el combate de la concepción - jorge inostrosa
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Combate de la Concepción
Jorge Inostrosa.
(9 y 10 de julio 1882)
La batalla de La Concepción.
Capítulo I
La Campaña de la Sierra. Así se denominó a la última y más prolongada etapa
de la Guerra del Pacífico. Y ese título le fue aplicado porque, desde abril de
1881 hasta junio de 1884, un grupo de batallones chilenos combatió
infatigablemente en las altas mesetas de la sierra peruana contra un ejército
resucitado de las cenizas del desastre, por un caudillo: el General Andrés
Avelino Cáceres. Tres años y dos meses duró la campaña de la sierra, y fue una
contienda bárbara, de salvajismo y crueldad, guerra sin cuartel y sin prisioneros.
En el paisaje elevadísimo de las altas cumbres, entre rocas, nieve y viento, en
donde el aire es delgado y apenas alimenta los pulmones, vivieron, se
arrastraron y lucharon los soldados de Chile durante aquellos penosos años. A
aquella fracción del Ejército chileno se la apodó "la División de los Batallones
Solitarios". La Nación chilena, envanecida por el triunfo, después de la
ocupación de Lima, se dedicó a celebrar la victoria, que creía definitiva. En
cambio, los batallones que quedaron en Perú, bajo el mando del Contraalmirante
Patricio Lynch, sostenían una lucha imposible, manteniendo en alto el prestigio
de su bandera sin más recursos que su fusil, su fortaleza y su valor.
A Patricio Lynch lo apodaban el "Ultimo Virrey" y también el "Príncipe Rojo";
y desde la suntuosa sala de los antiguos virreyes, no sólo creaba una nueva
administración para el Perú, sino que también guíaba, desde la distancia, a los
batallones que combatían en la alta sierra, buscando la paz definitiva con ese
país. Los meses de junio y julio de 1882 fueron las más crudas pruebas para él.
El Coronel Estanislado del Canto, Comandante en Jefe de la fuerza
expedicionaria establecida en la breña, le enviaba sucesivos comunicados en los
que insistía en protestar por el abandono en que se dejaba a sus tropas.
El Gobernador Lynch no dejaba de encontrarle alguna razón, aunque atribuía
aquel hecho a la incomunicación que determinaba la distancia existente entre los
campamentos de aquellos soldados y el Cuartel General de Lima. Por estas
circunstancias, las comunicaciones eran interrumpidas con excesiva frecuencia
por las montoneras indias y las tropas regulares del General Cáceres.
El "Brujo de los Andes", era la denominación que todos daban al célebre
caudillo serrano. Este parecía poseer el don de la ubicuidad: un día atacaba por
el norte, al siguiente por el sur…; estaba en todas partes y no se lo hallaba en
ninguna.
Sin embargo, a mediados de junio los informadores del Ejército chileno lo
situaban en la ciudad de Ayacucho, aquella era su cuna. De ese poblado y de sus
campos aledaños obtenía la mayor parte de sus recursos.
El terreno en que se movían perseguidores y perseguidos era muy accidentado;
los montoneros, los indios, las tropas peruanas, se escabullían fácilmente por
entre los vericuetos de las altas cumbres. Además, tendían emboscadas,
asaltaban de noche los campamentos chilenos y obligaban a la división de Del
Canto a prolongar su línea, debilitándola.
Era una distancia excesiva, tenía que reconocerlo el gobernador Lynch; y ello le
hacía explicable que el Coronel Del Canto le solicitara autorización para
replegarse hacia el norte, acortando su línea.
Patricio Lynch había conocido en las campañas anteriores de esa guerra a un
hombre que las reunía todas, pero desesperaba de volver a encontrarlo.
Posiblemente había regresado a Chile con las divisiones del General Manuel
Baquedano. Se trata del Capitán Andrés Layseca. Fue primero baqueano del
Escuadrón Cazadores del Desierto y después perteneció al cuerpo de
exploradores del Estado Mayor.
Al día siguiente, por la mañana, el Capitán Andrés Layseca se hacía presente en
el despacho de Patricio Lynch. Por fin los dos grandes amigos se encontraban
nuevamente frente a frente recordando viejos tiempos.
Sin mayor demora ambos se situaron frente a uno de los mapas que Lynch tenía
clavados en la pared y comenzaron a analizar las posiciones que ocupaba la
División de Del Canto, examinando sus puntos más fuertes y más débiles. La
retaguardia, cuartel de enlace y de suministros de esa División se encontraba en
un pequeño poblado que se halla en la carretera que sube de Lima al centro
minero de la Oroya. Luego, la línea pasa por sobre la cordillera, por el boquete
de Antígona, a cinco mil cien metros de altitud, para caer al otro lado, en el
pueblo de Tarma, cabecera norte del valle del río Mantaro. Las numerosas
haciendas enclavadas en ambas riberas del río se separaban de la siguiente
manera: los de la orilla derecha, eran en su mayoría de indios, mientras que las
de la orilla izquierda pertenecían a blancos, siendo las más extensas propiedades
de los frailes franciscanos.
Los frailes franciscanos, obedecían incondicionalmente al Arzobispo Manuel
Teodoro del Valle, quien era uno de los enemigos más enconados de Chile.
Dicho Arzobispo regía a su comunidad, a todas las tribus indias y a los
montoneros cholos desde un convento ubicado en Santa Rosa de Ocopa, una
especie de fortaleza ubicada en una cumbre, a seis kilómetros directamente
sobre el pueblo de la Concepción.
Esta información proporcionada por el Capitán Andrés Layseca hizo preocupar
al Gobernador Lynch, más aún al comprender el grave peligro que representaba
la presencia del belicoso Arzobispo para las tropas chilenas acantonadas al pie
de la montaña que dominaba el convento.
Durante la última estadía del Capitán Layseca en el pueblo de la Concepción,
pudo comprobar que la guarnición chilena sólo contaba con unos ciento diez
hombres aproximadamente, número que no era suficiente para un punto tan
amagado. La Concepción constituía el punto más débil de la línea chilena, por el
norte las tropas se hallaban acantonadas en Tarma y Jauja y por el sur, en San
Jerónimo, Huancayo, sede del Cuartel General, Pucará y Marcavalle.
Al darse cuenta de la peligrosa situación en la que se encontraban las tropas
chilenas en la sierra, el Gobernador Lynch le pidió a su viejo amigo que subiese
a la sierra para entregar al Coronel Del Canto la orden de agotar todas las
posibilidades para no replegar y acortar su línea, a fin de no dejar el paso franco
al Ejército de Cáceres.
A primera hora del día siguiente, el Capitán Layseca junto a su asistente,
partieron rumbo a la sierra para dar cumplimiento a su difícil tarea. La primera
etapa del viaje la hicieron en el angosto tren metalero que ascendía desde Lima
hasta las minas de la Oroya. Al llegar el convoy a Chicla, ambos descendieron y
montaron a caballo y sin mezclarse con los soldados de la guarnición chilena
acantonados en aquel punto, comienzo de la prolongada hilera de cuarteles y
campamentos que conformaban la línea tendida por la división de Del Canto,
tomaron una senda angosta. Ante ellos se levantaba como una muralla, veteada
de gris y ocre, la altísima cordillera.
Al llegar al Cuartel General, se encontraron con el Mayor Pedro Julio
Quintavalla. Las informaciones que tenía sobre el levantamiento de los indios a
lo largo de todo el valle, le hacían pensar que el Ejército expedicionario chileno
se vería enfrentado a operaciones que no le sería posible resistir. También se
enteraron de que al mando de la guarnición chilena en la Concepción estaba el
Capitán Alberto Nebel, con la 2a y la 5a compañía del Regimiento Chacabuco.
