conciencia de la luz

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Garrido, Ana María. Conciencia de la luz

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Ana María Garrido

CONCIENCIA DE LA LUZ

poemas

Cuadernos del Bicentenario

Colección “Maestro Luis F. Iglesias” Cuaderno Nº 18

a e Biblioteca i Artesanal o Digital u

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Ediciones Artesanales. Dirigida por Carlos A. D’Orio. Bibliotecario de la Biblioteca Popular “J. Murillo” Este libro puede ser reproducido total o parcialmente, por todos los medios conocidos, dando fe de su origen y no ser con fines de lucro. Se entregarán como “Noticia de creación” un ejemplar a dos bibliotecas populares

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LA MARCHA DE LOS DIAS

Si los pasos supieran que el camino se esfuma detrás del horizonte no habría persuasión para el olvido ni lámpara encendida en el desván del tiempo receloso. La noche no se nutre del viento y sus corolas, sus pétalos incautos, los erizados peces de su cielo infinito. No remontes tus voces como el velamen roto de tu fantasma errante, como buque perdido en las aguas voraces de tu miedo más hondo. La soledad condensa

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la bruma pesarosa de tus ojos salobres. Si la luz te redime ¿para qué delegar tus cicatrices, la faena de tus seres ocultos, la retina azarosa de tu música en las manos del mundo? Sólo el amor expía la marcha de los días.

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EPIDERMIS Es imposible atrapar el humo despoblado, ahuyentar los fantasmas diseminados en las calles desnudas, acallar a los testigos ciegos que palparon el agrio territorio nocturno y gritaron a quien quiso escucharlos que el sueño es una trampa semejante a la muerte. No hay manera de auscultar el corazón de las rocas sedientas ni sujetar las hélices del viento que huele a quemazón, a selvas incendiadas, a verano con piel de catapulta. En los ataúdes del silencio la distancia oculta a sus amantes de cabellera exánime y dedos ancestrales que destejen la lluvia. La soledad esgrime

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sus sables ateridos. Cuando el tiempo pregunta por sus cosas perdidas, sus papeles secretos, su desdentada música el latido impreciso de los viejos relojes arrumbados en el fondo del mar despierta a los volcanes olvidados en inhóspitas islas y cubre la epidermis del planeta con su grave mortaja de diluvio.

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HUELLAS DE OTRO TIEMPO A la luz de las velas azarosas como el viento, los brazos de la lluvia se elevaban en señal de alabanza o de callada súplica. Los árboles entornaban sus párpados desnudos, condenados a concebir la pura magia, las terrestres manzanas, los duraznos aéreos con piel de sobresalto, los plátanos sedientos. Es posible encontrar en los frutos de mirada paciente las huellas de otro tiempo en que el cielo campeaba en nuestra vida sin duelo ni presagio, como un tibio arrebato de palomas. Hoy, la acritud

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de los viejos enseres arrumbados en la casa gris de la memoria, no nos salva del naufragio de los días, el silencio piadoso no alivia nuestras llagas ocultas, el puñado de luz acumulado en nuestra vida breve no guía nuestros pasos en la honda tiniebla del destierro.

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PARTO

Me duele el tiempo incendiado en los relojes sombríos del invierno, el sol inválido que asoma su cabeza entre nubes de fieltro. Ignoro las palabras que revelan la iniquidad de las murallas que aíslan a los hombres, la albura de los huesos sin memoria repartidos en osarios de piedra clausurada. El miedo recupera su máscara de antílope, su acrimonia de aeropuerto cerrado, los voraces imanes que atraen a la muerte con sus vertiginosos remolinos de llanto, los apegos estériles que fatigan de zarzas

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la piel de la desdicha. Entonamos antífonas y salmos en las vísperas de la gran rebelión de bosques arrasados y tierra calcinada, la profusión de volcanes sedientos, los temibles desiertos enfundados en sudarios de arena. El viento sabe a duelo, a flores mancilladas, a arboleda difunta, a complot de las horas inmóviles, rehenes del insomnio. Cuando la luz regrese con su vivero intacto, su antídoto de frutos de abrasada paciencia, el cielo aguamarina nos dará las señales. Una brisa de parto inundará de savia las venas del planeta para que fluya, cósmica, la vida renovada.

