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//Homenajes a Académicos Fallecidos -Homenaje al Dr. Ernesto J. A. Maeder -Palabras de homenaje al académico de número fallecido Dr. Rodolfo Raffino -Homenaje al Académico de Número Dr. Rodolfo Raffino //Actividades de la Academia -Incorporación de la Dra. María Cristina Seghesso como Académica de Número -El municipalismo argentino. Perspectiva alberdiana en las provincias históricas -Incorporación del Gral. Diego Soria como académico de número -Una Guerra olvidada. La invasión Paraguaya a Corrientes en 1849 -Incorporación de la Dra. Beatriz Moreyra como Académica de Número -Cuestión social, modelo asistencial e historiografía en la modernidad liberal -Ciclo de Encuentros, “Nuevos enfoques en la historiografía argentina” -Ciclo “Diálogos sobre libros” //Presentaciones de Libros -Science In The Vanished Arcadia. Knowledge Of Nature In The Jesuit Missions Of Paraguay And Rio De La Plata (Leiden: Brill, 2014) -Fernando VII y la América Revolucionaria //Novedades Editoriales 3 5 6 9 10 17 18 23 24 30 31 33 34 36 Academia Nacional de la Historia de la República Argentina PDF descargable l www.anhistoria.org.ar 2º Cuatrimestre de 2015 Teléfonos: 4343-4416 / 4331-4633 / 4331-5147 ext. 110 - Balcarce 139 - C1064AAC - Buenos Aires - República Argentina Boletín Digital

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//Homenajes a Académicos Fallecidos-Homenaje al Dr. Ernesto J. A. Maeder-Palabras de homenaje al académico de número fallecido Dr. Rodolfo Raffino-Homenaje al Académico de Número Dr. Rodolfo Raffino

//Actividades de la Academia-Incorporación de la Dra. María Cristina Seghesso como Académica de Número-El municipalismo argentino. Perspectiva alberdiana en las provincias históricas-Incorporación del Gral. Diego Soria como académico de número-Una Guerra olvidada. La invasión Paraguaya a Corrientes en 1849-Incorporación de la Dra. Beatriz Moreyra como Académica de Número-Cuestión social, modelo asistencial e historiografía en la modernidad liberal-Ciclo de Encuentros, “Nuevos enfoques en la historiografía argentina”-Ciclo “Diálogos sobre libros”

//Presentaciones de Libros-Science In The Vanished Arcadia. Knowledge Of Nature In The Jesuit Missions Of Paraguay And Rio De La Plata (Leiden: Brill, 2014)-Fernando VII y la América Revolucionaria

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Lo primero que debo decir es que la persona de Er-nesto Maeder forma parte de casi todos los momen-tos más trascendentes de mi vida académica. Desde que lo conocí a los 22 años hasta 15 minutos antes de su fallecimiento Maeder tuvo un papel preponder-ante en ese aspecto. Y ello a pesar de que la mayor parte de los 35 años de nuestra relación estuvimos geográficamente distanciados.

Lo conocí en 1982. Un mes después del fallecimiento de mi madre, en septiembre, mi padre, quien también fuera Correspondiente por Entre Ríos de esta hon-orable Academia, organiza el III Encuentro de Geo-historia Regional en Concordia, tradicional reunión anual de las ciencias humanas en el NEA. Allí conocí a Maeder junto con quien fuera un tiempo más tarde mi director en el Conicet, Alfredo Bolsi.

En una cena, en ese encuentro, después de mi ex-posición a la tarde (primera en un encuentro cientí-fico), Maeder me invita a formar parte del equipo de investigadores del Instituto de Investigaciones Geo-históricas (IIGHI), recién fundado.

En marzo de 1983 voy a vivir a Resistencia. Entre septiembre de 1982 y diciembre de ese año Maeder me ayudó a tramitar una beca de iniciación en la in-vestigación en el CONICET. Por ello, le debo al dr. Maeder en primer lugar mi ingreso al mundo de la investigación científica como investigador rentado en el Conicet.

El Instituto creado por Maeder, el IIGHI, funcionó sus primeros años en un paraje ubicado a unos 15 kms

Homenaje al Dr. Ernesto J. A. Maederde Corrientes, el IBONE (Inst de Botánica del NEA) en Laguna Brava. Me tocó vivir la transición desde allí al nuevo edificio que Maeder había logrado con-struir en Resistencia, frente al campus de la UNNE. Tanto los agradables momentos de los diarios viajes durante varios meses desde Resistencia a Corrientes en una combi del IIGHI , como las periódicas visitas al nuevo edificio para verlo crecer fueron inolvidables para mí. Estando mi casa de paso al nuevo edificio del IIGHI muchas veces Maeder me buscaba para ir a ver juntos el edificio que se levantaba. Su orgullo de ver crecer lo que consideraba su obra sólo puede ser dimensionado por quienes compartimos esos mo-mentos con él.

A principios de 1984 se inauguró esa sede. En esas circunstancias debimos organizar las I Jornadas In-ternacionales de las Misiones Jesuíticas en el IIGHI. Sin presupuesto, quienes estábamos ahí, con Maed-er a la cabeza debimos acondicionar el salón de con-ferencias, el living de ingreso, oscurecer las venta-nas, arreglar el patio de ingreso, etcétera. Todo ese trabajo nos fortaleció como equipo, acentuó nuestra amistad con Maeder y la admiración por sus cuali-dades como ser humano. En 1986, me propuso como aspirante a una Beca para estudios de posgrado en una universidad norteamericana, la que se me con-cedió al año siguiente.

Mientras vivía en Resistencia, me casé y mi esposa se sumó a mi vida. Con ella vivimos 2 años en el Cha-co donde nació nuestra primera hija. En esas instan-cias de matrimonio nuevo y también padres recien-tes, Maeder y su entonces esposa Elena, tuvieron un rol más que importante. Fueron como padres guías y nos ayudaron con su ejemplo y consejo en algunas situaciones especiales. Maeder y Elena fueron de los pocos que nos acompañaron en el incomparable mo-mento de la paternidad dado que nuestras familias no vivían allí y el parto se adelantó. Esto es un ejemplo que nutre de afecto este vínculo que superó el de un maestro y un discípulo.

La obtención de la beca Fulbright me permitió no sólo conocer el mundo universitario norteamericano en la Universidad De Texas en Austin sino obtener un título universitario. El sistema norteamericano de posgrado en una de las Universidades más impor-tantes del mundo para estudios latinoamericanos no cuestionó en ningún momento mi título de grado en Historia. Y pude cursar la Maestría y obtener un título universitario. Ello me dio la posibilidad años después de obtener mi título de Doctor en Antropología en el sistema universitario argentino. O sea que, aunque en forma indirecta, también tengo una deuda con Maeder por ello.

Por el académico correspondiente DR. ALFREDO POENITZ

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La idea de Maeder con quienes fuimos a perfecciona-rnos a Estados Unidos era que regresáramos al IIGHI para ir fortaleciendo sus equipos. En mi caso, a pesar de que también ese era mi deseo no fue posible pues mi regreso en 1990 estuvo signado por la gravísima crisis económica argentina de esos años. Yo no es-taba en el CONICET y la Universidad no respetó un contrato hecho por ellos mismos donde me com-prometía a regresar a mis clases en la Facultad. Ya casado y con dos hijos me alejé de Resistencia para afincarme en un pequeño pueblo del nordeste de Corrientes, Gobernador Virasoro, donde me design-aron Rector organizador de una institución privada y donde permanecimos con mi familia durante 15 años. La relación con Maeder continuó mediante cartas, llamadas telefónicas y varias visitas que hiciera al pueblo invitado por quien les habla para dictar alguna de sus brillantes conferencias. Él estaba empecinado en que continuara mi vida académica. Y motivado por él, a pesar de mi desgastante función como Rector, continué en la investigación científica presentando

trabajos a congresos, publicando libros. La relación continuó tan cercana a pesar de la distancia física que hasta hemos llegado a escribir un libro en con-junto “Corrientes Jesuítica”.

También fue Maeder un importante consejero para los cambios de vida posteriores. Me asesoró en el momento de radicarme en Posadas donde las posi-bilidades de crecimiento profesional se presentarían con mayor facilidad. Siguió muy de cerca mis nuevos caminos en Misiones tanto en lo relativo a mi perfec-cionamiento académico, mi experiencia laboral en la dirección de un periódico y hasta en lo familiar. La relación de esos años era más por vía e-mail o telefónica. Los momentos de encuentros personales eran las Jornadas de Geohistoria o las de las Misio-nes Jesuíticas pero estos nos permitían momentos

de diálogo sobre nuestras vidas para mantener ese contacto que fue más allá del aspecto académico, fue asesor, impulsor y consejero.

Afortunadamente en los últimos años los encuentros fueron más frecuentes. Mis funciones en la CONEAU me llevaron a visitar Resistencia algunas veces y otras, coincidíamos en Buenos Aires, por nuestros re-spectivos trabajos. Pero, como Maeder era, además de brillante, incansable y generoso, aceptó en el año 2012 colaborar con el dictado de uno de los cursos matriz en la maestría en Cultura Jesuítico-Guaraní en Oberá, Misiones. Por lo que tuve el gusto de recibirlo en mi nueva morada y aprovechar de sus conocimien-tos que se multiplicaban en los alumnos que agra-decen haberlo tenido como docente. Maeder daba el contexto general del mundo cultural jesuítico-guaraní y de ese tronco se desprendían los aspectos particu-lares de las Misiones Jesuíticas que daba el resto del equipo docente. Y su presencia nos permitía, a mi esposa y a mí, compartir agradables momentos en

nuestra casa de Posadas, donde se hospedaba en los días de sus cursos. Y las últimas visitas las hizo acompañado de su fiel compañera, Lela, quien le di-era tantos momentos de felicidad estos últimos años.La Providencia hizo que también me tocara estar en los ratos previos a su fallecimiento. El martes 10 de marzo había sido invitado por la Dra. María Sáenz Quesada para definir el acto de incorporación a la ANH como Miembro Correspondiente por Misiones. Al llegar a la oficina de la Dra. Sáenz Quesada nos sorprendimos mutuamente con Maeder por encon-trarnos allí. Y me invitó a reunirnos al terminar mi entrevista. Durante una hora estuvimos conversando como amigos, despidiéndonos con un muy fuerte abrazo en el ingreso a la sala de reuniones donde disertaría sobre el historiador mexicano Silvio Zavala. Jamás pensé que sería el último instante en que lo

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vería. Un rato después se produjo su muerte en las circunstancias que todos conocemos.

En lo personal debe agradecer a Dios la presencia permanente a mi lado de grandes personas, general-mente mayores que yo, que han contribuido muy gen-erosamente a desarrollarme en esta profesión que amo. Pero a dos de ellos les debo más que a nadie:

a mi propio padre quien me marcó el sello del amor por la historia regional del NEA y me contaminó con la pasión por los papeles viejos llevándome desde muy pequeño a decenas de archivos históricos y al dr. Er-nesto Maeder porque afirmó con métodos científicos esa profunda vocación y, ya sin mi padre, se consti-tuyó en mi principal consejero en los momentos deci-sivos de mi vida personal y profesional.

Me corresponde hoy el triste deber de honrar la memoria del académico Dr. Rodolfo A. Raffino, quien falleció imprevistamente en la madrugada del 25 de mayo pasado, hace sólo diez días. Esta circunstancia y el impacto de la noticia me impiden hacer el homenaje puntual que nuestro colega se merece, por lo que mis palabras de hoy son apenas un recuerdo de las actividades que realizamos en colaboración en este Cuerpo, especialmente en relación con la Union Académique Internationale. Rodolfo Raffino se incorporó a esta Academia como miembro de número en 1994. Destacado arqueólogo y profesor de su especialidad en la Universidad Nacional de La Plata, su incorporación fue providencial para dar nueva vida al proyecto de la UAI del Corpus Antiquitatum Americanensium. Designado en 1996 delegado de nuestra Academia ante la UAI, Raffino se dedicó con entusiasmo a esta tarea y al año siguiente produjo el primer volumen argentino del proyecto: Los Suplicantes del Museo de La Plata. Digo el primero porque hasta el 2005 salieron de las imprentas seis volúmenes más que culminaron con los tres dedicados al arte rupestre de la Argentina indígena con láminas a todo color. Dentro de este mismo concepto editorial publicó y prologó el último volumen sobre la Imagen del felino en los Andes Meridionales. En todas estas obras Raffino actuó como programador, coordinador y prologuista, revisando los textos y la selección de las ilustraciones. En ningún caso quiso ser el autor, eligiendo como tales a los especialistas en cada materia. Y así hizo participar en las obras, entre otros, a Diana Rolandi, Eduardo Berberian, Mercedes Podestá e Inés Gordillo.

Palabras de homenaje al académico de número fallecido Dr. Rodolfo Raffino

Esta labor en el Corpus le valió a Rodolfo Raffino una gran estima en la Union Académique, por lo cual fue elegido vocal del Bureau para el período 2007-2011, pero razones económicas, desgraciadamente, impidieron su comparencia a las Asambleas.

Pero la labor arqueológica de nuestro colega no se limitaba a esta actividad editorial. Arqueólogo “de campo”, como gustaba definirse, recorrió Bolivia y el Noroeste argentino, descubriendo tramos del Camino del Inca -lo que le valió una caída desde un puente con fracturas de ambas piernas- descubrió la factoría inca de Suipacha y, lo que fue su mayor y justo orgullo, el hallazgo y reconstrucción de la ciudad inca el Shincal de Quimivil, a pocos kilómetros de la ciudad de Belén, Catamarca. La historia de este descubrimiento la plasmó en un libro El Shincalde Qimivil, que tuvo dos ediciones. No obstante, Raffino opinaba que su obra mejor y más madura era Poblaciones indígenas en Argentina. Urbanismo y proceso social precolombino, que alcanzó tres ediciones.

Esta breve evocación resultaría muy fría, vacía, si no recordara a Rodolfo como hombre. Raffino era una personalidad compleja. Se sentía más a gusto con su pala y su pico entre las piedras andinas que sentado en el sillón académico. Nacido en Saliqueló, solía decir que “venía de tierra de indios”. Trabajador tenaz, tenía algunos rasgos de carácter adolescente, tanto por su ingenua capacidad de asombro, por su afectuosidad espontánea, por su actuar desenfadado que no dejaba de sorprender en nuestros ámbitos, así como por sus rabietas un tanto infantiles, que le granjearon algunos problemas. Raffino era de una sinceridad que ignoraba toda diplomacia.

Trabajé mucho con él, asumiendo su capacidad y su temperamento, lo comprendí y le tuve un sincero afecto. Si tuviera que resumir su personalidad en una expresión, diría que era, raigalmente, un ser auténtico.

Murió en soledad, repentinamente, un 25 de mayo. Que Dios le dé la paz.

Por el académico de número, DR. CÉSAR A. GARCÍA BELSUNCE

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Conocí a Rodolfo Raffino en 1990, cuando inte-grábamos la comisión asesora de Historia y Arque-ología del CONICET. Esa relación profesional origino una afinidad personal profunda.

No se limitó a periódicos encuentros en las sesiones del CONICET. Contribuyó a esa vinculación los temas de nuestras respectivas investigaciones, él se espe-cializaba en las culturas aborígenes del Tucumán, poniendo el acento sobre el tiempo Inca. Yo estaba desarrollando una pesquisa sobre la historia del Noroeste, el Tucumán colonial, habiendo editado en 1986, un primer tomo que explica la historia nacio-nal desde la perspectiva de la región constitutiva que fue embrionariamente la matriz política y cultural de la nación. La crítica ponderó ese enfoque como una renovación en el campo de la historiografía argentina.Nuestra relación se convirtió en amistad estimulada por los frecuentes contactos derivados de los viajes de Raffino a la provincia de Catamarca donde en sitio contiguo a la población de Londres dirigía los traba-jos de restauración de las ruinas de la ciudad Inca del Shincal.

Por sus antecedentes académicos consideré que era destinatario de un sillón vacante en la Academia Na-cional de la Historia que tuvo como notable precursor a Samuel Lafone Quevedo.

Raffino se había graduado en la Universidad Nacio-nal de la Plata, en la carrera de Antropología, ám-bito de donde salieron destacados arqueólogos de nuestro país. Había colaborado con el Prof. Eduardo Cigliano (1926-1977), en el estudio sobre las ruinas de la Ciudad Precolombina de Tastil (Salta) que rev-elo la existencia de un asentamiento urbano anterior a la conquista Inca del Tucumán.

