alicia genovese

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Alicia Genovese, nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires, en 1953. Integró el taller literario Mario Jorge De Lellis y comenzó a publicar a fines de los años 70. Egresó como Profesora en Letras de la Universidad de Buenos Aires y viajó a Estados Unidos, donde vivió durante cinco años, en Boston y en Gainesville, Florida. Obtuvo el título de Master of Arts y se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Florida.

XXXXXXTrabajó como docente y periodista. Durante varios años fue asidua colaboradora de los suplementos culturales de los diarios Clarín y El Cronista Comercial, con notas y reseñas literarias. Actualmente, dirige el Departamento de Literatura de la Universidad Kennedy. Coordina talleres de escritura y supervisa proyectos individuales especializados en poesía, desde principios de los 90.

XXXXXXObtuvo la beca a la creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, en 1999 y en el 2002 recibió la beca John S.Guggenheim.

Libros de poesía:

El cielo posible, Buenos Aires, El Escarabajo de Oro, 1977.El mundo encima, Buenos Aires, Rayuela, 1982.Anónima, Buenos Aires, Ultimo Reino, 1992.El borde es un río, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1997.Puentes, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 2000.La ville des ponts/ La ciudad de los puentes, Québec, Canadá: Écrits des Forges, 2001.Química diurna, Córdoba, Alción, 2004.

Ensayo:

La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas, Buenos Aires, Biblos, 1998.

Reportaje a Alicia Genovese realizado por Osvaldo Bossi. En el número 11 de la revista Hablar de poesía (junio de 2004).

Osvaldo Bossi: Alicia, me gustaría, para comenzar esta charla, que me ayudes a situar el momento en que se produce tu encuentro con la poesía; si fue a partir de una lectura en particular o se dio por distintas causas, gradualmente, y si este hecho te reveló enseguida tu destino como poeta —tu vocación al menos— y cómo fueron esos primeros años de escritura.

Alicia Genovese: No hubo o no podría situar un momento de epifanía. Desde chica recuerdo haber tenido cuadernos y libretas, que no eran las de la escuela, donde escribía cartas imaginarias, canciones clase B, anotaciones de cualquier tipo, sin la cultura del diario íntimo, pero poseer estos cuadernos me hacía decir que iba a ser escritora. Sobre ese limo informe y deseante comenzó, entonces, esa rara travesía hacia la lectura desde una casa en la que no había libros, había que traerlos de afuera, junto con los estantes que después fueron la biblioteca; había que buscar en las librerías donde se canjeaban revistas de aventuras, y entre las amigas más grandes que ya terminaban la

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secundaria y con las que, también nos prestábamos novelitas rosas de Corín Tellado, libros de la colección Robin Hood. En esos intercambios y así, todo mezclado, aparecieron autores como Cortázar, los cuentos de Bestiario, de Todos los fuegos, el fuego, los relatos de Ray Bradbury, la literatura como lugar de conmoción o zona de pasaje, espacio en el que me sentía admitida.

El gran encuentro con la poesía se produce en los ’70. En un momento en que la poesía política parecía permearlo todo, la lectura de Alejandra Pizarnik me dio una perspectiva distinta, otra lectura importante para mí en esa misma época fue la de los llamados poetas herméticos italianos: Quasimodo, Ungaretti, Montale, y tendría que agregar Pavese. Creo que a partir de ellos pude buscar mi propia escritura y despegarme de una sobreexigencia de “compromiso político” que era muy fuerte entonces, sobre todo para alguien que como yo se interesaba y militaba políticamente. La poesía de Gelman, la de Tuñón, la de Vallejo fueron y siguen siendo entrañables para mí, creo que supe de la lengua poética estando adentro de algunos de esos poemas y volviendo a ellos reiteradamente, pero a los veinte años y con bastante rock and roll alrededor, esos imaginarios poéticos me dejaban un poco afuera. La percepción lírica de aquellos poetas italianos me abrió el mundo de una manera que ya no se cerraría.

