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Alejandra María Sosa Elízaga La respuesta de Dios Colección La Palabra del Domingo Ciclo C

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Alejandra María Sosa Elízaga

La respuesta de Dios

Colección La Palabra del Domingo Ciclo C

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"designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante...

a todas las ciudades y sitios a donde Él había de ir..."

(Lc 10, 1)

E D I C I O N E S 72

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ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

La respuesta

de Dios

Colección ‘La Palabra del Domingo’ Ciclo C

EDICIONES 72

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La respuesta de Dios Colección ‘La Palabra del Domingo.’ Ciclo C EDICIONES 72, S.A. DE C. V. Jojutla 3, esquina Congreso, Col. Tlalpan, Del. Tlalpan C.P. 14000, CDMX tel: 56 65 12 61 ISBN: en trámite Registro del Derecho de Autor: en trámite Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso por escrito de la autora y/o del editor www.ediciones72.com Correo electrónico: [email protected] Si desea escribirle a Alejandra María Sosa Elízaga puede hacerlo al correo electrónico: [email protected]

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN 7 Irreprochables 8 Misericordia rebosada 10 Reenfocar la Navidad 12 No a control remoto 15 Familia sagrada 18 Para todos 21 Pasó haciendo el bien 24 Gozo mutuo 27 Celebración y fortaleza 31 ¿¿¿Yo??? 34 ¿Estorbo o ayuda? 38 Memoria 41 Ejemplo 44 Zarzas 47 Reconciliados 50 a.C-d.C. 53 Oír para hablar 56 ¡Nuevo! 59 ¿Te atreves a acercarte? 62 Testigos felices 65 ¡Todo lo aprovecha! 69 ¡Ánimo! 71 Discutir y acordar 73 Con lo que hay 76

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Cont del Índice Reunidos 79 Icono de la Santísima Trinidad 81 ¿Todo lo que pida? 85 Mantenerse dentro 88 Cuatro frases 91 ¿Tienes sed? 94 Sin mirar atrás 98 Cruz y gloria 100 El instructivo 104 La gloria 107 Deuda ¡perdonada! 110 Otras miras 113 Por la fe 116 Profetas de verdad 121 ¿Dios castiga? 125 Saber escuchar 128 Vacío lleno 130 Gratuidad 132 Orar, no sólo protestar... 135 Seguridad falsa y verdadera 138 Promesa de justicia 140 Negación y fidelidad 144 El auxilio me viene del Señor 148 La bondad del Señor 152 ¿Dignos o indignos? 155 El Purgatorio, ¿invento o realidad? 158 La respuesta de Dios 161 Y nada a media luz 164 Otras obras de Alejandra Ma Sosa E 167

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PRESENTACIÓN

ste es el tercer libro de la nueva colección titulada ‘La Palabra del Domingo’, y corresponde al ciclo C del Año Litúrgico.

Fue escrito y terminado dentro del Jubileo Extraordinario, en el Año de la Misericordia. Con esa capacidad suya de ofrecer meditaciones breves pero profundas, sólidamente fundamentadas pero de lectura fácil y sabrosa, la autora reflexiona sobre algún tema inspirado en alguno de los textos proclamados en la Misa dominical, sea en las oraciones, en las Lecturas, en el Salmo, etc. Son reflexiones que invitan a relacionar la Palabra de Dios con la propia vida y dejarse iluminar por ella.

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I Domingo de Adviento

Irreprochables

Eres irreprochable a los ojos de Dios? Lo más probable es que respondas que no.

Consideramos prácticamente imposible que Dios no tenga nada que reprocharnos. En los Salmos se expresa muy bien esta realidad. Pregunta el salmista: ‘Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara? Pero de Ti procede el perdón...” (Sal 130, 3-4). En otras palabras, el Señor nos perdona porque estamos necesitados de perdón, algo hicimos que requiere ser perdonado. Entonces, ¿cómo es que en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Primer Domingo de Adviento (ver 1Tes 3, 12- 4,2), san Pablo plantea que podemos ser irreprochables ante Dios? Parecería imposible, pero no lo es. Él mismo da la pauta acerca de cómo es hacerle: hay que permitir que el Señor nos llene, hasta hacernos rebosar, de amor.

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La clave para ser irreprochables ante Dios es amar. Decía san Agustín: ‘ama y haz lo que quieras’. Sabía que un corazón que ama como pide Jesús, como Él nos ama, puede hacer lo que quiera, porque nunca querrá hacer algo que vaya en contra del amor del Señor. En un mundo en el que para ser irreprochables en el trabajo o en la escuela o en el apostolado que se nos ha encomendado, o en lo que sea que realicemos en la vida cotidiana, se nos exige cumplir demasiados requisitos que con frecuencia no logramos cumplir, como puntualidad, cierto nivel de rendimiento, de resultados, etc. es un descanso para el alma saber que para ser irreprochables ante Dios lo único que se nos pide es amar, es decir, desear y procurar el verdadero bien de los demás. Y que contamos con Su gracia para lograrlo, y con Su misericordia para comprendernos si no siempre lo logramos. Se trata de hacer todo lo que podamos con ese objetivo en mente. Nada más. San Pablo nos pide que vivamos “como conviene, para agradar a Dios.” (1Tes 4,1). Y ¿qué es lo que más agrada al Señor? Que nos esforcemos por imitarlo en el amor.

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II Domingo de Adviento

Misericordia rebosada

n esta semana en que dará inicio el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, un Año Santo instituido por el Papa Francisco, para invitarnos a

recibir y compartir la misericordia divina, llega como siempre oportuna la Palabra de Dios a iluminar lo que estamos viviendo. En la Segunda Lectura que se proclama este Segundo Domingo de Adviento en Misa (ver Flp 1, 4-6.8-11), san Pablo afirma: “los amo a ustedes con el amor entrañable con que los ama Cristo Jesús”, y enseguida añade: “ésta es mi oración por ustedes: Que su amor siga creciendo más y más”. Primero nos habla del “amor entrañable” con que nos ama el Señor, y luego ora para que “siga creciendo más y más” nuestro amor. Es ¡justo lo que nos pide el Papa para este Año Santo! Que primero nos dejemos amar por Dios, que nos abramos a la misericordia que nos manifiesta en todo: en Su Palabra, en Su perdón, en la gracia con que nos sostiene y fortalece día con día. Y luego, que seamos, a la vez misericordiosos.

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Y al respecto quisiera mencionar lo siguiente: Un amigo sacerdote escribió un artículo en el número especial que ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México dedicó al Jubileo, en el que plantea que en eso de ser misericordiosos, lo primero debía serlo con nosotros mismos. Y creo que tiene mucha razón. Comenta que cuando comete algún error, se dice a sí mismo lo que no le diría a nadie más: ‘¡qué tonto!’, ¡qué menso!’, y creo que todos podemos identificarnos con eso. Solemos ser indulgentes con otras personas, pero demasiado duros con nosotros mismos. Por eso se me hizo muy buena su sugerencia, y se las paso al costo. En este Año de la Misericordia, abrámonos a recibir, a manos llenas, la misericordia del Señor, y apliquémosla, como un bálsamo, sobre nuestras propias heridas e inseguridades, sobre todo aquello en nuestro interior que necesita sanación y consuelo. Así estaremos en condiciones de ser en verdad misericordiosos con los demás. Para poder rebosar, hay primero que dejarse llenar... Y no temamos gastar toda la misericordia divina en nosotros, Dios nos la da sin medida, con generosidad, ¡nunca se nos va a agotar! Pidámosle al Señor que nos conceda vivir este Año Santo como un tiempo de gracia, en el que nos dejemos llenar de Su amor, permitamos que Su misericordia colme y restaure nuestros corazones lastimados, para poder luego compartirla con cuantos nos rodean, y en especial, con los más necesitados.

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III Domingo de Adviento

Reenfocar la Navidad

a Navidad suele ser un tiempo de nostalgia y de tristeza para algunas personas, que echan de menos la presencia de seres queridos con quienes solían celebrar o

lamentan que ya no tienen los medios o posibilidades de festejar como antes festejaban. Al parecer hace falta reenfocar el asunto. Si para alguien, lo principal en Navidad es la reunión con familiares y/o amigos, claro que le será muy triste su ausencia, pero si lo principal es la reunión en la Casa del Señor, entonces no cabe la nostalgia porque allí nadie falta, están todos presentes, sea físicamente o de manera espiritual, en la comunión de los santos. En Misa podemos darnos cuenta de que formamos parte de una gran familia, no somos huérfanos, Dios es nuestro Padre, Jesús nuestro Hermano y María nuestra Madre, y podemos tener la tranquilizadora certeza de que no están lejos ni se van a morir, podemos contar con ellos ¡toda la vida! Si para alguien lo principal en Navidad es comer ciertos platillos o golosinas, y por alguna razón no podrá saborearlos, claro que le pesará quedarse con el antojo, pero si lo principal es participar en el Banquete del Señor, es decir, asistir a la Misa de Navidad, entonces no cabe el pesar, porque allí nadie

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se queda con hambre, pues se recibe un Alimento que no se compara con ningún otro sobre la tierra, ¡nada menos que el Cuerpo y la Sangre de Cristo!, y quien lo comulga, sea física o espiritualmente, sacia la necesidad de su alma, de una manera que ningún manjar del mundo podría lograr. Si para alguien, lo principal de la Navidad son los regalos, y no los recibe, puede quedar frustrado y deprimido, pero si lo principal es abrir el corazón para acoger el más grande regalo posible: que Dios le ama tanto que se ha encarnado para salvarle, sentirá una alegría que no se terminará, como pasa con los obsequios, cuando se hacen viejos, se les acaba la pila y se tiran o regalan, sino que le acompañará hasta la vida eterna. Y más aún, si en lugar de esperar recibir, se dispone a regalar, sobre todo a quien no lo espera y a quien no le puede compensar. Va a descubrir que es verdad lo que dijo el Señor, “hay más alegría en dar que en recibir’ (Hch 20, 35). Si para alguien, lo principal de la Navidad es decorar la casa, se puede frustrar si no le alcanza para adquirir un arbolito o suficientes lucecitas o adornos navideños, pero si lo principal es dejarse iluminar por Aquel que es la Luz del mundo, y adornarse interiormente con virtudes y buenas obras, experimentará un gozo que le iluminará por dentro con una claridad que ninguna serie de foquitos podría alcanzar. En este Tercer Domingo de Adviento, también llamado ‘Domingo de la Alegría’, las Lecturas te invitan a alegrarte, y dejan muy claro cuál es la única razón para la alegría: que “el Señor, tu poderoso salvador, está en medio de ti. Él se goza y se complace en ti; Él te ama...” (Sof 3, 17), que el Señor es nuestro Dios y salvador y ha sido grande con nosotros (Salmo tomado de Is 12), y que “el Señor está cerca” (Flp 4, 5). Así que si en esta Nochebuena o en alguna otra no tienes reunión familiar ni cena ni golosinas, ni regalos ni adornos, no dejes que eso te deprima, reenfócate en lo en lo esencial de la

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Navidad: celebrar que Dios se hizo Hombre, que nos ama, te ama, tanto, que quiso compartir tu condición humana, para venir a rescatarte de tu pecado, de tus miedos, de tu depresión, de tu soledad, acompañarte toda tu vida e invitarte a pasar con Él la eternidad. ¡He ahí una muuuy buena razón, la mejor, para desterrar la tristeza y celebrar!

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IV Domingo de Adviento

No a control remoto

os nacidos a principios o mediados del siglo pasado, todavía nos acordamos de esos tiempos en los que cuando veíamos televisión, teníamos que pararnos a

cambiar el canal directamente en el aparato, algo impensable hoy en día, y menos después del apagón con que de un plumazo han dejado a millones de personas sin poder usar su tele viejita, probablemente su única diversión. Ahora se usa el control remoto, y no sólo para la televisión, también para los aparatos de música, para poner la cafetera, para subir o bajar las persianas, para abrir y cerrar puertas, para prender y apagar luces, y para quién sabe cuántos usos más. Nos hemos acostumbrado a hacer muchas cosas a distancia. Relacionaba esto con lo que plantea la Segunda Lectura que se proclama este Cuatro Domingo de Adviento en Misa (ver Heb 10, 5-10). Dice que cuando entró Cristo al mundo le dijo al Padre: “no quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio me has dado un cuerpo.” (Heb 10, 5). ¿Por qué Dios no quiso que el pueblo le ofreciera más víctimas y ofrendas?

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Tal vez porque era muy fácil que la gente se conformara con conseguir un animal como dictaba la ley, y mandarlo sacrificar para ofrecérselo a Dios y quedarse muy tranquila pensando que con eso se liberaba de sus pecados. Pero era una especie de expiación a ‘control remoto’, sin involucrar realmente el corazón de la persona. Por eso en el texto, a lo de víctimas y ofrendas, se contrapone tener un cuerpo, es decir, un medio que permite involucrarse personalmente. Cristo asumió ese cuerpo. Pudo habernos salvado a ‘control remoto’, pero no lo hizo. Quiso involucrarse, encarnarse, venir a ofrecerse a Sí mismo en sacrificio por nuestros pecados. Y como cristianos, seguidores Suyos, estamos llamados a unirnos a Su sacrificio, y a ofrecernos también junto con Él. En este Año Santo, en que el Papa Francisco nos invita a realizar obras en favor de los demás, tal vez nos sentimos tentados a hacerlas ‘a control remoto’, enviar una ropa a algún asilo, dar un donativo vía transferencia electrónica, etc. pero lo que Dios quiere de nosotros es que nos involucremos, como Jesús, en cuerpo y alma, que ofrezcamos no sólo lo que tenemos (y desde luego no lo que nos sobra), sino lo que somos. Eso hace toda la diferencia. No es lo mismo enviar una ayuda que ir a entregarla personalmente. Quienes han tenido oportunidad no sólo de dar ayuda en un acopio en favor de unos damnificados, sino de ir a llevarles lo recolectado, regresan siempre enriquecidos espiritualmente, no

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sólo porque reciben más de lo que dan, en términos de amistad, gratitud y crecimiento espiritual, sino también porque logran captar de primera mano y ser más sensibles a las necesidades de los demás, y poner en perspectiva su propia situación: revalorar lo que tienen, y dejar de estarse quejando por tonterías. Recuerdo una señora que siempre lamentaba amargamente que tenía que poner diario la lavadora de ropa en su casa, y luego de volver de una misión, dejó de quejarse, porque había ido a visitar una comunidad en la que no había siquiera agua para beber, mucho menos para lavar. Un chavo al que ir a la escuela le daba lo mismo, comprendió lo que desperdiciaba cuando visitó una comunidad en la que los niños caminaban horas con tal de poder ir a la escuela y estudiar. Un señor regresó muy conmovido porque los ‘pobres’ a los que que supuestamente había ido a ayudar, lo ayudaron a él, al estar dispuestos a compartir con él lo poco que tenían, dándole un inolvidable testimonio de desprendimiento y solidaridad. La caridad ‘cuerpo a cuerpo’ nos cambia la perspectiva, nos permite reordenar nuestras prioridades, jerarquizar lo que en verdad es esencial. En esta Navidad del Año de la Misericordia, que nuestra caridad no sea a control remoto; atrevámonos a levantarnos de nuestras comodidades para ir al encuentro de quienes nos necesiten, donde y cuando nos necesiten. Que cuando se trata de amar, de dar, de ayudar, podamos, como Jesús, decirle al Padre: “me has dado un cuerpo...Aquí estoy, Dios mío, vengo para hacer Tu voluntad” (Heb 10, 5b.7).

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Sagrada Familia

Familia sagrada

La familia te toca, pero a los amigos los escoges tú”, es una frase que suele decir la gente como para significar que los amigos son mejores que los familiares, porque los

parientes te ‘tocaron’, y ya ni modo, si te resultan mal, qué le vas a hacer, pero en cambio a tus amistades las eliges libremente y a tu gusto. Pero ese razonamiento tiene una falla. La familia no te ‘toca’, no naciste en ella de ‘chiripada’, es decir, al azar, como en una lotería, sino que te la eligió Dios. Y si acaso te parecen buenas tus amistades porque las elegiste tú, ¡cuánto más debían parecerte buenos tus parientes, porque te los eligió Dios! Él pensó en ti desde antes de que existieras, te dotó de todas tus características y cualidades, y consideró muy cuidadosamente en dónde te pondría, no te le saliste de la manga, ni fuiste a caer por error en tu familia. Dios te colocó allí. Y si alguien se pregunta: pero ¿por qué quiso Dios que yo naciera de una madre que me abandonó, o de un padre que me pegaba o tuviera hermanos que se burlaban de mí, o padeciera una situación de graves o gravísimas carencias?

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La respuesta completa a esa pregunta, realmente sólo Dios la sabe, y nosotros la sabremos también si llegamos al cielo y le preguntamos, pero por ahora, tenemos que conformarnos con saber lo siguiente: 1. Si estuviéramos destinados sólo a este mundo, alguien podría reclamar que le hubiera tocado vivir una situación difícil, pero no estamos hechos solamente para esta vida sino para la eterna, y allá comprenderemos por qué Dios permitió que cada persona viviera tal o cual situación, y veremos que Él no se equivocó, que en Su infinito amor y sabiduría dispuso lo mejor para ella, lo que mejor contribuyó a su salvación. 2. Dios ha dado a cada ser humano, progenitores y familiares que fueron creados con grandes cualidades, si por diversas circunstancias ellos no las desarrollaron, ello no es voluntad ni culpa de Dios, que no se cansa nunca de darles ocasión de alcanzar la plenitud a la que están llamados. 3. A quien nace en una familia con graves carencias y dificultades, Dios le ofrece Su gracia para que pueda ir enfrentando y superando con valor, paz y fortaleza lo que tenga que vivir día a día. 4. Las situaciones más adversas que alguien pueda vivir en su familia, contribuirán a su salvación si sabe ponerlas en manos de Dios, que le ayudará a aprovecharlas para crecer en comprensión, compasión, solidaridad, paciencia, fuerza, humildad, paz, caridad... 5. Dios no creó la familia para que sus miembros se conformen con ser felices en este mundo, sino para que se esfuercen por alcanzar la felicidad eterna, y se ayuden mutuamente a lograrlo, un objetivo que pueden alcanzar, a pesar de que entre ellos haya diferencias y distancias, si se mantienen unidos en el amor de Dios y aprovechan la gracia que Él les da para comprenderse, perdonarse y amarse.

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En este domingo dentro de la Octava de Navidad, en que celebramos a la Sagrada Familia, celebremos también que nuestra familia es sagrada porque Dios la eligió y porque habita en medio de ella, y hagamos nuestra la petición de la Oración Colecta de la Misa dominical: “Señor Dios, que te dignaste dejarnos el más perfecto ejemplo en la Sagrada Familia de Tu Hijo, concédenos benignamente que, imitando sus virtudes domésticas y los lazos de caridad que la unió, podamos gozar de la eterna recompensa en la alegría de Tu casa.”

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Epifanía

Para todos

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” Estas palabras, con las que inicia cada Misa, son

pronunciadas todos los días, a todas horas, en casi siete mil lenguas en los doscientos y pico de países que hay en el mundo. En todo el planeta se celebra la Misa, y no importa si te toca sentarte sobre unos troncos frente a un altar improvisado al aire libre en una aldea en África o en una ranchería en México, o si estás en una imponente Catedral o en una minúscula capilla con la que inesperadamente te topas en un lugar que visitas. La Iglesia es verdaderamente católica, es decir, universal. Obedeció bien el mandato de Aquel que la fundó y le pidió ir por todo el mundo anunciando la Buena Nueva y bautizando a todas las gentes. Un ex-pastor protestante admitió, en una entrevista, que se convirtió al catolicismo durante un viaje, cuando se dio cuenta de que su iglesia, que en donde él vivía era tan importante y conocida por todos, en aquel país que visitaba era tan desconocida ¡que ni siquiera habían oído hablar de ella! Ello lo hizo darse cuenta de que, por muy a gusto que se sintiera en su

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pequeña comunidad, en realidad pertenecía a una iglesia local, y no a la iglesia universal fundada por Jesucristo. La Iglesia Católica se diferencia de las iglesias y desde luego de las sectas, entre otras muchas cosas, en que está presente en todas partes y está abierta a todos, acoge a todos, no sólo a los de cierto país, color, edad, posición social, económica o política. Podemos gozarnos en la certeza de que no importa en qué lugar estemos, si hablamos o no el idioma, si conocemos o no a la gente, cuando entramos a una iglesia católica nos sabemos en casa. Aunque nunca hayamos estado allí antes, nos resulta familiar el altar, el ambón, la sede, el crucifijo; reconocemos las vestiduras del celebrante, los gestos que va realizando; nos sentimos entre hermanos, a los que deseamos la paz y con los que vamos, hombro con hombro, a recibir la Sagrada Comunión. Es la voluntad del Señor que Su Iglesia sea para todas las gentes. Lo comprobamos en las Lecturas que se proclaman en Misa este domingo en que se celebra la Epifanía del Señor, es decir, Su manifestación. Él quiso manifestarse a todos. La Primera Lectura anuncia que la luz que surgirá de Jerusalén iluminará a todos los pueblos (ver Is 60. 1-6), el Salmo responde a este texto pidiendo: “Que te adoren, Señor, todos los pueblos”, en la Segunda Lectura, san Pablo afirma que la gracia de Dios es para todos, incluidos los paganos, es decir, los que no pertenecían al pueblo judío, pueblo escogido por Dios.

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Y en el Evangelio vemos que el Señor hizo brillar una estrella para que aun los más alejados pudieran acudir a adorar al Niño Dios (ver Mt 2, 1-12). Gocémonos en la certeza de saber que nuestra Iglesia acoge a todos, a nadie discrimina, a nadie le cierra la puerta en las narices. Ricos y pobres, devotos y alejados, santos y pecadores, todos tenemos un sitio alrededor de la mesa del Señor.

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Bautismo del Señor

Pasó haciendo el bien

on cuatro palabras describe san Pedro, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 10, 34-38), lo que hizo Jesús.

Pasó El término implica avance, movimiento, camino. Jesús no se quedó estático, como muchos maestros de ese tiempo, sentado en los escalones del templo, rodeado de alumnos. Él recorría los pueblos y ciudades, salía al encuentro de todos. Como seguidores Suyos estamos llamados a imitarlo, a no quedarnos cómodamente instalados en nuestras seguridades, pensando que ser cristianos consiste en realizar ciertas prácticas religiosas y con eso sentirnos satisfechos. El Evangelio, y también el Papa Francisco, nos animan a atrevernos a salir de nuestra zona de confort y buscar cómo, con quién, a dónde, cuándo, compartir la Buena Nueva de Jesucristo, que en este Año Santo consiste sobre todo en compartir Su misericordia siendo ‘misericordiosos como el Padre’.