Cuando llegó su tiempo accedió como titular a la cátedra de Arqueología Argentina prestigiada anteri-ormente por el gran arqueólogo Rex González. Con-taba en su haber con importantes publicaciones de su autoría; “v.g. “Poblaciones Indígenas en Argentina” publicado en Buenos Aires en año 1991, Editorial TEA, que enriquecía con actualizado enfoque cientí-fico el estado del conocimiento sobre las culturas precolombinas aportado por los libros de Fernando Márquez Miranda” Los Diaguitas” y Antonio Serrano “Loa Aborígenes Argentinos” (1947). Más tarde pub-licó la cuarta edición de libro de Adán Quiroga “Cal-chaquí”. Obra estimulada por los autorizados juicios de Lafone Quevedo y Bartolomé Mitre. Raffino me obsequió un ejemplar con la siguiente dedicatoria: “Al querido amigo Armando Bazán, con un afectuoso

Homenaje al Académico de Número Dr. Rodolfo RaffinoPor el académico de número, LIC. ARMANDO RAÚL BAZÁN

saludo le envío, esta verdadera resurrección del re-cordado Quiroga. Museo de la Plata Julio 1993”. Mis colegas académicos consideraron que era una nominación acertada y por consiguiente Raffino fue incorporado como miembro de Número en la Aca-demia en una Sesión pública del año 1993, donde tuve la satisfacción de decir el discurso de recep-ción del nuevo miembro.

Como fruto de sus trabajos de restauración de las Ruinas de el Shincal, Raffino publicó un libro titulado “El Shincal de Quimivil” editado por Sarquís en el año 2005. Oportunamente el me había comprometido a escribir el prólogo de la obra con un argumento per-suasivo “este libro termina donde vos comienzas la Historia del Noroeste”.

La gestión de Raffino como miembro de Nuestra Aca-demia fue laboriosa y fecunda. Fue designado junta-mente con el Dr. Cesar García Belsunce como rep-resentantes ante la Unión Academique con sede en Bélgica. Era una representación bilingüe, pues Gar-cía Belsunce habla francés y Raffino se expresaba con soltura en lengua inglesa. Esa participación de la Academia en un organismo que congrega a institu-ciones similares de muchos países le valió el recono-cimiento del cuerpo directivo por la serie de publica-ciones que la Academia aportó sobre las fuentes para la prehistoria e historia Americana.

Raffino era admirador de Joaquín Quiroga. Caracteriza su personalidad con estas palabras: “su vida y carrera fueron tan vertiginosas como si en realidad hubiera hecho sombra en plena época de la cibernética, fue abogado, juez, diputado, intendente, poeta, natu-ralista, arqueólogo, geógrafo, periodista fundador de varios diarios y un eximio pianista que deleito hasta al mismísimo Lafone Quevedo en su retiro de Pilciao.

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Vivió muy rápido como anticipando el destino, un pa-decimiento sin retorno que acabaría con el a los 41 años en el Hospital Militar de Buenos Aires”.

En el libro “Calchaquí” que Raffino reedito en 1992, con comentarios críticos, demuestra como el recordado in-vestigador catamarqueño, pudo demostrar que el indio si tiene cabida en la historia Argentina a diferencia del juicio excluyente de Sarmiento. Para nuestro autor el legendario cacique Juan d Calchaquí es el conductor de una rebelión indígena que rechazaba el dominio europeo. Fue el brazo armado de la primera subversión indígena, el símbolo de un tejido cultural en franco rechazo al trasplante europeo que conducía a la perdida de territorios, desarraigo y muertes.

En esa línea de valoración de la tradición nacional es-tuvo también su contemporáneo Joaquín V. González, con su libro la “Tradición Nacional” de 1988, ambos fueron alumnos de la Universidad de Córdoba donde obtuvieron las borlas doctorales.

La Academia Nacional de la Historia rindió homenaje a Quiroga en un acto público que tuve el honor de pre-sidir acompañado por mi colega Raffino en noviem-bre del 2004; el gobierno de Catamarca se hizo repre-sentar por la ministra de Educación y Cultura Doctora Isabel Acuña, los disertantes nos referimos a distintos aspectos de la personalidad del notable investigador que había sido miembro de la Junta de Estudios y Numismática Americana.

Ahora como amigo y colega debo lamentar la muerte repentina del académico Rodolfo Raffino ocurrida en soledad el día 25 de Mayo del corriente año. Hago partícipes a mis distinguidos colegas de un acuerdo íntimo que había concertado con Raffino. Previsiblemente, por diferencia de edad, a él le hubiera correspondido despedir mis restos! Pero en estas cosas, el destino juega situaciones inesperadas!

Estaba convencido de que una vida consagrada a la investigación tendría frágil memoria cuando se planteó ¿qué quedará de mí cuando muera?. Y cerraba el interrogante con esta sentencia “mi memoria quedará registrada solamente en un nombre en el lomo de un libro o en una cita de pié de página”.

He sabido que su última voluntad era que sus deudos hicieran la cremación de sus restos. Yo diría que con toda justicia sus cenizas guardadas en una urna deberían quedar en la Cuidad del Shincal como homenaje a quien con sus desvelos hizo posible la recuperación física de la Ciudad Inca mejor conservada del Coyasuyu. Digo esto para que sus hijos tomen la decisión al respecto. Y anticipo que la Junta de Estudios Históricos de Catamarca promoverá esa iniciativa.

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Actividadesde laAcademia

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Se incorporó la doctora María Cristina Teresita Seghesso de López Aragón como académica de número, el día 12 de mayo. Abrió el acto el Presidente, doctor Roberto Cortés Conde, quien le entregó el diploma y el collar académico. La presentó el doctor Víctor Tau Anzoátegui y a continuación la Dra. Seghesso disertó sobre: “El municipalismo argentino. Perspectiva alberdiana en las provincias históricas”.

Incorporación de la Dra. María Cristina Seghesso como Académica de Número

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Rever el municipalismo argentino conlleva remontar la corriente constitucionalista impulsada por el liberalismo político que en el siglo XIX recorrió nuestro continente. Este proceso registra la afluencia y circulación de un entramado de ideas, de prácticas y un capital simbólico que, en interacción con el medio, se deslizó por las distintas jurisdicciones del Cono Sur. Se dio así, un cruce de intercambios en sociedades que al emanciparse irían consolidando identidades y cultura política.

A partir de los sucesos revolucionarios de Mayo, se dieron infructuosos pasos por dictar una Norma Suprema y siguiendo un difícil transitar -entre aciertos y malogrados intentos- la Constitución de 1853 marcó un punto de llegada y un punto de partida. Pudo dar sello estadual a la Confederación Argentina y perfiló un estado de derecho que cerraría su primer ciclo con la Reforma de 1860, la incorporación de Buenos Aires, y la capitalización del país.

Acorde con lo dispuesto por el artículo 5° de la Ley Fundamental de 1853, les cupo a las provincias históricas -a las que puntualmente nos vamos a ceñir- completar la tarea programada, pues para gozar de la garantía federal debían dictar sus constituciones asegurando la justicia, el régimen municipal y la educación primaria (en un principio gratuita), sin alterar el sistema representativo. Esta consensuada cláusula se convirtió en el mandato a cumplir a la hora de organizar el primer escalón de la sociedad, nivel del que décadas antes se habían paulatinamente eliminado los cabildos. Estos órganos locales que materialmente habían desaparecido, pervivían en la memoria institucional.

Llevado por la gran meta de organizar la república y con gran dosis de utopismo, Esteban Echeverría proyectó afianzar la democracia con un embrionario municipalismo. Lo enunció en el marco de una controversia epistolar con Pedro de Ángelis, editor del Archivo Americano, quien había lanzado una fuerte crítica al Dogma Socialista. De la segunda carta que en 1847 Echeverría dirige a su contradictor, emerge su disconformidad por la supresión de los cabildos e introduce su propuesta de descentralización municipal “sin hallar indispensables a los gobernadores”; expresión que desplazaba del escenario político a esos fortalecidos ejecutivos, y sin ofrecer un plan orgánico planteaba:

“¿Cómo se conseguirá ese fin? Por medio de la organización del poder municipal en cada distrito,

Por la Académica de número, DRA. MARÍA CRISTINA SEGHESSO

El municipalismo argentino. Perspectiva alberdiana en las provincias históricas

en toda la provincia, en cada provincia y en toda la República. [..]. El distrito municipal será la escuela donde el pueblo aprenda a conocer sus intereses y sus derechos, donde adquiera costumbres cívicas y sociales, donde se eduquen paulatinamente para el gobierno de sí mismo o la democracia, bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados”

En lugar de insistir con el dictado de una norma suprema que coronara en unidad al orden jurídico, como era la meta instituyente, invertía la dirección partiendo desde abajo, con sentido ascendente, y la Constitución vendría como producto de los hechos consumados, así decía:

¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la Sociedad Argentina una Constitución? al cabo de 25, 50 años de vida municipal, cuando toda ella la pida a gritos [… ] quiero, además, para realizar esa organización municipal la convocatoria de una Convención ad hoc, que reasuma toda la autoridad y poder de la República: que forme las leyes y dicte las disposiciones necesarias para planificarla,… [… ] quiero, en suma, que en los focos municipales se concentre toda la vida intelectual, moral y material de la Sociedad Argentina”.

Retrato Esteban Echeverria

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El objetivo era claro, y se ofrecía -expresa Pérez Guilhou- en utópica “fórmula de disgregar el orden social y político en un mundo de municipios de estructura idílica”. Inferimos que el núcleo de la propuesta, inmersa en el debate de su generación, conjugaba, sin mayor abundamiento, la soberanía popular con la soberanía de la razón ya que la articulación de esos municipios donde se educaba para la democracia debía funcionar “bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados”.

Minado por una endeble salud y desilusionado de que las fuerzas políticas actuantes arribaran a la soñada organización, Echeverría se acercó a Urquiza -figura en ascenso y prometedora en el ocaso del ciclo rosista- y le transmitió su proyecto de “organización del Sistema Municipal en cada distrito, en cada villa, en cada departamento de Provincia”, afirmando que “el sistema municipal es el fundamento necesario de toda federación, bien consolidada y cimentada”. El jefe entrerriano compartía esta idea, tal como lo demostró después de Caseros con el infructuoso intento de establecer una municipalidad en la ciudad de Buenos Aires, pero la debilidad física colocó a Echeverría en carrera contra el tiempo, por lo que decidió legar el proyecto a su amigo Juan B. Alberdi.

Esta atinada opción se produjo cuando una heredada cultura jurisdiccional, la vivencia posrevolucionaria de cuatro décadas, más concisas demandas sociales, latían en la mente del publicista tucumano y se combinaban con esa reiterada trilogía que relacionaba historia, razón y realidad. En la madurez de su pensar se abocó entonces a formular la tridimensional arquitectura del poder en sus niveles: nacional, provincial y municipal. La misión no era un esfuerzo abstracto, Alberdi había capitalizado la experiencia rioplatense y la había enriquecido con lecturas. Pretendía superar históricos enfrentamientos lindantes con la guerra civil que obstruían la unidad, y coincidía con Echeverría en poner freno a un poder supra provincial, que por vía formal y empírica se había acrecentado. Veía a “la República Argentina, inundada de gobernadores omnipotentes” que presentaban “el cuadro de los pueblos europeos del siglo XI, en que los grandes señores feudales eran los árbitros pesados de las ciudades”. En su reflexión desaprobaba la supresión de los Cabildos y como muchos de sus contemporáneos, ponderaba el modelo municipal norteamericano, al que percibía sustentado en un desarrollo institucional, afianzado en costumbres y libertades; en consecuencia, señalaba que el libro de Tocqueville -La Democracia en América-, obra de fama y fluida circulación, había constituido en gran parte “la demostración práctica de esta verdad”.

A su sólida formación Alberdi le sumó la oportunidad de tener a la vista el régimen capitular. Durante su exilio chileno pudo observar -como en un laboratorio-

el funcionamiento del Cabildo, ya que tras los Andes el instituto subsistía regido bajo los cánones de una república unitaria. El escenario de la inmediatez le permitió contactarse con una tradición viviente, experiencia que le llegó en una particular coyuntura de personal creatividad. Tras haber asimilado fructíferas etapas de filosofía especulativa y bajo el impacto de la escuela liberal clásica, decanta su conciencia constituyente estimulada por los requerimientos de institucionalizar el orden político de su patria.

En 1844, Alberdi arribó a territorio trasandino, en el que permanecería una década. El ejercicio de la abogacía y su pluma de escritor le permitirían enfrentar las necesidades del destierro, y trascender a la esfera pública como periodista, generando opinión a ambos lados de la cordillera. Al año, El Progreso de Santiago divulgó un interesante folleto de su autoría titulado Manual administrativo y judiciario de Chile, en el que metódicamente desglosaba disposiciones y cometidos que ilustraban sobre una figura de segunda línea: el Subdelegado; agente auxiliar del gobernador y presidente de la municipalidad, con los clásicos atributos del orden capitular indiano. Un funcionario en escala jerárquica debajo del Intendente de Provincia y del Gobernador Departamental. Dos años después, Alberdi abordaría el municipalismo, y aprovecharía las columnas de El Comercio de Valparaíso para resaltar que los avances “primordiales en los pueblos de la América del Sur”, eran resultado de las “mejoras municipales de orden material”, palabras que lo hermanaban con Echeverría, sólo que en su caso bajaba la dosis de idealismo enunciando un breve programa de obras públicas para las comunas en general y para las chilenas en particular. Así, instaba a la “gran causa del empedrado de las calles, de su incesante y continua reparación, de la construcción de veredas, de la nivelación del plano general de la ciudad, para facilitar el curso de las aguas, como medida de limpieza e higiene pública, de construcción de cloacas subterráneas y cerrazón de las abiertas en que hoy se fabrica la muerte que diezma nuestra población pobre alojada a sus bordes pestíferos” más la “construcción de puentes urbanos, de aperturas de calles nuevas sobre las tierras conquistadas al mar […] de cementerios lejos de la ciudad […] de alamedas y jardines de salubridad más que de recreo […] de cárceles menos aciagas que el crimen, de hospitales menos mortales que la peste, (y) de hospicios menos crueles que la orfandad”. Enfatizaba sobre “la necesidad de dar ensanche al poder municipal”, puntualizando sus atribuciones y recursos, e indicando que era imperioso “despertar el espíritu público”, un reclamo que seguiría anidando en las siguientes generaciones. Alberdi canalizó estas preocupaciones en libros de su autoría, y en función de constitucionalizar el Estado elaboró dos de aplicación inmediata: sus conocidas Bases difundidas después de Caseros (1852), acompañadas en su segunda edición por un proyecto constitucional,

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y sus Elementos de Derecho Público Provincial Argentino (1853) que completaba Bases. Destaca Tau Anzoátegui que desde 1852 se había producido un sensible cambio en nuestra literatura jurídica y esos dos textos encabezaban una selectiva nómina de obras orgánicas. El mismo Alberdi refiriéndose a ellos subrayaba que eran “parte de una misma obra, que abraza a la vez la construcción de las ruedas pequeñas y de las ruedas principales de la máquina compuesta y múltiple que se llama organización del Estado”. Asimismo, por pedido de Mendoza, le adosó a los Elementos un proyecto de constitución local, que incluía un acápite sobre “Poder Municipal, administración departamental”. Para su redacción solicitó a las autoridades mendocinas precedentes normativos y documentales en la materia, que llegaron tras cruzar la cordillera. De ahí que la impronta de la fuente vernácula aflora en la escritura del publicista tucumano, y naturalmente en la configuración del municipio, instituto que se distanciaba de la matriz chilena porque el modelo alberdiano fue diseñado para una estructura federal. Además, es de recordar que el Cabildo rioplatense prefiguró al municipio como a las provincias históricas.

En pocas cláusulas Alberdi restablecía al cabildo indiano en cada capital departamental, y al estilo de Constant -lectura favorita de sus años juveniles- lo tipificaba como “Poder Municipal”, con cierta subordinación a los órganos provinciales. Bajo innovadoras consignas democráticas labró un instituto con ediles electos popularmente, por sufragio universal y directo, configurando el cuerpo electoral con nativos y extranjeros sin distinción, quienes podían acceder a la función comunal, con remuneración, y gozando de amplio fuero -como los diputados- pues tenían inmunidad en “actos y opiniones” durante su desempeño. Para su funcionamiento previó recursos, y le otorgó los tradicionales atributos del gobierno capitular: salubridad, policía, ornato, enseñanza primaria, y justicia inferior, a los que Mendoza adosaría -sin efectivizar- la distribución del agua. Este proyecto básico fue, casi sin variantes, la Constitución Mendocina de 1854, y en el plazo de un lustro se extendió a las demás provincias, con distinta recepción e intercambio de influencias. Esta irradiación -prevista por su autor- fue sugerida desde la prensa paranaense por el barón Du Graty, al señalar que el proyecto mendocino “podía servir de tipo”. Casi literalmente lo repitieron los textos de La Rioja (1855), San Luis (1855), y específicamente en lo municipal lo tomó San Juan (1856). Incorporaron parte de sus cláusulas combinadas con otras de redacción propia las Constituciones de Catamarca (1855) y Córdoba (1855), las que con Mendoza fueron también fuente de parcial inspiración para Corrientes (1855) y San Juan. Hay indicios de que el articulado arribó a las Convenciones de Salta (1855), Jujuy (1855), Santiago del Estero (1856), Santa Fe (1856) y Entre Ríos (1860), corroborándose en estas últimas algún influjo de las

disposiciones salteñas, mientras que en Tucumán (1856) fue de mínima recepción pues obraba como precedente el Estatuto Provincial de 1852. Asimismo, la adopción de los atributos capitulares -consignados por Alberdi- fueron de aceptación general.