O. B: Por lo que contás, parecen los ’70 un período de gran tensión ecléctica entre lo real y lo imaginario, encabalgado además entre dos momentos acaso menos difusos a nivel producción, como son los ’60, con Pizarnik, Gelman y Juana Bignozzi, y los ’80, donde los poetas aglutinados en este período intermedio habrían publicado sus libros más representativos. ¿Cuál es tu opinión en relación con esto? Y, suponiendo que el concepto de generación sea válido todavía, ya que suele ser la manera más rápida de definir y cerrar un período, ¿cómo puede escapar un poeta a sus generalidades?

A.G: Me parece que esa tensión entre lo real y lo imaginario que vos señalás atraviesa o va más allá de las épocas y las características que se pueden visualizar en una determinada generación. Tal como yo los viví, los 70 tuvieron un significado más abarcador culturalmente, más allá de los rasgos que se le pueda asignar a una generación poética. La sensación más vívida era que casi todo pasaba en la calle y algo importante te perdías si no estabas allí. En los 70 el saber estaba muy socializado, algo que quizás no fuese visible para quienes eran depositarios naturales del saber, pero para otros que veníamos de familias menos letradas, de la periferia de Buenos Aires, fue un hecho decisivo. Ese saber, además, quizás por esa manera de transmitirse que rebasaba las instituciones, estaba fuertemente ideologizado, fuertemente ligado a la discusión, a la oralidad de la discusión y a todo lo que ocurría puertas afuera de la biblioteca. Se argumentaba y se contra argumentaba todo el tiempo. Un saber que te exigía un sentido crítico muy fuerte y te exponía a él de una manera apasionada. Para mí fueron años de formación decisivos. Los 60, entonces, seguían en el aire pero el significante político iba cobrando cada vez más importancia, invadía la cotidianeidad, comienza a haber exilios, desapariciones, pases a la clandestinidad, también de escritores, y aquella socialización del saber va desapareciendo y se quiebra después del golpe. La producción poética de la época está en medio de todo eso, había que mudarse, romper libretas de direcciones, ocultar libros, los grupos de pertenencia se desarmaban. Publico mi primer libro El cielo posible en medio de esa desarticulación, en el 77, mientras hacía maniobras para no perder mi biblioteca y me mudaba de pensión; una poesía intimista, con una búsqueda de exactitud, de dicción despojada pero, en ese título, como en muchos de los enunciados del libro, había un aire de la época que le había dado impulso.

Los 80 fueron diferentes; la vuelta a la democracia auguraba un rencuentro que terminó casi circunscripto al fervor del primer momento. Había una necesidad de blanquearse, de ser aséptico, no ser irritante, revisar la vieja discursividad ideológica; de una manera o de otra todos caíamos en eso sobre todo si nos resultaba necesario conseguir trabajo. El medio literario se hiperculturalizó. El discurso político setentista se desplazó hacia la lingüística y el psicoanálisis, muchas veces sobrevivía a través de ellos, y eso también matrizó nuevas maneras de composición poética.

En el panorama poético de entonces, creo que en medio del sistema de poéticas que fue armándose hacia el final, la figura de Perlongher fue desestabilizadora, así como la poesía

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escrita por mujeres. La irrupción de poetas mujeres en estos años modifica el discurso poético, si éste se entiende no sólo como una combinatoria de procedimientos y artificios específicos, que también lo es, sino como proyección de imaginarios y subjetividades. Así como el uso transforma la lengua, entendida como norma, las subjetividades moldeadas en una historia personal y en una época transforman la lengua poética. En ese tiempo viví fuera del país alrededor de cinco años y a mi regreso publiqué La doble voz un ensayo en el que analizo la poesía escrita por mujeres en los ’80, donde están muchas de estas ideas. Por otro lado, mi manera de volver al diálogo a través de la poesía fue con la publicación de Anónima en el 92.

