aleja de mi tu espada

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PREMIO NACIONAL DE CUENTO EFRÉN HERNÁNDEZ 2010 Ricardo García Muñoz Aleja de mí tu espada PREMIOS NACIONALES

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Cuentos con tema histórico.

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Premio NacioNal de cueNto efréN HerNáNdez 2010

Ricardo García Muñoz

Aleja de mí tu espada

premios NacioNaleS

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premiosNacioNaleS

AlejA de mÍ tu espAdA

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fotografía de cubierta: d.r. © tonatiuh mendoza diseño de colección y cubiertas: tonatiuh mendoza

la presente obra obtuvo el Premio Nacional de cuento efrén Hernán dez, 2010. el jurado estuvo integrado por roberto Bravo Beltrán, Óscar de la Borbolla y José antonio Hernández García.

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EDICIONES LA RANA

Aleja de mí tu espada

Ricardo García muñoz

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García Muñoz, Ricardo. Aleja de mí tu espada.Ediciones La Rana/Guanajuato/2011. 96 pp.; 13.5 × 21 cm.(Colección Premios Nacionales)ISBN 978-607-8069-20-01. Literatura. 2. Literatura mexicana. Cuento.3. Literatura. Escritores de Guanajuato. Ricardo García Muñoz. xIx Concurso Nacional de Cuento Efrén Hernández.

LC PQ7419.36G372011 Dewey M808. 301 Gar212

del texto: d.r. © ricardo García muñoz

de esta edición: d.r. © edicioNes la raNa instituto estatal de la cultura de Guanajuato Paseo de la Presa núm. 89-B 36000 Guanajuato, Gto.

Primera edición en la colección Premios Nacionales, 2011

impreso en méxicomade and Printed in mexico

isbn 978-607-8069-20-0

ediciones la rana hace una atenta invitación a sus lectores para fomentar el respeto por el trabajo intelectual, es por ello que les informa que la ley de derechos de autor no permite la reproducción de las obras artísticas y científicas, ya sea total o parcial –por cualquier medio o procedimiento–, a menos que se tenga la autorización por escrito de los titulares del copyright o derechos de explotación de la obra.

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Para Merit, con quien todo comenzóPara Natalia con beso de conejoPara Sara con labios de algodón

Para Ana Elena Muñoz Guerrero, la hacedora,mi cómplice, y su infinito amor

que no pude volver cuento

In memoriam

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Benditas sean las bajas pasionesque no se rajan cuando pintan sables, los labios que aprovechan los rincones

más olvidados, mas inolvidables.

JoaquíN SabiNa, Benditos malditos i

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salmo feminal

Apenas expulsó al neonato, un dolor le atravesó la co-lumna vertebral como relámpago en vena. La sangre salió como si María Todos los Santos tuviera una fuente de agua abierta en las entrañas. La criatura quedó varada en el petate revuelto en un fango negruzco. Colgando de un cordón umbilical grisáceo y húmedo. Cortó el pedazo de carne de un jalón y su llanto hizo que los murciélagos del campanario chillaran con espanto. Cuando caló con los dedos la punta de la espina de maguey, todos los recuer-dos se le vinieron encima como una losa de pesares.

El aire marino y las gaviotas del puerto de Veracruz aquella madrugada de Pascua Santa de Resurrección salaron los labios de María Todos los Santos. Acarició el aire oceánico del puerto y sintió que su vocación de monja era la disposición correcta; cuando el designio divino se impostó en el puerto de Cádiz en forma de una paloma negra, en la esquina del campanero.

Una turba de mestizos que se acercaron a ofrecer ro-mero y valeriana la abrumaron con empujones, los más taimados le besaban el crucifijo de madera, le jalaban el hábito, se abalanzaban a la sayuela en busca de reales. Todo aquel que desembarca lleva consigo algo de plata. María Todos los Santos estaba absorta con el espectáculo

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abrumador de la nueva España. Pisar el continente para secularizarse en la tierra nueva.

