abril 2006 número 424 sergio pitol, nuestro cervantes · que también arrojaron su último aliento...

36
Abril 2006 Número 424 ISSN 0185-3716 Sergio Pitol, nuestro Cervantes Daniel Leyva premia la generosidad de Sergio Pitol Margo Glantz pregunta a Sergio Pitol cómo escribe sus novelas ¿Cómo leen franceses y alemanes a Sergio Pitol? Sergio Pitol sobre Henríquez Ureña y sobre Joseph Conrad Un fragmento de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, traducido por Sergio Pitol Dos textos autobiográficos de Sergio Pitol: Autobiografía precoz e Iván, niño ruso Hacia occidente: un cuento de Sergio Pitol A diez años de la muerte de Jaime García Terrés: “Las librerías de viejo” DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Upload: lambao

Post on 30-Sep-2018

213 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Abril 2006 Número 424

ISSN

018

5-37

16

Sergio Pitol, nuestro Cervantes

■ Daniel Leyva premia la generosidad de Sergio Pitol

■ Margo Glantz pregunta a Sergio Pitol cómo escribe sus novelas

■ ¿Cómo leen franceses y alemanes a Sergio Pitol?

■ Sergio Pitol sobre Henríquez Ureña y sobre Joseph Conrad

■ Un fragmento de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, traducido por Sergio Pitol

■ Dos textos autobiográfi cos de Sergio Pitol: Autobiografía precoz e Iván, niño ruso

■ Hacia occidente: un cuento de Sergio Pitol

■ A diez años de la muerte de Jaime García Terrés: “Las librerías de viejo”

DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

número 424, abril 2006 la Gaceta 1

Sergio Pitol, nuestro CervantesNo es que la euforia nos haya trastornado el juicio: nadie puede atribuir a un escritor vivo la inmortalidad literaria de que goza el autor del Quijote. Pero decir que Sergio Pitol es nuestro Cer-vantes dice lo obvio y algo más. El próximo 23 de abril, de manos del rey de España, el novelista poblano recibirá el premio que esta vez cumple 30 de haber sido entregado por primera ocasión (Jorge Guillén inauguró en 1976 la nómina de quienes han recibido el “Nobel de la lengua española”). Pero al llamar “nuestro” a este Cervantes reivindicamos la nacionalidad del más foráneo de nuestros narradores así como el honor de contar en el catálogo del Fondo con su obra reunida, que abarca ya cuatro volúmenes. La fecha en que recibirá el galardón recuerda el día de 1616 en que falleció el manco lepantino, jornada en que también arrojaron su último aliento el Inca Garcilaso y Shakespeare, aunque éste según el calendario juliano; ese día ha sido convertido por la Unesco en Día Internacional del Libro.

Arrancamos con dos textos emanados de la amistad. De entrada, Daniel Leyva subraya la calidad humana de Pitol con un testimonio agradecido que va más allá de lo estrictamente personal, pues lo que se predica de don Sergio podría enun-ciarlo más de uno. Margo Glantz rescata una conversación con quien hace 20 años aún se encontraba preparando la obra que lo llevaría a ganar el multicitado premio; ese diálogo tras bam-balinas, tan mordaz como la propia narrativa pitoliana, presen-ta aspectos medulares de su quehacer artístico. De la edición con que la fi lial española del fce se suma a los festejos, toma-mos buena parte de un ensayo sobre Pedro Henríquez Ureña, el dominicano que tanta infl uencia tuvo en los círculos cultu-rales mexicanos de la primera mitad del siglo pasado.

Dos estampas sirven para asomarse a la vida de nuestro ho-menajeado. Con un fragmento de su Autobiografía precoz y con el fulgurante repaso del momento en que nació su devoción por la cultura rusa, Pitol se presenta ante sus lectores con la transparencia de su prosa evocativa, su habilidad para actuali-zar lo remoto y hacer de la experiencia propia algo compartido. Hombre de certezas estéticas y congruencias duraderas, su lectura de autores como Conrad ha sido no sólo dilatada sino íntima, como se ve en su ensayo sobre autor y personajes de El corazón de las tinieblas, y en la traducción de esa desoladora no-vela. Pero no vaya a confundirse el lector: la escritura de Pitol es sobre todo alegre, delicadamente irónica, con fi lo para pe-netrar en las contradicciones de esos seres más que humanos que habitan su prosa, como los que habitan el relato que cierra esa porción de este número. Asomémonos por último a lo que en la prensa francesa y alemana se ha dicho sobre don Sergio.

Como dijimos al comienzo, en este mes se celebra el Día Internacional del Libro. Por otro lado, al cabo de este abril se conmemora el primer decenio de la muerte de Jaime García Terrés. En alegre intersección de esas fechas presentamos su remembranza de las librerías de viejo. (Y entre paréntesis ha-cemos un mea culpa por la confusión genealógica en que incu-rrimos en nuestro número anterior: el Juan de Dios Peza que fue Ministro de la Guerra con Maximiliano tenía como segun-do apellido “y Fernández de Córdoba” y fue padre del poeta que nos presentó “Las horas de mayor angustia de Juárez”.)

Sumario

Sergio Pitol o la generosa generosidad 2Daniel Leyva

Diálogo con Sergio Pitol 4Margo Glantz

Henríquez Ureña visto por sus discípulos 8Sergio Pitol

Autobiografía precoz 12Sergio Pitol

Iván, niño ruso 15Sergio Pitol

Conrad, Marlow, Kurtz 16Sergio Pitol

El corazón de las tinieblas 20Joseph Conrad

Hacia Occidente 22Sergio Pitol

Praga la misteriosa 23Gérard de Cortanze

Malintencionada y jubilosa 24Frédéric Vitoux

El mexicano 26Fabrice Gabriel

Una marcha dominical con bombo y platillos 27Florian Borchmeyer

Las tenazas del destino 28David Wagner

Librerías de viejo 30Jaime García Terrés

Daniel Leyva, subdirector del inba, es autor de Crispal, que recibió el premio Xavier Villaurrutia ■ Margo Glantz es académica de la unam y autora de Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador ■ Sergio Pitol nació en Puebla en 1933 ■ Sergio Pitol fue consejero cultural en Francia, Hungría, Polonia y la Unión Soviéti-ca, y embajador en Checoslovaquia entre 1982 y 1987 ■ Sergio Pitol ha colaborado en Revista de la Univer-sidad, Revista de Bellas Artes y Letras Libres, y en los suple-mentos México en la Cultura, La Cultura en México, Sábado, La Jornada Semanal y Hoja por Hoja ■ Sergio Pitol ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1981, el Nacional de Lite-ratura y Lingüística en 1999, el de Literatura Latinoame-ricana y del Caribe Juan Rulfo en 1999 ■ Joseph Conrad, escritor inglés de origen polaco, conoció el terror en el Congo ■ Sergio Pitol es el tercer mexicano que recibe el Premio Cervantes, después de Octavio Paz (1981) y Car-los Fuentes (1987) ■ Gérard de Cortanze, ensayista, poeta y traductor francés, ha colaborado en Le Nouvel Observateur y Le Monde ■ Fabrice Gabriel, crítico literario francés, es autor de L’Homme ouvert ■ Frédéric Vitoux es colaborador de Le Nouvel Observateur ■ Florian Borch-meyer, crítico literario y periodista alemán, es especialista en la obra de Jorge Luis Borges ■ David Wagner, alemán, es historiador del arte y crítico literario ■ Jaime García Terrés fue hombre de letras: poeta, ensayista, traductor, editor de revistas y director del fce entre 1983 y 1988

2 la Gaceta número 424, abril 2006

Sergio Pitol o la generosa generosidadDaniel Leyva

Sergio Pitol, el escritor, ganó el Premio Cervantes. Sergio Pitol, el ser humano bondadoso y solidario, ganaría trofeos a la amistad y al estímulo a sus colegas. Ésa es la emotiva tesis que un benefi ciario de su generosidad, convertido hoy en literato de sólida trayectoria, plantea en estos párrafos

Hay dos formas de abordar a un escritor. Por sus obras, los conocerán, y por sus actos, los juzgarán. ¿O acaso es al revés? Por sus obras, los juzgarán, y por sus actos, los co-nocerán. Sea como fuese, en Sergio Pitol es lo mismo ya que a través de sus obras y de sus actos, sus lectores y sus amigos, en ocasiones no son los mismos, se han benefi ciado de sus libros y de sus acciones, ambas, obras y actos, libros y acciones, fruto de la ge-nerosidad, la generosidad del escritor con sus palabras y del amigo con sus consejos.

