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con amor y humor (Selección) Alberto Vogl Baldizón Nicaragua

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con amor y humor(Selección)

Alberto Vogl Baldizón

Nicaragua

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A mi querida hermana Yelba...

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INDICE

LoS ALemAneS en nicArAguA

Mis orígenes. Dos alemanes de Kempten ..........7

Los inmigrantes alemanes ...................................10

El primer casamiento mixto en Nicaragua ..........19

DeSArroLLAnDo eSte pAíS

Herramientas y formas de trabajo ......................24

Hombres de la Selva ............................................33

Trabajadores del mar ...........................................42

Pesos y medidas ...................................................47

nAturALezA

El calendario de la producción ............................57

Los árboles ...........................................................59

El ocotal la montaña y los indios .........................65

Nancites, jocotes, tigüilotes y más ......................72

Animales de mi tierra ...........................................80

Nuestros primos del bosque ...............................89

Aberraciones de la naturaleza .............................93

eL foLkLore

Comidas ...............................................................97

Costumbres ..........................................................103

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etniAS

Indios Yúcul ..........................................................109

Los sumos ............................................................116

ciuDADeS y pueBLoS

Managua, los puestos, el Mercado San Miguel y las direcciones ............120

La ciudad de los puestos .....................................126

El Mercado San Miguel ........................................130

¿En qué calle vivís? ...............................................136

El viejo Matagalpa, la Cruz de Cerro Largo y la emprendedora ciudad ...................................140

La leyenda de la Cruz del Cerro Largo ................146

La emprendedora ciudad ...................................147

Niquinohomo ......................................................152

Glosario ......................................................................158

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Nicaragua con amor y humor

Los alemanes en Nicaragua MIs orígENEs. Dos alEMaNEs DE KEMptENMis nietos, recordando el profundo conocimiento que tengo de la historia de las fincas cafetaleras fundadas a fines del siglo pasado en Matagalpa y Jinotega por los inmigrantes, entre los cuales se encuentran mis abuelos, me pidieron un relato sobre los sucesos de aquellos tiempos.

Mi padre, el contador mercantil Alberto Vogl trabajaba en el establecimiento de importaciones Low, en Hamburgo. Vivía en la misma pensión que el maestro carpintero y genio mecánico, Otto Kühl, quien había inventado como curiosidad, un bastón que se podía transformar en una mesita para jugar skat, el gran juego de naipes alemán. Se hicieron grandes amigos. En la casa Low conoció mi padre a Guillermo Jéricho, quien le habló de Nicaragua y de su finca La Rosa, en la comarca de Las Lajas, donde tenía una floreciente plantación de café. Esta finca se conoce aún como La Rosa de Jéricho.

Entusiasmado por los relatos de Jéricho, mi padre aceptó el ofrecimiento de Low, de venir a Managua a regentar su agencia, adonde llegó en el año 1888. Aquí en Nicaragua se dio cuenta de que el gobierno amplió en 1889 las condiciones del decreto para fomentar el cultivo del café, emitido en el año 1877, ofreciendo donar libres 500 manzanas de terreno al que sembrara más de 25 mil cafetos y los mantuviera hasta que cosecharan. Vinieron cientos de inmigrantes. En los Estados Unidos se formaron compañías, las que mandaron a uno o más representantes para cumplir las condiciones impuestas por el Gobierno.

Mi padre pertenecía a una vieja familia de Kempten, que disponía de bastantes bienes, y decidió entrar en la aventura cafetalera. Recibió una ayuda de su padre; se asoció con su hermano Carlos, quien vino sólo una vez, años después, a conocer Matagalpa. Llamó a sus condiscípulos Federico y Rodolfo Uebersezig, y a Alfredo Mayr. Escogieron un lugar entre Las Lajas y el dominante cerro Coscuelo. Para lograr más terreno, cada uno sembró una finca aparte. Mi padre llamó a su parte Bavaria. Federico Uebersezig escogió el nombre Coscuelo, su hermano Rodolfo le puso a la suya Suabia y Alfredo Mayr la nombró Algovia. Mayr era económicamente el más fuerte de los cuatro. Puso un administrador en la Algovia y abrió un establecimiento comercial en Matagalpa. Invitó a su amigo Juan Boesche a venir a Nicaragua y Boesche, viendo el sesgo favorable que adquiría la aventura cafetalera, se unió a Mayr en la casa comercial Mayr y Boesche; pero adquirió también en

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la falda del Arenal, además de las 500 manzanas ofrecidas, un vasto terreno para su finca que llamó Hamonia, el nombre latino de su pueblo Hamburgo. Tanto Mayr como Boesche conservaron cada cual personalmente su finca. Boesche puso como primer administrador a Francisco Brockmann, quien se dio cuenta de que estaba malgastando su talento comercial como simple administrador y se trasladó a Managua, donde en unión de Ulrico Eitzen erigió un imperio comercial, cafetalero, ganadero y casero. Boesche, después de algunos tanteos, consiguió a Hermann Bornemann, bajo cuya administración alcanzó la Hamonia su más alta producción. Cuando llegaban sus amigos, Bornemann los invitaba a bañarse en las heladas aguas de la gran represa, pero él no los acompañaba en la aventura, sino hasta después, cuando los bañistas llegaban tiritando de frío a la casa, los calentaba con un excelente whisky, del cual siempre estaba bien provisto.

El café sembrado pronto empezaría a frutar. Había que instalar las despulpadoras, las lavadoras y la manera de moverlas. Los improvisados finqueros habían talado los bosques, edificando sus casas, sembrando los cafetales en líneas perfectamente simétricas y ahora estaban en apuros con los beneficios. Entonces no habían motores.

Un día, en el año 1891, llegó a Matagalpa, montado en un macho, con unas enormes alforjas, un señor de largos bigotes, preguntando por mi padre. Cuál no sería su sorpresa y alegría al reconocer a su íntimo amigo Otto Kühl, quien había emprendido el viaje sin anunciarse. No traía consigo más que su tesoro de profundos conocimientos de artesanía y su gran genio mecánico. Exactamente lo que les faltaba a los improvisados cafetaleros.

Otto Kühl estudió el asunto, vio lo que se necesitaba y pronto halló la solución. Inventó ruedas hidráulicas, trazó represas de agua, conductos, todo de madera. Donde no había fuerza de agua para mover las despulpadoras, ideó una transmisión, con la cual, dos hombres podían manejar cómodamente, sin mayores esfuerzos, una despulpadora o una lavadora. En la hacienda Hamonia hizo un embalse, montó una rueda de agua y armó un beneficio, modelo para aquellos tiempos, cuando un pedido de Alemania dilataba medio año en llegar. A Kühl se lo disputaban todos; pero hasta que resolvió todos los problemas de sus íntimos de Kempten, aceptó armar y manejar el gran beneficio de la empresa cafetalera más grande que hubo en Nicaragua, la hacienda Jigüina, en Jinotega.

Se consiguió una pequeña finca de café con un poco de ganado, que llamó Alsacia, por el país donde nació, la que luego vendió, ya que por dedicarse a

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su trabajo de ingeniero constructor, lejos de su finquita, no la podía atender bien. Kühl era un caso raro de nacionalidad. Cuando nació, Alsacia era un, departamento francés, donde sólo se hablaba alemán, pues era una de las regiones alemanas de las que se había apoderado el rey de Francia Luis XIV. En 1871 la recuperó Alemania, Kühl vino a Nicaragua como ciudadano alemán, como de alemán fueron siempre sus sentimientos. Kühl se casó con una hermana de mi madre, lo que unió más a éstos dos amigos.

Rodolfo Uebersezig se aburrió de esperar cinco o seis años para cosechar café y vendió su finca antes del plazo, a Fley, un americano, quien le puso Milwaukee, y aquél se dedicó a buscar oro.

Federico Uebersezig trajo la primera secadora a su finca El Coscuelo. Dispuso armarla él mismo y no le dio buen resultado. Vino también su hermano, el famoso Capitán Uebersezig, quien fundó la escuela de cadetes de Zelaya y también su anciana mamá. Pero Fritz se había metido a muchas aventuras. Sembró hule blanco en las riberas del río Cuá; compró otra finca en el Arenal, se enredó económicamente y vendió la finca El Coscuelo a mi padre; perdió su finca en el Arenal y los hulares en el Cuá, que embargó Brockmann, quien dejó perder éstos últimos.

Cuando los comerciantes y finqueros de Matagalpa concibieron la idea del tren sin rieles entre León y Matagalpa, Mayr y Boesche fueron de los principales promotores. Mandaron a Otto Kühl a armar el armatoste a León y llevarlo en triunfo a Matagalpa. Papa Otto, como se le conoció cariñosamente en los últimos años, tuvo el honor de timonear el primer artefacto motorizado a Matagalpa. Eso hace un poquito más de setenta años, en 1907.

Cuando Juan Boesche se retiró a vivir a los Estados Unidos, vendió la finca a un señor Rivera y su viuda se la vendió al Ingeniero Eddy Kühl, nieto del inolvidable Papa Otto, quien hizo tanto por Nicaragua, sobre todo dejando una descendencia notabilísima. Y su esposa, la lindísima Anegret, o como la llaman cariñosamente, Mausi, es una bisnieta de Alberto Vogl y nieta de Carlos Hayn, cuya familia vive en la Selva Negra y que junto conmigo, con Fritz Morlock y Enrique Geyer, somos los últimos veteranos alemanes sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial. Se dice que la proliferación de las familias Kühl y Vogl se debe a dos guapísimas hermanas Baldizón que se casaron con estos dos alemanes. En su edad avanzada, Papa Otto se dedicó a hacer primores de joyeros, adornos, costureros de madera que son verdaderas maravillas; y mi padre a pintar cuadros al óleo, en cuyo arte sobresalió. Sus hijos y nietos guardan esas obras como reliquias. Mi

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padre era abstemio; sólo en solemnes ocasiones brindaba con una copita de vino. A mi tío Otto le gustaba el traguito. El era metódico en todo, hasta en tomar. Jamás lo vio alguien picado; él se tomaba 8 traguitos repartidos en todo el día. Los dos ancianos se amonestaban humorescamente (con humor). “Otto, le decía mi padre, deja de tomar, te va a dar cirrosis, se te va a ablandar el cerebro”. Le ripostaba tío Otto: “Tomate tus traguitos, el alcohol anima, da hambre, purifica el estómago”. Ambos murieron en el mismo año, con dos semanas de diferencia, a los 94 años de edad.

Los nietos de mis padres, Marlene Hayn y Julio Cisne, conservan la vieja casa solariega de la Bavaria y sus alrededores como memorial de aquel feliz matrimonio Vogl-Baldizón; y la hacienda Hamonia será un monumento al recuerdo de aquel otro matrimonio Kühl-Baldizón.

los INMIgraNtEs alEMaNEsLa dominación española impidió que miembros de las demás naciones europeas se establecieran en las colonias de la Corona de España. Había que mantener alejada a la herejía con sus nefastas ideas que podían socavar el poder de la Inquisición y también había que evitar el peligro de que el comercio se desviara de los caminos trazados únicamente en provecho de España. Sin embargo, la semilla de la rebelión fue introducida, creció, maduró y germinó en la liberación de la América Latina. El Norte ya había sacudido el yugo opresor del vasallaje y con las puertas abiertas invitaba a todos los destituidos, perseguidos y aventureros del Viejo Mundo a tantear fortuna en la nueva tierra. Fue la gente más osada, la más emprendedora la que dio el brinco a través del mar y que hizo de Estados Unidos el legendario país de las mil maravillas, el país de las infinitas posibilidades. La América Latina se desconocía; apenas las islas del Caribe gozaban de una extraña fama por fieras luchas de piratas y de románticas aventuras de amor, propagadas por la literatura francesa.

Nicaragua fue la primera de las antiguas colonias españolas que se dio a conocer, y únicamente por la razón de que había que pasar a través de su territorio para llegar al otro lado del vasto y áspero territorio yanqui. Un enorme flujo de viajantes corría por el río San Juan y por el lago de Nicaragua. Muchos se desperdigaron en el trayecto. Los ricos terrenos, los pintorescos paisajes y las bellas mujeres cautivaron a estos inmigrantes, muchos de ellos recién llegados de Europa que no habían adquirido aún el sello distintivo norteamericano, sino que conservaban el carácter de su país

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nativo. Gran parte de estos rezagos fueron alemanés. Fue entonces que llegaron los fundadores de las familias Schick, Halftermeyer, Rothschuh, Elster, Elmers, Everts, Kruger, Jakobi, Holmann, Schneegans, Kattengell, Suhr, Grimm, Zeiss; y Enrique Gottel, fundador de unos de los primeros periódicos de Nicaragua, El Porvenir, y que operó la primera línea de diligencias y dejó su nombre en el Valle Gottel. Pero no permitieron que fuera enterrado en el cementerio católico.

Quizás la familia más conocida y pintoresca fue la fundada o, digamos mejor, acogida por el primer Julio Bahlcke. Tenía su sede en Chinandega, manejaba un gran negocio, sus barcos trabajaban al margen de las grandes compañías navieras de Louisiana; y además del ventajoso transporte de pasajeros no desperdiciaban ninguna oportunidad para algún jugoso contrabando. Tocaban todos los puertos desde Costa Rica hasta California y los turbulentos tiempos con sus múltiples cambios de gobierno eran propicios para excelentes transacciones. Cuando los ferrocarriles transcontinentales unieron las dos costas de los Estados Unidos, murió el tráfico a través de Nicaragua. Julio Bahlcke ya era millonario, tenía sagaces empleados asociados, los hermanos Pablo y Mauricio Eisenstueck, Emil Floerke, Alberto Peter. Fueron los primeros en sembrar café. Fundaron la hacienda Alemania, después Santa Julia; hicieron las grandes haciendas de ganado Chale Costa y El Guayabal, donde pastaban miles de reses y centenares de caballos. Don Julio era viudo y tenía un hijo. Un día llegó buscando amparo donde el paisano la viuda de un legionario de Walker, doña Ida viuda de Hedemann, con sus dos preciosas hijitas. Don Julio se enamoró de la linda viudita y se casó con ella. Al fallecer don Julio, doña Ida se casó por tercera vez, ahora con don Pablo Eisenstueck. Una de sus hijitas fue la famosa doña Panchita, la protagonista de un suceso que por muchos años enturbió las relaciones entre Nicaragua y Alemania. El tiempo hace palidecer los colores; y el relato de los acontecimientos que en aquella época fueron cruciales, nos suena ahora como un sainete cómico.

Doña Panchita se había casado con don Francisco Leal. Ella era una muchacha fogosa, educada en el ambiente alemán de igualdad y de respeto entre los dos bandos de la humanidad y convencida de su importancia personal. El era un caballero latino de su época, que juzgaba que el hombre debe gozar de todas las libertades y esperar de su esposa sumisión absoluta y tolerancia a sus desmanes. Un día, después de una reyerta conyugal, doña Panchita, en un ataque emocional huyó de su marido y se refugió en la casa

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de su padrastro, quien era a la sazón Cónsul de Alemania en León. Don Francisco, envalentonado seguramente por muchas libaciones, persiguió a la fugitiva, se trabó en lucha con su suegro, disparándole varios tiros, sin tocarlo, y don Pablo se defendió, según cuenta la fama, con un paraguas. Don Francisco requirió la ayuda de su amigo, el comandante de armas de León, quien le dio varios alguaciles, y con ese refuerzo atacó a la familia Eisenstueck cuando se dirigían a una reunión amistosa. Hirieron a don Pablo y golpearon a los demás, apoderándose de doña Panchita.

La pareja siguió en sus alternativas de miel y hiel, pero la afrenta al Cónsul de Alemania quedaba en pie. Sus quejas y reclamaciones ante las autoridades y ante el propio gobierno de Nicaragua sólo hallaron oídos sordos. Los telégrafos y correos se movían despacio en aquellos tiempos. Cuando todo parecía olvidado, surgió en el puerto de Corinto una escuadra alemana, enviada por el Canciller del Imperio, Bismarck, a exigir satisfacción por el ultraje cometido por fuerzas armadas de Nicaragua en la persona del Cónsul Alemán, satisfacción que había sido negada por el Ministro de Nicaragua, don Anselmo Rivas. Una palabra de disculpa hubiera bastado para olvidar el asunto. Ante la concreta intimación, el Gobierno de Nicaragua se avino a pagar los gastos de la expedición, que fueron tasados en treinta mil marcos, y a saludar la bandera alemana izada en la playa de Corinto, con veintiún cañonazos. Para este fin fue transportado a Corinto un mortero; y dicen las malas lenguas, que al famoso cañoncito se le atoraba la tronera a cada rato y que tardaron una larga hora en el cometido, mientras los marinos alemanes en pie firme presentaban armas y al capitán se le entumecía la mano colocada en saludo militar en la visera de su gorra, bordada con el oro de su rango.

El relato nos causa ahora una sonrisa medio apenada, medio burlona, indulgente, pero entonces la reacción fue de furia comprimida y de impotente resignación. El pueblo alemán ni se dio cuenta; pero los alemanes en Nicaragua han sentido en muchas ocasiones el escarnio causado por el penoso episodio. Doña Panchita tuvo numerosa descendencia. Vivió muchísimos años, alcanzó a bailar el charlestón y aún ancianita reunía siempre un grupo de amigos que gozaban de su carácter alegre y de su charla chispeante.

Ella vivía últimamente con doña María Uebersezig, a quien me había acostumbrado desde niño a llamar Tante (tía) Mary, nombre que se generalizó. Doña Panchita me acogió, como joven veterano de la guerra, entre sus íntimos; y muchas veces me refirió con todo su buen humor,

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detalles de la controversia entre su padrastro don Pablo y el ministro Anselmo Rivas, a quien condenaba duramente.

Los grandes acontecimientos mundiales son las jugarretas de las que se vale el destino para complicar la vida de unos e izar a otros a las alturas. Al nieto de Julio Bahlcke, al hombre más rico de Nicaragua, le fue arrebatado su patrimonio por el somocismo y se fue a luchar modestamente por la vida en Costa Rica. Y el palacio de la familia Bahlcke en Alemania yace bajo los escombros del barrio fantasma de Dresden.

El floreciente comercio de Nicaragua, basado en las crecientes cosechas de café, que vino a reponer al añil que había sido desbancado por la anilina Bayer; en las maderas preciosas como el ñámbar, el cocobolo, el granadillo y el insustituible guayacán; en las pieles, el bálsamo, el hule, la raicilla y aún el oro indujeron a las grandes casas comerciales de las ciudades hanséaticas Hamburgo y Bremen a establecer agencias o representaciones en la nueva y pujante capital, Managua. De la casa Bahlcke-Eisentueck surgieron los grandes almacenes de Alberto Peter, después Muenkel-Miller, que más tarde se dividieron en Pablo Moeller, Guillermo Gosebruch, Mayr y Boesche; el establecimiento de Lempke, después Francisco Brockmann, la casa Juan Haettasch, de la que salió la zapatería y ferretería Lang; la casa Jacobi, después Téfel y Sálomon; la casa Low; la ferretería de los hermanos Penzke, que progresó bajo el signo del serrucho, y que dio vida a la ferretería Bunge, y de ahí a la ferretería El Clavo, de Richardson; y los almacenes Sengelmann y Automotriz, de los yernos de don Francisco Bunge.

De aquellos viejos alemanes nos queda el recuerdo a través de la leyenda. Eran tipos sagaces, dignos representantes de la Alemania que surgió de la guerra Franco-Prusiana y escalaba a pasos gigantescos el más alto peldaño en el comercio mundial. El marco alemán era la moneda estable, a la par de la libra esterlina, y a la cual se arrimaba el dólar. En aquellos tiempos no había bancos en Nicaragua. Las casas comerciales eran las habilitadoras, las compradoras y exportadoras al mismo tiempo. Hombres de amplia vista, sabían que a la vaca hay que alimentarla bien para que dé bastante leche y nunca negaban ayuda a los finqueros, más bien los impulsaban a aumentar sus siembras, porque el hacendado próspero era el mejor cliente. Confiaban más en la palabra dada que en documentos escritos. Ninguno se metía en política, respetaban las leyes y eran amigos del Gobierno. Que este fuera rojo o verde les daba lo mismo.

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El nombre de Nicaragua sonaba prometedor en Alemania. Muchos buenos hombres llegaron en busca de mejores horizontes. Germán Giebler, el primer farmacéutico llegado a Nicaragua abre la famosa Farmacia Alemana. Carlos Heuberger pone una modernísima imprenta. Adolfo Haendler funda una célebre panadería; aunque para todos sus amigos era un enigma cómo su familia entendía su español, su corazón generoso hablaba un lenguaje muy claro. Vinieron notables médicos: el Dr. Emilio Stadthagen, el Dr. Adolfo Josephson, el Dr. Guillermo Nordalm. Cuando el Gobierno de Nicaragua lanzó al mundo su invitación de venir a sembrar café y de dar terreno gratuito a todo aquel que mantuviera hasta la primera cosecha con fondos propios veinticinco mil cafetos, más de cien familias de todas partes del mundo se aprovecharon de la ocasión. Fue un grupo de prestigio, que no vino con las manos vacías. Los más vinieron de los Estados Unidos, seguidos en número por los de Alemania. Pero muchos de los yanques eran originalmente alemanes, y una vez aquí, se sintieron unidos a sus viejos compatriotas. Los numerosos descendientes de estos colonos llevan con orgullo los apellidos alemanes: los Travers, los Kuehl, los Vogl, los Kiene, los Kraudi, los Elster, los Wagner, los Haar, los Frenzel, los Puschendorff, los Bauz, los Mierisch, los Stelzner, los Egger, los Bornemann, los Adams, los Guehlke, los Seidel, los Ruhl.

La mina El Jabalí fue la empresa minera de mayor envergadura que hubo en Nicaragua, de tal manera que la Casa Pellas, dueña entonces, resolvió, para poder explotar hasta el máximo las ricas vetas, contratar de una vez toda la promoción de ingenieros salidos en un año de la Universidad de Goslar, que gozaba de la más alta reputación en el campo minero. Más de cuarenta jóvenes graduados llegaron a aquel rincón remoto de Chontales. La mayor parte regresó a Alemania una vez concluidos sus contratos; pero muchos se rindieron a los encantos de nuestras lindas muchachas, que siempre, tanto en aquel tiempo como ahora, sobresalen en gracia, belleza y virtud. Y así tenemos ahora otras tantas familias que honran a Nicaragua: los hijos de los hermanos Sanders, de Beelanger, de Hoffmann, Kaufmann, Kuehn, Haffner, Delagneau, Geyer.

Llamados por las casas ya establecidas o por impulso propio, siguió creciendo el contingente de inmigrantes alemanes. Sobresalen los ingenieros Federico Morris y Julio Wiest, que construyeron el ramal del Ferrocarril desde Momotombo hasta Managua, primero; y hasta Granada, después. Luego presentaron dos proyectos para el ramal a Diriamba. Uno de mayor

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precio, pero más corto, que bordeaba la laguna de Apoyo y brindaba en el trayecto unas vistas preciosas sobre los lagos, los volcanes, la laguna, la planicie de Granada y además tenía el atractivo de un túnel. El otro no tocaba puntos notables por su belleza natural y aunque más largo, costaba menos. El Gobierno se decidió por este último; pero los dos ingenieros, más soñadores que prácticos, resolvieron regalar a Nicaragua la atracción de un ferrocarril que ostentara vistas que compitieran con los paisajes más bellos de su vieja patria y construyeron el ferrocarril por Apoyo por el precio más bajo, dejando de ganar una buena punta de pesos. Don Federico Monis fundó después la hacienda Las Lajas y como buen previsor sembró unos plantíos de cedros allá en las faldas del Ventarrón. Cuál no sería su susto y disgusto cuando un día se percató de que unos vecinos habían botado parte del cedral para sembrar una milpa. Don Julio Wiest trató de introducir en Nicaragua la industria de la seda. Sembró los primeros plantíos de mora en los terrenos suyos, donde está ahora el barrio de Sajonia y trajo los cocones desde Francia, de los cuales salieron las mariposas que pusieron los huevos para producir los gusanos de seda. Pero los voraces gusanos medidores se le adelantaron, los arbustos de mora fueron pasto de la langosta y los gusanitos de seda se murieron de hambre.

Vinieron dos de los hombres más cabales y rectos que prestigiaron la colonia alemana. Otto Arnold y Ulrico Eitzen. Los mayores recordamos la gallarda y simpatiquísima figura de don Ulrico, con su barba blanca bien cuidada y su exquisita caballerosidad. Vinieron Juan Raven; Carlos Hayn, Hermann Egner, Guillermo Huepper, Ernesto Kiesler, Juan Langschwager, Guillermo Schoenecke, Hermann Beeger, Luis Pirkmann, Carlos Vogel, Guillermo Vogts, Ernesto Goller, Heinz Lemm, Carlos Renner, Luis Boedecker, Enrique Dorn, Wettstein, Ahlers, Dreher, Fiedler, Tünnermann, Schiebel, todos hombres valiosos, cuyos hijos ocupan importantes posiciones y enriquecen la valía del pueblo nicaragüense.

No podemos pasar por alto la extraordinaria actuación del capitán Uebersezig, quien fue encomendado por el Presidente Zelaya de formar y dirigir la primera escuela de cadetes y fue secundado por Alfredo Pertz. El mérito del ingeniero Geyer, quien formó la famosa Escuela de Artes, como se llamó al Taller del Ferrocarril y de donde salieron tantos magníficos mecánicos; y al ingeniero Carlos Rivnac, fundador del taller Sajonia.

Los alemanes en Matagalpa y Jinotega fundaron, casi desde su llegada, un Club, donde podían reunirse y celebrar sus fiestas, ya que en esos pueblitos

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no había más que cantinas o a lo sumo locales llamados billares. El club de Jinotega, más lujoso que el de Matagalpa, puso hasta un juego de boliche reglamentario; se disolvió al estallar la primera guerra mundial. Pero el Club de Matagalpa siguió viviendo y hasta aguantó la segunda guerra de 1942, sostenido por las esposas de los alemanes expatriados, porque ellas querían que sus esposos encontraran todo como era antes, cuando volvieran del destierro.

Managua no tuvo Club alemán. Aquí reinaba una buena amistad entre todos los alemanes, que se reunían para las celebraciones de sus fiestas en casa de un compatriota, como donde Julio Bahlcke, doña María Uebersezig, llamada cariñosamente Tante Mari, o donde don Germán Giebler, o donde Francisco Bunge. No fue sino en el año 1930 que fundaron el Club Alemán en una casa donada por don Luis Birkmann, contigua a la planta eléctrica. Ahí mismo se organizó en 1934 la primer escuela alemana en Nicaragua, sostenida por la colonia alemana; y después el gobierno alemán mandó un director, en la persona de don Juan Kuntze. El Club Alemán gozó desde el principio la más alta popularidad, y muchas entidades gubernamentales y diplomáticas solicitaron sus salones para celebrar actos festivos. El baile a la luz de la luna del Club Alemán fue siempre la fiesta más sonada de Managua.

La primera guerra mundial trazó una gruesa raya a través de las actividades de las casas comerciales alemanas, que perdieron sus contactos con sus corresponsales en Alemania. Todos los viejos alemanes guardan agradecimiento al entonces Presidente Emiliano Chamorro, porque su Gobierno no consintió ningún vejamen contra la colonia alemana, porque sabía lo que ésta había contribuido al desarrollo de Nicaragua. Si no pudo evitar los efectos de la lista negra implantada por los Aliados, no fue por falta de voluntad, sino por quedar ello fuera de su jurisdicción.

Los hijos de los alemanes nacidos aquí en Nicaragua tenemos una rara cualidad: tenemos dos patrias. Alemania nunca renegó de nosotros al presentarnos allá y Nicaragua nos garantiza en su Constitución la ciudadanía nicaragüense. La lengua alemana se expresa mejor; ella dice: “Vaterland”, la patria; y “Mutterland”, país de la madre o del nacimiento. Para casi todo el mundo, ambas definiciones son idénticas; pero para nosotros son distintas. Este privilegio lo pagamos en una ocasión, más tarde, muy caro o injustamente. Durante las dos guerras mundiales, todos los hijos de alemanes que estábamos estudiando en Alemania nos presentamos para servir a nuestra patria, pero ésta nos aseguró que nunca nos enfrentaría a tropa nicaragüense.

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Nicaragua con amor y humor

Después de la primera guerra, Nicaragua se vio invadida por muchos jóvenes que se alistaban en los barcos para tener oportunidad de buscar ambiente en otros países. Cada barco que tocaba Corinto dejaba a más de un muchacho, que se venía a pie, brincando sobre los durmientes del Ferrocarril a León o Managua. Jóvenes que desesperados por la miseria en la República Alemana, desorientados por el caos, venían a buscar trabajo, cualquiera que fuera. Se conformaba con trabajar de mozos en las fincas de café, de ayudantes en los talleres mecánicos, en las fábricas de jabón, en las curtiembres. Había tan pocas oportunidades entonces. Pero pronto subieron; fueron capataces, mandadores, administradores, tuvieron negocios propios. Entre ellos estaban Enrique Zons, Arturo Moehrke, Rodolfo Haase, Franz Riedal, Hans Kettelhoehn...Otros vinieron contratados por míseros salarios que en Alemania sonaban a millones. Así llegaron Fritz Morlock, Hans Stein, Ernesto Hammer, Hugo Dankers, lmmo Boehmer, Carlos Roessler...Con trabajo honrado, empeño y buen tino lograron una posición firme y holgada en su nueva patria. Poco a poco se repusieron los alemanes de los efectos de la guerra del catorce y aún cuando nunca volvieron a ocupar la preponderancia en la vida económica de Nicaragua, formaban un contingente muy importante. Se formó la Compañía cervecera y llegaron varios técnicos alemanes, algunos de los cuales fueron capturados por lindas nicas, como Frederico Lietsch y Theodor Freddersdorff.

Uno de los proyectos más curiosos y arriesgados fue el concebido por los ingenieros alemanes Dr. Wilhelm Scharfenberg y Dr. Weiss Schoenberg. El volcán Santiago había despertado de uno de sus periódicos letargos y vomitaba enormes columnas de humo, gases y arena finísima. Después su actividad quedó reducida a un escape más o menos constante de gases sulfurosos que salían de un hoyo en el cráter, el pie del farallón, los que el viento arrojaba contra un sector de las Sierras de Managua, donde, por tal causa, perecieron varios millones de cafetos, se carcomían las tejas de zinc y el alambre de púas en los cercos. Los ingenieros idearon un atrevido plan de encauzar los gases por grandes tubos a una planta donde se pudieran neutralizar y con los compuestos sulfurosos resultantes esperaban amortizar los gastos. El Gobierno acogió el plan. Se formó una junta con notables elementos cafetaleros, comerciantes y banqueros y se creó un impuesto sobre cada saco de café exportado para financiar el proyecto. Los ingenieros trabajaban con inusitado fervor y dedicación. Una larga escalera de cuerdas fue bajada hasta el fondo del cráter. Se devanaban los sesos buscando material para los tubos que resistiera al ácido destructor. Las únicas materias resistentes resultaron ser el oro, la plata y algunas porcelanas y vidrios, todo muy caro o muy

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frágil. Decidieron cavar un pozo para llegar a los gases. Pero como tantas veces sucede, el hombre propone y Dios dispone. Un temblorcito causó el derrumbe del farallón encima del hoyo por donde salían los gases y lo tapó. Inmediatamente se aprovechó toda la dinamita que se había alistado para cavar el pozo en provocar más derrumbes. Unas fuertes lluvias de temporal ayudaron a apelmazar el relleno. Veintiún años duró la tregua, en 1945 estalló, esta vez en el mero centro del cráter, un enorme agujero, por donde se precipitaron los gases incandescentes que iluminaron el cielo. Después volvió el escape a su estado de solfatara, y aunque las fuerzas aéreas estadounidenses estacionadas entonces en la base aérea de Las Mercedes arrojaron las más grandes bombas dentro del cráter, no hubo manera de obturarlo. Quince años después, por sí sola, se apagó la solfatara casi por completo. Cuando sucedió el primer derrumbe, se dijo que el volcán Santiago había hechizado al Dr. Weiss Schoenberg, porque éste anduvo errante, como desorientado, por algún tiempo, hasta que desapareció. Años después se encontraron sus restos en una grieta del volcán, identificados por su revólver.

La entrada de Nicaragua a la segunda guerra mundial, tuvo desastrosos efectos para los alemanes. Fueron perseguidos con saña, sin compasión por el gobierno existente y enchiquerados en la cárcel de El Hormiguero, tan apretados que no se podían acostar todos a la vez; y más de trescientos prisioneros no disponían más que de un solo inodoro. Nadie se preocupó de cómo alimentarlos, sus bienes fueron usurpados y las esposas pasaban angustias indecibles, tratando de salvar algo de la rapiña para dar de comer a sus esposos, ya que ninguna pensó más que en ellos y sus hijos. Venerables ancianos, don Francisco Brockmann, don Ulrico Eitzen, don Otto Kuehl, don Gustavo Stelznee, don Luis Frenzel, don Eugenio Lang, mi propio padre, fueron empujados al hacinamiento sin consideración alguna. Todos ellos tenían más de cincuenta años de residir en Nicaragua. Gracias a Monseñor González, que empeñó todo el poder de su fuerza moral, los ancianos fueron dejados con “la casa por cárcel” con sus hijas casadas con nicaragüenses. Los hijos de los alemanes, nacidos aquí, que somos ciudadanos nicaragüenses, corrimos igual suerte. Nuestros bienes fueron administrados por empleados empíricos del Banco Nacional, y yo tuve en mi finca de café a un interventor que no conocía un árbol de café. Un nieto de alemán, que fue traído de más allá de río Upah, preguntó extrañado: por qué estamos aquí, por liberales o por conservadores. Doña María Uebersezig, la viuda del que fue jefe de la Escuela de Cadetes, murió casi de hambre al cerrársele su famoso restaurante “Tante Mari”. El Club Alemán fue saqueado y destruido. La casa decomisada.

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La mayor parte de los alemanes fueron deportados a los Estados Unidos; y los que no fuimos admitidos por los norteamericanos por ser legalmente nicaragüenses, después de pasar meses en las penitenciarías en vez del campo de concentración, fuimos puestos en libertad y se nos devolvieron nuestros bienes mermados por la desastrosa administración de los interventores improvisados, cuyas liquidaciones tuvimos que aceptar.

Años más tarde volvieron los viejos alemanes, cansados, gastados, a recoger los restos de sus fortunas, pero sobre todo para abrazar a sus esposas, a sus hijos, a sus nietos, porque todos ellos tenían sus hogares en Nicaragua, que era su patria; pues la otra, la lejana Alemania, no era ya más que un recuerdo, muy querido sí, pero intangible como el recuerdo de la madre fallecida.

“Das Deutche Wunder”, el milagro alemán, la fantástica recuperación de la Alemania desolada, se refleja en todas partes del mundo; y vemos aquí en Nicaragua a una nueva y pujante colonia alemana que reemplaza vigorosamente a los pocos viejos que quedamos y que bendecimos a la vieja patria; y nos sentimos felices de saber que vamos a dormir para siempre en nuestra querida tierra nicaragüense.

Yo me siento como el único eslabón que queda de la cadena que une las tres etapas de la vida de los alemanes en Nicaragua. Como niño, conocí a los viejos pioneros que figuraron en primera línea en la economía de Nicaragua. Como joven viví el penoso y lento levantamiento de los alemanes entre las dos guerras y en mi edad madura y vieja, pude colaborar en el asombroso despertar cultural, social y económico de la nueva Alemania, hasta forjar con el Centro Cultural Alemán Nicaragüense la renombrada y floreciente Escuela Alemana Nicaragüense.

Gloria a mis patrias: Alemania y Nicaragua.

El prIMEr CasaMIENto MIxto EN NICaraguaAllá por los años 1890 y tantos, Matagalpa se vio sumida en una insólita y extraña situación. Empezaba la pujante metamorfosis que hacía del somnoliento pueblito enclaustrado entre los espesos bosques del Arenal, del Apante, del Coscuelo y los llanos de Yaule, Chagüitillo y Sébaco, una ciudad efervescente de actividad. La causa del inusitado movimiento fue el arribo de los inmigrantes extranjeros que, acogidos a una promesa del Gobierno, se afincaron en las montañas y empezaron a sembrar café. Por disposición del municipio de Matagalpa, cada finquero debía erigir también una casa en la ciudad. Si bien en sus casas en las fincas instalaron todas las

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comodidades que se conocían entonces, en Matagalpa no hicieron más que una bodega a la cual agregaron algún cuartito donde pudieran hospedarse cuando bajaran al “pueblo”. Vinieron muchas familias americanas, algunas inglesas y alemanas, pero sobre todo muchos jóvenes solteros, entre los cuales descollaban los alemanes. Todos los “gringos” eran gentes que traían algún capital para poder cumplir la exigencia del Gobierno, de sembrar por lo menos 25 mil cafetos y mantenerlos hasta la primera cosecha, para recibir el título de propiedad sobre 500 manzanas de terreno.

Los gringos desde el principio se relacionaron amistosamente con los matagalpinos. Solamente un grupo de familias hidalgas no miraba bien a los “herejes” porque no iban a misa a la iglesia, porque en vez de adorar al Niño Dios en un Nacimiento, cantaban alrededor de un pinito adornado con candelas; y porque miraban con divertido respeto la celebración de la Purísima. Los jóvenes extranjeros pronto se dieron cuenta de que no podían casarse con las lindas matagalpinas si no renegaban de su religión protestante, bautista, católica vieja. Preferían quedarse solteros o buscar muchachas humildes que no pedían matrimonio para convivir con ellos. Para casarse entre sí, los gringos acudían al consulado de su país en Managua. Esto no lo podían impedir los curas, pero estigmatizaban a estas parejas como sacrílegas.

La constitución del 93 fue acogida con júbilo porque prometía allanar el camino para que los jóvenes extranjeros pudieran colmar sus aspiraciones románticas. Pero tuvieron que esperar todavía algún tiempo hasta que la ley del casamiento civil fuera reglamentada. En este lapso, la iglesia hizo todo lo posible para retener el derecho exclusivo al casamiento eclesiástico como único legal, y poder rechazar a los herejes.

En este afán hallaron una víctima propicia. Don Federico Uebersezig era un gallardo joven, descendiente de una ilustre familia alemana y pertenecía, como todo el grupo de jóvenes alemanes venidos de Kempten, a la iglesia católica vieja, considerada entonces por Roma como la mayor herejía. Don Federico se había enamorado profundamente de la lindísima Joaquina, hija del prócer ultraconservador don Luis Sierra. Don Luis, aconsejado por el curato, impuso a don Federico las condiciones para consentir en su unión matrimonial con su hija, condiciones que el enamorado mancebo se comprometió a cumplir fielmente para lograr su ilusión.

El día señalado para el casamiento, la iglesia estaba profusamente iluminada y engalanada con flores y cortinas. Vinieron prelados desde León. La

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novia, en níveo traje, se trasladó con todo su séquito a la iglesia; y después don Federico fue llevado a la puerta del templo embutido en un saco de bramante, al cual se le había hecho un hoyo para que sacara la cabeza. En las gradas de la iglesia se retractó públicamente de su herejía, y ahí mismo fue bautizado solemnemente. Entonces le quitaron el bramante, que dejó descubierto su elegante frac; pudo entrar corno recién nacido a la iglesia y dirigirse al altar, donde se celebró con todo boato la ceremonia matrimonial. A los amigos alemanes no les fue permitida la entrada, ni la intentaron. Vieron de largo, estupefactos, el degradante espectáculo, y juraron que ni por la más bella de las niñas bien se someterían a semejante payasada.

Sin embargo, el hombre propone y Dios dispone, a veces aun contra los que se dicen sus representantes en la tierra. Se estableció el casamiento civil. Creo que el primer casamiento solamente civil en Matagalpa fue el celebrado entre el caballero norteamericano don Gus Frauenberger y doña Anita Zeiss, hija del alemán don Otto Zeiss.

Mi padre, don Alberto Vogl, cuyo árbol genealógico se remonta a siete siglos, se había enamorado de Rosenda, una de las tres lindas hijas de la distinguida matrona doña Demetria Molina viuda de Baldizón, a quien el curato de Matagalpa consideraba como a una de sus más sólidas columnas. Su hijo, don Narciso era un muchacho de amplio criterio y se había hecho amigo íntimo de mi padre. Entre los tres idearon una cábala para lograr dignamente las aspiraciones de los enamorados y dar a la vez un chasco a los curas. Mi mamá había alcanzado su mayoría de edad. Cuando vino el hermano de mi padre, el ingeniero Carlos Vogl, a conocer la aventura cafetalera, en la cual él tenía parte, se dijo que fue enviado por mi abuelo a conocer a la pretendida por el hijo mayor. Mi tío Carlos impresionó gratamente a doña Demetria y él también confesó que muy fácilmente se hubiera prendado también de la bella Rosenda.

Doña Demetria recibió una carta desde Alemania, escrita por el ingeniero y capitán Alberto Vogl Bilgeri, en un papel que ostentaba los emblemas de la familia Vogl, pidiendo para su hijo, el contador mercantil y teniente de la reserva, Alberto Vogl Schaedelbauer, la mano de la muy distinguida señorita Rosenda. Mi abuela, favorablemente impresionada por los blasones, accedió, más que mi padre ofreció a doña Demetria que, después del casamiento civil obligatorio, se casaría también por la Iglesia, siguiendo el rito establecido en Alemania para estos casos.

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Se celebró el casamiento civil de mis padres, rodeados de sus amigos nicaragüenses y extranjeros. Los curas y sus acólitos ya planeaban regocijados la repetición del proceso empleado con don Federico Uebersezig; pero mi padre alegó que él se había comprometido a celebrar un casamiento mixto, como se usaba en el resto del mundo civilizado entre dos cristianos de diferentes ideologías. Doña Demetria, consternada, obligó a mi mamá a retirarse al aposento y llamó al tata cura. Mi padre, en cambio, siguiendo el plan de la conspiración, fue a traer al Comandante de Armas, quien llegó acompañado de un alguacil. —Doña Demetria — amonestó el Comandante— don Alberto Vogl, aquí presente, se queja de que usted ha secuestrado a su esposa. — ¡Si no están casados todavía!— se defendió mi abuela. El comandante esgrimió un papel: —Señora, tengo en mis manos el acta del matrimonio de don Alberto Vogl y de doña Rosenda; por favor, llame a doña Rosenda. Cuando compareció mi mamá, el Comandante le preguntó: —Señora, ¿quiere irse con su esposo? Es Ud. libre para hacerlo. Entonces intervino mi tío Narciso; dirigiéndose a los curas: —Si ustedes quieren impedir que mi hermana se vaya sin la bendición de la iglesia, celebren un casamiento mixto, como lo hacen en todas partes, donde no existe el fanatismo. Los curas pidieron tregua para consultar por telégrafo con el obispo en León; y considerando que esta solución era el mal menor, se convino en celebrar un casamiento mixto, ante el hermosísimo altar en casa de doña Demetria, acontecimiento que llenó de optimismo y esperanza a la juventud de Matagalpa.

Poco tiempo después, mi padre pedía a doña Demetria la mano de su hija Demetria Felisa para su amigo, el caballero alemán, don Otto Kühl. Don Otto se había hecho sigilosamente católico y creo que para su casamiento fue la segunda y para el casamiento de sus hijos las últimas veces que fue a la Iglesia. Sin embargo, él fue quien instaló el reloj en la torre de la Catedral, sin cobrar. El altar de doña Demetria adorna ahora una de las capillas de la Catedral de Matagalpa.

Ambos matrimonios fueron inmensamente felices, llegaron a celebrar las bodas de oro y originaron dos honorables familias en Nicaragua. Mi abuela, doña Demetria, pronto perdonó a mi padre la fechoría, como la llamaba ella, y ambos llegaron a profesarse un profundo afecto. La única diferencia que tuvo doña Demetria con sus yernos alemanes, aunque muy pasajera, fue causada por el cometa Haley, en 1910. Se decía que el cometa iba a chocar con la tierra, lo que significaría el fin del mundo. El cometa se veía

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cada día más amenazador en el cielo, llegando a cubrir todo el firmamento. La gente rezaba y hacía promesas, los curas admonizaban a los fieles a hacer penitencia y a donar a la iglesia. Llegó la hora fatal, que se decía iba a ocurrir temprano en la noche. Mi abuela pidió a sus hijas que se reunieran con ella esa última noche y así, si les tocaba morir, morirían todos juntos. Mi papá y mi tío trataron de convencer a doña Demetria de que no existía peligro alguno y que ese fenómeno era una experiencia inolvidable, que querían contemplar con sus hijos. Mi abuela se dispuso a pasar la noche arrodillada ante su altar, acompañada por sus hermanas y sobrinas. La gente se arremolinaba en la iglesia, las campanas tocaban a muerto, los padres no se daban abasto confesando y repartiendo la comunión. Mis padres se instalaron en cómodas perezosas en el patio de nuestra casa, y nosotros muchachos nos tendimos en el suelo a esperar la puesta del sol. Vino la noche; en todas partes se oían los rezos y las letanías de la gente, aterrorizada por los curas. El cielo parecía sumido en una tenue luz plateada, a través de la cual brillaban las grandes estrellas. Un viento apacible mecía de vez en cuando las hojas de los árboles, alguna exhalación surcaba a veces el cielo. Santa paz y tranquilidad reinaba en la naturaleza. Yo me dormí y no supe cuándo mi papá me llevó a la cama. Mis padres fueron más tarde a tranquilizar a mi abuelita, quien desde entonces confió ciegamente en mi padre. No puede faltar la nota cómica. Corrió la bola de que los gases del cometa descenderían sobre la tierra y envenenarían las aguas. Todo el mundo se precipitó a llenar trastos de metal con agua y a meterlos debajo de las camas. Hasta las bacinicas se llenaron de agua, porque se decía que el barro no detendría al veneno.

En la noche siguiente lo sensacional fue que el cometa ya no se inclinaba hacia el Oeste, sino que estaba volteado hacia el Este y día a día fue disminuyendo de tamaño, hasta que desapareció.

Mi padre era un hombre profundamente religioso. Enseñó a sus hijos que la religión no debe ser fanatismo, sino que debe existir una respetuosa tolerancia para el credo de cualquier hombre de bien. Mi madre era una católica piadosa e inculcó su devoción a sus hijas. Los obispos de Matagalpa, Monseñor Carrillo y Salazar y Monseñor González y Robleto honraron a mi padre con una amistad cariñosa y sincera; y mi padre, que era también un exquisito pintor, regaló a sus preclaros amigos con preciosas imágenes de la Virgen, que él pintó para ellos con todo primor.

Así la fechoría de mis padres trajo paz y amistad a Matagalpa.

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Desarrollando este país

Cada pueblo se ve obligado a laborar la tierra según las condiciones del suelo, la aparición de las lluvias y las exigencias de la planta que cultiva. Pero el modo de hacerlo depende también de la costumbre heredada.

HErraMIENtas y forMas DE trabajoAsí, si un agricultor de Chinandega se pone a limpiar su arrozal, lo hará caminando entre los surcos, para adelante, y empujando su macana con golpes, como si estuviera jugando billar. Pero el finquero de Masaya, al limpiar su arrozal, usará un azadón, caminando de lado y para atrás, y halando la herramienta como hace el ruletero en la mesa de la ruleta al recoger las fichas perdidas por los jugadores sin suerte. ¿Quién trabajará más eficientemente? Seguro que el arroz tanto del uno como del otro quedará igualmente limpio y será difícil medir quién gastó más energía. Habría que comparar el valor alimenticio de la yuca con el maíz de Chinandega y su consumo per cápita para averiguar el gasto de calorías. Pero el “masaya no podría aporcar su yuca con una macana; y si el chinandega caminara para atrás en su milpa, con un azadón, se espinaría en el bledo traidor.

El instrumento universal del hombre del campo, es el machete. Es como la espada del antiguo hidalgo: lo acompaña a donde vaya; y hasta duerme con él bajo la almohada de su tapesco. Lo lleva por si una culebra, por si una rama caída, por si un mal vecino. Lo lleva debajo del brazo con la punta para atrás, lo lleva junto con el bordón, como rifle al hombro. Y si va montado, se sienta encima de él sobre la montura o lo amarra a la falda de la albarda con el mango para adelante y el filo para arriba, para no cortar las coyundas. Lo lleva la mujer si va sola; lo llevan los muchachos apenas salidos de la niñez.

