, y probablemente sinregresar jamás. Todas las decisiones acaban formandoparte de una larga cadena, supongo, incluso las queparecen más dispares.

-Lo que quiero decir –movió distraídamente losguijarros a sus pies con una rama –es que si nuestrosdestinos están entrelazados será únicamente porquenosotros lo decidamos, y no al contrario. El destino es unacorriente en la que te adentras voluntariamente, y luego telleva a otras más, infinidad de ellas. Y si escoges lasadecuadas, pienso que acabas llegando al lugar en el quedebes estar.

–Entiendo. Es difícil saber qué escoger, entonces, sinada está prefijado –añadió Syhaji.

–Lo realmente difícil es escucharnos a nosotrosmismos. Nuestro espíritu siempre sabe dónde quiere ir.Pero somos demasiado orgullosos y distraídos paraprestarle atención.

–Es cierto –el hombre sonrió también, aunque parecíaabsorto. –Me gustan tus ideas, Llyra. Gracias.

La aludida no supo interpretar aquel últimocomentario, aunque no dijo nada al respecto. Syhaji selevantó, guardó la navaja y la figura de madera, y ambosecharon a andar de regreso a la casa. No volvieron ahablar durante el breve camino. Cada uno estaba atrapado

en sus propias reflexiones; y sin duda, de haberlointentado, ninguno hubiera podido entonces averiguar lasdel otro.

A veces sucede, con el correr del tiempo, que uno sepregunta por qué hizo o dejó de hacer tal o cual cosa justoen un determinado momento, y no en otro. Se trata deinterrogantes sin respuesta, motivados tan sólo por esanaturaleza eternamente insatisfecha del ser humano. Esentonces cuando entran en juego las discusiones y asertossobre el azar y la determinación, sobre la buena y malafortuna.

En el caso de Llyra, pocas veces se planteaba quealgún ser superior dirigiera sus actos, ya fuera para bien opara mal. Le gustaba hablar del azar como una especie decarta en blanco que a veces, sencillamente, decidíaescaparse por voluntad propia de la manga, con diversasconsecuencias.

Aquel día fue una de las pocas veces en las que elmiedo, tangible y cerval, le hizo pensar al contrario.

¿Por qué había decidido bajar sola al pueblo, justoaquella mañana, en lugar de cualquier otra? Se había

levantado simplemente con la idea en la cabeza. Algo tanfácil de evitar, tan banal... Podía haber elegido cualquierotro día. Podría haber esperado a que Samer despertara eir con él, como ya había hecho otras veces. Sin embargo,consideró una buena ocasión para ir sola por primera vez:ya conocía a buena parte de los clientes habituales y, porotro lado, no se le daba nada mal negociar (la picarescaera una de las habilidades que más había desarrolladodurante sus años de ladrona). Había decidido continuarcon la misma labor que realizaba la druida, de modoitinerante, tal vez por Caer Aladon o en algún lugar dondeno corriese peligro. Ofrecería también servicios decuidados médicos, en los que había insistido a Harann quele instruyera. Sí, empezaría a adquirir soltura aquel mismodía, ¿por qué no? Tomó el baúl en el que Samertransportaba el producto para vender, se lo echó a laespalda y dejó una nota bajo la puerta de la habitación deSamer y Syhaji. Todavía no había amanecido, no merecíala pena despertar al halfling para decírselo.

Los dos ciclos de camino hasta el pueblo no se lehicieron pesados, ni tan siquiera con el baúl a la espalda(aunque se maravilló de la fortaleza de Samer, pues paraalguien de su envergadura debía de ser un pesoconsiderable). Vendió más de lo que esperaba, repartióalgunos consejos sobre cómo curar verrugas y migrañas,todos quedaron encantados. Se aproximaba el mediodía

cuando recogió los bártulos y emprendió el regreso.

El cielo se mostraba ceniciento, si bien no amenazabatormenta antes de la tarde. A pesar de todo, Llyra decidióque tomaría el camino que discurría entre las colinascercanas, en lugar de la vía pecuaria por la que había idopor la mañana. Por allí había un par de refugios de piedraen los que podía guarecerse si de repente llovía; si teníasuerte, incluso, encontraría en ellos a algún viajerofatigado y podría venderle algo.

¿Por qué tuvo que tomar tal derrotero, incluso siendoconsciente de que no era del todo necesario? Otra de lascircunstancias, aparentemente azarosas, que se preguntaríacon insistencia, tiempo después...

No lo vio llegar, no escuchó ningún signo de supresencia. Como un fantasma, o como si se hubieratrasladado con el viento. O, tal vez, como si hubierasurgido directamente de su memoria y sus miedos.

Simplemente, allí estaba. Entre los arbustos, un lobogris, tan grande como pocos había visto. Sentadotranquilamente, mirándola; uno de sus ojos era del colordel cielo y el otro estaba cegado, blanquecino como unhueso. Llyra pensó enseguida en Rhergram; lo primero quese le pasó por la cabeza fue la absurda idea de que había

regresado en la forma de aquel animal.

Se detuvo, helado de pronto su ánimo y su corazón.Cuando éste volvió a latir, lo hizo de modo tan potente yenloquecido que creyó marearse por momentos. Estabaatenazada por una mano invisible, se encontraba frenéticae inmóvil a la vez. Aquello, se dijo con el atisbo deconciencia que todavía era suya, debía de ser el hálito delgenuino terror, tal como había escuchado hablar de él.

Se maldijo por llevar consigo únicamente un cayado.¿Y qué otra cosa ibas a llevar?, se recriminó deinmediato, sintiéndose estúpida. No tenía nada con lo quedefenderse... no ante esos colmillos que parecíandominarla con su sola presencia, sobresaliendo en lasfauces entreabiertas, que mostraban...

No, estás loca. Ese animal no puede estarsonriendo...

Inmóvil siguió, mientras multitud de pensamientos,ideas, planes de huida, le ardían y gritaban en la cabeza,todos ellos tan fútiles como granos de arena. Mientras ellobo gris se acercaba a ella con parsimonia y olfateaba elaire a su alrededor.

La cordura le abandonó definitivamente cuando la

fiera, sentándose de nuevo sobre sus cuartos traseros, lehabló con voz grave, serena.

–Ah, se ha ido, ¿verdad? Fui hasta la casa, pero algome impidió acercarme. Tú debes saberlo, sin duda.Apestas a él.

El silencio que siguió a aquellas palabras le hizosaber a Llyra que tenía que responder algo.

No importaba el qué. Ya todo era una locura.–No sé... no sé de qué me hablas –musitó.–Ese tipo... la Fuente –el animal se irguió; los sentidos

de la mujer se dispararon, alertados por el peligro, yobligó a sus pies a retroceder. –Un hombre joven,supongo, por el olor de su energía. Demasiado poderosa,recubre todo este lugar. Me confunde y no sé exactamentea dónde ha ido. Necesito que me lo digas.

Esta vez nada pudo articular la interpelada. Temblabade arriba abajo; no podía sustraer su mirada de aquel ojociego, desagradable, una extraña crisálida instalada en lacuenca. El animal bufó.

– ¡Cómo odio siempre esta reacción! –exclamó, conun ladrido. –No voy a hacerte nada, maldita sea. No meinteresas. ¡Habla de una vez!

–Te lo aseguro, yo... –Llyra tuvo que hacer un terribleesfuerzo para que las palabras escaparan de su lenguareseca –no tengo ni idea de qué hablas. No sé nada. Lojuro. Por favor, no... no sigas.

–Ah, está bien. –El lobo sacudió la cabeza, en un

gesto exasperado, casi humano. –Diablos, no puedehaberse ido tan lejos, no todavía –bajó la voz, comohablando para sí. –Ah, siempre me ponéis de mal humor,con este hedor a miedo. Vuelve a casa antes de queempeore.

Se giró y se internó entre la espesura. Un instantedespués, cuando Llyra recobró la percepción de lo que lerodeaba, ya no había ni rastro de él.

El regreso a la casa de Harann se convertiría pocodespués en una bruma en su memoria: la urgencia, losagoreros presentimientos, el sentido que poco a poco ibancobrando las palabras en su mente. No era capaz dediscernir la naturaleza de aquel encuentro. Habíaescuchado hablar de Magos capaces de transformarse enanimales... pero no, la presencia, la fuerza que habíairradiado aquella criatura no era normal. No tenía nada dehumana... ni tampoco de animal. Se trataba de algoprimigenio, inconcebible.

Harann sabrá decírmelo, se repetía una y otra vez,mientras corría, corría, trastabillaba, corría. Se lo repetíacomo un mantra, con fe irracional. Era lo único a lo quepodía aferrarse.

Rogaba a los Dioses que aquello que temía no sehiciera realidad...

Al irrumpir en la casa, como una exhalación,jadeando, Samer y Harann la esperaban sentados a la granmesa redonda de la sala. Nada más entrar clavaron en ellasendas miradas, con rostros circunspectos, que la joveninterpretó como enfado.

–Os dejé una nota –fue todo lo que acertó a decir,entrecortadamente, al tiempo que dejaba el baúl en elsuelo. Trató de recobrar el aliento para describirles loque había sucedido, mas la druida se le adelantó.

–No fuiste la única que lo hizo.Extendió una mano y tendió hacia ella un trozo de

papel amarillento, presumiblemente arrancado de lapágina de un libro. Llyra frunció el ceño. Lo tomó y loleyó, despacio. Le costó asimilarlo.

– ¿Esto es cierto? ¿Syhaji se ha ido?Las palabras del lobo revolotearon a su alrededor,

cada vez más rápido; un torbellino enloquecedor,apremiante, que le ensordecía.

–Eso parece. Debió de salir muy temprano, antes delalba... antes incluso que tú. Yo ni siquiera me percaté –dijo Samer, con tono apesadumbrado, casi culpable. –Supongo que es lo que tiene compartir habitación conalguien que puede desaparecer a su antojo.

Llyra no lo escuchaba.–Me lo comentó hace cosa de una semana, pero no le

di importancia. Supongo que debí habéroslo dicho –

continuó el hombrecillo. –Encontró en un libroinformación sobre Em–Ainn, el lago situado en mi tierra,en Gaerdain. Allí donde dicen que se reúne el pueblo delos Hijos del Agua el día del Largo Invierno, incluidaAnwoö, la Alta Señora. Estuvo haciéndome preguntas,sobre el territorio, sobre el lago y lo que se habla de él...Supongo que piensa que Ella es la única capaz de levantarel castigo que le otorgó su actual aspecto, ya que, enteoría, fue quien impuso el geas a su madre.

–No anda muy desencaminado. Es un tipo listo –dijoHarann, suspirando. –En fin, parece que la idea seguíarondándole la cabeza, después de todo. Tal vez, por serquien es, Anwoö acepte escuchar su petición. O quizás,precisamente por ser quien es, ni siquiera acceda a verle.Eso ya es algo en lo que nadie más puede interferir.

“No debe de andar muy lejos... no todavía...”“La Fuente...”–¡Tengo que ir tras él!El grito de Llyra tomó por sorpresa al halfling y a la

druida–Samer, tienes que trazarme una ruta para llegar a ese

lago. Dime todo lo que le contaste a Syhaji. Voy a salirahora mismo –la joven salió disparada en dirección a lahabitación que compartía con Harann, pero ésta la detuvotomándola de un brazo.

–No es cosa tuya ya, Llyra. Es la decisión de Syhaji,es el camino que ha escogido. No te preocupes, seguro

que estará bien. Ha aprendido mucho. Estoy segura de queregresará y nos contará cómo le ha ido. Además, en lanota lo pone bien claro: pide que no le sigamos.

–¡No lo entiendes! –exasperada, Llyra se zafó de sumano y le encaró, el rostro enrojecido. –No va a estarbien. Está en peligro. Es ese... ese lobo... Le buscaba a él,ahora lo entiendo todo. ¡Maldita sea, tengo que avisarle!

Sin más corrió hacia el cuarto; con rapidez comenzó apreparar su equipaje, las escasas pertenencias de ropa ypequeños útiles, y lo amontonó todo en una mochila. En lapuerta, sus compañeros no daban crédito a lo que sucedía.

– ¿De qué hablas? ¿Un lobo? –Samer se acercó concautela. –Cálmate, por favor. Cuéntanos qué...

–No hay tiempo. Y no sé cómo explicároslo –denuevo, al evocar el ojo ciego, el terror que la habíaparalizado, un escalofrío recorrió la espalda de la antigualadrona, tan intenso que tuvo que detenerse a exhalar. –Encontré a un lobo por el camino y... me habló. No sé quédemonios era... pero buscaba a Syhaji, y no con buenasintenciones. Estoy segura. El peligro, la muerte, flotaban asu alrededor.

El halfling abrió los ojos como platos. Mirósolicitando auxilio a Harann, todavía silenciosa, en elumbral. Llyra había terminado de empacar y ya se colgabael bulto al hombro. Les miró a ambos, vehemente.

–Quisiera explicároslo mejor, pero no soy capaz –seexcusó. De repente, contemplando el desconcierto de sus

amigos, el aplomo que la había embargado parecíavenirse abajo. – Pero estoy muy segura de lo que hesentido... y de lo que presiento. Sé que tengo queadvertirle. Sólo haré eso, y volveré. Por favor, dejadmeir.

–No tienes que pedirnos permiso para eso –dijo porfin Harann. –De todos modos, Syhaji puede estar ya muylejos, habiendo hecho uso de su poder. La frontera conGaerdain está a un par de semanas de camino, pero parael Largo Invierno sólo faltan trece días. Sabiendo eso,tiene que haberse apresurado.

–Debe de haber un modo. ¡Tengo que alcanzarle antesde que esa criatura lo haga!

La druida cerró los ojos un instante. Cruzaba losbrazos sobre el pecho, en su semblante se leía la duda.Tardó en contestar.

–Confío en ti, Llyra. Creo en lo que nos has contado, ysé que tu urgencia está justificada. Sólo por eso, por lomucho que te aprecio, y sólo ahora, te concederé unprivilegio. Ven conmigo.

La joven no se paró siquiera a tratar de adivinar elsignificado de tales palabras, de nuevo enigmáticas.Siguió obediente a su mentora, y Samer fue tras ellos. Lostres en silencio salieron al bosque.

Muy lejos de allí, la silueta veloz de un gran lobocorría ya sobre los caminos. Había dado comienzo a su

caza.

CAPÍTULO 6: SOLEDAD

Contaba la leyenda, o quizás la Historia, que el primerhombre en arribar a aquel lugar había sido un mercaderllamado Ernik. Todavía joven, desconocedor del mundo ysus recovecos, había pensado que para llegar a Gaerdainbastaba con atravesar aquella garganta entre las montañas.Un par de días más cuidando de que los bueyes noresbalasen entre las traicioneras piedras, y por fin veríacumplido el sueño de llevar sus telas de vivos colores allídonde decían que podría sacar el triple de lo habitual porla más ínfima de ellas. Ya contaba en su mente lastintineantes monedas, ya se veía regresando triunfal yarrojándolas a la cara de su sorprendido padre, cuando sedio de bruces nada menos que con la famosa eimpenetrable Barrera de los halflings.

Ernik era un pobre cabezahueca. No vale la penadisimularlo con eufemismos. A duras penas habíaaprendido a contar, ayudado por la siempre solícita varade su padre, y leer era poco menos que un arte arcanopara él. Historia y superstición se confundían en un pocorecomendable maremágnum en su entendimiento, por loque nunca había escuchado, o eso creía, nada sobre unimpedimento invisible para acceder al territorio de la

pequeña raza. Pero la realidad era, entonces, queintentaba avanzar una y otra vez con su carro, y una y otravez era repelido como si chocara con una suerte de paredque sus ojos no alcanzaban a ver. Mucho tardó enasimilarlo. Por la gracia de Arebor, ¡si allí no había nada!Frente a él seguía viendo la llanura de altos pastos ycolinas, y a sus espaldas el desfiladero que habíaatravesado.

No iba a rendirse, por supuesto. Después de variosfallidos intentos, de que los bueyes se revolvieran y apunto estuvieran de volcar el carro, decidió cambiar deestrategia. Pero que tal palabra no lleve a engaño: Ernikno era un estratega. Todo lo que se le ocurrió fue lo quecualquier otro cabezahueca habría columbrado sin muchoesfuerzo.

Se sentó a esperar.

En este punto hay que reconocerle algún mérito: ciertoes que tuvo que soportar ventiscas, venidas sin saber muybien por qué, lluvias, un frío bastante inusual de vez encuando. Pero él esperó siete días con sus siete noches,paciente; el tacto imaginario de las imaginarias monedasle sumían en una especie de duermevela que hizo másllevadera la inactividad. Y así fue que una mañana, alcabo de este tiempo, una figura apareció a su lado,

imperceptiblemente, haciéndole dar un respingo. Unhalfling, que le saludó con gentileza. El bonachón de Erniksólo pudo responderle expresando la sorpresa que lecausaba su tamaño. Había oído que los halflings eranadinerados, pero en modo alguno que levantasen apenasdos palmos del suelo, exclamó.

El recién llegado hizo caso omiso del comentario y lepreguntó qué hacía allí. Era un vigía, y le explicó conamabilidad la naturaleza de la Barrera, erigida por supueblo siglos atrás en torno a sus ya escasos territorios,tras la tristemente famosa Guerra de las Escuelas entre losMagos. Ningún humano o elfo podía atravesarla sinconsentimiento expreso de un halfling. Por ello habíaempleado durante todos aquellos días su magia, ladisciplina de la Tierra, para intentar que Ernik semarchara de allí. En este punto volvió a hacer unareverencia, reconociendo la tenacidad y voluntad que elcabezahueca había demostrado.

Fue entonces cuando Ernik, ni corto ni perezoso, lemostró su mercancía; le explicó que sólo quería hacernegocio, y le habló de las mil y una maravillas de sugénero. Y en verdad no debía de ser éste poca cosa, puesel vigía, cuyo nombre no ha trascendido, se mostróbastante interesado. La conversación continuó largo rato yfue provechosa. Cinco días después, parte de la población

pudiente de Lagh Avad, la primera villa de Gaerdain trasla Barrera, lucía una buena colección de prendas de CaerSybern. Y los viajes de Ernik, que ya pudo por finescuchar el sonido real de las monedas en su zurrón, sehicieron más frecuentes con el paso de los meses, asícomo el de sus familiares y colegas de profesión una vezse corrió la voz. Acabó por crearse un pacto entre losmercaderes y los halflings, por el cual éstos lespermitieron establecer un pequeño campamento en eldesfiladero de las montañas, y desde allí se gestionó elcomercio y la entrada y salida de mercancía. Con elcorrer de los años, y fueron muchos, muchos años, no sólotelas se vendieron allí. Acabó por ser un lugar muypopular, y lo que fue en principio un mero grupo decaravanas creció hasta convertirse en un pueblo, donde lagente nacía, vivía, comerciaba y moría. Los halflingsacabaron dejando que fueran los propios humanos quienesse encargaran de controlar la entrada y salida del lugar,siempre bajo su venia y supervisión. Y le llamaron Ya´venn, aunque para los mercaderes fue simplemente Pasode la Montaña.

Ernik se estableció allí, vivió largos años y acabómuriendo durante un duro invierno, viejo, rico y gordo, locual para algunos es sinónimo de feliz. Probablementehubiera reído un buen rato si hubiese llegado a contemplarla estatua que, años más tarde, le erigieron en medio de la

plaza principal. La efigie representaba a un jovenmusculoso, de porte aguerrido, al lado de un carro con unestandarte real. El paso del tiempo acabó convirtiendoaquella imagen en la única y verdadera, como suelesuceder, y el Ernik bonachón y cabezahueca desapareciópara dejar a aquel mozo apuesto en su lugar. Así lo veíanahora los que habían nacido en Ya´venn, y suspiraban portener algún día la gloria que aquél había disfrutado, alservicio de algún rey. Y así lo vio también SyhajiGardoksson, aquella tarde que languidecía, satisfecho yorgulloso de haber dado el primer paso de su viaje sincontratiempo alguno.

El frío de la noche campaba ya a sus anchas por lascalles, empedradas y angostas, y se colaba entre las ropas.Por ello la gente se afanaba en recoger los puestos quehasta hacía bien poco habían constituido el mercado ymarchaba hacia sus casas; sólo los niños corrían de aquípara allá, como siempre indolentes a cualquiertemperatura, y más de uno berreaba al ser arrastrado de laoreja por su madre. Syhaji agradeció la creciente soledad,después de tanto bullicio, y aprovechó tal circunstanciapara dedicar unos minutos a la contemplación de laestatua. No temía que alguien pudiera reparar en él;además de los ropajes negros con que vestía, se habíaechado la capa sobre los hombros y colocado un embozoque le cubría el rostro hasta la nariz. En lugar de capucha

había preferido tocarse con un viejo sombrero de alaancha que había rescatado del desván de Harann. Asimple vista no parecía más que un viajero, y si alguien seaproximaba más, lo único que podría ver bajo laoscuridad del sombrero era una piel pálida y un par deojos brillantes del color de la miel. No obstante, todavíasentía una leve desconfianza que le movía a mirar de unlado a otro, siempre atento a cualquier movimiento, acualquier presencia. Era tal vez la sensación detrasgresión, la adrenalina que todo aquello desataba en sucuerpo. No había vuelta atrás. Por fin había abandonadoel miedo, el recelo, la protección, para ir directo hacia unincierto destino. Un destino que él mismo iba a configurar.

Había llegado al pueblo poco después del mediodía,sin complicación alguna. Si algo tenía que agradecer másque nada a Samer era su locuacidad y capacidaddescriptiva. Había podido vislumbrar en su mente congran detalle la plaza, el conjunto de casas, la gran estatua,gracias a las palabras del hombrecillo, quien afirmabahaber vivido allí con su tío un tiempo. Incluso había sidocapaz de aparecerse en un callejón sombrío, lejos demiradas impertinentes. Esta vez había recorrido más decien kilómetros, si bien en varias tandas. No se atrevía ausar su poder de golpe para una distancia tan grande, ynecesitaba descansar un rato prudente entre traslación ytraslación. Pero había avanzado todo aquel trecho en un

solo día, algo impensable valiéndose de cualquier otromedio.

Sí, lo había hecho sin ayuda del Intruso, en estaocasión. Tal pensamiento le alentó. Ojalá estuviera allí,sólo durante un segundo, sólo para echárselo en cara.

Estiró los brazos y miró en derredor. Había pasado latarde vagabundeando de aquí para allá, ordenando susideas y visitando los puestos de venta. Se habíaaprovisionado de viandas: algo de fruta y pescado saladocuyo dueño proclamaba a voces haber traído nada menosque de Caer Sekth. Comprobó que sus habilidades en elhurto no habían disminuido, y se divirtió haciendo nuevosusos de su poder en tal menester. No había sido un maldía. Sería una buena idea buscar una posada para pasar lanoche; el cuerpo comenzaba a pedirle un descanso, yprobablemente ya no volvería a disfrutar de un día ociosocomo aquél. Una vez se internara en Gaerdain no podríaperder ni un minuto de camino. Dedicó una última miradaa la estatua, recordando las palabras de Samer, cómicas,sobre el discutible sentido de las proporciones que debíade tener el escultor. Al mismo tiempo no pudo evitar unaincómoda punzada de remordimiento y nostalgia.Cualquier nimio detalle, alguna palabra o un gesto, letraían a la mente algún vívido y reciente recuerdo. Pero noiba a luchar por acallarlos. Acabarían desapareciendo en

cuanto su mente estuviera ocupada en otras cosas.

Se volvió, distraído, de manera demasiado brusca. Sinpoder evitarlo chocó de bruces con alguien.

–¡Lo siento! ¡Lo siento, señor! –el desconocido sedisculpó apresuradamente, y Syhaji emitió un gruñido quepretendía ser otro tanto. Miró desde arriba al tipo, unjovenzuelo flacucho que lucía orgullosamente lo que debíaser su primera perilla; había dejado caer un saquillo llenode manzanas y las recogía de una en una. Alzó luego lavista, mas no había en ella reproche o disgusto. Antesbien, parecía atribuirse él la culpa del encontronazo, cosaque reafirmó con énfasis. – ¡Os pido disculpas! –repitió. –No parecéis de por aquí, aunque os he visto dar vueltaspor nuestro mercado esta tarde. Si estáis buscando algo ypuedo ayudaros, será un placer hacerlo, como desagravio.

–No ha sido para tanto. No te preocupes –replicóSyhaji. Le importunaba la presencia del chico, aunque nopor lo sucedido. En realidad se dio cuenta de que le habíamolestado que se entrometiera de repente en suspensamientos, justo cuando estaba recordando a otraspersonas. –Aunque podrías decirme dónde hay una posadaen la que pueda pasar la noche. Barata, a ser posible.

–Así que es cierto, no sois de Paso de la Montaña. ¿Esla primera vez que venís? –el muchacho sonrió. –En talcaso es normal que no conozcáis la mejor posada quetenemos, La Brisa del Este. Sólo tenéis que continuar por

esa calle –señaló – todo recto, y la encontraréis casi alfinal. Es bastante grande. No es que sea precisamente unchollo, son siete escudos, pero no creo que la encontréismuy costosa, después de haber tenido que pagar losaranceles de entrada al pueblo.

–Gracias –masculló el aludido.Se marchó en la dirección indicada, a paso vivo. No

se paró a mirar por encima de su hombro, malhumoradocomo estaba. Aunque sintió un cosquilleo en la espalda,extraño, que pasó rápidamente. Tal vez se debió, aunquenunca pudo saberlo, al intenso escrutinio al que elmuchacho le sometió hasta que su silueta se hubo diluidocalle abajo.

La Brisa del Este. Aquel lugar tenía poco de “brisa” ysí mucho de humo.

Apenas hubo entrado, un incipiente dolor de cabezacomenzó a atosigarle, motivado en gran medida por elcargado ambiente, el sudor y el ruido. Ello no contribuyóprecisamente a mejorar su estado de ánimo, mermado yabastante por el cansancio físico. La planta baja estabaatestada de parroquianos que se contaban a voz en gritolas vicisitudes de la jornada. Syhaji pudo enterarse a laperfección, sin desearlo, de por cuánto había vendido su

cargamento de huevos un tipo o del desorbitado preciopor el que había conseguido otro una pareja de mulas,antes de poder encontrar una mesa vacía, en un rincón.Con expresión hastiada llamó a una camarera. No teníademasiada hambre, mas pidió un plato de coles y unacerveza, además de la habitación.

La reserva se hizo de inmediato, tan sólo deberíaacercarse al mostrador a pagar. Había tenido suerte, lesquedaba una única habitación individual en la segundaplanta, aquella noche estaban abarrotados, soltó decarrerilla la camarera, sin apenas mirarle a los ojos perodejando caer unos voluminosos pechos sobre la mesa altiempo que le servía lo que había pedido. Syhaji asintió ydesvió la vista, incómodo, balbuciendo las gracias.

Se preguntó, mientras comía con desgana, si Llyra,Harann, Samer, podrían perdonarle. Seguramente noestaban demasiado enfadados. Quería poder terminar contodo aquello y regresar, y que le felicitaran y se alegrarancon él. Pero sabía que no debían de sentir alegríaprecisamente en aquel momento, allá donde estaban.Había sido egoísta, injusto con ellos. No podíadesmentirlo. Si tan sólo pudiera hacerles entender...Esperaba que pudieran comprender su decisión, el motivoque le había espoleado justo en aquel momento y no enotro.

He dicho que basta de recuerdos. Demonios...

Se sujetó un momento las punzantes sienes, suspiró.Terminó la cena con rapidez y acto seguido se puso enpie. Lo hizo con parsimonia, pero con la suficienterapidez como para poder cazar, durante un breve instante,aquella mirada fija en él, a unas mesas de distancia.

Quizás había sido el cansancio. No era raro que lossentidos le jugaran malas pasadas; ya le había sucedidomás de una vez al emplear su poder. Y su mente seguíaalerta, susceptible a la menor llamada. Eso era, sin duda.No podía obsesionarse, o la migraña sólo iría a peor...

El tipo que lo había mirado, o eso creía, era unhombre moreno, de rostro surcado a partes iguales porcicatrices y arrugas, de tal modo que parecía una nueztostada al sol. No tenía en verdad una expresión amigable,aunque cuando notó que Syhaji advertía su interés giró lacabeza y llamó a la camarera. A su lado se sentaban unpar de hombres más, con los que jugaba a los dados, perono reparó en sus semblantes. Toda su atención se habíacentrado en aquel extraño.

No hubo ningún gesto sospechoso más, sus ojos novolvieron a cruzarse. La sensación se volvía más potente

por momentos, la alarma latía como un ente consciente ensu interior. Deseó hacerla callar, pero su voluntad,ahogada y exhausta por aquel día, no fue suficiente. Seacercó a la barra, el estómago encogido. Llamó al Deseo,que se desperezó como un gato. La serpiente, que ocultababajo las vendas en su muñeca, mordió con avidez. Sinningún tipo de inquietud, el posadero aceptó los granos detrigo que Syhaji le tendía, que para él eran (y serían almenos hasta el día siguiente) monedas como otrascualquiera.

–Quédese con el cambio. Una propina por el servicio–murmuró.

Subió las escaleras y los peldaños le parecieroninterminables, teniendo que levantar cada pie cual si éstosquisieran pegarse al suelo. La habitación estaba en lasegunda planta. Tenía que ser la segunda planta, malditasea... Más escalones, de repente aguijonazos en lostobillos. ¿Era el Deseo, tal vez? ¿Protestaba su cuerpo porhaberlo usado de manera tan constante durante toda lajornada? No se le pasó por la cabeza en ningún momentoque hubiera podido excederse... La cura de Harann, elentrenamiento, lo habían vuelto confiado quizás endemasía. Se lo recriminó, sintiéndose estúpido.

Se dejó caer en el catre casi al cruzar la puerta,aunque en verdad no es que hubiera mucha distancia entreambos. La habitación, como cabía esperar, era un cuchitril

de paredes poco sólidas que no ocultaban a sus oídos elsonido de otros cuartos cercanos: gemidos y demás ruidosmolestos. Se haría difícil dormir. No por primera vezechó de menos Syhaji su antigua cabaña, su cómodo lechode pieles, el canto del viento acariciando las ventanas. Eincluso el almacén en el que había dormido junto a Samery las interminables chácharas de éste antes de conciliar elsueño...

A pesar del agotamiento, la modorra aún no lodominaba. Pasó un rato sentado, examinando el mapa,trazado de su propio puño, que había elaborado días atráscon esmero; contaba para ello con la tenue iluminación deun candil sobre una caja, el único mobiliario que había enaquel agujero. Se asomó a la ventana con cautela y realizóalgunas anotaciones en el papel sobre la posición de lasestrellas.

Se había decidido por fin, a acostarse, cuando loescuchó de pronto. Su oído, perspicaz, avizor, captó elleve movimiento, los pasos al otro lado de la puerta.

Una, varias personas, esperando de pie. En tensosilencio.

Syhaji se enderezó sobre la cama, fruncido el ceño.Espero, escuchó por encima del sonido de su respiración.

Quizás se había vuelto confiado, pero por fortuna no losuficiente aún como para caer en la insensatez.

Se levantó y realizó un truco sencillo, uno de losprimeros que había aprendido en su entrenamiento.Conforme éste se desarrollaba, y el Deseo se ibaplegando más y más a su voluntad, se percató de que unaespecie de sexto sentido se agudizaba en su interior. Sinquererlo, comenzaba a notar la energía, la vida latente enaquello que le rodeaba; en los árboles, el agua, lospájaros, el viento o las piedras. Y algo que había dado enllamar para sí “la intención”: los seres pasivosdesprendían un tipo uniforme de energía, mientras que losdinámicos, como los animales o las personas, matizabanésta según su estado de ánimo. Se ejercitó, entonces, encaptar la energía de alguno de sus compañeros,advirtiendo cómo se encontraban. Ahora lo hizo de unmodo muy distinto. Se concentró, y trató de captar aaquellos que se apostaban tras la puerta, si es que nohabía sido una alucinación.

El resultado fue el que esperaba, si bien no le agradócomprobarlo. Dos hombres, pudo advertir, conintenciones no demasiado halagüeñas. Su energía eracomo una llamarada contenida. No alcanzaba a imaginarqué querrían de él, pero no se quedaría a averiguarlo. Tanpronto como unos nudillos golpearon la puerta, se dirigió

presto hacia el ventanuco abierto en la pared. Su cuerpocupo con algo de esfuerzo por él; se impulsó y saltó, y lamagia ordenó al mismo aire que lo dejara caer levementeen el suelo.

Aterrizó de pie, con suavidad, sobre el terroso suelodel patio trasero de la posada. Nada más hacerlo, escuchóno lejos de sí una exclamación ahogada, el sonido de unospasos cautelosos al retroceder. Estaba prevenido paraalgo así, por lo que se irguió deprisa y encaró a laoscuridad. Aunque para él no era ya la misma oscuridadque cegaba a los ojos mortales... Otra de lascaracterísticas que había obtenido, sin buscarla, en suentrenamiento: su vista era capaz de percibir un tanto másallá, de convertir las sombras en una suerte de penumbra,tal como los felinos. Así vio sin dificultad a tres personasmás, de pie a unos pocos metros de distancia, que lemiraban con sorpresa y un ligero temor en el rostro. Si esque podían verle, se dijo con ironía, pues, vestido comoestaba y de noche cerrada, había vuelto a ser, sinproponérselo, el legendario La Sombra. Se preguntó siaquellos extraños estarían pensando eso en aquelmomento, si habrían escuchado rumores.

Los hombres portaban garrotes a los costados, aunqueninguno lo enarboló por el momento. Uno de ellos, un tipode baja estatura y pelo enmarañado que le caía por la

cara, giró la cabeza un tanto y susurró, de modosuficientemente audible, por encima de su hombro.

–Corre, avisa a Kearth, Rasheen.De inmediato otra figura más menuda salió disparada

hacia el otro lado del patio; antes de desaparecer tras laesquina, Syhaji pudo vislumbrar sus rasgos un fugazinstante. Frunció el ceño. Se trataba del crío que le habíahablado en la plaza aquella tarde.

–¿Qué queréis de mí? –inquirió al fin. Losdesconocidos parecieron sobresaltarse ligeramente, peroel que había hablado se apresuró en responder.

–Queremos hablar pacíficamente, antes que nada. Minombre es Bradis –inclinó la cabeza a modo de saludo. –Desde hace generaciones, mi familia se encarga de cobrarel peaje por ingresar a Paso de la Montaña. Es algorutinario; tenemos que censar y controlar a todos los queentren aquí, pues en este lugar se llevan a cabo numerososnegocios, se mueve mucho dinero. Si queremos que todosiga prosperando como viene sucediendo desde hacesiglos debemos impedir que se produzcan altercados osituaciones fraudulentas, y castigarlas en caso de que asísuceda. Tener un buen control es el medio para ello. Sinembargo, en tu caso, no tenemos constancia de que hayastraspasado el peaje. Ni mi hermano Kearth ni yo hemostomado los datos de nadie como tú. Rasheen, mi chaval,hace las veces de ojeador y me dijo que te ha visto todaesta tarde por el pueblo. Así pues... creo que has entrado

sin pasar por nuestro control, ¿me equivoco?Syhaji no respondió. Realmente, no había reparado en

ello, ni había pensado que pudiera causarle ningúninconveniente. ¿Cómo podría explicarles que se habíatrasladado usando Magia? Del mismo modo habíaplanificado traspasar la Barrera al día siguiente, apostadoinvisible junto a ella hasta que se abriera para algúngrupo... No resultaría tan sencillo, visto aquello.

–Verás –continuó Bradis, incómodo por el silencio –no queremos causarte problemas. No voy siquiera apreguntarte cómo has entrado. Pero tengo que pedirte quenos acompañes para darnos tus datos e ingresar el peaje.Una vez lo hagas, podrás seguir con tus asuntos.

–No tengo dinero ahora para pagaros –contestó Syhaji.Era cierto: probablemente no podría mantener una nuevailusión sin descansar antes. –Si podéis esperar alamanecer, lo haré.

Escuchó carreras provenientes del otro lado; a suespalda aparecieron tres personas más. Volvió el rostro.Rasheen, un hombre similar a aquél con el que hablaba,que sería probablemente el tal Kearth... y el tipo calvoque le había mirado en la sala. Todo demasiadopredecible, pensó con hastío.

Bradis, como era de esperar, no se contentó conaquella respuesta.

–¿Al amanecer? –se sorprendió. –Eh... bueno, si es loque quieres… De todas maneras, tendrás que

acompañarnos. Pasarás la noche en el puesto de control.Si estás de acuerdo, por favor...

–No. Me quedo aquí.–¿Por qué saltaste por la ventana? –en ese momento,

uno de los que estaban situados a su espalda intervino.Syhaji no miró, dedujo que se trataba del calvo. –Bradis,déjate de charla. Este tipo oculta algo, y no tiene que seralgo bueno si huyó de esa manera.

El aludido nada dijo durante unos momentos. Su rostrose tensó, y también lo hicieron los sentidos de Syhaji.

–Te lo vuelvo a pedir –le insistió. –Ven con nosotros.No nos gusta que estas cosas se hagan por la fuerza,puedes creerme. Pero aquí hay unas reglas y nosotrossomos los encargados de garantizarlas.

La Sombra cazó al vuelo el gesto incluso antes de quela frase terminara. No se volvió, no tuvo que hacerlo; suinstinto se disparó como una ballesta y su voluntad hizo elresto.

Esquivó el empujón que el tipo calvo le propinaba deimproviso por atrás... o, mejor dicho, se trasladó,tomando una pizca de Deseo, aunque fue un momento tanveloz que ninguno de los que le rodeaba pudo apercibirsede ello. Sólo tuvo que moverse unos pasos, lo suficientepara quedar fuera del alcance de aquellos brazos comotroncos. No obstante, su agresor no se detuvo; superó lasorpresa inicial tras golpear el vacío y volvió a lanzarse

contra él. Syhaji retrocedió involuntariamente, una ráfagade temor le ganó por momentos, y aquello casi fue fatal.Hurtó un puñetazo por escasos centímetros, mas deinmediato el deseo de supervivencia volvió a adueñarsede su ánimo. Con todas sus fuerzas, descargó el antebrazoizquierdo contra el rostro cuarteado que se cernía sobreél.

Sintió cómo el guantelete se incrustaba en la piel y losmúsculos, escuchó el inconfundible y escalofriante sonidode los huesos al partirse, notó la nariz aplastada y uno delos ojos reventar como una cereza bajo el metal. Lo sintiócual si en verdad hubiera sido su propia piel, una piel quele pareció de repente fría y repulsiva. Se estremeció yreculó un tanto. El sujeto se derrumbó de espaldas, a suspies, maldiciendo y cubriéndose el rostro. La sangre leresbalaba a borbotones por entre los dedos.

También Rasheen gritaba, y Syhaji creyó escuchar unaarcada ahogada. No pudo preocuparse por ello. Elsiguiente ataque no se hizo esperar.

Los tipos que flanqueaban a Bradis se arrojaron contraél; ahora los garrotes ya no colgaban inertes de sus cintos,se agitaban hendiendo el aire. Syhaji advirtió con alarmaque se había desplazado muy cerca de la pared. Seconcentró, de nuevo ordenó a la Magia que le sirviera.

Aquello desató un relámpago de dolor en sus piernas y suespalda. La migraña, cada vez más fuerte, hervía como sisu cabeza entera fuera un inestable caldero. Pero logró loque se proponía.

Los dos hombres descargaron sus armas contra elvientre y la cabeza del antiguo ladrón... aunque allí dondelo veían ya no estaba realmente. Había dejado atrás unreflejo de sí mismo, que perduró durante un parpadeo,como una ilusión óptica; el tiempo suficiente paraconfundir a los atacantes y poder golpearles por laespalda. Uno recibió un tremendo golpe del guantelete enun lateral de la cabeza, que lo hizo chocar contra la pared,destrozándose la mandíbula; el otro demostró mejoresreflejos y se giró, justo a tiempo de esquivar un ataquesimilar. Syhaji maldijo, ambos se encararon. El tiporetrocedió, tomando distancia, soltó el garrote. Se llevóuna mano a la espalda y extrajo una espada del interior desu abrigo.

Era una espada roma. Pretendía atemorizarle, dejarleinconsciente con un solo golpe aprovechándose de laventaja psicológica que le otorgaba el poseer un arma.Pero todo esto su rival no podía saberlo.

Se lanzó aquél, un tajo, dos; Syhaji tuvo queretroceder cada vez más, y ahora se aproximaba

peligrosamente a la zona desde la que Bradis contemplabala lucha. La hoja volvió a descargarse, cortó las sombrascomo un rayo. El antiguo ladrón se agachó, alzó frente a sucara el guantelete y detuvo el envite con el puño, allídonde estaba la cabeza de Ouroboros. La plegaria surgióen su mente casi sin proponérselo. La serpiente clavó suscolmillos en su carne, el aura dorada recubrió el metal yel brazo, y tres afiladas espinas de energía surgieronsúbitamente, como estacas. Destrozaron la hoja de laespada y siguieron su camino raudas, atravesando elrostro del agresor, desatando una lluvia de sangre.

El cuerpo sufrió un espasmo, un gorgoteo, quedócolgando de las espinas un segundo cual si fuera un trozode tela vieja; después, cuando éstas se recogieron, cayóde rodillas y se derrumbó sobre un costado. Syhaji seretiró a un lado. Respiraba entrecortadamente, el sudor lecorría por la cara y le cegaba. Su antebrazo estabaempapado de sangre y en sus ropas identificó trozos decerebro. Contempló con macabro detenimiento el cadávera sus pies, el rostro convertido en un amasijoirreconocible, la materia viscosa en un amplio arco a sualrededor... Sin poder evitarlo comenzó de pronto atemblar, y tuvo que hacer un terrible esfuerzo para que susmaltratados pies siguieran sosteniéndole.

Bradis y Kearth quebraron el asfixiante silencio con

gritos y maldiciones. Echaron a correr, llevando envolandas a su compañero herido. No quedará así,amenazaron, no sabes lo que has hecho, asesino.

Asesino... De todos los epítetos que Syhaji habíarecibido durante su vida, aquél resultó sin duda el másterrible, el más detestable.

Una vez a solas, Syhaji se sintió realmente enfermo.La cabeza le daba vueltas, le tamborileaba, le quemaba.El hedor de la sangre, tan próximo, inundó de repente susfosas nasales de modo indecible, repulsivamenteembriagador. Se dobló sobre sí mismo, entre jadeos, mascontuvo las ganas de vomitar. No podía ceder a ladebilidad, no entonces, se repitió, al tiempo que suconfundida mente iba dándose plena cuenta del embrolloen que se había metido. Tenía que sacar fuerzas, pensarcon claridad. Huir. No sabía dónde, pero lejos decualquier presencia humana....

No iba a ser una noche fácil, tal como habíapresentido. No llevaba ya el sombrero ancho. Se colocóla capucha. Volvía a ser una sombra. Se alejó de laposada, vagó por las calles sin ton ni son, hurtando sufigura a las luces, hasta que finalmente consiguióencontrar una salida hacia la montaña, saltando por lostejados de casa en casa; nadie parecía seguirle, aunque ya

no podía fiarse ni del más leve sonido.Dioses, estaba tan cansado...

Las nubes cubrían el Ojo Plateado y parecían hebrasde humo que escaparan de la pipa de un gigante, en algúnlugar lejano. La extraña semejanza se le antojó, sinembargo, muy verosímil a Syhaji.

Sacudió la cabeza, espantando el sueño. No, no podía,tenía que mantenerse alerta. En un impulso involuntario,buscó con la mirada la constelación de El Coloso. Sólouna parte de ella se veía; ni siquiera su vista privilegiadaera capaz de penetrar por completo en la densa oscuridad.Regal siempre le había dicho que un hombre capaz deguiarse por las estrellas nunca perdería el rumbo. Aunqueesté en el último confín del mundo, aunque ningún otrohombre quiera hablarle. Las estrellas son fieles y nuncamienten, al contrario que muchas mujeres, solía decirriendo. Syhaji había confiado en los astros desde su niñez,cuando éstos eran su única compañía en las noches delbosque. Ahora, sin embargo, había algo distinto en ellos...

Cual si fueran ojos innumerables le miraban; ojos quese perdían en el infinito, en el horizonte, de los que nopodía escapar y ante los que su codiciado poder se volvía

vano. Ojos por encima de él, aquí y allá, ojos en lanegrura que le rodeaba. Ojos invisibles que le acusabandesde ninguna parte. Había trasgredido una barrera quenada tenía que ver con aquélla que le separaba deGaerdain; pertenecía ahora al lugar de aquellos que tienenel espíritu manchado de sangre, y le parecía que tendríaque vivir hasta el fin de sus días soportando aquelescrutinio, los reproches de su misma alma.

La escena de la muerte de aquel desconocido seguíapalpitando en su memoria. No había llegado realmente avislumbrar su rostro, y ello era lo que más le perturbaba.Sentía como si no hubiera matado sólo a una persona, sinoa muchas... tantas como semblantes pudiera haber tenidoaquel desgraciado. Todo aquello le estaba volviendoloco. Quizás si pudiera dormir las cosas se aclararían ensu mente embotada... pero no había lugar para eldescanso, no aquella noche. No cuando sentía, claramente,las energías de aquellos individuos que lo buscaban,tenaces.

Se hallaba escondido en un nicho estrecho, en lascolinas que rodeaban a Paso de la Montaña. No tenía ideade cuánto tiempo llevaba huyendo. Pronto habíacomprobado que no era sencillo esconderse o correr poraquel terreno, escabroso e irregular, que bajaba atrompicones hasta derramarse poco a poco sobre la

planicie herbosa que daba entrada al territorio halfling.Nada sabía él de moverse por allí, de modo que seencontraba con esa desventaja frente a quienes leperseguían... si bien él seguía contando con la ventaja, ennada desdeñable, de sus habilidades.

Había escapado de sombra en sombra, buscandohuecos donde guarecerse, arbustos raquíticos quepudieran darle algo de cobijo mientras inspeccionaba elterreno. Bradis y Kearth no habían perdido el tiempo, alparecer, pues un tercio de la guardia del pueblo andaba yatras sus pasos. Y no era ésta poca cosa: no le habíanmentido aquellos dos al asegurarle que el control queexistía en Paso de la Montaña era en verdad férreo.Rápidamente se esparcieron hombres en todas las salidasdel lugar, y cuando uno de ellos encontró el rastro deSyhaji al menos una decena se había precipitado en subúsqueda.

Es muy peligroso, más vale andarse con ojo, habíacreído escuchar a un par de ellos, sólo un segundo antesde que saltara sobre sus cabezas desde lo alto de una granroca y les dejara inconscientes. Las palabras le hicieronapretar la mandíbula, un amargo sabor se extendió por supaladar.

Sí, soy peligroso. Parece que nunca dejaré de serlo,

de un modo u otro.

Atacó a otros dos más, desatando repentinamente unpequeño alud de piedras sobre ellos con un golpe deviento. Los dejó fuera de combate. Otra pareja desistió dela búsqueda cuando, sin previo aviso, las espadas queportaban desenvainadas comenzaron a arder al rojo;regresaron a todo correr por donde habían venido,pidiendo clemencia a los Dioses.

El cazado se había convertido en cazador. No sabíacuántos quedaban. Pero notaba algo raro. Después deaquello estuvo un buen rato quieto en el mismo sitio, pueshabía sentido varias energías aproximarse... mas ningunasilueta había aparecido por el camino. ¿Habrían dadomedia vuelta?. Desde su posición, acuclillado en un huecodetrás de una piedra chata, tenía una visibilidad perfectaen ambas direcciones. ¿Qué estaba pasando, maldita sea?

Tal vez le habían descubierto. Sin duda debía de sereso. Preparaban una emboscada en algún sitio, estabantomando posiciones alrededor de su escondrijo. ¿Y quépodía él hacer? Si de eso se trataba, no tenía ya sentidoseguir allí. Si decidía quedarse en su refugio, como unroedor temeroso, bien podía llegar el alba...

Escuchó. Sintió. Nada.

Dejó pasar unos minutos más y al fin, tomando aire,siguió adelante.

Atravesó un pasadizo entre dos paredes rocosas,flanqueadas por aristas que arrojaban equívocas ytenebrosas sombras sobre el suelo. De pronto lo notó, enel camino, quizás tras la vuelta de un recodo. Era unaenergía sosegada, serena, que le desconcertó. Aminoró elpaso y preparó el Deseo en su interior, presto a respondera cualquier ataque.

Al doblar una esquina, lo encontró.

Nada más encontrarse sus miradas, Bradis levantó lasmanos en señal de paz. Tenía el enmarañado cabelloempapado de sudor, el rostro pálido, pero no portabaningún arma. Syhaji se quedó a una distancia prudencial,escrutó las sombras, miró por encima de su cabeza. Susexto sentido no le engañaba. No había nadie más.

–Quiero que hablemos... otra vez –el recién aparecidopronunció estas palabras con voz queda. –Antes, en laposada, me fijé en tus ojos. No son los ojos de alguienacostumbrado a matar. Sé que quizás lo que sucedió fue unaccidente, y por eso te propongo que lleguemos a unacuerdo. Te reduciré a la mitad el impuesto que nosdebes. Y no te pediré nada por el Derecho de

Compensación, al que estás obligado por la muerte deaquel hombre. Si... si te vas y no pisas más nuestropueblo.

Ni siquiera tenía intención de hacerlo, gruñó Syhajipara sus adentros. Todo aquello estaba sucediendo por unmaldito puñado de monedas. Sonaba tan banal, tanridículo...

El aviso vibró como una campanilla en su mente.–Es una buena propuesta –dijo. Intentó que su voz

sonara sarcástica, pero nunca había sido bueno para eso. –Sería creíble si no fuera porque hay dos tipos a punto deapuñalarme por la espalda.

Las figuras cayeron como aves de presa, extendidaslas garras de acero que eran sus armas, de lo alto de losriscos. Syhaji saltó, quedó un instante suspendido en elaire, luego cayó a plomo sobre los hombros de uno deellos, derribándolo. El otro lanzó una cuchillada, quedetuvo con el guantelete. Recordó el tacto escamoso quehabía sentido la última vez, y el escalofrío fue inclusomayor. No volvería a usar su espada de energía, pasara loque pasase... Con la otra mano, abierta, apuntó hacia lacara de su agresor; una bofetada de aire, súbita, potente,lo arrojó de espaldas contra la pared de piedra. Soltó ungañido al chocar contra ella y cayó de bruces, respirandoroncamente y escupiendo sangre.