A esta especial difusión la incentivó la prensa. En Paraná, donde se había reunido el Congreso de la Confederación, fueron un disparador las observaciones críticas vertidas por Du Graty, director de “El Nacional Argentino”; opinión que fue reproducida por “El Constitucional” de Mendoza, y se extendió además con los acerbos comentarios de Casimiro Olañeta en el periódico salteño “La Organización”. Naturalmente, la incógnita se cernía en cuál sería el resultado al poner a prueba esta maquinaria dispositiva de textura constitucional, pues se advertía que dichos ayuntamientos debían implementarse en un paño de variadas idiosincrasias locales, que discurrían entre tensiones y dispar desarrollo. En la segunda mitad del XIX asomaron las dificultades de aplicación en muchas jurisdicciones, siendo Santiago del Estero una palpable muestra de ese problema. En Buenos Aires hubo intento de establecer el municipalismo con el decreto de Urquiza en 1852, y luego de su secesión como Estado independiente la dirigencia ensayó implementarlo en los partidos de la campaña con los jueces de paz, siendo incluido en un breve precepto en la Constitución de 1854 (art. 170). Las leyes orgánicas tropezaron en su ejecución con los avatares y el enfrentamiento armado con la Confederación. De ahí que recién con la incorporación de Buenos Aires, hubo un importante estudio de municipalización al discutirse el tema en la Constituyente bonaerense de 1873. Este debate pautó el municipio-partido orquestado en autonomías barriales con consejos parroquiales representados en un órgano central en la ciudad. Estructuró su gobierno con un Concejo Ejecutivo y otro Deliberativo, ramas que ya habían

Retrato de Juan Bautista Alberdi

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introducido Córdoba y Santa Fe, y las irían adoptando las restantes comunas del país.

La trayectoria institucional de la corporación había comenzado con Echeverría y Alberdi, pero contó con el apoyo de figuras prominentes como Urquiza, Mitre, Sarmiento, Valentín Alsina, luego Vicente F. López, Estrada, etc. Desde los inicios la entidad vivió avances y retrocesos con dificultades de instalación por la dependencia de los órganos provinciales y la falta de recursos. También obró en este proceso la discusión sobre su naturaleza política, la disyuntiva entre autónomo o administrativo, las variantes en la composición del cuerpo electoral, el distinto alcance de su poder tributario, más la diferencia de criterios que registró la jurisprudencia al conceptualizarlo. Una pluralidad de problemas, tendencias o ausencias, que incidían en las comunas y consecuentemente en la cotidiana vida de los habitantes.

Desde el comienzo, la propuesta alberdiana tuvo indiscutido consenso en el origen natural y necesario del municipio, juicio que se fundó en la condición gregaria del hombre y en el nacimiento espontáneo de toda sociedad a partir de la familia; parecer que se infiere del Texto de 1853, cuya cláusula no ordena establecer sino “asegurar” el régimen municipal, lo que hizo suponer a Sarmiento que para los constituyentes esa simiente ya existía. La duda recayó en la naturaleza política de la entidad y partió de terreno semántico. En su obra, Alberdi lo había denominado “Poder Municipal o administrativo”, explicando -sin mayor puntualización- que la ciencia había “subdividido” en poder “político y administrativo, entregando el primero, como más general, más arduo y comprensivo al Gobierno o Poder Ejecutivo propiamente dicho; y el segundo a los cabildos o representaciones departamentales del pueblo, como más inteligentes y capaces de administrar los asuntos locales…”. Esta distinción inspirada en el pensamiento doctrinario francés, en ese momento carecía conceptualmente de correlato con los vocablos autonomía y autarquía, voces ausentes en nuestro lenguaje jurídico-político. La disquisición no pudo evadir la fuerza de los hechos, empero, consideramos que la separación que hacía Alberdi entre lo político y lo administrativo no intentaba reducir el municipio a mera administración delegada por otro órgano, ya que le asignaba la categoría de “independiente”, sino a insertarlo en la base de una escalonada arquitectura del poder y a distanciarlo de la lucha facciosa. Esto último era un riesgo previsible pues la autoridad comunal sustentaba su legitimidad en el origen electivo, y con la caída de Rosas se había incentivado la agitación política acicateada por la competencia cívica. En tal sentido, fue notoria la movilización de los clubes electorales en distintos sitios, como sucedió en los comicios porteños de 1859, donde justamente se había exteriorizado la actividad del Club de Extranjeros apoyando a la agrupación de los artesanos. Paralelamente, esa

diferenciación entre lo político y administrativo no conllevaba una interpretación unívoca, siendo compatible con el sentir de Alberdi que buscaba equilibrios partidarios con espíritu de transacción para llegar a la república posible. Por eso, en la relación nación-provincias apuntó a empinarse sobre la confrontación concibiendo la “Unidad Federativa” como opción mixta de gobierno; una fórmula funcional a la unificación nacional que, señala Pérez Guilhou, en contenidos era “más unitaria que federal”.

Anticipándose a un claro debate del siglo XX, la cuestión sobre la naturaleza política del municipio -asunto medular que fortalecía a la institución- se planteó en la convención cordobesa de 1855, cuando aún se respiraba el clima de ideas en el que Alberdi había pergeñado el proyecto. El presidente de esta Asamblea preguntó a los partícipes de la misma, si era erróneo haber ubicado al “Poder Municipal” entre los “Poderes Políticos” siendo el mismo “puramente administrativo”. La respuesta -que desde la interrogación lo situaba como poder público- fue indubitable, el diputado Villada afirmó que no había error y fundó la razón política del instituto en sus atributos, pero con mayor precisión se expresó el convencional Zuviría, al decir: “Que el Poder Municipal era en cierto modo político pues debía su elección al pueblo y ejercía parte de la soberanía de éste delegada por él mismo y no por otro Poder, que por lo tanto lo consideraba bien colocado en el rol de los Poderes políticos”. Una posición que seguiría moviendo la opinión, y quince años después la reiteraría Luis V. Varela en la Constituyente bonaerense, en esta oportunidad el convencional hizo hincapié en que “una municipalidad que emana del pueblo, por el voto directo de los ciudadanos es un poder que recibe su origen del soberano que delega sólo en él las facultades especiales que ella ejerce”.

En vínculo con lo político, Alberdi había imaginado al espacio municipal como el lugar destinado para el aprendizaje de la democracia; idea que provenía de Tocqueville, para quien en este ámbito residía “la fuerza de los pueblos libres”. Tal como infiere Natalio Botana de La Democracia en América, estas “pequeñas fronteras encierran el acto creador de la libertad política”, la escuela donde abreva ese espíritu, y el punto de partida donde “nace la virtud democrática”. Con similar convicción, Alberdi había estatuido en las comunas el autogobierno, facultándolas para dictar ordenanzas que el gobernador no podía vetar y en razón de afianzar una política poblacionista nació de su inventiva el sujeto municipal, un hombre integrado a esa sociedad, sin distingos de nacionalidad, permeable a una pedagogía cívica, con directa participación política, gozando del sufragio y el acceso a la función comunal. En tanto que al ámbito político le dejó un cuestionado voto calificado.

Pese al perfil pautado para electores y elegibles en dicho

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proyecto, cuando por vía legislativa se comenzaron a instalar los municipios constitucionalizados, se produjo una reducción en la amplitud del sufragio. El cargo de edil -connotado como carga pública- fue limitado con exigencias de tipo económico (contribuyente), cultural (alfabeto), o capacidad profesional u oficio. Estos requisitos de inmediata aparición en Mendoza, fueron tendencia en la década del 70´ con restricciones impuestas en San Luis (C. 1871, art. 81), Córdoba (C. 1870, arts. 161, 162), Santa Fe (1872), Buenos Aires (C. 1873, art. 201 inc. 3 y 4), San Juan (C. 1878, art. 154 inc. 2 y 3), etc. Igualmente, como consecuencia del alud inmigratorio, se fijó que los extranjeros debían cumplir aquellas condiciones, más un tiempo de residencia, inscripción en registro propio y, según los casos, vínculo familiar con el nativo. Paralelamente, fuertes resabios indianos, que en el orden capitular privilegiaban al jefe de familia, subsistieron con distintos roles en Bs. As, (Dcto.1852), Mendoza (C.1854 y proy. 1867) y especialmente en Catamarca (1878) por influjo de Esquiú. En rigor, ajustes restrictivos y prescripciones de soporte tradicional, más ciertas previsiones limitativas para el inmigrante ante su presencia masiva, aparecieron en este moderno y nada fácil desarrollo comunal.

Ilustra en este proceso, la experiencia de la Constituyente bonaerense que discurrió entre 1870 y 1873, una asamblea provincial con vocación rectora, en la que campeó el espíritu reformista y un empeño institucionalizador. Resulta de interés la erudita palabra del convencional Vicente F. López, inscripto en el partido autonomista y adherente al modelo político inglés, quien se explayó en favor del parlamentarismo y aportó un proyecto constitucional; un texto-balance de sus escritos publicados en las Revistas de Buenos Aires y del Río de la Plata. Con interpretación de tono conservador avanzó al tema municipal desde una nueva definición de nación, conceptualmente opuesta a la francesa de Sieyés, aquí reflejada después de la revolución. Adhiriendo a una cosmovisión orgánica del poder negó que la nación fuera “agregación de individuos” expresando: “Estos individuos, moléculas de una nación, se hallan agrupados en diversas asociaciones especiales, y con formas propias que los convierten forzosamente en mundos separados y vivos del cuerpo social. El hombre molécula de Rousseau o de Grimke es un hombre fantástico y falso. El hombre real es hombre de familia, hombre municipal, hombre patrio, hombre época: nace y vive incrustado en una sociedad y en un siglo”. Acorde con lo dicho, afinó las razones que justificaban los recortes impuestos al electorado municipal. El vecino -decía- es “toda persona afincada en el distrito […] establecida allí con un negocio de fábrica o de comercio por mayor o menor, que le dé intereses propios en ese distrito haciéndolo contribuyente”. El “gobierno de lo propio -continuaba- es un gobierno de familia que no tiene nada que ver con la democracia”, y de acuerdo con la escuela liberal remitía a Stuart Mill sosteniendo

que en el municipio este derecho electoral “debería corresponder a los que pagan”. Apelaba a los fundadores de la independencia norteamericana, cuyo axioma -divulgado por Laboulaye- López tradujo al decir: “donde no hay representación no hay impuesto”, en referencia al principio no taxation without representation.

El influjo del proceso constituyente bonaerense tuvo recepción en Mendoza y el nexo personal fue el jurista Julián Barraquero, quien había cursado Derecho en la Universidad de Buenos Aires en 1889, se había desempeñado aquí como convencional y como senador un año después; experiencia con la que regresó a tierra mendocina. Imbuido del pensamiento organicista de su maestro José Manuel Estrada y bajo la dirección de Dardo Rocha, Barraquero elaboró su tesis: “Espíritu y práctica de la ley constitucional argentina”, en la que reiteraba los postulados alberdianos reforzados con el krausismo de Ahrens. Con el bagaje intelectual que le suministrara ese entorno arremetió su crítica contra los vicios del régimen político, y redactó una propuesta institucional que guardaba similitud con el pensamiento de Francisco Lieber y su libro “La libertad civil y el gobierno propio”. En su obra Barraquero hizo remisión a importantes autores y en un análisis comparativo resaltó el venturoso municipalismo en Inglaterra, E.U., Suiza, Holanda y Bélgica, al centralismo chileno, ciertas premisas contradictorias en Uruguay, declaraciones incumplidas en Bolivia, Perú y Ecuador, más la ausencia del régimen comunal en algunos estados sudamericanos. Reconocido por su solvencia en la materia fue convencional cuando se dictó la Constitución Mendocina de 1895; texto que incorporó una forma semidirecta de democracia para destituir a los ediles, mantuvo el sufragio comunal restringido (en lo cultural) y el municipio departamental. También participó en la constituyente que sancionó la Carta hoy vigente de 1916, y en todo momento defendió la autonomía municipal.

Respecto a la casi indiscutida calificación económica del sufragio municipal, es obvio que significaba un recorte del cuerpo electoral, pero por otro lado aparejó la participación política de las mujeres contribuyentes, tal como lo acreditan en pequeño número algunos registros de votantes. Ya en 1878, San Juan le había reconocido este derecho al sector femenino, y en 1938 también lo instituyó Santa Fe imponiendo la obligación de sufragar a las mayores de 22 años, con título universitario de profesión liberal, profesoras, maestras, o sólo contribuyentes. En algún caso la concesión fue parcialmente cercenada, como sucedió en Mendoza con la ley orgánica de 1916 (nº 702, art. 42), que les permitió sufragar pero les vedó ser electas (ley n° 702, art.42), y aunque paradojal, al democratizarse el sufragio comunal con la aplicación de la Ley Sáenz Peña para el sexo masculino, las mujeres quedaron excluidas del voto hasta 1947. Las mencionadas restricciones electorales no borraron

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del imaginario la percepción del municipio como cuna de democracia, objetivo que continuó como aspiración y se completó incorporando algunas formas de democracia semidirecta. Siguiendo las constituciones bonaerenses de 1873 y 1889, se adoptó el recall o sistema de destitución popular de los ediles en San Juan (C.1878) y en Mendoza (1895). Al procedimiento lo iniciaban 6 o 10 vecinos respectivamente, que se presentaban ante el Juez del Crimen, y éste en un juicio por jurados debía declarar si se hacía lugar o no a la cesantía del funcionario en un fallo inapelable. En la Constitución de 1883 (art. 144), Córdoba estatuyó la iniciativa y el referéndum municipal, en las primeras décadas del siglo XX los incorporó Santa Fe, siguiéndole otras provincias.

Se advierte que la trayectoria de instalación del régimen municipal insumió tiempo y tuvo particularidades en cada jurisdicción, transitando situaciones de dependencia del gobierno provincial e intromisión del ejecutivo, carencia de recursos, y diferencias entre urbes capitales y villas de zonas rurales.

La complejidad creció con la dicotomía conceptual entre municipio autónomo o administrativo, insinuado en la constituyente cordobesa de 1855 y claramente en la convención sanjuanina de 1878 al debatirse la facultad de la Corte local para dirimir litigios entre el gobernador y una municipalidad o entre municipios. En esta jurisdicción, el diputado J. Albarracín expresó que “siendo las Municipalidades, poderes administrativos” era más competente un tribunal especial; pero la opinión de la mayoría se opuso y sostuvo la competencia del Alto Tribunal porque “iba a guardar [resguardar] a las municipalidades de los avances del Poder Ejecutivo” ya que las mismas como “poderes autónomos” al igual que el gobernador debían ser sometidas a un poder del estado, es decir, esas causas eran “siempre cuestiones constitucionales”. Hacia el final de la centuria, esta problemática se vio también reflejada en las tesis defendidas en la universidad de Buenos Aires para acceder al grado de “Doctor en Jurisprudencia” , y en varias de ellas hubo remisiones a la fuente alberdiana.

La doctrina nacional escindida en pro o en contra de la autarquía o la autonomía se intensificó en el siglo XX. En esta centuria prevaleció la opinión de destacados administrativistas -como Bielsa, Marienhoff, y otros- filiados en la corriente de la autarquía que, hasta 1989, fue concordante con la jurisprudencia mayoritaria de la Corte. Una tendencia que tuvo a su lado a importantes juristas, pero también jugaron intereses centralistas, cierta descalificación de la opinión contraria, la intervención federal, y la residual experiencia de los gobiernos de facto.

En apretada síntesis se advierte que los sostenedores de la autarquía acentuaban la operatividad de los servicios y bajo la acción disciplinar del derecho

administrativo argumentaron que el municipio, carente de facultad legislativa y constituyente, era ente delegado no originario. En tanto que los defensores de la autonomía destacaban el poder político de la institución fundado en el autogobierno y en las competencias que le asignara Alberdi, atributos a los que sumaron la capacidad tributaria y el derecho a dictar su Carta Orgánica. Este debate se vio atravesado por los altibajos en el funcionamiento de las comunas, y en este devenir fue un hito emblemático el accionar de Lisandro de la Torre en defensa del municipalismo. Siendo diputado nacional presentó un adelantado proyecto en 1912 e influyó con su pensamiento en la malograda Constitución Santafecina de 1921; un texto que habilitaba a los municipios de primera categoría (por su población) para dictar Cartas Orgánicas. Pese a la frustración de los primeros intentos, el autonomismo renació con fuerza al calor del derecho público provincial, con las Constituciones sancionadas desde 1957 y luego con las que se dictaron a partir de 1986, corrientes que potenciaron un cambio de rumbo.

