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Presses Universitaires du Midi Alonso Cueto y la novela de las víctimas Author(s): José Manuel CAMACHO DELGADO Source: Caravelle (1988-), No. 86, L'Amérique latine et l'histoire des sensibilités (juin 2006), pp. 247-264 Published by: Presses Universitaires du Midi Stable URL: https://www.jstor.org/stable/40854252 Accessed: 24-01-2020 16:18 UTC JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at https://about.jstor.org/terms Presses Universitaires du Midi is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Caravelle (1988-) This content downloaded from 128.228.0.70 on Fri, 24 Jan 2020 16:18:25 UTC All use subject to https://about.jstor.org/terms

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Presses Universitaires du Midi

Alonso Cueto y la novela de las víctimasAuthor(s): José Manuel CAMACHO DELGADOSource: Caravelle (1988-), No. 86, L'Amérique latine et l'histoire des sensibilités (juin 2006),pp. 247-264Published by: Presses Universitaires du MidiStable URL: https://www.jstor.org/stable/40854252Accessed: 24-01-2020 16:18 UTC

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CM.H.LB. Caravelle

n° 86, p. 247-264, Toulouse, 2006

Alonso Cueto y la novela de las víctimas PAR

José Manuel CAMACHO DELGADO Universidad de Sevilla

«El verdugo es alguien a quien se amenaza con la muerte para que mate». (Elias Canetti, Masa y poder}

«Los cadáveres seguían en la plaza, insepultos. Para apartar a los buitres, los vecinos encendieron una fogata, pero, pese a las llamas, docenas de gallinazos montaban guardia en torno y había más moscas que en el matadero los días que se beneficiaba una res. Cuando don Medardo y el alférez preguntaron por qué no habían enterrado a los muertos, no supieron qué responder. Nadie se había atrevido a tomar la iniciativa, ni siquiera los parientes de las víctimas, paralizados por un supersticioso temor a atraer de nuevo a la milicia o desatar otra catástrofe si

tocaban, aunque fuera para enterrarlos, a esos vecinos a los que acababan de chancar cabezas, caras y huesos, como si se tratara de enemigos mortales». (Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes)

Hatun Willakuy, el Gran Relato' de la violencia peruana

En sus reflexiones sobre los estragos de la guerra, el escritor Elias Canetti utilizó una visión apocalíptica del profeta Jeremías: «Y los que el Señor matará en aquel día desde un cabo de la tierra hasta el otro, no serán plañidos ni recogidos, ni enterrados: yacerán para muladar en la superficie de la tierra» (16, 4)1. Esta imagen bíblica bien podría encuadrar lo ocurrido en el Perú entre 1980 y el año 2000. Estos veinte años están considerados como uno de los periodos más violentos de la

1 Elias Canetti, Masa y poder, Barcelona, Debolsillo, 2005, p. 140.

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historia reciente del país andino, con un balance de muertos próximo a los setenta mil, según ha constatado la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR)2, en su informe titulado H atún Willakujß, voz quechua, que ha sido traducida como «Gran Relato» y que pretende dar voz a las víctimas. El conflicto armado sostenido por los grupos subversivos, derivados del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) -y, en menor medida, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA)- y las fuerzas de seguridad del Estado, arrojó un saldo escalofriante con miles de muertos y desaparecidos, un número incontable de detenidos ilegalmente, a los que habría que añadir un sinfín de torturados, los ejecutados de forma arbitraria, los que sufrieron de una u otra forma la violencia sexual y la violación de los derechos humanos. Todo ello generó desplazamientos masivos de la población, especialmente de origen rural, hacia zonas más seguras, lejos del estruendo de la violencia, con el consiguiente abandono de los campos, la intensificación de la pobreza, la desarticulación de poblaciones y familias enteras y el desarraigo consiguiente. En esa guerra sucia que duró veinte largos afios, tanto el Estado como los grupos levantados en armas no dudaron en utilizar métodos que atentaban contra la dignidad y la integridad de los ciudadanos, y en el ejercicio de la violencia hubo un verdadero ensañamiento con las víctimas, que vieron, en ese fuego cruzado de intereses, una nueva forma de exterminio de los pueblos indígenas^.

El miedo fue el elemento articulador de la vida peruana durante todo este periodo de la violencia. Miedo a los grupos terroristas, que practicaron una política de tierra quemada para aniquilar lo que ellos llamaron el «viejo Estado» y miedo a los métodos inmisericordes que las fuerzas militares y policiales llevaron a cabo contra la población civil, creando un verdadero estado de indefensión entre los ciudadanos. Estado

y grupos subversivos incorporaron el terror como una importante estrategia para alcanzar sus objetivos. En el caso de Sendero Luminoso, el grupo maoista persiguió la destrucción de las estructuras políticas

2 Esta comisión independiente fue creada por el Parlamento Peruano en el 2001, con el objetivo de esclarecer los graves hechos que durante dos décadas convulsionaron el país, en una lucha permanente en la que los derechos humanos fueron violados de forma sistemática tanto por los grupos subversivos como por las fuerzas de seguridad del Estado. Los comisionados recorrieron todo el país recogiendo testimonios de las víctimas (alrededor de 17.000 informes personalizados) para dejar constancia de uno de los momentos más convulsos y sangrientos de la historia reciente del continente americano.

3 Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Lima, Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004.

4 Según el Informe Final de la CVR, los agentes del Estado -Fuerzas Armadas y Policía-, los comités de autodefensa y los grupos paramilitares fueron los responsables del 37,26% de los muertos y desaparecidos (Hatum Villakuyy op. cit., p. 19). Conforme a estos datos recogidos por los comisionados, casi el 40% de las violaciones de los derechos humanos fue perpetrado directamente por el Estado peruano.

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existentes, y para ello optó por una estrategia de aniquilamiento selectivo dirigida contra jefes locales, líderes sindicales, alcaldes, pequeños empresarios, jueces de paz, curas o maestros de escuela. Para reprimir toda forma de resistencia aplicó una política de represalias crueles, estableció entre las poblaciones rurales el reclutamiento forzoso en sus filas y consideró como estrategia legítima en su lucha armada el uso de la violencia sexual, la servidumbre, el secuestro, la tortura y los tratos vejatorios y degradantes, no sólo para los vivos, sino también para los muertos. La «cuota de sangre» defendida en el «pensamiento Gonzalo», representado por su líder Abimael Guzmán, establecía como una verdad científica la necesidad del sacrificio de vidas para obtener la victoria senderista. Y, lo que resultó más trágico para la población civil, esos sacrificios debían ser ejemplares. Lo consiguieron torturando salvajemente a las víctimas en presencia de familiares y amigos, mostrando en público sus cuerpos troceados y mutilados, prohibiendo bajo amenaza de castigos terribles todo tipo de enterramientos, duelos y otras manifestaciones públicas del dolor, humillando, en definitiva, y dando un trato vejatorio a los cadáveres, arrojados a la intemperie para alimento de las alimañas.