Entre los primeros filos de sol, pudo advertir la pre-sencia de sor Albina, la guía asignada por la orden de las capuchinas, que a empujones se abría paso entre los saltapatrás y notentiendo, entre la indiada de marchantes con verduras y frutas multicolores. Le hizo una reverencia y María Todos los Santos contestó: “El señor esté con vos” y caminó tras de Albina, quien la condujo hasta una carreta de mulas. Sobre el estribo, con una mano en el pescante, María Todos los Santos miró por última vez el puerto de Veracruz coronado por la bruma. Los primeros rayos de sol dejaban una nata sobre las puntas de la iglesia que parecía detener el trajín de las bestias y apaciguar un mar profundo. Libró el guardabarros y se fue a sentar junto a Martín de Lozano. Un ebanista que tenía la enmienda de arreglar un Cristo deteriorado por las llamas de un incendio en la noche de san Juan.

Escuchó el arre del conductor y de un jalón comenzó a andar por los caminos de la Nueva España. El toldo gruñía en cada salto como si una fuerza extraña lo hun-diera cada metro adentro de esa tierra indómita. María de Todos los Santos comenzó a rezar la novena de la salvación. Tomó un rosario de plata para contar las ple-garias santas. Al final de cada misterio, como una oleada fría recitaba que “La espiritualidad de nuestra Orden es vivir el santo Evangelio de nuestro señor Jesucristo, en pobreza, castidad y obediencia”. Albina hacía lo propio. Con la tez fija en el cubo de metal del carruaje, inmersa en la oración, no articuló palabra hasta que llegaron a la Villa de Reyes, donde le dijo que dormirían juntas, en el mismo petate. María Todos los Santos cerró los ojos. El viento helado del Popocatépetl derrapaba entre los poros

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del hábito y se clavaba con pequeñas esquirlas de vidrio sobre la piel rosada.

En la claridad de la noche, se alzaba una columna de humo. María Todos los Santos podía dibujar en la pilastra a Gonzalo de Pelayo retorciendo el bigotillo para que se le crea un capitán maduro frente a la comitiva de obispos y sacerdotes. Respira hondo y deja a María Todos Los Santos irse al convento de Santa Rosa, convencido de la santidad de sus arrobos místicos, de esos puentes divinos por los que había atravesado el umbral de su conciencia infantil desde los doce años; pero no fue sino hasta un año des-pués que Gonzalo de Pelayo comprendió el mensaje del Altísimo, cuando en un viaje al puerto de Santa María, su hija desfalleció en brazos de su madre para detallarle el color acerado de los ojos de la virgen de la Macarena y las palabras que ésta le pronunció en el trance: fe y espe-ranza. Sorprendido, no vaciló en entregarla al convento como sierva de Dios. Dando, no sólo lo más amado, sino toda una vida proba y santa de su hija María. Gonzalo de Pelayo estaba convencido que en tierra yerma y salvaje sanaría a los espíritus seducidos por el maligno. Apenas le sacudió la cabeza torvamente y le besó la mano para dejarla subir al barco. Pero la tentación acompaña a los puros de corazón poniendo a prueba una y mil veces la fe. Un ruido entre el establo hizo que interrumpiera el adiós de su padre.

Martín el ebanista llegó alcoholizado al pajar. El hom-bre, que era un caballero, había olvidado al par de reli-giosas con las que compartía cama de paja. Se quitó las franelas, las ropas y las botas. La luz que le llenaba de vida trazó un cuerpo cicatrizado y henchido de músculos. Un cuerpo firme que parecía resistir el frío mientras se cubría con la zalea de borrego. Las tetillas erectas fueron

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una imagen que hizo sudar a María Todos los Santos. Supo entonces que era una prueba. Aunque también un motivo de flagelación. El diablo ardía en su cuerpo. Eran tantas las imágenes nuevas que se había hecho imposible detener el calor interno, del bajo vientre, cuando Martín se denudaba. Se levantó a rezar, pero no estaba el alivio ni el sentimiento de desprecio por la carne. Confundida, María de Todos los Santos arremetió contra los ojos. Qui-so quitar la mirada, la imagen, el recuerdo, el abdomen compacto de aquel hombre para que sus ojos no volvieran a penetrar donde no se puede, a la vida del otro. Sin idea para el castigo, sólo atinó en no dormir, en no cerrar los párpados, en acompañarse de la vigilia observando sin pestañear al Cristo del rosario.