No sólo las montoneras del Arzobispo Manuel Teodoro del Valle representaban
un gran riesgo, sino que también bastaba imaginar el inmenso número de
soldados chilenos enfermos de tifus y viruela y de heridos sin atender, para
darse cuenta de que la situación en puntos menos socorridos, como era el caso
de la Concepción se tornaba más peligrosa con cada día que pasaba.
El Mayor Quintavalla presentía que Cáceres estaba planeando un ataque de gran
envergadura que podría arrasar con Huancayo, la Concepción y si lograba
cortarles la retirada a la Oroya, los encajonaría y morirían todos en Tarma y
Jauja.
En efecto, el General Cáceres pensaba tal cual lo había expresado el Mayor
Quintavalla, sin embargo, su plan contemplaba la pérdida de dos días más antes
de su iniciación. Ellos serían empleados en cortar la retirada a los chilenos hacia
la Oroya, por el norte y en amagar un ataque desde el sur contra sus
campamentos de Marcavalle y Pucará. Mientras las tropas chilenas estuviesen
ocupadas en defender los dos extremos opuestos de su línea, descargaría un
fuerte contingente de tropas sobre su guarnición más débil, a fin de cortar en dos
su línea defensiva… el punto escogido sería la Concepción y la fecha de dicho
ataque sería el 9 o 10 de julio.
Finalmente el Capitán Layseca junto a su ordenanza llegaban a la cumbre de
uno de los tantos cerros que conducían hacia la Concepción, desde ese punto se
detuvieron sorpresivamente y al concentrar sus pupilas en los lomos de los
cerros que envolvían al pueblo, descubrieron, mimetizadas con los riscos,
millares de cabezas cubiertas con gorros de lana y orejeras, cabezas
inconfundibles de los indios serranos. Era la prueba indiscutible de que la
Concepción estaba a punto de convertirse en un infierno, en un matadero y sin
perder más tiempo ambos jinetes apresuraron el descenso al pueblo.
Una vez en el pueblo, la pequeña plaza central estaba repleta de carretas
desvencijadas, en torno a las cuales vagaban como espectros numerosos heridos,
soldaderas y soldados extenuados, Layseca cruzó por entre ellos con expresión
de lástima y se dirigió al cuartel, instalado en la antigua casa parroquial. Allí
encontró al Capitán Alberto Nebel, jefe de la escasa guarnición.
Al mirar por el interior de la comandancia, todo allí dejaba traslucir el
desconcierto y el abandono. El Capitán Layseca le contó sobre el importante
correo y órdenes que transportaba para el Coronel Del Canto, a lo que Nebel con
gran nerviosismo le recomendaba que continuase pronto su camino con la
esperanza de que mientras más rápido su Coronel recibiese dichas órdenes, más
rápido serían todos sacados de aquel infierno.
A los pocos minutos, el Capitán Layseca y su ordenanza, estaban listos sobre
sus caballos de refresco, dispuestos a continuar su viaje rumbo a Huancayo
Capítulo II
La vieja ciudad de Huancayo zumbaba como una colmena, a pesar de ser más de
las diez de la noche, cuando los exploradores entraron en sus polvorientas calles.
Sin perder más tiempo, Layseca se dirigió, con su alforja al hombro, en
dirección a la comandancia donde se hizo anunciar al Coronel Estanislao del
Canto.
Mientras el Coronel entre reclamos y duros reclamos en contra del Comando en
Jefe, esparcía sobre el escritorio todos los papeles, su diestra aplastó un pliego
sellado con las características de los telegramas oficiales, el cual llevaba
estampado en una esquina un timbre que anotaba "confidencial y urgente", de
inmediato le preguntó al Capitán Layseca de donde había obtenido dicho
telegrama pues toda la información que en ella contenía había sido cursada por
el telégrafo público, lo que significaba que todos los espías del General Cáceres
ya conocían su contenido.
Del Canto emitió un bufido y se encaminó a pasos rápidos hacia la puerta que
comunicaba con la sala de espera y la guardia. Apoyado en el alféizar de una
ventana estaba el Comandante del Regimiento Chacabuco, Teniente Coronel
Marcial Pinto Aguero. Con tono perentorio, lo llamó a su lado, lo hizo pasar al
despacho y cerró la puerta tras él. Juntos los tres oficiales comenzaron a analizar
la situación del pequeño destacamento ubicado en la Concepción.
Lamentablemente debido a los muchos trabajos que demandaba la custodia de la
ciudad de Huancayo, no se había podido reforzar oportunamente la guarnición
de la Concepción. El Coronel Del Canto deseaba saber la disponibilidad del
Regimiento más a mano para poder enviar rumbo a la Concepción con el fin de
reforzar a la tropa del Capitán Nebel. El Regimiento correspondía a la 4a, al
mando del Teniente Ignacio Carrera Pinto y secundado por los Subtenientes
Arturo Pérez Canto y Luis Cruz Martínez, de diecinueve y dieciséis años
respectivamente.
Al Coronel le resultaba penoso someter a un grave riesgo a muchachos tan
jóvenes, pero no le quedaba otra alternativa. Dirigiendose al Comandante Pinto
Aguero le ordenó hacer los preparativos necesarios para que la 4a compañía del
Chacabuco partiese rumbo a la Concepción a primera hora de la mañana del 5
de julio.
Alargada como una culebra que se escurriera por entre las ondulaciones de la
sierra, marchó la columna de los sesenta y seis soldados de la 4a compañía del
Chacabuco, encabezada por el Teniente Ignacio Carrera Pinto y los Subtenientes
Pérez Canto y Martínez.
Mientras la pequeña masa de soldados se perdía hacia el norte, en la guarnición
de Huancayo reinó una febril actividad. Numerosos mensajeros salieron del
Cuartel General galopando hacia el sur, para prevenir a las avanzadas destacadas
en Pucará y marcavalle y los ayudantes del Coronel Del Canto reunieron en la
tarde del día 6 a todos los jefes de batallones en la sala de la Comandancia. En
aquella reunión, el veterano Coronel les expresó sin preámbulos la decisión de
hacer abandono de Huancayo, que debido a la escases de provisiones era
necesario emprender la retirada. Se habían mandado órdenes para que se
desocupasen los hospitales que se mantenían en Jauja y Tarma, a fin de trasladar
hasta allá a los enfermos y heridos que ocupaban Huancayo. Para realizar dicho
traslado, se usarían a los indios prisioneros, los que marcharían en colleras,
atados por los tobillos para que no pudieran fugarse.
Todos los Comandantes se oponían a dicho plan pues resultaba ser demasiado
arriesgado, pues la marcha de los batallones, entorpecida por una columna de
cargadores atados, obligadamente tendría que ser lenta y poco flexible. También
se exponían a algún ataque sorpresivo del Ejército de Cáceres durante el
trayecto; pero Del Canto, con un leve tono de disgusto rechazó toda objeción a
sus planes. Los Comandantes abandonaron la sala, comentando en voz baja
entre ellos. El asunto de los indios acollerados no les agradaba en absoluto.