Hay machetes de muchas formas: los vemos expuestos en los escaparates de las ferreterías de Managua. Pero en los pequeños pueblos sólo se exhibe una clase: la que se usa en ese lugar. En la región del Pacífico, el peón “pone su machete”. Eso quiere decir que el trabajador usará su propio machete para la faena contratada. Es una prenda tan personal como su sombrero o sus zapatos burros. Cuando se inician las primeras limpias de los cafetaleros, en julio, ya entrando el invierno, el desyerbador estrena machete. Se lo pide al patrón fiado, para pagarlo en partidas con su trabajo. Si es “concheño”,

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que tienen fama de ser los mejores macheteros, querrá un “punta redonda”. El nandaimeño, que compite en fama con el concheño, prefiere el “punta de plancha’ y el sierreño pide una “mojarra”. Alistar el machete, es todo un arte. Al escogerlo, tantea el sonido, rasgándolo con la uña, como si fuera la cuerda de una guitarra. Luego le saca filo en el mollejón, y después le hace “cama”, pandeándolo ligeramente para que se ajuste al ángulo de su brazo y mano con el suelo. El mango se alisa con un pedazo de vidrio; y ya está listo para la tarea más ardua de la labor del campo. El machetero empieza su trabajo a las seis de la mañana. Coge la calle en el cafetal que le tocó en la línea; y cuando el puntero “suena” el machete, se lanzan todos al trabajo. En una mano el machete, en la otra el bordón apoyado y haciendo palanca en la cadera. Agobia el monte con el bordón, da dos o tres golpes con el machete, aparta lo cortado pon el bordón y machete juntos, como barriendo, para hacer campo, y adelanta otra vez el bordón. Resuena la cañada con el tronar y chasquear de los machetes y se llena el ambiente con el fresco aroma de la hierba recién cortada. El puntero va adelante, marcando el paso, y si otro consigue adelantarse y sale primero al callejón se dará el gusto de sonar a su vez el machete. Antes de coger otra calle de vuelta, se prestarán mutuamente los machetes, para emparejar el filo, frotándolo contra el lomo de otro machete. La lima sólo se usa cuando el machete es de la hacienda. A las once de la mañana termina la faena. A esta hora habrá desyerbado casi media manzana de cafetal. En la tarde podría descansar; pero seguramente irá a la cañada a buscar el cusuco que se espantó ante su machete y que vio donde se metió; o irá a recoger la cabeza de guineos que encontró caída en su calle y que escondió debajo del monte cortado.

Pasadas las limpias de los cafetales; buscará trabajo en los arrozales y frijolares. Pero aquí le estorba el machete grande y saca el machetillo del año pasado que de tan gastado ha quedado en “mocho” y que se acomoda mejor entre los angostos surcos de los plantíos de granos. Lo usarán hasta que queda en “colillo”. Para las desyerbas de corte de los cafetales, lucirá otra vez el machete nuevo y en las jornadas siguientes, en las socolas, los desmontes, y las limpias de terreno en la preparación de tierras para las nuevas siembras, se gastará el machete con las continuas afiladas hasta llegar a mocho. Todavía el colillo es útil: se le quiebra la punta y como coto o cotillo es una herramienta ideal para podar o deshijar café. El fin del machete es el común y utilísimo cuchillo de cocina para pelar yuca y guineos.

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El campesino leonés prefiere la “cuma” que es un machete con la punta encorvada como la cola de un gallo, con el filo al lado de adentro del arco. Los segovianos buscan el “cola de gallo”, de esa misma forma, pero con el filo al lado de afuera del arco. Los monteros de Matagalpa gustan lucir una hermosa cutacha, añorando las cutachas de cruz, que fueron prohibidas hace mucho tiempo. Los policías de Costa Rica se ven muy marciales con su larga cutacha de cruz al cinto. La cutacha se lleva en su vaina, con una argolla de coyunda de cuero en el mango, en cuyo lazo se mete la muñeca de la mano, para evitar la caída del arma, si saltase de la mano. En el Norte, el patrón suple el machete y el modelo más usado es el 825, un machete liviano. Las pailas de los cañeros sirven también a los mangleros para sacar cáscara de mangle y muy a propósito para abrir conchas.

Cada oficio tiene su apero especial y un oficio muy especial ejercen los hacheros. Aquí figuran los socoladores, los carboneros, los leñateros y los labradores, cada cual con su hacha particular. Los socoladores y carboneros usan las hachas “tumba”, de filo angosto, cortitas gorditas como inditas de Masaya. Los leñateros emplean la “media labra”, más ancha, más larga y más delgada. Los artistas del hacha son los labradores, la crema del gremio. Labran trozas, pilares, soleras con su hacha labradora, de filo ancho, delgada y larga, con un cabo fino y estirado, como una miss inglesa. El orgullo del labrador es dejar el hilo. Para orientarse en su corte, traza una línea con una manila mojada en anilina que tilinta y hace respingar sobre la troza. Después taja toda la madera fuera de la línea, pero dejando la raya bien visible, y eso con hachazos de todo el largo de sus brazos.

El oficio más romántico que existió en Nicaragua y que se perdió ante el empuje de la gasolina fue el de los carreteros fleteros, quienes, junto con los muleros mantenían todo el tráfico comercial de Nicaragua, empalmando con el Ferrocarril, ahora también en agonía. Los grandes empresarios de transportes de León, como José León Leiva o los Poveda eran los caciques de quienes dependían centenares de carretas. Durante el invierno se preparaba todo para la campaña de fleteo. Se amansaban novillos en los trabajos de arado, hala de sal, acarreo de leña al Ferrocarril y a la planta eléctrica, que la consumían en cantidades fabulosas. Los bueyes del año pasado se mantenían en buenas carnes, los carreteros no querían sebo sino músculos. Las carretas se revisaban cuidadosamente. A las ruedas se les arrancaban las llantas de platina de hierro, se espichaban los hoyos dejados por los clavos y se volvían a clavar, después de picar los clavos. El picado

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consistía en hacerles una serie de mellas en todo el largo, con un cincel, levantando una esquirla que a manera de anzuelo impedían que se saliese el clavo. Si los herreros de León, no tenían encargo de trabajo, hacían clavos de carreta. Mientras tanto se acumulaban en las bodegas de Leiva y otros, el jabón, el azúcar, la sal, el querosine, las candelas, en fin, los abarrotes y toda la mercancía llegada de afuera durante el invierno. A la salida del invierno, todas las huertas de Telica, Santa Rosa, El Jícaro, estaban sembradas de huate, que se arrancaba a la primera espiga, teniendo sumo cuidado en sacudir toda la tierra de la raíz. En cada lugar se alistaba uno o más trenes de carretas. Se repartían los alistos o repuestos que cada cual debía llevar. Así, el Compadre Chon llevaría un tiro; el manco Ruíz, una lima; Tata Lolo, matabueyes; otro, un eje; éste, teleras; aquél, reglas de laurel para enlainar y herramientas. Después de La Gritería se armaba el primer viaje. Carreta tras carreta desfilaban por las bodegas, cargando abarrotes y mercaderías. La carga se tapaba cuidadosamente con grandes cueros trajineados para hacerlos más manejables. Al atardecer salía el tren: diez, veinte, cincuenta carretas, haladas por dos yuntas de magníficos bueyes, bien untadas y con el aparejo colmado de huate.

De vez en cuando un buey persogado caminaba mansamente detrás de la carreta, para, reponer a algún buey cansado. El tronar de las carretas se oía desde largo, porque la buena carreta es tronadora. Eso significa que las ruedas están debidamente talladas en los ejes y en los baches del camino las ruedas pegan ya contra la cama, ya contra la clavija con el correspondiente traquido. Abundante provisión, machos de tiste, totoposte, queso, rosquillas, tasajo y sabrosos chileros aseguraban el bienestar corporal de la tripulación: un carretero y un chavalo de guía para cada carreta. No faltarían las botellitas de cususa de renombrada procedencia, para animar el cuerpo. Algunas mujeres acompañaban al tren para hacer la comida. Al fresco de la noche avanzaba la ristra de carretas, relucían los candiles sobre el yugo del cuartero, el carretero sentado adelante, el guía echado sobre el huate en el aparejo trasero. Las largas varas de chuzo descansaban sobre los yugos, porque un buey de calidad no necesita que lo hinquen, le basta oír el quedo toque de la vara del chuzo en el yugo junto a su oreja para empeñar más su fuerza. En las largas paradas, capeando el sol a la sombra de frondosos árboles; la guitarra tocada por manos rudas, pero sensibles al arte, tenía el compás de las canciones populares que amenizaban el descanso. No había prisa, ocho días de ida, ocho de vuelta; eso dilataba el viaje a Matagalpa. Allí esperaba ya, donde Desavigny, donde Dorn, donde Mayer y Bosche el

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café para la carga de vuelta. Y muchas familias aprovechaban la llegada del tren de las carretas para hacer el viaje más cómodo y seguro, evitando el maltrato de las largas jornadas a caballo.

Un poco menos conocidos, pero no menos llenos de colorido eran los trenes de carretas chingas que llevaban trozas de los sitios hasta los aserríos de Chinandega, León o Managua. Las chingas se llamaban así, porque parece que no tienen cola. El tiro se abre como una Y griega sobre el eje. En Managua, las cunas de las chingas eran Sabana Grande, Las Cofradías y Zambrano. El equipo era menos elaborado porque iban a las montañas donde sobraba madera para reponer cualquier pieza quebrada.

Los muleros mantenían el tráfico entre León y el Septentrión durante el invierno. En el verano evitaban los viajes a través de los desolados llanos donde no se encontraba forraje para sus animales, ya que ellos no lo podían llevar consigo como los carreteros; pero en cambio se dedicaban al transporte en las montañas siempre verdes, adonde no podían llegar las carretas. Aun hoy día, una gran parte del café sale de las montañas a las vías de camiones a lomo de mula, y por eso subsiste aún la industria casera que fabrica aparejos, cinchones, zurrones, gruperas, gamarrones, mancuernas, reatas y retrancas para los bueyes cargueros.

Una vez un Ministro de Agricultura, con aires de sabihondo, dijo, medio en serio, medio en broma, ante un grupo de agricultores: Si nosotros, en vez de comprar un tractor, ocupáramos veinte yuntas de bueyes, no tendríamos tanto gasto de divisas; tendríamos más trabajo para la gente y no perderíamos nada, porque después, en vez de tener un montón de chatarra, venderíamos los bueyes para el destace, y cuenta saldada. En aquel tiempo este consejo nos causó risa, pero tal vez el dicho Ministro tuviera razón. El arado de puyón se ha mantenido airoso. El repuesto para este arado nace en el monte y sus motores crecen en los sitios ganaderos. Pero entonces no hay que padecer el furor de la prisa

En todas las altitudes, el campesino más pintoresco es el “campisto”, el vaquero. El personal de una hacienda de ganado se compone de los campistos, de los ordeñadores, el quesero y los rejos, que se llaman los meseros, porque ganan un sueldo mensual y los mozos ganan por día o por tarea. El orgullo de todo hombre jinete es su albarda propia y personal, de él, que ya se ha amoldado a su cuerpo. Las más afamadas albardas vienen de Malacatoya. Debe ser una albarda suave, fuerte, bien trabajada, que cae ajustada al lomo del caballo, con lomillos de tule compactos, cincha al

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medio centro y las orillas de los faldones enrolladas, estribos con tapadera de cumbo. Completa el conjunto una grupera de crin adornada con rosetas primorosamente tejidas, una jáquima de tres pelos con idéntico cabestro. La cabezada de cuero adornada con borlas y perlas, freno de patas combas con barbada de lanchita, riendas de cuero de venado tejidas y la soga de cuero crudo trenzado, que nunca se enreda. ¡Ah! Y las espuelas de estrella de bronce, el delantal de cuero curtido; una cutachita bien filosa sobre la falda, y el rebenque de material de nombre indecente. En ninguna finca faltará una carretilla de torcer y un artista que la sepa manejar para hacer primores con mecate de crin.

En la quesera no se encontrará mucho equipo. No faltarán las bateas de cuajar, labradas de una troza de pochote, los cinchos y los tapescos de ahumar quesos. Y los rejos son los chavalos ayudantes de los ordeñadores que vigilando la tranca de los terneros, dejan entrar a éstos uno por uno, al corral de las vacas, los siguen, los ayudan a encontrar a las madres, los dejan mamar un ratito para que la vaca baje la leche y después los amarran a la mano de la vaca. Avisan al ordeñador que tal vaca está lista para ser ordeñada, gritándole el nombre de la vaca. Ahí va la Pinta, la Muñeca, la Chacha, la Manuela, la Cacho Partido...Un campisto nunca olvidará el nombre de una res que ha bautizado, y la reconocerá hasta por la cría. Curiosa y muy razonable es la costumbre de poner a los animales comprados el nombre del antiguo dueño o del lugar de su procedencia. Así, cuando vendí un lotecito de ganado a mi cuñado, hubo en la hacienda El Paraíso una vaca Alberta, otra Albertina, una Niquinohomeña, una Carmeña, por el nombre de mi finca; una María y una Piedra Quemada, porque ésta se había extraviado y fue encontrada en la Piedra Quemada, cerca de Nindirí.

El campisto desdeña llevar agua en sus correrías. Dice que sólo bebe agua cuando puede hacerlo también su caballo. El trabajador del campo no se aventura nunca a salir sin su calabaza o ñambira llena de agua, que cuelga, al llegar al sitio de trabajo, del gancho de un árbol en la sombra, fuera del alcance de los perros que andan siempre con ellos.

Si alguien quiere ir a conocer el lugar de la represa del río Tuma, pocos kilómetros hacia adelante de Jinotega, y que es un lindo paseo, podrá ver poco antes de llegar al campamento, una venerable reliquia. A un lado del camino se encuentra un trapiche de madera; y si tiene suerte, lo encontrará trabajando y oirá los quejidos y ronquidos al rodar al compás de la yunta de bueyes, que pacientemente dan vueltas interminables al largo

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tiro, aplastando la caña que le empuja, una a una, el dulcero, para sacar el rico caldo. Y en las montañas de Peñas Blancas o de la Tronca, una muela labrada en un árbol y una palanca harán el mismo trabajo del inmenso trapiche de Montelimar, solo infinitamente más despacio y deficiente. Pero tiene el mérito de ser lo más antiguo para prensar caña.

La historia de Don Cosme, nos llevará a las Sierras de Managua:

En una recluida hacienda de café, cuyas casas parece que se mantienen en equilibrio sobre un angosto filete, ejercía Don Cosme el cargo de llavero. ¿Desde cuándo? Ni Don Cosme podría decirlo ya. Aun mocetón lo trajo el patrón para apuntador de corte, y se fue quedando, quedando…Se alojaba en un bajareque pegado a la despensa, la que se hallaba instalada en una mediagua adosada a la casa de los patrones. Casa de patrones donde jamás vivió un patrón, pero que ahora ocupaba el mandador, salvo una pieza en el alto, donde una tijera de dormir desvencijada, doblada contra la pared, una antiquísima mecedora vienesa y un estantillo soportaban una gruesa capa de polvo, en espera del patrón. Todas las madrugadas, Don Cosme se levantaba al canto del gallo, resguardándose del frío con una toalla enrollada en el cuello, salía al corredor; y con un pedazo de varilla, que guardaba sobre la solera golpeaba un riel viejo que hacía de campana, para anunciar el principio de una nueva jornada. Reparte luego los fierros a los trabajadores, sabiendo instintivamente cuál fierro le toca a cada cual. Después entrega las raciones de víveres a la cocinera, asierra el queso para preparar las raciones de la merienda, lleva una cabeza de guineos remaduros al chanchito que se está engordando en el chiquero junto a la cocina, riega un poquito de maíz a las gallinas y luego se sienta en su taburete frente a su escritorio, que es una tabla clavada a la pared y sostenida por un par de reglas. De entre las hojas de una revista que ostenta en la portada al Rey Eduardo de Inglaterra recibiendo al Presidente Poincaré, de Francia, saca un pliego de papel de oficio, para rayar la planilla con su lineal hecho de una tira de zuncho. Después se queda pensando, dormitando, soñando; y pasan los días, pasan los años; pasaron muchos mandadores, murió el patrón; siguió sirviendo fielmente a la viuda a quien apenas vio una vez, pero a quien manda siempre los mejores plátanos y los más hermosos aguacates, que recoge de los palos de la finca y que madura dentro del cajón de los frijoles, recibiendo en cambio, de vez en cuando, un atadito de puros, una cajeta de zapoyol, como seña de cariño de su patrona. Cuidaba de la despensa con celo, guardaba todo lo que pertenecía a la finca.

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Nunca descartó cosa alguna. En los estantes de su dominio se acumularon los objetos más abigarrados, cosas que nadie sabía para qué sirvieron, de las cuales nadie se acordaba por qué habían sido traídas a la finca.

Un día murió la patrona. Don Cosme sintió hondamente el pesar; pero no pudo ir al entierro porque había ido el mandador y él tuvo que quedarse cuidando. Vinieron días de incertidumbre, se pararon los trabajos, hubo mucha expectación. Un día llegaron unos señores: el Juez Inventariante, el secretario Don Juan, otro abogado más. Ninguno de los hijos o nietos de la patrona vino con ellos. El Juez se personó, dictó el encabezamiento del acta a Don Juan. El mandador dio los pormenores: cabida, linderos, plantíos: Las Pavas 9, 200 palos, El Entierro, 7, 700 palos, El Palo Caído, 2, 300 palos, El Potrerito de manzana y media, pasto de guinea; El Filete Pelado, con tres y media manzanas, de pasto natural. Don Cosme confirmaba silenciosamente asintiendo con la cabeza. Una pila para recoger agua, de comal, sin techo, de 7 varas de diámetro y cinco varas de hondo. Una casa para patrones, de dos pisos, de madera, techo de zinc, cañón de 12 por 8 varas, corredor de doce por 4 varas, una mediagua para despensa de ocho por cuatro varas, piso de tierra. —Los enseres—, urgió el Juez. —Vea señor—, dijo el mandador —casi todo lo que hay aquí es de mi propiedad personal. Lo de la hacienda lo tiene apuntado Don Cosme. —De la hacienda— confirmó Don Cosme— son este estante, aquel mostrador, una tijera de dormir y una mecedora que están en el alto, y dos taburetes. Pasaron luego a la cocina de mozos: Una casa de madera para cocina, de 8 por 12 varas, de madera, techo de tejas de barro, piso de tierra; y Don Cosme, con su lista: un fogón, dos comales de barro, una plancha de echar tortillas, dos piedras de moler, una con la mano quebrada, tres ollas de barro, dos cazuelas, una cazuelita enlozada, un cántaro, un cajón para agua, dos jarros de lata, cinco platos enlozados, cuatro cucharas, tres tenedores, dos cuchillos, un cucharón: —Ya tiene hoyo—, señaló la cocinera que estaba cuidando la entrada de su camarotillo, ubicado también dentro de la misma cocina, con tres chamaquitos desnudos apegados a la falda.

Al llegar al dominio de Don Cosme, sacó él de la histórica revista varios pliegos de papel de oficio nítidamente cubiertos con su pulcra letra con columnas de números y nombres. Aquí está el inventario: primero las cosas que se ocupan y después las cosas que están guardadas. Y empezó a leer y señalar y Don Juan a escribir: 4 cobas, una entubada, 5 palines, 3 palas punta redonda, 2 palas punta cuadrada, 6 palas para limpiar café, 2 hachas tumba,

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y 7 medias lunas, 1 azada, 3 azadones, 1 rastrillo, 1 regadora, 2 lámparas tubulares, 2 piochas, 1 martillo, 3 serruchos podadores, 6 tijeras de podar, 1 reloj despertador, 1 cable de elevar sombra, 30 sacos para cortar café, 12 sacos para jalar plátanos, 22 canastas. —Esto no está en el inventario—, se excusó Don Cosme, enseñando un palo rollizo, pulido por el uso. — ¿Qué es? preguntó el Juez. —Un tilintador de alambre. — ¿Tiene valor? —Pues vea señor Juez: no es más que una estaca de guachipilín con dos grapas; pero se alza para no tener que hacerlo cada vez que haya de componerse un portillo.

—Y aquí está la lista de las cosas que no se usan. El Juez la recibe, menea dubitativamente la cabeza, mientras el Secretario suspira resignado. —A ver si hay algo aquí de valor—comenta el Juez, no se sabe a quién, al abogado, al mandador. —Explíquenos, Don Cosme. Don Cosme empieza a leer y a señalar sus tesoros: Tres faroles para iluminar patios; no tienen mecha. Una máquina de matar zompopos; está trabada, ya no sopla. Un fuelle de fragua sin forro. — ¿A qué viene todo esto?— preguntó el Juez. —Vea señor— le aclara Don Cosme: —después del gran vendaval del 24 se derrumbó el barranco detrás de la casa. Entonces trajeron el fuelle para la fragua, el riel que está allí colgado, para yunque y este mazo—, enseñando una pelota de hierro con un hoyo, para afilar las barras con que sacaron la piedra para la muralla que se hizo y también para la pila. —Siga, dijo el Juez. —Una máquina de hacer tortillas; no sirvió porque dejaba las orillas rajadas. Una lámpara de carburo de sala, sin sombra. Trece aros para salveques de cortar café; se les acabó la lona. Un gramófono; no tiene cuerda. Una prensa de copias; una escopeta, tiene el cañón pandeado; una bomba de reloj: se quitó porque ya no halaba y se puso una nueva, que tampoco ya no hala; un bote de pintura para techo, está hecho piedra; cinco candados sin llave, siete llaves sin candado…— ¡Alto! Basta Don Cosme—, estalló al fin la paciencia del Juez— lo felicito por su minuciosidad y por su honradez. Cierre el acta, Don Juan. A ver, mandador, mándese a apear algunas de aquellas naranjas y vamos a coger el carro que dejamos al pie de la cuesta.

La nueva administración que asumió después el mando, tras largos pleitos, después de otras comisiones que llegaron a revisar inventarios, fue moderna, eficaz, sin sentimentalismos. Don Cosme fue despedido y murió en un cuartucho de una cuartería en Managua, más que de pobreza, de tristeza, añorando los aires frescos y el verdor de Las Sierras. Pero tal vez su inventario con los cinco candados sin llave y las siete llaves sin candado,

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figura en alguna escritura, en el Registro de la Propiedad.

La civilización sobrepasa al tiempo con pasos agigantados. Y en los campamentos de las fincas algodoneras se acumula una nueva generación de implementos, en la cual, pasados muchos años, algún otro sentimentalista querrá descubrir el folklore de los tractores, rastras, fumigadoras y romplonas. Si no ¿qué me dicen de esa juventud romántica que se extasía ante un viejo Ford modelo T y sólo mira con ojo crítico al modernísimo Cadillac?

HoMbrEs DE la sElvaNuestra linda Nicaragua es un país de aspecto apacible. Sus bellas montañas se yerguen de la gran sabana, en armoniosas curvas y muy pocos riscos quiebran las onduladas líneas. Nuestros cerros no levantan altura, pero su serena belleza compite con los más famosos paisajes del mundo: las idílicas isletas del Lago de Granada, las profundas lagunas de Asososca, Masaya, Apoyo, Jiloá; el majestuoso Momotombo, sin parangón en América; el San Cristóbal, el Concepción, el Saslaya, el Quilambé; las prodigiosas montañas de Peña Blanca, del Musún, del Coscuelo, del Arenal, de Dipilto; el vasto llano de Olama; los ríos caudalosos que corren, ora entre grutas, ora entre bancos o entre bambúes gigantescos. ¿Dónde hay tanta belleza en el mundo reunida en tan poco espacio?

Sobre este paisaje de ensueño, la Divina Providencia, había tendido un manto de riqueza fabulosa, dotado generosamente para albergar, proteger y alimentar a todos los seres con que el Ser Supremo había poblado esta tierra. Este manto compuesto por las tupidas selvas siempre húmedas de Las Segovias y Chontales, por los pintorescos y susurrantes ocotales, por los bosques de tierra caliente, por los extensos manglares, que conquistan tierra firme al mar; o por las espinudas vegetaciones de las estepas, son tantos estilos, con su encanto y peculiaridad especial cada uno, diferentes en su aspecto, pero hermanos de la misma madre, no se mezclan; a lo más uno suplanta al otro siguiendo las sabias leyes de la naturaleza

En la selva que encontramos en las Sierras de Managua, en las faldas de los volcanes, dominan los majestuosos guayabos, los estirados nísperos, el brillante copel, la ceibas gigantes, los verdes ojoches y tempistes. La graciosa pacaya, el flexible carrizo, la corona de Cristo, se arrebujan debajo de los gigantes en la profunda capa de tierra vegetal carente de capacidad

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para detener la humedad. En los planes y colinas de Chinandega y Rivas, donde Dios se prodigó en generosidad, abundan los cedros, espabeles, caobas, genízaros, guanacastes, gavilanes, ronrones, laureles, robles; y alrededor de la cuenca de los lagos aparecen los corteses, espino, talalates, panamás, guachos, quebrachos, madroños, jobos, jiñocuaos. Por Masaya se encuentran profusamente las anonas, los poro- poros, palos de gatillo, nancites, guachipilines.

En las montañas del Norte son los álamos, bálsamos, hules, posanes, aguacates, marías, mapalanes, cipreses, saucos, cuculas, guarumos, majaguas, canelos, nogales.

En las estepas, los espinudos brasiles, las moras, los tepegüistes, güiligüistes, cornizuelos, aromos, cachitos, esobillos.

Sería rellenar libros enteros el querer nombrar todos los nombres de nuestras plantas; y faltan muchísimos que aún no están catalogados en los registros de la botánica.

El hombre aprendió que sacaba más provecho de la tierra despejada y se lanzó a derribar las selvas para tener lugar para sus siembras y sitios para pastorear su ganado. A medida que los medios mecánicos que inventó le permitían más facilidad, el ritmo con que talaba los bosques se multiplicaba, siempre atento sólo al provecho momentáneo, sin pensar en el más adelante. Pero la Naturaleza es terriblemente vengativa. No castiga inmediatamente: ella tiene tiempo, tiempo infinito. La misma naturaleza se encarga de aumentar el daño hecho por el hombre, para acelerar el castigo. La erosión, la huida de las lluvias, el éxodo de la vida, son las primeras represalias. Necesita calma y tranquilidad para curar el daño. Sin pérdida de tiempo empieza a remediar el mal. Helechos, gramas ásperas detienen la erosión; el sol, el viento y el frío y las escasas lluvias, desmenuza las rocas y poco a poco, en grietas, crecen arbustos, palmeras; y en siglos de paciente labor, levanta lo que el hombre destruyó en un día para provecho de un momento.

La selva es generosa y paga con creces el cariño con que la tratan. En ella halla sustento, un gran número de humildes trabajadores, cuyos oficios seguramente nunca los pondrán en las listas de clasificaciones. Ellos sacan provecho de la selva, penosamente y con muchas privaciones. Son hombres enteros, libres, con un elevado sentido del honor y de la probidad. Y sus humildes esfuerzos repercuten hasta en la balanza de nuestro comercio y

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figuran en las memorias de la Aduana. Son ellos los huleros, los chicleros, los balsameros, los resineros, los cascareros, los raicilleros, los lavadores de oro. Cada cual tiene su oficio, que aprendieron desde niños, cuando ya fueron capaces de acompañar al padre en sus correrías por la montaña.

Conocen todos los secretos de la selva que los alimenta, los viste y les ayuda al sustento honrado de su familia, que dejan en algún humilde pueblito, donde las tentaciones de la civilización moderna no intranquilizan los ánimos. Cada cual tiene su región donde trabaja, y respeta religiosamente el derecho de un compañero, cuando encuentran su marca en un árbol. Al internarse en la montaña, llevan sólo lo más estrictamente necesario, ya que no disponen de bestias de carga, sino únicamente de lo que pueden llevar a cuestas. El machete, el cuchillo, tal vez un chopo, con un cachito de pólvora, algunos balines y sombreritos de fulminante; uno o dos jarros de lata, una lona ahulada, sal y tabaco en hojas, como único lujo. Además los útiles indispensables para la tarea a que se dedican.

Así, el hulero lleva sus espolones para trepar a los árboles; unos saquitos harineros, vacíos. Al llegar a su trabajadero, como llaman al lugar donde acostumbran laborar, buscará los palos de hule, que ha venido picando desde años. Están intactos. La pequeña marca que grabó en el tronco le aseguró la posesión más eficazmente que el registro público acredita la pertenencia de una finca. Cerca de un riachuelo o corriente, erigirá su champa, muy primitiva, unas tantas varas arrimadas al tronco de un árbol, que se cubren con hojas de pacaya; y el modesto equipo se guarda en tapesquitos guindados de las varas. Después empieza a picar hules. Habrá algunos árboles más, los que respetó el año pasado porque no habían alcanzado el desarrollo completo; otros faltarán por haber sucumbido a la acción inalterable del tiempo. De abajo para arriba lleva el pique en espirales, después de haber colocado en el corte más bajo un canuto de bambú o un taco de guarumo, conectándolo con la picadura por medio de una rajita de carrizo para recoger la blanca savia.

El hulero sabe qué hondo puede hacerse el pique de la cáscara, pues de profundizarlo mucho o de cortarla hasta el tronco ocasionaría la sangría total del árbol y su muerte segura. El hulero respeta la vida de sus hules, tanto como un cafetalero cuida de la vida de sus cafetos. Con la primera leche que recoja, bañará los costales harineros para hacerlos impermeables y que le servirán de depósitos. Si tiene encargo de leche de hule para hacer capotes, así la dejará; si no, procederá a ahumar el hule. En un bejuco que

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tiende entre tres estacas, guinda cáscaras de majagua; luego chorrea leche de hule sobre ellas, teniendo cuidado de recoger el sobrante que no queda adherido, repitiendo la operación tan pronto como lo chorreado se haya cuajado. Debajo del triángulo enciende un fueguito con cuyo humo cura el hule. Con los subsiguientes baños, los colgados se harán gruesos como su brazo. A veces se fabrica un molde de carrizo y hojas para poner a cuajar el hule en láminas y ahumarlas con más facilidad. A éstas las llama “esmochis”, que es su pronunciación para smoked sheets. Antes de emprender el viaje de regreso, recoge la burrucha, que es el hule endurecido que ha quedado pegado en los piques de los árboles. En penosos viajes lleva su cosecha hasta el próximo río donde puede conseguir un pipante para acarrear su preciosa carga.

Cuando la segunda guerra mundial, los japoneses se apoderaron de las grandes plantaciones de hule de Oceanía, los americanos se dirigieron a las Américas, con el grito de “Dadnos hule o perdemos la guerra”. Nicaragua respondió al llamado. No se si dio tanto o más hule que Brasil. Pero el efecto para las selvas de Nicaragua fue espantoso. Contratistas fundaron campamentos y comisariatos en las cercanías de las montañas; miles de huleros improvisados se internaron en las selvas. Para ellos sólo había un objetivo: sacar burrucha. Todos los hules fueron picados hasta el tronco; dieron toda su sangre, hasta la última gota; y murieron. Los nuevos huleros no conocían de honor y honradez. Se robaban los unos a los otros. Dentro de los rollos de hule introducían piedras, palos, zapatos viejos, todo lo que pudiera aumentar el peso. La urgencia y la necesidad de tener hule y el precio pagado hacía que se disimularan etas fechorías.

Que los saqueadores de hule se ensañaron con todos los animales que encontraron, no puede sorprender, dada la clase de gente que era. Los huleros legítimos, los verdaderos hombres de la selva, tuvieron que esperar muchos años antes de que sus trabajadores se repusieran del saqueo. Por suerte para ellos, el hule es un árbol de crecimiento rápido.

El balsamero se dedica a sacar el bálsamo del Perú, que no hay en el Perú sino sólo en Centro América. Este lleva otro apero. Necesitará un hacha para sacar rajas de ocote colorado, muchos trapos viejos, un caldero y una o dos latas vacías. Su vida en lo demás es idéntica a la del hulero y a la de todos los hombres de la selva. El balsamero tiene primeramente que proveerse de buenas rajas de ocote colorado. Para empezar su trabajo, hace un andamio en los árboles escogidos, a una altura como de seis varas sobre el suelo.

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Enseguida empieza a chamuscar con las teas de ocote un trecho como de una vara de ancho por una y media o dos de alto, de la cáscara del bálsamo. Es un trabajo largo y tedioso. Calienta la corteza hasta que revientan una pequeñas ampollitas en la cáscara lisa, y como buen cirujano, se pone a vendar la parte herida con los trapos viejos, amarrándolos con bejucos. Después de unos días despega los trapos, ahora impregnados de la savia olorosa, y en su campamento los echa al caldero a hervir. Con cuidado recoge la nata, que es puro bálsamo; pero aún queda mucho en los trapos, y amarrándola entre dos palos con una palanca grande, hace un torniquete o tortol para sacar todo el bálsamo que atesora en las latas vacías que trajo consigo.

El chiclero se dedica a picar los nísperos silvestres y procede casi como el hulero en sus piques. Pero tiene que hervir la savia para evitar que se agrie y para lograr que se cuaje en los moldes que fabrica con trozos huecos de guarumo.

El raicillero va a recoger las raicillas o ipecacuana a los lugares que él conoce y cuya colocación guarda en gran secreto, dando grandes rodeos para despistar; porque en este gremio hay muchos gangsters, que no les gusta buscar y no respetan los derechos ajenos. El verdadero raicillero al arrancar las matas para adueñarse de la raíz, siempre deja “semilla” o sea raicitas que podrán retoñar y asegurarle al año entrante otra cosecha. El logrero no se preocupa más que de llevar la mayor cantidad posible, sin importarle el futuro, y deja los criaderos vacíos. Como hay varias variedades de raicilla, todas muy parecidas, y entre ellas hay unas sin valor comercial alguno, estos saboteadores del oficio mezclan las raíces buenas con las malas, difamando el buen nombre de la raicilla, que es un apreciado artículo de exportación.

Los resineros no son gente que vive dentro de la selva. Ellos viven en los linderos de la montaña con el ocotal, que es una línea bien definida; y sólo en el ocotal se puede apreciar la proximidad de la selva de hojas por los árboles de liquidámbar y los arbustos de cera vegetal que crecen orillados a la montaña. Se dedican a sacar brea de los ocotes colorados y liquidámbar de los viejos árboles. Estos árboles tienen la cualidad extraña de que no todos producen brea o liquidámbar. Estas savias no se mantienen en la cáscara sino en la madera de ciertos árboles, en los cuales, como en el ocote, el aguarrás que contiene todo pino se concentra y penetra toda la madera, haciéndola dura, casi transparente a la luz e inmune a la acción de todos los males que dañan a la madera, como comején, podredumbre, hongos. Únicamente el fuego destruye el ocote colorado. Los resineros

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cavan huecos bien adentro del tronco de estos árboles, sin llegar hasta el corazón. Y la brea o el liquidámbar se acumulan muy lentamente en estos huecos. Estas heridas no sanan nunca, como los piques de la cáscara de los hules o las quemadas de los bálsamos. La brea se recoge en calabacitos y el liquidámbar en canutillos de carrizo; y de tapón sirve la utilísima punta del olote. Cuando la semilla de la cera vegetal está madura, ésta se recoge y se pone a hervir en un poco de agua. La cera se desprende con el calor y nada en la superficie, de donde puede ser recogida. Los jabones fabricados con la cera vegetal tienen mucha aceptación y es una industria casera de los pueblos del ocotal.

Los cascareros hallan su modo de vivir a través del majagua, conocido en el resto del mundo como balsa. Él busca la cáscara del majagua; y según el destino que le va a dar, la saca cruda o lavada. El majagua es el árbol más útil de la montaña. La cáscara sirve de todo, hasta de cobija. Fácilmente se desprende la corteza verde del tronco, en anchas tiras largas. Golpeándola y frotándola se le quita la materia feculosa y alaste y se deja secar. Esta es la cáscara cruda. Si después de golpearla se echa en agua corriente, se disuelve la pega alaste y la cáscara se torna blanca, suave y se presta para hilarse o tejerse. Con majagua se amarran los ranchos; las cañas del henchido de las paredes; y se fabrican los aperos de aparejo, reatas, sudaderos, cinchones, gruperas, mecates, alforjas, hamacas, forros de tijera, y hasta burdas mantas.

Otro hombre de las selvas es el lavador de oro, el güirís. Este busca para armar sus canales de guarumo o bambú, los ríos y quebradas cuyas aguas horadan las rocas auríferas y que en las crecentadas no arrastra el limo, esa riqueza inapreciable que se desprende y huye de los terrenos indefensos por haber sido despojados de su manto vegetal protector. La tierra vegetal no contiene oro; únicamente la arena que arrastran las aguas limpias de los claros manantiales de las selvas. El güirís guarda sus pepitas, el polvo dorado, en vasitos pequeños como los de píldoras rosadas o de esencia coronada, que son típicos remedios de los monteros.

Es asombrosa la habilidad de los hombres de la selva para procurarse el sustento de la vida diaria de la misma selva. Son excelentes pescadores, usando un pequeñísimo arco de apenas dos palmos de largo y unas larguísimas flechas de junco, únicamente con la punta agudizada. Meten la flecha en el agua y apuntan bien hacia el pez siguiendo la línea visible de la flecha en el agua para evitar el engaño de la quiebra de la luz dentro del agua. Un pequeño aventón con el arco es suficiente para que la flecha

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atraviese tal pez desprevenido y sea sacado con facilidad. Si las aguas están turbias, tendrán que arriar a los peces a aguas poco profundas donde pueden cazarlo con un seguro golpe de machete o usando métodos más modernos; y si dispone de un poco de carburo, del que se usa en las lámparas, ceba primero la poza con bolitas de tortilla o guineo amasado o de sebo, y cuando los peces empiezan a picar les arroja bolitas en las cuales ha escondido un pequeño trozo de carburo. Cuando el pez se traga una de estas bolitas, con gran sorpresa suya se verá impelido irremediablemente hacia arriba donde el pescador lo coge contento.

Atrapan a los venados en trampas hechas con bejucos, donde el confiado venado pasa, pensando que fácilmente podrá apartar las lianas, y se ve agarrado con un lazo que se aprieta más con cada esfuerzo para soltarse. Con infinita paciencia espían a la guardatinaja hasta que salga de su madriguera para ensartarla con un agudísimo arpón de pijibay. El chopo sólo lo usan cuando les fallan sus trucos o para apear un pavón de un árbol alto. Conocen todos los tubérculos comestibles, los palmitos de bambú, las frutas; y por el vuelo de una abejita hallan la colmena. Canutos de bambú les servirán para guardar la miel. De paso, recogen la manteca de todos los animales, porque saben que son muy apreciados como remedios caseros. La más completa colección de manteca la tenía Don Luis Frenzel, en Jinotega. Había de todo, manteca de toboba, de coral, de cascabel, de lagarto, de garrobo, de sapo, de mono, de hormiga, de lapa, de tiburón; y creo que hasta sebo de riel.

Hay mujeres valientes que acompañan a sus hombres en las montañas. El embarazo no es motivo de quedarse atrás; hallan completamente normal que la criatura nazca en la selva. Si prevé este caso, con sólo llevar unas prendas de ropa vieja más, tendrá solucionada la emergencia cuando venga el niño.

He tratado de hacer conocer a los verdaderos hombres útiles de la selva. A los que no hacen daño y cuidan del patrimonio otorgado por el cielo, con celo y amor, aunque ellos no puedan definir estos sentimientos. Pero existen otros, expoliadores de los bienes naturales, aunque bien en pequeña escala, comparados con los grandes consorcios de ruina organizados con millones en capitales, los que con todos los adelantos de la mecánica arremeten contra nuestra divina herencia.

Los pequeños expoliadores, seres inconscientes que con la misma buena fe de los otros, buscan su vida en la selva, son los cazadores de pieles de venado

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y los cazadores de plumas, y los destiladores de aguarrás. Los cazadores de venado tienen que remontarse ahora a las regiones más alejadas de los últimos lugares habitados; y, por consiguiente, ya no pueden aprovechar la carne, sino que se conforman con quitar el cuero y dejan el cuerpo para festín de los zopilotes. Andan equipados con un buen chopo o escopeta y una buena lámpara de tirar, con una buena provisión de carburo en un tarro a prueba de agua. Además, unos tantos perros de raza indefinible, pero duchos rastreadores, persiguen al venado mal herido hasta darle el paro. A estos individuos no les importa si el venado es hembra, si está criando. No se atienen a las leyes de la vida para protección de los animales. Los cazadores de plumas andan tras las garzas, las lapas, los quetzales, los vendecacao, los aguiluchos, en fin tras todo pájaro de plumas grandes y vistosas.

El destilador de aguarrás debe disponer ya de alguna instalación para ejercer su oficio. Necesita un equipo de destilar, igual al cususero. Busca ocotes tiernos, que se pueden desmenuzar, y después de hervir los pedazos en un caldero, condensan, en un rústico alambique los gases de aguarrás. Lo malo de su oficio es que son sólo arbolitos de pino pequeños los que caen bajo su hacha.

Los grandes destructores de nuestros bosques son las compañías madereras. Construyen ferrocarriles o carreteras que llegan hasta el corazón de los bosques, y la tala de los árboles es sistemática y arrasan con todo. Están obligados a resembrar los bosques. La ley dice tres árboles por cada uno que se bote. No creo que compañía alguna haya sembrado alguna vez un árbol. La naturaleza se defiende: un pino adulto produce en un año suficientes semillas para poblar a Nicaragua entera de pinos, si todas las semillas crecieran. Pero son tan pocas, poquísimas las que caen en lugares propios para germinar. Sin embargo al poco tiempo de haber sido talado un ocotal, miles y millones de pinitos graciosos levantan el fino y erizado tallo; contentos del cielo despejado, sin sombras de los pinos viejos, cada cual trata de crecer más que el otro en la lucha por el Lebensraum —espacio vital—. Pero esta alegría de vivir se ve truncada en pocos segundos, cuando los fuegos devoradores aniquilan las prometedoras especies. ¿Quién prende los fuegos? Por desgracia nuestro pueblo es un maniático del fuego. Al ver un campo seco, un suelo lleno de agujas secas de ocote, no puede resistir la tentación de acercar un fósforo para gozar con las llamas que se extienden, corren y devoran la vegetación, al parecer muerta; pero que en realidad

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estaba viva por dentro y amparaba las simientes para la nueva selva. El piromaniático disculpa o justifica su criminal acción diciendo: el fuego destruye las garrapatas.

Las caobas y los marías han desaparecido de nuestras selvas, perseguidos con saña por los contratistas de madera. El ñámbar o cocobolo y el guayacán, pronto serán sólo un mito en nuestros recuerdos. Y pensar que un guayacán para alcanzar un diámetro de tan sólo ocho pulgadas necesita cien años. Por muchos años estuvo botado por la estación de Nagarote un tronco de guayacán de más de treinta y seis pulgadas, que no fue aceptado por tener un gran hueco. Algunos curiosos calculamos su edad en más de tres mil años. Antes, el único carbón que tenía venta en Managua era el de guayacán.

El carbonero no es hombre de la selva, pero sí un empresario independiente. El dueño de un bosque que quiera talarlo, contratará primeramente a los socoladores, quienes botarán la montaña, labrarán las trozas y harán leña de máquina la madera. Después vendrán los carboneros quienes pagarán al dueño un tanto por carretada de carbón que saquen de los troncos y raíces que los leñadores no pudieron reducir.

Las selvas de Nicaragua están destinadas a desaparecer. Según el ritmo que lleva la destrucción, dentro de unos veinte años a lo sumo, los bosques de Nicaragua se habrán convertido en lomerías peladas; la precipitación pluvial que hace cuarenta años era para Jinotega de 130 pulgadas anuales y que ahora no llega a las 80 pulgadas, habrá bajado al nivel de Managua, es decir, 33 pulgadas. Nuestra campiña quedará convertida en lomas semidesiertas, como ya lo son los alrededores de Boaco, de Darío, de Juigalpa.

Alemania es un país densamente poblado: millones de gentes se aglomeran en un terruño escasamente el doble de Nicaragua. Sin embargo, en la Selva Negra, en el Bosque Bávaro, en el Harz, en Turingia, en los Alpes y aun en la propia cuenca del Ruhr y en el Berlín tan discutido hay extensos bosques llenos de animales silvestres, venados, ciervos, gamos, linces, faisanes, pavones. Alemania importa muy poca madera y cada año nuevas tierras son añadidas a la floresta, si ellas no pueden ser utilizadas en algo productivo. Pero tienen leyes estrictas para la explotación de bosques y su Ministerio de Agricultura se llama Agrícola Forestal. Sus empleados, aun los guardabosques, son hombres que han cursado estudios superiores; y los dirigentes ostentan todos títulos universitarios. Allá se considera la caza

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furtiva un delito; y un deber sagrado la conservación del suelo y de los bosques para las generaciones futuras.

Aquí en Nicaragua conocí yo a un dueño de cantina, que se jactaba de ser empleado público. Siendo vecino mío, a veces entraba en pláticas con él, y una vez me aclaró que era Inspector Forestal. Pero nunca me pudo decir en qué consistían sus atribuciones y jamás lo vi salir del barrio, sino cuando iba de parranda a Masachapa.

Amigos de la tierra: aquí hay campo enorme donde trabajar, una tarea ardua que empezar y un deber sagrado que cumplir: conservar para nuestros hijos el patrimonio que Dios nos ha dado.

trabajaDorEs DEl MarQue lindas son las playas de Nicaragua: Bella Vista, Paso Caballos, Poneloya, Casares, La Boquita…Todos tenemos los más gratos recuerdos de horas felices pasadas en alegre compañía, ya gozando de los tumbos o descansando sobre la fina arena. Hemos logrado paseos en lancha, en los esteros, entre los tupidos manglares, estremeciéndonos ante el oscuro misterio de las aguas que susurran entre las zanconas raíces, o a la vista del negro lodo, que se derrama sobre el suelo fangoso, como si no tuviera fondo. Pero el agua límpida de la caleta, las olas graciosas que se forman al surcar de la potente lancha, haciendo balancear al humilde bongo, que viene rítmicamente canaleteado por sus rústicos ocupantes, nos llena el ánimo de la sensación de la belleza, tranquilidad que reina bajo el cielo azul. ¿Quién no ha deseado huir de la bulla de nuestra vida agitada, y quedarse a gozar de la paz que disfrutan aquellos humildes pescadores? Recordemos algunos aspectos de su vida. Estos pescadores ejercitan un oficio pintoresco. No luchan con las bravas olas del océano enfurecido; su bregar es en las playas, entre los manglares; su apero son simples canoas de una troza, y su herramienta un machetillo.

La actividad más grande la desarrollan en el verano, antes de la Cuaresma, cuando el pescado salado tiene demanda y los pescadores se apuran para lograr la coyuntura. Se juntan varias familias y escogen el lugar determinado en tierra firme, cerca de un esterillo para hacer las enramadas donde alojarse. Preparan los tendales para secar y asolear la pesca. Durante la bajamar arman una reja tupida a través de la caleta, con varas del inagotable material que crece alrededor: el mangle. Lo hacen bien fuerte y tejido con

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varas flexibles y postes gruesos, dejando un hueco de entrada abierto, para el cual fabrican una puerta. En día y hora propicios, cuando la llena ocurre en la madrugada, y cuando la marea empieza a vaciar, se zambullen con la puerta en las aguas para tapar el hueco, fijándola. Tienen que trabajar rápidos y seguros; los peces no tardarán en bajar, a la cabeza los tiburones y los grandes meros. Pronto queda cerrado el portillo; sólo el agua y los peces chicos, que no valen la pena, se cuelan a través de la reja. Precipitadamente saltan los hombres a tierra firme, ya los primeros peces grandes han llegado al obstáculo, topan y vuelan para atrás para arremeter nuevamente. Algunos, muy pocos, saltan la palizada. La marea sigue bajando, los peces siguen aglomerándose ante la reja; el agua parece hervir. Pronto ya no caben enfrente y despliegan para atrás. Inexorablemente baja el agua y ya los primeros peces quedan varados en el fango, cuando el sol apunta el alba. Los hombres armados de machetes empiezan a coger y tirar las buenas piezas para afuera, donde son recogidas por las mujeres y niños. Los hombres deben tener la vista aguda para descubrir las peligrosas rayas y quitarles la ponzoña. Meros, sontos, pargos, lisas, boca colorada, son recogidos si dan el tamaño necesario. Cuando la marea ha bajado completamente, las panzas plateadas de miles y miles de pescados brillan al sol en el fango del estero. Tiburones, rayas e incontables peces sapos. Por cuadras cubren el fondo de la caleta. ¡Son tan pocos los peces utilizables y tantísimos los inservibles! En algunas pozas se pueden recoger aún algunos peces útiles, aunque ya no importan mucho: ¡Hay tanto que hacer! Hay que escamar, rajar, ralear y salar el pescado, colgarlo en los tendederos para secarlos al sol. Antes de que la próxima marea vuelva, se abre la puerta para dar entrada a otra tanda de peces. La próxima cerrada será menos abundante; pero hay muchos esterillos donde repetir la operación.

Mientras tanto en las caletas que no han sido tapados, se pueden recoger durante la bajamar las piedras de ostiones. Estas se extienden después sobre la arena, se cubren con ramitas y hojarasca seca que se enciende. Al calor se abren las conchas que pueden ser fácilmente sacadas con un palito y se tienden a asolear sobre tapesquitos. Las conchas negras se recogen de dentro del lodo y es característico el traquido que producen al cerrarse, de golpe. Las conchas pueden guardarse en un lugar accesible y seguro del estero hasta que llegue el momento de comerciarlas.

Los pescadores no venden directamente el producto de sus afanes al mercado. No tendrían ni el conocimiento menos aún la sagacidad para hacerlo. Son vivanderas las que llegan hasta ellos para adquirir sus cosechas.

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Dije que los pescadores no sostienen luchas épicas con las olas, aunque llegando el caso saben cómo defenderse de ellas. Sus enemigos son pequeños; pero juntos tal vez más aniquiladores que los riesgos del mar. Los zancudos los atacan implacablemente, los aguijones ponzoñosos de las rayas los acechan; y el hedor insoportable de los restos en sus campamentos, quita todo el romance que pudiéramos soñar; en cambio atraen zopilotes y gaviotas que se lanzan ávidos sobre los tendales, dando duro bregar a los chavalos encargados de cuidarlos.