Con el discurrir de estos procesos la jurisprudencia fue fijando sus criterios. En 1870, poco después de instalada la Corte, ésta se pronunció por el respeto a las decisiones de las provincias sobre su régimen institucional, incluyendo el derecho municipal, pero en 1911, el Alto Tribunal dio un giro acuñando una doctrina que definía a “las municipalidades como meras delegaciones de los mismos poderes provinciales, circunscriptas a fines y límites administrativos”; opinión que con matices mantuvo en los años venideros, y recién en 1989, luego del citado rumbo constitutivo provincial registrado a partir de 1957 y de 1986, la tendencia comenzó a revertir con la causa “Rivademar”. Este fallo aconsejó revisar esa doctrina, y reconoció -como señala Gabriela Ábalos- “que los municipios nada tienen en común con los entes autárquicos”. Esta trayectoria se completó con la Reforma Nacional en 1994 que incorporó la autonomía municipal en el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero (art. 123).

Para concluir:Hemos visto que con sinuoso recorrido se construyó y se construye el municipalismo argentino. Enraizado en precedentes indiano-patrios fue activado por Echeverría, prescripto por los constituyentes de 1853, y teorizado en conexión con la memoria institucional por Alberdi; claro que su corporización fue obra de creación histórica. Sin contar con decantada práctica, el publicista tucumano fue nexo para que sobre la olvidada potestad de los cabildantes -entroncada en una cultura jurisdiccional- se cimentara el paso a la facultad constitucional de los municipales. Y en pos de este afán, elaboró un proyecto-base que se expandió por las provincias fundantes articulando la organización estadual desde abajo, pues quedaba trunca -como diría en 1873 el jurista José F. López- al empezar “siempre por arriba, por el gobierno y la región

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oficial de los políticos; sin comenzar por los cimientos del pueblo y la región popular de municipalidades libres”. Por este impulso, la corporación asumió rescatar atribuciones del desaparecido Cabildo, que en 1853 obraban en manos del gobierno provincial; un delicado tránsito que en el acto de instalación de la municipalidad de Buenos Aires en 1856, le hizo decir a Valentín Alsina: “Treinta y cinco años hace que todas las funciones municipales fueron absorbidas y se reconcentraron en el poder administrativo del Estado, y desde entonces han ido mezclándose e incrustándose de tal modo entre las funciones y atribuciones comunes del poder ejecutivo, que hoy viene a ser peligrosa su separación, si no se procede con la previsión y cautela que demandan las grandes innovaciones”. Pocos años después, también el gobernador de Mendoza -Nicolás A. Villanueva- adelantaba que por la misma razón debía aprestarse a devolver algunas funciones a la comuna.

En relación con esta devolución de facultades se encontraba la justicia inferior. Inspirado en la magistratura de los alcaldes, Alberdi la había situado como rama del municipio, aunque desde la desaparición del Cabildo y por el sistema de separación de poderes esa competencia había derivado a los juzgados de primera instancia, de donde no iba a salir; en tanto que la función de los alcaldes de Hermandad se fundiría en distintos agentes en la campaña, en el alcalde mayor en Santa Fe, en decuriones, pedáneos y en el subdelegado en Mendoza, o con exclusividad en los jueces de paz. Independiente de estos cambios, es de subrayar que sobre la justicia vecinal generalmente se ha cernido la distancia física, social y cultural entre jueces y justiciables. Constituyen una muestra las quejas alegadas en Córdoba en 1920. Ellas provenían de los habitantes de la pedanía de Santo Domingo en Cruz del Eje, y de los de Río Tercero que debían andar de Chazón a Etruria, pues desde ambas jurisdicciones había que llegar a juzgados que distaban a 10 o 15 leguas de sus hogares; cuestión que se agravaba con la manifiesta arbitrariedad de cierto magistrado de Cruz del Eje que sólo atendía dos horas diarias sin escuchar a quienes luego de sortear las fatigas del

camino se presentaban fuera de ese limitado horario. La casuística de tales carencias en la administración de justicia, ha transitado desde el pasado nuestro espacio nacional y ha develado problemas en torno a la disponibilidad del profesional, sobre la inmediación y el acceso al trámite judicial, como a la falta de celeridad y el costo del juicio. Un persistente dilema que en nuestros días halla un principio de solución con institutos locales de reciente creación. Esta respuesta ha llegado por decisión de la Corte Suprema en la Capital Federal (1987), dentro de una nueva justicia penal en Santa Fe, acusando medidas de descentralización judicial por acordada de la Suprema Corte en Mendoza, o con la justicia de faltas en comunas cordobesas, entre otras. Paralelamente, operan en esta dirección los instrumentos internacionales que desde 1994 (art. 75 inc. 22) han obtenido jerarquía constitucional. Asimismo, esta judicatura vecinal, también denominada de proximidad y pequeñas causas, apela a vocablos que encapsulan procesos, voces con carga significante de historicidad que, en nuestro presente, se han convertido en categorías conceptuales de aplicación en los campos jurídico, político e historiográfico.

De este itinerario se infiere además que la disquisición que hacía Alberdi entre lo político y administrativo separaba no sólo esferas de poder dentro de una cosmovisión integral, sino también apuntaba a tutelar el tejido de la sociedad civil en el municipio, evitando se inficionara con la omnipotencia de personalismos lanzados a la puja facciosa:

“Decir que la cuestión de organización se encarna en un nombre propio, -afirmaba Alberdi en 1853- es personalizar la ley fundamental, es darle nombre y apellido para hacerla odiosa de un partido; […] Incapaz de elevarse a la altura de lo impersonal, de lo objetivo, de lo general, esa política todo lo ve por el lado de la persona. No hay para ella institución, interés, ley, sistema que no se llame Juan o Pedro. Pone a un ferrocarril, a un banco, a lo más útil, nombre y apellido, y con eso sólo rehabilita la carreta de bueyes en las simpatías estúpidas del espíritu de facción, que prefiere andar a cuatro pies por no valerse de un camino de fierro construido por un antagonista político”.

Es obvia la preocupación del estadista tucumano por sustraer a la comuna de todo ejercicio autoritario de gobierno, habida cuenta de la experiencia con Rosas. Siendo parte de un contexto social fragmentado por enfrentamientos armados y no armados, crecía su temor ante la concentración de poder en líderes ungidos por un entramado de lealtades, problemática que -salvando las diferencias- en la normativa local del siglo XX se solapa en las reelecciones indefinidas -en este caso- de los intendentes. Por otra parte, si bien el impulso del municipalismo se sintoniza con la performatividad del lenguaje alberdiano -y de la

Retrato de Valentín Alsina

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cláusula quinta de 1853- el autor de las Bases conocía el límite de la ley al expresar:

“Bien sé que no bastaría un decreto o la sanción de una ley, para crear la libertad municipal de un día para otro. Municipal o general, toda libertad es obra del tiempo. Sin embargo el primer paso, su origen natural en la República, es la ley que decreta su existencia: el resto es de la educación”.

Finalmente, descontamos el aporte que a esta temática realizarán otros estudiosos de la historia y del derecho. Al respecto, nuestro objeto fue centrar la mirilla en el municipalismo que Alberdi bosquejó con su impronta y el devenir edificó; siguiendo este eje emergió bajo la lupa una compleja trama socio-institucional, nada lineal, signada por cambios relevantes o retrocesos, aciertos e inquietudes, que permanentemente se actualizan. Se sustanció así una lectura, con entradas y salidas del ideario alberdiano, que deslizó el foco de observación por la casuística comunal mostrando tendencias doctrinarias, espacialidades que se politizan, relaciones de poder enmarcadas en asimetrías lugareñas, una carga

significante de historicidad en expresiones que mutan a categorías conceptuales, razones empíricas y de intereses por encima de lo ideológico, consensuadas prácticas, o la aparición de un nuevo actor social, con directa participación política, a quien Alberdi otorga lugar en el municipio. En suma, nos hemos aproximado a un pasado-presente que ha obrado y obra en la calidad institucional del gobierno local y -consecuentemente- en la vida del vecino, ese sujeto municipal que diariamente se debate dentro de un colectivo social en construcción.

Al concluir colegimos, que la cuestión municipal sensiblemente se resignifca y problematiza en la dinámica de la realidad, hoy ante el mundo globalizado, y quizás sea la singularidad de este fenómeno instituyente -idealizado o real- de antigua y nueva data, el que vuelve a ese imaginario tocquevilliano del origen, que decía: “El hombre es quien constituye los reinos y crea las repúblicas: la comuna parece salir directamente de la mano de Dios” (La Democracia en América).

Se incorporó el general Diego Alejandro Soria como académico de número, el día 2 de junio. Abrió el acto el Presidente, doctor Roberto Cortés Conde, quien le entregó los atributos académicos. Lo presentó el doctor Miguel Ángel De Marco y a continuación el general Soria disertó sobre: “Una guerra olvidada. La invasión paraguaya a Corrientes en 1849”.

Incorporación del Gral. Diego Soria como académico de número

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El período de gobierno en Buenos Aires del general Juan Manuel de Rosas, que regía los destinos de la Confederación Argentina, fue aquel en que en más conflictos bélicos internacionales se vio envuelta nuestra patria, viéndose obligada a luchar con uruguayos, brasileños, paraguayos, bolivianos, franceses y británicos. Algunos de ellos, específicamente los que enfrentaron a Bolivia y al Paraguay, son poco conocidos porque fueron llevados a cabo solamente por determinadas provincias, a causa de la peculiar organización de la Confederación y a que la masa de sus ejércitos estaban empeñados en otras conflagraciones de mayor magnitud. Por eso, en el caso que vamos a recordar, la provincia de Corrientes debió librar la guerra con sus solas fuerzas.Por varias décadas, gran parte del territorio correntino fue ocupado por el Paraguay, y esta situación recién tuvo término con la guerra de la Triple Alianza.

Durante esta ocupación, en varias oportunidades pretendieron los paraguayos ampliar su dominio sobre nuestro territorio, siendo el intento más importante el realizado en 1849, que dio lugar a una campaña militar prácticamente desconocida en nuestra historia de guerra.

La imprecisa demarcación fronteriza del período hispánico provocó que, al separarse el Paraguay de las otras provincias del antiguo Virreinato del Río de la Plata, se originara un problema de límites con Corrientes. Paraguay siempre tuvo pretensiones sobre el territorio correspondiente a las antiguas misiones jesuíticas de guaraníes y en 1825, durante el gobierno de Gaspar Rodríguez de Francia, sus fuerzas se apoderaron de algunos pueblos de ellas. En 1832 fuertes destacamentos se situaron en la Trinchera de San José (actual Posadas) y Candelaria, y al año siguiente extendieron su dominio en jurisdicción correntina. Recordemos que en esa época el territorio de la actual provincia de Misiones formaba parte de Corrientes.

En 1842 era gobernador de Corrientes D. Pedro Ferré, quien firmó un acuerdo entre su provincia y el Paraguay, por el cual, en una cláusula secreta, Ferré reconocía el derecho paraguayo sobre parte del territorio correntino.

Durante el gobierno del general Joaquín Madariaga, hallándose éste en guerra contra la Confederación, firmó el 21 de noviembre de 1845 un tratado con el Paraguay, por el cual le cedía el territorio comprendido entre la Tranquera de Loreto y las puntas del río

Por el académico de número, GENERAL DE BRIGADA (R) VGM DIEGO ALEJANDRO SORIA

Una Guerra olvidada. La invasión Paraguaya a Corrientes en 1849

Aguapey, hasta dar con la frontera del Brasil en las costas del Paraná.

En esa época se llamaba “tranquera” al lugar en que el camino real cruzaba la “Zanja de Loreto”, que los jesuitas habían construido como límite de la estancia Santa María, dependiente de la reducción de Candelaria. La Tranquera de Loreto se encontraba aproximadamente en el lugar en que actualmente la ruta provincial 17 desemboca en la ruta nacional 12, a 40 kilómetros al oeste de la ciudad de Ituzaingó. En cuanto al Aguapey, recordemos que nace cerca de Posadas y corre hacia el sur por territorio correntino, hasta desembocar en el río Uruguay entre los pueblos de La Cruz y Alvear.

Este tratado dejaba la costa del Alto Paraná y la mitad de la superficie de la actual provincia de Misiones en poder del Paraguay. Como consecuencia de él, un cuerpo expedicionario paraguayo de 4.500 hombres bajo el mando del hijo del presidente Carlos Antonio López, el general Francisco Solano López (que tenía solamente 18 años de edad), fue enviado a territorio correntino para reforzar al ejército provincial del general José María Paz. Pero estas tropas no llegaron a entrar en combate por cuanto el general Justo José de Urquiza, que comandaba las fuerzas de la

Óleo de Juan Manuel de Rosas

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Confederación, se retiró al ocupar Paz una posición inexpugnable en Ubajahy.

Al caer posteriormente Madariaga tras su derrota en el Potrero de Vences en diciembre de 1847, los paraguayos continuaron en posesión de parte del suelo correntino. Esta ocupación era ilegal por cuanto el gobierno correntino no tenía derecho a ceder al Paraguay una importante porción de su territorio, ya que éste era patrimonio común a toda la Confederación Argentina.

Ya antes del combate de Vences, cuando el coronel Benjamín Virasoro, cumpliendo órdenes de Urquiza, marchaba con sus fuerzas correntinas federales a enfrentar al gobernador Madariaga, intimó a oficiales paraguayos emplazados en el Aguapey a evacuar el territorio de la margen izquierda del Paraná que ocupaban, bajo amenaza de expulsarlos por la fuerza. Los paraguayos hicieron caso omiso de la intimación y Virasoro no llevó adelante sus amenazas.

Uno de los motivos que movía a los paraguayos a ocupar parte de la provincia de Corrientes, era la necesidad de mantener comunicación con el estado brasileño de Río Grande do Sul, y de esta manera romper el bloqueo a que los había sometido Rosas, quien no había reconocido su independencia, bloqueaba el río Paraná y prohibía el comercio con el vecino país. Comerciantes riograndenses, con la complacencia del gobierno imperial, vendían fuertes partidas de armamentos al gobierno paraguayo.

En 1848 un aventurero húngaro al que se le dio el grado de coronel del ejército paraguayo, el ingeniero Franz Wisner von Morgenstern, planeó cruzar las misiones correntinas a fin de recibir sobre el río Uruguay frente a Sao Borja, una importante partida de armas que debía entregarle el diputado brasileño Pedro Fernandes Chaves. También iba a intentar una revolución contra el gobierno del general Benjamín Virasoro, apoyando a correntinos antirrosistas.

Este plan fue aprobado por el presidente Carlos Antonio López, quien pensó aprovechar la tirantez de las relaciones entre la Confederación Argentina y el Brasil que pusieron en septiembre de 1848 a ambos países en peligro de guerra. López actuaba en este sentido de acuerdo con el representante diplomático brasileño ante el gobierno del Paraguay coronel Pedro Alcántara de Bellegarde, quien a su vez tenía participación junto con Fernándes Chaves y Morgenstern en el negocio de la venta de las armas. Estos tres personajes convencieron al presidente paraguayo de la inminencia de la guerra.

Pero al poco tiempo cambió el gobierno brasileño y el nuevo limó asperezas con Rosas y mantuvo con él buenas relaciones. No obstante, debido a las malas comunicaciones, en Asunción no se conocían aún a

mediados de 1849 esas noticias.

El 10 de junio de ese año el presidente López dio a conocer un decreto que expresaba que el derecho paraguayo al territorio de las Misiones comprendido entre los ríos Paraná y Uruguay era incuestionable, y que el congreso nacional lo había facultado para tomar la ofensiva en mérito a las abundantes razones militares que aconsejaban la ocupación de dicho territorio. En virtud de estas consideraciones se decretaba “llevar a efecto le ocupación definitiva del territorio que entre el Paraná y el Uruguay pertenece a la República y que desde el tiempo de la emancipación política pertenecía a la jurisdicción del Paraguay en el mando del último gobernador español D Bernardo de Velazco”.

Coincidentemente lanzó una proclama “a las fuerzas nacionales en operaciones sobre el Uruguay y la tranquera de Loreto”, señalando que la defensa y seguridad de la república exigía la ocupación de algunos puntos importantes del territorio nacional. Decía: “No vais a invadir un territorio ajeno; no vais a llevar la guerra a ningún estado vecino; vais a sostener el buen derecho de vuestra patria…”. Hizo ocupar con tropas la isla de Apipé (lo que ya había hecho en 1846), de la que fueron expulsados sus habitantes. Al mismo tiempo fue elevada a 6.000 hombres la guarnición de la Trinchera de San José.