Permítaseme iniciar estas páginas abordando no la generosidad del autor, lo haré más adelante, sino la generosidad del hombre. Por razones que no importan en este texto yo vivía en París a principios de los años setenta y ahí me tocó conocer a Sergio Pitol antes de haberlo leído. Fue Guillermo Landa, fi no poeta originario de Huatus-co sur Mer y agregado cultural de México, quien me lo presentó como su sucesor. Durante el tiempo que Sergio Pitol estuvo en París yo asistí más de una vez a las fi estas o cenas que brindaba a sus amigos que lo visitaban en su apartamento cercano a la Maison de la Radio, en donde conocí a la queridísima y entrañable Vilma Fuen-tes, y Pitol frecuentaba mi estudio en el Barrio Latino, en donde oíamos boleros de Agustín Lara cantados por Toña la Negra.

Fue Sergio Pitol quien me presentó con el embajador Carlos Fuentes. Fue Sergio Pitol quien me alentó a escribir mi primera novela. Fue Sergio Pitol quien me con-venció de no renunciar al Premio Xavier Villaurrutia diciéndome que ese dinero sería lo único que ganaría como escritor y además se corría el riesgo de que el gobierno desapareciese el premio y con ello se perjudicase a otros autores. Fue Sergio Pitol quien me envió a Barcelona con el manuscrito de mi primera novela. Fue Sergio Pitol quien me invitó a colaborar en la Dirección de Literatura del inba cuando volví a México, invitación que no pudo concretarse por el famoso despido de Juan José Bremer de la Dirección General del inba. Fue Sergio Pitol quien, fi nalmente, me dio el que fue mi primer trabajo en México en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Y toda esa generosidad con un joven que al inicio ni lo había leído. Toda esa ge-nerosidad incluso con un joven que no formaba parte de su círculo estrecho de ami-gos. Por eso estoy convencido de que en Sergio Pitol la generosidad es un refl ejo natural, como natural y generosa es su escritura, que he gozado como lector a lo largo de los años, otro regalo, dádiva, gracia o benefi cio que he recibido con derroche y hasta despilfarro, si derroche o despilfarro puede haber en la buena literatura.

Todos sabemos que el autor de Juegos fl orales es un literato muy particular. Con siete libros de cuentos que van de Victorio Ferri cuenta un cuento a Nocturno de Bujara, con cuatro novelas que vienen de El tañido de una fl auta a La vida conyugal y con una serie de libros de ensayos como el más reciente El mago de Viena, Sergio Pitol ha cumplido un periplo sobresaliente, un extraordinario viaje, ¿podría ser de otra forma en un autor dedicado a viajar, dedicado a soñar?, en donde predomina la experimen-tación, la novedad, el asombro y, sobre todo, el gusto por escribir.

Sergio Pitol nos ha propuesto otra manera de leer la novela, de disfrutar el cuento y de entender el ensayo. Esa propuesta de escritura, que deviene otra lectura, en su momento no fue entendida. Tendrían que venir otros lectores, más allá de las fronteras de lo formal, para que esta literatura novedosa en un escritor mexicano nos alcanzara. Tanto así que es en el extranjero, y sigue siéndolo, donde Sergio Pitol ha encontrado

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Laura González Durán, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Pablo Martínez Lozada, Geney Bel-trán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla Ló-pez G., Alejandro Valles Santo To-más, Héctor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sierra (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizá-bal (Argentina), Julio Sau (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Agui-lar Asiain (Guatemala), Rosario To-rres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone, Cristóbal Henestrosa y Emilio Romano

IlustracionesTomadas de Gods’ Man. A Novel in Woodcuts, de Lynd Ward

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fon-do de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

número 424, abril 2006 la Gaceta 3

el pleno reconocimiento a su obra, obra como pocas se han visto en las letras mexicanas. Se sabe que el género en el que se inició Pitol fue el cuento, hubo poemas pero de eso no quiere acordar-se, y fascinado por la lectura de Jorge Luis Borges se dio a la tarea de comenzar comunicándose con estructuras narrativas complejas que no fueran las del cuento clásico, si bien sus incur-siones narrativas tuvieron la combinación de lo clásico y de lo moderno, tal y como ha sido desde entonces su perfi l literario.

Esta modernidad clásica Sergio Pitol la pudo explorar en la novela, mismo espacio lingüístico en donde encontraría un te-rreno fértil, en donde trabajaría más cómodo para exponer sus teorías y sus historias. El Tríptico del Carnaval fue su propuesta y reto. Estas novelas, integradas por El desfi le del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, son la muestra fehaciente del logro artístico a través de la palabra utili-zada con imaginación. No es sufi ciente saber que esta trilogía está sostenida teó-ricamente por el crítico ruso Mijaíl Ba-jtín, en lo que se refi ere desde luego a la explicación del desarrollo carnavalesco y paródico de una narración, sino que esa propuesta narrativa implica una partici-pación del lector en lo que al plantea-miento se refi ere.

Para Sergio Pitol la tragedia no es el núcleo de sus historias. Con maestría y conocimiento de causa el escritor va introduciendo la parodia de esa tragedia. La iro-nía va ganando terreno a esa impostación trágica y es aquí en donde el lector debe participar: ¿es verdad tanta algarabía? Ya desde su primera novela, El tañido de una fl auta, encontramos, aunque tamizada, esa parodia. No sería sino hasta el llamado por los estudiosos de la literatura el Tríptico del Carnaval donde se expondría con toda su vehemencia la algarabía orgá-nica de la ironía. Sergio Pitol se defi ende desde el lado no tan académico del asunto afi rmando que lo único que ha intentado es presentar y representar historias de personajes excéntricos o esperpénticos, es decir, fuera del centro de lo común.

Los lectores sabemos, por la amplia cultura del narrador, que la fuerza de lo paródico radica en la buena manufactura de su construcción. En las novelas de Sergio Pitol nada está fuera de lugar. No hay nada que no haya sido planeado con argucia. No hay nada que no haya sido paladeado con fascinación. Desde los planos narrativos hasta los planteamientos de las historias, todo ha sido tan fríamente calculado que no se nota el trabajo de tejido fi no de lo textual. Esta escritura, ajena al lector acostumbrado a los clichés y a las estructuras anuncia-das, hizo que Sergio Pitol permaneciera exiliado de la mayo-ría de los lectores, tal y como él lo hacía físicamente del país. Pero esta aparente desventaja tuvo sus frutos que ahora cose-cha, pues Sergio Pitol es, sin duda, uno de los escritores que han renovado la prosa no sólo en México sino en la lengua española. Podría sonar excesivo si el autor no lo demostrara con claros ejemplos que no se circunscriben a un solo libro sino al conjunto de su obra.

Ya mencioné que la narrativa de Sergio Pitol es gozosa por lo esperpéntico e irónico de sus historias. Pues bien, ese esti-lo, que en México se ejerce de modo efímero en pequeños ambientes, no se ha explotado lo sufi ciente en nuestra literatu-ra. Quién iba a pensar que un escritor fascinado con los libros de sus admirados Henry James o Virginia Wolf tiene historias

divertidas y divergentes. La literatura de Sergio Pitol nos exalta, nos pone fuera de sí, nos vuelve excéntricos. Es una escritura lanzada como trompo que, donde caiga, siempre da en el centro, como ese trompo del poema de Octavio Paz.

No contento con esto, Sergio Pitol nos ofrece, a través del ensayo y con tres libros capitales como lo son El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena, otro tipo de escritura gozosa en el que la crónica, la narración y la autobiografía se mezclan en una escritura heterodoxa, sin género en que pueda ser encasillada por un purista historiador de la literatura. Por último, Sergio Pitol añade a sus generosidades la que tal vez sea la mayor que un escritor pueda tener, la de traductor. Autores ingleses, rusos, centroeuropeos y eslavos encuentran en la generosidad de Ser-gio Pitol el español necesario para que los podamos leer.