Durante el resto del año, los hombres de las playas se dedican a la industria del mangle. Recogen la cáscara del mangle, usada por las curtiembres de cuero; sacan varas de mangle, que sirven de alfajías en casi todas las construcciones baratas, sobre todo en Managua, y para andamios en las obras de cemento. Son hábiles agarradores de punches, de jaibas; y por las noches, durante la marea baja, armados de un candil y un machetillo cazan con suma destreza las sabrosas langostas. Con infinita paciencia se dedican a la pesca con anzuelo y surten los mercados con pescados frescos. Saben las épocas y horas en que salen las tortugas de paslama a ovar en las playas y hallan con matemática regularidad y seguridad las huacas de huevos.

Los salineros ejercen un oficio antiquísimo, pintoresco, como nos parece la vida de aquellos que pasan la vida a campo raso. La sacada de la sal es un arte; sólo los maestros logran sal blanca, pura, limpia. En una playa, detrás de los manglares, donde aún llega la marea, limpian un buen espacio de terreno que rodean con un pequeño dique de tierra y arena, dejándole unas tantas bocas por donde puede entrar el agua de mar. Después de lavarlos con algunas mareas, tapan las bocas durante la marea alta cuando el estanque está lleno. El agua estancada se evapora poco a poco con el calor del sol, bajando gradualmente el nivel. Cuando la merma en el tanque es considerable, proceden a cebarlo durante otra marea alta, cuando el agua fuera del estanque está más alta que dentro, se destapan las bocas para que nueva agua fluya a rellenarlo, cerrando las bocas tan pronto como los niveles se igualen. Después de algunas operaciones similares, el agua del estanque estará saturada de sal y proceden a cocerla. Antes se hacía esta operación en tinajas de barro llamadas cubules, colocadas sobre rústicas hornillas; ahora en pailas de hierro sobre hornos de mampostería. Al evaporarse el agua con el calor del fuego, se va sedimentando la sal en el fondo de la paila, de donde se saca con un cucharón de largo mango, amontonándola al lado para que se escurra el agua sobrante. El sol se encarga de secarla más, y ya

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pueden acudir los negociantes de sal a cargar sus carretas. Los salineros no ocupan, generalmente, leña de mangle para calentar sus hornos, sino leña de árboles de playa adentro, que es más fácil de acarrear.

Los bongueros, aquellos marinos que hacen el tráfico con pesados botes de un solo tronco entre las haciendas del golfo y los puertos de embarque, como el Tempisque, La Flor, El Nancital, San Bernardo, van quedando ralos. Aquí se impone también el motor, y el marino servirá ya sólo de guía infalible a través del inmenso laberinto de canales que cruzan los manglares a orillas del golfo.

Hay oficios que todos tal vez conocemos y los tomamos como naturalmente lógicos, y que tienen su sabor folclórico pintoresco en el sentir del alma de nuestro pueblo.

Si un finquero quiere hacer una casa, o una pila o cualquiera obra, y ve que no puede llevar la teja o el ladrillo hasta su lejana finca, entonces muy fácilmente salva el contratiempo. Se va a La Paz, o a La Tejera en Jinotega, o a Las Tejas en Matagalpa, y contrata a un tejero el cual allá le hará todo el material que necesita. Son hombres sencillos y trabajadores, sin pretensiones. En cambio en las zonas en donde se siembra tabaco, chilcagre o jalapa, existe un personaje muy importante: el capador de tabaco. Tiene el más alto concepto de su oficio y se cree indispensable, tanto que para llegar a un plantío de tabaco pone sus condiciones según el rango que pretende merecer. Quiere el desayuno con frijoles fritos en manteca, y huevos; un trago con limón para almorzar, el pinolillo debe ser servido con rosquillas; y para dormir, una tijera. Entra en acción, después de dejar que el sol disipe el rocío. Se acerca a la próxima mata. La mira detenidamente, se agacha para mirarla mejor, rasca el suelo con el pie, soba las hojitas, se huele los dedos, para al fin cortar con toda delicadeza las primeras dos, o cuatro, o seis u ocho hojitas, empleando coquetamente la uña del pulgar y del índice. Si se le pregunta el por qué, no hará más que mirar furioso al osado que pretende sonsacarle su sabiduría. Cuando empecé a sembrar tabaco con mi buen amigo don Adolfo Zambrana, nos peleamos con media docena de profesores capadores, hasta que, cansados por su falta de lógica, mandamos una cuadrilla de muchachos a quitar las dos primeras hojitas de cada mata. A pesar de los fatales vaticinios, el sacrilegio resultó en un magnífico tabacal.

Hablando de capadores, en cada pueblo hay algún experto capador, ya sea de chanchos, de terneros o de caballos. Los hay famosos, que son buscados desde lejanos lugares hasta a donde ha llegado su fama. ¿Y los sobadores?

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¿Será el instinto natural, observación o ciencia atávica lo que hace que estos personajes, casi siempre incultos, puedan brindar alivio a las torceduras, dislocaciones, zafaduras, carnes huidizas, vientos, aires, sobrepujones, o como llamen ellos a los males que aquejan al paciente?

Antes de ser conocidos los insecticidas, el hombre estaba indefenso ante el ataque de la langosta o del gusano medidor. Y entonces como aun hoy día, en lugares remotos se recurre a los buenos oficios de un personaje que adquirió su virtud en su nacimiento. Cuando aparece la langosta, se manda llamar a un embolsado, es decir una persona que haya nacido embolsada. Hay que pagarle por sus servicios para que tenga efecto. Se le ruega pasearse por la milpa o por el arrozal, seguros de que la langosta se embolsará a su vez. El milagro sucede, la langosta se embolsa como lo hubiera hecho de todos modos, pero la creencia en el mito quedó justificada.

Muy en serio es el oficio de enfrenador: los que enseñan a tascar el freno a las bestias y amansadas. El amansador es cualquier desalmado que tenga buenas piernas; pero el enfrenador es un artista. Y muchos señores de alta alcurnia se enorgullecen de saber este arte y gustosamente se ofrecen a enfrenar una bestia prometedora para agasajar a un amigo.

Pero no sólo en el campo hay oficios extraños. Aquí, en Managua, también los encontramos; sobre todo oficios relacionados con los modernos adelantos de la civilización. Algunos de ellos ya han alcanzado legalidad, hasta casi poder figurar en las generalidades de ley: como los coyotes, como se dice a los corredores de bolsa. ¿Y cómo se irá a llamar a los acaparadores de boletos para entradas al Estadio o a funciones de cine? ¿Y los cuidadores de carros que surgen como los hongos del suelo, ofreciendo sus dudosos servicios cada vez que uno va a parquear su carro frente al estadio, el club o el cine?

Los vendedores de lotería ya han establecido una manera honesta de ganarse la vida, aunque entre las buenas cualidades de su oficio está el ser más insistentes que una mosca que nos revolotea por la nariz a la hora de la siesta.

Los de voceadores y lustradores son ya oficios clásicos, reconocidos como el principio de tantos magnates que se jactan de haberse levantado desde ese “elevado” nivel.

La industria de las llantas viejas fue inventada por sagaces artesanos de mente ágil. De llantas usadas hacen suelas de zapatos, caites, listones para

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balancines, llantas postizas para cubrir las llantas de hierro de las carretas, topes para lanchas y descargadores, zapatas para remendar otras llantas.

Con oficio y sin oficio, cada cual tiene su manera de rascarse la barriga.

pEsos y MEDIDasUna de las partes más pintorescas del folklore de un pueblo es la manera de conducir las transacciones comerciales de la vida diaria, las pesas y medidas que se usan, y el colorido especial que a estos actos imprimen la tradición y la experiencia. El pueblo nicaragüense, tan vivaz, ocurrente y gracioso puede jactarse de un folklore variadísimo, pimentoso y más cuando se refiera a sus asuntos comerciales.

Legalmente rige en Nicaragua el patrón métrico, pero el pueblo, donde lo ha aceptado, lo ha hecho a su manera, mezclando lo antiguo con lo nuevo para llegar a un abigarramiento graciosísimo. Generalmente se sirve de medidas que se han creado por conveniencias locales y que varían en cada lugar. De allí que suceden divertidas malinterpretaciones de los valores en los tratos entre gentes de diferentes lugares, como le pasó a Azucena. Esta era una negrita muy vivaracha y activa, a quien trajo un matrimonio al regresar de la Costa Atlántica. Azucena era, lo que se dice, una perla. Un día avisa a la señora: —Señora, ya casi no hay leña. Dice la señora: —Poné cuidado a que pase una carreta con leña, y preguntá a cómo la dan. Al poco tiempo viene corriendo Azucena: —Dice el hombre que la da a doce pesos el sesenta y es puro guachipilín. La señora: —Decile que le das diez pesos, pero que te la dé metida y arpillada. Va la negrita a donde el carretero: —Dice la señora que a diez pesos, pero que la des metida y arpillada. El carretero se rasca la cabeza debajo del sombrero: —Bueno mi linda, por tus ojos bonitos te la voy a dar así, metida y bien arpilladita. Corre Azucena a avisar a la señora, quien le entrega diez pesos y le advierte que ponga cuidado en la contada. La negrita mira cómo el carretero se echa a tuto doce rajas y le sigue al zaguán de la leña. Se queda parada en un lugar desde donde puede ver el ir y venir del carretero, quien acarrea la leña y la acomoda en el rincón señalado. Azucena se pone a sacar la cuenta, pues ella había ido a la Escuela Morava y sabe de cuentas. Saca en claro: en cinco viajes la mete toda. Pero el hombre hace viajes y más viajes, hasta diez, y en cada pasada le suelta un piropo a la negrita. Al fin dice: —Yastá, mi linda, ay la tenés bien contadita y arpilladita. A ver cuándo vamos a la sierra a comer jocotes, que están en su punto; y tiende la mano para coger el billete

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y le guiña el ojo amorosamente. La negrita tiene un conflicto de conciencia: el carretero le ha regalado sesenta rajas; pero ¿cómo se las pudiera cobrar a la señora? Pero no. Azucena es honrada a carta cabal: —Vea señora, ese baboso del carretonero por estar diciéndome babosadas no se fijó que metió ciento veinte rajas. —Pero si está bien, contesta la señora, el sesenta son ciento veinte rajas. Azucena suspira hondo.

Al poco tiempo hacen falta cebollas. —Andate al mercado y traete unas, dice la señora, alargando un peso a Azucena. — ¿Cuánto compro? preguntó ésta. —Pues traete el peso; pero buscás las vendedoras de adentro del mercado que venden más barato.

Azucena llega al mercado. Ve a una vendedora ante unos grandes montones de cebolla, se acerca y la vendedora le pregunta zalamera: — ¿Cuánto vas a llevar, mi linda? —Deme un peso. — ¿De cuáles? —De esas—, decide Azucena, señalando las más bonitas. La mercadera barre un limpito con la mano en el suelo y empieza a contar: cuarenta y ocho contadas de a cuatro cebollas. Azucena las recoge todas en su delantal y tiende el peso a la verdulera. — ¡No mi linda!, salta ésta, ¡el peso vale seis pesos! Azucena suelta el delantal, deja caer las cebollas y sale corriendo y llorando. Le va a decir a la señora que no la mande a comprar, que la vuelva a Bluefields.

Azucena no se fue, pero tuvo mucho que aprender. Cuánto es una ristra de ajos; que la contada es de a cuatro, la mano es de a cinco; que el cucurucho es una medida para achiote, pimienta, canela, romero y otras especias. Que la manzanilla se vende por manojitos; la trementina que usan los hojalateros y finqueros viene en jicaritos; el liquidámbar en carrizos; el tiste en masas y panecillos; el pozol en masitas; la cabulla en moños; los cigarrillos de viejita en macitos; el tabaco en hojas, en cabeceados; y que los huevos empacados en hojas de piñuelas, de seis en seis, son pitas; la lumbre, o sean las astillas para alumbrar o para encender fuego se venden en atados, lo mismo que las tapas de dulce de rapadura. Las sondalezas y mecatillos en muñecas; las hojas soazadas para nacatamales en rollos de doce, junto con su burillo. Los mecates se miden por brazadas; y la hamaca es una medida especial hecha cortando un saco de bramante a una cuarta del fondo para vender yuca, quequisque y batatas.

Las medidas en Nicaragua pueden definirse en dos zonas: donde el transporte se hace en carreta y donde impera el transporte a lomo de mula. En la faja del Pacífico, el límite de peso de unidad es lo que un hombre puede levantar para acomodarlo en la carreta. En los departamentos al

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norte de los lagos, lo que la mula puede cargar. Por eso usamos aquí como medida normal, la fanega de veinte y cuatro medios. No es la antigua fanega española, de veinticuatro medidas de un pie cúbico español, que aún rige en Costa Rica, para transacciones de café maduro, sino una fanega de veinticuatro medios de 600 pulgadas inglesas cúbicas cada uno. Es pues, un cruce o un injerto creado y arreglado así por muchos motivos. Porque se aviene tan a propósito con el saco usado en la exportación de café: doce medios caben bien en un saco, dando lugar para amarrar la boca; y por lo tanto, cabe bien media fanega en un saco. El medio de arroz en granza pesa diez libras; el de maíz trece libras, el de frijoles catorce, y el de millón quince libras. Estas son libras españolas, que es la unidad usada en el comercio de café al exterior. La fanega se aviene perfectamente al mercado interior del café: una fanega de café maduro rinde 50 libras de café limpio o en oro; y la fanega de café en cereza seca, da un quintal de café corriente. Más aún: la fanega de café en pergamino, en cualquier estado de humedad, rinde 175 libras de café en oro lavado.

No he podido averiguar de dónde viene el nombre de medio para esta medida nuestra. Me parece que se asemeja a la mitad de la antigua medida española de un pie cúbico, de uso generalizado. Aquí este medio ostenta orgulloso el nombre de “medio sellado”. Allá en 1934, un alcalde de Managua, para ir con el modernismo del tiempo, quiso imponer el medio métrico, de 25 centímetros de lado y doce de hondo. Esta disposición causó tanta consternación y confusión, que no se llegó a cobrar sanción alguna de las que habían sido impuestas para asegurar la implantación del medio Salvatierra. Cayó en el olvido, aunque no se sabe que el decreto haya sido derogado. A lo mejor, aún es legal esta medida. El hermano del medio sellado, es el medio de cañada, que se usa en casi todas las haciendas para recibir el café a los cortadores. Generalmente es la mitad del pie cúbico español y tiene un cupo 11 por ciento mayor que el sellado. Muchos cafetaleros aún conservan y usan los mismos cajones desde la fundación de sus fincas. Los cortadores los conocen y no admitirían que se les cambiaran. Ellos saben muy bien que la medida es mayor que la sellada; pero también saben que el pago es mejor. Actualmente se está, introduciendo una nueva medida, para los cortadores de café; no nuevo en el mundo, sino para Nicaragua: el decalitro. Tantos centímetros y milímetros y décimos de milímetros por lado y fondo, con tremendas sanciones para los que no lo usen. Hay alboroto, incertidumbre, desconfianza; pero si tomamos la cosa con calma y obligamos a nuestra memoria a recordar las reglas de cálculo

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que tanto trabajo nos costó aprender, y hacemos algunas cuentas, veremos que el tal decalitro es una medida que venimos usando desde hace muchos años, sólo que nosotros la llamamos media lata.

Tenemos, pues, como medida para granos en la región del Pacífico, el medio sellado. Lógicamente llamamos a la mitad del medio, cuartillo. La mitad del cuartillo es el medio cuartillo. Pero la mitad del medio cuartillo, Uds. dirán que es el dieciseisavo. No señores, es un quince. Pobre Azucena, le falla la enseñanza de las moravas.

La fanega se generalizó donde el transporte se hacía en carreta. Los sacos cafeteros se podían llenar a su capacidad, no importaba que éstos pesaran bastante, los carreteros son hombres fuertes, que juegan con pesos de dos quintales. Donde el transporte se hacía a lomo de mula, la cosa era diferente. La mula no podía cargar, más de dos sacos, con dos tercios de un quintal cada uno. Y la carga de una mula fue la medida que se formó y se impuso.

En las montañas, donde las cintas de medir y los metros escaseaban, cada cual procuraba tener su medida. Algún cajón, una ñambira y para las balanzas se buscaban en el río, piedras adecuadas. Había que confiar mucho en la honradez del medidor o pesador.

Acaso los zurrones fueron la medida más aproximada y usada. Los zurrones son recipientes hechos en un solo cuero en forma de bolsa que se adapta perfectamente al aparejo del animal de carga. Un buen zurrón está hecho a prueba de agua. Pueden los animales atravesar los ríos y mientras el agua no llegue a la boca del zurrón, el contenido no se mojará. De la lluvia se protege por medio de una tapadera de cuero sobre la boca. La capacidad del zurrón es de media carga, llamado a veces tercio, que es el término español para un fardo que carga una bestia.

En este caos de medidas apareció en Nicaragua después de la Guerra Nacional un artículo que fue como un golpe grande de campana para sacudir la vida apacible y dormilona de los habitantes de los pueblitos y montañas del norte. Trajo luz y medida inalterable. Ese Mesías fue el bendito cajón gasero con las dos latas de kerosén El Capitán. Los hachones de ocote y las candelas de sebo fueron relegadas por el candil y las lámparas tubulares. Al famoso cajón ¿Cuántos usos se le podía dar? ¡La más bendita lata! Se podía llenar de manteca y mandarla hasta Guatemala y Costa Rica. Servía para cocinar, y sobre todo era una medida exacta, siempre igual. Si se recortaba, señalaba al osado, pues tenía unos relieves que ponían de

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manifiesto cualquiera adulteración. Se averiguó que la lata tenía 20 litros ó 25 botellas. Fue así que se pudo fijar una medida llamada botella y la media botella. La lata de manteca pesa 40 libras. Se obtuvo un patrón de medidas y pesos que aún se conserva inmune a cualquiera innovación. En el saco cafetalero caben bien cinco latas y la lata fue la medida que se adaptó para medir el café a los cortadores, y da que la lata contiene dos medios y cuartillo de los sellados de Managua; y también sepan los sabios dirigentes de los sindicatos que están presionando para la implantación del decalitro: la lata mide exactamente dos decalitros.

La carga como medida aún persiste, bien definida, con ayuda de la lata. Una carga de dulce son 80 atados, la carga de maíz seis latas, la de frijoles, cinco y media latas. Todos los días oímos el famoso pregón: ¡Carbón! ¡Carbón! Y la medida es una lata toda abollada; y si Azucena no pone cuidado, pondrá el carretero dos o tres pedazos grandes de leña a medio quemar, dentro de la lata, con unos carboncillos sueltos arriba, para guardar la apariencia. Y en todos los pueblos que no han tenido la suerte de ser favorecidos con cañería de agua potable, vemos a esos pintorescos burritos cargando dos cojinillos llenos de agua. El agua no necesita pregón. Cada aguatero, agüero, aguador o el del agua, como lo llaman en cada lugar, sabe bien cuánta agua tiene que descargar en cada casa que lo tiene como marchante. Y si en alguna casa le dicen que deje más agua de la acostumbrada, algo está pasando allí, alguien se va a bañar fuera de turno, algún recién nacido o es que van a destazar un chancho. Y el agua se vende por cargas y por latas. En el Pacífico, la repartición del agua se hace en pipas y el agua se vende más aristocráticamente, por cántaros que contienen los mismos cinco galones que la lata. Y los que van a comprar el agua a los pozos y a las pilas anuncian al vendedor o vende-agua: tantos cántaros y tantas aguadas. Quiere decir que lleva tantos cántaros de agua y le dio de beber a tantos animales que traía arriados.

Dos artículos se sometieron desde muy temprano al patrón métrico. El primero fue el guaro. Como monopolio del Estado se vende por litros. Pero esto es del Depósito de Aguardiente al estanquero. De allí para adelante la medida que rige es la botella, la cuarta o la voluntad y buena disposición del patentado. Hay tantas botellas, las alemanas, las inglesas, las americanas, las chiboleras y las despreciadas botellas chingas de la cervecería. Y hablando de beber, los bebedores sacan a lucir la más exuberante fantasía al nombrar el ansiado traguito que los llevará al limbo de los dioses, el pencazo, el

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farolazo, el quemón, la buchada, mojatripa, miracielo; con el léxico especial para los tamaños, una cuarta en dos, cuarteado, chispita, de culun, montado, zapatilla. Y la más notable diferencia: la que hay entre el trago pagado y el trago fiado. Cuando hay billetes en la mano, la medida se reclama rebosante; en otro caso se agradece el favor. Y si se empieza el sábado cuarteando, se acaba el lunes cinqueando.

El otro artículo que se vende invariablemente por litros, es la leche. Y es porque hay una medida de a litro, muy común, muy extendida. Es la conocida botella de vino Vermouth o Torino. Todo el mundo podía tener su botella y seguramente la popularidad que goza el vino Gancia se debe más a su botella que a su contenido. Hubo el caso de un campesino que encargó a su compadre le trajera una botella de a litro del pueblo y le dio un peso para la compra. El compadre compró una botella de Vermouth por nueve reales, se bebió el vino y entregó la botella vacía al otro compadre, quien agradecido le regaló el real vuelto por el mandado. Lo que hay de extraño en la trata de la leche, es que los ganaderos venden la leche a los revendedores por galones americanos de tres y tres cuartos de litro; y éstos calculan que el galón tiene cuatro litros. Bueno: el que lo usa se lo imagina.

Matagalpa fue famosa por sus semitas. Son éstas unos panes hechos de harina de trigo segoviano, molido en los molinos que aún existen. Se conservan por mucho tiempo; y a los fleteros les gustaba llevar semitas en los viajes de regreso a León, pues además de tener muy buen mercado allá, era flete liviano para las mulas lastimadas o para sobornales. Días antes de salir encargaban los muleros tantas camadas de semitas a las panaderas. La carnada era una llenada de horno; porque una vez calentado el horno se hace la hornada, que consiste en varias llenas de horno. Un buen horno aguanta varias camadas en una calentada. Las rosquilleras leonesas, resentidas por la competencia de la apetecida semita, propagaron el cuento de que las semitas se amasaban en las camas de cuero de aquellos tiempos, que eran un marco de madera forrado con un cuero de vaca crudo, tan tilinte como el parche de un tambor.

La carga como medida está muy arraigada. Se usa en los contratos de arriendo de tierras. Una carga de maíz, media carga de frijoles, por manzana. El comercio cafetalero de Matagalpa y Jinotega se ha aferrado a la carga como unidad para sus transacciones de café oreado. Esta carga es de 200 libras de café oreado. Esta carga debe dar 100 libras de café limpio, si el café es de tres días de oreado. Si viene más seco, el rendimiento es mejor. Los

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primeros comerciantes de café, Jéricho, Desavigny, Alberto Peter y otros se dieron cuenta del bonito negocio y margen de ganancia en la compra de café por peso, porque los finqueros que tenían que transportar el café a larga distancia por malos caminos, procuraban secar cuanto más el café y los compradores se repantigaban con la diferencia entre el rendimiento de 100 libras de una carga de café oreado y de 165 libras de la carga de café seco. El beneficiador podía precisar cuánto le rindió el café comprado, el vendedor sólo podía suponerlo. Los actuales medidores de humedad no se habían inventado aún. Así los cafetaleros aprendieron a no dejar secar el café para que no perdiera peso, aún mojándolo antes de entregarlo, exponiendo el delicado grano a fermentos o enmohecimientos que han causado muchísimo daño a la reputación de nuestro café, con el resultado de que el nuestro de igual calidad se cotice con dos y más dólares menos que el tico y el salvadoreño. Pero así los compradores como los productores siguen encaprichados en la carga de café vendida por peso, y la calidad de nuestro café no podrá mejorar. Los departamentos segovianos, habiendo adoptado la lata como medida y sabiendo que el café no merma casi nada al secarse en pergamino, no les importa entregar el café más o menos seco, ya que lo venden por volumen y no por peso, y están en vías de mejorar el renombre del café jinotegano.

Cada gremio tiene sus medidas particulares. Un gremio muy importante son los madereros. Comprende a los dueños de sitios, los contratistas, los labradores, los fleteros o dueños de carretas chingas, los madereros o corredores de madera en los patios de los aserríos, los aserradores y los vendedores de madera aserrada. Todos ellos se valen de la misma medida: la carga de madera. Se refieren a una medida representada por dos trozas de cinco varas de largo por media vara en cuadro, cada una. Tiene un cupo de 810 pies de tabla españoles.

La carga se divide en diez varas montesas. Para calcular el tamaño de una troza se requiere un librito llamado La Cartilla del Maderero. Allí dice: una troza de tantas varas mide tanto por tanto, entonces su contenido es de tantas varas, usando como fragmentación medias, tercias y cuartas varas. Son unas tablas como las famosas tablas de multiplicar que hubimos de aprender de memoria y olvidamos, pero que los madereros sí se las saben. Para ser legítima, la cartilla debe tener un error en una de las páginas de las medidas de cinco varas. Debe decir cuatro varas repetido, y el comprador de la cartilla muy ufano tacha el cuatro, pone el cinco y se va satisfecho.

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Los leoneses y chinandeganos miden también por cargas de diez varas monteses y de 810 pies de tabla españoles. Pero todos ellos son como Einstein para calcular, multiplicando pulgadas por pulgadas y por pies, y dividiendo por doce para obtener los pies de tabla, y después dividiendo por 81 para saber el resultado en varas montesas. La madera de soleras y la aserrada a mano se venden por fletes, teniendo el flete de soleras 40 varas y el flete de tablas 24 tablas de media vara. Los dueños de sitio venden por matas y los contratistas pagan por cargas labradas a los labradores, diferenciando entre trozas y garrobos. Los garrobos son las trocitas pequeñas que salen de las ramas y que no dan madera de construcción sino sólo madera de tabique. Los vendedores de madera han tenido que aprender a usar y calcular en boardfeet o pie de tabla inglés, porque todos los modernos constructores hacen sus cálculos en millares de pies ingleses; pero el campo y el bosque y el aserrío sólo conocen la pulgada española y la vara montesa.

La tierra se mide por manzanas y por varas. Aunque las nuevas escrituras mencionan cada vez más hectáreas y metros, es imposible descartar la caballería. Pasados a la historia aquellos términos que se puede leer en testamentos antiguos: lego a mi hijo Elías tres queseras en el sitio de El Capulinar; a mi hijo Abraham, diez caballerías y dos queseras en el sitio de San Bernardo. ¿Cuánto sería una quesera?

El hombre del campo mide por bordonadas. Una bordonada son dos varas y cada cual sabe cómo debe extender los brazos para medir un bordón. Una tarea de campo son diez y seis bordonadas por lado; y diez tareas dan una manzana. Y cualquier peón sabe medir las vueltas y recodo de un terreno; 250 bordonadas hacen una tarea de dos varas de ronda.

Una marca de leña es una arpilla de leña de una vara de largo por una bordonada de alto y otra de ancho. Y la tarea de rajar leña es de tres sesentas, o sea, 360 rajas del grueso de un brazo, de cuatro cuartas de largo. Últimamente los trabajadores del campo hacen una diferencia entre la tarea comida y la sin comer, porque cuando hacen más de una tarea al día, la primera es la comida y las subsiguientes son las sin comer y reclaman el valor de la comida.

Los ganaderos tienen nombres tradicionales para contar el ganado, como la mancuerna; pero nunca pude averiguar cuánto ganado hay en una punta. El tamaño de los animales se expresa en cuartas, aunque ahora se nos enseña a medir en pulgadas inglesas. Pero no hay destazador que fiándose de su ojo

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clínico, no calcule lo que pudiera pagar por un novillo, por la cantidad de sebo que le va a rendir; y el destazador de cerdos mide los chanchos por las latas de manteca que espera sacar.

Las distancias se medían antes por jornadas o por leguas. De Matagalpa a León había tres jornadas. ¿Cuántas leguas serían? Eso dependía sobre todo de la bestia y del estado de las posaderas. La legua hondureña es proverbial y el “ahí nomasito” ha desesperado a más de un viajero improvisado, como eran casi todos los que se arriesgaban a la aventura de un viaje al interior, es decir, a León o Managua, o viceversa, al Septentrión. El matagalpino que había estado en el “interior” era admirado como un ser de cultura superior. Los que crecieron en la época de la gasolina, con poner un poco de atención a un lado de la carretera, pueden ver en un mojón de kilometraje la distancia; y con mirar al velocímetro del carro pueden calcular con exactitud de minutos el tiempo que emplearán para llegar. En nuestra juventud, un día más de camino, significaba apenas eso: un día más. Y si un río estaba creciendo, pues algunos días más, hasta que bajara la riada, y se llegaba lo mismo.

Cuando mi tío Narciso Baldizón vino a Managua, llamado por su gran amigo el Presidente Don Bartolo, lo hizo en su macho moro, un soberbio animal. Llegó a Sabana Grande y preguntó por el potreraje. Cuando le enseñaron los potreros amarillos y resecos, decidió traerse su macho a Managua, porque le dijeron que en Managua podía comprar zacate verde. Mi tío conocía de zacate. La mejor zacatera, situada en la entrada de Matagalpa, antes de pasar el primer puente, era la suya. En los pueblos, las zacateras tienen tanta importancia o más que las gasolineras. Porque un auto no se muere por falta de gasolina, pero una bestia no aguanta la falta de zacate. Mi tío hacía unos manojos de ración: cuatro manojos al día para un animal. Estos manojos se podían dividir en dos tantos, pues mi tío decía que no había que echar todo el manojo de una vez, porque la bestia lo pateaba y lo desperdiciaba. Llegó, pues, al Hotel América. Le gustó la caballeriza. Hace treinta años todo hotel, aun el famoso Lupone disponían de caballeriza. Enseguida fue a buscar zacate para su macho. Sólo halló zacate guinea y él quería pará. Le dijo al carretero: —Llevame cuatro manojos al hotel. Le preguntó el carretero: — ¿Está criando conejos, patrón? — ¡Qué conejos y qué diablos! —Gritó mi tío— Los quiero para mi macho, y mi macho come antes que yo. —Pues se quedará con hambre su macho. Y le enseñó un manojito de zacate que se podía abarcar con

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una mano. — ¿Qué babosada es esa? —Refunfuñó mi tío—. Por ahora llevame al Hotel América cuatro brazadas de esos ramilletes; y de mañana en adelante me llevás cuatro manojos grandes con un solo amarro, que mi macho quiere comer y no soltar nudos y nudos, como remendona de trapos viejos. Mi tío comentó el asunto con sus amigos; y tuvo que aguantar que desde entonces le preguntaran siempre qué tal le iba a su conejo, cuando se referían a su querido macho.

Ya vemos de cuántas medidas disponemos: de la vara, de la yarda, del metro, del pie inglés, del pie español, pulgada inglesa, pulgada española, cuarta, jeme, mano, dedo, brazada, bordonada, legua, milla, kilómetro; del medio, la fanega, carga, lata, decalitro; del cántaro, litro, botella, galón, barril, libra inglesa, libra española, quintal, kilo, arroba; tonelada métrica, tonelada corta, onza, gramo, grano y un cachipil más de pesas y medidas. Hay que fijarse al hacer un contrato en qué medida está basado el arreglo. No sea que nos pase como pasó a los algodoneros, que vendíamos por libra y nos pagaban por libra española, cuando el contrato era por libra inglesa; y perdimos los primeros años dos por ciento de las ventas.

Hay otra manera de enseñar medidas y si no se emplean como es la ya consagrada costumbre, puede causar situaciones penosas, como le sucedió a nuestra china, la Tacha. Habitaba en Matagalpa en la casa frente a la nuestra el famoso doctor alemán Josephson. Julito, un nieto de la Tacha, un muchacho avispado de unos doce años, barría la casa del doctor y le hacía los mandados. Cuando el doctor se trasladó a Managua se llevó a Julito. Al año volvió el Dr. Josephson de visita a Matagalpa y la Tacha corrió a saber noticias de Julito. El doctor la saludó muy cariñosamente, le dijo que Julito se portaba muy bien, que iba a la escuela y que ya estaba casi grande, señalando con la mano extendida de plano una altura. La Tacha lo miró espantada y corrió donde mi mamá a quejarse de que el doctor trataba a Julito como chancho. Mi mamá oyó el cuento, calmó a la Tacha, explicándole que en Alemania así se señalaba la altura de todo y que el doctor tenía la mejor buena disposición para con Julito. Porque aquí en Nicaragua se señala la altura de una persona con la palma de la mano parada, señalando para arriba. El ganadero señala el tamaño de los toretes de la nueva raza que está criando con la mano de canto, lo mismo que el tamaño de los potros. Un criador de chanchos muestra el tamaño de sus animales con la palma de la mano extendida para abajo, lo mismo que si se tratara del perro que ha comprado; el tamaño de los pollos se señala con el jeme de la mano extendida para abajo.

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Un algodonero explica que cuando su algodón estaba así de alto, señalándolo con la palma de la mano extendida para arriba, le puso abono 40-30-20-10 y creció tanto más alto, expresando la nueva altura alcanzada siempre con la palma de la mano para arriba. Y el pescador se jacta del largo del pez que sacó señalándolo con el canto de la mano contra su brazo extendido. Y aquí termino, porque hay otra manera de enseñar a los que tienen un tornillo flojo en la cabeza y no quiero que me la apliquen.

NaturalezaEl CalENDarIo DE la proDuCCIóNTodos los meses del año tienen su nombre, y salvo pequeñas diferencias en la pronunciación, tienen el mismo nombre en todos los idiomas europeos. Tal vez Juanito Wong nos pueda decir si sus nombres en chino se parecen también. Pero el vulgo los distingue además por ciertas particularidades o acontecimientos que ocurren en su transcurso. Los adjetivos que se le atribuyen dependen sobre todo del significado que tienen para los diferentes grupos.

Para los agricultores, me refiero a todos en general, cada mes trae un acontecimiento o tarea especial. Empezando por enero: ahí están afanados en la recolección del producto que han cultivado durante el año. El corte de café, de algodón, de caña, de sorgo, de ajonjolí, de maíz, de arroz, tabaco, yuca, frijoles, etcétera, etcétera, está en pleno apogeo. En febrero tal vez viene el raro alegrón de una buena cosecha, o más frecuentemente la desilusión por una mala cosecha. En marzo vende lo poco o mucho que le queda aún por vender y se prepara para pasar los apuros que pasará en abril, cuando se venzan las obligaciones con los bancos y los pagarés. En mayo tiene que decidir qué es lo que va a sembrar, y negociar los saldos pendientes y arreglar la nueva habilitación. —Por favor, Ramiro, no te sientas aludido—. En junio tiene que preparar la tierra, en julio sembrar y llenar los papelitos que necesitan para tasar lo que según criterio ajeno debemos haber ganado. En agosto, septiembre, octubre, viene la lucha contra las malas yerbas, contra los picudos, chichimecos, prodenias, chinches, pellejillo, langosta, mayas, arañas, y las dificultades porque se acabaron las partidas de la habilitación destinadas para combatir las plagas. En noviembre empieza a contar guayabas en el algodonal, los gajos de café

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en las palmillas, las espigas del sorgo, las mazorcas del maíz, el largo de las hojas de tabaco; y en diciembre entra con optimista ilusión a recoger la cosecha.

Para los demás, que no viven de la tierra, sino sobre la tierra, enero es el mes de los nuevos buenos propósitos, febrero el mes de los vientos, marzo para ir a veranear, abril el mes del polvo y del humo de las quemas, en mayo espera la primera lluvia, junio el mes del calor, en julio viene la canícula, en agosto celebra la traída de Santo Domingo, en septiembre son las Fiestas Patrias, octubre es mes del cordonazo de San Francisco, noviembre es el mes de los Santos y de los muertos y diciembre el mes de la Purísima y de los apuros por los regalos de Noche Buena.

Pero para nuestro sentimiento ¿cuál es el mes más bonito, más agradable, más pintoresco, más simpático de todos? Aquí las opiniones difieren; unos dicen que mayo y otros se apuntan a noviembre.

Veamos mayo. Cae la primera lluvia, se aplaca el polvo, se aclara el aire, los prados quemados se tiñen de verde, los árboles pelones se cubren de nuevas hojas tiernas, florecen los malinches, la cañafístola, el carao, el madero negro, el guachipilín, el sacuanjoche, el café, los naranjos, los limones, los jícaros, los elequemes, el macuelizo. Es el mes de los amores, los pajaritos hacen sus nidos, las hormigas o comejenes alados revuelan sus bailes nupciales. A veces el famoso mayo se atrasa y cede su turno a junio.

¿Y qué pasa con noviembre? Es el mes de la locura de las flores. No me refiero a las flores en los jardines, que dependen del riego. Cuento sólo las flores silvestres. Campos, prados, todo se cubre de flores. La flor de verano los tiñe de lila, la flor amarilla los cubre de amarillo, los jalacates brillan con sus estrellas de chillante amarillo, el paste con sus pitillos, la escoba lisa, el cardo santo, las acacias añaden más amarillo por si hiciera falta. Los madroños, los pastorcitos o ramo de novia se visten de blanco, las patitas de gato compiten con el azul del cielo y los paraísos mezclan el azul con el blanco de las nubes. Los mangos lucen sus candelabros de flores vistosas y sus retoños rojizos; y hasta la higuera famosa se prepara para echar sus pinitos de flores verdosas o coloradas. Y la flor de los pastores pone la nota roja. Lástima que las lindas orquídeas lilas que antes inundaban la piedra quemada del volcán Santiago han sido arrasadas por las comerciantes de flores. Hasta los zacates saludan al mes de noviembre. El jaragua echa sus chilillos siempre al doble de su altura. Si alza un jeme, su flor será de dos jemes; y si tiene dos varas, su chirrión

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tendrá cuatro varas. Y si uno pasa de noche por las desoladas calles del viejo Managua, verá brillar con las luces de los faros millares de graciosas espigas doradas del zacate pachón; pero no se meta a cortarlas, porque seguramente se llenará de los espinudos abrojos del zacate mozote.

La naturaleza ayuda al colorido del mes de noviembre, con los celajes de la mañanita que casi compiten con la púrpura dorada con la que el sol se despide antes de acostarse en el horizonte.

¡Noviembre, mes de las flores! Lástima que casi todas las flores que brotan en tu tiempo, procedan de yerbas dañinas que causan pérdidas de millones al ahogar las plantas forrajeras.

¿Qué se puede hacer? No todo lo que luce es oro.

los árbolEsUn pequeño pero elocuente articulito que leí en un periódico me dio ocasión para hablar en favor de los árboles, los seres más útiles e indispensables que hay en la tierra. Digo seres, porque nacen, crecen, se multiplican y tienen vida; y según las místicas creencias nórdicas también tienen alma y sentimientos. Las diferentes culturas han tenido diferentes puntos de vista sobre los árboles y bosques. Para los germanos los bosques eran algo sagrado, juegan un papel importantísimo en su mitología. A Wotán, el dios supremo, le consagraron el fornido y majestuoso roble; a Thor, dios de la guerra y el honor, le dedicaron la alta y dominante encina; el abeto era el árbol de Baldur, dios del juego y de la alegría; y la esposa de Wotán, la reina del hogar, la dulce y hermosa Fraia, tenía como símbolo al gracioso sauce. Los germanos no adoraron una diosa del amor, menos hubieran concebido que Wotán se transformara en toro o cisne para robar doncellas.

Por atavismo soy un ferviente paladín de los árboles. El patrimonio de la familia Vogl en Alemania desde hace varios siglos fueron y son vastos bosques en Algovia. Las posesiones en Bohemia, ahora Checoslovaquia, fueron incautadas por el régimen actual. Mi tatarabuelo, el Maestro Guarda Bosques y Ministro Forestal de Baviera, Dr. Johannes George Vogl, a principios del siglo pasado unificó y elaboró sabias leyes, basadas en las disposiciones imperiales medievales, que siempre han protegido los bosques en Alemania, Austria, Suiza, Holanda y en los Países Escandinavos. Los bosques debidamente explotados son una fuente de riqueza permanente.

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Nunca se permitió talar laderas de montañas. La Selva Negra, los bosques Bávaros, existen desde antes de que los romanos trataran de subyugar a las tribus germánicas. Aún existe el bosque donde se reunieron los caudillos germanos para elegir a Hermán el Etrusco como Jefe contra las legiones de Varus; y aun se conserva en todo su esplendor el bosque de Teutoburgo, donde esas legiones fueron aniquiladas hace dos mil años. Y fueron precisamente los árboles los aliados de los germanos, impidiendo a los romanos la formación de sus invencibles falanges; y perdieron la batalla porque sus soldados asalariados tuvieron que luchar individualmente cara a cara con valientes que defendían su libertad. La riqueza de Suiza, Tirol, grandes partes de Alemania, de los Países Escandinavos y de Finlandia se basa sobre todo en la cuidadosa explotación de sus bosques, aunque también son al mismo tiempo grandes criadores de ganado.

Para las culturas mediterráneas, los árboles o los bosques fueron únicamente objetos de expoliación. La hegemonía fenicia declinó cuando terminaron con los cedros del Líbano, con los que construían sus barcos. Los griegos talaron los bosques del Pindus y del Helesponto, los cartagineses acabaron con los bosques de los Montes Atlas, los romanos terminaron con los de los Apeninos, y en España apenas quedaron los protegidos en los abruptos Pirineos. En Siria y el norte de África la destrucción fue tan radical, que los habitantes tuvieron que recurrir al estiércol seco de cabro y de camello para cocinar, ya que en las erosionadas laderas no crece vegetación alguna.

Al venir los españoles a América, trajeron entre muchas buenas y muchas malas costumbres el desamor a los bosques. Dieron a los indios herramientas de acero para talar más rápidamente las selvas. Para los indios la selva era un enemigo formidable, al que había que combatir con hacha y fuego para quitarle la tierra donde sembrar maíz. Que la tierra ultrajada se vengara cruelmente en las generaciones futuras, no lo comprendieron nunca, como nuestros pueblos no comprenden ahora el daño que están haciendo. La emancipación de España no varió en nada el concepto de los nuevos gobiernos para las selvas. Más bien vendieron por bicocas inmensas concesiones de explotación de maderas a compañías extranjeras, las que acabaron con los ocotales y saquearon las caobas, las marías y los cedros de nuestras montañas. El daño a los ocotales fue aniquilante. Los bosques de hoja ancha perdieron su valor en metálico, pero nada de su eficacia para los fines de la naturaleza. Pero por los carriles de los madereros entraron los colonizadores, quienes se encargaron de rasarlos, quemarlos para sembrar

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el dichoso maíz y conjuntamente la semilla de zacate para hacer potreros. Los chontaleños, los segovianos, tienen ahora vastísimos cerros donde brillan las piedras en medio de raquíticos matorrales de zacate y zarzas. Cuando la fiebre del algodón expulsó de los planes de Chinandega y de León las milpas, éstas se trasladaron a lugares donde había bosques que derribar. Hace unos 30 años el 80 por ciento del suelo de Nicaragua estaba cubierto de árboles, ahora no queda ni el 20 por ciento y en diez años no quedaría más que el recuerdo.

Sólo he conocido dos hombres que han querido establecer el bosque como industria productiva: fueron mi padre y don Federico Morris. Mi padre sembró cedros cúcula en su hacienda La Bavaria; y don Federico, el ingeniero constructor de los ferrocarriles de Nicaragua, cedros reales en su finca Las Lajas. Los cúculas de mi padre fueron robados antes de su completo desarrollo, cuando lo internaron durante la guerra mundial en el campo de concentración, como enemigo peligroso de la nación, y los cedros de don Federico los quemó el cerro Santiago.

La destrucción vandálica de los bosques no es un hecho sólo en Nicaragua. En toda la América, con excepción del Canadá, Estados Unidos y Chile, los bosques desaparecen, a un ritmo increíble. Las inmensas selvas brasileñas serán pronto un mito como las praderas llenas de búfalos de Norte América. Los negros en el África, los indios, los malayos, los siameses en Asia, los borneanos y cayacos en Indonesia, todos botan y queman los bosques a más no poder. Algunos encontrarán justificado este proceder, pues para sembrar granos o para criar ganado se necesitan terrenos libres. Aunque esto parezca una realidad indiscutible, el método está contra toda razón y lógica porque el primer principio forestal es: una serranía, una ladera, no se debe talar; y las primeras leyes agrícolas son: conservar la tierra contra la erosión e intensificar el cultivo. Un cerro erosionado no produce más que una mínima cantidad de zacate, donde se necesita más de una manzana para mantener una sola res. En cambio una manzana de pasto en un plano bien aprovechado puede mantener hasta cuarenta reses, y una milpa en tierra arada y bien abonada produce diez veces más que una siembra a espeque en una ladera quemada.

Dije al principio que los árboles son los seres más útiles en la tierra y en verdad lo son. Ellos son los guardianes de la pureza del aire que respiramos, los reguladores de la sabia distribución y utilización de las materias primordiales que necesita toda vida en la tierra, los policías que guardan las leyes de la naturaleza.

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Todos sabemos que el aire se compone de oxígeno, nitrógeno, anhídrido carbónico, vapor de agua, trazas de helio, argón, neón, donde pululan otros compuestos de carbono. Es una mezcla cuyo equilibrio debe ser mantenido para la supervivencia terrestre. En este ambiente trabaja la clorofila, esa maravilla, síntesis de la vida en nuestro planeta, se puede decir partícula de Dios, ya que ninguna ciencia podrá imitarla. Elabora carbohidratos, usando los venenosos compuestos de carbono y liberando el oxígeno. Mientras más oxígeno hay en el aire, más placentera es la vida para todos, desde el microbio hasta el hombre.

Ahora el hombre desafía el equilibrio trazado por la naturaleza. Gasta sin tasa ni medida los carbohidratos que ella ha acumulado a través de millones de años. El carbón, el petróleo, la hulla, el gas natural se queman en usinas, fábricas, automóviles, estufas y aeroplanos, sacando billones de toneladas de oxígeno de la atmósfera y envenenándola con otro tanto igual de monóxido y bióxido de carbono, anhídrido sulfúrico, y otros tóxicos infernales; y al mismo tiempo se reducen los árboles, el arma combativa de la naturaleza, a mayor ritmo, si es posible. El argumento de que toda planta, aun las que se cultivan en los lugares donde estuvieron los árboles, tiene clorofila, no es de mucho peso. Un plantío, digamos, de maíz, que es el que crece más alto, llega a dos metros en su máximo desarrollo y dilata tres meses. Por lo tanto una hectárea tendría un cupo de clorofila de diez mil metros por uno de alto durante tres meses, es decir, 30 milímetros cúbicos. Una hectárea de bosque con una altura media de 10 metros y que está verde todo el año, representa un millón doscientos mil metros cúbicos de clorofila, o sea, 40 veces más. Cualquier arbusto de un jardín, un quelite, tal vez, tiene más superficie de hojas con clorofila que la grama en el mismo jardín y es por tanto tan útil a la atmósfera como la grama, aunque ésta tenga también la muy importante misión de evitar la erosión.

Es un deber para todo hombre dejar asegurado el bienestar de sus hijos cuando él llegue a faltar, no con bienes materiales que pueden desaparecer de un momento a otro, sino por medio de una sólida instrucción y preparación. Pero también tiene el deber de conservarlas el patrimonio que Dios dio a la humanidad y no solamente a una o dos generaciones. El genio humano es inventor y más aún cuando lo azuza la necesidad. Si el aire de la tierra llegara un día a estar tan envenenado que fuera fatal respirarlo, los hombres tal vez construirán cápsulas donde vivir con aire producido artificialmente, alimentándose con comida artificial. Pero cuánta belleza

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se perdería. No podrían admirar un bello panorama de verdes prados y bosques, una rosa recién abierta por el rocío de la mañana; no podrían zambullirse en las olas del mar, en una linda playa, o cortar gajos de frutas para deleitarse con su sabor.

La destrucción de nuestros bosques es ya un hecho muy lamentable; pero nunca es tarde para enmendar el error. No quiero abogar por la reforestación a la buena de Dios, dejando crecer lo que nazca, sino iniciar la industria forestal como negocio lucrativo. Recuerdo, cuando muchacho, vivía con mi tío en Alemania y para Noche Buena mi tío mandaba a entresacar miles de pinitos que vendía a buen precio. Era una operación tan necesaria como el raleo del algodón o del ajonjolí. Los pinitos que quedaban crecían más rápido; y cada año, en diferentes épocas, había que efectuar más raleos de pinos cada vez más grandes, hasta que les tocaba el turno a los grandotes. Pero para entonces las parcelas estaban cubiertas otra vez de pinitos de todos tamaños. Unos cuantos cientos de hectáreas de pinos en unas empinadas laderas hacían a mi tío un hombre rico. Aquí estamos acostumbrados a vender las matas de madera a labradores o a algún CMO. Sacan la madera que les convino, enseguida viene la tala total. Tal vez se venda algo de leña o algún ajustero compre los tocones para quemar carbón, y después de una siembra de maíz resulta un mal potrero. Pero si no taláramos, si evitáramos el fuego, caseáramos los palitos de cedro, pochote, guanacaste, genízaro, talchocote y cortáramos los tiernos palos de gato, jiñocuabos, talalates y otras maderas de escasísimo valor, pero que crecen rapidísimo; después de algunos años, menos de los que todos piensan, tendríamos plantíos de buena madera donde fácilmente se pudieran sacar más de cuatro cargas por manzana al año. Actualmente la carga de cedro, pochote, genízaro, se cotiza muy alto; creo que es un mejor negocio que el algodón; y, sobre todo, se utiliza terreno inadecuado para cualquier otro cultivo.