De repente, antes de que pudiera siquiera girarse, unasuerte de garra invisible se cerró sobre su muñecaizquierda. El guantelete se volvió terriblemente helado,tanto que el hombre no pudo reprimir un grito ahogado dedolor. Lo sintió encogerse sobre su piel, casi como si enverdad fuera un reptil que se retorciera ante la presiónintangible. Apretando los dientes, haciendo un ímproboesfuerzo por mantener el control de su muñeca frente a lafuerza misteriosa, miró tras de sí.

Un hombre sostenía un fanal a unos pasos de distancia.Se trataba del tal Kearth, al que ahora pudo contemplarcon mayor detenimiento. La luz temblorosa reveló ladureza de sus rasgos morenos, algo en lo que diferíanotablemente de su hermano; asimismo, destacaba en sucuello un intrincado tatuaje en espiral, que le bajaba hastael pecho. De sus costados pendían dos grandes cuchillosde hoja ancha.

A su lado, reparó con asombro, se erguía un elfo. Susfacciones rasgadas, el ligero tono cerúleo de su piel, todoello lo identificaba como un Hijo del Cielo sin duda.Apuntaba con una mano hacia él, los dedos extendidosrecubiertos por un tenue halo dorado. Se cubría con unatúnica gris, ribeteada de rojo oscuro; se la sujetaba alhombro con un broche que simulaba el escudo de CaerSybern. Syhaji no tardó en deducir lo que sucedía...

Un Mago de la Guardia. Nunca hubiera imaginado queaquel miserable pueblo contara con uno. Era la únicaexplicación para la inesperada parálisis de su brazo... ypara el hecho de que no hubiera sentido antes su energía.Había escuchado que los miembros de dicho cuerpo erancapaces de camuflarla, tanto la suya como la de quienes leacompañaran; no en vano eran también empleados comoespías.

En resumen, había acertado. Una emboscada.–Mis saludos –el elfo habló al fin; su voz suave estaba

revestida de un tono altivo, que casaba bien con sumirada. –Creo que tenemos el honor de encontrarnosfrente a todo un adepto de la Magia del Cielo. Salvando laevidente diferencia de nivel, somos colegas. ¿No es acasoeso que llevas ahí –elevó un poco los dedos, y al unísonolo hizo también la muñeca de Syhaji, impotente éste –nadamenos que un thirk? Una reliquia de mi raza... Mepregunto cómo un humano puede haberla conseguido,aunque la respuesta se me antoja muy simple.

Syhaji frunció el ceño, intentó concentrarse. Aun conel guantelete preso de aquella magia, quizás fuera capazde usar el Deseo...

–Siento decir que te equivocas –respondió, tratandode no demostrar la ira que sentía. –No soy Mago delCielo. Y este thirk me fue entregado de manera muy

legítima.El elfo enarcó las cejas. Un atisbo de risa se dibujó en

sus labios torcidos, aunque se limitó a mover ligeramentela mano hacia sí. El antiguo ladrón hizo acopio de todassus fuerzas; la muñeca era atraída tenazmente hacia sucaptor al mismo tiempo, y ni todas sus fuerzas podíanimpedirlo. El poder que de aquél emanaba se le antojabaapabullante; el miedo llegó de pronto, extendiéndosedesde su brazo hasta el resto de su cuerpo como unamancha de vino sobre un mantel.

Tenía que hacerlo... Sabía que podía. El Deseo erasuyo, nada tenía que ver con el guantelete, podíaemplearlo a voluntad... pero el temor era cerval,asfixiante, y no le dejaba pensar con claridad.

–Aunque así fuera, un criminal como tú no merecetener un objeto como ése –replicó el elfo. –Una vez tengaslo que mereces, me encargaré de que quede a buenrecaudo.

–Bueno, eso lo hablaremos en otro momento, maeseDaelagh. En principio, cualquier posesión de un reo quedabajo nuestra custodia, ya lo sabéis –quien ahora intervinofue Kearth. Avanzó un par de pasos hacia Syhaji y lo miródesde arriba, pues le superaba en al menos una cabeza dealtura. Desenvainó uno de los cuchillos y apuntó con elfilo bajo la mandíbula del preso. Sus ojos parecíanchispas que saltaran de la oscuridad de un horno, y aquél

se forzó a liberarse siquiera un tanto del terror que sentíapara esquivar un posible ataque, del modo que fuera.

-Tú, hijo de perra, –habló lentamente, y el odio se leíaen su voz –debes saber que el hombre que mataste en laposada era el esposo de mi hermana. Ningún castigo quese te aplique me hará olvidar eso. No voy a dejar que temarches de aquí, como mi hermano quiso hacerte creer.Puedes pagarnos ahora mismo lo que nos debes, en cuyocaso simplemente te arrestaremos y te trataremos como aun reo más, sin aligerar la magnitud de tu crimen. Opuedes negarte... y entonces, aquí, ahora, te daré muertecon mis propias manos.

En la oscuridad, Bradis, relegado a un segundo plano,dejó escapar una imprecación.

–Kearth, yo deseo verlo muerto tanto como tú, perohemos de tener cuidado. No sabemos quién...

–No me importa quién es este tipo o a quién puedeconocer –le interrumpió el aludido, esta vez elevando eltono. –Es mi única oferta. Decídete ya, maldito seas. Nohay una tercera opción.

–En realidad, sí que la hay.La voz se elevó desde el otro lado del camino, allí de

donde había venido Syhaji. Éste dio un respingo, y otrotanto hicieron los dos hermanos y el propio elfo. Aunqueel sobresalto del antiguo ladrón tenía otros motivos... Elcorazón le daba vueltas más que nunca. Maldijo a sucabeza por jugarle aquella broma pesada...

–¿Quién anda ahí? –Kearth se volvió con brusquedady gritó, furioso, alzando el fanal en la dirección de lasmisteriosas palabras. También los demás buscaron, conuna mezcla de temor y curiosidad.

Surgió de entre las sombras como si éstas se abrierandejándole camino, con pasos firmes, rostro vehemente. Alentrar en el círculo de luz trajo consigo un silencio tenso,que duró una eternidad. Bien parecía, en un primervistazo, alguna clase de criatura surgida de la noche, deaquéllas que sólo pervivían en los cuentos. Daelaghcomenzó a murmurar lo que parecía ser un conjuro,aunque Kearth le mandó callar con un gesto. Bradis seacercó presto, la mano cerrada sobre el garrote quecolgaba de su cintura.

–No seas imbécil, elfo. Es de carne y hueso, tantocomo tú o como yo. ¿Qué diablos quieres? –imprecó.

Llyra los miró a su vez sin perturbarse; el rostroinexpresivo, frío.

–Sí que existe otra opción para este hombre –repitió.Levantó la manga derecha de su chaleco hasta el hombro,y allí dejó al descubierto un tatuaje oscurecido, una formaextraña que semejaba una suerte de cáliz. –Mi nombre esLlyra Rohndottir. Como miembro del Gremio de Plata,hago uso del Derecho de Desafío hacia ti, KearthIseksson.

Todas las miradas confluían ahora en Kearth, quientardaba en responder. Syhaji se debatía en una confusiónde sentimientos. Por una parte le atacaban el enfado y lafrustración; le había dejado bien claro a la chica que no lesiguiera, diablos, ¿por qué tenía que hacer siempre lo quele venía en gana? Ahora también estaba en peligro, porculpa de su estupidez y su torpeza. Si a le pasaba algo... sipor su causa salía herida, o muerta, toda su entereza sevendría abajo. Nada podría librarle de aquella otra culpa,jamás.

Pero sobre aquellos amargos pensamientos flotabatodavía un halo de esperanza. ¿Había una salida? ¿Quésignificaba aquel extraño as en la manga? Miraba desoslayo a su compañera, asombrado ante su imperturbableseguridad, y sabía que algo, oculto en su mente, leotorgaba aquella fuerza. Pero la esperanza es siempre unaincómoda visita, pues del mismo modo que alienta elcorazón también puede marchitarlo y destruirlo de notriunfar. Le asustaba confiar, más incluso que el lazo deaquel tal Daelagh.

A pesar de todo, todavía le costaba creer que aquelloestuviera sucediendo de verdad. Tuvo que convencerse deello cuando por fin Kearth habló.

–¿Nos conocemos? –preguntó a Llyra. Ésta negó con

la cabeza, con una extraña sonrisa.–No, claro que no. Aunque ambos seamos miembros

del Gremio de Plata yo no soy más que una ladrona depoca monta. He frecuentado ciertas compañías que meayudaron a ingresar. Pero yo sí que te conozco a ti, KearthIseksson. Es difícil no reconocer ese tatuaje en tu cuello,después de todo, o no haber oído hablar de tus hazañas.Aquél que, con la única ayuda de un grupo de diezforajidos, fue capaz de hacerse con el control del Caminodel Oso en Caer Sekth e incluso forzar al rey a pagarle untributo para poder usarlo. El que consiguió enviarcargamentos de armas hasta el puesto rebelde de las minasde Fasek ante las mismas narices de los elfos, hace sieteaños. Y, por supuesto, la mano de hierro que gobiernaPaso de la Montaña en las sombras. Y lo mejor es que,empleando influencias y renombre, has conseguido que lajusticia siempre mire hacia otro lado. –Inclinó la cabezaen una leve reverencia. –Es para mí un honor estar delantede uno de los miembros más destacados del Gremio dePlata. Y lo será todavía más cuando aceptes mi desafío.

Kearth se acarició la barbilla. Parecía sorprendido.–A pesar de tus halagos, hablas de una manera

equivocada de mis actos, que yo prefiero situar dentro dela burocracia –replicó. –Una burocracia más directa yexpeditiva de lo normal, por supuesto. ¿Me permites? –seaproximó a ella y examinó detenidamente su hombro, allídonde mostraba el tatuaje. Lo palpó con la yema de los

dedos. –Es auténtico, sí –masculló. –Pero observo que notienes marca de haber desafiado nunca a ningún otromiembro. ¿Realmente quieres hacerlo... ante mí? ¿Es queeres la compañera de ese bastardo?

Llyra apretó los labios. Contestó sin mirar a Syhaji; nolo había hecho aún en todo el tiempo.

–Es un amigo. Si venzo en el desafío, quiero que lodejes libre. Si pierdo, puedes hacerle lo que te venga engana.

Al lado de su hermano, Bradis se removía, movía lacabeza. Sudaba copiosamente, y al intervenir lo hizo convoz trémula.

–Kearth... explícame qué sucede, por favor –musitó. –El Gremio de Plata... y ese desafío... no pretenderásaceptarlo... No puedes creer a esta mujer así como así.

–Tiene la marca. Es una hermana –replicó el aludido,y acto seguido levantó también la manga derecha de sularga camisa. En su hombro apareció un idéntico tatuaje,aunque el suyo estaba cruzado por varias cicatrices. –ElGremio de Plata es una organización a la que pertenecegente de todo tipo: nobles, soldados, políticos,comerciantes… aunque fundamentalmente criminales yparias –al escuchar esto, el elfo dio un respingo y le mirócon alarma. –Te sorprendería saber cuántas cosas de tuordenada y limpia sociedad están bajo el control demiembros de dicho Gremio, Bradis. Y también tú, pielazul. Así que no os asustéis tanto –sonrió. –En todo caso,

tenemos unas leyes, unos vínculos; promesas de sangreque no pueden incumplirse. Esta mujer ha reclamado elDerecho de Desafío hacia otro hermano con totallegitimidad. No puedo negarme.

–¿Por qué no sabía nada de eso? –Bradis reculó,ahora los ojos que clavaba en su pariente estabancargados de suspicacia y reproche. – ¿Qué otras cosas mehas ocultado, y cuánto hace que...?

–No es el momento para eso –le atajó secamenteaquél. Volvió a mirar a Llyra. –Mira, niña, como puedesver ostento en mi piel las marcas de bastantes desafíos ya,de los que he salido victorioso. Considero una locura portu parte que hagas esto, pero quiero terminar con estanoche de una vez. Si es lo que deseas, que así sea... Comosabes, el desafiado es quien tiene la obligación de escogerarma. –Desenvainó el restante cuchillo de su cinto, hizogirar ambos en las manos y le ofreció uno por el mango. –Ahí tienes. Podemos comenzar cuando te parezca. Y losdemás –giró la cabeza hacia los atónitos espectadores dela escena –más vale que no intentéis intervenir ni hacernada hasta que haya terminado.

–No puedo consentir esta idiotez –estalló de prontoDaelagh. Syhaji sintió el latigazo de furia de su voz en supropia carne; la magia que retenía su muñeca se hizo másopresiva y fría. –Kearth, no me importa que seáis losgobernantes de Paso de la Montaña o que ese Gremio dePlata sea inviolable. Existen otras leyes a las que estáis

sometidos, leyes del reino. Este hombre es un criminal.No puedes dejarlo marchar.

–No lo haré –el interpelado, sereno, esbozó una lentasonrisa. –Puedes estar seguro.

La vehemencia de aquellas palabras fue tal que nadiemás se atrevió a replicar. Daelagh, Bradis y el hombre alque Syhaji había arrojado contra la pared se alejaron unospasos, dejando cara a cara a los dos contendientes. Elantiguo ladrón escrutó el semblante de Llyra. Habíadejado la mochila que llevaba a la espalda en el suelo;ahora se veía un tanto menos confiada, su respiración sehabía agitado, aunque se esforzaba por que su gesto no loevidenciara.

–¿A primera sangre? –propuso la joven.Kearth no respondió con palabras. Lanzó un primer

ataque, y la rapidez y potencia con que lo hizo,descargando el cuchillo en un vuelo rasante hacia elvientre de la joven y deteniendo la hoja a apenas uncentímetro, dejó bien clara la contestación.

–Ni hablar. No voy a jugar contigo.La siguiente estocada vino enseguida. Llyra la detuvo

con un giro de muñeca; las hojas chocaron con un brilloazulado, y se entrelazaron acto seguido en una cadena detajos veloces.

A partir de entonces no existió tregua algún en ladanza. Avanzaban y retrocedían tan sólo el espacio justo.

La mayor corpulencia del hombre hacía que sus golpesfueran terribles, y más de una vez hizo a su rivaltambalearse y torcer el rostro al detenerlos. Pero noperdió ésta el equilibrio ni la concentración en ningúnmomento, y bien parecía en ocasiones que pudieraaveriguar la trayectoria de los ataques, pues se escabullíade ellos y aprovechaba para golpear otro flanco.Estuvieron igualados durante unos interminables minutos,y era aquello una sucesión de ataques, paradas ycontraataques, juegos de pies y fintas, hasta que Llyraconsiguió desgarrar la ropa de su contrincante en uncostado y acertar en la carne.

Una pequeña mancha de sangre se extendió por la tela.Se separaron ambos, jadeando, aceradas sus miradascomo las de dos predadores.

–Je, ¿por qué me miras así? –gruñó Kearth. – ¿Esto estodo? He dicho que nada de primera sangre.

Volvió al ataque, esta vez exhalando tan estentóreoaullido que durante un instante Llyra se desconcentró, y apunto estuvo de encajar un golpe en el cuello que sin dudahubiera puesto fin a la contienda. Lo esquivó por escasoscentímetros, dejó un hilo de sangre en su piel. La heridaparecía haber llevado a Kearth a un estado cercano aldelirio. La mujer ya no podía detener sus cuchilladas, asíque tuvo que poner todos sus sentidos en esquivarlas. Unavez más consiguió alcanzarle, esta vez en la muñeca, si

bien no tuvo su tajo la profundidad suficiente como paraque Kearth soltara el cuchillo. Sin embargo, la joven separó los segundos suficientes para que el hombredescargara la rodilla sobre su vientre, de modo tanviolento que se encogió sobre sí y soltó un grito. Sintió elsabor de la sangre ascender hasta su boca en un torrenteamargo.

De un puñetazo, Kearth arrojó a la joven de bruces alsuelo. Se disponía a poner fin; con una sonrisa triunfallevantó el cuchillo por encima de su cabeza. Rasgó el airela hoja cual una guillotina... y se detuvo a apenas un puñode distancia de la sien de Llyra.

Kearth blasfemó. Algo le retenía, un terrible calambreatenazaba sus dedos, cerrados sobre el mango como sifueran de hielo.

Desde su posición, Syhaji dejaba fluir el Deseo haciaél. Sólo unos segundos, se repetía, una y otra vez, sólo unosegundos tenía que aguantar… el dolor galopaba arriba yabajo, fustigaba su cuerpo, su alma. Sólo unos segundos.La Magia le abrasaba...

La presa se aflojó. Kearth volvió a ser dueño de sufuerza. Pero el desconcierto le había ganado, y Llyra nodesaprovechó los valiosos momentos que ahora veía ante

sí. Se abalanzó hacia él, superando las punzadas que ledesgarraban el estómago. No había soltado el cuchillo, demodo que hundió la hoja en la parte interior del muslo desu rival, hasta el mismo mango.

Kearth aulló. Llyra soltó el arma y se alejó de él. Seaferraba el vientre mientras su rostro se contraía, a duraspenas se sostenía en pie. El hombre se apoyó sobre loscodos y miró su pierna herida con extrañeza, como si nola reconociera.

–Has... hecho algo... –murmuró, aunque Llyra apenaspudo escucharlo. –Da igual. Acaba conmigo... Te dije quenada de primera sangre. Ya no puedo moverme, esta luchaha terminado.

El silencio a espaldas de ambos era reverencial. Lamujer movió la cabeza.

–No voy a matarte.Bradis corrió hacia su hermano y se situó a su lado.

Miraba con gesto desafiante a Llyra, levantando el garrotefrente a sí. No importaba que Kearth le hubiera ordenadomantenerse al margen. En los ojos del tipo se leía ahoraun impulso primigenio, mucho más poderoso, que leimpulsaba.

–No voy a matarte –repitió aquélla, después de inhalarcon dificultad varias bocanadas de aire. –Tú no quieresmorir, y yo no necesito acabar con tu vida. No es lo quebusco. Sólo deja que mi amigo y yo nos vayamos. No te

preocupes por tu honor; prometo por el mío propio quenadie sabrá nada de esta noche. Ni siquiera... –se detuvopara toser. –Ni siquiera trazaré la muesca de la victoriaen mi hombro.

Sin separar los ojos de los de su oponente, el heridoalzó una mano y tomó la que su hermano le ofrecía. Seirguió, apoyándose en la pierna sana. La sangre sederramaba como una cascada por la otra, y la tenueiluminación la hacía brillar. La joven no supo interpretarsi en la mirada que le dirigía había agradecimiento, odio uambas cosas.

–Tenéis hasta el amanecer para salir de los límites deeste territorio –habló. –Es decir, tendréis que estar detrásde la Barrera o bien volver por donde habéis venido,hacia el este, bien lejos. Si mis guardias os encuentran encualquier otro lugar cuando el Ojo Dorado haya salido,les ordenaré que os maten. Es lo que ofrezco.

–Me parece justo. Gracias, Kearth –Llyra inclinó lacabeza. –Sois un hombre de palabra.

–No, no. Me niego.Daelagh apretaba los puños, aunque su entereza le

parecía ahora menos fuerte a Syhaji; su Magia era másdébil, ondulante. Los dos hermanos se volvieron amirarle, y el elfo palideció.

–No podéis hacer esto –insistió de todos modos,obstinado. –Va en contra de las leyes de este reino... lasleyes del señor de Caer Sybern. Este hombre es mi

prisionero, no dejaré que se marche sólo por el resultadode un estúpido duelo.

–Jamás insultes la autoridad del Gremio de Plata,imbécil –Kearth gruñó, y su semblante, que se tornabalívido por momentos, mostró ademán tan fiero que todoslos presentes se encogieron. –Nadie está más frustradoque yo por tener que hacer esto. Pero te lo dejaré bienclaro: no hay más ley aquí y ahora que la mía, y tú estásbajo ella. Sigue provocándome y quizás tengamos quepasar a palabras menos amables. Si te parto los brazos, nopodrás hacer tus truquitos de colores, ¿verdad?.

El elfo tragó saliva audiblemente. Una réplica murióen sus labios; contempló a los que le rodeaban, a Bradis yal esbirro, fieles sombras de aquel hombre dispuestas aacatar su mandato con los ojos cerrados. Por nomencionar a los seguidores que quedaban en el pueblo...Reflexionó unos segundos, y luego suspiró. Era un mago,pero no un insensato. Y tenía un mundano aprecio a suintegridad física.

–Pienso reportar lo sucedido al mismísimo Rey sihace falta –masculló. Musitó una orden queda, y alinstante el brazo de Syhaji quedó libre por fin. Este seaprestó a moverlo, aliviado, tratando de desentumecerlo.

Kearth pasó un brazo sobre los hombros de Bradis, yde tal guisa comenzaron a andar. Los otros le siguieron; eltipo que Syhaji había dejado inconsciente fue llevado acuestas por su compañero. Antes de desaparecer tras el

recodo del camino, no obstante, el herido se volvió unaúltima vez a Llyra.

–No te vanaglories de esto. Sabes que no debeshacerlo –rezongó, y luego bajó la voz. –Pero más te valeque añadas la cicatriz.

Llyra esperó hasta que los cuatro fueran engullidospor las sombras para sentarse de golpe en el suelo; por findejó traslucir todo el agotamiento que sentía. Todavíarespiraba entrecortadamente, se sujetaba el vientre con lasmanos. Syhaji se aproximó, titubeante, guiándose en lapenumbra.

–¿Estás bien? –le dijo, aun cuando la pregunta se leantojó estúpida.

–No es la primera vez que me golpean así. Tranquilo–la mujer se esforzó por sonreír, aunque el gesto distabamucho de parecer despreocupado. –Es un milagro, perocreo que no tengo nada roto. Acércame la mochila, porfavor.

El hombre obedeció. Llyra extrajo del interior unpequeño frasco y un trozo de tela, y se aplicó el contenidoa la herida del cuello. Se limpió asimismo el labioreventado por el puñetazo, y sólo entonces levantó por finla mirada hacia su compañero.

–Hemos tenido una suerte increíble de que

reconociera a ese tipo y de que apareciera justo en esemomento... Parece que por fin he podido pagarte lo quehiciste el día que nos conocimos. Ha sido una situaciónmuy similar. Aunque todavía no sé qué la ha causado.

–Descubrieron que había entrado en el pueblo sinpagar peaje –explicó Syhaji. Bajó la vista, incapaz desostenérsela al tiempo que pronunciaba las siguientespalabras. –Me atacaron. Maté a un tipo. Es culpa de estemaldito poder... –se miró las manos, apretó los puños consúbito dolor, muy hondo. –Es demasiado para mí. No fuicapaz de controlarlo… Me supera, ni siquiera meobedeció antes.

La mujer tardó en hablar, sorprendida por elsufrimiento que advertía en su rostro. En aquel momentoera más que nunca éste el reflejo de su alma, la expresióndel que se sabe causa de muerte por vez primera, marcadapor la impotencia y la incomprensión. Se incorporótrabajosamente y apoyó una mano en su hombro. Setrataba del gesto más cercano que habían compartido hastaentonces, e incluso él se extrañó al sentir el contacto.

–No te atormentes, Syhaji. No eres un asesino por eso.Hace falta... algo más para ganarse ese título –intentótranquilizarle, con voz suave. –Quizás tu poder tedesborda ahora, pero del mismo modo a todos nossobrepasan nuestros actos en algún momento. No desistas.No puedes dejar que el Deseo destruya ahora tu corazón,como antaño destruía tu cuerpo.

Nada pudo replicar el aludido ante esto. Las palabras,tan veraces y directas, le serenaron. La fuerza de la que sehabía imbuido en casa de Harann regresó a él despacio,ahuyentando las tinieblas; ahora que Llyra estaba a su ladotodas aquellas largas semanas volvían a ser reales.

Respiró profundamente y asintió, agradecido hasta lomás profundo de su ser, aunque sólo lo demostró con unabreve mirada.

–Además, a mí me has salvado la vida, otra vez –sonrió Llyra. –No sé bien qué hiciste… pero sé que elbrazo de Kearth no se paró aquellos segundos por meracasualidad.

Syhaji se encogió de hombros. Tampoco había muchomás que contar sobre aquello, y sus pensamientosmarchaban ahora por otros derroteros.

–¿Cómo es posible que hayas llegado hasta aquí en tanpoco tiempo? –inquirió. Llevaba mucho rato deseandosatisfacer ese interrogante. –Yo lo hice mediante mipoder, pero tú...

–Bueno, yo también tengo un truco –interrumpió ella,con un guiño cómplice. –Espero recordar cómo era... ¡Ishdearth, Indrej!

Nada más pronunciar tan extrañas palabras, una luzazulada, como un fuego artificial, estalló cerca de ambos.

Poco a poco fue definiéndose hasta perfilar la figura

de un ciervo. Hubiera sido un ejemplar normal y corriente(salvando el hecho de que acababa de aparecer de lanada), de no haber sido porque numerosas enredaderas seentrelazaban entre su cornamenta, de tal modo que antesparecía en verdad el ramaje de un árbol; el pelaje,igualmente, estaba salpicado aquí y allá de hojas. Elanimal miró gentilmente a Llyra, con ojos cargados deinteligencia, e inclinó la testa hacia ella en actitud servil.

–Es un djinn –anunció. Al observar la atónitaexpresión de Syhaji, se dispuso a aclararlo. .–Los djinnfueron creaciones de la Sexta Casa de la Escuela delCielo, durante la Guerra entre Escuelas. Son algo asícomo espíritus atados a una persona por un vínculo deenergía, aunque al contrario que las quimeras no acabandestruyendo a su señor. Yo tampoco había oído hablar deellos hasta que me lo explicó Haran. Ella me prestó aIndrej para que pudiera alcanzarte, pues podía rastrear tuenergía... y avanzar a grandes velocidades. No ha sidocomo viajar en carromato, puedes creerme.

–¿Harann? –el hombre frunció el ceño. El ciervo lemiraba ahora a él, y se sintió inquieto, como si aqueldjinn escrutara más su interior que su exterior. –Esoquerría decir que Harann es... ¿una Transmutadora?

–No lo sé. Ella sigue sosteniendo que no es más queuna druida, ya lo sabes. Pero el hecho de que tenga unpacto con un djinn... –Llyra dejó la frase inconclusa, puesen realidad poco había que concluir. –Sólo me ha dado la

posibilidad de usar a Indrej para hacer dos viajes, uno deida y otro de vuelta. Y he venido a prevenirte.

Syhaji notó que un gran nudo se formaba en suestómago.

–¿Prevenirme... sobre qué?–Syhaji, algo... alguien... va tras tus pasos, y creo que

no con buenas intenciones –Se detuvo, vaciló. Cuanto máspensaba en ello, más extraño se le hacía explicarlo. –Lamañana en la que te fuiste, cuando regresaba de Cuerno deCiervo, me encontré con... con un lobo. Su sola presenciame paralizó de algún modo. Quizás fue algún tipo demagia, no lo sé. Y me dijo que te buscaba. Me lo dijo conpalabras, ¿entiendes? Sé que tal vez te parezca unalocura, pero tienes que creerme, por favor. Es peligroso.Si hubieras estado enfrente de él, como yo lo estuve... –calló, moviendo la cabeza, como si quisiera ahuyentar elmal recuerdo, y nada más dijo.

–¿Cómo sabes que me buscaba? –preguntó aquél. –¿Tedijo mi nombre?

–Realmente no... pero no me cabe duda de que serefería a ti. Decía que... –se paró unos segundos antes depronunciar aquello, pues le resultaba embarazoso –que yo“apestaba” a ti, al olor de tu energía. No entiendo de eso,pero supongo que se explica por el hecho de que hayamospasado tanto tiempo juntos. Te llamó algo extraño... “Lafuente”, creo.

El hombre se frotó la barbilla y suspiró. Nada le decía

esa denominación. Había leído mucho en los libros deHarann sobre su condición y sobre la raza de su madre,pero no recordaba ninguna referencia parecida. Pero ellano le estaba mintiendo. Sabía que no podría hacerlo nuncaen una situación así.

–La fuente, el Gremio de Plata… –Syhaji pensó en vozalta. –Parece que estamos adquiriendo nuevos títulos estanoche.

El pasado acudió a la mente de Llyra al escucharle,sin que lo deseara. El momento en que había ingresado ala prestigiosa sociedad. Las reuniones ocultas, lasmiradas esquivas de aquellos rostros sin nombre. Eraaquélla la elite dentro del mundo de las sombras, de loilegal... y como toda elite era un fruto podrido, alrededordel cual las moscas se hacinaban, engordando hastareventar.

No, nunca había sido realmente un privilegio. Habíasido un pozo, en el que por fortuna nunca había llegado acaer del todo.

–Bueno, creo que es uno de los pocos lastres que mequedaban por soltar –la joven rió, sin demasiada alegría.–Poco me importa ese título, te lo aseguro, y seré feliz sinunca vuelvo a recordarlo después de hoy. El Gremio dePlata, la secreta cúpula de los rufianes –bufó con desdén.– Aldunn me ayudó a entrar, y nunca hasta ahora habíagozado de ninguna ayuda por su causa.

–Te debo la vida. Aunque lamento que por ello hayasestado tú en peligro –musitó Syhaji. –Es por eso que osdije que no me siguierais. Hay oscuridad en mi camino, losabía incluso antes de tu advertencia. Pero parece –sonriólánguidamente –que no es fácil librarme de ti.

–Oh, por supuesto que lo es –exclamó Llyra.Dijo esto con tanta rapidez que su interlocutor la miró

con sorpresa, sin comprender.–Es muy sencillo librarte de mí –repitió ella,

cruzándose de brazos, y ahora su expresión era severa. –Sé que has vivido toda tu vida solo, y entiendo quequieras volver a estarlo. No voy a mentirte: considero quedeberías contar con ayuda en tu viaje, pues a pesar de tupoder hay cosas del mundo que todavía no eres capaz demanejar. Pero te lo dije antes, y te lo vuelvo a decir: hevenido a advertirte, únicamente. No voy a correr detrásde ti. Es fácil librarte de mí, Syhaji... lo único que tienesque hacer es decírmelo a la cara. No huyas como unasombra. Ya has dejado de serlo. Dime simplemente queno quieres ayuda, que quieres estar solo definitivamente, yme marcharé sin rechistar.

La respuesta a aquella petición se dibujó muy clara,de inmediato, en la mente de Syhaji, casi como unimperativo, mas fue difícil pronunciarla. De algún modo,hacerlo derribaba otra de las murallas tras las que habíaocultado su espíritu hasta entonces. Pero no podíaesconder más el cambio que sabía que se gestaba en su

ser. Ni a los demás, ni a él mismo...

El silencio les acompañó durante unos instantes.–Quiero que vengas conmigo –dijo por fin, y con ello

un gran peso se liberó de su alma. –He sido un insensato yun arrogante al pensar que no necesitaba ayuda, y... – searmó de valor para decir aquello – un mal amigo almarcharme como lo hice. Si todavía quisierasacompañarme, te estaría muy agradecido.

–No podría estar más de acuerdo contigo. En lo de“arrogante”, quiero decir –bromeó Llyra. Su rostro seiluminó por una amplia sonrisa, que hizo que todo elcansancio desapareciera. –Por supuesto, es un placer paramí acompañarte, Syhaji. Si lo que realmente quiere tucorazón es llegar a ese lugar, Em–Ainn, y tratar deeliminar tu maldición, te ayudaré en todo lo que pueda.

-Nuestra siguiente parada será entonces la Barrera,¿verdad? –se acercó a Indrej, hasta entonces mudo testigode la escena, y posó una mano sobre su hocico. –Bueno,como te dije debo enviar al djinn de vuelta, puesto que selo prometí a Harann. Pero ella me dijo también que, encaso de que necesitara entrar en Gaerdain, podíaayudarme a traspasar la Barrera... Vamos a probarlo.

Montó sobre el lomo de la criatura, e invitó a Syhaji ahacer lo mismo. La piel de aquélla era cálida y fuerte, enverdad como la de un animal de carne y hueso, algo que elhombre no se hubiera esperado. No obstante, no tuvo

tiempo de sorprenderse demasiado, pues al instantesalieron disparados, tal como si un rayo los hubieraabsorbido y arrojado hacia adelante. El viento, la hierba,se deslizaron a su alrededor como las páginas de un libro.Ni siquiera en el apogeo de su poder hubiera soñado élcon alcanzar una velocidad semejante... En un abrir ycerrar de ojos habían atravesado lo que restaba delcamino entre las colinas y arribado a la pradera, dejandoYa´venn lejos a su espalda. Todo fue silencioso, nisiquiera el más quedo sonido de los cascos al galopehendió la sagrada noche. Syhaji sintió un fuerte mareo, suinterior se agitaba y revolvía. La experiencia, empero, leresultó fascinante. Así debía de haberse sentido Llyra,quizás, en las ocasiones en que se había transportado juntoa ella...

Ahí estaba la Barrera, frente a ellos, insustancial ytangible, una cortina traslúcida. Muchos decían que erasimilar a la niebla, o más bien como sería ésta si pudierasolidificarse. Al intentar atravesarla, un frío pegajoso sepegaba al cuerpo, como si se caminara a través de lainvisible tela de una araña. No se notaba ningún golpe,ningún empujón... simplemente, cuando uno quería darsecuenta ya no estaba andando. Sólo movía los pies en elsitio de modo ridículo, incapaz de ir más allá.

Los dos compañeros desmontaron, y casi al unísono

alargaron una mano, tratando de tocarla, con lentitud másreverencial que temerosa. No era para menos, pues eranconscientes de que tenían frente a sí una parte indisolubley crucial de la Historia de Ran. Permanecieron de talguisa, sin saber bien qué hacer, hasta que Indrej seadelantó a ambos. Avanzó contra la Barrera conparsimonia e inclinó la cornamenta hasta tocarla.

Nada sucedió durante unos segundos. Al cabo, unasuerte de anillo apareció en el aire, y pronto se extendióen varios más, como las ondas que forma una piedra al serarrojada contra el agua. De pronto notaron una bocanadade aire fresco que les daba en el rostro: el aire deGaerdain, al otro lado. Un aire que arrastraba aromassalvajes, misteriosos, ignotos.

La brecha se había abierto ahora de modo bienvisible. Llyra se volvió de nuevo hacia el djinn, sin saberbien qué decir o hacer. No hizo falta que lo decidiera, sinembargo. Los ojos de éste, más humanos que los demuchos humanos, expresaban los pensamientos claros yconcisos. No hay de qué. Ha sido un placer.

–¡Arrach–dearth!–exclamó la mujer, con un acentoforzado, intentando emular lo mejor posible la fórmulaque Harann le había enseñado. Y sin dilación,obedeciendo el imperativo, la criatura volvió adesvanecerse en un estallido cerúleo, de regreso a su

hogar.Syhaji tomó aliento. Allá adelante la pradera se le

antojaba vasta, se perdía en un infinito donde se escondíasu más íntimo anhelo. Ahora la migraña había remitido alfin, así como la vacilación y las dudas. Ahora, por fin,estaba listo para empezar.

CAPÍTULO 7: LA ESPINA

–Hum... –el viejo tomó una de las vasijas, la levantó ala luz y examinó con su diminuto ojo, el que todavía nohabía sido presa de las cataratas, cada una de sus facetas.Tamborileó sobre la superficie con un huesudo nudillo, yresopló. –El género no es tan bueno como la última vez,Delsar. Me temo que sólo podré pagarte cuatro escudospor cada uno. Eso suma doce espadas por todo lo quetraes. No puedes quejarte.

Delsar estaba ya preparado para una proposiciónsimilar. El rostro del viejo se mostraba ufano, confiado,aun cuando aquellos trucos estaban ya tan rancios comosus cabellos. De hecho, no eran pocos los comerciantesque acudían a él, en exclusiva, para vender su mercancía.El pobre hombre desconocía su verdadera fama: la de seruno de los peores regateadores de todo Ya´venn.

–¡Cuatro escudos! ¿Estás chocheando? –Delsar fingiógenuina sorpresa, y golpeó con el puño el mostrador,haciendo que numerosos objetos de cerámica que sedisponían sobre él bailaran entre tintineos. –Tengo unahija que alimentar, Thorpe. No puedes darme menos desiete por cada vasija.

–Te daría cinco, únicamente –replicó el mayorista con

severidad, arrugando el bigote canoso. –Y sólo porquehace mucho que nos conocemos y soy un buen tipo.

–Seis, Thorpe... y necesito eso –su interlocutor señalóuna rueda que se apoyaba contra una pared, rodeada deotros muchos cachivaches. –Tengo que reparar el carro.

La negociación terminó con algunas teatralesexclamaciones más, con las que ambos demostraronostentosamente sentirse estafados, y un apretón de manos.Delsar ayudó al tendero a llevar la caja llena de vasijas alalmacén, y se echó al hombro la rueda. Consiguió salir sintropezar con ninguno de los variopintos objetos quepoblaban el establecimiento y no fue hasta haber girado laesquina de la calle cuando soltó una risita. Seis escudospor un género que en Aegius no le había reportado más detres... y la rueda por añadidura; aquello se le habíaocurrido de repente, pero sin duda le venía de perlas.Podría dedicar el resto de la mañana a arreglar el carrocon tranquilidad, pues había terminado con aquello muchoantes de lo que esperaba, y el Ojo Dorado apenasdespuntaba en el horizonte. El aire del reciente amaneceraún flotaba sobre los tejados; inspiró profundamente,notando cómo le tonificaba los músculos y el ánimo.

Continuó calle abajo, en dirección a la plaza.Compraría algo de carne con el dinero recién ganado.Conejo, tal vez. Era lo que más le gustaba a Ilmedh. Unapareja de críos ascendía en su dirección a todo correr,

resonaban sus risas en el empedrado suelo. Los esquivóhábilmente y éstos murmuraron a toda prisa unasdisculpas, mas no tuvieron los mismos reflejos otros dosindividuos que caminaban unos pasos detrás de Delsar.Sonrió éste al escuchar el encontronazo, las blasfemias,las risas aún más pícaras de los chiquillos cuandosiguieron su carrera calle arriba.

–¡Así se os lleve el Lobero, malditos criajos! –lesimprecó uno de los golpeados. La sonrisa de Delsar setorció.

El mercado no estaba concurrido apenas a tantempranas horas, como era de esperar, aunque sí contabacon la presencia de numerosos miembros de la guardia delpueblo. Vagaban aquí y allá, cerca de la entrada de lascalles, murmuraban entre ellos. Era llamativo, mas noverdaderamente inusual. Delsar no se molestó en intentaraveriguar a qué podía deberse. En las largas temporadasque solía pasar en Paso de la Montaña ya había asistido amás de una revuelta. El dinero hacía que las palabras sevolvieran venenosas y los cuchillos prestos. Algo debíade haber sucedido durante la noche; probablemente lanoticia llegaría a sus oídos a lo largo del día.

La mujer a la que compró las piezas de conejo leexpresó unos pensamientos similares.

–Pues esto no es nada bueno para los negocios –suspiró, meneando la cabeza, mientras envolvía la carne

en un trozo de pergamino. –Los más novatos se intimidancuando ven tantos de estos estirados rondando, y piensanque hasta regatear les puede suponer un arresto. Toma,hijo, para tu buena estrella –ofreció al hombre un puñadode perejil, haciendo alusión a la una de las supersticionesmás populares. Éste lo aceptó agradecido y se lo guardóen el bolsillo.

–Estoy seguro de que se irán enseguida, señora –dijocon amabilidad, aunque realmente no le importabademasiado.

Abandonó la plaza y no tardó en llegar hasta la Calledel Agua, donde residía. No era fácil contar con unavivienda propia en Ya´venn, y él podía agradecersemejante privilegio a un desaparecido amigo, que lehabía pagado de tal guisa un importante favor realizadomucho tiempo atrás y muy lejos de allí. Le gustaba aquellugar, a pesar del ambiente de desconfianza y trivialidadque solía imperar entre quienes lo habitaban, de laligereza con que los rostros iban y venían. Le gustaba, apesar incluso de la proximidad con Gaerdain, y con losrecuerdos que allí yacían...

Abrió la puerta con cuidado, pues Ilmedh todavíadebía de estar dormida. Dejó la rueda en un rincón y lacarne sobre la repisa de la chimenea, y buscó en unaestantería el frasco de sal. El amanecer parecía habersefiltrado como una ola aun en el interior de la casa; la

quietud y la serenidad se hallaban instaladas en cadarincón, como espíritus de sus antepasados quecontemplaran de cada uno de sus movimientos. No seescuchaba nada, ni siquiera el viento que bajaba de lasmontañas, como cada mañana, saludando a través de lasventanas. Agudizó el oído y miró en dirección a lahabitación de la pequeña. Dormía, sin duda. Pero lapuerta se hallaba entreabierta...

Nada se escuchaba, y, por fin, el súbito, terriblepresentimiento, hizo que su mente saltara como un resorte.

Atravesó el corto pasillo de una zancada y descorrióla cortina que daba acceso al patio interior. La puertatambién estaba abierta. Una vez más se preguntó,amargamente, si en verdad aquellas corazonadas nosignificarían una suerte de empatía... aunque no dedicódemasiado tiempo a tal reflexión, pues la escena que pudocontemplar le alarmó sobremanera.

Ilmedh estaba en el patio, jugueteando distraídamentecon un feo gato de barro que él le había fabricado. Y muycerca de ella, al lado del torno, se sentaba Irko, tantranquilo como un perro guardián. La miraba fijamente, yse mostraba en sus labios aquella sonrisa detestable yenigmática.

Delsar no se planteó la calma como una opción.Exhaló un grito, que sobresaltó a la niña, y con furibundarapidez tomó del suelo un jarrón a medio pintar y lolevantó por encima de su cabeza. Hubo de hacer unsobrehumano esfuerzo para detener el movimiento.

–¡Te lo he dicho ya muchas veces! –aulló. –No teacerques a ella, Irko. ¡Nunca! ¡Aléjate, ahora mismo, te loordeno!

La cabeza gris se volvió en su dirección, conprovocadora lentitud.

–Las cosas entre los amigos se piden “por favor”,Delsar –dijo tranquilamente. –Ilmedh y yo sólo hemosestado charlando. Le he hecho compañía hasta quellegaras. No le gusta que la dejes sola.

–¿Es verdad que nos vamos de viaje otra vez, papá? –habló aquélla. A pesar de los gritos de Delsar no parecíademasiado contrariada.

Los brazos del hombre temblaron de ira y miedo. Elodio ascendía hasta su garganta como una espuma, leoprimía, impidiéndole las palabras.

–Vamos, por favor, baja eso. Puedes hacerte daño –volvió a decir Irko. No bien había terminado depronunciar aquello cuando el aludido escuchó un crujidorepentino: el jarrón que sostenía en alto se agrietó yestalló en pedazos en apenas unos instantes. Aun enaquella situación, en la que los sentimientos le cegaban,pudo hacer uso de sus reflejos y arrojar el objeto antes de

que los trozos le hirieran. La sonrisa del lobo se volviósocarrona.

-Abandona esa expresión sombría, amigo mío –ladró.–Tengo una gran noticia que sé que te alegrará compartir.He encontrado una Fuente apta, por fin.

–No vamos a ningún sitio –murmuró el hombre. Habíabajado la cabeza, rendido, pero todavía apretaba lospuños, aferrándose a un resquicio de voluntad. –Tengonegocios que hacer aquí. Y no me llames amigo.

–Una Fuente extraordinariamente apta, me atrevería adecir –Irko ignoró las réplicas; se irguió y avanzó haciaDelsar con el morro bajo, como lo haría un predador alacecho. El hombre retrocedió instintivamente hasta apoyarla espalda contra la pared. –He conseguido seguirle lapista y sé que acaba de entrar en Gaerdain. Pero laenergía que emana es tal que me cuesta aproximarme... Meciega y obstruye mis sentidos. Por eso tienes que ser túquien lo haga. Una vez más. Llévalo hasta aquel lugar, ypor fin podrá enmendarse aquello que nunca debióromperse.

–Estoy cansado –la voz de Delsar sonó quebrada,suplicante. –No puedo seguir con esto.

–Tal vez después de esta misión puedas descansar –dijo el lobo, en un tono conciliador poco habitual en él.No estaba, empero, exento de un deje de amenaza. –Sí,quizás no te necesite en un buen tiempo. Muchas cosas searreglarán con esta Fuente. Ya sabes lo que has de hacer,

Delsar. Es un tipo alto, vestido de oscuro, con unsombrero; llegó a Gaerdain esta noche, así que no debe deestar muy lejos de la frontera. Siento no poder darte másdatos por el momento, pero lo haré en cuanto sepa mássobre él. Usa tus medios y haz que llegue ileso, y de buenagana, a ser posible. Necesito su energía incorrupta, sinsentimientos negativos, sin daño.

Le dio la espalda y avanzó con parsimonia hacia lapared de enfrente. Los trozos del jarrón yacían a los piesde Delsar. Podía coger uno y arrojárselo, pensó, ahoraque estaba descuidado. Podía herirle, lanzarse encima deél, romperle el cuello. Era un hombre fuerte. Podíalibrarse de él...

–Te esperaré allí. Seguiremos en contacto. Ya sabescómo hacerlo.

Un salto contra la pared, y la enorme bestiadesapareció por el otro lado del muro. De nuevo el vientovolvió a correr. El latido del silencio, el silencio natural yverdadero, regresó a sus oídos, y él lo acogió conagradecimiento y devoción. Exhalando un profundosuspiro se deslizó hasta sentarse en el suelo.

–Papá –Ilmedh avanzó a tientas, como siempre consorprendente precisión, y llegó hasta él. El hombre laabrazó con fuerza, besó sus rizados cabellos, y ella leestrechó de igual modo. Pasaron al menos un par deminutos así, sin hablar, sin sentir nada más a su alrededorque el calor de cada uno. Al cabo él la separó. Le

acarició las mejillas, le arregló suavemente la venda quele cubría los ojos.

–Irko no me hizo nada. ¿Por qué le temes así? –inquirió la niña. Era un reproche dulce, inocente. Los ojosde su padre se humedecieron al escucharla. –Me dijo queíbamos a visitar la tumba de mamá.

–Es posible –carraspeó Delsar. –Tendremos quehacer un viaje, pero será corto. Y después de eso Irkotambién se marchará. Ya no nos molestará más.

–Irko me gusta. Me siento tranquila cuando está.–¡No digas eso! –el hombre, asustado, la agarró por

los hombros, quizás con demasiada presión. –Nunca,nunca lo digas. Ni lo pienses. Cariño, ve a lavarte. Voya... a recoger esto –titubeó, apartando con un pie losrestos del jarrón para que los escuchara. –Y despuésdesayunaremos y te llevaré un rato al mercado, antes departir. Creo que hoy están los ponies, te dejaré montar enuno.

La promesa llenó de alegría y repentina obediencia ala pequeña, que corrió al interior, con la habilidad de lacostumbre que suplía a su ceguera. Delsar escuchó elchapoteo de sus manitas en la tinaja de agua. Inclinó lacabeza, se frotó los ojos húmedos.

–No te dejaré que te hagas con ella –musitó. El odiotiñó sus palabras, le hizo apretar los dientes. Laresolución, de pronto, se volvió sólida como una roca entorno a su corazón. –Ella será libre, si yo no puedo serlo.

Llyra y Syhaji se esforzaron en dejar la Barrera tanatrás como les fuera posible antes de detenerse adescansar. La llanura a la que entraron, justo al otro ladode la misma, era atravesada por un camino de grava biendelimitado, creado para facilitar el tránsito de losmercaderes. En efecto, siguiéndolo no tardaron en hallarvarios asentamientos que parecían destinados alcomercio: grandes casonas de madera, de tejado picudo,en torno a las cuales se disponían tiendas y carromatos.Los halflings, siempre celosos de su intimidad yproverbial aislamiento, preferían tratar con los humanoslejos de sus ciudades, y a éstos en verdad no lesimportaba, pues cuanto más cerca estuvieran de la Barreramenos tardarían en regresar. Habían construido, con aquelobjetivo, aquellas enormes posadas a las que llamabanolat. No obstante, los dos compañeros optaron por nodetenerse en ninguna de las que vieron. No sabían hastadónde podría extenderse la influencia y amenaza deKearth, y realmente no deseaban constatarlo. Así pues,continuaron la marcha durante varios ciclos más, hastaque las escasas agrupaciones de árboles que salpicabanaquí y allá el terreno se acabaron convirtiendo en undenso bosquecillo.

Extendieron las mantas casi a la entrada de éste, puesal sentir sobre sus cabezas el acogedor ramaje, laprotectora oscuridad de la naturaleza, todo el agotamientoque ambos habían estado conteniendo hasta ese momentoles venció. Se situaron al amparo de un gran álamo, dondeel terreno descendía en una suave pendiente y caíafinalmente en el lecho de un estrecho río. Era aquélla unade las innumerables corrientes que cruzaban Gaerdain,entrecruzándose y dividiéndose. Las arterias de Ran,como algún poeta había dado en llamarlas. Llyra cayódormida nada más tumbarse, y el sueño reparó en granmedida su dolorido estado. Syhaji, por contra, tardó enpoder cerrar los párpados. El arrullo del agua, mecida porel viento, terminó por adormecerle, mas no pudodescansar demasiado.

El amanecer tardó poco en llegar. El sol recién nacidole despertó, y ya no fue capaz de volver a dormir. Selevantó en silencio y bajó al río. Se despojó de la camisay comenzó a lavarla enérgicamente, intentando limpiarlade las manchas de sangre que la salpicaban. Eldesagradable olor de la misma no había dejado deacompañarle, aun dormido, y había avivado en granmedida sus pesadillas y sus agoreros pensamientos.

De tal modo lo divisó Llyra cuando despertó, un ratodespués. Ya la aurora teñía de dorado el cielo, y un coro

de numerosas aves saludaba al día sobre su cabeza. Seincorporó y se aproximó a él, con la manta echada sobrelos hombros.

–Buenos días –murmuró, todavía soñolienta, al tiempoque la brisa se colaba entre los recovecos de su ropa y lehacía estremecerse. –¿No tienes frío? –enarcó las cejas,sorprendida al advertir que el hombre únicamente secubría el torso con la capa. Llevaba el rostro aldescubierto, como solía hacer cuando estaba solo conella. Era un gesto de confianza que la joven apreciaba.

–Un poco –reconoció aquél, y bajó la voz. –Peroquería limpiar esto.

–No creo que se vaya así –Llyra se encogió dehombros y se sentó a su lado. –En fin, si coges unresfriado, al menos traigo algunas hierbas. Parece queHarann intuía que mi viaje sería más largo de lo queplaneaba. Se empeñó en que trajera conmigo plantasmedicinales, antídotos y cosas por el estilo. Tengo lamochila repleta. Y comida para al menos una semana.