¿De qué tipo de escritor estamos ha-blando entonces cuando abordamos a Sergio Pitol? De un escritor que goza antes de escribir. De un escritor que convierte los sucesos cotidianos en ele-mentos artísticos. De un escritor que sabe la importancia de los libros y de la escritura. De un escritor que a través de la palabra nos hace felices. De un escri-tor que intenta renovar estilos anquilo-sados y conceptuales. De un escritor que

es libre en todas las acepciones de la palabra. De un escritor que ha sabido ser generoso con sus amigos y con sus lectores.

Por eso no debe extrañarnos que Sergio Pitol sea, también, una biblioteca. Y no una biblioteca cualquiera, no. Una Bi-blioteca Cervantes. Y no cualquier Biblioteca Cervantes, no. Una Biblioteca Cervantes ubicada en Sofía, la capital de Bul-garia. En el centro del mapamundi afectivo de Sergio Pitol. En el centro del universo literario de Sergio Pitol. En el corazón mismo del mismo corazón de Sergio Pitol porque Sergio Pitol es el escritor nacional más internacional que tenemos. Es el escritor mexicano más universal de nuestras letras. Siempre vigente y siempre leído. Siempre reconocido y siempre admi-rado. En suma, siempre querido.

Si al fi n de cuentas Sergio Pitol es una biblioteca, como Alfonso Reyes, como Jorge Luis Borges o como sus queridos Gogol o Chéjov o Verne o Dickens, es también toda una literatura. G

En Sergio Pitol la generosidad es un refl ejo natural, como natural y generosa es su escritura, que he gozado como lector a lo largo de los años, otro regalo, dádiva, gracia o benefi cio que he recibido con derroche y hasta despilfarro, si derroche o despilfarro puede haber en la buena literatura

El Fondo de Cultura Económica cuenta en su catálogo con las siguientes obras de Sergio Pitol:

La casa de la tribu, Letras Mexicanas (1989) y Biblioteca Cervantes (2006)

De la realidad a la literatura, Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes (2002)

Obras reunidas i. El tañido de una flauta, Juegos florales, Tezontle (2003)

Obras reunidas ii. El desfi le del amor, Domar a la divina garza, La vida conyugal, Tezontle (2004)

Obras reunidas iii. Cuentos y relatos, Tezontle (2004)El mago de Viena, Letras Mexicanas (2005)Obras reunidas iv. Escritos autobiográfi cos, que contiene

Autobiografía precoz, El arte de la fuga, El viaje, Tezon-tle (2006)

4 la Gaceta número 424, abril 2006

Diálogo con Sergio Pitol Margo Glantz

Casi podría considerarse legendaria la amistad entre Glantz y Pitol, basada desde luego en el afecto, pero sobre todo en las afi nidades literarias, en la mutua atención creativa, en algunos estrechos paralelismos vitales. Esta conversación sirve para imbricar la hebra del análisis literario, en voz de Margo, con un hilo por momentos confesional de Sergio, que comparte con el lector su modo de construir novelas

Hacia fi nales de 1982, Sergio Pitol y yo sostuvimos un diálogo, parecido a los que solíamos tener a menudo; por alguna razón que no recuerdo, éste se grabó y quizá —no lo registro— pudo haberse publicado en alguna parte. Ahora lo reproduzco, creo que viene al caso ahora que mi querido amigo recibirá el Pre-mio Cervantes, el más alto galardón que se le concede a un escritor de lengua española. En este diálogo sostenido antes de que Sergio publicara los llamados Tríptico del Carnaval y Tríp-tico del Viaje se prefi guran varios de sus futuros libros, como por ejemplo y para empezar El desfi le del amor, y ¿por qué no?, luego, El arte de la fuga.

Margo Glantz: Parecería, a primera vista y de manera super-fi cial, que tus narraciones mantienen constantemente una ob-sesión: la que indaga y habla de dos tipos de personajes, los que prometían mucho al iniciarse su vida y luego son un fracaso total, y aquellos que simulan ser extraordinarios y son un mero fraude, como tanta gente de la que tratamos. La creatividad se agota y se enfrenta al problema del fracaso. Yo creo que en el ejercicio de tu escritura hay una preocupación vital —corrijo, más que preocupación es una obsesión—, una maldición per-petua, un terror ante la posibilidad de pérdida de los dones creativos, de su desperdicio, que puede detectarse en un senti-do bifurcado. Por una parte, un personaje que toda su vida promete ser genial y lo único que hace es degradarse como ser humano, tanto física como mentalmente, para acabar como un desecho, un paria, un vagabundo en quien se notan las huellas del fracaso, desde la ropa hasta los dientes; o aquel que en apa-riencia ha triunfado socialmente pero no es más que, como tú constantemente afi rmas, un sepulcro blanqueado, un personaje que simula ser y no es en absoluto lo que pudo haber sido, aun cuando, antes de ser un fraude, tuviera una cierta autenticidad, un deseo de ser algo. La creatividad, con todo, no se defi ne por el hecho mismo de conseguir el triunfo, sino como una identi-dad verdadera en relación con el arte. Esta búsqueda, esta au-tenticidad, se traduce siempre en un intento por defi nir la es-critura como teoría y como práctica, ¿estás de acuerdo?

Sergio Pitol: Algunos críticos han comentado reiterativamen-te que me deleito en la descripción del fracaso. No creo que las cosas sean tan simples: ni me deleito en la descripción de una agonía, de un derrumbe, ni me interesa el fracaso en sí. En lo que intento detenerme es en el momento de opción al que se enfrentan mis personajes; momento que pudo haberlos salvado

o condenado. Muchas veces los presento cuando son persona-jes ya condenados, ya derrotados, y retrocedo al pasado, hasta el instante en que jugaron la carta falsa. Estoy totalmente de acuerdo cuando señalas que en mi literatura se plantea casi como una obsesión el tema de la bifurcación: el hombre y la mujer que prometen mucho en la juventud y que en un deter-minado momento son aniquilados por fuerzas que no manejan, que provienen del exterior. En el momento en que ceden, se transforman en un desecho de la naturaleza, en esos tipos que andan con los zapatos rotos, con los dientes podridos, o bien en esa especie de sepulcros blanqueados, que son quienes ge-neralmente resultan más maltratados en mis relatos; gente que suprimió sus deseos, mutiló toda vida individual, eliminó su verdadero lenguaje, todas las caracteristicas que pudieron hacer de sí mismos gente real para convertirse en triunfadores de salón y de ofi cina.

En cuanto el otro tipo de personaje por lo menos intentó jugarse algo, responder a algunos desafíos, enfrentarse a retos y fue vencido por el sepulcro blanqueado que por lo general relata su historia. La escritura se realiza a través de los proble-

número 424, abril 2006 la Gaceta 5

mas de un personaje escritor o artista. Esto se debe a que los problemas formales de la creación me interesan muy vivamen-te. Pocas cosas me apasionan de tal manera como el proceso de la creación: el esfuerzo de un pintor, un fotógrafo o un nove-lista por seleccionar y manejar el material que la naturaleza le ofrece, e individualizarlo a través de la forma apropiada. Pre-fi ero desarrollar esto en la novela, no en el ensayo, y convertir-lo en un elemento vivo del relato.

Margo Glantz: Hace unos días hablábamos de una reciente relectura mía de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. Al leer de nuevo la novela pensé en Juegos fl orales. Refl exionando, ad-vierto que hay una relación evidente entre ambas, sobre todo cuando la novela se medula sobre una narración vicaria, en la que un personaje —en Brontë, la criada— observa y narra a los personajes principales, cuya fuerza vital es tan absoluta que no necesita describirse, simplemente es. Aparte de los quehaceres domésticos, la ocupación de la criada es el voyeurismo frente a una vida tan auténtica, tan extrema, que parece una blasfemia; una vida tan total que produce envidia, envidia fi ltrada entre las rendijas y cerraduras desde donde se espía.

Sergio Pitol: Cumbres borrascosas es en mi formación una obra decisiva, el modelo perfecto para estructurar una novela, una escritura oblicua. Cuando la leí, me interesó extraordinaria-mente esa forma de construir una novela a través de un labe-rinto de relatos, de fi ltros, que le impiden al lector saber con exactitud qué es lo que está ocurriendo. En Cumbres borrascosas, hay siempre una persona que cuenta a otras una historia. Éstas a su vez se la narran a la criada, quien nunca posee la historia por completo y además carece de los elementos intelectuales para poder cap-tarla en toda su amplitud, mucho menos descifrarla. Tampoco posee la objetivi-dad sufi ciente para hacerlo porque ha conocido y amado a los personajes, ha sido como una excrecencia de ellos, ha estado implicada en sus pasiones.