Por paradójico que resulte, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado peruano practicaron métodos de represión y coacción parecidos a los de los grupos terroristas, con el agravante añadido de la impunidad con que pudieron moverse y actuar los militares y policías encargados de la lucha antiterrorista. En ambos casos, tal y como ha establecido la CVR, la población civil, convertida en víctima colectiva, ha mostrado señales inequívocas de unos traumas psicológicos que necesitarán varias generaciones para su completo drenaje. Sin embargo, pasados los años, encarcelados y juzgados algunos de sus principales responsables -como es el caso del propio Abimael Guzmán- la población sigue sufriendo la incertidumbre de no saber si miles y miles de desaparecidos están muertos y enterrados en fosas comunes. La población sigue reclamando la verdad de lo ocurrido, sigue persiguiendo la identificación de los muertos, enterrados o abandonados en cualquier muladar, para darles el trato digno que todo ritual de la muerte requiere para que el dolor sea encauzado de forma adecuada. Sólo con el enterramiento definitivo de

sus muertos pueden descansar definitivamente los vivos. Alonso Cueto había tocado de manera tangencial el problema de la

violencia, ya fuera procedente del propio Estado o perpetrada por los grupos terroristas en sus obras anteriores, pero, en cierto sentido, la violencia aparecía sólo como un elemento externo, al que se aludía como un resorte necesario en la contextualización de los personajes. No obstante, es con la publicación de su novela Grandes miradas (2005), cuando el escritor peruano lleva a cabo una magistral inmersión en las zonas oscuras del poder, a través del retrato político y psicológico de dos

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de sus máximos representantes: el presidente golpista Alberto Fujimori y su delfín político Vladimiro Montesinos. A diferencia de Grandes miradas, que podría ser encuadrada en el

metagénero de la novela política, La hora azu$ puede ser considerada, y así lo ha sugerido el propio Cauto, como una novela de las víctimas^, porque trata de adoptar el punto de vista de una población que vivió la barbarie de la violencia, sin encontrar asideros ni dentro ni fuera del Estado.

En esta novela Alonso Cueto deja a un lado la cúpula del poder con todos sus mecanismos de control sobre la población civil, para verificar los estragos que dicha guerra sucia generó entre los más humildes, víctimas de un doble terrorismo. Como en otras obras suyas -Deseo de noche (1993), El vuelo de la ceniza (1995), Demonio de mediodía (1999) o la trilogía El otro amor de Diana Abril (2002)- el narrador peruano recrea el mundo de la clase media-alta limeña, representado principalmente por abogados importantes que dirigen bufetes de prestigio y médicos influyentes, que son portada en las revistas sociales y alternan clubes exclusivos, para contraponerlo al mundo sórdido y áspero que se erige algunas calles más allá de los espacios urbanos frecuentados por las élites económicas de la capital. En La hora azul concurren los dos mundos irreconciliables que

forman la realidad peruana: la alta burguesía, poderosa y privilegiada, y los pobres de solemnidad, que no pueden huir de la miseria ni de los zarpazos de la violencia. Cueto contrapone los dos mundos a través de su personaje, un abogado prestigioso de la élite limeña, llamado Adrián Ormache, que en el momento de la muerte de la madre, descubre, junto con su testamento, unas cartas de extorsión y chantaje. El letrado destapa con asombro un mundo distinto al que había imaginado en los márgenes de la familia y pone al descubierto la historia oculta y macabra de su padre, un militar implicado en la guerra sucia contra los senderistas. La seguridad y los privilegios de su vida cotidiana sufren un progresivo desgaste, coincidente con la información que va desgranando del entorno familiar.

La figura del padre, diluida durante muchos años a consecuencia de la separación matrimonial, cobra en el último momento una singular importancia, cuando en el lecho de muerte deja para su hijo, como si fuera un testamento verbal, la sorprendente historia de una muchacha prisionera con la que tuvo una intensa relación amorosa, hasta que ésta consiguió escaparse del cuartel y poner a salvo su vida. Adrián Ormache, lejos de asumir un compromiso post mortem con el padre moribundo, abandona en algún rincón de la memoria esta inquietante información

5 Barcelona, Anagrama, 2005. La hora azul obtuvo ese mismo año el Premio Herralde de novela. Cito en el texto por esta edición.

6 Diego Salazar, «Entrevista con Alonso Cueto», citado en bibliografía.

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hasta que vuelve a aparecer, vinculada al chantaje que durante los últimos años había sufrido su madre. La búsqueda de esta muchacha supone una inmersión en las zonas oscuras de su familia y es también un recorrido por los espacios cenagosos de la propia política peruana en la última época. El descubrimiento progresivo de las verdades ocultas por su padre, así como la toma de conciencia de una situación de violación de los derechos más elementales de los ciudadanos, propicia una evolución psicológica en el personaje que le lleva a abandonar su condición de abogado de altos vuelos sociales para convertirse en un hombre solidario con los más débiles y comprometido con los más necesitados.

La primera revelación que tiene el personaje se produce poco después del entierro de la madre, mientras habla con su hermano Rubén. Éste aparece descrito como una extensión del padre, casi como una metonimia de la barbarie machista del Perú castrense, con su chabacanería al uso, su falta de escrúpulos, el pragmatismo de su carácter y la moralidad laxa de quien justifica todo en función del dinero y el placer. Es Rubén, cómplice y confidente del padre durante mucho tiempo, el encargado de sacar a la luz sus preocupaciones, porque «alguien iba a meterse a escarbar en la huevada de Ayacucho y de la guerra. Estaba medio asustado con los periodistas también, así me dijo» (p. 37). En cierto sentido, Adrián y Rubén representan una dualidad, las dos caras de una misma familia, con perfiles antagónicos, incompatibles en sus valores y en sus formas de vida. Por eso, el protagonista queda horrorizado, y muestra buena parte de su carácter inocente e ingenuo, cuando se entera por su hermano de las barbaridades en las que participó su padre:

Puta, bueno, o sea tú ya debes saber, pues, el viejo tenía que matar a los terrucos a veces. Pero no los mataba así nomás. A los hombres los

mandaba trabajar... para que hablaran pues..., y a las mujeres, ya pues, a las mujeres a veces se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía (p. 37).