–Yo traigo algo más de comida. Pude...“aprovisionarme” de algunas cosas en el pueblo –dijoSyhaji. –Creo que entre los dos tendremos suficiente, y entodo caso siempre podemos buscar en el bosque.

–Quizás... aunque preferiría no tener que hacerlo –lamujer miró hacia los árboles, en sus ojos había una suertede respeto temeroso. –He escuchado muchas historiassobre Gaerdain. Se dice que aquí la naturaleza es la

manifestación de la voluntad de Ran. Es mucho máspoderosa, más consciente, que cualquier ser humano quepise estas tierras. Parece que no le hace gracia que secace o se haga uso de ella por las buenas. Sólo loshalflings tienen su consentimiento expreso.

–Así que también tú tienes una vena supersticiosa,después de todo –Syhaji la miró, divertido. –Pero yasabes que muy pocos humanos han podido adentrarse eneste lugar y conocerlo a fondo. Esas historias,seguramente, tendrán su fundamento en el misterio y elmiedo, más que en la veracidad.

A pesar de todo, los dos quedaron en silencio unosinstantes, con cierta inquietud, y les pareció sentir enverdad que todo a su alrededor palpitaba con una fuerzainusitada, primigenia. Aquel bosque, diminuto encomparación con la vastedad de Gaerdain, era distinto alos que poblaban el exterior. Una muestra de lo que habíasido el mundo mucho tiempo atrás, cuando las edades eranjóvenes y los humanos no habían devorado todo a su paso:un vergel poderoso, una sola entidad exultante de energía.Quizás no había nada sobrenatural en todo aquello, perose trataba sin duda de un mundo distinto, donde supresencia resultaba insignificante.

–¿Dónde iremos ahora? –Llyra habló de nuevo, alcabo. –¿Nos dirigiremos directamente a Em–Ainn? Aunfalta para el día del Largo Invierno, y... no sabemos dóndepuede andar ese lobo.

Por toda respuesta, Syhaji abrió un zurrón que colgabade su cintura y extrajo el trozo de papel arrugado,manchado de tinta, sobre el que se enredaban las líneas yanotaciones. Lo desplegó sobre sus rodillas. En el fondose sentía orgulloso de aquel logro, aunque se esforzó pordisimularlo.

–Siguiendo las indicaciones que pude sonsacar aSamer, y la información que encontré en los libros, hiceeste mapa para llegar al lago. Debemos de andar por aquí–señaló el punto en el papel. –Si no me equivoqué alcalcular, el Largo Invierno será dentro de unos doce días.He previsto llegar allí un poco antes, quizás en nueve odiez. Tendremos que ir andando, pues no puedotransportarme. Sólo podría hacerlo si tuviera una ideaexacta y física del lugar, y lo que Samer me contó no mesirve para ello.

Llyra tan sólo le escuchó a medias, pues se encontrabaabsorta contemplando las intrincadas líneas, con el ceñofruncido.

–No sirvo para mapas y esas cosas. Ni para hacerlos,ni para entenderlos demasiado bien –confesó. –A duraspenas aprendí a rastrear. Me parece admirable que hayaspodido hacer esto sin haber estado nunca aquí.

–También es algo que aprendí de Regal. No esdemasiado difícil, en realidad –explicó Syhaji. –Estanoche intentaré añadir notas sobre la posición de lasestrellas, para constatar si lo que he calculado es

correcto. En todo caso, tenemos un buen margen detiempo, si algo falla. Pero, como bien has dicho, tenemosotro problema del que ocuparnos –la voz del hombre seconvirtió en un murmullo. Aunque no había visto al animaldel que hablaba Llyra, tan sólo imaginarlo le producíadesazón. Recordó los aullidos de los que les habíanatacado durante su viaje a la casa de Harann, fríos ycortantes, y la extraña sensación que le habían producido,como si ocultaran algo más... –Ante todo, me gustaríasaber qué o quién es. Y creo... –vaciló. –Creo que hayalguien que puede decírnoslo.

Se armó de resolución, y por fin habló a Llyra delIntruso, empezando por la primera vez en que habíasentido su presencia. Trató de no omitir ningún detalle desus escasas conversaciones. La joven se interersófundamentalmente sobre su aspecto físico y lassensaciones que le producían tales encuentros.

–No es como cuando vi al lobo –dijo ella, una vezconcluyó el relato. –Lo que yo sentí fue terror; tú dicesque sientes una especie de ultraje, de ira... Así quesupongo que no se trata del mismo ser. De todas maneras,¿estás seguro de que puedes confiar en él?

–Nunca he querido hacerlo, a decir verdad –respondióel aludido, torciendo el gesto. –Pero él parece quesiempre ha deseado que confíe, por algún motivo. Piensoque oculta más de lo que quiere revelarme. Sin embargo,me dijo que debía irme, que había peligro en mi camino,

el día antes de que tú te encontraras con ese animal. Nocreo que fuera una casualidad.

–¿Cómo piensas contactar con él? La última vez dijoque no volvería, ¿verdad?

–Sí –musitó Syhaji. –Dijo que se iba... puesto que ésaera m i voluntad. Así que ahora debería regresar por elmismo motivo.

El hombre se puso en pie. Se abrochó la capa deltodo, ciñéndosela cuanto podía al cuerpo, pues habíaempezado a notar realmente el frío que le rodeaba. Ahoraque había dejado escapar de su interior todo aquello, lospensamientos y asertos le aparecían con mayor claridad;ahora que había compartido sus temores y dudas talessentimientos se mostraban más débiles, menos oscuros.De nuevo se notó dueño del Deseo, que todavía notabaaletargado desde la noche anterior. Lo despertó, leconminó a obedecer. Una vez se sintió pleno de energía,tomó el guantelete, que había dejado en el suelo junto a él,y se lo puso.

Cerró los ojos, e hizo el esfuerzo por evocar todoaquello que le producía la presencia del Intruso. Lossentimientos no eran meros actos instintivos, sino elmismo reflejo tangible del Deseo; lo había aprendidopronto, en los primeros días de su entrenamiento. Seconcentró aún más, escarbó, buscó aquellos ojosrasgados... el sereno escrutinio, el cráneo rasurado,

flotando en un plano nebuloso...

Sabía que seguía cerca. Por más que le hubiera dichoque se marchaba, por más que no hubiera sentido vestigiode su presencia. Quería algo de él, fuera lo que fuese, y noiba a desistir de repente, por las buenas. Se plegaba a susdeseos, había dicho... pero quizás había subestimado suscapacidades...

Por vez primera sintió la absoluta certeza de que elDeseo era suyo, un poder más allá de lo que podíanconcebir los mortales. Y aunque el miedo le sobrevino,como de costumbre, mayor fue el arrojo esta vez. Los ojosse vislumbraban ahora más cercanos en la penumbra de sumemoria. El Intruso le miraba, como siempre, fijamente...demasiado cerca...

Extendió la mano hacia la oscuridad. Era su voluntad.

Ven aquí, seas quien seas.

El tirón fue brusco, imperioso, y desgarró su mente.Abrió los ojos de golpe y dio un grito, reculando como sile hubieran golpeado, al tiempo que se cubría la cara conlas manos. Llyra se levantó de un salto y lo sujetó por loshombros. Pero su mirada, sorprendida, iba más allá de él,hacia el río.

Sobre el agua flotaba ahora el Intruso, mas no comootras veces había aparecido. No se debatía en un planotraslúcido, sino que aparecía corpóreo y físico, cual unser vivo; si bien se sostenía en el aire, sin que sus piestocaran la superficie del agua. Jadeaba, se sostenía lasrodillas temblorosas. Contemplaba a Syhaji con unamezcla de asombro y temor. También éste respirabaentrecortadamente y su gesto era orgulloso; a Llyra lesorprendió comprobar que sudaba a pesar del frío, comosi hubiera realizado un tremendo esfuerzo físico.

El hombre se irguió trabajosamente. El Intrusotambién se esforzó por recobrar la compostura. Ambos seenfrentaron unos instantes en el silencio, hasta que elrecién aparecido lo quebró.

–Lo que has hecho supone una afrenta, SyhajiGardoksson. No debes usar tu poder para dominar de estemodo a...

–Bah, no lo intentes. Ni siquiera sé lo que he hecho –le cortó el interpelado, y soltó una risa sarcástica, entretoses. –Sólo quería llamarte. Ha sido pura intuición.

–No importa –el aparecido entrecerró los ojos. Syhajise percató de que, por primera vez, veía moverse suslabios al hablar. –No sigas por ese camino. No te dejescegar por tu fuerza.

–Cuando nos conocimos – Syhaji replicó –me

ofreciste ayuda, un poder mayor del que poseía, parapoder escapar del ataque de los lobos. Después me dijisteque yo podía conseguir por mí mismo ese poder, y que erami destino hacerlo. Ahora, sin embargo, me previenescontra ello. ¿Qué es lo que debo creer, pues?

La expresión grave se crispó; Llyra, mudaobservadora de la escena, notó cómo el extraño seencontraba entre la espada y la pared. Se le hacía difícilpensar que, sólo un par de días antes, Syhaji se hubieraenfrentado a aquel extraño sumido en el temor y laincomprensión, como le había contado.

–Sólo digo que debes tener muy presente el límite –habló de nuevo aquél. –Acabas de transgredirlo, y puedeque, si lo haces de nuevo, otros no sean tan benévoloscontigo como yo.

–Basta. No quiero oír tus enigmas otra vez. Sabes porqué quiero hablar contigo, ¿verdad? Has estado cerca demí, todo el tiempo. Nos has escuchado.

El Intruso no contestó de inmediato. Antes bien,detuvo la mirada en Llyra unos segundos. La mujer se lasostuvo con entereza.

–El nombre de ese lobo, pues si es cierto lo que ellate ha contado no puede ser otro, es Irko –dijo. Hablabacon parsimonia, con voz sombría, como si pronunciaraquellas palabras fuese para él un castigo. –Es un antiguodjinn, el más poderoso que crearon los Transmutadores,hace mucho tiempo. Fue después de la Guerra entre

Escuelas, cuando la Escuela de la Tierra comenzó a serperseguida y erradicada. Los magos del Cielo quisierondejar bien claro que podían encargarse de aquello que losde la Tierra pretendían defender: la integridad de Ran, suequilibrio natural. La función de Irko era ésa. Encontrarlos puntos en que la energía del mundo estuvieradebilitada o descompensada, encargarse de repararla.Para ello, fue dotado de conciencia; el mismo Mago quehabía impulsado su creación, un gran adepto de laEscuela, se sacrificó, convirtiéndose en uno con él. Pero,como todo ser capaz de pensar y decidir, finalmente Irkose rebeló contra los que pretendían manejarle. Reclamó sulibertad y sus ideas propias.

Calló, tomó aliento. Syhaji le hizo un gesto deimpaciencia. A regañadientes, el Intruso continuó.

–Escapó de cualquier control que los Magos pudieranejercer sobre él y se dedicó a vagar solo por el mundo.Estaba decidido a cumplir la misión para la que habíasido creado... pero a su manera. Tan extraordinaria era suenergía que de la misma creó a otro grupo de djinns; éstosse convirtieron en sus seguidores, con forma de lobo... sumanada. Un djinn controlando a otros djinns... –sacudió lacabeza. –Los Transmutadores no podían creer que aquellofuera verdad.

-Irko decidió que eran los mismos humanos quienesdebían pagar todo lo que le habían hecho a Ran desde

tiempos inmemoriales. Él y su jauría perseguían ysacrificaban humanos a discreción, cuya energía pasaba afundirse con la del mundo. Tal como le habían ordenado,o eso proclamaba. Pero esto creaba a su vez undesequilibrio en el Reino de los Muertos. Todo era ungran círculo vicioso, como la misma Ouroboros,y elresultado no era bueno. Por fin, tiempo después, un grupoconformado por prestigiosos adeptos del Cielo consiguiódetener a Irko y encerrarlo. Se dice que contaron conayuda de los halflings, pues en verdad sólo la magia de laTierra podía poner fin a aquello. Pero no se sabe aciencia cierta. Todo eso se guardó en el más estrictosecreto, incluso dentro de la Escuela del Cielo, al igualque cómo y dónde fue encerrado el lobo.

–Pero Irko ahora está libre –intervino entonces Llyra.–Se trata de algo muy serio, por lo que cuentas. ¿Es quelos Magos no se han enterado?

El Intruso dirigió hacia ella una mirada de soslayo, enla que se leía claramente el desprecio.

–Han pasado siglos desde que fue encerrado –dijo,aunque únicamente miraba a Syhaji. –El tiempo devora lamemoria implacablemente. Quizás no se han enterado, oquizás no saben qué hacer... No puedo responder a eso.No tengo nada que ver con los asuntos de los Magos.

–Si Irko me busca, entonces, es porque esperautilizarme... Utilizar mi energía –Syhaji tragó saliva; talespensamientos le crearon un molesto nudo en el estómago.

–Me llamó “la Fuente”... –miró de soslayo a sucompañera, ésta asintió. – ¿Qué significa eso?

–También lo desconozco. Siento decirte que en mí nopodrás encontrar más respuestas. Los pensamientos deIrko, más allá de sus motivaciones originales, están fuerade mi alcance. No obstante, si quieres saber más, deberíasseguir este consejo. –El Intruso se detuvo un instante,dudó, suspiró. –Deberías ir a Thinerck.

Syhaji miró inquisitivamente a Llyra, mas ésta seencogió de hombros. El nombre le resultaba vagamentefamiliar, aunque no recordaba ninguna referenciaconcreta. No tuvo que volver a preguntar, de todos modos.

–Al este, a unos tres días de aquí –continuó el Intruso.–La antigua Rosa del Conocimiento, como fue llamada. Laciudad más grande proyectada por los magos, dondefueron atesorados los mayores saberes de Ran. Ahora sóloquedan ruinas. Pero aún puede yacer entre ellas lo quequieres encontrar. Las respuestas... y la manera de eludirla caza de Irko.

–Al este... pero Em–Ainn está al sur –murmuró Syhaji.Inclinó la cabeza, y volvieron a su semblante las dudas. –No conozco ese sitio, ni sé cómo podemos llegar. Y nopodemos perder demasiado tiempo...

–Naturalmente, es tu elección, Syhaji.El agua se agitó, como si el viento de repente soplara

sólo sobre ella. La figura comenzó a desvanecerse,lentamente, hasta que sólo los ojos rasgados flotaron un

instante en el vacío. El grito de Syhaji no llegó a tiempo.Alargó la mano, pero sus dedos tan solo asieron el aire.

–¡Espera!El hombre maldijo, al momento se tambaleó.–Diablos... ha sido un gran esfuerzo obligarle a venir

–masculló. –Estoy cansado, no puedo volver a hacerloahora. Quizás más tarde...

–No es necesario, Syhaji. Recuerda lo que te dijo –replicó Llyra, que todavía le sostenía por un hombro. –Sivas a confiar en él, ten presente su advertencia. Puedescrearte problemas atrayéndolo con tu poder.

El aludido resopló, movió la cabeza, aunque nadadijo. Se sentó pesadamente en el suelo y se quitó elguantelete, arrojándolo sobre la hierba con rabia.

–Sabe más de lo que ha dicho. Me ha tomado el pelo,una vez más –gruñó.

–Sea como fuere, también nosotros sabemos más queantes –Llyra se sentó a su lado. –Si hay algo que creo esque este tipo no tiene nada que ver con Irko. Podemosdarle el beneficio de la duda e ir a buscar esa talThinerck. Lo que no podemos hacer, de todos modos, esquedarnos esperando a que el djinn nos dé alcance.

El antiguo ladrón sopesó tales palabras en silencio.De alguna manera, esta vez su encuentro con el Intrusohabía sido muy diferente. No dudaba que le hubiera dichola verdad... lo sentía, muy íntimamente, más fuerte que unsimple presentimiento. Pero no quería perder el tiempo...

Aquella ciudad, o lo que fuera, no debía ser en modoalguno su prioridad. ¿Merecería la pena? ¿No podría,simplemente, enfrentarse a Irko si aparecía... y vencerlo?

Puedes, le gritaba el Deseo, una voz meliflua,seductora. Todo es más sencillo de lo que parece. Eresmás poderoso que un simple djinn... ¿o es que hay algúnmotivo más?

Lo había sí... en lo más hondo de su ser.–Quiero conocer –murmuró quedamente. –Quiero

saber lo que sucede, maldita sea, por una vez. Si allí hayrespuestas, iré en su búsqueda.

–Lo haremos. Y llegaremos al lago a tiempo. No tengoduda de ello–añadió Llyra, con voz animosa. –No tepreocupes por nada, Syhaji. Hoy lo he visto claro.Entiendo lo que Harann me dijo sobre ti.

–¿Cómo?La joven sonrió de oreja a oreja.–Una vez le pregunté qué se sabía de otros mortales

como tú, capaces de manejar el Deseo –explicó. –Me dijoque la mayoría eran rumores, cuentos de viejas. Pero que,al menos en su gremio, se sabía a ciencia cierta de unapersona con esa capacidad, registrada por la Historia:Gaerin, el primer Rey de nuestra raza. Y recuerdo bien loque dijo a continuación: “Syhaji podría ser también ungran Señor si quisiera”. Sé que lo que has hecho hoy es

una muestra diminuta de lo que podrías conseguir. Y, porello, es ahora cuando doy crédito a esas palabras.

–Un rey de los humanos... –el aludido encontróaquello muy divertido. –Para empezar, ni siquiera soy deltodo un humano.

–Oh, no empieces otra vez con eso –protestó Llyra. Serecostó contra la hierba, con las manos detrás de lacabeza. –He pensado que podemos avanzar hacia el este eintentar encontrar algún asentamiento halfling. Lespreguntaremos por Thinerck, y al menos podremoscomprobar si existe realmente. Y entonces decidiremos siacudimos a ella.

–Es una buena idea –concedió Syhaji, contemplandoel brillo del amanecer en los ojos del brazalete.

Se demoraron un tanto a la orilla del río; encendieronun fuego y esperaron a que la camisa de Syhaji se secara.Reemprendieron la marcha cuando la mañana se hallabaya bien entrada, una mañana más despejada que decostumbre, en la que las nubes danzaban de aquí para alládesordenadamente. A veces el Ojo Dorado se plantaba enmedio de ellas, interrumpiendo el baile; otras veces suvaivén oscurecía el cielo y el dorado señor debíaocultarse tras su ímpetu, malhumorado. Cuando estosucedía, el bosque que atravesaban parecía cerrarse sobre

sí mismo, como si también se doblegara ante los deseosde la bóveda celeste. Las sombras se retorcían, lossonidos más desconcertantes se agudizaban. Llyra seestremecía, sintiendo ojos y oídos cerca de ellos, y aunsiendo consciente de lo pueril de tal pensamiento no podíaevitar arrepentirse de no llevar un arma en condiciones.El ancho cuchillo de Kearth, que por supuesto se habíaquedado, era de buena calidad, como correspondía aalguien de su talla, y le sería muy útil en caso de tener quedefenderse a corta distancia... ¿pero qué sucedería si algoles acechaba entre la tupida maleza?

No hay bandidos aquí, estúpida. La calculadora ysensata Llyra que habitaba su conciencia le recriminabaenseguida. No estás dentro de tus fronteras. Aquí, enGaerdain, las cosas funcionan de otro modo, el mundogira de acuerdo a otras leyes. ¿Es eso lo que te asusta?Aquella voz no tenía reparos en dejar al desnudo la raízde sus dudas. ¿Te asusta sentir que no tienes el control delo que te rodea?

En todo caso, no tardarían ambos en comprobar por símismos lo distintas que podían resultar las leyes enaquellos parajes.

Sin ninguna novedad alcanzaron el ecuador delsegundo día de viaje. Habían seguido el mapa de Syhaji,

que resultaba ser más certero de lo que incluso éstepensaba, y confiaban en alcanzar pronto algún pequeñopoblado, a juzgar por el estado de los senderos queatravesaban. Se detuvieron para almorzar, en medio de unsemicírculo de grandes piedras. No fue sencillo encontrarsemejante recodo; aquella espesura virgen no estabapreparada para el descanso de los viajeros, o al menospara los que no fueran halflings, quienes apenasprecisaban un poco de hierba mullida para sentarse. Lessorprendió encontrarse poco a poco en una zona en la queparecían proliferar muy dispares ejemplares de árboles;no sólo se veían ya distintas variedades de coníferas,como las que habían dejado atrás, sino otras especies queresultaba impensable ver juntas en semejante clima. Cercade ellos, incluso, se disponía una hilera de árboles que nopudieron identificar del todo, de anchas hojas y ramascaídas, de las cuales pendían frutos similares a dátiles.Llyra los contempló con curiosidad.

–¿Has visto eso? –le dijo al fin a su compañero,mientras terminaba una loncha de pescado salado. –¿Crees que será comestible?

–Sabía que no tardarías mucho en decirlo –comentóaquél, moviendo la cabeza. Se había percatado delescrutinio de la mujer, y ya conocía bien aquella mirada,inquisitiva como la de un gato. –Será mejor que no locomprobemos. ¿No eras tú la que decías que debíamos serrespetuosos con el bosque?

–Pero... –Llyra hizo una mueca. –Esos frutos están ahípara servir de alimento. Si no se los come nadie, lassemillas no caerán al suelo y no germinarán. Es un ciclode vida. En realidad, le haríamos un favor al propiobosque –añadió, adoptando de repente un aire místico.

–Si no se los come nadie, los frutos caerán igualmenteal suelo, se pudrirán, y las semillas germinarán –replicóSyhaji.

Mas la joven había dejado de escucharle. Con lamirada fija en uno de los árboles, discurría mentalmentecuáles serían las ramas más propicias para encaramarse.

–Oh, no te preocupes, Syhaji. Sólo quiero cogeralguno. Los examinaremos y veremos si son comestibles.Tengo ciertos conocimientos del tema, no lo olvides, y sies necesario, los guardaremos hasta toparnos con algúnhalfling que nos dé la respuesta. ¿Es que tú no tienescuriosidad?

–Llyra, no creo que sea lo más...¿Por qué molestarse en terminar la frase? Syhaji

simplemente meneó la cabeza y suspiró, observandoimpotente cómo suc ompañera se ponía en pie y se dirigíaa paso vivo hacia los extraños ejemplares. Eligió el másalejado de todos, también el de menor tamaño; tanteó losnudos del tronco y comenzaba a trepar, apoyándose en unoy otro, hasta desaparecer en el ramaje. Lo único que podíaver de ella, ahora, era el movimiento cimbreante de lashojas, allá por donde se movía.

–Bueno, pues ya que estás tan interesada en esosfrutos, me ocuparé del trozo que te queda –murmuró elhombre. Dicho y hecho, alargó la mano y tomó la últimaloncha que había extendido la mujer sobre un trozo detela, frente a sí.

Bebió un trago de una pequeña botella de vino que sehabía agenciado en Ya´venn, sin separar la vista delárbol. El ramaje se agitaba todavía, de tanto en tanto, sibien muy levemente. ¿Dónde estaba aquella condenadachica? Frunció el ceño, resopló y se puso en pie. Si sedescalabraba le iba a tocar a él estar atento. Avanzó unpaso... y fue entonces cuando escuchó aquello. Muy cercade él, en los arbustos. Sobre su cabeza. Y el árbol dejó deser el centro de su atención.

Llyra no se había descalabrado, no todavía. Las ramashabían resultado ser más endebles de lo que parecíandesde el suelo, y una de ellas se había dobladopeligrosamente bajo su peso. Había tenido que abrazarsecuan larga era a su superficie, y después, muy despacio,alargar el brazo hasta asir otro saliente. Consiguiócolgarse del mismo y aferrar manos y pies al tronco. Estavez buscó con mayor cautela y escogió una rama másafortunada. Era ancha, y le permitió avanzar a horcajadaspor ella con facilidad. De su extremo colgaban, tentadoresy dorados, un par de aquella suerte de dátiles. Seaproximó más... y entonces apareció aquel rostro, chato y

marrón, frente al suyo.

El sobresalto casi le hizo perder el equilibrio, yhubiera sido en verdad una caída poco deseable. Llyraconsiguió sobreponerse; reculó un tanto, hasta dejar unbrazo de distancia, y examinó atentamente al reciénllegado. No se movía un ápice; era una criatura pequeña,de extremidades largas y peludas como las de un simio ycuerpo delgado, fibroso. Su cara, no obstante, era derasgos suaves, vivaces, semejantes a los de un felino.Unas orejas cortas le sobresalían de las sienes.

No parecía haber motivo para alarmarse. El extrañoser permanecía inmóvil, con la mirada fija en ella, yrealmente creía leer la mujer un destello de ingenuidadinfantil en los ojos de botón. No había muestra alguna dehostilidad. Llyra sonrió. No se aproximaría, para evitarperturbarle, pero al menos intuía que no debía temerle,fuera lo que fuese...

Y no se equivocó. No tenía nada que temer del ser quetenía delante... pero sí de aquél que se le abalanzó por laespalda, como un rayo.

Por fortuna, la joven estaba ya girándose cuandorecibió la acometida. La criatura cayó sobre ella, desde lazona más tupida del ramaje; era similar en todo, con

excepción de las innumerables púas de hueso que lesobresalían de los brazos. Soltó un chillido sibilante,amenazador, que le ensordeció, y durante el primerinstante Llyra sólo atinó a golpear frente a sí, a ciegas, enun acto instintivo de defensa. Notó el desgarro de lacarne, el agudo e inesperado dolor. El antebrazo habíagolpeado contra una de las púas, que había atravesado laropa, o quizás contra uno de aquellos colmillosblanquecinos que ahora buscaban raudos su garganta. Noimportaba. Recobrando los reflejos, se dejó caer decostado, agarrándose con ambas manos a la rama. Ello lesirvió para esquivarle de nuevo, aunque ahora la otracriatura también se había sumado al ataque, sacandoidénticos pinchos en sus brazos. Los ojos voraces nadatenían ya de inofensivos... Un mordisco le alcanzó amedias en los dedos de la mano izquierda. Para entonces,Llyra ya había saltado al vacío.

Como había calculado, un par de ramas frenaron lavelocidad de la caída. Aun así, perdió unos segundos larespiración al caer de bruces al suelo. Se incorporó de unsalto y se alejó presurosa del árbol. Pudo ver las siluetasmenudas descendiendo velozmente, aquí y allá,ocultándose con habilidad entre las sombras y las hojas.No esperaría a que llegaran, por supuesto. Desenvainó elcuchillo de Kearth, que portaba ceñido a la cintura, yrecorrió a la carrera la escasa distancia que le separaba

de Syhaji.

Encontró al hombre de pie, atento a la escena.Jadeando, llegó hasta su lado y se encaró hacia el árbol.

–¡Algo me ha atacado! –gritó. –Tenemos que estaralerta por si...

–Lo sé –Syhaji habló con voz calma. Apretaba lospuños, pero no hizo ningún movimiento. –Ellos dicen quenos quedemos quietos.

–¿Cómo? –exclamó Llyra, sin dar crédito a lo que oía.Nerviosa, escrutaba los arbustos al pie del árbol,esperando ver aparecer en cualquier momento a lasalimañas. –¿De qué... de qué hablas, si puede saberse?¿Cómo que ellos..?

–¡Llyra, silencio! –le conminó de nuevo Syhaji, en untono tan severo que ella no pudo por menos que obedecer.–Si sigues así no vas a oírlos nunca.

Y lo escuchó entonces, en efecto. Una ráfaga de suaveviento azotó su rostro y sus cabellos... y llevó hasta susoídos palabras. Quedos murmullos que se deslizaban aquíy allá, ininteligibles, calmos y agrestes al mismo tiempo.Les rodeaban a uno y otro lado, una sobrecogedorapresencia invisible, y el bosque mismo se inclinaba,servil...

–Los árboles... –Llyra, aterrada, retrocedió. –¿Están...susurrando?

Otro de aquellos simios surgió de entre la espesura.

La mujer enarboló frente a sí el cuchillo, preparada... masla criatura no pudo llegar lejos antes de enredarsesúbitamente entre las puntiagudas ramas de un arbustoreseco y caer de bruces. Se oyeron unos chillidos: de unode los árboles cercanos, otros dos cayeron pesadamente alsuelo, y al instante echaron a correr, renqueando,alejándose del lugar. El último se escondía en verdad muycerca de ellos, y fue el peor parado. Los dos compañerosvolvieron la cabeza, asustados, al escuchar un terriblegañido; a tiempo para ver cómo la alimaña salíadespedida varios metros, golpeada por la raíz de un árbol.No habían visto el movimiento, por supuesto. Pero si algopodían aseverar era que aquella raíz no estaba en esaposición tan sólo unos momentos antes...

De nuevo regresó el silencio, y las voces sedesvanecieron. Tan imperceptiblemente como éstashabían llegado, detrás de un árbol, apareció un halfling. Elrostro era moreno y afilado y los cabellos, castaños, lecaían por la espalda en numerosas trenzas. Vestía unabrigo de gruesa piel gris, unos pantalones de cuerooscuro. Con absoluta parsimonia y sin dirigirles unamirada se aproximó a la criatura que primero les habíaatacado, la cual aún se debatía frenéticamente, sujeta porlas ramas del arbusto. Se inclinó y murmuró algo que nofueron capaces de aprehender... aunque, sin duda, en untono muy parecido al de los susurros que habían

escuchado. Las palabras tuvieron el efecto de tranquilizaral animal. Con una mano liberó hábilmente sus patas; nadamás hacerlo la criatura huyó de un salto, perdiéndoseentre la maleza.

Sólo entonces el halfling se volvió hacia ellos.–Los karday viven en madrigueras la mayor parte del

año –habló, despacio, con un extraño acento chasqueante.Se detuvo unos segundos para pensar antes de continuar;no se veía muy habituado a emplear la Lengua Común deRan. –Es en esta época en la que salen a cazar yaparearse. Son muy celosos de su territorio y no es buenaidea entrometerse en él. Es algo que cualquiera que sepaleer las Señales de la Naturaleza habría podido advertiral inicio de este paraje, pues nos hemos encargado dedejarlo claro. Pero, por supuesto, no es un lenguaje quelos humanos dominéis –se cruzó de brazos y adoptó unaexpresión grave. –Es por eso por lo que os preparamoscaminos para que transitéis por Gaerdain; caminos depiedra con vuestro idioma y vuestras normas. ¿Por quévenís por aquí?

Los dos compañeros todavía tardaron en reaccionar.Llyra respondió en primer lugar, escogiendocuidadosamente las palabras.

–Somos viajeros, no comerciantes, como seguropodéis deducir, señor. No sabíamos nada de los karday.Nos dirigimos a un lugar, en el este, y esperábamos hallar

a alguien para que nos ayudara.–Thinerck –intervino Syhaji, cruzándose de brazos. Se

había echado la capucha sobre el rostro,ensombreciéndolo.

El hombrecillo frunció el ceño. Les escrutó ensilencio, de arriba abajo.

–¿Por qué os dirigís a Thinerck? –inquirió. –No haynada allí. Sólo ruinas y recuerdos.

–Buscamos algo. Una respuesta –dijo simplemente elantiguo ladrón. –Por supuesto, no es nuestra intenciónperturbar nada o atentar contra el patrimonio de vuestropueblo.

–No se trata de eso –el halfling movió la cabeza. –Noes que me importen vuestros motivos. Pero poco sé deThinerck, sólo soy un guardabosques. Nunca antes habíavisto a ningún humano que fuera en pos de ese lugar… –meditó unos instantes, al cabo de los cuales volvió ahablar. – Deberíais hablar con el razheva de nuestrogrupo. “Buscador”, creo que lo llamarías en Común. Siquisierais acompañarme... –extendió una mano hacia elbosque, señalando el sendero por el que él mismo habíallegado.

Ambos se miraron, y aquella mirada fue de mutuoentendimiento. Antes de echar a andar, no obstante, Syhajiaferró el brazo de su compañera.

–Tendrás que vendarte eso. Eres un desastre –dijo,señalando la herida, y meneó la cabeza, malhumorado.

Rasgó un trozo de su capa.–Ya me había olvidado. No tiene importancia, apenas

me duele –se excusó ella. –Ya habrá tiempo después...Pero el hombre gruñó, y con ello Llyra supo que no

valdría de mucho replicar. No después de que aquelloscortes fueran producto de su testarudez... Aguardó a queterminara la precaria cura, y sin una palabra másmarcharon en pos del halfling. Les guió éste al norte, entreuna hilera de abetos que dejaban un amplio espacio entresí; a pesar de todo, el cargado suelo, alfombrado deagujas y algo de nieve de días anteriores, les hacíaavanzar torpe y pesadamente. El menudo ser, por contra,les adelantaba en varios pasos, y caminaba tanligeramente como si se deslizara.

–Mi nombre es Kalhryn –les dijo en cierta ocasión enla que tuvo que detenerse a esperarles.

–Yo soy Llyra, y mi amigo es Syhaji –presentó ésta.Aprovechando el lapso, expresó aquello que todavía leacuciaba. –Señor Kalhryn, tengo curiosidad… Antes,cuando nos atacaron esos animales, escuchamos unossusurros. Parecía... parecía que fueran en verdad losárboles, la hierba, quienes los emitían. ¿Se trataba devos?

–Fue una demostración de magia de la Escuela de laTierra –afirmó el interpelado, y la miró de reojo. –Esperoque seáis conscientes de dónde estáis y olvidéis losprejuicios de vuestro pueblo contra ella.

–No sería sensato guardar prejuicios hacia algo quenos ha salvado el pellejo –replicó Syhaji. Kalhryn sonrióamablemente.

–Ésa es una buena respuesta, sin duda.Anduvieron todavía un trecho más, y poco a poco se

advirtieron en lontananza las siluetas de un grupo deenormes árboles. Eran muy superiores en altura y grosor atodos los que hubieran visto hasta entonces, y no sólo enGaerdain. En verdad, cuanto más se aproximaban, más seconvencían los dos extranjeros de que no podrían ver unprodigio semejante en ningún lugar de las tierrasexteriores. Llegaron por fin a la base de uno de ellos;ejemplares de color marrón oscuro, poderosos, macizos.Para abarcar su tronco harían falta al menos quincehombres. Las ramas, intrincadas cual si fueran losensortijados cabellos de un gigante, se perdían más alláde la vista.

Llyra y Syhaji habían enmudecido sin remedio, con elrostro vuelto hacia su cumbre. Una vez más se sintieronindefensos y diminutos, mas no ya con temor; amboscompartieron, sintiéndose privilegiados, una sensación deprofunda reverencia. Fueron las palabras de Kalhryn lasque otorgaron forma a las tímidas suposiciones que sedibujaban en su mente.

–Son dainagui –explicó, aunque lo hizo con ligereza,como si se tratara de algo elemental. No era por cierto un

nombre desconocido para los humanos. Los gigantescosárboles en cuyo interior los halflings disponían sushogares. Se decía que poseían una suerte de conciencia,pues acomodaban su interior a los deseos y apetencias dequienes los habitaban. Hasta qué punto era cierto esto,ninguno de los dos compañeros podía saberlo.

-Mis compañeros se encuentran ahí. Venid conmigo –habló de nuevo el guía, esta vez divertido al advertir elsobrecogimiento de quienes le seguían, que continuabansin poder articular palabra. Se encaminó hacia uno de losárboles, que presentaba una ancha hendidura a ras desuelo. – ¡He regresado! –llamó. – ¡He encontrado a losextraños!

Del interior del tronco surgieron varios halflings más.Uno era bastante similar a Kalhryn; de tez quizás un tantomás oscura y rostro redondeado, llevaba de igual modo elcabello recogido en trenzas. Otra era una mujer, de pelocorto, a cuyo paso tintineaban los numerosos abalorios decolores que pendían de su cuello y cintura. El tercerindividuo resultaba sin duda llamativo por la mayorclaridad de su piel... y de su mirada. Si bien los iris desus compañeros, como correspondía a su raza, eran devivos y cambiantes colores, éste por contra los tenía sintonalidad alguna. Simplemente blancos, como los de unciego, aunque el modo en que repasaba atentamente aLlyra y Syhaji demostraba que no carecía de visión.

Llyra se había preguntado por qué Kalhryn no habíaempleado su propia lengua para dirigirse a sus amigos.Había pensado, en un primer momento, que se debía a unadeferencia para con ella y Syhaji. No obstante, laverdadera respuesta la obtuvo sólo unos segundosdespués. En último lugar, detrás del halfling de los ojosblancos, aparecieron otras dos figuras. Una de ellas,notablemente más alta que el resto, tuvo que agacharsepara pasar por la hendidura; la otra simplemente salió enun trotecillo.

El recién aparecido la miró, y al momento su rostro sedesencajó en una mueca de genuina sorpresa. Habíapalidecido, incluso, y sólo acertó a balbucear palabras sinsentido. Llyra tardó menos en recuperarse de laimpresión. Casi hubiera dicho que estaba preparada paraalgo así; ya llevaba una buena cantidad de encuentrosinsólitos aquel día.

–¡Delsar! –exclamó.

–Pero... tú... sobreviviste a los lobos... –Delsaravanzó un par de pasos, todavía dubitativo. Tartamudeóunos instantes; las palabras parecían tener seriasdificultades para emerger de sus labios. –¡Llyra, mealegro mucho! Nunca lo hubiera imaginado. Y nunca

hubiera esperado... encontrarte aquí.El tono de su voz, no obstante, no parecía demostrar

verdadera alegría, se dijo la mujer. No hizo ningúncomentario al respecto, empero, y le restó importancia. Alfin y al cabo, se trataba de una situación bastantesingular...

–También tú conseguiste escapar. La verdad es quepuedo decir lo mismo: es una alegría y una sorpresa –dijocon una sonrisa. –Supongo que tendremos cosas de las quehablar.

–¿Has visto, Valunc? – Kalhryn dejó escapar unacarcajada y guiñó un ojo en dirección al halfling delrostro redondo. –Ya te lo había dicho: los humanos nosólo son iguales sino que, además, se conocen todos entresí.

El aludido esbozó igualmente una sonrisa afable,mostrando los dientes, aunque nada dijo. El comentarioprovocó algunas risas más, incluida la de Delsar. Éste, sinembargo, no dejaba de mirar con disimulo a Syhaji, dehito en hito.

No era el único que se fijaba en el antiguo ladrón.También el halfling de los ojos blancos lo hacía, conrostro atento, como si viera algo a través de él. Seadelantó unos pasos hacia ellos.

–Creo haber entendido que buscabais algo con muchaurgencia en Gaerdain –dijo. –Si queréis, podemos hablarde ello.

Las risas y los murmullos callaron. El silencio eraexpectante. Llyra y Syhaji se miraron de reojo,desconcertados.

–Nosotros... no hemos dicho nada aún –habló la joven.–Ni hará falta. Haltean es nuestro razheva –intervino

Kalhryn. –No tenéis secretos para él, porque no ve conojos normales. Para él todos somos una gran masa dePosibilidades. Su título es la autoridad más alta queencontraréis en la Escuela de la Tierra.

–No es cierto –el llamado Haltean hizo un gestodespectivo con la mano. Ahora que Llyra podía observarmás de cerca su cara, le sorprendió percatarse de que nole resultaba nada sencillo ponderar su edad; su piel eratersa y juvenil, mas su expresión presentaba una evidentemadurez. –Hay más como yo, y no soy el mejor de ellos.De todos modos no importa ahora –volvió a levantar lamirada hacia Syhaji. –Leo en tu energía la angustia y laprisa... y sobre todo el miedo. Crees que lo tienes bienoculto, pero da vueltas a tu alrededor como un halcón.¿Dónde os dirigís?

–A Thinerck –respondió Syhaji, arrugando la frente.No se hallaba cómodo bajo el escrutinio de tanto público,ni ante aquellas aseveraciones. –Sólo sabemos que setrata de una ciudad en el este.

Con el rabillo del ojo, Llyra advirtió que Delsar dabaun respingo, aunque se esforzó por disimularlo. Sujetabapor los hombros su hija, Ilmedh, de pie delante de él, y los

dedos le temblaban levemente... También los otros doshalflings, Valunc y la mujer, se sobresaltaron al escucharaquel nombre.

–Thinerck –comenzó Haltean, ajeno al parecer a lasreacciones de los otros –fue una antigua ciudad creada pormagos de ambas Escuelas, así como eruditos de las tresrazas. Humanos, halflings y elfos decidieron cooperarpara convertirla en un bastión de conocimiento y estudio,donde todos pudieran crecer en sabiduría y en lainvestigación de cualquier disciplina. Vinieron grandessabios y la ciudad prosperó largo tiempo. Tal vez no losepáis, pero muchas grandes obras se gestaron allí. –Callóun momento, mirando al vacío, pensativo. –Fenjan el viejoescribió allí sus Elegías y Sonetos, y también allí se diotérmino al séptimo volumen de la Enciclopedia Natural.Son sólo unos ejemplos.

–Fenjan el viejo... –Llyra murmuró. –Pero entoncesestamos hablando de hace al menos tres siglos.

–Así es. La idea nació cuando los rescoldos de laGuerra entre Escuelas ya se iban extinguiendo. Y, como osdigo, Thinerck fue grande y rica durante algo más de cienaños; la Rosa del Conocimiento, como se le dio en llamar,pues estaba construida de manera escalonada, imitando ladisposición de los pétalos de dicha flor. Pero del mismomodo que hubo sabiduría, también hubo egoísmo, odio,engaño, entre sus muros –el halfling bajó la mirada. –Acabó por caer. No tiene importancia ahora el cómo.

Nuestro pueblo decidió que debía ser olvidada, como unamanera de curar su vergüenza. Y para los elfos y loshumanos, simplemente, se perdió en el tiempo. Ellostienen más facilidad que nosotros para borrar el pasado.

Supongo que, si estáis buscando Thinerck, debéis deser magos o estetas. Puedo entender vuestrasmotivaciones, pero no leerlas. En eso se equivoca el buenKalhryn –sonrió hacia éste. –Os advierto, sin embargo,que ya poco queda ahí. Si tenéis un buen motivo para ir,adelante. Pero no os dejéis engañar por el recuerdo de laantigua gloria ni persigáis fantasmas.

Syhaji se rascó la barbilla, pensativo y abrumado. Lasmiradas pesaban sobre él. Sabía que incluso Llyra lemiraba, esperando que respondiera. Aunque hubieranllegado allí, dependía de él dar el siguiente paso, tomar ladecisión.

–Tenemos un buen motivo –dijo al fin. Ni él mismosabía si aquello era cierto. –Nuestras intenciones nopretenden perjuicio alguno. Si pudierais indicarnos cómollegar, lo antes posible... –vaciló. –Sería un gran honor yun gran favor.

–En realidad no nos preocupan vuestras intenciones –afirmó Kalhryn. –Ya os lo dije antes. En nuestro pueblo sedice que Thinerck sabe cuidarse sola. Ella escoge a losque quiere ver, y no al contrario. Y nunca escogería anadie que hiciera daño a Gaerdain, al fin y al cabo –

añadió, encogiéndose de hombros, con una simplicidadadmirable.

En aquel momento la mujer halfling dejó escapar unaspalabras en su idioma propio: era ésta una lengua plagadade tonos sibilantes y cortos, que bien se asemejaban a ladanza del viento entre los árboles o al murmullo de un río.Los otros cuatro se aproximaron a ella, y juntosparlamentaron unos minutos de modo ininteligible para loshumanos, entre aspavientos y gestos. Al cabo, de nuevoKalhryn se dirigió a los recién llegados.

–Os llevaremos lo más cerca que podamos deThinerck. Se encuentra a un par de días de camino, sivamos a buen paso. Pero tendréis que esperar todavía undía más. Estamos cuidando esta zona del bosque y aún nosquedan varias cosas por terminar.

Llyra miró de reojo a Syhaji; aun bajo la capuchapudo entrever las dudas en su rostro. No tenían, alparecer, otra elección, pero ello les dejaba menos tiempotodavía para llegar a Em–Ainn.

–Así sea. Nunca será suficiente para con vosotros migratitud –dijo aquél con una leve inclinación, y sucompañera no pudo dejar de esbozar una sonrisa para sí.Por primera vez, desde que le conocía, dejaba escaparmaneras dignas del hijo de un rey.

Tras ello, el guardabosques les ofreció buscarlescobijo en el interior de un dainagui. No era algo, lesexplicó, tan sencillo como simplemente introducirse

dentro de uno. El propio árbol debía ser quien lesaceptara, y de modo bien peculiar, afirmó con una risabreve. Era evidente que ardía en deseos de ver cómo losextranjeros se enfrentaban a aquella situación, tancotidiana para la Pequeña Gente. El resto de halflings, sinembargo, no mostró el mismo interés. Se despidieron ypartieron a sus menesteres; Valunc se dirigió al interiordel bosque, mientras que los otros dos marcharon a susrespectivos troncos.

–Seguidme. Os buscaremos lo que llamaríais “unatienda de campamento” –indicó Kalhryn alegremente,añadiendo a la palabra “campamento” una extraña sílabaque no poseía en Común. Mientras los dos compañeros leobedecían, Delsar llegó hasta ellos de una zancada, conIlmedh en brazos. Caminó a su lado.

–Me agradará que compartamos hoy la cena –les dijo.Ahora parecía más animado. –Llevo varios días por aquí,ocupándome de algunos negocios, y es agradable volver aver rostros humanos, y conocidos por añadidura. ¿Es tuamigo, Llyra? ¿El que viajaba contigo en la carreta?–preguntó.

–Mi nombre es Syhaji –se presentó éste enseguida,para sorpresa de su compañera, extendiendo la enguantadamano derecha. –Un placer, maese Delsar.

–Lo mismo digo –respondió éste presurosamente.Después de ello no volvió a hablar.

El halfling les llevó hasta un par de árboles de poca

edad, que exhibían con orgullo sus troncos todavía detonalidades mucho más claras que aquellos que lesrodeaban. Los jovenzuelos solían ser menostemperamentales, les dijo. Debían acercarse, acariciar susuperficie y murmurarles “dhai”, la palabra quesignificaba “por favor” entre su pueblo.

Llyra pocas veces se había sentido tan estúpida...sobre todo cuando Syhaji lo consiguió a la primera. Unode los dainagui abrió al instante una brecha alargada ensu tronco, con un único chasquido. Tras el recelo inicial,el hombre se encontró en un cálido interior; para suasombro, las paredes refulgían con un brillo tenue, similaral del ocaso. Y pudo comprobar que aquello que secontaba era cierto: tan pronto como pensó en lo muchoque le gustaría tener una silla y descansar, un saliente demadera se deformó y acomodó en un instante, cerca de él,adoptando las maneras de tal objeto. Unos cuantospensamientos después, aquello se asemejó ciertamente auna habitación al gusto humano.

El árbol de su compañera, sin embargo, se hizo derogar. Abría un hueco del tamaño de una ardilla, duranteunos momentos, y luego lo volvía a cerrar. Así estuvo unbuen rato. Las explicaciones de Kalhryn de que “eratímido” no ayudaron a la mujer, cuyo malhumor creció.“Eso no es bueno para hacerte su amiga” tampoco le

sirvió de motivación. Tras varios intentos y casi ladesesperación, el dainagui accedió a dejar abiertodefinitivamente un boquete circular, un tanto más alto queel de los otros, lo que hizo que tuviera que entrar de unsalto. Al final se portó bien, y creó para Llyra una camasorprendentemente más cómoda de lo que parecía asimple vista.

Tras constatar que ambos lo lograban, el halfling lesdejó, y otro tanto hizo el restante humano, que marchó a supropio árbol. Syhaji dejó sus pertrechos en una mesa bajadel interior del dainagui. No hacía ni cinco días que sehabía hallado en la confortable casa de Harann y ya leparecía que hubieran pasado años... Se sentó y se recostócontra el cálido tronco, que casi le daba la bienvenida. Elcansancio que sentía era más psicológico que físico;necesitaba reponer fuerzas, y meditar... Ya se adormecía,y en su mente danzaban confusas imágenes de los últimosdías, de bosques inacabables y sombríos, cuando depronto se sobresaltó. La puerta había sido oscurecida poruna figura ancha, que dio un par de pasos hacia él.

Delsar habló, y su voz sonó pesarosa y grave, como siresbalara entre piedras.

–¿Quién eres?

El dainagui acabó por no resultarle tan malo a Llyra,una vez se hicieron amigos. Ahora, incluso, parecía queaquél se esforzaba por agradarle. Creó un par de sillasredondas, bastante confortables, alrededor de una mesabaja, y un perchero donde pudo colgar la capa y lamochila. Después de pasar un rato en su interior, sinembargo, una vez hubo descansado lo suficiente, la jovencomenzó a echar de menos el aire del exterior. Todavíaera media tarde, pero el sol bostezaba ya los últimosrayos, como era normal en aquella época del año. Losdías eran cortos, a excepción de lo que sería aquél queesperaban con devoción, el día conocido como LargoInvierno... el que marcaba el ecuador de dicha estación yel horizonte de los sueños de su compañero. Decidió noimportunarle y salió a dar una vuelta por los alrededores.

No lejos de allí, para su sorpresa, encontró a la mujerhalfling. Estaba junto a cuatro caballos, los ejemplarespeludos de pequeño tamaño que montaba su raza; mayoresque los ponies pero más bajos de lo habitual, como ellosen verdad precisaban para montar a gusto. Sólo unollevaba silla, aunque ésta era realmente una gruesa mantade piel, adornada con diversos motivos y piedras decolores. El mismo animal, además, portaba en los flancos,atadas por correas, varias armas. Al menos cinco espadascontó la mujer, y todas sin excepción mostraban vainasconfeccionadas con junco y hierbas entretejidas. Del

mismo material vio un par de arcos cortos y susrespectivas aljabas. La halfling se hallaba arrodilladafrente a otra espada, desenvainada en el suelo. Murmurabauna extraña salmodia en dirección a ella cuando Llyrallegó hasta su lado.

Ambas se miraron unos instantes; la antigua ladronaenrojeció, con la certeza de haber aparecido en unmomento inoportuno.

–Hola –fue todo lo que acertó a decir, vacilante. –Nohe escuchado antes vuestro nombre, creo... Yo soy Llyra.Encantada.

La halfling tardó unos momentos en contestar.–Gwenne –dijo, con una sonrisa que era amable pero

distante al mismo tiempo. Se volvió de nuevo hacia laespada, rozó con las palmas extendidas su superficie, ydespués, inclinando la cabeza, la enfundóceremoniosamente. Se incorporó y procedió a atarla denuevo al costado del caballo.