Margo Glantz: Como la criada de uno de tus primeros cuentos, “Los Ferri”, que quiere y odia a la familia a la que sirve, intenta vengarse y acaba derrotada, pero muriendo…

Sergio Pitol: Me entusiasma que hables de Cumbres borrascosas. Nadie ha señalado su relación con mis cosas. Emily Brontë va creando una novela a través del esfuerzo de alguien por contar lo que otros han vivido. En mis novelas también trato de desa-rrollar la manera en que un escritor se decide a escribir algo sobre sucesos que le fueron narrados o que leyó en alguna parte, y eso me permite crear los distintos fi ltros y distanciamientos, esos espacios entre quien cuenta y las posibles variantes que puede adoptar la narración, las diversas posibilidades de com-prender el hecho que ha sido relatado. Para mí es fundamental tener una trama sólida, pero más que la novela quede abierta de tal modo que un lector más o menos adiestrado pueda irla in-terpretando, armando, hasta crear su propia novela.

Margo Glantz: Siempre hay, sin embargo, una zona que per-manece oscura, quizá porque la enredas a placer tuyo o porque

ni tú mismo sabes, ni quieres saber, qué ocurre en ella. En la novela policiaca uno tiene pistas para ir descubriendo al asesi-

no, y en tus novelas, aunque se suelen dar pistas, nunca se descubre totalmente el enigma. Quizá podamos poner como ejemplo a Patricia Highsmith, a quien hemos estado leyendo y comentando estos últimos tiempos. No hay necesidad de descubrir al asesino porque la novela está escrita desde ese mismo punto de vista. Lo que falta es averiguar y perse-guir los motivos interiores, las conse-cuencias del crimen, los hechos mismos,

pues el autor te muestra el asesinato en el momento en que se comete y al asesino cuando ejecuta el crimen.

Sergio Pitol: Sobre todo, las reacciones que el asesinato va a desencadenar en algunos personajes.

Margo Glantz: Y sin embargo se la considera novelista poli-cial. Tú también lo eres, ¿no? Como en Cumbres borrascosas, se parte de un núcleo oscuro… ¡Caramba parezco disco!

Sergio Pitol: Mira, Margo, en mi obra la novela policial ha sido una infl uencia decisiva. Así como ciertos relatos de Henry James que están muy cerca del género. Uno de mis primeros cuentos, “Amalia Otero”, parte de un hecho oscuro que nunca se le aclara al lector: la relación entre la esposa de un hacenda-do de una pequeña población veracruzana con un general lle-gado al pueblo con las fuerzas revolucionarias, la decisión posterior de la mujer de encerrarse en una casa de la que no saldrá sino muchos años después. Nunca se sabe exactamente

En lo que intento detenerme es en el momento de opción al que se enfrentan mis personajes; momento que pudo haberlos salvado o condenado. Muchas veces los presento cuando son personajes ya condenados, ya derrotados, y retrocedo al pasado, hasta el instante en que jugaron la carta falsa

6 la Gaceta número 424, abril 2006

qué ocurrió, si él se suicidó, si ella lo mató, qué lazos los unían; se alude vagamente a algo que un juez le contó a un vecino que puede implicar una relación incestuosa entre Amalia Otero y el militar, pero nunca queda claro; se narra toda una serie de actos cotidianos con aparente precisión y objetividad, cuando se cierra el relato se impone esa zona de oscuridad que lo veló durante todo su desarrollo.

Margo Glantz: A mí me parece también que ese relato se aproxima de alguna forma al cuento llamado “Red Roses for Emily”, de William Faulkner, otro de tus autores preferidos y que mayor infl uencia tuvieron en tu obra.

Sergio Pitol: Tal vez ése sea de los ras-gos fundamentales de lo que escribo: tengo que partir siempre de un misterio. Ahora pienso en una próxima novela: La plaza Río de Janeiro. En una antigua casa de ladrillo rojo en los años cuarenta su-ceden dos o tres asesinatos, suicidios tal vez, aunque todos los elementos indican que se trata de crímenes. La familia en cuya casa ocurren estos sucesos ha vivido en la embajada de México en Berlín en los años del nazismo, hasta el momento en que por motivo de la declaración de guerra rompimos relaciones con Alemania. Po-siblemente voy a trabajar algunos personajes que ya comienzo a vislumbrar: un personaje que se enriquece sospechosamente durante su estancia en Berlín. Todo el relato girará en torno a

esas muertes y a esa riqueza sospechosamente adquirida. ¿Se trata de una venganza? ¿Quién pudo haber cometido esos crí-menes?, ¿cuáles podrían ser los motivos? Me interesa poquísi-mo descubrir las relaciones de causalidad (aunque como autor debo tenerlas claras), lo que me importa es la atmósfera que pueda desprenderse, la creación y desarrollo de una forma lite-raria sugestiva.

Margo Glantz: Esa preocupación que circula en torno a he-chos reales que se van despojando de su realidad porque no tienen una concreción defi nida o, porque, por el contrario, son demasiado defi nidos, nos acerca a otro elemento que siempre aparece en los intersticios del relato: el mal. Ese mal que cir-

cunda las cumbres borrascosas —como quería Bataille— o el mal subrepticio de James, o el mal de la belleza de Mann, mal del que tú también participas, aun-que en tus novelas haya también otros ingredientes malignos concretos, los li-gados con la brujería, la superstición o el mal de ojo, sobre todo en Juegos fl orales,

verdadera novela gótica como señaló Jaime Valdivieso. El fra-caso produce aquí algo diferente, no es tanto el abismo como en El tañido de una fl auta (aunque existe) sino la destrucción de la prepotencia, la apertura del sepulcro blanqueado, la vanidad de una rubia extranjera que se siente valquiria frente…

Sergio Pitol: …a los nacos.

Margo Glantz: Sí, frente a los nacos, con los que sin embargo se mezcla y a los que elige como compañeros. Esa prepotencia se destruye ante la aparente humildad y el brillo de unos ojos verdes en la cara índigena de la criada vuelta personaje de la mitología griega con ribetes cómicos, Circe que domeña pája-ros y valquirias y que puede trastornar y destruir la vida de los demás…

Sergio Pitol: El mal, ¡qué tema tan difícil! Juegos fl orales, dices, está asociado con elementos de la brujería. Yo por lo general trabajo un microcosmos con un número de personajes muy reducido. Decía Conrad que la sociedad está construida sobre el crimen y que una de las fuerzas básicas de la sociedad en que vivimos es el mal. Para mí el mal encarna fundamental-mente en esa serie de sepulcros blanqueados a los que te refe-rías al principio. Esas personas que aparecen colmadas de prestigios ante los ojos de los demás y que por lo general ocul-tan una sed de poder, una rapacidad mortal, una actitud impla-cable hacia los débiles, los niños, los viejos, los desvalidos, los pertenecientes a una minoría racial o sexual, son el mal. Sí, ellos son los promotores y la encarnación del mal.

En mis relatos el mal reviste siempre un cáracter social; se nutre en esa zona del organismo social que ahoga los implusos creadores; contra él luchan los adolescentes y en muchísimos casos sucumben. Paralelamente se vislumbra una fuerza más primitiva, aunque a menudo retorcida, que relaciona al hom-bre con lo desconocido, aparece en El tañido de una fl auta en-carnada en el marido de Paz, en la venezolana de Juegos fl orales que anda en busca de mediums a través de los cuales insultar a su marido muerto y, sobre todo, en la indígena de Papantla, a quien la protagonista culpa de todos sus males. Pero también

Para mí es fundamental tener una trama sólida, pero más que la novela quede abierta de tal modo que un lector más o menos adiestrado pueda irla interpretando, armando, hasta crear su propia novela

número 424, abril 2006 la Gaceta 7

allí hay un distanciamiento necesario. Yo jamás afi rmo que esa mujer haya hechizado a Billie Upward, ni alejado a su marido o asesinado a su hijo, todo está visto a través de la protagonista, una mujer a quien su racismo ha desequilibrado, que no desafía convenciones como pretende sino que trata de afi rmarse en ellas y que en esa fuerza primitiva que representa la indígena de Papantla cree ver el signo destructor destinado a aniquilarla, y ante la cual cede por esa necesidad de expiación que también se da en el mundo de los sepulcros blanqueados. Tal vez Billie acaba adquiriendo grandeza al despeñarse en ese mundo para encontrar algo mucho más profundo, primitivo y generoso que sus antiguos valores.