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SOY No hay simiente que pueda negar su testamento de ágape y foresta, ni robledal que duela en la corteza de la tierra arrasada. Basta un gesto fluvial, un guiño, un puño en alto para que el sol desnude su rostro de anticuario, su ardid de amable fruto, su garganta de fuego. Sumergida en el barro de otros seres, en el leve agasajo de la luz, oculta en esta piel agreste que perdió la memoria de los días, soy el eje de las cosas que sangran -los dolidos objetos de la espera-. Soy la herrumbre

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de la vida sin máscara ni afeites y la esperanza incierta de un soplo que reinstaure la Gracia. Soy la inexplicable asimetría perpetrada en el alma del tiempo fugaz y la armonía feroz de lo perpetuo.

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LLUVIA Intima persuasión de la lluvia pertinaz, agorera, terrosa, terrenal, territorial, omnímoda, ososa, osario quieto, barco encallado de la luz acústica, Alhambra, abeto ciego, martirio, krill de ausencia, simbiótica guitarra, terrón tenso de tendones humeantes, barbijo de la luna, fatigado folíolo del viento.

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ELLA INSOMNE

Cuando ella regresa de los laberintos del insomnio a caballo del viento, y abre las puertas de su casa al alba, la luz del sol con su viejo mortero deshace las últimas sombras que la noche olvidó en los rincones. Con los párpados, la piel y los cabellos todavía tatuados por la luna, ella desliza sus pantuflas de lumbre por las veredas inmoladas al día. Abril le prueba al barrio las manufacturas del otoño e inaugura los recintos del frío.

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Ella entra al mercado vestida de tumulto, de cráter inconcluso, de culpa y resolana. La reciben las frutas y los panes con pulcritud de nube. En el parque, árboles sin memoria la ven cruzar sombría, arcaica, hospitalaria. Se muere de abandono ante la tarde con tentáculos de agua luminosa. Ella hunde sus pies en el estanque poblado de galaxias. Llega a su puerta en andas de los grillos ocultos en el aire. Luego, extiende sus alas de claustro hacia el poniente y en un vuelo de antorchas

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y alondras sin recato anida entre las ramas brumosas de los astros.

ELLA NOCTURNA Ella exhibe sus alas detenida en la bruma, lujuriosa crisálida entre puertos de un mar exasperado que ignora las señales. Como un faro de espejos inconclusos, ella exhala su luz en la noche con ojivas de espuma. El agua es una pampa interminable que engulle los reflejos de la luna como peces incautos.

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Mariposa nocturna, ella camina sola por la playa que desnuda sus pétalos ocultos. Envueltos en la brisa, los fantasmas de viejos marineros rozan sus muslos húmedos, sus hombros, sus pestañas con codicia de nube. La sangre de la noche se puebla de preguntas. Ella cubre sus senos ambarinos con dedos de magnolia y corre hacia su casa vestida de salitre. Cierra puerta y ventanas con prudencia de alondra. La ciudad se desvela ahondada de susurros. El miedo

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con mil rostros le oprime la garganta. Inmóvil en su lecho, los relojes le prestan sus latidos, la luna, sus linternas de plata mortecina hasta que el viento exhausto de rugir en su puerta se echa a sus pies etéreos como un perro con sueño.

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CIELO

En esta desolada planicie y el angustiado aire que la puebla quisiera crearte manos labios certidumbres, para que puedas verme y atrapar mis contornos de humo blanco. En esta ciudad asfixiada que recorremos como peces fuera del agua, quisiera inventarme un cuerpo para marchar contigo, muchos miles de ojos para llorar contigo. ¿Cómo hemos de subsistir en nuestra ciudad plagada de fantasmas? La vida es cosa de ángeles, pero nuestros ángeles se quedaron sin alas. El mundo es para los pájaros pero nuestros pájaros ya no pueden volar.

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Desterraron la ternura que antes nos poblaba y el amor es puro recuerdo clavándose como un puñal absurdo en medio de la angustia. Cómo sobrevivir en estas calles abrumadas por la tristeza, en avenidas inundadas de llanto, bajo el desamparado cielo que no vemos más allá de los techos y los muros destruidos. Desamparado cielo que se extiende como un trágico mar azul sin nubes espumosas ni bandadas de pájaros, cielo que compartimos cuando el amor nacía como dulce tristeza y aún no se elevaba dentro de nosotros esta ciudad bombardeada, que no es Buenos Aires pero crece, con paisajes

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ateridos y mustios, con cielos incomprensibles y ventanas sin brisa. Y ángeles con los ojos cegados. Ahora que ya no puedo huir porque mis alas están rotas recibo las últimas bocanadas de ese viento que sopla dentro del pecho y me empuja a continuar la marcha. Aunque ya no importa demasiado hacia dónde vamos porque todos los caminos nos han sido bloqueados y los cielos de marzo, más allá de la lluvia, se esfumaron en un tiempo sin prisa en mi destruida ciudad que se ha quedado sola.