–No conoce apenas el Común. Tampoco Valunc –habló de pronto una voz al lado de Llyra. Era Haltean,constató ésta tras el sobresalto, y le sorprendió ver quellevaba de la mano a Ilmedh. –En realidad Kahlryn y yosomos casi una excepción, pues pocos lejos de lasfronteras tienen tanto dominio del idioma como nosotros.

–Oh –exclamó la antigua ladrona. –Debo pedirledisculpas... –añadió, mirando a Gwenne de soslayo.

Ahora estaba desatando otra espada. –Creo que heinterrumpido algo importante.

–No te preocupes. Sí, está practicando un ritual, perono es fácil romper su concentración –explicó el halflingde los ojos blancos. –Ella es nuestra... cómo lo diríais...Edher annan. Maestra de Armas, seguramente. Para loshalflings, un arma es como un hijo. Portarla significaservir a su alma. No es tan simple como emplear unutensilio para dominar a otro, como hacéis los humanos –su tono fue jocoso. –Las edher annan acompañan a gruposcomo el nuestro para cuidar los espíritus de las armas.Esas espadas que ves... Cada una está consagrada a laNaturaleza de una manera distinta, y cada una escoge alque puede llevarla en cada ocasión. Gwenne las escucha ynos lo indica; sólo podemos empuñarlas si ella nosautoriza. Y sólo ella tiene permiso para utilizarlas todas,si así lo deseara.

–Vaya... –la mujer quedó sobrecogida ante laexplicación. Habló en un susurro, tal como había hechoHaltean, mientras observaba a aquélla arrodillarse denuevo. Arrojaba tierra sobre la hoja que había tendido enel suelo y un pellizco de hierba que llevaba en unsaquillo. –Entonces creo que puedo ir olvidando la ideaque tenía en mente. Cuando la vi, pensé en pedirle que meprestara una espada. Lo cierto es que viajamos casidesarmados y ello me inquieta.

–¿Quién sabe? –se encogió de hombros su

interlocutor. –Puedo hablar con ella. O quizás las espadaste hayan sentido y alguna quiera estar contigo. No sería tandescabellado. Tu energía es agradable para el bosque.

Al tiempo que hablaba, Haltean había llamado con unchasquido de los dedos a uno de los caballos, y ahoramontaba a Ilmedh sobre su lomo, para gran regocijo deésta. Realmente, las carcajadas de la niña no parecieronmermar la ceremonia que llevaba a cabo Gwenne; tan sólose había apartado de ellos unos metros. Llyra meditaba ensilencio las últimas palabras del hombre.

–Haltean... –habló, tímidamente. –Vos... Kahlryn dijoque veis las Posibilidades de cada persona. Eso quieredecir su esencia, sus deseos, si no lo entiendo mal. –Sedetuvo, intentando no parecer demasiado ingenua odemasiado precipitada. Tomó aliento. –¿Qué veis en mí?

En cierto modo le asustaba la respuesta. Aguardómientras el halfling la miraba un par de minutos,fijamente.

–Llyra... así te llamabas, ¿cierto? Dudas demasiado,de muchas cosas que germinan en tu interior –dijo. Derepente su rostro se ensanchó en una expresión entredivertida y socarrona. –¿Por qué a los humanos siempreos sucede lo mismo? En tu corazón se te abren loscaminos con mucha claridad, pero dejas que el desánimolos confunda y retuerza. Tienes que encontrar la confianzaque precisas y asirte a ella. Ah, nosotros no les damostantas vueltas a los asuntos. Si las cosas están es porque

son, y son porque nos hacen ser.–No es que eso último me lo haya dejado demasiado

claro, pero os lo agradezco –la joven suspiró. El caballode Ilmedh se acercó a ella, en un suave paso. La niña seapretaba con el semblante iluminado contra las crines,hundiendo los dedos en ellas.

–Tengo hambre –soltó sin previo aviso. Haltean rió.–Espera a que vuelva tu padre, glotona –bromeó. –La

dejó a mi cargo mientras hablaba con tu amigo –le dijo aLlyra. –¿Crees que tardará mucho más?

La antigua ladrona frunció el ceño.–¿Cómo? ¿Delsar ha ido a hablar con Syhaji?–Eso me dijo. Os estaba buscando, al fin y al cabo.El halfling pronunció aquellas palabras con

despreocupación. No obstante, su interlocutora fue presade una súbita alerta.

–¿Que nos buscaba? –repitió, sin dar crédito a lo queescuchaba. Esta vez, también el razheva la miró conextrañeza. Apretó los labios, entendiendo de pronto algomás.

–Delsar es un viejo amigo –habló lentamente. –Llegóhasta mí ayer para que empleara mi don y buscara a unhombre, que había cruzado la frontera poco tiempo antes.Ahora que lo pienso... sólo me habló de él –enarcó lascejas. –No me dijo nada de una mujer. Me di cuenta deque no te esperaba al ver su reacción, pero no le otorguéimportancia, al fin y al cabo.

–¿Por qué Kalhryn no nos dijo nada cuando nosencontró? –exclamó Llyra.

–Él no lo sabía –Haltean se encogió de hombros denuevo, en un gesto que parecía ser característico en él. –Salió en vuestra búsqueda porque yo se lo pedí. Losdemás conocen bien a Delsar, saben que es mi amigo yestán acostumbrados a verle por aquí, de modo queninguno hizo preguntas. Es lo habitual entre nosotroscuando existe confianza: un halfling rara vez pregunta, ymás fácilmente acepta.

-Un hombre alto, vestido de negro, con una poderosaenergía. Eso fue todo lo que me dijo.

También fue todo lo que Llyra necesitó oír. Se dio lavuelta, sin una palabra, y comenzó a andar a grandestrancos de regreso a donde estaba su dainagui... y al deSyhaji. El nerviosismo y la ira se repartían a partesiguales en su cabeza; aun así, se detuvo un momento alescuchar la llamada de Haltean, ya muy atrás.

–¡Llyra! No te precipites. Delsar es un buen hombre.Aquellas palabras tendrían que resultar más creíbles

en boca de alguien como él, sin duda. Sin embargo, lamujer apretó los puños y continuó, presurosa.

Tal vez fuera un buen hombre. Pero había sidotambién un espía. Y aquélla era una marca que nodesaparecía con facilidad.

Syhaji tenía la capucha baja y se la colocóapresuradamente al percatarse de la presencia delhombre, al tiempo que se ponía en pie. No obstante, aquélatinó a ver algo, durante un instante. Abrió los ojos consorpresa.

–¿Eres albino? –preguntó.–¿Eso es lo que quieres saber? –espetó el antiguo

ladrón, bruscamente. –Sí, soy albino. Si a eso te referíascon quién soy, ya puedes irte.

–No, no –Delsar se aproximó todavía un par de pasos,agitando las manos. –No quiero decir eso. Quieropreguntarte... otra cosa. –Se humedeció los labios; estabalívido y el sudor se reflejaba en su frente. No hacía calorsuficiente como para ello, se dijo Syhaji con suspicacia.

-Posees... posees un gran poder, ¿verdad? ¿EresMago? –continuó el recién llegado. Titubeaba, hablaba ensusurros, mirando nerviosamente por encima de suhombro. –¿De qué clase? ¿Quién te ha dicho que debes ira Thinerck?

–Pides demasiadas explicaciones juntas –mascullóSyhaji.

–Sólo quiero prevenirte –exclamó Delsar convehemencia. Vaciló todavía unos instantes más, y se sentóa una de las sillas que habían aparecido en el dainagui,de ancho respaldo, muy similares a las que poseía Harann.Suspiró y sacó del interior de su chaqueta una pequeña

cantimplora. –Toma un trago –ofreció al otro hombre. –No voy a envenenarte –se apresuró en aclarar, torciendoel gesto. –Es licor de sarde, un fruto de Gaerdain,parecido al de la palmera. Deberías probarlo. En todocaso, yo sí lo necesito –desenroscó y bebió ávidamente.Miró después a Syhaji de arriba abajo, con ojos graves.Aún hubo un largo silencio antes de que volviera a hablar.

–Tu poder tiene que ser muy grande –su voz sonabaahora más relajada, y en cierto modo parecía hablar parasí mismo. –Muy grande... si no, él no te temería de esemodo. Porque te teme, en verdad –soltó una extraña risa. –También tú debes temerle. Tienes un gran peligro a tuespalda. Y deberías constatar que quien te ha hablado deThinerck es realmente un amigo.

–Eso es algo de lo que tengo que cerciorarme,ciertamente –concedió Syhaji. De nuevo la mismaadvertencia... Esta vez se mantuvo cauto, trató de no dejaral descubierto sus emociones. –En cuanto al peligro queme sigue... lo conozco, aunque sea de oídas. Y ahora veoque tú también. ¿Qué sabes de él? –dudó, pero al finpronunció el nombre, arriesgándose. –De Irko.

Si ya le resultaba difícil confiar en extraños, menosconfianza le inspiraba en aquel momento el tipo que teníadelante, al que le temblaban las manos, que debíaapoyarse en el licor para poder mantener aquellaconversación. Y sobre todo cuando, al escuchar el atípiconombre, levantó de golpe la mirada enrojecida y aterrada.

–No lo nombres, por favor. No sé... no sé dónde puedeestar ahora. –Miraba hacia atrás de tanto en tanto, como siesperase alguna aparición a su espalda. –Ojalá pudieradecirte todo lo que sé... librarme de todo. Pero todavía noes el momento, hay que tener cuidado.

-Sé que no puedo pedirte que te fíes de lo que digo –se incorporó de nuevo. –No me conoces y quizás ahora noestoy dando una buena impresión. Pero créeme... no tengomotivos para engañarte. Tienes que hacer algo. Tienes…que derrotarle –se adelantó, mas Syhaji retrocedió a suvez un paso. No había bajado aún la guardia. – Harás ungran bien. ¡Promete que lo intentarás, al menos! Es lomejor para ti... para muchos.

Había desgarro y amargo dolor en su voz, muy hondos.El antiguo ladrón sintió una inexplicable compasión,durante unos segundos, aunque el recelo y el desconciertotodavía eran más poderosos en su mente.

–No puedo prometer algo así –replicó, vacilante. –Nisiquiera sé de qué me hablas en realidad, o qué quiere eselobo. Tampoco conozco mi poder, a decir verdad. Quizásno soy quién tú esperas.

–No se trata de lo que yo espero... sino de lo queespera él –declamó su interlocutor. –Eso es lo queimporta. Escucha, no entiendo bien qué quieres encontraren Thinerck, y no voy a preguntártelo. Respeto tussecretos, y espero que respetes lo que yo no puedo decirteaún –recalcó la última palabra, y volvió a lamerse los

labios nerviosamente. –Pero vamos en el mismo camino yquiero ayudarte. Quiero ayudarte a... a vencerlo.Recuérdalo. Te llevaré hasta allí. Conozco un camino.Podemos salir mañana mismo, temprano, y así notendremos que esperar a los halflings.

–¿Nos llevarás a Thinerck, dices? –Syhaji frunció elceño. –No es algo que pueda decidir ahora mismo. Comobien has dicho, hay demasiadas cosas de todo esto que noestán claras en absoluto. Y tengo que consultarlo con...

El grito, inesperado, los sobresaltó a ambos por igual.–¡Has mentido, Delsar!Como una exhalación, Llyra entró en el dainagui y se

plantó delante del alfarero, que se mostró genuinamenteasustado. Los furibundos ojos que la mujer clavó en lossuyos bien justificaban tal reacción.

–¡Has mentido, y quiero saber el motivo ahora mismo!–le espetó, amenazante, con una mano sujetando el mangodel cuchillo. Era realmente un gesto involuntario, masDelsar se percató y palideció aún más. Colocó las manosabiertas frente a sí, en un gesto conciliador.

–Espera, espera –gimió. –Supongo que habrás habladocon Haltean, o mi hija habrá...

–Creía de verdad que eras alguien de confianza, quepodías ser un amigo, y me duele comprobar que no es así.¿Por qué buscabas a Syhaji? ¿Quién te envía?–sinescucharle, Llyra avanzó hacia él. El cuchillo mostraba yaun segmento de su filo, brillante en la suave luz

crepuscular de la habitación. –¡Estoy esperando quehables!

–Lo haré, lo haré, si me dejas.Syhaji, ya recuperado de la impresión, decidió

intervenir, temiendo que el resto de la hoja acabara porsalir a la luz.

–Llyra, hemos estado hablando –se situó junto a ésta,tratando de apaciguarla. –Ya veo que tú también tienescosas que decir. Este encuentro no ha sido casual, eso estáya claro –miró de reojo al otro hombre. –Delsar se haofrecido a guiarnos a Thinerck.

Las palabras del antiguo ladrón calmaron la ira de sucompañera un tanto. Les miró a ambos, aunque todavía noseparaba la mano de su cintura. Soltó un gruñido.

–¿Y supongo que no te habrá dicho exactamente porqué quiere hacerlo, verdad? –dijo, y dejó escapar unacarcajada sarcástica. –Así son los espías, sólo hablan conmedias tintas. Ninguno es de fiar, por muchos años quepasen.

–Por favor, Llyra –Delsar suspiró, se frotó los ojos yel puente de la nariz. –Entiendo tu enfado y suspicacia,pero hay muchas cosas que aún desconoces. Si pudieraishablar, los dos, antes de que...

Del exterior llegó una voz suave, infantil. El alfarerose volvió deprisa, sin importarle ya la amenaza que leenfrentaba. Se colocó en la puerta, e instantes despuésapareció la menuda figura de Ilmedh, que se arrojó a sus

brazos. Haltean la seguía de cerca, cuidando susdubitativos pasos. No dirigió la mirada hacia Syhaji oLlyra.

–Me duele el estómago, papá –se quejó la niña. –Tengo hambre, no puedo esperar a la cena.

–Me temo que puede ser culpa mía –sonrió el halfling.–Le di algunos dulces antes y se le habrá abierto elapetito.

Ilmedh se abrazó con más fuerza a su padre. Éstelevantó una mirada suplicante, elocuente, hacia los otrosdos ocupantes del árbol. Con un bufido, la antigua ladronadesvió la vista y aflojó la presión sobre el cuchillo.

–Hablaremos después. No pienses que me voy aolvidar.

–Gracias –respondió aquél, tomando a la pequeña dela mano. –Él te contará. Y, si decidís algo... esta mismanoche puedo hacer los preparativos.

Una vez quedaron a solas, Llyra todavía tardó enabandonar la expresión severa.

–Siéntate –le ofreció su compañero. Se aproximó a lamesa, y reparó en que Delsar se había dejado sobre ella lacantimplora. La tomó y la olfateó, y probó con cautelaunas gotas. –Ha sido una conversación muy extraña.Todavía hay muchas cosas que no me gustan de él. Pareceque sabe algo de ese tal Irko. Ha insistido en que espeligroso y... en que debo derrotarlo –acabó en unsusurro.

–No me entra en la cabeza que vayas a creer suspalabras, así, de repente. Sobre todo tú, que tanto... ¿unaalfombra? –la mujer se interrumpió y miró al suelo,sorprendida. Bajo sus pies había una moqueta de hierbamullida–Vaya, sí que se esfuerza. Habéis hecho buenasmigas este árbol y tú, ¿eh?

–Comprendo tu reacción, puedes creerme –prosiguióSyhaji. El licor no estaba mal. Bebió otro trago. –Encierto modo comparto tus recelos. Pero... fueron sus ojos,su forma de expresarse. La manera en que habló. –Pensativo, agitó la cantimplora. –Había sinceridad entodo ello, y desesperación. No conozco el motivo por elque está haciendo esto y debemos tener los ojos bienabiertos. Pero pienso que, al menos, podemos darle elbeneficio de la duda. Necesitamos un guía, y con élpodremos adelantar tiempo en el viaje.

–Así que crees que mostró sinceridad... aun sabiendoque nos mintió en un primer momento –Llyra se cruzó debrazos y esbozó una sonrisa leve. –Parece que empiezas aver más allá, Syhaji, al tratar con las personas. No me fíode Delsar, pero sí de ti, y de lo que puedas haberpercibido –sin quererlo, evocó la extraña capacidad deHaltean; se preguntó si acaso su compañero poseería algosimilar gracias a su don, aunque nada dijo. –Si crees quemerece una oportunidad, está bien. Pero pienso vigilarlomuy de cerca y no vacilaré si creo que trama algo –tamborileó con los dedos sobre la vaina del cuchillo. –

Conoce a Irko... Demasiadas coincidencias, me temo. Porcierto, ¿qué le contaste tú de nosotros?

–Nada, apenas. En su defensa debo decir que noinsistió. Tampoco habría mucho que decirle; ni siquieranosotros sabemos bien lo que estamos haciendo.

Llyra rió brevemente, aunque fue un sonido sinalegría. Callaron de nuevo unos minutos, ambossopesando todo lo acontecido. Afuera la noche seacercaba deprisa, y el Ojo Plateado asomaba, tímido,entre las montañas. Había sido un día extraño.

–Entonces me encargaré de decirle que aceptamos suoferta –retomó la joven. –Intentaré tirarle de la lengua, detodos modos, a ver qué más le saco. Tal vez antes me paséun poco –murmuró, clavando la mirada en sus pies. –¿Túqué opinas?

–Opino que, si estuviera en su lugar, me costaríaconciliar el sueño esta noche.

–Ya veo –Llyra torció el gesto, apesadumbrada. –Perolo cierto es que sólo podía pensar en que nos estabatraicionando. Y ese pensamiento puede conmigo.

–Lo sé. No te atormentes por ello. ¿Crees que nosdarán algo de cena los halflings, o esperarán que nossirvamos de nuestras viandas? –Syhaji cambió de tema depronto, sorprendentemente, pues no era habitual en élhablar con tal ligereza. Parecía más animado que unosmomentos antes. –Ah, por cierto, pruébalo –le tendió lacantimplora. –Lo ha dejado Delsar.

La mujer la tomó con extrañeza, dio un trago. Alinstante el rostro se le iluminó.

–¡Sí que viven bien estos halflings! No está nada mal–se relamió con delectación.

–Sarde, por lo visto. Creo que son tus dátiles.Llyra abrió los ojos con sorpresa. Sonrió, esta vez

ampliamente. Syhaji señaló su brazo, allí donde estaba elvendaje que le había practicado ciclos antes.

–¿Cómo está, por cierto? –inquirió.–Oh, está bien. Antes me puse algo de ungüento. Sólo

fueron unos cortes superficiales. Siento lo que sucedió. Séque fui demasiado cabezota. –levantó la mano derecha,como si realizara un juramento. –Prometo que no volveréa sacarte de tus casillas. O, al menos, me esmeraré enintentarlo.

–No, no es eso. No me sacas de mis casillas –seapresuró a aclarar aquél. Se mostró azorado unosmomentos. –Es sólo que... me preocupo. No digo que nopuedas valerte por ti misma, pero...

–Sé lo que quieres decir –le interrumpió ellasuavemente, mirándole a los ojos. –Gracias, Syhaji.

Nada más dijeron, aunque hubo un extraño silencioentre ambos; uno de aquellos silencios en que las palabrasrevolotean, tangibles pero huidizas. El viento se coló,indiscreto, por la abertura del dainagui, y les hizoestremecer casi al unísono.

–Bueno, voy a buscar a Delsar antes de que se haga

más tarde –habló Llyra, desviando la mirada. –Nosveremos para cenar, dentro de un rato.

–Claro.Syhaji terminó el resto de la cantimplora en soledad,

compartiendo con el amargo sarde sus pensamientos. Seacostó después en el lecho de madera, inusualmenteblando, y se empleó en relajar su mente, preparándolapara el camino que les aguardaba. Debía tener bien apunto el Deseo, por si era preciso. No durmió mucho, sinembargo. Flotó en un raro letargo, tratando de hurtarse alas dudas que le acosaban, aunque no todas eran de lamisma índole.

Cuando el cuervo levantó el vuelo y se perdió comouna mancha engullida por el creciente ocaso, Delsar dejóescapar un suspiro de alivio. Se frotó las manos, que letranspiraban copiosamente, heladas por el frío.

–Estás loco –murmuró a sí mismo. –Estás loco deremate. No sabes lo que estás haciendo.

Lo repitió varias veces, como un mantra, y le parecióescuchar la risa de los árboles, desquiciada y cruel, allídonde la brisa agitaba sus ramas. Era cierto, la mismanaturaleza debía de estar burlándose de él. Cualquiera condos dedos de frente lo haría. ¿Qué esperaba conseguir?¿Realmente había alguna oportunidad?

Tres noches. Se preguntó si el mensaje llegaría talcual lo había pronunciado, o quizás el cuervo añadiríaalgún dato. Su posición, tal vez. Si así fuera, Irko podríasospechar. Podría atar cabos. Ah, no debería haber sidotan impulsivo durante su último encuentro... Se habíapuesto en evidencia. Aunque el dominio del djinn seapoyaba en el terror, en el aplastante poder de supresencia, que aniquilaba toda voluntad. El maldito losabía, y seguramente no esperaba otra cosa que sumisión yobediencia.

–Sí, nadie esperaría otra cosa –susurró de nuevo ytosió. El vaho se elevó de sus labios, y en su imaginaciónle pareció que su mismo espíritu escapaba con él.

Se volvió y cogió de la mano a Ilmedh. La pequeñahizo un mohín, estaba de mal humor por el retraso. Cuandose trataba de la comida era de veras intransigente.

–Le diré a Kalhryn que nos dé algo del pudín de bayasde ayer. Te gustó, ¿verdad? –le dijo el hombre, tratandode hacerle cosquillas. –A mí también.

La niña se resistió, pero al fin echó a reír. Aquellarisa disipó un tanto la oscuridad que ocupaba el interiorde Delsar, y durante un rato, un rato agradable, no escuchónada más.

A Llyra y Syhaji les sorprendió encontrar aquelloscaballos al amanecer, cuando se reunieron con Delsar a laentrada de los dainagui. No se trataba de ninguno de losejemplares que había visto la mujer, aunque eran de lamisma raza. Haltean colocaba sobre ellos sendas mantasde piel y les frotaba los morros, murmurándoles. Lesindicó a los dos compañeros que se acercaran y lesacariciaran de igual modo, para que se acostumbraran aellos, mientras les ceñía las riendas y unos precariosestribos. Seguramente los tendrían guardadosespecíficamente para los humanos, pues su pueblo nosolía emplearlos.

–Aquí en Gaerdain es habitual encontrar todavíacaballos silvestres –les explicó. –Cuando Delsar me dijoque partiríais esta mañana, le ayudé a buscar un par paravosotros. No fue difícil, por esta zona son comunes. Y nodebéis temer: he imbuido en ellos mi arte para que semuestren dóciles y pacientes. Confío en que sepáistratarles de igual modo.

Ambos agradecieron aquel gesto. Llyra escogió a unejemplar de color pardo, mientras que el de Syhajimostraba diversas tonalidades grises. Delsar, por suparte, llevaba su propia montura, un caballo a la usanza delos humanos, e Illmedh iba a su grupa. El antiguo espíallevaba también una espada larga sujeta a la espalda.Aparte del razheva, sólo Gwenne se había levantado adespedirles. Acudió junto a Llyra y le ofreció una ballesta

realizada en madera oscura, así como un pequeño morralcon virotes.

–Ella pidió acompañaros –dijo la halfling,refiriéndose al arma. La mujer, desconcertada, expresó sugratitud tanto como fue capaz. Se colgó el morral yexaminó cuidadosamente el objeto. El tacto de la maderaera liso y cálido, latía como si poseyera un corazónescondido. Se preguntó si semejante presente no sería enverdad por mediación de Haltean; con él había hablado lanoche anterior, después de todo, sobre su indefensión. Noacertaba a entender del todo cómo había podido laballesta “escogerle”.

Partieron poco después, envueltos por la bruma quetodavía no se había disipado, y llevaron consigo lasbendiciones de los dos halflings; un regalo nadadesdeñable, pues se contaba que tales palabrasfuncionaban como un ensalmo para alejar los malospresagios del viaje. Delsar marchaba a la cabeza, comoera lógico, y los llevaba a un ritmo rápido. Estabasilencioso, no cesaba de mirar a un lado y a otro,escudriñando las ramas de los árboles y las sombras delos arbustos. Syhaji y Llyra le flanqueaban a sólo un parde pasos de distancia.

–Me acuerdo de ti –comentó Ilmedh sin previo aviso,en cierto momento, a la mujer. –Recuerdo tu voz. Veníascon nosotros en la caravana, hace meses.

–Así es. Me alegro de volverte a ver, pequeña –

respondió aquélla con amabilidad, aunque no dejó desentir una punzada de remordimiento. Aunque no eraresponsable de aquella niña, le incomodaba pensar entodo lo que la envolvía; los recelos, el peligrodesconocido. Tales cosas golpeaban la muralla de suingenuidad infantil, y se preguntó si en algúndesafortunado momento acabarían por traspasarla.

La caravana... Todavía no habían hablado de ello,sorprendentemente, como si el hecho de haber escapadode aquella carnicería fuese una banalidad sin importancia.Delsar, exceptuando el momento de la sorpresa inicial alreencontrarse, no lo había mencionado, y en el fondo eraalgo de agradecer; resultaría complicado explicarlo sincontar por completo la historia de Syhaji y su don. Apesar de todo era algo que intrigaba sobremanera a Llyra,y no dudó en comentarlo con su compañero durante unalto, aprovechando un momento en que Delsar se habíaalejado para aliviar el vientre.

–“Respeto tus secretos, y espero que respetes losmíos”. Algo así dijo –Syhaji se encogió de hombros. –Supongo que lo de la caravana entra dentro de esapetición.

–Pero no es normal... –bufó la mujer. –Sobre todosabiendo que conoce a ese djinn... a ese lobo. Es unacoincidencia demasiado extraña. Si tú vas a aceptar esaspalabras sin más, adelante. Yo pienso preguntárselo.

–Pregúntaselo, si quieres. Por mi parte he estadoespeculando… ¿No crees que Delsar puede ser unaespecie de mago? El hecho de que conozca Thinercktambién parece ir en esa dirección, después de lo quesabemos de ella. Quién sabe. No lo parece, pero laspersonas, últimamente, son muy distintas de lo quemuestra su exterior –concluyó, enigmáticamente, y sin másdio un largo trago del licor de sarde que llevaba en unapetaca. Había sido un presente de Haltean, para granplacer de Syhaji.

Y no tuvieron que esperar demasiado, en verdad. Bienfuera porque Delsar escuchó su conversación, bien porqueasí lo decidiera, aquella noche, mientras asaban unacomadreja de cena (inesperadamente cazada cuando sehabía arrojado a los cascos de uno de los caballos) leshabló de forma espontánea. No de la caravana, sino de élmismo... y de Thinerck. El reflejo carmesí de la hogueraen el rostro del hombre le daba un aire místico y lejano,como el de un anciano cuentacuentos. Ilmedh dormía conla cabeza apoyada en sus rodillas.

–Conocí la ciudad de Thinerck gracias a mi esposa –empezó, en un susurro. Syhaji y Llyra, sorprendidos,clavaron en él la mirada. –Ella era una estudiosa de lamagia y las antiguas tradiciones. Vinimos aquí juntos enun par de ocasiones. Le ayudé a confeccionar este mapa –abrió su zurrón, sacó una pequeña caja de madera y de la

misma un pergamino, que desplegó en toda su amplitud.Hizo un ademán a los otros para que se aproximaran, y asílo hicieron. Las líneas de tinta mostraban el dibujo de loque parecía una rosa, aunque las letras señalizaban casas,murallas y plazas. Había muchas anotaciones diferentes enlos márgenes, incluyendo algunas relativas a Gaerdain y ala posición de las estrellas, que Syhaji estudió con interés.

-Está construida de forma escalonada, en cinconiveles, como los pétalos de la flor. Una ciudadela,aunque lo único que defendía era el conocimiento –explicó, al tiempo que sus dedos recorrían el dibujo. –Cada nivel, de hecho, recibe el nombre de Hoja, y estácircundado por muros. Cuando la ciudad fue abandonada,cada Hoja fue cerrada con un portón, la única manera decomunicación entre ella y la inmediatamente superior.Atravesarlos es la manera de llegar al centro de la ciudad.Para salir, en cambio, sólo existe una puerta. Si la entradaprincipal, a la que llegaremos, apunta al sur, la salidaapunta al este. Sólo podréis regresar por allí, pues,aunque las puertas de entrada no están cerradas conningún medio mágico, se hallan preparadasmecánicamente para que no puedan traspasarse en elsentido contrario. Por supuesto, podríais intentar escalar –les miró gravemente. –Pero os recomiendo que sigáis lasnormas. Os encontraréis en un lugar en el que conviene serrespetuoso. Pronto os daréis cuenta.

–¿No nos acompañarás? –preguntó Llyra con

suspicacia.–Es asunto vuestro lo que busquéis en Thinerck –

respondió aquél. –No me entrometeré. Os esperaré a lasalida. Lo único que os pido es que seáis lo más rápidosque podáis. Buscad aquello que necesitáis y regresad deinmediato. No creo que haga falta que os diga el por qué.

–Intentaremos no demorarnos, pero no es algo quepodamos asegurar –replicó entonces Syhaji, cortando laspalabras que empezaba a pronunciar su compañera. –Confío en que, cuando salgamos, podamos hablar másclaramente. De Irko. De lo que aún no sabemos de ti. Y deaquello que me pediste en el dainagui.

–Yo también lo espero –Delsar sonrió trémulamente.Las llamas bailaban en sus ojos en medio de una extrañatristeza. –Una vez encontréis aquello a lo que habéisvenido... habrá tiempo y lugar para muchas cosas. Almenos es lo que me gustaría.

No habló mucho más, pese a que Llyra realizó intentosde sonsacarle. Les entregó el mapa y les conminó arevisarlo con detenimiento. Los dos compañerosemplearon largo rato en ello antes de irse a dormir,familiarizándose con las calles y la disposición de losportones. El desánimo ante la vastedad de la ciudad hacíamella en ellos, aunque tal pensamiento no lo compartíanen voz alta. Seguían sintiendo que avanzaban a ciegas,tanteando el fondo oscuro de un estanque sin llegar aaprehender ninguna forma conocida. A pesar de todo

había una leve voz, una inexplicable certeza que lesimpulsaba; lo único que les animaba a creer todavía queno estaban cometiendo una completa locura, comocualquiera podría pensar al conocer su extraña empresa.Para Syhaji, aun a su pesar, aquella voz se le asemejaba ala del Intruso; Llyra creía reconocer en ella una deaquellas intuiciones que le habían acompañado toda suvida, que le habían auxiliado durante sus años de ladronaal instarle a aceptar uno u otro encargo, o a cuidarse de lasombra que veía reflejada en la pared durante la noche.

Fuera como fuese, bien lo sabían, seguían los pasos deun destino que no tenían derecho a negar.

Había pasado poco tiempo desde el alba. Algo menosde un ciclo, tal vez. En todo caso, parecía que hiciera unaeternidad desde que desayunaran. Syhaji y Llyra sentíanque el estómago les brincaba, vacío, a la par que suagitado pulso.

En el horizonte se levantaba la imponente rosa, conuna hermosa mezcla de tonos ocres y esmeralda.Coronaba una amplia colina y nada más se veía a sualrededor, apenas algunos ralos árboles. Jirones de brumaacariciaban los edificios, cual fantasmas del recuerdo que

se agitaran lastimosos en el insondable silencio.

Delsar los llevó hasta la entrada de un camino, que seveía claramente delimitado, pues la tierra y la hierbadesaparecían y daban paso a baldosas de piedra, comoescamas de alguna criatura que durmiera bajo tierra. Seveían resquebrajadas y semiocultas, empero; nada poseíande la magnitud que mostraran incontables años atrás,cuando numerosos pies y cascos las hollaban cada día.Todo en aquel paraje parecía recubierto por la melancolíay la desolación.

Acordaron dónde se verían, como muy tarde, alanochecer. Sólo había un mecanismo controlado por lamagia aún en la ciudadela, les dijo, y era el cierre de laspuertas. Al igual que una flor, sus Hojas, una vez abiertas,se cerraban con la caída del sol... El antiguo espía esperóa que desaparecieran camino arriba. Su mirada quedóprendida en el mismo punto aún largo rato después.

–Hace mucho frío. Seguro que nieva, papá –le dijoIlmedh, tironeándole de la capa. La pequeña tenía unasorprendente capacidad para adivinar el clima; en efecto,aquella mañana las nubes habían despertado más cargadasque días anteriores, y por fin parecía que volvería eltemporal, que llevaba varias jornadas en letargo. Comocorroborando tal aserto, el hombre sintió un cosquilleo enla nariz y no pudo reprimir un súbito estornudo.

–Pues eso parece. Enseguida buscaremos algún sitiopara resguardarnos –dijo. –Pero antes... antes vamos a vera tu madre, ¿de acuerdo?

Ilmedh asintió, muy seria.

Se internaron por una trocha entre un prieto grupo deabetos, llevando al caballo por las riendas. Realizaron ungiro acercándose más a Thinerck, aunque se detuvierontodavía a un buen trecho de distancia. Junto a una granpiedra triangular que hacía las veces de señal, un caminode grava ascendía una suave pendiente. Y allí estaba, alpie de éste. Insignificante, casi imperceptible. La hierbahabía crecido alrededor del trozo de madera clavado en latierra, las raíces se abrazaban voluptuosamente en torno aél. Se hallaba ennegrecida, las letras casi habían sidoborradas por la lluvia y el sol, después de tanto tiempo.Sin embargo, todavía eran visibles, para unos ojosdespiertos. Todavía recordaba como si fuera ayer elmomento en que, arrodillado, sollozando, las habíagrabado con su cuchillo. Había promesas, rabia, gritosentonces en su corazón. Ahora sólo quedaba un páramoyermo y desesperanzado.

Ella no había muerto allí, por supuesto. Había sufridouna lenta agonía en el que fuera su hogar, lejos, postradaen una cama y devorada por la fiebre y el delirio, durantedías interminables. Pero él no había podido encontrar un

lugar más propicio para situar su tumba. El último lugaren el que la había visto siendo ella misma, el último adiósal mundo que habían compartido.

Sí, en cierto modo había muerto allí. Y él también.

Ilmedh no la recordaba. Había sucedido cuandoapenas contaba dos años. Sin embargo, parecía tan adultacuando iban a visitarla; tomaba ahora algunas flores deentre los arbustos, cuidadosamente, tanteando, y lasentrelazaba con torpeza, para luego coronar la inscripciónde madera. Le partía el alma verla... y le alegraba que laniña no le viera a su vez, pues quién sabía todo lo quepodría leerse en su mirada entonces, cuando los recuerdosasomaban, vívidos y candentes.

Si alguien hubiera podido leer aquellos ojos... Tal vezhubiera visto imágenes bien distintas, muy lejanas. Unataberna, calor, risas. Delsar entra y es zarandeado por laschanzas de sus compañeros. Al principio no las ve, ¿porqué iba a fijarse justo en aquel grupo de jovenzuelasataviadas con capas de viaje, como otras tantas?Probablemente del sur, a juzgar por sus miembrosfibrosos, sus voces cantarinas. Pero entonces ella lo mira.Y ya se pierde para siempre en la hermosa oscuridad deaquellos ojos.

Son hechiceras, ¡quién lo diría! Desde luego no al vercómo charlan animadamente con el resto de jóvenes,respondiendo a su picaresca y sus bromas. Ella esdistinta, sin embargo. No participa tanto como las demás,sonríe enigmáticamente. Sólo le mira a él. Se muestraamable e ingeniosa, las pocas veces que habla. Al díasiguiente las demás mujeres son sólo un sueño para losdemás, quizás el recuerdo de una noche de placer quepronto será sustituida por otras. No así ellos dos. Siguenviéndose, un día tras otro. Lo pasan bien juntos.

–Pero yo soy un espía –murmura Delsar, como hizoaquella tarde, después de un largo beso.

A ella no le importa. No, mientras no se meta enproblemas y tenga que sacarle las castañas del fuego,bromea. Un espía y una hechicera... cosas más extrañas sehan visto, desde luego. Pasan los meses, ya se les vejuntos por la calle. Cada vez más tiempo. Él se introduceen su mundo, ella en el suyo, hasta conformar por fin unosolo.

Entonces nace Ilmedh. Tan pequeña, tan sonrosada.Parece increíble. Ha pasado ya un año y medio...

–Tiene tus ojos. Por suerte para ella –dice Delsar.Acaricia suavemente la superficie de la inscripción. Eltacto de la piel recién nacida está todavía impregnado ensus dedos. Las lágrimas felices de los ojos de ella, aqueldía, también...

Todo se acelera, después. Ahora ya no es tanplacentero...

El antiguo espía apretó los dedos contra la madera.Notó clavarse diminutas astillas en ellos, mas no le prestóatención; no tenía sentido, ningún dolor podría ser jamáscomo el que ahora revivía, como el que volvía a mordersu espíritu, hondo, voraz. Casi dejó escapar un gemido. Sedobló sobre sí mismo, hizo un terrible esfuerzo porreprimir las lágrimas de ira e impotencia. Ahora losrecuerdos se aceleraban... y sólo veía ese día.

En Thinerck, en la gran plaza. La contemplaba desdeun portón, rodeada por los suyos, otros hechiceros. Loinvocaban, y pronto la admiración que sintió alcontemplar la magnífica aparición se trocó en terror.Todos caían... y también él, bajo el frío abrasador. Notuvo sentido intentar la huida; sólo atinó a mover losbrazos y las piernas ridículamente, como un muñeco. Sólopudo lanzarse sobre la pequeña, tratando de protegerla,deseando morir por ella si era preciso... pero también lealcanzaron las heladas llamas...

Aquello no tenía que suceder. No había sido el plan.Todo estaba calculado, medido…

Delsar no supo muy bien cuándo se había sentado en

el suelo, recostado contra la tumba, con la manta echadasobre el cuerpo. Ilmedh se había abrazado a él en buscade calor, y juntos se habían quedado dormidos. No fue elfrío creciente o la brisa lo que le despertó, tiempodespués. Abrió lentamente los ojos, con una extrañasensación de vigilancia cerca de él. Se sobresaltó aldescubrir a un karday sentado a tan sólo unos metros dedistancia; el rabo de algún roedor le sobresalía de lascomisuras de los labios y los miraba tranquilamente, concuriosidad. El hombre frunció el ceño. Se movióligeramente, tratando de no despertar a su hija, y le arrojóun pedrusco del suelo. La criatura lo esquivó con ungraznido de reproche y se escabulló.

–Maldito bicho –murmuró.Al menos sólo había sido eso... La respiración de

Ilmedh seguía siendo relajada, despreocupada. Delsarsuspiró y se frotó el rostro. ¿Cuánto tiempo habríapasado? Todavía no estaba próximo el ocaso, al parecer...Sin embargo, sería mejor ir avanzando hacia el lugardonde esperaría a Llyra y Syhaji. Cuanto antes, mejor. Yaestaba bien de recuerdos.

Se puso en pie, despertando con suavidad a lapequeña.

–Mm... – ésta protestó débilmente, adormilada. Sesentó a medias, mientras su padre recogía la manta. Hablóen un susurro, como para sí. –Es curioso... estaba soñandocon él, y sin embargo aquí está...

Delsar tardó en advertir lo que significaban realmenteestas palabras. Lo hizo cuando, finalmente, se percató delsilencio que había ahogado de repente sus tímpanos.

Se volvió, dejó caer la manta al suelo. El caballo seencabritó, se alejó al trote, aunque no hizo nada porevitarlo.

Irko estaba de pie muy cerca, más aún que el karday, yno le había escuchado ni por asomo... ¿Cómo lo habíapercibido Ilmedh, por la gracia de Naseph? Asustado, dioun traspié hacia atrás, y a punto estuvo de caer sobre laniña. La mano derecha buscó presurosa el pomo de laespada por encima de su hombro, aunque detuvo pronto elinvoluntario gesto.

No demasiado pronto, empero. Él ya lo había visto.

Jamás mostraron los ojos del hombre odio tanprofundo hacia el djinn como entonces, a pesar de todoslos años que llevaba aborreciéndolo. En aquella ocasiónel peligro estaba muy presente, ya no era una simplepesadilla de sus agitadas noches. Que apareciera justoentonces, justo allí... no, no podía ser una coincidencia.Sintió cómo los dientes le castañeteaban y se maldijo a símismo.

Por encima de su cabeza, en el cielo, una manchaoscura daba vueltas circulares, lánguidas, desapareciendoaquí y allá en el gris de las nubes. Un cuervo. Y no estaríasolo, sin duda. La jauría no debía de andar lejos...

Irko salió por fin de su inmovilidad. Caminó un par depasos y se detuvo, fija la vista en Delsar. Había algoinusual en su mirada... ¿sería posible que fuera tristeza?

–Tres noches –habló en un ladrido sombrío. –Tresnoches, dijo el mensajero. Sin embargo, ya estás aquí, enel sitio acordado. ¿Acaso se equivocó, o hemos errado enel cálculo?

–No... –la mandíbula de Delsar se separó a duraspenas. –Sólo... sólo he venido a ver... la tumba de miesposa. ¿Vas a reprochármelo? –añadió, y la fuerza conque pronunció el desafío le asustó a él mismo.

El lobo no contestó al momento. Poco a poco el brillode su único ojo sano fue endureciéndose, de la forma queera más habitual en él. El pelaje se le erizó de pronto, loscolmillos le sobresalieron. La fuerza que su presenciaemanó resultó apabullante, tanto que el alfarero, aun a supesar, se encogió abrumado. El miedo cerró cadenas entorno a su cuerpo.

–Delsar –pronunció el animal, y hubo una iracontenida en sus palabras. Avanzó todavía más. –Delsar,después de cinco años, ¿por qué no iba a confiar en ti?Podrías haber hecho todo esto del modo más sencillo.

Hubiera venido sin dudar en el plazo que estipulaste. Notenía motivos para no creerte... pero tuviste que temer.Fue el terror, ¿entiendes? ¡Ese apestoso y desgraciadoterror que emanáis los humanos! –aulló y lanzó unmordisco al aire. La hierba tembló bajo sus patas, losárboles se encogieron. –¿Pensaste que no lo notaría? Elmensajero llegó impregnado de ese odioso hedor. Y mepregunté por qué habías de temerme, Delsar, como sifuera la primera vez. Así que decidí venir antes, paracerciorarme de lo que suponía. Y no me equivoqué. Estoydecepcionado.

Como haría un cazador, comenzó a dar vueltasalrededor de los dos humanos. El antiguo espía apretó aIlmedh contra sí. Temía, en efecto. Temía, y creía que sehundiría tarde o temprano en aquel terror. Pero otra partede sí quería entresacar una última voluntad, resistirse,como en verdad haría una criatura acosada frente a losojos de la muerte...

–No te acerques... –musitó. La mano, esta vez, aferrótemblorosa la espada.

–Eso es lo que hace que los humanos seáis criaturasimperfectas e insensatas –continuó el djinn, sin cesar ensu círculo. –No sois conscientes, como otras razas, de lafuerza que tienen vuestros sentimientos. Sin quererlomanipuláis el mundo conforme a ellos. El odio, la furia, elamor o el miedo os manejan, son tan reales como vuestrasmanos y vuestros pies, ¡pero os creéis racionales y

autosuficientes! No, todo acaba reduciéndose a lo mismo.Os traicionáis a vosotros mismos porque no sois capacesde controlaros. Yo podría ceder a lo que siento ahoramismo –se burló. –Podría matarte como escarmiento porno haber sabido apreciar lo que tenías. Pero no lo haré.Vamos adentro, Delsar. Vamos juntos hacia la Fuente, y aver si todavía puedes enmendar tu estupidez.

–¡Eres tú el insensato! –el hombre rugió y desenfundóel arma. Con ambas manos la sostuvo, apuntando al lobo.Éste se detuvo, le miró divertido. Si hubiera tenido cejas,probablemente las habría enarcado. –No sé... no sé quiénes ese tipo, qué ha ido a buscar o cuál es su poder. Peroya es tarde, no te van a salir bien las cosas. Tú tambiénhas sido traicionado por los sentimientos, Irko. Te dejastellevar por tu arrogancia.

Hubo un repentino aullido, y el hombre no vio nada.Sólo sintió cómo la pesada forma caía sobre él, cómo lederribaba, el inútil vuelo de su espada fuera de sus manos.El grito de Ilmedh al apartarse. Las uñas arañando sucuello, el aliento envenenado en el rostro. Demasiadorápido.

–¡Ilmedh! –gritó Delsar, tanto como se lo permitía lapresión de la bestia sobre el pecho. –¡Corre lejos de aquí!Nunca lo olvides... ¡Irko fue quien mató a tu madre! –laslágrimas y el miedo le ahogaban por momentos. –Muriópor su culpa... ¡Jamás escuches lo que te diga! ¡Jamás!

El hocico bajó hasta situarse justo al lado de su oreja.

El calor que sintió en la sien le resultó repugnante, hizoestragos en su estómago.

–Eras un privilegiado –murmuró el lobo. –Ya te lohabía dicho. Parece que lo has olvidado... Muerto y vueltoa la vida, y también tu hija. Si esta es la manera en quequieres pagarme semejante regalo, que así sea.

De pronto regresó aquel día. El fuego terrible, helado,ascendiendo por sus brazos y su pecho. La cicatrizenrojecida del antebrazo derecho comenzó a morderle y aquemarle; Delsar gritó, presa del inconcebible dolor, peromás aún del horror cuando escuchó que también Ilmedhchillaba. Alcanzó a volver un tanto la cabeza hacia ella. Através del velo oscuro que le ganaba la conciencia, la vioderrumbarse en el suelo... y su rostro se tornaba carmesí,las llagas supuraban. Igual que aquel día...

–Por favor... –sollozó, en un gorgoteo. La garganta leardía, sentía cómo se le desgarraba. –Por favor, ella no...por lo que más...

El primer temblor llegó sin previo aviso.

La sacudida fue brusca y arrojó a Irko a un lado, y aldeshacerse de la presión los pulmones del antiguo espíavolvieron a llenarse de aire. El hombre tosiófrenéticamente, trató de incorporarse sobre los codos,pero éstos estaban en carne viva. Gritó de nuevo y volvióa caer boca arriba. Se aferró el costado. Rezó, sin sabermuy bien cómo o a quién.

Y entonces hubo una segunda sacudida. Y minutosdespués, una tercera. No notó diferencia, sin embargo,entre todas ellas; Delsar sólo supo que era arrojadorodando, que el suelo se levantaba bajo él, que clavaba elrostro en la tierra y algo, piedras quizás, le golpeaba laespalda y la cabeza. Cuando paró todavía tuvo queesperar unos instantes, interminables, para que su mentedejara de zarandearse de un lado a otro y aferrase denuevo la realidad.

No quería volver, sin embargo... Era una realidaddolorosa, ominosa, desesperanzada. Con un últimoesfuerzo de voluntad, levantó la barbilla, lentamente.

Desde su posición la vio claramente. Por encima deThinerck, de los cinco niveles, se había levantado unagigantesca columna de tonos negros y azules, brillante,enhiesta, rematada en una punta rota. La superficie semostraba agrietada igualmente, y allí donde mayores eranlas fisuras sobresalía una extraña luz blanquecina. Abriólos ojos, sobrecogido. Le resultaba familiar, aunque tuvoque rebuscar en su memoria en busca de recuerdos, depalabras antiguas de su esposa, que ya hacía mucho habíanperdido significado. No pudo hallar el nombre concreto.No importaba, de todos modos. Trató de encontrar aIlmedh, pero no la vio cerca de sí. Tosió, escupió sangre.

Desfallecía poco a poco…

Irko estaba en pie, y también él contemplaba lacolumna. Su respiración agitada dejaba escapar un sonidosibilante entre los dientes. Había en su rostro la expresiónjubilosa, desquiciada, de aquél que ha encontrado la tierradespués de largos meses solo en el mar. Pero no era loúnico que asomaba a su mirada. Por debajo de la euforia yel triunfo, se revelaba algo que hubiera dejado a Delsaratónito, si lo hubiera contemplado. La incomprensión... yel respeto.

–La Rosa ha mostrado su espina –musitó, en direccióna la ciudadela. – Pronto se reparará aquello que nuncadebió romperse. Seas quien seas –sonrió –me alegra verque caminas hacia tu deber.

CAPÍTULO 8: LAMENTO

El silencio parecía allí un morador perenne, ausentede cualquier sonido del bosque. Les observaba con ojosinvisibles, como un vigía, desde lo alto de los murosopacos de la ciudad, que se erguían imponentes frente aellos; desde la oscuridad de las grietas y recovecos quemarcaban aquí y allá su superficie. Les convenía serrespetuosos, había dicho Delsar. Sin duda comenzabanambos a entender tal advertencia con sus propios sentidos.

Se detuvieron a unos cuantos metros de la ciudad yataron los caballos a un árbol, confiando sin certezaalguna en que nadie se los llevara. Continuaronascendiendo el breve trecho que les separaba de la puertade entrada. La calzada se resquebrajaba más y másconforme se aproximaban, hasta no ser más que trozosdispersos e inconexos enterrados en el suelo. Grandesfisuras parecían advertirse bajo sus pies, aunque el pasodel tiempo las había disimulado y la hierba crecía sobreellas. Al encontrarse frente a la entrada de la ciudadela, elruinoso estado de la misma se hizo más evidente. En lalejanía se mostraba como una mole compacta, y susmurallas se inclinaban unas contra otras, semejando enverdad los pétalos de una rosa; vista de cerca, no

obstante, se advertían los grandes agujeros, losescombros, las raíces que se enredaban en los cimientos.El gran portón, sin embargo, parecía encontrarse en unestado considerablemente más aceptable. Por algunacausa las grietas que presentaba eran nimias, y en sucentro destacaba, sin mácula o rotura alguna, una rosa enrelieve, minuciosamente tallada en piedra verde, al igualque el resto de la muralla. El corazón de la flor albergabaun hueco en el que cabía sin dificultad una mano.

Se aproximaron despacio, con la mirada baja,sintiendo que se hallaban traspasando fronteras que notenían derecho a perturbar.

–Entonces éste es el acceso a la primera de las Hojas–dijo Syhaji, si bien tal observación era innecesaria. Tansólo había tenido la necesidad de hablar, como si ellofuera un modo de enfrentarse al dominio del silencio. –¿Crees que eso de ahí sella la entrada? –señaló el relieve.

–Me parece que sí –corroboró Llyra. Se acercó más,palpó con los dedos la figura. Escrutó en su interior ypudo advertir una cerradura y una suerte de palanca. –Seguramente habría que meter la llave y apretar estopara...