El 27 de junio se pusieron en movimiento las tropas de la Trinchera. Una división de 3.000 hombres al mando del coronel Legueisa marchó hacia el sur cruzando las desiertas misiones correntinas hacia la costa derecha del Alto Uruguay; tenía como objetivo el Hormiguera (9 km al sur de Santo Tomé). Otra división maniobró hacia el oeste por la banda izquierda del Alto Paraná; su objetivo era la Garganta de Loreto y San Miguel. De esta manera se denominaba la zanja que habían construido los jesuitas y que ya hemos mencionado. Se encontraba aproximadamente a 150 km al este de la capital de la provincia.

El objeto de estas operaciones era extender la ocupación del territorio entre ambos ríos. Además, la columna del sur tenía como misión mantener libres las comunicaciones con el Brasil y principalmente tomar contacto con los proveedores de armas de ese país. La columna del oeste, por su parte, debía asegurar la posición militar del Paraguay. En efecto, las guarniciones de Candelaria y Trinchera de San José podían ser fácilmente sorprendidas y batidas, y sus partidas exploradoras debían alejarse a grandes distancias para cumplir su misión. En cambio, la posición que ocuparon en la Garganta de Loreto y San Miguel era muy fuerte y protegía el territorio que estaba en su poder. Por otra parte, desde allí los paraguayos tenían una base de operaciones sobre los departamentos de la zona y se ponían incluso en condiciones de operar sobre la capital.

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La división del oeste cumplió su misión sin oposición y alcanzó la Garganta de Loreto y San Miguel, a la que ocupó, levantó trincheras y estableció su acantonamiento. La división del sur llegó hasta el Hormiguero, donde acampó. Allí cruzó el convoy con fusiles y munición que Fernandes Chaves enviara desde Sao Borja, el cual fue remitido inmediatamente a la Asunción.

En el Hormiguero se unió a los coroneles Legueisa y Morgenstern un grupo de correntinos antirrosistas emigrados al Brasil, quienes nombraron “gobernador provisorio de la provincia” a Gregorio Valdés. En este grupo se encontraban distinguidos oficiales superiores del ejército provincial.

La provincia de Corrientes estaba gobernada desde fines de 1847 por el general Benjamín Virasoso, quien había asumido el mando con el apoyo de Urquiza después del combate de Vences. Le había pedido instrucciones a Rosas acerca de la conducta a seguir con los paraguayos. El ministro Felipe Arana le contestó el 8 de febrero de 1848 que no debía entrar en negociaciones políticas de ninguna clase y no debía darle a Carlos Antonio López otro título que el de gobernador. El ministro también expresó que mientras el Paraguay persistiera “en la figurada independencia en que pretendía hacerlo aparecer su gobierno, no debía permitir que pisasen el territorio correntino fuerzas de ninguna clase de las del Paraguay, a no ser que previamente se le instruyese del objeto que llevaran y en tal caso, si él fuese inocente y de poca importancia, podía permitirlo; pero que si a su juicio fuere de alguna trascendencia, debía impedir lo ejecutaran, hasta tanto que instruído debidamente el encargado de las relaciones exteriores, resolviese lo que correspondiera”.

El ejército de la provincia se basaba en las milicias departamentales, en su mayor parte de caballería, y algunas unidades de infantería en la capital y Goya. A mediados de 1848 las listas de revista muestran que las fuerzas de la provincia sumaban 7.482 hombres, el 80% de los cuales eran de caballería. Contaban con 28 viejas piezas de artillería.

Al enterarse de la invasión paraguaya, el gobierno puso en acción a sus tropas. El comandante general de armas coronel Miguel Virasoro enfrentó a la división enemiga del oeste sobre el Paraná, mientras el comandante general de la frontera del Uruguay coronel José Antonio Virasoro lo hacía contra la división del sur, hostilizándola permanentemente con las milicias de los comandantes departamentales de la zona.

En Asunción, el presidente López recibió finalmente la partida de armas, pagando con holgura a Fernandes Chaves; pero su hijo, el joven general Francisco Solano López, se enteró del negociado y que se había

especulado falsamente con una guerra entre sus dos fuertes vecinos, por lo cual se trasladó al Hormiguero, donde tomó el mando del ejército y destituyó a los coroneles Legueisa y Morguenstern y a éste puso preso y estuvo a punto de fusilar. Posteriormente se reconciliaría con él, quien construiría el Palacio López, sede del gobierno del Paraguay hasta el día de hoy y sería el comandante de ingenieros de su ejército en la guerra de la Triple Alianza.

A fin de obligar a retirarse y terminar su guerra de recursos a las milicias correntinas y recuperar los arreos de ganado yeguarizo y vacuno que se habían hecho, el general López emprendió la marcha hacia el sur y llegó hasta inmediaciones de la desembocadura del río Aguapey, en el río Uruguay (cerca de donde se alza actualmente el pueblo de Alvear). Desprendió de allí una columna con la misión de tomar La Cruz, pero fue rechazada por las tropas de ese departamento.Entretanto, las fuerzas correntinas se vieron reforzadas con las milicias de otras zonas de la provincia. Posteriormente, el gobernador en persona salió a campaña para comandar el ejército y estableció su cuartel general en San Roque. El coronel Miguel Virasoro se instaló en la capital como gobernador delegado.

Ante la acción decidida del ejército correntino, el general López se vio obligado a retirarse a las posiciones que los invasores ocupaban al comienzo de la campaña en la Tranquera de Loreto y Trinchera de San José, abandonando al “gobierno” títere que habían formado. Durante esta fase de las operaciones se desempeñó como jefe de la vanguardia paraguaya un correntino antirrosista, el general José Domingo de Ábalos.

Durante esta campaña no se libraron combates de importancia. Las milicias correntinas, ante su

Retrato de Pedro Ferré

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inferioridad numérica y de armamento, evitaron librar batallas campales, dedicándose a hostilizar permanentemente al enemigo, atacando sus dispositivos de seguridad y retirándose. Con ello lograron quitarle libertad de acción, no le permitieron dominar más que el terreno que pisaban sus tropas y lo cansaron y desangraron, obligándolo finalmente a retirarse. Fue la típica guerra de guerrillas gauchas, que con tanto éxito iniciara el general Martín Güemes en Salta y que la Guardia Nacional correntina repetiría en 1865 ante la gran invasión paraguaya de la guerra de la Triple Alianza.El general López tomó medidas ante estas derrotas que sufrían sus fuerzas en la guerra de recursos que le oponían las milicias correntinas y comenzó a aplicar un procedimiento que repetiría infinidad de veces en la guerra de la Triple Alianza: sometió a consejo de guerra a los jefes vencidos Francisco Meza y Juan de Dios Acosta y los hizo fusilar.

Mientras se desarrollaban las operaciones, el 4 de octubre se sublevó en Itatí el teniente Manuel Vallejos, que sería más tarde protagonista de numerosos episodios recordados en la historia correntina, a quien se lo conocía con el apodo de “el Pájaro”. El gobernador despachó milicias para sofocar el alzamiento. Vencidos los rebeldes, su jefe pidió ayuda al comandante paraguayo del Cerrito, quien envió tropas en su auxilio. Se produjo un combate con las fuerzas leales y finalmente los paraguayos se replegaron a su territorio acompañados por 400 correntinos implicados en la rebelión. Los emigrados llevaron consigo a la venerada imagen de la Virgen de Itatí y a los prisioneros que habían tomado durante la revuelta. El gobernador delegado exigió la devolución de los prisioneros y de la imagen de la Virgen, a lo que accedió el jefe paraguayo. En noviembre Itatí estaba completamente pacificado.

El encargado de las relaciones exteriores de la Confederación y gobernador de la provincia de Buenos Aires general Rosas, recién se enteró el 14 de agosto de los sucesos ocurridos en Corrientes por medio de una carta que el gobernador Virasoro le escribiera un mes antes. En ella le informaba que los paraguayos ocupaban con 3.000 hombres el Hormiguero y con otros tantos la Tranquera de Loreto, mientras en Apipé se concentraba un fuerte ejército de 18.000 hombres.

Rosas apreció que el Paraguay se había lanzado a la guerra con el apoyo brasileño, por lo que ordenó al general Tomás Guido, su representante diplomático ante la corte de Río de Janeiro, que pidiera explicaciones a ésta y, en caso de no satisfacerle, sus pasaportes anunciando el estado de guerra.

De inmediato preparó las fuerzas de la Confederación; ordenó la movilización del ejército de operaciones y remitió a su comandante, el general Urquiza,

munición, vestuario, artillería, 2.000 fusiles, 3.000 sables, botiquines y otros efectos. Además compró 6 cañoneras armadas para la guerra fluvial y las envió a Corrientes. Entre ellas fue la “Carlota”, primer vapor de guerra argentino. También mandó armamento, munición y equipo a Corrientes.

Virasoro solicitó además auxilios a Entre Ríos. El general Urquiza ordenó entonces que se organizara una fuerte división de las tres armas bajo el mando del general Eugenio Garzón para operar contra los paraguayos en el Alto Uruguay.

Rosas, por su parte, ordenó a la división del coronel Martín Hidalgo, que estaba operando en el Estado Oriental, que pasara a Entre Ríos a órdenes de Urquiza. Las fuerzas de Garzón e Hidalgo no llegaron a actuar al tener conocimiento de la retirada paraguaya. También el gobierno santafesino se sumó a la lucha contra el invasor ofreciendo a Corrientes armamento y munición.

El 16 de octubre el presidente López propuso por nota a Rosas:1) Aplazar el reconocimiento de la independencia paraguaya.2) Buscar una fórmula para las relaciones entre el Paraguay y la Confederación.3) Renovar el tratado de federación firmado entre Buenos Aires y el Paraguay en 1811.4) Alianza militar.

Rosas, que sin duda no creía en la sinceridad de la propuesta, solamente acusó recibo de la nota el 4 de noviembre.

El 19 de marzo de 1850 la legislatura bonaerense

Retrato de Carlos Antonio López

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autorizó al gobierno la disposición de bienes sin limitación hasta tanto se hiciera efectiva la reincorporación de la provincia del Paraguay a la Confederación Argentina.

Pero Rosas no tenía realmente intenciones de operar ofensivamente contra el Paraguay. En esa época ya dudaba de la lealtad del ejército de operaciones de Urquiza y no iba a arriesgar con él un ataque al fuerte ejército paraguayo de 25.000 hombres, muy hábiles y aguerridos en las operaciones defensivas. Pero tampoco podía descuidar su flanco expuesto, y por ello decidió movilizar el mencionado ejército, lo que fue cumplido por Urquiza el 1º de mayo de 1850.

Aparte de la amenaza paraguaya, existía también la francesa; en efecto, acababa de llegar al Río de la Plata la escuadra del contraalmirante Lepredour, compuesta por 14 buques que, además de sus 2.000 tripulantes, llevaba embarcados 2.500 infantes. La ambición colonialista francesa y su apoyo permanente al gobierno montevideano en guerra contra la Confederación, constituían a estas fuerzas en un peligro efectivo para la Argentina. Este era otro motivo para evitar un enfrentamiento directo con el Paraguay.Aunque los paraguayos habían evacuado la zona del Alto Uruguay, siguieron conservando en su poder la isla de Apipé y el sector del Alto Paraná y en 1850 repitieron su invasión.

Desde la Tranquera partió el 25 de abril una columna de 1.500 hombres en dos agrupaciones. La menor, de 400 hombres, descendió bordeando el Aguapey por su margen izquierda y alcanzó el río Uruguay. La otra agrupación, que operaba a la izquierda de la anterior, llegó hasta el Hormiguero, donde sorprendió a la

guarnición e instaló allí su campamento.

Las fuerzas correntinas ocuparon posiciones en la otra margen del Aguapey, dispuestas a rechazarlos si intentaban cruzarlo. Finalmente el 29 de abril, tras cinco días de marchas y contramarchas, los paraguayos se retiraron a su campamento de la Tranquera sin haber obtenido recursos.

Si Virasoro hubiese atacado, habría podido tener éxito debido al cansancio de la caballada del enemigo, pero no lo hizo en cumplimiento de órdenes terminantes de no tomar la ofensiva. A partir de entonces, las fuerzas paraguayas permanecieron en su emplazamiento habitual entre la Tranquera de Loreto y las Trinchera de San José, observadas por pequeños destacamentos correntinos. En mayo de 1851 Virasoro apreciaba en 3.000 hombres los que permanecían en suelo nacional.

Esta ocupación se prolongó sin nuevos choques, hasta la guerra de la Triple Alianza, que dio punto final al problema limítrofe con la expulsión definitiva de las tropas invasoras.

Podemos efectuar algunas consideraciones sobre este conflicto. El gobierno paraguayo especulaba con la posibilidad de una guerra entre la Confederación Argentina y el Brasil. No se ocultaban a nadie las ambiciones expansionistas del Imperio, heredadas de los portugueses, que tenían por finalidad el dominio del estuario del Plata ( en realidad faltaba poco tiempo para que realmente estallara la guerra entre los dos países, que fue declarada el 18 de agosto de 1851).El objetivo del Paraguay era la conquista de un territorio al que se creía con derecho. El gobierno paraguayo fue lanzado a la aventura por personas que tenían un interés particular de orden económico, y hubo aquí una falla en su conducción al apreciar erróneamente la oportunidad de iniciar las operaciones, influenciado por consideraciones ajenas a su política nacional.

El plan de operaciones paraguayo estaba concebido en general correctamente. Una división tenía como misión tomar contacto con el Brasil e instalar un gobierno de exiliados correntinos, buscando el apoyo de la población y al mismo tiempo garantizar el paso del cargamento de armas. La otra división aseguraba la posición paraguaya en territorio correntino, daba tiempo y espacio al grueso de sus fuerzas en caso de una contraofensiva argentina y amenazaba la capital, aferrando en ella tropas para su defensa.

La conducción de las operaciones por parte del comando paraguayo fracasó ante la guerra de recursos llevada por las milicias correntinas. Hostigados constantemente, no pudieron enfrentar a su escurridizo y móvil enemigo y debieron abandonar la mayor parte del territorio ocupado. Este fracaso se patentiza en el juicio y condena de los jefes vencidos.

Retrato de Justo José de Urquiza

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Políticamente también fracasaron, al no obtener ningún respaldo el gobierno títere que pretendieron instalar en Corrientes. Su único saldo positivo fue un fortalecimiento de su posición militar en el Alto Paraná.En cuanto a la Confederación Argentina, su situación al iniciarse la campaña era militarmente comprometida. Se hallaba empeñada en la Guerra Grande en la Banda Oriental y sus enemigos contaban con el apoyo de Gran Bretaña y Francia. La necesidad de mantener el sitio de Montevideo y fuerzas suficientes para defenderse de un ataque de las fuertes escuadras europeas (en esos momentos se hallaba en tratativas con las dos potencias, sin haberse llegado aun al acuerdo), impedían al encargado de la conducción nacional acudir con la masa de las fuerzas argentinas contra el Paraguay. No pudiendo embarcarse en una guerra generalizada, apoyó a Corrientes con todo lo que pudo.

También influía en Rosas la desconfianza que ya tenía de la lealtad de Urquiza. Incluso Virasoro exageraba en sus informes sobre la magnitud e intenciones de las fuerzas paraguayas, a fin de lograr un apoyo mayor en armamento y material, que en la práctica usaría posteriormente contra Rosas.

El gobernador Virasoro procedió en forma correcta en la conducción de las operaciones. Movilizó rápidamente sus fuerzas e hizo la guerra para la que sus tropas eran más aptas. Debe tenerse en cuenta que las milicias correntinas contaban con comandos decididos y valientes, pero carentes de conocimientos militares. Los oficiales ganaban sus galones por su coraje en el campo de combate y la guerra de guerrillas de las montoneras gauchas era la que más se adaptaba a ellos. Con ella obtuvieron el éxito sin librar ninguna batalla campal.

En esta campaña, los soldados correntinos mostraron el temple, valor y espíritu de sacrificio de que hicieron gala en todas nuestras guerras, desde el combate de San Lorenzo hasta la gesta de Malvinas.

Virasoro estableció acertadamente su cuartel general en San Roque, porque desde allí podía dirigir las operaciones contra las dos direcciones de penetración enemigas (en 1865, el gobernador Manuel Ignacio Lagraña también instaló la capital de la provincia en ese pueblo ante la invasión paraguaya).

En oportunidad de la invasión de 1850 Virasoro se mantuvo a la expectativa y no atacó al enemigo cuando, debido al cansancio de su ganado, tenía grandes posibilidades de derrotarlo. Pero en este caso se vio condicionado por las limitaciones que le impuso quien tenía la responsabilidad de las Relaciones Exteriores y la Defensa de la Confederación y aquí jugaron factores políticos que lo movieron a la pasividad.

Pese a no lograr expandir el dominio en territorio correntino, las tropas paraguayas pudieron continuar ocupando suelo argentino. Es posible que este hecho llevara a Francisco Solano López a creer que con fuerzas más poderosas conseguiría la conquista territorial a la que aspiraba y eso impulsara su decisión de provocar la guerra de la Triple Alianza.

De todas formas, esta pequeña guerra olvidada puede considerarse entre los antecedentes de esa tan lamentable como gloriosa contienda, la más grande en la América del Sur independiente en el siglo XIX.