El último en retirarse fue Pinto Aguero, cuyos chacabucanos eran, sin duda, los
que se hallaban en mayor aprieto. Una vez a solas con el Coronel Del Canto, le
contó sobre la recepción de un mensaje del Capitán Alberto Nebel quien
esperaba alguna respuesta con respecto a la situación de enfermos que se
encontraban en la Concepción y que necesitaban de asistencia médica. El
Coronel Del Canto, sin prestar mayor atención al asunto, le respondió que los
evacuara rumbo al hospital de Jauja, escoltados por sus dos compañías. Dicha
solución no satisfacía al Capitán Pinto Aguero ya que eso significaría dejar sola
a la compañía que comandaba el Teniente Carrera Pinto, la que ya debía estar en
la Concepción. La idea era que sólo deberían pasar solos apenas dos días, al fin
del cual, las demás unidades pasarían por la Concepción y recogerían a la
Compañía de Carrera Pinto, para llevarla con ellos hasta Tarma. Sólo quedaba
rogar que durante esos dos días no les fuera a ocurrir nada a los muchachos de la
4a Compañía.
Los millares de montoneros y de indígenas que espiaban sigilosamente el valle
del Mantaro al amparo de las quebradas de la alta montaña, dejaron pasar al
mensajero que galopaba desde Huancayo a la Concepción, el cual portaba la
orden para el Capitán Nebel de trasladar a todos los enfermos protegidos por la
totalidad de sus dos compañías.
Una vez recibida la orden de evacuar el pueblo, el Comandante de la 2a y 5a
compañía, se dispuso a dar la orden de marcha. Finalmente solos, Ignacio
Carrera Pinto ordenó al Teniente Pérez Canto hacer formar a la 4a compañía con
el fin de pasar lista y distribuir las guardias. Al mismo tiempo, mandó a llamar
al Subteniente Luis Cruz Martínez a quien le expresó su interés en saber cuáles
eran los soldados convalecientes y cuántos los que aún se hallaban graves,
aquellos que pudieran tenerse en pie deberían formar a la cola de la fila.
Minutos más tarde, una corta hilera de soldados quedaba extendida, como un
reguero de hormigas, frente a los muros de piedra y madera de la casa
parroquial. Eran sesenta y tres veteranos, añadidos los subtenientes y el jefe
mismo, la suma se elevaba a sesenta y seis. A la cola de la 4a compañía
formaron, poco después, nueve hombres más, a medio vestir, desgreñados, con
los rostros demacrados por la enfermedad o las heridas; aún quedaban dos más
en la enfermería recuperándose luego de estar al borde de la muerte. En total
sumaban setenta y siete hombres, más tres mujeres, una de ellas en estado
avanzado de embarazo, y el hijo de una de ellas.
Luego de pasar lista y de hacer reconocimiento sobre las casas que rodeaban la
plaza central, al igual que de sus respectivos dueños, el Capitán Ignacio Carrera
Pinto comenzó a distribuir la guardia poniendo especial cuidado de mantener
bajo constante vigilancia el cerro El León, pues por ahí vendría el asalto, si es
que el enemigo se dejaba caer encima, ahora que estaban totalmente solos.
Llegada la noche el joven Subteniente Martínez regresó a pasos rápido al cuartel
en busca de Carrera Pinto, ansioso de compartir con él la importante
información que le había confesado una joven señorita peruana con la cual había
estado platicando muy blandamente amparados por la penumbra que reinaba en
el quicio de la puerta del almacén de la esquina. Lamentablemente, impulsado
por la necesidad de constatar el verdadero estado de los hombres que se hallaban
recluidos en la enfermería, Carrera Pinto se había trasladado a la casa vecina, en
cuyas habitaciones del piso bajo, tumbados en el suelo de ladrillos sobre
montones de paja y viejas mantas, yacían once hombres, atendidos por las dos
soldaderas y Carmen Quinteros, la cantinera de la 4a compañía, que aún
conservaba las bombachas rojas y el quepis de su uniforme. Luego de conversar
con algunos de los soldados, los tranquilizó diciéndoles que en menos de 48
horas el Ejército chileno llegaría a la Concepción y todos juntos se unirían a sus
filas rumbo al hospital de Jauja. Dando las buenas noches a todos se dio media
vuelta y se retiró rumbo al cuartel.
En la penumbra del corredor del cuartel, alumbrado ahora por una lámpara de
parafina, conversaban los Subtenientes Pérez Canto y Luis Cruz Martínez. Este
último había informado a Carrera Pinto lo que le revelara su joven enamorada y
como el Teniente no pareciera inmutarse, salió al corredor para comentar con
sus compañeros la conversación que había sostenido con Rosalina Muzzio.
Como si pretendiera confirmar su augurio, en ese instante mismo resonó
estruendosamente un disparo afuera, en la plaza. Los dos Subtenientes saltaron
al mismo tiempo hacia la sala de guardia con la intención de asomarse al
exterior. Pero Carrera Pinto se les había anticipado y disponía que cuatro
hombres salieran a investigar la causa de la detonación. Estos lo hicieron con
precauciones, comandados por Pérez Canto. No habían alcanzado a alejarse
muchos pasos de la puerta del cuartel, cuando vieron venir hacia ellos la
corpulenta figura del Sargento Rosas, que traía delante de él a un prisionero,
fácilmente identificable por sus largos hábitos negros, era un fraile. Luego de
interrogarlo y de enterarse de que venía del convento de Santa Rosa de Ocopa
con la misión de ayudar al párroco local a organizar una procesión en honor a
San Feliciano, santo patrono de esa región, dicha procesión sería realizada el
domingo en la mañana.
Sin mayores preguntas el joven Subteniente dejó al fraile retirarse,
recomendándole de que no anduviese nunca más de noche por los alrededores
pues era peligroso. No pudo imaginar jamás Pérez Canto el terrible error que
había cometido, pues aquel mismo fraile luego de alejarse de la mirada de los
guardias, se escurrió apegado a los muros, contorneando la plaza hasta
introducirse en la gran casona de los hermanos Balladares, una de las familias
más acaudaladas del pueblo.
Tan pronto como un criado lo anunció, ambos hermanos supieron de que era un
enviado del Arzobispo de Berito o del Coronel Juan Gasto, jefe de las fuerzas
regulares peruanas que ya se encontraban en la meseta de Apata. El hombre
disfrazado de fraile era nada menos que el Capitán José Miguel Pérez, primer
ayudante del Coronel Juan Gastó. Rápidamente les contó sobre su misión y les
ordenó preparar a todo el pueblo para que bajo el pretexto de la supuesta
procesión que se realizaría el domingo, hicieran abandono del pueblo rumbo a
los cerros de Apata.
Capítulo III
Mientras tanto, esa misma noche, poco antes del amanecer, en el Cuartel
General de Huancayo, el Coronel Estanislao del Canto era despertado
abruptamente por uno de sus ayudantes. El oficial condujo al Coronel hasta una
de las ventanas de donde pudo contemplar cómo en medio de la plaza ardían, en
una enorme pira, la mayor parte de las camillas destinadas a transportar a los
heridos y enfermos. Los indios prisioneros, enterados de la cruel medida
ordenada por el Coronel de hacerlos marchar atados por los tobillos, cargando a
los soldados heridos, los llevó a realizar aquella desesperada acción de rebeldía.
El jefe de bagajes era el único que algo sabía sobre lo sucedido. Los indios
estaban atados en parejas, pero alguien, un espía tal vez, se introdujo en la
barraca donde estaban encerrados y los liberó. Luego, se escurrieron fuera sin
que los centinelas los sintieran, aturdieron a los guardias del almacén donde
estaban las camillas, las sacaron en silencio, las amontonaron en la plaza, les
prendieron fuego y, por último, se esfumaron como sombras.