Las semillas de casi todos los árboles son esparcidas por el viento, como las de cedro, pochote, ceiba; o por medio de animales que comen la fruta y riegan la semilla indigestible, como pasa con el genízaro, el guanacaste, el talchocote, el tempisque, el nancite jobo y el jocote. La mayor parte de los árboles de madera comercial crecen relativamente rápido. Los cedros, pochotes y guanacastes a los veinte años dan trozas de media vara en cuadro. Las más preciosas, como el ñámbar, cocobolo, granadillo ronrón, necesitan más de cincuenta años para llegar a ese espesor. El guayacán

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tal vez dos siglos. Generalmente se puede decir que el crecimiento de un árbol está en relación con su tiempo de vida. El palo de gato crece en seis años a veinte varas de altura, y se seca a los diez a doce años. En cambio el genízaro de Nagarote sigue creciendo a los quinientos o más años.

Es curioso el caso de que Su Majestad la moda no rige solamente en el largo de las faldas femeninas o anchura de los pantalones masculinos sino también en la clase de árboles que se siembran de adorno. Va pasando la predilección por el laurel de la India, de tan corta vida; se mantiene en favor del malinche y predominan ahora el hule y las acacias. Se prefieren árboles de rápido crecimiento aunque de corta vida; no se usan los magníficos chilamates, los hermosísimos tamarindos, mamones, almendros, los perfumados ilan-ilán, los majestuosos palos de pan. Todos estos árboles crecen casi tan ligero como los laureles y sobreviven a generaciones humanas.

Todos estos nombres y datos se refieren a la zona llamada caliente, de la faja del Pacífico. En las montañas del norte son otros los árboles, diferenciando entre pinares u ocotales y los bosques húmedos de hoja ancha. En estos últimos los árboles propios para ser cultivados son el cedro cúcula, el delicado posán, el precioso nogal, que crecen rápidamente y que solamente habría que defenderlos en su tierna infancia de los majaguas, tatascames, margaritos, y liquidámbares que crecen más ligero y muy abundantes, y que los ahogarían o entorpecerían en su desarrollo.

Nunca es demasiado tarde para empezar. Hay un dicho de un famoso rey que formó una nación rica, el rey más grande que ha regido país alguno: Federico el Grande de Prusia. Mandó este rey a sembrar encinas, robles y álamos en unas regiones semidesiertas de la Prusia Oriental y de Silesia. Le advirtieron que estos árboles tardaban muchísimo en crecer. “¿Cuánto tiempo?” preguntó el rey. “Más de cien años”, le contestaron. “Pues entonces no hay que perder un momento más”, dictaminó el rey. Los bosques de Federico el Grande llegaron a ser antes de pasado el medio siglo una fuente de riqueza para la nación. Brotaron florecientes industrias que dieron trabajo a miles de familias. Estos bosques los explota ahora Polonia, que se apoderó de esta rica región.

No hay que ser botánico o guarda forestal para conocer y aprender a querer a los árboles. Hay ingenieros civiles que no pueden diferenciar un cedro de un jobo (ambos se parecen bastante), aunque aprecien a los dos por ser hermosísimos árboles. Basta con observar con cariño sus cualidades, ver

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cómo se desenvuelven en dificultades, cómo rompen rocas para afianzar sus raíces, cómo éstas buscan la humedad de la tierra, cómo luchan entre sí por la sobrevivencia, cómo curan sus llagas y cómo entran en componendas con otras plantas y hasta con animales —simbiosis se llama a este fenómeno— para vivir mejor.

El hombre ya pudo mirar la luna de cerca. Los valientes astronautas que la vieron nos cuentan que es un desierto gris de piedras y arenas estériles, sin aire, sin agua, sin vida. Así fue nuestra tierra hace muchos millones de años, antes de que las primeras células surgieran del agua o del lodo y empezaran a sacar oxígeno de la tierra, combinándolo con hidrógeno, nitrógeno, y que con el milagro de la clorofila formaran la capa de aire que nutre y protege la vida superior de este planeta. Fueron las plantas las que crearon este lindo lugar, donde pudiéramos vivir todos felices si fuéramos más sensatos y no destruyéramos para efímero lucro lo que el Gran Hacedor, la naturaleza o Dios como lo quisiéremos llamar, nos dio para los milenios venideros. No olvidemos que si somos suficientemente grandes para destruir, debemos ser también capaces para construir. No combatamos a la naturaleza, ayudémosle con la ciencia que nos dio, y hagamos, en vez de una cloaca inmunda de desperdicios, un paraíso terrenal.

El oCotal la MoNtaña y los INDIosMi charla es sobre un fenómeno o, más bien, un proceso de la naturaleza que me ha impresionado hondamente toda la vida, impresión infundida por mi sabio y cuidadoso padre desde mis primeros años. El se interesó de incluirme siempre en su querida entretención de observar, escudriñar, curiosear y tratar de leer en el libro de la naturaleza, costumbre que me quedó para siempre. No puedo dar una disertación científica, no estoy capacitado para eso, pero quiero exponer el modo de sentir de un fanático admirador de las sabias leyes que el Creador, nuestro Dios, dictó a la Naturaleza.

Nací y pasé mis primeros años en una linda casita de troncos que mi padre, recién emigrado de Alemania, había construido en el ocotal de Yúcul, en la falda del Cerro Coscuelo, para mientras abría campo en la montaña. Una límpida fuente salía debajo de unas peñas y regaba el pequeño jardín. Había aire, luz, campo libre entre los magníficos pinos. A poca distancia se alzaba el muro impenetrable de la montaña. Uso esta palabra nuestra para nombrar el bosque de cientos de diferentes árboles que crecen entrelazados

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por bejucos, cubiertos de orquídeas, de musgos y plantas parásitas, dando cobijo a enormes matorrales de carrizo, de pacaya, de helechos gigantescos. El camino que conducía a las socolas y desmontes donde mi papá estaba sembrando cafetales y empastando potreros, entraba en la montaña como por una puerta y seguía en un túnel a través de la densa vegetación por donde no pasaban los rayos del sol. La entrada la franqueaba un enorme árbol liquidámbar, en el cual alguien había labrado una cajuela para recoger la olorosa savia. La quebrada de Yúcul salía de la montaña justamente en un salto y caía en una poza, donde solíamos bañarnos en el agua fría y clara.

A menudo oía comentar a mi papá con los indios, miembros de la comunidad indígena de Yúcul, cómo la montaña iba avanzando sobre el ocotal. El Mojón del Rey, en la cumbre del Monte Coscuelo, el cual, según una escritura del siglo diecisiete, deslindó los terrenos de la Corona de España y las tierras de las comunidades indígenas, había sido colocado en el linde del ocotal, quedaba ya varios centenares de metros dentro de la montaña.

Mis padres abandonaron la casita en el ocotal y se mudaron a la nueva, situada en el centro de la ya formada hacienda. La montaña había sido despejada en un vasto trecho frente a la casa, para dejar libre la vista, y el claro fue hecho potreros, donde crecía lujuriosamente el zacate de pará. Luego pasé diez años en Alemania. Cuando volví, empecé inmediatamente a recorrer todos los lugares que guardaban los recuerdos de mi infancia. Mi sorpresa fue grande: en los que fueron potreros frente a la casa crecían ocotes por todas partes. “He dejado de luchar contra ellos”, me explicó mi padre, “se erosionó el suelo, se acabó el humus, se perdió el zacate y sólo nacen los ocotes”. Fui a ver el lugar donde estuvo la casita en el ocotal y hallé otra sorpresa: el enorme liquidámbar yacía caído y podrido en el suelo, y la montaña había avanzado más de 30 metros. Algunos pinos sobresalían aún entre la frondosidad de la montaña, sentenciados a sucumbir por falta de aire y sol. El salto de la quebrada de Yúcul seguía su susurrante gorgoteo, pero dentro de la montaña; la poza estaba llena de ramas caídas y podridas.

Este fenómeno tan extraño de la relación entre el ocotal y la montaña es lo que más me ha intrigado, pues lo he encontrado en todas partes: en Jalapa, Quilalí, San Rafael del Norte, en Honduras, en Santa Rosa de Copán, en Guatemala y en México. Pocas personas han estudiado esta relación y menos se ha escrito sobre ella. Yo he sostenido una interesante correspondencia con la sociedad “Kosmos”, famosa institución de estudios e investigación

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de la Naturaleza en Alemania, y la explicación que yo hallé fue aceptada como lógica. Aquí quiero revivir el recuerdo de mis paternales amigos, los sabios don Octavio Marín, don Alberto Ramírez y del maestro Ramírez Goyena, quienes me alentaron en mis ideas.

Aquí vemos el maravilloso sentido de equilibrio y de restauración de la Naturaleza, que nunca hace algo sin razón. El ocote es un árbol que sólo germina y crece en el barro colorado o blanco, donde no hay humus. Necesita sol y aire libre. Pronto se tupe el suelo de pinitos. El fuego destruye muchos; los que quedan se afanan para sobrepasarse mutuamente. Los débiles mueren. El suelo se cubre de agujas secas que lo protegen contra la erosión. La lluvia ya no hace daño, el agua se desliza clara y limpia sobre la alfombra de agujas. Poco a poco— el tiempo no cuenta para la Naturaleza— se forma una pequeña capa de materia orgánica, donde pueden vivir otras plantas como la cera vegetal, el arrayán, el roble y ciertos helechos; nacen orquídeas de tierra y zarzas. Los pinos horadan profundamente el barro con sus raíces.

El ocotal es un remanso de paz, con el susurro del viento en las agujas, que adormece y tranquiliza.

En cambio, no hay nada en el mundo que pueda compararse con la fuerza latente de la pujante montaña. Es una fábrica que la Naturaleza ha erigido para producir lo que la vida en la tierra necesita. Aquí se aprovecha al máximo la luz solar, la mayor fuente de energía de nuestro planeta; y si hay vida en otros mundos, ésta dependería, con toda seguridad, también del sol. En la montaña se fabrican con la fotosíntesis de la clorofila los compuestos de nitrógeno, de carbono, de hidrógeno, que son la base de la existencia de plantas y animales; se rellena la atmósfera de oxígeno y se eliminan los venenosos óxidos de carbono. Pero sobre todo se produce humus, materia orgánica, la cual en miles o millones de años se transformará en carbón o petróleo. Las fábricas de la ESSO y de Bayer no producen más que centésimas partes de lo que hace un trecho de selva tropical del tamaño del terreno que ocupan los planteles y dependencias de viviendas de sus empleados.

Los colosos del bosque, los árboles de caoba, areno, posán, canelo, mapalán, álamo, sauce, cedro, bálsamo, níspero, nogal y cientos más elevan su ramaje a treinta, cuarenta metros sobre el suelo. En sus ramas se crían musgos, orquídeas, piñuelas, que no son parásitos. Podemos ver creciendo sobre el alambre pelado del telégrafo paste y piñuelas que realmente viven sólo del

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sol y el aire, más un poco de humedad que transpira la montaña cercana. Tampoco las lianas y bejucos son parásitas; son plantas trepadoras cuyo follaje está sobre las copas de los árboles y que mantienen contacto con la tierra por medio de un largo tentáculo. Pero sí hay un parásito terrible, implacable. El pueblo lo ha bautizado certeramente como MATAPALO, el higo ahorcador, que ataca irremisiblemente a todos los árboles, salvo a las coníferas y cítricos. Brindan abundante comida a monos, ardillas y pájaros en sus dulces higuitos rojos, llenos de semillas indigeribles, que caen con los excrementos sobre las ramas de los árboles donde germinan, y penetran dentro de la corteza para chupar la savia. Al cabo de un tiempo, la víctima es realmente devorada o mejor dicho digerida y sólo queda el matapalo sostenido aún en el enjambre de chupadores con los que había envuelto a su anfitrión. Pero pronto se derrumbará con el peso de la lluvia y empujado por el viento que no puede penetrar en la selva, sino sólo sacude las copas. En el claro nacen primero los palos de balsa, de hule, tacascame y los hijos de los gigantes aprovechan el chance para alcanzar la altura.

De la muerte nace otra vez la vida; los muertos dejan en herencia la materia elaborada y acumulada para las futuras generaciones. El suelo de la montaña se halla cubierto con una gruesa capa de hojas, de ramas, de musgo en todo estado de descomposición. La humedad de. la hojarasca impide que el fuego lo destruya. Los despojos de la montaña se desbordan más cuando caen cuesta abajo o cuando el viento los arroja fuera. Y eso espera el liquidámbar que sólo puede crecer en las orillas de las montañas, donde hay mucho sol. Es un enorme árbol de madera bofa, de rápido crecimiento y de corta vida. Es la avanzadilla de la montaña que vuelve a recuperar el terreno perdido.

En la formación del suelo de la montaña entran miles de factores combinados por la sabia diligencia de la naturaleza. Los pinos, que perforan el suelo profundamente, los zompopos, que horadan las capas superiores; gusanos, y hongos que reducen la madera; monos, pájaros e insectos, que riegan semillas; los musgos, orquídeas, que guardan la humedad del aire; el carrizo, la pacaya, los helechos, que trabajan en la penumbra; y hasta el mismo matapalo, que acelera la evolución de las especies. Se pudiera llenar libros enteros sobre las simbiosis del bosque.

El bosque o la montaña sólo tiene un enemigo implacable: el hombre. O tal vez entra en el plan de la naturaleza que el hombre destruya algo de la montaña para guardar el equilibrio. Observando las necesidades del

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hombre llegaremos a su relación con la montaña. El indio antiguo vivía del maíz, que sólo podía sembrar en el suelo fértil de la montaña, pero tenía únicamente un arma muy poco eficaz contra ella. Sus hachas de obsidiana o pedernal no eran capaces de tumbar a un coloso del bosque, ni siquiera de descuajar un carrizal. Pero se valió de un aliado poderosísimo: el fuego. Ya se ha dicho que la montaña no arde en su estado virgen; pero se la puede debilitar para que el fuego haga su obra destructora. Por eso los indios se limitaban a cortar la corteza en una faja alrededor del tronco de los árboles a una altura adecuada a su comodidad. Hacían lo que los campesinos llaman redondear. Esta práctica es usada aun hoy en día, sólo que con el machete un hombre hace cien veces más que un antiguo maya con su hacha de piedra.

Los grandes árboles mueren al cortarse el flujo de la savia. Las ramas se resquebrajan y caen al suelo con toda la carga de parásitos y musgos secos. El sol entra de lleno y achicharra los carrizales y pacayales acostumbrados a la fresca penumbra.

Durante la corta estación sin lluvias se seca todo lo suficiente para que el fuego arrase la mayor parte, dejando unos terrenos muy bien preparados para la siembra de maíz a espeque. En los años siguientes se desboronan los troncos y las hachas de piedra consiguen martajar el monte que había crecido para que el fuego devore la maleza seca y mate la verde. Pero a los pocos años el humus había desaparecido y el ocote cogió en herencia la tierra desolada. Año con año continuaban los indios con la tarea para ellos imprescindible de botar montañas y el ocotal iba ganando terreno.

A los indios se les hace el reproche de que a pesar de su altísima cultura no conocieron el arado. Pero hay que tomar en cuenta que en todo lo que se conoce como América Latina no existió un solo animal capaz de servir como bestia de tracción. Apenas en los Andes se usaban las llamas para llevar pesos livianos. Los indios tenían que transportar todo sobre sus lomos; y cuando habían descuajado la tierra alrededor de sus ciudades, las cuales probablemente sólo albergaban las castas superiores de sacerdotes y guerreros, tenían que emigrar, dejando las piedras de sus templos abandonadas, porque ya no podían mantener la subyugada unidad de la clase trabajadora regada en tan vasto círculo.

Por eso, cuando se encuentran ruinas debajo de la exuberante vegetación de la montaña, sólo nos puede indicar que ahí existió un pueblo culto que tuvo que abandonar su terreno al ocotal y que la montaña ya lo había vuelto a recuperar porque la naturaleza estima que el ocotal es sólo una

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fase transitoria para volver al equilibrio de la selva. La naturaleza siempre deja huellas de sus pasos. Tal vez no siempre tan visibles como las pisadas de Acahualinca, pero no menos notables. Hay un ocote llamado rojo o de brea o también de lumbre. Es la única madera que transparenta la luz y es también indestructible, salvo por el fuego. En medio de la montaña se encuentran enterrados, como las piedras de las ruinas, troncos casi petrificados de ocote rojo. Los ocotales se extienden desde el sur de México hasta Chontales, pero también los hay de Colombia hasta Bolivia.

Yo admiro y respeto profundamente a los arqueólogos. Su ciencia nos descubrirá algún día, al descifrar los jeroglíficos mayas, la historia de esas ciudades perdidas entre los bosques tropicales. Eso es el escrutinio de la historia humana. Las leyendas no nos han transmitido noticias de grandes catástrofes, calamidades, guerras y plagas.

Me limito humildemente a observar los caminos de la naturaleza. Si encuentro una piedra labrada, es para mí una señal de que vivió gente ahí. Tal vez quisieron dejar un mensaje o determinar una posesión o adornar un altar; o fue simplemente una jugarreta de niños. Pero los que labraron la piedra no eran cazadores salvajes, debían tener alguna cultura y por lo tanto tenían forzosamente que sembrar. Y entonces como hoy, deben haber dejado señales de devastación en los bosques; devastación a veces ya curada o tal vez en vías de recuperación. La naturaleza puede también cambiar de sistema de restauración y en vez de optar por la vía ocotal-montaña escoge la ruta llano-mancotal-montaña como sucede en los terrenos de barro negro.

En las llanuras del Pacífico de Nicaragua, la destrucción de los bosques fue muy poca. Las ricas tierras de Chinandega, León, Nindirí, Nandaime, Rivas, Ometepe, hubieran aguantado siglos y siglos de explotación sin menguar en su fertilidad. Y seguramente la relativa facilidad de la siembra evitó la formación de las castas que sostuvieron las culturas mayas. Aquí no había que obligar al pueblo a descuajar anualmente otro trecho de montaña y prevaleció más la libertad individual.

En Yucatán fue el mismo motivo, es decir, el agotamiento de la tierra vegetal, el que obligó al abandono de los grandes centros indios. Pero en aquellos suelos bajos y pedregalosos no crece el ocote y la restauración de la tierra sigue un rumbo muchísimo más lento.

El hombre pretende asumir el mando sobre la naturaleza. Devasta sin tasa ni medida la poca tierra que le queda. Millones de hectáreas agotadas

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al extremo que ya no reaccionan ni al empleo de abonos químicos se abandonan anualmente. Han quedado tan inútiles que la restauración natural tiene que empezar mucho más primitivamente, casi como cuando empezó a formarse la primera capa vegetal, en los albores de la vida en la tierra. Y ya no tenemos tierras donde emigrar como los viejos mayas.

Hoy la relación montaña-ocotal se ve despiadadamente interrumpida por el hombre. Ocotales y montañas son igualmente derribados y el zacate de jaragua invade el terreno. Al ensañarse este invasor en todos los terrenos, se abrigaron grandes esperanzas de poder incrementar enormemente la crianza de ganado. Para él no había malas tierras. Pero la expectación no se cumplió; y si ahora tenemos menos reses que hace 30 años, el jaragua es el culpable. Algunos creen aún en la bondad de este pasto; pero la mayoría de los ganaderos ya se dieron cuenta de su grandísimo defecto, pues falla en la estación seca, cuando más forraje se necesita, poniéndose duro e incomible para el ganado. El ocote no puede germinar en los pajonales de jaragua y los incendios son tan violentos que arrasan con los que lo habían logrado. Sin embargo, el fuego no lo destruye, como tampoco a varios otros montes, como la varilla colorada y los espinos, y la naturaleza se vale de lo que puede para salvar su obra.

Los pocos amigos de la tierra que vemos con angustia el oscuro porvenir de nuestros hijos, clamamos inútilmente por más compasión para nuestras montañas. Dios dictó sus leyes a la naturaleza y el hombre no las podrá cambiar, por más que se empeñe, gastando sin medida en pocos años los recursos acumulados en milenios.

La ley de la naturaleza es implacable y sin compasión. El equilibrio debe ser mantenido a toda costa. Ninguna especie, sea de planta o de animal, debe dominar permanentemente. La destrucción de los bosques es la destrucción de las fábricas naturales que transforman la luz del sol en alimentos, en energía, en reservas. Si el hombre infringe las leyes de la vida, la naturaleza hallará el medio de castigar o de deshacerse del infractor. No le importa el tiempo, tiene millones de años a su disposición, tampoco le importa el método; puede que permita que los hombres se multipliquen hasta que no tengan alimentos para todos y se mueran de hambre o se devoren mutuamente hasta quedar reducidos al número justo que les corresponde en el reparto; o puede que haga que el hombre se destruya a sí mismo en un violento cataclismo causado por su ciega ambición, como un holocausto final, para empezar de nuevo con otra clase de seres inteligentes.

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NaNCItEs, joCotEs, tIgüIlotEs y MásE1 relato que voy a hacer es de un episodio que sucedió realmente; y a los personajes mencionados en él, he procurado retratarlos lo más parecidos posible. Una Semana Santa estaba pasando con nosotros en la entonces finca nuestra El Carmen, en Niquinohomo, un alegre grupo de jóvenes amigos y familiares. Tres lindas muchachas, unas primas de mi esposa, otra, sobrina mía, la Celita Montealegre, la Quica Lacayo, y la Lula Hayn, hermana de nuestro compañero Carlos Hayn. Entre los varones figuraban el doctor Alberto Luna, mi cuñado José Montealegre y algunos jóvenes visitantes; y como figura central Don Juan Kuntze, el Director de la Escuela Alemana que entonces fungía en Managua. Era Don Juan un típico maestro alemán, hombre jovenzón, con un montón de pesados librotes en la cabeza, pero que reía de los chistes hasta el día siguiente que le llegaba la luz al cerebro. Esa tarde estábamos sentados o echados sobre la grama del jardín, bajo la sombra de un frondoso árbol. Languidecía la conversación, los varones dormitábamos y sólo las chicas cuchicheaban, tramando alguna travesura contra Don Juan, blanco siempre de todas las bromas. Esperábamos la caída del sol para salir a dar una vuelta, cuando se apareció María, mi esposa, con una gran fuente llena de ensalada de frutas nacionales. Don Juan, un gran goloso, se entusiasmó. —Caramba Doña María, ¡qué rico! Ud. echó ahí todas las frutas de Nicaragua. —Qué va, Don Juan— le replicó María—, apenas hay guineos, naranjas, piñas, zapotes, papayas y mangos. — ¡Pero si esas son todas las frutas que hay en Nicaragua! -aseguró don Juan—. Nosotros sí, en Alemania, tenemos bastantes frutas, por lo menos tres docenas. Aquí se me sublevó el indio. —Ve hombre Juan — le dije—, primeramente, no podrás nombrar ni siquiera veinticuatro diferentes frutas en Alemania, pero yo sí te puedo enseñar aquí por lo menos tres tantos más. — ¡Cómo vas a creer! —porfió Don Juan—. En Alemania tenemos manzanas, peras, albaricoques, ciruelas, cerezas, uvas, fresas, frambuesas, grosellas. Y se trabó buscando más nombres. Yo le ayudé: —Y zarzas, duraznos, guindas, moras, nueces y algunas más. Para ocultar su derrota, Don Juan me retó: —Ahora me vas a enseñar las setenta y dos frutas de Nicaragua. Y como buen pedante, exigiendo fe ciega a sus aseveraciones, pero dudando de la palabra ajena, sacó a relucir una carterita y empezó a numerar líneas. —Te las voy a ir acreditando a medida que las vaya comiendo, sentenció.

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Mientras él escribía, agarré una vara que estaba cerca y hurgué en las ramas del árbol que nos brindaba su sombra, haciendo caer las primeras frutas sobre él. —Aquí tienes, apuntá: almendra. Don Juan cogió una almendra, la miró, le hincó el diente, frunció la cara, pero apuntó al ver que las muchachas las mondaban con delicia: almendra. A pocos pasos estaba un arbolito de oscuras hojas acuchilladas, de cuyo tronco pendían unas grandes frutas, verdes también, con la piel como picada de viruelas: la guanábana. Le enseñé a Don Juan: —Esta mañana tomaste fresco de guanábana. Don Juan tomó debida nota. Unos alegres arbustos de brillantes hojas hacían valla al cerco, y cargaban unas frutas rosadas. —Esas comimos al mediodía de sobremesa; se llaman icacos.

Nos levantamos y nos dirigimos a la huerta, a pocos pasos del jardín. —Aquí tienes una naranja; una mandarina. También fueron anotadas. —Limón dulce, naranja agria, grapefruit...— ¡Alto, alto! —Protestó Don Juan—. Esas son la misma cosa. Todos alegamos son citrus, pero no la misma cosa; pero como hay tantas variedades de citrus, dejamos valer sólo ocho. Establecimos que entre una fruta y otra debería haber por lo menos la diferencia que hay entre un albaricoque y un durazno. Don Juan escogió ocho nombres de frutas cítricas. Dentro de la huerta conoció y anotó el níspero, el mango, el mango caraña, el frutón y aquella divertida fruta que lleva la semilla por fuera: el marañón. De la gran variedad de jocotes, de los tronadores, de chichita, mieleros, agosteños, sólo anotamos el nombre general: jocotes. De la huerta pasamos a la hortaliza. Don Juan muy ufano gritó desde la entrada: ¡Ajá, el tomate! —Apuntá también éste —le dije—, el tomate de palo. Hasta que vio que, efectivamente, había cortado una fruta colorada, del tamaño y forma de un huevo, de un arbolito de grandes hojas pachonas, se dignó acogerlo en la lista. Las fresas, las papayas, la roja jamaica fueron catalogadas. Al ver Don Juan unas enormes chiltomas coloradas y las berenjenas azules, me interrogó con la vista y el lápiz listo: —Dejalas —le dije—. Son legumbres. Pero anotá: la grosella del Ceilán, esta frutita morada, como terciopelada; allá, el mimbro y la piña. Nos metimos debajo de una enramada para ver las grandes granadillas; y también hallarnos unas granadillas de monte, que tanto se importan ahora de El Salvador. Llegamos luego al lugar donde estaban los bejucos de sandías, y hasta encontramos un melón retrasado.

Para salir de la hortaliza, pesamos por el corredor de la despensa, donde el mandador, siguiendo la vieja costumbre campesina, tenía colgadas de

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la solera del alero una gran variedad de cabezas de bananos. — ¡Bananos! —exclamó Don Juan, aparentando ser ya conocedor. —Con calma—, le dije. —Apuntá guineo patriota, guineo caribe. Don Juan me fulminó con la mirada; pero un guineo era largo y amarillo y el otro grueso y colorado. Anotó, pues, obedientemente. — ¡Hay más! —le gritaron los acompañantes. —Hay aquí el plátano, el dominico, el guineo negro, el guineo cuadrado, el manzano, el rosa, el dátil, el enano, el caribe amarillo, el abacá. Don Juan no salía del asombro. — ¿Cuántos guineos hay? —quiso saber. —Vea —le dijo un nica—; hace poco pregunté a Don Eneo Razetto, aquel sabio botánico que está en la Escuela de Agricultura de Masatepe, cuántas variedades de musa hay, y me dijo que hay más de cien en el mundo y que él había encontrado como cuarenta en Nicaragua. Don Juan preguntó si podía anotar ocho musa como lo hizo con los citrus y todos accedieron generosamente.

Atravesamos los patios de secar café, para ir al campo. Al borde de la pila grande crecían unos altísimos palos de coco. Las muchachas invitaron a Don Juan a trepar al coco; pero él, si bien rehusó el ejercicio, anotó el coco. En la entrada del callejón al cafetal había: unos enormes árboles de cuyas ramas pendían grandes frutas: los aguacates. El callejón tenía valla a ambos lados. En un lado eran árboles de largas hojas verde-rojizas y recogimos unas frutillas amarillentas de exquisito aroma: la manzana rosa. El otro lado de la valla lo formaban unos árboles de grandes hojas brillantes y gruesas, y de las ramas principales colgaban grandes frutas de cáscara como de cuero color café: el mamey. Ya para entonces se habían agregado a la comitiva unos cuantos harapientos, hijos de los trabajadores, chavalos conocedores de la materia, quienes con los ojos relucientes en las caritas sucias y con los fondillos rotos, se hicieron cargo de la demostración. —Vea, patrón, ahí nomasito están unos palos de caimito; y hay de los dos, de los blancos y de los morados; y más allá está un zapote y están maduritos. Y sin esperar consentimiento, con la destreza que da la costumbre, treparon a los altos árboles a bajar frutas. —Aquí está un jobo dulce—, gritaba uno desde lo alto de otro árbol. Allá chillaba otro: —Patrón, aquí está un cuajiniquil—, sacudiendo las grandes vainas verdes; y más adelante otro: —Aquí está un palo de guabillo—, y nos bajó unas tantas vainas delgadas, como cubiertas de terciopelo. Don Juan apuntaba, le brillaban los ojos, el sudor le corría por su simpática cara pecosa: —Caramba, Alberto, esto es magnífico nunca me lo hubiera imaginado; yo no conocía Nicaragua. Un altísimo árbol fue ignorado por los chavalos, aunque tenía unas grandes frutas colgadas. Les

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reconvine. —Pero patrón, ese es un zonzapote. — ¿Y no se lo comen ustedes?— les pregunté. —Cómo no, patrón, cuando caen. Ahí no nos trepamos: está lleno de holosicas, y nos hartan.

Fuimos llegando a la entrada de un potrero. Un humilde arbusto crecía al lado de la tranca, luciendo unas lindas flores rojas y también unas frutitas coloradas. Los chavalos inconscientemente las cortaban y se las comían. —Apunte, Don Juan — le dijo la Quica—, el quesillo; y le voy a hacer un fresco de las flores. Caminando por la ronda del potrero, con cuidado de no rozar el monte, para capear las garrapatas, nos encontramos con aquella famosa fruta que no falla en los crucigramas, fruta tropical: la anona. Y también a su prima, más pequeña y más olorosa: la soncoya. Un fuerte olor agradable nos hizo desviarnos hacia unos árboles un tanto adentro del potrero, y a medida que avanzábamos hacíase el olor más fuerte y empalagoso: en el suelo, reventada por la caída, estaba una enorme fruta de cáscara escamosa como piel de lagarto y de pulpa amarilla que los zompopos arrastraban en largas filas: la chirimoya.

Nos acercamos a unas espinudas palmeras para recoger los coyoles. A la par había un tronco de coyol, con un pocito labrado para recoger la chicha de coyol. Llegamos al cerco que dividía con el camino a Masatepe. El cerco era de piñuelas y nos encontramos una piña madura, que recogimos para que María nos hiciera un rico motajatole. Unos tentáculos espinudos se retorcían como culebras verdes sobre un enorme tronco de brasil: era una mata de pitahaya que crecía ufana y ostentaba dos hermosas frutas rojas.

Atravesamos el cerco y nos adelantamos en un cafetal llamado con razón El Guayabal. Ahí encontramos guayabas de toda clase, de cáscara gruesa, semilludas, de carne blanca, rosada, amarilla o roja como la sangre. También la guayaba agria, tan rica para hacer jalea. Más adelante una bandada de chocoyos alborotaba en unos árboles de hule, dándose un festín con los frutos rojos y gelatinosos que también hacen las delicias de los chiquillos. Un acetuno o talchocote no tenía frutos maduros aún, pero Don Juan se fio de nuestra palabra de que se podían comer. Como ya iba atardeciendo, nos dirigimos cruzando los cafetales a la casa. Los chavalos nos urgían: —Vea patrón, en el callejón del Cachoquebrado está un palo de ojoche. Viera qué ardillero se los están comiendo y los que caen se los llevan las guatusas; y también está un palo de tempisque. Efectivamente el suelo debajo de dichos palos, estaba cuajado de frutas, casi todas carcomidas por las ardillas, guatusas, venados y ratones. Llevamos unos cuantos tempisques

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para cocerlos, pues éstos no se comen crudos como el ojoche. Celita halló un bonito árbol, cuyas ramas se agobiaban bajo el peso de unos racimos de frutas amarillas rojizas del tamaño de un jocote. Llevó un buen gajo a Don Juan, quien inmediatamente pegó un mordisco a una bien madura, para luego escupir escandalosamente. No se puede comer el guacuco, aunque sea tan vistoso. Al pasar por un cacao descubrimos que es también una fruta, pues la parte carnosa de la mazorca del cacao se asemeja mucho a la guanábana.

Hicimos aún un pequeño rodeo, porque quería enseñar una joya; que cuidaba con mucho cariño. Sobre el recto vástago de un níspero silvestre se adhería un bejuco, cuyas hojas grandes y carnosas se replegaban como alas de mariposa al recio tronco. Debajo de las hojas se divisaban unas finas vainitas, que ya empezaban a ponerse amarillas y moteadas: era una mata de vainilla que tanto gustaba a María para sacar esencia legítima, que es imposible de imitar.

Llegamos a casa, comentando la aventura. — ¿Cuántas llevamos?— preguntaron las muchachas a Don Juan. Don Juan consultó su librito: —Van 61— confirmó. Todos hicimos grandes honores a la cena. Para sobremesa había ayotes en miel. Don Juan encantado preguntó: — ¿Qué es ésta, doña Marría? —No es fruta, es legumbre—le contestó mi esposa. —Pero esto es injusto —dijo Don Juan—, esto merece ser fruta. Cuando le dijo que no estaba destinada a figurar entre las setenta y dos frutas, saltó Don Juan: — ¡Pues le pongo número setentitrés, porque es rica!

El Sábado de Gloria salimos a caballo para la Laguna de Apoyo. Al pasar por Niquinohomo, llevamos a Don Juan al hermoso jardín de don Lisandro Zambrana, en el centro del cual estaba el orgullo de don Lisandro, una hermosísima parra de uvas llena de frondosos racimos. También unas matas de higo bien cargadas; y en el fondo del patio un enorme árbol de tamarindo cuajado de vainas, con la sabrosa y ácida semilla. En un matorral por el camino a Catarina, encontramos un bejuco del curioso cuajalote. En Catarina entramos a la Quinta Saratoga, el lugar de veraneo del general, Zelaya. Todo estaba muy decaído. En el antes famoso jardín sólo quedaban vestigios del esplendor pasado. Una palmera de dátil con unos racimos algo raquíticos, unos arbustos de rosas enmarañados. Don Juan —llamó Lula—, venga a apearme esa fruta—, señalando una frutita roja amarillo brillante llena de verrugas, que le hacía parecer un zorro-espín y que estaba en un bejuco enredado sobre una vieja tapia. Don Juan, todo un caballero se

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empinó sobre los estribos para alcanzarla y ¡plaff! le estalló la roja pelota al sólo tocarla, salpicándolo con sus semillitas coloradas pegajosas. Don Juan soltó una palabrita alemana casi correspondiente a nuestra jota y todos reímos de su susto. Así es el catapán juguetón.

Fuimos luego bajando el angosto y empinado caminito que serpentea sobre la falda del cráter. Pero aun ahí encontramos otro número para la lista de Don Juan. Unas chibolitas amarillas, de rico aroma, habían caído de un arbolito de tupido ramaje. Hubo revuelo y júbilo para recogerlas: eran los muy apetecidos nancites.

Ya para llegar al ojo de agua del pueblo, que surte de agua a Catarina y San Juan de los Platos, crecían unas palmeritas graciosas, pero totalmente cubiertas de agudas púas. Lucían unos hermosísimos racimos, que no pudimos cortar por las espinas y por lo abrupto del terreno; eran el coyolito o guiscoyol; pero pudimos acercarnos a unas matas de enormes hojas ásperas, de cuyo tronco nacían unos racimitos de blancas perlitas. Las muchachas advirtieron a Don Juan que podían comer esas perlitas, pero que se cuidara de las hojas. Por qué, quiso saber Don Juan, tocando las hojas, para lanzar luego un grito; el chichicaste se defiende bien, aunque su frutita no sea gran cosa. Pero unas sartas de jugosa frutitas blancas, que como bonitas guindaban de un arbusto con aspecto de matorral, hallaron aceptación general. El papaturro es muy sabroso.

Poco antes de llegar a la playa, unas vainas durísimas, como piedras, habían caído de un árbol de grácil aspecto y de hojas finas y redondas. Uno de los varones bajó del caballo, agarró una vaina, la puso sobre una piedra y con un fuerte golpe, con otra piedra, la abrió. Recogió unas semillas amarillas como envueltas en pinol con fuerte olor a iodoformo. —Tome, Don Juan. Don Juan no se atrevía. —Coma—, le dijeron todos, dándole el ejemplo. Don Juan no le halló mucha gracia al guapinol. Pero empezó a gritar: — ¡Te felicito, Alberto! Ya tenemos las setentidós frutas que me prometiste. Pero vamos a seguir contando. El setentitrés es el ayote; vamos con la sentiticuatro. Alguien trajo unas frutitas verdes de sabor agridulce delicado, que todos la reconocimos como la mora.

Cuando después del baño y el almuerzo, nos tendimos sobre la arena, uno de los muchachos llevó unos grandes racimos de frutitas llenas de una miel espesa. — ¿Qué es eso?— Preguntó Don Juan—. El tigüilote. Don Juan se puso a chuparlas; pareció hallarles gusto, pues siguió comiendo. Al rato lo venció el sueño y se durmió como un bendito, tapándose la cara

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con el sombrero. En una enramada vecina alguien disparó un tiro y todos nos levantamos sobresaltados. El pobre Don Juan tenía los labios, en sí siempre rajosos, como son los pelirrojos, ensangrentados. — ¿Qué le pasó, Don Juan? ¿Tenía pegados los labios? Es el tigüilote—, lo tranquilizamos. —Úntese mantequilla. Don Juan se untó. Alguien le susurró al oído: —Cuidado, Don Juan, se le pegan a la salida, ¡coma bastante mantequilla! Don Juan dio buena cuenta del resto de la mantequilla, sin notar la sonrisa traviesa de las muchachas. —Bueno, Alberto, seguiremos —dijo Don Juan—, estoy obligado a comer las frutas que me des. Esta es la experiencia más grata que he tenido de Nicaragua. En giras subsecuentes conoció Don Juan el sabroso mamón, la fruta clásica de Managua; el capulín, el membrillo, el matasano, tan abundante en San Rafael del Norte; el trotón, rica fruta de las montañas de Matagalpa, que se da en altísimos árboles. El pijibay, fruto de una palmera, de extraño y discutido gusto. En las frías montañas crecen los enormes bejucos de uva silvestre; los rojos higuitos del matapalo, el dulce tatascama, el botón, cuyas flores y frutas son igualmente comibles y además hacen el más lindo adorno para un florero; la riquísima zarzamora. En los llanos de Jinotega el oloroso arrayán, que es una guayaba rastrera. En la zona caliente del Chilamatillo, encontramos el jobo llanero, de espinudo tronco; el cornizuelo, cuyas vainas están llenas de un chicle con semilla; las tunas, las rojas y las amarillas, que hay que tocar con sumo cuidado por las espinillas de pica-pica que las cubren; la fresca y traidora piñuela de llano, o piñón, que raja la boca al comerla cruda, pero antes da una sensación de frescor engañoso.

Hay frutas que deben comerse con cuidado; otras, si bien inofensivas, tienen efectos alarmantes, como le sucedió a Don Hermann Egner. Este señor llegó a pasar una temporada a la Hacienda Bavaria, de mi padre, con la casa de habitación más encumbrada de Nicaragua, a cinco mil pies de altura; mi hermana y yo éramos los encargados de atenderlo; una tarde fuimos a ver la puesta del sol a una colina, y nos sentamos bajo un hermoso nogal. El suelo estaba cubierto de sus nueces, nos pusimos a abrirlas y a comer. El interior de esta nuez es un manjar suave y muy dulce, de blancura inmaculada, pero que pronto se torna azulejo. Don Hermann comió bastante, porque son muy sabrosas. Al día siguiente se levantó compungido y se secreteó con mi papá; ambos, después de consultar unos librotes de medicina, fueron a discutir el caso con mi mamá. Nosotros oímos las palabras “aguas negras” e inmediatamente irrumpimos en la conversación: —Mamita, Don Hermann comió ayer

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nueces. Mi mamá se dio cuenta del caso y tranquilizó a Don Hermann, quien nunca más volvió a comer de aquellas nueces.

Para conocer las múltiples frutas y frutillas comibles de una región, hay que haber nacido y haberse criado en el campo. Los nombres de estas frutas cambian, se puede decir, no sólo de pueblo a pueblo, sino de familia a familia; los mocos, los tilos, las queresas, las perlitas, son nombres que nosotros chavalos pusimos a frutillas deliciosas que crecen en las plantas parasitarias que cubren los árboles gigantes de la montaña; pero ya nuestros vecinos las llamaban por otros nombres.

Nuestro pueblo tiene la costumbre de llamar a las frutas no comestibles con el apodo de mico. Así tenemos a la manzana de mico, al zapote de mico, al jocote de mico o guacuco; apodo usado muy erróneamente, pues son precisamente las frutas que buscan los monos las que el hombre puede comer impunemente. Guardo el vivo recuerdo de un viejo indio, Simón Hernández, trabajador de mi padre. Fue cabecilla en la guerra de los indios allá por el año 1881. Me contaba, y yo escuchaba admirado, las aventuras y vicisitudes que pasó cuando se enmontañó para huir de la persecución después de la derrota de los indios. —Vea, niño patroncito— me decía—, aprendí a comer de los monos; lo que ellos comían, comía yo; no era tan güeno como esta hojaldra que me estoy comiendo agora, pero llenaba la tripa y a veces resultaba hasta sabrosa la comida de mono. Otros apodos usados son: de culebra, de venado. Las frutas que nacen de plantas rastreras como la sandía de monte, son las de culebra: indican peligro. Por suerte no hay muchas frutas venenosas aquí; o, si son venenosas, son inmasticables.

Creo que entre las frutas peligrosas se encuentran la belladona o pitorete, cuyas negras cerezas, llamativas y sin susto pueden ser peligrosas a los incautos. Las frutas amarillas del lavaplato, las vistosas chichiguas de los llanos, los tomatillos de la papa, no se pueden mantener en la boca por lo picantes y nauseabundo de su gusto.

Narro lo anterior en mi afán de dar a conocer todo lo que nos ofrece este hermoso terruño que habitamos, que tanto queremos y que tan poco conocemos. No sé el nombre científico de ninguna de nuestras plantas frutales; pero no por eso dejamos de tenerlas, y nuestra juventud campesina no necesita los nombres latinos para hallar en nuestra flora un valioso contingente para llenar sus barriguitas henchidas de pinol.

Este relato no es de folklore, no es de ciencia ni de literatura; pero es una muestra de cariño para nuestra linda tierra.

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aNIMalEs DE MI tIErraCuando Dios hizo la tierra, la pobló de toda clase de animalitos; y después creó al hombre. Por orden divina tenemos que compartir la tierra con todos esos bichitos, grandes y chicos, que nuestros sabios aun no han logrado catalogar por completo.

Nuestras relaciones con estos compañeros de nuestro mundo forman parte íntima de nuestra vida cotidiana; y nuestra actitud para con ellos, tiene un sabor folklórico que depende del grado en que nos son útiles o dañinos, del placer que sentimos al observarlos, del asco que nos causa su presencia o del miedo que nos inspiran. El alma de un pueblo se refleja ampliamente en el concepto que tiene de los animales, no sólo de los domésticos, sino de aquella parte mucho mayor de los no dominados por él. No digo silvestres, para no apartar todos esos animalitos que viven con nosotros, a veces con nuestro gusto, la mayor parte a pesar de nuestros esfuerzos por alejarlos.

El nica es generalmente tolerante, más bien indiferente, con los seres irracionales. Si su macho está chimado, le aplicará una grasa en la llaga, se la tapa con un trapito, después le pone el aliño, la albarda, y se montará tranquilo. La comodidad de no caminar a pie le hará olvidar el sufrimiento del animal. Los animalitos del monte le llaman el interés por su canto o por sus costumbres, y hasta soportará que le hagan cierto daño en sus siembras, si no considera el esfuerzo de ahuyentarlos superior al mal causado. En sus cuentos figuran el “tío coyote”, el “tío conejo”, el zopilote, y algunos que creó el miedo o la imaginación, como el cadejo o la mona.

Managua es una urbe muy importante. Tiene calles y cuadras enteras cubiertas de imponentes edificios. Allí vivimos con nuestros perros, gatos, loros, canarios; pero también compartimos el lugar con muchos huéspedes no invitados. Desde los techos de las casas, todas las mañanitas, los clarineros lanzan sus alegres gritos saludando al sol. El zanate es compañero inseparable del hombre. Tanto en su antigua patria, Europa, donde se llama mirlo, como en su nueva querencia, a donde fue traído por los colonos; siempre vive donde hay gente. Nunca se verá un zanate en despoblado; y seguirá el éxodo de la población que abandona un lugar.

Las pestes caseras, las ratas y ratones abundan cuanto más recovecos haya donde esconderse, cloacas, desagües, cielos rasos; y por las noches las lechuzas salen de sus desvanes para cazar al atrevido ratón que se pasea por los alambres de la luz o se cruza la calle. Los garrobos duermen en

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días soleados su caliente siesta, sobre los muros de los patios interiores; y miles de golondrinas se agrupan para pasar la noche en los alambres de la luz. Hace algún tiempo lo hacían frente al Palacio Arzobispal; después lo hacían frente a la Capilla de los Hermanos Cristianos y al Banco Nacional. Y es interesante observar que guardan siempre igual distancia una de otra, seguramente para poder desplegar las alas. De noche los murciélagos cruzan los aires en complicados vuelos, atrapando zancudos y papalotes. El terror de las mujeres, el temible perro-zompopo, osa cazar mosquitas en las paredes que dan a los patios. Hay que ver con qué miedo y furor es atacado el monstruo feroz, a escobazos, entre gritos de: ¡Cuidado, no te acerqués mucho, que te pringa de leche! Y la colita que se le desprendió desde el primer golpe y que aún se retuerce en el suelo, es molida a palos. Tal vez se trataba de una inofensiva salamanquesa; y si era un verdadero perro-zompopo, de los que hay muchos, es tan inocente y útil como la gallarda y arisca lagartija que hallamos en los jardines. Las palomas invaden las plazas y calles. Son caseras, pero no tienen dueño. Los pichones se los come quien los encuentra.

Los zopilotes o zopes cruzan los cielos encima de Managua, pero sólo bajan al basurero de la playa o del Rastro, donde pueden levantar vuelo sin tropiezos, puesto que este pájaro necesita de pista de despegue, aunque sea de pocos pasos. Los zopilotes tienen la particularidad de dormir siempre en árboles que extienden sus ramas sobre el agua. Antes se posaban en las arboledas a orillas del lago. Desde que éstas desaparecieron, los zopes de Managua duermen en los árboles a la orilla de la Laguna de Asososca, en el lado opuesto a las bombas; otros vuelan hasta Chiltepe o hasta la Laguna de Masaya. Es característico el desfile de zopilotes hacia sus querencias, ganándole al viento cuando se acerca una tormenta. Y después de la lluvia, los vemos en las cumbres de los techos imitando al Águila Austríaca, con las alas extendidas, secando su plumaje. Un personaje muy digno de mencionarse es el Rey de los Zopilotes, el cóndor: se encuentra en las montañas al norte del río Tuma, donde ya no hay zopilotes. Pero cuando divisa fuera de su zona una zopilotera como se llama comúnmente al festín de los zopes en un cadáver, desciende a reclamar su parte. Los zopes le hacen rueda respetuosamente y esperan hasta que el Rey se harte, no por respeto a su dignidad, sino por miedo a su pico asesino, capaz de dejar sin sesos al osado que no serviría ni de comida para los otros, porque zope no come zope. El sonchiche, de cabeza colorada, convive con los zopilotes.

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En los barrios menos densamente edificados, se mantiene un gran número de nuestros condueños de la tierra. Principalmente se notará al valiente y alegre güis, que se atreve a desafiar hasta al gavilán, acosándolo en veloz vuelo de picada, con picotazos desde más arriba. Nos divierten las lindas tortolitas, las saltapiñuelas bailarinas, los chinchiburris inquietos. De noche salen de ronda los zorros cola pelada, o las zarigüeyas o raposas, y la gente tendrá que acudir en defensa de sus gallinas. Si lo agarran, podrán hacerse un delicioso guiso de zorro. En las airosas quintas de los alrededores de Managua, más de una culebra ratonera, o una bejuquilla o una culebra rana ocasionará un susto tremendo y dará interesantísimo tema de conversación en el próximo coloquio, refiriendo el pánico general y el valor del que la mató. La visita de un gorrioncito, como llamamos aquí al colibrí, que viene a libar en las flores, tal vez se notará como una alegre y fugaz aparición.

Un viaje en un veloz auto a León o Jinotega nos dejará ver muchos amiguitos. En los charcos y presas antes de llegar a Tipitapa, se pueden admirar las preciosas garzas blancas y las estilizadas garzas morenas. Vistosas gallinitas de agua, de color rojo oscuro y copetito amarillo, parece que corren livianitas sobre el agua. Patos de aguja, de pico agudísimo, y patos-chanchos, que se zambullen con elegante salto; el brillante Martín-pescador, que se desprende como una flecha de las ramas. Más alejadas de la bulla de la carretera, las clásicas cigüeñas, que aquí llamamos guayrones chochas de pico de cuchara, y los piches. Y en los arbustos de las cercas, los útiles pijules o tincos, ya sean de los negritos o también de los de reluciente color azul marino. Estos pobres pájaros no sólo son un fácil blanco para los tiradores sin conciencia, sino también mueren intoxicados al comerse las garrapatas envenenadas que aún cuelgan de las reses tratadas con insecticida.