Uno de los colaboradores de su padre, el Guayo Martínez, hombre de confianza en las atrocidades cometidas en el cuartel de Huanta, es el encargado de dar toda la información, confirmando así la veracidad de los datos:

Había veces que se tiraba a una terruca, después se la daba a la tropa para que se la tiren en fila, y allí nomás le pegaban un tiro en la cabeza. Le decían que iban a liberarla después, y así ella siempre tenía que aceptar nomás todo lo que le hacían. Me dijeron que así se olvidaban del miedo (p. 37).

Este tipo de testimonios aportados en la novela, coincidente con los recogidos en el Gran Relato (Hatun Willakuy), nos permite rastrear los

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mecanismos psicológicos de unos militares que hicieron de la violencia desmesurada y las violaciones a las víctimas un antídoto contra el propio miedo, y una forma de humillar a la población civil, próxima, según las fuerzas del Estado, a la ideología de los grupos subversivos. De hecho, Cueto utiliza una información verídica, extraída de una obra citada al comienzo de la novela, como elemento impulsor de buena parte de la trama argumentai; se trata de la noticia de una muchacha que consiguió escapar del cuartel a pesar de la férrea vigilancia. La información la da su hermano Rubén:

Hubo una que se le escapó, oye. Una que se le escapó una vez (...). Bueno, pues, como quien dice, al mejor cazador se le va la paloma. El viejo no era infalible tampoco. Una prisionera se le escapó porque él se había enamorado de ella, fíjate (...) también la guerra seguro que lo volvió medio loco al pobre viejo. Dicen que así es cuando estás en guerra, que te pones tan mal que es así pues, ya no sabes nada (p. 38).

El motivo a partir del cual Alonso Cueto construye su novela es un episodio real, documentado por el periodista Ricardo Uceda en su obra Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del Ejército Peruano!. A partir de este dato real, Cueto utiliza a su protagonista como un instrumento para mostrar a los lectores las heridas abiertas de una guerra que, aunque menos publicitada en los medios de comunicación internacionales que otros conflictos bélicos de su entorno, arrojó unas cifras de víctimas muy superiores a las de otros países hispanoamericanos, sacudidos por el avispero de las dictaduras. Una vez que Adrián Ormache decide revisar las cosas íntimas de su

madre, con el temor de encontrar cartas amorosas o un diario comprometedor para la integridad de su recuerdo, el personaje encuentra una carta de una tal Vilma Agurto, que se hace pasar por tía de la

7 Bogotá, Planeta, 2004, p. 123. En la entrevista realizada por Diego Salazar, Cueto comentaba los siguientes pormenores sobre la elaboración de su novela: «Hace unos cuatro años, almorzando con Ricardo Uceda, mientras se encontraba investigando para su libro Muerte en el Pentagonito (...) él me contó varias historias de la guerra sucia contra el terrorismo, algunas muy interesantes, pero una de ellas fue la historia de un general que había tenido a una prisionera como conviviente y que posiblemente se había enamorado de ella. Esto ocurrió en el cuartel de Los Cabitos, en Ayacucho, yo para el libro lo trasladé a Huanta. Pero bueno, una noche el general salió y dos oficiales, como la chica era muy guapa, la sacaron y empezaron a beber con ella, en un momento les golpeó la cabeza y se escapó. La chica vino a Lima, trabajó como empleada doméstica, etc. Ricardo había logrado contactar con ella. Esa historia me quedó muy fresca en la memoria durante los días siguientes y en un momento decidí que podía inventar la historia de alguien que años después descubriese estos hechos y que podía ser un abogado hijo de este militar. A través de una serie de averiguaciones con amigos y conocidos, fue a San Juan de Lurigancho, que es una comunidad en Lima donde viven muchos inmigrantes de la sierra, incluso hay un barrio que se llama Huanta Dos, hablé con mucha gente y luego fui a Ayacucho. Hice un poco lo que hace el personaje del libro» (Diego Salazar, «Entrevista con Alonso Cueto», op. cit.).

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muchacha violada8. A partir de entonces, el recuerdo de las últimas palabras de su padre, interpretadas en un principio como un mero delirio de la enfermedad, comienzan a cobrar sentido hasta transformarse en una

obsesión que pasa al hijo y que se convierte, desde entonces, en el motor de su vida:

Sus frases parecían pequeños monstruos que corrían por la pista a mi alrededor. Él me lo había advertido. Me lo había dicho con toda claridad

(...) sentí el estruendo de esas palabras de mi padre el día de su muerte en el Hospital Militar. Hay una mujer, en Huanta, en Ayacucho, tengo que contarte de esa mujer, tienes que buscarla. Te lo pido antes de morir (p. 55).

Al principio, lo que más le preocupa es que una historia tan denigrante y comprometedora llegue a la prensa y a los corrillos sociales como pasto del cotilleo y la maledicencia, poniendo en grave peligro su prestigio profesional y la honorabilidad de su familia. En cierto sentido, el protagonista muestra a lo largo de la novela una moralidad ambigua, resbaladiza, llena de contradicciones y extraños virajes, lo que permitirá al escritor modular la psicología de su personaje, lejos de cualquier condición heroica o maniquea. Ante el temor de que el asunto salte a los medios de comunicación, el abogado Ormache se plantea incluso negar las evidencias, colocar un escudo informativo entre la verdad y su familia. No obstante, la imagen de una muchacha desnuda al lado de su padre crece de forma imparable, como una obsesión que recuerda, en ciertos momentos, a la narrativa de Ernesto Sàbato, convirtiéndose en el centro de su vida y en el eje principal de la novela: «Y esa imagen creo que marcó el inicio de todo lo que iba a ocurrir desde ese día» (p. 57).