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EL DOLOR QUE NO EMIGRA

La soledad toma formas difusas, ingrávidas, anárquicas. Usurpa los sonidos remotos de esa música que viene de la infancia, del éxodo fragante del invierno que siempre duele más en la memoria. Quien parte no comprende la vulnerable piel de la distancia, la herrumbre silenciosa del corazón que espera sin celo ni codicia los ritos redimibles del amor, el dolor que no emigra,

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la certeza del llanto que muestra sus estrías, su sed, sus cicatrices en el sublime atrio de la luz. Hay un rumor lejano de lentas cacerías. Hay luces con sordina, acalladas, erráticas como pasos inermes en la noche de espejos infinitos, la memoria del fuego y su tácita sombra, su espéculo de niebla, su jubón de nostalgia. Entre los huesos yermos del sueño que se fuga, la tempestad oprime las pieles de la aurora con su espuma de ausencia. La luna tiene miedo de alumbrar cuando llueve. Los faroles se extinguen a ras del abandono.

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Y cuando la mañana ofusca las retinas de los parques, los perros de la noche que todavía husmean en las calles sin dueño lamen en las veredas los vestigios de muerte, los cúmulos de olvido, los terrones de llanto.

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EL OASIS Y EL PARAMO

¿Dónde encontrar el eje de la vida si todo está cumplido? ¿En el agua? ¿En las rocas? ¿En la simiente grave? ¿En el secreto peso de la luz sobre tus párpados recién tatuados por la luna? No hay plegaria que exceda los límites de tus cuatro paredes temerosas que el insomnio tapiza con sus lágrimas, si no pones en ella el fuego perenne de la Gracia. Tres golpes en la puerta no significan que ha arribado el que esperas. La luz en tu ventana no es, necesariamente,

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el alba rumorosa ni un farol en la noche desvelada. Cada camino lleva consigo el triunfo y la derrota, el oasis y el páramo, tu voz y tus silencios en perpetua armonía. No permitas que el amor se consuma como el agua dolida de una acequia cuando arrecia el verano. No hay certeza más honda que el alma que te habita.

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HOLOCAUSTO

Respiramos los mismos vicios acorralados que hace miles de años. Los vetustos espejos cercados por la noche perdieron hace siglos memoria de las formas. Fantasmas polvorientos subastan sus chaquetas, sus enaguas, su hastío en agónicas ferias pobladas de gemidos. Silencio aguijoneado. Agobio de las flores. Con paciencia de liquen, el sol recoge el polen de plantas venenosas. De los trenes descienden pasajeros de humo. En los andenes quedan, adustas, sombras de los ausentes, los que nunca han viajado,

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los que no regresaron. Los que echaron sus almas y sus cuerpos abrumados de olvido a la hoguera feroz del holocausto.

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LEJOS DEL MAR

Lejos del mar, sus puertos y su vórtice, al margen del exilio, la marea, el vértigo, el magma, la rompiente, mi soledad recoge los frutos que le ofrece tu acíbar de vigilia y cadalso. Me flagela tu olvido de extramuros, tu abandono de sepia, de sépalo, de salvia, de salvaje agonía, la pátina de miedo que tapiza las paredes internas de mis sueños, tu desidia sin aura y sin abrigo. A la hora en que la zaranda de la noche decanta los fantasmas, me refugio en mi reino de ópalo y cenizas.

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NO TODO ES SOLEDAD

No todo es soledad en la hierba desnuda si el viento testifica que el silencio no existe. Sólo un puñado de ecos arrumbados, la salmodia del humo entre la brisa cómplice y el rumor de los cascos de ilusorios caballos. No todo es armonía rota como un cristal agrietado en la lluvia. La esperanza es un puerto fugaz en el oleaje de todos los naufragios. No hay un solo refugio para quien se rebela contra el tiempo y sus armas.

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Resignada al olvido, la luz me reconcilia con lo eterno y lo efímero, con mis días y mis noches acuñados en la misma fragua portentosa que arrecia las tormentas y apacigua en el mar las grandes aguas.