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haciendo La palabra implica una acción continua. Jesús no se conformaba con realizar una buena obra al día, y ponerle palomita a la agenda. Sus larguísimas jornadas iniciaban con gente que lo buscaba para recibir curaciones y enseñanzas, y terminaban igual, y a todos atendía y de todos se compadecía. Como seguidores Suyos, hemos de procurar vivir también ‘haciendo’, lo mejor que podamos cada día, vivir amando, comprendiendo, ayudando, perdonando, construyendo el Reino ofreciendo quizá una sonrisa, prestar oído, meter el hombro, tender la mano. el bien Ay, en estos tiempos en que tantos se empeñan en hacer el mal, parece cosa de locos ir a contracorriente, pero sí se puede, con la gracia de Dios. Hay que empeñarse cada día, en devolver bien por mal, en bendecir a quien nos maldice, en dar sin esperar recibir, en ser luz del mundo, sal de la tierra. En la película del realizador japonés Akira Kurosawa, ‘Los sueños’, llamada así porque presenta varios, (por cierto algunos que son más bien pesadillas, ¡quién sabe qué merendó la noche en que los soñó!), hay uno muy bello, en el cual un joven japonés llega al Museo Van Gogh en Amsterdam, y al estar contemplando un cuadro de pronto se ve metido en éste. Y así, convertido en personaje del cuadro, comienza a caminar por éste en busca del pintor. Lo encuentra, dialoga con él y cuando éste se va, el joven trata de seguirlo y se ve recorriendo los más diversos paisajes, con

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la certeza de que Van Gogh ha ido por allí, porque a su paso no ha dejado las cosas como estaban, nada ha quedado igual, ha ido transformando el panorama, llenándolo de sol, de espesas pinceladas de color, convirtiéndolo todo en cuadros suyos. * Creo que lo mismo tendría que suceder con nosotros. Que por donde pasemos, las cosas no queden igual. Que ese enfermito al que visitamos, quede consolado; que esa parienta amargosa con la que convivimos, se sienta no a duras penas soportada sino realmente respetada, comprendida, acogida; que ese personaje insoportable con quien nos topamos en el trabajo, en la calle, en donde sea, reciba de nosotros no el látigo de nuestro silencio, ni ‘miradas que matan’, y mucho menos venganza, sino lo mejor que podamos hacer por él. Que nunca seamos indiferentes al necesitado, al difícil, al que sufre, que no sigamos de largo y mucho menos dejemos un fuerte olor a azufre... sino que por dondequiera que vayamos, pasemos, como pasó Jesús, haciendo el bien. *Puedes ver el sueño de Van Gogh, de la película de Kurosawa en: bit.ly/1xuEgKr

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I Domingo del Tiempo Ordinario

Gozo mutuo

Se goza Dios en ti? Probablemente a mucha gente la pregunta le suene muy

rara, incluso absurda. Cuestionaría: ‘¿cómo se va a gozar Dios en mí?, ¡más bien yo me gozo en Él!, ¡en Su bondad, en Su grandeza, en la belleza de Su Creación, en Sus obras magníficas!’ Como que no estamos acostumbrados a pensar que Dios se goce en nosotros. Pero no nos queda de otra, porque en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 62, 1-5) leemos que el profeta Isaías dice al pueblo de Dios, y por tanto a cada uno de nosotros: “el Señor se ha complacido en ti” (Is 62, 4). Ahora bien, si una vez que admitimos que Dios se complace en nosotros, alguien nos preguntara: ‘¿cuándo crees que el Señor se complace en ti?, ¿qué es lo que lo hace complacerse?’, seguramente pensaríamos primero que nada en esas ocasiones en que hemos hecho algo bueno, en que hemos realizado alguna obra de caridad, de misericordia. Y sí, no cabe duda de que al Señor eso le complace.

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Pero su complacencia no se limita a los momentos en que somos buenos. Sigue diciendo el profeta: “Como un joven se desposa con una doncella, se desposará contigo tu hacedor; como el esposo se alegra con la esposa, así se alegrará tu Dios contigo” (Is 62, 5). Leyendo esto vino a mi mente una escena que vi hace poco: unos esposos, a todas luces ‘lunamieleros’, estaban en la playa, recostados en unas tumbonas, leyendo. De pronto ella se levantó, se fue hacia el mar, se metió hasta las rodillas y estuvo jugando con las olas, disfrutando la frescura del agua. Su esposo bajó el libro que estaba leyendo, y se puso a contemplar a la joven. Y en su mirada se veía el amor que le tenía. ¿Podría decirse que se alegraba con ella? Sin duda. Y eso que en ese instante ella no estaba haciendo nada por él: no le estaba lavando la ropa ni planchando las camisas ni preparando la comida. Estaba simplemente siendo ella, y él se gozaba en ella porque ella era su esposa. Podría decirse que lo mismo sucede con Dios. Llegamos a pensar que para que se goce en nosotros tenemos que hacer y hacer y hacer cosas buenas, y nunca creemos haber hecho suficiente, y cada vez que hacemos algo mal, sentimos que resbalamos unos metros de la cuesta por la que nos esforzamos en subir al cielo.

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Queremos conquistar a Dios enfrascándonos en un activismo que nos desgasta física y espiritualmente y que es inútil, porque de por sí ya Dios nos ama, así como el esposo se alegra con su esposa, simplemente porque es suya. ¡Qué bueno saber que Dios se complace en nosotros!, pero, claro, eso no implica que no tengamos que poner de nuestra parte. Por muy prendado que alguien esté de su esposa, si ella no se da tiempo para estar con él, si no lo escucha ni le platica nada, si no lo deja acercarse, si siempre le dice ‘me duele la cabeza’ y se voltea para otro lado; si cuando él llega ella ya se durmió y cuando ella se levanta, él todavía está dormido, si su diálogo diario se limita a bajar la ventanilla, contarse de coche a coche qué van a hacer durante el día y mandarse besitos a distancia, la relación se deteriorará. Así como en un matrimonio, para que las cosas funcionen cada uno debe poner el cien por ciento, no el cincuenta, así también en la relación con Dios. Él ya puso Su cien, nos toca ahora poner el nuestro, responder a Su amor. ¿Cómo? Consideremos que se podría decir que, entre esposos, el momento por excelencia en que se gozan el uno al otro es cuando se entregan en íntima donación de sí mismos, sin reservarse nada. Experimentan entonces un gran gozo, y afianzan su amor. Ello puede aplicar también, espiritualmente, a nuestra relación con Dios. Ya lo complacemos, por ser suyos, pero podemos complacerlo más si nos entregamos a Él sin reservas.

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Dios es como ese esposo amantísimo, que nunca deja de buscarnos, que quiere que estemos con Él, que anhela que le dediquemos tiempo a nuestro mutuo amor, y no el que nos sobre, sino el más especial, el mejor. Qué pena que no sepamos corresponderle. Es un romántico que nos prepara una cena con manteles largos y velas encendidas, pero nosotros le salimos con que ‘no voy a Misa porque tengo que bañar al perro, tengo que ir de compras, quiero ver el fut’. Es un seductor que quiere susurrarnos al oído palabras de amor, pero nosotros aprovechamos el momento en que se proclama Su Palabra, para papar moscas, ir sacando el dinero de la colecta o hacer la siesta. Es un enamorado que se pasa añorando nuestra compañía, pero nosotros nunca nos damos tiempo para sentarnos a platicarle y escucharle, para entrar en comunión íntima con Él, o simplemente contemplarle y adorarle. Es hora de parar de inventar pretextos, de no dejar al azar, sino apartar los momentos que deseamos pasar juntos, para nunca dejar que se deteriore nuestra relación amorosa con Él, y asegurar que nuestro gozo sea siempre mutuo.

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II Domingo del Tiempo Ordinario

Celebración y fortaleza

En qué consiste celebrar a alguien? Básicamente en alegrarte con esa persona, por lo que es,

por lo que hace o por algo bueno que le ha sucedido, y expresarle tu alegría, tal vez con una felicitación, una palmada en la espalda, un aplauso, una fiesta. Celebrar a los demás nos hace bien. Nos permite admirar sus cualidades, no para envidiarlas sino para imitarlas. Nos permite detenernos a reconocer lo que hacen, y lo que hacen por nosotros, para agradecérselos. Y nos permite experimentar genuina alegría por lo bueno que le sucede a otros, olvidarnos un poquito de nosotros mismos y compartir el gozo de los demás. Celebrar a quienes amamos cambia nuestro estado de ánimo. Por ejemplo, si estamos desanimados o tristones, hacemos un esfuerzo por no ir a una fiesta con cara de funeral, y al final nos descubrimos sonriendo e incluso riendo. Si esto sucede cuando celebramos a nuestros semejantes, ¡cuánto más si celebramos a Dios!

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Dice el profeta Esdras en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa que “celebrar al Señor es nuestra fuerza” (Neh 8, 10), y ¡tiene mucha razón! Pero, cabe preguntarnos: ¿qué es celebrar al Señor?, ¿en qué consiste y qué efecto nos produce? Celebrar al Señor implica gozarnos en lo que es, en Su grandeza, en Su amor, en Su poder, en Su misericordia, y despierta en nosotros no sólo el deseo de alabarlo, sino de seguirlo, e imitarlo. Celebrar al Señor implica también reconocer todo lo que hace por nosotros, lo que nos hace sentirnos muy agradecidos y vivir con la gozosa certeza de que somos objeto de las atenciones y bendiciones de Dios. Decía san Francisco de Sales, que aparte del pecado, lo que más daño hace al alma es la melancolía, porque la desalienta, la deja desanimada y triste, viéndolo todo como a través de un lente opaco, oscuro. Celebrar al Señor destierra de nosotros la melancolía, nos permite no perder, o bien recuperar la verdadera alegría. Y con esa alegría, que se arraiga en lo profundo del alma, somos capaces de vivir, con renovado brío, como Dios quiere que vivamos, y amar, ayudar, comprender, perdonar... ¿Cuándo celebramos al Señor? Celebramos al Señor en el Bautismo, celebramos que es nuestro Padre, que nos invita a formar parte de Su familia. Celebramos al Señor cuando acudimos a Su encuentro, arrepentidos de nuestras faltas, y nos dejamos perdonar y abrazar por Él.

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Celebramos al Señor cuando acudimos a la Eucaristía, a recibir Su amor, Su Palabra, a Él mismo como Pan de vida. Celebramos al Señor cuando admiramos sus obras en la Creación y lo alabamos por ello; cuando dedicamos tiempo a hablarle y a escucharle; cuando lo descubrimos y amamos en los demás; cuando vivimos cada día con la conciencia de Su presencia en nuestra vida. Celebramos al Señor cuando nos regocija que nos haya creado, que nos ame con amor eterno, que nos acompañe, que nos sostenga, que nos comprenda, que nos invite a pasar la eternidad con Él. Es verdad que ‘celebrar al Señor es nuestra fuerza’. Y con razón solemos escuchar esa afirmación del profeta, en el envío tras la bendición al final de la Misa. Justo cuando nos disponemos a salir de la celebración para ir a enfrentar un mundo en el que podemos flaquear en nuestra resolución de vivir cristianamente, se nos motiva a seguir celebrando al Señor, porque sólo Él nos fortalece para vivir gozosamente la fe, perseverar en la paz y la esperanza, y mantener vivo el amor.

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III Domingo del Tiempo Ordinario

¿¿¿Yo???

Vaya, Señor, hasta que por fin me elegiste!, ¡soy ideal para esta misión!, ¡Sin duda Tu mejor opción!, y además ¡¡no me tienes que dar indicaciones ni ayudar en nada, sé

perfectamente lo que debo hacer!, ¡¡te voy a apantallar!!’ Ésta es una frase que jamás hemos leído en la Biblia. Ninguna de las personas elegidas por Dios para alguna misión pronunció algo así, ni remotamente parecido. Ninguna se sintió ‘que ni mandada a hacer’ para llevar a cabo lo que Él le encomendaba. Todas temblaron, temieron, preguntaron. Abraham se sentía demasiado viejo (ver Gen 17, 17) Moisés, que era medio tartamudo, alegó que no servía para ir a hablar de parte de Dios. (ver Ex 4, 10) El profeta Jeremías se sentía demasiado inexperto: “¡Ah, Señor! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho!” (Jer 1, 6). Y también encontramos ejemplos de esto en el Nuevo Testamento.

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María se consideraba simplemente una esclava del Señor. (ver Lc 1,38) José se creía indigno de participar de lo que intuía era el proyecto divino para María y por eso pensó en dejarla y por eso el Ángel tuvo que tranquilizarlo pidiéndole que no temiera casarse con Ella por haber engendrado un hijo del Espíritu Santo. (ver Mt 1,20). San Pablo se consideraba pésimo predicador e indigno de ser cristiano (ver 1Cor 2, 1-5; 15, 9). Y conocemos también ejemplos que no aparecen en la Biblia, pero que están reconocidos por la Iglesia, por ejemplo el de san Juan Diego, que le pidió a la Virgen de Guadalupe que mejor enviara a alguien importante y no a él, que no valía nada, que era mecapal, parihuela, cola, ala, es decir, insignificante. Podríamos seguir encontrando ejemplos, dentro y fuera de la Biblia, que muestran que cuando Dios elige a alguien para una tarea especial, el elegido suele sentirse indigno e inepto. Ninguno ha respondido como los toreros: ‘¡dejarme solo!’ Si lo hubieran hecho les hubiera ido como le fue a Pedro cuando se puso a alardear que daría su vida por Cristo, pero por confiar en sus solas míseras fuerzas quedó defraudado a las primeras de cambio. (ver Mc 14, 29-31.66-72). Y es que el orgulloso que se cree autosuficiente, cae siempre , pero quien se siente demasiado pequeño para una gran encomienda que Dios le asigna, alza hacia Él la mirada con carita de: ‘¡ayúdame que sin ti nomás no puedo!’, y Dios no puede menos que conmoverse y darle Su ayuda, y ¡una gran ayuda! Dios siempre concede Su auxilio, y muy generosamente, al que se lo pide.

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Y cuando encarga algo a alguien, nunca lo abandona a su suerte, sino lo acompaña, lo sostiene, lo fortalece. Lo vemos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jer 1, 4-5.17-19). Dios, que ya le había respondido al joven Jeremías: “No digas ‘Soy un muchacho’, pues adondequiera que Yo te envíe irás y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo estoy Yo para salvarte” (Jer 1, 7-8), en la Lectura dominical le anuncia: “Mira: hoy te hago ciudad fortificada, columna de hierro y muralla de bronce, frente a toda esta tierra...Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque Yo estoy a tu lado para salvarte” (Jer 1.17a.18a.19). Dos veces le promete Dios estar con él, mantenerse a su lado y que lo va a salvar. Con semejante promesa, ¿cómo desconfiar? Así que si te sientes incapaz para una tarea a la que Dios te está llamando, ésa no es razón para no hacerla, sino razón para pedirle a Dios el doble de asistencia. Si llega el padre de tu parroquia a pedirte: ‘oye, ¿no te gustaría prepararte para ayudarme en esto?’, puede ser dar catecismo, o llevar la Sagrada Comunión, o dar pláticas prematrimoniales; o si llega tu superior con un nombramiento, con una nueva encomienda, si tu primera reacción es ‘¡soy el mejor para esto y los voy a dejar boquiabiertos!’, ya la amolaste. En realidad no sirves para el puesto porque tu soberbia te hará caer. Pero si lo primero que respondes cuando te dicen que tú puedes servir para determinado apostolado, es: ‘¿¿¿yooo???’, porque nunca habías pensado hacer eso, ni te sientes capaz, y, sobre todo, te da miedo fallar, entonces ¡acepta! Tienes lo que se necesita para salir adelante: la conciencia de tu incapacidad y de tu necesidad de la ayuda divina.

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Recuerda que Dios no siempre envía a los más capacitados, pero siempre capacita a Sus enviados. Puedes temblar, puedes sentir ‘ñáñaras’, pero ello no es motivo para rehusar, sino para tomarte más firmemente de la mano de Dios y decirle sí, confiando en que Él te va a ayudar. Puedes tener la seguridad de que Él nunca te va a defraudar.

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IV Domingo del Tiempo Ordinario

¿Estorbo o ayuda?

Qué te estorba y qué te ayuda en tu relación con Dios?, ¿tus cualidades o tus defectos?

Probablemente mucha gente responda que sus cualidades son una ayuda y sus defectos un estorbo para relacionarse con Dios, pero sorprendentemente, la cosa también puede ser al revés. Y es que tanto cualidades como defectos, pueden ser ayuda u obstáculo. Si considerar nuestras cualidades nos llena de vanidad y orgullo, si nos hace sentir perfectos y autosuficientes, si casi casi se las presumimos a Dios como si fueran mérito nuestro y no las hubiéramos recibido de Él, son un estorbo que nos impide acercarnos a Él como lo que somos, criaturas frágiles y miserables, necesitadas de Su gracia y misericordia. Pero si considerarlas nos mueve a gratitud, al reconocer que las recibimos gratuitamente, y esa gratitud nos mueve a desarrollarlas al máximo, entonces son una gran ayuda. Si considerar nuestros defectos y miserias nos hace sentir que no valemos nada, que no tenemos remedio, y nos hace caer en la desesperanza y nos aparta de Dios, entonces son un obstáculo.

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Pero si considerar nuestras miserias nos hace darnos cuenta de que por nosotros mismos no logramos superarlas, y volvemos la mirada hacia Dios para pedirle ayuda, tomar la mano que nos tiende, y esforzarnos por no soltarla, porque sabemos que sólo Él tiene el poder de rescatarnos, entonces nuestras miserias nos acercan a Él. Tenemos varios ejemplos de esto en las Lecturas que se proclaman este domingo en Misa. En la Primera Lectura (ver Is 6, 1-2.3-8), el profeta Isaías lamenta: “soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros” (Is 6,5), pero no se queda ahí, lamentándose, sino que se deja tocar por la gracia de Dios, se deja purificar por Dios, y enseguida se ofrece para dejarse enviar por Él a la misión. En la Segunda Lectura (ver 1Cor 15, 1-11), san Pablo afirma de sí mismo “soy como un aborto...el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol” (1Cor 15, 8-9), pero tampoco se atora en eso, sino que reconoce que el Señor le dio Su gracia, y que él no la ha desperdiciado, sino que se ha esforzado por aprovechar esa gracia que ha recibido sin merecerla, y se ha dedicado incansablemente a anunciar la Buena Nueva del Reino. Y en el Evangelio (ver Lc 5, 1-11), Simón se arroja a los pies de Jesús exclamando: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (Lc 5, 8), pero no se arroja luego al agua para ahogarse desanimado, sino que cuando Jesús le pide que no tema, y lo invita a ser pescador de hombres, acepta Su invitación, y no duda en dejarlo todo para seguirlo. Tres casos de miserables a los que Dios ‘misericordió’, expresión favorita de nuestro querido Papa Francisco, quien incluso la incorporó a su escudo papal, y que significa que Dios los eligió con misericordia, es decir, viéndolos en sus miserias, aún así los eligió.

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Si ellos se hubieran sentido perfectos, si hubieran dejado que sus cualidades y méritos los envanecieran e hicieran sentir que no necesitaban de Dios, o si, por el contrario, se hubieran sentido tan impuros, indignos y pecadores que creyeran no tener remedio y se hubieran apartado de Él avergonzados, ¡¡nos hubiéramos perdido a uno de los más grandes profetas del Antiguo Testamento, al más grande apóstol del cristianismo y al primer Papa, ni más ni menos!! Pero gracias a Dios, (literalmente), no sucedió así. Y ojalá tampoco suceda así con nosotros. Vale la pena, pues, que nos preguntemos si nuestros defectos y virtudes nos están estorbando o ayudando para acercarnos más a Dios, pongamos en Sus manos unos y otras, aprovechemos Su gracia y nos dejemos misericordiar...

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I Domingo de Cuarersma

Memoria

Ya se olvidó de su origen humilde’ Es una frase que la gente suele decir refiriéndose a alguien

que ha logrado alcanzar una posición importante, y su dinero, poder y fama lo han hecho creerse, como decimos en México, el ‘muy muy’, y sentirse muy por arriba de los demás. Quien pierde así la memoria inevitablemente cae en la soberbia de creer que nada se le dificulta, que todo lo puede y que por sí mismo logra lo que quiere. Se vuelve engreído, prepotente y antipático. Necesita caerse de su pedestal para que el trancazo lo haga reaccionar y cambiar. Por el contrario, quien llega muy alto pero no olvida que empezó muy abajo, tiene otra actitud, se mantiene humilde y dispuesto a ayudar a los que sufren lo que sufrió. Por ejemplo, la escritora más rica de Inglaterra, fue golpeada por su esposo, tuvo que dejarlo y criar sola a su hija. Y ahora emplea parte de su fortuna para ayudar a mujeres víctimas de la violencia, y a madres solteras. El director de un importante canal católico de televisión, siempre recuerda que su mamá fue inmigrante ilegal,

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deportada varias veces de EUA, y ahora él hace mucho para ayudar a los inmigrantes. Es fundamental tener siempre presente en la memoria y en el corazón, el propio origen. Y si lo es a nivel humano, cuánto más en nuestra relación con Dios. En la Primera Lectura que se proclama en Misa este Primer Domingo de Cuaresma (ver Dt 26, 4-1), Moisés enseña a las gentes de su pueblo a que cuando presenten ante Dios las primicias, es decir, lo primero, lo mejor, de sus cosechas, repitan ante el Señor, ciertas palabras que les recuerden de dónde vinieron, cómo fue su origen, su historia, para ser conscientes de que lo que ahora tienen y le ofrecen, no se debe a sí mismas, sino al Él, y por eso al terminar de pronunciarlas, se postren y lo adoren. Qué importante es lo que podríamos llamar la memoria espiritual. Tener siempre presente lo que Dios ha hecho por nosotros. En la Biblia leemos la historia de la salvación, y conocerla nos hace conscientes de todo lo que Dios ha hecho por Su pueblo. Y sería muy bueno que también nosotros escribamos nuestra propia historia de salvación. No es difícil ni complicado, ni requiere demasiado tiempo. Basta un cuaderno en el que vayamos anotando cómo Dios se manifiesta en nuestra historia cada día. Y así, por ejemplo, en una hoja podemos copiar una frase de un Salmo, que nos gustó.

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En otra ocasión contar acerca de un asunto en cuya solución vimos claramente la mano del Señor, y así, diario o de vez en cuando, podemos registrando nuestra historia a la luz de la Palabra y la presencia de Dios. Eso nos permitirá mantenernos humildes, conscientes de que no salimos adelante por nosotros mismos, sino con ayuda del Señor, y nos moverá, como a Su pueblo, a agradecerle y adorarlo; nos ayudará a ponernos cada día más confiados en Sus manos, y algo muy importante en este Año Santo, nos animará a ir a anunciar lo que Dios ha hecho por nosotros, Su misericordia, a nuestros hermanos.

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II Domingo de Cuaresma

Ejemplo

Sigan mi ejemplo” ¿Te atreverías a decir esta frase?

Tal vez sí, cuando lo de seguir tu ejemplo se refiere a ir por donde tú vas, porque vas delante de un grupo de automovilistas, indicándoles la ruta a algún lugar del que no saben cómo llegar. O quizá puedes decirla si lo de seguir tu ejemplo consiste en elegir ciertos platillos en una cafetería, de los que tú ya sabes que son sabrosos y tus acompañantes no tienen idea. O bien si se trata de realizar algún trámite engorroso, del que tú ya conoces qué pasos hay que dar. Pero si se trata de imitarte en tu modo de ser, ¿te atreverías a pedir que sigan tu ejemplo? Probablemente no. No solemos creernos ‘ejemplares’, dignos de imitación, con todos nuestros defectos y pecados. Por eso llama la atención que en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Segundo Domingo de Cuaresma (ver Flp 3, 17-4,1), san Pablo se atreva a pedir: “Sean todos ustedes

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imitadores míos y observen la conducta de aquellos que siguen el ejemplo que les he dado a ustedes.” ¿Por qué pide semejante cosa?, ¿que se creía perfecto? ¡Nada de eso! En sus cartas queda clarísimo que Pablo conocía perfectamente sus faltas, debilidades y defectos (ver, por ej: 1Cor 2, 1-5; 2Cor 12, 7-9). Si les propone que lo imiten no es porque se sienta superior o inmaculado, y desde luego no les está pidiendo que imiten su carácter (que lo tenía fuertecito...), sino que lo imiten en ser, como él, “ciudadanos del cielo”, es decir, personas que tienen su corazón, su interés, su atención primero que nada en las cosas de Dios, en buscar y cumplir Su voluntad, en esforzarse por entrar por la puerta estrecha que conduce a la salvación. Ser ciudadano del cielo mientras se vive en este mundo, no significa no tener tropezones o caídas, significa orientar y reorientar los propios pasos hacia Dios, y si caemos, tomarnos la mano que nos tiende para no quedarnos caídos. Significa, sobre todo, una actitud, darle a Dios el lugar que le corresponde como centro de nuestra vida, y no tener nuestro corazón, afectos, e intereses, puestos sólo en el mundo, como ésos hombres y mujeres de los que Pablo denuncia que “viven como enemigos de la cruz de Cristo...su dios es el vientre, se enorgullecen de lo que deben avergonzarse, y sólo piensan en las cosas de la tierra”(Flp 3, 18-19). Hoy también muchos viven así, como enemigos de la cruz, ocupados sólo en saciar sus instintos, enorgulleciéndose de lo que deberían avergonzarse, y pensando sólo en lo material. Por eso llega oportuna la recomendación del apóstol, en esta Cuaresma, para que podamos hacer un examen de conciencia y preguntarnos: ¿cómo estamos viviendo, ¿como ciudadanos del

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cielo o del mundo? ¿En qué lo notamos?, ¿en qué pueden notarlo los que nos rodean? Y no quedarnos sólo en examinarnos, sino en proponernos modificar actitudes o prioridades, para dejar de prestarle más atención al mundo que a Dios. Ser ejemplo para otros es una tremenda responsabilidad, que tenemos aunque no queramos. Hoy en día estamos rodeados de católicos alejados, o personas de otras religiones o no creyentes, que nos ven como el único referente de una persona de fe, y consciente o inconscientemente toman nota, de si le damos importancia o no a ir a Misa, a decir la verdad, a ayudar a otros, a no hablar mal de los demás... Circula en las redes un video de youtube (give a little love**) que muestra a gente común y corriente haciendo un pequeñito acto de civilidad o de bondad, y es observada por alguien que pasa, en la calle o en un vehículo, o desde menos se piensa, y dicha persona que observa se siente motivada a su vez a hacer un acto de civilidad o de bondad en bien de alguien más. Dicen que las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra, y, por citar un caso, los hijos ponen más atención a lo que sus papás hacen que a lo que dicen. Somos ejemplo para otros, no lo podemos evitar. La pregunta es, ¿qué los estamos motivando a imitar?