La voz de las víctimas

En La hora azul la escritura tiene un poder purificador y balsámico, y confiere a la novela una dimensión testimonial. En la reconstrucción de

los hechos por la que nos conduce el abogado Ormache tomamos conciencia de que el texto que estamos leyendo surge, en un principio, como un conjunto de reflexiones con un marcado sentido terapéutico, de catarsis inminente ante el horror de los descubrimientos. Esas reflexiones

adquieren más tarde la consistencia del diario a partir del cual va a elaborar esta especie de «memoria» de lo vivido en aquellos meses tan importantes, que taladraron la identidad del personaje. A través de su escritura constatamos que la búsqueda de la muchacha, llamada Miriam

8 «La sobrina de la señora Vilma Agurto era la misma mujer de la que me había hablado mi hermano Rubén. La que se le había escapado, la mujer de la que él decía mi padre se había enamorado. Ésa era la sobrina de la que me hablaba la señora Agurto» (La hora azul, op.cit.y p. 51).

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Anco, tiene un sentido simbólico y ritual. Después de una visita al cementerio, en el que el abogado parece despojarse de una vida innecesaria para construir su nueva identidad, Adrián Ormache, busca de forma obsesiva a la joven que durante un tiempo fue el gran amor de su padre. Cueto ha salpicado la novela de muchos momentos en los que el protagonista no sólo muestra su desprecio y repugnancia por la figura paterna, alcanzando una clara pulsión parricida, sino que la propia adoración por la madre y la búsqueda de Miriam (madre de su hermanastro) confieren a La hora azul una dimensión clásica, con claras resonancias sofocleas.

La búsqueda de la ex-prisionera lo lleva hasta Ayacucho, epicentro del terrorismo senderista^, y lugar estigmatizado por el horror, del que procede la familia de Miriam. Antes del viaje, Ormache pretende documentarse sobre ese periodo funesto de la historia peruana y para ello consigue un libro «publicado por la Defensoría del Pueblo que se llamaba Las voces de los desaparecidos. Quince historias, todas anónimas, de personas que habían estado en Ayacucho durante los años ochenta» (p. 160). A través de estos relatos el protagonista se sumerge en un mundo de pesadilla, constatando así la presencia de un infierno que había existido más allá del mundo aislado, entre algodones, que su madre había conseguido erigir frente a la barbarie del exterior. Cueto introduce numerosas historias de horror y de ensañamiento con las víctimas tal y como pudieron contarlas los supervivientes, que permiten trazar la evolución completa del personaje, certificando la presencia de un terrorismo a dos bandas que castigó sin exclusión a miles de peruanos:

Los textos empezaban con las iniciales, la edad y el lugar de nacimiento. Casi todas las que declaraban eran mujeres. Todas empezaban de un modo similar: a mi esposo lo llevaron una noche que los soldados entraron a mi casa, estábamos terminando de comer cuando entraron, fuimos a buscarlo al cuartel y nos dijeron que nada sabían y que fuéramos a otro cuartel más allá. No quiero que busquen a los que lo mataron. Lo único que quiero ahora es que su cuerpo me den. El cuerpo quiero saber dónde lo llevaron, dónde está para visitarlo (...) Una noche, cuando estábamos durmiendo, en la madrugada rompieron la puerta de mi casa, entraron con linterna, unos soldados, como cinco o seis soldados eran, a mi hijo se lo llevaron, para interrogar nomás, así decían, que era para interrogarlo, y después, cuando fuimos al cuartel, ya nos dijeron que no sabían nada. Y después los días que pasaban y no lo encontrábamos. Nadie que no se decía nada sobre él. Y no lo vimos nunca más. Y fuimos

9 Carlos Iván Degregori, Ayacucho 1969-1979. El surgimiento de Sendero Luminoso (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1990) y Simon Strong, Sendero Luminoso (Buenos Aires, Emecé Editores, 1993). Según el «Informe Final» de la CVR, el departamento de Ayacucho fue, con diferencia, el más castigado, con un total del 40% de los muertos y desaparecidos en el conflicto armado. Detrás, a cierta distancia, estarían los departamentos de Junín, Huanaco, Huancavelica, Apurímac y San Martín (Hatun Willakuy, op. cit., p. 21).

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a preguntar muchas veces nosotros pero siempre los soldados contestaban diciendo que no sabemos, que vengan mañana, siempre así nos decían. Y ahora la vida se nos ha quedado demasiado grande sin mi hijo (...)• Una noche oímos ruido de camiones en la puerta, entraron como ocho o diez soldados pateando nuestra puerta, rompieron la calamina, todos entraron, fueron de frente donde mi esposo Luis, lo agarraron del cabellito y lo jalaron, y le dijeron terruco de mierda vas a venir con nosotros, y yo les decía que él no era terruco, pero ellos lo jalaban y mis otros hijos lloraban, gritando lloraban. Yo me agarré a él, a mi esposo, y les dije a los soldados aunque sea mátenme pero no voy a soltar, no van a llevarlo, pero ellos me metieron golpe con la culata de rifle, me decían calla, terruca, a ti también te vamos a llevar. Si aguanta tortura, lo soltamos, así me decían (...). Mi hijo mayor a veces anda tomando, reclamando por su papá. Siempre toma. Hubiéramos podido ir a su tumba si tuviéramos su cuerpo. Por lo menos eso, pero su cuerpo no tenemos. No tenemos (p. 160-161 y 162).

Alonso Cueto elabora con gran precisión y vigor narrativo los materiales referidos a las víctimas, el lenguaje con que denuncian su situación de desamparo, la retórica de la tortura que aparece como una constante en todos los informes sobre muertos y desaparecidos. El escritor, apoyándose en los datos de la realidad10, certifica a la perfección el daño físico y psicológico que han padecido los personajes, el clima de miedo y desconfianza que ha generado la guerra sucia o las experiencias traumáticas de quienes han sufrido pérdidas familiares o han tenido que abandonar sus comunidades y lugares de origen. Igualmente, ha recreado el sentimiento de culpa entre quienes pudieron sobrevivir a la barbarie de los crímenes contra la población, la orfandad ante las muertes próximas y la sensación de desamparo ante la inexistencia de un Estado protector, garante de los derechos y la aplicación rigurosa de la justicia. Tanto los grupos subversivos como las fuerzas de seguridad del Estado utilizaron la estrategia del terror para controlar a la población, y fueron muy frecuentes los casos en que la tortura se convirtió en un espectáculo público y aleccionador, infringiendo un daño enorme, no sólo a los cuerpos, sino también a la dignidad de las personas, fracturando para