Margo Glantz: Tu mundo novelístico está montado sobre un número de per-sonajes que deambulan de un lado a otro del universo, se detienen en las ciudades más importantes del mundo, como Roma, Barcelona, Varsovia o Londres; digamos, ésas son las metas de los sepul-cros blanqueados, porque ir a Londres o a Roma vale la pena, y sin embargo los personajes acaban en Jalapa —lugar despre-ciado por ellos, ya que ni siquiera es la capital de México, sino una ciudad de provincia—, o en algún pueblo veracruzano. Y ese deambular de los personajes por el mundo, unido al hecho de que el mal tenga un carácter social, hace que el microcos-mos se convierta en algo épico. De una pequeña comunidad que ni siquiera es comunidad sino un grupo de amigos o de parejas de amigos, se salta a una visión mucho más global del mundo y de las formas sociales que lo rigen, aparentemente se trata de discusiones y diálogos banales donde los personajes

cuentan historias de otros personajes y recuerdan hechos pasa-dos o ilusionan sus futuras glorias; pero al mismo tiempo es la posibilidad de descubrir el mundo exterior a través de esos diálogos, de esa fuerza social que sería la maldad en el sentido de lo mezquino, de lo convencional, del oropel que triunfa en apariencia.

Sergio Pitol: Entre los enemigos de esa promesa que puede ser un joven o una joven llenos de dotes y posibilidades, que aman la vida, la cultura, que quieren desarrollarla, que desean transformar la sociedad y ampliar los límites de la literatura, las artes, la conducta; entre esos enemigos hay dos siempre al ace-cho, uno, la vuelta al seno materno, el otro, la ruptura absolu-ta del cordón umbilical que presenta el riesgo de la desintegra-ción. Debido a esta oscilación emocional y no por un afán de cosmopolitismo es que nacen los ámbitos en que se mueven mis personajes. Bueno, también por circunstancias personales, si he vivido veinte años en el extranjero no puedo dejar de re-gistrar el marco, imposible constreñirme únicamente a recuer-dos de niñez y adolescencia. Pero la ampliación del marco en que los personajes se mueven responde sobre todo a esa inten-ción de intensifi car la vuelta a lo materno o, en su caso, la ruptura del cordón umbilical. Los personajes se salvan o con-denan de acuerdo al equilibrio que puedan guardar ante estos dos movimientos. Y ahí es sólo la intuición, o una calidad es-pecial de alma, la que puede librarlos de convertirse en esos poetas desdentados y harapientos que buscan un precipicio desde el cual despeñarse. Hay también como una inocencia primigenia en mis personajes jóvenes que los imposibilita para conocer a sus pares, para identifi carse con otros iguales, para detectar al enemigo. Una especie de soledad radical los carac-teriza. Son muchachos envueltos en algo como el papel celo-fán, que se mueven un poco a ciegas, a tientas. Su registro del mundo es por lo general muy inocente, viven los riesgos sin darse cuenta de ellos. Entran por azar en un bar brutal y pre-sencian escenas brutales con la misma naturalidad que si fueran a tomar el café con unas tías. Encuentro verdadero placer cuando describo esa inocencia con la que se mueven por luga-res siniestros. El narrador de Juegos fl orales nunca logra expli-carle realmente al lector cuál es su actitud frente a Billie

Upward. Lo que sí queda claro es que Billie termina aniquilándolo. El único diálogo verdadero que entre ellos se es-tablece en la novela es a través de sus relatos, el de la infancia de él en un inge-nio veracruzano y el relato veneciano de Billie. Entre ambos mundos se produce una especie de encuentro.

Margo Glantz: Sí, porque es el relato de una joven que va a nacer al mundo y que todavía está con sus posibilidades intac-tas y al mismo tiempo en peligro absoluto de destruccción; es decir, su futuro está abierto en cualquiera de los dos sentidos, porque es la inocencia, la ingenuidad, la verdadera vida. El niño en Potrero y la jovencita en Venecia son totales, viven, no necesitan espiar a los demás, ni agazaparse detrás de las ventanas o mirar por las cerraduras de las puertas, nunca son espías…

Sergio Pitol: Como lo somos tú y yo cuando escribimos… G

Hay también como una inocencia primigenia en mis personajes jóvenes que los imposibilita para conocer a sus pares, para identifi carse con otros iguales, para detectar al enemigo. Una especie de soledad radical los caracteriza

8 la Gaceta número 424, abril 2006

Henríquez Ureña visto por sus discípulosSergio Pitol

Cada año, la Universidad de Alcalá y la fi lial madrileña del FCE expanden la Biblioteca Premios Cervantes con un volumen en homenaje al ganador de ese reconocimiento, que el rey de España entrega el 23 de abril, fecha en que se conmemora la muerte del autor del Quijote. Sergio Pitol decidió reeditar la colección de ensayos La casa de la tribu. Reproducimos en seguida parte de un texto que no estaba incluido en la primera edición —de 1989, en Letras Mexicanas—, fechado en Xalapa, en abril de 2001. Nos sirve además para rendir homenaje al descomunal Henríquez Ureña, que en mayo próximo cumplirá 60 años de haber muerto

De simetrías a asimetrías

La física cuántica —aseguran sus intérpretes— ha logrado pro-bar sin demasiado esfuerzo, que el mundo, desde su creación hasta hoy, se ha movido a través de un complejo sistema de asimetrías.

La vida del universo, la de sus tres reinos y la infi nita varie-dad de especies que los pueblan, es el resultado de un juego de difícil comprensión para los legos pero defi nitivamente cierto y rigurosamente comprobado de formas asimétricas, de fugas de energía hacia lo desconocido; son saltos brutales, aterrori-zadores, pero cualquier efecto de este tipo se desliza al ritmo de una cámara lenta. No nos asustan gracias a la demora de su realización. Pasarán un sinnúmero de generaciones hasta que alguien —un sabio, desde luego— descubra que ha ocurrido un salto importante en la naturaleza. Se requerirán siglos, miles de siglos quizá, para tener la seguridad de que una asombrosa operación ha tenido ya lugar.

¿Quién ha presenciado la metamorfosis del dinosaurio a la lagartija o la transición del oscuro balbuceo que por primera vez emitió un homo sapiens, más impaciente o menos obtuso que sus congéneres, al idioma milagroso con que Borges nos revela su contemplación de El Aleph? No sé si a todos los hom-bres de letras les resultan tan incomprensibles como para mí esos misterios. Tal vez para los jóvenes, aleccionados ahora desde el jardín de niños en las novedades tecnológicas y bioquí-micas, les parezca un juego infantil. Porque, debo confesar, mi generación se formó en el culto de la simetría. Veo, por ejem-plo, unas láminas en color de las pinturas rupestres de Altami-ra y al instante me saltan visiones de Picasso, de Matisse, de Malevich, de Toledo o de Tamayo. Me entretengo en encontrar concordancias entre las formas mayas y las esculturas de Arp, Bárbara Hepworth o Henry Moore; entre los muros de Cacax-tla y los colores de Francisco Toledo; entre el estilo de Lauren-ce Sterne y el de Virginia Woolf; la liga entre Borges y Marcel Schwob y la mutua correspondencia entre las obras de Henrí-quez Ureña y Alfonso Reyes. Pensar en formas simétricas equivale en mí a pasear por los senderos del edén.

Durante las últimas semanas he leído algunos libros del do-minicano Henríquez Ureña, más el apasionante volumen de su

correspondencia con Alfonso Reyes y varios estimulantes ensa-yos sobre su obra, además de algunos testimonios de amigos y alumnos sobre las circunstancias de su vida y sus trabajos.

Hace cincuenta años, en mi juventud, leí con fervor, subra-yando casi todas las páginas, uno de sus libros publicado pós-tumamente: Las corrientes literarias en la América hispánica, unas conferencias leídas en inglés en Harvard y traducidas al caste-llano por Joaquín Díez-Canedo. Aquella lectura me convirtió con pasión y para siempre a las cosas de América.