Anduvieron algunas leguas entre valles y cerros que serpenteaban el camino. Al acercarse a una barranca, el carretero comenzó a inquietarse con el olor que asediaba la vereda. Cuando logró salir de una curva, en el primer descampado, hallaron una hilera de cuerpos colgados de una rama de sauce llorón. Olía a huevo podrido, como si salieran demonios de la carne putrefacta. El mulero detuvo el carruaje. Era uno de esos avisos bizarros de la Corona española. Un castigo para los malhechores. Se acercó entre los colgados para ver si encontraba oro, pero no corrió con suerte y se dirigió a la espalda de un árbol para orinar. El ebanista, con el paisaje macabro al frente, perdió la sonrisa.

Un pelotón de Dragones irrumpió en el descampado. Pronto fueron rodeados por una fuerza de caballería que los tomó de sorpresa. La polvareda confundió al ebanista, que trató por todos los medios de mostrar su inocencia. El espanto lo invadió. El capitán de la cuadrilla llegó a trote, alzó la espada y de un solo tirón cortó la cabeza de Martín

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de Lozano. El cuerpo se movía con los últimos estertores. Albina y María Todos los Santos permanecieron dentro del carruaje, cegadas ante los acontecimientos del exterior. Rezaban. Luego todo fue oscuridad.

María Todos los Santos se levantó en la madrugada. Le urgía confesarse. Los soldados estaban alrededor de una fogata. Babeantes. No recordaba nada de lo ocurrido, era una espesa nata de olvido, un extremo cansancio por el cuerpo. Albina parecía dormida, aunque la verdad estaba muerta, no supo si en el zafarrancho alguno de los soldados la había matado. Por desgracia las imágenes no llegaban hasta el hueco cavernoso donde María se hallaba sentada, pero alcanzó a distinguir una voz limpia, de entonaciones graves, un poco aguda y segura de su rango. Un capitán o teniente. Las piernas desnudas, flacas y finas tocaban una capa de soldado teñida de sangre. El hábito estaba roído; sus labios mordisqueados, rotos, hacían que cada padrenuestro fuera un suplicio. El cuerpo de Albina esta-ba intacto. Nadie la había tocado. Se acercó hasta donde estaba la monja y encontró unas cuencas oculares sin ojos. De cerca miraba con claridad. Una claridad que no deseaba en ese momento. Se cubrió con la capa y en una esquina comenzó a tiritar por el frío y el miedo.

Entró el capitán. Un hombre de modales lacios, pero firme en su convicción de someter a rebeldes. Le arrimó chocolate caliente. María Todos los Santos alcanzó a ver al hombre revestido con pesados ornamentos, una casaca bordada de oro y los escudos de la Corona ceñidos a una tela gruesa. Desabotonó la charretera de su hombro y como si se hallara frente a una audiencia y fuera todo un caballero, hizo una caravana a la religiosa. Sin importar-le el frío se lanzó sobre la monja antes de que escapara. Nada más fácil que satisfacer la curiosidad del capitán,

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en menos de cinco minutos estaba de pie. María Todos los Santos tuvo un embeleso demoniaco. Una cercanía carnal con entes que brotaban de su más ligera piel. María Todos los Diablos.