1° Como ha reconocido Cueto en la entrevista a Diego Salazar: «Leí mucho sobre esa época y también fue muy importante ir a diario durante un tiempo a la exposición de imágenes y documentos de la Comisión de la Verdad. Llegué a conocer muchos casos, de víctimas y torturadores. Por ejemplo, como sabes hay un método de tortura que consiste en sumergir al prisionero en una tina, pues había un oficial del ejército que era experto en calcular cuánto podía durar cada persona bajo el agua, tan sólo viéndola. O el caso de Georgina Gamboa, una mujer que declaró ante la Comisión de la Verdad que había sido violada por siete sinchis (comando especial del ejército peruano) y que había resultado embarazada; en ese momento, su hija que estaba al lado se enteró que era hija de esas violaciones. U otro chico al que los senderistas le echaron gasolina para que se incinerara a la luz del sol. Historias muy violentas que me impresionaron muchísimo, un poco lo que quise con el libro fue intentar transmitir esa impresión» (Diego Salazar, «Entrevista con Alonso Cueto», op. cit.).

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siempre la autoestima y la propia capacidad motora para el desenvolvimiento personal. En medio de esta orgía de sangre, llama la atención el ensañamiento perpetrado contra los muertos, alterando voluntariamente todos los rituales y ceremonias relacionados con su duelo. La impiedad y la falta de respeto por los difuntos fue una práctica habitual entre bandos contendientes, lo que se tradujo en la prohibición bajo amenazas terribles de darles sepultura conforme a las creencias religiosas y ancestrales de las diferentes comunidades. Se privaba así a la población de llorar a sus muertos, de asimilar la pérdida de la persona querida por medio de la solidaridad de los participantes en el duelo, expresada a través de los gestos habituales del llanto, los abrazos, o la manifestación libre de las emociones contenidas.

Esta alteración del duelo tuvo como principal consecuencia la falta de seguridad sobre la muerte real o figurada de quienes habían sido arrancados de su entorno. Las detenciones y desapariciones de personas generaron una sensación extraña, de vacío referencial e incertidumbre, lo que propició el extravío psicológico y emocional de poblaciones enteras que no sabían si los suyos estaban todavía vivos o habían sido ejecutados. Como figura en el «Informe Final» de la CVR: «Muchas personas asumieron la penosa tarea de buscar, a veces durante varios días o semanas, los restos de sus familiares. Con frecuencia, los cadáveres fueron hallados en estado de descomposición, descuartizados o calcinados. En ocasiones, debieron ser rescatados de los animales que amenazaban devorarlos. Abandonados en calles, alrededores, riberas, los cuerpos revelaban la ferocidad del maltrato sufrido»11.

La lectura de la obra Las voces de los desaparecidos permite al protagonista un primer acercamiento al horror del terrorismo. El siguiente paso lo ofrece la propia realidad. En su viaje a Ayacucho, es un taxista, llamado Anselmo, quien se encarga de darle su testimonio personal sobre los horrores vividos en aquella zona12, certificando, además, la presencia de su padre en ese entorno siniestro:

¿Ustedes han escuchado hablar del comandante Ormache? Ah, ese que estaba en Huanta, sí. Sí nos contaron de él. Pero no me acuerdo mucho. Pero todos eran iguales, todititos. Bueno, la Marina era peor que el

11 Los testimonios recogidos en este «Informe» resultan estremecedores y muestran el grado de ignominia y degradación con que fueron tratadas las víctimas: «Lo han matado allá en el huayco y el perro se lo estaba comiendo, la parte de su cara ya se lo había comido (...) Mi marido, al encontrar, tuve que llevar a enterrar, que ya estaba hasta comido por el perro, sin sangre, ni lengua tenía [...] sin lengua, sin nariz, sin ojos, sus cabellos y sus ropas estaban podridos, bien blanqueado estaba su carne, sin piel, sus cabellos estaban a un lado podrido y los tuve que hacer juntar para enterrarlos» (Hatun Willakuy, op. cit., p. 361).

12 «Terrible (...) Era terrible nomás caminar por esa carretera. O sea caminar por aquí una cuestión de suerte nomás era. O te agarraba Sendero o te agarraban los militares. Pero peor era Sendero pues» (La hora azul, op. cit., p. 166).

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Ejército. Eso sí, cuando vino el Ejército el ochenta y cinco fue un poco mejor. Llevaban menos gente los ejércitos que los marinos. ¿Y ese comandante Ormache, ustedes saben que tenía una mujer en su cuartel? ¿Una mujer? No he escuchado eso nunca, señor. Nunca. Mire, señor, dijo señalando a la derecha, acá había harto cadáver, mire. Por aquí, este puente que ve aquí es Infiernillo. Allí cerca encontraban los cuerpos de los muertos a cada rato. Los senderistas los amontonaban allí nomás, juntito al camino. Y los militares también los traían. Allí dejaban los muertos, por eso Infiernillo le decían a este sitio (...) Ya casi siempre muertos venían, torturados y cortados y así, ya los traían. A veces días se quedaban allí, pero después venía la tropa y se los llevaba rápido, a veces los milicos los dejaban más allacito (p. 167-168).

El terror gira en torno al cuartel de Huanta, verdadero locus horribilis en la guerra sucia. El personaje lo describe como un espacio sórdido, con resonancias malditas; un cuartel blindado, visto en la lejanía como un castillo s adi ano, inexpugnable, en el que su padre torturaba de forma implacable y del que milagrosamente consiguió escapar la prisionera Miriam Anco.

El siguiente acercamiento a la verdad, con la consiguiente inmersión en alguna zona putrefacta del país y de la propia historia familiar, se produce de la mano de un sacerdote, el padre Marco, quien hace de anfitrión para presentarle a los más pobres de los pobres, a los excluidos de todo sistema, a los que ni siquiera hablan el español para poder defenderse, sino la lengua quechua. A través de sus testimonios, Adrián Ormache puede conocer la suerte póstuma de la familia de Miriam: «Su padre y su madre murieron, dice que no quisieron dar su comida de la bodega a los senderistas, dice que los senderistas se llevaron a su hermano para obligarlo a pelear con ellos. Después los senderistas asaltaron el puesto policial aquí también. Allí lo mataron a su otro hermano. No han vuelto a saber de ellos nunca. No saben nada de Miriam. La casa sigue cerrada. Ya casa fantasma parece. No saben nada de la familia de Miriam tampoco» (p. 176).