El Coronel Del Canto estaba totalmente enfurecido, apenas quedaban doscientos
camillas para transportar a más de quinientos hombres inhabilitados y a menos
de una hora de iniciar su retirada Huancayo ordenó a sus hombres utilizar
cualquier medida para reemplazar las camillas destrozadas pues de una u otra
manera deberían iniciar el repliegue del ejército ese mismo día, 8 de julio, a las
seis de la mañana.
A las seis y media, los Comandantes de Sanidad y Bagajes volvieron a
presentarse ante él. Habían hecho cuanto les era posible por cumplir la orden,
pero el material recogido no alcanzaba para improvisar más de cien elementos
en los cuales transportar a los enfermos, especialmente en tan corto tiempo.
Justo en ese instante se oyó el lejano son de la corneta de un centinela y, casi
enseguida, se vio asomar en lo alto del camino que conducía desde el norte a
Huancayo las siluetas de dos jinetes que entraban a todo galope.
Aceleradamente se dio la alarma y los soldados se desplegaron en posiciones
defensivas, poniéndose en el caso de que esos jinetes fuesen la avanzada de una
fuerza mayor. Pronto se descubrió que llevaban mantas indias y los típicos
gorros de lana con orejeras de los nativos de la región. Al ver que se
identificaban ante los centinelas adelantados, el Coronel comprendió que tenían
que ser mensajeros chilenos que venían de Jauja o de la Concepción. Eran el
Capitán Andrés Layseca y su ordenanza Pedro Cardemil.
De inmediato el Coronel Del Canto salió al encuentro de los dos jinetes,
haciéndoles el comentario de que por culpa del incidente que afectó a más de la
mitad de las camillas, era casi imposible realizar la movilización de las tropas.
La información proporcionada por el Capitán Layseca sólo respaldó dicho
comentario agregando que lamentablemente los hospitales de Jauja y Tarma no
habían sido desalojados debido al inmenso número de enfermos que en ellos
tenían, sin contar de que el camino a Lima estaba copado de montoneros
peruanos que sólo dificultaban aún más la situación. La retirada del Ejército
chileno sería demorada un día entero, exponiéndolos ante la inminencia de un
ataque del Ejército peruano. La movilización no podría comenzar hasta el 9 de
julio a las 6 de la madrugada.
Por su parte, Carrera Pinto se vio obligado a reconocer que algo tenía que
haberle ocurrido a la división de Del Canto para retrasarse de tal modo. La que,
por su parte, no podía esperar más era la mujer del Cabo Zeñón Ortiz, quien
alrededor del mediodía había comenzado a sufrir los dolores anunciados del
parto y éstos se hacían cada vez más frecuentes. De inmediato se mandó en
busca del único doctor del pueblo de nacionalidad francesa pero para esto se
necesitaba de la ayuda de Rosalina Muzzio y quien mejor que el Subteniente
Martínez para realizar dicha petición.
Mientras Martínez se encontraba conversando con su joven amada y justo
cuando ésta se disponía a ir en busca del médico, asomó en la puerta del
almacén su tía Giovanna quien al enterarse de las circunstancias dió la
aprobación para que su sobrina fuera en busca del doctor. Pero cuando la
muchacha ya se había marchado y el soldado se disponía a hacer lo mismo, la
señora Giovanna lo detuvo de un brazo y le preguntó sobre el paradero del
Capitán Andrés Layseca. Al enterarse de que el Capitán Layseca ya no se
encontraba en el pueblo sino que en Huancayo, dicha noticia tranquilizó
enormemente a la señora y sólo comentó sus deseos de que ojalá ninguno de los
demás soldados chilenos que se encontraban en la Concepción se encontrase en
el pueblo al día siguiente, a la hora de almuerzo. El oficial la observó con
curiosa inquietud pero sin poder comprender el verdadero significado de las
palabras que la joven señora le había expresado. En vez de aclarar el significado
de sus palabras, la señora Giovanna sólo le pidió al oficial que repitiese sus
palabras al Teniente Carrera Pinto, a lo mejor él sabría interpretarlas.
Carrera Pinto se quedó hondamente intrigado cuando Martínez le repitió
textualmente las palabras de la señorita Muzzio, pero también él no logró llegar
a conclusión alguna.
Algunos momentos más tarde se presentó ante él el médico francés. Venía de la
enfermería, en donde acababa de examinar a la mujer del Cabo Ortiz. Nada
parecía indicar que el alumbramiento fuera a producirse dentro ese día, no
quedaba otra cosa que esperar.
El doctor sólo agregó: "El nacimiento y la muerte le llegan al ser humano
inevitablemente en el instante preciso que el destino ha fijado." Estas palabras
quedaron dando vuelta en la mente de Carrera Pinto pero no hizo otra cosa que
la de reafirmar sus palabras. De súbito, el doctor comenzó a hablar en voz baja y
apresurada; le expresó nerviosamente de que a pesar de ser francés y neutral no
podía dejar pasar la oportunidad de tratar de evitar una matanza bárbara. Le
contó de que en la mañana alguien había introducido un papel por debajo de la
puerta de su casa, en el cual le aconsejaban abandonar el pueblo al día siguente e
incorporarse a una procesión religiosa que se iba a realizar con el pretexto de
que se trataba del día de San Feliciano. La nota también agregaba, que el pueblo
iba a ser atacado poco después del mediodía por más de seis mil hombres.
Carrera Pinto retrocedió un tanto, estremecido por la revelación. Pero si su
rostro se alteró, fue para exhibir mayor firmeza y agradeciendo la humanidad
que había demostrado tener el doctor, le señaló que estarían alertas pero que
tenían el deber de conservar esa posición y eso es lo que pretendían hacer. Sin
más que decir el doctor hizo su retirada del cuartel, lamentándose de lo que
parecía ya ser algo inevitable.
Capítulo IV
Por fin, el domingo en la mañana, la División de Del Canto se disponía a
abandonar Huancayo para iniciar el repliegue hacia el norte. Las tropas estaban
formadas en la plaza, rodeando los carros con enfermos y la larga hilera de
portadores indios que cargaban las camillas. El Coronel Estanislao del Canto, a
caballo, aguardaba en compañía de su Ayudante Galvarino Irarrázval que
llegara el Teniente Caupolicán Villota, a quien enviara hacia el sur para traer
consigo a tres compañías del Regimiento Santiago y dos del Lautaro, que
montaban guardia en las posiciones rezagadas de Pucará y Marcavalle. Pero
había transcurrido ya una hora más que la del plazo fijado para que llegaran esas
fuerzas y no se les veía aparecer.
Dominado por la impaciencia, el veterano Coronel resolvió, finalmente, no
postergar más tiempo la partida de su División y dió la orden de romper la
marcha, disponiendo que el Capitán Irarrázaval se quedase en Huancayo con
una compañía del Lautaro, para esperar a las fuerzas de la retaguardia.
La columna se había puesto ya en camino, encabezada por el Comandante
Alzérreca, cuando en la cuesta del sur se vio asomar a un jinete que se acercaba
galopando desenfrenadamente. El Coronel no tardó en reconocerlo. Se trataba
del Teniente Villota, que regresaba desde Marcavalle. Sin duda alguna algo le
había ocurrido al grueso del Ejército y esto se vio confirmado cuando el
Teniente Villota le señaló al Coronel Del Canto que las fuerzas de la retaguardia
estaban siendo atacadas por las tropas del General Cáceres las cuales sumaban
más de tres mil hombres, mientras que las tropas chilenas apenas alcanzaban a
trescientos.
El jefe de la División no perdió tiempo en averiguar mayores detalles.