La monja se quedó varada en el filo del desencanto. Cuarenta y ocho horas después había llegado a un punto culminante, el convoy de soldados tuvo que seguir con la rutina a trote. Cinco hombres comenzaron a desmontar el campamento. El capitán se le acercó en punto del amane-cer. La cubrió con una frazada. Le calmó el llanto con una mano en las mejillas. La niña se sintió avergonzada. Una vez que de la hoguera salió la última humareda y los hom-bres se formaron en línea, miraron la escena satisfechos; el capitán no logró desprenderse de la mirada pegajosa de María Todos los Santos que lo siguió durante el viaje.

La trepó al cuatralbo. Y la escoltaron al primer convento cercano, un convento de franciscanos que se erigía en la Villa de Reyes. Era una reacción humana. Tan humana como regresar a casa después de once mil kilómetros de viaje. Se sentía alegre, convencida de cumplir con un mandato divino, la adversidad, el miedo, los llantos.

El escalofrío que le recorrió la espalda fue como un látigo envenenado. Algo quedó roto en la penumbra del monte, pero algo había traído consigo. De inmediato María fue a dar hasta la capilla, a dedicarse a la adoración silencio-sa, a la plegaria y al claustro de sus pensamientos. Una imagen despostillada de san Roque clavaba una mirada de madera. Sin piedad, las erupciones del recuerdo co-menzaron a hacer una hinchazón en la memoria. No podía quitar el antes y el después. El capitán estaba presente como el tatuaje de las reses en la pierna. El olor a carne quemada, no por un hierro sino por un acto demoniaco el cual tuvo que vencer.

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Los arrobos comenzaron a quitarle el semblante juvenil. El primer ejercicio de éxtasis celestial en la tierra nueva la condujo a un sueño profundo. Había orado varios días en la capilla apenas sosteniéndose erguida frente a todos los santos. La muesca de valor estaba perdiéndose entre una vigilia tardía y un sueño incómodo. Las aves que atravesaban el cielo del convento apenas le indicaban la hora imprecisa de su revelación.

Luego de tres semanas de no haber estado consciente, María Todos los Santos encalló en el arrecife de una realidad que le tundía los horribles claroscuros de la supervivencia. Los sueños líquidos, metálicos, azulados a los que se enfren-taba durante las ausencias eran extrañas premoniciones, pruebas que hacían enfermar la nueva fe. Los amaneceres criollos, con extraños seres colorados, púrpura, de manos grandes y pesadas, con cuerpos almendrados y colores bri-llantes de la tierra nueva, la hacían salir del mundo de las ensoñaciones como caballo desbocado. Comía escasamente antes de caer en otro trance, que la llevaba directamente a un estado de gracia, sin escalas ni alarmas.

El cuerpo cansado dio paso a una recuperación mila-grosa. Habían transcurrido cuatro meses en los que Ma-ría Todos los Santos fue despeñándose en vacilaciones e imágenes. Todo lo que no podía recordar eran esos cuatro meses de arrobos y falta de juicio, apenas construidos como meros tapices de una vida rota. Cuando pudo in-corporarse sin que su conciencia fuera arrebatada por los misterios y los sueños, vio un cuarto con una cama de paja. Sus pies eran jirones de piel. Las manos tenían heridas hechas con los filos de un Cristo que estaba a su lado. Interpretó la realidad como un mazazo en la cabeza. Estaba sola. Había sido una mala época. El calor empeza-ba desde muy temprano pasando por la hendidura de un

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ojo de buey. La campiña del valle estaba imposible por los zumbidos de moscardones, el estampido de yuntas, de la reverberación de los pájaros, y de la multitud de niños y perros que buscaban el agua cristalina del río.