La conciencia de culpa es un elemento de cohesión entre todos los habitantes de la zona y un elemento fundamental en el desarrollo de la novela, para el que no tiene consuelo ni siquiera el padre Marco, recordando a otros sacerdotes ilustres de la narrativa contemporánea como el reverendo Whitfield, en Mientras agonizo (1930) de William Faulkner, o el padre Rentería, en Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Es esa conciencia de culpa la que traza de forma sinuosa los altibajos en la evolución del protagonista, que asume como propias las atrocidades cometidas por los cuadros militares al mando de su padre, dejando para el lector algunos momentos estremecedores en ese inmenso mural sobre las perversiones humanas. Como ya hiciera de forma magistral en su novela Grandes miradas, donde traza de forma memorable el recorrido que va de la fisiología a la patología del poder, en La hora azul, Cueto

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consigue penetrar con un formidable punzón técnico en la psicología perturbada que caracteriza el mundo de los verdugos y torturadores, tema recurrente en la narrativa sobre la dictadura y la violencia politicai

¿Cuál había sido la rutina de ese lugar? Chacho y Guayo me habían contado que una sesión de torturas podía durar fácilmente toda una noche si estaban de mal humor. Recordaba haber leído algo sobre eso. Muchos torturadores se vuelven adictos a los gritos, a las contorsiones, a las súplicas, las pruebas del dolor. ¿Provocar el sufrimiento de alguien puede crear adicciones de grandeza?, ¿es un bálsamo, una defensa? Si torturaban y mataban a alguien, eso los hacía pensar que no ocurriría lo mismo con ellos. La única gran frustración de los torturadores era ver a los prisioneros morirse. Lo peor seguramente sería verlos morir sonriendo o dando vivas al terrorismo. Un cadáver sonriente enardecía a los

soldados y los apuraba a traer al siguiente prisionero. Era tentador imaginarlos. El grupo de prisioneros que debía ir pasando al lugar de las torturas, los ojos de los que cruzaban miradas antes de entrar, los que se daban ánimos, los que arengaban y los que miraban al vacío. El café, el agua, los sandwiches de queso que se preparaban los torturadores en sus ratos de descanso. Estaban obligados a que les gustara, como apretar una palanca en el cuerpo, ya vamos, hay que volver, a ver quién pasa primero. Y luego oír los golpes en la cara, el ruido de los cables en los testículos o en los senos (como un pequeño chasquido, me había dicho Guayo), el aullido detrás de la parecí, las colas para las violaciones, la pestilencia de la propia carne, la sangre que te salpica la cara tiene un sabor amargo, da un poco de náuseas. Los prisioneros que se enfrentan a una pistola en la sien bajo las risas de un grupo de soldados. Desde allí, para los prisioneros, había sido una proeza mirar de frente a la muerte, la palidez de la piel, zambullirse en el túnel de las horas de torturas, una mesa, un par de sillas, esas paredes de ladrillos, un foco blanco, sigue gritando nomás, terruquito, más fuerte, grita más fuerte. Pero los torturadores también tenían miedo, también estaban sometidos y atrapados. Los soldados tomaban desayuno riéndose, sabían que podía ser el último día de sus vidas, una emboscada, una granada, un asalto, un tiro desde la nada en una patrulla. En cualquier segundo la explosión, el lago de sangre, el cuerpo despedazado, si hay suerte un ataúd con una bandera peruana y listo. Uno se convertía en una cifra más en la estadística. Nadie se iba a

acordar. Pero ya uno se acostumbra al miedo, dice Guayo, el miedo es una cosa negra y dura, ya casi tiene forma. Como el estómago, como el corazón, el miedo es un objeto, es una cosa con pelos que está en el centro del cuerpo y que desde allí se esparce, algo firme y largo y ancho, el miedo que te hace ser así, hay que matarlos nomás para que se espante un rato el miedo, para que se vaya. ¿Qué más vas a hacer? (...) Era

13 Véase el capítulo que Jean Franco dedica al asunto, titulado «La memoria obstinada: la historia mancillada» en Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la guerra fria^ Barcelona, Debate, 2003, p. 305-336.

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tentador pensar en lo que esa ciudad había sido en los años ochenta (p. 172-173).

Pero no sólo son las fuerzas de seguridad del Estado las que violan los derechos humanos; en el otro extremo de la línea de fuego se encuentra el «sentido ejemplar» con que pretenden castigar los senderistas a todo aquel que sea sospechoso de algo. A través del testimonio del padre Marco, las torturas salvajes que practican los senderistas tienen una dimensión maléfica, son un ejercicio de poder omnímodo, en el que concurren fuerzas muy poderosas que pretenden instaurar una suerte de reinado satánico, donde la violencia extrema es medio y fin para alcanzar la clausura del viejo Estado e iniciar una nueva era en la que un nuevo mesías, llamado Abimael Guzmán, descrito como «un santo maligno» (p. 229), pueda desarrollar toda su filosofía redentorista14. Tras recibir toda esta información, Adrián Ormache decide ponerle rostro y voz a las víctimas: «Esa noche, en el hotel empecé a escribir. Fue allí donde nació este libro» (p. 191). Es la necesidad de dejar constancia de la historia trágica del Perú lo que le lleva a escribir su historia, a utilizar la palabra como terapia frente al olvido y a señalar con el dedo de la escritura a todos aquellos que tuvieron responsabilidades en el transcurso de los acontecimientos.

Contra el horror, un amor de película

«El horror, como el amor, es una fuente de revelación de lo fundamental, lo esencial de los seres humanos» 15. En cierto sentido, la historia de amor que plantea Cueto en la segunda parte de la novela es una salida natural, y necesaria, al horror acumulado en este particular descenso a los sumideros de la realidad peruana. El amor entendido como una vía de exploración de la parte más noble de los personajes. Si la primera sorpresa para Adrián Ormache es conocer la existencia de Miriam Anco, la segunda es encontrarla de forma inesperada, después de haberla buscado por todo el departamento de Ayacucho. La localiza en su lugar de trabajo, una peluquería llamada «La Esmeralda de los Andes», situada en un barrio de clase media de Lima. El encuentro con Miriam (y su hijo Miguel) es el último viraje de una obsesión, donde el sentimiento de culpa y el deseo forman un extraño maridaje, lleno de pulsiones parricidas e incestuosas. Después de unos difíciles acercamientos a la peluquera, a la que Cueto ha descrito como una mujer llena de zonas oscuras, con un interioridad atormentada que se traduce en

14 Víctor Vich habla de mesianismo y milenarismo en el ideario senderista; en El canibal es el Otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2002, p. 23-24.