Se incorporó la doctora Beatriz Moreyra como académica de número, el día 11 de agosto. Abrió el acto el Presidente, doctor Roberto Cortés Conde, quien le entregó el diploma y el collar académico. La presentó el doctor Cortés Conde y a continuación la Dra. Moreyra disertó sobre: “Cuestión social, modelo asistencial e historiografía en la modernidad liberal”.

Incorporación de la Dra. Beatriz Moreyra como Académica de Número

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Introducción

La desarticulación y el desmantelamiento del Estado de Bienestar en nuestro país, que implicó el abandono estatal de funciones productivas y de prestación de servicios públicos, su transferencia al sector privado y especialmente la privatización de la protección social, trajeron como consecuencia la emergencia de la de-nominada nueva cuestión social cuyas consecuencias más importante fueron la creciente precariedad de las condiciones de trabajo y de vida material y cultural y el incremento de la pobreza y la indigencia. Si bien las condiciones más extremas de vulnerabilidad social tienden a atenuarse a comienzos del nuestro siglo, a través de políticas asistenciales que mitigan sólo de manera relativa la pobreza, aún subsisten importantes nichos de marginalidad y exclusión que constituyen una asignatura pendiente en las políticas públicas. Como consecuencia de ese proceso, desde los años ‘90 del siglo pasado, la problemática del crecimiento, el desarrollo socioeconómico y una más equitativa distribución de la riqueza se ha reinstalado con fuerza en la agenda social, política, estatal y científica. Es en ese contexto de producción que ha surgido una cre-ciente inquietud de los investigadores de las ciencias sociales y las humanidades por la indagación de esas temáticas y muchas otras conexas en las realidades sociales pretéritas, con miras a desentrañar las claves interpretativas para comprender la situación actual y para reformular las políticas sociales.

La crisis del Estado de Bienestar ha ido acompañada también de un revival académico de los estudios dedi-cados a las instituciones de la sociedad civil en la his-toria de los modelos de asistencia social. En efecto, durante la existencia del Estado social, los historia-dores se interesaron poco por desentrañar el origen, el desarrollo y la propia naturaleza del mismo. En los últimos años, esa tendencia ha tendido a revertirse, no sólo por la necesidad de comprender la reducción significativa del volumen y la calidad de los servicios públicos, sino por la preocupación contemporánea por la reformulación de la configuración estatal y la instrumentación de políticas públicas que reviertan la polarización social existente.

Una largo plazo, muestra que el denominado Estado Social en nuestro país fue el resultado de una ver-dadera construcción histórica desde los tiempos colo-niales en el que han participado instituciones públicas y privadas durante varios siglos con una progresiva y creciente participación del Estado.

Cuestión social, modelo asistencial e historiografía en la modernidad liberal

Dentro de este contexto, esta colaboración se pro-pone revisitar historiográficamente esta problemática, no con un objetivo meramente erudito, sino con el de ofrecer nuevas interpretaciones menos teleológicas y más matizadas del complejo proceso de confor-mación del Estado social en Argentina, focalizando nuestra atención en la etapa de la modernidad lib-eral y en la acción de las instituciones de la sociedad civil organizadas por principios religiosos o laicos, que destinaron recursos y empeños para auxiliar la pobreza sin trabajo. Los estudios sobre estas orga-nizaciones y prácticas asociativas se han focalizado mayoritariamente en reconstruir sus trayectorias in-stitucionales, descuidando los análisis orientados a dar cuenta de sus desempeños en la gestación del Estado de Bienestar en la Argentina. En la década del 90, esa tendencia historiográfica tiende a revertirse con el cuestionamiento del carácter fundacional y dis-ruptivo del peronismo respecto a las políticas socia-les, sosteniendo, como contrapartida, que el Estado de bienestar que solo devino claramente visible en la década de 1940, se comenzó a conformar a través de las intervenciones sociales desarrolladas por los grupos filantrópicos desde fines del siglo XIX que ofre-cieron, un conjunto laxo de instituciones asistenciales secundadas por subsidios nacionales, provinciales y municipales. Es decir, es necesario superar la mirada excesivamente estatalista de las políticas sociales que descuida las acciones de otros actores significa-tivos y las interacciones históricamente cambiantes entre ellos.

Esta revalorización de las asociaciones civiles en la atención de los problemas sociales, adquiere signifi-catividad si se pondera que lo social en la modernidad liberal se construyó en la intersección de lo civil y lo político, al asociarse ambos registros con el propósito de neutralizar el violento contraste que las condicio-nes vulnerables de vida imperante en vastos sectores de la sociedad oponían al dispositivo civilizatorio de las elites dirigentes.Además, esta opción cognosci-tiva es también legítima si se considera la lenta for-mación que supuso la institucionalidad estatal en lo social y que los límites entre lo público y lo privado se movían constantemente o incluso se entrecruzaban, de manera que las fronteras entre ambos espacios fueron lábiles y porosas.

La conformación de lo social en la modernidad

La génesis del proceso de institucionalización de lo social en la modernidad liberal se conformó como es-fera de interacción entre el estado y la sociedad civil,

Por la académica de número, DRA. BEATRIZ I. MOREYRA

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en torno a la articulación de diferentes iniciativas y ac-tores provenientes del mundo asociativo, en una par-ticular combinatoria entre servicio público e iniciativas privadas. Los desajustes y las exclusiones sociales que conformaron la denominada cuestión social, no ocuparon un lugar central en las agendas públicas y, por ende, no generaron una atención sistemática por parte de las diferentes instancias de gobierno. Como consecuencia, el modelo de asistencia social pre-dominante en el período de lamodernización, estaba caracterizado por una relación de interdependencia entre las caridades de estructura esencialmente celu-lar y fuerte impronta religiosa y el Estado, relación que implicaba que los funcionarios públicos confiaban en una pléyade de instituciones caritativas para los ser-vicios sociales sin un esquema planificador y las cari-dades dependían del Estado para su funcionamiento legal y económico. Un modelo caracterizado por la compleja interdependencia entre los distintos actores involucrados que se fueron definiendo como sociales en el mismo proceso, de allí que como afirma Norbert Elias buena parte de la emergencia de lo social se debe a esa creciente intensificación de las cadenas de interdependencia.

Las tendencias historiográficas

Con respecto a las tendencias historiográficas, du-rante el siglo XIX y comienzos del XX, existió un flujo casi constante de una literatura - no exenta de polémica- dedicada a la caridad y a los asuntos cari-tativos; esta producción adquirió la forma de una nar-rativa hagiográfica centrada en el impulso caritativo individual, de una historia oficial y conmemorativa o se limitaba simplemente a una exhortación hacia la dádiva, modalidades en las que el análisis crítico es-taba ausente. Esta producción respondía a la modali-dad propaganda-poder dirigida a la concientización

de la acción social a través de la publicación de re-vistas o folletos propagandísticos que combinaron la profusión de imágenes con un texto autocomplaciente y en tono entusiasmado, cuando no exaltado. Estos relatos descriptivos hacían gala de unas prácticas dis-cursivas que transmitían los ideales que subyacían a ese modelo asistencial: “orden y compostura en los niños”, con un conocimiento básico de lo que se con-sideraba cultura, trabajo en los adultos, “conformidad en los ancianos” y oclusión de las manifestaciones de “insubordinación.” La historiografía social de las déca-das del 60 y 70 del siglo XX, dedicó escasa atención a la caridad y a la ayuda social debido a su enfoque estructuralista, centrado en los procesos económicos, demográficos y sociales de larga duración y priorizó las explicaciones de las estructuras macro sociales por sobre la acción estructurante y transformadora de la agencia humana y la comprensión hermenéutica in-dividualizadora. Una lectura economicista que visual-izó en las instituciones asistencialistas el signo de ac-titudes capitalistas para un uso rentable de una mano de obra abundante y cuasi gratuita. Sin embargo, esta visión pasaba por alto que la eficiencia productiva de los talleres existentes en diversas asociaciones filantrópicas fue muy limitada.

Posteriormente, para fines de la década de los años 70 del siglo anterior, ganó predicamento las interpretacio-nes basadas en el control social y el disciplinamiento. Esta visión que se convirtióen canónica, estuvo domi-nada por una perspectiva eminentemente foucaulti-ana del problema de la pobreza y marginación, que sostenía que los establecimientos dedicados al auxilio de los menesterosos fueron un medio de control so-cial para someter a la población que asistían. Según esta mirada, se intentaba poner coto al excesivo mar-gen de libertad del pobre en el mercado benéfico y someterlo a un disciplinamiento social concebido para

Grupo de niños internos del Colegio Pio X de la Congregación Salesiana. Córdoba, 1906.

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conseguir una integración activo-coercitiva del pobre útil. Y consideraba el análisis de las políticas de be-neficencia, sanitarias y carcelarias como mecanismos de coacción moral que inculcaban modelos de con-ducta acordes exclusivamente con los designios del poder. Con el fin de demostrar los mecanismos de control ejercidos por las elites, esta historiografía se ocupó casi con exclusividad de los benefactores, sus ideas y sus prácticas como factores determinantes en las transformaciones de la asistencia mientras que los sujetos asistidos quedaron fuera de los análisis y eran considerados como meros receptores pasivos de los recursos, de las políticas y de los mecanismos de con-trol. Pero esta perspectiva constituía una visión exce-sivamente monocromática y abstracta, y no ahondaba en la exploración de los fenómenos histórico-sociales en sus dimensiones experienciales y subjetivas, ni en los usos de la beneficencia como una práctica in-terpersonal de reciprocidad, relaciones que, aunque desiguales y jerárquicas, eran instrumentalizadas por los dos extremos de la relación: benefactores y asis-tentes.

Más allá del control social

En los años posteriores a los ‘70, la historiografía so-bre la cuestión social y el asistencialismo experimentó, como la historia en general, importantes deslizamien-tos en sus abordajes e interpretaciones, virajes que obedecían al contexto de producción y a factores in-herentes al propio campo disciplinar.La pérdida de fe en las acciones estatales, las críticas al Estado bene-factor y la voluntad del Estado de transferir respon-sabilidades al mercado, a las asociaciones voluntarias y a los individuos planteó una revalorización del rol de las asociaciones civiles en los análisis históricos de los modelos asistenciales y, por ende, una ponderación del modelo mixto de asistencia social. Por otra parte, el colapso de los regímenes comunistas estimuló tam-bién el interés por la sociedad civil y el énfasis en la importancia de la democracia. En este sentido, no es sorprendente que el revival de los estudios sobre las asociaciones civiles dedicadas a la asistencia social y de sus implicancias morales figure en los debates prominentes sobre el pretendido fracaso del Estado de bienestar. Con respecto a los apremios del campo disciplinar, los virajes revisionistas se vuelven inteli-gibles en el escenario intelectual de los desarrollos de la historia social contemporánea que cuestionaron la tiranía de los marcos únicos y excluyentes ya fuesen éstos cronológicos, espaciales, económicos, cultura-les o sociales, junto con una rehabilitación de la parte explícita y reflexionada de la acción, de la acción indi-vidual y colectiva, la capacidad y límites de la raciona-lidad humana y las restricciones del contexto, reglas y prácticas. En este renovado clima historiográfico, la significación histórica de los actores, de las prácticas y de las racionalidades involucrados en el asistencial-ismo social, cambió y se complejizó la mirada interpre-tativa sobre las instituciones civiles de ayuda social.

En efecto, en la década de los 90del siglo XX y en los primeros años del siglo XXI, la historiografía sobre la pobreza y asistencia ha experimentado un giro epis-temológico muy notable que permite hablar de una renovación profunda y sustantiva, una perspectiva basada en el paradigma de las prácticas-las prácticas de dominio de las dirigencias asistenciales y las pro-venientes de los sujetos sobre los cuales se ejerció la supuesta coerción-, renovación ésta fundada en una relectura con otros acentos metodológicos de la histo-ria social de la asistencia. En esta perspectiva, la visión canónica del control social y disciplinamiento fue uno de los presupuestos epistemológicos más cuestiona-dos. La historiografía europea primero y, más tardía-mente, la latinoamericana y argentina, comprobaron que las instituciones asistenciales de corte benéfico- como el caso de los ospedale dei mendicante italiani y sus análogos en Francia, no fueron exclusivamente entidades disciplinarias sino instituciones asistencia-les que llegaron a despertar la confianza de una parte significativa de los pobres. Las indagaciones sobre los alcances efectivos del control social y la normalización están demostrando que los mismos encontraron sus límites en la aplicación práctica de los mecanismos de disciplinamiento y en las particularidades de cada tipo de asociación y, más aun, en los ejecutores de esas disposiciones, especialmente del personal insti-tucional de menor nivel que era el que interactuaba a diario con los asistentes, gozando en ocasiones de su complicidad.

Otra línea muy transitada, si bien ponía el énfasis de modo casi exclusivo sobre el estudio de los bene-factores, fue la que privilegió la cohesión en torno al reconocimiento social que otorgaba la pertenencia o el apoyo a una institución benéfica en tanto significaba el logro del más alto status social y el aseguramiento de los derechos para que los miembros de la familia pudiesen ser reconocidos socialmente y ejercieran poder por su patronazgo. En un período como el com-prendido entre fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, de fuerte crecimiento económico, ese presti-gio y poder se exteriorizaban en un incremento de la reputación en los espacios de sociabilidad, la ampli-ación de la clientela política y aún la adquisición de un cargo público en posiciones de poder institucionaliza-do. Es decir, la participación en acciones filantrópicas y caritativas era una forma de generar capital social; esto es, un conjunto de recursos vinculados a una red de reconocimiento mutuo que a la vez que era generadora de beneficios, permitía la reproducción de la clase social y de otras formas de desigualdad. En ese contexto, la beneficencia se sustentaba en el beneficio que obtenían los actores sociales: prestigio, reconocimiento social y en una concepción del poder más cotidiana y desmenuzada.

Otra de las características de la producción histo-riográfica más reciente ha sido un avance interpreta-tivo sobre el rol del entramado asistencial de la so-

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ciedad civil en el proceso de construcción del Estado social que puede caracterizarse como una marcha conceptual desde la compasión hacia los derechos sociales. La adopción de una posición crítica con re-specto a los enfoques más tradicionales se basa en el supuesto de la modernización del paternalismo tradi-cional, entendido como la preocupación de algunos sectores del catolicismo social por tomar distancia de las relaciones patriarcales más tradicionales influen-ciada directamente por la consolidación de un nuevo tipo de pobreza ligada al mundo del trabajo, definible por la precariedad de las condiciones de vida y de tra-bajo. En ese contexto, como ha señalado José Zanca, en pocos años el eje del pensamiento católico, transitó desde el rechazo a la modernidad, a través de la orde-nación de un mundo paralelo de organizaciones laicas, hacia una concepción más consensual de la relación en-tre los católicos y el resto de la sociedad. Consecuencia de ello, fue que las fronteras entre ellos y los actores libe-rales fueran más porosas y diluidas. La intensificación del protagonismo de los católicos sociales se caracterizó por una ampliación de los sujetos asistidos, por prácticas sociales específicas y por un nuevo discurso o raciona-lidad legitimadora de los derechos de los asistidos, car-acterizado por un deslizamiento hermenéutico desde la idea compasiva como sustento de las acciones solidar-ias hacia una concepción que involucraba un compro-miso civil ante los problemas sociales. El componente sustantivo no es el de la moralidad compasiva; ya no se trata solo de promover valores morales sino también formas sociales.

Otro aspecto a destacar, en consonancia con el de-nominado retorno de lo político, es la politización de las interpretaciones, en el sentido que lo político se manifiesta también en el ejercicio del poder detectado en las diferentes relaciones sociales. La revalorización de la interdependencia entre lo social y lo político pre-sente en los desarrollos de la historia social contem-poránea es retomada también por la historiografía sobre la cuestión social y el asistencialismo social. Por lo tanto, las interpretaciones socio-culturales de los modelos asistenciales no son apolíticas, sino que analizan las relaciones de poder, las redes clientelares y los conflictos existentes en los espacios de protec-ción social. Por otra parte, la historiografía, al indagar en las prácticas e intervenciones de las damas de la beneficencia, ha iluminado cómo a través de las redes y vínculos con asociaciones, grupos políticos y funcio-narios, ellas pudieron terciar de manera activa en la formación del entramado estatal y de la comunidad política. Como ha sostenido Norberto Bobbio, las es-feras públicas y privadas se encuentran muchas más asociadas de lo que habitualmente suele suponerse y propone, en este sentido, atender a dos procesos paralelos como son la publicitación de la vida privada-en tanto intervención de los poderes públicos en ám-bitos más domésticos- y la privatización de lo público.