Galopando junto a la columna, fue desprendiendo de ellas a las unidades que
consideró indispensables. A su paso, las órdenes iban siendo cumplidas a toda
prisa y la columna se disgregaba en la mayor confusión. Con Regimientos
Lautaro y Chacabuco junto a los Carabineros de Yungay dirigiéndose hacia el
sur rumbo a Pucará, era obvio de que no podrían continuar su marcha hacia el
norte quizás hasta cuándo. Los que estaban en la Concepción tendrían que
esperar.
La mayor parte de la División de Del Canto giró sobre sus talones y se
encaminó en sentido contrario, al trote los infantes, al galope los jinetes.
Entretanto, más o menos a la misma hora, una procesión religiosa abandonaba,
con oraciones y asperjar de incienso, el pueblo de la Concepción y
simultáneamente en el pequeño hotel del italiano Muzzio se reunían, con sigilo,
cuatro caballeros de edad avanzada y Ambrosio Salazar, el señor feudal que
comandaba a los indios de Comas, vestido con traje de montar. La misión era
separar a los jefes chilenos de su tropa, para ello los convidarían a almorzar al
hotel ese mismo día, a la una de la tarde y justo una hora más tarde comenzaría
el ataque de los indios de Comas.
Los cuatro hombres se dirigieron rumbo al cuartel con la intención de extender
la invitación. Carrera Pinto observaba a sus cuatro visitantes con una leve
sonrisa irónica. Sabía qué feroz intención ocultaban las melifluas frases del tío
de los Balladares, y en un momento sintió la tentación de apresarlos y aplicarles
un merecido castigo por su hipocresía. Pero primaron en él la soberbia sangre
guerrera de su familia y su orgullo de militar. Y a sabiendas de que el convite no
era sino parte de una gran emboscada, decidió aceptarlo.
A la una en punto, los tres oficiales hicieron su entrada en el vestíbulo del hotel
y fueron recibidos con la mayor gentileza por los cuatro caballeros que habían
ido al cuartel en la mañana.
En esos mismos momentos la columna del Coronel Juan Gastó asomaba sobre la
ceja del cerro El León y el jefe peruano se detuvo para observar, abajo, el
pueblo de la Concepción. Estaba preocupado y giró la cabeza para comprobar si
lo seguían todas sus fuerzas, sus quinientos soldados regulares, los mil
quinientos montoneros de Cabrera y el pelotón de indios de Comas que había
incluido en la columna Ambrosio Salazar. También comprobó que se había
cumplido su orden de llevar un cañón de montaña, el cual estaba siendo
emplazado en una pequeña meseta que dominaba el pueblo. Esto lo tranquilizó
en parte, confiaba en que, al sentir el primer cañonazo y al observar la
superioridad de sus atacantes, los chilenos se rendirían de inmediato. Con esta
confianza, dio la orden de reanudar la aproximación hasta rodear por completo
la hondonada.
El reloj de péndulo del hotel de Muzzio dio la hora y todos los comensales allí
reunidos espiaban furtivamente los punteros. Era la una y media de la tarde.
Ninguno de ellos ignoraba que se estaban acercando a un momento culminante;
pero los anfitriones desconocían que los oficiales chilenos estaban alerta.
Cuando ya iban a ser las dos de la tarde, la tensión nerviosa de los allí reunidos
se hizo insoportable. Al viejo Cortés Balladares le temblaban las manos de tal
modo, que derramó un poco de vino al llenar la copa de Pérez Canto, que estaba
a su lado.
A medida que se aproximaba la hora, los cuatro señores comenzaron a buscar
algún pretexto para hacer abandono de la sala. Carrera Pinto se volvió hacia sus
subalternos y les ordenó en voz baja pero perentoria que volvieran al cuartel,
pretextando que debían atender el cambio de guardia.
Los señores Salazar y Cortés Balladares quedaron a solas con el Teniente
Carrera Pinto. Bastó el doble repique del badajo para que ambos hombres se
quedaran rígidos, y, de pronto, procediendo ya sin tino alguno se dispusiera a
abandonar la habitación. Fue entonces cuando Carrera Pinto se puso
vigorosamente de pie y echó mano a su sable, que mantenía en su cinto y
pretendiendo salir en persecución de ellos, les exigió que se detuvieran.
En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón.
Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los
contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se
encaminó al cuartel.
Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus
soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su
pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de
cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros.
En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba
un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus
lanzas banderolas con los colores del Perú.
Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que
encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar
la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la
plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la
llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los
enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que
el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban
saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o
arrastrando sus armas, se iba colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el
Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos
minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo
venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar.
Caminaba apoyándose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba
notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y
trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el
lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo
vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.
El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de
los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de
veinte, los cuales ocuparon las siguientes posiciones: en la esquina del norte,
Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte
soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los
dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de
impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el
choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó
con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"
Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones
indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!!"
Capítulo V
En forma inesperada se produjo un silencio absoluto en las masas atacantes,
cuando ya los montoneros y los indios asomaban por el nacimiento de las calles.
Carrera Pinto alzó los ojos hacia el cerro El León y descubrió allí la causa de la
sorpresiva detención del avance enemigo. Un parlamentario, protegido por una
gran bandera blanca, bajaba al paso lento de su caballo y, tomando la calle del
costado oriente de la iglesia, no tardó en entrar en la plaza. Las miras de los
fusiles chilenos lo seguían en su tránsito hacia donde estaba el Teniente. El
parlamentario llegó junto a él y desmontó con parsimonia. Luego lo saludo con
una leve reverencia y luego de asegurarse de que estaba frente al Comandante
de la guarnición le hizo entrega de una nota que traía en la mano.
El jefe chileno abrió el pequeño pliego y lo leyó con calma. Este expresaba:
"Ejército del Centro. Comandancia General de la División Vanguardia. La
Concepción, julio 9 de 1882. Al Jefe de la Guarnición Chilena de la
Concepción. Presente.
Contando, como usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que usted
tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo
a usted rendición incondicional de sus fuerzas, previniéndole que, en caso
contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios guarde a
usted."
JUAN GASTO.
Luego que concluyó de leer, Carrera Pinto buscó en los bolsillos de su guerrera
y, no hallando lo que necesitaba, se volvió a Pérez Canto para pedirle un lápiz y
papel, pero este último tampoco encontró lo que el Teniente necesitaba. En
consecuencia, Carrera Pinto decidió ocupar la parte inferior de la misma hoja
que había recibido del parlamentario y en ella escribió con letra firme:
"En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos, existe
inmortalizada en bronce la estatua de prócer de nuestra Independencia, General
don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corré por mis venas; por cuya
razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél,
deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios
guarde a usted."
IGNACIO CARRERA PINTO.
Cuando el parlamentario hubo leído la respuesta del jefe chileno, se quedó
mirándolo con asombro y creyó su deber decirle al Teniente Carrera Pinto, que
dicha determinación importaba el exterminio de sus hombres. Sin titubear,
Carrera Pinto, con expresión serena, se mantuvo en su resolución. Luego le dió
al parlamentario cinco minutos para abandonar el pueblo y ponerse fuera del
área de peligro.
Tan pronto el parlamentario hubo salido de la plaza, el Teniente se volvió hacia
sus hombres y les comunicó con voz clara:
"Soldados, han venido a ofrecerme las vidas de todos nosotros a cambio de una
rendición incondicional! He rechazado la oferta!"
Un ruidoso clamoreo aprobatorio brotó de los cuatro grupos de soldados
emplazados en las esquinas. Entonces Carrera Pinto avanzó unos pasos hacia el
centro de la plaza, desenvainó su sable y lo alzó hacia el cielo, advirtiendo a sus
soldados que estuvieran atentos a su señal para disparar la primera descarga.