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LAS VOCES INFINITAS

No perturbes el sueño con su avío, su siembra, sus dólmenes, sus dogmas, su fervor de verbena, de paraíso intacto, de arcilla, de arboleda. La inquietud no se fuga como el humo sumiso ni alimenta los pájaros que profanan el viento, el pan deliberado, las semillas amargas, los insectos, el fuego. El tiempo que es monarca, mendigo y alfarero fatiga con sus grillos el tedio de los puentes,

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la pulpa del ocaso, su secreto más hondo, la íntima memoria de lejanas batallas libradas contra el miedo. Es el dolor de ser, de perpetuarse en el leve linaje de la espiga, en el áureo retablo de los días y su bagaje de voces infinitas.

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HAIKU

I Niños lejanos le imprimen a la tarde rumor de siesta.

II El patio exhala fragancia de jazmines en primavera.

III Entre los pinos ilumina la noche la luna llena.

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IV Por las acequias la luna de noviembre riega espejismos.

V Las hojas secas alfombran de oro viejo toda la calle.

VI El limonero se tiñe de amarillo bajo la luna.

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CONCIENCIA DE LA LUZ

Del pasado infructuoso, voraz, irrefutable, sólo conservo la remota conciencia de la luz, el azur que convive con la callada mácula del tiempo que se funde, se funda, se fusiona feroz, desaprensivo, errático, mutable, sin alas, sin cadenas, sin espejos sedientos de imágenes fugaces, a estribor de la tarde y su tácita muerte

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ataviada de sombras en las copas del viento. El vino de los días trae su propio augurio, su profecía exacta, su secreto más hondo, la fútil complacencia de los años y su arcana razón de pertenencia. Cuando llega la noche a celebrar sus bodas de sombra penitente, la memoria impiadosa libera los fantasmas con sus puñales ávidos, sus pieles de borrasca, el agobio de sus ojos desnudos. Encallan su navío tenebroso en las aguas del sueño para que la vigilia sea un puerto ilusorio con dársenas de llanto.

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INSOMNIO

Veo cabezas de mendigos rodar escaleras abajo desde la cima roja del templo. Oigo voces extrañas junto a la fosa donde acaban de inhumar mi sombra. Nadie supo los pájaros ni el miedo. Nadie escuchó mi grito desvelado. Ellos venían de adentro de la noche con antorchas de sangre, venían a devorar mis ojos y mis manos y ahora giran en torno de mí formando círculos. Me desangran, me ahogan, me desgarran. Ya no veo sus rostros cubiertos por máscaras demenciales. Sólo oigo el grito inagotable

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que crece por mi sangre. Mi cabeza desgarrada rueda escaleras abajo desde la cima negra de la noche. Me duele el sueño de tanto girar en torno de mi féretro. ¡Un siglo ya de insomnio! Ahora sólo quiero algún lugar tranquilo dentro de la muerte, algún bosque callado y solitario donde cerrar los ojos. Y descansar.

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COMO UN CIRIO EN EL VIENTO

La lluvia se amontona pertinaz en charcas infinitas y las calles del barrio semejan azorados campos de batalla minados por fragmentos de cristales incautos. Esto que nace y brilla en la noche de párpados desnudos no tiene relación con la memoria del tiempo clausurado ni con los faroles mortecinos que crispan las siluetas de los álamos. No fue milagro el humo sino su propia sombra serpenteando entre nubes y en tus ojos recónditos que me miran distantes. Las horas se consumen como un cirio en el viento.

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CIUDAD

Todo huele a distancia. Se sulfata la noche silenciosa entre las rejas de adustos ventanales. Rústica persuasión de la tormenta que se ofusca a lo lejos. La calle hunde sus dedos afilados en la ciudad que sangra por todos los atajos, las cúpulas, los astros, los faquires que olvidan sus pies atormentados en los cables aéreos donde ensayan sus extrañas piruetas envueltos en la luna. A los parques les brotan orugas en los párpados. Los pasos adelgazan la marcha de las sombras a la vuelta de todas las esquinas. En las casas baldías,

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la oscuridad se encrespa de voces invisibles. El silencio jadeante tapiza las paredes como azarosa hiedra. La voraz cofradía que asedia a los espejos pinta ojos desnudos en la piel recelosa del sueño que se fuga. Me pregunto si el cielo sabe que el río enjuga con su pelaje indómito la profusión de pájaros, de torres vacilantes, de cornisas insomnes pobladas de palomas o confía sus tesoros etéreos a las alas del viento.