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III Domingo de Cuaresma

Zarzas

i Moisés hubiera tenido celular, probablemente se hubiera distraído enviando mensajitos y no hubiera visto lo que tenía frente a sí, pero afortunadamente todavía no

se inventaban esos aparatitos que tanto nos distraen de lo que hay a nuestro alrededor, y Moisés pudo captar cómo Dios se le manifestó. En la Primera Lectura que se proclama en Misa este Tercer Domingo de Cuaresma (ver Ex 3, 1-8. 13-15), se nos narra que cuando Moisés estaba pastoreando el rebaño de su suegro, “el Señor se le apareció en una llama que salía de un zarzal”. Dice que Moisés “observó con gran asombro que la zarza ardía sin consumirse y se dijo: ‘Voy a ver de cerca esa cosa tan extraña, por qué la zarza no se quema’...” Al parecer Dios quiso poner a prueba a Moisés, quiso probar si sería suficientemente sensible a Sus cosas, y si sería capaz de dejar lo que estuviera haciendo, para dedicarle todo su tiempo y atención. Esto resulta muy interesante, porque Dios ya había elegido a Moisés, de hecho toda la historia de este hombre es una muestra de cómo desde que nació, Dios lo fue cuidando y preparando para la misión que más tarde pensaba encomendarle, ser pastor de Su pueblo, para librarlo de la esclavitud en Egipto y conducirlo por el desierto hacia la Tierra Prometida.

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No fue casualidad, sino clara ‘Diocidencia’, que Moisés hubiera sido criado en la corte del Faraón de Egipto, pero por su propia madre hebrea, lo que le permitió conocer a la perfección la lengua y la cultura de ambos pueblos. Sin embargo Dios no se conformó con lo que Él hizo por Moisés, sino que quiso esperar a ver lo que Moisés hacía, cómo le respondía. Dice el texto bíblico que “Viendo el Señor que Moisés se había desviado para mirar, lo llamó desde la zarza: ‘¡Moisés, Moisés!’...” Resulta muy significativo que Dios no llamó primero a Moises, sino que esperó hasta que vio que éste se había desviado para mirar, es decir, que no se había seguido derecho, considerando que no tenía tiempo o que tenía cosas más importantes y urgentes que hacer, sino que se atrevió a salirse de su ruta, para ir a ver de cerca aquello que Dios le puso delante para llamarle la atención. En esta tercera semana de Cuaresma, la Palabra de Dios llega oportuna a presentarnos esta escena que nos invita a preguntarnos si, como Moisés, somos sensibles a las zarzas que Dios pone en nuestro camino, a esas señales Suyas, tan discretas que pueden pasar desapercibidas, pero tan evidentes que si les prestamos atención no podemos menos que notar en ellas la clara intervención divina. Reflexionaba un cantautor argentino, Facundo Cabral, qepd, que el gran problema de nuestro tiempo es que vivimos ‘distraídos’, y es verdad, vivimos pendientes de mil cosas y no sabemos detenernos a descubrir cómo nos habla Dios en lo que está a nuestro alrededor, en acontecimientos, personas, etc. Y así, nos deprimimos porque no captamos Su alegría; nos perdemos en la oscuridad porque no captamos que Él nos está

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alumbrando el camino; nos quedamos y nos sentimos solos porque no captamos que Él está con nosotros. El Papa Francisco dijo que convocó al Año Santo que estamos viviendo, porque quiere que pongamos la mirada en la misericordia del Señor. Que buen propósito para esta Cuaresma, aprender a mirar la misericordia del Señor, y la manera como nos la manifiesta; sensibilizarnos más a las zarzas que va dejando a nuestro paso; y no dejarnos distraer, sino atraer.

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IV Domingo de Cuaresma

Reconciliados

En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”.

¿Qué significa esta petición de san Pablo, contenida en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Cuatro Domingo de Cuaresma? (ver 2Cor 5, 17-21, Vale la pena reflexionarlo, y para ello quisiera partir la frase en tres partes y comenzar de atrás para adelante: Reconciliar con Dios Esta invitación tiene al menos dos implicaciones: La primera, es que es para todos. No aclara que sólo se dirige a los que se sienten pecadores, ni se ve por ningún lado en letritas chiquitas: ‘se aplican restricciones’. Y la segunda, es que es no es opcional, es algo que hay que hacer. Es que nadie en este mundo puede afirmar que no tiene pecados, que no ha fallado en dejarse amar por Dios y amar como Él le ama. Todos caemos, nos quedamos siempre cortos; fallamos.

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Que se dejen Hay que notar que san Pablo no dice: ‘que se reconcilien con Dios’, sino “que se dejen reconciliar con Dios”. Cabe entender que nos pide que nos dejemos ayudar a reconciliarnos con Dios. Y ¿quiénes pueden ayudarnos? Los confesores. Si leemos unos renglones antes el texto bíblico, dice el Apóstol que Dios les “confirió el ministerio de la reconciliación”, es decir, que Dios mismo instituyó el Sacramento de la Reconciliación, también llamado Confesión, y, por tanto, a los confesores. Hay quien dice: ‘yo me confieso directo con Dios, no necesito ir a confesarme ante nadie’. Y cabe preguntarle: ¿recibiste un comunicado celestial?, ¿Dios te llamó por Su línea privada y te dio permiso? Porque si no fue así, entonces no hay fundamento para decir que no se necesita al confesor. Si crees en Jesucristo, entonces necesariamente tienes que creer en la Iglesia que fundó Jesucristo. Y Él le dio a Sus apóstoles (y, obviamente a los sucesores de éstos), la potestad de perdonar los pecados (ver Jn 20, 21-23). Lo que no les dio fue la capacidad de ser telépatas, así que para perdonarlos, tenían que escucharlos... Cristo instituyó el Sacramento de la Reconciliación, no es un invento que alguien sacó de la manga. Y lo instituyó no para tortura de los penitentes, todo lo contrario: fue porque asegurarse de que experimentaran el consuelo de poderse desahogar con alguien que no va a revelar los pecados que le confiesen; la gracia sobrenatural para

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superar aquello que suele hacerles caer; consejo y penitencia que les ayude a restaurar lo que su pecado vino a lastimar, y, lo más importante de todo, la absolución y con ella la certeza de haber sido realmente perdonados por Dios. Quien se confiesa, se confiesa con el propio Cristo, por mediación del sacerdote, y recibe la acogida de Dios, que como el padre de la parábola (ver Lc 15, 11-32), viene al encuentro del pecador que se arrepiente, y lo abraza y hace fiesta. En nombre de Cristo, les pedimos San Pablo deja claro que no hace esta exhortación a título personal, sino como embajador de Cristo. Cristo fundó la Iglesia, y uno de sus mandamientos es que nos confesemos, al menos una vez al año, durante la Cuaresma. Pone ejemplo el Papa Francisco, que presidió esta semana una liturgia penitencial, y antes de ponerse a confesar, pasó él mismo a confesarse. Y lo mismo sus mil setenta y un misioneros de la misericordia, que antes de la Misa del Miércoles de Ceniza, en la que el Papa los envió a todo el mundo a predicar la misericordia, primero tuvieron que reconocerse necesitados de ella, y acudir a confesarse. No es coincidencia que este llamado a dejarnos reconciliar con Dios, llegue justamente en este domingo, conocido también como ‘Domingo de la Alegría’. Es que no hay mayor gozo que estar en armonía con el Señor. Y si nos alivia y alegra contentarnos con alguien con quien estábamos peleados o distanciados, ¡cuánta mayor alegría sentiremos si aprovechamos la Cuaresma para recuperar nuestra amistad con Dios y llegar a la Pascua reconciliados!

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V Domingo de Cuaresma

a.C - d.C.

enía lo que muchos quisieran tener: juventud, salud, cultura, prestigio, poder, dinero, relaciones sociales, palancas, incluso ¡impunidad para deshacerse de sus

enemigos! Y de buenas a primeras, refiriéndose a todo lo que había tenido se atrevió a afirmar: “lo considero como basura”. Es la inaudita declaración de san Pablo que nos presenta la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Quinto Domingo de Cuaresma (ver Flp 3, 7-14). ¿A qué se debió que de pronto despreciara lo que antes atesoraba? El mismo apóstol nos lo explica: “Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún, pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor”. Lo que le sucedió a Pablo, la causa de su cambio tan radical, fue que se encontró con Cristo, tuvo con Él un encuentro personal, y después de eso, ya no quedó igual, hubo una revolución en su interior, un reajuste radical en sus prioridades, un cambio total de perspectiva.

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Lo mismo sucede a todo aquel que descubre al Señor en su vida. Así como en el calendario hay un aC y un dC, para ubicar los años antes o después del nacimiento de Cristo, así también en la existencia de cada persona hay un aC y un dC, y cuando hay un dC, cuando Cristo deja de ser Alguien de quien otros le hablan, pero al que no conoce personalmente, y se convierte en Alguien presente en su vida. Entonces contempla desde otra perspectiva lo que vivió durante su tiempo aC, rescata lo rescatable, para vivirlo desde una nueva perspectiva y darle un nuevo sentido, y considera como basura, muchas cosas que el mundo promociona; el tener, aparentar, apantallar, destacar, dominar, aplastar, desquitarse, desentenderse... Y así, por ejemplo, si alguien en su vida aC tenía como motivación para trabajar el ganar más y más y acumular dinero y bienes, en su vida dC lo que quiere es poner sus dones y capacidades al servicio de los demás. Si en su vida aC buscaba ver qué le sacaba a los demás, en su vida dC lo que le preocupa es ver en qué les puede ayudar. Si en su vida aC se permitía resentimientos, tenerle rencor a los demás, en su vida dC se esfuerza siempre en perdonar. Si en su vida aC se desvivía por quedar bien, para recibir la aceptación de los demás, en su vida dC, la única opinión que valora es la de Dios, ya le tiene sin cuidado el qué dirán. Si en su vida aC se entregaba a excesos, a placeres efímeros, vivía como si este mundo fuera todo lo que hay, en su vida dC todo lo hace con miras a la eternidad. Es que cuando alguien se encuentra con Cristo, su nueva prioridad no es otra que vivir, como san Pablo: “en busca de la

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meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo”.

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Domingo de Ramos

Oír para hablar

El Señor me ha dado una lengua experta” ¿Qué significa esta afirmación del profeta Isaías, en la

Primera Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Ramos (ver Is 50, 4-7), ¿en qué consiste eso de tener una lengua experta? El propio profeta lo aclara enseguida, cuando dice que el Señor le ha dado “lengua experta para confortar al abatido con palabras de aliento”. Es decir, que lo de la ‘lengua experta’ se refiere sobre todo a saber qué palabras usar para consolar a los desanimados, para ayudar a los demás. Y tal vez alguno se pregunte, ¿y cómo se consigue la ‘lengua experta’? Al parecer, el profeta lo va a revelar en el siguiente párrafo, que empieza contando: “Mañana tras mañana, el Señor...” y uno supone que va a decir: ‘mañana tras mañana, el Señor me hace practicar mis discursos’, o ‘mañana tras mañana me hace hablar y hablar para perfeccionar mi oratoria’, o algo semejante. Pero no dice nada de eso.

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Dice: “El Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo”. ¡Quién lo hubiera imaginado! Resulta que para saber hablar, no se necesita lanzarse a hablar, sino todo lo contrario, no decir nada. Pero ojo, no para sumirse en un mutismo estéril, ni perderse en un vacío sin sentido, sino para sensibilizarse a escuchar a Dios, que habla a través de Su Palabra, y también a través de las personas y acontecimientos de la propia historia. Sólo quien escucha a Dios, puede conocerlo; sólo quien habla con Él, puede hablar de Él. La oración no puede consistir solamente en hablar, hablar y hablar, sino también en escuchar, prestar atención a lo que Dios quiera comunicar. Y para eso, hay que aprender a callar. Hay que tener oído de discípulo, para tener una lengua capaz de confortar al abatido. Quien tiene oído de discípulo, no habla lo que se le ocurre, no se atiene a sus propias intuiciones, siempre limitadas, sino a lo que Dios le hace oír. Puede consolar a otros con el consuelo con que es consolado (ver 2Cor 1, 3-4). No en balde en este Año Santo, el Papa Francisco nos invita a escuchar la Palabra de Dios, como condición indispensable para conocer y dar a conocer la misericordia divina. Y es interesante hacer notar, que lo que pasa con relación al Señor, también sucede con relación a otras personas: Quien aprende a callar para dejar hablar a Dios, también aprende a callar para dejar hablar a los demás.

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El otro día en un retiro, el padre que lo impartió nos invitaba a examinar si nuestros prejuicios o nuestras intuiciones nos impiden escuchar a los demás. Una pregunta muy importante, porque suele suceder que sin conocer a los otros, adelantamos juicios, los consideramos indignos de nuestra atención y ya no prestamos oído a lo que dicen; o bien, nos vamos al otro extremo, pensamos que los conocemos tan bien, que creemos saber lo que van a decir, los interrumpimos y no los dejamos terminar. Conviene imitar a san Francisco de Sales, que cuando los demás hablaban sabía guardar silencio, y explicaba: ‘yo ya sé lo que voy a decir, pero no lo que dirá el otro, y es lo que me interesa oír’. El Papa Francisco acuñó en México un término muy rico: la ‘orejaterapia’, que consiste en dedicar tiempo a escuchar a los demás hablar, darles oportunidad para expresar lo que trae en el corazón. Ahora que entramos al umbral de la Semana Santa, pidámosle al Señor que como hizo con Isaías, despierte nuestro oído, para que sepamos captar cómo nos va a hablar a través de todo lo que escucharemos y viviremos en estos días, y nos dé lengua experta, para poder compartir, comunicar la Palabra de Dios, fuente de todo consuelo para nosotros y para los demás.

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Domingo de Pascua

¡Nuevo!

Nuevo!! Basta que algún producto traiga esta palabra en su

empaque, generalmente destacada con colores brillantes, para llamar la atención y atraer al posible comprador con la irresistible promesa de que lo que se le ofrece no es lo mismo de siempre, sino algo mucho mejor. Sea un juguete, ropa, un auto, un celular, cualquiera de esos artefactos electrónicos de moda, algo que se use o se ponga, a la gente lo prefiere nuevo, pero de veras, sin engaños. Porque suele suceder que compras, por ejemplo, un producto comestible que ya conoces, porque trae el consabido letrerito de ‘nuevo’, pero al revisar la lista del contenido, te das cuenta de que el fabricante no le cambió nada, los ingredientes son los mismos, en las mismas cantidades, y siguen tan artificiales que necesitas un doctorado en química para comprender qué te vas a comer. Decepciona e incluso enoja que lo que se anuncia como nuevo no lo sea en realidad, y peor tantito si además de ‘nuevo’ dice ‘mejorado’ y la única mejora es la que tendrá el dueño en su bolsillo, ganando más vendiendo lo mismo. Y si así sucede con las cosas de este mundo, ¡cuánto más con las de Dios!

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Él nos llama a ser nuevos, pero auténticamente nuevos, no sólo por fuera, sino por dentro. A mediados de la Cuaresma, nos decía san Pablo que “El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo” (2Cor 5, 17). Hace dos semanas el Apóstol confesaba su nueva actitud: que de pronto tuvo por basura lo que antes consideraba valioso. (ver Flp 3,7). Y este Domingo de Pascua, en una de las dos opciones de Segunda Lectura que se proclama en Misa (ver 1Cor 5, 6-8), san Pablo plantea: “¿No saben ustedes que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Tiren la antigua levadura, para que sean ustedes una masa nueva, ya que son pan sin levadura.” Se nos está invitando a dejar atrás lo viejo, a replantearnos si realmente son valiosas ciertas cosas que el mundo considera así; se nos anima a ser como una masa nueva, un pan sin levadura, es decir, se nos está invitando a ser nuevos. Y tal vez alguien se pregunte: ‘¿es posible cambiar?, ser realmente ‘nuevos’. Cabe responder que sí, y para lograrlo ayuda mucho seguir estos cuatro pasos: 1. Tener una nueva disposición. No pensar: ‘yo no puedo cambiar’, ‘siempre he sido así’, sino tener la confianza de que con la gracia de Dios, podemos cambiar aquello que necesite ser cambiado o renovado. Él puede hacer nuevas todas las cosas. 2. Preguntar a Dios, en la oración, en qué área o aspecto de nuestra vida quiere que tengamos una actitud nueva.

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Pedirle que nos lo haga ver, tal vez a través de una charla que tenemos con alguien, de un comentario que alguien nos hace; y no tratar de abarcar demasiado, sino elegir una sola cosa, por ejemplo, un vicio, un pecado, cierto mal hábito, para trabajar en ello. 3. Urdir una estrategia para superarlo, que incluya propósitos concretos, específicos: ‘ahora que se presente esta situación, voy a responder de este nuevo modo’; ‘este día, ante esta persona, voy a tener esta nueva actitud’; ‘esta tentación, la voy a evitar de esta nueva manera’. 4. No desanimarse si hay caídas o retrocesos, sino retomar el camino y seguir. Dice el Papa Francisco que “en el arte de ascender, el triunfo no está en no caer, sino en no permanecer caído. En la vida espiritual, quien no avanza, retrocede. Y quien no se renueva interiormente, envejece, contrae artritis espiritual, empieza a conformarse con seguir igual, hace pacto de no agresión con sus pecados y aprende a convivir con ellos, pero así no será feliz, ni en este mundo ni en el otro... Estamos en Pascua, celebrando a Aquel que es capaz de darnos vida nueva, de liberarnos del pecado y de la muerte. Él, que hace nuevas todas las cosas, puede verdaderamente renovarnos, sólo hace falta que se lo permitamos.

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Domingo de la Misericordia

¿Te atreves a acercarte?

Qué razón hay para que alguien no se atreva a acercársele a otra persona?

Quizá que no la conoce y siente timidez y temor de ser rechazado. Quizá que esa persona es muy importante y está rodeada de guardaespaldas que impiden el paso, a veces de manera excesivamente ruda, así que es mejor no arriesgarse a recibir un empujón o algo peor. Quizá que esa persona es poderosa o famosa y se ‘cree mucho’, y la gente piensa: ¿para qué me le acerco?, de seguro ‘me tirará a lucas’, no me hará el menor caso. Quizá que está enojada con esa persona, y teme que al acercársele le suelte una andanada de reproches o insultos. Quizá que se le ve muy ocupada y no se desea interrumpirle e importunarle. Son las razones más comunes para no atreverse a acercársele a una persona. Y por eso llama la atención que en la Primera Lectura que se proclama en Misa este Segundo Domingo de Pascua (ver Hch 5, 12-16), diga, refiriéndose a los apóstoles y al grupo de

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creyentes que los acompañaban, que había personas que “no se atrevían a juntárseles”. No parece haber razón que lo justifique. A ellos todos los conocían y se les podían aproximar sin problema; no tenían guardaespaldas, no se creían superiores a los demás, todo lo contrario, eran sumamente humildes y sencillos; no estaban enojados con nadie, ni tan ocupados que no pudieran atender a quienes se les acercaban, más bien nos dice san Lucas que se reunían en el pórtico de Salomón, un lugar público al que cualquiera podía acudir a verlos. Entonces, ¿cuál puede ser la razón por la que algunos “no se atrevían a juntárseles”, si incluso menciona el texto bíblico que “la gente los tenía en gran estima”? Probablemente la razón sea que había gente que se reconocía tan pecadora, que no se sentía digna de acercárseles ni de estar en su compañía. Y es que además les tenían miedo. Los versículos inmediatamente anteriores a los que se proclaman este domingo, narran un episodio que le ha de haber puesto los pelos de punta a más de uno: el caso de los esposos Ananías y Safira, que intentaron engañar a Pedro haciendo como que ponían generosamente a disposición de los apóstoles el cien por ciento de la venta de un terreno, cuando en realidad estaban conservando una buena parte, y al verse descubiertos, cayeron muertos (ver Hch 5, 1-11). Es de suponer que había mucha gente que como no estaba dispuesta a tener una verdadera conversión del corazón, optaba por mantenerse a buen resguardo de Pedro y compañía, no fueran a acabar igual que Safira y Ananías. Qué pena, que en lugar de proponerse: ‘quiero cambiar mi vida, reconciliarme con Dios para dejar atrás mis pecados y

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poder pertenecer a este grupo de personas que realmente se esfuerzan por cumplir la voluntad del Señor’, prefiriera seguir como estaba y simplemente mantenerse lejos. Si se les hubieran acercado, se hubieran sentido acogidas en su comunidad y hubieran descubierto que no se trataba de personas perfectitas ni pretenciosas, sino seres ordinarios, con defectos ordinarios, pero que trataban de vivir, con la gracia de Dios, de modo extraordinario. Hubieran descubierto que la santidad no es algo inaccesible sino al alcance de todos. ¡Qué lástima elegir tan mal!, conformarse con quedarse al margen de algo bueno o, como en este caso, de algo muy bueno, ¡perder lo más por lo menos! Sucede como cuando llega alguien a decirle a un padre o religiosa o persona muy buena: ‘usted que está tan cerca de Dios, ruegue por mí’. Habría que preguntarle: ‘y ¿Ud por qué no está cerca también?’ Ninguna persona en este mundo tiene la ‘exclusiva’ de la cercanía con Dios, ¡Él está dispuesto a acoger a todos, tiene los brazos abiertos para todos! En este domingo en que celebramos la Divina Misericordia, estamos llamados a alegrarnos por tener un Señor infinitamente Misericordioso, que está siempre deseando acogernos, abrazarnos. La pregunta es: ¿seremos de los que no se atreven a acercarse a Dios y a Su Iglesia?, ¿o sabremos aprovechar cada oportunidad para recibir Su abrazo y la gracia que necesitamos para dejar de pecar, disfrutar Su cercanía, pertenecer a Su comunidad?

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III Domingo de Pascua

Testigos felices

Yo mejor no digo nada para que no me critiquen”, “mejor lo hago sin que nadie se dé cuenta, no sea que se burlen de mí”; “esto es algo muy personal, si nadie se entera,

mejor”. Son frases que suele decir la gente que teme recibir críticas y burlas o ser excluida de algún grupo de colegas o amigos, si éstos se enteran de que es católica y de que practica su fe. Y así, opta por callar cuando en la sobremesa alguien se pone a atacar a la Iglesia; prefiere quedarse sin Misa el domingo que salirse de una reunión y tener que explicar a dónde va; se ríe como todos de los chistes contra la religión, y primero muerta que alzar la voz para defender aquello en lo que dice creer. Le horroriza la sola idea de ser mirada con ojos de desaprobación, ser considerada ‘mocha’, que se rían de ella, en su cara o a sus espaldas, y hace lo que sea para evitarlo. Qué diferente de lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Tercer Domingo de Pascua (ver Hch 5, 27-32- 40-41). Dice que a Pedro y a los apóstoles se les prohibió enseñar en nombre de Jesús, y como no hicieron caso, fueron aprehendidos y azotados.

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Llama la atención que ellos no sólo no se avergonzaban ni ocultaban su fe, sino que la proclamaban a pesar de las consecuencias, más aún, ¡gozaban las consecuencias! Tras de ser azotados, salieron de allí: “felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús”. ¿Cómo es posible que estuvieran felices si recibieron tremendos azotes que les desgarraron la piel y les han de haber producido hemorragias y dolor insoportable?, ¿eran masoquistas?’ No, no eran masoquistas. No les producía felicidad el ser azotados en sí, sino el padecer por Jesús. Se sentían contentos de poder reciprocar, dar algo por Aquel que por ellos lo dio todo, padecer un poco por Aquel que por ellos padeció hasta dar Su vida. Se cumplió aquí lo que Jesús pidió: alegrarse cuando fueran injuriados por Su causa, porque en el cielo recibirían una recompensa grande (ver Mt 5, 11-12). Y podemos estar seguros de que la felicidad de Pedro y los apóstoles después de ser azotados, no pasó desapercibida. Su inexplicable actitud dejó sin duda pasmados a quienes los azotaron, y luego a quienes éstos se lo contaron. Su testimonio fue mudo, pero ¡qué fuerte tuvo que hablar a las conciencias!, ¡con cuanta elocuencia! Lo mismo sucede hoy en día, con miles de cristianos que no niegan su fe, aun cuando saben que por ella sufrirán una feroz persecución, torturas e incluso la muerte.