Dos horas más tarde, María recibió la visita de un fraile de modales hoscos y cara agria. Caminó entre el pequeño cuarto haciendo una inspección de rutina. Le tomó la frente para cerciorarse que la fiebre había cedido. Le preguntó su nombre. El fraile la miraba con recelo. María Todos los Santos había estado pregonando sus aventuras oníricas, así que había confesado varios pecados al ritmo de sus pesadillas. Sólo una noche antes había narrado episodios de una lucha con demonios. Había usado una lengua viperina, había azotado al exorcista. Sin embargo el fraile constataba, como nunca antes, que la religiosa estaba en sus cabales. Le pidió que rezara el padrenuestro. Al finalizar el religioso se sentó para explicarle que ella tenía la gracia de comunicarse con Dios. Que era arrobada por luces y que combatía a demonios. Que habían pasado muchas lunas con arrestos y litigios en trance. Desde que había llegado al convento, llevada por un piquete de soldados, no detuvo sus oraciones y vigilias. Había hecho milagros y patentizado la fe en un pueblo en el olvido.

María Todos los Santos sólo podía asombrarse. Su hu-mildad la tranquilizaba. Pero había una cosa, una pesa-dumbre que consternaba a los superiores religiosos de la orden. El crecimiento del vientre. En cuatro meses había aumentado paulatinamente, a pesar de la dieta de pan y agua. Lo más seguro era que estuviera preñada. Y eso constituía un problema mayor para el convento.

El religioso salió de la celda y María Todos los Santos quedó varada en la orilla de sí misma. Con los dedos tocó el vientre, un monte apenas perceptible. La certidumbre

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de un presente agonizante la hizo recular con un impulso generoso; se levantó, caminó por un pasillo oscuro que daba a la enfermería, hizo una parada y miró una hilera de pomos y vendajes ensangrentados. Los cuartos de la hospedería quedaron sumidos en el último recuerdo, cuando llegó hasta el comulgatorio sólo un pensamiento colgaba de sus hábitos: escapar. Notó que las piernas le flaqueaban. Tenía los músculos contraídos a los huesos. Aceleró el paso a pesar de sus titubeos. Escuchó el llamado de la esquila para el rosario de las doce, y aprovechó para salir por la puerta reglar del convento.

Caminó por la vereda que daba al río. Quería recono-cer lugares o cosas, pero su condición la ponía como si hubiese llegado ese mismo día a la tierra. Un arriero que jalaba una yunta de bueyes se le acercó para auxiliarla. Las manos prietas y correosas se brindaron para besarle la suya. La monja se apenó. “¡Lléveme al cuartel!”, dijo la religiosa con un nudo en la garganta. El hombre obedeció sin chistar. La tomó de la cintura para subirla a la grupa de la bestia. El hombre jaló el resto de la yunta y anduvie-ron por media hora entre la maleza y los huisaches secos. Una torre del fortín se besaba con unas nubes negras. A cincuenta varas estaba el puesto del centinela, que nomás escuchó el ruido de las bestias salió para cortar el paso. El arriero siguió a paso regular hasta detenerse frente al cabo. Negoció el paso dejando en prenda un animal. Otro soldado se subió a la carreta para llevarlos hasta la puerta del pabellón.

María, en el trayecto hasta el cuartel, fue encontrando el rostro del capitán en aquella noche despiadada. No estaba segura de los rasgos. Era confuso, frío, lleno de colores satinados por la luna; espejismos y reflejos saltaban de la laguna de la memoria al brillo de sol de esa mañana.

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Cuando recordó los ojos del militar, en un cíclope retorci-do, el rictus que se esparcía en un tráfago, como de dolor, como de angustia, como de placer al ir y venir encima de María. Sus ojos o el ojo, que se había clavado en el rostro aparecían como el recuerdo más consistente. Entre mil identificaría al capitán.

Al internarse en el cuartel, un olor a pólvora le llevó hasta un recuerdo bien claro, bien nítido de aquel hom-bre-demonio. La cicatriz en el pómulo. Una línea recta de la cuenca de la nariz a la oreja. Cuando apareció un lugarteniente, le pidió a María Todos los Santos que se identificara.

—¡Quiero ver al capitán! –dijo y estrechó la barbilla en el pecho. Miraba la polvareda. El soldado la condujo hasta las bancas que estaban a un lado de la barraca. Entró a un blocao.