En los llanos después de Tipitapa, los ligeros correllanos se escurren hacia el monte; las viudas de parches oscuros se retuercen en los aromos con coquetas posturas; los chichiltotes cuidan de sus crías en los nidos colgantes que se columpian desde un alto cornizuelo. Con mucho ojo se puede descubrir algún alcaraván acurrucado entre el zacate; y por el llano de Sébaco moran aún unas parejas de cuervos de reluciente plumaje negro y áspero canto. Los quebrantahuesos o querques recogen presurosos y siempre hambrientos los restos de los animalitos que yacen muertos en la carretera aplastados por los vehículos.

Y al regresar de noche los fuertes faros del carro sorprenden a muchos animalitos de vida nocturna, que salen confiados a la oscuridad en busca de sustento.

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Un conejito mira asustado, con los ojitos rojos, y salta desconcertado, con la colita parada, procurando salir de la luz cegadora; y a veces va a parar debajo de las ruedas del carro. Un gato ostoche se retira prudente de la orilla del camino. Y un zorrito-mión, con la cola levantada seguirá seguro su camino: él no teme a nadie; ahí verán los que se metan con él, sean grandes o chicos, animales o máquinas: llevarán el oloroso recuerdo por muchos días. Los pocoyos se levantan airados por la interrupción de su acecho en la carretera y su grito de protesta: ¡jodido! se oye a pesar de los ruidos del carro. Para el viajante a caballo o a pie, el pocoyo o caballero es un grato compañero en las largas caminatas de noche. Si nos tocara tener que parar para cambiar una llanta ponchada en el llano de Las Maderas o de Tecolostote, en el silencio de la noche, podríamos escuchar el concierto de una manada de coyotes que suena igual a la bulla de una reunión infantil, celebrando un cumpleaños, cuando se rompe la piñata.

El proyecto de una gira campestre a Las Sierras es algo muy agradable. Nos preocupamos por llevar bastante Santa Cecilia o Flor de Caña; o, según el mérito de la ocasión, bastante escocés con la correspondiente dotación de hielo, gaseosas y fiambres, un radio portátil; alguien ofrecerá llevar un rifle. Al llegar al campo, se respira profundamente el delicioso aire puro. ¡Qué rico! ¡Esto merece un trago! Más y más tragos. Se abre el apetito, se utilizan todos los objetos posibles para acomodarse y gozar del festín. Por suerte el rifle queda olvidado; y cuando se acuerdan y disponen tantear la puntería, todos están rendidos, sin ganas de caminar y los blancos serán las botellas vacías y las tapitas de corona. Pero si bajáramos, quedos, a un cafetal, a una cañada, podríamos espiar muchas cosas lindas de la vida en la naturaleza. Casi inmediatamente una familia de urracas, que revolotea en el filete, llamará la atención a la población silvestre, con gritos y gestos, de que allí vienen extraños. El querrez, tucán o pico de hueso, se traslada a otro árbol desde el cual continúa su canto: querrez...querrez...El carpintero de cabeza roja no se atrasa de picotear la corteza del guarumo seco, en busca de insectos. De un agujero en un paredón, sale un lindísimo guardabarranco, verde brillante: paravós...paravós...grita antes de volar, fugaz a otra rama.

En el silencio de la cañada se oye un rascar entre las hojas secas del suelo: una familia de cusucos hurga entre la hojarasca, rasca la tierra, araña la cáscara de un tronco medio podrido; la naricilla aguda husmea, la larga lengüita recoge hormigas, gusanitos, arañas, chapulines; y de repente las orejitas puntiagudas captan el ruido de los pasos y como impelido por un

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resorte, los canchunchos se precipitan dentro de los matorrales. Arriba dos ardillas se esfuerzan en ganar los favores de una bella, con saltos, brincos y bufidos acompañados de abanicadas de la larga cola. En otra rama, un gavilán destroza una iguanita; y un vistoso sargento de negro chaleco y casaca roja baila en una mata de quesillo, enamorado, alrededor de su deslucida hembrita. Un guas deja oír su grito amenazador y una pareja de guatusas taladra las semillas caídas de un ojoche, siempre alertas y listas a dispararse a la menor amenaza de peligro, hacia sus cuevas. En una cabeza de guineos remaduros se atraca una comadreja, de larga cola dáctil y de orejitas coloradas, un suculento almuerzo. Un zorro-espín, pesado y cómodo, piensa que cuando tenga hambre podrá saciarse con los retoños tiernos del árbol de níspero donde pasó la noche. Y un oso perezoso o camaleón seguramente lleva más de una semana tratando de cruzar la cañada por las cumbres de los árboles; mientras que un pizote, gracioso y ágil, se esfuerza por romper la cáscara que cierra la entrada a un panal de abejitas congo en un hoyo de guayabo, saboreando de antemano la miel y las larvas que piensa hallar. Una bandada de chocoyos ha descendido sobre un jiñocuao lleno de frutitas maduras, armando tremendo alboroto; pero cuesta mucho diferenciarlos entre el verde y tupido ramaje. En los carrizales de una parte inaccesible de la cañada, una chachalaca regaña a sus hijas: componete, muchachá. . A aquella culebra verde con cuadritos negros, de más de una brazada de largo, no hay que temerla; es una mansa y pacífica culebra mica; pero cuidado con ese gusanito de finos pelos largos y blancos, en la hoja de un cafeto, que parece una borlita de seda; es un venenoso totolecuil, cuya dolorosa quemadura puede producir hasta fiebre.

En un árbol solitario, en un potrero, una bandada de oropéndolas ha fundado su ciudad de nidos colgantes. Es un tremendo trajinar de estos hermosos pájaros color rojo café y cola amarilla, de extraño canto, acarreando comida para los polluelos, y fibras para reforzar los nidos. El enojo de los campesinos es por los destrozos que causan al arrancar las hebras de chagüite y de las palmas de coco y por las frutas que roban. Aunque no hay tal daño, porque las oropéndolas sólo buscan hojas caducas, que son las que tienen fibras fuertes, y frutas remaduras que están al perderse.

Si alguna vez damos un paseo por los bosques de Santa María de Ostuma, encontramos otra fauna. Veremos parejas de lapas, cruzar acompasadamente por los valles, animándose frecuentemente: ¿Cómo vas? ¡Voy bien! Los hermosos cuervos blancos vuelan anunciando su mercancía: ¡Vendo ca-ca-ó! Manadas de loras que pasan siempre en parejas, con alborozados

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aleteos y gritos. Todos estos pájaros son monógamos, y si pierden su pareja generalmente mueren de tristeza. La lora sólo se puede domesticar si se coge antes de haber hallado compañero.

Las manadas de monos son cada día más raras y menos numerosas. En las montañas del Norte, así como en algunos rincones de las Sierras de Managua y de la Laguna de Apoyo, los congos negros de dorada levita y con gestos de serios señorones hacen retumbar la cañada con sus gritos de sirena de vapor tartamuda. Son animales mansos que no temen la cercanía del hombre, pero tratan de alejarlos vaciando su suciedad desde los árboles sobre los intrusos. Los micos, inquietos, bullangueros, gesticulan y chillan al acercarse la gente, vacían el agua de las piñuelas, arrojan ramitas mientras huyen alborozados; y si son sorprendidos en una milpa, no abandonarán las alforjitas de maíz que han alistado amarrando dos elotes por las tusas volteadas. Los monos pancho- tecolotes, altos y flacos, pero ágiles, ligeros, verdaderos maestros del equilibrio, huyen desde largo de las gentes. Será porque nos consideran sus verdugos, pues algunos de nuestros campesinos estiman a estos primos como un plato delicioso.

En Corinto o San Juan del Sur, los pesados buchones o pelícanos rozan las olas en pausado vuelo, y se sientan en las lanchas varadas en la bahía, como con derecho propio, mientras que las gaviotas, las tijeretas y los alzacuanes revolotean siempre hambrientos buscando cómo coger un buen pez.

Cuando el frío invade las zonas templadas de América del Norte y Canadá, millones de pájaros emigran hacia el Sur; algunos llegan hasta la Argentina, donde reina la temperatura opuesta, es decir, el verano. Pero muchísimos se quedan con nosotros a esperar la vuelta del sol a sus lares. Los lagos, los ríos caudalosos de la Costa Atlántica, los extensos bosques de pinos les ofrecen comodidades ideales: patos, flamencos, golondrinas, estorninos, piches, grullas; imposible recordar tantos nombres.

Nuestro pueblo con su exuberante fantasía ha creado además seres extraordinarios, a quienes teme, creyendo que existen. En las noches, después de la temprana cena, nuestra gente de campo se sienta alrededor del ahumero, que ahuyenta los zancudos y los jejenes. Los temas de plática son pocos. Hablan de la fulanita, del viaje próximo al pueblo, del fuego que se pasó al potrero vecino. Pronto vienen los cuentos. Los chamacos curiosos se cuelan en la rueda. Alguien cuenta cómo le salió el cadejo. —Venía de dejar una mancuerna en Ostócal — cuenta—, y la noche era casi negra: apenas la lunita tierna alumbraba en los claros de la montaña.

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Primero lo oí: jadeaba como un perro; al pasar un charco ¡lo oí cómo lambía el agua! No se puso a beber el talí! Y después lo vi en un llanito. Era grandote como un ternero negro. Al llegar a la tranca del potrero de la Lora Quemada, oí cómo se sacudía, y después parece que se fue. —Hay que persignarse bien —dijo otro—, el cadejo no es malo, pero no se sabe lo que quiere. —Pues a la Modesta le salió un cadejo— comentó otro—, y hasta le dio fiebre del susto. Pero ahí no más se la sacó Don Ricardo, y está bien, la tiene como señora. Otro añade: —Y cuando le salió a Don Ernesto, le voló un tiro, y después se enfermó de la vista y casi quedó ciego. —El cadejo no es malo— confirmó otro—; mala es la mona. A Jacinto le salió la mona: dice que era grandota como una mujer peluda, y rechinaba los dientes. Pero como rezó La Magnífica, no se le montó al anca y no le pudo hacer nada. —A Nemesio se lo chupó la mona —contó otro—, le agarraron unas calenturas, se puso todo jipato hasta que murió.

Seguirán los cuentos de la cegua y del chancho-venado, y del basilisco…

El que haya atravesado de noche los densos bosques de las montañas de Matagalpa se habrá estremecido de recelo al oír el agudo alarido del pájaro-león o los guturales y cavernosos gritos del búho. Y en las velas de muerto, las llamadas tétricas de la cocoroca sembrarán el terror en los ánimos afligidos. Estas pequeñas lechucitas cantan todas las noches, pero en la bulla de las fiestas no las oímos, sino sólo en el silencio.

Otro cantar nocturno es el del tecolote con su incansable y monótono poj…poj…poj…Todo pájaro nocturno con su vida oscura y misteriosa causa en el alma de las gentes supersticiones y miedos. El vampiro no es leyenda. Muchos han sido las víctimas de este chupador de sangre: hombres, mujeres, niños, bestias, perros, amanecen con heridas sangrantes cuyo flujo es difícil de estancar, por el veneno inoculado por el vampiro durante el plácido sueño.

Nicaragua es el país que tiene la más rica fauna de toda la América y tal vez del mundo entero. Aquí se juntan los animales del norte y del sur, con excepción de los moradores de las zonas glaciales. No encontramos, pues, renos, osos, bisontes, guanacos, pero sí todos los demás: jaguares, pumas, panteras, culumucos, mapachines, titíes, pavones, sajinos, jabalíes, guardatinajas, tapires, venados, iguanas gigantes, garrobos, lapas, el perico espinudo, hámster, nutrias, cuyuses lagartos, maizolas, víboras, boas gigantescas, aves trepadoras, quetzales, y cientos y miles más.

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Sería una temeridad de mi parte, querer meterme con el mundo de los insectos. Con solo mencionar las garrapatas, las niguas, los zancudos, las moscas, los tórsalos, tiene uno ya la muestra de lo peor. Hay que ver cómo los zompopos pueden deshojar en una sola noche un lindo jardín de rosas; y los algodoneros gastan millones en tantear de reducir el daño que les hacen tantos bichos malignos. Las hermosas mariposas, las bulliciosas chicharras salieron de gusanos dañinos o de destructoras gallinas ciegas, como llamamos comúnmente a las larvas que viven en la tierra, las que son perseguidas por las taltuzas, cobando largos túneles. Las mangas de chapulín han desaparecido, gracias a la actividad antiacrídica. Pero ¿habrá un insecto realmente útil? Pues sí: tenemos al jicote, una abejita que colecta la más rica miel, fecunda las flores y no pica porque no tiene aguijón. También pueden considerarse útiles las hormigas guerreadoras, las que limpian de cucarachas, alacranes y hasta de ratones los lugares que invaden en sus giras guerreras. Tampoco debemos olvidar a la humilde lombriz de tierra que digiere la tierra a pura fertilidad y sirve también como carnada para pescar.

Nicaragua es famosa en el mundo entero por tener tiburones y pez-sierra en su gran lago de agua dulce. Lástima que están destinados al exterminio por la implacable persecución que se les hace con el pretexto de fomentar el turismo. Y para pescados, comiendo un guapote sin espinas al estilo Tipitapa, se llega al cúmulo de lo que puede ofrecer Nicaragua en ese ramo; y el que quiera rajar más, que pida huevos de paslama o un cocktail de conchas negras.

Nuestra fauna está en peligro de desaparecer. A veces por motivos casi inevitables, como la destrucción de sus ambientes de vida al talar los bosques, por la aplicación de insecticidas en los cultivos, por la creciente invasión de las viviendas en el campo; pero un motivo principal de la destrucción de nuestra fauna es el falso espíritu deportivo de nuestra juventud y la negligencia en aplicar las leyes que protegen a los animales.

Todos los fines de semana, numerosos grupos de deportistas, jóvenes y viejos, se alistan para las excursiones de caza. Con las buenas carreteras, las distancias no son ningún obstáculo. En auto, en moto, salen las excursiones; cada cual lleva hasta dos rifles a la espalda y abundante munición en la bolsa. Con ardor asesino van en busca de víctimas. La primera parada será en la presa de Los Tercios. Allá está una garza. Ligero se apean del vehículo, seleccionan el arma, apuntan y disparan. La garza salta impelida por el

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impacto. Las blancas plumas se esparcen como aureolas y el frágil pájaro yace en el suampo. — ¡Qué lindo tiro! ¿Viste? —Se jacta el tirador—. Por lo menos había cien varas. — ¿Ves aquel garzón, allá por la mata de platanillo? —Tantiá vos. Y el digno compañero hace otro tiro magnífico. Ambos pajaritos servirán de cena a algún lagartillo y los polluelos en el nido, dentro del matorral de pijibayes, se morirán de hambre. Adelante, en la laguna de Las Playitas, las lindas gallinitas de agua, que nadan en su elemento, caen una a una, acribilladas por la infalible puntería de los cazadores. No hay animalito ni bicho que se les escape. Todo lo que corre, vuela, flota, trepa o se arrastra, sirve de blanco. Estos asesinos no conocen el remordimiento, sólo la satisfacción de haber tenido buena puntería.

No ha mucho, unos de estos deportistas oyeron decir que por Peñas Blancas se había visto unos quetzales. Se apresuraron a organizar la expedición. Contrataron un baqueano, consiguieron bestias, eran de lo mejorcito de nuestra sociedad, y todo el mundo se complacía en ayudarles. Fue una gira notable. Volvieron con dos reales pájaros, sublimes símbolos de la libertad, ahora hediondos y putrefactos, que fueron a parar al basurero después de ser debidamente exhibidos. Las largas plumas de la regia cola tal vez se conserven aún, pero las dos hembras viudas, tal vez las últimas de su especie en Nicaragua, perecieron de tristeza al quedar abandonadas.

El rifle 22 es barato y la munición también. Tiene una exactitud de tiro tremenda. Es el rifle del deportista. Fácil se consigue el permiso de portación. Y con él se pueden tirar hasta tigres. Ya se han visto casos. Pero la mayor parte de las veces el animal grande no cae con el impacto. Tiene vida aún para correr, alejarse, esconderse y sucumbe después, desangrado. El tirador se consuela: iba bien pegado.

De noche el cazador se equipa con una poderosa lámpara de tirar. Impunemente puede cegar a sus víctimas y acercárseles. Alguna vez confunde el brillo opaco de los ojos de un ternero con los brillantes de un animal silvestre, y más de un tirador ha matado a su macho creyendo ver los ojos de un venado. Y su júbilo al comprobar que el trofeo es un verdadero venado, no conoce límites. Que se trate de una hembrita con la ubre henchida de leche, que uno o dos cervatillos perezcan de hambre, no merma su entusiasmo en lo mínimo.

Amigos de la tierra, aquí hay un campo inmenso donde actuar. Tal vez ahora sea posible inculcar otros sentimientos a nuestra juventud. Y podemos crear lugares de asilo para nuestros animalitos silvestres. Que participen en

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la repartición de la herencia y que con la reforma agraria reciban un pedazo de tierra donde puedan vivir libres del único enemigo del que no se pueden defender: del hombre asesino.

NuEstros prIMos DEl bosquEEn mi juventud tuve que pasar largas temporadas en las montañas, en cortes de madera. Este trabajo me dejaba muchas horas libres, que no sabía cómo llenar, sin libros y sin radio, que aún estaba en pañales. Pero estaba abierto el inmenso libro de la naturaleza, que nunca se acabará de leer. Las manadas de monos abundaban por el campamento, y la observación de estos animalitos resultó el entretenimiento más entretenido que hubiera podido desear. Me convencí de que en todos sus actos y costumbres había algo más que el atavismo que rige la vida de otros animales de rebaño, como los venados, los sahínos.

Muchos orgullosos exponentes de la raza humana consideran un sacrilegio imperdonable llamar primos a estos habitantes de la selva, cuyos gestos y costumbres tanto se asemejan a los nuestros, que debemos haberlas copiado de ellos, ya que ellos existieron en el mundo antes que nosotros.

Cuando uno se acerca a una manada de monos, lo primero que hacen es ponerse alertas. Han recibido la señal del vigía, de que se acerca un extraño, no calificado. Hay manadas de monos que ya están escamadas porque algún tirador, de esos matones asesinos, que no pueden ver vida silvestre sin exterminarla, sólo para probar su excelente puntería, se han ensañado con ellos. Estas huyen inmediatamente y tratan de esconderse en la inmovilidad. Si no, al oír el aviso, todos los componentes de la banda permanecen quietos, sólo los más pequeños corren aún donde las madres, desoyendo la orden de quietud. La actuación de la manada depende del comportamiento del hombre. Si éste no hace ningún movimiento amenazante, ni grita, los monos, poco a poco, reasumen sus ocupaciones. Y las ocupaciones del mono son idénticas a las del hombre. Primero y ante todo, buscar la seguridad de la existencia y evadir el peligro. Después procurarse el sustento diario y enseguida entregarse al amor, a esa fuerza incontenible, que Dios plantó en todo ser viviente para obligarlo a continuar la vida de la especie. Y al fin, crear y educar a la nueva generación. Es lo mismo que hacemos nosotros, el Homo sapiens, con la diferencia de que nosotros hemos hecho de estas ocupaciones un enredo complicadísimo, dificilísimo, peligrosísimo, que llamamos cultura o civilización. Sin embargo todavía hay gentes en el

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mundo que apenas se han elevado un poco sobre el nivel de los monos.

Cada manada es un clan compuesto de varias familias. Obedecen ciegamente al jefe, que seguramente es el macho más listo y ágil del grupo. También entre los monos vale más maña que fuerza, y no siempre gana en los desafíos por la jerarquía la fuerza bruta. El jefe es dueño y señor de todas las hembras del clan; pero permite generosamente que los machos escojan sus esposas entre las monas, cuidando que nadie se meta con sus favoritas. El macho subalterno cela a sus esposas y las defiende de los compañeros; pero cede resignado cuando al Gran Sultán se le antoja entretenerse con su monita. Las crías están al cuidado de la mamá, pero pertenecen a todos. Se acercan a cualquiera de los mayores, se les encaraman encima, les roban lo que está comiendo, y ningún adulto se impacienta por las jugarretas de los chicos.

Debe existir un código de honor entre los monos. Nunca pelean más que uno contra uno, y los otros se abstienen de intervenir. Cuando el pleito es entre dos galanes, las hembras esperan indiferentes el resultado. Ellas saben, y tal vez estarán orgullosas de ello, que van a pertenecer al ganador.

La manera de expresar cariño entre los monos es espulgarse mutuamente. Con ágiles deditos apartan el pelo de la piel ojeando cuidadosamente, ladeando la cabeza. Parece que los monos no pueden enfocar de cerca con los dos ojos, pero ya al largo de su brazo son infalibles para medir distancias. Cuando hallan una garrapata o un piojo, lo anuncian con un gruñido, que bien puede ser lenguaje, lo arrancan con la uña y se lo comen. Igualito a nosotros ¿no les parece? Aunque ahora ya usamos el peine fino.

Siempre hay un vigía cuidando. Se le puede distinguir porque permanece en un lugar alto, agarrado con las cuatro manos, sin comer, oteando y oyendo. Su señal hace que se inmovilice toda la manada. El jefe toma el mando, decide si hay que retirarse y en cuál ruta. Uno o dos machos buscan el camino entre las ramas de los árboles seguidos de todas las hembras, mientras que el jefe y los otros machos forman la retaguardia. Los críos se llevan entre todos. Si cae una madre el próximo mono arrebata al pequeño. En muy raros casos de peligro catastrófico se desbanda la manada a lo “sálvese el que pueda”, para volver a juntarse después o unirse a otras bandas. Las hembras son siempre bien recibidas; los machos tendrán que probar su valor en duelos. Únicamente un jefe vencido por otro más fuerte será siempre un solitario, que pronto caerá, víctima de sus implacables enemigos. Los monos no se defienden nunca en tropel. Cada especie tiene

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su modo especial para tratar de ahuyentar conjuntamente al invasor. Si no lo consiguen, se retiran abandonando a su destino a la víctima atrapada, con la esperanza que mientras se debata en defensa personal, los otros pueden escapar, y que el atacante se conforme con sólo una presa.

El peor enemigo de nuestros monos es el culumuco, la pantera negra, pequeña, coluda. Es un habilísimo trepador, ve casi tan bien de noche como de día. También los tigrillos, los ocelotes y las grandes culebras persiguen a los indefensos monos. Hasta el pájaro león y el aguilucho negro pescan de repente a un monito, mientras salta de un árbol a otro. Por lo general las aves de rapiña, no pueden atacar entre el ramaje. Pero la exterminadora de los monos es la fiebre amarilla, fatal tanto para los hombres como para los simios.

En la noche los monos se recogen en uno de los árboles, de difícil acceso a los grandes gatos, para pasar la noche acurrucados, encogidos entre el follaje, silenciosos, sin menearse. Los ojos de las fieras atraviesan la oscuridad, atentos al menor movimiento, y las agudas orejas captan todos los ruidos. Por suerte para los monos, estas fieras tienen muy mal olfato. Cuando la alborada anuncia el resurgimiento de la claridad, despiertan las criaturas de Dios. Y cuando asoma el sol, que, resplandeciente, ilumina al mundo, espanta el miedo y calienta la sangre, debe encenderse en el cerebro atávico de los monos, pero que ya empieza a discernir, una chispita de entendimiento, recordándole que esa luz que brilla en el cielo es algo bueno, algo que hay que desear y que hay que querer. Y los monos ya saben querer, inconscientemente; movidos por esa gratitud miran al sol, como fuente de vida y saludan su salida con gritos de alegría; y tiemblan ante la noche mala, que trae fieras, frío y miedo. Pero ¿por qué gritan los congos en la noche? No todos gritan: sólo es uno el que grita desde un lugar apartado de donde pernocta la manada, para atraerse a las fieras y despistarlas. En los monos, eso lo llamamos simplemente instinto natural. Entre nosotros, los hombres, semejante acto lo calificamos como heroísmo.

Los monos usan un lenguaje: tienen sonidos para expresar miedo, peligro, sorpresa, alegría, placer, amistad, dolor, para amenazar, y se ríen y lloran. Una vez un cazador inconsciente maltiró a una mona y ésta se escondió entre las ramas de un altísimo árbol. Daba ayes desgarradores, que traspasaban el alma. No había cómo rematarla en su escondite; y escuchar los gritos de su agonía, fue el peor castigo para el tirador sin corazón. Hay que ver con qué mimo juegan las monas con sus pequeños, y las voces con que los arrullan

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son casi humanas. En Nicaragua hay tres especies principales de monos, cada una con varias subdivisiones. Son los congos, los micos y los monos. Puede que aun exista el mono muerto o el tití en alguna montaña.

Los congos son los gritones, los aulladores. Animales de movimientos reposados, lentos y seguros. De color negro o pardo oscuro. Los machos parece que lucen chalecos dorados o blancos. Gritan cuando va a amanecer, cuando va a llover, al atardecer y aun en la noche. Sólo gritan los machos y expanden el pecho y la garganta para lanzar el grito gorgoreante, que se oye lejísimos. Para entenderse entre sí, tienen otro lenguaje más comunicativo. No son agresivos: su única defensa consiste en dejar caer sus suciedades sobre los intrusos. No se habitúan a la cautividad.

Los micos cara blanca, capuchinos o meones, son los más vivarachos, bullangueros, curiosos, inquietos. No pueden ser agresivos, sus dientecitos son armas muy ineficaces, pero son valientes. Tratan de ahuyentar al invasor valiéndose de armas infantiles, volteando el agua de los piñuelos de los árboles por lo que se les dice meones. Lanzan ramitas, sacuden ramas con la intención de desgajar frutas y hojas, chillan mientras se retiran poco a poco. Tienen la habilidad de unir dos mazorcas de maíz, que desgajan con destreza, por las tusas volteadas para hacer alforjitas y llevárselas más cómodamente. En cautividad, aprenden a manejar su cadena, para que no se les enrede y sueltan los nudos de los mecates con sorprendente facilidad.

Los monos, los panchos o tecolotes son altos y flacos. Agilísimos trepadores corren por las ramas de los árboles con la ligereza de un venado sobre el llano. Generalmente ariscos huyen sin hacer aspavientos. Son indudablemente los más inteligentes. En cautividad aprenden a abrir las cerraduras con llave, a descorrer cerrojos, a halar gavetas, a abrir una botella si el corcho no está muy metido, a desatar nudos. Conocen a la gente y avisan si viene algún extraño, con chillidos. Por desgracia, estos pobres primos son considerados por mucha gente del campo como comestibles.

El mono muerto es un rarísimo habitante de las espesas montañas, ya casi desaparecidas. Mide apenas unas doce pulgadas, flaquísimo, con delgadísimos brazos y piernas, que terminan en dedos de punto de goma, casi sin pelo, con una gran cabezota donde se destacan dos enormes ojos de animal nocturno. Lerdo en sus movimientos durante el día, tal vez sea ágil en su elemento oscuro. Hace nidos con mogotes de musgo, en las cumbres de los gigantes árboles de las montañas frías. Los indios le llaman “el muerto”. Sólo he visto tres de estos animalitos. Dos agarré vivos. Los

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encontré al hurgar entre las ramas de un enorme árbol de areno, que se había botado para aserrarlo, en la hacienda La Cumplida. Los metí con todo y su nido de musgo en una jaulita; les busqué higos maduros de montaña, porque encontré entre los excrementos las semillas de estas frutas; pero todo cuidado fue inútil. Murieron al día siguiente con diferencia de pocas horas. El otro lo vi al botar otro árbol en El Coyolar. Como tratara de huir, uno de los trabajadores le tiró un palo y lo resquebrajó como si fuera de barro. Según los libros de zoología, en el Brasil hay un animalito parecido llamado tití.

Pocos monos quedan en Nicaragua. Hace unos diez años una epidemia de fiebre amarilla arrasó con todos ellos. Sus cuerpecitos caídos, nos avisaron del enorme peligro que se cernía sobre nosotros, al expandirse la fiebre amarilla. Los hombres se salvaron con la vacuna. Ellos tuvieron que morir.

En las profundas cañadas de las Sierras de Managua, y de la Laguna de Apoyo viven aún algunos representantes de esta parentela y ojalá que la conciencia de nuestro pueblo sienta lástima y compasión para con estos pobres animalitos, tan graciosos, tan inofensivos; y que convivan siempre en esta tierra que Dios hizo para ellos, antes de entregarla a nosotros.

abErraCIoNEs DE la NaturalEzaNació la vida en la tierra. ¿Cómo? Misterio de Aquel que lo hizo todo. Sucedieron incontables células y cada cual tenía que convertir para sí los elementos en materia viva.

Millones de billones de veces se juntaron dos células, que se dividieron en cuatro y siguieron multiplicándose conjuntamente y formaron agrupaciones organizadas dentro del conjunto para repartirse las funciones perentorias de la vida. Y así resultaron las plantas y los animales.

Las plantas se anclaron en la tierra y sacan del suelo, del aire y del agua los elementos, para convertirlos en la materia orgánica necesaria para el crecimiento de la especie.

Los animales se mueven dentro y sobre la tierra, en el agua y en el aire; se nutren de las plantas o se devoran los unos a los otros.

Pero planta o animal se desarrolla de una célula del ovario femenino cuando se junta con otra nacida en un órgano masculino. La manera como lo hace, está sujeta a incomprensibles y complicadísimas evoluciones

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y metamorfosis; pero al final resulta una réplica exacta de uno de los progenitores.

Las plantas pueden regenerar partes de su estructura perdida. Los animales sucumben por la falta de un órgano vital.

Aún las más ilógicas aberraciones de la Naturaleza dan siempre resultado. Hay un insecto, altamente inteligente, al cual científicos consideran heredero de la supremacía en la tierra, cuando las superbombas aniquiladoras de Reagan hayan borrado a la humanidad.

Este ser se desarrolla complicadamente normal a una hembra completa e inicia la vida, cuyo objeto es la reproducción de la especie. Pero procrea hijos atrofiados que asumen las funciones de sus órganos vitales, conservando ella sola el cerebro, la mente y el ovario.

Es un solo animal con miles de robots vivientes, que cavan grandes subterráneos para albergar las fábricas de alimentos, las guarderías para crear más descendientes atrofiados y algunos pocos seres completos. Se economizan cantidades enormes de calorías alimenticias, dando a cada robot el tamaño requerido para ejecutar la tarea que le será destinada. Y la pérdida de uno o muchos trabajadores no la afecta en absoluto.

¿Qué nombre se le puede dar a este conjunto animal? No es una comunidad ni una cooperativa. Tal vez la mejor definición es la de un reino, regido por una reina y su séquito de esclavos eunucos.

El conjunto referido es el bien conocido zompopero. Una sola voluntad lo gobierna, la de la reina, en la cámara más profunda y mejor defendida del zompopero; y millones de súbditos se someten a su voluntad sin la menor vacilación. Esta organización es algo increíble, fantástico. Todos hemos oído hablar de la colmena, ese otro estado comunista, tantas veces cantado en poesía. Pero mientras en la colmena hay tres clases de miembros, reina, zánganos y obreras, y estas últimas son aptas para cualquier trabajo en la colmena, en el zompopero se cuentan hasta once clases que se diferencian por su tamaño o por su constitución. En primer término está la reina, una hembra completa, que al salir de la cuna mide como una pulgada y cuarto de largo y es del grueso de un lápiz, alada antes de emprender el vuelo nupcial. Al final de la vida parece un gusano de dos y media pulgadas de largo y del grueso de un dedo. Siguen los zánganos o machos completos, un poco más cortos que la reina y también alados. Después vienen los soldados, unos zompopos cabezones, de tres cuartos de pulgada de largo, con fuertes

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quijadas, que como todos los otros miembros que siguen, ya nacieron sin alas. Siguen en tamaño los policías u oficiales, que son los intelectuales que dirigen el trabajo, sin trabajar ellos mismos; los cavadores o mineros, los acarreadores de hojas, los químicos, los mensajeros o exploradores, de patas largas y andar ligero; los campesinos que cuidan del cultivo del hongo, las nodrizas que predigieren y reparten la comida, y por último, las “chinitas” o acarreadores de huevos, de poco más de un octavo de pulgada de largo. La reina es alimentada con comida ya predigerida por las nodrizas y puede poner varios centenares de huevos diariamente. Estos son llevados a los criaderos por las “chinitas”. Del montón de comida y calidad que recibe la larvita, depende el tamaño y condición del obrero. Las chinitas son las que menos comida reciben. A las pocas horas reciben de los químicos una sustancia que lamen del cuerpo de la reina y que las obliga a hacerse crisálidas y pocos días después salen así enanitas. A otras larvas se les da más o menos comida en parte predigerida hasta que el mismo procedimiento pone coto a su crecimiento y quedan así de diferentes tamaños y aptitudes. Parece que los oficiales reciben un tratamiento especial, pues su alimento es casi como el de la reina, pero su tamaño es muy reducido. Los otros obreros se desarrollan entre ocho y veinte días. Únicamente las futuras reinas y los futuros zánganos reciben comida profusamente, predigerida y se les deja crecer sin restricción hasta que ellos normalmente se vuelven crisálidas y en su curso, animales completos. El tiempo de su desarrollo es de unas cinco semanas.

Todos los zompopos obreros son hembras, cuyos órganos genitales quedan atrofiados. De cualquier huevo fecundado puede salir una “chinita” o una reina. La reina, a veces pone huevos sin fecundar, de los cuales salen los zánganos. La reina se fecunda una sola vez en la vida. Al salir de su cuna, en la primavera, después de caer la primera lluvia, levanta el vuelo hasta grandes alturas, seguida por machos de todas las zompoperas. Un macho, el más fuerte, alcanza a la reina, y nadie ha sido testigo de estas bodas celebradas en el aire. La reina desciende al suelo con la bolsa de semen del macho en su vientre, ya sea para incorporarse en la vieja zompopera, para reemplazar a la reina vieja o para fundar su propio reino. Para esto lleva antes de salir a su vuelo nupcial, una pequeña cantidad de esporas de hongo, que constituye su comida y alimento predigerido. Le espera un largo ayuno. Busca un lugar apropiado en una veta de barro. Bota sus alas y se pone inmediatamente a trabajar, cavando una cuevita. En ella deposita unos huevitos, y nutre a las larvitas con un

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poco de reserva, traída de su casa natal. Pronto salen estos zompopitos y empiezan a jalar hojitas para hacer un plantío de hongos. La reina sigue cavando y pronto puede abandonar el largo ayuno, pues las esporas han nacido, ya hay comida, y automáticamente van entrando en acción los diferentes tipos de operarios que creó la reina, y ella se puede dedicar a poner huevos y mantener con su presencia la alta moral de su pueblo. La zompopera no sucumbe mientras viva la reina, aunque se exterminen todos los zompopos obreros. Pero si la reina muere sin dejar repuesto, la zompopera puede llevar una existencia desconcertada por unos días y sucumbe por descontrol y falta de nacimientos.

Los zompopos no comen la hoja que llevan a sus cuevas. Estas sirven para hacer un cultivo de hongos, el cual es su alimento exclusivo. Sus cuevas son obras maestras de ventilación y protección. El terreno en donde está situada la zompopera puede inundarse, pero a las cámaras vitales, no llegará el agua sino después de muchos días de infiltraciones a través del barro, mas nunca por sus túneles. Pueden pasar fuegos por encima de sus viviendas, la reina en la profundidad está segura y en caso de incendios se ha visto lo más sorprendente: si la zompopera queda aislada de los árboles que pueden brindar hojas y por lo mismo éstas quedan fuera del alcance de los zompopos, y eso que éstos caminan hasta quinientas varas para procurarse comida, sobreviene el hambre. Pero en estos casos todos los zompopos que no son indispensables para subsistir y mantener la raza salen a morir fuera de la cueva. La reina cesa de poner huevos y sólo un grupo de escogidos tratan de aguantar con la existencia de comida hasta que nuevamente haya hojas que llevar.

Los primeros en sacrificarse son los soldados cabezones.

Junto con la lombriz de tierra, el zompopo es el más activo renovador de terrenos. Escoge sólo terrenos barrealosos para sus cuevas, y los taladra y perfora. Sus cuevas al caer permiten la entrada del agua y del aire, y los residuos de sus enormes cultivos abonan la tierra. Una zompopera vieja es el mejor lugar para sembrar frutales. Sin embargo, el daño que hacen al deshojar plantaciones enteras de cultivos, los coloca entre los insectos más dañinos; y su inteligencia entre los más difíciles de combatir. Pero no hay que olvidar que destruyendo al jefe, se desmorona el estado; y por eso, al combatirlos, atacad a la mente rectora, a la reina.

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El folklore

El folklore de un pueblo comprende todas las maneras características y tradicionales de expresar sus sentimientos y de manifestar su vida en materia de arte, costumbres, creencias. Su modo de vestir, sus bailes, sus canciones, sus comidas, sus dichos, sus maneras para cortejar sus amores y hasta para enterrar a sus muertos.

CoMIDas ¡Qué hombre más exigente es Pedro Pablo! Ya está otra vez acordándome: —Tu artículo para la revista, sobre folklore. Estábamos sentados en los cómodos sillones de la sala, saboreando un Nica Libre, deliciosamente preparado por la linda Rosa María, y doña Lilita puso ante nosotros un platito de delicioso vigorón. Gracias, Lilita, ese platillo tan nuestro, tan típico, me trajo la idea que me sacará del apuro en que me está metiendo Pedro Pablo. Con disimulo abordé el tema para sacar datos valiosos a esta simpatiquísima pareja. Pedro Pablo saboreaba en la mente suculentos platos, que desfilaban en el recuerdo de sus tiempos de estudiante en Managua, de su estadía en la Costa Atlántica; y cuando apercato, tengo una amable invitación de Lolita para un ajiaco el domingo entrante. ¡Qué rico que estuvo! Tan bien sazonado, con quelite tierno, bajo, tasajo, chicharrón, maduro, verde, papa, yuca. La receta del ajiaco será fácil darla, pero confeccionarlo es todo un arte, y Lolita hizo una verdadera obra de arte.

Nosotros, los nicas, somos los pinoleros. Por historia, por justicia, por méritos nos corresponde esa distinción. Cuando Cortés llegó a México, encontró una vasta cultura, basada sólidamente en el maíz. Al seguir los españoles rumbo al sur, hacia Centroamérica, encontraron otras culturas y restos de culturas que habían surgido y sucumbido, todas ellas impulsadas por el maíz, y que se derrumbaron cuando los terrenos, erosionados, dejaron de producir suficiente maíz. Emigraron los indios en busca de nuevas tierras; y como no pudieron llevar las piedras de sus templos, los dejaron abandonados, para asombro y estudio de los arqueólogos.

Los nicas nunca tuvieron que emigrar. Las fértiles planicies de Chinandega, de León, Masaya, Nandaime, Rivas, aguantaron el continuo cultivo del maíz por siglos y siglos. No cayeron bajo la férrea imposición de las castas, como los mayas, donde el cultivo estaba supeditado por los sacerdotes,

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vigilado por los nobles y efectuado por los campesinos. Era un rito inflexible: la socola, la siembra, la cosecha y el almacenamiento; y en el tiempo intermedio se hacían templos.

Los nicas siempre hicieron su gusto, edificaron sus chozas, y nadie les obligó a erigir templos. Y la siembra del maíz se hace aún como antaño. Cuando los primeros relámpagos lejanos anuncian las lluvias, se siembran los terrenos ya listos. Pocas semanas después, puede empezar el festín del maíz. Al espigar el maíz, asoman también los chilotes, aquellas mazorcas que por su posición y tamaño no cuajarán en granos. ¡Y qué sabrosos son! Se comen asados, cocidos, en guiso, en vinagre y hasta crudos. No hay plato que no gane en sabor con los chilotillos. Y cuántas veces en nuestras fiestas, los carísimos espárragos, han sido relegados por un plato de humildes, pero apetitosísimos chilotes.

La fiesta del maíz sigue: ¡pronto hay maíz nuevo, delicia del paraíso! Un elote tierno con cuajada; y los tamales y el atol; y si se pone agrio, más rico aún. Y después las güirilas, y el que puede las pide rellenas. Y cuando el maíz está maduro, qué fácil es guardarlo. Se dobla la mata de manera que la mazorca apunte hacia abajo, y toda la milpa sirve de granero. La lluvia resbala por las tusas; y si venados, mapachines, monos, dantos, rondan el maíz, tanto mejor. Se les espía y se les caza y sirven para amenizar la tortilla.

¿Quién podrá enumerar todos los usos del maíz? Aquí la fantasía culinaria no tiene límites. Tostado y molido da pinol. ¡Gloria de Nicaragua! Somos puros pinoleros. Se toma frío, caliente, cernido, payaste, con dulce, con sal. Sirve para freír pescados a la Tipitapa, para hacer gofios, raspagalillo, marquesotes para el pío quinto, marquesotes nevados. Y se eleva en rango al clásico pinolillo; y más alto aún, al aristocrático tiste, y culmina en el elegante chocolate.

Pero la base más amplia para el uso del maíz, necesita como primer requisito la masa. Es el maíz nisquezado con ceniza o cal, lavado y molido. En todos los barrios zumban los molinos, en las chozas de los humildes pueblos, en las cabañas del campo, se oye el carrás-carrás de la piedra de moler. Las haciendas grandes tienen molinos movidos por motores; las pequeñas tienen la famosa máquina corona, a cargo del guachimán, todos moliendo masa…

La masa bruta ya tiene uso. Para la lora, los chocoyos y los pollitos recién salidos.

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De la masa nace la Reina del Maíz: la tortilla.

La tortilla en todos sus tamaños, desde la finísima tortilla, que se sirve de boca, adornada con una apetitosa golosina, para hacer un delicioso bocadillo; la tortilla de mesa que aún lucha por conservar su lugar dentro de la aristocracia culinaria, en contra del pan; hasta la vasta tortilla de mozo, capaz de llenar la barriga del más comelón.

De la masa nacen los tamales, empezando por el tamal de masa, que se reparte como bastimento en las haciendas; el tamal pisque, que tiene la ventaja de poder conservarse varios días, y por lo tanto fue el clásico aliño de viaje; los rellenos; y por encima de todos, Su Majestad, el Rey Nacatamal. Los hay de todos los ambientes: el cacique indio, recio, grande, puro, sin nada de extranjerismos, con su buen chile y adobo. El ladino, de masa mezclada con papas, arroz, y asomos de grandezas, como la aceituna. El nacatamal de fiesta high-life, con ciruelas, pasas, alcaparras, y que es de masa colada; pero que desaparece en cuatro bocados, y si uno se atreve a pedir otro, con mucha pena dirá el mesero: se acabaron. Los nacatamalitos, que se ofrecen de boca son riquísimos, pero difíciles de pescar: o se lucha con el palillo de dientes o se ensucian los dedos.

Con un poco de cuajada en la masa, se abre otro vasto horizonte de las delicias del maíz. Las clásicas albóndigas para los días de vigilia, los buñuelos deliciosos con miel gorda, el perrerreque, las rosquillas, las hojaldras, las viejitas, las rellenas, todo aquello que se conoce como “cosa de horno”. Las pupusas jinoteganas son con toda seguridad la culminación de los horneados de maíz.

Humilde y modesto es el pozol, de maíz cocido y molido. Pero con un trozo de alfeñique, se torna en una bebida capaz de competir con un encumbrado tiste de panecillo y aventaja en mucho a cualquier chibola.

El travieso espíritu del maíz salta juguetón y risueño en la tinaja de chicha. En estos tiempos ha sido relegada de nuestras fiestas sociales por el high-ball; sin embargo en las piñatas hace las delicias de grandes y chicos. Y la chicha es parte importantísima de la alimentación de la clase obrera.

El diablillo se vuelve fuerte y osado cuando lo dejan envejecer en los tinajones de chicha, en las fiestas de los indios de Monimbó o Sutiaba, y se torna fiero e irresponsable cuando se destila su esencia en la cususa.

Las palomitas, la maizena, los corn-flakes, esos son como nuestros muchachos que van a estudiar al extranjero, —el mismo maíz que vuelve refinado—.

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El maíz forma parte integrante de nuestro medio social y ninguna cosa ha influido más en la vida de los pueblos desde el Río Grande hasta el Orinoco. Natural que numerosas costumbres y artefactos se deriven del maíz. La olla servirá para otros usos, pero el comal, la piedra de moler, la jícara con el macho, el molenillo, son hijos del maíz. La Sanidad prohibió la jícara y los molenillos. Y las refresqueras ya no preguntan: — ¿Cómo lo quiere, con anillo o sin anillo? Con anillo valía un poquitín más, pero daba gusto el oír tronar el anillo en el dedo de la refresquera contra el palo del molenillo, batiendo un espumoso tiste.

La Nicolasa, una agraciada muchacha de nuestro servicio, a quien tuve el gusto de escoltar al altar cuando se casó con Leonzo Villegas, tuvo un gran susto cuando al día siguiente de la boda, llegaron las comadres donde la suegra, a reclamar las tortillas y el atol de la nuera. La pobre Colacha pasó el primer día de casada, pegada a la piedra, moliendo maíz; por suerte que ella sabía el oficio. El maíz es también un significativo mensajero de amor, con el cual el pretendiente descubre sus sentimientos a la elegida de su corazón, tirándole granitos de maíz.

El trigo o millón fue introducido por los españoles; y fue una suerte para los habitantes de muchas regiones arrasadas como El Coyol, Tecolostote, Darío, pues parece que crece aún en la piedra. Si bien no se puede comer desde tierno, reemplaza al maíz en casi todos los usos, y además con él se hacen los sabrosos turrones.

El vigorón que nos trajo Lolita es uno de nuestros platos más típicos, orgullo de los granadinos, que dicen saber hacer también el mejor mondongo. Masaya es la cuna del ajiaco, Managua se jacta del indio viejo y del bajo, León de las morongas, los chorizos y el frito; y El Viejo es famoso por las rosquillas. Aquí se lava aún el maíz con los pies, en el río, hasta botar todos los ojos y las escamas, y por eso salen las rosquillas de blancura inmaculada, apenas con el doradito del calor del horno. Matagalpa pretende resurgir las semitas; y Jinotega es única y soberana dueña de las pupusas.

Quien ha hecho un viaje en el Ferrocarril, conoce las particularidades culinarias del trayecto desde Granada. Allí se anuncia el vigorón. En Masaya las jaleas; en Sabana Grande las rellenas. En Managua se mantiene cerrado el andén. A través de la baranda se vende el arroz con leche y el atol. En Mateare hay ricas tortas de pescado; en Nagarote, pescado frito sobre una tortilla. En La Paz es el quesillo y el frito. En León el tiste helado, la torta de pan; en Chichigalpa el alfeñique; en Chinandega las naranjas peladas; y en

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Corinto los huevos de paslama. Cuando el tren pasaba aún por Masatepe, daba gusto ver las bateas llenas de dulces en forma de animalitos, de pájaros, de muñecos.

El dolor de cabeza de todo finquero es la comida de los mozos, las raciones. En las zonas cafetaleras el tiempo ha establecido normas, que ya son conceptos de ley. Cambian según las regiones, pero el finquero que se atenga a ellas, no entrará en conflicto con los sindicatos de campesinos. En las Sierras de Managua es corriente un tiempo de frijoles al medio día, arroz en la noche, y para desayuno una ración de queso seco, que se reparte desde la noche anterior. Como bastimento, tortilla, tamal, guineos, plátanos y la cucharada de manteca se echa cruda sobre cada ración, para que nadie pueda decir que no la reparten. En Jinotega la comida consiste en tres tiempos de frijoles con una tortilla y café dos veces al día. En algunas partes de Matagalpa para el desayuno se da una enorme hojaldra, que es una tortilla, la cual se roció en la última volteada con dulce raspado. En el Pancasán y Upah el almuerzo es una bola de pozol y media tapa de dulce. Hay que saber comer el pozol. Se le pega un mordisco al dulce, otro a la bola de pozol, se toma una buena buchada de agua y se diluye la masa en la boca, como enjuagándose. Se comprime todo con la lengua, se traga el caldo y se escupen las escamas. Si se está a la orilla de una quebrada, hay que escupir las escamas dentro del agua.

Cuando empezaron las siembras de algodón, surgieron muchos problemas que aun no han sido resueltos. Aquí no había tradición: los trabajadores no sabían qué podían exigir; los patronos, con la mejor buena voluntad a veces, no sabían qué podían ofrecer. Cuando empezamos a romper los montes de Chilamatillo, para sembrar algodón, buscamos gente de San Lorenzo, Tecolostote y Teustepe. Desconocíamos todas las herramientas fuera del machete y del hacha. Dimos tres tiempos de arroz con frijoles fritos en aceite, y como bastimento guineos, tortilla y pan mañana y tarde café negro. No les gustaba el café, le tenían temor al aceite, preferían la tortilla de millón, extrañaban los guineos y sólo les gustaron cuando se maduraron; y añoraban el tibio. Al principio no aguantaban más que cuatro o cinco horas de trabajo, mientras que los cofradieños y masayas, sacaban hasta dos tareas y estaban contentos con la comida.

Dispusimos pesarlos cada lunes y sábado y descubrimos que después de la primera semana, todos aumentaron de peso hasta cuatro libras por semana, durante el primer mes, y resistían igual que los alteños la jornada de trabajo.