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Y tampoco ese testimonio ha pasado desapercibido, y no pocos de sus perseguidores se han arrepentido y convertido. Ante estos hechos, da pena el católico vergonzante que sólo por ahorrarse una mirada de desaprobación o una mueca de desdén, oculta o niega su fe, y se limita a practicarla donde y cuando nadie lo vea, casi casi ¡ni Dios! Priva a otros de un testimonio que de momento puede acarrearle rechazo, sí, pero que indudablemente siembra una semilla que quién sabe cuándo pueda germinar y dar fruto. Abundan los casos de personas que atribuyen su conversión al ejemplo que un día les dio un familiar, amigo o conocido católico, del que de momento se burlaron, pero cuya congruencia para vivir su fe los impactó. ¡Dios cuenta con nosotros para evangelizar a aquellos que pone a nuestro alrededor! Quiere que un niño anime a su compañerito de juegos a conocer a su Amigo Jesús; que una adolescente comparta con sus amigas su música católica favorita; que un chavo universitario se atreva a sacar del error al maestro o compañeros que tienen ideas equivocadas acerca de la Iglesia; que una señora de la tercera edad (juventud acumulada, diría mi mamá), no dude en orar por, y con, una vecina que tiene sus mismos achaques, penas y edad. Si por temor a ser criticados se quedan callados, ¡dejan perder una gran oportunidad, y un día tendrán que dar cuentas de las semillas que dejaron sin sembrar! Pensar que nuestro testimonio de fe tal vez sea mal recibido, no debe ser razón para no darlo. Hay cincuenta por ciento de posibilidades de que sea aceptado, en cuyo caso habremos acercado a alguien al Señor.

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Y hay cincuenta por ciento de posibilidades de que sea rechazado, en cuyo caso nuestro esfuerzo no será en vano, porque al Señor no le pasará desapercibido, y un día recibiremos la recompensa grande que nos ha prometido.

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IV Domingo de Pascua

¡Todo lo aprovecha!

n niño duerme plácidamente. Se oye la voz de su mamá que le pide que se levante

para ir a la escuela. Él declara que no piensa ir, y se arrebuja en sus cobijitas. Su mamá replica: ‘está bien, no vayas. El gordo Pérez siempre ha querido sentarse en tu pupitre, ¡hoy será su oportunidad!’ El niño sobresaltado, abre un ojo, abre el otro, salta de la cama y corre a prepararse para ir a la escuela. ¡No tolera la idea de ceder su lugar a nadie más, y menos a quien peor le cae! Esta escena apareció en un dibujo de Quino que salió publicado hace muchos años, pero lo recordé ahora al leer lo que se le ocurrió a san Pablo, según se narra en la Primera Lectura que se proclama en Misa este Cuarto Domingo de Pascua (ver Hch 13, 14.43-52). Cuando vio que los judíos de Antioquía, a donde había ido a predicar, lo rechazaban y contradecían, les dijo: “La Palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes; pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos. Así nos lo ha ordenado el Señor,

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cuando dijo: ‘Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra.’...” Es la versión bíblica de ‘está bien, si tú no ocupas tu lugar, otro lo ocupará, y ¡nada menos que quien peor te cae!’ Resulta conmovedor que Dios, al ver que por las buenas la gente de Su pueblo no quiere aceptar la salvación que le ofrece, intente otro recurso: darle celos: ‘si ustedes no quieren aceptarla, otros se les adelantarán, y nada menos que los paganos, a quienes siempre han despreciado...’, a ver si aunque sea por eso reaccionan. Qué lindo que Dios no quiera darnos por perdidos, que se la pase buscando cómo hacer para que le respondamos; que no se resigne a nuestro ‘no’, e intente una y otra vez, de todos los modos imaginables (y ¡vaya que tiene imaginación!), que aceptemos Su invitación. Y qué maravilla también que aproveche el rechazo de unos para atraer a otros. Dice el texto que “al enterarse de esto, los paganos se regocijaban y glorificaban la Palabra de Dios, y abrazaron la fe...” No cabe duda de que ¡todo lo aprovecha Dios para nuestro bien! Desgraciadamente no todos los destinatarios de Su ingeniosa estrategia han respondido como Él esperaba, como hubiera querido. Y ¿nosotros? Ojalá dediquemos un tiempo esta semana a repasar nuestra historia, para considerar de qué se ha valido Dios para atraernos hacia Él, y cómo le hemos respondido...

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V Domingo de Pascua

¡Ánimo!

No te preocupes, más tarde será peor’. Era una frase que mi mamá, qepd, me decía, bromeando,

cuando jugábamos una partida, ella y yo como equipo, contra mi papá y mi tío, e íbamos perdiendo. Nos daba risa la segunda parte de la frase, porque después de un ‘no te preocupes’, uno espera un ‘más tarde será ‘mejor’, no ‘peor’. Y con frecuencia íbamos tan abajo en el puntaje que, sí, en efecto, podíamos esperar que la cosa se pusiera peor, pero ello nunca nos desanimó ni nos hizo ‘arrojar la toalla’ y abandonar el juego a la mitad. ¿Por qué? En primer lugar, porque nunca perdíamos la esperanza de remontar el marcador y terminar ganando, como sucedió algunas veces, por increíble que parezca, y en segundo lugar porque sabíamos que aunque más tarde nos fuera peor, disfrutábamos de jugar juntos y de sentarnos luego a compartir los alimentos y a divertirnos recordando el juego. Recordaba esto al leer en la Primera Lectura que se proclama en Misa este Quinto Domingo de Pascua (ver Hch 14, 21-27).

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Dice que san Pablo y Bernabé “animaban a los discípulos y los exhortaban a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. ¿Los animaban diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones? Eso no suena muy ‘animador’ que digamos, y desde luego no sería algo que dirían ésos que pretenden atraer adeptos prometiéndoles falsamente que van a parar de sufrir. ¿Por qué decían semejante cosa Pablo y Bernabé? Porque aunque no parezca, es lo que en realidad más podía fortalecer el ánimo de los discípulos. En primer lugar, los hacía conscientes de que el hecho de ser cristianos no los libraría de vivir dificultades, así que no se sorprenderían ni desanimarían cuando tuvieran que vivirlas, sino estarían prevenidos y preparados para enfrentarlas con ayuda de Dios. Y en segundo lugar, les hacía saber que aunque las cosas se pusieran color de hormiga, (como decía mi mamá: ‘más tarde sería peor’), valdría la pena no claudicar sino perseverar, porque luego, y aún en medio de todas las dificultades, podrían disfrutar de la mejor recompensa: el Reino de Dios. Quien a pesar de los problemas y obstáculos que enfrente, persevera, con la gracia divina, en el amor, la paciencia, la alegría, la fidelidad, la justicia, la misericordia, el perdón, etc. está edificando y habitando, y por lo tanto disfrutando ya en este mundo, del Reino de Dios. Por eso nunca pierde el buen ánimo, ni se da por vencido, porque aunque de momento todo parezca ponerse peor; lo vive con paz y esperanza, de la mano del Señor.

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VI Domingo de Pascua

Discutir y acordar

Has tenido alguna violenta discusión con alguien? Si dijiste que sí, ¿recuerdas cómo acabó?

Intentar convencer a alguien que tiene un punto de vista opuesto al tuyo y está convencido de tener la razón, puede no dar ningún resultado, durar demasiado, acalorar los ánimos y terminar en gritos y golpes, o bien, si las partes son muy civilizadas, quedar en lo que los angloparlantes llaman: ‘agree to disagree’ (‘estar de acuerdo en no estar de acuerdo’), pero en todo caso, suele exasperar, e incluso provocar que los involucrados acaben peleados. Por eso resulta muy interesante lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Quinto Domingo de Pascua (ver Hch 15, 1-2.22-29). Para entenderlo, hay que situarnos en contexto: Las primeras comunidades cristianas estaban formadas por judíos y por paganos convertidos al cristianismo. Los convertidos de origen judío, que estaban circuncidados, como mandaba la ley de Moisés, pensaban que los convertidos de origen pagano también debían circuncidarse, pero éstos no estaban de acuerdo, y tampoco Pablo, y otros apóstoles.

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Narra san Lucas que entre unos y otros se produjo “un altercado y una violenta discusión”. Sorprende, diría que gratamente, que Lucas no trate de ocultar lo que pasó, no quiera hacernos creer que todos se llevaban muy bien y estaban de acuerdo en todo, sino que nos presenta tal cual lo que sucedió. Es una maravilla, porque al igual que entonces, hoy también se suscitan desacuerdos y altercados, así que nos sirve mucho saber cómo los cristianos de los primeros tiempos resolvieron los suyos, para resolver así también los nuestros. Y ¿cómo lo resolvieron? Acudieron a la autoridad. Dice el texto que “Pablo, Bernabé y algunos más fueron a Jerusalén para tratar el asunto con los apóstoles y los presbíteros”. Es lo que se conocería como el Concilio de Jerusalén, el primero en la historia, presidido por san Pedro, el primer Papa, y en el cual se decidió que no se exigiría que los paganos convertidos al cristianismo se circuncidaran, y se le entregó a Pablo y compañeros, una carta para que dieran a conocer a las diversas comunidades lo que se decidió. Y ya no hubo altercados ni violentas discusiones, todos acataron la decisión. Es que una discusión entre iguales puede durar toda la vida, pero cuando ambas partes recurren a una instancia superior, ésta dirime definitivamente la cuestión. Qué maravilla contar con una autoridad competente, la de la Iglesia, en la que se puede confiar porque fue instituida por el propio Cristo, que prometió enviar Su Espíritu Santo para guiarla hacia la verdad. Este episodio muestra que se vale discutir, alegar, argüir, pero a la hora de determinar quién tiene la verdad, no hay más que una dirección a la que se tiene que mirar: la que de Cristo

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recibió su autoridad, y por ello logra mantener la paz y la unidad.

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La Ascensión del Señor

Con lo que hay

uando la gente de su pueblo pensaba en el salvador que Dios les había prometido enviar, pensaban siempre en un salvador político, que los libraría del yugo de los

romanos, porque no soportaban que siendo el pueblo elegido por Dios, estuvieran dominados por unos paganos. Pero Jesús vino a demostrarles que Dios tenía otros planes. Y cuidó mucho que la gente no se confundiera y creyera que Él era el mesías político, el libertador político que esperaban. Ahí tenemos como ejemplo lo que se conoce como ‘secreto mesiánico’: cuando Jesús hacía un exorcismo y los demonios revelaban quién era Él, los hacía callar, porque no quería que se revelara quién era sino hasta después de Su Pasión, Muerte y Resurrección (ver Mc 1,25.34). Sólo entonces se comprendería que Él había venido a liberar a Su pueblo, y a todos los pueblos, de algo mucho más grande que aquello de lo que ellos esperaban ser liberados. Que era, sí, el Salvador prometido, pero venía a librarlos de unos enemigos mucho más poderosos que los romanos, vendría a salvarlos del pecado y de la muerte. Por eso llama la atención lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Hch 1, 1-11).

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Los apóstoles, que estuvieron viendo a Jesús Resucitado durante cuarenta días, estuvieron platicando con Él, y estaban incluso sentados a la mesa con Él, le salieron con esta pregunta: “¿Ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?” ¿No se suponía que a estas alturas tendrían que haber tenido muy claro la clase de Mesías que Él era?, ¿que no era político? Preguntarle eso era como decirle: ‘muchas gracias por venir a salvarnos de lo que ni se nos ocurría que podías salvarnos, pero, ¿ahora si nos vas a salvar de lo que siempre hemos querido que nos salves?’ ¡Qué pena que los seres humanos seamos de ideas tan fijas que no sabemos apreciar los regalazos que Dios nos da porque estamos esperando otros que queremos que nos dé y que resultan ridículos en comparación. ¿Cómo reaccionó Jesús? Afortunadamente no hizo bajar fuego del cielo para que los consumiera por necios, sino que les respondió: “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad, pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes...” Detengámonos un momento aquí. Consideremos, ¿cómo podía haber continuado esta frase? “Cuando el Espíritu Santo descienda, Él restablecerá la ansiada soberanía’, o: ‘El les informará cuándo sucederá’, o incluso: ‘El les dirá quién lo sabe para que vayan y le pregunten’, pero no, no dijo nada semejante. Fiel a Su costumbre de darles mucho más de lo que pedían, el Señor les prometió que el Espíritu Santo, los fortalecería, pero no para ir a darse de ‘cocolazos’ con los romanos, sino para anunciar la Buena Nueva, para ser testigos Suyos.

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Implícitamente Jesús los animó a entender que para ir de Su parte, para edificar Su Reino en este mundo, no necesitaban derrotar a los romanos, no necesitaban la fuerza venida de las armas o de la autoridad de un gobierno, sino la que viene de lo alto, y que no debían sentarse a esperar que las condiciones fuera las que les parecían ideales, sino con las que hubiera, así como estuvieran las cosas en el momento, tendrían que lanzarse a actuar. La lección que debían aprender los apóstoles, debemos aprenderla también nosotros. A veces estar esperando condiciones ideales (como tener tiempo de sobra, una gran preparación, recursos materiales para difundir el mensaje, etc.) puede hacer que se quede sin dar un mensaje que hubiera dado mucho fruto, sobre todo en personas que no están viviendo situaciones ideales, sino de opresión, de injusticia y desesperación. San Francisco de Sales decía que a veces por estar soñando con lo que podría ser o podríamos tener, nos olvidamos de lo que ya es y lo que ya tenemos. No hay que desperdiciar el tiempo pensando: ‘ojalá esto estuviera así’, ‘ojalá tuviéramos esto’, ‘ojalá nosotros fuéramos así’, sino hagamos lo que podamos con lo que hay. Porque lo que hay es lo que Dios nos da en el momento, y aunque a nosotros pueda parecernos insuficiente, si lo ponemos en Sus manos, Él se encargará de que fructifique plenamente.

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Pentecostés

Reunidos

odían haberse dispersado por toda la ciudad, pero no lo hicieron.

Antes de ascender al Cielo, Jesús les pidió a Sus apóstoles que no salieran de Jerusalén, pero no les dio la dirección de una casa donde tuvieran que estar, así que con permanecer dentro de las murallas, hubieran cumplido la encomienda, y cada uno podía haberse ido por su cuenta o se podía haber juntado con dos o tres compañeros con los que más se llevaba. ¿Por qué no se dispersaron?, ¿qué los mantuvo unidos? Me atrevo a aventurar una hipótesis: por estar con María. Unos versículos anteriores al texto que se proclama en Misa este domingo, dice que los apóstoles “perseveraban en la oración, con u mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus parientes.” (Hch 1, 14). Podemos imaginar que luego de la Ascensión de Jesús y antes de la venida del Espíritu Santo, los apóstoles se sentían como huérfanos, privados de la presencia del Resucitado con el que habían convivido durante cuarenta días, y era natural que encontraran consuelo en la cercanía de María.

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Estar con la Madre de su Señor, reunirse a su alrededor a orar, a platicar, escucharla hablarles de Él, era una poderosa razón para mantenerse unidos. De seguro bastaba esta invitación: ‘nos reunimos hoy a orar a tal hora, en tal lugar, va a estar María’, para que todos aceptaran y acudieran gozosos a esa reunión. Ella fue sin duda un factor fundamental de unidad de la primera comunidad. Y lo ha seguido siendo desde entonces. Los cristianos que no acogen en medio de ellos a María, se han dividido y se han seguido dividiendo. En cambio la comunidad de Pedro, el primer Papa, y los apóstoles, estaban, con María, “reunidos en un mismo lugar” cuando descendió sobre ellos el Espíritu Santo enviado por Jesús como lo había prometido. Antes que sobre ellos, sobre Ella había descendido el Espíritu Santo hacía muchos años, y desde entonces estaba llena de Él y había sido siempre dócil a Sus inspiraciones, una de las cuales fue, sin duda, el contribuir a reunir a la comunidad, ayudar a mantener la fraternidad, la concordia, la buena voluntad. Qué bendición que hoy en día, nosotros también podamos contar con María. Pidámosle, que como buena Madre, siga velando por la unidad de la Iglesia, que en ella nunca surjan divisiones ni separaciones, sino siga siendo una, reunida en un mismo lugar, el corazón de su Señor, bajo la guía de un mismo pastor y la conducción del Espíritu Santo.

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La Santísima Trinidad

Icono de la Santísima Trinidad

a primera vez que uno ve el icono de la Santísima Trinidad pintado en 1425 por el artista ruso Andrei Rublev, probablemente se desconcierta, porque uno está

acostumbrado a que los pintores representen a Dios Padre como un viejito de larga barba blanca (recordando a aquel anciano de muchos siglos del que hablan en sus visiones apocalípticas, Daniel -ver Dn 7, 22, y Juan -ver Ap 4,10); al Hijo, como un hombre joven de pelo largo con raya en medio, barba y bigote, (como ha sido retratado desde los orígenes del cristianismo, y como aparece en la Sábana Santa, el lienzo que sin duda envolvió Su cuerpo cuando estuvo en el sepulcro), y al Espíritu Santo como una paloma (con base en lo que dijo enJn 1, 32, Juan el Bautista). Rublev, en cambio representa la Santísima Trinidad con tres figuras masculinas, con halos y alas, y casi idénticas. ¿Por qué la pintó así? No sólo porque sin duda se inspiró en ese pasaje del Antiguo Testamento en el que Dios visitó a Abraham como tres varones a los que éste recibió y sentó a su mesa (ver Gen 18, 1-15), sino porque tuvo la ocurrencia genial de expresar de así algo que no se había logrado expresar de otra manera: que Dios es

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Trinidad, tres Personas distintas, pero idénticas en Su divinidad. Cuando se capta esto, se contempla el ícono con nueva mirada y se comprende por qué en las iglesias de Oriente se emplean íconos para orar: porque a medida que uno los va contemplando, va profundizando en su significado, va apreciando nuevos elementos en la obra, va descubriendo que tienen no sólo un valor estético, sino espiritual. Y justamente en este domingo en que celebramos a la Santísima Trinidad, resulta muy enriquecedor contemplar este icono teniendo en mente el texto que se proclama como Segunda Lectura en Misa este domingo (ver Rom 5,1-5). Pablo hace una invitación: “mantengámonos en paz con Dios”, ¿qué significa eso? Entrar en la paz de Dios, mantenerse en sintonía, en cercanía con Aquel que es la fuente de toda paz. En el icono, Dios Padre, que está en el extremo izquierdo, tiene un bastón e mando en las manos y está en actitud de reposo, serenidad, paz. Uno se siente animado a acercarse a Él, porque percibe que es un Dios que aunque es Todopoderoso no avasalla, no oprime, sino es, como se definió a Sí mismo, “clemente y compasivo, paciente, misericordioso y fiel”. (Ex 34, 6). Pablo plantea que la manera de mantenernos en paz con Dios es “por mediación de Cristo Jesús”. En el icono, Jesús está al centro, inclinado hacia el Padre, que lo envió, y de quien vino a cumplir Su voluntad. Tiene sobre la mesa la mano, con dos dedos extendidos, en referencia a que es la Segunda Persona de la Trinidad, y también a Sus dos naturalezas: la divina y la humana. Qué alegría y qué consuelo nos da saber que contamos con Él, que es el perfecto mediador entre Dios y los hombres, porque

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es verdaderamente Dios, y está sentado a la derecha del Padre intercediendo por nosotros, y es verdaderamente Hombre, que ha sentido en carne propia lo que sentimos nosotros y nos comprende como nadie, nos acompaña y es nuestro ejemplo a seguir. Sobre la mesa está el Cáliz con Su sangre, que nos recuerda Su obediencia a la voluntad del Padre, y Su Pasión, Muerte y Resurrección, y sitúa en su justa perspectiva el bastón de mando que Jesús tiene en la mano: no vino a ser servido sino a servir, y a dar la vida por la salvación de muchos. Termina diciendo Pablo que “Dios ha infundido Su amor en nuestros corazones, por el Espíritu Santo.” En el icono, el Espíritu Santo está en el extremo derecho, inclinado hacia el Padre y el Hijo, de quienes procede, también tiene un bastón, y ambas manos hacia abajo, en actitud de donación. Él derrama en nuestros corazones el amor que recibe del Padre y del Hijo. Qué hermoso que hoy en día podamos contemplar una imagen como ésta, que se conserva desde tiempos tan remotos. Recordemos que durante los primeros mil quinientos años del cristianismo, antes de la invención de la imprenta, y cuando no todo mundo tenía una copia de la Biblia, porque se mandaba hacer a mano, eran muy caras y tardaban mucho, la Iglesia Católica evangelizaba mediante pinturas, frescos, murales, vitrales, esculturas, bajo relieves, etc. Puede decirse que fue la pionera de los medios de comunicación visual, a través de los cuales daba enseñanzas que la gente podía captar y comprender muy bien. Gocémonos de pertenecer a una Iglesia que ha sabido poner los dones de sus miembros al servicio de Dios, y ha producido obras como este icono, que no sólo mantiene intacta su belleza a través de los siglos, sino que expresa: una realidad cuya

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importancia sigue vigente y por eso la Iglesia la celebra este domingo: que Dios es Trinidad, unión de tres distintas Personas divinas, en perfecta comunión, comunidad que nos invita a participar, a entrar en Su dinámica de amor.

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IX Domingo del Tiempo Ordinario

¿Todo lo que pida?

Escúchalo Tú desde el cielo, Tu morada, y concédele todo lo que él te pida. Así te conocerán y temerán todos los pueblos de la tierra.”

Es una oración que brota de un corazón que tiene buena intención, que quiere que alguien por quien ora, reciba el favor de Dios, y que ello se sepa, para que otros, muchos, todos, conozcan a Dios y crean en Él. La hizo el rey Salomón, abogando por los extranjeros que fueran a orar al templo que había construido en Jerusalén, según leemos en la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver 1Re 8, 41-43). Es una petición que desde entonces han seguido haciendo muchísimos creyentes, pero lo que plantea tiene, como decimos en México, sus ‘asegunes’, por dos razones. La primera es que resulta al menos riesgoso, suplicarle a Dios que le conceda a alguien todo lo que éste le pida. ¿Qué tal si pide algo pecaminoso?, ¿algo que lo perjudicará o perjudicará a terceros? En las redes sociales abundan mensajitos que dicen algo así como: ‘Que Dios bendiga todo lo que emprendas hoy’, ‘que Dios dé éxito a todos tus planes’.

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Quienes los escriben y/o transmiten, no se ponen a considerar que puede ser que la persona que los reciba ¡no tenga buenos planes! ¿Qué tal si está planeando ‘escabecharse’ a su suegra?, ¿o cometer un robo?, ¿o engañar a su cónyuge? En fin, que eso de desearle a alguien éxito en todo lo que haga, sea lo que sea, es un despropósito. Habría que incluir uno de esos avisos en letras pequeñitas: ‘aplican restricciones’ y aclarar: que Dios te conceda lo que le pidas, siempre y cuando sea conforme a Su voluntad, es decir, para gloria Suya, bien tuyo y de los demás’. La segunda razón es que se plantea que si Dios le concede a alguien todo lo que éste le pida, Dios será conocido. Otra vez descubrimos aquí una mentalidad que sigue vigente en nuestro tiempo. Si le pido algo a Dios y me lo concede, compruebo que existe, creo en Él. Si le pido algo y no me lo concede, quiere decir que no existe, así que no creo en Él. Pensar así implica pensar que Dios tiene que concedernos lo que le pidamos porque nosotros sabemos igual o aun mejor que Él lo que nos conviene. Es ponernos en un plan de igualdad con Dios, olvidando que Él mismo dijo Sus pensamientos y Sus caminos están muy por encima de los nuestros (ver Is 55,8-9). Implica también pensar que sólo podemos conocer a Dios cuando concede lo que pedimos, pero la verdad es que se le puede conocer aun mejor cuando no concede lo que pedimos, porque entonces captamos que realmente está mucho más allá de lo que podemos entender o abarcar, y desde Su infinita

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sabiduría y Su amor por nosotros, sólo nos da lo que contribuye a nuestra salvación. Así pues, tal vez en lugar de sólo pedir a Dios que escuche la oración de los demás y les conceda cuanto le pidan, sería mejor pedirle que les conceda Su gracia para que al orar, sepan, primero que nada, amoldarse a Su divina voluntad.

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X Domingo del Tiempo Ordinario

Mantenerse dentro

ste es uno de esos textos bíblicos que algunos malinterpretan a propósito para hacerlo decir lo que no dice.