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LOS CAMPANARIOS "Si no levantas los ojos, creerás que eres el punto

más alto". Antonio Porchia

Olvidaron el canto. Mataron al pájaro de las plumas azules porque olvidaron el canto. Lo colgaron de un pino silvestre, lo quemaron en una hoguera de niebla, le arrojaron dagas de fuego en el crepúsculo o algo así. Lo cierto es que lo mataron porque olvidaron el canto.

Olvidaron la música. Destruyeron la flauta mágica de los nueve orificios porque olvidaron la música. La partieron en dos, la arrojaron a la hoguera junto al pájaro, la dejaron caer en el mar o algo así. Lo cierto, es que la destruyeron porque olvidaron la música.

El pájaro de las plumas azules, muerto ya, fue a morar del otro lado del espejo, lugar reservado para las almas que no tienen culpa.

La flauta mágica de los nueve orificios, la única flauta con alma -era su

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alma la que brotaba en cada soplo de viento-, destruida ya, fue a morar del otro lado del espejo, lugar reservado para las almas con música.

El pájaro de las plumas azules sopló y la flauta se quejó con una voz pequeña... La música dibujó abejas transparentes. Entonces, el pájaro pidió un deseo. Quiso tener plumas de cristal que no se rompieran ni siquiera con el vuelo más frenético. Le fue concedido.

El pájaro movió sus alas. Quedó maravillado. De sus plumas de cristal brotaba una música de campanario encantado. El pájaro movía sus alas y las campanas de sus plumas echaban a volar aquella música. El pájaro voló de júbilo y el aire del espejo se llenó de campanarios azules.

En tanto, en la tierra, los que olvidaron el canto, los que olvidaron la música siguieron matando pájaros. De nueve en nueve los mataban. Uno por cada nota de la flauta. Cada tarde mataban nueve pájaros. Los colgaban de un pino silvestre, los quemaban en una hoguera de niebla, les arrojaban dagas de fuego en el crepúsculo o algo así.

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Lo cierto es que, si la primera muerte les dio pena, las sucesivas muertes se volvieron un rito. El aire de la tierra se fue quedando solo. Y todo era silencio. Era un silencio oscuro, un silencio triste.

Los que olvidaron el canto, los que olvidaron la música se dedicaron a cultivar los campos. Pero el silencio los volvía áridos y nada sacaban de los campos. Los que olvidaron el canto, los que olvidaron la música se dedicaron a la pesca. Pescaban internándose en el mar. Pero el silencio ahuyentaba a los peces. Y nada sacaban del mar.

Siguieron matando pájaros. De nueve en nueve los mataban, uno por cada nota de la flauta. Cada tarde mataban nueve pájaros. Hasta que vaciaron el aire de pájaros. El silencio se volvió espeso. El silencio se volvió áspero. El silencio pesaba tanto que les doblaba las espaldas. El aire del espejo temblaba de campanas. Y he aquí que celebraron consejo. Entonces, tuvo lugar la venganza de los pájaros. Tras una nota de la flauta, el azogue se corrió como una pesada cortina de plata y los dejó pasar.

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El aire de la tierra tembló de campanadas. La tierra toda se estremeció en una enorme campanada azul.

Los que olvidaron el canto, los que olvidaron la música por primera vez tuvieron miedo. De uno en uno los iban matando los pájaros. Los inundaron de música. Los ahogaron de música. Hasta que la tierra quedó vacía de hombres. Y los pájaros, por primera vez, tuvieron frío. Los pájaros, por primera vez, se sintieron solos.

Con una nota de la flauta volvieron a poblar la tierra. Pero estos hombres no eran como aquellos. No era sangre lo que corría por sus venas: era música.

Los hombres amantes del canto comenzaron a construir sus casas en los árboles. Pero los pájaros ya no volaban. Cómo volar sin hacerles daño. Cómo volar sin ahogarlos de campanas.

Hasta que un día, los pájaros lograron con sus alas hacer una música absoluta. Que se parecía al silencio, pero era un silencio hermoso. Era un silencio mágico. Los pájaros volvieron a volar por el aire de la tierra, y los hombres amantes del canto

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se sentaban en los parques y en las plazas para escuchar aquel silencio mágico que brotaba de las alas de los pájaros. Durante la noche, a veces, algún pájaro deja volar por error alguna campanada nostálgica. Y los hombres amantes del canto, que no conocen la historia, se encogen de hombros y dicen que es el viento.

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Popolvuh5@yahoo.com.ar Se terminó de imprimir en San Andrés el 24 de noviembre de 2010

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