Al tiempo que hablaba, su compañero se habíacolocado a su lado. La mujer se interrumpió cuando viocómo posaba la mano izquierda sobre la figura. Elguantelete comenzó a relucir ... Con súbita alarma tuvo

que aferrarle el brazo, conteniéndolo.–¡Oye! –exclamó. – ¿Qué se supone que quieres

hacer?–Eh... –Syhaji la miró sin comprender. –Pues voy a

abrir la puerta.–Vas a hacerla volar por los aires, quieres decir, ¿no?

–bufó Llyra. Le miró reprobadoramente, tal como sihubiera descubierto a un chiquillo tratando de echar manoa su bolsa. –Supongo que es lo que te venía bien cuandorobabas comida, libros, ese tipo de cosas, en CaerSybern. Con semejante poder, el rey de los ladrones notuvo por qué aprender a forzar una cerradura –sonriósocarronamente. –Bueno, nunca es tarde para empezar.

Sacó de su zurrón lo que parecía una aguja de metal,retorcida de manera indecible y acabada en punta. Consumo cuidado lo introdujo en el hueco de la cerradura.Pronto sus manos y su mente se unificaron para trabajar demanera conjunta, en una serie de movimientos que sehabían convertirdo en un instinto más. Sintió en su propiapiel cómo el hierro se introducía poco a poco, todoaquello que tocaba, la disposición del laberinto. Eracomplejo, desde luego, pero nada que no hubiera visto enla fortaleza de Caer Sybern. Cerró los ojos, y una vezmás, como antaño, se concentró para vagar por el interiordel mecanismo, con la presteza y agilidad de un roedorque conoce cada uno de los recovecos de su buhardilla.

Encontró el punto débil sin dificultad, enganchó elhueco y tiró de él. Al instante diminutas espinas de metalsurgieron disparadas hacia el exterior, componiendo unmortífero y estrecho círculo alrededor del centro de larosa, aunque sin llegar a alcanzar su mano.

–Ya está –Llyra dio un paso atrás. Sólo entonces sepercató de que había estado sudando. –Mira eso. Sihubieras apretado un poco más quizás se habríandisparado. Y si la hubieras destruido tal vez habríamosperdido la posibilidad de abrir la puerta. Una cerraduraestilo Sackholm –movió la cabeza con respeto. –Es unexcelente sistema de seguridad, uno de los más caros.

–Es cierto que no sé nada de cerraduras –concedióSyhaji. Miró a la joven con admiración. –Me heprecipitado, pero, como has dicho, estaba acostumbrado ahacerlo así cuando era ladrón –sonrió, y Llyra supo porqué: era la primera vez que le escuchaba atribuirse taldenominación. –Si puedes abrirlas todas de esta manera,será lo mejor. Ahora entiendo que, como dijo Delsar, esconveniente no perturbar demasiado este lugar.

–Si son todas iguales no habrá problema alguno. Yaves, al final no habrías podido hacer nada sin mí –bromeóla aludida.

Introdujo la mano en el interior del hueco. Tuvo quehacer un gran esfuerzo para que la palanca oxidada girasehacia adentro; a la vez que ello sucedía, la rosa se hundióligeramente y un quejido seco estremeció el portón de

arriba abajo. Entre ambos lo empujaron hasta dejar unaabertura.

Ninguno de los dos esperaba aquello que encontraronal otro lado: una amplia avenida, desnuda, rodeando todoel perímetro de la muralla que protegía el segundo nivel,en la distancia. No había edificios de ningún tipo;únicamente bancos, pérgolas, algunas estatuas que ahorase hallaban derruidas o desmembradas. Sin duda habíanpoblado aquel lugar numerosos árboles en el pasado, massólo quedaban en pie aislados troncos desnudos ymarchitos, muchos de ellos abiertos por la mitad en todasu extensión, como si hubieran sufrido un descomunalhachazo. También el suelo se agrietaba, y lo que en elpasado fueran coloridas baldosas parecían meras teselasde una vidriera destruida.

No vieron otra salida que continuar andando. Elterreno subía, en ocasiones por medio de tramos deescaleras que semejaban dentaduras desdentadas. Lasefigies se volvían más frecuentes. Algunas representabanguerreros de porte vigoroso u oradores; las menos,criaturas mitológicas o extintas, como centauros odragones. Aquéllas que todavía sostenían la cabeza sobrelos hombros les miraban fijamente con sus ojos muertos.El viento acariciaba los miembros pétreos, ennegrecidos,bailaba irreverente entre ellos y ululaba como un lobo.

Llyra y Syhaji sintieron un estremecimiento.–Éste fue un bastión de conocimiento fundado por los

antiguos Magos –Syhaji habló mientras andaban. Parecíareflexionar para sí. –Si no recuerdo mal lo que leí en loslibros de Harann, los grandes templos de la Escuela delCielo guardan sus archivos en la parte superior. Ademásde las ventajas defensivas, pretenden simbolizar con elloque su saber debe acercarse al cielo. A Ouroboros.Supongo que en esta ciudad sucede igual.

–En la parte superior... –la mujer frunció el ceño,pensativa. –Bueno, aquí había Magos tanto del Cielocomo de la Tierra. Pero es una suposición lógica. Algoimportante debe de haber en la cúspide para que seesforzaran por protegerla con esas cerraduras.

–Si es que queda algo... –suspiró Syhaji. –Han pasadosiglos desde que este lugar fue habitado. Sólo contamoscon lo que nos dijo el Intruso, y ni siquiera sé cuántopuede haber de fiable en él. Llyra –de pronto el antiguoladrón se detuvo, miró con gravedad a su compañera. –Teestoy arrastrando a esto a ciegas. No sé dónde vamos niqué podemos conseguir exactamente aquí. Si todo acabapor resultar infructuoso, espero que puedas perdonarmepor mi estupidez.

La mujer se paró también..–El único camino que se conoce con seguridad es el

que ha quedado a la espalda. No recuerdo quién me lodijo una vez, pero es una maldita verdad –repuso. –Todo

lo demás es andar a ciegas. Por mucho que creamoscontrolar nuestros pasos, lo único que nos guía, en últimainstancia, es la intuición. Supongo que también esto looirías de cierta druida –sonrió. –No tengas miedo, Syhaji;en el fondo tu corazón sabe lo que busca, y lo acabaráencontrando, de algún modo. Y no me importa compartirla venda de tus ojos.

Nada dijo a esto Syhaji. Nada había que decir.Asintió, y continuaron adelante.

No tardaron demasiado en llegar a la muralla delsiguiente nivel. Frente a ellos hallaron un portón idéntico;al igual que el que habían traspasado, éste no parecíaacusar en demasía el paso del tiempo. No habían tenidoque desviarse apenas del camino para encontrarlo, puestodo en aquella ciudad parecía construidomilimétricamente, con cuidada simetría. Las manos deLlyra trabajaron hábilmente; de nuevo la trampa sedisparó, inocua, y la rosa quedó a su merced.

Al otro lado de la puerta encontraron por fin losprimeros vestigios de edificios y asentamientos. Lasegunda Hoja estaba ocupada por casas de plantarectangular y baja estatura, de uno o dos pisos. Muchasestaban en ruinas, pero en otras, las que mejor se habíanconservado, pudieron advertir escudos y emblemasheráldicos grabados en las puertas. En su interior todavía

encontraron mobiliario y objetos típicos de cualquierresidencia. Poco o nada había en ellas que las distinguierade otras tantas en el exterior.

En el tercer nivel, sin embargo, las cosas cambiaron.Aunque al principio hallaron otras residencias similares,pronto desaparecieron para dar paso a lo que sin dudaeran bibliotecas y centros de estudio. Las calles seensancharon, se abrieron en plazas y glorietas. Losedificios presentaban un tamaño mayor y una arquitecturamás elaborada y barroca, con profusión de ornamento.Estos lugares se habían preservado en mayor medida, parasatisfacción de los dos compañeros, que ya tenían ganasde investigar. Entraron en aquellos cuya entrada no sehallara bloqueada por cascotes o amenazase conderrumbarse sobre sus cabezas. En la mayoría encontrarongrandes salas, con bancos y mesas de piedra o estrados;en otros, vidrieras rotas y enormes estanterías, estatuas ytapices desgarrados. Había algo diferente con respecto alas casas que habían dejado atrás. En aquéllas, losdestrozos parecían haber sido causados por la acción dela naturaleza, probablemente algún terremoto. Allí, encambio, los cimientos de las grandes moles habíanpermanecido tenazmente en pie, pero el estado del interiorde los edificios era terrible... demasiado premeditadoHabía sido causado, sin duda alguna, por la mano delhombre.

No hallaron explicación para ello. ¿Quién podríahaber saqueado un lugar así? Aun en aquel estado,innumerables años después de su esplendor, cada una delas verdes piedras de Thinerck emanaba poder ymagnificencia. Los halflings jamás se atreverían a cometersemejante sacrilegio, eso era indudable. Y jamáspermitirían que los humanos lo hicieran. Sólo podíanhaber sido, por increíble que resultara, los mismosMagos... Al final, todos los hombres, fuera cual fuese lafuente de su poder, eran iguales.

Ya en el cuarto nivel se hizo palpable la cercanía dela cúspide, así como la altura a la que se encontraban. Elaire a su alrededor se volvió cortante como el cristal, seles pegaba a la piel y los huesos y se hacía más difícilrespirar. Pasaron por alto esta vez la mayoría de losedificios. La curiosidad que antes les moviera se habíarefrenado y trocado en incomodidad; se sentían, más quenunca desde que entraran en Gaerdain, intrusos de un lugary un tiempo que no les pertenecían. Había vida allí, másallá del olvido, del desamparo que se leía en cada piedracaída, en cada emblema deslucido. Había vida en laspropias raíces de la tierra, en el lamento de ésta. YSyhaji, a quien tal sensación le asaltaba cada vez con másfuerza, la sintió de repente como un cepo en su propiacabeza, en su carne. Algo le empujó hacia atrás, le golpeó

súbitamente en el ánimo y en la mente, justo en elmomento en que llegaban hasta la última puerta. Aquéllaque les llevaría, por fin, a la quinta Hoja.

Quedó inmóvil, perdida la mirada en la desconchadasuperficie del portón, mientas la respiración se le agitabapor momentos. Llyra, ajena a ello, examinaba la rosa condetenimiento y precaución. Los edificios habían quedadoatrás, y la muralla, esta vez, rodeaba lo que parecía ser unpromontorio natural de roca terrosa.

–Es igual que las demás cerraduras –confirmó. –Penséque al ser la última quizás tuviera otro mecanismo... –sevolvió, y fue entonces cuando se percató del estado de sucompañero. Éste tuvo que tragar saliva antes de poderhablar.

–Hay... algo. Alguien. Ahí dentro –musitó con vozronca.

La energía llegó a él como una oleada, poderosa; elembate le produjo una punzada en las sienes y las cuencasoculares. Nunca hasta entonces había experimentado algosimilar; era la sensación que le producía el notar unapresencia, sí, mas esta vez era diferente. Aquella extrañaenergía trataba violentamente de atraerle... sin que élhubiera hecho nada por captarla voluntariamente, comosolía suceder.

–¿Que hay alguien al otro lado? Maldita sea –Llyraapretó los labios y echó mano de la ballesta, que portaba

sujeta a la espalda. Con parsimonia pero sin dudar cargóen ella uno de los virotes.

–No te precipites –replicó Syhaji. Se aproximó hastarozar con los dedos la puerta. Ahora la energía era mássuave, aunque igual de firme. Se había calmado. Habíasido una llamada, un grito para que él la notara. Semanifestaba neutral, sin atisbo de hostilidad o debenevolencia. Y no parecía la del Intruso. –No he dichoque sea nada peligroso. Eso no puedo saberlo todavía.

–No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo.Aquello que tenemos detrás... –masculló ella y movió lacabeza, sin terminar la frase. –No sería de extrañar queesa criatura nos hubiera dado alcance. Ya viste lavelocidad que puede alcanzar un djinn…

Era posible, desde luego. El Intruso les habíaconminado a acudir allí, pero no tenía idea alguna dedónde podría andar el tal Irko. No olvidaba todosaquellos interrogantes, ni los pasaba por alto. Sinembargo, una serena certeza había llegado a su mente. Loque le aguardaba al otro lado de la puerta, fuera lo quefuere, era de una naturaleza diferente...

Estaba seguro de ello. Mas, en contra de lo que Llyrapensaba, aquella inexplicable y férrea convicción no letranquilizaba en absoluto.

–Abre la puerta, por favor –pidió a la joven. Ésta lomiró unos segundos, con expresión grave; después, sin

decir nada, se volvió hacia la cerradura e introdujo enella el alambre, manipulándolo con una mano, mientras laotra seguía aferrando con fuerza el arma. Tardó algo másque en las anteriores ocasiones, pero finalmente resonó unidéntico chasquido y la rosa, sometida, volvió a dejar versus espinas inocuas.

Tras el portón hallaron una larga hilera de escalones,tallados en el interior de la colina. Ascendieron tanteandolas paredes, a oscuras, y al llegar a lo alto un profundoasombro les enmudeció. La última Hoja, la cumbre de laciudadela, mostraba un enorme patio de baldosas,circundado por un conjunto de arcos... pero el suelo,destrozado, convergía irregularmente hacia una gran fosacircular que se abría justo en su centro. No se trataba deuna abertura intencionada; algún objeto debía haberlacausado al emerger desde el subsuelo, a juzgar por suabrupta forma, por las fisuras que emanaban de ella comodedos retorcidos.

Sólo al recobrarse del desconcierto, momentosdespués, examinaron con detenimiento el resto del patio...y el resultado no les resultó más alentador. Hasta dondepodían ver (pues el tamaño de aquella zona era de verasconsiderable), en un amplio radio alrededor de ellos y dela fosa, grandes manchas oscuras se extendían en el suelo.Una de ellas, de hecho, se alargaba como un sendero hasta

penetrar en lo que parecía ser un templo, de techo picudosostenido por columnas. No se trataba de un edificio degrandes dimensiones, como aquellos que habían visto enlos niveles inferiores, pero llamó poderosamente suatención la efigie que lo coronaba, y que permanecíaintacta: un león de piedra, sobre cuyo lomo se posaba unhalcón. Ambos estaban rodeados por el sempiternocírculo de la Gran Serpiente.

Llyra erró despacio, de aquí para allá, contemplandocon detenimiento las manchas del suelo. No le hubierahecho falta, no obstante; aun desde la distancia resultabaevidente de qué se trataba. Se abrochó la capa y se frotólos brazos. Allí arriba el viento era el dueño y señor, y lasnubes bajas lo cubrían todo en silencioso conciliábulo,creando un ambiente neblinoso, onírico.

–Sangre –constató. Reseca y ennegrecida, sinembargo, no parecía tener en verdad cientos de años deantigüedad, ni había sido borrada por las lluvias, porincreíble que resultara. Aquello le hizo fruncir el ceño,con extrañeza. Se giró para hacérselo notar a sucompañero, aunque éste, a su vez, parecía haberseinteresado por el rastro que se dirigía al templo. Lo siguióhasta situarse a escasos metros de la puerta, convertida enun montículo de escombros. Permaneció de pie, fija lamirada en las figuras.

–Un león y un halcón –habló, una vez Llyra llegó a su

lado. Rebuscó en su memoria, entre todo lo que recordabahaber leído. –Son los símbolos de la Escuela de la Tierra.Y Ouroboros...

–Es el símbolo de la Escuela del Cielo. Los losMagos de la Guardia suelen llevarlo en sus libreas –completó la mujer. –Las dos Escuelas unidas... Nohabíamos visto esto antes. Probablemente tuvieras razón.Parece que aquí arriba guardaban el saber de ambasEscuelas.

La oleada de energía regresó, y esta vez inundó aSyhaji por completo, le estremeció de arriba abajo.

Tan violenta resultó que el hombre se dobló sobre símismo, presa de una súbita arcada. Trastabilló y reculó, yLlyra, alarmada, trató de impedir que cayera.

–¿Qué ha pasado? –exclamó, y rápidamente oteóalrededor, la ballesta preparada. El antiguo ladrón gimió,levantó la mirada. Sus labios se movieron en palabrasinvisibles.

–Ya voy –musitó al fin. Miraba al interior del templo,hacia ningún lugar. Las sombras le llamaban y no podíasino obedecer. Irguiéndose de nuevo echó a andar, en posdel reguero de sangre. El guantelete en su brazo izquierdobrillaba como una luciérnaga.

–Claro. Allá vamos, donde quiera que eso sea –suspiró Llyra. Aseguró la ballesta, se la apoyó en elhombro y dio alcance a su amigo de una zancada.

Algo flotaba en el interior de aquel edificio, diferentea todos aquellos en los que habían entrado: una extrañacalidez, en ocasiones nauseabunda, cuando alguna ráfagade viento se colaba entre las rendijas de las paredes.Syhaji levantó en alto el brazalete y éste brilló con fuerzaa una silenciosa orden, alumbrando como una antorcha.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra,alcanzaron a aventurar que se encontraban en lo que debíahaber sido un foro. Avanzaban por un gran patio y aambos lados se disponían gradas escalonadas, a modo deteatro. Un relieve de considerables dimensiones abarcabala pared del fondo; no fueron capaces de distinguir deltodo el motivo que presentaba, emborronado por eltiempo y las sombras, mas parecía tratarse, de nuevo, delos animales emblemáticos de las dos Escuelas dehechicería. Bajo el mismo se abría una puerta quedescendía hacia las tinieblas. De ella provenía el aireviciado... y hacia ella discurría el reguero de sangre.

Llyra caminaba despacio, detrás de Syhaji. Suimaginación le jugaba malas pasadas; aquí y allá creía versinuosos movimientos, ojos que acechaban. Se sentíafuriosa y avergonzada de sí misma, pues seguramente su

compañero podría notar cómo se estremecía de tanto entanto. ¡Como si fuera la primera vez que entraba en unlugar semejante! Pero aquella vez era diferente, para quénegarlo. No era tan sólo el miedo a lo desconocido lo quele acosaba... era el miedo a una fuerza superior a lahumana, a la que podían estar dirigiéndose sin remisión.Si finalmente aquel djinn era quien les esperaba... sitenían que enfrentarse... Quizás Syhaji pudiera hacer algo,desde luego. Pero ella quedaría paralizada de nuevo,ridículamente inútil. Igual que en su anterior encuentro.

No, no quería resultar un estorbo. Tendría que haceralgo, por nimio que fuera su esfuerzo. Apretó la ballesta,frunció el ceño. Al menos, siempre había tenido buenapuntería. “La más pequeña gota hace que el río sea río”.Aquella máxima, aprendida cuando ingresó al Gremio deLadrones, le había ayudado a extraer fuerzas de sí inclusoen las situaciones más desesperadas. Era una de las pocascosas que no merecía la pena olvidar.

Se detuvieron frente a la puerta. Como una gran boca,ésta les desafiaba, arrojándoles su aliento opresivo.

–¿Qué crees que puede haber? –preguntó Syhaji,sacando a la mujer de sus pensamientos. Su voz sonóextraña, como si no le preguntara a ella realmente.

–No es un olor normal... –dijo ésta, arrugando la nariz.–Parece el de algo descompuesto. Quizás esos bichos, los

karday, tengan ahí abajo un cubil –conjeturó. –En todocaso no sé si valdría de algo descender.

Se arrepintió al momento de tal comentario. Despuésde haber entrado no podían marcharse sin más, sin bajarallí donde parecía encontrarse el corazón de la ciudadela.Había sido el miedo quien había movido sus labios... perono quería que él la considerase una cobarde. Debía deciralgo más, tenía que demostrar que...

–Llyra, mira esto.Syhaji se había adelantado, extendiendo el brazo del

guantelete frente a sí, de tal modo que una sección de lasescaleras a las que conducía la puerta quedaba iluminada.Algo brillaba en los laterales, sobre la piedra gris. Lajoven se acercó con cautela, estrechó los ojos.

Era sangre, de nuevo, aunque ahora cubría lasparedes, dibujando lo que en un principio se le antojaroncurvas y líneas sin sentido. Pronto descubrió su error: loque perfilaba eran palabras, en un babel de lenguasindescifrable. Las tinieblas engullían el resto de laslíneas, que sin duda continuaban allá donde bajaban losescalones.

–Alguien ha estado escribiendo con sangre –constató asu vez Syhaji. –No soy capaz de leerlo. ¿Puedes hacerlotú?

–Nada de nada –Llyra movió la cabeza. Por losdioses, aquella sangre parecía casi fresca... aunque

aquello era una locura. –Supongo... –comenzó a murmurar,y se obligó a sí misma a terminar la frase. –Supongo quetendremos que bajar para entender qué significa.

Transcurrieron unos tensos segundos aún, antes de queSyhaji, finalmente, se decidiera a dar el primer paso.Comenzó a descender, tanteando con precaución y recelolas paredes; sus dedos intentaban no apoyarse allí dondemanchaba el líquido carmesí. Su compañera le siguió. Asu espalda el viento se retiró con un suspiro breve,apagado.

En la oscuridad, tan sólo guiados por el leveresplandor del thirck, la interminable sucesión de letrasparecía absorberles como una espiral. De vez en cuandoeran capaces de entender algunas, mas nada que guardaraconexión aparente. Ninguno podría decir después cuántotiempo pasaron de escalón en escalón, oprimidos entre lasparedes y su siniestro galimatías. El bochorno se hizopresente al cabo de unos minutos, dejando bien claro quedebían de estar internándose en el centro del promontorio.Tras incontables vueltas y revueltas, en las que no pocasveces estuvieron a punto de tropezar con salientes yquiebros, sus pies volvieron a descansar sobre suelofirme. Habían desembocado en una nueva habitación, yhasta donde su vista alcanzaba todo lo que les rodeabaeran grandes estantes, enormes aparadores con huecospara pergaminos. Muchos, como era habitual en la

despoblada Thinerck, descansaban en el suelo,destrozados. El aire corría ampliamente, aunque sucio detierra y muerte. El brazalete no les permitía contemplardemasiado lejos, pero sin duda debía de ser una vastasala. La mayor de todas las bibliotecas que habían halladohasta entonces.

Las líneas de sangre corrían por el suelo, por encimade algunas estanterías. Casi todas estaban vacías, aunquetodavía aparecían desperdigados algunos libros. Sólounos pocos contaban aún con páginas intactas; el restoúnicamente era polvo.

Las líneas de sangre corrían por el suelo… y como lasramas de un árbol parecían provenir de todas partes, decada hebra de oscuridad. Convergían bajo sus pies, lesarrastraban. Como un enjambre de insectos, los fonemassilenciosos zumbaban en sus oídos; un mantra extraño quearrancaba de los rincones de su espíritu un miedoinexplicable, ineludible. Cada vez más intenso, másprofundo… El zumbido era ahora todo en su cabeza...Llyra ahogó un grito, se cubrió las sienes dejando caer laballesta, aunque no escuchó el sonido. Sentía que suconciencia se perdía, lejos, huyendo de aquella energíaque había salido a la luz... mas todo se calmó cuandosintió una presión, unos fríos dedos sobre ella. Syhaji lehabía agarrado de las muñecas, y de súbito, como

golpeada por un rayo de luz, la oscuridad había vuelto aesconderse.

La mujer parpadeó, tomó aire. Miró a su alrededor.Las líneas de sangre todavía corrían hacia las sombras...pero ahora volvían a ser letras muertas, inofensivas.

–Tranquila. No pasa nada. También yo lo he sentido –habló el hombre, intentando serenarla. Su rostro semostraba extrañamente cansado. Señaló con la cabezaalgún lugar frente a ellos, en el rincón que conformabandos muebles colocados en ángulo recto.

Una sombra en aquel sitio se movía, con mayorentidad que las demás.

Está vivo, se dijo Llyra, asustada hasta lo indecible.Es una persona.

Syhaji echó a andar, sin una palabra, y la joven nopudo por menos que seguirle, recogiendo apresuradamenteel arma. La figura fue definiéndose poco a poco. Apretadocontra el rincón estaba un hombre enjuto, cubierto con unatúnica raída que escasamente tapaba su cuerpo. Unosgrandes ojos, sobresaliendo entre la cortina de raloscabellos negros, les miraban fijamente con indescriptibleexpresión. Su piel relució, cerúlea, al contacto con la luzdel brazalete. Algo destacaba, debajo de la figura de

aquel individuo, que les hizo estremecer; una gran manchade sangre, desde la cual se ramificaban las innumerableslíneas de palabras. La obscena escritura finalizaba en supropio cuerpo. Ascendía por sus piernas y sus brazos,desembocaba en las muñecas y tobillos.

Mareada, Llyra se resistía a creer lo que tenía frente asus ojos. Una sola persona no podía emplear su propiasangre para algo así... y permanecer viva.

Permanecían ambos a una distancia prudencial delextraño, sin atreverse a aproximarse, como el quecontempla de lejos a un mendigo con compasión y recelo.Aquél, no obstante, pronto cambió su expresión. Abriómucho los ojos y mostró en ellos una suerte de hastío, elaburrimiento de alguien que ya ha visto en su soledad todolo que el mundo puede mostrarle. La mandíbula le crujiócon un chasquido seco cuando separó los labios parahablar:

–Por fin se han decidido a enviar a alguien. Un adeptoen condiciones, por lo que he podido comprobar. Tienespoder. Has recogido bien mi llamada, seas quien seas –dijo a Syhaji. Un sonido cascado, únicamente el recuerdoagrietado de una carcajada, surgió de su garganta. Intentólevantar un brazo, mas sólo consiguió esbozar unmovimiento torpe e inconexo. El miembro no se movíabajo sus órdenes; se agitó un instante en el aire y cayó de

nuevo sobre sus muslos. –No sé si os dejarán llevarme devuelta en este estado. Como veis, me he aplicado a mímismo el castigo que juzgué conveniente por nuestraosadía... y tal vez haya sido más expeditivo quecualquiera del Alto Consejo.

Los compañeros se miraron de soslayo, incapaces dereaccionar. Syhaji fue quien lo hizo, con lo único que se leocurrió decir.

–¿Qué castigo? –inquirió, vacilante. –¿Qué significaesta... escritura?

El tipo le miró con desconcierto, gruñó.–Eres joven y recientemente formado, supongo.

Vuestras bienpensantes academias no os enseñan esascosas ahora. –Volvió a agitarse en un repentino espasmo,y de pronto los ojos se le encendieron un instante. Susfláccidos dedos se abrieron y cerraron. –Loth gael, “elque anda en la muerte” –aulló, la voz estentórea rebotó enlas piedras. –Un antiguo castigo que los elfos aplicaban alos prisioneros de guerra. Les hacían desangrarsedespacio hasta morir... pero no permitían que su almaabandonara el cuerpo. Dejaban la conciencia atada a unacarne muerta, y una vez hecho esto mataban delante de susojos a amigos o familiares. Ah, son una raza sofisticadaincluso en la crueldad. Decidí que era la pena que memerecía... y que se hubieran merecido los otros, de nohaber terminado ya sus existencias. –Hizo el intento demover la barbilla para señalar la sangre que reposaba

bajo su cuerpo, aunque sólo consiguió que cayerapesadamente sobre su pecho. Después de escuchar aquellamacabra explicación, su figura resultaba aún másespeluznante.. –Las palabras que escribí fueron idea mía,un añadido poético a mi castigo. Como habréis podidocomprobar son fórmulas cabalísticas, hechizos... Hedejado que el conocimiento, por el que he tenido quepagar de este modo, escape de mí al igual que mi vida.

Sonrió brevemente, en apariencia satisfecho de suexplicación, aunque los compañeros se percataron ahoraclaramente de que no era aquella una expresión humana...sino la piel deformada, estirada sobre los huesos, queconforma la máscara de la muerte. Los ojos sobresalíancomo faros de las cuencas oculares, los cabellos rancios yagrestes semejaban los de una marioneta. La carne de losmuslos se veía podrida, de los dedos de los pies sóloquedaban muñones. Todo aquello era real. Y,precisamente por ello, se les antojó el fruto de una locuraincomprensible. Syhaji miró hacia abajo, donde las líneasse enredaban en el lago de sangre. ¿Sería cierto que elpoder de la magia se derramaba allí? ¿Sería aquello loque habían ido a buscar?

–Creo que es terrible –murmuró con voz amarga. –Noentiendo qué clase de pecado puede llevar a semejanteautodestrucción. ¿Qué sucedió aquí? –levantó la mirada ysostuvo aquellos ojos apagados. –¿Fuisteis tú y tuscompañeros los que acabasteis con Thinerck?

El no–muerto apretó los labios. No respondió sino alcabo de un momento, tras escrutar al hombre de arribaabajo, con una mueca de disgusto.

–No venís de Fasek –replicó. – ¿Quiénes sois? Túeres un Mago, de eso no cabe duda. Pocas veces habíanotado una energía tan potente como la tuya. ¿Québuscáis? Éste es mi templo y mi tumba –gimió. –Marchaos.

Giró lentamente sobre un costado, pegando el rostro ala pared. Llyra miró a su compañero, en una instintiva ysilenciosa súplica. No deseaba permanecer más tiempofrente a aquel despojo. Tampoco al antiguo ladrón leagradaba la idea, mas se obligó a sobreponerse. Algodebían extraer de aquella situación. Tomó aliento e hizoacopio de voluntad.

–No soy un Mago –dijo. –Buscamos una respuesta, ynos dijeron que podíamos hallarla aquí. Queremosderrotar a un djinn... un lobo, llamado Irko.

Aquello causó un efecto inesperado en el individuo.Los ojos se le abrieron, parecían ahora querer escapar dela resecas cuencas. Había un rictus burlón en susemblante. Sin cambiar de posición el cuerpo, las pupilasse movieron hacia Syhaji.

–Irko –graznó. – ¿Qué tomadura de pelo es esta? Noparece haber castigo que pueda separarme de él. ¿Por quéqueréis destruirlo? ¿Acaso os persigue? –Hizo una pausa,aunque ni Syhaji ni Llyra contestaron. Les miró en

silencio, tal vez evaluando su gesto y la sinceridad de suspalabras. –Ya veo. Puedo entender ahora por qué estáisaquí... y ya que no parecéis saber nada de este lugar, oscontaré una interesante historia.

-Thinerck... –se volvió de nuevo, trabajosamente,hasta tenerlos a ambos de frente. –Fue el mayor exponentedel saber y la megalomanía humana, y también de cómoésta acaba por caer siempre, por segura que parezca lacúspide a la que ascienda. No sabéis qué le sucedió,¿verdad? Claro que no... Los halflings simplementeentierran y olvidan, y los humanos esconden la cabezabajo el ala.

-No se conformaron sólo con atesorar libros yconocimiento en fastuosas bibliotecas –prosiguió. –Reunieron aquí a las grandes eminencias de laarquitectura, la pintura, la literatura. Todos deseabantrabajar juntos en el gran compendio del saber de Ran...incluyendo, por supuesto a los enanos. Vinieron desde susgalerías subterráneas en las montañas Fasek, para disgustode los halflings, que hoy en día todavía no han olvidado elenfrentamiento racial. En fin, hicieron el esfuerzo deacogerles, y los enanos expusieron su gran proyecto: elmayor de los palacios del subsuelo, más vasto y suntuosoincluso que aquellos que acostumbran construir parahonrar a sus deidades paganas. Hubo voces en contra,pero finalmente la discusión les dio la razón. No podíanponerse objeciones en la superación del conocimiento,

por supuesto –sonrió de nuevo, con un deje de ironía. –Así que cavaron, cavaron, labraron y siguieronexcavando... y encontraron lo que nadie hubiera alcanzadoa imaginar jamás. Uno de los Cuatro Pilares.

El extraño calló dramáticamente, sopesando sureacción. Llyra miró interrogativamente a su amigo; éste, asu vez, fruncía el ceño, desconcertado.

–Los Cuatro Pilares... ¿No son los que se dice quesostienen la misma esfera de Ran? Los que... equilibran laenergía del mundo. –Habló con indecisión, pues norecordaba del todo la leyenda... y, por otro lado, aquellose le antojaba descabellado. Su interlocutor, empero,asintió.

–Exactamente –el gesto incrédulo de su audienciaparecía divertir sobremanera al narrador. –No era difícilde imaginar que estuvieran aquí en Gaerdain, casi en elcentro del mundo que conocemos. “Una columna anchacomo varios hombres, reluciente como el mismo sol”. Oeso dicen los escritos. Cuando alguno de los enanos se diocuenta de lo que habían encontrado, ya era demasiadotarde. El pilar había sido horadado. Y Ran se revolvió,expulsó el miembro enfermo, como haría cualquierorganismo.

-Dicen que hubo tres terremotos. Nadie sospechó nadagrave hasta que el último trajo consigo un estallido y unaluz, y la columna emergió desde el subsuelo, rota... Creoque el resto ya lo habéis visto –masculló. –Después de

aquello sólo fue el caos. Y el miedo trajo lo mismo que encualquier otro lugar del mundo: la desesperación, lahuida, el pillaje, matanzas... Nunca se había visto una rosaque se marchitara tan deprisa y con tanta sangre de pormedio. Un grupo de Altos Adeptos de ambas Escuelasacudió a remediar el entuerto, y consiguieron que lacolumna volviera al subsuelo, pero fue sólo un parchesobre la herida, no una verdadera curación. Desdeentonces se dice que Ran ha enfermado progresivamente.Se han encontrado mutaciones, ha habido dañosimpredecibles en diversas zonas... En fin, eldesequilibrio, en una palabra. Y Thinerck se haconvertido en un nombre maldito, quizás el mayor errorque haya cometido la humanidad.

–No puedo entenderlo –intervino Llyrainesperadamente. – ¿Eso significa que... las cosas sequedaron así? ¿Se escondió el pilar y nadie intentóarreglarlo? ¿Han olvidado los magos lo sucedido?

– S e intentó olvidar, en efecto –respondió el no–muerto. –Si la magia pudiera dominar y restaurar cadaparcela de la realidad, entonces los Adeptos estarían alnivel de los mismos Dioses. No se encontró la solución, yno hubo más remedio que admitir el terrible sacrilegiocometido e intentar aprender de él. Pero el tiempo hizoque las cosas cambiaran, y parecía que podía haber sidopara bien... si no se hubieran cometido otros errores. Enesta parte de la historia entramos mi grupo y yo.

Volvió a detenerse unos momentos. Por algún motivobajó la mirada hacia sus muñecas, allí donde se dibujabanarcanos símbolos, antes de continuar.

–No sé cuánto tiempo hará de esto. ¿Cinco años, seis?Ah... qué más da. Aunque se convirtió en un tabú, lahistoria de Thinerck no fue olvidada del todo. Algunos enla Escuela del Cielo, después de tantos siglos, todavíaintentábamos encontrar una solución. En mi grupo, en laAcademia, éramos cinco... cinco ilusos que undesafortunado día creímos ver la respuesta frente anosotros. Estudiamos mucho, memorizamos fórmulas largotiempo olvidadas que hacían estremecer a los másancianos. Una de ellas, la manera de llamar a la máspoderosa creación de los antiguos Transmutadores... undjinn que había sido confinado en un locus, una prisiónmás allá de este plano de existencia. Por supuesto, esoindicaba que era peligroso. Pero qué nos importaba. Noscreíamos invencibles –por vez primera la mueca queaparecía en sus labios no era de burla o sarcasmo, sino degenuina tristeza, si un sentimiento similar podía albergaraquella conciencia sin vida. Chasqueó un instante lamandíbula y se dispuso a seguir hablando, pero sin previoaviso Syhaji le interrumpió.

–El cometido de Irko era mantener el equilibrio deRan en aquellas zonas donde su energía estuvieseafectada. Intentasteis controlarlo para que cerrase laherida de Thinerck –dijo con vehemencia. El extraño le

miró, sorprendido. –Ya sabemos algo de ese djinn. Debosuponer, sin embargo, que las cosas no salieron comoesperabais.

–Supones bien –concedió el aludido. –Pudimos traer aIrko de vuelta, sí. Y él estuvo dispuesto a cumplir lo quele pedíamos: cerraría la herida causada por la ciudad...con nuestras propias vidas.

La cabeza inerte se hundió en el pecho. Un leveespasmo cruzó el cuerpo de arriba abajo... casi unsollozo.

–Se dice que Irko actúa sin sentimiento alguno, sólopor el bienestar de Ran... pero no es verdad. Yo vi elbrillo, esa sonrisa... enfermiza. Vi cómo disfrutaba –murmuró roncamente. –Goza cuando alguien pierde lavida y su energía pasa a Ran. No puede haber nada buenoen un ser así. Mató a todos los demás... –hablaba cada vezmás bajo, como para sí – y lo hizo con placer. Creí verque Ilthen sobrevivía, aunque no pude asegurarme. Acabóincluso con su esposo y su hija. Ella era sólo una cría...ellos dos simplemente habían ido a acompañarla, y él loscalcinó con aquella llamarada azul...

–¿Has dicho su esposo y su hija? –Syhaji interrumpióde súbito; algo le había alarmado en aquella frase. Miró aLlyra, y ella asintió. Ambos compartían el mismorepentino pensamiento, aunque no encajaba en modoalguno en todo aquello...

–Conseguí esconderme entre los escombros, creo que

me dio por muerto –ahora el individuo se agitaba enbruscos temblores, al tiempo que hablaba. Levantó lavista, y sus ojos eran suplicantes, miraban fijos a un lugarmás allá de la percepción humana. –Pero no sirvió denada... La energía de mis compañeros no era suficientepara poder curar la herida de Thinerck. Fue un sacrificiovano, y estoy seguro de que Irko lo supo desde elprincipio. Llevo aquí todo este tiempo sabiendo que,algún día, algo sucedería... que me rescatarían, o que élvolvería. Y ahora tú eres la prueba de ello. Si te estásiguiendo, no hay otro motivo.

De pronto Syhaji sintió penetrar en su mente la oscuracerteza, como si hubiera sido disparada por aquellaspupilas que navegaban entre la vida y la muerte. Fue unaoleada de desesperanza y temor que anegó su ánimo. Semantuvo firme, no obstante, frente a ella. El Deseo lesostenía esta vez.

–Quiere utilizarme del mismo modo, para cerrar lafisura. Yo soy la Fuente.

Cayó sobre ellos un silencio frío. Sumidos enagoreros pensamientos, los dos compañeros tardaron enescuchar al no–muerto, que, replegado sobre sí mismo,estaba murmurando quedamente. Los labios temblaron uninstante, se detuvieron antes de pronunciar la última de laspalabras de sangre que estaba leyendo en sus muñecas.

La tierra bajo sus pies dejó escapar un quejido ronco

y grave, largamente, cual si algún gigante acabara dedespertar a un nivel muy profundo. Al momento tuvo lugarla primera sacudida. Les cogió por sorpresa y les hizocaer de bruces; sus intentos de ponerse en pie fueronvanos, pues el suelo comenzó a agitarse a un frenético ydesordenado compás, abriendo surcos, haciendo saltartrozos de piedra. El baile terminó dejándoles sumidos enuna espesa neblina de polvo, quién sabía de cuánta edad,que les cegaba y les arañaba la garganta. Tuvieron apenasunos instantes para incorporarse trabajosamente.

El segundo acto arremetió enseguida contra ellos. Denuevo el rugido, la tierra enloquecida.

El tiempo se dilató esta vez; el terremoto disfrutózarandeándolos de aquí para allá, haciéndolos rodar comohojas al viento, durante lo que creyeron minutosinterminables. Hubo un término, sin embargo, y un lapsoun tanto más largo después, en el que sobrevino una tensacalma. En medio de la nube grisácea, el guantelete deSyhaji era apenas un punto diminuto, vacilante en algunaparte. Se escucharon toser, a una distancia que suscastigados sentidos no eran capaces de adivinar.

–Tened cuidado –la voz que escucharon, sarcástica,fue la del malogrado mago, invisible en su rincón como unespectro. –Aún queda otro.

Fue terrible y fue solemne aquella última vez.

La voz de la tierra resonó en un crescendo veloz; lasestanterías que quedaban en pie cayeron con estruendo,las paredes se resquebrajaron, algunas dejaron caergrandes cascotes. Finalizó abruptamente, y de nuevo sóloreinó la oscuridad, ahora serena, exhausta.

Syhaji tuvo que esperar al menos un par de minutospara saber dónde estaba. Se había golpeado el costadocontra algo, quizás una piedra, quizás el pico de algunaestantería, y había perdido por completo el resuellodurante unos momentos bastante angustiosos. Respiróvarias bocanadas, sólo para asegurarse de que todavíapodía hacerlo, y se lamió la sangre del labio superiormientras se sentaba trabajosamente. Se palpó el lugar delgolpe, sin hallar sangre.

Llamó, al principio débilmente, e hizo el esfuerzo delevantar el brazo. El guantelete ya apenas brillaba, tal vezofendido por haber sido tratado de manera tan brusca.

–¡Llyra! –articuló, al fin audiblemente. Sufrió otroacceso de tos, y por ello no escuchó el sonido alprincipio. Agudizó el oído... unos pasos lentos,titubeantes, en alguna dirección. Blasfemó en su interior,apretó el puño. Enciéndete, maldita sea. Ahora el thirckrespondió y se iluminó como antes, parsimonioso; elhombre oteó en derredor y descubrió la figura de su

compañera, de pie, no demasiado lejos. Ella también levio.

–¿Estás bien? –inquirió la mujer, aproximándose tandeprisa como podía hacerlo sin tropezar con losescombros. –¿Tienes alguna herida?

Llyra se sostenía el codo con una mano y cojeaba; aexcepción de ello parecía hallarse indemne. Syhaji lacontempló sin contestar. Una amarga ira se extendió porsu paladar.

–¡Maldito bastardo moribundo! ¡Habla, donde quieraque estés! –rugió, en todas direcciones. – ¿Qué es lo quehas hecho?

La respuesta llegó casi inaudible. Se habían alejadobastante de su rincón... en todo caso, aquella voz nopertenecía ya de ningún modo al mundo de los vivos.

–Lo lamento, pero no puedes escapar a tu destino... aldestino de la Espina de Thinerck. La he hecho resurgircomo hicimos antaño. Sal afuera y resígnate ante lavoluntad de Irko.

Una de las estanterías había caído sobre el malhadadoindividuo, aplastando lo que restaba de su cuerpo.Distinguieron el amasijo de carne y tela, desmadejadocomo un muñeco roto. La piel, más azulada que antes,estaba apergaminada y reseca. Los dos sintieron una

extraña inquietud; después de lo que sabían, no podíanestar seguros de que su conciencia no siguiera flotando asu alrededor, eternamente condenada a no encontrar elcamino al Reino de los Muertos.

Llyra recuperó la ballesta, sorprendentemente intactaentre algunos escombros, y volvió a colgársela a laespalda. Avanzaron con cuidado, sorteando los restoshasta alcanzar de nuevo las escaleras. Tampoco éstashabían sufrido daños considerables; todo ello les hacíapensar, más que nunca, que aquel edificio debía de estarprotegido de alguna manera especial.

La Espina les esperaba en el patio, irradiando unresplandor irisado, un brillo como nunca antes habíanpodido contemplar.

Sobresalía ahora del foso que tanto les había intrigadoantes; una columna esbelta, de al menos cincuenta metros,tallada en un material que no se asemejaba a ninguno delos empleados por el ser humano. A ambos les sobrecogiópensar que aquello era sólo una sección y el verdaderopilar se enterraba muy hondo, bajo sus pies... Su partesuperior estaba recortada abruptamente, como si hubierasido quebrada. Por momentos parecía traslúcida, y pormomentos opaca, cual si absorbiera en su interior toda laluz a su alrededor. Las nubes bajas habían desaparecido,

el viento ya no soplaba. La naturaleza se había replegadoante el corazón que le daba sustento y significado, laherida que manaba en silencio.

Syhaji comenzó a sentir un profundo dolor de cabezadespués de llevar unos instantes contemplándola. Laenergía palpitaba y hervía en su interior a toda prisa,como un torrente.

–Tal vez me está reclamando... –conjeturó en voz alta.Llyra lo contempló, extrañada.

–¿A qué te refieres? ¿Qué sientes?–Es una sensación desagradable –explicó aquél.

Ahora comenzaba a notar un ardor inquietante en lasmanos y las sienes. –Es como... antes de ir a ver a Harann.Ya sabes. La debilidad –musitó, y la certeza de estaspalabras le causó temor.

–Entiendo –la mujer asintió. –En ese caso no tenemosnada más que hacer aquí. Marchémonos, Syhaji... antes deque Irko llegue a nosotros.

Echaron a andar deprisa, rodeando el perímetro de lacolumna con cautela. La joven se esforzó por no mirarla,poseída por una mezcla de vergüenza y dolor; aquélla erala muestra palpable de la prepotencia e insensatez delpueblo al que pertenecía. No, se corrigió, no sólo de suraza: había sido el error de todas las razas que se habíanatribuido el dominio de la naturaleza. Habían llegadohasta el extremo de herir la misma esencia que les daba la

vida.

Syhaji también avanzó cabizbajo, aunque por motivosdistintos.

La Espina lo estaba llamando, ahora no le cabía duda.Se sentía atraído, como un hijo que viera la borrosa figurade su madre en la distancia... pero sabía que en su regazono hallaría cariño o calor. Sólo la oscuridad y ladesaparición. Tenía que resistirse, tenía que luchar por loque era. No, aquél no era su cometido ni suresponsabilidad. No debía mirarla...

En el extremo del gran patio encontraron las escalerasde salida, atravesando pétalo tras pétalo en linea recta; aveces bajo el sol, a veces bajo oscuros túneles quecruzaban los niveles de la ciudad. Salieron, al fin, al otrolado de ésta, después de un largo descenso, y se hallaronfrente a la muralla. El portón que les cerraba el paso eramuy parecido a los otros, aunque la rosa, en esta ocasión,se hallaba grabada sobre la superficie y no tallada enrelieve. Una idéntica cerradura se abría bajo ella, con lapalanca en su interior.

El apremiante malestar había remitido, pero Syhajitodavía se notaba mareado. De alguna manera suconciencia tenía que luchar contra los instintos de su

cuerpo, que le conminaban a correr de vuelta hacia lacolumna. Las palabras de Harann, hacía ya tanto tiempo,volvieron a su cabeza ahora más claras y evidentes quenunca. Su carne mortal se rebelaba contra el espíritufeérico que le daba vida…

–Ah, mierda. Cada vez es más fuerte –rezongó,apoyándose de espaldas contra la pared. Ahora el nivelsuperior quedaba lejos, y la Espina se recortaba enhiestacontra el cielo; su fulgor hería la vista, aun desde suposición. –Tenemos que alejarnos... No sé qué pretenderáexactamente hacer conmigo Irko, pero si me encuentraaquí no le será muy difícil llevarlo a cabo.

–No digas esas cosas. Confía un poco más en ti –instóLlyra. Había extraído de su zurrón el alambre y ahora lointroducía apresuradamente en el agujero, sin dejar demirar de soslayo a su compañero. –No dejes que esacolumna te impresione; recuerda que eres tú quien dominatu energía, y no ella –la frase, dicha distraídamente, lesonó banal, aunque no se le ocurrió nada mejor.

Syhaji, en cambio, no prestó demasiada atención.Miraba al cielo, a una sombra que poco a poco avanzabadesde el oeste. No era una nube ordinaria, pues esquivó lacolumna y siguió hacia adelante. Se encogió cuando pasópor encima de su cabeza.

–Cuervos –murmuró. –Una bandada. Nunca son unabuena señal.

–Ya casi he terminado. Sólo me queda un poco más...

–murmuró Llyra. Había encontrado el hueco, en efecto, elpunto ciego en el que el alambre podía moverse y hacersecon el control del mecanismo. Cerró los ojos, sintió cómose contorsionaba en el interior. Ya era suyo.

El pinchazo fue súbito, breve, veloz.

Al momento retiró la mano, en un gesto involuntario.El alambre ya había hecho su trabajo y la palanca estabalista para ser empujada. Sin embargo, la joven aún tardóunos instantes en reaccionar.

–Listo –dijo, con tono entrecortado. La respiración sele había agitado y ello no pasó desapercibido a Syhaji,quien separó la vista del cielo para bajarla hasta ella.

–¿Estás bien? –preguntó. – ¿Seguro que no tienesninguna herida? –hizo ademán de aproximarse, pero almismo tiempo ella se apartó.

–Sí, no hay problema. No me duele nada... de verdad–afirmó. La mano derecha, cerrada en un puño, seescondía disimuladamente. –Vamos, el tiempo apremia.

Fue el hombre quien accionó la palanca y empujó lapuerta, con mayor dificultad esta vez, pues el peso eraconsiderablemente mayor. Llyra aprovechó el momento enque le daba la espalda para examinarse la mano. No habíamarca visible en ella; allí donde había recibido elaguijonazo, muy cerca de la muñeca, no aparecía más queun punto carmesí, debajo de la piel. Un tiro limpio,

certero... y aquello, fuera lo que fuese, corría ya por susangre.

Tendría que haberse dado cuenta de que había algodiferente, se recriminó amargamente. ¿No habíaencontrado acaso algo inusual, un saliente allí donde nodebería estar? Demonios, sí que lo había notado. Si lehubiera dado importancia... se habría percatado, sin duda,de que las espinas no se disparaban hacia afuera, esta vez,sino hacia dentro. Pero era normal confiarse, después dehaber desactivado otros cuatro mecanismos. Sin duda esomismo debieron pensar los artífices de aquel últimoportón. El mensaje parecía claro. No era tan sencillo salirde Thinerck como entrar... no, al menos, sin hacer unsacrificio.

Se esforzó por apartar de su mente aquello. No debíadar signos de debilidad o preocupación, no en aquelmomento. Lo único que importaba era salir de allí... alejara Syhaji del peligro. Éste le esperaba ya al otro lado de lamuralla. La joven apretó los puños y salió de suensimismamiento.

“Estúpida, has escogido un mal momento para cometerun error”.

Corrieron un buen trecho, hasta detenerse al lado de

un grueso árbol de ramas que colgaban, laxas, comobarbas. Era la señal que Delsar les había indicado, ellugar donde se reencontrarían. Se concedieron un segundopara mirar atrás, por vez primera.

–Es hermosa, ¿verdad? Más hermosa de lo que semerecían aquellos que la proyectaron.

Volvieron la cabeza, sobresaltados. Las palabrashabían provenido del otro lado del árbol, mas no era lavoz de quien aguardaban. No era una voz que pudieraproceder de una garganta humana.