En relación con tu pregunta sobre cómo puede un poeta escapar a las generalidades de la época, entiendo que hay una ruta única por donde cada poeta transita que no puede decidirla con un programa estético que lo exceda, que sea más grande que su propia producción, que no mida el alcance de su propia escritura y el horizonte hacia donde ella lo lleva. Hay un día a día de la escritura poética donde quizás lo más difícil sea aprender a escucharse y a desconfiar de lo dicho, lo escrito en este caso, hasta que nos inspire confianza. “Llegar a ser el que se es” decía Nietzsche y no sostenía con esto un esencialismo del yo, sino una voluntad de construirse en el devenir.

O.B: Esta irrupción de imaginarios "desestabilizadores" como vos los llamás, de subjetividades que modificaron, sin duda, la concepción misma de la poesía —no sólo en el plano de lo formal, sino en el de la reflexión— produjeron, a mi entender, un clima de beligerancia con ciertas escuelas lideradas, básicamente, por varones, que encontraron en el objetivismo al principio, y en cierto realismo después, las banderas más encarnizadas de oposición. ¿Creés que fue así? Y en tal caso, cómo repercutió esta repartición de saberes y de creencias en la escritura de tus libros?

A.G: El enfrentamiento entre distintas posiciones o corrientes poéticas es inevitable, sea explícito o soterrado; muchas veces la oposición a cierta manera de escribir genera en un autor o autora un movimiento contrario que es muy fructífero. Algo así como una dialéctica negativa en medio de la cual quien escribe consigue crear y afirmar su escritura dentro de un esfuerzo de oposición hacia un determinado autor o a una manera de hacer poesía o incluso a una idea sobre la poesía que se lanza y se impone como lo que es, supuestamente, “moderno”.

En los 80 el experimentalismo y el neobarroco tuvieron algo de liberador para el discurso poético, pero también generaron las listas sábana, algo que no se les puede endilgar sólo a ellos, basta con hojear el viejo libro sobre las generaciones literarias argentinas de Arturo Cambours Ocampo para ver que eso es una constante. Me refiero a ubicar a varios escritores con una obra importante y a una cantidad de nombres cuyas producciones se borran pasado el momento, quizás por haber sido sólo funcionales a una manera de hacer poesía, a una estética o al llamado espíritu de una generación. La desestructuración del lenguaje se convirtió en una especie de imperativo categórico y ese espacio liberador del comienzo da lugar a una cierta retórica, a un facilismo combinatorio. Más allá de las polémicas y las duras acusaciones que se cruzaron, en aquel entonces, me gustó observar cómo la poesía de Víctor Redondo cambiaba y se hacía más interesante, para mí, a medida que se alejaba de lo que había sido neorromántico por excelencia, o cómo la poesía de Carrera a partir de Children Corner conseguía mucho más que cuando era fiel, digamos, a una poética neobarroca. Me parece que en la inestabilidad preceptiva la poesía gana, aunque esto anule o relativice una progresión en términos de historia literaria o poética.

En lo personal, prefiero rescatar aquel primer momento liberador de los 80, yo estaba un tanto a disgusto con mi escritura que me llevaba a una poesía demasiado tajante, con enunciados yuxtapuestos, epigramática. Entonces intenté abrir el discurso, que fluyera más, que el sentido no buscara la manera de cerrarse en una frase brillante, sino al revés, buscar más asociaciones, más objetos, lo cual me impone un cambio de sintaxis y de sonoridad, lo que escribo me empieza a sonar distinto. De esa época es El mundo encima, aunque me parece que lo que buscaba recién empecé a lograrlo a partir de Anónima.

En los 90 lo que denominás beligerancia me pareció muchas veces una manera de querer ocupar espacios y ofrecerlos, detrás de una caracterización de la época un poco limitada en mi

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opinión. Ha habido una cierta ubicuidad, más allá de las diferencias que hay y que son visibles en los textos, más allá de los matices que plantean las escrituras. Creo que hubo una caracterización y una valoración apresurada o excesiva en un sentido, que pudo haber sido contraproducente incluso para algunos poetas jóvenes, a quienes el elogio, quizás por ser un tanto desmedido, al tomarse como ejemplificación de tendencia, les impide crecer o escribir más allá de cierta semántica. Hay libros que me gustaron muchísimo que no podrían ubicarse sin forzarlos dentro del llamado realismo. Hablo de Geología, de Claudia Masin, WARSAWA de Andi Nachon, La fuerza de Hernán Lagreca, Fiel a una sombra.