Los montoneros e indios asomados a las calles del pueblo esperaban febriles,
pendientes de lo que ocurría en el cerro El León. La orden de atacar les vino
apenas el parlamentario llegó al sitio donde estaba el Coronel Gastó. Fue un
toque largo y ululante de una caracola. De inmediato, surgió de la masa de
atacantes un chivateo ensordecedor y los centenares de hombres que la
componían se abalanzaron a todo correr por las calles, convergiendo hacia la
plaza.
Los cuatro pelotones de soldados aguardaron con los ojos puestos en las miras
de sus fusiles, atisbando a su jefe a hurtadillas, en espera de su señal. Este se
mantuvo rígido hasta que vio a los enemigos a la distancia requerida, luego bajó
su sable al mismo tiempo que daba la orden de disparar.
Los fusiles de repetición de los chacabucanos vomitaron plomo sobre los
atacantes durante varios minutos, hasta que la masa que avanzaba se disgregó.
Se vio entonces a los hombres de vanguardia chocar con los que venían más
atrás y, en medio del mayor desconcierto, huir hacia el exterior del caserío. Los
soldados los regaron con balas todavía un tiempo más, hasta que Carrera Pinto
dió la orden de cesar el fuego.
Los habían detenido en aquella primera ocasión, y los soldados celebraron el
hecho con voces entusiastas. Pero todos comprendían que ésa no había sido más
que la escaramuza inicial y que pronto vendría un nuevo asalto.
En efecto, el Coronel Gastó, que observaba la contienda desde lo alto, ordenó
casi de inmediato el avance de sus soldados regulares.
Previendo que la fracción que avanzaba intentaría introducirse al cuartel
saltando la tapia trasera, Carrera Pinto ordenó al Sargento Clodomiro Rosas que
sacara dos hombres de los dieciséis que él mismo comandaba y se estableciera
con ellos en el patio de la casa parroquial.
Aquella disposición apenas alcanzó a ser cumplida, cuando se reanudó la
gritería de los indios y montoneros, pero esta vez alternada con un disparejo
fuego de fusilería, que surgía de todas partes. Ahora los pobladores disparaban
contra los soldados chilenos a través de las ventanas de sus casas, al mismo
tiempo que numerosos montoneros lo hacían desde lo alto de los techos.
Carrera Pinto comprendió que era imposible contrarrestar aquella forma de
ataque; los estaban escopeteando como conejos encerrados. Era necesario
replegarse al interior del cuartel y asi fue la orden que dió a sus soldados.
Una vez adentro, los distribuyó en grupos de a diez en cada ventana, cinco
arrodillados y cinco de pie. Los demás se apostaron en el portón y en el patio.
Luego se acercó a la soldadera Quinteros para ordenarle a que encerrase a las
otras dos mujeres y al niño en la cocina y luego retornase para que fuera
recargando los fusiles a medida que se fueran vaciando.
Repentinamente hubo un nuevo silencio, los enemigos habían dejado de disparar
y habían hecho abandono de la plaza. Carrera Pinto tuvo que pensar que se
estaban reorganizando en las calles atravesadas o que proyectaban algún nuevo
método de ataque.
Capítulo VI
La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos.
Esto lo llevó a tomar una difícil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una
arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la
situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero
sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús
Silva y los Soldados Olguín y Otárola.
Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales
abrirían paso a los tres hombres seleccionados. Antes de salir del cuartel, el
Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni
Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el
último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó
hacia afuera con todos sus hombres detrás.
Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la
abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr
frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció
reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban
tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto
comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.
Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde
el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar
hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de
los demás soldados chilenos.
A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus
hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y
luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos,
a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos
soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban
sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el
cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.
Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba
esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto
caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de
las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado
el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se
ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó
de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al
descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de
flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.
En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del
Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo
impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente
quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y
decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo
comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y
llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los
dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta
que no quedase ninguno vivo.
Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los
indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de
ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de
los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de
sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.
Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel,
sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y
descansar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el
Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través
del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por
angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces,
pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de
golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores
de parto.
Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra
Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de
Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la
silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el
Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de
la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban
pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra
parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por
temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban
protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas
y estaban embriagándose frenéticamente.
Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó.
Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo
por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el
templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco
que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con
parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de
una vez por todas a los chilenos.
En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz
no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los
disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió
un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de
minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera,
para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado
de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un
niño, luego volvió a cerrar la puerta.
Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado
en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el
acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse
una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su
extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de
pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de
la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus
cuerpos.
Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando.
Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la
techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para
averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan
pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la
esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un
chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se
dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando
el cuartel con parafina para incendiarlo.
Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún
podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su
jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los
enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la
casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.
Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la
compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterío que provenía de la
plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le
causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares
de antorchas, eran obvias sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente
ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al
cuartel.
Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar.
Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron
contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de
llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento
Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre
había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de
los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El
techo entero estaba ardiendo.
La situación se había tornado difícil para los chilenos y Carrera Pinto sabía que
era necesario salir pronto de allí o de lo contrario morirían todos quemados. La
hora había llegado de salir del cuartel e ir a refugiarse a la casa del lado la cual
había servido de enfermería.
Los heridos fueron arrastrados hasta el pórtico de entrada y aquellos hombres
que aún tenían municiones se aprestaron a salir detrás de su teniente.
El grupo, ya de no más de veinte hombres, disparó sus fusiles y cargó a la
bayoneta con desesperada locura. Luchaban como posesos, cortando, pinchando,
usando los fusiles como mazas. La apariencia de los soldados en aquel escenario
infernal, enrojecido por las llamas y sus gritos roncos, llenaron de pavor a los
indios, que volvieron a retroceder.
Carrera Pinto se sintió invadido por una alegría salvaje y decidió perseguirlos
hasta el costado opuesto de la plaza, para causarles la mayor mortandad.
Siguiendo las órdenes de su teniente, los subtenientes Pérez Canto y Montt se
abrieron hacia la derecha a fin de poder apoderarse de la casa vecina y justo
cuando Carrera Pinto se aprestaba a agregar algo más, un disparo le cortó la voz
en la garganta. Durante un segundo alzo los brazos al cielo, como si fuera a
elevarse y luego cayó sobre el polvo hecho un ovillo. Julio Montt corrió a su
lado con el propósito de ayudarlo, pero no había nada que se pudiera hacer:
estaba muerto.
Por lo demás, no les quedaba tiempo para preocuparse del cuerpo caído. Los
infantes del Coronel Gastó habían entrado en acción y se introducían a la plaza
disparando nutridamente. La única esperanza de salvación que les quedaba a los
sobrevivientes estaba en el pórtico de piedra del cuartel, y a su amparo se
acogieron con toda rapidez.
Capítulo VII Final
Se distribuían en el pequeño espacio, parapetando a las mujeres tras las jambas
del pórtico, cuando el techo crujió estrepitosamente y concluyó por hundirse,
con pavoroso estruendo y un chisperío infernal.
El Coronel Gastó había hecho acudir a su presencia a Ambrosio Salazar y lo
recriminaba con rudeza por el incendio provocado por sus indios. Además,
estaba exasperado por las diez horas que duraba ya el combate. Por fin, aceptó
dar termino inmediato al combate y le dió permiso a Ambrosio Salazar a lanzar
a sus indios contra los escasos soldados chilenos.