Allí estaba Delsar, ciertamente, con el rostro contritoy pálido; no levantó hacia ellos la vista. Pero no lesaguardaba solo. A su lado se sentaba un gran lobo gris, yla blanca cuenca de su ojo ciego relucía con un brillomalsano, ansioso. Bajo una de las patas delanteras deéste, tumbada, como dormida, se encontraba Ilmedh.

El rostro de la pequeña mostraba numerosas ampollas,a todas luces provenientes de quemaduras, que parecíanrecientes. También Delsar tenía el cuello enrojecido ysangrante. No alcanzaban a imaginar qué podría haberlescausado aquellas lesiones. El estado de Ilmedh alarmó aLlyra, quien de inmediato, en un gesto instintivo, hizoamago de avanzar unos pasos. Se detuvo, sin embargo,cuando Irko clavó en ella la mirada. De nuevo aquella

mano invisible que aferraba hasta su garganta, privándolede cualquier reacción o voluntad.

Esta vez hubo algo más, aparte del miedo. Recordótodo lo que sabía, todo lo que había oído de él... y un odioagrio inundó su espíritu.

–Hola otra vez –habló el animal de nuevo,dirigiéndose a ella. –Y me alegro de que tú y yo nosconozcamos finalmente –añadió, volviendo la atenciónhacia Syhaji. El hombre, inmóvil, apretaba con fuerza elpuño del guantelete. Los colmillos le mordían suavemente,en una silenciosa alerta. Ahora recordaba haber notadoantes aquella energía que tenía delante. Semanas atrás,cuando viajaban hacia la casa de la druida... Todoencajaba, por fin. No obstante, no irradiaba el poderhostil que había esperado encontrar. De alguna manera,había un halo de serenidad a su alrededor.

–No sé que le has hecho –el antiguo ladrón señaló conla barbilla a Ilmedh. –pero suéltala.

–Oh, esto no es más que un pequeño asunto entreDelsar y yo. Tenemos cosas que arreglar. No te preocupespor ella –replicó el lobo, en un tono casi afable. –En lugarde eso querría que tuviéramos una charla, tú y yo.

–Ya sé qué es lo que quieres decirme –dijo Syhaji. –Hemos encontrado a alguien que nos ha aclarado muchascosas.

Encima de sus cabezas, la bandada de cuervos

comenzó a arremolinarse, volando en lentos y cuidadoscírculos, añadiendo un motivo más de inquietud si cabía.El hombre miraba de hito en hito al cielo, intentando nodesviar la atención del lobo. Se esforzaba por mantenerseen guardia, intuyendo que en cualquier momento podríansufrir un ataque... Irko, sin embargo, no les amenazaba asimple vista. Simplemente estrechaba los labios en aquelgesto tan similar a una sonrisa.

–Qué interesante. ¿Debo confiar, entonces, en queentiendes la magnitud de tu misión? Eres el elegido paracerrar la herida de la tierra, un honor por el que sin dudapasarás a los anales de la Historia. Entiendo que no es unaHistoria que te importe demasiado, teniendo en cuenta queno perteneces a ninguna de las Tres Razas, pero...

–¡No eres nadie para decir algo así! –exclamó Llyrasúbitamente. La ira enrojecía su mirada, notaba el ardoren sus mejillas. –Syhaji es humano, tanto como yo.

–Syhaji, ¿verdad? Un nombre interesante –Irko ladeóla cabeza. –Significa “viajero” en la Lengua Feérica, ¿losabías? Diría que no fue escogido al azar.

Tan sólo el leve graznido de las oscuras aves, quepersistían en su danza, se escuchó en unos instantes. Sesumieron en el silencio, inmóviles como los personajes deun lienzo. Llyra captó durante un momento una miradafugaz de Delsar, y en sus ojos leyó una suerte de súplica.

–Lo siento –al fin, Syhaji rompió el mutismo, y lo hizocon palabras vehementes. –Sé que es tu cometido, y

entiendo el daño que Thinerck ha causado a Ran. Pero noquiero... no deseo morir por ello. Tiene que haber otrasolución...

–No deseas morir, dices –Irko entrecerró los ojos conseveridad. – ¿Hay acaso alguien que lo desee? Estásconfundiendo los términos. No morirías tal como loentendéis, Syhaji. No habría dolor, miedo, desaparición.Entrarías en otro plano de consciencia. Tu existenciapuede ayudar a que el mundo en que vives, el mundo queamas, deje de sufrir. ¿Hay algo por lo que una vidamerezca más la pena?

El lobo parecía entusiasmado, hablaba con pasión.Llyra recordó las palabras del no muerto, y creyó ver, enefecto, un ánimo malsano en aquella actitud. Syhaji, sinembargo, había bajado la vista, se mostraba azorado. Lamujer se asustó al contemplarlo; ¿acaso estaba dudando?Notaba cada vez el rostro más acalorado, hormigueante,aunque el motivo se le aparecía aterradoramente evidente.No quería pensar en ello; en lugar de hacerlo se concentróen el desprecio que sentía hacia el djinn.

–Basta. No sigas con eso –le espetó, y dio un pasoadelante. –Lo que sucedió allí fue un terrible error, escierto. Pero la vida de Syhaji no fue creada parasubsanarlo... él tiene derecho a decidir lo que quierehacer. Yo también creo que debe haber otra solución –tosió, la garganta se le resecaba. –Hay grandes Magos enFasek. Iremos allí si hace falta... Ellos encontrarán la

manera de arreglar la herida.Nada respondió al momento el interpelado, aunque la

mirada que devolvió a Llyra fue elocuente. Mostrabaexasperación, odio, hacia aquello que ella y sus palabrasrepresentaban.

–Los Magos –gruñó. –La última vez que esos inútilesintentaron hacer algo lo dejaron todo a medias –Delsardio un respingo al escuchar esto, y por primera vez suexpresión cambió; se endureció, apretó la mandíbula. –Siquisieran hacer algo, haría años que se hubieran ocupadodel tema. Pero no es algo que les interese más que a unospocos ilusos... la mayoría sólo quiere olvidar.

-A lo mejor vuestro amigo puede explicaros mejor queyo el asunto, ¿verdad? –volvió la cabeza hacia Delsar. –Díselo, por favor. Diles por qué es necesario que Syhajiacepte.

Al tiempo que decía esto, la pata que se posaba sobreel cuerpo de Ilmedh se oprimió, sólo un momento, sólo unpoco... pero lo suficiente como para que el aludidopalideciera, y también los dos compañeros. La niña, ensueños, se agitó y gimió.

–Syhaji...–el antiguo espía habló con voz ronca,aunque seguía sin mirarles. –Recuerdo lo que te dije, allíen el dainagui... pero ahora las cosas han cambiado. –Apretó y cerró los puños varias veces, inspiróprofundamente antes de continuar. –Por favor... escucha loque tiene que decirte Irko, y hazle caso.

–Corto, pero conciso. Podrías hacerlo mejor. Yasabes a lo que me refiero –el lobo apretó aún más la patay le miró severamente.

Ante aquel gesto fue Syhaji quien cobró resolución; secolocó a la altura de Llyra, y en sus ojos ardía un fuegoidéntico al de aquélla.

–¡No me importa lo que tengáis que arreglar! Suéltala–exclamó. –Si... si no lo haces... –nerviosamente, llamóhacia sí al Deseo, y éste respondió presto. Casi pudosentir que la serpiente del guantelete, la sempiternaOuroboros, siseaba de placer.

¿Qué harás? –Irko parecía divertido. –Si te hanhablado de mí, como dices, supongo que sabrás que tutriste magia no podrá hacer nada en mi contra. La utilizascomo quien blande una espada de un lado a otro sin sabernada de esgrima. Mírate… Si hasta tienes que valerte deun thirk. Qué lástima. Syhaji, querría que hiciéramos estode otra manera. Si te comportas de manera hostil tuenergía se ensuciará, y la herida...

–Veo que no lo has entendido –interrumpió el hombre.– Te he dicho que no iré contigo.

Acompañó a estas palabras una brisa suave, que agitósus capas e hizo que las barbas del árbol arrojaran sobresus cabezas copos de nieve. Pareció que el djinn sedisponía a replicar, su hocico se inclinóamenazadoramente sobre la pequeña... y en aquelmomento, de súbito, el viento se transformó en un

vendaval. Sólo duró unos segundos, como una bofetada deaire que les hizo tambalearse; Llyra, quien notaba que lasfuerzas le abandonaban lentamente, se agarró del hombrode Syhaji para no caer.

Cuando cesó dejó algo tras de sí. Como arrastrada dealgún lugar lejano, una figura pequeña, aunque solemne ypoderosa, se erguía cerca de ellos.

Los ojos blancos, como ciegos, destacaban en surostro moreno, severo. Un rostro similar al de cualquierotro halfling, pero imposible de olvidar.

–No te preocupes, Syhaji –habló Haltean. –Yo meencargaré de explicárselo.

Por segunda vez en todos aquellos años, Delsarcontemplaba una expresión en el rostro de Irko que no erala habitual mueca de suficiencia y altivez Había ahorainseguridad, una suerte de ira contenida. La presencia deHaltean se sobreponía sin esfuerzo a aquel rictus terrible;de alguna manera la fuerza del djinn parecía nimia einconsistente frente al razheva, como lo parece laescarcha frente a una verdadera lluvia.

El antiguo espía miró al recién llegado con verdadera

gratitud; por fin parecía que algo podría empezar aenderezarse. Al mismo tiempo volvió a maldecir sudebilidad y su torpeza, como tantas otras veces... Elhalfling le devolvió la mirada, con gesto indescifrable. Acontinuación volvió la vista hacia los demás, y metió lasmanos entre los pliegues de su abrigo, fabricado con loque parecía la piel de un zorro.

–No he escuchado toda vuestra conversación, peroentiendo que Syhaji ha dejado claro que no va a ceder a tupropuesta –dijo. –No tiene lugar, por tanto, que continúesinsistiendo. Márchate de aquí, Irko.

El lobo ladró, enfurecido.–¡Tú no tienes derecho a intervenir, razheva! También

tu raza ha vuelto la espalda a Ran, consintiendo el ultrajede Thinerck durante todo este tiempo. Sabes que lo queintento hacer es también por el bien de Gaerdain –su ojosano se entrecerró, aún más. –No intervengas en algo quedeberíais haber solucionado hace muchos años.

–Ran sabe cuidarse sola. El momento en que su heridadeba curarse llegará, sin duda –replicó Haltean,encogiéndose de hombros. –Pero no eres tú, un simpleperro sin collar, el adecuado para juzgar cuándo y cómohacerlo. Las infamias que has cometido no son pocas. Novoy a repetírtelo muchas veces más, Irko. Márchate... y nojuegues con mi paciencia –Dio un paso adelante, aunquesu expresión continuaba imperturbable. –No tienes sitioaquí.

–¡Nadie puede echarme de ninguna parte!El aullido salvaje les estremeció a todos de arriba

abajo. Un brillo azulado recubrió al animal, un fuegohelado que hizo que cada centímetro de su cuerpo seerizara; Ilmedh chilló de pronto, y las ampollas de surostro comenzaron a sangrar, como si una llama leabrasara por dentro. Delsar gritó a su vez, enfurecido;trató de lanzarse hacia ella, aunque los músculos no leobedecieron... y todo sucedió demasiado rápido, fuera delalcance de sus sentidos.

En un abrir y cerrar de ojos, las nubes se arracimaronsobre ellos; los cuervos revolotearon y se dispersaron,asustados. Sobrevino un viento aún más fuerte que elanterior, que les rodeó y zarandeó, aunque no llegó atumbarles; y había voces, ojos y oídos en él. Laspresencias invisibles golpearon a Irko y le obligaron aretroceder, unos metros, dejando libre a la niña. Lasmanos del viento tironearon de él y durante unosmomentos ululó de dolor, hasta que finalmente sesobrepuso. Los labios contraídos arrojaban espuma, laspoderosas patas hendían el suelo. La silueta del djinn sevolvió traslúcida por momentos, y su mirada desvelabaahora una fuerza que Llyra y Syhaji reconocieron. Era lamisma, lo sabían, que les había abrumado en el nivelsuperior de Thinerck. La misma sensación que les habíaproducido la Espina...

–¡Vamos! –por encima del rugido del vendavalescucharon la voz de Haltean. Estaba ahora al lado deDelsar y había cogido en brazos a Ilmedh, todavíainconsciente. –¡No os quedéis ahí!

En contra de lo que pensaron, no tuvieron que hacerningún esfuerzo para avanzar a través de la tormenta. Dealgún modo se abrió a su paso, permitiéndoles salir yalejarse. Se había cerrado de pronto como un cono entorno a Irko, que sin embargo resplandecía con un salvajebrillo cerúleo. La confrontación de energías se lesantojaba terrible. Las voces ahora gemían, desgarradaspor el poder del djinn.

–Le tendrá ocupado un tiempo, pero no el suficiente –gritó el halfling; a pesar de todo debía hacerse oír. –Hetraído vuestros caballos. ¡Venid!

Corrieron tras el razheva sin hacerse repetir la orden.No demasiado lejos, entre unos árboles, les esperaban lastres monturas que emplearan para llegar a la ciudadela.Cómo las había conseguido encontrar y llevar hasta allíera algo sorprendente, mas no resultaba inexplicable,teniendo en cuenta su empatía con ellos. Los animales semostraron contentos al verle. Había además un cuartocaballo, el suyo propio, que destacaba entre los demáscon el mismo porte que su amo. Montaron a toda prisa y elhalfling se colocó en cabeza.

Antes de partir se volvió un momento hacia los otros.

– Lo que acaba de suceder es algo muy serio –lasblancas pupilas se posaron en cada uno los presentes eincluso más allá, en la enhiesta Espina de Thinerck. –Debemos encontrar un sitio donde refugiarnos para hablarde ello.

–Y debe ser rápido –añadió Delsar. Sujetabafirmemente contra sí a Ilmedh, quien se removía entre laconciencia y el sueño. –Irko no es el único del quetenemos que cuidarnos.

–Lo sé –Haltean apretó los labios. –Seguidme, consuerte podremos alcanzar un dainagui cerca de aquí.

La mirada ceñuda de Syhaji no se separaba de Delsar.Notaba que éste aún evitaba mirarle, y bien que hacía...Tendría en verdad muchas cosas que explicar, y sólo porla intercesión de Haltean consentía en cabalgar a su lado.Se preguntó qué pensaría Llyra, ahora que sus sospechassobre aquel tipo parecían ciertas.

Cuando se volvió hacia ella, sin embargo, la encontrócabizbaja, inclinada sobre el cuello del caballo. Lasmanos, aferradas a las riendas, le temblaban.

–Llyra, ¿seguro que te encuentras bien? –se aproximó,de nuevo asaltado por la inquietud. –Si te duele algo,deberías...

–¡Ya te lo he dicho, Syhaji, deja de insistir! –de súbitola mujer levantó la cabeza. Los ojos enrojecidos lemiraron con furia. –Te he dicho que estoy bien.Preocúpate por salir de aquí y no por mí.

Durante un instante una sombra cruzó el rostro deSyhaji; la expresión, a medio camino entre la sorpresa y eldolor, se esfumó enseguida. De nuevo se mostróimpenetrable. La miró sin decir nada más y asintió, antesde volverse.

El gris mar de nubes se aplomaba cada vez más sobreel bosque. El temporal largamente anunciado parecíaadelantarse a pasos agigantados, y en verdad parecía queello había sucedido desde la aparición de Haltean y suhechizo. El viento les arañaba el rostro como flechas quecruzasen a su lado mientras cabalgaban, tan deprisa comolo permitían las patas de los menudos caballos y elterreno. Por fortuna se trataba de una zona poco densa, ylos árboles, esparcidos a intervalos regulares, permitíanmaniobrar. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes deque los perseguidores hicieran su aparición. Delsar losesperaba, y no miró sino de soslayo cuando notó lasombra sobre su cabeza, deslizándose como un fantasma.Se concentró en guiar al caballo, en clavarle los talonescuanto podía, mientras Ilmedh se abrazaba a él, yadespierta. Tampoco los demás miraron, no era preciso.Resultaba imposible ignorar aquella presencia.

Un djinn controlando a otros djinns ... Habían sidolas palabras del Intruso, días atrás, cuando el nombre deIrko había sonado por primera vez en los oídos de Llyra y

Syhaji; y también ahora aparecían muy claras en sumemoria, con todo lo que significaban. Irko no estabasolo... Aquellos cuervos que les seguían habían sido lobosen otro momento, y quién sabía qué otras formas habíanllegado a adoptar. Al fin y al cabo, el aspecto de un djinnno es más que una elección, como lo es también el decualquier criatura feérica. La naturaleza de la energía, sinembargo, no puede camuflarse... y por ello todos, inclusoLlyra y Delsar, sentían ahora su fuerza caótica, indefinida,que revelaba su funesta su intención.

El primer grupo de cuervos se arrojó sobre Delsar, yal hacerlo fue como si una gran mano invisible looprimiera de pronto. El caballo trastabilló y a puntoestuvo de derrumbarse, y su jinete tuvo que encogersesobre su cuello. Varios más pasaron rozando a su lado. Elanimal perdió el rumbo, se encabritó. Se hubieradesplomado de no haber sido por el virote que atravesó laformación de las aves, interrumpiendo el que iba a ser sutercer ataque.

Llyra se había distanciado del grupo unos metros,tomando la posición adecuada. Podía tener ahora a tiro acada una de las oscuras siluetas, si así lo deseaba; habíasoltado las riendas y apuntaba con la ballesta. Hubieransido blancos fáciles, ciertamente, pues no era la primeravez que disparaba al galope... si las manos le

obedecieran, si no notara cada vez más intenso aquelardor en el estómago y la cabeza, que le impedía pensarcon claridad. Sabía que había disparado, aunque no habíaterminado de ver del todo el recorrido del virote. ¿Habríaacertado? Preparó apresuradamente, con dedos inseguros,otro proyectil, mientras miraba al frente. No debía bajarla guardia. Las figuras de las aves se confundían con lasmanchas cambiantes que se extendían lentamente por sucampo de visión...

No eran únicamente las punzadas de dolor lo queparalizaba cada uno de sus músculos; más poderoso era elmiedo que le producía desconocer qué sustancia leenvenenaba. Recordaba a Rhergram y las veces que lehabía escuchado hablar de venenos, pócimas ytraicioneras plantas, su especialidad. Todos aquellosnombres a los que en su día ni siquiera había prestadoatención desfilaban ahora por su memoria. La Dama Azul,que induce un sueño profundo y similar a la muerte; elBrazo de la Tormenta, que mata con terribles calambres;el Sueño del Crepúsculo... La imagen de Rhergrampresumiendo de haber matado con ricino, en una solanoche, a más de veinte hombres, y los dientes amarillentosreluciendo como dagas mientras se reía al contarlo...

Tenía que alejar todo aquello de sí. Sólo debía pensaren apuntar. Sólo apuntar, disparar, acertar. Si lo hacía

Syhaji podría escapar. Sólo importaba eso. No muestresnada, no digas nada.

Syhaji tiró violentamente de las riendas del caballocuando observó, alarmado, cómo Llyra se tambaleabasobre la silla, dejando caer la ballesta.

Giró y cabalgó hacia ella; tuvo que agacharse paraesquivar el vuelo rasante de uno de los cuervos. Lostímpanos se le cerraron a causa de la terrible presión quela energía ejerció sobre él. Se colocó delante del caballode su compañera, obligándole a detenerse, y desmontó deun salto, en plena carrera, justo en el momento en queaquélla se doblaba sobre un costado. La sostuvo entre losbrazos mientras caía de la silla, sin fuerzas. Notó sudifícil respiración, el ardor de su piel.

Los cuervos le habían seguido, trazaban unamenazador torbellino encima de ellos. Llyra levantó lamirada, febril.

–Qué pesado eres –murmuró, sonrió trémulamente. –Lo siento, no he podido... ser de ayuda. Es mejor que temarches.

–No voy a dejarte atrás –replicó aquél. –Ni siquieramenciones algo así.

La energía les aplastó de pronto contra el suelo, contal fuerza que el hombre no pudo reprimir un grito

ahogado. Sintió a los djinns y escuchó el aleteo furioso, apunto de descargarse sobre ellos como una mortíferalluvia... No podía pensar con claridad, pero también sabíaque no podía vacilar ni un instante. Sólo había tiempopara actuar. Protegió con el cuerpo a Llyra y levantó elbrazo izquierdo en alto, rogando en silencio al Deseo queno le fallara.

Hubo un resplandor y un estallido, y el dolor laceró sucarne como nunca antes lo había hecho. Al momento unacúpula de luz surgió de la nada, rodeándolos, y los djinnsque toparon con ella en el preciso instante de su apariciónfueron repelidos bruscamente, entre chillidos. La realidadpareció resentirse ante aquel choque de energías, pueshubo numerosos destellos irisados; el viento y las nubesprotestaron con voz hueca.

Desde el interior del improvisado escudo, Syhaji noescuchó lo que acontecía en el exterior. Sólo contemplócómo Haltean llegaba corriendo hasta ellos, levantaba losbrazos y musitaba algunas palabras, que no fue capaz dedescifrar leyendo sus labios. De nuevo, durante uninstante, sobrevino aquella desagradable opresión, y conterror creyó que los cuervos habían logrado traspasar labarrera. No podría luchar con todos; a duras penasmantenía la cúpula. Trató de sacar fuerzas, suplicó alDeseo que siguiera protegiéndolo... pero no fue preciso,

finalmente.

Al levantar la cabeza, segundos después, descubrióque ni uno solo de los cuervos sobrevolaba ya suposición. Los distinguió volando lejos hacia el norte,huyendo a toda prisa. Haltean había vuelto a ahuyentarles.

De inmediato sintió que la entereza le abandonaba.Bajó el brazo, y el escudo desapareció tan fugazmentecomo había aparecido. Regresaron a él el aroma delbosque, el frío cortante... y el desconcierto al mirar aLlyra, que ahora yacía inconsciente en sus brazos.

–No sé qué le sucede –dijo a Haltean al llegar éste asu lado. –Desde que salimos de Thinerck he notado algoextraño. Desde que abrió la última puerta... Seguramenteactivó otra trampa, algo que la hirió –alzó una miradanerviosa hacia el halfling. –Tienes que hacer algo, porfavor. Sé que puedes.

El razheva se agachó a su lado, posó una mano sobrela frente de la mujer. Tenía el semblante grave, y delmismo modo Delsar, que llegó hasta ellos.

–Los remedios que traigo conmigo son muy escasos.No salí preparado para algo así –habló aquél. –Pero harélo que pueda.

–Ella trae algo en su mochila –le indicó Syhaji. Elhombrecillo asintió gravemente.

–Echaré un vistazo, pero daos prisa y montad de

nuevo –les instó. – El dainagui ya no anda lejos.

Fue un trayecto corto, en verdad, aunque no por elloresultó menos penoso para Syhaji. Colocó a Llyra en lasilla delante de él y tuvo que cuidar bien de que nocayera, rodeándola con los brazos; Haltean, por su parte,se encargó de guiar al caballo de la mujer, que obedeció asus silenciosas órdenes sin rechistar. No intercambiaronpalabra alguna hasta llegar al árbol, un imponenteejemplar de dainagui que se alzaba solitario, en medio deotros de muy diversas especies. Allí el halfling musitó unnuevo ensalmo, y la sombra que producía el tupido ramajese alargó misteriosamente, hasta cubrir un amplioperímetro a su alrededor. Hasta donde ésta alcanzaba, lesexplicó, estarían a salvo. El árbol había consentidoacogerles y no aceptaría ningún otro visitante en su feudo.

Después de ello se dedicó por entero a Llyra. Dentrodel tronco su voluntad hizo surgir un lecho en el que laacostó. Se sentó en el suelo frente a ella, cruzando laspiernas, y cerró los ojos. Se colocó una mano en la frentey la otra en el vientre, y de tal guisa permaneció, inmóvil.Los otros entendieron que debían dejarle solo, aun sin quenada les advirtiera, y salieron al exterior.

Delsar dedicó un buen rato a vendar sus heridas y lasde su hija. Ilmedh se mostraba triste, ahora despierta,quizás intuyendo más de lo que podía esperarse por sucorta edad. Cuando por fin Haltean salió del dainagui sevolvieron a él, expectantes y temerosos.

–Tenías razón, Syhaji –le dijo a éste. Se esforzó pormostrarse sereno, intentando tranquilizarles. –Algúnveneno ha entrado en su interior, y es poderoso por cierto;si, como dices, habéis traspasado las puertas de Thinerck,no es de extrañar. Los remedios que trae consigo han sidoútiles, por fortuna. Su espíritu se apagaba con rapidez,pero he conseguido contenerlo. Le he explicado que no esel momento de marchar aún –sonrió – aunque eso nosignifica que esté fuera de peligro. Deberá descansar untiempo. Tengo que ir a buscar algo... plantas, raíces,aunque en esta época será difícil... Quizás puedaacercarme al Arroyo de la Liebre... –bajó la voz y seacarició la barbilla, meditabundo.

–Puedo acompañarte –se ofreció Syhaji, aunque elhalfling negó con la cabeza.

–Prefiero que os quedéis aquí. No resulta nada seguropara vosotros salir fuera de la protección del dainagui. –Calló un momento y se volvió hacia Delsar. –No mecontaste toda la verdad –dijo, con un amargo tono dereproche en su voz. –Me hablaste de Irko antes de iros, medijiste que podía estar cerca y que estuviera alerta... perono mencionaste que nada sobre vuestra estrecha relación.

Al menos, es lo que he creído entender. ¿Ha sido así todosestos años... desde la muerte de tu esposa?

El aludido miró de reojo a su hija, que parecíaescuchar atentamente. No fue capaz de leer en suinexpresivo semblante lo que pasaba por su mente. Nohabía dicho una palabra desde que llegaran al árbol.Suspiró, se frotó los ojos. Syhaji creyó entrever unalágrima furtiva.

–He ocultado muchas cosas, Haltean. No he sido justo,ni un buen amigo. Por segunda vez, hoy, he contraído unainmensa deuda contigo. Mereces que te cuente la verdad,aunque... –volvió a mirar a la pequeña –preferiría que nofuera ahora. Querría que ella descansara.

–Por supuesto. Hay muchas cosas que puedo entenderincluso sin que me las cuentes, no lo olvides –concedió elhalfling. –Además, tendríais que veros esas heridas conmás detenimiento. –Se acercó a Ilmedh y la tomó de lamano. –Vamos adentro, te curaré las quemaduras. ¿Teduelen?

–No mucho –respondió la niña. –No como aquellaotra vez.

Hubo un intercambio de miradas entre Delsar yHaltean, y en los ojos del primero apareció un hondopesar. Continuó con la vista clavada en el suelo auncuando el halfling entró en el dainagui, llevando consigoa su hija. Sólo al cabo de unos momentos se girólentamente Syhaji. Éste, no obstante, no había dejado de

mirarle fríamente todo el tiempo.–No lo sabía –musitó. –No sabía que hubiera algún

veneno en las puertas. Os lo hubiera advertido, puedescreerme. Yo también lamento que esto le haya sucedido.Lamento todo lo ocurrido.

–Llyra sabía que había una trampa en las puertas. Peropasamos por todas sin problema, excepto en la última.Creo que algo falló cuando la abrió, pero no quisodecírmelo. De todos modos, no me creo lo que estásdiciendo –las pupilas doradas adquirieron un brilloacerado, furioso. –No sabías nada, dices. ¿Cómoconseguiste salir, entonces, cuando estuviste allí junto alos magos que invocaron a Irko?

Delsar tardó en contestar.–También tú te mereces conocer la verdad. Parece que

nuestros caminos están ligados, nos guste o no. –Latristeza inundaba su voz, queda y lacónica. – No sé cómopuedes saber eso que has dicho, pero no te lo negaré. Miesposa era una hechicera, y fueron ella y varioscompañeros de su Escuela quienes trajeron de nuevo aIrko a este mundo, sacándolo de la prisión arcana en laque había sido confinado. Sucedió en Thinerck, hacecinco años.

–Encontramos allí a uno de ellos –explicó Syhaji. Suexpresión continuaba siendo severa, aunque le habíasorprendido la repentina sinceridad del hombre. –Uno delos magos de los que hablas ha sobrevivido. Está recluido

en el nivel superior... paralizado por una especie decastigo impuesto por él mismo. Fue quien nos contó lahistoria, y también quien hizo surgir de nuevo la Espinadel subsuelo.

–Debía de ser Bran. Si no recuerdo mal, era él quienestaba autorizado a invocar a la Espina... el único detodos. – Delsar bajó el tono hasta convertirlo en unsusurro –Así que también lo dejó vivo a él. Irko no realizóel trabajo completo, quién lo diría. Ilthen, mi esposa,tampoco murió entonces, ante su ataque. Si no hubierasido por Haltean, ya entonces un antiguo amigo, no habríaencontrado un lugar para que ella pasara sus últimosmomentos. Pero no podía contarle la verdad –suspirónuevamente. –La verdad... era demasiado terrible,demasiado inexplicable. Ilmedh y yo...

Se interrumpió. Las palabras no atinaban a salir de suslabios. Era la primera vez que aquellos recuerdoscobraban entidad, y ahora le asfixiaban más que nunca,devolviéndole el regusto agridulce. Una parte de él seresistía tenazmente a pronunciarlos, a darles forma, perootra parte ansiaba hacerlo. Ansiaba arrojarlos fuera de sí,y sabía que aquélla era la manera...

–Irko nos mató. El fuego azul nos alcanzó, a Ilmedh y amí. La vi... la vi caer y ser consumida... –un sollozoquebró su voz, aunque carraspeó para disimularlo. –Y yolo sentí sin lugar a dudas. Sentí cómo me quemabaterriblemente, y luego hubo silencio, un silencio total... y

de pronto me vi sumergido en una inmensidad dorada. Lasaguas del Lago Eterno, aquél que dicen que da entrada alas almas al Reino de los Muertos. No podía ser otracosa... Pero apenas comenzaba a ascender hacia lasuperficie cuando fui enviado de vuelta. Fue unasensación espantosa, y desperté sin resuello, como siacabara de caer de una gran altura. Irko... Irko estabasobre mí. Sus ojos estaban clavados en los míos, y lasaliva le goteaba de las fauces; allí donde caía, sobre lasquemaduras de mi pecho y mis brazos, éstas se cerraban.Supe entonces que ya nunca podría librarme de lascadenas que me había impuesto.

Syhaji escuchaba, enmudecido de asombro. De entretodo lo que se le había pasado por la cabeza referente aaquel tipo jamás hubiera esperado algo así. Intentódescubrir en su voz o su mirada algún titubeo, algo quequizás revelara un nuevo engaño... mas nada había salvoun sufrimiento enquistado, añejo. Su semblante se leaparecía ahora avejentado y demacrado, a pesar de quesus edades debían de ser parecidas.

Delsar tosió, le costaba seguir hablando. Rápidamenteel antiguo ladrón extrajo del interior de su abrigo lapequeña botella de sarde que Haltean le regalara y se latendió. Aquél la aceptó con un cabeceo y bebió un par detragos.

– Irko se marchó, después de eso. Yo no entendía nadade lo sucedido, pero en aquel momento sólo pensaba enmi familia –prosiguió. –Me llevé a Ilthen y a Ilmedh comopude. No fue hasta transcurrido un mes cuando el loboacudió a mi encuentro. Mi esposa ya había muerto, y yo nohabía vuelto a pensar en él... simplemente creí que mehabía devuelto la vida por algún acto de benevolencia.Pero no era eso lo que pretendía. Me había resucitadopara pactar un vínculo conmigo. Por algún motivo queescapa a mi entendimiento, al regresar a este mundo Irkohabía perdido la capacidad de sentir las energías de losseres vivos como hacía antaño. Tenía que cumplir sumisión, aquélla para la que fue creado, pero no podíahacerlo en semejante estado... así que me escogió a mí. Élme indicaba dónde tenía que ir, los sitios en los que Rannecesitaba energía, y yo encontraba grupos de personas alos que él y sus djinns pudieran sacrificar. Generalmenteviajeros. Me ganaba su confianza y los embaucaba hastaque se produjera el ataque. Cuando pienso... –movió lacabeza con pesar. –Cuando pienso en todas las personasque han muerto por mi causa... Dioses, a veces pasonoches enteras en vela. Creo que no tengo derecho asoñar. E Ilmedh... Sé que ella siente algo, sé que recuerdalo que sucedió y lo que somos ahora, aunque nada diga. Y,aunque no puede verlo, percibe a Irko de alguna manera.Eso es lo que más me aterra. Pensar que mi hija puedaalgún día convertirse en lo que soy.

Calló después y desvió la mirada unos instantes.–Eres la primera persona a quien le cuento esto –al

cabo volvió a hablar. –Sé que debería haber hablado conHaltean antes. No sé si hubiera podido ayudarme, peroahora las cosas se han desbordado, sin duda. Cuando tedije, aquella noche, que tenías que derrotar a Irko, lo hicesinceramente –vaciló. – Sigo creyendo que eres la únicaesperanza. Pero antes, cuando nos encontramos... tienesque entenderme, sólo podía pensar en la seguridad deIlmedh... y él estaba...

–No te disculpes. Lo comprendo, no hace falta quesigas –intervino Syhaji. No sabía bien cómo actuar o quédecir, ahora que veía claramente la insondable naturalezade su dolor, pero su ira se había mitigado. Tal como lesucediera durante su primer encuentro, no podía encontrarsino veracidad en aquellas palabras y en aquellaexpresión. –Creo que estás en lo cierto al decir queestamos unidos de alguna manera. Irko nos necesita... yquiere destruirnos a ambos, de distinto modo.

–Por eso tienes que adelantarte –Delsar cobróvehemencia. –Después de todo este tiempo he llegado aentender bastante bien a ese bastardo, y sé que te tienemiedo. Sabe que si usas tu habilidad en su contra le seríadifícil doblegarte. El poder que posee es muy grande,pero no hay que olvidar que es un djinn, y por tantolimitado. Tú, en cambio, si no he entendido mal... tuMagia es muy diferente. Se expande. Por eso él pudo

sentirte, después de tanto tiempo con los sentidos velados.–Ni siquiera es acertado llamar “magia” a lo que hago

–replicó Syhaji amargamente. –Me he esforzado porcontrolarlo, pero sigue escapándose de mis manos. Casidiría que es mero instinto –suspiró. –No puedoenfrentarme a él en estas condiciones. Él posee la técnica,pero yo sólo la capacidad.

Delsar frunció el ceño, mas no llegó a abrir la boca.Escucharon tras ellos los ligeros pasos de Haltean y sevolvieron. Llegó hasta su altura, las manos refugiadas enel interior del abrigo.

–Ilmedh ha dicho que quiere quedarse con Llyra. Ellatambién parece bastante cansada –anunció. –Voy amarcharme ahora, he de encontrar hierbas. No tardaré,pero si necesitáis de mí, o si Llyra sufre alguna recaída,decídselo al dainagui. –Las caras de extrañeza de los doshombres le hicieron soltar una risa breve. –Simplementeposad las manos sobre el tronco y pensad en mí. Él seencargará de llamarme.

–Déjame ir contigo, Haltean –pidió Delsar. –Querríaque habláramos.

–He escuchado gran parte de vuestra conversación.No te preocupes, Ilmedh no ha oído nada. No he utilizadométodos normales para oiros, ya sabes –el halfling guiñóun ojo. –Sí, hay muchas cosas que los tres debemoshablar, pero lo haremos cuando regrese, te lo prometo. Demomento es la salud de Llyra nuestra prioridad. Y vuestra

seguridad se encuentra bajo la sombra de este árbol.Delsar acabó consintiendo a regañadientes. Una vez el

razheva se marchó, entró al tronco en busca de su hija. Seesmeró en ocuparse de sus propias heridas y en intentarhacer sonreír a la pequeña. Syhaji estuvo con ellos unrato, silencioso, sentado solo en un rincón sin separar lavista de Llyra. Vigilaba su respiración y hasta el más levede sus movimientos, y recordaba ahora, al contemplarlasumida en su maltrecho sueño, el primer día que la viera,cuando la llevara a su cabaña tras rescatarla en CaerSybern. Parecía haber pasado una eternidad desdeentonces, y aquel recuerdo ni siquiera parecía suyo... Lamarea de sensaciones que acudía a él acabó por ahogarle,y por fin, haciendo un tremendo esfuerzo, decidió salir denuevo al exterior.

El frío arreciaba, el cielo estaba tan gris como suánimo. Erró cabizbajo por los alrededores del árbol,siempre al amparo de su sombra, intentando sin muchoéxito apartar su mente de lo sucedido, relajarse. Habíademasiado que ordenar dentro de su cabeza…

Un tiempo más tarde, Delsar salió a su encuentro.Había pasado ya más de un ciclo desde la marcha deHaltean, y la impaciencia en el rostro de Syhaji eraevidente. Se sentaba en el suelo, apoyado contra una roca,a cierta distancia del dainagui. Aquél se quedó de pie,

mirándole significativamente, al llegar a su lado.–Bien –dijo al cabo de unos minutos. – ¿Has pensado

qué vas a hacer?El aludido volvió hacia él la cabeza y tardó en

contestar. No le agradó la interrupción, cuando ya habíaconseguido serenar un tanto su espíritu.

–¿Qué quieres decir?–Me refiero a Irko –aclaró Delsar. –Él no se moverá

de Thinerck. Esperará que sus djinns, como cuervos,como lobos o lo que sea, te lleven hasta allí. No intentaránherirte, porque necesita que tu energía esté intacta. Peroencontrarán la manera. Atacarán a Llyra, o quizás aIlmedh, y te obligarán... Es su verdadera fuerza. Lacoacción –escupió con furia la palabra. –Todo estetiempo he estado atrapado por él de esa manera. Si nofuera por Ilmedh... tal vez me hubiera quitado la vida haceaños –añadió, bajando la voz.

–¿Qué es lo que sugieres tú, entonces? –replicóSyhaji. –Ya te lo he dicho, no me veo capaz de derrotarle.Tendré que huir de ellos. Al menos hasta llegar a midestino. –Calló, pero tuvo que continuar, en contra de suvoluntad, ante el silencio inquisitivo de su compañero. –Fuimos hasta Thinerck por puro azar –explicósimplemente. –En realidad Llyra y yo viajamos hacia otrolugar... hacia un lago llamado Em–Ainn.

Delsar asintió, el entrecejo fruncido.–Entiendo. Me suena ese nombre. Si no me equivoco,

todavía te queda un buen trecho hasta allí. ¿Piensas viajartodo ese tiempo escondiéndote, en constante peligro? Talvez Haltean pueda acompañarte un poco, pero no serásuficiente. Los tendrás siempre encima, y no cejarán en suempeño...

–Sé a dónde quieres ir a parar –le interrumpió depronto el otro hombre. Se puso en pie, exasperado. –Derrotarle sería la mejor solución, lo sé, pero... no esalgo que pueda decidir ahora mismo. Tendría queprepararme, buscar la manera y... –se detuvo, meneó lacabeza. No había manera de expresar correctamenteaquella sensación de impotencia.

–No te estoy diciendo que lo hagas solo.Delsar abrió el zurrón y extrajo de él, de nuevo,

aquella pequeña caja de madera que ya viera Syhajidurante su viaje hacia Thinerck, cuando les diera a él y aLlyra el mapa de la ciudad. Ahora que la veía de cerca,abierta, comprobó que en su interior había otros muchospapeles, amarillentos y arrugados. El hombre rebuscóentre ellos. Habló al tiempo que lo hacía.

–Irko es fuerte cerca de la Espina. Sus energías seatraen y se complementan. Yo no soy un experto en eltema, pero mi esposa me lo explicó –dijo. –Ella estudióintensamente durante muchos meses, con sus compañeros,todo lo referente al djinn y a la ciudadela. Tenían grandesaspiraciones, pero fue en vano... En fin, durante todo eltiempo que ella se aplicó en el estudio, en Fasek,

estuvimos separados. Me escribía muy a menudo. Una delas máximas de su grupo era que no debían guardarconstancia escrita de algunos de los hechizos queaprendían, aquellos de índole más poderosa, porseguridad. Y, si tenían que hacerlo, debían guardar lamáxima cautela. Algunos de sus amigos los escribían enlibros que conservaban bajo llave, o protegían conterribles geas. Ilthen, en cambio tenía otra forma deesconderlos... Me los escribía a mí.

Sonrió con tristeza. Había encontrado lo que buscaba,y sus dedos acariciaban distraídamente un trozo depergamino doblado en numerosas partes. Lo desplegó concuidado.

–Estaba el hechizo que era capaz de hacer surgir denuevo la Espina. El que utilizó el mago que encontrasteis,Bran. Aunque todos lo conocían, llegaron al acuerdo deque sólo uno de ellos lo emplearía, llegado el momento;los demás debían incluso olvidarlo. Así lo hicieron,aunque Ilthen me lo envió, en su última misiva antes deque yo viajara a encontrarme con ella. –Se detuvo, ydespués leyó las estrechas líneas de tinta en silencio.Parpadeó varias veces, durante un breve instante los ojosle brillaron. –Me pregunto qué pensaría Irko si supieraque todos estos años he guardado este hechizo conmigo.Resulta irónico –comentó socarronamente. –Ella confiabaen que lo guardase, confiaba en mí. Ahora puedo al menosdarle un sentido a esa confianza. De la misma manera que

el hechizo puede hacer que la Espina resurja, tambiénpuede volver a ocultarla. ¿Entiendes lo que quiero decir,Syhaji?

El interpelado lo miró con extrañeza. No le resultabafácil dar crédito a aquel ofrecimiento, a todas lucesdisparatado.

–¿Por qué quieres hacer esto? –inquirió. –Tienes elhechizo, dices... ¿pero es acaso tan sencillo utilizarlo? Sémuy poco de la Magia del Cielo, pero dudo que sea tansimple como pronunciar unas palabras.

–No... no lo sé. No puedo saberlo –Delsar manoseónerviosamente la carta. –Puedo leer el texto, pues conozcoel élfico, pero ignoro si bastará con eso. De todosmodos... quiero arriesgarme a hacerlo. Si funciona, si laEspina regresa al subsuelo, habría menos posibilidades deque Irko te doblegara. Iremos ambos a Thinerck;seguramente sólo te prestará atención a ti, de modo quetendré ocasión de esconderme y pronunciar el hechizo. Elresto sería cosa tuya.

–Dioses... –Syhaji resopló, se frotó los el puente de lanariz con gesto cansado. –Es una locura. Los dos vamos ajugar a ser Magos... –soltó una carcajada sin alegría. –Ysin embargo, cualquier otra posibilidad parece aún másoscura. –De algún modo, todo lo que el hombre le habíarelatado le parecía terriblemente verosímil. Sabía que, sicontinuaba adelante, le esperaba el acoso de los djinns,incansables y voraces; y, si los derrotaba, ¿no acabaría

acaso por sufrir el del mismo Irko? Le helaba la sangrerecordar las llamadas de los lobos. Verse rodeado porellas, de nuevo, le parecía una pesadilla.

Y no podía poner a Llyra en semejante peligro. Laúnica opción sería dejarla atrás, quizás con Haltean,mientras intentaba llegar al lago a toda prisa; pero ello nole aseguraba, como bien había dicho Delsar, que no fueseatacada.

–Tal vez no valga de nada –el antiguo espía hablódespacio, con la mirada fija en el suelo. Parecía continuarlos pensamientos de Syhaji con sus palabras. –Tal vez seasólo un plan desesperado, y yo un iluso. Pero, al fin y alcabo, fallar y quedarnos aquí sin hacer nada viene a serigual. Créeme, Syhaji, no se puede huir de él. Y tampocopodemos huir de nosotros mismos. Es lo que he estadohaciendo durante todos y ha llegado el momento deponerle fin. Ni siquiera lo haré por mí mismo, sino porIlmedh... se lo debo, después de todo.

–Delsar, no es tan sencillo –musitó Syhaji. –Tengoque pensar, tendría que trazar un plan y... meditar, parapoder utilizar el Deseo... Tengo que concentrar la energía,dentro de mí, y hacerla obedecer. Sería la primera vez queme enfrento a alguien en tales condiciones. No es tansencillo...

–Syhaji, es muy sencillo. Es más sencillo de lo quepiensas. –Delsar se volvió un momento, señaló con unmovimiento de barbilla el dainagui. –Si la quieres,

protégela. Eso es todo.Nada más dijo después de aquello. Recogió en

silencio los papeles dentro de la caja y regresó de vueltaal interior del árbol. Syhaji quedó un buen rato en elmismo sitio, pensativo, inmóvil. Poco después, el vientocomenzó a arrastrar hasta él el aroma de la incipientenieve.

Recordaba la primera vez que había escuchado aquellamento muy vívidamente, como si no hubierantranscurrido todos aquellos años desde entonces. Nuncahabía dejado de oírlo, de sentirlo en su propia carne comouna lanza que ahondara más y más en su interior...

Las demás heridas habían sido meros aguijonazos,irrelevantes, que había solventado sin mayor problema.No eran como aquella voz, grandiosa, terrible,eternamente sollozante. Se había sentido insignificante eimpotente durante aquel tiempo interminable al saber quecontinuaba allí, que no podía aliviar en nada su dolor.Pero ahora, por fin, podía encararla con orgullo. Por fin,estaba cerca el momento que le había prometido. Unestremecimiento de excitación le recorría de arriba abajo.Largo tiempo olvidada, perdida en la indigna memoria delos seres humanos... ya no tendría que llorar más.

Se acercó a la Espina ceremoniosamente, inclinó lacabeza ante ella. De aquella energía provenía el fluir delmundo, el latido de la savia, la sangre de todas lascriaturas vivas. En aquella energía morían todas ellas. Nopodía dejar de sentir el desprecio, íntimamente entretejidoen su ser, lacerante como una llama, hacia aquellos quehabían causado semejante afrenta. Habían actuado comoniños con un juguete que escapaba a su entendimiento, y elprecio que habían pagado había sido el justo... inclusoinsuficiente, pensaba a veces. Lo pensaba cuandocontemplaba aquellas ruinas opulentas, que habíanintentado aprehender una solemnidad que no era más queuna ilusión. Lo pensaba y recordaba el día en que habíaregresado del locus, la prepotencia en aquellos ojoshumanos que le miraban como si fuera un siervo, un perrodomado. Sus muertes habían sido un escaso tributo y pocoo nada habían ayudado a Ran, pero al menos habíanaplacado la humillación.

Todo terminaría ahora, aunque nunca debiera haberempezado. Dejó que su mente vagara contemplandoaquella luz de innumerables tonalidades. Por aquel vacíorepleto de significado y veracidad, por el origen y el fin.Navegó entre las olas de la creación, en un mar infinito, sedejó acunar y besar por ellas. Sus djinns le llamaban detanto en tanto, reclamando su atención. Era una buena

señal, se decía distraídamente. Empezaban a recuperarse,y pronto podría mandarlos de nuevo en busca de laFuente. Él volvería a manifestarse, tarde o temprano, yentonces irían a su encuentro y terminarían lo que unsimple percance, un burdo hechizo, había truncado. Aquelmaestro razheva podría entrometerse siempre. Y encuanto a Delsar... Torció el gesto con desagrado. Hacíamucho, por fortuna, que había dejado de entender lamentalidad humana. Le había ofrecido un descansoduradero, a cambio de aquel trabajo... y lo había arrojadopor la borda, en aras de quién sabía qué clase deesperanza. No le encontraba sentido, por más querecapacitara sobre ello.

Las llamadas se volvieron constantes, apremiantes. Ypronto se vio obligado a abrir los ojos.

La súbita energía había restallado como un látigo,cerca de allí. No se trataba de un error o una resonanciaperdida. Se sobreponía incluso a la misma fuerza de laherida, tan intensa era. Se puso en pie, nervioso, y seaseguró de estar en lo cierto, de no ser engañado por susmaltrechos sentidos. Ah, quizás todo podría ser mássencillo de lo que esperaba.

Sintió una repentina dicha, y se retiró de la Espinaunos metros. Aguardó, eufórico, con la paciencia que le

habían dado los siglos.

La nieve comenzaba a caer en lentos copos,tímidamente, como el llanto de una dama escondida,cuando Syhaji ascendió el último peldaño de lasescaleras. Encontró a Irko tal como esperaba, tal como lehabían dicho que estaría. El resplandor de la columnacontra el cielo gris le cegaba; se conminó mentalmente ano ceder ante la debilidad que le inducía.

–Veo que has recapacitado –habló el lobo. –Hasvenido a cumplir tu destino.

Syhaji tomó aliento. Apretó los puños lentamente,aferró firmemente la voluntad que tanto le había costadoreunir.

–No, Irko. He venido a destruirte.

CAPÍTULO 9: CORRIENTE

El frío se había vuelto más tenaz cuando se habíatransportado a la entrada de la quinta Hoja. Syhajirecordaba claramente aquella puerta, a pesar de susimilitud con las demás; había una leve hendidura, unamarca en cierto sitio, pequeñas diferencias que le habíanayudado a llegar hasta allí. Aún faltaba un poco para elocaso y la entrada permanecía abierta. No duraríademasiado, lo sabía. En el horizonte frente a él las nubescomenzaban a tornarse más y más oscuras, engullidaslentamente por la noche.

Y ahora, por si fuera poco, por si no tuviera bastantecon el viento que se le metía entre las ropas, quecorreteaba por su piel acarreándole constantesestremecimientos, llegaba la nieve... Siempre tenía quenevar o llover en los cantares, en los cuentos para niños,cuando el héroe aparecía resplandeciente frente alenemigo. Qué estupidez. Aquello no tenía nada que ver. Élsólo era un pobre diablo enfermizo que temblaba de lospies a la cabeza.

Irko lo contempló en silencio unos instantes, queparecieron dilatar el aire a su alrededor, volviéndolo

espeso y difícil de respirar. Hizo una mueca con elhocico, mostró una suerte de decepción. Y tan prontocomo abrió la boca, la brisa que se deslizaba cerca de élmurió.

–Mírala, Syhaji –habló por fin. Se giró de costado,señaló con un cabeceo la Espina.. –Mírala –repitió. –Estoque ves aquí es la semilla que te da vida, a ti y a todos losque pueblan este mundo. Sé que sientes su dolor, tantocomo yo. Sé que te llama, porque eres parte de ella, igualque todos nosotros... aunque tu caso es especial. Tuexistencia tiene una razón de ser adicional, y es la decurar esta herida.

–¿Por qué? ¿Qué pasaría si nunca me hubierasencontrado? –replicó Syhaji, dando un paso al frente.Había meditado largamente lo que quería decir, y leresultaba más fácil tomar una pizca de valor de aquellasideas. –¿Y si hubiera muerto en el bosque, hace años,cuando me abandonaron? ¿Es que entonces Ran nuncahubiera podido sanar? No lo creo... Tiene que haber másmedios, tal como dijo mi compañera...