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Su capacidad de comer era asombrosa. En un campamento donde había 15 hombres lograron cazar un venado. Se lo comieron ese mismo día. Una lata de sardinas grande, que les costaba la cuarta parte del jornal de un día, se la engullían en pocos bocados. No perdonaban ningún zorro, mono, garrobo, mapache; y hasta las culebras iban a parar a las brasas. Pero ¿por qué extrañarse? Los tejanos consideran una delicia al sandeel, alias cascabel; los mejicanos gustan de los gusanos del maguey; los franceses de los caracoles; los alemanes de las ancas de rana; y para ciertos pueblos de Arabia y de África el chapulín es el maná del cielo. Y los granadinos consideran a la iguana, como un plato exquisito, y tienen razón.

¿Cuántas supersticiones sobre la comida tendrán un origen justificado? A unos primos míos los regañó mi tía abuela, porque estaban comiendo naranjas antes de acostarse: — ¿No saben que la fruta en la mañana es oro, en la tarde plata, y en la noche mata? Se dice que el guineo, el zapote, el mamey, el mango, son calientes; que la naranja, el jocote, la pitahaya, frescas; la papaya, la guanábana, el matasano, deprimentes; el aguacate, tonificante; que es veneno tomar licor después de comer guineo; que la guayaba da apendicitis; que el marañón y el pijibay son astringentes.

Hace poco nos encontramos en Darailí, la hermosa finca del compañero Filemón, con dos ingenieros ticos. Martita e Idalia, nos atendieron con exquisita cortesía, y nos brindaron entre otras viandas una suculenta gallina guisada. A mí me tocó trincharla. No me causó ninguna sorpresa, ver que los huesos y parte de la carne tuvieran un color oscuro. Era una gallina medio lempa, que a la gente del campo, le gusta criar porque dicen que los zorros no las ven en la noche. Que la sopa y la carne resultaran negras, no tiene importancia, se cree que son buenas contra la anemia. Pero a los ticos, les costó tragar, a pesar de las explicaciones. Y si en el campo le ofrecen para el almuerzo carne de monte, mejor no preguntar de qué animal procede. Puede que sea mono o danto, o zorro cola pelada. Bien cocinados, son riquísimos; y con hambre, más aún.

Hay diferentes opiniones de cuáles plantas y animales son nicas y cuáles fueron traídos de otras partes de América o del Viejo Continente. Con legítimo orgullo podemos decir: que nuestros son el maíz, el quiquisque, el ayote, el pipián, el tomate, el chile, el chayote, el achiote, el guineo negro, el guineo caribe, la papa, el cacao, el cual se afirma que usaban como dinero. Hasta cierto punto era una realidad, porque servía para indicar el valor de una cosa, para poder hacer transacciones. Así, un arco y sus flechas, valía

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seis puñados de cacao; y se podían pagar con tres chompipes que valían dos puñados cada uno. O una manta de diez puñados, se compensaba con una capa de plumas que valía siete puñados, y se ajustaba con un sajino de tres puñados.

Los indios no tenían animales domésticos. Amansaban pavos, loros, lapas, sajinos, monos, dantos, cusucos o guatusas.

Pero del mismo modo que se mezclaron las razas española e india, se mezclaron sus recursos y sus costumbres. ¿Y el resultado?

Maíz indio con queso español, igual cosa de horno; cacao indio con dulce español, igual chocolate; y todo, el más delicioso desayuno.

CostuMbrEsMis hijos Alberto y Carlos estaban contentísimos pasando unos días de vacaciones con su tío Ricardo, quien los había invitado a su linda finca al otro lado del río Tuma. Habían salido solos a cazar, montados en sendos machos. Estos debían ser mansos a toda prueba, porque el tío había dicho a los muchachos: “Cuando quieran volver, no importa dónde estén, sólo aflojen las riendas y los machos los traerán directamente a la casa”. Los chicos anduvieron por esas hermosas montañas, armados de una escopeta y de un riflito veintidós. Sabían que sólo debían tirar animales dañinos o aquellos que pudieran llevar a la cocinera para que los preparara para comer. Vieron manadas de monos, vistosas lapas, un oso perezoso. En el fondo de una cañada oyeron cantar unas chachalacas; y un venado se les corrió de largo. Qué bueno sería poder tirar un tigrillo o un culumuco, para poder jactarse después de la hazaña ante los compañeros del colegio de Diriamba.

De pronto se oscureció el sol. Una copiosa lluvia se desgajó del cielo y empapó a los muchachos hasta los huesos. Decidieron seguir el consejo del tío y dieron libertad de dirección a las bestias. Estas se metieron enseguida por unas veredas, bajando y trepando cuestas, chapaleando a través de lodazales, que los muchachos se sintieron como perdidos a pesar de la advertencia de su tío. Qué alivio, cuando al desembocar en un camino más amplio vieron venir bajo la lluvia a un jinete. Ya le preguntarían si andaban por buen camino. Pero cuando llegó cerca, el espanto los inmovilizó: el montado, todo tieso, con la barbilla amarrada a la cabeza con un pañuelo, iba atado a un gancho que salía detrás de la albarda, con los brazos caídos,

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los ojos cerrados y los pies en los estribos, quietos. La lluvia se le filtraba por el sombrero de paja y no podía mojarlo más de lo que ya estaba. Lo vieron pasar aterrados; y cuando sus machos quisieron seguir a la bestia del muerto, su angustia no conoció límites. Por suerte los alcanzó un grupo de montados, quienes desde largo les gritaron y les hicieron señas de detenerse. “¿Han visto al dijunto?” les preguntaron a guisa de saludo. “Allá va, a la vuelta del camino”, pudieron apenas contestar. “A ver, el trago del muerto”, los convidó uno de la comitiva, ofreciéndoles unas jícaras donde había echado un buen chorro de cususa. Los chicos no sabían qué hacer. “Somos sobrinos de don Ricardo”, se les ocurrió defenderse. “¿Si? El dijunto es mozo de don Ricardo”, gritaron todos; y los muchachos no tuvieron más remedio que empinar las jícaras. Medio atontados dejaron que los machos los llevaran y ya entrada la noche sintieron el alivio de ver las luces de la casa. El tío Ricardo se estaba alistando preocupado, para ir a buscarlos y se rió de lo lindo, cuando los pollos remojados y medio picados le contaron la aventura. Ellos la relatan ahora como fue; pero antes rajaban bastante.

En otra ocasión viajaba con mi esposa, Mariíta, y los chamacos que teníamos entonces, en mi viejo carro Dodge, a Matagalpa. En aquel tiempo, hace más de cuarenta años, este viaje era una aventura de muchas horas. Antes de llegar a El Pasle alcanzamos a una caravana muy extraña. Montados y gente de a pie escoltaban dos machos que cargaban entre ambos, uno tras del otro, una vara larga, a la cual iba atado un bulto largo envuelto en un petate. La vara tenía en la punta de atrás un gancho, entre el cual salía la cabeza de la mula trasera; y los brazos del gancho estaban atados a los lados del aparejo, mientras que la otra punta iba amarrada a la grupa de la mula delantera. Expliqué a mi gente que eso era un entierro a la usanza del lugar. Respetuosamente seguirnos al singular cortejo, hasta que un llanete nos dio lugar de avanzar sin necesidad de pedir paso, lo que hubiera sido una tremenda descortesía. En lugares donde no se dispone de “machos del muerto”, llevan a los difuntos, envueltos en un petate amarrados a una vara larga que cargan entre cuatro, dos adelante y dos atrás.

Muchas veces el macho del muerto tiene que esperar pacientemente en la puerta del cementerio a que llegue la comitiva. Si es una difunta, no la montan a horcajadas, sino la amarran sentada de lado, como antiguamente montaban las mujeres. Y por cortesía, aunque el “macho del muerto” va siempre solo adelante, el cortejo no se separa mucho si acompaña a una

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mujer. Una vez en el panteón, se envuelve el cuerpo en un petate, a veces hay que forzar la rigidez y se entierra lo más pronto posible. Después de echarse un último trago, cada cual se desbanda silenciosamente.

Los tiempos van cambiando, los adelantos de la civilización alcanzan hasta a modernizar el viaje del humilde hombre de los montes a su postrer morada. Ahora lo llevan en un cajón, quizás muy rústico, hecho con las tablas que tal vez fueron de su tapesquito donde dormía, amarrado a dos palos atravesados con los cuales se puede cargar más fácil. Las camionetas de doble transmisión han desplazado el “macho del muerto”, que se escogía entre los, animales más viejos y mansos, y que pastaba en el zacate del solitario panteón, siempre listo para los únicos viajes a que estaba destinado. Aun es común encontrar en caminos remotos a una mula cargando un ataúd amarrado a lo largo sobre el aparejo o a un montado llevando por delante el cajoncito de un niño. Así los vemos entrar a nuestros pueblitos arrinconados en las montañas.

Pero en todos los casos parece que el requisito principal para el entierro, después del muerto, naturalmente, es el guaro, ya sea procedente del estanco o, más a menudo, de alguna fabriquita escondida en una apartada cañada en el monte.

La vela es lo primordial en los casos de muerte. Cuando el enfermo aun lucha por conservar el aliento, ya se empiezan los preparativos para la vela. Parece que el moribundo muere más a gusto si en sus últimos ánimos se da cuenta de que tendrá un magnífico velorio.

Una vez andaba citando gente para el corte de café de la hacienda La Cumplida, en compañía de Enrique Zons, el de la Cafetería Matagalpa. Íbamos a pasar la noche en Ciudad Darío, cuando nos avisaron que en Apompuá se había muerto uno y que en la vela podríamos encontrar a casi todos los que andábamos buscando. Fuimos a pie, ya que las bestias ya estaban en el potrero y no era posible agarrarlas en la noche. Al fin, después de trepar unos filetes llegamos a la casa mortuoria. La encontramos casi en completa oscuridad. Apenas unos hachones de ocote iluminaban con rojiza luz el frente del rancho, donde, sobre un petate tendido en el suelo, yacía el cuerpo sin vida. Dos viejos y una mujer jovenzona estaban acurrucados alrededor del fogón y en un tapesco dentro del rancho lloriqueaba un rorro “Ay, señores”, se quejó la indita, “vean qué cosa: se murió don Juelipe Oñoz y cómo esos tienen riales, nos quitaron la música y hasta la lámpara grande”; y nos ofreció una tomita de café en unos huacalitos. El señor

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Felipe Muñoz vivía al otro lado del cerro y tuvimos que caminar hasta donde estaba la vela grande.

Desde largo se oía la música y una lámpara de gasolina alumbraba el recinto con brillante llama, que a cada rato parpadeaba ominosamente. Había bastante gente. Enrique Zons compuso la lámpara, lo que le valió el respeto de la concurrencia. Los músicos tocaban sin cesar, descansando únicamente para tomarse un traguito, a veces de café, más a menudo de guarito. Debo decir que no se bailaba. Nos ofrecieron chicha, después café con rosquillas. Dejamos la razón y casi todos los comprometidos llegaron después al corte de café a La Cumplida.

Pero la vela de muerto y el baile se pueden cambiar. Precisamente el día que se acabó el corte de café en la Hacienda Alemania de don Julio Bahlcke se murió una chiquitina hija de un colono. La gente especulaba alegre; habría dos fiestas: la acabada de corte y el velorio. La Hacienda Alemania hacía una gran fiesta de acabada de corte y para las velas daba bastante café y se repartía pan y queso, además que al muerto se le hacía un cajón de madera de cedro. Pero el mandador dispuso que la fiesta del corte se hiciera en el “Club” como se llamaba una casa grande que servía de comedor y para distracción de los mozos; y la vela se haría en el corredor de un campamento adyacente. La fiesta estuvo animadísima, una bonita muchacha fue proclamada reina, había una marimba, se repartió compuesto, después café y galletas y se bailaba sin interrupción. Muchas muchachas iban a acompañar a la joven madre de la muertecita, de donde iban a sacarlas los galanes para bailar. Uno que no se fijó o que tal vez lo hizo adrede, invitó a bailar a la madre. Esta se levantó suspirando y para disimular, sólo pidió: “Pero despacito, ya ves que estoy de luto”:

La “chicha de ángel”, en la que dicen se ha bañado al niño muerto antes de repartirla, creo que es un mito o más bien un cuento de camino. Nunca he podido confirmar la tal práctica.

Costumbres van, costumbres vienen. En los barrios de Managua, cuando hay una vela, hasta ocupa la mayor parte del ancho de la calle con mesas, sillas, con lámparas y barajas; porque se pasa el tiempo jugando casino, póker o desmoche. La gente humilde no sabe jugar canasta, eso queda para los copetudos. Se reparte café con pan dulce y en la madrugada guarito. La gente aguanta hasta que aparecen las botellas. En las velas del “Centro”, después del obligado “mi más sentido pésame” a los dolientes, se busca

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cómo agruparse alrededor de los reconocidos contadores de chiles o de los documentados cronistas de las más nuevas historietas pecaminosas; y las damas gozan y critican el show de los modelitos de luto.

La moda gobierna, no hay quien escape a su mandato, y su influencia no se detiene ante los muertos. El clásico ataúd poligonal ya sólo se ve en las tarjetas de luto que se reparten en las misas de muerto y que llevan además la consabida palmita negra. Fue desplazado por el ataúd “Zepelín”, redondo y liso como esos roquets que llevan a los astronautas a la luna. Pero eso ya pasó también de moda. Ahora se usan unas arcas anchísimas y cuando se llega al cementerio vienen los apuros. Esos armatostes no caben en los nichos que nuestros padres o abuelos habían mandado a construir, con la esperanza de que luego los hijos vengan a acompañarlos en la ciudad eterna. El tiempo apura, el nicho no se puede ensanchar, hay que reducir la hermosa caja. El machete del limpiador de tumbas del cementerio hace el despiadado trabajo. Vuelan en astillas los elegantes adornos y molduras ante los precipitados machetazos. Pronto quedará todo tapado y a los doloridos deudos les durará el pesar de la mutilada caja donde descansan los restos del ser querido.

Por muy escéptico que sea un hombre, algo ha de sentir en el fondo de su corazón, cuando al paso raudo de su cómodo auto, divisa a un lado del camino asomando entre el zacate y monte las humildes cruces que señalan un panteón Campestre. Aún cuelgan los despojos mustios de lo que fueron brillantes flores de papel y tal vez un montoncito de tierra fresca en medio de la montarasca indica un reciente ingreso. Pocos son los pueblos que prestan cuido permanente a los camposantos.

León, Managua, Granada, Chinandega, Matagalpa, son ejemplos dignos de esta piadosa costumbre. Pero en todas partes, una vez al año se despierta la conciencia y se recuerda a los muertos. Aunque tal vez no sea la conciencia sino la tradición la que obliga al alcalde, al juez de mesta, al cura local a mandar a rozar el panteón para el Día de los Difuntos. La gente invade ese día los panteones llevando flores, ramos, coronas artificiales y naturales; limpian, enderezan y pintan cruces y verjas, arreglan los túmulos de tierra y sienten la satisfacción de haber cumplido no tanto con el deber como con la costumbre. Los bancos, oficinas y negocios dan a sus empleados tarde libre ese día para ir al panteón. Algunas familiares llevan el almuerzo, preparando ricas viandas y buenos tragos para celebrar el día con el muerto.

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En Managua, en la tarde del dos de noviembre la policía de tráfico tiene que regular el trajín de los carros. Cientos de vendedoras de flores se instalan frente a la entrada del panteón y es curioso observar cómo se elevan los precios de las flores a medida que avanza la tarde, para caer rápidamente al acercarse la puesta del sol.

Por unos días todos los cementerios de Nicaragua presentan un aspecto festivo, florido; pero ¡lástima que casi siempre duren más las flores que los recuerdos! El muerto descansa en su fosa, la vida sigue adelante. Pero siempre hay corazones fieles que no olvidan al ser querido. Respetamos el dolor y el amor de una madre, de una esposa, de unos hijos que vienen con unas flores en la mano y una oración en los labios. A veces irrumpen la soledad los homenajes oficiales a ilustres personajes.

Entre nosotros los rezos de los nueve días son una institución obligada para las familias cómodas, a veces la misa de mes, y por último el acontecimiento de la misa de año, que cierra el capítulo del duelo general.

La vida es hermosa, la muerte siempre dolorosa. El ser más querido se convertirá pronto en algo horrible, siguiendo las inexorables leyes de la naturaleza. Hay que llevarlos al panteón, como dé lugar, en coches fúnebres de lujo, en litera, a caballo. Todo el mundo tiene diferentes costumbres para el último servicio que hay que prestar a los que ya no pueden permanecer con nosotros. Hay quienes los echan al río o al mar, los parsis se los ofrecen a los zopilotes. El negro es nuestro color de dolor, para otros es el blanco, el morado o el rojo. Con curiosidad, pero con profundo respeto, hemos presenciado los extraños ritos que se emplearon en los entierros de nuestros compañeros israelitas.

Lejos de mí está la intención de criticar. Sólo digo lo que he visto. Al muerto no puedo ofenderlo; y los que estamos vivitos y coleando poco pensamos en lo que nos pasará cuando Tata Chu nos apague la velita.

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EtniasINDIos yúCulPara el comienzo tenemos que retroceder casi noventa años. A mi papá le acaban de adjudicar el terreno que entre él, su hermano Carlos y los tres hermanos Uebersezig habían denunciado en la montaña de Coscuelo, para sembrar café, acogidos a las facilidades que otorgaba el Gobierno de aquel entonces a los inmigrantes. Mi papá y mi tío Carlos se quedaron con la parte más alta, partiendo la medida desde el legendario Mojón del Rey, en la propia cumbre del Monte Coscuelo, que demarcaba el lindero entre los terrenos de las comunidades indígenas y los terrenos de la Corona de España, después terrenos nacionales. Los bosques eran tupidos, ásperos, casi impenetrables, metidos en una eterna bruma; pero colindaban con los apacibles y airosos ocotales, que pertenecían a las cañadas indígenas de Yúcul, San Pablo y El Horno. Todos los mozos que trabajaban para mi papá eran de estas cañadas y mi papá pidió permiso a las autoridades indígenas para hacer una casita provisional en un lindo plantío del ocotal, donde pudiera vivir mientras se rompía brecha en la montaña. Los indios accedieron gustosos, ya que para ellos el ocotal era terreno inútil y la primera casa de la finca La Bavaria se levantó en aquel plano del ocotal a orillas de la montaña. Era una casita de troncos, rodeada de un pequeño jardín. Al contrario de casi todos los colonos, mi papá mantuvo siempre las mejores relaciones con los indios, a quienes trataba como amigos; y cuando trajo a su compañera, una dulce muchacha de Matagalpa, las autoridades indígenas le otorgaron la más respetuosa y cordial acogida. Mi santa madre supo captarse desde entonces no sólo el respeto, sino la confianza y el cariño, casi la adoración de los indios. Ella era la mediadora en sus disputas, la consejera en los casamientos, la madrina, el médico y el paño de lágrimas en sus aflicciones.

Cuando nació mi hermana Meta, se personaron las autoridades indígenas ante ella, para darle el recibimiento e inscribirla como miembro de la comunidad indígena de Yúcul. Mi papá se extrañó ante tal disposición, pero mi mamá supo convencerlo del gran honor que se le hacía. Cuando vine yo a este mar de lágrimas, que llamamos mundo, también me fue concedida la distinción de ser incorporado a la cañada de Yúcul. Mi hermana Elsa nació en Matagalpa, y ya para entonces vivíamos en la casa nueva en la montaña, sobre la falda del Coscuelo, la casa de habitación situada más alta

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en Nicaragua, desde donde se abarcaba con la vista la mitad de Nicaragua. Elsa ya no fue yuculeña.

Mis primeros y únicos compañeros de juegos fueron los indios, hijos de los trabajadores. Sobre todo Jacinto, un huérfano cuyo padre había sido hulero. Jacinto siempre añoraba los tiempos cuando recorría con su padre las montañas en busca del codiciado hule, viviendo de la naturaleza. Como recuerdo guardaba sus espolones de trepar árboles y su cotillo picador. El padre de Jacinto no era indio puro; lo era su madre, y el muchacho vivía con sus tíos indios. Me enseñaron a tirar con flecha, con cerbatana; a conocer las frutas comestibles de las montañas; a rastrear animales, como guardatinajas, conejos; a hacer trampas para agarrar gallinas de monte, a capear las culebras y las garrapatas que se hacían moños en el montecito a la orilla del camino. Mi papá me trató siempre como hombrecito. Desde que aprendí a montar, que fue antes de poder andar, me llevaba con él a todas partes; y como él fue el único maestro que tuvimos sus hijos en Nicaragua, el horario de clases podía acomodarse a su conveniencia, aunque siempre fue cumplidísimo y muy estricto. También era yo el compañero de mi mamá, a quien gustaba a veces salir del acogedor y tibio ambiente de nuestra casa, tan solitario, y visitar a sus amigos, los indios.

Por aquel tiempo, todos los indios vestían a la usanza antigua. Las mujeres con la tradicional manta y camisa, los hombres con la cotona y el pantalón azul de remaches. Se llamaba así porque las costuras estaban realmente reforzadas con remaches de cobre. El pudor y la vergüenza a la desnudez era algo complicado, que nunca pude entender. Las molenderas trabajaban con el pecho desnudo pero se ponían la camisa para repartir la comida. Caminaban a través de las veredas apenas con un taparrabito, pero al llegar al camino real, se lavaban en la primera quebrada y se ponían su ropa limpia. Nunca se vio a una india sucia en un camino. Pasaban brincandito por encima de los lomillos de los “guacales” del camino. Los guacales son los hoyos a igual distancia de su paso que dejan las bestias en los caminos lodosos, al pisar siempre en el mismo lugar. Al llegar al pueblo, ya fuera San Ramón o Matagalpa, las mujeres se tapaban con el rebozo media cara, dejando sólo un ojo libre.

En una ocasión llegamos a San Andrés, otra cañada donde vivía un indio del que se decía que era cacique. Tenía una choza mucho más grande que las corrientes y además unos trojes. Pero el solar estaba completamente cercado con alambre de púas, sin dejar tranca alguna. Los indios nunca hacían sus casas a la orilla del camino real. El caminito que se apartaba del

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camino común, conducía a una vivienda y terminaba allí. Al furioso latir de una recua de perros flaquísimos, salió un indio completamente desnudo, que miró deslumbrado y enseguida se volvió a meter en la choza para reaparecer después envuelto en una chamarra roja, de las llamadas Tigre, porque tenían estampada una enorme efigie de esta fiera. Muy dignamente se acercó al cerco para saludarnos. Creo que mi papá le venía a recordar la entrega de unas cargas de maíz que le había comprado de futuro.

Para las proximidades de los cortes de café, salíamos a citar a la gente, que generalmente estaba “comprometida” con adelantos a ayudar. Con seguridad se podía contar con que cada familia mandaría primeramente a alguien a pedir más adelanto, casi siempre en forma de vestidos o géneros para poder llegar. Un día acompañé a mi mamá adonde unos López. No había más que una manadita de inditos desnudos jefeados por una mayorcita trajeada con traje de Eva.

— ¿Dónde está tu tata?—le preguntó mi mamá.

— Istá en la milpa.

— ¿Y tu mamá?

— In il río.

— Decile a tu tata que la semana entrante empezamos el corte, y que lo esperamos. ¿Vas a ir vos también?

La indita se excusó:

— No tingo cutón. —

Decile a tu tata que llegue a la finca y te voy a mandar un cotón.

Más compungida, contestó la indita:

—¡Si no mi puesto cutón!—. Por la costumbre de que a los niños no se les ponía vestido sino cuando entraban en la edad adulta o iban a trabajar a otra parte.

Las indias llegaban con sus mejores mantas, que les caían hasta el ojo del pie, pero para el trabajo se ponían otra más corta, hasta la rodilla. Los chamacos de pecho los llevaban amarrados a la espalda en un chinamo, lo que no les impedía encaramarse en las escaleras de guarumo, que formaban parte del equipo, y que servían para cortar el café, en los altísimos cafetos que se criaban entonces. Las escaleras eran una raja de guarumo con unos tajos cortados, en los que se apoyaba el pie.

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La Venancia tenía una manta muy vistosa, tejida por ella misma, con franjas a colores, que mi mamá le pidió se la vendiera. La Venancia se avino, para entregarla hasta después de la fiesta y con la condición de que recibiría otra manta de mantadril. En la mañana después de la fiesta, se presentó la Venancia luciendo su manta, con toda su familia. Mi mamá ya le tenía el mantadril cortado y le había hecho dobladillos orilleros, y la invitó a que pasara al cuarto para cambiársela. Pero la india, con toda naturalidad empezó a desenrollársela ahí no más, en el corredor y mis hermanas y yo nos quedamos en ascuas, porque sabíamos que las indias no llevaban nada debajo. Pero no, esta vez la Venancia se había puesto también su mantita de trabajo y pudo hacer el cambio sin herir el pudor de nadie. Cómo se enrolla la manta en el cuerpo, es un arte olvidado. Ya quisieran nuestras damas saberlo cuando se disfrazan de indias para las fiestas típicas. Por otra parte, las indias no doblaban las mantas, sino que las enrollaban primero a lo largo, entre el codo y la mano, y después a lo ancho, sobre el brazo.

El punto culminante, el acontecimiento del año era la fiesta de la acabada del corte. Indios e indias lucían sus mejores galas. Las mujeres sus mantas vistosas, a rayas, de colores vivos, el pelo trenzado con cintas de lana a colores. Los hombres con cotona limpia, los pantalones amarrados en cruz sobre las pantorrillas y el sombrero con un pañuelo de color enrollado en la copa. Nadie usaba caites, mucho menos zapatos. La gran olla de chicha estaba ya en su punto; en el caldero de freír la manteca se cocinaba ahora una sopa de carne con arroz. Las tortillas no faltaban, y para tomar café había unos rollos de hojaldras, casi del tamaño de una tortilla. La música había acudido desde temprano: una guitarra, unos jucos y quijongos. Las lámparas tubulares brillaban limpitas en el corredor de la casa, donde estaban sentados mis padres, el mandador, el capataz y sus consortes. El patio se iluminaba con hachones de ocote, de luz rojiza y tambaleante; y el grato olor característico de la resina quemada impregnaba el aire. Nunca vi bailar a mi papá. Pero mi mamá sí iniciaba el baile; salía airosa, con toda su gracia nica daba unas vueltas invitando a todos con alegre ademán. Más de un varón salía a hacerle el cortejo; con una mano a la espalda, con el sombrero en la otra, agachados barrían el suelo. Mi mamá se huía ligera de la pista y eso era lo que esperaban todas las mujeres para salir. Zandungueras, contoneándose, se movían en vueltas, el rebozo a la espalda, jugando las puntas con las manos. Eran movimientos graciosos, llenos de coquetería, sin las vulgares contorsiones de caderas y sacudidas de busto de los bailes modernos, de inspiración ajena. Los hombres bailaban

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casi en cuclas, brincandito, revolineando el sombrero. Los indios siempre bailaban sueltos. La música era un ritmo casi sin cadencia, monótono, pero que entraba en la sangre, y aun los que no bailaban llevaban el compás con las manos, pero sin mover el cuerpo. La chicha se escanciaba, más tarde se hacía el honor a la sopa; el café y las hojaldras cerraban el ágape. No había asientos. Los indios no se sientan, se están en cuclas. Fue una de las cosas que yo no pude aprender. Cuando niño miraba esta fiesta como algo común, alegre, que interrumpía el monótono correr del tiempo. Ahora que sólo me queda el recuerdo de su primitiva sencillez y encanto, me doy cuenta con pesar de que hemos perdido un tesoro del viejo folklore indígena, reemplazado por la vulgaridad extraña que no congenia con la reposada y fina gracia de nuestras abuelitas indias, de quienes tenemos el orgullo de descender.

Todos los indios estaban comprometidos, es decir, habían recibido dinero para desquitarlo con trabajo y firmaban un contrato o compromiso. Cuando se necesitaban brazos en los cortes de café se les citaba y si no acudían, se mandaban órdenes de captura al juez de mesta de la cañada. Con el tiempo cada indio llegó a estar comprometido con todos los finqueros, y entonces aprendieron a irse a trabajar a Managua o a Jinotega, donde pasaban como ganadores y no como desquitadores. Cuando DeSavigny vendió su vieja y linda finca La Garita a Roberto Amort, por la suma de treinta mil córdobas, sumaban los adelantos de trabajo más de cuarenta mil córdobas, suma que se dio por ipegüe y de la cual no se recuperó absolutamente nada. Las órdenes de captura no eran acatadas por las autoridades indígenas, porque eso era como capturar a sus propios padres o hermanos; y si no los encontraban en sus casas, no tenían por qué seguirlos hasta donde estaban trabajando como ganadores, porque hasta allí no tenían jurisdicción. La ley de adelantos fue abolida, pero no acabó con la fama de la explotación de los indios por los finqueros, cuando en realidad, según nuestro criterio, era una sangría para los cafetaleros y una fácil fuente de ingresos para los indios. Los yuculeños no pidieron adelantos, sabían que contaban con la ayuda de mis padres.

Muchas penas pasaba mi mamá porque ningún indio sabía ordeñar. Al ordeñador había que traerlo del pueblo y a los poblanos no les gustaba la montaña. Muchas veces trató mi mamá de enseñar a ordeñar a los indios a nuestro servicio. Mi papá nunca pudo sacar ni un churrete de leche a una vaca, pero mi mamá era una excelente ordeñadora aunque tenía que sentarse

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en una pequeña pata de gallina, porque ella no podía mantenerse en cuclas. Consiguió enseñar a Calixto, un indito que vivía por el Guabule, a unas dos leguas de nuestra finca. Calixto se fue con unos tantos días de permiso y como no volviera el día estipulado, me dijo mi mamá que fuera a buscarlo. Al llegar a su casa, después de los saludos de rigor, pregunté por él, y me contestó la mamá: “¿Y no se murió, pue?” “¿Cómo fue eso?” quise saber, asustado. “Pue de allá si jue a San Ramón y vino enjuermo; no comía, no bibía, sólo acustao, acustao ¿y no se murió, pue?” El pobre Calixto murió seguramente de una borrachera con alguna cususa intoxicante. Los indios eran fatalistas. Si alguno se enfermaba y no mejoraba con los remedios de la curandera, se le alistaba la mortaja y cuando moría se le hacía un buen velorio, al cual no faltaba también la música. La mortaja era un petate nuevo, en el cual se envolvía el cuerpo para llevarlo al panteón, amarrado a un palo largo, que se cargaba entre cuatro, dos adelante y dos atrás.

Los indios se preocupaban de casar o más bien de emparejar a los hijos. Los padres encargaban a amigos para actuar de casamenteros, a buscar la novia y a tratar de la dote. La dote no era lo que recibiría el novio, sino lo que la familia de éste tendría que dar por la novia. Tantas cargas de maíz, tantos chanchos, tal vez hasta algún caballo. Mi mamá siempre rehusó actuar de casamentera, pero no negaba su consejo. Aunque a veces sus consejos fueran seguidos con la mentalidad del indio taimado, como le pasó con un viejo compadre en quien insistió para que se casara, aprovechando unas misiones, con la comadre con quien había vivido toda su vida. El indio ofreció casarse. A poco después llegó la comadre. “¿Se casaron?” le preguntó mi mamá. “Quiyá, comadre; él sí se casó, pero con la Juliana (que era una jovencita); dijo que para casarse se casaba con una muchacha y no con una vieja”. La Juliana pronto dejó al viejo, que sufría los achaques de su edad avanzada; y la antigua compañera lo fue a recoger y lo cuidó hasta que murió.

No es aconsejable entremeterse en las costumbres de los indios. Una vez pasamos cerca de un rancho por La Garita. Se oían golpes y quejidos. Mi papá se adelantó a ver qué pasaba, y le vi sacar su pistola para amenazar a un indio, que golpeaba bárbaramente a una mujer que yacía en el suelo. El indio se apartó hoscamente, pero la india se levantó vehementemente y limpiándose la sangre, que le salía de la nariz, se encaró furiosa con mi papá: “¿Y a vos qué timporta? ¿No ves que mi está honrando?” Mi papá dio la vuelta y dijo aún indignado: “¡Matala, pues, bruto!” Aún alcanzamos a oír la continuación de la honrosa tunda que le siguió propinando el indio.

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Por aquel tiempo, aún estaban vivos los recuerdos de la guerra de los indios. Había muchos trabajadores de mi papá que habían tomado parte en ella, y les gustaba contar sus aventuras y sus desgracias: “Los ladinos tenían rifles —se quejaban— y no les podíamos llegar con sólo flechas. Les habíamos puesto cerco en Matagalpa, allí no pasaba ni un cusuco; y nos íbamos metiendo en el pueblo, haciendo boquetes en las casas; pero cuando llegaron los ladinos con el cañón, nos barrieron. Ese cañón sí era fiero, nos mataba a tendaladas”. Los cabecillas de los indios fueron perseguidos con saña y pasaron muchos años hasta que se calmaron los ánimos. El arma de los indios era la flecha. Un arco de palo de arco o ébano tierno, como de seis cuartas de largo, y tres flechas principales de vástago de flor de pijibay: la venadera, cuya punta era un cuchillo hecho de un machete viejo, de más de una cuarta de largo, que podía atravesar el codillo de un venado; la puyona, con un clavo de a jeme en la punta, para atravesar animales pequeños y clavarlos en el árbol o en el suelo; y la pajarera, que terminaba en una bola y que servía para cazar pájaros, que caían al ser brutalmente golpeados con la pelota, y como no sangraban, no ensuciaban las plumas. Las flechas eran tan largas como el arco, todas lisas, sin barbejos y se recogían después de cada tiro. La cuerda del arco se hacía del mismo bejuco que servía para la del quijongo.

Las autoridades de las cañadas de los indios o comunidades indígenas son aún las mismas de antaño. El Juez de Mesta nombrado por el Jefe Político del Departamento; el Capitán y el Comisionado, nombrados por el Alcalde de su jurisdicción y los Cantones, electos por ellos mismos. El símbolo o distinción de su cargo es la vara, un bastón liso, con anillos de metal y unas borlas que indican el rango del portador. Una de las pocas costumbres indígenas que aún se han conservado es la entrega de las varas a las nuevas autoridades cada primer día de enero en las cabeceras departamentales. Para ese día, acuden los indios con sus galas domingueras, que ahora son las mismas de cualquier poblano, y las indias pintadas, con zapatos de tacón. Llegan en las camionetas que hacen el servicio de transporte hasta los más remotos rincones; algunos llegan montados. Se acabaron las largas filas de indios que caminaban uno tras otro, con su paso al parecer torpe y sin gracia, pero en realidad liviano, seguro y silencioso. Al indio no se le puede conocer por el ruido de sus pasos.

Muchas comunidades indígenas poseen en Matagalpa una “casa de los indios”, donde ellos posan cuando llegan al pueblo. La nueva pavimentación ha puesto en apuros a muchas cañadas porque tienen que hacer aceras y

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gradas de acceso a sus casas, y les faltan medios.

De nuestros amigos indios, quedan muy pocos. Casi sólo los que viven como colonos en la hacienda que fue de mi papá, y que pertenece ahora a una nieta. Han perdido sus terrenos por triquiñuelas. Nuestros indios se hospedaban en nuestra casa de Matagalpa, para cuyo fin existe un galerón en el patio. Desde el fallecimiento de mi mamá, le toca a mi hermana Meta seguir la tradición. La viejísima Concha y su hija, también anciana, son seguramente las últimas indias que visten aún la manta. Muy raras veces se aparecen en nuestra casa, silenciosas, tímidas; y la expresión cerrada de su cara, sólo se ilumina cuando les hablamos Meta y yo, que somos para ellas el vínculo del pasado con el día de hoy; y con ellas se cerrará el último capítulo de la tradición indígena, que nunca fue explorada para poderla comprender y en cuyos rasgos se encontraban trazos de mucha nobleza, de astucia, de superstición, de encantadora sencillez. Se acabó una raza que no sabía llorar; tampoco sabía reír; pero sí sabía sentir y fue engullida por nuestra civilización engañosa.

los suMos El que fuera Embajador de Alemania en Nicaragua, Barón Goetz von Houwald, nos contó cómo había visitado en un viaje de muchas dificultades un poblado sumo erigido hace unos 40 años por dos religiosos moravos de nacionalidad alemana. Muy interesante su charla; y nosotros admiramos su devoción para ayudar al pueblo más mísero que existe en Nicaragua. El Sr. Embajador conoció a los sumos que viven en un caserío miserable y remoto; pero quizá no conoció a las tribus que aun viven desperdigadas, vagabundeando en la ribera de los grandes ríos.

Les quiero contar cuatro episodios de algunos de mis encuentros con indios sumos.

I

En 1922 andaba yo revisando por cuenta del Banco Nacional unos cortes de madera entre el río Prinzapolca y el Yuaya. Iba bien aprovisionado, el viaje era de varias semanas. Llevaba un baquiano y un indio que decía hablar indio. Una vez, almorzando en un afluente del Prinzapolca pasó un grupo de sumos, tal vez seis adultos y otro tanto de menores. Se dispusieron a hacer su campamento en ese lugar. De nuestro almuerzo nos sobró bastante de una lata de peras que regalamos a los indios. Después seguimos

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nuestro viaje. Habíamos caminado como una hora, cuando nos alcanzó un chamaco sumo con la lata vacía de peras, para devolverla. Me di cuenta de que los pobres sumos no comprendían que nosotros olvidáramos una cosa tan valiosa como esa lata vacía, y el chavalo no se atrevía a volver con ella. Entonces se me ocurrió meter en la lata unas tantas hojas de tabaco seco, que era lo que más apreciaban los indios y en un santiamén desapareció el chamaco contentísimo.

II

En 1925 subió el hule enormemente en precio. La Casa Brockmann me comisionó para ir a ver una plantación de hule blanco que don Federico Uebersezig había sembrado unos veinte y tantos años antes a orillas del río Cuá; y ver, además, si se podía sacar hule de los palos silvestres. Llegué con dificultad a la vieja finca de hule. La selva se había tragado el hule blanco; sólo hallé un montón de piedras que había sido el cocinero. Seguí adelante, pasamos a un lado del monte Quilambé y hallé bastante hule silvestre en unos claros de la selva. Llegamos a unos lugares pantanosos, había una extensión de varios cientos de manzanas donde sólo crecía heliotropo amarillo. Disponíamos hacer nuestro campamento nocturno a la orilla del pantano, cuando nos salieron tres indios sumos, los cuales con muchas señas, mímicas y algunas palabras que parecían españolas, nos dieron a entender que allí dormiríamos, pero no despertaríamos. Entonces me di cuenta de que el heliotropo, sobre todo el amarillo, despide en la noche mucho más aroma que de día, un olor que obra como somnífero. Los indios nos habían avisado el peligro. Nos alejamos lo más posible de aquella perfumada trampa, dando las gracias a los indios con un manojo de hojas de tabaco. Cuando volví a Managua, me dijeron que el precio del hule había bajado y a mí sólo me quedó el recuerdo de un viaje inolvidable a través de las selvas y ríos de Nicaragua.

III

En el año 1922 me tocó pasar los meses más lluviosos en un campamento maderero a orillas del río Negro, afluente del río Mico, supervisando la arriada por el río de las trozas de caoba y maría cortadas en el verano. Para eso contratamos indios sumos, que son los mejores arreadores de trozas en el agua, aunque no sean duchos en el manejo del hacha. Los cortadores fueron indios de Chontales. Como nota curiosa, los indios sumos solo aceptaban el pago en monedas, “bambas” les decían ellos.

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De repente los sumos empezaron a venir al trabajo muy irregularmente. Me dijeron a través del intérprete que padecían de fríos, calores, de sudores. El Dr. Campari famoso médico italiano ya me lo había advertido, y me aconsejó que llevara bastante quinina y me dio la receta y los ingredientes para preparar la “Tigra”, una solución de quinina en ácido clorhídrico y ácido cítrico en agua, el remedio más eficaz conocido entonces contra la malaria. Pero tenía uno que ser muy valiente para tomarla.

Hallé en el campamento tres botellas que llené de “Tigra” y se las mandé a los sumos, diciéndoles que tenían que tomar una cucharada en la mañanita, otra al medio día y otra al acostarse, todos, hombres y mujeres y hasta los niños; pero que a éstos les dieran sólo media cucharada. Les encargué que cuando acabaran las dos primeras botellas, me las trajeran, para llenárselas de nuevo. Hasta les regalé una cuchara. Y para quitarse el gusto amargo de la boca, les aconsejé que comieran trotón o membrillo. Deben haber sido bastantes los indios, porque por lo menos se llevaron diez botellas. A los pocos días empezaron a volver al trabajo y a mí me tildaron de mago.

IV

Un día vinieron unos sumos a invitarme a un casorio. Acepté, lleno de curiosidad. Una tarde me llevaron a su campamento. No se podía llamar caserío, porque eran sólo unos techos de hojas de pacaya arrimadas a árboles a la orilla del río. Ahí estaban reunidos unos treinta hombres, sentados en cuclas en una rueda, mientras que otro tanto de mujeres trajineaban entre tenamastes cociendo guabul, asando carne de monte y pescados, y otras masticaban maíz con jengibre que escupían en una olla. Había unas ollas con la chicha ya a punto, y los hombres sacaban con unos tazones hechos de un fondo de caña de bambú la bebida, para saborear mejor la comida. No había música y casi nadie hablaba. Los chicos se mantenían aparte, mirando, como sólo los indios pueden mirar, sin ninguna expresión en la cara. Yo les había llevado de regalo unos cabeceados de hojas de tabaco, que los hombres se repartieron hermanablemente.

Pregunté con disimulo quién era el novio y me señalaron a un buen mozo y también a la novia que estaba entre las demás mujeres. Todos los hombres usaban pantalón, algunos también cotona y las mujeres llevaban una manta que las cubría desde los pechos hasta las rodillas. Todos los chamacos estaban desnuditos.

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Antes de anochecer se levantó un indio viejón, buscó un tizón bien prendido, se armó de un chilillo de cuero de danto, y llamó a la novia, quien se acercó sumisa hasta parar se en medio de la rueda de hombres. El viejo de un tirón le arrancó la manta, dejándola sólo con un taparrabito; le dio el tizón, le dijo algo y le propinó dos tremendos chilillazos en la espalda. Lo que le dijo, lo supe después: que fuera a encenderle el fuego a su hombre, quien se haría cargo de ella.

El novio se levantó y caminó río abajo. La indita lo siguió con sólo el tizón prendido en la mano y los dos se perdieron en el monte. Apenas oscureció, se acostaron todos en el suelo, debajo de los techos, cubriéndose con unas mantas hechas de cáscara machacada de majagua. Yo había llevado mi hamaca para dormir. En la madrugada se fueron los sumos.

Al otro día, al volver a mi campamento, pasamos por donde se había reunido otra vez la indiada. Todo continuaba lo mismo: los hombres comiendo y bebiendo, las mujeres mascando maíz con jengibre, asando carne y pescados y machacando guabul. Me fijé en la novia, que trajineaba con las demás mujeres. Tenía puesta una manta nueva, pero no se le veían sólo los dos chilillazos que le dio su Tata, sino muchos más, con los cuales la había honrado su marido.

Les aseguro que yo no probé la chicha, aunque muchos conocedores dicen que es riquísima.

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Ciudades y pueblos

Ciudades y pueblos de Nicaragua son descritos con amor y humor, se presentan Managua, Matagalpa, Niquinohomo.

MaNagua, los puEstos, El MErCaDo saN MIguEl y las DIrECCIoNEsMuchas veces he expresado mi admiración hacia ese pueblo de Managua con su carácter tan indefinible. Apegado a sus costumbres, cambia sus entusiasmos con tanta facilidad como cambiaría su camisa, pero nada ni nadie podría obligarlo a querer determinada cosa si no le da la gana. Curioso, novelero, decidido, cuando no le cuesta, reservado e indiferente cuando hay que pagar, valiente hasta ver asomar el peligro, prudente para esperar que pase el apuro, siempre listo a dar o aceptar una broma, buen amigo y mal enemigo. Digo mal enemigo en el sentido literal de la palabra: no sabe quedar mucho tiempo enemigo. No se amuina ante la desgracia; indolente ante deficiencias que prefiere aguantar antes de bregar para eliminarlas. Pero ¿existe realmente el managua? Muchos se dicen managuas autóctonos y lo pregonan con mucho orgullo; pero si ahondamos en su linaje, tendrán que confesar que la abuela, la mamá era de León, de Granada, de Masaya, de Chinandega… Y la gente de leva siente tanto orgullo de su origen como la de camisa, aunque ahora casi todos usamos la democrática camisa manga corta.

En cada managua encontramos algo del granadino fachento, del leonés agarrado, del masaya aprovechado, del jinotegano arisco, del chinandegano jactancioso, del matagalpino burlón, del chontaleño crédulo, del segoviano desconfiado, del puebleño decidido y hasta del rivense que es o no es ni nica ni tico. Todo ese conjunto, esa mescolanza, hace al managua, ese tipo capaz de avivar a un tonto y de engatusar al más vivo.

Luchó casi hasta el último sacrificio para conservar el asqueroso Mercado de San Miguel, porque eso era como un rescoldo de su ambiente en el mero centro de la ciudad, donde él se sentía a gusto y desde donde podía desafiar al rico, que vivía en casonas de cemento armado, llenas de comodidades y de lujos, mientras él tenía que acomodarse en las cuarterías, las viviendas típicas de Managua, donde reside quizás la mitad de su población.

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Es asombroso dónde están ubicadas las cuarterías. No hay un barrio, ni los más céntricos, donde no estén escondidas. Muy pocas veces son reconocibles desde la calle, entonces ya no se llaman cuarterías, sino colonias, aunque la fachada de unas pocas puertas a la calle sólo tapen la miseria que queda por detrás. Solares interiores, traspatios, dependencias en desuso de antiguas casas señoriales se han convertido en cuarterías. Un techo que cubra el sol y que proteja malamente de la lluvia, unos tabiques de madera para dividir los recintos, un excusado, o un inodoro en indescriptible estado, un techito para fogones, una paja de agua y un lavadero. Cuanto más compartimientos resulten, tanto más alto el rendimiento. La salida a la calle es un zaguancito inapreciable, un hueco entre dos casas. Entre los moradores de cada cuartería existe un convenio o reglamento tácito para el uso de las escasas facilidades sanitarias. A veces se mantiene una puerta del consabido lugarcito con candado y hay que pagar algo más en el arriendo por el privilegio de conseguir la llavecita donde la encargada. En todo lo humano y hasta en lo inhumano hay categorías. También las cuarterías tienen escalones. Las hay de piso de cemento, con fogón o cocinero particular, con paredes de mampostería en vez de tabiques, con mayor número de inodoros y lavaderos; y, naturalmente, la categoría se caracteriza también en el precio. Muchos dueños de cuarterías sacan el máximo jugo de sus inversiones, cobrando personalmente los alquileres semanales. Otros más cómodos delegan este penoso trabajo a subarrendatarios y otros de posición encumbrada usan los servicios de cobradores especializados en este ramo.

Se puede decir que la indigencia de la vivienda está en proporción inversa al número de sus ocupantes. Entre más menesterosos y desamparados, más se cobijan bajo el humilde techo. No se sabe cómo alcanzan en tan reducido lugar, no hay suficientes camastros o tapescos para todos, así que forzosamente han de dormir muchos sobre el puro suelo — sobre la tierra de Dios. Toda la familia se apiña ahí: padres, abuelos, hermanos, cuñados, entenados y, sobre todo, niños, muchos niños. Son tan fecundas las madres y “empiezan” tan temprano, que las más de las veces hay nietos mayores que los últimos retoños. Frente a mi casa hay una cuartería que se distingue por su amplísimo patio, en cuyo mero centro se levanta una casita donde todos los inquilinos acuden con forzosa regularidad. Muchas veces se ha caído parte de los cuartuchos, la casetilla ha sucumbido varias veces al embate del tiempo, pero cada vez han sido reconstruidos con los materiales más

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baratos. Antes del terremoto del 31 había ahí una venta de agua. El gran sismo rompió el tubo y el servicio no se reanudó. A la cuadra hay otra venta de agua, donde se abastecen todas las cuarterías del barrio. Hasta hay unos aprovechados que ganan halando agua para el vecindario. Cuando llueve, los chorros del techo brindan agua abundante para lavar, para bañarse y en el cauce chapalotea la chiquillada revolcándose regocijada en el limo. Casi todos los que viven en esa cuartería han nacido ahí; son unas tantas familias autóctonas del Barrio de La Veloz: los Araica, Villachica, Antón, Rodríguez, Galeano, Carmona, Membreño. Pero si alguien preguntara por ellos con esos nombres, no les sabrían dar razón, a menos que pregunten por los Chachalaca, los Chonela, los Culones, los Penpén. Son gentes que saben gustar de la vida a su modo. En los días de los Luises, Juanas, Manuelas, Antonios, las roconolas chillan a todo volumen los más nuevos swings y twists sin otra interrupción que el tiempo necesario para el cambio del disco. El compuesto se reparte con parquedad para que alcance. Sobran las cantinas donde los varones pueden ir a echarse un trago de hombre; y sobran los fachentos que hacen alarde del crédito que les otorga la cantina para invitar. Para la Purísima, por lo menos tres altares se levantan en el enorme patio, adornados humildemente con mucho cariño, y no faltan los cohetes, cachinflines, bombas; y siempre hay convite, aunque sea una sencilla rajita de caña dulce; La Purísima se celebra en Managua ya sólo en los barrios pobres.