Cuando apareció el lugarteniente luego de quince minu-tos, llevó a María Todos los Santos frente al capitán. Tras de un escritorio de nogal, el hombre miró a la religiosa, no había ninguna sorpresa. Aquel hombre no se inmutó. Había visto muchas estampas del odio, de la violencia, del horror. Había visto despojos humanos del mundo conocido. Alzó la ceja y el lugarteniente se retiró. Cuando estuvieron solos, el capitán le instó a que hablara, que dijera su cometido.

María Todos los Santos dijo que no tenía tiempo para más explicaciones. Se alzó los harapos para enseñarle sus piernas enjutas. Estiró más arriba el ropaje sayalesco para dejar a la vista la protuberancia de un vientre liso y redondo. Soltó la orilla de la ropa que cayó como telón de fondo. Sin más explicaciones, el capitán comprendió la visita. Del cajón extrajo una bolsa con monedas y la lanzó al suelo subrayando la mendiguez de la mujer.

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Ella miró caer la bolsa al piso y un piquete en el abdo-men la hizo convulsionar de rabia. No era momento para arrobos, así que se lanzó sobre el capitán, gastando las pocas energías que había concentrado para ese momento. Sobre el escritorio, ambos se enfrascaron en un abrazo que dolía fuertemente. Cuando el hombre la tuvo cerca, ojo con ojo, la mirada celestial de María le caló los galo-nes, la furia, el odio hasta ceder a una hembra herida. El capitán estaba dispuesto a expiar sus pecados. Los que alcanzaran. La mirada de María Todos los Santos fue una llama que calcinó su corazón.

Nulificado en la defensa, el hombre cedió ante la esca-ramuza de la monja. Golpes, rasguños, apretones débiles que apenas repercutían como blandos ecos en el unifor-me del militar. María Todos los Santos detuvo la metralla contra aquel hombre y miró su figura maltrecha en un espejo de la habitación. Era la ansiedad de quien reconoce sus pecados y ve aparecer figuras demoniacas. Otra vez María Todos los Diablos aparecía entre una bruma que le impedía articular razones. No había justificación, así que dejó fluir el calor por sus venas y recordó el puerto de Cádiz, la paloma negra que le indicó el camino y sus labios resecos cayeron en un abismo negro y caliente del pecho del capitán del que no salió hasta cinco meses después, cuando su conciencia parecía despertarse de un ahogo largo y pesado.

El fortín militar fue para María Todos los Santos un templo donde oficiaba una mística cuyas posesiones eran domeñadas por el pelotón para quitarse el miedo a la muerte. Dormía en la barraca, en un cuarto que diseñaron especialmente para ella; con una ventana que daba a la cúpula de la iglesia del pueblo y un petate. Cada mañana bebía chocolate caliente que le llevaba el recluta de cocina

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antes de marchar entre las filas del pelotón para exorcizar demonios; de esos que ella veía y que decía que habían quedado colgados en la refriega de las misiones militares por la Sierra Madre o por las llanuras infestadas por indios sedientos de venganza.

Las bajas de la milicia regular habían sido nulas desde las bendiciones y las limpias con crucifijos que procuraba a la tropa todas las mañanas. Emboscadas, ataques y reconquista de territorio fueron los resultados de los arro-bos con que María Todos los Santos se presentaba ante un nutrido puñado de fieles, que en un compás regular encomendaban su vida a los milagros de la monja.

El capitán celebraba la liturgia de los besos y las sábanas cada noche encima del petate. Antes del alba, salía hasta su barraca y aguardaba el toque de diana de las siete de la mañana para presentarse ante su pelotón.

Cinco meses fueron los que pasó María Todos los Santos en el cuartel. Sólo un momento pudo quedarse tan fijo en su memoria; y sería cuando al medio día de una tarde de sol recio y picante llegaron las instrucciones para reforzar la retaguardia del general Talamontes. La guerra no era un rumor, sino una necesidad.