El objetivismo que antecede a esta poesía de los 90 produjo rescates importantes como el de Giannuzzi y el de Padeletti que ubicaron la discusión poética en el tratamiento del objeto, en la distancia y la impersonalidad dentro del poema. La objetividad siempre me interesó, el trabajo del poema con la materia, que evita el sentimentalismo a través de una visión no frontal de la emoción y hace que esa emoción, impregnada de materialidad, arraigue en las cosas. Me interesa la objetividad pero no para liberarme de la emoción, sino para que el imán de la emoción se abra de sí, atraiga y seleccione los objetos, y que ella los transforme en objetos vivos dentro del poema.

O.B: A partir de Anónima y El borde es un río, tu poesía, es cierto, comienza a distenderse, pero sin perder en ningún momento de vista la percepción lírica del poema que es, básicamente, tensión emotiva y formal. ¿Creés que es así? ¿El elemento lírico sería, en tal caso, aquel del cual parten los otros, o en el que estos recaen y vuelven, infaliblemente?

A.G: Sí estoy de acuerdo con lo que decís, hay una descontracturación del lenguaje poético a partir de Anónima. Hay una percepción ligada a la sensorialidad sobre el mundo material, sobre el afuera, que convoca a la emotividad, que dispersa aquí y allá dentro del poema contenidos inconscientes, algo muy ligado a la expresión lírica. El elemento lírico está ahí siempre, de distintas maneras. Las máscaras o las terceras personas de Anónima, por ejemplo, nunca constituyeron una alteridad absoluta, creo que el yo poético cuando construye máscaras, que son un esfuerzo de distanciamiento temporal y espacial, esas máscaras funcionan cuando quien escribe consigue acercarlas y pegarlas a la cara, al yo de origen, de manera que tanto el yo como el otro caigan en la extrañeza, esa extrañeza sería el yo poético.

En Puentes, es distinto, allí el elemento lírico va generando engarces entre los diferentes momentos narrativos, de pequeña escena narrada, dentro de ese poema que es muy extenso. El libro es un único poema que me costó trabajar porque yo necesitaba que fluyese con soltura pero, a la vez, no quería abandonarlo a la dispersión absoluta, sino que estuviese engarzado. Creo que lo logré con algunos momentos de retroceso y de suspensión temporal que van actuando como eslabones. La imagen del puente, proyectada como una lírica del paisaje urbano, básicamente, me permitía sostener ese largo poema, que fluyera por los meandros narrativos y que volviera transformado al mismo sitio.

En Química diurna, que está por salir publicado, la lírica reaparece en otros espacios, lugares que detienen la mirada durante los viajes, y muy especialmente el paisaje del Delta, hay dos secciones que se titulan Diario del Delta.

O.B: ¿Cómo ves la lírica en estos momentos, y si es posible dar un sentido renovador de la misma. cuando tantos poetas y estéticas actuales la dieron por terminada?

A.G: Por más declaraciones en contrario que se hayan hecho, me parece que la lírica nunca se fue demasiado lejos. Si oponerse a la lírica tradicional por ejemplo, le permite a quien escribe hacer poesía, me parece muy bien, pero yo veo muy claramente, por ejemplo, una lírica urbana en mucha de la poesía de los 90. También hay mucha saga autobiográfica o familiar, un yo vengo de acá o de allá, mis abuelos eran esto o mis tíos, donde el yo poético que enuncia en algún momento, al menos, es un yo lírico. La saga tiene su contrasaga, el espacio familiar y los roles maternos y paternos cuestionados, pienso en Hacer sapito de Verónica Viola Fisher, que me trae una reminiscencia del “Daddy” de Sylvia Plath.