15 Diego Salazar, «Entrevista con Alonso Cueto», op. cit.

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comportamientos extraños, de una violencia inesperada, Adrián Ormache vive la historia de amor más importante de su vida, suplantando así a la figura del padre. Por paradójico que resulte, es una hermosa y humilde mestiza de Ayacucho la mujer encargada de transformar a dos generaciones de hombres de una misma familia, que representan el poder militar y económico del Perú de la violencia. La historia de amor, utilizada estructuralmente como una válvula de

escape para aliviar la propia tensión de la historia, se desarrolla en torno a una peluquería, lugar que tiene su propia tradición literaria, muy sugerente en la simbologia de las herramientas y utensilios que le son característicos. Las peluquerías, las barberías o los salones de belleza han sido utilizados en la literatura como gabinetes psicológicos, espacios propicios para la intimidad y la complicidad entre los clientes, constituyendo una suerte de confesionario laico donde se dilucidan los asuntos del amor y la política, al ritmo de los tijeretazos, y amparados en la fragancia de las lociones y perfumes; así ocurre en una hermosa novela del escritor uruguayo Hugo Burel, Tijeras de plata (2003). También son lugares donde se puede plantear un ajuste de cuentas con el pasado, como ha retratado magistralmente el escritor colombiano Hernando Téllez en su cuento «Espuma y nada más» 16. La soledad del peluquero y sus parroquianos, el enfrentamiento de los deseos y frustraciones en un espacio tan reducido, la cercanía de la navaja al cuello y la propia indefensión del cliente, sentado en el sillón giratorio, reproducen, a escala simbólica, los espacios representativos -y claustrofóbicos- en los que pueden encontrarse la víctima y el verdugo. Por eso, cuando Adrián Ormache se pone en manos de la ex-cautiva, torturada y violada por su padre, reproduce al revés la relación de poder entre la víctima y el victimario, deja al libre albedrío de la ex-prisionera la posibilidad de perpetrar su particular venganza, da una puntada más en el mito de Penteo, atrapado en su propia trampa, y lo que es más importante, deja al descubierto muchas rendijas para que se filtre un amor que le cambiará la vida.

En el proceso de enamoramiento de Adrián Ormache están muy presentes en todo momento su complejo de culpa y una mala conciencia que se aviva cuando contempla la hermosura de la peluquera, rodeada de sus afiches publicitarios, a la que ve como «una diosa oscura en medio de su corte de guerreras blancas» (p. 209). En su primera visita descubre la dignidad de la víctima, que no acepta dinero, ni regalos, ni prebendas. No piensa delatarlo ni sacar su historia a la luz pública, porque su silencio es el único bálsamo para drenar el inmenso dolor que lleva en su interior y es, además, lo más parecido al olvido y a la muerte. En las

16 En Cenizas para el viento y otras historias, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1969, p. 19-23. En este relato Téllez condensa la tensión de la violencia colombiana en un espacio mínimo, donde es posible el accidente y la venganza.

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siguientes visitas de Adrián Ormache, la culpa ha ido cediendo en favor de un deseo inquietante que le lleva a comportarse como un hombre nuevo. Descubre no sólo la historia truculenta del padre, sino también retazos de su personalidad que no eran conocidos en el seno de la familia y que, en cierto sentido, potencian cierto «síndrome de Estocolmo» en quien había sido su víctima:

A su papá lo odié tanto, le digo, a su padre pude haberlo matado si hubiera podido porque me engañó tanto, y abusó de mí, en ese cuartito, yo lo odié tanto, por culpa de ellos, de los soldados, de los morocos, perdí a mi familia, ya no pude ver a mi familia, ya no los alcancé, se murieron, se murieron sin mí, y yo lo odiaba tanto a su papá, pero ahora ya no lo odio, ya casi lo quiero (p. 219).

Y más adelante le confiesa que era «un hombre tan violento y tan cruel pero conmigo era tan delicado, era tan delicado cuando estaba conmigo» (p. 253). Ella desgrana una visión compleja y contradictoria del padre, cruel y enamorado, brutal y tierno, calculador y apasionado, a sabiendas de que algún día tendría que matarla por amor; sólo así podría evitar que sus propios hombres la violaran. Detrás de la dureza del verdugo hay un hombre débil, que llora de miedo por la amenaza de los senderistas: «Pero tu papá hizo tantas cosas tan horribles, mandó matar a tanta gente, y tenía tanto miedo de que los senderistas vinieran y lo mataran también» (p. 254). Alonso Cueto aprovecha las confidencias amorosas de su personaje

para describir con una gran tensión dramática cómo se produce la fuga del cuartel, la borrachera fingida, su disfraz de militar, su impostura en la voz para engañar al centinela, su carrera desesperada durante toda la noche, buscando el refugio de su familia, antes de que apareciera «la hora azul» (p. 236) del amanecer y fuera descubierta por los militares o por los senderistas. Una hora azul a mitad de camino entre la noche y el día, símbolo crepuscular que pone en evidencia las dos formas de terrorismo y que diluye los límites entre la vida y la muerte. Hay algunos elementos en la historia amorosa entre Adrián Ormache

y Miriam Anco, con su final trágico, que traen a la memoria no una novela ni un relato, sino una película, El marido de la peluquera {Le mari de la coiffeuse, 1990) del director francés Patrice Leconte. Al igual que en El marido de la peluquera, la protagonista siente que en medio de la adversidad ha alcanzado la dicha, ha paladeado un instante de felicidad del que no quiere desprenderse y está dispuesta a arrasar con todo, incluida su propia vida, antes que ese amor quede erosionado por el paso del tiempo. Miriam Anco se plantea los límites de la vida como una extensión de la propia felicidad, anunciando de forma proléptica su próxima muerte. Aunque otros personajes de la novela se encargan de encuadrar su final dentro de las muertes naturales, el narrador no tiene la

menor duda de que la ex-prisionera ha comenzado desde pronto a

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preparar su inminente suicidio, dejando desperdigada toda una serie de pistas que hablan de su cansancio para seguir viviendo y la necesidad de reunirse definitivamente con los suyos, de retroceder en el tiempo, como una forma de restaurar los lazos familiares amputados por la violencia:

Yo era tan niña, diecisiete años tenía. Tenía que escaparme o morirme. Y me escapé. Pero ahora ya no tengo las piernas para seguir, o sea me falta el corazón, no sé lo que es, pero, o sea, es como un gran cansancio, como un cansancio de bien adentro los huesos: levantarte, moverte, caminar, trabajar, hablar con la gente, hacer las cosas, ya no me aguanta el cuerpo para eso, porque extraño tanto a mi familia. Extraño tanto a mi familia, a mi familia que crecí con ellos (...) todos se quedaron en algún lugar allí, se quedaron, no sé dónde están sus cuerpos, dónde estarán (p. 255).