–No moriste porque tu destino era más fuerte quecualquier intervención humana. Es así de simple –respondió el djinn, impasible. –Thinerck es anterior a ti, ylas necesidades de Ran imperan sobre cualquier individuoque pueble su superficie. Los humanos piensan que es latierra la que debe servirles, pero es justo al contrario –lavoz se le endureció, hubo un destello de ira en ella. –Ah,

puede que algún día se enteren, cuando llegue su hora.–El destino... –Syhaji vaciló. Recordaba ahora una

lejana conversación a la orilla de un río. –No es algounívoco. Siempre puede haber varios caminos y éste...éste no es el que quiero escoger.

Irko agitó la cabeza, exasperado, y resopló, en ungesto inequívocamente humano.

–No sé mucho de ti, Syhaji. Pero diría que tunacimiento no estuvo rodeado de circunstancias normales,precisamente –dijo el lobo. El hombre frunció el ceño alescuchar aquello. –La ruptura de un geas, seguramente. Heconocido a muchos como tú. No sé si sabes lo quesignifica tu don... lo que significa ser el hijo de un Hegaï.

–Lo sé –interrumpió su interlocutor. –Sé bien lo quesoy.

–Entonces deberías estar de acuerdo conmigo en quetu misma existencia es la prueba de un castigo, una afrentacontra Ran. No es normal ni lógico que un humano domineel Deseo, ni tampoco que una criatura feérica adoptecarne mortal. Te encuentras a medio camino entre ambosmundos. No deberías estar aquí. No perteneces aquí –masculló de nuevo el djinn. –Tienes la oportunidad deregresar a la misma esencia de Ran y, por si fuera poco,de enmendar una terrible herida. ¿Cuál es el motivo por elque no quieres entenderlo, Syhaji? –se adelantó,vehemente. – ¿Qué esperas conseguir? ¿Por qué noreconoces la verdad?

–La verdad...El antiguo ladrón retrocedió, en un gesto instintivo.

Reflexionó en silencio sobre aquellas palabras. No era laprimera vez que creía escuchar algo similar... No había unsolo Syhaji entonces, sino múltiples y variadas voces ensu espíritu, un torbellino en el cual el pasado y el presenteconfluían.

–La verdad, Irko, es que has tenido mala suerte. Hasllegado tarde. –De nuevo alzó la mirada. – Quizás, si mehubieras encontrado antes... hace tan sólo unos meses...Probablemente te habría dado la razón. Entonces no teníanada que perder, no era más que una sombra, y hubieraaccedido a tu petición sin dudar. Pero por fin heencontrado quién soy, y quiero seguir siéndolo... Perdistetu oportunidad. –Apretó los puños. El Deseo hervía,espoleado y alimentado por su determinación, y él seregocijó al sentirlo, inundando cada parcela de su ser. –Te ofrezco un trato, y es una promesa que pretendocumplir: buscaré una manera de cerrar la Espina deThinerck, una manera en la que no esté implicado delmodo que quieres. Viajaré, investigaré, removeré cielo ytierra en busca de una solución. Si sigues sin aceptar mipropuesta, sin embargo... entonces no me quedará otrasalida que acabar contigo.

Su conciencia se burló de él, a carcajadas, antesincluso de que Irko exhalara a su vez las suyas. Se

avergonzó y se enfureció consigo mismo; sin duda nohabía conseguido que su parlamento sonara comoesperaba, como había preparado en el camino hasta laciudad.

–¿Ésa es tu solución, entonces? –preguntó el lobo.Ahora agachaba el lomo, su gesto era amenazador. –Puedeque no sepas del todo quién soy yo. No sé qué te habrádicho ese razheva, o Delsar... pero no han debido darteesperanzas. Soy un djinn, y la energía baila a mi antojo, lavida se postra ante mí. –Volvió la mirada hacia la Espina,un instante. –Ella me asiste –musitó con reverencia. –Sabeque soy su siervo y me da su bendición... mientras que a tite absorbe, te anula. Te llama. ¿Me equivoco?

Hubo un brillo de malicia en aquel ojo azulado,cortante como el acero, que hizo que Syhaji seestremeciera. Había evitado con todas sus fuerzas, hastaentonces, pensar en ello; pero sí, notaba claramente lapresión, la asfixia que la columna le enviaba, en unsilencioso mensaje. Sí, maldita sea, sí que le llamaba.

–Tal vez tampoco tú sabes quién soy –exclamó, noobstante. –No creo que te hayas enfrentado nunca a nadiecapaz de manejar el Deseo.

El hombre respiró hondo. De nuevo abrió y cerró losdedos, y se concentró en notar cómo los hilos de energíafluían por ellos mansamente.

Irko no se había percatado de que no llevaba el

guantelete, o quizás no le importaba. Probablemente no sele pasaría por la cabeza el motivo de aquel cambio…. Losojos de la bestia, fijos en los suyos, prestos a descargar laira como el filo de una guillotina, sólo rezaban una cosa.Ya no habría marcha atrás.

–Oh, basta ya de tonterías. Basta de preámbulos yduelos de palabras. –El animal ladró, ensanchó los labios.–Esto no es una feria de pueblo y no somos granjerosdisputando unas vacas. Ella no puede esperar más. Si eslo que quieres, realmente, si no hay otro remedio... Bueno,tendré que buscar una postura más cómoda.

Sucedió de repente, tan veloz como el pensamiento,imposible de aprehender.

Durante un momento el cuerpo del djinn resplandeció,y al punto su silueta se volvió borrosa, cual si una intensaniebla lo cubriera. El viento ululó, la nieve corriódesbocada en frenéticos círculos, y Syhaji llegó a creerque las nubes habían descendido de nuevo sobre el granpatio, tal como le había parecido la primera vez quellegara allí.

La sombra que proyectaba la criatura se extendió, seensanchó en un abrir y cerrar de ojos. Las patasdesaparecieron… El antiguo ladrón tuvo que parpadearvarias veces antes de dar crédito a sus sentidos.

Irko ya no mostraba la forma que conocía. Teníadelante a un individuo alto, de cabellos blancos y tezargéntea, que bien hubiera pasado por un ser humano... deno haber sido por el hecho de que su rostro no mostrabaexpresión alguna, ni parecía ser de hombre o de mujer.Los ojos, diminutos, parecían meras hendiduras en la piel,las comisuras de los labios una fina línea. Cubría sucuerpo con lo que parecía ser una túnica, aunque eratraslúcida como un jirón de bruma. Extendió la manoderecha, de largos dedos, y una sombra la cubrió; crecióhasta adquirir la forma de una larga lanza plateada, cuyofilo era circundado por colmillos de lobo.

La Espina, a su espalda, brillaba con furia, más quenunca.

Syhaji frunció el ceño. Seguía siendo el mismo ser, sinduda. Era la misma presencia, la misma fuerza. Irkoestaba allí, ahora de igual a igual. Súbitamente eldesánimo se aferró a él como una sanguijuela. Pudocontemplar su propio reflejo durante un fugaz instante enla hoja de la recién aparecida arma, el gesto asustado... ysupo que no tenía oportunidad de vencer.

El ser movió a un lado y a otro la cabeza, se frotó elcuello. Le miró con desdén.

–Soy un djinn –anunció sombríamente. –No tengo

entidad, puedo manejar las Posibilidades que meconforman a mi antojo. Las conozco una a una y soy capazde moldearlas. Ése es nuestro poder. Y no sólo eso... soyIrko y también soy su creador. Soltur el Grande, el mayorde los adeptos que ha conocido la Escuela del Cielo. Aligual que tú, no pertenezco a ninguno de los dos mundos,pero puedo dominarlos a ambos de un modo que tu pobremanejo del Deseo no alcanza a vislumbrar. No quería queesto sucediera así, puedes creerme... –la mano izquierdase movió, despacio, hasta cerrarse sobre la lanza, un puñopor encima de la derecha. –Pero no hay otro camino, porlo que me has demostrado.

Syhaji intentó a toda prisa recordar lo que sabía delarte de la lucha. Prepararse, estar atento, contemplar elvacío que hay entre cada instante. Tensó cada uno de sussentidos. Se colocó en guardia, se recubrió con elarmazón de la energía.

Todo en vano.

No tuvo tiempo más que para confiar en el instinto ylos reflejos cuando, sin previo aviso, vio aparecer frente aél el rostro de Irko. Como una exhalación había recorridolos metros que los separaban, deslizándose sobre el sueloy cortando el aire, que huía ante su presencia en bruscasráfagas. Vio la lanza, el tajo sesgado, y sólo por lavoluntad de los Dioses consiguió esquivarlo torpemente,

antes de que alcanzara su cuello. Se repuso, dio un salto aun lado, poniendo de nuevo tierra de por medio. El Deseono terminaba de surgir, se agitaba como un volcánperezoso.

Vamos, maldita sea. Ven a mí.

Acudió al fin, justo cuando el djinn volvía a saltar alataque hacia él. Notó el fuego extendiéndose por su brazo,el derecho; era una sensación inusitada, libre de lapresión reptiliana del guantelete. La espada dorada estallóen él con un relampagueo, con abrumadora fuerza. Elchoque fue terrible. Syhaji logró con dificultad mantenerseen pie. La lanza helada, el filo áureo, ambos restallaron yaullaron al enfrentarse, y ambos hicieron que susrespectivos portadores se estremecieran de parte a parte,atravesados por una súbita descarga. Irko se detuvo unmomento, retrocedió unos pasos y examinó gravemente alsu oponente.

–Cretino –masculló. –Liberas energía en estado puro,sin apenas darle forma. Es impresionante... pero al mismotiempo es una estupidez. Sólo la estás alimentando –sonrió maliciosamente, señaló con un cabeceo la Espina,a su espalda. –Justo lo que me interesa, por supuesto.

Era cierto. Syhaji no hubiera podido expresarlo contales palabras, mas no le cabía duda alguna de lo quesentía: como un sumidero, la columna llamaba a sí a la

propia espada, y a través de ella su propia energía fluíaincansable hacia ella. La debilidad le amenazaba más ymás, pero no cedería a ella, se dijo, se juró. Había yacidoen aquel pozo mucho tiempo, demasiado... Ahora sealejaría, caminaría por el filo de ser preciso. Si tenía queperder, perdería contra Irko... pero no contra él mismo,nunca más.

Los filos entrechocaron de nuevo, y las piedras seestremecieron.

Las manos de Syhaji se movían casi sin que él locontrolara; la espada bailaba arriba y abajo al compás delos movimientos de su oponente. El dominio de Irko eraevidente, y su rival no hacía sino defenderse, siendoconducido en contra de su voluntad; sin embargo, la lanzase encontraba con una tenaz resistencia y no conseguíahallar hueco alguno. Todo ello enfurecía visiblemente aldjinn, y Syhaji supo sacar partido. La columna continuabamermando su fuerza, pero ahora, la ira escondida en lamirada de Irko, la impaciencia que mostraban sus ataques,le revestía de mayor confianza, en lugar de amedrentarlo.Quizás lograra cansarlo y ello le diera una oportunidad.

Una finta, un quiebro. Lo llevó lo más lejos que pudode las escaleras de la quinta Hoja. Hacía todo lo posiblepor mantenerse estable, pero cada golpe le sacudía y

desestabilizaba. En el frenesí de la batalla trataba demirar atrás, asaltado por un extraño presentimiento. Nopudo prestarle demasiada atención, empero... hasta quefue demasiado tarde.

Syhaji soltó un grito de sorpresa cuando notó aquellacorriente gélida ascender por sus tobillos y pantorrillas.Al bajar la vista hacia sus extremidades descubrió que sehallaba de pie sobre lo que parecía ser una amplia sombrainforme, que se extendía como una gran mancha en elsuelo y trepaba por sus piernas. No la había visto allíantes, de eso estaba seguro. Le había aprisionado, y pormás que lo intentara, por más que empleara con desesperosu poder, no encontraba la fuerza suficiente paradeshacerse de tan extraña cadena. Su mente trabajódeprisa, la explicación se le escapaba... hasta que Irko,retrocediendo, lo miró de arriba abajo, con gesto triunfal,si algo así podía interpretarse en aquel anodinosemblante.

No era mera energía lo que percibía Syhaji en aquellasombra... era una presencia, algo que le resultabavagamente familiar. Cuando por fin lo identificó, sintióque el corazón se le aceleraba.

Las manos le temblaban, aunque aferraba la espadacon toda la fuerza de que era capaz, hasta sentir que le

quemaba. Irko no se abalanzó sobre él, como cabríaesperar de un cazador que contempla la vulnerabilidad deuna presa.

–Te habías olvidado de ellos, ¿verdad? –señaló alsuelo con la lanza. La mancha que aprisionaba a Syhajirespondió, agitándose; comprendió éste ahora que era laenergía de los djinns, sus seguidores, lo que leinmovilizaba. Escucho el murmullo de sus voces, como elvibrar de un hormiguero, y recordó las que habíaescuchado en el interior del templo derruido, tan sólo unashoras antes. Se le antojaban terriblemente semejantes...

-No te obceques con tu poder. Tienes que darte cuentade lo que significa realmente –dijo Irko, y de nuevo su vozsonaba persuasiva. Intentaba volverle hacia surazonamiento una vez más, se dijo Syhaji. Tal vez aquellaobstinación podía darle tiempo... el que precisaba su plan.Relajó los músculos, hizo como que escuchaba. –Entiendoque te sientas fuerte desde que aprendiste a manifestarlovoluntariamente. Gracias a ello pude por ciertodescubrirte –prosiguió el ser. –Antes tenías una venda enlos ojos, y ahora puedes ver el mundo a través de unprisma completamente distinto. Me creas o no, locomprendo, más de lo que imaginas –sus palabrasparecían extrañamente sinceras. Durante un momento elsemblante andrógino le pareció apesadumbrado, y creyóver el pasado en él... el pasado en que aquella miradarasgada había pertenecido a un ser humano. – ¿Pero qué te

ha dado hasta ahora? Dime, ¿acaso te ha causado algo másque dolor y soledad? No pienses que vas a librarte de ellosólo porque veas claramente el origen de tu poder. Tudestino, si no me haces caso, puede ser mucho más aciagoque hasta ahora. El mundo en el que vives no estápreparado para ti.

Aquellas palabras no podían ser fortuitas... Sin duda,Irko debía ver más allá, de similar manera que Haltean.Syhaji se enfureció en silencio. La idea de que aquellacriatura escrutara los recovecos de su espíritu, queintentara dirigirse al centro de sus miedos, le desagradabaen extremo. Por los Dioses que no iba a consentir que lodoblegara.

–No sé qué destino me espera, es cierto. Pero almenos podré elegir –replicó. No le pareció un granargumento, pero no había tiempo para pensar con calma.Sentía el rostro empapado en sudor, el pulso como un ríoacelerado... más aún cuando vio, por fin, aquella figuraatravesar a todo correr el gran patio, surgiendo como unaexhalación de las escaleras.

El momento que esperaba. Estaba a espaldas de Irko yéste no parecía haberse percatado de la presencia, porincreíble que resultara. Vaciló, tartamudeó. No podíadejar que él lo notara...

–Antes el poder no era mío, tú lo has dicho... –prosiguió, - era un sueño, un parásito. Ahora ya no dejaré

que elija por mí. Ni lo harás tú, Irko, ni la Espina.El djinn se dispuso a replicar. Tuvo tiempo de separar

los labios, mas fue acallado de repente. Todo se desatódel modo más inesperado.

De la misteriosa oscuridad bajo los pies de Syhajisurgió un chillido, horrísono; durante unos instantes éstepensó que iban a reventarle los tímpanos. Se cubrió lasorejas, se encogió sobre sí mismo. Notó una bruscasacudida, trastabilló y a punto estuvo de caer de rodillas.La mancha le había dejado libre, había escapado haciaadelante, deslizándose veloz por el suelo... y encontrandouna nueva presa.

Delsar había conseguido llegar al lado de la Espina.Syhaji sintió un renovado y profundo respeto por aquelhombre; la esperanza que había depositado en él, en sudescabellada misión, era muy escasa. No era unaalucinación, sin embargo. Estaba allí, y ahora la sombra leretenía del mismo modo, frenética y furiosa, en sempiternadefensa de su señor. No obstante, el gesto del antiguoespía no mostraba temor alguno. Erguido, desafiante, lospuños cerrados junto a los muslos, miraba fijamente alque sabía que era Irko, y había una sonrisa sarcástica ensus labios.

–Da igual la forma que tengas. No dejas de ser unperro viejo, con un olfato viejo –declamó. Levantó el

brazo izquierdo, alrededor del cual la serpienteOuroboros, tallada en cobre, se enroscaba y mordía. Elguantelete brilló, reflejando la luz de la columna consorprendente intensidad. –¿Qué sucede, chucho? –gritó suportador. – ¿Estabas tan concentrado en Syhaji que no hasnotado mi presencia? ¿O te ha confundido su energía,impregnada en este guantelete? Ya es tarde, bastardo. Noes éste tu primer error, y te lo voy a demostrar.

No bien había terminado de proferir tan temerariaspalabras cuando comenzó a pronunciar otras, esta vez enun lenguaje muy distinto, plagado de eses, que surgía desus labios apresuradamente, cada sílaba arrastrando a laanterior. La voz le tembló en un par de ocasiones, mas nose detuvo. El thirck relucía con ímpetu, la magia escapabade él, otorgando vida y forma al ensalmo. Syhaji se sintióestremecer de arriba abajo, y de pronto vio alejarse almiedo, empujado por la repentina confianza, la euforia.Aquél era su don, su propia energía guardada en elguantelete, que se manifestaba majestuosa.

La Espina protestaba, gemía con mayor dolor cadavez, pues cada palabra se le clavaba como una saeta. Latierra tembló, un creciente murmullo, reclamando denuevo para sí la anciana herida...

Creyó que todo iría bien. Creyó que había terminado,que pronto la columna desaparecía, y con ella la fuerza

que amenazaba con absorberle. Todo sería entonces mássencillo, la victoria estaría más próxima. No era sinocuestión de segundos... Vio un momento el semblante deIrko, atónito ante el revés de los acontecimientos. Y, sinduda, sólo fue eso: un momento ilusorio, un instante enque la esperanza le otorgó ánimos renovados. Demasiadofugaz, huyó como arena entre los dedos... De repente Irkoya no estaba allí, a unos pasos de él, sino que se hallaba,en un abrir y cerrar de ojos, justo al lado de la Espina.

Un sonido seco, ahogado, un gorgoteo. Las palabrasmurieron abruptamente.

La lanza atravesaba ahora el cuerpo de Delsar departe a parte. La punta, empapada en sangre, sobresalíapor el costado, debajo de los pulmones. Había sorpresaen el rostro del hombre, y, tal vez, una suerte devergüenza. Había sido un movimiento tan inesperado,como si el djinn no se hubiera movido en realidad…Simplemente había llegado allí... simplemente porque lohabía querido. Delsar comprendía ahora aquello,comprendía que siempre había estado con él. Lo entendióantes incluso de leerlo en aquellos ojos inexpresivos, enlos que estaba escrita la misiva de la muerte.

Syhaji rugió, corrió hacia ellos, pero hubo dedetenerse en seco cuando Irko se volvió hacia él. Giró la

lanza, y el cuerpo ensartado de Delsar hizo otro tanto, a sumerced. Dejó éste escapar un quejido ronco. Aún seaferraba a un hilo de vida, aunque sus ojos desencajadosparecían mirar a algún lugar muy lejano. Horrorizado,incapaz de reaccionar, Syhaji trataba de detener la ira queamenazaba con dominarle, algo que en verdad su mismoespíritu ansiaba.

–Puedo soltarlo, si quieres.Irko pronunció estas palabras despreocupadamente.

Agitó la lanza, como un pescador que mostrara una pieza.–Ya le salvé una vez la vida –añadió. –Podría hacerlo

otra vez. Podría hacerlo las veces que lo deseara, a decirverdad. –Se inclinó hasta que su barbilla quedó casi a laaltura del rostro de Delsar, susurró sibilino. –Su vidapuede estar en mis manos ahora... y en las tuyas, Syhaji.Es un buen hombre. Tiene una hija. Tiene esperanzas.¿Vas a dejar que muera por ti?

El antiguo ladrón apretó los puños, temblando. Lamirada de Delsar, inyectada ahora en sangre, se moviólentamente hacia él. El cuerpo se agitaba, atravesado porespasmos; la sangre brotaba sin parar de sus labios. Nopodía soportar aquella mirada... no podría olvidarla...Debía hacer algo. No era un sueño, tenía poder, tenía queservirle para evitar aquello, de alguna manera...

–Sólo tienes que cumplir tu misión. Tu destino. Sóloeso... y él será libre. Él, el halfling, la mujer, todos losque te acompañan. No me interesa ninguno. ¿Tanto vale tu

orgullo, Syhaji? –Irko elevó la voz, de nuevo era elaullido de un lobo. – ¿Vale más que su vida? Di unapalabra... di que aceptas, y lo salvaré.

En un brusco movimiento, inesperado, las manos deDelsar aferraron el extremo de la lanza que sobresalíadelante de él.

Con una fuerza impensable, comenzó a tirar del mangohacia atrás, al tiempo que empujaba hacia adelante elcuerpo. Poco a poco fue deslizándose sobre el arma, sinque la presión del sorprendido Irko consiguiera frenarlo.Dejaba escapar al tiempo terribles alaridos, agónicos,huecos, que se intensificaron cuando la punta traspasó sucarne; la sombra, que todavía seguía bajo sus pies, seretiró, como si en verdad se sintiera igual de espantadaante las escena. Finalmente Delsar cayó pesadamente alsuelo, libre. Se apoyó un momento sobre los codos, masno fue capaz de sostenerse. Ahora era la sangre la que seextendía como un lago oscuro bajo su cuerpo, con rapidez.

Movió la cabeza a un lado con dificultad, apoyó lamejilla contra el suelo.

–Mi esposa... su sangre... también debe de estar cercade aquí –musitó. Fue apenas un susurro, pero retumbó encada losa. Todo había callado en los oídos de Syhaji. Elviento, el lamento de la Espina. –No le hagas caso... –supo que se dirigía a él, pese a que no le miraba. –Cuando

caiga, cuando le venzas, yo... habré tomado parte. No... leescuches. Las palabras son su fuerza.

Los dedos acariciaron un momento el suelo,lentamente, hasta cerrarse agarrotados. No volvieron aabrirse. El brazo del guantelete se extendía delante de sucabeza; Ouroboros había aflojado su presa. No era másque un trozo de metal frío, exánime, sobre el que caíalentamente la nieve.

–Coge ese thirck, Syhaji. –Irko sacudió la lanza a unlado, imperturbable. La sangre salpicó las piedras en unamplio arco. –Cógelo, lucha como es debido, y acabemosde una vez. Basta de trucos. –Desvió la vista hacia laEspina, el gesto se torció. No parecía haber ningúncambio en ella, a simple vista, mas el antiguo ladrónpodía sentir su ofensa ante el conjuro que había estado apunto de esconderla de nuevo... y la rabia que ello habíadespertado en su oponente.

Syhaji tuvo que tragar saliva, inspirar varias veces,para poder hablar.

–No voy a usar el thirck –replicó con vozentrecortada. –No lo necesito. Mi poder sí que merececobrarse una vida. La tuya, Irko.

Se alejó unos pasos, hasta situarse a la distanciasuficiente del cuerpo de Delsar.

El Deseo llenaba cada músculo de su cuerpo y cadaápice de su espíritu. Se extrañó de su mansedumbre, pueshabía pensado que la rabia y el dolor serían los que leguiarían, después de aquel fatal desenlace. No encontrabapor ningún lado tales sentimientos... no notaba aquelladeterminación frenética de la que tanto había escuchadohablar, el orgullo de los guerreros, el ardor de la batalla.Era natural. Él no era un guerrero. No era nada, enrealidad, pero tenía un cometido. Un sendero que se abríaclaramente ante él, en la vasta pradera del destino.

Irko rugió, era la primera vez que mostraba enfado demanera evidente. Se arrojó contra él. No era tan rápidoahora, o los sentidos le engañaban... Lo vio llegar, loesperó, encontró justo el momento en el vacío. El Deseorestalló.

La espada volvió a aparecer en su brazo, aunque noera ya dorada como antes. No tenía tonalidad, ciertamente,pues parecía traslúcida; no podía verse y sin embargoestaba allí, detenía los lanzazos, desviaba el arma tan sólocon el choque. Syhaji no reparaba en ello, sin embargo,como tampoco en el semblante de Irko, que denotabasorpresa e ira crecientes. No pensaba en lo que hacía sinovagamente, dejando que la espada, una prolongación de suesencia, actuara por sí sola. Su atención se dirigía hacia la

sombra, a la que había perdido de vista. La sentíaescurrirse en algún lugar cerca de él, deslizarse,intentando encontrar el momento oportuno para atraparle...Cuando por fin notó que se lanzaba a sus pies, el antiguoladrón estaba preparado. Apuntó con la palma de la manolibre al suelo y a una orden suya otra sombra similar, delcolor del cielo, se extendió. Los djinns colisionaron conla repentina aparición y quedaron anulados en ella.

Syhaji escuchó su protesta, un grito informe, obsceno,y aquello casi acabó con su concentración; la espadavaciló en su danza, la energía se revolvió. Intentóreponerse rápidamente, y llevado por un impulso, cerrólos ojos, hundiéndose en la oscuridad.

Buceó en ella, se abrió paso hasta que consiguióaferrar, con los dedos de su mente, el mismo corazón delDeseo. Lo moldeó, tal como su oponente le había dichoque hiciera… Lanzó las redes de su energía, que volaronraudas hacia la sombra aprisionada. Y pronto ésta no fuemás una sombra; cada uno de los hilos de energía atrapó aun djinn, lo arrancó, lo obligó a separarse y a plegarseante su voluntad.

No fue tarea fácil controlarlos. Syhaji tuvo que resistirlas sacudidas, los tirones, con un ímprobo esfuerzo.Apretó los hilos hacia sí, como un titiritero. Sentía que su

consciencia se alejaba, se fundía con la energía...

No dejaría de ser él mismo. Despertó, aulló en sufuero interno. El Deseo se tensó, y los dj inns leobedecieron.

De la sombra oscura hizo brotar toda una jauría delobos, al menos siete; las siluetas, espectrales ysilenciosas, se abalanzaron contra Irko. Gritó éste, intentóa la desesperada blandir la lanza frente a sí, pero no pudodisuadirlos. El filo plateado no consiguió siquierarozarles. Les atravesó sin dañarles, pues no eran yamateria de su propia esencia, sino siervos de Syhaji; de lafuerza que les había dominado de improviso, más antiguay terrible. Los lobos se enroscaron como un torbellino entorno al cuerpo del que había sido su amo, sin que lasordenes de éste tuvieran efecto alguno. Impotente,abrumado, zarandeado como una rama, fue arrastrado ysólo logró zafarse del ataque a apenas un par de metros dela Espina.

Los animales desaparecieron en la nada. Irko asentófirmemente los pies en el suelo, jadeaba. Levantó la vista.No encontró a Syhaji.

Durante un instante el temor amenazó con domeñarle,mas lo espantó. Aferró la lanza con ambas manos,

colocándola en posición defensiva delante de sí. Lacalmada nieve era lo único que percibía a su alrededor...y la fuerza de Ran tras él, la arenga vehemente y poderosa.Extrajo de ella, de su sola presencia, renovadas fuerzas;la columna no le fallaría, no le dejaría perder. Miró enderredor, frenéticamente, intentando encontrar a su rival.¿Era posible que se hubiera esfumado?

El rostro blanco, los ojos dorados, aparecieron depronto frente a los suyos.

La lanza se disparó, pero más veloz fue la mano deSyhaji. La esquivó, y en un gesto imperceptible agarró aIrko por la mandíbula. Lo sujetó con una presiónimpensable, impidiéndole cualquier movimiento de susextremidades. El djinn abrió los ojos de formadesorbitada.

–No tengas miedo. No es la muerte, tal como tú medijiste –Syhaji firme, casi con amabilidad. –No habrádolor. Repara lo que nunca debió romperse, Irko.

La mano le empujó hacia atrás, lo aplastó contra lacolumna.

La luz se quebró un momento, y acto seguido hubo unfogonazo. El antiguo ladrón sintió que mordía su brazohasta quemarlo; sin querer soltó a su presa, gritó y reculódeprisa.

La figura de Irko comenzaba a disolverse en elresplandor, lentamente, como un sueño que sedesvaneciera. Quizás hubo un alarido, terrible, queestremeció los mismos cimientos de la tierra. Quizás untemblor. Quizás por ello Syhaji cayó y rodó unos metros,empujado por manos invisibles… No pudo, sin embargo,sentir nada de aquello de forma consciente. La Espina leconsumía, intentaba absorberlo de igual modo. La maldijoen silencio, una y mil veces, e intentó agarrarse a suespíritu. A la realidad. A su nombre.

La última voz que escuchó, antes de caer en el vacíode su interior, fue la de Ran. De repente ya no sollozaba.De soslayo consiguió contemplar cómo la columna eraengullida por el subsuelo, despacio, antes de que unanueva sacudida lo arrojara lejos. Y fugazmente, como unjirón de viento que pasase por sus oídos, llegó aquellapalabra sin forma, serena.

El cuerpo le dolía, la cabeza daba vueltas en unainmensidad blanca, pero ahora, pensó, todo estaba bien.Por fin supo que podría descansar.

Hay cadenas en el alma, algunas deseadas, otras

pesarosas, que el olvido y la determinación no soncapaces de soltar. No era aquélla la primera vez que sualma se encadenaba, ni sería la última. Las horas queSyhaji pasó debatiéndose con las pesadillas, con losdemonios que las sujetaban, las recordaría posteriormentecon angustia, como si hubieran transcurrido añosinterminables. Era un delirio muy diferente al que habíasufrido durante tanto tiempo, en la soledad, pues en ésteno se encogía presa del terror, sino que plantaba cara alas imágenes que le atacaban. Algunas informes, otrasterriblemente definidas... pero en todas ellas,invariablemente, el frío de la mirada de Irko, un aullido,un cuerpo que se desmoronaba. Resultaba mucho másdoloroso el verse impotente a pesar de su esfuerzo, puesuna y otra vez era vencido, arrastrado hacia oscurosrincones de su propio espíritu que ni siquiera creíaconocer.

Sobre todo ello flotaban a veces otras energías, otrascaras, la llamada de una voz diferente a la suya, a la quetrataba en vano de asirse para escapar. En ocasionesllegaba también la palabra, y entonces era cuando laoscuridad remitía, y podía darse un descanso, salir a floteun tanto. No podría recordarlo posteriormente conseguridad, pero debía de haber sido en una de aquellasocasiones cuando había logrado abrir los ojos, y unafigura en aquella caótica maraña de sensaciones se había

dibujado con mayor nitidez. Le resultó francamenteextraño descubrir aquella presencia, a la que fueotorgando poco a poco ojos, tez, nombre. Le resultó muyextraño que pudiera haber algo más aparte del recuerdode Irko.

–No te muevas tanto –decía la voz, y Syhaji seacercaba a ella, titubeante, como un perro que buscara unrastro huidizo.

Haltean tuvo paciencia. Le ayudaba a sentarse y lesujetaba el cuenco hasta que atinaba a beber su contenido.Así sucedió varias veces. El aroma suave a madreselva,el sabor cálido y reconfortante, consiguieron que volvieraa recuperar la percepción de aquel extraño mundo queestaba fuera de las sombras.

No fue capaz, en un primer momento, de discernircuánto había transcurrido. Tampoco le importabademasiado. Tan pronto como recuperó del todo eldominio de su mente, regresaron las acuciantes preguntas,el dolor real del cuerpo. Se sentía entumecido, pero sobretodo era el brazo derecho el que le atormentaba. Lo teníavendado, y al entrever bajo la tela descubrió unaquemadura amplia, que le recubría casi todo el antebrazo,amoratada y cubierta con ungüento. Incluso el contactomás leve con la otra mano le hacía torcer el gesto.

–Podrás volver a servirte de él, no te preocupes –leindicó el halfling al advertir su preocupación. Se sentaba

éste en una butaca que el dainagui había creado. En laausencia de Syhaji el árbol se había aplicado; había ahorauna mesa, algunas sillas, incluso una estantería dondeaquél había dispuesto algunos de sus utensilios. Parecíaincluso acogedor, se dijo el antiguo ladrón. Él mismo sehallaba tumbado sobre un nuevo lecho, y a unos metros seencontraba también Llyra, aún inconsciente.

Se resistía a hacerlo, pero finalmente decidió dar voza sus inquisiciones. Fue después de pasar largo ratomeditando, cuando Haltean regresó de otra de sus salidas.Todavía le costaba atender al paso del tiempo; no sabríadecir cuánto había estado fuera. Cuando llegó traíaconsigo un par de peces pequeños ensartados en unavarilla.

–Voy a hacer un fuego para esto –dijo,mostrándoselos, al tiempo que recogía un saquillo dehierbas de la estantería. –O al menos lo voy a intentar. Noparece que vaya a nevar enseguida y hay que aprovecharel momento.

Syhaji no contestó. Le miró fijamente, quizás de formademasiado elocuente. Haltean se detuvo cuando ya sedisponía a salir por la abertura del dainagui, que habíacubierto con una capa a modo de cortina. Movió lacabeza.

–Todavía deberías descansar, tanto en cuerpo como enmente. Habrá tiempo para todo lo que desees saber –leindicó.

–No recuerdo muy bien lo que sucedió. Ni siquieratermino de entenderlo –murmuró Syhaji. Se apoyó en elbrazo izquierdo con dificultad hasta sentarse. –Pero séque tú sí.

El halfling quedó un momento en silencio, con lamirada perdida. Se acercó de nuevo a la mesa, dejó allílos peces. Había otro objeto sobre ella, en el que,sorprendentemente, el hombre no había reparado hastaentonces: su thirck. Al verlo, la mano siniestra latió unmomento, como si lo reclamara... Estaba salpicado enalgunos lugares de manchas de sangre reseca.

Todavía tardó un tanto el razheva en hablar, y lo hizocon voz grave. En su rostro había caído una sombra.

–El bosque me lo ha contado todo. El viento,asombrado. Los árboles, siempre nerviosos, cotilleándoseunos a otros. Las nubes, meditabundas. Sé todo lo quesucedió en Thinerck. Pero no creo que deba hablarte condetalle, hasta donde sé, al menos en este momento. Tuespíritu ha padecido mucho y todavía está maltrecho. –Haltean arrastró un taburete y se sentó cerca de lacabecera de la cama. –Lo esencial es que conseguiste loque te proponías. Y más aún. –Sonrió, aunque a Syhaji lepareció que hacía un gran esfuerzo. –No sólo te librastede Irko, sino que ha sido finalmente su energía la que hacerrado la herida de Thinerck. Tal vez no seas conscientede tu logro, pero hay una inmensa paz en Gaerdain ahora.

Muchas cosas podrán arreglarse ahora que Ran no sufre.Syhaji bajó la mirada hacia sus muñecas. Era difícil, y

doloroso, tal como le había advertido, mas los recuerdosarribaban lentamente, con mayor claridad, a su memoria.No comprendía bien cómo lo había hecho o de dóndehabía sacado la determinación; de alguna manera, la ideale había poseído y guiado su voluntad cual un poderosoimán. En aquel momento no encontraba en su interior nadade ello... se sentía débil y perdido, tan indefenso como uncrío. No se atrevió siquiera a tratar de percibir el Deseo,pues notaba que dormitaba en algún rincón de sí, agotado.

Hubiera pensado que no había sido más que un sueño,de tan increíble e ilusorio que se le antojaba... pero lapalabra resonaba a veces en su cabeza, y no le dejabalugar a dudas.

–Ella me dio las gracias. Creo que era la voz de lamisma tierra. De Ran –dijo, y se sintió estúpido uninstante. Pero la expresión en el rostro de Haltean no eraen absoluto de burla, sino de admiración.

–Sólo hay una cosa en la que Irko llevaba razón. Estásligado a un camino más elevado que el de la mayoría delos mortales. Tú... y también tu compañera. No en vano seme encargó protegeros. –Ante la mirada atónita delantiguo ladrón, el halfling se aprestó en aclarar. –Nopensarás que fue todo fruto de la casualidad... Es ciertoque Delsar vino a mí, y me pidió ayuda para encontrarte.

Pero hay otras fuerzas, otras voces, que me hablaron antesde él sobre aquello que estaba por venir. No puedo ver elfuturo, gracias a los Dioses. Pero sé leer las corrientes delcambio y lo que éstas traen consigo. Mi misión era ayudara cumplir lo que era correcto, lo que Ran deseaba – conun gesto despreocupado, afable, se encogió de hombros.

Syhaji sintió una punzada de pesar.–Delsar… está muerto. Lo sabes.No había notado hasta ese momento que no veía a

Ilmedh por ninguna parte. Frunció el ceño, extrañado,pero esperó hasta que su compañero hablara. Las palabrasle costaban ahora a éste mucho más que antes. Suspiró,desvió la vista un instante hacia algún lugar en la pared.

–Recogí su cuerpo. Voy a encargarme de darle cobijo,lo más cerca posible del lugar en el que está la tumba desu esposa –murmuró. Syhaji había leído que los halflingsno empleaban expresiones de pesar o pérdida para susseres queridos; la muerte para ellos no era sino regresar ala naturaleza, al verdadero hogar. No obstante, no viodiferencia alguna en el sufrimiento que surcaba el rostrode Haltean. Aquello eran tonterías, pensó. Todos losseres, todos los pueblos, eran idénticos en el dolor.

-Estaba esperando a que te encontraras restablecidopara hacerlo. No quería dejarte solo. He llevado a Ilmedhcon el resto de mi grupo. No tardará en tener que saberlo–continuó. –Me encargaré de ella. Delsar no tenía familia.Es lo que él querría –tuvo que carraspear unos segundos,

pues la voz se le quebraba. –Antes de que partierais me lopidió. Creo que sabía que iba a ser libre, por fin, delúnico modo posible.

–Si yo he podido llegar a serlo, ha sido gracias a él –asintió Syhaji. –También Ran tiene que estarle agradecida

El viento levantó la cortina de la entrada y lesacarició con dedos fríos, sobresaltándolos. Haltean sefrotó los brazos y bufó, y se levantó para colocar una sillaa modo de parapeto sobre la tela. La luz que se filtrabadel exterior era muy escasa, y se confundía con elresplandor rojizo del dainagui. El antiguo ladrón no fuecapaz de identificar la hora del día en que se hallaban.

–Has dicho que llevaste a Ilmedh con los tuyos... –inquirió. –Eso tiene que haberte llevado bastantes ciclos...¿Cuánto tiempo he pasado dormido?

–Apenas un día.Haltean soltó una risa breve; la expresión de sorpresa

de su interlocutor resultaba cómica. Se acercó a laestantería, tomó de ella una petaca que Syhaji reconociócon agrado como su provisión de sarde. Bebió un trago yse la tendió, al tiempo que volvía a sentarse a su lado.

–También nosotros tenemos nuestros métodos. No eresel único que puede ir de un lado para otro a su antojo –bromeó. –Llamé a Kalhryn, y él vino a llevársela. Nopuedo tardar mucho en regresar, pues me necesitan, ytambién la pequeña. Pero quería asegurarme de queestabais bien antes de dejaros.

-Llyra todavía puede tardar algo de tiempo endespertar. No más de un par de días, supongo –dijo,volviéndose hacia ella. –Su cuerpo y su energía han tenidoque renovarse, y no todos pueden hacerlo tan deprisacomo tú. No tienes que inquietarte, ya no corre peligro. Teindicaré lo que debes darle cuando esté consciente.

–Quisiera poder hacer algo a cambio de todo esto,Haltean –musitó Syhaji, torpemente. Le avergonzaba darsecuenta de que hasta entonces sólo había sido salvado, unay otra vez. –Si hay algo que pueda... alguna manera deagradecerte, yo...

–En mi caso, ya has hecho más de lo que puedesimaginar. Es mi cometido como razheva, como guardiánde esta tierra, y ha sido un placer realizarlo –leinterrumpió el hombrecillo. –Si he de ser sincero, creoque deberías agradecer a otra persona más que a mí.Aquél que te trajo hasta aquí desde Thinerck. Tieneinterés en mantener una conversación contigo, por lo quehe entendido.

Syhaji abrió la boca, mas ninguna palabra surgió desus labios. La pregunta murió en ellos de improviso, tanrápido como se percató de aquella presencia, muy cerca,detrás de la silla en la que se sentaba su interlocutor.Habían sido las palabras de Haltean las que lo habíaninvocado, de eso estaba seguro... no cabía otraexplicación para que, de repente, comenzaran a perfilarsede la nada aquellos ojos rasgados e insondables, aquel

rostro, que tan bien conocía.

El corazón se le aceleró, involuntariamente aferró confuerza la manta que le cubría. No sintió odio ni alarma,como había cabido esperar.

–Así que os conocíais –afirmó, más que preguntó,pero el halfling negó con la cabeza.

El Intruso, impasible como de costumbre, hizo otrotanto.

–No, Syhaji –habló. –Ahora que todo ha pasado, queel círculo se ha cerrado, espero que puedas escucharme.Y que entiendas, por fin, lo que deseo decirte.

Haltean se marchó a la mañana siguiente. Syhaji leayudó en la penosa tarea de cargar el cuerpo de Delsarsobre el propio caballo de éste, envuelto con sus mantas.Se despidieron brevemente, se estrecharon las manos, yentre ellos se suspendía la certeza de que no volverían averse. Sólo intercambiaron unas cortas palabras debuenos deseos y dejaron que el silencio hiciera el resto.

E l razheva le había dejado los dos caballos queutilizaran para llegar allí. Eran suyos después de todo, ledijo, pues habían abandonado de buen grado la espesurapara servirles. El caballo de Syhaji se mostraba sereno,

agradecido con su mera presencia, y aquello no podía sersólo casualidad. Decidió que debía ponerle un nombre.Nunca le había puesto un nombre a nada; el buey de Regalhabía sido simplemente “buey”. Ya era hora de hacerlo, ypor qué no empezar con aquel buen animal, que encogíalas orejas con placer cuando le rascaba el cuello. Losojos castaños le miraban con atención, y cuando la luzincidía en ellos, cuando parpadeaba, parecían arder concalma, como el fuego de un hogar.

–Parece que tuvieras brasas –le dijo, y Brasa fue elnombre que escogió para él. No estaba mal. Ahora sólotendría que conseguir que se acostumbrase… si es que loscaballos hacían eso.

Tal como le había indicado el halfling, a unosdoscientos metros al sur había un pequeño río. Syhajillegó hasta él; la idea de darse un baño y despejar susmúsculos agarrotados le atraía poderosamente. Utilizó unachispa de Deseo para calentar el agua, mas al sumergir lamano dio un respingo; se apresuró a enmendar el hechizo,asustado ante la posibilidad de diezmar la población depeces del lugar. El segundo intento fue mejor. Cálido,justo en su medida. Hizo otro tanto, más sutilmente, con elaire a su alrededor, de tal manera que el contraste entre elfrío y el calor no resultara tan brusco. Se despojó de lasropas y dejó que las preocupaciones se disolvieran juntocon el cansancio, el pesar acumulado. Incluso la heridadel brazo dejó de protestar. Durante un largo rato no hubo

nada más excepto la calidez a su alrededor, el cieloamplio en el que dejó que su mente divagara.

Regresó al dainagui con el ánimo renovado, sintiendocalma por primera vez en muchos días; también con unpequeño roedor que había tenido la mala suerte dequedarse enredado entre unos arbustos justo cuando élpasaba. No estaba seguro de que fuera comestible... perobueno, tampoco tenía por qué no serlo. En el exterior,Haltean había cavado un hueco para la hoguera. Él notenía intención de utilizarlo, pues de seguro acabaríacongelado ahí fuera. Se le había ocurrido otra idea. Entróal árbol y se quedó quieto en medio de éste, titubeante.

–Eh... bueno, hola, árbol –murmuró.Tomó aire, repitiéndose una y otra vez que no estaba

haciendo el idiota. Le costaba convencerse.–No sé si te caigo bien. Tampoco sé si esto que te

pido es muy normal –prosiguió. –Pero hace frío paracocinar ahí fuera y... en fin, estaría bien si pudierasproporcionarme algo al respecto, aquí dentro.

Poco tenía que ver aquel ridículo soliloquio con lasolemne concentración que había visto en Haltean. Nadasucedió en unos instantes, y ya se disponía a darse lavuelta, avergonzado para sus adentros, cuando aparecióante su vista una pequeña chimenea, de ninguna parte. Erade madera, pero ésta parecía mucho más recia que el restodel mobiliario. Del tronco, al otro lado, sobresalía un

caño de madera. Sonrió ampliamente y dio las gracias. Almenos con éste árbol se entendía. Era un buen paso.

Utilizó unas cuantas ramas para prender un fuego en elrecién aparecido hogar y se dispuso a preparar su caza.Probó a aderezarla con algunas de las hojas que Halteanle había dejado. El aroma hizo que el estómago se ledesperezara; hasta entonces sólo había tomado un par debocados por mera inercia, y no se había dado cuenta,realmente, de lo mucho que necesitaba el alimento. Diobuena cuenta del pequeño animal, espero hasta comprobarque realmente no se había envenenado, y luego se tumbóde nuevo en el lecho. El cuerpo todavía le pedíadescanso; la quemadura del brazo se hacía notar de tantoen tanto, y el sueño en el que cayó, casi de inmediato,estuvo interrumpido por accesos de dolor, en los que teníaque levantarse para untarse el remedio que le habíaindicado el halfling. También de cuando en cuandoenturbiaban su descanso algunos suaves relinchos; tantoBrasa como el caballo de Llyra asomaban la cabeza por laabertura del dainagui, atraídos por la calidez yreclamando un lugar en su interior. Syhaji los dejó entrarde uno en uno, a intervalos; el interior del tronco eraamplio, pero no como para albergar a tantos ocupantes.

Durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, ydespertó con la sensación de encontrarse renovado por

completo. La alegría le inundó; por fin, después de tantosmeses, notaba plenamente ser dueño de su cuerpo y suespíritu, como si hubiera mudado la piel. Ahora por finpodía verlo todo claro, encontraba todo su ser unido yequilibrado. Se sintió en paz, y adquirió mayor confianzaen la decisión que había tomado, aquello que todavía lerestaba por hacer. El último cabo suelto...

Todo fue muy similar a los tiempos en los que vivíasolo, aunque lejos de las sombras. Alrededor deldainagui únicamente halló quietud, la calma de un parajealejado del caos humano. Recogió algunas piezas demadera más, internándose entre los matorrales yescarbando en las raíces de los árboles, sin alejarsedemasiado. Se sentó, de vuelta, en uno de los taburetes,colocó el material sobre la mesa y sacó el cuchillo de sumochila. Bajo la atenta mirada, en ocasiones, de Brasa,comenzó a tallar.

Pasó largos ciclos empleado en tal menester. Afuera,el mundo seguía su devenir, sin prisa, sin entrometerse.Dispuso en fila el resto de las pequeñas figuras, quesiempre había llevado consigo, y cada vez que terminabauna nueva la colocaba junto a las demás. Justo en el lugarque le correspondía y no en otro. Las miraba atentamenteantes de empezar con otra, y sabía sin atisbo de duda cuálvenía a continuación. Sabía también cuál sería la última.

Faltaba poco para que el Ojo Dorado se cerrase,dejando el sitio a su argénteo hermano. Syhaji terminabade tallar la última de las cinco piezas, y meditaba laposibilidad de salir al exterior, una vez se asomasen lasconstelaciones; quería comprobar si algún detalle se lehabía escapado. Fue entonces cuando Llyra despertó.

Notó primero que se removía, aunque ya habíaobservado que lo hacía de vez en cuando. Esta vez, sinembargo, sus movimientos resultaron mucho másvoluntarios. Tosió un poco y finalmente, despacio, abriólos ojos. Los mantuvo clavados en el techo durante unosinstantes, hasta que giró la cabeza y descubrió a Syhaji.Éste había cesado en su tarea y la miraba con una levesonrisa.

–Ya era hora –saludó.Durante un momento el gesto de Llyra mostró

desconcierto, como si no fuera capaz de reconocerlo; actoseguido cambió, y también ella se esforzó por intentarsonreír, aunque no le resultó fácil. Se llevó una mano a lafrente, se frotó los ojos.

–Estábamos... en Thinerck –dijo con voz ronca, alcabo de unos segundos. Tuvo que carraspear hasta que sugarganta volvió a acostumbrarse a las palabras. –Es loque recuerdo. Salimos de allí... corrimos... y ahora, estoes un dainagui, ¿verdad? –Frunció el ceño, intentaba

entresacar las imágenes de su memoria. –Parece que mehe perdido algunas cosas. ¿Qué ha pasado?

–Hay bastante que contar, sí –respondió el aludido. Sepuso en pie, se dirigió a la estantería y tomó un trozo detela, en el que se envolvían unas hojas. –Tengo queprepararte esto; es un reconstituyente, o algo así me dijoHaltean. También me lo dio a mí. Cuando atravesamos laúltima puerta de la ciudadela... cuando la abriste... –Seagachó para coger un pequeño cuenco con agua que habíarecogido en el río. –Seguramente había algún veneno enella que te afectó, quizás un mecanismo de seguridad delque no te percataste. ¿Recuerdas algo de ello?

–Sí... –la mujer murmuró, y sintió que el pesar y lavergüenza se le clavaban muy hondo. Poco a pocoregresaban borrosamente los recuerdos, la aparición deIrko, la huida junto al halfling... y la oscuridad que laengulló, inmediatamente después. No notaba ahora, sinembargo, la urgencia o el terror que recordaba. Quizás erala serenidad que mostraba su compañero lo que le hacíasentir así... aunque no alcanzaba a explicárselo. –Latrampa de aquella puerta no era igual que las otras, y seactivó. No pensé que fuese a afectarme tan rápido. ¿No teha dicho Haltean qué había en el veneno?

–No –dijo Syhaji, e hizo un gesto despreocupado conla mano. –No tiene importancia ya, en todo caso. Sóloimporta que logró curarte.

En su mochila llevaba también una pequeña cacerola.