A Henríquez Ureña se le identifi ca con el ideal americano, hispanoamericano concretamente, convertido en una utopía: la utopía de América. Fue ese uno de los ejes centrales de su vida intelectual y a esa causa apasionante aproximó a Alfonso Reyes, a Ernesto Sabato, a Ezequiel Martínez Estrada, a Enri-que Anderson Imbert, a buena parte de sus amigos y discípu-los. También, a través de la distancia física, a dos jóvenes, convertidos después en excepcionales ensayistas, quienes si-guieron con fervor su lección y la continuaron: el venezolano Mariano Picón Salas y el colombiano Rafael Gutiérrez Girar-dot, quien, hasta donde entiendo, fue el primer escritor de nuestra lengua que publicó un libro sobre Alfonso Reyes y, también, autor de uno de los estudios más lucidos, emociona-dos y rigurosos de la obra de Henríquez Ureña.

Pedro Henríquez Ureña nació en la ciudad de Santo Do-mingo, en 1884, en el seno de una familia notable tanto en la cultura como en la política de su país, hijo de un presidente de la república y de una madre literata y pedagoga. Su formación inicial se nutrió en los clásicos universales. Entre los ocho y los nueve años sus lecturas predilectas fueron el Quijote, de Cer-vantes, y los dramas y comedias de Shakespeare. El conoci-miento de lenguas clásicas y contemporáneas fue parte de su educación.

Padres, familiares y amigos de la casa se desvivieron por cultivar a aquella criatura afortunada. Su precocidad se demos-tró cuando a los cinco años publicó en una revista sus primeros textos literarios. Alea jacta est! Por ingenua que fuera esa escri-tura, la suerte estaba echada y el destino se entretuvo en trazar sus caminos. De ahí en adelante aquel niño cultivaría las letras e ilustraría a los hombres. A eso dedicó con fervor su vida hasta que la muerte le sorprendió en la Argentina a los sesenta y dos años.

Su periplo cubrió unas cuantas ciudades, no demasiadas, aunque lo pareciera por algunas reiteraciones. Como Bello, Hostos, Darío, Martí y tantos otros grandes latinoamericanos de su siglo, fue un peregrino perpetuo, un avanzado de la civi-lización y del progreso al servicio de las nuevas repúblicas. Santo Domingo, La Habana, Nueva York, México, Minnesota, Madrid, Harvard, La Plata y Buenos Aires fueron sus espa-cios. Muy pronto descubrió que su patria verdadera estaba derramada en el idioma, la literatura, la fi losofía, la historia y, sobre todo, en una cátedra donde pudiera enseñar lo que sabía.

A los veinte años, sus amigos lo consideraban como un mentor de la talla de Sócrates, una nueva versión de Quetzal-

número 424, abril 2006 la Gaceta 9

cóatl reaparecida en el Anáhuac para volver a iluminar a su gente. Sin embargo, fuera de un cenáculo de elegidos, a menu-do en el transcurso de su vida fue vejado por los hombres del subsuelo: los mediocres, los mezquinos, los frustrados, los pe-rezosos, los incapaces de comprender las lecciones del maestro. Nunca le perdonaron el ser un gigante frente a ellos. Al respec-to, escribe Alfonso Reyes en “La educación de Pedro Henrí-quez Ureña”, un texto que leyó en el Palacio de Bellas Artes en el homenaje a su amigo poco después de su muerte:

Por su resistencia, por su atracción o su desvío ante el sondeo que Pedro ejecuta-ba hasta el fondo de las conciencias, podían juzgarse las calidades. Aceptaba la misión patética de enfrentar consigo mismo a cada hombre. Sólo los mejores soportaban la prueba, los demás huían escandalizados acaso para entregarse a espaldas suyas, como si así huyeran de sí mismos, a mil conciliábulos de odio y de miseria. Difícil encontrar fi gura más semejante a la de Sócrates, hasta traía, como éste, la Atenea oculta en el sileno y también tuvo su cicuta.

Hacia 1901 Pedro estaba en Nueva York para seguir cursos universitarios. Él y sus hermanos conocieron tiempos de hol-gura y otros de estrecheces, por lo que tuvieron que trabajar en mediocres ofi cios comerciales que les quitaban tiempo y los apartaban de sus intereses. Su amor por el teatro, por la músi-ca, por la ópera conoció tiempos de inmensa expansión. Acu-dió a las temporadas de Sarah Bernhardt y de Eleonora Duse. Vio obras de Shakespeare actuadas por las mejores compañías inglesas y oyó a algunos de los mejores músicos y cantantes del mundo. A pesar de las tribulaciones económicas y los aterra-dores horarios laborales, no abandonó el programa estricto de lecturas que se impuso desde su llegada a la metrópoli. En sus memorias describe este programa: un drama clásico o moder-no cada día y quince libros al mes que podían ser novelas o ensayos. En esa época se inició en el estudio de los griegos.

De 1904 a 1905 vivió en La Habana donde publicó su pri-mer libro: Ensayos críticos, aparecido poco antes de partir para México. El índice incluye algunos textos sobre autores latinoa-mericanos contemporáneos: Darío, Rodó y Hostos, además de poetas modernistas de Cuba, y todos los demás se referían a novedades europeas de que nuestro mundo sabía poco o, a veces, nada: Gabriele d’Annunzio, Oscar Wilde, Arthur Wing Pinero, Bernard Shaw y dos ensayos sobre la reciente músi-ca alemana: la de Wagner y la de Richard Strauss —el nombre de este último apenas comenzaba a deslizarse fuera del mundo germánico. Era un libro impregnado de aromas desconocidos, un reto a la tradición hispanoamericana encajada casi exclusi-vamente en las letras francesas y españolas.

Un peregrino convertido en apóstol

Vivió en nuestro país situaciones extremadamente complejas pero también exaltantes al espíritu. Su primera estadía transcu-rrió entre 1907 y 1914, y la segunda entre 1920 y 1924. De los espacios que habitó, México fue el fundamental para su desa-

rrollo, le fue necesario para descubrirse. México fue el crisol que lo transformó. Esa experiencia lo revitalizó y también re-vitalizó a nuestra cultura.

El joven dominicano apareció en nuestro país provisto de un sorprendente cargamento de saberes: hablaba y leía inglés y francés, podía leer textos en latín y orientarse en alemán; de hecho, cuando a los 16 años salió de su país, el trazo de su cultura estaba ya esbozado: la literatura española del medievo

hasta el presente, Shakespeare y los dra-maturgos isabelinos, los rusos del xix, en especial Tolstoi, los dramas de Haupt-mann, que fuera del orbe alemán eran casi desconocidos, la literatura escandi-nava más reciente, en especial el teatro de Ibsen, autor a quien rindió culto apa-sionado.

La capital lo deslumbró y él deslum-bró a los jóvenes literatos mexicanos. En la ofi cina de la revista Savia Moderna, donde colaboró con algunos ensayos, estableció los primeros contactos. Al-

fonso Reyes, sin duda su amigo más entrañable en el transcur-so de toda la vida, como lo atestigua su íntima comunicación epistolar, lo conoció en aquel lugar. Años más tarde Reyes evocaría emocionado ese momento:

Cuando lo encontré por primera vez en la redacción de Savia Moderna me pareció un ser aparte y eso es lo que era. Su privile-giada memoria para la poesía, cosa tan de mi gusto y que siempre me ha parecido la prenda mayor de una verdadera educación lite-raria, fue en él lo primero que me atrajo, poco a poco sentí su gra-vitación imperiosa y al fi nal me le acerqué de por vida. Algo mayor que yo, cinco años, lo consideré mi hermano y a la vez mi maestro. La verdad es que los dos nos íbamos formando juntos pero él siempre unos pasos más adelante.

El recién llegado debió haberse quedado estupefacto al leer, poco después de ese encuentro, un ensayo de aquel muchacho de apenas 19 años que mostraba una agudeza excepcional y una elegancia perfecta, se trataba de “Las tres Electras del teatro ateniense” dedicado precisamente a él.