No se puede afirmar que al pueblo de Managua le gusta vivir en esos amontonamientos. Vive añorando el ranchito en algún lugar remoto, donde pasó su niñez; tal vez tan apretujado como ahora, sufriendo la misma escasez de agua; pero el rancho era de su tata y nadie cobraba alquiler. Por eso anhela tener su propia casa, aunque sea el más enclenque bajareque. Atisba por doquier dónde hay lugares desocupados y si encuentra un predio vacío, como olvidado, puede que en una noche se levante todo un barrio ahí. Todo le sirve como material de construcción; pero seguramente nada de eso lo habrá adquirido comprado. Acaso unas tantas varas de mangle torcidas y rajadas que el dueño de un depósito de maderas se las cedió casi por la llevada. Usa cajones vacíos de embalaje que le proporcionan al mismo tiempo los indispensables clavos, bolsas de insecticidas o de abonos vacías, latas viejas, tejas de barro desportilladas, cajas de cartón que saca del basurero, papel impermeable descartado, palos de escoba, zacate. Las bolsas de cemento vacías son ya un material demasiado valioso para esas construcciones, pues esa es la base de la floreciente industria de bolsas de

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empaque que se suministran hasta con argolla para agarradera. El dueño del terreno ocupado, cuando pretenda reclamar sus derechos, se encontrará denunciado en los periódicos como un ser desalmado, sin entrañas, que le quita al pobre el mísero techo que cubre el humilde lecho de sus hijitos. Las quejas hallan siempre amplia acogida en los periódicos.

El antiguo Malecón, orgullo y capricho del veterano “alcalde” somocista Andrés Murillo, que se inundó en la última creciente del Lago, llegando el agua hasta las propias narices del busto del “general” con el cual se había consagrado él mismo su obra, ha sido invadido por un sinnúmero de covachas, chozas, bajareques, no sé si con el beneplácito de la autoridad o sin él. Para que desaparezca esta invasión de ahí, sólo habría que esperar la próxima subida de las aguas del Lago; pero desalojar a los que se han apoderado de los solares de la antigua Quinta Nina sería mucho más difícil. Mientras tanto, Managua puede jactarse de poseer los slums más improvisados, más inverosímiles, más lastimeros.

Este mismo afán del pueblo por tener casa propia, hace que Managua crezca inconteniblemente en todas direcciones. Hay barrios donde la Oficina de Urbanismo sólo permite que se construyan hermosas quintas rodeadas de jardines. A veces los dueños de estos repartos reniegan de esa disposición que los obliga a vender lotes grandes que sólo pueden ser adquiridos por gente de recursos. Donde se permiten solares de doscientas varas, que se pueden edificar como a uno le dé la cobija, la tierra se vende como pan caliente y las viviendas o lo que se erige como vivienda, surgen como los hongos en tiempo de lluvia. Pero mirando con atención, se ve que en el barullo hay propósito e intención. Los ingenieros del Urbanismo no descuidan detalle. Si el dueño empieza por levantar primero las dependencias interiores, después una mediagüita que formará parte de la casa para acomodarse, los buenos muchachos del Urbanismo dan de corazón el aprobado. Ya sin la rémora del alquiler, el dueño puede ir ensanchando la construcción, hasta que un día llegue a la pieza a la calle. Que no tenga aún piso, ni cielo raso, ni esté pintada, son detalles que no aminoran su alegría y satisfacción. Y se sentirá tan orgulloso e invitará a sus amigos a celebrar la calentada como lo hace el potentado cuando el arquitecto le entrega la llave de la mansión de muchos miles de córdobas, que estrenará en el barrio de Los Robles o de Bolonia. Hay que admitir que estos palacios compiten con lo mejorcito de Beverly-Hills.

El pueblo de Managua tiene una cualidad muy digna de encomio, que lo distingue de otros; y esta cualidad es su preferencia por los árboles. Es

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amigo de ellos, aunque a veces algunos piensen que los amigos están para hacer favores, y no tiene escrúpulos en pedir prestado a un hermoso guanacaste o genízaro un buen tajo de cáscara, porque el curandero le recetó un emplasto de cáscara molida. No le pasa por la mollera que el árbol queda condenado a sufrir la carcoma que le entrará por la herida.

Hernán Robleto, cuando fue alcalde de Managua quiso arborizar las principales calles de su tiempo: la Avenida Roosevelt, que se llamaba entonces la del Campo Marte; la Bolívar, la Calle Colón, la del Triunfo, la de Candelaria. Aun se conservan unos tantos maltrechos veteranos de esa época. La enorme ceiba que quedó en medio de la calle que pasa detrás de donde estuvo el Seguro Social es otra buena prueba del respeto rendido a los árboles. Lástima que los pegadores de afiches de propaganda consideren a los árboles más vistosos como los mejores lugares para colocar sus rótulos y profanen el regio aspecto. Debieran tener presente que los árboles son del público y que ellos no tienen derecho alguno de ensuciarlos para sus fines comerciales.

Con enorme pesar vimos caer la hermosa alameda de Los Manguitos. El sacrificio de esos históricos testigos del viejo Managua fue realmente un asesinato que se cometió para dar lugar a la instalación de la iluminación de la nueva calle doble. Bien hubieran quedado los hermosos mangos entre las cunetas de las dos vías. Los postes de la luz se pusieron en pocas horas, los mangos tenían más de un siglo. Estamos pendientes de la suerte del hermosísimo guanacaste que queda en el puesto de policía a la salida de la Carretera Norte. Bien vale la pena desviar la cuneta unos tantos centímetros para preservar esta reliquia.

Cada lugar tiene su árbol propio, uno que nace más espontáneamente allí, se pudiera decir el árbol lugareño. En Granada es indiscutiblemente el tamarindo, como en Rivas el mango; en Masaya el palo de gato, en Masatepe la anona, en Matagalpa el guacho, en Chinandega el tigüilote, en León el níspero, en Jinotega el espino blanco, en Mateare el cortez. En Managua con orgullo podemos decir que nuestro árbol es el espino negro. Donde quiera lo encontramos, un árbol siempre verde, de bizarro tronco, cuyas ramas de caprichoso crecimiento y finas hojas señalan siempre al cielo. Su airoso aspecto, unido a la dureza de su madera, lo califican como el símbolo del pueblo de Managua, ese pueblo constante que no abandona su terruño a pesar de aluviones, incendios o terremotos. Todo en él se le parece, fuerte, flexible, tenaz, aunque su madera no sirva para construcciones, su leña

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quema con la llama más caliente de todas las leñas; y al fin y al cabo el calor es la fuerza de la que se derivan todas las energías que mueven al mundo.

Caso curioso es la preferencia que dieron los militares al escoger al quelite como el árbol de sus colonias somocistas en La Loma y en La Aviación. El quelite es el prendedizo más pegajoso que tenemos, cualquier rama que caiga en contacto con la tierra es capaz de retoñar; pero no es capaz de crecer encima de los demás árboles.

A nosotros nos gusta ir con la moda, y aceptamos con entusiasmo todo lo que venga de afuera. Cuando se hizo el parque de Santa Lastenia, ahora Las Piedrecitas, se sembró en el redondel principal un árbol nuevo, desconocido en Nicaragua. Se le llamó laurel de la India. Y para la celebración del centenario de nuestra Independencia se sembró otro de estos exóticos en el Parque Infantil. Fue como poner a un forastero a guardar el recuerdo de nuestro magno acontecimiento para nuestras futuras generaciones. Los Ficus de la India se desarrollaron rápidamente; y el entusiasmo por estos pesados ejemplares, de tupido y obscuro follaje, dignos símbolos tal vez de la impenetrable filosofía hindú, se propagó. Sirvieron para la alameda en la Calle al Cementerio, se sembraron en todas las calles y parques; y los particulares pagaban a buen precio las estacas para adornar sus jardines y predios. Nunca pude entender esa preferencia. ¿Que tiene el laurel de la India más o mejor que tantos de nuestros imponderables árboles? Su aspecto sombrío y adusto asusta hasta a los pájaros. Nunca harán su nido en el laberinto espeso y lóbrego de su ramaje, donde hallan escondrijo zorros y comadrejas. Además, el Laurel indio no correspondió a las esperanzas que se fundaron en él. El que debía ser señal eterna de nuestra Libertad, murió antes de haber alcanzado un cuarto de siglo. Se dijo que lo mató un rayo. Pobre excusa. Murió víctima de una polilla. El primer laurel sembrado en el Parque de las Piedrecitas se hizo enorme, no tanto en altura como en lo ancho, y se desgajó por no poder soportar el peso del agua que mojaba sus hojas durante una lluvia, aumentada por la presión de uno de nuestros comunes ventarrones. Cada tormenta de viento causa el fin de algunos de estos pesados y enclenques colosos. Muy pocos habrán alcanzado la edad de Cristo. En cambio, los chilamates de la magnífica alameda que adorna la carretera a Las Piedrecitas celebrarán aún en mayor lozanía los venideros Centenarios de nuestras Fiestas Patrias.

Para qué recurrir a lo exótico, cuando aquí tenemos tesoros que nos envidian otros pueblos; que crecen tan rápido como el laurel, y que estamos seguros vivirán siglos y siglos: el mango, el chilamate, el mamón,

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el tamarindo, el roble, el guanacaste, el genízaro, el gavilán, el gualiqueme, el cedro, el pochote. Y si los queremos de menor talla: el cortez, el sardinillo, el acetuno o talchocote, el jocote. O podemos recurrir a los que ya tienen carta de nacionalidad entre nosotros, como el almendro, el malinche, el ilán-ilán, la cañafístula y el imponderable árbol de pan.

Algunos de nuestros más hermosos árboles no serán escogidos por su lento crecimiento, aunque llegarían a ser el orgullo de nuestras más lejanas futuras generaciones, como el guayacán, el ronrón, el tempisque, la mora, el níspero silvestre.

Al lado de la carretera a Casa Colorada, en la parte más alta del pie de la Y griega a León se yergue soberbio un tempisque, el cual seguramente ya había echado sus raíces cuando llegaron los españoles. Sobre la acera, a unas dos cuadras arriba del Redentor se alza un lindo guayacán, cuyo tronco no será más grueso que el talle de Miss Universo, pero que nació antes de que Managua fuera erigida en municipio. Un hermoso árbol de caoba o cóbano enfrente de la gasolinera del Gobierno indica que antes hubo ahí un bosque. En el parque de Las Piedrecitas existen tres venerables reliquias que como tales nos deben ser sagradas. Una de las más hermosas ceibas que se conocen guarda la entrada; un chilamate de proporciones gigantescas, en medio de sus hermanos de sorprendente tamaño, desafía a su lado tiempo y tormentas; y un guanacaste poderoso, forman el triunvirato. Al contemplarlos comprendemos por qué nuestros antepasados adoraban a los árboles como deidades, o por lo menos hacían el culto a sus dioses bajo el amparo de las más hermosas creaciones del Ser Supremo.

la CIuDaD DE los puEstosPocas palabras tienen tantas definiciones en el Diccionario como la palabra “puesto”. No es sólo el participio pasado del verbo poner, sino que significa también lugar, asiento, sitio, paraje, lado, campo, ubicación, pista, localidad, terreno, punto, trabajadero, situación, sede, casilla, espacio, plaza, colocación, oficina, empleo, centinela, ocupación. Nuestros académicos seguro que encontrarán muchos sinónimos más. Nuestra hermosa capital tiene naturalmente materia y capacidad para que cada una de estas clasificaciones y más que sean, estén debidamente representadas, ocupadas o ejercidas hasta en sus diferentes y correspondientes graduaciones.

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Cuando nos acercamos a Managua, por cualquiera de las hermosas carreteras pavimentadas, nos topamos con el primer puesto: el puesto de la policía de tránsito. Ahora podemos pasar delante de esos puestos, sin siquiera apagar las luces durante la noche. Pero ha habido épocas durante las cuales uno se acercaba a estos lugares con el corazón oprimido, no porque la conciencia nos acusara de algo o que estuviéramos metidos en algún embrollo, sino por el atraso que la parada forzosa significaba y también porque los señores responsables de la vigilancia eran tan incalculables...Tanto podía suceder que dieran el pase con un amable ademán antes de parar el carro completamente, como hasta después de severo escrutinio de la licencia o que se nos invitara a apearnos y abrir todos los motetes y paquetes o a esperar a un lado de la carretera hasta que venga de más arriba el vía libre; y hasta tener que desaparecer de la circulación por algún tiempo, hasta que se averiguaba que con nosotros no se podía averiguar nada, porque no había nada que averiguar. Los buses y camiones tenían siempre que reportar con la listita y la platita lista en mano, porque aquí había otros puestos adjuntos, como el del cobrador del Distrito Nacional.

Los otros puestos de policía o las secciones, no gozaban de tan temerosa popularidad, y los guardias que se aburrían en las esquinas, y otros puntos estratégicos, estaban también en sus puestos; pero esto sólo tocaba a la alta-estrategia militar. Y cuidado con pasar por la Iglesia del Carmen sin ostentar la calcomanía del último revisado en el vidrio delantero del carro; allí estaba el puesto para pescar a los remisos, y que lo mandaba a uno al puesto de revisado, a pagar los cordobitas del caso.

Mucho más populares son los puestos de comida, de tan enorme importancia para el sustento de nuestra clase trabajadora. Había puestos famosos, como el que se encontraba en la Calle Colón, en la esquina del Sonny Boy. Con sólo pasar en carro por allí, se le venía a uno el rico olorcillo de las costillas de chancho fritas, y si se acercaba más, se le hacía agua la boca a la vista de las sabrosas tajadas de verde bien tostaditas, las suculentas tajadas de maduro, las costillitas calientes, escurriendo manteca, la gallina en guiso, deliciosa, queso frito, tortillas de rey, guiso de chayote o de pipián, arroz reventado, frijolitos que parecen cajeta, carne enchorizada, ensalada con bastante tomate, repollo, chilito y yuca, buñuelos en miel gorda. Había para todos los gustos y bolsillos. Las señoras de copete que tenían franqueza de arrimarse a comprar personalmente el antojo, eran recibidas complacidas

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por los parroquianos que siempre rondan la esquina, porque les halagaba que la “gente bien” compartiera su humilde comida. Las que mandaban a la sirvienta a comprar, debieron oír los comentarios: “Claro, ¡viven como ricos y comen como pobres!” Había muchos puestos de comida callejeros, desde los que no son más que una humilde hornilla de carbón a los que cuentan con mesas y un verdadero arsenal de ollas y cazuelas. A quien no traía trasto en que llevar la comida, se le servía en la clásica hoja de plátano. Estaban diseminados por todos los barrios, por el Calvario, el Cine Triunfo, el Luciérnaga. Hasta la madrugada se mantenían las fritangueras en sus puestos, ofreciendo sus ricas viandas a una gran parte del pueblo.

Más humildes son los puestos de batea, y aun aquí hay categorías: los de batea chineada y los de batea de tijera. Venden pan, dulces, cajetas, roscas bañadas, leche de burra, confites, pan de rosa, manjar, cigarrillos, fósforos, naranjas peladas, guineos y otras frutas. Muy en boga han estado las manzanas celeques de Guatemala y las granadillas salvadoreñas. Se plantan en la entrada de los cines, del correo, del Palacio, de los Bancos, en los puntos de parada de los buses. Debemos aclarar: los buses tenían puesto de parada, y el puesto lo tenía el despachador de buses, que dejaba salir un bus cada tantos minutos, el que arrancaba remolón si iba vacío, y precipitadamente si iban llenos. Con qué paciencia esperan las vendedoras a los compradores. Con movimientos maquinales espantan las moscas, que inmediatamente vuelven a la carga. A veces tapan los dulces y panes con un trapito, el cual probablemente ocupan también para hacer el rollo de la cabeza para llevar la batea. Algunas comerciantas más avispadas, cubren la batea con un marquito de tela de alambre, tomando en cuenta que muchos clientes se sienten tentados ante el sabroso aspecto de la mercancía, pero dudan ante el pensamiento de que las moscas han podido depositar allí todos los efluvios del basurero.

Los puestos de fresco son otra notable institución de la vida callejera de Managua. La aristocracia de las fresqueras usa la clásica casetilla de fresquería, un cajón grande, cuya superficie es una mesa rodeada de estantitos y cubierta por un techito. En los estantes se exhibían y guardaban las botellas de chibola, las de sirope para el raspado y los vasos. Un cajón más o menos dotado de aislamiento sirve para mantener el hielo; y el equipo consiste además en un cuchillo, una lata para guardar el agua de lavar los vasos, el raspador de hielo, cucharitas, un cernidor y el ingrediente más indispensable: la botella de esencia de vainilla, tan importante para

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todo fresco como el azúcar. Si uno pide un refresco sin vainilla, la fresquera seguramente señalará con la cabeza que ha oído, pero sus manos se mueven automáticamente y antes de que uno o ella se percate, ya le echó el churrete de vainilla en el vaso. Al reclamarle, dirá indignada que ella hace así los refrescos y que todo el mundo, hasta el señor gerente de tal o cual oficina lo toma así, porque ella se lo manda todos los días, en la mañana y en la tarde. Más humildes son las que se valen de dos o tres ollas para su negocio. En una olla llevan los vasos sumergidos en un agua de muy dudosa limpieza, sobre todo cuando ya ha tenido prolongado servicio lavando vasos, y en las otras la chicha o la cebada. El hielo se lo echan de una vez a la olla del refresco.

El que tiene fantasía inventa un puesto callejero. Unos avispados zapateros han abierto sus talleres en las aceras; y hasta tienen máquina para coser zapatos. Son a veces muy oportunos, porque le pegan la suela al zapato, mientras el dueño hace piche al lado. Otros hacen competencia a reconocidos libreros con sus puestos de revistas y libros. También los sastres veteranos tienen que aguantar la rivalidad de un puesto de corbatas que se estableció en su acera. Saca de apuros cuando hay que acudir a un entierro y falta la corbata negra. En vez de gastar muchos córdobas donde uno de aquellos, se consigue allí por mucho menos. Que no dilate, no perjudica mucho, ya que la corbata negra es un requisito de pocas oportunidades. Los puestos de periódico son otra institución citadina. Uno muy importante existió en la esquina de Argeñal. Siempre en la noche había algún atraso cuando los carros se paraban allí porque el dueño iba a comprar el periódico, ya que el puesto, como los drive-in, prestaba servicio al carro. Y el cieguito que tenía su puesto frente al Teatro González era notable porque conocía al tacto no sólo las monedas, sino también los billetes. Algunos lustres se elevan en rango y dejan de ser ambulantes para establecer un puesto de lustrar, que se distingue por el alto taburete donde se sientan los parroquianos. Existió en nuestra capital una extraña oficina callejera, muy útil e indispensable a pesar del famoso Banco Central, que construyó un edificio de quien sabe cuántos pisos. Cada oficinista es su propio gerente, y el local se extendía por las cuatro esquinas de Carlos Cardenal y del Banco de América. Era el puesto de los coyotes.

Muy codiciados entre los componentes del gremio, son ciertos lucrativos puestos de mendicidad, en la vecindad de taquillas, a la salida de los restaurantes. ¿A quién no se le apechuga el corazón cuando sale con el

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estómago lleno de un buen restaurante y se encuentra con una haraposa chiquitina que le pide con un dejito que le parece desgarrador: me da un pesito? Por si salen más comensales al mismo tiempo, se aparecen más chiquillos que los persiguen pidiendo el pesito. Y un poco apartado está el patrón o la patrona de la cuadrilla, observando que ningún chico pase por alto a algún posible donador y menos aún, que se largue sin entregar el producto de la recaudación. Y la pedigüeña que logró conseguir alquilado o prestada alguna criatura fenómeno tiene el éxito asegurado. Hasta ha habido pleitos por el derecho de posesión de una de esas patéticas figuras aunque tal vez, no sería posible ventilarlos en los Tribunales de Justicia. Es de notar que todos estos chamacos mendigos usan el mismo retintín estereotipado y que la cuota atribuida invariablemente antes era un realito, ahora un pesito. La mendicidad es un negocio, y del lugar del puesto depende mucho el éxito. Los verdaderos pobres son dignos de lástima ya que por vergüenza o por timidez no saben pedir.

Managua es una ciudad de rótulos. Cambiamos la calidad por la cantidad. Los rótulos luminosos no pagan impuesto, los pintados sí. Por eso el que puede le pone aunque sea una lamparita al suyo. Eso hace difícil encontrar en la noche los anuncios de los puestos de leche, esas tablitas amarillas de La Salud o las blancas de La Perfecta.

En relación a los puestos de venta, El Dorado han sido los mercados. El que vende algo allí, sea desde un tramo de una pieza o desde un estante plegadizo, o desde unas bateas y canastos en el suelo, paga por su puesto a quien corresponde. Para Noche Buena aumentan los puestos como los hongos en tiempo lluvioso. En el Mercado Central, invadían todas las calles con sus casuchas de cajones que ofrecían juguetes y chucherías que podían alegrar la Navidad de grandes y chicos. En las esquinas nacían los bosques de árboles de Navidad, hechos de alambre y cabulla, o de arbustos pelados, forrados de algodón; se colmaban los canastos de manzanas y uvas.

El MErCaDo saN MIguElEn el centro de nuestra capital, de nuestra orgullosa urbe, yace y palpita el corazón del viejo pueblo de Managua: el Mercado San Miguel. Por todas las vías, caminos, carreteras y calles, se nutre la inmensa conglomeración de la humilde gente del campo y de la ciudad hacia el mercado, como la sangre roja que corre por las venas de un cuerpo vivo hacia el corazón.

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Allí rebulle la esencia del pueblo de Managua, de ese pueblo bullicioso, atrevido, porfiado, desconfiado, astuto, alegre, pleitisto, supersticioso, creyente; y tantas veces engañado. Es el ambiente del viejo diario La Noticia, donde nacieron Panchito y La Rana, bajo la tutela de los patriarcas Juan Ramón y Horacio Pérez.

Qué opiniones más contradictorias resultarían si se pusiera en el tapete de un foro general el caso del Mercado San Miguel. Dirán los perfeccionistas: Era inaudito mantener en el mero centro de la capital semejante porquería; era una vergüenza que existiera aún esa lacra. Los arquitectos soñaban con los elegantes edificios que se podían levantar allí. Los dirigentes del tránsito pensaban en la magnífica oportunidad para descongestionar la intolerable presión en las comunicaciones, al aliviar el problema del estacionamiento con un magnífico parque, que despejara las calles. Las compañías de seguros hubiesen respirado aliviadas, al desaparecer ese peligro latente de incendios y podrían bajar las primas. ¿Quiénes más estaban en contra? La policía, tal vez, que no podía controlar semejante abigarramiento. El Distrito Nacional quizás opinaba que podía mejorarse el aspecto de la ciudad; pero también calculaba que obtenía magníficas entradas sin inversión alguna, así como estaban las cosas. ¿Quiénes estaban a favor? Todo el pueblo, unánimemente: era su ambiente a lo que estaba acostumbrado, era la tradición que se imponía. Los comerciantes del contorno estaban satisfechos: en la aglomeración venían los clientes. Y también los cientos, tal vez, miles de verduleras, vivanderas, fresqueras, floristas, pulperas, fritangueras, corredores, comisionistas, carretoneros, buhoneros, coyotes, vendedores ambulantes, gandules, pelagatos, cocineras, sirvientas.

En el Mercado San Miguel había dos bandos que se adversaban amargamente, pero olvidaban todo rencor cuando se trataba de defender sus intereses. Presentaban un solo frente unido, y el Distrito Nacional, la Policía, el Congreso y hasta el Presidente tuvieron que ceder ante la ola embravecida de las mercaderas unidas, cuando se ponía en peligro la existencia del Mercado San Miguel. Eran las de “adentro” y las de “afuera”. Las de “adentro” ya no podían aumentar su número. Era prácticamente imposible que alcanzaran más adentro del recinto interior. En cambio, las de “afuera”, se multiplicaban y crecían. Era como una enorme mata de ayote, que exuberante se extendía, devorando las aceras, las calles, cuadras arriba y cuadras hacia el lago. Se habían posesionado del campo con sus

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canastos, cajones y motetes. Pobre del incauto chofer que se desviaba por esas calles. Tenía que abrirse paso con infinito cuidado, apartando a la gente y aguantando las airadas y picantes protestas, que partían del congestionamiento. Sólo los carretoneros, camioneros y taxis mercaderos podían meterse en el laberinto, sin levantar resentimientos.

¿Qué tenía de atractivo el Mercado San Miguel? Pues, sencillamente, que allí se podía comprar todo, absolutamente todo lo que el público humilde puede comprar. Víveres de toda clase: maíz blanco, maíz negrito, frijoles negros, bayos, colorados, cumiches, arroz castilla, rexora, millón, cacao, maní, café, dulce, azúcar, papas, semillas de jícaro, queso, manteca, mantecas de todos los animales, cera, trementina, liquidámbar, cebo, jabones, aceites de comer, de castor, de almendra, de coyol, aceite eléctrico, de peinar, latas, candelas, trastos de barro, enlozados, sillas, planchadores, mecates, gruperas, albardas, monturas, espuelas, piales, chuzos, canastos, raíz de grama, pelo de maíz, hoja chigüe, manzanilla, chía, chonetes, ojos de buey, zapatos, vestidos, verduras, frutas, flores, en fin, de todo lo que se pueda necesitar. ¿Que alguien quiere comprar un buen bus, una casa, un tractor, una finca? Sólo tiene que mencionarlo, y pronto tendrá tras de sí a unos tantos comisionistas ofreciéndole lo deseado.

¿Que no quiere comprar, sino vender? Los mismos coyotes comisionistas se encargan de hacer la propaganda, aunque era tan difícil vender en los tiempos que corrían, no había plata, o la tenían escondida; pero en fin, se hacía lo posible. En el Mercado San Miguel no se podía vender. Pobre el incauto finquerito que creía que porque llevaba unos pipianes hermosísimos, o unas papayas gigantes, o naranjas, o gallinas gordas, ya se podía poner a venderlas en el mercado. No lo dejaban las viejas marchantas ni arrimarse, se le pedía la licencia; las marchantas no compran, están llenas, no hay ventas. Podía pasar todo el día rondando, hasta que, tal vez, al fin, un comerciante condescendiente, le tomaba la mercadería a mitad de precio, sólo por hacerle el favor. Si se hubiera quedado en su finquita, hasta allá hubieran llegado a buscarlo las mismas marchantas, y aunque ellas le hubieran impuesto el precio, hubiera sido mejor que el que le dieron en el mercado. Lo que tenía que hacer el finquero era buscar marchantes antes de traer sus productos; si no, mejor vender a los corredores que esperaban la llegada de los finqueros en la entrada de la ciudad.

¿De dónde venían y dónde se proveían las verduleras y marchantas del Mercado? Era una organización familiar o de comadres. Eran vecinos de

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Los Altos, de Ticuantepe, Masaya, Niquinohomo; de Granada, Diriomo; de Ochomogo, de Darío, de todas partes de Nicaragua. Mientras unas estaban vendiendo y guardando los puestos en la calle del mercado, por los cuales han pagado un canon, otras andan recorriendo las fincas, huertas, solares de su comarca, comprando. Conocen quién tiene palos de naranjas o mangos con fruta en sazón, quién tiene enramadas de granadilla, quién ha sembrado repollos, pipianes, tomates. Cada cual tiene su región, y procuran guardar buenas relaciones con los marchantes. En Managua, alquilan una piezucha en una cuartería para pasar la noche y guardar sus chucherías y enseres. En grandes canastos y cajones, cargan sus compras sobre la cabeza hasta la próxima estación de ferrocarril o hasta la próxima parada de buses. Si el monto de la compra amerita, consiguen que la güicha llegue a cargar hasta donde se encuentra. Otras ya se han elevado en el ambiente, ya son comerciantas. Algunas de ellas hasta son dueñas de camiones. Traen guineos desde Jalapa, naranjas desde Santo Tomás, repollos y remolachas desde el Arenal, mangos y sandías desde Rivas, cebollas desde Sébaco y Esquipulas, papas desde Jinotega y el Tuma, “graifrus” desde Yasica. Y en el tiempo de los mamones, llevan camionadas de estas sabrosas frutillas hasta El Salvador. Pero por lo general, todas las noches, hasta la madrugada venden sus adquisiciones en el Mercado Oriental a las vivanderas del Mercado.

Tienen gusto las verduleras para exhibir sus mercancías. Qué lindo preparan las pirámides de tomates igualitos, todos del mismo tamaño y del mismo color, sobre una tablita entre dos canastos. Lucen frescos y apetitosos los pipianes, los chayotes, los repollos, las naranjas, los marañones, las piñas, los mamones y en fin todo lo bueno y sabroso que crece en Nicaragua. Grandes manojos de lirios, de margaritas, de gladiolos en todo color; jalacates, nardos, rosas, narcisos, reseda, velillo, corozo, claveles, ponen la nota alegre. Que casi todo sea depositado en el suelo, es natural. El suelo es tierra de Dios y todo crece en el suelo, hasta los niños. Allí están las fresqueras con las grandes ollas de chicha de maíz, chicha de piña, horchata, fresco de cebada. Es milagroso cómo lavan los vasos en una mínima cantidad de agua, que guardan en una lata. Para el que ya no le alcanza, están las vendedoras de agua helada. ¡Hasta el agua se vende! Adentro trajinan las vendedoras de comida. En hornillos de carbón, sobre clásicos tenamastes hacen sus fritangas. Riquísimas tajadas de maduro, de verde; costillitas de chancho fritas, gallinas guisadas, carne enchorizada, frijolitos de rechupete, arroz reventado, guisos de pipián, de chayote, sopa; chorizo con huevo, carne asada, bajo, pescado, buñuelos, tortillas que

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se mantienen calientitas envueltas, pinolillo, café, chibolas. Y para quien tenga caprichitos, en alguna parte hay cusuco, venado, huevos de paslama, conchas, iguana; y por supuesto, nacatamales, mondongo y moronga, todo de exquisito sabor y bien cocinado. La humildad de los trastos, se acentúa con lo opaco de su aspecto, pero ¡hay tan poca agua con qué lavar!

La cultura está respaldada por las librerías de segunda mano, donde se venden novelas, paquines y alguno que otro libro de lectura escolar. Pero el mejor negocio de estos libreros es el cambio de novelas y paquines, recibiendo por el cambio un tanto del valor. Así la existencia nunca merma, y no hay que preocuparse por la renovación. Los vendedores ambulantes andan ofreciendo navajas, llaveros, plumas fuentes, bolígrafos, relojes, pulseras, fajas, cuchillos, que llevan colgados en ristras como chaleco. Y en medio de todo este barullo, criaturas que juegan, que maman, que comen, que duermen bajo bancas, en cajones. Ellos no van a buscar las facilidades sanitarias que existen en forma espeluznante en alguna parte del interior del Mercado, sino que con la misma inocencia y tranquilidad que lo hacen en el patio de la cuartería donde viven con la mamá, alivian en la calle las imprescindibles evacuaciones que impone la naturaleza.

Hay entre la gente del mercado un extraño pero adecuado código del honor. Nunca se hace competencia abierta para vender mucho menos para comprar. Si un cliente pregunta el precio de una cosa a una verdulera, la vecina que tiene lo mismo, no va a entrometerse ofreciendo menos precio, sólo si se le hace a ella la misma pregunta, puede entonces que pida un poquitín más barato. La cocinera de casa grande obtiene una rebaja en sus compras, y por eso hay una diferencia de sueldo al contratar a las cocineras: con la compra o sin la compra. Y si la señora va personalmente al mercado, encontrará que los precios que consigue ella, son casi lo mismo que le daba la cocinera. Las verduleras la reciben con mucho mimo: ¡Vea señora, qué tomates más lindos! Estas chiltomas estarán riquísimas rellenas. Tengo zanahorias traídas fresquitas de Jinotega. Si pide rebaja, seguramente le darán un níquel menos, pero después alcanzará a oír comentarios insultantes y burlones, que produjo su atrevimiento de pedir rebaja: “Estos ricos, que no tienen compasión con el pobre”. Toda una letanía que a ellas les gusta repetir. Y si no compra, porque seguramente andaba buscando otra cosa, los comentarios serán más rudos.

El establecimiento Alma de un Campeón, era el emblema del Mercado San Miguel. Un edificio de dos pisos, que se mantenía enigmáticamente

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en pie. No se podía adivinar su estructura. Estaba forrado con camastros viejos, barandas de cuna, persianas deterioradas, marcos de ventanas resquebrajados, trasladados de quién sabe donde, pedazos de tela metálica, tablas de cajones. Ostentaba en el segundo piso una campana ensarrada, que llevaba pintada en rojo una inscripción: “CENTENARIO”. Sobre lo que aparentaba ser quicio o balcón del segundo piso, unas maceteras con zacate, piñuelas, cactus, esperaban sedientas que la lluvia les prolongase la vida, mientras otras plantas ya habían sucumbido a la sequía. Adentro se distinguían zapatitos de niño, pilas de lámpara eléctrica, chisperos, cajas con tubos de pasta dentífrica, cajas de medicinas, vasos, botellas, artículos de ferretería, candados, cajones y unos colchones de cama cuyos rellenos salían por innumerables agujeros; latas y, sobre todo, polvo, mucho polvo. El dueño dicen que era un tipo pintoresco, que andaba por las calles haciendo equilibrios y maromas en bicicleta. Al caer la tardecita empezaba la evacuación de las calles alrededor del Mercado. La mayor parte de la mercadería era arrastrada a casa. Había que apartar lo que podía quedar para mañana, que tenía todavía buen aspecto; y disponer lo que ya no se podía ofrecer. No se perdía nada. Fritangueras y contratistas de comida en los barrios saben que les llegará material barato, aun servible, tal vez algo marchito, medio magullado, pero la olla y el calor lo componen todo. Los cajones y canastos se amontonan en las aceras, y las calles quedan despejadas.

Los barrenderos del Distrito Nacional, con sus escobas y mangueras, ahuyentan a las últimas fritangueras. La basura y los desperdicios se cargan en los camiones; y, bien o mal, se lavan las calles. En la noche, algunas figuras humanas duermen sobre los cajones o en el suelo, arrinconados a los aleros, cuidando los tristes enseres, mientras las ratas y las cucarachas se reúnen para el asqueroso festín, que aún les queda servido.

Cuando una noche se quemó parte del Mercado San Miguel, se salvó el establecimiento El Campeón. A los pocos días, el mercado tenía el mismo aspecto de antes. Fue reconstruido con cajones viejos, varas de monte, y siguió siendo lo que siempre fue:

El espejo de nuestro pueblo, primitivo y sin trabas, que defiende sus tradiciones, aunque se revolcaba en su pobre ignorancia, con destellos de gracia y picardía; con un noble corazón mal orientado y una gran inteligencia desperdiciada.

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¿EN qué CallE vIvís?¡Las espero a todas mañana! —invitaba mi hija Marielsa a un grupo de alegres compañeras. —Pero ¿dónde vivís? —preguntó una. —Pues, en la undécima calle suroeste, mil seis. —No me vengás con nombres latinos— se enfadó una amiga —decímelo en buen nica, para que pueda llegar. —Pues de la Casa del Obrero, dos y media a la montaña. —Bueno — se conformó la otra—, eso es hablar.

Ese episodio me recordó de otro caso. Venía bajando la Avenida Bolívar, cuando alcancé a otro carro, que iba lo que se dice bailando: se paraba, avanzaba, se medio cruzaba en la calle, como buscando algo. Tuve que parar violentamente para capear un inesperado viraje que puso en peligro los guardafangos de mi viejo Chevrolet ya bastante averiado por los embates del tráfico. — ¿Qué les pasa?— pregunté a los ocupantes. —Perdone amigo, buscamos la cuarta calle suroeste, pero no hallamos ningún rótulo. — ¿No son Uds. de Managua?— quise saber. —Somos Managuas— me contestaron—, pero sólo el diablo sabe dónde están los rótulos. No podíamos atrasar más el tráfico. — ¡Síganme!—- les dije. Dimos la vuelta a la manzana, salimos a la avenida Roosevelt y cogimos rumbo a La Loma. Cuando llegué a la esquina que yo calculaba ser ya la cuarta calle sur, el policía de tránsito me daba la vía libre. Me entretuve en la bocacalle mirando. El policía me urgía: — ¡Adelante, ande! —Busco la cuarta calle— me disculpé. —La otra— me contestó cortésmente, remolineando la mano para que siguiera adelante. Al llegar a la otra esquina, doblé, logré hallar un espacio libre para parquear y ya también el otro carro se acomodaba adelante. Nos apeamos, y uno de los buscadores de la cuarta calle empezó a rezongar: — ¡Caramba! — decía, bastante ofuscado—. Esos Ministros del Distrito Nacional deben tener una idea muy alta de nuestra inteligencia, creen que debemos adivinar o retener en la memoria los nombres y números de las calles. ¿Cómo puede saber uno dónde está? ¿Cómo hace aquí un extraño para averiguar una dirección? ¡Sin ninguna marca! —Como no, amigo— traté de apaciguarlo—, las calles están marcadas. —Pero, ¿dónde, por el amor de todos los santos?

Allí está el queso. Una parte de nuestras calles están marcadas, pero estoy seguro que ni la mitad de la gente de Managua sabe dónde están colocadas estas marcas. ¿Saben ustedes dónde están los números de las calles? Les voy a revelar el secreto como hice con los amigos del carro: los números están estampados en bajo relieve sobre la cuneta de las aceras, allí donde acaba

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la curva de la esquina. Muy visibles ¿verdad? No están al lado sino arriba y para leerlos es preciso pararse encima, y no están en las cuatro bocacalles sino sólo en dos. Pero hay algunas excepciones. No sé si serán reliquias de cuando Managua estaba regida por un Alcalde Municipal o impulsos de alguna dependencia del Ministerio del Distrito Nacional que no llegaron a mayor trascendencia, pero hay que admitir que la Calle 15 de Septiembre ostentaba desde El Abanico hasta la Funeraria Corona rótulos espaciados que decían: 2a. calle S. 15 de Septiembre. También en la Avenida Bolívar existían unos tantos rótulos con su nombre: 1ra avenida O. Bolívar. Lástima que en estos casos no valga el dicho: para muestra un botón.

Los nicas tienen un carácter muy especial y los Managuas son los nicas más nicas de Nicaragua. Personalmente generoso y servicial, a su alegría y humorismo propio e innato, se ha agregado la fachentada granadina, la astucia Masaya, la cautela económica leonesa, la sagacidad disimulada segoviana, la inquietud esperanzada matagalpina, la conformidad chontaleña y la silenciosa actividad jinotegana. Y con lo bueno y lo malo que heredó de los españoles y de los indios resultó ese tipo novelero, curioso, cómodo, pegado a la tradición, que por sí solo no hace nada, pero que mete su nariz en todas partes, sea en el Banco de las Naciones Unidas o en la expedición al Polo Sur o en la Guerra de Corea. El espíritu del Managua crea para los grandes males grandes remedios; pero a los males pequeños antepone su genio y astucia. Si no vale la pena ¿para qué bregar? Que las calles no tengan nombre ni número; eso es una bagatela que no le preocupa. Aquí luce todo su genio acomodaticio. Se ha hecho un directorio muy eficaz, muy adecuado, gracioso, con el que se llega a cualquier parte.

Ha bautizado las calles. Si el nombre puesto por el gobierno o autoridad es digno de recordarse, entonces lo acepta, como la Avenida Bolívar, la Calle Colón, la Calle de Candelaria, la del Triunfo, la Momotombo. Son nombres firmes como rocas: a otras les mezcla el nombre con el de la tradición, la Calle 15 de Septiembre es también la del Panteón y la del Patión. Del Patión ya no queda mucho, el cine Luciérnaga ocupa la parte delantera y sólo existe aún el fondo abierto; la Roosevelt comparte el nombre con Avenida del Campo de Marte, pero a las otras les ha puesto nombre: la calle de la Pellas, la del Banco Nacional, que es la cuarta calle sur del cuentecito; la de Dreyfus, la de atrás de Dreyfus, la del Obispado, la de la Estación, la del Hormiguero y las avenidas del Mercado y la de los Mercados, la de la Lotería, la de San Antonio, la de La Fama, la del Boer.

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Para mejor orientación ha hallado el modo de determinar los puntos cardinales, más fácil que con la brújula. Emplea un método sencillísimo, arriba, abajo, al lago, a la montaña. Arriba es donde sale el sol; abajo donde se pone. ¿Quién puede equivocarse? Sería ya el colmo. Después vienen los puntos de referencia. Son la base del directorio. Sirven las Iglesias, los cines, los bancos, los colegios, los hoteles, los mercados; las antiguas gasolineras como la Estación Caldera; o cantinas, como El Abanico, el Gato Abraham, El Sonny Boy; o pulperías, como La Valeriana, Las Masayas, Las Delicias del Volga, Papún, El Caracol; o puntos marcantes, como El Arbolito, Montoya, el Caballo de Somoza, el Panteón, las oficinas de periódicos como La Prensa, La Noticia; el Seguro Social, los hospitales, las secciones de Policía.

Los parques, si no tienen el nombre de una iglesia, han conservado el nombre impuesto por motivos tal vez olvidados ya: El Central, el Infantil, Frixione, Bartolomé de las Casas, de la Madre, Bolívar.

El directorio es sencillo y preciso: de tal punto, tantas cuadras arriba y tantas a la montaña o al lago. ¿Dónde estaba la Escuela de Bellas Artes? En la casa de don Carlos Solórzano, frente al costado de abajo del Parque Central. Cualquiera la encuentra. ¿Creen que hubiera sido más fácil hallarla bajo la dirección oficial: 6a. calle N. O. N° 201? Empiecen a calcular las calles, aprendan a saber cuál es la Calle Central, cuál la primera, la segunda, por dónde va la numeración.

La orientación con el directorio popular ya se hace más difícil en los barrios nuevos. Aquí no hay muchos puntos de referencia conocidos y las calles se tuercen como culebras. A veces hay más cuadras a un lado que al otro. Todavía en la Colonia Mántica, en los Barrios de la Resurrección, Altagracia, Monseñor Lezcano, San Luis, La Ceibita, Riguero, siguen las calles ciertos cursos clásicos. Pero más allá, por los Barrios Meneses, Riguero, San Judas, Cruta, Bolonia, fracasan a veces los intentos de dar una dirección. Y si aquí falla el directorio popular ¿qué podría hacerse con el directorio oficial? Por eso es tan común oír las culpas entre amigas; —Niñá, perdoná que no fui al pereque de tu cumpleaños, pues no di con tu casa; me perdí y me dio miedo andar por esos arrabales. —Pero si te di la dirección tan clarita: de la Casa Nazaret dos cuadras a la montaña y tres arriba, todo pavimentado. —Pero no me dijiste a qué lado había que contar las cuadras, ni a qué lado había que torcer…

Admiro con mucho respeto a los sorteadores y repartidores de la correspondencia en el Correo. Si algunas cartas no llegan a su destino, no

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debemos culpar a éstos atribulados empleados sino a nuestros directorios.

Los nombres de los viejos barrios del Managua de antaño se van olvidando. ¿Quién recuerda el Barrio del Infierno o de El Caimito? ¿Quién llamaría a la Colonia Mántica con el antiguo nombre de La Pedrera? ¿Dónde estuvo La Penitenciaría? Todos han hecho lo posible para borrar de la memoria al vetusto bastión de adobes que se derrumbó en el terremoto del treinta y uno, sepultando a cientos de víctimas y Dios sabe cuántos secretos peligrosos, llantos de desesperación y esperanzas frustradas. Allí se levantó después la Colonia Somoza y el Estadio Nacional.

Managua se jacta de ser una ciudad moderna. Tiene hasta rascacielos de acero y vidrio. Ya la Casa Pellas, la primera casa de más de tres pisos, quedó a la sombra de la Casa Reyes; y el Banco Nacional, con su majestuosa cúpula, se ve como un enano al pie del gigante Banco de América. Estos monumentos serán siempre puntos de referencia del directorio popular.

Existen planos muy hermosos y exactos de la ciudad. En ellos figuran todas las calles debidamente señaladas.

Pero eso no ayuda al transeúnte a orientarse en nuestra bella urbe. Ni con el plano en la mano podría hallarse en la velocidad del tráfico el lugar buscado. ¿Cómo podría el pueblo de Managua hacer frente con su ingenio a este mal que de pequeño se va convirtiendo en grande? Seguramente hallará alguna solución. El tiempo marcha veloz; sin detenerse, el mundo crece. Managua seguirá poblando calles y si este escrito hallara un eco aunque sea remoto en los funcionarios que manejan los importantes asuntos de la ciudad, será motivo para creer que he correspondido aunque sea muy pobremente a la obligación de hacer algo por el bien general.

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El vIEjo Matagalpa, la Cruz DE CErro largo y la EMprENDEDora CIuDaD“¿Cómo era, papá? ¿Cómo fue?” Ahora nos toca a nosotros contestar las preguntas de nuestros hijos y nietos, como nosotros preguntábamos hace más de medio siglo a nuestros mayores. Pues también ya nosotros en aquel tiempo disfrutábamos de enormes comodidades y no concebíamos cómo la gente pudo haber vivido sin ellas. Y a cada rato compartíamos el asombro y la admiración de nuestros padres ante los increíbles impactos de la civilización.

Entre los primeros recuerdos imborrables de mi niñez, figura el famoso tren que llegó a Matagalpa en los primeros años del siglo. Fue un día de fiesta para la ciudad. Nuestros padres dispusieron el traslado desde nuestra finca, La Bavaria, para el magno acontecimiento. Mi mamá, con días de anticipación revisó nuestras galas; en aquellos tiempos ninguna madre hubiera exhibido a un hijo suyo, por muy mocoso que fuera, sin los atuendos de su clase. Medias negras de bordoncillo, pantaloncito corto, saco de traslape, camisa de mangas largas y cuello con corbata; además de un gorro de visera o un sombrerito de fieltro o de paja duro. Mi mamá tenía gran cuidado de encargar al venerable maestro Tomás Medrano que hiciera mis vestidos con bastante traslape para compensar lo del crecimiento; pero cuando cada medida, en el marco de la puerta que servía de registro de nuestro desarrollo, enseñaba unos dedos más de altura, mi mamá no podía evitar que a la sonrisa de satisfacción se uniera un suspiro de resignación: “ya no voy a poder aumentar el saquito café o el pantaloncito gris”.

En aquella memorable fecha, muy temprano aún se ensillaron las bestias que habían sido agarradas desde la tarde anterior. Las alforjas ya habían sido aliñadas desde la noche. El equipo de montar siempre estaba listo. Nosotros, chicos finqueros, aprendimos a montar antes de poder caminar. Después de tomar café, montamos todos: mi mamá con su inmensa falda de montar, en su caballo tordo, sobre una montura de dos picos. Mi hermana Meta en igual atuendo, con el sombrero amarrado con una cinta de tul o de seda. A mi pobre caballito El Payaso le pusieron la alforja más grande, llevando las otras alforjas, en sus respectivas monturas, mi hermana, mi papá y el criado. Cada cual llevaba el capote amarrado al pico de la montura.

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Poco a poco avanzaba la caravana a través de los fangales en la montaña. Mi papá adelante, seguido de mi hermana, después mi mamá, el criado y yo a la zaga. Allí me sentía importante, guardando la retaguardia. Cuando mi hermana Elsa aumentó nuestro número, montaba una burrita que dócilmente seguía a la mula negra de mi papá. Así resbalaban, tropezando las bestias en los “huacales” llenos aún de lodo espeso. Mi papá buscaba los deshechos que casi siempre estaban lo mismo de malos que el camino. Antes de llegar a San Ramón, la vista del caserío de la Mina Leonesa y el trepidar de sus molinos, señalaban ya el mundo extraño de la civilización. En San Ramón se hacía un corto descanso, se revisaban las monturas y pronto mi papá urgía a seguir. Faltaban aún las peores partes del camino. El Mal Paso, La Garita, Los Cerros Partidos, Los Congos. Desde Los Congos se divisaban las torres de la Catedral. Y si era de noche, se miraban las luces del pueblo. Matagalpa entonces iluminaba sus calles con unos quinqués metidos en unos faroles sobre unos postes colocados en las esquinas. Al oscurecer pasaba el encargado, con una escalerita, encendiendo las luces, y nosotros, chicos, hacíamos nuestras tertulias al pie de los faroles.

Voluntariamente las bestias aligeraban el paso para entrar en tropel a la ciudad. Se saludaba a los amigos al pasar, y pronto estábamos en el patio de nuestra casa. Se apeaban todos, mi mamá se aseguraba ante todo que la tubular y el quinqué estuvieran listos; se metían las alforjas, las bestias se desensillaban, teniendo cuidado de dejarles los peleros sobre los lomos sudados. Yo tenía que ir donde mi tío Chicho a traer zacate, mientras el criado iba con el cántaro a la quebrada a traer agua para lavamos y preparar la cena. A poco llegaban a saludar: la abuelita, mamita Meta; la tía Meta Kühl, la tía Tona, la mama Pancha, la tía Lala; y los primos y los amigos de mi papá. Se hablaba del tren: ya estaba en El Chagüitillo, se decía.