La había tomado “prestada” de Harann, y desde queabandonara la casa de ésta no la había utilizado. Vertió elagua en ella, hizo lo propio con las hojas y la puso alfuego, suspendida de un pequeño gancho (el árbol parecíapensar en todos los detalles, se dijo maravillado). Prontola habitación comenzó a llenarse de un agradable vaho,una mezcla de menta y madreselva. Syhaji se sentó en elextremo de la cama y entrelazó los dedos. Era difícilescoger por dónde empezar... o cómo hacerlo, se corrigió.

–Haltean se ha marchado. Y también Irko –musitó. Noera un buen comienzo; no obstante, las palabras salieronde sus labios sin que pudiera controlarlas. –Está muerto...lo mismo que Delsar.

A partir de aquel instante narró todo lo acontecido sinapenas meditar o reparar en lo que decía. A veces sedetenía, titubeaba sin encontrar las palabras, y ello lefrustraba; algunas sensaciones se resistían a serexpresadas. Llyra atendió silenciosa, sin interrumpirlemás que en contadas ocasiones, cuando le ayudaba aencontrar una palabra adecuada. Solía acertar la mayorparte de las veces. Quedó entre ellos, al terminar, un halode extraña tristeza. Había buenas noticias: la derrota deldjinn, la curación de Thinerck. En el fondo, ciertamente,se sentían dichosos. Pero la ausencia de los compañeros,el precio pagado, caía como la lluvia sobre su ánimo.

–No conocía mucho a Delsar, a pesar de todo –dijoLlyra al cabo. –Pero es como si siempre hubiera sentido

una especial curiosidad por él; como si supiera quenuestros caminos acabarían entrelazados al fin, de algúnmodo. –Movió la cabeza, suspiró. –Si hubiera podidoayudar, quizás él se hubiera salvado. Entre los dos, talvez...

–No lo sé. No lo creo. Por encima de todo, su destinoestaba ligado al de Irko, para bien o para mal –replicóSyhaji. – No puedo explicarlo, pero supongo que el lazoque los unía iba más allá de un simple geas. Delsarprefirió dar su vida sabiendo que, de alguna manera, Irkocaería tras él.

–Supongo que no querría que sintiéramos pena. Debede estar satisfecho, allá donde haya marchado... al Reinode los Muertos, si eso existe –añadió la joven, torciendoel gesto. Su compañero sonrió; alguna que otra vez habíaescuchado sobre el proverbial escepticismo de losnacidos en Caer Aladon.

Quedó aquélla pensativa durante un instante, cerrandolos ojos, y al cabo los abrió como si acabara depercatarse de algo. Miró a Syhaji con urgencia.

–Dijiste que han pasado tres días desde que llegamosaquí... desde que caí inconsciente, ¿verdad? –su vozmostró apremio. – ¡Nos quedan apenas cuatro días parallegar hasta Em–Ainn! Tendríamos que partir deinmediato.

Hizo el amago de incorporarse, pero el hombre alargóuna mano hacia ella, impidiéndoselo.

–No te preocupes, no hay prisa.–¿Cómo que no? No olvides que nos desviamos de la

ruta prevista para ir a Thinerck –insistió ella. –Tenemosque recuperar el tiempo y apresurarnos, el Largo Inviernono va a esperarnos...

–No hay prisa, Llyra. Ya no. He sido convocado.La mujer cortó de repente su réplica. Clavó en él una

mirada primero estupefacta, después inquisitiva, deseosade explicación.

–Todavía me queda algo por contarte –Syhaji inclinóla cabeza a modo de disculpa. –Te dije que, después demi lucha con Irko, Haltean se ocupó de mí, me ayudó arecuperar la energía que había perdido. Sin embargo, noregresé al dainagui por mi propio pie. Alguien me trajo.El Intruso.

-Apareció ante mí y me habló –prosiguió. –No medejó las cosas demasiado claras, para variar. Pero si mesalvó, si me ha estado ayudando, no ha sido en absolutopor el azar. Pertenece a los Hijos del Agua, el pueblofeérico, y me ha dicho que en Em–Ainn esperan millegada.

–Supongo... que no te diría el motivo –dijo Llyra.–No. Pero tampoco me dijo que tuviese que llegar

justo el día del Largo Invierno. Ya no es precisa esacondición. Al parecer la señora del lago, Anwoö... laúnica capaz de romper el geas de mi madre... –titubeó unsegundo. –Ella me concederá audiencia en cuanto

aparezca. –En la gravedad de su rostro apareció un atisbode orgullo. –Le dejé muy claro al Intruso que no iba amarchar hacia allí hasta que no lo creyese conveniente, asíque tendrán que esperarme. Hasta que tú no estuvieses deltodo recuperada.

Su compañera enmudeció. Al momento desvió lavista, azorada.

–Lo siento –murmuró. –Al final he acabado siendo unestorbo... Es justo lo que no deseaba.

Syhaji, de nuevo, acalló sus palabras moviendo lacabeza enérgicamente.

–No se trata de eso. Si quisiera, hubiera podido irmecon el Intruso, cuando hablamos. Haltean se habríaquedado contigo hasta que regresara y ya estaría devuelta. No has sido un estorbo ni un impedimento, Llyra –añadió, y sonrió. –Quedarme ha sido mi decisión.

El agua en el caldero burbujeó ligeramente,reclamando su atención. Syhaji miró hacia el fuego. Seincorporó y se dirigió hacia el hogar. No utilizó telaalguna para evitar quemarse; tan sólo movió un instante,imperceptible, los labios, y agarró sin vacilación el asa.Llyra soltó una exclamación al verlo. Su amigo, divertido,se pasó el objeto de una mano a la otra.

–Está frío. El recipiente, no la infusión. – Tomó elcuenco de nuevo y vertió un poco del líquido, que habíaadquirido un suave tono verde. Acto seguido se lo tendióa la joven.

-No he pensado demasiado en lo que querrá decirmeAnwoö, a decir verdad –comentó, al tiempo que volvía asentarse. –Tengo muy claro lo que yo quiero decirle aella, y eso basta... ¿Tienes hambre? –cambióinesperadamente. –Tenemos todavía suficientesprovisiones. No he salido a recolectar nada en el bosque,aunque supongo que habrá frutos por aquí cerca.

–Ya veo que has estado ocupado con otras cosas –dijola mujer. Señaló con la mirada la mesa y las figurillas demadera que se alineaban en su superficie.

–Ah, he estado terminando algunas. Diría que ya tengotodas las constelaciones, al menos las que conozco. Séque todavía hay muchas más, en lejanos lugares... y megustaría verlas, y tallarlas algún día. –Syhaji se puso enpie, tomó una de las piezas. Era aquélla en la que habíaestado trabajando antes de que despertara. Todavía lefaltaba un retoque, aquí y allá... aunque poco había quehacer, en verdad. Con una sonrisa, se la pasó a sucompañera. –Un regalo. Como agradecimiento pordescubrirme una nueva. Un pato gordo con un enormepico.

Durante un momento Llyra se quedó desconcertada.Tomó la figura, la contempló con asombro... y se echó areír.

–¡No me puedo creer que todavía te acuerdes de eso!–exclamó. –Menuda memoria. Después de tanto tiempo...

–No ha pasado tanto, en realidad –repuso Syhaji. –

Apenas diez días desde que salimos de casa de Harann.Llyra reflexionó, mientras repasaba distraídamente

con las yemas de los dedos la piel del pato.–Es cierto. Y tan sólo unos tres meses desde que dejé

Caer Sybern... desde que nos conocimos en el bosque.Quién lo diría. –Murmuró como para sí, aunque levantó lamirada, de repente seria, hasta fijarla en la de Syhaji. –Parece que el tiempo se hubiera dilatado. Han cambiadomuchas cosas, demasiado deprisa.

–También yo lo he pensado. Muchas, realmente.El antiguo ladrón suspiró levemente; su vista se perdió

un momento en el fuego, las llamas danzaron en sus ojos.Recordó las palabras de Haltean. Las corrientes delcambio les habían arrastrado rápido, sin duda, y haciaprofundidades insospechadas.

La mañana siguiente despertó junto con la nieve. Éstaazotó el bosque con fuerza durante varios ciclos, y apenasse distinguieron escasos rayos de sol entre la enfurruñadamaraña de nubes. El dainagui se esforzó por ahuyentar altemporal; sus ramas se tensaban, la sombra ejercía comouna suerte de parapeto invisible. No podía evitar, sinembargo, que algunos copos y el viento se filtrasen, tal erasu ímpetu; así, aunque los caballos estaban resguardadosbajo él, y las gruesas mantas les protegían del frío, Syhaji

les hizo entrar en algunas ocasiones, cuando el tiempoarreciaba. Se convirtió sin duda un refugio muyconcurrido, y a veces incluso congestionado, pero losanimales lo agradecieron.

Llyra hubiera querido salir al exterior, pues eldescanso de aquella noche y el remedio de Haltean lehabían hecho sentirse considerablemente mejor. Losmúsculos le respondían, recuperaban la flexibilidad, y lospulmones dejaban de pesarle cual si estuvieran hechos dehierro. Su compañero, empero, insistía en que esperase, yla tormenta le dio la razón. El disgusto de la joven acabópaliándose tras unas cuantas partidas de aarhi; Syhajirecordó el saquillo con las piezas en el fondo de sumochila, otra de aquellas cosas que habían quedadoolvidadas por el devenir de los acontecimientos, y prontose enfrascaron en el juego. Como en tantas otras vecesanteriores el hombre acababa por acorralarla sin que sepercatase, después de algunos movimientos en aparienciabanales; como tantas veces, ella se indignaba y solicitabauna revancha que nunca acababa de producirse.Continuaba, incansable, a pesar de todo, y el tiempopasaba lentamente sin que se apercibieran de ello. Poco apoco el pesar se fue diluyendo, y pensamientos de otraíndole ocuparon su mente. Syhaji pensaba en el encuentroen el lago, tan ansiado; no sentía, no obstante, ningunaclase de nerviosismo, y se sorprendía de ello. Llyra

aprovechaba algunos momentos para examinar las plantasque Haltean les había dejado. La mayoría no tenían mayorutilidad que la de refrescar su cuerpo y calmar dolores,mas ella divagaba, al contemplarlas, imaginando elcamino que debería recorrer a partir de entonces…

Charlaron despreocupadamente, en otras ocasiones.Aunque la nieve remitió a mitad de la tarde, la perezaacabó por vencerles y no abandonaron el dainagui másque para lo imprescindible. Aquello les permitiórecuperar del todo las fuerzas perdidas. Así, al díasiguiente, cuando el cielo se levantó sereno, supieron queestaban preparados. No habían hablado de ello en ningúnmomento, pero ambos lo sentían poderosamente... y sucorazón lo reclamaba.

Querían volver a Thinerck, una última vez.

Tomaron los caballos y se dirigieron hacia la ciudad,a paso lento, haciendo las paradas necesarias. El caminono era largo, pero no se apresuraron. La llamada no eraahora como la que sintiera Syhaji la primera vez: acudíanpor su propia voluntad, movidos únicamente por el deseode contemplarla. Era extraño, difícil de explicar.

Thinerck, la utopía de las Tres Razas, había sidoabandonada incontables años atrás. Ahora ello podía

decirse con sólo mirarla. El olvido que tanto tiempo habíapermanecido alejado parecía haber caído de golpe sobreella, y mucho había cambiado desde que la vieran porprimera vez. Los compañeros pasearon cerca de lasmurallas, en silencio. Las plantas habían crecidosobremanera, enredándose en la superficie; la piedra, allídonde podía verse, se había oscurecidosorprendentemente, y presentaba un aspecto mucho másavejentado que el que percibieran días antes. Fue lapuerta, sin embargo, lo que más les impresionó. Llegaronhasta la última, la salida de la ciudadela. En su huidaapresurada no habían tenido tiempo de contemplar suparte exterior. Presentaba una talla similar a las demás, yahora, como imaginaban que debía sucederle también alas otras, ya no se levantaba indemne ante el paso deltiempo. La hallaron ennegrecida, resquebrajada, añeja. Notenía nada que ver con la imagen que recordaban, solemnee impasible. Parecía poder abrirse desde fuera, con tansólo empujarla, mas no se arriesgaron a hacerlo. Su visióntrajo un amargo recuerdo a Llyra, e involuntariamente seapretó la mano, allí donde un pequeño punto, bajo la piel,marcaba el lugar de la herida.

Syhaji se adelantó. Oculto entre los arbustos que ahoracercaban la puerta había entrevisto un objeto de medianotamaño. Se agachó y lo tomó. Era una rosa de piedra, talcomo habían visto en el interior en cada una de las

puertas. En la superficie de la que tenían frente a sí seveía claramente el hueco en el que debía encajar, dedonde se había desprendido.

–La naturaleza está reclamando a Thinerck para sí –murmuró, al tiempo que movía la rosa entre los dedos. Semaravilló ante la delicadeza de sus facetas, el detalle decada una de sus hojas; notaba con solo tocarla el cuidadoy esmero de su confección, un símbolo de aquello quehabía querido significar la ciudadela. –Ya no tiene razónde ser. Lo único que la mantenía, la Espina, no existe.También su recuerdo deberá desaparecer.

–No desaparecerá –replicó Llyra, en un tono suavepero seguro. Su amigo la miró con extrañeza. La miradade la joven estaba suspendida en algún lugar más allá delas murallas. –Creo que Thinerck es quien se ha rendidoante Ran, finalmente. Ha aceptado volver a ella... hareconocido su error. No hay que olvidar que es una rosa –sonrió con tristeza. –Es justo que cumpla su ciclo yregrese con los suyos.

Syhaji guardó la flor de piedra en su zurrón, y asintiósin decir nada.

Siguiendo las indicaciones de Haltean, el antiguoladrón encontró un camino de grava que ascendía hastaThinerck desde otro lado; era, le había dicho aquél, unavía destinada al abastecimiento de la ciudad, queconducía en los tiempos de esplendor de ésta hacia una

puerta trasera, custodiada día y noche. Cuando la urbehabía sido abandonada dicha puerta se había cerrado a caly canto, y hubiera hecho falta un duro trabajo de varioshombres para reabrirla. No hallaron, en efecto, indicioalguno de la abertura en la muralla. Lo que sí encontraron,al final del camino, cuando el bosque empezaba de nuevo,fueron un par de lápidas de madera, clavadasverticalmente. Una de ellas acusaba visiblemente el pasodel tiempo; las letras que alguien había grabadotoscamente en su superficie apenas se distinguían. La otra,en cambio, había sido colocada hacía poco. La tierra a suspies se veía removida recientemente. Había en ella unaspalabras, escritas con sumo cuidado, con trazosarabescos. Estaban en idioma halfling. Lo único quepudieron leer en Lengua Común fue el nombre de Delsar.

No supieron bien qué hacer o decir en aquel lugar. Noquerían marcharse sin, al menos, presentarle sus respetos.Delsar no había sido un compañero o un amigo; nisiquiera habían confiado en él, hasta el último momento.Su eslabón había quedado atrás, pero sin él no habríanpodido continuar... quizás ni siquiera estarían allí.Permanecieron callados todo el tiempo, y finalmenteSyhaji se agachó, extrajo la rosa de su zurrón y la colocóa los pies de la inscripción, asegurándola en la tierra.

El invierno volvió a arrojarse sobre ellos poco

después, cuando ya se marchaban de vuelta; esta vez lasnubes descargaron una puntiaguda y pertinaz lluvia, que,arrastrada por el viento, se les metía en los ojos y se lescolaba en las ropas. Era aquella clase de llovizna burlonaque acaba empapando sin saber muy bien cómo.Consiguieron llegar hasta el dainagui, apresurando elpaso. Allí se despojaron de las capas y las colocaronjunto al fuego. Como suele suceder en tales ocasiones,nada más regresar al árbol el temporal remitió, y lasnubes se calmaron, satisfechas quizás con haberlesfastidiado un rato.

Emplearon la mayor parte de la tarde en recorrer losalrededores del refugio. Gracias a las indicaciones deLlyra pudieron reunir un buen puñado de frutos, algunosresecos, otros que parecían propios de la estación enaquellos parajes. La joven hizo uso de sus conocimientosy se aseguró de escoger todos los que sabía erancomestibles. Mientras Syhaji se ocupaba de separar larecolección y preparar lo que había llamado un caldo, sucompañera salió de nuevo al exterior. Se quedó en lapuerta, contemplando el cielo, que era desdibujadolentamente por el ocaso. Sentía que aún necesitaba el airelibre, después de los días que había transcurrido perdidaen la profundidad y la sombra. Cerró los ojos, se dejó

mecer por la calma del bosque, inspiró llenándose de él.Entre las nubes se asomaban tímidamente algunasestrellas, y la mujer se entretuvo contándolas,escudriñando para encontrar las que se escondían. Alcabo de un rato su compañero salió también. Llevabaconsigo unas cuantas bellotas y raíces que dio a loscaballos.

–¿No vas a ponerle nombre al tuyo? –preguntó elhombre, señalando la montura. Miraba con atención a losanimales mientras se frotaba distraídamente el brazoderecho, todavía vendado; era un gesto involuntario quehabía adquirido en los últimos días. –Creo que se lomerece, después de todo.

–Lo cierto es que no se me ocurre ninguno –reconocióla aludida. Le miró, tratando de descubrir en su equinoalgún rasgo distintivo, tal como había hecho su amigo. –Diablos, fíjate cómo traga –bufó. Ciertamente, parecíaensimismado en devorar cada migaja de los manjares quele habían servido. –Supongo que “Tragón” o“Hambriento” serían buenos nombres... aunque nodemasiado favorecedores.

Como si le hubiera escuchado, el caballo levantó lacabeza y le dirigió una larga y perezosa mirada dereproche. Syhaji soltó una carcajada.

–No parece que le guste. Bueno, la sopa estará listapronto, pero también tú tendrías que comer algo más –dijo. –Debes terminar de reponer fuerzas. Mañana

buscaremos alguna otra cosa, algo en condiciones, si noqueremos gastar las raciones de viaje.

–Veo que cumples bien la misión de Haltean –bromeóLlyra, aunque luego sonrió con agradecimiento. –Estoybien, de verdad. No tengo demasiada hambre.

–No es sólo lo que me dijo Haltean, sino el sentidocomún. Sí que haríamos un buen equipo, si decidesconvertirte en druida; tú podrías ir por los pueblosaconsejando a la gente y yo me encargaría de la difíciltarea de que siguieras tus propios consejos –Syhaji ledevolvió la jugada socarronamente. Se apoyó contra elárbol, estirando la espalda, y también volvió la miradahacia el cielo. Las constelaciones acudían a su cita con lanoche, como cada día, y contemplarlas siempre le hacíasentir un trocito de hogar, allí donde estuviese. Eranhermosas, se decía cada vez, y nunca se cansaba derepetírselo. Involuntariamente desvió la vista hacia Llyra,cerca de él. Se sobresaltó cuando descubrió que ellatambién le miraba de soslayo.

–Eso que has dicho… –la joven titubeó. – ¿Realmentevendrías conmigo? Quiero decir, si decido seguir lospasos de Harann... e intento ganarme la vida como druida.

–Pensaba que ya lo tenías claro, ¿no? Deseas seguir sucamino. Siempre lo has deseado, y creo que es unaelección muy sensata, así que no la dejes escapar –dijoSyhaji.

No había respondido a la pregunta, se dijo Llyra, y

advirtió que esquivaba su mirada.

Ahora el viento soplaba de nuevo, más sereno, y eldainagui jugaba con él. Le dejaba pasar entre las ramas,le columpiaba aquí y allá, de tal manera que pronto elsonido que produjo se asemejó a un arrullo, a una suavevoz de muy diferentes registros. Las hojas se ahuecaban yse pasaban la brisa de unas a otras.

–Supongo que me atreveré a hacerlo –habló de nuevoLlyra. –No sé muy bien por dónde empezar. Quizásdebería ir a ver a Harann, otra vez, para que me aconseje.¿Qué harás tú con tu cabaña en Caer Sybern? Bueno, allí...dejaste todas tus cosas.

–No lo sé –musitó el antiguo ladrón. –No lo hepensado.

Llyra bajó la vista hacia el suelo. El viento no sólosusurraba al árbol sino también a ellos, palabras que sóloen su alma podían escuchar. Lentamente se acercó un pasomás, movió la mano y tomó la de Syhaji, muy levemente,tan sólo el roce de los dedos.

–Cuando nos conocimos, cuando supe lo que tesucedía, lo cierto es que quise ayudarte en lo que pudiera–comenzó, titubeante. – Pero, por otro lado, también loutilicé como una excusa para poder regresar junto a ladruida... una excusa ante mí misma. No fue algoconsciente, claro. Todo lo que sucedió me sirvió parapoder encontrarme; creí haberlo hecho durante muchos

años, pero hasta entonces no había sido más que unailusión. Y, al mismo tiempo, he encontrado algo más. –Había en sus ojos un deje de vacilación, y Syhaji se diocuenta de que era la primera vez que advertía algo así.Hacía que no pudiera separar la vista de ellos, más quenunca. –Quiero seguir el camino que he escogido... perono quiero hacerlo si no es contigo.

–Llyra... –Syhaji acarició un instante los dedos que lerozaban. Las palabras que veía tan claras en su mente seresistían a salir de sus labios, y la causa era sin duda lainmensidad de aquella mirada, fija en la suya, en la que suespíritu se perdía sin remisión. –Si tú me lo pidieras, teacompañaría hasta el confín del mundo –confesó al fin. –Quiero estar a tu lado más que ninguna otra cosa. Pero...me temo que tendrás que tener un poco de pacienciaconmigo.

–No sería la primera vez –rió Llyra.Se inclinó hacia delante y lo besó, primero breve,

tímidamente. La brisa les envolvió y les acercó más, yella lo besó de nuevo y él la besó a su vez. Y el árbolcantó, sólo para ellos, el resto de aquella noche.

En Gaerdain, la naturaleza se encargaba sabiamente deproteger a cada uno de sus habitantes. Cada árbol cuidabadel otro, cada fragmento de tierra se esmeraba en dar la

vida a aquello que se sustentaba sobre su superficie. Erael perfecto equilibrio, una sintonía que latía sin quebrarse.Ahora más que nunca, pues el bosque celebraba el regresode la Espina allí donde ésta pertenecía. Se veía radiante ymajestuoso, algo que hubiera resultado impensable enaquella época del año, en cualquier otro lugar.

Syhaji y Llyra sabían que se internaban hacia elcorazón de todo ello, hacia el lugar donde celosamente seguardaban secretos a los que no deberían acceder. Si elbosque no hubiera querido, sin duda, no habrían avanzado.Pero la naturaleza pareció cederles gustosamente elcamino, les guió, con la voz y las manos del aire y lahierba. No mostró intención ni fuerza para retenerles. Lanieve, incluso, cayó con parsimonia. Siempre que lodesearon encontraron refugio y sustento; algún río donderefrescarse, aparecido como por ensalmo, un lugar dondedescansar. Simplemente siguieron hacia el oeste, tomandocomo referencia el precario mapa que Syhaji habíaconfeccionado, guiándose de noche por las estrellas.Sabían que llegarían, y lo harían a salvo. Y al final losárboles se alejaron y les dejaron en un amplio valle,donde sólo se levantaban enormes dainagui aquí y allá,como centinelas. Había unas colinas en el horizonte, ysabían que había un lago, en el centro de éstas.

Encontraron un camino con facilidad, a través de un

promontorio. No iba a resultar tarea sencilla, no obstante;era escarpado, poco apto para las pezuñas de loscaballos, pues el paso del hombre no lo había holladoapenas. No deseaban, sin embargo, dejar a los animalesatrás. Avanzaron con cautela mientras les fue posible,hasta que finalmente se volvió impracticable; ellosmismos tendrían que servirse de los picos y ramas quesobresalían a intervalos, si querían continuar adelante. Nohallaron ningún otro paso en mejores condiciones. Syhaji,sin embargo, no se rindió.

Se concentró unos instantes e hizo la petición. Hacíatiempo que no empleaba el Deseo más que parabanalidades, mas éste no se hizo de rogar; acudió conpresteza, servil, como se mostraba siempre desde el díaque derrotara a Irko. Los caballos se asustaron yopusieron resistencia al principio, pero después, guiadospor palabras cariñosas y mano firme, comenzaron aascender. Lo hicieron con ligereza y sin ningúncontratiempo, pese a la inclinación de la subida. Pordonde Syhaji avanzaba las piedras se apartaban, e inclusola superficie escabrosa parecía alisarse, como si seplegara ante su paso. Pies y cascos atravesaron el caminoen unos pocos ciclos. Desde lo alto de una cornisa depiedra contemplaron su destino, Em–Ainn, protegido porla circunferencia de colinas que acababan de ascender.

El lago era ciertamente amplio y se rodeaba de unatupida arboleda. Descendieron por una pendiente menospronunciada, y continuaron hasta internarse de nuevo en laespesura. Los árboles que hallaron ahora, a diferencia deaquellos que habían visto antes, eran de hoja perenne ycolores más vivaces, y se apretaban entre ellos de talmanera que tuvieron que desmontar. A excepción del frío,eterno compañero, la presencia del invierno no parecíaallí tan acusada. Incluso algunos de los matorrales estabanplagados de frutos, para deleite de los animales.

Se detuvieron cerca de la orilla del lago, dejaronsueltos a los caballos. Se sentaron en la hierba, pues elcansancio hacía mella en ellos. A pesar del hechizo deSyhaji, el tránsito a través de las colinas había sido enverdad duro, y no menos aquel espeso sotobosque. Elhombre sacó su cantimplora de sarde, a la que sólo lerestaban unas pocas gotas. La agitó con tristeza.

–Creo que ya sé qué voy a pedir a Anwoö –comentóen broma. Llyra sonrió. Alejaba la vista hacia el agua, quebrillaba recogiendo los tardíos rayos de sol.

–¿Vas a llamar al Intruso? –preguntó la joven. Sucompañero negó con la cabeza.

–No lo haré. No como aquella vez, al menos. Entoncesempleé el Deseo con rabia, atraje su presencia sin suconsentimiento. En este lugar, siento que sería un ultraje. –Se incorporó, resopló. A pesar del agotamiento, en su

rostro se veía aquella extraña expresión de sabiduría queasomaba a menudo, en los últimos días, cuandoreflexionaba para sí.

–El día del Largo Invierno ha pasado –habló denuevo. Vaciló. –No sé si debería esperar a que él... oella... Quiero decir, a que me envíen una señal... Lo ciertoes que no me dijo qué debía hacer cuando llegara aquí.

–Bueno, por lo menos ahora tienes una ventaja: sabesexactamente qué es lo que has venido a buscar –repusoLlyra. Se puso en pie, le cogió de la mano. –Vamos.Simplemente tienes que encontrarles.

Dejaron atados los caballos y comenzaron a andar,siguiendo la orilla del lago. Allí donde les alcanzaba lavista, en el centro de éste, creían ver un punto, una suertede islote, aunque bien podía ser un efecto ilusorio, pues laluz les cegaba con frecuencia. Syhaji se esforzaba portratar de percibir a su alrededor cualquier sutil variaciónde la energía, mas nada aparecía. No podía evitar que lasdudas comenzaran a susurrarle. Tal vez se habíademorado demasiado; habían transcurrido casi diez díasdesde que hablara con el Intruso. Estaba claro que no ibana esperarle eternamente... al fin y al cabo, ¿quién era élpara exigir nada? Empezaba a sentir en el paladar unamargo regusto, el del fracaso y el engaño...

Aquella sensación no duró mucho. Se hallabaensimismado en tales pensamientos cuando Llyra le apretó

la mano, y detuvo el paso. No lejos de ellos, apenas aunos metros, una embarcación se mecía en el agua. Ysentada en la ribera, una figura menuda, como de niño.

Se aproximaron despacio. Era una simple barca deremos, de madera, pintada con tonos plateados. El extrañose levantó al verles. Parecía en efecto un crío como otrocualquiera, vestido con ropas de campesino; sus cabelloseran rubios y su despierto semblante les sonreía.

–Las montañas nos advirtieron de vuestra llegada. Espara mí un honor, maese Syhaji –habló con voz cantarina,como la del agua al derramarse en una copa. –Permitidmeque os transporte allí donde os esperan. Tendréis quevenir solo –añadió, y ensayó una reverencia ante Llyra. –Perdonadnos, señora. No será una larga espera.

Ella asintió. Soltó la mano de Syhaji y le susurró unapalabra de ánimo. Realmente el hombre la necesitaba,pues ahora su pulso latía con ímpetu. La besó un instanteen la frente y siguió al niño hasta la barca.

Cuando la orilla se alejó, el antiguo ladrón se sintiósumido en un vacío absoluto. Ningún sonido llegaba a susoídos. El agua a su alrededor estaba serena; incluso elbatir de los remos, impulsados por los fuertes brazos delpequeño, resultaba imperceptible. Pronto apareció en elhorizonte, en efecto, un islote de tierra desnuda. Conformese acercaba le pareció que unas formas aparecían sobre

él, vagamente humanas, aunque todavía no podíadistinguirlas. Miró un momento, parpadeó, volvió a mirarfrente a sí... y de pronto aquél que guiaba la barca ya noera un niño, sino un hombre de rostro pálido y cabellosazules, que le caían en una larga melena; el color de susbrazos era similar al del agua que atravesaban, y cuandolos movía al remar parecían cambiar con las tonalidadesdel sol, al igual que hacía aquélla.

La barca arribó. Quedó estancada suavemente en elislote, sin un traqueteo o un ruido. Syhaji había empleadotiempo en prepararse, en tranquilizar su corazón.Descendió tras su guía y avanzó unos pasos, intentandoreunir todo el coraje de que era capaz, mientras unsemicírculo de hombres y mujeres, muy similares alremero, le miraba en silencio. Algunos rostros eranmaduros, otros jóvenes, amables o severos, tal como enverdad podía ser cualquier semblante humano; pero teníantodos éstos un aire muy diferente, una hermosurasobrenatural. Habían aparecido paulatinamente, sin que élhubiera podido percatarse... y podía sentir las energías decada uno cual llamaradas de color en su cabeza. Sentíancuriosidad, alegría, miedo, un sinfín de emociones que sele presentaban en un lienzo, al alcance de la mano.

Justo frente a él estaba el Intruso. A su lado, una mujerdelgada, de facciones diamantinas, tan delicadas como si

hubieran sido cinceladas. Llevaba el cabello trenzado,recogido en la nuca, y una leve túnica, simple, sin adornoalguno que la distinguiera de sus compañeros. Parecíajoven y no parecía tener edad; parecía transparente,serena y grave al mismo tiempo. Al cabo de unos instantescontemplándola, desconcertado, Syhaji supo qué era loque le recordaba. Al mirarla le parecía estarcontemplando el agua, sin más.

Fue su antiguo conocido quien habló primero. La vozsonó ahora como la de cualquier ser vivo, fuera de sucabeza. Le resultó extraño.

–Bienvenido, Syhaji, y he de darte de nuevo laenhorabuena. Aquí, delante de todos, los Hijos del Agua.–Los rostros de los presentes no se inmutaron al escucharsu nombre, en apariencia, aunque Syhaji notó el cambio ensus energías. Algunos se agitaron, otros mostraronrespeto. –Has realizado una hazaña que no se olvidará enmucho tiempo. Todas las criaturas del pueblo feérico,todo Gaerdain, realmente, están en deuda contigo.

El aludido enmudeció. No esperaba tales palabras, ysu magnitud le abrumó. Se preguntó si los que le rodeabancaptarían aquel sentimiento... Intentó hablar, no queríapermanecer callado como un idiota. Pero no dejaba desentirse fuera de lugar en aquel concilio, insignificante.

Sin duda ella sí era capaz de leer en su espíritu. Todas

sus tribulaciones debían de parecerle evidentes; su mente,un libro abierto. Al menos era la sensación que leproducían sus ojos cambiantes e insondables, fijos en él.Sin embargo, su impresión cambió cuando comenzó ahablar. Estaba acostumbrado a la voz del Intruso... peroaquella otra le conmovió su alma, hizo que el Deseomismo se empequeñeciera, como desaparece un ríocuando desemboca en el mar. Sí, era pequeño y era débil,ante la presencia de aquella mujer que reinaba sobre unade las mitades de su ser.

–Me han contado que deseabas algo de mí. Algo quequerías pedirme –dijo Anwoö suavemente. –Y nosotrostambién queremos algo de ti. Pero debes ser tú quienhable primero.

No fue una exigencia ni un imperativo. Syhaji no tuvomás remedio que tomar la palabra, por fin.

–Cuando... cuando inicié el viaje hasta aquí, señora –comenzó, con la garganta reseca –mi propósito erapediros que me libraráis de mi condición. Soy el hijo deu n Hegaï... –muchos, advirtió, se sorprendieron alescucharle utilizar aquel término – y mis habilidades,hasta ahora, no habían sido para mí motivo de orgullo,sino de desesperación. Nunca he querido esto que llamanun don. La capacidad de usar el Deseo. –Se detuvo aldarse cuenta de que estaba respirando entrecortadamente.Hizo el esfuerzo de inspirar, intentó relajarse. Anwoö lemiraba con benevolencia y no con burla, como cabría

esperar ante la torpeza que él mismo encontraba en suspalabras. Tomó una bocanada, prosiguió, renovado suánimo. Sabía bien lo que quería decir, y no debía dudar...

-Quería ser una persona normal, simplemente. Otromiembro más de… del pueblo de mi padre. Sin embargo,en el trayecto hasta aquí, en sólo unas semanas, hacambiado lo que permanecía inamovible en mi interiordesde hacía años. He aprendido que puedo ser quien soy,aceptarme, sin necesidad de renunciar a una parte de mí.Me he encontrado, he vencido no sólo a Irko, sino tambiéna mis dudas y al odio que sentía hacia mi origen. Ya notengo miedo de seguir adelante. No me temo... a mímismo. Por eso, señora, ya no tengo nada que pediros. Elpesar ha quedado en el camino, a mi espalda, y ahora porfin tengo paz. No obstante... –titubeó, al no saber cómonombrar al Intruso –se me dijo debía acudir a este lugar.Y aquí estoy.

No fue un final muy afortunado, se reprochó. La damapermaneció callada unos instantes.

–Me alegra oírte decir esto, hijo mío –dijo, y Syhajise estremeció al escuchar tal denominación. Había dulzuraen su voz, calidez... tal como recordaba, vagamente, a supropia madre. –El lugar que te corresponde ocupar no essencillo, y menos aún en el mundo exterior. Pero hasentendido quién eres, has dominado tu condición, algo queno todos los Hegaï antes que tú consiguieron. La derrotade Irko es una prueba de que estás preparado. Has

cumplido lo que esperábamos. Y ya estás listo para venircon nosotros.

Syhaji frunció el ceño. El pulso volvió a agitársele.–¿Qué queréis decir? –Miró al Intruso, y una idea

poco halagüeña comenzó a formarse en su mente,borrosamente. Estaba preparado, había dicho... Antes deque pudiera volver a preguntar, no obstante, Anwoövolvió a hablar.

–El tuyo es un gran don; puedes manejar lasPosibilidades manteniendo tu existencia carnal. Nonecesitas de los artificios de los mortales, pero tampocote ves abrumado ante la fuerza de la energía, no tedisuelves en ella, como sucede al pueblo feérico. Tumanejo del Deseo es el perfecto equilibrio. Lo hemoscomprobado durante tu viaje. Y necesitamos tu fuerza,pues tendremos que acometer empresas difíciles en elfuturo. Eres el primer Hegaï en mucho tiempo.

–Sabemos que te sientes atado emocionalmente almundo de los humanos –por vez primera, el Intrusointervino. –Si quieres, puedes regresar a despedirte.Utiliza el tiempo que te haga falta, y después vuelve connosotros. Sólo necesitamos que nos des tu palabra…

–¿Por qué os hago tanta falta? –el antiguo ladrón leinterrumpió. –No entiendo qué queréis exactamente demí... cuáles son esas “empresas difíciles”. –Una parte desí le conminaba a callar, pues sabía que estabacometiendo una terrible falta de respeto, mas otra parte le

mostraba cada vez con mayor claridad sus sombríosasertos. –Tú estabas en Thinerck, supongo, cuando luchécon Irko. Tú... me dijiste que fuera allí. Y lo hiciste paraponerme a prueba.

El Intruso agachó la cabeza. Parecía una disculpa,aunque su expresión continuó invariable, y así también suenergía.

–Sabía que encontrarías a Irko allí, en efecto. Sabíaque podías vencerle... y que ante su amenaza ganaríasconfianza, justo aquello que te ha hecho creer en ti mismo.No tienes nada que reprocharme, Syhaji. Te ayudé a llegarhasta tu destino, y ello te ha beneficiado.

–Me manipulaste. Desde nuestro primer encuentro.Todo el tiempo estuviste llevándome hacia donde osconvenía, como una marioneta.

A su alrededor hubo un murmullo silencioso; ira, laindignación ante aquellas palabras arrogantes. Syhaji losignoró a todos.

No podía pensar con claridad ahora que habíadescubierto aquello... Cierto era que las cosas podíanhaber sido muy distintas sin aquella intervención, mas ledesagradaba pensar en cuántas otras cosas podían estarpreparando para él, del mismo modo. No... no loconsentiría. Se había jurado no ser apresado nunca más.Había comenzado a trazar su propio camino y continuaríahaciéndolo.

Durante un momento pensó en cómo podría escaparsede allí, si intentaban retenerlo. No podría enfrentarse atodos ellos, ni podría nadar aquella distancia sin que leatraparan. Debería transportarse... Se hallaba enfrascadoen ello, casi decidido a hacerlo, cuando de nuevo la damahabló. Y de nuevo fue consciente de lo ridículo de suspensamientos. Podía dominar al Intruso, como ya habíahecho. Pero no podía siquiera soñar con escapar delinflujo de aquella mirada majestuosa, de aquellapresencia pálida que todo lo envolvía.

–Venciste a Irko, y eso fue un gran favor para Ran. Note confundas: el djinn te hubiera perseguido igualmente, yte habría dado alcance. El enfrentamiento se habríaproducido tarde o temprano, incluso si no hubieras ido aThinerck. Tienes razón, Tarvos te guió, sin que losupieras, para poder comprobar tu poder –Miró uninstante hacia el Intruso. Syhaji trató de retener su nombre.–No sabíamos si saldría bien o mal, si conseguiríassobrevivir. Pero creo que tu desconocimiento de lasituación ha sido un precio ínfimo en comparación con elresultado, con el bien que ha supuesto para todos. Noolvides, además, que ha salvado tu vida en variasocasiones.

Aquello era justamente lo que no quería escuchar,aunque sabía que en algún momento sería mencionado. Nopodía indignarse ahora ante Anwoö; su mismo espíritu se

lo impedía. Pero seguía sin estar satisfecho. No iba aceder.

–No puedo prometeros que os ayudaré, sea lo que seaaquello que queréis de mí –dijo, armándose de valor. –Losiento. He aceptado y controlado mi don, pero eso nosignifica que quiera vivir para él, o ser su esclavo. Sonotras cosas las que deseo... y las sabéis. Quiero vivir enpaz, como cualquier persona. Como un humano –tomóaliento. –Es lo que soy. Es lo que elijo.

El Intruso (Tarvos, se corrigió Syhaji) se inclinó haciaadelante; ahora sí, su rostro mostraba un atisbo deimpaciencia.

-Eres uno de nosotros, en el fondo, no puedes olvidareso –le espetó. - Hegaï es un insulto, un eufemismo. Eresun Hijo del Agua.

-No… -Syhaji tragó saliva, apretó los puños. –No losoy. Como mucho… soy un hijo del invierno. De la nieve.

La dama extendió lentamente una mano, y al momentoArtur se contuvo, calló antes de volver a replicar.También las demás energías, los rostros impasibles delsemicírculo, se serenaron ante la muda orden.

La mirada que dirigió esta vez al hombre fue deprofundo pesar. Extendió a su vez la otra mano. Algo cayóde ella; una suerte de gota del color de la luna, que sederramó en el suelo, formando un charco.

–No podemos obligarte a venir con nosotros. Pero, a

lo largo de los siglos, el nacimiento de un Hegaï nunca hasido sólo fruto del azar o del descuido, como muchospueden pensar. –Su voz sonó ahora estentórea. No habíaenfado pero tampoco dulzura en ella; y el respeto y temorque infundió a Syhaji fueron mayores, si cabía. Seencogió. El Deseo se ocultó en su interior como un animalherido. –Querríamos que fueses un guardían entre losmundos. Lo que Irko debió haber sido, si no hubiera sidopervertido por la ambición humana. Pero no podemos niqueremos obligarte, no es ésa la manera –repitió. – Sinembargo, hay cosas a las que estás unido y te pertenecen,Syhaji, y es tu deber aceptarlas. Tómalo, ahora. –Depronto el tono se suavizó. De nuevo, aquellos ojos lemiraron con el afecto con el que se mira a un pariente. Desus largos dedos, que todavía extendía frente a sí, cayóuna minúscula gota de agua. –Espero que tengas un huecoen tu memoria y en tu corazón para nosotros, si llega elmomento en que necesitemos de ti. Hasta entonces, ha sidoun feliz encuentro, hijo de Rienne.

Su rostro se agitó en ondas. El sol incidió sobre supiel, lanzó destellos irisados. Syhaji tuvo que parpadear,cegado. Cuando lo hizo, su silueta se veía cada vez másborrosa. Notó entonces una extraña urgencia; quiso deciralgo, una última palabra, antes de que desapareciera.También los demás lo hacían, poco a poco. Quiso decirlesalgo. Quiso tirar de su energía. Durante un momento el

Deseo se debatió contra su voluntad, como antaño; sintióuna fuerte sacudida, un mareo. Se repuso y se concentró enreprimirlo. Le habló para calmarlo.

Sé que quieres ir con ellos, pero no es posible . Sondiferentes... pertenecen a otro mundo.

Consiguió contenerlo, con un gran esfuerzo. Parpadeóde nuevo, el reflejo hiriéndole los ojos.

Por fin, se halló solo en el islote.

Las aguas del lago lamían las orillas de la plataformacon parsimonia, si bien un tanto más revueltas. Creyó,durante un momento, ver una figura que se alejaba,esbelta, entre las suaves olas. Sonrió con pesadumbre.Una ondina, hubiera dicho cualquiera persona común alverla, y habría acudido exaltado a contarlo a todo el queencontrara.

Se adelantó. Se agachó allí donde Anwoö habíadejado caer la gota; encontró en su lugar una suerte depiedra, que cabía en la palma de su mano, sujeta a unacadena de plata. Era blanca, estaba tallada en múltiplescaras, y parecía contener en su interior un extraño líquido,indefinible, que se movía suavemente.

–Es vuestro corazón. Os pertenece –dijo una voz a su

espalda. Se giró, sobresaltado.La barca se mecía plácidamente, acunada por las

ondas, y frente a ella estaba el remero, de nuevo en laforma de un niño. Sonreía con amabilidad… y quizás, porextraño que le pareciera a Syhaji, con admiración.

–Mi…corazón –repitió éste, incrédulo.–Vuestro corazón feérico. El vínculo que os une a

nuestro mundo, la llave con la que podréis regresar anosotros, si queréis algún día. Ahora os llevaré de vuelta,a la orilla que habéis elegido. Pero no olvidéis nuestrapetición. No olvidéis, por favor, que quizás osnecesitaremos algún día.

Em–Ainn relucía en tonos ocres, y a Llyra le recordó auna enorme extensión de vino. Contempló la lejanía, allídonde destacaban los escarpados picos de las colinas, quese recortaban contra el cielo haciéndole cosquillas, eimaginó a algún coloso emerger detrás de ellas, dispuestoa beberse el lago. La idea le pareció muy divertida.Bostezó y se rascó la cabeza. Al parecer, el cansancio nohacía ningún bien a su lucidez.

Se dio la vuelta. Syhaji soplaba para avivar el fuego,sobre el que pendían un par de pequeñas aves, ensartadasen sendas ramas. Las habían atrapado hacía poco,

haciendo gala de un poco elegante estilo de caza apedradas. Ambos habían estado de acuerdo en que nomerecía la pena el arriesgarse a perder virotes de laballesta para ello. Cerca, los caballos pastaban; el deella, como de costumbre, introducía el hocico en la hierbacasi hasta los ojos, rebuscando con una curiosa mezcla defrenesí y mansedumbre.

–¿Qué te parece “Perezoso”? –propuso la joven. –Alfin y al cabo siempre tiene esa cara. Siempre parece apunto de caerse dormido, incluso cuando corre.

Tanto Syhaji como el caballo levantaron la mirada. Elanimal piafó, y después se giró, agitando la cola,visiblemente ofendido.

–Llyra, son caballos de Gaerdain. Intenta buscar unnombre que no sea un insulto –rió el hombre. –Seguro queson capaces de usar magia y convertirte en una cuchara.

Se había colgado del cuello la piedra blanca, y la luzde la hoguera se reflejaba en ella, en la sustancia de suinterior, dándole el aspecto cambiante de una pequeñallama. La hizo bailar entre sus dedos, pensativo. Aúnescuchaba en su cabeza las palabras que le dirigieraAnwoö, antes de marcharse. Todavía le parecía tododemasiado confuso. Muchas dudas habían quedadovaradas en el fondo de su alma, y lentamente flotabanhacia la superficie.

Su compañera fue a sentarse a su lado, removió un

tanto las brasas con un palo. No pudo evitar el hombre,entonces, que sus reflexiones escaparan.

–Quizás he sido egoísta. Me he negado quizás condemasiado empeño. Pero... tenía miedo –musitó. –Teníamiedo de volver a ser arrastrado.

Llyra le contempló en silencio.–Si te arrepientes... –vaciló. –Todavía estás a tiempo,

tal vez, de volver a hablar con ellos.–No –se apresuró a aclarar Syhaji, y lo hizo con

decisión, con tal ímpetu que la mujer se sorprendió.Levantó la mirada hacia la suya. –No estoy arrepentido,claro que no. Sé bien lo que quiero, y no es irme conellos. Pertenezco a este mundo, digan lo que digan. Deseovivir en él como cualquier otra persona. –Titubeó, todavíale costaba decir algunas cosas. –Deseo estar a tu lado.Pero... supongo que tengo que responsabilizarme de midon. No debo dejar que me domine, pero tampoco puedoenterrarlo en mi interior. También son mi estirpe, al fin yal cabo... el pueblo de mi madre.

–Si te necesitan, como dijo ese niño, no se darán porvencidos –adujo Llyra. – Cuando te busquen y sepas loque requieren, podrás decidir si les prestas tu ayuda. Perono tienes que dejar de ser tú mismo para ello. No tienesque dejar que decidan por ti... ni Irko, ni los Hijos delAgua. Ni el Deseo.

El antiguo ladrón todavía jugueteaba con la piedra.Movió un poco las varillas, para que los pájaros se

dorasen por otro lado. Lo hizo distraídamente. Laspalabras inundaron su espíritu y mitigaron supreocupación. No obstante, sentía sin descanso unallamada poderosa desde el fondo de su mente... algolejano, escondido en su memoria, y al mismo tiempo alalcance de su mano...

La gema lanzaba destellos dorados, encendidos,cálida entre sus dedos.

El recuerdo emergió al fin. Abrió los ojos comoplatos, dio un respingo.

–¡Llyra! –exclamó, e hizo que ella se sobresaltara. –¡Eso es! Tendría que haberme acordado, sabía que lohabía visto antes.

Sin otra explicación se lanzó a por su mochila, queyacía cerca de él. Rebuscó en su interior, entre las figurasde madera y otros objetos (diablos, entonces se percató deque parecía en verdad la bolsa de un buhonero), y diopronto con lo que pretendía. Estaba envuelto en una gruesatela oscura, fría al tacto. La desenvolvió conprecipitación. Hacía mucho tiempo que no lo veía, peroahora trajo consigo una marea de imágenes. Un niñoolvidado. Historias de otro tiempo, de lugares que no leestaban ya permitidos. La luz de las velas de la alcobaque incidía en aquella piedra, y le hacía relucir... como situviera un lago minúsculo en su interior.

Sostuvo el corazón del wyvern en una mano, el trofeoque tomara del castillo de Caer Sybern, y en la otra lapiedra de Anwoö. Llyra ahogó una exclamación.

–Son iguales... –constató. La diminuta gema queencerraba en su interior la piedra azul era idéntica, enefecto, a aquella otra que pendía del cuello de Syhaji. Lasdos tenían el mismo tamaño, estaban cinceladas de lamisma manera. Las dos cambiaban y oscilaban cual dospequeñas gotas de agua.

–Los objetos que robé del castillo... ambos eran de mimadre. Esta esfera... –musitó el hombre, con voz ronca. –Cuando acudía a verme siempre lo traía consigo.Simplemente me la enseñaba, y a mí... me gustaba verla. Aveces me la dejaba y yo la ponía debajo de mi almohada.–Calló un momento, con un nudo en la garganta. –Era lomás parecido a tenerla a ella cerca. Por eso... me lo llevédel castillo. Gardok no merecía a mi madre, y tampocomerecía tener algo así.

–Había escuchado que era obra de un importanteorfebre del este, un regalo de buena voluntad para el rey –la joven alargó tímidamente la mano para tocar lasuperficie, y Syhaji le tendió la piedra, haciendo ademánpara que la tomara. Así lo hizo, y la observó maravillada,girándola con cuidado. –Parece que es algo muy distinto.Aquel chaval te dijo que era tu corazón…

–Un vínculo con el mundo feérico. Supongo que lo del

“corazón” es mera poesía –el antiguo ladrón sonrió. –Talvez mi madre lo encerró de este modo, para no regresar…o para que no cayera en manos erróneas. No lo olvidaré.Y tampoco olvidaré todo lo que soy, por parte de ambospueblos.

Llyra le devolvió el objeto, y su compañero lo colocósobre la hierba, a cierta distancia, de tal modo que elfuego lo iluminara, como antaño. Quedaron un rato ensilencio y lo contemplaron, y aquella calidez se traspasó asus corazones. La joven apoyó la cabeza sobre el hombrode él.

–¿Crees que estará lejos el mar? –preguntó, al cabo deunos momentos. Todavía seguía con la mirada prendida enlas colinas, aunque ya no esperaba ver surgir a ningúngigante. –Quizás al otro lado de aquellos picos... Nunca lohe visto. Sólo en los libros y... siempre me ha parecidotan grande como el cuenco de un dios. ¿No te gustaríaverlo?

Syhaji sonrió. Sabía que se estaba quedando dormida.Al final la cena acabaría por ser para él solo.

–Supongo que estará cerca –respondió en voz baja. –Hemos bajado muy al sur. He oído que la Barrera secierra también en aquella zona, y hay un gran puerto, ymucho comercio. Quién sabe –acarició sus cabellos. –Talvez necesiten una druida por allí.

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