Los soldados de Chacabuco que aún sobrevivían estaban agrupados tras el
marco de piedra del portón. Detrás de ellos continuaba el incendio, pero muchas
de las vigas del techo no se habían quebrado y, caídas de un extremo, formaban
pasillos entre las llamas. Pero el calor era insoportable.
Pérez Canto se alzó un poco del lugar en que estaba acuclillado y preguntó a
Martínez cuántos quedaban. Este no le respondió, eso ya no tenía importancia.
Restarían diez o doce, no más.
En aquel momento Carmen Quinteros surgió agachada, por uno de los pasillos
que formaban las vigas a medio caer y se acercó al Subteniente con aire
perplejo. Le advirtió que alguien estaba golpeando contra la muralla del costado.
El Subteniente terminó de enderezarse, e iba a penetrar entre las ruinas, cuando
atrajo su atención el paso de numerosas sombras por entre los horcones del
portal. Temiendo que se avecinara un nuevo ataque por el frente, ordenó a
Martínez que tomara tres hombres y, acompañados por el Sargento Rosas, se
metiera entre las ruinas para averiguar en qué sitio estaban golpeando la pared.
Luego, distribuyó a tres hombres tras el marco del pórtico, con la misión de
defender a las mujeres, y él salió con los restantes a la vereda para rechazar a los
atacantes. En efecto, éstos se habían distribuido en las sombras del portal y
abrieron fuego sorpresivamente.
Pérez Canto avanzó con los suyos, les ordenó efectuar una descarga y luego
cargaron a la bayoneta. Fue inconcebible la forma como aquel puñado de
hombres logró contener y rechazar a la masa de atacantes. Pero cuando
regresaron al refugio del portón, eran ya muy pocos. Pérez Canto rehusó
contarlos, aunque imaginó que todos los sobrevivientes, incluyendo a los que
habían ido al interior del cuartel, serían unos ocho. Cuando retornó el
Subteniente Martínez, este llegó repitiendo que los indios no habían logrado
entrar, su grupo había descubierto un forado pero lo taparon con los cuerpos de
los indios que intentaron penetrar por él y también con los cadáveres de sus
compañeros. Lamentablemente ese hecho costó la vida de dos de sus soldados y
la del Sargento Rosas quien murió aplastado por unas vigas ardientes.
Comenzaba el amanecer del 10 de julio de 1882. Quince horas hacia que los
soldados chilenos mantenían una resistencia suicida. Fieles al Artículo 21 de la
Ordenanza General del Ejército, que impone: "El militar que tuviere orden de
conservar su puesto, lo hará", habían ido sacrificándose jefes y soldados. En la
plaza, arada por las balas y regada de sangre, se veía el cadáver del Teniente
Carrera Pinto y de sesenta y siete soldados, y junto al pórtico del cuartel, el del
Subteniente Montt. Sólo quedaban vivos Arturo Pérez Canto, Luis Cruz
Martínez y seis soldados que, parapetados tras el marco de piedra del pórtico,
cubrían con sus cuerpos a tres mujeres y dos niños, uno de ellos una guagua.
Alrededor de las cinco de la mañana, atendiendo al ruego de Giovanna Muzzio,
el Coronel Juan Gastó ordenó suspender el fuego y se produjo entonces un
silencio de muerte, roto sólo por las voces destempladas de los indios
embriagados en los barrios vecinos. Tan profundo era el silencio que, en cierto
momento, el Coronel Gastó pensó que todos los chilenos estaban muertos y
ordenó a uno de sus ayudantes que practicara una investigación, tan pronto la
luz de la aurora le permitiera ver.
Pérez Canto preguntó de improviso el número de municiones que aún quedaban,
todos se miraron respondiendo negativamente, todos habían agotado sus
municiones a excepción de un soldado quien sólo poseía una sola bala. Luego se
preocupó de ver en qué estado se encontraban las mujeres, el niño y el recién
nacido. Estaban todos vivos, pero se hallaban atontados por el tremendo drama
que habían vivido.
De súbito, la cantinera, que estaba de bruces en el suelo, alzó un tanto la cabeza
y se quedó mirando hacia afuera. Luego, tocó con una mano al Subteniente
Pérez Canto señalándole en la dirección correcta. Era el comisionado a quien el
Coronel Gastó encomendara acercarse al cuartel para averiguar si en él
quedaban sobrevivientes. Se aproximaba con toda cautela, atenta la mirada y
listo para escabullir el cuerpo, en caso de que se presentara un defensor. Pero
todos éstos estaban inmóviles, fundidos al suelo y a las piedras del portón.
Mirando a su soldado, Pérez Canto hizo referencia a la bondad del destino al
permitirle conservar una bala. El soldado poseedor de aquel único proyectil
comprendió al instante.
Moviéndose con infinitas precauciones, fue alzando poco a poco el cañón de su
fusil hasta ponerlo a nivel de sus ojos y asomado por un hueco que dejaban las
piedras. Así se mantuvo apuntando durante unos segundos, que a los demás les
parecieron interminables. Pero el hombre quería estar cierto de no errar el tiro.
Sabía que en cuanto sonara el disparo, todos los atacantes se precipitarían a la
plaza y cargarían contra ellos. Por fin, lo tuvo en la mira de su fusil y fue
oprimiendo el gatillo milímetro a milímetro. Cuando sonó la detonación, parecía
que el mundo entero había reventado.
El oficial peruano, que avanzaba agazapado, se irguió de un golpe, saltó en el
aire, describiendo una parábola y cayó aplastado contra el suelo. Aquello bastó
para que se desencadenara de inmediato el más furibundo ataque, en el que
avanzaron mezclados montoneros, soldados e indios. Todos ellos corrían hacia
el pórtico desde los diversos costados de la plaza.
Pérez Canto hizo ovillarse a las mujeres detrás de los pilares del pórtico y
ordenó a sus hombres esperar hasta que los atacantes estuvieran a unas veinte
varas de distancia. Cuando esto ocurrió, saltó afuera gritando: "A la carga,
valientes del Chacabuco!".
Era un compacto y revolucionario muro de hombres el que enfrentaba al cuartel
cuando salieron los chacabucanos e hincaron sus bayonetas en los cuerpos más
próximos. El Subteniente Martínez sintió que su fusil se quebraba, incrustado
entre las costillas de un soldado peruano, retrocedieron unos pasos para buscar
otra arma y en esos segundos alcanzó a captar una visión del horrible
espectáculo que se estaba desarrollando frente a él. Los soldados que iban
adelante con Pérez Canto habían sido envueltos por una enjambre de enemigos y
apenas se divisaban sus brazos subiendo y bajando. Pero al fin, los enfurecidos
atacantes se cerraron sobre ellos, aplastándolos.
Luis Cruz Martínez recogió un fusil caído y se percató entonces de que al lado
suyo luchaban cuatro soldados y los llamó con un grito. Unidos codo a codo
cargaron salvajemente y, machacando cráneos, tajando espaldas, hicieron
retroceder a los asaltantes que, engañados por la confusión, se alejaron del lugar
de la lucha. Luego, ordenó retirarse rumbo al cuartel lentamente para no darles
la impresión a sus atacantes de que tenían miedo.
Retrocedieron lentamente, sin dar las espaldas, observados por los ojos atónitos
de todos los vecinos asomados a las ventanas. Cuando llegaron junto a las
mujeres, Carmen Quinteros se los quedó mirando con pupilas ansiosas y
expectantes. Entonces el Subteniente de dieciséis años se quitó la gorra e hincó
una rodilla en tierra, y fue imitado por los cuatro soldados. Junto a las mujeres a
los demás soldados se pusieron a rezar por la salvación de sus almas.