El otro día una señora platicaba que un pariente suyo lo citó para justificar su alejamiento de la Iglesia. Le dijo: ‘yo no necesito que nadie me enseñe nada, aprendo directo de Dios, como san Pablo’, y acto seguido le enseñó el texto que se proclama como Segunda Lectura en Misa este domingo (ver Gal 1, 11-19). Dice el Apóstol: “El Evangelio que he predicado, no proviene de los hombres, pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno”, y más adelante añade que un día Dios “quiso revelarme a Su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos. Inmediatamente, sin solicitar ningún consejo humano, y ni siquiera ir a Jerusalén para ver a los apóstoles anteriores a mí, me trasladé a Arabia...” ¿Cómo entender esta afirmación del Apóstol? ¿De veras se estaba yendo por la ‘libre’?, ¿pensaba que se mandaba solo y no necesitaba de la Iglesia fundada por Cristo? Si consideramos sus palabras aisladas, podría dar esa impresión, pero no si las situamos en contexto.

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Para ello es necesario leer el inicio de su carta dirigida a los gálatas. Allí descubrimos que san Pablo los regaña porque se han dejado convencer por unas gentes que les han predicado un Evangelio distinto al que él les predicó (ver Gal 1, 6-7). Y que con intención de hacerles ver que no pueden ‘irse con la finta’ y creerle a cualquiera que venga a quererlos convencer de poner su fe en algo distinto a lo que él les ha enseñado, les hace ver que, a diferencia de lo que cualquiera puede enseñar, lo que él enseña, viene ni más ni menos que del propio Jesucristo. De ahí su insistencia en hacerles ver que lo recibió directamente de Él. No es su intención decir que no necesita a la Iglesia. Para muestra basta un botón: Luego de que comenta que marchó directamente a Arabia, dice: “regresé a Damasco”. ¿Que sucedió en Damasco? Que él se había dirigido allí con intención de perseguir a los cristianos, y en el camino, se le apareció Jesús que le preguntó: “¿Por qué me persigues?”, una pregunta que dejaba ver claramente que Jesús se identificaba con los cristianos a los que Pablo (en ese momento todavía llamado Saulo), perseguía. Dichos cristianos pertenecían a la Iglesia fundada por Jesús. Jesús se identificaba (y se sigue identificando) con Su Iglesia. A raíz de ese encuentro, Saulo quedó ciego. Lo llevaron de la mano a Damasco, y tres días después le impuso las manos Ananías, un miembro de la comunidad cristiana, enviado por Dios para que por su medio Saulo recobrara la vista y recibiera el Espíritu Santo (ver Hch 9. 1-19).

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Si Dios hubiera querido que Saulo se mandara solo, le hubiera enviado el Espíritu directamente, pero quiso que lo recibiera como lo recibimos nosotros, a través de un miembro de la Iglesia. Y luego, fue gracias a que un respetado miembro de la Iglesia, Bernabé, acompañó a Saulo y lo introdujo a las comunidades, éstas dejaron de desconfiar de la sinceridad de la conversión de éste, lo aceptaron y él pudo empezar a predicar (ver Hch 4, 36; 9, 26-28). Y cuando surgió una controversia con relación a lo que se debía exigir a los paganos convertidos al cristianismo, él y Bernabé fueron a ver a la comunidad cristiana reunida en Jerusalén, en ese momento presidida por Pedro, y acataron lo que se determinó en lo que fue el primer Concilio de la historia, el ‘Concilio de Jerusalén’ (ver Hch 15). Queda claro que a pesar de que Pablo recibió revelaciones directas de Jesucristo, jamás se le ocurrió quedarse al margen de la Iglesia ni fundar otra, sino que siempre reconoció que Dios le había concedido, como nos ha concedido a nosotros, el privilegio de pertenecer a ella; el compromiso de mantenerse dentro de ella; el deber de respetarla, y la gozosa vocación de amarla y edificarla.

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XI Domingo del Tiempo Ordinario

Cuatro frases

veces escribe frases largas, largas, que se concatenan entre sí casi sin comas ni puntos y que son el azote de los lectores en Misa, que no saben dónde hacer una

pausa para respirar, pero en esta ocasión, san Pablo hace todo lo contrario, en menos de dos versículos expresa su idea, y es una genial síntesis de la vida cristiana. Me refiero al texto que se proclama como Segunda Lectura en Misa este domingo (ver Gal 2, 16. 19-21), y quisiera destacar cuatro frases que me parecen especialmente significativas: “Me amó y se entregó a Sí mismo por mí” Decía santa Teresa de Ávila, que pasó muchísimos años, ya en la vida religiosa, sin una verdadera conversión de su corazón, hasta que un día contempló una imagen de Cristo, todo llagado y sangrado, y verlo así la conmovió profundamente, sobre todo porque reflexionó que Él estaba sí por ella, por amor a ella, por salvarla a ella. Lo que sintió santa Teresa puedes también sentirlo tú. Puedes contemplar a Cristo crucificado y repetir interiormente: “me amó y se entregó a Sí mismo por mí”, ‘subió a la cruz por mí, pensando en mí, en rescatarme a mí del pecado y de la muerte’; ‘me ama tanto que llegó a ese extremo para salvarme’.

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¿Qué ganas con eso? Que aumente tu amor y gratitud hacia Él. Es que reflexionar que Cristo dio Su vida por la humanidad, como que te permite deslindarte un poquito de la responsabilidad, pensar que lo hizo por otros, pero personalizar el asunto lo cambia todo, te interpela, te involucra. Considera cómo te apenarías, si una persona de respeto a la que admiras y quieres, se molestara en hacerte un favor y supieras que por ello salió perjudicada. Seguramente se lo agradecerías mucho y querrías compensarle, corresponderle de alguna manera. Cuánto más querrás agradecerle y compensar a Jesús, que renunciando a los privilegios de Su condición divina, se hizo hombre para rescatarte del pecado y de la muerte; que pensando en ti aceptó ser torturado y entregado a la muerte; que consideró que todo ese sufrimiento valía la pena con tal de salvarte a ti. “No vuelvo inútil la gracia de Dios” Esta frase da por hecho dos cosas: Primero, que Dios ha derramado en ti Su gracia, y segundo, que no te la impone, no te obliga a aceptarla, te da la posibilidad de aceptarla o no, de aprovecharla o no. Y si relacionas este punto con el anterior, y comprendes que el Dios que te da Su gracia es el mismo que te amó y se entregó por ti, no puedes menos que querer corresponderle, y mostrarle que Su sacrificio por ti no fue en vano, que lo valoras y aprovechas. “Mi vida en este mundo la vivo en la fe que tengo en el Hijo de Dios” Saber que Jesús te ama, que dio Su vida por ti, y que te colma con Su gracia, te permite vivir la vida de otro modo: no como

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los que no tienen fe, que llevan el peso del mundo sobre sus hombros, sino con la confianza de que Dios tiene todo en Sus manos, y en todo interviene para bien. “Vivo, pero ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” Si acoges la gracia divina y no la echas en saco roto; si buscas conocer a Cristo cada día más, a través de la meditación de Su Palabra y la oración; si lo recibes con frecuencia en la Eucaristía, si sigues el consejo de san Juan Pablo II y abres de par en par las puertas de tu corazón para que entre Cristo, entonces puedes decir que Él vive en ti. Que mira con amor, a través de tu mirada. Que a través de tu boca, da a quienes te rodean, palabras que edifican, exhortan, enseñan, consuelan. Que con tus manos ayuda a los demás; tus pies lo llevan al encuentro de cuantos lo necesitan. Como ves, estas cuatro frases sintetizan en qué consiste tu vida cristiana: captar el infinito amor de Dios, que ha dado Su vida por ti; corresponderle aprovechando Su gracia; tener conciencia de que todo lo vives gracias a Él, que has de vivirlo por amor a Él, poniéndolo confiadamente en Sus manos, y que has de anunciarlo, de palabra y de obra, y ser a tal grado testigo Suyo, que los que nos vean a ti, lo encuentren a Él.

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XII Domingo del Tiempo Ordinario

¿Tienes sed?

Qué es lo mejor para calmar la sed? Mucha gente consideraría tonta la pregunta porque le

parecería obvia la respuesta: lo mejor para calmar la sed es beber agua sola, natural. Refrescos, jugos, malteadas, alcohol y otras bebidas preparadas, no sólo suelen provocar más sed, sino que contienen ingredientes que pueden afectar la salud. Entonces, ¿por qué la gente los toma? Porque vienen en empaques y colores llamativos, saben rico y, sobre todo, han recibido muchísima publicidad. En los anuncios salen personas empinándose un refresco frío y haciendo un satisfecho‘¡aahhh!!’ al final, que mueve a muchos a correr a la cocina o a la tiendita de la esquina en busca de uno igual. Incluso se llegó, hace años, al colmo de anunciar que había que meter cierto pastelito al congelador y comerlo ‘bien frío’, para ‘refrescarse’. Un cuento que muchos creyeron (yo no, ¿eh?, yo nada más lo metí al congelador por solidaridad con los que se lo creyeron...). Si dejamos que los empresarios, los comerciantes, los publicistas, nos digan con qué hemos de saciar nuestra sed, nos arriesgamos a que ésta no sólo no se nos quite, sino aumente.

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Y lo que aplica para la sed física, aplica también para la espiritual. En el Salmo Responsorial que se proclama este domingo en Misa (Sal 62 en la liturgia, 63 en la Biblia), el estribillo reza: “Señor, mi alma tiene sed de Ti”. Decía san Agustín que Dios nos creó para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Él. Relacionando esto con lo que plantea el salmista, podría decirse que Dios nos creó con sed de Él, y esa sed no se nos quita hasta que no la sacia Él. Qué maravilla que el salmista identifica que la sed que tiene, es sed de Dios, porque eso hace que busque saciarla acercándose a Él: “Señor, Tu eres mi Dios, a Ti te busco; de Ti sedienta está mi alma. Señor, todo mi ser Te añora como el suelo reseco añora el agua” Qué diferencia con quienes al sentir ese anhelo, esa nostalgia de algo infinito que no saben expresar con palabras, en lugar de encaminarse a Dios, intentan llenar ese hueco que sienten en el alma, intentan saciar su sed en lo que los deja más vacíos y sedientos. Y es que la sed de Dios sólo puede saciarla Dios. Acercarse a Él, dedicarle tiempo, adorarlo, platicarle, escucharlo, pedirle perdón, permitirle acompañarte, ser consciente de Su presencia a lo largo de toda tu jornada. Por eso es vital que reconozcas no sólo que tienes sed, sino de qué tienes sed.

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¿Tienes sed de amor? No la quieras saciar con los remedos que ofrece el mundo, relaciones estériles, superficiales, pasajeras. Acércate a Dios, déjate amar por Él. Dedica tiempo a dialogar con Él, a ir a verlo y adorarlo. Nadie puede amarte con un amor como el Suyo, infinito, incondicional, total. ¿Tienes sed de recibir luz, guía, consuelo, buen consejo? No la quieras saciar con los ridículos consejos del horóscopo, libritos esotéricos de auto ayuda, o gurús de falsa espiritualidad. Lee y reflexiona la Palabra de Dios. Sólo ella puede conducirte por donde necesitas ir. Sólo en ella puedes hallar lo que te hace falta escuchar. Solo ella puede ser verdadera lámpara para tus pasos y luz en tu sendero. ¿Tienes sed de nutrir de veras tu alma? No la quieras saciar llenándote de lo que ofrece el mundo: cosas, alcohol, drogas, placeres efímeros que te dejan vacío. Participa con gozo y devoción en la Misa, y, si puedes, recibe a Jesús en la Eucaristía. Él se te ofrece como verdadera comida y verdadera bebida que te fortalece para vivir como Él te pide. ¿Tienes sed de ser feliz? No la quieras saciar como propone el mundo: buscando primero tu propio bien, tu propio placer, anteponiendo egoístamente tus intereses a los de los demás.

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Acepta la invitación de Jesús de edificar el Reino del amor, del perdón, de la verdad, de la justicia, de la solidaridad, de la misericordia, de la fraternidad... Permítete comprobar que hay más alegría en dar que en recibir. ¿De qué tienes sed? Identifícalo y si descubres que has estado queriendo saciarla en fuentes secas, tal vez puedas decirle así al Señor: “Me construí cisternas agrietadas y tengo el alma en sequía. Haz que la sed me alumbre hasta Tu manantial”.* (del libro ‘Camino de la Cruz a la Vida’ de Alejandra Ma. Sosa E. Ediciones 72, México, p.85).

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XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Sin mirar atrás

l niño pedaleaba su triciclo mirando a su mamá, que se iba quedando atrás, y que le hacía señas, él pensaba que para saludarlo, pero no, no era para eso, sino para

advertirle que iba derechito a estamparse contra un árbol, y sí, en efecto se estampó y pegó tremendo chillido. Es mala idea ir hacia adelante mirando hacia atrás. Sobre todo en la vida espiritual. Mirar atrás en un sentido espiritual puede interpretarse como volver la mirada a situaciones o acciones pecaminosas en las que participaste en el pasado, que te daban momentáneo placer, y que por ser incompatibles con tu fe cristiana tuviste que dejar, pero que sigues recordando con cierta nostalgia y a las que sientes la tentación de regresar. No en balde, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Gal 5, 1.13-18), dice san Pablo: “Cristo nos ha liberado para que seamos libres. Conserven, pues, la libertad, y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud.” (Gal 5, 1). Mirar atrás también puede implicar seguirte atormentando por pecados cometidos que ya confesaste, y que Dios ya te perdonó, pero que tú no te perdonas.

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O quizá es aferrarte a lo que te da seguridad, lo conocido, lo que siempre has vivido, tener temor de lo que pueda estar adelante, lo desconocido, lo que no dominas. En todo caso, quien quiere caminar mirando hacia atrás corre el riesgo de desviarse de la senda por la que debe ir y terminar estrellándose como el niño del triciclo. En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 51-62), Jesús dice que “el que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc 9, 62). Para pertenecer al Reino hay que tener la osadía de aceptar la invitación de Jesús a seguirlo, aunque no siempre nos diga a dónde, cómo, cuándo o por qué, y no volver la cabeza pensando en lo que se deja, en lo que se pierde, en aquello a lo que se renuncia, porque lo que se obtiene, lo que se gana, es ¡infinitamente superior! Ahí tenemos el ejemplo que se nos ofrece en la Primera Lectura (ver 1Re 19, 16.19-21), Cuando el profeta Elías llama a Eliseo a ser su sucesor, éste estaba arando con una yunta de bueyes, y ¿qué fue lo que hizo? Usó la yunta para hacer una fogata, con los bueyes hizo un asado que repartió a su gente y se fue con Elías. Versión ganadera de ‘quemar las naves’, que muestra que Eliseo estaba rotundamente decidido no sólo a no mirar, sino a no volver hacia atrás, lo que le permitió ir seguir la nueva vocación a la que Dios lo llamaba. En este decimotercer domingo del Tiempo Ordinario, quedamos invitados a preguntarnos si vamos por la vida como quien conduce en reversa y en sentido contrario, mirando sólo por el espejo retrovisor, o estamos yendo realmente hacia adelante, hacia la meta a la que nos llama y acompaña el Señor.

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XIV Domingo del Tiempo Ordinario

Cruz y gloria

i te pidieran que mencionaras algo de lo que te enorgulleces, ¿mencionarías tus fracasos?

Probablemente no. Solemos pensar que nada más podemos presumir de nuestros triunfos, o de lo que resultó como queríamos, o de lo que es tenido por admirable según los criterios del mundo. Y si hay algo en nuestra vida que pueda ser considerado falla, error, un hecho despreciable a los ojos de los demás, no queremos recordarlo, y mucho menos mencionarlo. Por eso llama la atención lo que afirma san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Gal 6, 14-18): “No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. La muerte en la cruz no sólo era la más dolorosa, sino la más vergonzosa, destinada para los peores delincuentes y asesinos, una especie de ‘silla eléctrica’ o ‘inyección letal’ de nuestro tiempo. ¿Cómo puede alguien declarar que se gloría en que alguien a quien ama y sigue haya padecido semejante suplicio?

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Además, el que Jesús muriera crucificado, pareció un rotundo fracaso que decepcionó a muchos que pensaron, decepcionados; que si Él en verdad hubiera sido el Mesías, no lo hubieran rechazado los dirigentes de su pueblo, ni lo hubieran condenado a sufrir una muerte tan infame. Así que las palabras de san Pablo pueden desconcertar a muchos. De entrada, tal vez haya quienes se pregunten si decir que se ‘gloría’, no está mal, si no es pecar de orgullo. Y podría serlo, si se refiriera a algún mérito propio, pero en este caso no está refiriéndose a sí mismo, sino a un don que recibió, y que recibimos todos gratuitamente, cuando no sólo no teníamos ningún mérito, sino todo lo contrario, mucho de qué avergonzarnos: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros... nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación” (Rom 5, 8.11). Y por otra parte hay quienes se preguntan si no resulta extraño, por no decir absurdo y aun macabro, eso de gloriarse, es decir, regocijarse y enorgullecerse, de una cruz. Muchos hermanos separados critican a los católicos porque traen una cruz colgada al cuello o la ponen en la pared de su casa, dicen que es una locura, que es celebrar un instrumento de tortura. Cabe responder que están en un error. Cuando san Pablo habla de la cruz, no se refiere sólo al madero en sí, sino a lo que significa que Jesús haya sido clavado en él, algo que sí que es motivo para gloriarse.

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Veamos al menos cuatro ejemplos de lo que implica la cruz de Cristo: 1. Implica que Dios nos ama tanto, que cuando lo defraudamos cayendo en el pecado, en lugar de borrarnos de la faz de la tierra, envió a Su Hijo a salvarnos. “Tanto amó Dios al mundo que dio a Su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. (Jn 3, 16-17). “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, por gracia habéis sido salvados.” (Ef 2, 4-5). 2. Implica que Jesús nos ama tanto que aceptó libremente morir en la cruz con tal de rescatarnos del pecado y de la muerte. Cada uno puede decir, como san Pablo: “Me amó y se entregó a Sí mismo por mí”. (Gal 2, 20). 3. Implica que en la cruz, Jesús pagó por nuestros pecados, algo que nunca hubiéramos podido hacer por nosotros mismos, y nos abrió el camino hacia la salvación. Jesús “ nos perdonó todos nuestros delitos... Canceló la nota de cargo que había contra nosotros...y la suprimió clavándola en la cruz.” (Col 2, 16). 4. Implica que en la cruz Jesús asumió no sólo nuestros pecados, sino nuestros sufrimientos y temores, todo lo más negro de nuestra realidad humana, y lo redimió. “Él soportó el castigo que nos trae la paz, por Sus llagas, hemos sido curados” (Is 53, 5).

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Y por eso, si unimos nuestros sufrimientos a los suyos, dejamos de sufrir sin sentido, les hallamos sentido redentor, propósito y esperanza. Recordemos que cuando Jesús Resucitado se les aparece a Sus apóstoles, les desea la paz y les muestra las señales de la crucifixión (ver Jn 20, 19-20). Es que gracias a la cruz, nada puede robarnos la paz, ni la enfermedad, ni la dificultad, ni la pérdida de seres queridos. Tenemos la garantía de que lo que sea que nos toque sufrir, Él lo ha sufrido antes por nosotros, y nos acompaña y sostiene. Podemos decir, como san Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece”. (Flp 4, 13). Está visto: ni san Pablo desvaría, ni nosotros tampoco, al gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

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XV Domingo del Tiempo Ordinario

El instructivo

e regalan un aparato maravilloso, extraordinario, carísimo, súper sofisticado, único en su tipo.

Elige la opción que mejor exprese lo que haces con el instructivo que explica cómo mantener dicho aparato en óptimo funcionamiento: a) Te gustaría leer las instrucciones, pero no lo haces porque supones que son demasiado complicadas y de seguro no las entenderías. b) Nunca acostumbras leer las instrucciones, qué flojera. c) No lees las instrucciones porque consideras que tú puedes descubrir sin ayuda cómo mantener funcionando el aparato. d) Lees las instrucciones por curiosidad, pero no les haces caso. e) Lees las instrucciones y las memorizas para poder presumir de que las sabes, pero no las sigues. f) Lees las instrucciones y haces exactamente lo opuesto a lo que recomiendan.

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g) ¿Instructivo?, ¿había un instructivo? ¡Ah!, ha de haber sido ese papel que se fue a la basura con todo y la caja y los empaques. Ojalá no hayas elegido ninguna opción, ojalá te parezcan absurdas, porque ¡lo son! ¿Quién en su sano juicio se arriesgaría a echar a perder un súper aparato, por no prestarle atención a las indicaciones sobre su adecuado funcionamiento? ¿Quién querría que por su culpa quede sin efecto la garantía, o tener que llevarlo a componer de una falla que no hubiera sucedido de haber leído el instructivo? Y si no hubiera que ir a traer éste de muy lejos, hasta la fábrica, sino viniera pegado al aparato; impreso en letra grande, y con explicaciones tan claras que hasta un niño pudiera comprenderlas, ¿qué pretexto habría para no prestarle atención? Ninguno ¿no? Sería tonto no hacerlo. La misma respuesta cabría dar si se aplicara este ejemplo a nuestra vida de fe. Si lo del instructivo se refiriera a los mandamientos que Dios nos ha dado para que funcionemos bien, para que no nos descompongamos, tendríamos que admitir que hay demasiada gente que sí elige las opciones propuestas arriba, en el cuestionario. Hay demasiada gente que querría conocer a Dios, pero cree que es complicado y requeriría de ella algo que no se siente capaz de dar; o que le da flojera leer la Palabra de Dios; o que se siente autosuficiente y piensa que no necesita de Él, que por sí misma puede salir adelante en la vida; o que alguna vez le ha dado una hojeada superficial a la Biblia, pero sin dejarse mover por lo que dice; o que se conforma con citar de memoria

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los mandamientos, no ignorarlos a nivel intelectual, pero sí a nivel práctico; o que conociéndolos, vive haciendo lo contrario a lo que piden, o que trata lo referente a la fe como basura que se ha de desechar sin miramientos. Y así como es una pena que por no seguir las instrucciones del fabricante, alguien eche a perder un excelente aparato que estaba destinado a funcionar maravillosamente, es una pena que por vivir a contracorriente de las indicaciones de su Creador, que le pide amar, perdonar, decir la verdad, practicar la justicia, la comprensión, la solidaridad, no robar, no matar, tanta gente viva descomponiéndose, infeliz, sin alcanzar jamás su potencial. Y eso que no tienen que ir lejos a buscar el divino instructivo, ni está éste fuera de su alcance o comprensión: En la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Dt 30, 10-14), dice Moisés, refiriéndose a los mandamientos de Dios, que no son superiores a nuestras fuerzas, ni están tan lejos que tuviéramos que preguntarnos quién podría ir a traérnoslos para poder escucharlos y cumplirlos. Afirma que están muy a nuestro alcance, en nuestra boca, en nuestro corazón. No hay pretexto para no hacerles caso, sobre todo porque ignorarlos entraña un gran riesgo, no sólo el de no funcionar bien y desperdiciar o dejar sin efecto la garantía, esa ayuda gratuita, oportuna y eficaz, que nuestro Fabricante nos ofrece constantemente para reparar nuestras pequeñas averías, restaurarnos y reorientarnos al buen camino, sino llegar a sufrir una descompostura fatal que no tenga remedio, y terminar en un lugar muy similar a ese patético deshuesadero a donde van a parar los aparatos que con todo y su tecnología sofisticada, ya no sirven para nada.

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XVI Domingo del Tiempo Ordinario

La gloria

l bebito que se tambalea dando sus primeros pasos y se regocija por las caras de alegría de sus papás y las manos que se le tienden para recibirlo y apapacharlo.

El niño que recita unas líneas en la obrita de teatro escolar, y se goza en las porras que le echa su familia desde la primera fila. El joven que recibe su diploma universitario y voltea a sonreírle a la camarita que inmortaliza el momento. La profesionista que tras su ponencia en un congreso, recibe, orgullosa, muchos aplausos. El trabajador que presume en su casa de que el jefe lo alabó por su desempeño, y porque fue nombrado ‘empleado del mes’. El ama de casa que presenta un platillo y se siente feliz de que lo alaben y le pregunten la receta. El abuelo que muestra sus recuerdos al nieto y disfruta de su admiración. Desde la más tierna infancia hasta la vejez, el ser humano se siente bien cuando recibe alabanzas. Y es que así como el girasol fue creado para que se vuelva de cara al sol, nosotros fuimos creados para anhelar la gloria.