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Hay mucho dolor y mucha impotencia fluyendo, en un país que se percibe destrozado, después de las políticas económicas neoliberales. Un libro como Unidad 3 de María Medrano puede leerse como una elegía en segundo plano, se le cierra el paso al lamento, a través de una descripción minuciosa de todos y cada uno de los avatares que tiene que pasar quien va de visita a la cárcel de Ezeiza. Es un segundo plano de la emoción y es un desgarro. No creo que la lírica esté tan lejos de allí, en todo caso habría que redefinirla, no es una lírica pura, es más una lírica dentro de la imposibilidad, una lírica en el obstáculo y en la precariedad, es más el impulso por construir, reconstruir y mantener las relaciones cercanas pese a todo. Yo definiría más por este lado y no tanto como realismo sucio, o como quiera adjetivárselo, que reduce, enfatiza una fascinación por lo lumpen y donde la violencia adquiere una cierta musculatura varonil. Tampoco hay que olvidar que los 90 son un segundo momento de una generación postdictadura, es también la generación de HIJOS y creo que ese referente político presiona en muchos textos, pienso en algunos de Martín Rodríguez, por ejemplo.

No sé si ya hay mucho margen para la burla o la parodia con la que se ha insistido tanto en los últimos años. El discurso paródico es básicamente opositor a algo, a un modelo, a un mito, a un agonista, y es desarticulador, pero se desentiende bastante a la hora de afirmar, digamos que en los mejores momentos afirma por la negativa. Pero ocurre que al dolor y a la impotencia pueden no disolverlos la risa, la burla o la destrucción de íconos; quiero decir con esto que son igualmente necesarios otros enunciados. La lírica puede sostener un después de la victimización o un presente de goce sin esa necesidad perentoria de destruir o quebrar con un significante cultural o literario, sino simplemente afirmando un aquí y ahora del poema. Basho decía que un haiku es lo que sucede aquí y ahora.

O.B: ¿Cómo escribís tus poemas? ¿Parten de una idea en general, como parte de un libro, o de una imagen, una palabra, etc.?

A.G: Hay muchos momentos y surgen de manera diferente, no de una idea general sino más bien de algún suceso particular, muy recortado, que no termina de recostarse en la realidad como el resto de las cosas. A veces ese suceso permanece en el poema, otras no, no es más que el impulso asociativo. En los poemas de Química diurna es donde más permanece esa anécdota de origen, ese encuadre de la percepción y eso, me parece, da cauce a una cierta transparencia de la dicción, pero paulatina o repentinamente el poema encuentra repliegues, se adensa, su sentido primero va colapsando. Digamos que parto de una imagen o una escena muy concreta que no es demasiado clara en cuanto a sus posibilidades poéticas, hasta que encuentra algunas palabras, aunque más no sean las de una primera anotación y allí con el lenguaje empiezan a suceder otras cosas. Pero así aparezcan como una anotación que luego retomo o ya con su forma casi definitiva, tienen un enorme valor agregado de trabajo, soy muy obsesiva en el proceso de reescritura y revisión que es, para mí, la búsqueda misma del poema. Nunca sé muy bien qué quería decir, pero estoy muy atenta a lo que voy diciendo y a su poder convocante y propiciatorio.

Llego a un libro después de una acumulación, un cierto despliegue de textos que no sé bien para dónde van como conjunto, hasta que a través de alguna idea conectora comienzan a dialogar entre ellos, a decirme algo más que cada poema en particular y a perfilar un libro. Quizás la excepción haya sido Puentes que comenzó como un extenso poema como “Camino negro” o “La casa en la colina” de El borde… pero después se autonomizó del resto de cosas que venía escribiendo; se fue extendiendo y ya no pude pegarlo a nada más que a sí mismo y a las fotos que había tomado mientras lo escribía, mientras trataba de integrar todos sus desvíos.

O.B: La importancia de la luz es central en tu poesía, de hecho tu último libro, aún inédito, se titula Química diurna, donde de alguna manera el ojo que mira al mundo no sabe, por momentos, si es simple y privilegiado receptor de la luz o también aquel que lo irradia. ¿Cómo se relacionaría esto, con tu percepción y utilización del lenguaje poético?