El capitán entró al cuartel donde le esperaba María Todos los Santos. Agazapada en un sillón, con las mejillas rojas y una respiración entrecortada; contrahecha por la barriga de nueve meses de embarazo. Lo miró y supo que tendría que marcharse. La guerra estaba metida en sus ojos como una lucha constante y sincopada con él y su demonio de la guarda. Su mirada ardía. María pudo sen-tirlo. Al cabo de dos minutos de silencio, el capitán fue a sus brazos y le pidió la bendición.

Sólo pudo besarlo.Pasaron tres noches hasta que regresó un oficial de ca-

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ballería que diera las malas nuevas. La misión había fallado. En la retirada todos los hombres murieron entre el fuego cruzado de una emboscada. El capitán cayó primero.

María Todos los Santos pidió a un viejo militar que la llevara a suelo santo, no sin antes traer el petate de su habitación. El hombre la subió a la carreta y anduvo unas cuantas varas hasta la iglesia, donde se apeó, auxiliada por el viejo. Respiró hondo y le ordenó dejarla sola para pasar al tabernáculo cubierta con una manta en la cabeza.

En el altar mayor fue a arrodillarse frente a una figura de un Cristo de caoba. Cerró sus ojos y dejó fluir un sueño lento y negro.

La puerta de la sacristía estaba cerrada. Entonces vio las escaleras que dan al campanero. Trepó con dificultad los peldaños hasta que de la vagina comenzó a despedir agua. Dio a luz a una criatura que dejó en el petate. Luego de su acto de contrición, María Todos los Santos abrió sus manos y en vuelo regular se lanzó del cimborrio hasta el pórtico y dejó de escuchar los llantos de la criatura y los murciélagos.

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Índice

Salmo feminal 11Sueños líquidos 25Juego de niños 39La noche de la espada 49Parábola de la política 63Evítame la muerte 73Monstruosidades 83

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Para la elaboración de este libro se utilizaron los tipos Verdana 14/18; y, para el cuerpo de texto, Bookman old style de 10/14; el papel fue bond crema de 90 gr.

la impresión y encuadernación de aleja de mí tu espadafueron realizadas por Jesús aceves Hinojosa, José ramón ayala tierrafría, José román lópez y michel daniel rea Quintero en el taller del iec, en abril de 2011. formación: Héctor Hernández Godínezcuidado de la edición: luz Verónica mata González

el tiraje fue de 500 ejemplares.

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P r e m i o N a c i o N a l d e c u e N t o e f r é N H e r N á N d e z 2 010ISBN 978-607-8069-20-0

9 786078 069200

Atmósferas enrarecidas en las que a la tersura de la rutina le basta apenas un elemento extraño para ser trastocada

y generar conflictos inquietantes. Escenarios de basamento realista y fundamento histórico que sin embargo

son alterados por la bruma indistinguible del misticismo, de lo fantástico, de lo onírico o de la llana locura. Una

religiosa que se debate entre el frenesí carnal y el arrebato extático; un hombre que percibe imágenes y voces fantas-

magóricas del pasado que lo incitan a dar muerte al general Calleja, son algunos de los personajes que

trasiegan estas páginas y que se mueven en esa zona donde suele hallarse la mejor literatura: en la marginalidad.

Habitan, invariablemente, un punto de quiebre del que sólo les es dado librarse ya sea por medio de la expiación

o a través de un salto sin red al abismo.

Poseedor de una prosa decantada, exacta y sólida, de una voz honesta y de fuelle, en la más reciente camada

de narradores mexicanos la obra de Ricardo García Muñoz se desmarca, por peso propio, de los discursos predomi- nantes. Es en su atención por el valor justo del lenguaje,

así como en su reconocimiento en la tradición, desde donde, paradójicamente, logra lo que muy pocos: distan-

ciarse de la media y encontrar una notable originalidad.

Tryno Maldonado