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Pero así como sería ridículo que el girasol se conformara con que lo iluminara un simple foco, también sería ridículo que nos conformáramos con la simple gloria que podemos recibir en este mundo. Porque fuimos creados para una gloria que está muuuuy por encima de cualquier otra. No hay felicitación, aprobación, aplauso, alabanza, que pueda igualarse a la verdadera gloria a la que estamos destinados. Por ello, haremos bien en reconocer que nuestra sed de gloria, nunca se saciará en este mundo, así que más nos vale dejar de tratar de abrevarla de los charcos que nos rodean, que a duras penas la reflejan, y esperar más bien el inagotable manantial que nos espera. En la Segunda Carta que se proclama este domingo en Misa (ver Col 1, 24-28) dice san Pablo que Cristo “es la esperanza de la gloria”. En Cristo, gracias a Él, y por Él, tenemos la esperanza de alcanzar la gloria, la gloria del cielo, una gloria que jamás hubiéramos podido alcanzar por nosotros mismos. Y la gloria que nos ofrece no es como la que ofrece el mundo, no es frívola ni pasajera, no consiste en tener honores o fama, ni en alcanzar alguna cima desde la cual vanagloriarnos antes de caer estrepitosamente. La gloria que nos ofrece Cristo es perfecta porque es una participación de Su propia gloria, de la que tiene como Hijo del Padre, de la que ha gozado en el cielo desde siempre y para siempre. Es contemplar Su gloria, extasiarnos en ella por toda la eternidad, es alcanzar una plenitud que no tiene comparación ni final.

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Ésa es la gloria a la que estamos llamados, la que debemos anhelar, en la que hemos de poner nuestra esperanza, porque es la única que no nos dejará defraudados.

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XVII Domingo del Tiempo Ordinario

Deuda ¡perdonada!

n padre de familia debe tanto dinero de su tarjeta de crédito, que es absolutamente imposible que pueda pagarlo, y le angustia mucho pensar que pronto será

‘boletinado’ por ‘moroso’ en el ‘buró de crédito’, lo que afectará gravemente su reputación y le acarreará sanciones. En eso recibe una llamada del banco, le avisan que se ganó un premio: su deuda ha quedado ¡completamente saldada! Un ama de casa ve con desánimo el quehacer acumulado, y se da cuenta de que no hay modo de que termine a tiempo de planchar ese altero de camisas de su esposo e hijos que les urge porque van a viajar. En eso encuentra en su buzón un volante de una nueva planchaduría que le ofrece de promoción plancharle el día de hoy, gratis, cierto número de prendas, ¡exacto las que necesita! Un alumno debe una materia que le parece complicada, y para pasarla tiene que presentar un escrito comentando tantos libros, que se da cuenta de que es imposible que lo logre y de seguro reprobará. Entonces el maestro se apiada de él, y le da calificación aprobada. Una secretaria tiene que transcribir y archivar unos documentos que se amontonan y amontonan sobre su escritorio, y por más que se afana en escribir y escanear lo más rápido que puede, comprende que no va a alcanzar a terminar ni la décima parte. En eso le avisan que el jefe le manda decir

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que puede archivar los documentos sin transcribir. Se ve repentinamente librada de ese agobio! ¡Puede irse a su hogar a descansar! Quien ha pasado por situaciones como éstas, u otras similares, en las que se siente completamente abrumado por algo que no logra resolver, y luego se ve repentinamente liberado de aquello, sabe que se siente un alivio y una alegría indescriptibles. Pues si así sucede en lo que toca a las cosas comunes que enfrentamos en nuestra vida cotidiana, ¡cuánto más en lo que respecta a nuestra vida espiritual! Debido al pecado original, a esa tendencia que tiene todo ser humano de pretender ponerse en el lugar de Dios, de ser petulantemente autosuficiente y decidir por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, acumulamos y acumulamos una deuda inmensa de desaires, ofensas y pecados contra nuestro Creador, que no hubiéramos podido pagar ni con todas las obras buenas que se nos hubiera ocurrido realizar. Desde un principio perdimos la amistad con Dios, y por nosotros mismos no hubiéramos podido recuperarla jamás. ¡Ah! Pero no estamos solos, no contamos únicamente con nosotros mismos y nuestros patéticos e insuficientes esfuerzos. Dios se hizo Hombre, ¡qué idea tan genialmente misericordiosa!, para venir a ponerse en nuestro lugar y ¡pagar nuestra deuda! En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Col 2, 12-14), dice san Pablo: “Ustedes estaban muertos por sus pecados”, pero luego de esa realista y aparentemente desesperanzadora afirmación, dice que Dios nos dio “una vida nueva con Cristo, perdonándonos todos los pecados. Él anuló el documento que nos era contrario, cuyas cláusulas nos condenaban, y lo eliminó clavándolo en la cruz de Cristo”.

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¡Démonos cuenta de lo que esto significa! ¡La más inmensa deuda jamás acumulada, nos ha sido enteramente perdonada! Sin esfuerzo ni mérito de nuestra parte, Dios se compadeció de nosotros como sólo Él se sabe compadecer. Recuperamos Su amistad, nos libramos de la irremediable condenación, ¡puso al alcance de nuestra mano la salvación! Eso no significa que ya podamos considerarnos salvados, que ya ‘seamos salvos’, como dicen los hermanos separados. Dios ha puesto en nuestras manos un regalazo incomparable, pero como todo regalo, hemos de aceptarlo, acogerlo, aprovecharlo. Si lo dejamos envuelto, guardado en un ropero, lo desperdiciamos miserablemente. Por eso alguna vez pidió san Pablo: “Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación” (Flp 2, 12c). ¿A qué se refiere? A amarnos unos a otros como Jesús nos ama y nos pide que amemos (ver Jn 13, 34-35), realizar obras espirituales y corporales de misericordia; esforzarnos, en la medida de lo posible y con ayuda de Su gracia, por establecer en nuestro mundo, en nuestro medio, el Reino de Dios, es decir, el reinado de la paz, la verdad, la justicia, el perdón, la fraternidad. Regocijémonos pues y agradezcamos que por la gran misericordia de nuestro Dios, nuestra deuda imposible está saldada, pero no olvidemos lo que dice san Pablo a los corintios (ver 1Cor 13), que no basta creer, que sin amar no somos ni alcanzamos nada.

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XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Otras miras

sí a primera vista podría uno pensar que el que escribió eso estaba ‘depre’, y por eso afirma que “todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión”.

Pero éste es uno de esos domingos en que se da una feliz ‘diocidencia’, y todas las Lecturas que se proclaman en Misa aportan un pedacito de un mismo mensaje, como piezas de un rompecabezas que al irse embonando unas con otras permiten ver el cuadro en su conjunto. Y visto así, el mensaje está lejos de ser desalentador. La Primera Lectura (ver Ecle 1,2; 2, 21-23) plantea que por más que alguien se agote trabajando, “tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó”. Y no lo dice para que nadie se esfuerce en edificar un patrimonio que heredar a sus hijos, es más bien una invitación a ser siempre conscientes de que esta vida es pasajera, y no siempre se disfruta aquí, lo que aquí se sembró, así que no hay que enfocar todos los esfuerzos sólo a trabajar para este mundo que se acaba. El Salmo (Sal 89 en la Liturgia, 90 en la Biblia), responde a la Lectura recordándonos que “nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana, y por la tarde se marchita y se seca”.

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Y pide a Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”. Claro, porque cuando se comprende que en esta vida estamos de paso, que no es la definitiva, que no estamos destinados a quedarnos aquí, entonces necesariamente tenemos que volvernos más sabios, ajustar nuestras prioridades, no vivir buscando acumular bienes materiales, no vivir como si nunca fuéramos a morir, como si nunca fuéramos a entregarle cuentas a Dios de lo que somos y tenemos. En la Segunda Lectura (ver Col 3, 1-5.9-11), san Pablo lo expresa más claramente: “Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”. La Aclamación antes del Evangelio (mejor conocida como el ‘Aleluya’), sigue con el tema, recordándonos una de las bienaventuranzas que dijo Jesús: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”, que nos invita a tener espíritu de pobreza, es decir, a no estar apegados a los bienes, a no ser avariciosos, a no aferrarnos a lo material. Y el Evangelio (ver Lc 12, 13-21), cierra con broche de oro, con la parábola que Jesús contó acerca de un hombre que obtuvo una gran cosecha y se dispuso a guardarla y a darse la gran vida, creyendo que tendría mucho tiempo para disfrutarla, pero murió esa misma noche. No se le ocurrió compartirla, la quiso toda para él solo, y al final, sólo consiguió desperdiciarla. Jesús concluyó advirtiendo que así sucede a quien “amontona riquezas para sí mismo, y no se hace rico de lo que vale ante Dios”. Mensaje fuerte y claro el de este domingo: somos peregrinos en este mundo, hay que ir por la vida lo más ligeros que podamos, desapegándonos continuamente de las cargas que pueden aminorar o detener nuestros pasos (bienes materiales,

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egoísmos, rencores, pecados, malos hábitos, etc.) y buscando en cambio acumular los tesoros que cuentan en el cielo (amor, virtudes, obras de misericordia, etc.), que es lo único que no es vana ilusión, porque podremos disfrutar sus frutos para siempre. Y ya puestos a apreciar las ‘diocidencias’, hay otra más: Este domingo celebramos a san Ignacio de Loyola, un santo extraordinario, que en sus ejercicios espirituales sienta las bases que deberían normar nuestra vida: no desear más riqueza que pobreza, más salud que enfermedad, una vida larga o corta, sino sólo aquello que sea para mayor gloria de Dios, bien nuestro y de nuestros hermanos. La Liturgia de la Palabra y san Ignacio, nos dejan una invitación: vivir en este mundo, con otras miras, sin perder la perspectiva, la prioridad, nuestro horizonte de eternidad.

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XIX Domingo del Tiempo Ordinario

Por la fe

i hubiera una lista de ‘quién es quién’ de personajes importantísimos en la Biblia, sería ésta, que se empieza a leer en la Segunda Lectura que se proclama este

domingo en Misa (ver Heb 11, 1-2.8-19). Desde el principio va mencionando nombres de gente sobresaliente, pero no pensemos que la menciona porque ésta se haya destacado por su riqueza, su poder o alguna otra de las características que en nuestro mundo son motivo de fama y admiración, no. Las personas mencionadas aquí se destacaron todas por una sola y una misma cosa: por su fe. Y ¿qué es la fe? Desde luego no es simplemente creer que Dios existe y ya. No basta sólo tener fe entendida como una idea, una noción que se queda en la mente, pero no baja al corazón. Dice el apóstol Santiago que también los demonios creen que Dios existe (ver Stg 2, 19), y eso no provoca en ellos ningún cambio, ninguna diferencia. La fe es mucho más que una idea, es una actitud.

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Si hubiera que dar una definición brevísima, podría decirse que la fe consiste en decir sí a Dios. Sí con la mente, con el corazón, con la voluntad, con la propia conducta. Y como Dios nos creó por amor, nos amó primero, nos ‘primereó’, diría el Papa Francisco, la fe consiste sobre todo en decirle sí al amor de Dios, que nos rescata del pecado, que nos libra del mal, que nos invita a ser plenos amando como Él nos ama. Si tener fe consistiera sólo en creer que Dios existe, no podríamos pedir, como le pidieron a Jesús los apóstoles: “¡auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), pues si ya creemos que Dios existe, ¿cómo podríamos creer más?, pedir un aumento de fe no tendría sentido. Pero como la fe consiste en decirle sí a Dios, podemos pedirle que nos aumente la fe, es decir que nos ayude a estar cada vez más dispuestos a cumplir Su voluntad, a disminuir, hasta desterrar, áreas en nuestra existencia en donde no le permitamos reinar. Y por supuesto hemos de poner de nuestra parte: seremos capaces de darle un mayor sí, en la medida en que lo conozcamos más, confiemos más en Él, estemos más cerca de Él, y eso se consigue con la lectura y reflexión de la Palabra, con la oración, con la participación en los Sacramentos, con la realización de obras en favor de los demás. En la Carta a los Hebreos aparece la lista de creyentes que obraron maravillas porque supieron abrirse totalmente a la voluntad de Dios, y se nos hace notar que cada uno lo logró por la fe. La lista, que inicia con Abel, el hijo de Adán, e incluye, entre otros, a Abraham y a Moisés, contiene solo nombres de gente notable del Antiguo Testamento. Pero bien podríamos añadirle nombres del Nuevo Testamento.

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Por ejemplo, María, que por la fe dijo sí al anuncio del Ángel, aunque no recibió mayor explicación ni un ‘manual de la Madre de Dios’. José, que por la fe aceptó ser el padre adoptivo del Hijo de Dios; los apóstoles, que por la fe lo dejaron todo por seguir a Jesús. Pedro, que por la fe echó de nuevo las redes a pesar de que había bogado en balde toda la noche; y por la fe recibió la encomienda de ser la piedra sobre la que el Señor edificó Su Iglesia. Juan el Bautista, Santiago, Esteban, Pablo, y tantos otros que por la fe aceptaron gozosos dar su vida por Cristo. Y todavía esta lista seguiría quedándose corta. Faltaría añadir a incontables hombres y mujeres que a lo largo de siglos, se han dejado mover, motivar, por la fe, y tantos otros, desgraciadamente demasiados hoy en día, que están siendo despojados de sus casas, de sus bienes, son amenazados, torturados, exiliados, y por la fe no pierden la esperanza, la paz, la capacidad de amar y de perdonar. Y a estas alturas, tendríamos que considerar también lo siguiente: Si el autor de la Carta a los Hebreos, que escribe una y otra vez: por la fe, fulano hizo esto, por la fe, perengana hizo esto otro’, estuviera escribiendo sobre nosotros, ¿qué diría?, ¿que ejemplo podría citar?, ¿qué hemos hecho o estamos haciendo por la fe? Preguntémonos: ¿cómo anda nuestra fe?, ¿qué tan grande es?, ¿a qué nos mueve?, ¿mueve montañas? Tal vez muchos respondan desanimados que no, que no tienen una fe como la de Noé, que se puso a edificar el arca cuando ¡todavía ni llovía!, y seguramente soportó por ello burlas y críticas.

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Que tampoco es como la de Abraham, que siendo ya un anciano que podía estar soñando con quedarse reposando y comiendo ‘chopitas’, por la fe se atrevió a dejarlo todo e irse a la tierra prometida; por la fe le creyó a Dios que le prometió darle una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo, y cuando Dios probó su fidelidad, por la fe estuvo dispuesto a sacrificar aun a su propio hijo, con tal de cumplir la divina voluntad. Y que mucho menos es como la de Moisés, que por la fe, se dejó enviar, tartamudo e impreparado, a liderear un pueblo entero para sacarlo de la esclavitud. Pero no nos desanimemos pensando que no hemos hecho nada grandioso como esos héroes de la Historia Sagrada. A nuestro modo, en la medida de nuestras posibilidades, también realizamos acciones que marcan una gran diferencia en nuestra vida, que hacen de nuestra historia, una historia sagrada. La madre de familia que por la fe, hace el esfuerzo, mejor dicho la hazaña, de tener a sus hijos arregladitos, desayunados y listos para llegar a tiempo a Misa cada domingo; ese joven que por la fe es capaz de faltar al fiestón con los amigos, e irse en cambio a un retiro; esa muchacha que por la fe se atreve a ostentarse como católica en un ambiente hostil, aun sabiendo que será criticada y atacada; esa abuelita que por la fe no se cansa de rezar Rosarios por sus nietos alejados; ese señor que por la fe, es capaz de perdonar lo imperdonable, o resistir la tentación de robar, para equilibrar el presupuesto familiar, o sabe devolverle a alguien bien por mal; esa persona enferma que por la fe, acepta con serenidad su sufrimiento y se lo ofrece a Dios; esos deudos que por la fe, enfrentan con paz el dolor por la pérdida de un ser amado, confiando en volverlo a ver un día en el cielo.

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Lo que hacemos por la fe tal vez no aparecerá en los encabezados de los periódicos, pero transforma nuestra vida y la de quienes nos rodean, y no pasa desapercibida para Dios, que fue quien nos dio esa fe como un regalo, nos ayuda a incrementarlo, y valora y sostiene nuestro esfuerzo por aprovecharlo.

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XX Domingo del Tiempo Ordinario

Profetas de verdad

ay dos obras espirituales de misericordia, ‘corregir al que se equivoca’ y ‘dar buen consejo al que lo necesita’, que probablemente no pocos quisiéramos

que vinieran con uno de esos avisos en letras pequeñitas: ‘aplican restricciones’, que indicaran excepciones: ‘no corregir ni aconsejar si de antemano supone que no le harán caso, si teme caer mal, si arriesga Ud la amistad, la chamba o incluso el pellejo’. Ello nos permitiría fingir demencia y salirnos por la tangente, pero no existen dichas indicaciones, ni siquiera una que nos parecería muy prudente: ‘sólo corrija y aconseje cuando se lo soliciten’. Y es que si para hacer una corrección o dar un consejo tuviéramos que esperar a que la persona que los necesita los pida, tendríamos que sentarnos a esperar toda la vida. Así que no queda más remedio que corregir y aconsejar, como dice san Pablo, “a tiempo y a destiempo” (2Tim 4, 2), caiga bien o caiga mal, sin entrometernos de más, pero también sin interesarnos de menos. ¿Cómo saber cuándo corregir o aconsejar? Cuando la corrección y el consejo sean realmente necesarios para ayudar a esa persona en su camino hacia la santidad, y

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cuando la motivación para darlos no sea sentirnos superiores, humillar o molestar, sino el amor a Dios y a los demás. Sólo así podemos y debemos animarnos a realizar algo, sabiendo que no será popular. Es lo que animaba a los profetas. Lo que los sostenía. Te comparto esta reflexión que leía el otro día: “No resulta fácil ser profetas verdaderos, entre otras cosas porque es preciso decir no las palabras que agradan, sino las palabras que salvan. Y las palabras que salvan pueden molestar, ser consideradas como anacrónicas o apocalípticas, inoportunas o exageradas u otras cosas, de suerte que, por lo general, son descalificadas en virtud de un mecanismo instintivo de defensa. El verdadero profeta es una persona libre. Es una persona a la que no le preocupan las audiencias, sino la fidelidad a Dios.”(*) Consideremos, por ejemplo, al profeta Jeremías. Por ir de parte de Dios a anunciar lo que Él le pedía, le tocó anunciar, con gestos proféticos y con palabras durísimas, castigos y catástrofes, y por supuesto sus anuncios fueron muy mal recibidos, cayeron, como decimos coloquialmente, ‘en el hígado’, y se enemistó con tanta gente que intentó matarlo una y otra vez, que muchas veces clamó al Señor y deseó ya no ser Su profeta, pero nunca renunció. ¿Por qué siguió? Por el amor que Dios encendió en su corazón. Él mismo lo reconoció: “Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana; todos me remedaban...La palabra del Señor ha sido para mí oprobio y burla cotidiana. Yo decía: ‘no volveré a recordarlo, ni hablaré más en Su Nombre’. Pero había en mi corazón algo así como

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fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jer 20, 7-9). El amor a Dios y a los hermanos, hace imposible desentendernos, si sentimos que Dios nos envía a corregirlos o aconsejarlos. Ahí tenemos lo que nos narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jer 38, 4-6.8-10). Dios envió a Jeremías a pedir al rey que no confiara en sí mismo, en sus propios planes, que hiciera algo que iba contra su propia lógica, contra sus instintos, contra lo que tenía planeado hacer, y confiara enteramente en Dios. ¿Cómo reaccionó el rey? Permitió que arrojaran al profeta a un pozo, donde el pobre quedó: “hundido en el lodo” (Jer 38, 6c). ¿Te ha pasado que has corregido a alguien o le has aconsejado algo que va contra sus deseos, sus instintos, lo que quiere hacer, le has pedido que amolde su voluntad a la de Dios, y por su mala reacción te sentiste como arrojado a un pozo, como hundido en el lodo? ¿Has sido objeto de su incomprensión, desprecio, burla, ira, animadversión? ¿en tu casa, escuela o trabajo te tacharon de mocho, de ridículo, de exagerado, de sangrón?, ¿te aplicaron la ‘ley del hielo’ tus amistades?, ¿incomodaste a tu familia? ¿alguien te ignoró o borró de sus redes sociales? Entonces tal vez puedas identificarte con Jeremías. Pero no te identifiques sólo con que fue arrojado a un pozo de lodo; identifícate también con el modo como reaccionó. Fíjate que no se puso a pensar: ‘mira nada más a dónde fui a parar, por anunciar lo que Dios me pidió. Eso me gano por ser Su profeta, prometió estar conmigo y me dejó solo’.

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Jeremías confió. Y Dios no lo defraudó. Un oficial de palacio se atrevió a reprochar al rey que se hubiera arrojado a Jeremías al pozo, y el rey lo mandó sacar. Y ¿qué hizo Jeremías? ¿Huir sin mirar atrás pensando: ‘renuncio a ser profeta, más vale aquí corrió que aquí quedó’? No, nada de eso. Siguió siendo fiel al llamado de Dios. Y se atrevió a decirle al rey lo que Dios le mandó. ¡Ese fuego que ardía en el interior del profeta, ese celo por cumplir, primero que nada, lo que le pedía el Señor, es lo que lo movió a actuar, y es lo que nos debe motivar! En el Evangelio dominical, Jesús dice: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49) Dios ha encendido en nuestro corazón un fuego inapagable para que vayamos a alumbrar, a calentar, a encender otros corazones. Pidámosle que nos ayude a ser profetas de verdad; que como Jeremías, también nosotros nos dejemos seducir, incendiar, enviar, a corregir y a aconsejar, con absoluta libertad. (*) El texto citado está tomado del libro: ‘lectio divina para cada día del año’, vol. 7, Ferias del Tiempo ordinario, Verbo Divino, Estella, Navarra, España, 2002, p. 11.

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XXI Domingo del Tiempo Ordinario

¿Dios castiga?

Dios castiga? Mucha gente contesta esta pregunta con un rotundo:

‘¡nooo!, ¡Dios no es castigador, Dios es amor! Y sin embargo, basta hojear la Biblia para toparse una y otra vez con textos en los que Dios anuncia que impondrá algún castigo, y otros en los que cumple lo prometido. ¿Cómo conciliar la imagen del Dios misericordioso con esos textos bíblicos? Primero debemos preguntarnos ¿qué viene a nuestra mente al escuchar la palabra ‘castigo’? ¿La imagen de un papá que porque llega ebrio a casa, tunde a golpes a su familia?, ¿una mamá que, de malas y exasperada por las travesuras de sus hijos, los pellizca o los abofetea o les da una cueriza de miedo?, ¿una maestra que envía al rincón a un alumno que reprueba, y le pone orejas de burro para que todos se rían de él? Ésos supuestos ‘castigos’ son, en realidad, arrebatos ircacundos de personas que aprovechan su posición de poder para desahogarse, abusando y humillando a quienes no pueden defenderse, y desde luego que si pensamos que Dios no es así

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ni hace eso, tenemos mucha razón. Dios no se desquita ni abusa de Su poder. Sin embargo, sigue abierta la cuestión: ¿por qué la Biblia habla de castigos de Dios?, si Dios es bueno, si nos ama ¿cómo puede castigarnos? La respuesta es que el amor y el castigo no son mutuamente excluyentes. Consideremos esto: a veces un padre de familia tiene que castigar a sus niños, y no porque no los ame, sino justamente porque los ama, porque quiere que aprendan que todo comportamiento tiene consecuencias, y que portarse mal no trae nada bueno. Un castigo oportuno, prudente, mesurado, puede ser necesario y no hace mal. Claro que sería ideal que el niño se portara bien por amor a sus papás, pero cuando se ve tentado a no hacerlo, ayuda que piense: ‘mejor no hago esto, no me vayan a castigar’, y lo mismo un alumno, ojalá estudiara porque le gusta aprender y valora el esfuerzo que hacen sus padres de pagarle sus estudios, pero si no es así, ayuda que estudie por temor a que si reprueba lo puedan castigar. Un castigo que no surge del afán de herir, sino de corregir, beneficia a quien lo recibe. Es la manera como castiga Dios. No castiga por venganza, ni para dañarnos, molestarnos o hacernos sufrir, sino para que cambiemos aquello que necesitamos corregir. Más que castigarnos, busca corregirnos.