Otro encuentro por aquellos días con dos jóvenes fi lósofos de la época, Antonio Caso y Ricardo Gómez Robelo, le descu-brió el grado de ilustración que poseían algunos jóvenes mexi-canos. Gómez Robelo tenía entonces 22 años, la misma edad que el dominicano, y ya en la primera ocasión que conversa-ron, según las memorias de Henríquez Ureña, le habló con familiaridad de los griegos, de Goethe, de Ruskin, de Wilde, de Whistler, de los pintores impresionistas franceses, de la música americana, de la nueva música alemana y de Schopen-hauer. Advirtió que había anclado en un espacio más provoca-dor que todos los conocidos hasta entonces. En aquel mundo, imantado por la curiosidad y la inteligencia, descubrió su capa-cidad magisterial, puso de golpe a estudiar a todo el mundo, a traducir, a escribir, a preparar conferencias, a pasar con natu-ralidad de la fi losofía alemana al humanismo renacentista, a Wilde, a Bernard Shaw, al barroco del Siglo de Oro peninsular y al de la Nueva España, a Sor Juana, a Juan Ruiz de Alarcón, a muchas otras instancias para arribar siempre a Platón y a la sabiduría helénica.

A Henríquez Ureña se le identifi ca con el ideal americano, hispanoamericano concretamente, convertido en una utopía: la utopía de América. Fue ese uno de los ejes centrales de su vida intelectual y a esa causa apasionante aproximó a Alfonso Reyes, a Ernesto Sabato, a Ezequiel Martínez Estrada, a Enrique Anderson Imbert, a buena parte de sus amigos y discípulos

10 la Gaceta número 424, abril 2006

Con el tiempo, el permanente convivio hizo que todos se convirtieran en maestros y alumnos al mismo tiempo. Llegó a México como positivista, su profeta era Augusto Comte, como el de todos los espíritus fuertes, los mexicanos y los del universo entero. Bastó un año para que sus inquietudes se transformaran. Sus jóvenes colegas mexicanos lo iniciaron en experiencias: Nietzsche, Bergson y William James, los pen-sadores más aborrecidos por los fi lóso-fos del porfi riato. En sus memorias es-cribe:

En 1907 tomaron nuevo rumbo mis gus-tos intelectuales, la literatura moderna era lo que yo prefería; por la época de las conferencias le pedí a mi padre que me enviara una colección de obras clásicas fundamentales y algunas de crítica: los poemas homéricos, los hesiódicos, Esqui-lo, Sófocles, Eurípides, los poetas bucóli-cos, Platón, la historia de la literatura griega de Müller, los estudios de Walter Pater sobre la fi losofía platónica, los pensadores griegos de Gom-pers, la historia de la fi losofía europea y algunas otras más me convirtieron defi nitivamente al helenismo. Como mis amigos Gómez Robelo, Acevedo y Alfonso Reyes eran ya lectores asiduos de los griegos, mi helenismo encontró ambiente y pronto ideó Acevedo una serie de conferencias sobre temas helénicos que nos dio ocasión de reunirnos con frecuencia a leer autores griegos y comentarlos.

Más que en las revistas y periódicos, los jóvenes afi rmaron su presencia en una serie de conferencias, primero en una librería célebre en su tiempo, la de Gamoneda, y después en el Ateneo de la Juventud fundado por ellos en 1909. El éxito de aquella iniciativa fue una inequívoca señal de que algo nuevo comen-zaba a forjarse en aquel tiempo, una manifestación de hastío de sus circunstancias, el fastidio ante un pensamiento fi losófi co caduco, una insatisfacción social, un rechazo a la forma autár-quica con que México era gobernado y un anhelo de utopías.

Un año después se inició la revolución, llegó el triunfo de Madero, luego el golpe de estado de Victoriano Huerta, los años del terror, la posterior caída del dictador, la presidencia de Carranza. Una época de dispersión y de persecuciones. Algu-nos ateneístas tuvieron que desterrarse: Alfonso Reyes a ocu-par un mínimo puesto diplomático en París, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, a la revolución y después al destierro. Antonio Caso, Julio Torri y los otros, los que permanecieron en México, mantuvieron hasta donde fue posible sus activida-des. Continuaron con empecinamiento sus lecturas de fi losofía antigua y contemporánea, de los clásicos universales, revisaron el legado hispánico y se lanzaron a descubrir lo que de impor-tante había en la América Latina.

En los momentos en que las tinieblas se disiparon, a la caída de Huerta, se creó de nuevo la universidad y una escuela de altos estudios, en cuya organización Henríquez Ureña partici-pó de modo muy importante.

Dejo que sea el propio Reyes quien, con un lenguaje perfec-to y eminentemente visual, haga la crónica de aquellas veladas irrepetibles celebradas en los lindes de la revolución y la pos-terior dispersión del grupo.

Han comenzado los motines, los estallidos dispersos, los primeros pasos de la revolución. En tanto, la campaña de cultura comienza a tener resultados. ¡Insistamos, resumamos nuevamente sus con-clusiones! La pasión literaria se templaba en el cultivo de Grecia, redescubría España, nunca antes considerada con más amor ni conocimiento, descubría Inglaterra, se asomaba a Alemania sin alejarse de la siempre amada Francia. Se quería volver un poco a

las lenguas clásicas y un mucho al castellano; se buscaban las tradiciones formativas, cons-tructivas de nuestra civilización y de nuestro ser nacional. Rota la fortaleza del positivis-mo, las legiones de la fi losofía, precedidas por la caballería ligera del antiintelectualis-mo, avanzaban resueltamente. Se había dado una primera sacudida en la atmósfera cultu-ral. En regiones muy diferentes y en profun-didades muy otras pronto se dejaría sentir en todas partes el sacudimiento político. Aquella generación de jóvenes se educaba, como en Plutarco, entre diálogos fi losófi cos que el trueno de la revolución había de sofo-

car. Lo que aconteció en México el año del centenario fue como un disparo en el engañoso silencio de un paisaje polar, todo el círculo de glaciales montañas se desplomó y todas fueron cayendo una tras otra. Cada cual, asido a su tabla ha sobrenadado como ha podido, y poco después los amigos dispersos en Cuba o Nueva York, Madrid o París, Lima o Buenos Aires y otros desde la misma México renovaban las aventuras de Eneas salvando en el seno los dioses de la patria. Adiós a las noches dedicadas al genio por las calles de quietud admirable o en la biblioteca de Antonio Caso que era el propio templo de las musas. Preside las conversaciones un busto de Goethe del que solíamos colgar sombrero y gabán con-virtiéndolo en un convidado grotesco y un reloj en el fondo va dando las horas que quiere y cuando importuna demasiado se le hace callar, que en la casa de los fi lósofos, como en la del pato salvaje, de Ibsen, no corre el tiempo. Antonio Caso lo oye y lo comenta todo con inmenso fervor y cuando a las tres de la madrugada, Vasconcelos acaba de leernos sus meditaciones sobre el Buda, Pedro Henríquez Ureña se opone a que la tertulia se disuelva porque, alega, la conversación apenas comienza a ponerse interesante.

La participación del dominicano en la primera década de este siglo fue inmensa. Su acción permitió dar un salto monumen-tal, sin él nuestra cultura sería otra, nuestro desarrollo, segura-mente más lento. José Luis Martínez considera que su infl uen-cia produjo un cambio sustancial de tono en la formación personal, y otra manera de entender el ofi cio intelectual y la creación literaria. Entregados a la bohemia sólo quedaban los cursis y algunos borrachines ya muy deteriorados.

Esta primera estancia de ocho años fue decisiva en su vida, el vértigo de la época lo transformó. Por senderos laberínticos que le permitieron hacer estancias en la Hélade, tocar suelo seguro en Kant y escalas en Nietzsche y Schopenhauer, se transformó en otro. Sin prescindir de lo ya ganado descubrió América e intuyó la utopía a la que posteriormente dedicaría muchas páginas memorables.

Su primera salida de México, en 1914, fue lamentablemen-te penosa, indigna de nosotros. Al fi nal de la dictadura de Huerta y al triunfo de Venustiano Carranza, Pedro Henríquez

El joven dominicano apareció en nuestro país provisto de un sorprendente cargamento de saberes: hablaba y leía inglés y francés, podía leer textos en latín y orientarse en alemán; de hecho, cuando a los 16 años salió de su país, el trazo de su cultura estaba ya esbozado: la literatura española del medievo hasta el presente, Shakespeare y los dramaturgos isabelinos, los rusos del XIX

número 424, abril 2006 la Gaceta 11

Ureña se recibió como abogado y fue designado para dictar una conferencia inaugural en la escuela de altos estudios titu-lada “La cultura de las humanidades”. La soez campaña de prensa desatada en su contra sólo por recibir aquella distinción lo hizo apartarse por muchos años del país.