Además de la revalorización de lo político como un

lugar de gestión de la sociedad global, la historiografía social también experimentó el impacto del giro cultur-al que produjo una reorientación de la investigación socio-histórica hacia el estudio de los dispositivos cul-turales, simbólicos, mentales, visiones, concepciones y representaciones y su perspectiva analítica se cen-traba en la interpretación de las significaciones históri-cas. De esta manera, esta línea argumental con fuerte perspectiva culturalista va más allá de la racionalidad disciplinadora e indaga los esfuerzos de los bene-factores tendientes a la generación de un consenso activo por parte de los asistidos con los modelos de atención social y con los fundamentos ideológicos y políticos subyacentes a la cultura benéfico-asistencial. En síntesis, esta mirada rescata las prácticas y repre-sentaciones en la construcción compleja de ese con-senso activo, entendido como el ordenamiento de las distintas configuraciones mentales para la percepción del mundo social por los actores sobre la base de la fuerza estructurante de una cultura asistencial fuerte-mente arraigada en la sociedad, las instituciones y los hombres -asistentes y asistidos-, que consideraba que la atención de la pobreza y de los marginales seguía siendo competencia de la filantropía. En este sentido, las fiestas, rituales y conmemoraciones con sus productos y artefactos culturales- cantos, himnos alusivos, poesías, discursos y otras formas literarias-, la actividad editorial, los momentos de esparcimiento- como las representaciones teatrales y el cine-, los es-pacios de lectura, constituyeron herramientas cultura-les de profundas implicancias políticas, ideológicas e identitarias, a través de las cuales las elites asistenci-ales se proponían generar un sentimiento compartido e identidad común, una comunidad emocional y fuer-on esenciales para transmitir ideas y dar respuestas a las preocupaciones sociales. Además, ese conjunto articulado de rituales fijaba, a través de los objetos, los gestos y las palabras, el lugar que le correspondía a cada uno en la jerarquía de los poderes.

Pero tal vez el aporte esencial de esta mirada hetero-doxa de la historiografía sobre la cuestión social y el asistencialismo es la superación de la visión disociada de analizar e interpretar a los que dan, controlan e integran y aquellos que demandan por sus necesi-dades básicas en forma separada. Por el contrario, ha cobrado relevancia una concepción del modelo bené-fico asistencial como una práctica interpersonal de reciprocidad. Ello permitió reconstruir una mirada más compleja de la red asistencial, cuyas instituciones es-taban basadas en vínculos que tenían un valor ambiv-alente y no sólo unidimensional. Por un lado, eran vín-culos de integración que aseguraban la supervivencia de los individuos;por otra parte, se trataba al mismo tiempo de vínculos de dominación y de dependencia. Como toda relación entre desiguales, esos vínculos comportaban una posición de autoridad y exigían una subordinación, si bien siempre se interpolaban espa-cios de libertad que permitían articular estrategias de adaptación, reciprocidad o de resistencias.

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Los deslizamientos en el abordaje de esta compleja problemática llevó a otorgar protagonismo a los suje-tos de la asistencia, analizando sus propias estrate-gias de subsistencia y autoayuda, con miras a dar visibilidad a actores antes silenciados para revertir, en este aspecto, como en tantos otros, la afirmación de Guinzburg que aunque las clases bajas ya no son ig-noradas por los historiadores, parecen estar condena-das, sin embargo, a permanecen calladas. A pesar de los escasos testimonios directos sobre las prácticas de los protegidos, los indicios de su presencia en las instituciones permiten recuperar una historia que fue parte activa en la construcción del sistema de ayuda para hacer frente al abandono, la falta de empleo, la enfermedad, la viudez o la carencia de redes de apoyo familiar. Los pobres asistidos como sus bene-factores fueron así actores interesados, centrales y activos en la conformación y vigencia de la relación asistencial. La relación entre donantes y protegidos es ahora analizada en el marco de la formación de vínculos de protección devenidos en lazos sociales, a partir de los cuales los asistidos generaron espacios de libertad individual, desarrollo e integración social. En este sentido, no desconocemos el desafío que su-pone incorporar a los beneficiarios-destinatarios como actores, por sus rastros elusivos, su voz apenas au-dible en las fuentes, pero ello nos solo permite una nueva perspectiva del modelo benéfico asistencial, sino que es también un componente necesario si se aspira a hacer una historia que pretenda ser síntesis sobre esta cuestión.

Este frente más novedoso, dinámico y reciente en la historiografía social significa no ver a los asistidos, como simples proyecciones de los modelos domi-nantes, sino indagar las formas en que ellos dan sen-tido a esos modelos, los interiorizan, los rechazan, los

negocian o transforman en sus pensamientos y en sus vidas de acuerdo a sus intereses, los cuales no coincidían necesariamente con el plan trazado por las autoridades.

Los asistidos en la diversidad de instituciones forjaron sus identidades sobre el parámetro de la reciprocidad desigual y sobre la necesidad de la subsistencia. Gran parte de los sectores pobres vieron en la ayuda de las asociaciones de protecciónsocial un mecanismo de supervivencia a través de distintas modalidades: la ayuda directa mediante la entrega de dinero o co-mestibles, el auxilio como complemento del magro jornal, la recomendación para obtener un albergue, para conseguir trabajo, o para ser internada en algún hospital. Pero aún en esa situación de inferioridad, no eran sujetos inarticulados sometidos rígidam-ente a los controles sociales, sino más bien agentes históricos conscientes y activos que hacían uso y se beneficiaban del sistema asistencial o establecían re-laciones de reciprocidad aunque desiguales con los detentadores de la asistencia. Pero además de la es-trategia de seguridad de la subsistencia, los asistidos aprovechaban también los intersticios de libertad que dejaban las normas y códigos establecidos para ne-gociar, regatear y maximizar la ayuda demandada. La negociación era la posibilidad que el orden triunfante imponía en condiciones de desigualdad, bajo la apa-riencia de una igualdad original y que resultaba ser la forma que tenía lo hegemónico de agenciar las prác-ticas de los sujetos subalternos a favor de su propia reproducción. Las autoridades fueron muchas veces laxasen cuanto a la entrada y salida de los indigentes, permitiendo que alternaran su estancia dentro y fuera del establecimiento según sus intereses y circunstan-cias, lo que demuestra la labilidad de los mecanismos de coerción. Los asistidos, lejos de interiorizar las nor-

Niños del taller de sastrería de la Escuela de Artes y Oficios salesiana. Córdoba, 1915.

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mas, aprovechaban esa flexibilidad para hacer uso de los servicios asistenciales en lapsos no consecu-tivos y según lo que ellos consideraban un derecho. Otras evidencias que prueban el poder agencial de los protegidos fue la relativa libertad que tenían para dis-poner del uso de su socorro pecuniario, aun cuando implicara una desviación de los fondos hacia necesi-dades no prioritarias o la apropiación creativa de las bondades del modelo, especialmente de la acción mediadora de las asociaciones para garantizarles su supervivencia a través del trabajo remunerado. Esta mediación consolidaba la dependencia de los asisti-dos al mismo tiempo que los asistentes estrechaban las relaciones horizontales con distintas fracciones de los sectores de la elite económica y social. Es decir, los asistidos con una racionalidad limitada y contex-tual usufructuaban la ayuda reglamentada por los marcos normativos y por la interacción que mantenían con sus benefactores.

Si bien los espacios institucionales eran una estruc-tura vertical y rígidamente jerarquizada, también existieron las líneas de fuga; es decir, la utilización por los asistidos de los márgenes de libertad para re-sistir la subordinación, la opresión y la injusticia, para avanzar en las aspiraciones naturales de libertad y bienestar. Este aspecto es uno de los centrales de la historiografía renovada que ha comenzado a transitar el rescate de los mecanismos manifiestos u ocultos y las resistencias de los asistidos para obtener mejores condiciones de ayuda. Si bien los episodios de re-beldía directos de abajo hacia arriba no eran lo común en la estructura piramidal de sus instancias organiza-tivas, las resistencias cotidianas eran expresiones de demandas y reclamos contenidos.

Pero más allá de las líneas de fuga, otro frente histo-riográfico pionero que actualmente se abre paso entre los historiadores de la asistencia es la valorización con una mirada culturalista, del poder explicativo de los significados del orden social y moral de los pobres y el rol que cumplieron sus concepciones sobre lo bueno y lo malo en la disciplina social. Es decir, estas nuevas aproximaciones, no solo recuperan sus es-trategias de supervivencia y negociación y las formas-sutiles e informales en que subvertían el poder, sino también destacan la aparente complicidad con él y el significado que la generosidad y los fines integradores tenían para su rehabilitación social. En una economía de escasez, los valores del trabajo duro, cuidado fa-miliar, decencia y compañerismo estaban tan enraiza-dos en la vida de los receptores como el alcoholismo, la búsqueda del placer y el aprovechamiento de las oportunidades; un modelo de inteligibilidad que esta resonando como más fuerza en la historiografía que la apelación al sujeto individual moderno asociado con la sociedad disciplinaria.En este sentido, en un ensayo sobre la práctica de la generosidad en la mod-erna sociedad de elite, Linda Pollock ha criticado el enfoque fríamente funcional de los estudios que des-

nudan las relaciones sociales de su afecto intrínseco y ha propuesto un enfoque para explorar los valores y la cultura, sin disociarlos de las condiciones materiales y los campos de poder que estructuran la vida de los socorridos. Estas posturas renovadas y de tinte socio cultural se oponen a las de Stedman Jones y Peter Mandler quienes sostienen que los pobres tomaban lo que podían de sus benefactores pero permanecían indiferentes a un sistema de valores y que el uso que hacían de la ayuda o auxilio difería de aquella preten-dida por el benefactor.

Esta perspectiva también busca priorizar el análisis de las estrategias de integración social y no solamente las de normalización de los asistidos como proyeccio-nes de los modelos dominantes mediante un análisis no solo de los discursos emitidos desde posiciones de poder sino también de las prácticas tendientes al reconocimiento de derechos. Hay un retorno al bino-mio aceptación-integración como un aspecto poco explorado, es decir, un avance interpretativo que sos-tiene que la caridad, la beneficencia institucional o la filantropía forjaron vínculos de protección entre ricos y pobres que fueron jerárquicos por cierto, muchas veces vínculos de dominación o paternalismo, pero eso no excluye también que fuesen vínculos por me-dio de los cuales la pobreza y la exclusión encontró espacios para integrarse a la sociedad. Sin embargo, es importante señalar que si bien estos abordajes han permitido una reinterpretación de la cuestión social y del modelo de asistencia social como una historia abierta y en construcción que se interroga por los sig-nificados y procura hallar una lógica de las motivacio-nes, el protagonismo real pero limitado de los sujetos asistidos no significa que fueron actores decisivos en la reforma del modelo asistencial vigente ni siquiera se puede afirmar que esa idea estuvo presente en sus subjetividades

A modo de conclusión

A lo largo de este breve recorrido historiográfico e interpretativo he querido resaltar la complejidad y la contemporaneidad de una problemática central para el bienestar de vastos sectores de la sociedad y dar cuenta de la interrelación de sus actores: el estado, la sociedad y los pobres. En síntesis, hubo regulación social y una finalidad integradora y el desafío de los historiadores sociales es explicar la heterogeneidad de los significados, constreñimientos y prácticas de los actores, más allá de las férreas intencionesy nar-rativas positivistas de control social. El debate sobre la cuestión social y el asistencialismo sigue abierto a nuevas aproximaciones conceptuales e históricaspa-ra explorar esa contradicción decisiva a la que alude Pierre Rosanvallon: la brecha que se profundiza entre la progresión de la democracia-régimen y la regresión de la democracia-sociedad”.

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Durante el segundo cuatrimestre del año, continuaron las actividades pertenecientes al ciclo de conferencias titulado: “Nuevos enfoques en la historiografía argentina”.

En su marco, se realizaron las siguientes mesas redondas:“Nuevos enfoques en la historia del pensamiento político: el republicanismo y sus significados”, con la participación de Darío Roldán, Gabriel Entín y Beatriz Bragoni; “Antiguos y nuevos enfoques sobre el primer peronismo”, con Samuel Amaral y Juan Carlos Torre; y Seminario de Homenaje al doctor Maeder: Los estudios sobre las Misiones Jesuíticas con Ramón Gutiérrez, Alfredo Poenitz y María Laura Salinas. El ciclo continuará hasta el mes de noviembre, se realiza los segundos miércoles de mes a las 17:30 hs.

Ciclo de Encuentros, “Nuevos enfoques en la historiografía argentina”

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La Academia Nacional de la Historia dio inicio a un nuevo ciclo denominado “Diálogos sobre libros”, cuyos encuentros se llevan a cabo los segundos jueves de cada mes a las 18 hs.

El objetivo de las reuniones es presentar una nueva obra, de reciente edición, sobre el cual se referirán el o los autores y contará con la presencia de distinguidos comentaristas, que dialogarán sobre ellos.

El primer encuentro fue el jueves 13 de agosto, en el que Roberto Cortés Conde, autor de El laberinto argentino, dialogó con Carlos Pagni.

Ciclo “Diálogos sobre libros”

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Presentacionesde Libros

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Este libro es el resultado de un prolongado proyecto de investigación del CONICET. Analiza la cultura científica de los jesuitas en las misiones desde el punto de vista donde se cruzan dos tradiciones historiográficas: la historiografía en inglés de la “ciencia jesuita” y la argentina de la cultura en las misiones, encarnada en los trabajos de Guillermo Furlong y Ernesto Maeder.

Luego de una introducción sobre historia de las misiones para un público que la desconoce, los capítulos se organizaron sobre la base de las disciplinas: historia natural, herbarios y literatura médica, geografía, y astronomía. Hay un último capítulo sobre ciencia en el exilio italiano que analiza el trabajo de tres jesuitas: Gaspar Juárez (botánica), Ramón Termeyer (electricidad) y Alonso Frías (astronomía). Se concluye que el tipo de ciencia que cultivaban los jesuitas en las misiones de Paraguay y Río de la Plata era una ciencia barroca -sólo tardía y fragmentariamente hubo intentos de diálogo con la ciencia ilustrada- con fuerte referencia empírica, orientada pragmáticamente a los fines religiosos de la Compañía y con frecuentes intercambios culturales con el saber aborigen sobre la naturaleza, sobre todo en el área de materia médica.

El libro interpreta de manera no tradicional las “historias naturales” de los jesuitas como hechos de lenguaje, discute atribuciones y presenta un inventario de los manuscritos del herbario de Montenegro -con varios códices apenas conocidos o desconocidos- y propone un stemma tentativo de la obra, considera la cartografía sobre la base de la reciente literatura sobre el tema, analiza sobre la base de nuevos documentos los vínculos del astrónomo Buenaventura Suárez con la Royal Society -sugiriendo así caminos de relación entre la narrativa de la Revolución científica y la de la ciencia en Argentina- y argumenta que los trabajos de los expulsos muestran como existió una conciencia de la pertenencia a una tradición científica identificable como ciencia de las misiones. La obra incorpora el análisis de varios manuscritos hasta ahora no considerados, arroja alguna nueva luz sobre personajes y áreas no transitados y busca reconfigurar toda esta historia sobre los cánones historiográficos actualizados en historia de la ciencia”.

Science In The Vanished Arcadia. Knowledge Of Nature In The Jesuit Missions Of Paraguay And Rio De La Plata (Leiden: Brill, 2014)Por el académico de número, DR. MIGUEL ASÚA

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En general, quienes han estudiado estos temas, han encontrado como nota común la enorme cantidad de proyectos y planes de acción presentados a las autoridades metropolitanas para reconquistar una América que, al entender de la mayoría de sus autores, se había desprendido injustamente de su Madre Patria o se encontraba empeñada en hacerlo. En efecto, los proyectos y planes, oficiales y oficiosos, fueron muchos y de distintas características, pero tuvieron como denominador común el deseo de restaurar las relaciones de dependencia de aquellas colonias y la metrópoli, ya sea acentuando o fortificando los lazos de dependencia, ya sea transformándolos en una red lábil, que alejase los motivos de fricción entre americanos y españoles, ya sea buscando la creación de nuevas formas de sujeción o novedosas relaciones de entendimiento entre ambos, distantes de las que habían soportado las colonias hasta entonces.

También encontramos otra nota común y es el permanente reclamo del Gobierno, ya fuese absoluto o constitucional, de la elaboración de completos informes por parte de los órganos ordinarios o extraordinarios de consejo y asesoramiento. En todo momento el gobierno fernandino, como antes el caído en 1814, absoluto o constitucional, se mantuvo fiel al estilo secular de consultas utilizado por la monarquía española, que no dejó de ser nunca, en definitiva, una monarquía polisinodial, como tan acertadamente se la ha caracterizado por la historiografía moderna.

Creo que no nos equivocamos si afirmamos que todos esos informes, dictámenes, propuestas y consultas, reclamados por la autoridad o presentados espontáneamente, han coincidido en señalar, a veces con tono por demás sombrío y otras no tanto, pero todos coincidiendo, sobre la gravedad de la situación en que se encontraba América durante el período que estalla en el año 1808. Lo han expresado en términos rotundos, contundentes, hasta lacerantes.