Al día siguiente, todo Matagalpa se había reunido en la Estación frente a Los Mangos de mi tío Chicho, donde después fue la planta de Mr. Willey. Todos lucían los trajes domingueros, las señoras con la elegante sombrilla, grandísimos sombreros, faldas larguísimas, talle estrecho: los señores enarbolando el bastón, con el cuello alto y duro, oprimiéndoles la quijada, saco y chaleco, y las manchetas de la camisa correctamente salidas unas dos pulgadas de las mangas. En medio de una enorme agrupación de montados, avanzaba el tren, volando penachos de humo y el vapor salía a golpes a través de la humareda. El pito sonaba estridente y alegre. La gente

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gritaba y gesticulaba. ¡Qué día más grande! La chiquillada era atajada por las mamás: “¡Cuidado! ¡No se acerquen!” Yo me pude colar, pegado a mi papá, quien estaba en el círculo de los empresarios, dueños del tren. Cada cual con una botella de cerveza en la mano y en cuanto se detuvo el monstruo de acero, cuyas ruedas doblaban mi altura de chico, se le pasó una botella al conductor. Mi sorpresa y admiración no tuvieron límites cuando reconocí a través del ollín y aceite sucio que le cubría la cara, a tío Otto, con sus grandes mostachos y sus ojos azules que brillaban contentos y orgullosos, saludando con la botella.

Las desdichas de esta formidable empresa pasaron al olvido. Sucumbió ante la desigualdad de la lucha. La falta de agua y la falta de camino. ¡Una recua de mulas procuraba mantener la caldera de vapor abastecida de agua, trotando tras el tren, llevando cántaros de agua, cogidos en el río Viejo, en el río de El Jícaro, en pozos, en charcos!

Los troncos en el abra habían sido cortados a tajo de tierra, pero quedaron expuestos con el paso del pesado equipo que sufría incontables quebraduras. Al fin, todo quedó abandonado en la estación de Matagalpa, y hasta el nombre se olvidó.

Otro revuelo causó en Matagalpa la llegada del primer cine. Figuraba entre las atracciones de un circo. Con bombos y chimbos fue anunciado el espectáculo. Toda la sociedad de Matagalpa se apresuró a comprar entradas y mandar los asientos al mercado de Bustamante, donde iba a tener lugar la función. Grandes mecedoras vienesas, poltronas que fueron devueltas, pues sólo se admitían sillas, taburetes y patas de gallina. La única película que se exhibió fue La Pasión de Cristo. Todos los asistentes se persignaban cuando a través de las muchas rayas y manchas en la pantalla lograban descubrir los pasajes sagrados. Para nosotros los chicos, los payasos y los maromeros eran más interesantes. Nosotros, mis hermanas y yo, llegábamos muy poco a Matagalpa, vivíamos en nuestra finca La Bavaria. Por eso, cada vez que veníamos al pueblo, absorbíamos, sedientos, todo lo nuevo que había sucedido. Cuando don Chico Somarriba construyó su lujosa casa con ladrillos de cemento mosaico en la sala, nosotros, chicos, nos disputábamos los pedacitos de ladrillos desechados por los albañiles traídos ex-profeso de León, con los ladrillos. En otra ocasión alguien trajo una bicicleta que no podía manejar. Don Federico Uebersezig causó sensación al montarse airosamente sobre ella y rodar seguro entre piedras de la calle principal.

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Cuando llegó el General Zelaya con la Banda de los Supremos Poderes, no podíamos saciarnos de oír la música marcial que fue derrochada con profusión en retretas, bailes, serenatas y una misa. Una noche la Colonia Alemana le ofreció una tenida en el Club Alemán, que quedaba junto a nuestra casa. Se oían los cantos y los hurras, y de pronto unos gritos estridentes de mando, en el patio. Nos asomamos curiosos, a través del cerco, y ¡qué espectáculo!: Todos los alemanes, armados de bastones, palos, escobas, estaban formados en el patio; el capitán Carlos Uebersezig, haciendo de Comandante y mi papá también, antiguo oficial del Ejército Alemán, fungiendo de caporal. “Rifle al hombro; presenten armas; carré de fuego a la derecha”. Con matemática exactitud eran ejecutadas las órdenes. Poco después, el Capitán Uebersezig fundaba la Escuela de Cadetes de Managua; y estos cadetes contribuyeron principalmente a ganar la Batalla de Namasigüe.

Cuando murió mi tía Ángela Tenorio, fue el primer muerto que vi en mi vida. La casa de mi tía tenía tres niveles: la sala a la calle, un corredor al que se subía por unas gradas y más arriba sobre el cerro, la cocina. El cuerpo se velaba en el corredor. Unas señoras embozadas en negros mantos estaban sentadas, alrededor, llorando: ¡Aay, qué buena era! ¡Aay, todos los días rezaba el rosario! ¡Aay, qué roscas más sabrosas que hacía! ¡Aay, todos los domingos iba a misa! ¡Aay, tan chiquitos que quedan los niños! ¡Aay!... ¡Aay!...Hasta que alguien las llamó a tomar café a la sala. Saborearon el cafecito con rosquetes, platicaron sonrientes. Rato después una de ellas propuso: Vamos a llorar otro ratito. Y se instalaron alrededor de la muerta, en el alto corredor, se acomodaron y empezaron otra vez la letanía. Aay, que...Aay, que...Años después pregunté a mi mamá si eran lloronas, y ella aseguró que no, que eran simples amigas que querían tributar su último homenaje a la muerta.

Muchas cosas me contaba mi tía Tona. De los apuros que pasó con don Ignacio Granados. Este era un indio ricachón que se codeaba con todos los señorones del pueblo: don Benito Morales, Luis Sierra, Luis Vega, Secundino Matus, Matías Baldizón. Vestía una camisa que llevaba fuera del pantalón, además chaleco y saco. Habla entusiasta de su hijo Benitillo y despectivamente de su mujer, a quien se refería como ese “tamal envuelto”, porque aún usaba la manta india enrollada. A todos los amigos ofrecía la mano de su Benitillo para sus hijas; y mi abuelo, papa Matías, bromeaba con sus hijas diciéndoles que tal vez le convenía el yerno. Al fin, mis tías

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respiraron tranquilas, cuando papa Matías les contó riéndose: “Dice Ignacio Granados que Benitillo se casó con una española pura”. Al preguntar a don Ignacio cómo lo sabía, contestó muy orgulloso: “Pues sí se ve, pues si hasta caga en bacinica”.

Este cuento nos revela las condiciones que regían en Matagalpa hace un siglo. Por fortuna Matagalpa contaba con los chuisles, que eran un drenaje natural. Un matorral o unas matas de piñuela en la orilla del chuisle servían de suficiente parapeto. Los señores usaban el útil trastecito que para don Ignacio significaba la diferencia entre español e indio. Cuando mi papá radicó en Matagalpa, aplicó la costumbre de los aldeanos de Hungría, donde él había pasado su juventud, mientras mi abuelo construía el ferrocarril de Budapest a Belgrado. Mandó a hacer una casetilla con el consabido asiento dentro y la colocó sobre cuatro ruedas, para poder halarla y colocarla sobre un hoyo, y asunto resuelto. Al cabo de un tiempo se covaba otro hoyo y se tapaba el primero. La útil casita ostentaba en la puerta, en vez de ventanilla, dos huecos en forma de corazón, costumbre traída de Algovia.

El baño sabatino estaba arreglado por costumbres inviolables. Las señoras iban a bañarse al río, en las pozas situadas frente a la iglesia y río arriba, los hombres, en las pozas río abajo. Aún recuerdo las procesiones familiares que volvían del río, las señoras modositas, con el pelo suelto tendido sobre una toalla en la e spalda, llevando la panita con el jabón del país para el pelo, el jabón de olor, el pastecito, el peine fino, tan importante, el peine grande y el camisón mojado que sirvió de vestido de baño, exprimido en un rollo. En el invierno, el problema del baño se simplificaba, pues se usaba el chorro que caía de la lima del techo. Las cocineras se contrataban “con el agua”, es decir, que ellas tenían que “jalar” también el agua desde el río o la quebrada para el gasto casero. Más tarde se generalizaron los burritos haladores de agua.

En el recuerdo de todos los matagalpinos mayores viven aún aquellos tipos originales que vinieron con la inmigración de los años 80. Gente que trasladada a un ambiente extraño, nunca se pudo incorporar a la usanza nuestra y más bien influyeron fuertemente en nuestras costumbres. Algunos de ellos sobresalían por su originalidad. Don Nicolás Delaney con su cuartito, museo de cosas al parecer inútiles; don Juan Kiene que hablaba tantos idiomas y se perdía en el limbo de su fantasía; don Alberto Kraudi con su barbita de cabro y sus múltiples proyectos descalabrados; Rudi Uebersezig, el eterno buscador de oro; Enrique Nicol, quien nunca

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montó a caballo; don Charles Potter, el auténtico gentleman inglés, quien aun en viajes a caballo, se ponía su smoking para cenar bajo los árboles de El Chagüitillo; don Charles Haslam, con su larga barba flotando al aire, y que escondía su bondad tras gruñidos que no engañaban a nadie; el místico Conde de Choisel Praslin cuya vida dio origen a la mejor película del siglo; don Jorge Schmidt, el huraño amigo de los animales. Fueron cientos los extranjeros que vinieron a imprimir el sello inconfundible del pueblo de Matagalpa, donde abundan los nombres germanos.

A la noble sangre india, a la raza vasca de los Zeledón, a la andaluza o gallega de los Somarriba, de los Baldizón, de los Molina, se unieron americanos, alemanes, franceses, italianos, suecos; y el crisol dio un excelente resultado: las más bellas muchachas, las más encantadoras esposas y las mejores madres de Nicaragua.

¡Matagalpa, Perla del Septentrión, tierra mía, qué grande, y bella eres!

la lEyENDa DE la Cruz DEl CErro largoHasta hace usos 70 años, la única manera de llegar a Matagalpa era a caballo, y todo el tráfico de mercaderías se hacía a lomo de mula. A Sébaco se podía llegar por varios caminos, desde Managua o desde León; pero de Chagüitillo en adelante, sólo había y hay la ruta sobre el Cerro Largo. Al este queda el hondo cañón del Río de Matagalpa y al oeste los farallones de La Corneta. Al bajar el Cerro Largo se abre el gran valle en cuyo fondo está Matagalpa. Al pie de la bajada pasa la línea divisoria entre los municipios de Sébaco y Matagalpa. Donde el camino de mulas cruza la línea, existía antes una enorme y tosca cruz, hecha de dos gruesos troncos de palo de arco o de cacho de novillo, maderas que resisten siglos. Estaba sostenida por un enorme montón de piedras de todo tamaño, tan grandes como una cabeza y hasta pequeñas como granos de maíz. A esta cruz se le atribuían poderes mágicos. Dice la leyenda, que el hombre o mujer que no echara una piedra sobre el montón no volvería a pasar por ahí, se quedaría para siempre dentro o fuera del Valle de Matagalpa. El montón alrededor de la Cruz crecía y crecía. Una vez al año, se juntaban los mayordomos de la iglesia de Sébaco y de la iglesia del Laborío o de la Malagüina de Matagalpa, para desparramar y arreglar el montón.

Cuando llegaron los cientos de emigrantes extranjeros a Matagalpa, algunos supersticiosos pagaron su tributo a la cruz; otros tal vez ni supieron y otros se mofaron de la creencia.

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Muchas veces en mi juventud oí discutir el cuento de la Cruz del Cerro Largo. Oí citar muchos ejemplos de incrédulos que no volvieron a pasar. La leyenda fue adquiriendo fe de verdad; y dicen los díceres, que cuando don Alberto Kraudy fue a dejar a sus hijos a Corinto para enviarlos a Alemania, hizo que sus hijos echaran piedras al pie de la Cruz, y él mismo echó dos veces piedras, pidiendo disculpas por la omisión al entrar la primera vez. Los hijos de don Alberto Kraudy volvieron y uno de sus bisnietos figura entre los que firmaron la famosa acta: “No hay por quién Votar”. Mi papá contaba que tiró una piedra al pie de la Cruz, no por creer en la leyenda, sino porque sus compañeros se apearon de las bestias para recoger piedras y le pasaron una a él. Años después el camino de mulas se ensanchó a una ruta para carretas. La cruz quedó en su mismo lugar. Mucha gente, sobre todo mujeres con niños, usaban las carretas para viajar más cómodamente; se les ponía una tolda encima y un buen colchón de paste en el piso, para amortiguar los golpes. Que el viaje dilatara ocho días, no importaba. El tiempo antes era muy barato. Pero la leyenda se mantenía firme, era casi una ley.

Cuando mis padres me encaminaron en 1912 hasta Chagüitillo para emprender el largo viaje a Alemania, yo me metí en la bolsa una piedrita recogida en el solar de nuestra casa. Al poco rato mis dos hermanas me dieron una piedrita cada una, para la Cruz. La Cruz quedaba como a cinco horas a caballo de Matagalpa. A medio camino, mi mamá me dio también una piedrita y cuando divisamos la Cruz, mi padre disimuladamente me tendió una piedrita en la cual él había rayado el Escudo de la Familia. Diez años después volví, después de haber pasado un sinnúmero de peripecias en cinco años de una de las guerras más cruentas; y, no me avergüenzo de confesarlo, eché unas piedritas al pie de la Cruz, rindiendo las gracias.

En 1919 pasaron los primeros autos por esa carretera primitiva. Me cuentan los pasajeros de esa aventura que religiosamente pagaron su tributo a la Cruz del Cerro Largo.

Hace unos treinta años, empezaron los bulldozers a forjar el trazo para la nueva carretera de autos. El Cerro Largo se defendió tenazmente. Su roja tierra floja siempre se chorreaba por más hondo que cobaran las potentes máquinas. Al fin lo vencieron y llegaron a la Cruz. Con unas pocas pasadas de las cuchillas asesinas, empujaron las piedras acumuladas tal vez en siglos para rellenar unos zanjones, los tornapulls acabaron de emparejar, los patroles alisaron la superficie y el asfalto terminó la obra. La Cruz antigua

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había desaparecido. Alguien tal vez se enamoró de la preciosa madera indestructible, personas piadosas levantaron una modesta cruz al lado de abajo y el cerrito de piedras empezó otra vez a crecer.

No sé quién sería, si el Departamento de Carreteras, o el Ministerio de Obras Públicas, o el contratista de la construcción de la carretera quien no se atrevió a borrar la leyenda. Un día llegaron camiones con gente, gradilla, arena, cemento e hicieron al lado de arriba un pedestal de betón y montaron una Cruz de cemento encima. Ojalá que la nueva Cruz del Cerro Largo vigile siempre la entrada a Matagalpa.

la EMprENDEDora CIuDaD En la vida de muchos pueblos de Nicaragua, han ocurrido acontecimientos que han marcado puntos cruciales de su historia y que cambiaron el curso de su desarrollo. El terremoto de Managua, los incendios de Granada y Chinandega, la inundación del primer Sébaco, los terremotos que trajeron la destrucción del León primitivo, fueron causas violentas. Otras veces el motivo que origina la crisis de los pueblos, viene lenta y pausadamente, como el abandono del puerto de El Realejo por haberse llenado de arena el estero; la decadencia de El Viejo, cuando el ferrocarril hizo que su gente se mudara a Chinandega; Sébaco Nuevo que quedó abandonado en unas colinas y ahora florece a la orilla del río; o San Jerónimo, que murió de inanición y cuyo recuerdo ya ni existe.

Matagalpa ha sufrido los impactos del destino como ningún otro lugar, pero hicieron del humilde pueblito de hace cien años, la activa y emprendedora ciudad que es actualmente. El primer impacto violento, fue la guerra de los indios, allá en el año de 1881, cuando llegó a Matagalpa el hilo del telégrafo. El alambre misterioso que se tendió a través de llanos y cerros, fue tal vez la mecha que hizo estallar el barril de explosivos compuesto de rivalidades, intereses y ambiciones.

El otro impacto, el más decisivo, el que dio a Matagalpa su sello inconfundible, fue la enorme inmigración de extranjeros no españoles durante la década de los 80. Cerca de 200 personas, la mayor parte americanos y alemanes, se acogieron a las facilidades ofrecidas por el Gobierno, y se afincaron en los alrededores de la pequeña ciudad. La mayoría de los americanos e ingleses llegaron casados y hasta con hijos, la mayor parte de los alemanes eran solteros. Pero casi todos los solteros sucumbieron al encanto de las

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lindas matagalpinas y fundaron hogares con ellas. Estos inmigrantes no se radicaron en la ciudad, sino que cada cual construyó su casa en su finca, la dotó de comodidades que aún no poseía Matagalpa, y poco a poco fueron mezcladas sus costumbres con los usos españoles, amoldándose, cambiándose, amalgamándose hasta formar al matagalpino actual.

Los finqueros vivían en sus fincas y en Matagalpa no poseían más que una bodega, tal vez con un cuartucho que podía servir de dormitorio durante las escasas visitas al pueblo. Era obligación de cada afincado poseer una casa en el recinto del pueblo. Las primeras tuberías de agua corriente se instalaron en las fincas; la primera planta eléctrica la trajo don José Vita a La Laguna; la primera secadora de café, don Federico Uebersezig a su finca El Coscuelo. Todos se dedicaron con ahínco a sembrar café y a criar ganado, mulas, cerdos. Matagalpa progresaba a pasos gigantes. Florecieron los establecimientos comerciales de Mayr y Bosche, Enrique Dorn, Alejandro Potter, Corriols, Cardenal, Boedecker. Allí se encontraban artículos que no se conseguían en Managua o León, como armas de caza, géneros gruesos, botas de montaña. El comercio de Matagalpa crecía y crecía...Pronto el transporte al “interior”, como se le decía a León, y procedente de él, sufrió crisis insoportables. El café se quedaba de un año al otro en las bodegas de Matagalpa. Fue entonces que un grupo de finqueros y comerciantes decidieron actuar. En los Estados Unidos estaban en boga los grandes tractores a vapor para los trabajos de arado y acarreo. Se fundó una compañía de transportes y ésta pidió un tractor de vapor con cuatro remolques o trailers, como los llamamos ahora, de cincuenta quintales de capacidad cada uno. Se hizo un abra desde León a Matagalpa, a través de llanos y bosques talando los árboles y apartando las piedras. El tren se armó en León durante el invierno. Cuando los llanos se habían endurecido con la llegada del tiempo seco, se movilizó el convoy para Matagalpa. El arribo de este tren fue un día de júbilo y de esperanzas para todo el mundo. Fue recibido con más pompa y entusiasmo que jamás Presidente u Obispo fuera recibido. Todo parecía tan simple y tan fácil. La leña que servía de combustible crecía al lado del abra en cantidades inagotables. Vinieron las dificultades. El ténder no era suficiente para suplir de una fuente de agua a otra, y si se llevaba mucha agua se perdía capacidad de carga. Se dispuso que una recua de mulas trotara siempre en pos o hacia el tren, llevando el líquido vital. El viaje dilataba hasta ocho días, entre León y Matagalpa. Los remolques no tenían amortiguación y las innumerables quebraduras que sufría el tren al

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chocar con los troncos y piedras lo inutilizaban, de manera que después de sólo dos viajes, el famoso tren quedó abandonado y se pudrió en su estación de Matagalpa.

Pero el esfuerzo no fue totalmente vano. En León se levantó una nueva industria: las carretas fleteras que podían usar ahora el abra hecha para el tren, sin mayores dificultades, pues el eje de carreta hecho de cortés o de cacho de buey no se quiebra con un golpón sobre un tronco; y si la carreta no puede pasar por encima, simplemente lo esquiva. Al poco tiempo, la cosecha de café de Matagalpa y de Jinotega se transportaba cómodamente y segura en carretas sobre las huellas del tren.

Matagalpa exportaba antes de la llegada del café, ganado, mulas, manteca. Todo esto podía caminar por su propio impulso y aun la manteca porque ésta era transportada por los mismos chanchos que se arreaban en lentas jornadas durante la noche y que se destazaban al llegar a su destino. El oro y el bálsamo podían llevarse a lomo de mulas. En aquella abigarrada multitud, donde convergían tantas diferentes culturas, era de esperarse que surgieran las más extrañas ideas y los tipos más extravagantes. Entre los recién llegados había hombres de todas las clases sociales: catedráticos, como don Juan Kiene; oficinistas, como mi papá; doctores, como el Dr. Josephson o el Dr. Thornton; ingenieros, como Mr. WilIey o Mr. Nicol; maestros de oficio, como Otto Kühl, Wagner; capitalistas, como Mayr, Jericho; militares, como el capitán Uebersezig, siendo la gran mayoría gente de campo; pero todos trabajaron con ahínco y tesón.

Los viejos matagalpinos, que habían emparentado con los gringos, porque eran ya suegros o cuñados de ellos, se unieron al esfuerzo, y pronto hubo tantas fincas de nicas como de gringos.

Cuando se fundó el Club de Extranjeros, que servía de enlace y contacto a todos estos elementos, fue notable que las damas nicaragüenses casadas con gringos, gozaron desde el principio de igualdad y respeto, porque precisamente no desmerecían en nada a las extranjeras, sino tal vez las aventajaban en cultura, nobleza y tacto. Las fiestas del Club de Extranjeros incluían siempre a toda la sociedad de Matagalpa. Las relaciones entre los hijos de los gringos, los mezclados y nicas puros, fueron siempre cordialísimas y de la más completa igualdad.

Los viejos inmigrantes en gran parte no pudieron amoldarse completamente a la nueva sociedad, aunque hicieron todos los esfuerzos posibles.

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Tal vez sería porque no pudieron aprender el español, quizá porque su niñez se había desenvuelto en otro ambiente. El caso es que resultaron, con el tiempo, unos tipos originales, pintorescos, llenos de chifladuras, que el pueblo de Matagalpa acogía con benévola indulgencia y hasta con cariño, pues muchas veces se trataba de padres cuyos hijos pertenecían ya completamente a la nueva generación matagalpina. No hubo un solo hombre malo o delincuente: todos fueron hombres honestos y respetuosos, y si abusaban del whisky o del guaro ¿cuándo ha sido esto considerado como un estigma en Nicaragua?

“Son cosas de gringos”, decía la gente, con amable, aunque burlona, indulgencia, cuando una dama americana llegaba al pueblo, solamente acompañada de un criado, montada como varón, con pantalones y sobrebotas, con una pistola fajada al cinto. En la próxima fiesta, esa misma dama, exquisitamente vestida, admitía graciosamente el homenaje de los caballeros que solicitaban un baile, igual que las señoras nicas. Las nicas se resistieron mucho tiempo a usar pantalones para montar; algunas, como mi mamá, rechazaban hasta la idea de ponérselos y usaron siempre la montura de mujer, que significaba un perfecto dominio del equilibrio al montar. La palabra gringo perdió en Matagalpa el sentido ofensivo o despectivo que tiene en otras partes; se usa simplemente como un distintivo para no decir extranjero.

El primer extranjero que llegó parece haber sido don Luis Elster, quien vivía con su mujer, alemana también, en La Lima. Durante la guerra de los indios, fue muy respetado por éstos, pues era el único que les podía componer los pocos chopos que poseían. Cuando tuvo un vecino, con Luis Planchert, quien vivió también en La Lima, le preguntó: —Dígame, qué hay de eso: dicen que hubo some trouble entre Alemania y Francia. Planchert le contestó que hacía quince años que habían peleado Francia y Alemania y que había ganado Alemania. — ¡Oh! —dijo Elster, muy contento— ¡Esto merece un buen trago! Los descendientes de don Luis se llamaban Léster, ya que no podían pronunciar el apellido alemán.

Entre los primeros extranjeros llegados a Matagalpa, estaba también un señor francés de apellido Praslin, que vivió tranquilamente y dejó a su muerte una numerosa familia. Fue al revisar los papeles dejados por don Jorge Praslin, que se averiguó que tal vez se trataba del famoso Conde de Choiseul Praslin, cuya vida dio motivo para la grande y famosa película “El cielo y tú”.

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El recuerdo de don Charles Potter se conserva muy visible en la parte más alta de la carretera entre Matagalpa y Jinotega, en El Disparate de Potter. Ya relaté cómo don Charles Potter había mandado hacer en este punto una bodega para almacenar el café que las mulas sacaban de La Fundadora, y donde se hacía el traslado a las carretas leonesas. Don Charles se enamoró de la magnífica vista, y se construyó anexo un mirador, donde llegaba a celebrar el ritual inglés del five o’clock tea. Los vecinos que pasaban bautizaron el lugar como El Disparate de Mr. Potter, porque comprendieron a fondo al gentleman inglés, que gozaba de la belleza natural y en todo tiempo y circunstancia conservó las costumbres de su raza.

Y aquel gran hombre, José Vita, que vociferaba y gesticulaba saludando a los amigos con cariñosos regaños. En su finca La Laguna tenía todo confort, cubiertos de plata, porcelana de Nymphenburg, cristalería de Bruselas, alfombras orientales y muebles vieneses, pero todo bien guardado; y usaba unos platos enlozados y sillas desvencijadas: “yo no lo puedo cuidare”, decía: “me lo van a arruinare; que lo saquen las hijas cuando vuelvan de la Italia; para eso lo tengo”. Era un fino amigo, hospitalario y servicial.

Los masones formaban un círculo aparte. En un caserón llamado La Logia, cada cual tenía un cuarto que le servía de posada cuando venían al pueblo. Si alguna vez se reunían en el salón, sería para saborear un buen whisky o para jugar una partidita caliente de póker, pero donde la teosofía quedaba relegada. Gus Frauenberger, Juan Davies, Guy Rourk, John Willey, Guillermo DeSavigny, Guillermo Hawkins, Alejo Sullivan, Scott y el benjamín de todos ellos, el último mohicano de todos aquellos hombres hechos y derechos: Roberto Dominique Amort, aún con todo el brillo de su recia personalidad, que esconde su gran corazón, dentro de una vaina de guapinol. Casi todos estos apellidos y muchísimos más, viven multiplicados, no sólo en Matagalpa, sino regados por toda Nicaragua.

La segunda generación, hija de estos pioneros, ya se hizo vieja a su vez. Los nietos y bisnietos viven el acelerado ritmo de la era atómica; y con piadosa sonrisa y a veces con nostalgia oyen los cuentos de los tiempos pasados. Pero el arbolito de Navidad alemán, no falta para Noche Buena en ningún hogar de Nicaragua, al lado del Nacimiento, como un signo de la poderosa influencia gringa, apareada a la tradición española. Los gringos-matagalpinos se sienten orgullosos de ser simplemente matagalpinos.

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NIquINoHoMo Por muchos años vivimos cerca de aquel pintoresco pueblecito, reliquia del tiempo de antaño, llamado Niquinohomo. Es una rara y fina mezcla donde se junta el espíritu sencillo y crédulo de la raza india y el orgullo y la sagacidad españolas, todo bajo un cielo azul, brisas frescas y fieras tormentas tropicales. Es un ambiente para soñar románticas epopeyas y épicas aventuras. El monumento simbólico donde quedó impreso el carácter de Niquinohomo, es la formidable iglesia, joya de la época colonial, que además de ser casa de Dios, da la sensación de ser un bastión inexpugnable para resistir embates terrenales.

No hay tierras más ricas que aquellas, donde todo nace y todo crece. En ninguna parte del mundo hay tanta variedad de frutas y plantas; y las flores de Masaya más bien provienen de Niquinohomo. Se siembra arroz, maíz, frijoles, yuca, quiquisque, maní, tabaco, café, cacao, hule, plátanos, guineos, chayotes, pipianes, tomates, ayotes, pifias, achiote, naranjas, anonas, en esta bendita tierra de la abundancia. Los terrenos son suavemente ondulados por hermosas cañadas que se pierden en los planes de Nandaime o desembocan en las profundas lagunas volcánicas de Masaya o Apoyo. Y su gente es como su tierra, amable, generosa, de gran corazón y valiente. De su seno han salido grandes hombres como los Doctores Zambrana, Norori, Rivas, lumbreras de la ciencia que honran a Nicaragua en lejanos países: es la patria del General Sandino. Pueblo fiero e indómito a la fuerza, amable y acogedor a la palabra amiga. Y la gente humilde es laboriosa, hábil, de costumbres teñidas por la tradición y los recuerdos de los antepasados indígenas. ¡Cuántos tipos pintorescos, llenos de inocente humor, innata picardía y desarmante sencillez he tenido el placer de llamar mis amigos!

Un gran amigo era Ernesto Osorio, un vecino que vivía en un limpio rancho enclavado en su terrenito, sobre una colina sembrada de frutales. Vivía feliz con su mujercita y catorce hijos, de todas las edades, desde el fornido mocetón Martín, la agraciada Santitos, hasta el último rorro que empezaba a gatear. A Ernesto no le gustaba trabajar, y si lo hacía era para quedar bien con el amigo, y entonces sobresalía entre los mejores. Su gran afición era la caza. Podía decir dónde había pasado un venado, dónde merodeaban las guatusas, dónde se escondían los cusucos; y sabía cuándo los sajinos llegarían a comer las frutas caídas de los ojoches y tempisques. Tiraba con un rifle que había fabricado él mismo desde que el chopo de chimenea se lo decomisó la guardia. En el chopo fabricado por él mismo,

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usaba resortes de hule. Aquella decomisada ¡sí que era un arma! Una vez se apeó tres chachalacas con una sola rociada de municiones que hacía él mismo con tuquitos de alambre en vez de perdigones. El rifle que tenía, una vez le reventó para atrás, y le dejó la cara marcada con granos verdes.

—Patrón—me dijo un día—, lléveme a San Juan allá a donde usted va cada lunada. Se refería a la hacienda San Juan, a orillas del río Tipitapa, que yo administraba. —Me lleva de criado y no me va a pagar; pero me presta su riflito veintidós. Yo voy a conseguir unos tintos. Le brillaban los ojos de entusiasmo y de anticipada satisfacción. Con gusto lo llevé: era un ameno compañero. Al pasar por Masaya le propuse: —Vamos a comer una gallina, Ernesto. —Cómo no, patrón; nos comeremos una gallina. En un limpio rancho, cerca de la estación de Masaya, una robusta señora servía una suculenta sopa de gallina y los pasajeros de los trenes se aprovechaban de la sabrosa ocasión. Le pregunté después de pedir el almuerzo: — ¿Nos tomamos una cerveza, Ernesto? —Como no, patrón, nos tomamos una cerveza. Ernesto nunca decía sí, sino que repetía la pregunta en señal de afirmación. Al tomar el primer sorbo de cerveza, Ernesto asustado dijo: —Patrón, yo creyo que esto está malo, viera que feyo que está. Yo probé su cerveza y le aseguré que estaba riquísima.

—Vaya patrón, qué cosa, yo que pensaba que la cerveza era cosa buena, así como el compuesto. Llegados a San Juan, Ernesto salió muy ufano a cazar. Al buen rato volvió cabizbajo. —Patrón, viera que el riflito no pega. Revisé la mira y el cañón, disparé a un jícaro, el cual reventó al impacto. — ¿Ves que está bueno?— le dije, y traté de explicarle cómo se usan las miras. Ernesto sólo meneaba dubitativamente la cabeza: —Hubiera traído mi chopo, con los balines no se me va nada, pero una sola balita se pierde en la nada.

En cierta ocasión vino Ernesto afligido donde María, mi esposa. —Comadre, que se muere Juliancito, yo quisiera que vaya el Padre. María dijo que le ensillaran la mula Titina para ella y el Macho Goyo para el Padre y fueron a buscarlo a Niquinohomo. El Padre Don Francisco estaba dispuesto inmediatamente, pero de repente le preguntó a Ernesto: — ¿Sos casado con tu mujer? —No padre, vivimos así no más. —Pues no puedo llegar a una casa de pecado; antes de entrar tendría que casarte. Ernesto se asustó. —Vea padre, para eso de casarse no sé si tenemos ya suficiente confianza. Entre María y el Padre, quitaron a Ernesto sus escrúpulos y

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la pareja se casó. El muchacho se salvó con sulfas que le llevó María y Ernesto se ufanaba de ser casado.

En otra ocasión llegué con unos alemancitos cheles a su rancho. Estos se acomodaron sobre una canoa, bajo un enorme palo de zapote en el patio, mientras que Ernesto y yo conversábamos sentados a la puerta del rancho. —Santitos, serviles un pinolillo a los señores; les gustará— ordenó Ernesto. Mientras Santitos les ofrecía las blancas jícaras, Ernesto observaba a los cheles. Como dando palabra a sus pensamientos, Ernesto dijo: — ¡Si se les pudiera sacar raza a esos chelitos! — ¿Cómo es eso? le pregunté. —Pues vea, patrón, a estas mis monas se las van a sacar otros indios más feyos que yo, y saldrán otros monos como esos que yo tengo; yo quisiera tener unos chelitos bonitos. Le contesté: — ¿No ves que los cheles esos no sirven en el sol? ¿Ves cómo esos mis paisanos se derriten con el calor y se ponen todos colorados; crees que te pudieran ayudar en tus siembras? —Pues no, patrón, pero son lindos.

Murió Ernesto dejando una vasta prole. Era un buen hombre, sencillo, humilde, honrado como son todos esos Pupiros, Potosmes, Nororis, Contos, Macanches, Sanarrusas, Cerratos...

El Maestro Julio López era de otro temple. Un maestro carpintero, orgulloso de su arte; un viejo alto, fornido, que gustaba de un buen trago. Nunca hubiera permitido que de sus manos saliera un trabajo que no fuera bueno. Lo conocí cuando fui a buscarlo para que me hiciera una carreta, pues me lo habían recomendado como el mejor. Cuando le dije mi propósito me quedó mirando un buen rato. —Vea, don —me dijo al fin—: yo soy incómodo, yo le trabajo si usted quiere; pero yo no hago cosas chichiguantascas. Lo que yo hago es bien hecho, debe ser chichiguantasco. Yo no como comida de mozo; yo quiero mi pinol, mi camita, mis huevitos, mi cafecito, yo llevo mi hamaca y mis fierros y me echo un trago para comer; ese lo compro yo. Yo no trabajo en ajuste, porque si salgo mal, me robo a mí mismo y si salgo muy bien, le robo a usted. Yo gano ocho riales al día (entonces el peón ganaba quince centavos diarios). Me gustó el maestro. —Véngase —le dije—, nos vamos a entender. —Llevo a mi ayudante —se aseguró—, Mundico es muy bueno, es chichiguantasco y va a ganar cuatro riales y su comida. Ya me había dado cuenta que chichiguantasco era el apelativo más alto o más bajo del maestro Julio, todo estaba en la entonación con que lo decía. Muchos años me trabajó el maestro Julio; llegamos a ser buenos amigos y yo disfrutaba del vasto conocimiento de las maderas, de

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los dichos, de la historia poblana que poseía y que gustosamente repartía con su pintoresco modo de hablar. Siempre orgulloso de su trabajo, todo tenía que ser perfecto. Una vez, construyendo un techo para un silo, le dije que pusiera las varas de sonsonate, que estaban destinadas para alfajías, así no más, rollizas. Me miró indignado: — ¿Usted, un yanke alemán, me dice eso? ¡Ya parece tismeño! A la hora del almuerzo oí hachar. Era el maestro Julio que estaba labrando las varas en su tiempo libre. No me quedó más remedio que dejarlo hacer las cosas a su gusto: chichiguantascas. El maestro Julio se casó ya anciano, vivió orgulloso y honrado en su casita en Los Trapiches. Hace años que murió, pero heredamos a su ayudante, el Mundico, un notable carpintero, hábil como pocos, incansable para el trabajo, mientras no se le enturbiaba el cerebro con el guaro. El compañero Filemón halló la forma de componer a Mundico. En mi casa, Mundico se llama Paña, porque así lo bautizó mi hija mayor con su media lengua, cuando empezaba a hablar, allá en el año 1932. Desde entonces, Paña sólo ha trabajado para mí o para mis hijos. Cuando estábamos en apuros para concluir la Escuela Alemana, después del terremoto, lo mandé a ayudar allá, y mis paisanos alemanes se disputan ahora su trabajo.

Los gemelos Juan y Cachán López, eran tan idénticos en físico como diferentes en carácter. Ambos eran estimados trabajadores en nuestra finca. Juan era callado, serio, cumplido trabajador y abstemio. Cachán, al contrario, juerguista, bullanguero, inteligente, haragán y picado, pero simpático. Hasta sabía cómo arrancarle dinero al hermano. El pobre Juan murió tuberculoso, por no beber guaro, decía Cachán. Cachán era nuestro concierto o guachimán. Un día Cachán se fijó en que Cundo, otro trabajador, andaba espiando a la Payita, una bonita muchacha de nuestro servicio. —Ve Cundo, ¿por qué no le escribís una carta? —Pero si yo no sé escribir. —Te la voy a escribir yo, dijo Cachán. Dame para comprar el papel y tinta, porque con tinta queda mejor. No te voy a cobrar nada por el escrito; es cosa entre amigos, pero me das un trago para inspirarme. El famoso Cachán a duras penas podía garabatear. Pero en alguna parte se consiguió una hoja escrita de un libro de actas viejo, y le leyó a Cundo la primera carta de amor que había escrito. El enamorado quedó impresionado, más aún cuando recibió la contestación salida del mismo viejo libro de actas; y le obsequió otro buen trago por la lectura. El idilio iba viento en popa entre Cachán y Cundo, lo que producía a Cachán un abundante suministro de bebida estimulante; y la Payita inocente de todo. Una vez Cachán supo que

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la Payita había encargado unos zapatos en Masaya, porque le recomendaron que los trajera. Leyó a Cundo una patética súplica de parte de Payita, en la cual le pedía un par de zapatos para ir a la fiesta de Santa Ana. Cundo le entregó entusiasmado el dinero y Cachán, a la vuelta de Masaya, le enseñó los primorosos zapatos que había comprado. Cuando Payita fue a la vela de Santa Ana con sus zapatos nuevos y se le acercó Cundo, vino el desenlace, ya que la Payita se puso furiosa con el atrevido que le exigía los zapatos de vuelta, al ser rechazado en sus pretensiones. Cachán al ver el fin de la comedia, optó por retirarse, volviendo inmediatamente, al averiguar que el avergonzado Cundo abandonaba el campo.

Paulino Norori era un canastero. Sabía su oficio a fondo porque conocía todas las cepas de bambú que había en la comarca. Se aseguraba la primera opción a todas las varas de bambú que llegaran al estado de corte. Visitaba regularmente los sitios donde nacía el carrizo y vigilaba que nadie se le adelantara a cortar la codiciada materia prima. Cuando se acercaba la temporada de corte de café, crecía su negocio. El solar de su casita sobre la carretera al empalme, parecía un colmenar. Él tenía una numerosa familia, que era toda entendida en el oficio. Allí se rajaban las varas, se pelaban las tiras, se rebanaban los nudos, se aplastaban las fajas anchas, se armaban las estrellas del fondo, se tejían los lados y se remataban las orillas enrolladas de las canastas. Había canastas de venta, canastas encargadas, y canastas trabajadas. Las canastas no se diferenciaban entre sí, sino únicamente en la contabilidad mental de Paulino. Las canastas encargadas eran las que ya habían sido pagadas por adelantado y las de venta, eran aquellas de las que podía disponer; y las canastas trabajadas eran las que había hecho con material suministrado por dueños de cepas; entre éstos últimos clientes me encontraba yo, que tenía varias macollas de bambú en la finca. Pasada la temporada de canastas, se dedicaban todos a trabajos del campo, y sólo en las tardecitas atendían los pocos pedidos de canastas. Sus hijas, mayorcitas, dos jovencitas de ágiles dedos ejercitados en el tejido de canastas, resultaron muy competentes para limpiar los almácigos de café y tabaco; y me agradecieron siempre que por lo menos respecto a ellas había quebrado la superstición de que las mujeres no debían pisar las almacigueras de tabaco o de café, porque era “malo”. Los almácigos limpiados por ellas nunca sufrieron daño alguno. Pero pocos campesinos permitirán que las mujeres entren a los sandiales. Nadie sabe el por qué, pero nadie se atreve a hacer la prueba.

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Son muchos los caracteres que se encuentran en Niquinohomo, cada uno con una idea filosófica marcadamente suya, pero nunca la sabrían definir porque no se dan cuenta de que la poseen. Una rueda notables se reunía todas las tardecitas en El Retén. Aquí residía Manuel Salvador Baltodano. Maestro enfrenador, finquero, agente comprador, pulpero y, como por no dejar, tenía un estanquito. No faltaban nunca el General Marcos Potosme, Don Leoncio Pupiro, Don Frutos Sandino, quien se diferenciaba en la rueda porque era el único que pedía cerveza. El Retén era la entrada al pueblo y los parroquianos no faltaban nunca. Adolfo Zambrana y Pompilio Sandino asistían montados en sus caballos, porque los tres taburetes de Manuel Salvador ya estaban ocupados y los sacos de granos y cajones que hacían de asientos, ponían en peligro la inmaculada limpieza de sus atuendos. Lo que más se escuchaba allí era la charla amena, el chiste salado y los cuentos del pueblo. Este era lugar de reunión, aunque los otros estancos, llamaban con nombres deslumbrantes como: El Capricho de la Gata, El Salto de la Mona, Mar y Cielo, y otros semejantes.

Otro acontecimiento notable diario era la pasada del tren, y desde que se oía el pitazo en El Canal o en Catarina, empezaba a acudir la gente a la estación para tener unos minutos de contacto con el mundo de afuera.

¡Dichoso Niquinohomo, pueblo que refleja como ninguno el alma nicaragüense, en sus pocas flaquezas y muchas grandezas!

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glosario

AdmonizAbAn Aconsejaban, sermoneaban.

AlfAjíAs Madero que se usa para hacer cercos de ventanas y puertas. Madero de los que cruzan las vigas para formar el techo.

AlforjA Tira de tela fuerte, o tejido, que se dobla por los extremos formando dos bolsas grandes y cuadradas, que sirve para transportar una carga al hombro o a lomos de las caballerías.

AmuinA Desalienta. También tiene el significado de apenarse, avergonzarse, especialmente a los niños al mirarlos.

AndAmio Armazón de tablones o vigas para colocarse encima de él y trabajar en la construcción o reparación de edificios.

ApArejos Arreo necesario para montar o cargar las caballerías.

Aperos Conjunto de instrumentos y herramientas de cualquier oficio.

bAcinicA o bAcinillA Orinal en forma de tazón generalmente con argolla para transportarlo.

bAjAreque (Bahareque) Pared de palos entretejidos con cañas y barro.

bAmbAs Forma de referirse al dinero.

bAquiAno o bAqueAno Conocedor de los caminos y atajos de un terreno.

bAteA Especie de bandeja honda para llevar frutas, cajetas u otros alimentos. Las vendedoras las llevan en la cabeza.

bAteA chineAdA La batea que para ofrecer el producto la vendedora baja de la cabeza y la sostienen la rodilla.

bAteA de cuAjAr Batea usada para cuajar la leche.

bAteA de tijerA La batea que para ofrecer el producto la vendedora baja de la cabeza y la sostienen en un marco de madera en forma de tijera.

cAbullA Tejido que se realiza con fibra de henequén.

cAchipil Indica una gran cantidad de algo.

cAletA Cala, ensenada pequeña.

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cAnuto de bAmbú Parte de una caña de bambú comprendida entre dos nudos.

cArburo Combinación del carbono con un metaloide o metal, que se utiliza para el alumbrado.

cAseo Caseáramos, proceso de cobar alrededor de los arbolitos para acumular agua.

celeques Dicho de la fruta que esta tierna o en leche.

cinchAs Faja que se ciñe por debajo de la barriga de las caballerías para asegurar la montura o la albarda.

cinchones Soga que se echa encima de la carga para asegurarla.

cinchos Faja ancha para asegurar cargas.

cobAchAs Vivienda pequeña, pobre e incómoda.

convite Comida o agasajo que se ofrece cuando se celebra algo.

cucurucho Papel o cartón enrollado en forma cónica que se emplea para envasar caramelos, frutos secos, especias, etc.

cususA Bebida alcohólica que se obtiene a través de la fermentación del maíz, mediante un proceso que varía de acuerdo a cada región del país, al que se le agrega dulce de rapadura.

cutAchA Machete largo y recto.

chibolA Se llamaba chibola a las gaseosas artesanales que se tapaban con chibolas de vidrio que se ponían a presión y los gases hacían que la chibola ascendiera y así quedaba tapada la botella. Para destaparlas se empujaba la chibola hacia el fondo de la botella.

chopo Se le dice al rifle.

duchos Expertos.

enclenque Débil, enfermizo.

enchiquerAdos Hacinados, metido en un chiquero o establo donde se guardan los cerdos (pocilga).

engAtusAr Ganar la voluntad de una persona con falsos halagos y mentiras para conseguir algo de ella.

enlAinAr Forrar, revestir.

entenAdos Hijastros.

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fAchento Vanidoso.

gAmArrones Artículo que pertenece a la categoría bridas y bocados.

gruperA Cinta o correa, generalmente un pedazo de soga, que va unida por detrás a la silla de montar y que pasa en forma de lazo por debajo de la cola de la bestia, para fijarlas, de manera que éstas no se rueden hacia adelante.

guAbul Bebida de los misquitos, que se hace con pasta de plátano machacada y mezclada con agua, y a veces también con leche de coco o de vaca y con azúcar.

guAchimán Persona encargada de efectuar labores diversas al servicio de otra persona.

hAcer el piche Pararse en un pie.

henchido Henchir, llenar, ocupar con algo un espacio vacío.

horcAjAdAs Dicho de montar, cabalgar o sentarse: Con una pierna a cada lado de la caballería, persona o cosa sobre la que se está.

huAcAs o guAcAs Tesoro escondido o enterrado.

huAte, guAte Maíz destinado a forraje, que se siembra muy tupido y por ello no da fruto.

jeme Distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo posible.

juco Instrumento musical rústico originario de Nicaragua, elaborado con un jícaro cortado y tapado con un cuero al estilo tambor que a su vez está atravesado por una baqueta bañada con brea. Su sonido es similar a su nombre y se hace sonar con la yema de los dedos.

lámpArAs tubulAres Son lámparas que usaban kerosene para encenderlas y tenían una cubierta de vidrio en forma de tubo, de ahí su nombre.

mAcAnA Instrumento de labranza consistente en un palo largo con punta o un hierro en uno de los extremos, que sirve para ahoyar.

mAchos de tiste El tiste es una bebida nicaragüense hecha de maíz y cacao. Su presentación para la venta es como una masa con forma cilíndrica.

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mAncuernAs Pareja de animales o cosas.

máquinA coronA Máquina manual para moler maíz. Fue popular la marca Corona.

mecAtes Cuerdas generalmente elaboradas con cabuya o henequén.

mediAguA, mediAgüitA Construcción en que una de las paredes es más alta que su correspondiente opuesta, de modo que las lluvias corren a un sólo lado.

mocho Que carece de punta o de la debida terminación.

motetes Líos de ropa, envoltorio.

nisquezAdo, nixquezAr Cocer el maíz con ceniza y agua para desprender el hollejo.

ÑAmbirA Recipiente hecho de un tipo de jícaro que se vacía su contenido y sirve para llevar agua.

olote El corazón de la mazorca de maíz que se obtiene al desgranar el maíz. Se usa como tapón de jícaras y otros.

pAquines Revistas de historietas.

persogAr Atar a una bestia o res para que paste en un lugar seguro y adecuado (buey persogado).

prendedizo Tipo de árbol que pega con facilidad, del cual se cortan estacas para cercos u otros usos. De la punta brotan hijos.

quijongos Instrumento musical de cuerda pulsada, típico de los indígenas de Nicaragua y Costa Rica consiste en una vara de madera flexible, tendida en forma de arco por una cuerda de cáñamo, y que lleva sujeta en el centro una pequeña jícara que sirve como caja de resonancia, aunque a veces es reforzada apoyando la base del quijongo en otra caja.

rAjitA Rebanada o rodaja.

reAtA Cuerda o soga que ata y une dos o más caballerías para que vayan en hilera una detrás de otra.

rebenque Látigo o instrumento semejante que sirve para azotar.

retrAncAs Correa ancha, a manera de grupera, que coopera a frenar el vehículo (carreta), y aun a hacerlo retroceder.

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roconolAs Máquina de discos en un lugar público que funciona con monedas.

socolAs Socoladores “Limpiar” el terreno para sembrar. Cortar todas las malezas y arbustos que crecen bajo los árboles grandes para facilitar el corte de estos últimos.

sudAderos Mantilla para proteger el dorso del caballo.

tAbique Pared delgada y baja que separa habitaciones construida generalmente con cartones, papel o a veces de plywood.

tApesco Tejido de ramas delgadas que sirve de cama, y otras veces, colocado en alto sirve para colocar objetos como el tapesco de ahumar quesos.

tAsAjo Es un corte de carne de res, usualmente ahumado a la leña.

tenAmAstes Cada una de las tres piedras que forman el fogón y sobre las que se coloca la olla para cocinar.

tendAlAdAs Conjunto de personas o cosas que por causa violenta han quedado tendidas desordenadamente en el suelo.

tendAles Tela o lienzo que se preparan para que se sequen algunas cosas, especialmente frutos.

tocones Parte del tronco de un árbol que queda unida a la raíz cuando lo cortan por el pie.

totoposte Torta o rosquilla de harina de maíz, muy tostada. Tambien se usa para calificar algo mal hecho o feo.

trAjineAdos Usados.

trApiche Es un molino utilizado para extraer el jugo de la caña de azúcar, movido por fuerza animal, generalmente caballos.

trojes Estructura destinada al depósito de productos agrícolas

trozA Tronco aserrado por los extremos con corteza o sin ella, dispuesto para reducirlo a tablas.

zuncho Refuerzo metálico (puede ser anillo), generalmente de acero, que se usa como refuerzo.

zurrones Bolsa grande de piel o de cuero que se lleva colgada al hombro y que sirve para guardar cosas, generalmente comida, cuando se va al campo.