Pareció que una voluntad superior deseara protegerlos durante los breves
momentos que duró el rezo, pero apenas aquellos seres pronunciaron la palabra
"amén", volvió a elevarse en el costado opuesto de la plaza el chivateo de los
indios.
Todos se pusieron de pié, Martínez con voz entera se dirigió a sus hombres
diciendo: "Soldados, creo que nos llegó nuestra hora". Dispuestos a poner
término a dicha situación se encaminaron hacia la salida pero sin antes detenerse
frente a las mujeres, trazando con su mano el signo de la cruz, pidiendo que el
Señor intercediera por ellas; luego se despidió. Atrás quedaban las mujeres
despidiéndose con voz quebrada de los soldados de Chile.
Los cinco hombres salieron a la plaza formados en una corta hilera y avanzando
con pasos firmes. A medida que se acortaba la distancia que los separaba de sus
contendores, el Subteniente Martínez les ordenó ajustarse los barboquejos de los
quepis y ordenarse las guerreras para morir con buena facha. Pero cuando ya se
disponían a emprender la carrera para lanzarse a la carga, en una de las ventanas
de la casa de los Balladares asomó medio cuerpo el Coronel Juan Gastó y con
sus gritos acalló el chivateo de los indios. Luego exclamó en forma
perfectamente audible: "Chilenos, ríndanse! Ríndanse y les perdonamos la
vida!".
Los cinco hombres se detuvieron y se miraron entre sí, pero ninguno de ellos
aflojó y juntos reanudaron el avance. Luego otras ventanas del pueblo se fueron
abriendo desde su interior se escuchaban voces de los mismos habitantes
pidiéndoles su rendición a cambio de sus vidas.
El joven oficial chileno se detuvo y contestó con voz clara: "Los chilenos no se
rinden nunca!". Luego se volvió a sus soldados y les ordenó vigorosamente:
"Soldados del Chacabuco, a la carga!".
Los cinco hombres aferraron sus fusiles, nivelaron sus bayonetas a la altura del
pecho y se precipitaron a la carrera contra la masa de asaltantes, que los
aguardaba con bayonetas, lanzas y sables, dispuestos a exterminarlos. Y en el
trascurso de unos pocos segundos sus cuerpos quedaron allí acribillados.
La División del Coronel Del Canto había logrado, por fin, ponerse en marcha
desde Huancayo a las diez de la mañana y se dirigía aceleradamente hacia la
Concepción. Como batidores de avanzada cabalgaban el Capitán Andrés
Layseca , su ordenanza Cardemil, el Capitán Arturo Salcedo y el Subteniente
Luis Molina. Estaban por trasmontar el lomo de la cuesta llamada Alto de la
Concepción, cuando Cardemil señaló con un brazo hacia adelante y refrenó su
caballo. A lo lejos se divisaba una columna de humo al otro lado del cerro.
Los tres oficiales detuvieron sus cabalgaduras unos segundos y se quedaron
mirando la delgada humareda que emergía por sobre la cresta del cerro. Pero, de
inmediato, todos ellos picaron espuelas y lanzaron sus animales al galope
desenfrenado. La misma sospecha había surgido en sus cerebros: era en la
Concepción donde se estaba produciendo el incendio. Sin demora alguna le
fueron a notificar al Coronel Del Canto lo que habían visto.
Cuando el veterano soldado contempló el espectáculo que ofrecían la plaza de la
Concepción y las ruinas del que había sido el cuartel de la 4a compañía del
Chacabuco, sintió que una saliva amarga le llenaba la boca. Con las manos
crispadas en las bridas de su caballo, parecía la encarnación del horror. La plaza
estaba sembrada con los cadáveres de los setenta y siete soldados chilenos.
Estos habían sido desnudos y horriblemente mutilados; la misma triste suerte
habían corrido las tres mujeres y los dos niños.
Alzando el rostro al cielo, con las mandíbulas apretadas de tal modo que los
huesos de las quijadas se le marcaban en blanco en las mejillas, pidió perdón y
fuerzas a Dios para exterminar a todas las fieras que se ensañaron así con sus
soldados. Volviéndose a los Comandantes que lo observaban, les ordenó a gritos
sus deseos. El Comandante Pinto Aguero fue despachado rumbo a las montañas;
el Comandante José Miguel Alzérreca al mando de los Carabineros de Yungay
que tenían la tarea de perseguir hasta el fondo del infierno a los que sacrificaron
a los soldados chilenos.
El estruendo de los cascos de los caballos y de la fusilería resonó durante varias
horas en los vericuetos de las montañas vecinas, delatando la encarnizada
persecución y sólo regresaron a la Concepción cuando la noche se cerró sobre el
paisaje serrano.
Al día siguiente en la mañana se procedió a la sepultación de los mártires. Los
cadáveres de los sesenta y tres soldados de la 4a. compañía, más los once
heridos y enfermos, habían sido recogidos y alineados junto a una zanja abierta
detrás del muro posterior de la iglesia. Los restos de los cuatro oficiales estaban
envueltos en mortajas en el interior de ella y unos compañeros de grado abrieron
una zanja paralela al altar mayor.
El Coronel Del Canto, descubierto, contemplaba la escena con rostro sombrío,
cuando se le acercó el cirujano Justo Pastor Merino. Este había recibido una
comisión que no le había sido posible cumplir. La de recomponer los cuerpos de
los cuatro oficiales. Lo único que había podido hacer fue extraerles los
corazones, los que guardó en redomas de vidrio que encontró en la farmacia del
pueblo. Confiaba en que los corazones de los héroes, sumergidos en alcohol,
podrían conservarse hasta que fuesen llevados a Chile.
En cuatro toscos ataúdes, fabricados por los carpinteros de la sección bagaje, los
oficiales fueron descendidos a la tumba común. Ignacio Carrera Pinto llevaba
cosidas en su guerrera los galones correspondientes al grado de capitán, que le
había sido otorgado hacía más de un mes, pero cuyo despacho él no alcanzó a
conocer.
Y sobre su pecho se extendió el jirón que restaba de la bandera quemada del
cuartel, de la cual se conservaba la estrella, blanca estrella en la que el Coronel
Del Canto y su Ayudante Galvarino Irarrázaval estamparon sus firmas y
escribieron la fecha 10 de julio de 1882, como testimonio. Luego, entre los
responsos por los difuntos y las salvas de honores, fueron cubiertos de tierra.
Mientras una corneta lanzaba al aire el toque de "silencio", el Comandante
Marcial Pinto Aguero se acercó al Coronel Del Canto y se inmovilizó a su lado
hasta que cesó de oírse la corneta. Luego de pedir permiso a su coronel, se
volvió con viveza hacia cuatro grupos de soldados apostados en las esquinas del
viejo templo y les hizo una señal con su sable. Estos baldearon los muros y
luego el pórtico del templo con parafina y, sin vacilaciones, le prendieron fuego.
De esta manera, las cenizas cubrirán las tumbas, evitando cualquier profanación
por parte de los indios. El viejo templo comenzó a arder como una inmensa pira
funeraria.
A una orden del Comandante Alzérreca, todos los componentes de la División
expedicionaria presentaron armas en homenaje de honor a los caídos. Al
reanudar nuevamente la marcha, los soldados desfilaban en sombrío silencio y,
al pasar frente a la iglesia en llamas, volvían los rostros hacia las tumbas de sus
compañeros, como dándoles un postrer adiós. Los tambores, en sordina,
comenzaban a marcar el compás de marcha, y la división, formada en perfecto
orden, iba abandonando el trágico pueblo del sacrificio.
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