Ahora bien, la respuesta oficial a tamañas denuncias o se canalizaba hacia la búsqueda denodada de auxilio exterior, confesando la pésima situación en que se hallaba la monarquía para enfrentar en soledad esa reconquista, o “pacificación” como con eufemismo se la llamaba. O bien, una vez que se agotaron los esfuerzos en lograr esa ayuda, que le fuera negada tantas veces como las que se había solicitado, se procurara la reconquista utilizando los pocos recursos, sabidos insuficientes, para lograrlo.

Doblegar por la fuerza una insurgencia americana cada vez más extendida y fuerte era sumamente difícil

Fernando VII y la América Revolucionaria

o mejor dicho imposible (aunque aun esa situación siguiera negándosela tozudamente en los ambientes oficiales). Por lo demás, las demás potencias europeas veían con simpatía la emancipación hispano-americana, no exenta de interés material. Porque sin duda el matiz material, mercantil y económico no estaba ausente en la condena al colonialismo español, en tanto políticamente, desde los tiempos de la Ilustración, era exhibido por los “filósofos” como ejemplo de lo que no debía ser. Sin poder dejar de lado en esta enunciación, la importante presencia en el grupo de los “amigos” de la revolución hispano-americana, de la otra parte de América, la de las ex colonias británicas del Norte, convertidas en potente y floreciente Estado independiente, republicano y democrático, deseoso de hacer pesar su fuerza y su potencia en la destrucción de la dependencia de sus hermanas del Sur y enrolarlas en un republicanismo democrático que las hermanara.

Es decir que los nuevos vientos que insuflaban los fuelles de la situación durante esas primeras décadas del siglo XIX, encontraban su fuerza en las esquirlas de una revolución francesa que había dislocado el mundo antiguo, seguida de la irresistible presencia napoleónica, que venía a sucederla, para barrer las últimas manifestaciones del antiguo régimen, denostado por todos los espíritus libres del siglo. Irresistible conmoción que arrollaba un mundo sobreviviente para hacerlo pedazos.

Por el académico de número, DR. EDUARDO MARTIRÉ

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Fernando VII y la América Revolucionaria En este teatro debemos situar el débil gobierno fernandino, empeñado en desconocer el mundo real que lo rodeaba y empeñosamente decidido a retener lo imposible, su imperio colonial, que desaparecería a pesar de todo esfuerzo puesto en el empeño. Cuando los proyectos de mejoras en la situación de dependencia habían dejado de ser solución, pues había pasado ya la oportunidad de ejecutarlos y atenuar así el envenenado enfrentamiento entre españoles europeos y americanos, que venía de tiempo atrás, la Metrópoli de comienzos de siglo, ya fuese en manos de liberales o absolutistas, insistía en ello. Parecía no convencerse de que no se trataba de nuevas formas de dependencia, por generosas que se imaginasen, sino que se trataba del nacimiento desde los escombros coloniales de una nueva patria, la patria americana, libre y sin traza alguna de dependencia, por la que valía la pena entregar vida y hacienda. No más “extranjeros en su tierra”, como alguna vez con dolor se llamaron a sí mismos los americanos. De manera que en estos duros tiempos de alumbramiento, habían pasado al olvido los testimonios de una administración tolerante, que en ocasiones echaba mano a la política de disimulo, de origen canónico y excelentes resultados. En ese mundo nuevo e inédito, en el que convivían múltiples expresiones raciales, se conformaba un colorido caleidoscopio social, cuyos integrantes habían logrado convivir, no sin dificultades, durante siglos. Allí podían darse expresiones de protesta y asonadas, siempre canalizadas hacia la fidelidad y la obediencia, con reacciones que más que militares provenían de la acción de un clero que se había formado en España o Indias, de un enorme predicamento en todas las diversas clases sociales, altas y bajas. La tolerancia y el disimulo eran pilares fundamentales del gobierno y su alejamiento de esos puntales, lanzó al imperio hacia un derrumbe que cuando comenzó a sentirlo, ya estaba muerto.

No fueron ajenas a esa terrible responsabilidad las “nuevas riendas” con que la monarquía Borbónica, venida de fuera, de signo autoritario e inspirado en las doctrinas absolutistas del Obispo de Meau, empeñada en mirarse en el espejo francés de los Luises, no sólo en su modo de gobierno sino en sus aspiraciones de unidad y centralización a ambos lados del Océano. Pero lo que sí precipitó la crisis fue la “criollofobia”, ahora agravada hasta límites desconocidos, entendida como política oficial de firme segregación del elemento criollo no sólo de puestos de mando sino de toda situación de responsabilidad en el manejo de la cosa pública. Tan sólo en la organización municipal, a la que accedía por derecho propio y en la Iglesia, que no hacía acepción de persona, podría encontrar refugio el americano.

Esta invariable postura que dividía familias enteras, padres e hijos, hermanos y cofrades, se convirtió

en odiosa discriminación que cruzó como un rayo poderoso todas las clases sociales y se acentuó de manera que pareció definitiva, desde la segunda mitad del siglo XVIII. Una nube de funcionarios peninsulares de nuevo cuño, blancos puros, cayó en el desconcertado mundo poliétnico de América y los americanos, cualquiera fuese casta, raza o condición, para usufructuar las nuevas oportunidades que brindaba la monarquía a quienes participaran de sus novedades. Los españoles del XVIII y los que le siguieron, dueños del gobierno de sus reinos americanos, ahora mejor que nunca llamados colonias al estilo clásico y puestas al servicio de su matriz, se envanecieron a tal punto de su artificiosa ubicación en la cúspide de una pirámide política y social que nunca había existido en América, que no alcanzaron a entender la ebullición que sordamente se elevaba de las bases desatendidas, cuando no despreciadas. Una soberbia que envenenaba cualquier vínculo de mando y convivencia.

En los propios informes a que nos venimos refiriendo, se hablaba de despotismo, de mal trato al americano, de cruel discriminación, de malos modos en el mando y en la vida diaria, de la segregación de una inmensa masa de hombres por el hecho de su nacimiento, del color de su piel, de su origen racial o incluso social, de una voracidad fiscal nunca vista, de unas reformas inconsultas y perniciosas para la generalidad de la población americana. El gobierno metropolitano reaccionó, en ocasiones, dictando normas más generosas, más igualitarias, más razonables en el manejo de sus dominios de allende el océano. Buscó dar garantías de igualdad de trato, de pareja consideración de unos y otros. Todo fue para América mero palabrerío. El daño estaba hecho y resultaba imposible repararlo con palabras. Como he dicho, España había sembrado vientos, cosecharía tempestades.

Los términos en que se expresaba un ilustrado ministro de Fernando VII, José García de León y Pizarro, que había formado parte de las autoridades nacidas desde el año ocho, de noble estirpe y acrisolada lealtad al trono, español nacido en Madrid, de una familia de leales servidores del rey, gran conocedor de América, donde había pasado largos años, son bien elocuentes acerca del sentimiento de sus compatriotas sobre América y los americanos, que ya he citado y vuelvo a hacerlo ahora: ‘Uno de los más fuertes incentivos de la insurrección de América, el que le sirve de más poderosos pretexto y argumento, y el que, por desgracia hace y ha hecho cundir el descontento y defección entre las clases altas de aquel país, es la rivalidad desdeñosa de la metrópoli con aquellas provincias. Un orgullo nacional mal entendido; un espíritu provincial exagerado; el pernicioso espíritu exclusivo mercantil, en especial de la orgullosa Cádiz; la ignorancia casi general en la corte sobre aquellos países; pasiones, intereses obscuros y

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perniciosos, son los elementos de esta desgraciada rivalidad. Yo me estremezco de saber, por desgracia, cómo se explican, con respecto a los americanos y a América, aún algunos de aquellos personajes llamados por V. M. para asegurar sus consejos en materias las más arduas, y en quienes la prudencia y templanza política debía ser la primera virtud ¡Qué extraño, Señor, que el vulgo participe de esta funesta impresión! V. M. no puede curar las mentes de los preocupados, no puede siempre descubrir los que obran por inspiraciones impuras: pero a V. M. toca, Señor, el que, a lo menos en el lenguaje y en las providencias, se dé motivo a que los americanos, y en pos de ellos, los extranjeros, clamen contra la parcialidad del Gobierno, contra su intención secreta de exterminio contra aquellas provincias, y que así se nutra un odio implacable que cierre para siempre a V. M. las puertas de aquellos dominios’.

En la corte del rey, como luego en las salas del parlamento, preocupó sobremanera deslindar responsabilidades sobre la rebelión americana. Estaba claro que esos movimientos independentistas no respondían a causa unívoca, sino que hubo una conjunción de circunstancias que la precipitaron, aún cuando los motivos venían de antigua data. Como hemos explicado, una de las principales causa era la “criollofobia” que estaba instalada en las Indias desde antiguo. Se responsabilizaba, además, a los errores de la administración española o a la maldad y desagradecimiento de los americanos, o bien se apelaba a las influencias extranjeras que fomentaban una situación que beneficiaba a esas potencias, ya fuese inmediatamente, como pasaba con Inglaterra

o Portugal, o más adelante, como ocurría con todas las potencias colonialistas europeas, para quienes el cambio de amo podía ser la solución del conflicto y obtener el consabido provecho. Por supuesto, también los Estados Unidos de Norteamérica estarían presentes en el afán disociador, no sólo porque esa nación podría aspirar a anexiones territoriales sino que se abría para ellos, como lo que ocurría con Inglaterra, un mercado económico e ideológico inmenso. No estaba ausente en la apreciación de esas causas la propaganda disolvente de los Bonaparte, durante la ocupación de España y aun después. Claro que la situación doméstica se hacía presente en la denuncia y análisis de este tema. Así, durante el gobierno absoluto de Fernando, los asesores ocultaban, por no convenir hacerlo, al mal gobierno del antiguo régimen, en el que el monarca se sentía enrolado. Ese mismo antiguo régimen era puesto a la cabeza de las causas y exaltado como gran responsable por los parlamentarios del “trienio”, que encontraban en su propia expulsión del gobierno y en la anulación de la “sabia” Constitución, “código divino”, la causa fundamental de la rebeldía americana.

En definitiva, nunca “entendieron” América. La creyeron absolutamente suya, aun cuando ya la habían perdido para siempre y tan sólo retenían las minúsculas islas caribeñas, con las que justificaban tozudamente su condición de metrópoli del imperio americano.

Por ello, aún se considera que su pérdida se precipitó, en realidad, no en Ayacucho sino cuando se perdieron las islas mencionadas y, por ello, sigue escuchándose a nuestros entrañables hermanos españoles consolarse ante un grave infortunio con que `más se perdió en Cuba´.

Fernando VII de España(1814) por Goya.

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NovedadesEditoriales

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Reciente publicación

“Investigaciones y Ensayos N° 61”, Buenos Aires, Aca-demia Nacional de la Historia, 2014, pp. 500Investigaciones y Ensayos es la publicación periódica de la Aca-demia Nacional de la Historia. Las colaboraciones se reciben hasta el día 30 de septiembre de cada año. El número 61 cuenta con las contribuciones de: Roberto Di Stéfano, Ignacio Martínez, Norberto Padilla, Fernando Enrique Barba, Pablo Buchbinder, Eduardo Martín Cuesta, Boris Matías Grinchpun, Alejandro León, Leonor Alicia Machinandiarena de Devoto, Claudia E. de Moreno, Sofia R. Oguic, Carlos Páez de la Torre (h), Pablo Emilio Palermo, Roger Pita Pica, Agustina Rayes, Raanan Rein, Daisy Rípodas Ardanaz, Isidoro J. Ruiz Moreno y Horacio Sánchez de Loria Parodi.

Susana Frías, “Vecinos y Pasantes”, Buenos Aires, Aca-demia Nacional de la Historia, 2013.Este séptimo volumen de la serie Estudios de Población, di-rigido y editado por la Lic. Susana Frías, trata un tema in-frecuente en la bibliografía de la historia de la dominación española, y ratifica la inexactitud de la tan mentada “siesta colonial”, al demostrar la persistente movilidad de los pobla-dores de aquellos tiempos, ya fuese por razones familiares, por el desplazamiento voluntario en búsqueda de mejores condiciones de vida, por imposiciones de la vida miliciana o monástica, o por el ejercicio de la actividad comercial tanto interprovincial como transatlántica.

Seis investigadores – Ana T. Fanchín, María E. Martese, María I. Montserrat, Gabriela Quiroga, María L. Salinas y Omar Svirtz Wucherer- muestran la diversidad de situaciones y sus manifestaciones en varias regiones de nuestro país – Bue-nos Aires, Cuyo y el Nordeste- lo que ha permitido a la Dra. Gladys Massé interrelacionar los diversos estudios y plantear nuevos interrogantes. Las amplias perspectivas el tema y la presentación de los trabajos son tratados en la “Nota Prelimi-nar” de la Lic. Frías, quien cierra el volumen con un “Glosario” de términos de la época, para quienes no hayan profundizado en ella.

Grupo de Investigación de Historia Militar, “Guerra de Inde-pendencia. Una nueva visión”, Buenos Aires, Emecé, 2013.Este libro ofrece un nuevo y original enfoque sobre la guerra de la independencia argentina y sus proyecciones sudameri-canas, pues no se limita a la mera enunciación de hechos bé-licos sino que indaga con profundidad en los distintos aspec-tos que se relacionan con aquella gigantesca epopeya que comenzó en 1810 y sólo concluyó catorce años más tarde en la batalla de Ayacucho. Aquí se estudian las condiciones políticas, el panorama internacional, la creación y el desarrollo de las instituciones castrenses, el pensamiento militar, la tec-nología bélica y de apoyo logístico, tanto en lo que se refiere a las fuerzas terrestres como navales que intervinieron.

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Ignacio Martínez, “Una Nación para la Iglesia Argentina”, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 2013.A comienzos del siglo XIX la idea de nación estaba lejos de representar lo que conocemos hoy por Nación Argentina. Por su parte, la Iglesia católica se encontraba amalgamada con la sociedad a tal punto, que es difícil identificarla como un ac-tor histórico concreto. Las instituciones estaban atravesadas por la religión, por su sensibilidad y sus normas. Incluso las corrientes ideológicas que luego serían asociadas al impulso laicista, como la ilustración, eran absorbidas y difundidas dentro de la matriz católica. Por ello, más que determinar si la Nación Argentina se formó gracias o a pesar de la Iglesia católica, es necesario estudiar la simultánea conformación de la Iglesia y del Estado nación en el actual territorio argentino a lo largo del siglo XIX. Este libro estudia ese proceso orien-tado por algunas preguntas fundamentales: ¿qué facultades intentaron ejercer las nuevas autoridades, provinciales y na-cionales, sobre las instituciones católicas? ¿En qué medida lo consiguieron? ¿Qué roles le asignaron a la religión católica en el nuevo orden político y legal luego de la revolución de mayo? Para responder estos interrogantes Martínez analiza los conflictos jurisdiccionales que disparó la cuestión ecle-siástica en un largo período, que va desde 1810 a 1865, y en el amplio espacio geográfico ocupado por las denominadas provincias históricas. Esas disputas nos hablan no sólo de las formas específicas que presentó el proceso de secularización en la actual Argentina, sino también de los límites que encon-traron los ensayos de construcción estatal tras la ruptura del vínculo colonial.

Cesar A. García Belsunce, “Pertenencias Extrañas. Libros en Buenos Aires en 1815”, Buenos Aires, Academia Na-cional de la Historia, 2013.La obra hace referencia al antiguo concepto del “extraña-miento con nota de indignidad” que se practicaba en la época medieval y a comienzos de la edad moderna. En 1812, el gobierno revolucionario, a través de un decreto, aplicó di-cho concepto a aquellos españoles que eran enemigos de la revolución, dando lugar a exilios y al apoderamiento de sus bienes. Eso no tuvo mayores efectos en Buenos Aires pero sí en Montevideo cuando las fuerzas patriotas tomaron la plaza en 1814, continuó diciendo. En ese contexto, gran cantidad de bienes fueron incautados bajo la categoría de “pertenencias extrañas” como, por ejemplo, cereales, armas, telas y libros. De este último aspecto trata el libro, es decir, de los más de 4.000 volúmenes que fueron embarcados en Montevideo con destino a Buenos Aires, donde fueron vendidos a través de procedimientos que el autor calificó de dudosos y desproli-jos. A partir de un trabajo de investigación realizado hace una treintena de años en el Archivo General de la Nación, el autor tomó contacto con varios legajos referidos a este tema, entre los cuales halló un inventario de multitud de libros de las más diversas materias traídos desde Montevideo a Buenos Aires. En su gran mayoría, dichos libros fueron vendidos con des-tino desconocido o entregados a la Biblioteca Pública para en-riquecer su acervo, en menor medida, por orden del gobierno de Buenos Aires. Esta obra no pretende hacer un estudio de la influencia de esos libros en el mundo de las ideas, sino con-stituir un instrumento de utilidad para quienes aborden esta área de investigación.