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A.G: Sí es verdad, en este libro la luz está todo el tiempo, provoca cambios, la mirada sigue los mismos objetos a veces, pero transformados en los cambios de luz ; vuelve a fascinarse con lo mismo, al día siguiente, bajo otra luz. La escritura del diario está en relación con esto; el diario consigna el detalle ínfimo, eso casi imperceptible que sucede y particulariza el día, el tiempo presente. Por otro lado, las horas de la mañana son las que yo más disfruto, tengo la sensación de que todo comienza allí, tengo las mejores ideas poco antes de levantarme, todo me resulta posible mientras tomo los primeros mates. Son estas horas las que van disolviendo la gravedad de lo que es conflicto, de lo que empantana y vuelve inerte lo proyectado; la mañana ofrece nuevas hebras para tejer, para improvisar algo distinto; presentiza a través de lo visible, a través del mundo exterior, esas huellas oscuras que visualizo como lo nocturno en mí. Al menos en un sentido literal la “química diurna” a la que refiere el título del libro, tiene relación con esos comienzos del día, esas ventanas que llaman a ser abiertas, ese mundo que vuelve más liviano. Pero también se relaciona con los viajes que pueden sacarnos de una cotidianeidad estructurada, confrontarnos con otros modelos, o con el paisaje pegado a la naturaleza, que es constante transformación, ellos son también grandes movilizadores o motorizadores de cambios.

La luz en estos poemas es física y quien observa es receptora, me cuesta pensarlo de otra manera. Esa luz puede estar haciendo un juego de espejos con una aparente transparencia del lenguaje, como te decía antes. Pero es sólo aparente, el lenguaje poético es opaco, por definición.

Y si fuese Funes, el memorioso, el personaje del cuento de Borges que no podía olvidar nada, un modelo deseable de lo que hoy podría ser un poeta? Enfrentado a una abstracción cultural creciente, Funes parece generar, “en esa infinitud en la que todos los lugares son igualmente importantes, el espacio que la poesía necesita para crearse”, señala Alicia Genovese. De Borges, pero también de varios de los poetas argentinos más importantes, se ocupa Genovese, poeta y ensayista, en Leer poesía , un libro que acaba de publicar y en el que busca definir el lugar y la función de la poesía en la sociedad contemporánea. Se trata, dice, de un libro pensado para la gran cantidad de lectores potenciales que tiene la poesía, lectores que hay que crear y que tal vez necesiten de vías de acceso para llegar a lo que buscan.

¿Por qué alguien tendría que interesarse por la poesía?

Si la pensamos como diferenciada de los discursos de la información, que tienden a la transparencia, y a pesar de que en su interior contenga momentos perfectamente legibles, como discurso la poesía se caracteriza por la opacidad.

¿Cuál es el valor de la opacidad?

Que nos enfrenta con los enigmas, con lo desconocido, con lo que no sabemos. Trabaja con lo no dicho. Es el enigma de lo deseado, muy difícil de transmitir.

¿Dónde “agarra” la poesía?

Siempre encuentra su carnadura en la subjetividad del poeta. Es a partir de ahí que empieza a ser diferente.

¿Qué efectos tienen las nuevas tecnologías sobre la subjetividad poética?

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No los mejores. La inmediatez no es buena para la poesía. La construcción de una subjetividad es más bien silenciosa, tiene que ver con un diálogo íntimo que cada poeta tiene consigo mismo y con las cosas más oscuras.

¿Qué poetas argentinos le recomendaría a un lector con ganas de acercase a la poesía?

Juan L. Ortiz, Joaquín Giannuzzi, Hugo Padeletti, Alejandra Pizarnik, que produce un efecto de entrada a la poesía insustituible. Juan Gelman es también un poeta que doy mucho a gente que no lo conoce más que por alguna información política.

La política no está muy presente en tu libro...

Tiene una entrada importante, a través de Leónidas Lamborghini y su Solicitante descolocado . Pero no me interesan las lecturas temáticas. Pertenezco a una generación que se cansó de la poesía política, de ese uso instrumental que se hizo de la poesía, alejándola de su especificidad.