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La Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Heb 12, 5-7.11-13) cita un texto del libro de Proverbios: “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a Sus hijos predilectos.” (Prov 3, 11-12), y añade: “Soporten, pues, la corrección, porque Dios los trata como a hijos; y ¿qué padre hay que no corrija a sus hijos? El autor toca un punto esencial: una buena corrección necesariamente es fruto del amor. Un papá que deja que sus hijos se porten como se les dé la gana y no interviene para nada, les está demostrando no que es su gran cuate, sino que no los ama, que no le importan. La corrección implica amor, interés, preocupación por el otro, deseo de ayudarle a mejorar. Por eso puede afirmar: Es cierto que de momento ninguna corrección nos causa alegría, sino más bien tristeza. Pero después produce, en los que la recibieron, frutos de paz y de santidad.” Sólo el amor de Dios permite que una corrección que al principio nos duele o nos cae mal, resulte positiva y dé muy buenos frutos al final.

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XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Saber escuchar

e envié un email y no lo contestó. Le escribí una carta y no la leyó. Hice una cita para que habláramos y la canceló. Quedó de llamar y nunca llamó.

Son frases que suelen decir, con pena, las mamás, papás, hermanos, amigos, colegas o conocidos de alguien que no se deja cuestionar o aconsejar, sobre todo en lo relacionado a su vida moral, espiritual, sacramental, etc. Dice la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Eclo 3, 19-21.30-31): “En tus asuntos procede con humildad...hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor”, y propone como ejemplo a quien “medita en su corazón las sentencias de los otros, y su gran anhelo es saber escuchar.” Se necesita humildad para saber escuchar y para dejarse cuestionar, aconsejar. Hay que luchar contra la tentación de apresurarse a juzgar, y a descartar e ignorar una observación si viene de alguien que cae mal o de quien se piensa que lo que dirá no será digno de tomarse en cuenta. El citado texto bíblico no dice en letras pequeñas: ‘aplican restricciones’, no da a entender que sólo hay que escuchar y

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meditar una recomendación cuando cae bien, suena razonable, o coincide con la propia opinión. De quien menos se piensa, de quien menos se imagina, Dios puede valerse para enviar un mensaje, que tal vez pueda incomodar, pero también ayudar. Despreciar al mensajero es arriesgarse a perder algo que se necesitaba escuchar, y es también una falta de caridad. Claro, también puede suceder que lo que alguien aconseje no aporte nada bueno, pero ¿cómo saberlo?, hay que oírlo primero. La clave está en no descalificar a priori lo que otros plantean, no pensar que ya se sabe lo que van a decir y no vale la pena, sino prestar atención para discernir si hay algo positivo, algo que se pueda rescatar y aprovechar. Hoy en día en que abundan los lamentables e incluso violentos desencuentros entre quienes piensan no sólo de manera diferente, sino opuesta completamente, qué falta nos hace tener humildad y disponibilidad, prudencia y benevolencia para sabernos escuchar.

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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Vacío lleno

ecía san Agustín: ‘Señor, Tú aligeras todo lo que tocas, pero como yo estoy lleno de mí, soy una carga para mí mismo’.

Recordaba estas palabras del santo, al leer, en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Sab 9, 13-19), que nuestro cuerpo corruptible hace pesada nuestra alma. ¿Por qué sucede eso? Porque Dios nos creó con un hueco en el alma que sólo Él puede llenar, pero suele suceder que percibimos ese hueco, y tratamos de llenarlo con cosas, pensando en que una vez que esté repleto seremos felices. Y así, vamos por la vida buscando llenarnos, sea de cosas materiales (‘si sólo tuviera coche, sería feliz’; ‘si pudiera conseguir la casa de mis sueños, sería feliz’, ‘si tuviera tanto en el banco, sería feliz’), o de otro tipo (‘si sólo tuviera pareja, sería feliz’, ‘si sólo ocupara ese puesto, sería feliz’, ‘si me reconocieran este logro, sería feliz’), pero todas esas cosas no sacian el vacío de nuestra alma, sólo nos la hacen más y más pesada. Sólo Dios puede aligerarnos.

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¿Cómo lo hace? Mediante uno de los dones del Espíritu Santo, el don de sabiduría, que no consiste en saber mucho, sino en saber elegir lo mejor, lo perfecto, lo que agrada a Dios. Es un don que nos ayuda a preferir los caminos de Dios a los nuestros, nos ayuda a vaciarnos de todo lo que nos hace pesada el alma, y dejarla disponible para que Él pueda llenarla. Hay una anécdota de un joven que fue a consultar a un anciano monje que tenía el don de leer las conciencias, pero iba prejuiciado, convencido de que ese anciano no le diría nada que valiera la pena. Lo encontró sentado en el claustro de su monasterio, tomando un vaso de agua. El monje lo invitó a sentarse y le preguntó si quería beber agua. El joven dijo que sí, el monje tomó la jarra y empezó a servir el vaso, pero no se detuvo cuando éste se llenó, sino que siguió sirviendo, aunque el agua se derramaba. El joven se puso nervioso pensando que el monje estaba ciego o loco, y, exasperado, le gritó: ‘¡¿por qué sigue sirviendo?, ¿qué no ve que ya no le cabe nada?!’ El monje, sin inmutarse, dejó la jarra en la mesa, lo miró y le dijo: ‘así como a este vaso ya no le cabe nada, así a ti tampoco, porque has venido a verme lleno de tus propias ideas y prejuicios, y no abierto a aprender lo que yo pueda enseñarte acerca de Dios’. El Señor necesita que nos vaciemos de todo lo que nos impida abrirnos a Su presencia, a Su amor, a los abundantísimos dones con que quiere colmarnos. Es también el tema del Evangelio dominical (ver Lc 14, 25-33). Jesús nos invita a comprender que para ser dignos discípulos Suyos, no hemos de preferirlo todo por encima de Él, sino que hemos de preferirlo a Él por encima de todo.

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XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Gratuidad

Nada viene de nada, jamás nada podría venir de nada. Así que en mi juventud o infancia, debo haber hecho algo bueno.”

Así decía una canción que entonaba alternada y almibaradamente la pareja romántica de ‘La Novicia Rebelde’, un clásico de Hollywood que en ciertas partes, como ésta, demuestra que los encargados de escribir los guiones, o en este caso las canciones, no tenían ni idea de lo que personajes supuestamente católicos podrían o no afirmar. La frase daba a entender que el bien de que gozaban ese día, se debía a que antes habían hecho algo bueno, es decir, era una especie de recompensa. Pero eso, además de no ser cierto, no es católico. Es más bien un concepto de quienes creen que existe lo que llaman ‘karma’, un esotérico boomerang que te regresa, y con creces, el bien o el mal que has hecho. Pero eso no existe. Una y otra vez comprobamos que en esta vida, suceden cosas buenas y malas a malos y buenos por igual, y cuando recibimos algo bueno, no se debe a que hayamos acumulado

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suficientes ‘pilones celestiales’ en la infancia o en la juventud, sino que es un don gratuito que Dios nos da sin que lo hayamos ganado. Ahí tenemos el ejemplo de san Pablo, como lo atestigua él mismo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Tim 1 12-17). Reconoce que fue blasfemo y persiguió a la Iglesia con violencia. Con semejante ‘curriculum’, ¿qué hubiera merecido?, ¿que bajara fuego del cielo y lo achicharrara? Pues le sucedió ¡lo que menos hubiera, hubiéramos, esperado! Afirma el Apóstol que “Dios tuvo misericordia” de él, lo consideró “digno de confianza”, lo puso “a Su servicio”, desbordó sobre él Su gracia, y le dio “la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús”. ¡Qué maravilla la gratuidad de Dios que derrama en nosotros Sus dones sin que los merezcamos! Si sólo le ocurrieran cosas buenas a los que se portan bien, nos veríamos obligados a ser buenos, no tendríamos libertad. Y si sólo a los que tuvieran un pasado intachable les sucedieran cosas buenas, Jesús nunca hubiera llamado a Mateo cuando éste estaba cobrando injustos impuestos a sus conciudadanos; nunca hubiera ido a comer a casa de Saqueo, que a quién sabe cuánta gente había defraudado; nunca hubiera dejado que María Magdalena, de la que expulsó siete demonios, fuera la primera en verlo resucitado y dar testimonio a sus hermanos, y hoy en día, todos los que hicimos alguna vez algo de lo que nos arrepentimos o avergonzamos, nos sentiríamos irremediablemente desesperanzados.

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Pero Dios no revisa nuestro ‘historial’ para decidir si somos o no dignos de recibir Sus dones, los derrama sobre nosotros con incontenible generosidad. Cuántas veces nos ha sucedido que hemos hecho algo que no debíamos, y en ese mismo instante nos ha sucedido algo que es muestra del incondicional amor de Dios. Ni nuestro pasado nos descalifica ni nuestros méritos nos califican, todo lo recibimos de Dios gratuitamente. Ello no significa que para Él no cuente lo que hicimos o hacemos. Una y otra vez leemos en los Evangelios que el Señor espera de nosotros obras, pero no porque éstas nos ganen Su favor o nos aseguren la salvación, nada de lo que pudiéramos hacer nos obtendría tan grande don, sino porque con nuestras obras le mostramos que amoldamos nuestra voluntad a la Suya, que queremos vivir como nos lo pide, que abrimos nuestro corazón para recibir el regalo inestimable e inmerecido de Su amor y salvación.

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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

Orar, no sólo protestar...

o sé si tú conozcas a alguno, pero en este momento no puedo recordar a ningún político que no haya sido juzgado, cuestionado, criticado, caricaturizado,

ridiculizado, atacado, incluso odiado. Y lo mismo en un taxi que en una sobremesa familiar, en un café con amigos o en el receso de una jornada laboral o parroquial, no tarda en salir el tema de las últimas decisiones, declaraciones o acciones de algún importante funcionario, que muestran su prepotencia, ignorancia o indiferencia hacia las necesidades de quienes está llamado a servir, y por ello provocan justificadamente mucha molestia e indignación. Pero ojalá provocaran también mucha oración. En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Tim 2, 1-8), pide san Pablo: “Te ruego, hermano, que ante todo se hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, y en particular, por los jefes de Estado y las demás autoridades” El apóstol invita a orar por todos, pero en especial por quienes tienen autoridad. ¿Por qué? Porque cuando se tiene poder, se tiene siempre la tentación de abusar de él.

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Y mientras más alto sea el cargo de quien toma malas decisiones, se ven afectadas más y más personas. Y si alguien se pregunta, ¿para qué orar por los gobernantes?, ¿qué caso tiene? Le responde san Pablo: “para que podamos llevar una vida tranquila y en paz, entregada a Dios y respetable en todo sentido.” Esta respuesta da a entender que la oración tiene un gran poder. Puede transformar personas y circunstancias que creíamos incapaces de cambiar. Y es que por nosotros mismos, nada podemos, necesitamos ponernos en manos del Todopoderoso, el único capaz de tocar corazones y modificar situaciones. Dice san Pablo que orar “es bueno y agradable a Dios, pues Él quiere que todos los hombres se salven y todos lleguen al conocimiento de la verdad...” Es interesante lo que afirma el apóstol. Primero, que a Dios le agrada que oremos por los gobernantes. Ya eso sólo bastaría para que lo hagamos. Segundo, da a entender que orar por otros trae al menos dos muy positivas consecuencias: por una parte, ayuda a su salvación, es decir, pide la gracia divina para rescatar a la persona de todo aquello que la ata: sus pecados, sus apegos desordenados, su desmedido afán de dinero y de poder, etc. para que pueda pasar, de ser esclava de este mundo, a gozar de la libertad de que disfrutan los hijos de Dios. Y por otra parte, ayuda a que la persona pueda conocer la verdad, a que no se deje engañar por un mundo que promueve como bueno lo malo y como malo lo bueno, sino que sepa ver cuál es el camino recto, el perfecto, el que agrada a Dios.

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¡Qué diferente resultado se obtendría si en lugar de limitarnos a protestar por lo que hacen las autoridades, oráramos por ellas! Si al escuchar en la radio, leer en el diario o ver en el noticiero de la televisión, noticias que nos indignan y escandalizan, no nos conformemos con decir: ‘¡éstos me tienen hasta la coronilla!’, sino mejor ¡recemos la Coronilla!, ¡sí!, la de la Divina Misericordia, cuyo rezo obtiene grandes gracias, según lo prometió Jesús a santa Faustina. Si en cada marcha, cada mitin, cada plantón, no sólo se corearan consignas, sino se rezaran Padrenuestros y Avemarías, ¡qué potencia adquiriría esa manifestación! Cuando las cosas no vayan bien, hagamos lo que podamos para que cambien, pero entre tanto, no ganamos nada con repelar, ¡pongámonos a orar!

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XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Seguridad falsa y verdadera

¡Ay de ustedes, los que se sienten seguros...!” Así empieza la Primera Lectura que se proclama este

domingo en Misa (ver Am 6, 1.4-7). Es una frase que pronunció Dios por boca del profeta Amós, en contra de miembros de Su pueblo que pusieron su confianza “en el monte sagrado de Samaria”, desde donde aparentaban rendir culto a Dios, pero realmente se habían hecho una religiosidad a su medida, de ritos vacíos, mezclados con rituales paganos, y como gozaban de gran prosperidad, (dice el texto bíblico que se reclinaban sobre divanes, se recostaban sobre almohadones, comían manjares exquisitos, canturreaban, se emborrachaban y se perfumaban), tenían la seguridad de que dicha prosperidad era clara señal de que contaban con la aprobación de Dios, pero estaban equivocados. Dios les echó en cara, por boca del profeta, que no se preocuparon “por las desgracias de sus hermanos”. Y acabaron mal, fueron llevados al destierro. Hoy en día nos puede suceder lo mismo.

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Podemos sentirnos seguros pensando que tenemos muy contento a Dios porque asistimos a Misa el domingo, pero no le rendimos el culto que Él espera porque asistimos de ‘cuerpo presente’, pero con la mente y el corazón en otro lado. Y quizá como los samaritanos, ponemos nuestro interés en nuestros bienes, y nos sentimos seguros si disfrutamos de dinero, títulos, vivienda propia, etc. pero nos olvidamos de compartir lo que somos y tenemos con los demás; nos olvidamos de ayudarles en sus necesidades. El verdadero culto a Dios, implica corresponder a Su amor con todo nuestro ser, amándolo a Él y amando a los hermanos. Decía un teólogo que a la vida eterna no vamos a tener esperanza, porque ya se habrá cumplido lo que esperamos, ni tampoco fe, porque veremos a Dios cara a cara, pero sí tendremos amor, a Dios y a los demás. Decía que podemos fincar nuestra seguridad en ese amor, porque no se acabará nunca, durará toda la eternidad. Dice en la ‘Imitación de Cristo’ (genial librito que todos debíamos tener y leer de a poquito cada día), que ‘el que no ama, desfallece y cae’, pero ‘el amor siempre vela, y durmiendo no se duerme; fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta, sino como viva llama y ardiente antorcha, sube a lo alto y se remonta con seguridad” (Cap 3,5).

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XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Promesa de justicia

No te enoja que a gente que hace mal le vaya bien? Hay algo particularmente indignante en ver que políticos

corruptos o delincuentes o simplemente compañeros de trabajo, o conocidos o familiares, dañan a otras personas, y viven felices, sin recibir lo que consideramos que sería ‘su merecido’. Pero ¿es realmente así? ¿De veras viven felices y de veras no reciben ‘su merecido’? Esta doble pregunta merece una doble respuesta. En primer lugar, hay que dejar de pensar que a alguien ‘le va bien’ o es ‘feliz’ sólo porque tiene dinero, poder o fama, o aparentemente ‘se sale con la suya’. Recuerdo que en una ocasión en Misa, al inicio de la Oración Universal, el padre nos dijo: ‘vamos a orar por los que más sufren’. Y yo de inmediato incliné la cabeza, cerré los ojos y pedí por los desempleados, migrantes, enfermos, ancianos abandonados, niños explotados, etc. etc. y no acababa de seguir con mi lista de sufrientes, cuando el padre aclaró a quién se refería.

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Dijo: ‘vamos a orar por los terroristas, los narcotraficantes, los asesinos, los ladrones, los secuestradores...’ Yo me quedé: ¿quééééé?, ¿qué no dijo ‘por los que sufren’? Pero enseguida capté que ¡tenía mucha razón! Los que hacen el mal, sufren. No son felices. No pueden serlo, porque están yendo a contrapelo de la vocación de amar a la que Dios llama a todo ser humano. Fuimos creados con amor y para el amor. Quienes viven en el odio, llenos de rencor, metidos en la violencia, temerosos de ser asesinados, enfocados sólo a lo inmediato y a lo material, no viven bien ni son felices. Cuando uno lee historias de delincuentes que han tenido una conversión, se da cuenta de que en todas ellas hay un elemento común: la persona tenía todo lo que pensaba que podía desear: poder, dinero, juventud, salud, etc. pero sentía un espantoso vacío interior que no se llenaba con nada. Quien no tiene a Dios en su vida, vive con un enorme hueco en el alma, una inquietud que no lo deja estar en paz, se la pasa buscando algo que lo sacie y nunca lo encuentra. Así que ya podemos dejar de decir que al que hace mal le va bien, no es así. Y en segundo lugar, tampoco podemos pensar que el que hace mal se saldrá con la suya. En la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Hab 1, 2-3; 2, 2-4), el profeta Habacuc lanza a Dios un reclamo que parece haber sido escrito hoy: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina sin que vengas a

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salvarme? ¿Por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión? Ante mí no hay más que asaltos y violencias, y surgen rebeliones y desórdenes” Son palabras que podríamos haber dicho nosotros, porque actualmente está sucediendo lo mismo que dice ahí, y también nos impacienta y desespera que aparentemente Dios no haga nada al respecto, que los que cometen la maldad vivan en la impunidad. Pero, ¿qué es lo que responde Dios? Le pide al profeta que anote con claridad una visión que le anunciará. Le dice que es algo lejana, pero que “viene corriendo y no fallará”. Y entonces le suelta esta frase: “El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe.” ¡Vaya, qué bueno! ¡Dios Promete que un día los malvados recibirán su merecido! Nos alegra saber que ninguna maldad quedará impune, que se hará justicia. Pero, ¡cuidado con cómo reaccionamos al escuchar esto! No caigamos en la tentación de celebrar pensando que los malvados son los otros. ¡Tal vez podemos entrar en esta categoría! Pide san Pablo que nadie se crea seguro: “el que cree estar de pie, que se cuide de no caer” (1 Cor 10,12).

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Nos gusta reclamarle a Dios por los males que causan otros en el mundo, pero ¿y qué tal si otros le reclaman por los que causamos nosotros? Nuestro egoísmo, el rencor, indiferencia hacia los demás, y ahora hasta los ‘pecados ecológicos’ que ha mencionado el Papa Francisco, pueden hacernos merecedores del papel de malvados. Así que no estemos tan confiados. Pero tampoco nos desanimemos. La promesa tiene segunda parte: “el justo vivirá por su fe”. ¿Qué significa eso? Que el que viva procurando cumplir la voluntad de Dios, el que procure vivir diciendo sí a lo que Dios le pide (que finalmente en eso consiste tener fe, no sólo en creer en Él, sino en decirle sí), tendrá vida, es decir, no sucumbirá. Ante los males que aquejan el mundo, y ante la promesa de Dios de que hará justicia, nos toca tirar la lupa con la que examinamos a los demás, y tomar el espejo para conocer cómo somos y cómo nos ven los demás; dejar de buscar culpables y de señalar a otros como ‘malvados’, y volver la mirada hacia nosotros mismos, y prepararnos, esforzándonos en vivir con fidelidad, es decir, de la mano de Dios y cumpliendo en todo Su voluntad.

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XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Negación y fidelidad

Si lo negamos, Él también nos negará; si le somos infieles, Él permanece fiel”

¿Te suena contradictoria esta frase? La dijo san Pablo, refiriéndose a Jesús, y la leemos en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 2Tim 2, 8-13). Quizá sonaría más lógico que las dos frases fueran en la misma línea, por ejemplo, que dijera: ‘si lo negamos, nos negará; si somos infieles, también será infiel’, o incluso en positivo: ‘si lo negamos, no nos negará; si somos infieles, no nos será infiel’. Pero eso que nos parecería lógico no lo sería en realidad. Y para entenderlo conviene reflexionar acerca de lo que implican la negación y la fidelidad. ¿Qué significa negar a alguien? El diccionario dice que significa ‘no admitirlo’, ‘rechazarlo’. Es decir, quien niega a otro se deslinda, ‘pinta su raya’, marca una distancia. En este sentido, se puede interpretar que lo que dice san Pablo se refiere a que si alguien niega a Jesús, es decir, marca su distancia, Jesús no forzará las cosas, no obligará a quien lo niega a reconocerlo.

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Vienen a la mente dos escenas: La primera, la de la negación más famosa que aparece en la Biblia: la de Pedro. En el Evangelio según san Lucas, dice que cuando Pedro negó a Jesús, Jesús volteó a mirar a Pedro. Y ¿qué hizo? Nada. No desmintió las negaciones de Pedro, no gritó que sí lo conocía, y que era Su discípulo. Simplemente lo miró (ver Lc 22, 61). La segunda, la que sucedió en la región de Gerasa, cuando Jesús, por sanar a un endemoniado permitió que los demonios que atormentaban a ese hombre salieran y se metieran en unos puercos, que se lanzaron por un voladero y se ahogaron, y los gerasenos fueron muy educados ‘a rogarle’ a Jesús que se fuera de allí, se negaron a acogerle. Y ¿qué hizo Él? Se embarcó y se fue. (ver Mc 5, 1-17). Queda claro que si lo negamos, Él no se impondrá por la fuerza. Pero si lo negamos, si nos deslindamos de Él, corremos el riesgo de que Él se deslinde de nosotros cuando menos querríamos que lo hiciera. Jesús ha afirmado: “a quien me niegue ante los hombres, le negaré Yo también ante Mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 33). Ahora consideremos lo que dice Pablo acerca de la fidelidad. ¿Qué implica la fidelidad? Lealtad, cercanía. No le debes fidelidad a un extraño, no eres fiel a alguien a quien a quien no conoces y con quien no te une ninguna relación. A diferencia de la negación, que puede ser entre desconocidos, o entre conocidos que no quieren tener nada que ver el uno con el otro, la fidelidad presupone una relación. Por ejemplo, los esposos, se prometen mutuamente fidelidad. Dan por hecho que están en una relación para toda la vida. Y si

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una de las partes falla y cae en la infidelidad, ello no necesariamente implica que se ha roto toda relación entre ambos. Puede suceder, y con frecuencia sucede, que la parte infiel pide perdón, es perdonado, y se mantiene la relación. En el Antiguo Testamento, con frecuencia se compara la relación de Dios con Su pueblo, con la de un esposo con su esposa. Y a lo largo de sus páginas vemos cómo en muchas ocasiones, el pueblo fue infiel a Dios, pero Dios nunca faltó al pacto de fidelidad que hizo con Su pueblo. Relacionando esto con la frase de san Pablo, tal vez pueda interpretarse que se refiere a que nosotros, que estamos ya en una relación de amor con Dios, que formamos parte de su familia, que queremos serle siempre fieles, podemos equivocarnos y caer en la infidelidad (por ejemplo dejándonos deslumbrar por los ídolos de este mundo), pero Dios nunca nos será infiel. A quien haya aceptado Su alianza de amor, y se esfuerce en vivir en fidelidad, si llegara a fallar, Él no le abandonará. Dice san Pablo en otra de sus cartas: “¿qué puede separarnos del amor de Cristo?” (Rom 8, 35-39), y hace una lista de toda clase de cosas, desde las interiores como nuestras propias miserias, hasta las exteriores, y concluye que nada, nada puede apartarnos del amor con que nos ama Dios. Dios es amor, no puede no amarnos. Es fiel, no puede ser infiel. Por eso concluye la lectura dominical diciendo que “no puede contradecirse a Sí mismo”. Y es tan grande Su fidelidad y Su amor, que, aunque no se impone, aunque respeta los límites que pretendemos marcarle, no deja de buscarnos, aun cuando lo negamos.