Una de las secuelas de estos desgarramientos traumáticos, en los que las víctimas se culpan a sí mismas por no haber podido evitar la tragedia, es lo que Castilla del Pino ha llamado la «sobreconciencia de la responsabilidad», que se manifiesta en la imposibilidad de modificar o corregir el pasado y en la alteración definitiva de la «experiencia del tiempo»1^; por eso, Miriam necesita viajar hacia atrás, al momento anterior a su cautiverio, para expiar la culpa de estar viva, aunque para ello tenga que pagar con su propia muerte. Como tantos sobrevivientes en las masacres, matanzas y genocidios, Miriam persigue acabar con la culpa que no la deja vivir, la culpa de seguir viva. El protagonista sabe que el suicidio de la peluquera ha sido planificado desde el momento en que tuvo la certeza de que él era un hombre bueno y honesto, un cheque en blanco para depositar en él la confianza y la tutela de su hijo Miguel1**. La circularidad de la historia se completa cuando contempla en Miguel «el reflejo marrón de los ojos, los ojos que había visto en la cama de ese hospital» (p. 303), diluyendo así cualquier duda sobre el parentesco del muchacho y la necesidad de construir un futuro más apacible por medio del cariño y la solidaridad. Mientras escribe su particular memoria de los hechos, Adrián

Or mache toma conciencia de que el día que su madre «dejó la carta de Vilma Agurto en el baúl, lo cerró y se fue a su cuarto, me dejó escrito su testamento: averigua quién es esa chica, averigua quién fue de veras tu

17 Cfr. su capítulo «La vivencia de la culpa» en La culpa, Madrid, Editorial Revista de Occidente, 1968, p. 59-72.

18 Adrián Ormache cuestiona la versión oficial que habla de una muerte natural: «Se mató, ¿verdad? Terminó de pagarle el local, y ya no podía aguantar más los recuerdos, ¿no? Extrañaba demasiado a sus papás y a sus hermanitos. Se cortó las venas y se sentó a esperar, ¿no? Usted fue el que la encontró (...) ¿Sabe usted que ella hablaba de la mejor edad para morirse? Y decía que Dios iba a estar con ella, hiciera lo que hiciera (...) Aquella tarde remota, la primera vez, cuando me había llamado pidiendo verme, ella acababa de decidir que no podía seguir viviendo. Y desde entonces sólo había buscado dejarme a Miguel así como mi padre me la había dejado a ella» (p. 283).

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padre y quién eres tú y quién soy yo» (p. 299). No obstante, el testamento de la madre y su última voluntad implícita forman parte de un artificio sutil que sirve al escritor para preguntarse por todo lo ocurrido en la historia más reciente de su país. Sin renunciar al pulso intimista que mantiene su literatura, fijando para el lector una imagen precisa de la cotidianidad, Alonso Cueto ha querido asumir la dosis necesaria de compromiso ideológico con la verdad, para denunciar los crímenes cometidos en estos veinte años, que convirtieron al Perú en un esperpento de la civilización. La hora azul sacude con su prosa vigorosa y valiente las conciencias aletargadas por la desinformación, pone voz a las víctimas en medio de los campos y poblados sembrados de muertos, da una puntada más en ese inmenso tapiz del horror, que los comisionados llamaron «Gran Relato» {Hatum Villakuy) y permite al escritor cruzar ese extraño Rubicon de la violencia, que deja al descubierto un paisaje desolado y truculento, parecido al que había visionado el profeta Jeremías en sus sueños más terribles.

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RESUMEN - El escritor peruano Alonso Cueto ha recreado en su novela La hora azul (2005) la guerra sucia mantenida entre los grupos subversivos, especialmente Sendero Luminoso (y en menor medida el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), y las fuerzas de seguridad del Estado peruano durante el periodo 1980-2000. En esta obra, Alonso Cueto rastrea el fenómeno de la violencia situándose en la perspectiva de las víctimas. Para ello, el escritor se sirve de un personaje bien posicionado en la sociedad limeña, el abogado Adrián Ormache, quien descubre, mediante todo tipo de pesquisas policiales, el pasado siniestro de su padre, la historia de amor vivida con una prisionera y su condición de verdugo y torturador en el cuartel militar de Huanta (Ayacucho).

RÉSUMÉ - Dans son roman La hora azul (2005), l'écrivain péruvien Alonso Cueto recrée la «sale guerre» entre groupes subversifs, notamment le Sentier Lumineux (dans une moindre mesure le mouvement Tupac Amaru) et forces de sécurité de l'État péruvien au cours des années 1980-2000. Cueto scrute le phénomène de la violence en adoptant la perspective des victimes. Il utilise le biais d'un personnage de l'élite liménienne, l'avocat Adrián Ormache qui, grâce à diverses enquêtes de type policier, découvre le passé sinistre de son père, l'histoire d'amour vécue avec une prisonnière et sa condition de bourreau et tortionnaire dans une caserne de Huanta (Ayacucho).

ABSTRACT - The Peruvian writer Alonso Cueto has recreated in his novel La

hora azul (2005) the «dirty war» between subversive groups, especially Sendero Luminoso (and to a less extent the Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) and the Peruvian state's security forces from 1980 to 2000. In this book, Alonso Cueto traces the phenomenon of violence by adopting the victims' point of view. In order to do this, the writer produces a character with a good position in Lima's society, the lawyer Adrián Ormache, who discovers, by means of several detective investigations, his father's sinister past, the love story he lived with a prisoner and his condition of executioner and torturer in the military barracks of Huanta (Ayacucho).

PALABRAS CLAVES: Perú, Narrativa, Alonso Cueto, Violencia, Sendero Luminoso.

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