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Las dos escenas antes mencionadas tienen, por ello, un final feliz. Luego de la Resurrección, Jesús envió un recado especial: “Id a decir a Sus discípulos, y a Pedro, que los espera en Galilea” (Mc 16, 7). Sabía que si no lo hacía así, Pedro no querría ir a Galilea, avergonzado por sus negaciones. Pero este recado no sólo lo hace sentir perdonado, sino amado. El Señor le dio una nueva oportunidad, le mostró Su fidelidad. También la mostró en el caso de los gerasenos. Cuando se fue, les dejó al ex endemoniado, con la encomienda de darles testimonio de la misericordia de Dios (ver Mc 5, 18-20). Y se nota que lo hizo estupendamente, porque la siguiente vez que Jesús fue a esa región, todos lo acogieron cálidamente (ver Mt 14, 34-36). Dios no se desentiende de quien lo niega. Dice en Is 65, 1: “Me he hecho el encontradizo de quienes no preguntaban por Mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’, a gente que no invocaba Mi nombre’...” La fidelidad de Dios es un gran consuelo para nosotros, pero no olvidemos que el hecho de que Jesús sea fiel, no sólo significa que es fiel a Su amor y a Sus promesas de misericordia hacia nosotros; también significa que es fiel a Sus advertencias y promesas de venir un día a juzgarnos. Pidámosle la gracia de nunca negarlo, y de mantenernos siempre fieles a Él, para poder esperarlo con serenidad, gozosamente confiados en Su fidelidad.

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XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

El auxilio me viene del Señor

i alguien desde abajo del monte hubiera alcanzado a ver a Moisés que estaba allá arriba, inmóvil, con los brazos en alto, tal vez se hubiera preguntado: ‘¿y qué está

haciendo allí perdiendo el tiempo?, ¿por qué no baja a echarnos una mano?, ¿por qué no pelea junto con nosotros o al menos viene a animarnos?’ Quizá le hubiera parecido que Moisés estaba muy cómodo allá, a buen resguardo, y que se había desentendido de los que estaban en la refriega (y cabría entender este término a lo mexicano, la re-friega), pero hubiera estado completamente equivocado. ¡Moisés los estaba ayudando a ganar! Según narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ex 17, 8-13), mientras los israelitas estaban luchando contra los amalecitas, Moisés se colocó en lo alto del monte con la vara de Dios en su mano, “y sucedió que cuando Moisés tenía las manos en alto, dominaba Israel, pero cuando las bajaba, Amalec dominaba”. Entonces su hermano Aaron y otro hombre “lo hicieron sentar sobre una piedra, y colocándose a su lado, le sostenían los brazos.”

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Y por supuesto, los israelitas ganaron la batalla. La intervención de Moisés marcó la diferencia. ¿Por qué? Porque no confió en las fuerzas de sus hombres, sino en la de Dios, y los encomendó al Todopoderoso. También nosotros podemos marcar la diferencia, en nuestras propias luchas y en las que viven quienes nos rodean, si nos encomendamos a Dios. Hay quien cree que orar es perder el tiempo, que no sirve de nada, que lo importante es actuar. Hay quien pospone la oración hasta que no le queda otra, hasta que sus propios recursos se han agotado, y dice con resignación: ‘sólo nos queda orar’. Pero la oración no debería ser lo último, sino lo primero a lo que uno recurra. Porque no hay poder más grande en este mundo que el de la oración. Jesús dijo: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), y no estaba bromeando. Nuestras propias míseras fuerzas son las que no sirven para nada, las que no alcanzan, como se dice popularmente, ‘ni para el arranque’. Es necesario pedir la ayuda de Dios; orar, orar, orar, con fe, con intensidad, con devoción, con confianza, poniéndolo todo en Sus manos, sin darle recetas, sin decirle qué hacer, simplemente encomendándole nuestros asuntos con la absoluta certeza de que en todo intervendrá siempre para bien. Es una pena que haya quien no valore la importancia de la oración.

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Por citar un caso: las autoridades gubernamentales exentan del impuesto predial y de agua a instituciones de religiosas que realizan labores de caridad como atender a niños huérfanos, personas con alguna discapacidad, ancianitos, enfermos, etc. pero no les conceden la exención a conventos de religiosas de clausura que solamente se dedican a orar. No captan ni valoran que ellas merecen también esa ayuda, ese apoyo, porque están realizando una gran obra de caridad, son como Moisés, interceden por todos los que estamos afuera, luchando nuestras batallas con el mundo, el demonio y nuestras propias tendencias pecaminosas, ayudándonos a salir victoriosos. En este domingo la Iglesia quiere recordarnos la importancia de contar con Dios, de no pretender hacerlo todo nosotros solos. Hoy en día abundan los cursos, mensajes, videos, ‘coachings’, etc. aparentemente religiosos, pero que en realidad ponen el énfasis en que el hombre todo lo puede por sí mismo, puede lograr lo que sea. No es cierto. Dice san Pablo: “todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Flp 4, 13). Es Dios quien nos da la fuerza, quien “adiestra nuestros manos para el combate” (Sal 144,1). Quienes han participado en grupos de oración, han comprobado una y otra vez, el poder que tiene orar, y además la paz que deja en el corazón ponerlo todo en manos de Dios.

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Dice el Salmo que responde a la Primera Lectura: “La mirada dirijo hacia la altura de donde ha de venirme todo auxilio. El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121, 1-2).

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XXX Domingo del Tiempo Ordinario DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones)

La bondad del Señor

El Dios en quien no creo’, tenía por título un librito viejito y polvoriento que estaba en uno de los libreros de casa de mis papás. Llamaba la atención que hubiera una obra

aparentemente atea en un hogar católico, pero en realidad no era lo que parecía. Su autor era creyente, y planteaba algo muy interesante: que cuando la gente dice no creer en Dios, habría que preguntarle ‘¿en qué Dios no crees?, ¿qué características le atribuyes?, ¿cómo te imaginas que es?’, porque la respuesta casi siempre evidencia que la gente tiene una noción de Dios como un ser castigador, injusto, o que la ha decepcionado porque no actuó como ella quería, cuando ella quería, y entonces piensa que o a Dios no le importa el ser humano o no tiene poder para cambiar las cosas, en cuyo caso, no le interesa creer en Él. Una persona de fe que descubre que alguien dice no creer en Dios porque tiene una imagen distorsionada de Él, bien puede decirle: ‘en ese Dios tampoco yo creo’, y aclararle cómo es el Dios en el que cree, el que nos ha revelado Jesús. Viene a la mente otro libro, publicado recientemente, que trata sobre un apostolado llamado ‘Evangelización católica callejera san Pablo’ (‘St Paul Catholic Street Evangelization’), que recopila los testimonios de personas que se dedican a evangelizar en calles y parques en diversas ciudades de EUA

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Su estrategia es buscar un sitio concurrido, al aire libre; poner una mesita con Rosarios, medallas y folletos católicos, y, a quien pase por allí ofrecérle alguno gratuitamente, con una sonrisa, y preguntarle si tiene alguna duda, o si tiene alguna intención por la que quiera rezar. Es un estilo de evangelización no agresivo. No son como esos predicadores que van por la calle con voz atronadora y dedo flamígero anunciando el fin del mundo y exigiendo la conversión de los pecadores, sino que simplemente están allí por si alguien desea acercarse, y a quien lo hace lo hacen sentir acogido, y le ofrecen de obsequio un Rosario y un folleto que explica cómo rezarlo. Mucha gente acepta el regalo y se detiene a conversar, lo que les ha permitido a ellos darse cuenta de que son las ideas equivocadas que la gente tiene acerca de Dios, las que la han hecho no interesarse en averiguar si existe o no querer acercarse a Él. Por ello, su labor consiste en hacerles ver que Dios es amor, animarlos a descubrir Su misericordia y dejarse abrazar por Él a través de Su cuerpo que es la Iglesia. Ahora que celebramos el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones), es importantísimo apoyarlas con con nuestros donativos y nuestras oraciones, sobre todo en estos tiempos en que muchos misioneros en países musulmanes sufren terribles persecuciones. Pero también nosotros estamos llamados a misionar, a evangelizar a la gente que forma parte de nuestra comunidad, y para ello nos puede servir de ejemplo lo que hacen los del apostolado de san Pablo, y de inspiración la frase del estribillo del Salmo 67 que se proclama en la Misa dominical: “Que todos los pueblos conozcan Tu bondad”

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Ser misionero no requiere irse lejos, puedes hacerlo con quienes están a tu alrededor. Sólo necesitas atreverte a compartirles gozosamente tu propia experiencia, tu testimonio de fe, para que queden animados, intrigados, invitados a abrirse a la gracia, hacer la prueba y comprobar qué bueno es el Señor.

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XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

¿Dignos o indignos?

Quién los entiende?’, preguntaba una amiga, desconcertada por la aparente contradicción de que por una parte, hablemos de la gran dignidad que tenemos

como hijos de Dios, y, por otra parte, nos reconozcamos indignos del amor de Dios, de todos los dones que nos da, y de la salvación que nos ofrece . ‘Por fin, ¿somos dignos o somos indignos?’, cuestionaba. Habría que responder como decimos popularmente en México: ‘asegún’, es decir, depende de lo que se entienda por ‘digno’, y en cuestiones de fe, cabría entenderlo, al menos de dos modos. Por una parte, ‘digno’ significa que posee ‘dignidad’, que es definida por el diccionario como ‘valor’, y en cristiano, se entiende esa ‘dignidad’, como el valor que tiene un ser humano por haber sido creado por Dios, a imagen y semejanza Suya, y, cuando se trata de un bautizado, el valor que tiene como hijo de Dios. Por eso los católicos consideramos que todos los seres humanos poseen una dignidad que no depende ni de las circunstancias, ni de quienes los rodean, ni de su conciencia, salud, condiciones de vida, cualidades o defectos. Y por eso defendemos la vida del ser humano desde su concepción hasta su fin natural, independientemente de que sus

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padres hayan o no querido concebirlo, o viva en circunstancias difíciles, o padezca alguna enfermedad que lo prive de sus facultades. Su dignidad es irrenunciable, irremplazable, inalienable, le viene de Dios. Por otra parte, ‘digno’ también significa ‘merecedor’. Y es así como se entiende cuando decimos que no somos dignos de lo que Dios nos da. Queremos decir que no lo merecemos, que no hicimos ningún ‘mérito’ para que Él nos regalara la existencia, nos colmara de dones y bendiciones, entregara Su vida para salvarnos y nos invitara a pasar con Él la eternidad. Así se entiende también cuando decimos que no somos dignos de Su perdón, de Su amor, que no somos dignos de recibirlo en la Eucaristía (de hecho lo decimos justamente antes de comulgar). No es falsa modestia ni baja autoestima, es simplemente un reconocimiento de que todo, absolutamente todo lo que somos y tenemos, nos viene de Dios por pura gracia Suya, por pura misericordia, lo cual ha de movernos a captar y agradecer Su generosidad y bondad, y a tratar de corresponder, en la medida de nuestras posibilidades, para mostrarle nuestro gozoso agradecimiento, y que no echamos en saco roto lo que nos da. Es el sentido que le da san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver 2Tes 1, 11-2,2), cuando dice: “Oramos siempre por ustedes, para que Dios los haga dignos de la vocación a la que los ha llamado”. En otras palabras nos está diciendo: sin que lo merecieran, Dios los ha llamado, les ha dado una vocación; pedimos por ustedes para que se hagan merecedores de ese regalo, para que lo ejerzan, lo aprovechen, lo hagan fructificar.

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El punto de reconocernos indignos no es ir a llorar a un rincón sintiéndonos menospreciados, todo lo contrario, es sabernos incondicionalmente amados, y gozarnos en la certeza de que el amor de Dios no depende de nuestros méritos, y por eso no podemos perderlo. En uno de mis textos favoritos de la Sagrada Escritura, que me gusta leer y releer porque es un maravilloso consuelo para el alma dice el Señor: “los amaré aunque no lo merezcan” (Os 14, 4). Como se ve, no es una contradicción decir que somos, a la vez, dignos e indignos. Somos dignos, porque tenemos la dignidad de ser hijos de Dios, y somos indignos, porque no hay nada que pudiéramos hacer para merecer Su amor y la salvación. Y hemos de recibirlos, disfrutarlos, aprovecharlos y agradecerlos con la conciencia de no merecerlos, de que son puro don.

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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

El Purgatorio, ¿invento o realidad?

uando alguien muere, quienes van a dar el pésame a los deudos, suelen decirles, para consolarlos, que su difunto: ‘ya está en el cielo’, pero eso en realidad no

pueden afirmarlo. Fuera de los santos, de los que consta porque Dios concede milagros por su intercesión para confirmarlo, de nadie podemos asegurar que esté en el cielo. ‘¡Pero si era re buena gente el difuntito, cómo no va a estar en el cielo!’, dirá alguno. A ello cabe responder dos cosas: La primera, es que no podemos juzgar sólo por apariencias. Nosotros nada más vemos lo de afuera, pero el Señor conoce el interior. Nosotros vemos las obras de alguien y pensamos que de seguro se fue al cielo sin tocar barandas, pero Dios, que ve los sentimientos, apegos y pecados más ocultos, puede considerar que esa persona todavía tiene mucho que purificar. La segunda es que no basta ser ‘buena gente’ para entrar al cielo, ¡hay que ser santo!

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Y es que no es cualquier cosa poder disfrutar para toda la eternidad la felicidad plena, en presencia de Dios, en compañía de María, y de todos los santos y santas!, ¡no podemos acceder así como así a semejante premio y compañía! Al igual que en aquella parábola que contó Jesús, del rey que invitó a todos a su banquete, pero corrió al que no llevaba traje de fiesta (ver Mt 22, 1-14), así también al cielo no será admitida el alma todavía imperfecta. Y si alguien plantea desconcertado: ‘¿cómo que no todos vamos a ir al cielo? ¡Pero si Dios es muuuuuy misericordioso!’ Hay que contestarle: Sí, pero también es Justo. Y aunque, como dice la Primera Lectura del domingo pasado, Él aparenta “no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de arrepentirse” (Sab 11, 23), llegará el día en que juzgue a cada uno “según sus obras” (Rom 2, 6). La Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver 2Mac 7, 1-2.9-14), el Salmo (del Sal 17), y el Evangelio (ver Lc 20, 27-38), nos dan la certeza de que resucitaremos, pero no nos dan la certeza de que iremos al cielo. Cuando muramos tendremos que enfrentar el juicio de Dios, tras lo cual habrá tres posibilidades: En el caso excepcional de quien muera en estado de gracia, y habiendo purificado en este mundo lo que tuviera que purificar, su alma irá derechito al cielo. Sucedió con Juan Pablo II y Teresa de Calcuta. En el extremo opuesto, está el otro caso, que ojalá fueran también excepcional, de quien estando en pecado mortal (falta grave que se comete con pleno conocimiento y pleno consentimiento), muera sin arrepentirse ni reconciliarse con Dios. Él no lo obligará a pasar la eternidad en Su compañía. Irá a la condenación eterna, a la más espantosa soledad y tiniebla.

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Pero en medio hay una tercera posibilidad: la de quien muera en amistad con Dios, pero todavía con apegos e imperfecciones que deba purificar, y culpas que deba expiar. Su alma pasará por el ‘Purgatorio’, que no es propiamente un lugar, sino un proceso, que la preparará para poder entrar el cielo. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la existencia del Purgatorio es una ‘verdad de fe’ revelada por el Espíritu Santo y sustentada en la Sagrada Escritura (ver 2Mac 12,46; Mt 5, 25- 26; 1Cor 3,15; 1Pe 1,7), de la que, como católicos, no podemos dudar (ver C.E.C. #1030 - 1032). A muchos santos y santas se les ha concedido ver en visión el Purgatorio, y dicen que aunque allí las almas gozan sabiendo que irán al cielo (pasaron, como dicen los estudiantes ‘de panzazo’), sufren mucho porque ya quisieran ver a Dios. Por sí mismas no pueden salir, pero nosotros sí podemos ayudarlas, orando por ellas y ofreciendo Misas, indulgencias, Rosarios. De hecho, la Iglesia dedica todo el mes de noviembre a orar por las ánimas del Purgatorio. Su purificación se parece a lo que sucede cuando un artesano acrisola un metal precioso al fuego. Se mantiene al pendiente, y sabe que está listo cuando puede verse reflejado en éste. Así pasa con las almas del Purgatorio. Aquel que a Su imagen y semejanza las ha creado, las acrisola allí, hasta que recuperan su pureza y puede verse en ellas reflejado.

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XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

La respuesta de Dios

Si Dios te permitiera que lo entrevistaras y le hicieras una sola pregunta, ¿qué le preguntarías?’

Ante esta posibilidad, la gente sale con toda clase de ocurrencias, algunas conmovedoras, otras chuscas, pero hay una en la que, con variantes, muchos coinciden: le cuestionarían el por qué de una situación difícil que han vivido o que están viviendo, le preguntarían: ¿cómo es posible que, pudiendo impedirlo por ser Todopoderoso, la permitieras? Mucha gente culpa a Dios por todo lo malo, habido y por haber. Al parecer imaginan que se la pasa en el cielo, viendo hacia abajo, ideando a quién enviarle alguna desgracia, sólo por entretenerse en algo. Pero Dios no es así. Y hacerle semejante pregunta sólo demostraría dos cosas: la primera, que no hemos comprendido que nosotros somos creaturas, limitadas por el tiempo y el espacio, y no podemos pretender conocer o entender los designios de Dios, porque nos sobrepasan totalmente.

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En la extraordinaria entrevista que Benedicto XVI concedió recientemente a Peter Seewald, y que aparece en su nuevo libro ‘Last Testament: in his own words’ (quién sabe cómo le van a poner de título en la edición en castellano, pero la traducción literal es: ‘El último testamento: en sus propias palabras’), dice el Papa emérito que cuando uno no entiende algo de Dios, por ejemplo, cierto texto de la Sagrada Escritura, debe recordar que uno es demasiado pequeño, que no se supone que deba entenderlo todo. Tiene razón. Aquí sucede como cuando un nene le hace a su papá una pregunta y éste le contesta diciéndole: ‘todavía estás muy chico para entender esto, lo entenderás algún día’. Igual nos podría decir Dios: ‘todavía no podrías entender lo que me estás preguntando, lo entenderás algún día.’ La segunda cosa que demuestra querer hacerle esa pregunta a Dios, es cierta falta de confianza en que Él hace todo para bien. Preguntarle por qué hace algo, da a entender que cabría esperar una respuesta distinta, pero no la hay. Dios siempre hace todo para bien. Lo deja claro en la afirmación que nos presenta la Antífona de Entrada de la Misa dominical. Es una pena que probablemente a mucha gente le pasará desapercibida, pues como en domingo suele haber canto de entrada, éste sustituye dicha Antífona. Pero vale la pena prestarle atención, porque en ella Dios revela Su verdadera intención: “Yo tengo designios de paz, no de aflicción”. El texto bíblico de donde está tomada es tan bello, que vale la pena citarlo completo:

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“Qué bien me sé los pensamientos que pienso sobre vosotros, palabra del Señor, pensamientos de paz, y no de desgracia;, de daros un porvenir de esperanza. Me invocaréis y vendréis a rogarme, y Yo os escucharé. Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros, palabra del Señor...” (Jer 29, 11-14a). Aquel en quien no hay engaño, nos está diciendo lo que realmente tiene pensado para nosotros, lo que hay en Su corazón, lo que anhela darnos: paz, no aflicción; un porvenir que nos llene de esperanza. En el citado libro, afirma Benedicto XVI: “cuando uno dice: ‘¿cómo puede un Dios amoroso permitir eso? ...Entonces uno debe mantener firmemente, en fe, que Él sabe lo que es mejor”. Para todos nuestros cuestionamientos, Dios tiene una sola respuesta y nos la da a cada instante, en cada oportunidad, a través de Su Palabra, de los Sacramentos, de la comunidad: que nos ama; que por amor nos creó y por amor nos mantiene en la palma de Su mano, y que todo lo hace y lo permite buscando un único objetivo: que nos deshagamos de apegos, de ataduras, de todo lo que nos sobre o estorbe para alcanzar la santidad, porque quiere pasar con nosotros la eternidad.

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Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

Y nada a media luz

‘Y todo a media luz...’

Así decía la letra de un famoso tango que cantaba el no menos famoso Carlos Gardel, a principios del siglo pasado. Como propuesta romántica, tal vez sea bonito que todo esté medio oscurito (aunque yo tenía un tío que nunca quiso invitar a mi tía a cenar a la luz de las velas porque decía que así no veía si había una mosca en la sopa), pero para poder realizar todo en la vida, hace falta la luz. También, y sobre todo, en un sentido espiritual. Dice san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Col 1, 12-20): “Demos gracias a Dios Padre, porque nos ha hecho capaces de participar en la herencia de Su pueblo santo, en el reino de la luz. Él nos ha liberado del poder de las tinieblas, y nos ha trasladado al Reino de Su Hijo amado”.

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Es muy rica la comparación entre la luz y el Reino de Dios, se presta para profundizar y encontrar nuevas vetas para reflexionar. La luz nos permite ver cómo somos, dónde estamos, a dónde vamos, qué hacemos, y nos permite también ver, conocer y reconocer a los demás. También el Reino de Dios nos permite ver cómo somos, aprender a vernos como Dios nos ve, con claridad, pero también con misericordia. Nos permite ubicar dónde estamos, siempre en las manos amorosas de Dios, y a dónde vamos, a contemplar nuestra vida como un camino que nos lleva al encuentro del Señor. Nos permite valorar lo que hacemos, si contribuye o no a edificar el Reino. Nos permite ver a los demás como habitantes del mismo Reino. Dice Pablo que Dios nos “trasladó del poder de las tinieblas”, es decir, nos rescató de la oscuridad, nos libró de ir por la vida sin saber que somos hijos de Dios, sin encontrarle sentido a lo que vivimos, sin darnos cuenta de que quienes nos rodean son nuestros hermanos. Él ya nos trasladó a la luz, nos toca ahora a nosotros aprovecharla, y no añorar ni regresar a las tinieblas. Tampoco tratar de armonizar la luz con la oscuridad, tener un poquito de cada una, pasar de una a otra como nos convenga, vivir, como cantaba Gardel, ‘a media luz’, dejarnos seducir por el mundo que nos ofrece toda clase de luces falsas, nos anima a aceptar las tinieblas, y nos quiere convencer de que es luz lo que en realidad es oscuridad.

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En este domingo en que concluye el año litúrgico con la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, recordemos que Él afirmó: “Yo soy la Luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12), y pidámosle a nuestro rey Jesús que nos ilumine con Su amor, alumbre nuestros pasos con Su Palabra, nos encienda por dentro en cada Eucaristía, y nos ayude a elegir sólo aquello que nos permita edificar y habitar Su Reino de luz.

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OBRAS DE ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

Libros publicados por Ediciones 72:

PARA ORAR EL PADRENUESTRO (Reflexionar y orar sobre cada frase del Padrenuestro)

POR LOS CAMINOS DEL PERDÓN Disponible también en MP3 (Guía práctica para lograr perdonar).

SI DIOS QUIERE Guía práctica para discernir la voluntad de Dios en tu vida

CAMINO DE LA CRUZ A LA VIDA (Reflexiones sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús)

VIACRUCIS DEL PERDÓN (Recorrer las catorce estaciones caminando hacia el perdón)

VIDA DESDE LA FE (50 Reflexiones para aterrizar la Palabra de Dios en tu vida diaria)

IR A MISA ¿PARA QUÉ? Guía práctica para disfrutar la Misa

DOCENARIO DE LA INFINITA MISERICORDIA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS (Doce meditaciones sobre la Misericordia Divina)

¡DESEMPOLVA TU BIBLIA! Guía práctica para empezar a leer y disfrutar la Biblia

¿QUÉ HACEN LOS QUE HACEN ORACIÓN? Guía práctica para empezar a orar y a disfrutar la oración

Otras publicaciones

El PAPA TE INVITA A REZAR SU ORACIÓN FAVORITA Carta Apostólica 'Rosarium Virginis Mariae', de SS Juan Pablo II sobre el rezo del Santo Rosario, resumida y comentada por Alejandra Ma. Sosa E. (publicada por la Arquidiócesis de México y por Ediciones EVC no.259 EL PAPA TE HABLA DE LA MISA La Carta Encíclica 'Ecclesia de Eucharistía' resumida y comentada por Alejandra Ma. Sosa E. Publicada por la Arquidiócesis de México Obras de AMSE disponibles gratuitamente en www.ediciones72.com COLECCIÓN ‘Vida desde la fe’, volúmenes 1, 2, 3, 4 y 5 COLECCIÓN ‘La Palabra ilumina tu vida’, volúmenes: ciclos A, B, y C COLECCIÓN ‘Lámpara para tus pasos’, volúmenes: ciclos A, B y C COLECCIÓN ‘La Palabra del Domingo’, volúmenes: ciclos A, B y C, CURSO DE BIBLIA SOBRE HECHOS DE LOS APÓSTOLES CURSO DE BIBLIA SOBRE EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO CURSO DE BIBLIA SOBRE EL EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS Conócelos en www.ediciones72.com