Algunos poetastros, manipulados por intereses poderosos bastante repugnantes, manejaron día con día una espesa cam-paña, no exenta de racismo, contra “el negrillo haitiano”, “el ignorante negro que se había apoderado de las cátedras sin poseer ninguna cultura, el literato fracasado carente de título profesional”, “el escritor sin aliento de vida y de belleza”, “el reaccionario que se prestaba para atacar a los hombres de ideas nuevas surgidas de la revolución”. Es decir, le reprochaban con grosería inaudita todo lo que él no representaba, lo que le era antitético. La grosería de los insultos y la ausencia de sus ver-daderos amigos mexicanos desparramados por el mundo, lo decidió a abandonar el país. “Tenía yo ya demasiado éxito”, le escribió a Alfonso Reyes, “y ante eso no me quedó otra posibi-lidad sino escapar”.

Comienza o continúa su vida errante, siempre, por fortuna, fructífera: La Habana, luego Minnesota, en cuya universidad se doctora en 1918 con la tesis La versifi cación irregular de la poesía castellana, una investigación fi lológica que le abre muchas y espléndidas puertas, entre ellas las del Centro de Estudios Históricos de Madrid a petición de Ramón Menéndez Pidal, donde pasa 1920 y la mitad de 1921, vuelve a México por se-gunda vez llamado por José Vasconcelos para salir de mala manera acosado otra vez por la mezquindad del medio pelo y en 1925 se marcha a Argentina invitado por la universidad de La Plata. Asiste a congresos en algunos países de América, nunca más en México, y dicta en Harvard las conferencias que después fueron publicadas con el título de Las corrientes litera-rias de la América hispánica. En 1945 comenzó a pensar en exi-liarse de la Argentina debido a la intervención peronista en las universidades. Tenía una invitación mexicana, la muerte no le permitió aceptarla.

Su llegada a Argentina en 1925 coincide con la publicación de algunos de sus grandes ensayos “La patria de la justicia” y “La utopía de América”, entre otros. En ese último refugio, Argentina, en la plenitud de sus capacidades, estuvo rodeado de amigos ilustres: Alejandro Korn, el viejo pensador socialista y su círculo; los escritores y fi lósofos Ezequiel Martínez Estra-da, Francisco y José Luis Romero, y Enrique Anderson Im-bert; años después Jorge Luis Borges y José Bianco, y el círcu-lo entero de Victoria Ocampo en cuya revista Sur colaboró como miembro de la redacción desde el primer número.

Aparición de la utopía

Durante los años terribles, los del huertismo, sus cartas se car-gan de desesperanza, de incertidumbre, de cólera, de incom-prensión, de fastidio y encono hacia ciertos aspectos de nues-tra idiosincrasia y de añoranza por los amigos dispersos: Alfon-so Reyes, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán. Todos los días oscila en contradicciones y quizás eso mismo despierta en él al escritor. Descubre lo que va a ser ya por el resto de su vida, el apologista de la utopía americana, tarea en la que en ocasio-nes lo acompañó Alfonso Reyes. Se trata de un encuentro entre esa misteriosa y hasta entonces oculta simetría que liga su na-cimiento con los apuntes de bitácora trazados por Colón, por

Américo Vespucio u otros navegantes que pusieron pie en La Española, esa misma isla que por más de un siglo fue el esce-nario de algunas maravillosas y desvariadas utopías soñadas por las mentes más erguidas de Europa: Moro, Campanella, Bacon, Erasmo, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, tantos otros. Lugares que nunca existieron pero que proporcionaron alien-tos y ennoblecieron el alma de sus creadores y sus lectores. Hacia 1925 Pedro Henríquez Ureña estaba convencido de que era posible luchar por convertir a América en una tierra de utopía perfeccionada con los avances de la época.

“El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura, es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo espera su propia perfección intelectual —sostiene—; pero sin prescindir —no hubiera podido hacerlo— de sus estudios, de sus cursos, de su pasión por el saber.”

En dos textos de ese periodo se concentra su pensamiento utópico; en “La patria de la justicia” afi rma:

Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Euro-pa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre y, por desgracia, esa es ahora nuestra única realidad; si no nos decidimos a que esta sea la tierra de pro-misión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justifi cación, sería preferible dejar desiertas nuestras altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multipliquen los dolores humanos, no esos dolores que nada alcanzará a evitar nunca, pues son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infl igen al débil y al hambriento. Nuestra América se justifi cará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple la emancipación del brazo y de la inteligencia. En nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que hallando fáciles y justos los deberes, fl orecerá en generosidad y en creación. Ahora no nos hagamos ilusiones, no es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrifi cio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida llena de fe de muchos, de innumerables hombres modestos. De entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores. Si la fortuna nos es propi-cia, sabremos descubrir entre ellos los capitanes y timoneles y echaremos al mar las naves. Entre tanto, hay que trabajar con fe, con esperanza todos los días. Amigos míos: a trabajar.

La utopía, Reyes y Henríquez Ureña

Para Henríquez Ureña y para Alfonso Reyes, la utopía no tiene sentido negativo, es una fuerza de la historia, es la que impulsa a romper el continuo de la historia —en palabras de Benja-min— esa fe en la utopía parecerá hoy ingenua y en muchos puntos algo patética; pero vale la pena revisar lo que ella dejó, porque lo que ella dejó tiene una considerable porción de pro-fecía y de admonición.

La utopía de que hablaba Henríquez Ureña no es solamen-te una determinación histórica y antropológica del ser huma-

12 la Gaceta número 424, abril 2006

Autobiografía precozSergio Pitol

A mi abuela Catalina Buganza de Deméneghi

No por arbitraria resulta menos interesante la autobiografía escrita por encargo. Si rememorar la propia vida es ejercicio peligroso, porque las falencias de la memoria todo lo distorsionan, hacerlo cuando la mitad de la vida aún aguarda delante de uno es una osadía de la que sólo un narrador franco y hábil sale bien librado, como se ve en este fragmento autobiográfi co que Sergio Pitol escribió en 1966, a sus entonces escasos 33 años, y que forma parte del cuarto tomo de sus Obras reunidas

Los libros autobiográfi cos de los autores ingleses —los maes-tros del género— abundan en tediosas y egolátricas enumera-ciones, crónicas y sagas familiares. Se nos alecciona a través de interminables capítulos que los antepasados del autor en las cuatro, cinco o seis generaciones anteriores por lo menos, constituían ya el cogollito que hacía posible el suceder de la historia en Inglaterra, y por ende, del universo entero. Como no cuento entre mis familiares ni próceres, ni varones ilustres, ni santos, ni excéntricos, he de resignarme a cortar por lo sano este capítulo, señalando sólo que tres de mis abuelos llegaron de Italia, los Pitol, los Deméneghi y los Sampieri; como tam-bién mi bisabuelo materno, Buganza, y se instalaron en las tierras barrialosas de la colonia Manuel González, cerca de Huatusco, Veracruz, donde se dedicaron a rememorar la patria perdida y a cultivar café. Todos ellos procedían de la Italia sep-tentrional, del Véneto y la Lombardía. Gente laboriosa y es-forzada a la que indudablemente debo mi admiración por el trabajo constante y riguroso. Admiración que sin embargo no ha logrado inducirme al proselitismo.

Otro tema cuyo tratamiento resulta a menudo excesivo es el de la infancia. Los escritores, más cuando se hallan muy lejos de ese periodo, se regodean con toda presencia o vislumbre de su niñez. Debemos ingerir innumerables páginas por las que des-fi lan las más mínimas peculiaridades de sus juegos infantiles

—lo que ni siquiera logra darnos un cuadro de época, porque los juegos curiosamente son reacios al tiempo y admiten pocas variaciones—, con la descripción del vestido que usaron para asistir a tal o cual fi esta escolar, o nos internan en una sinies-tra galería de tíos, primos, padrinos, vecinos, compañeros de escuela, sirvientes, que por lo general nos escamotean el senti-do esencial de la infancia, ofuscado y oprimido por un caudal inagotable de anécdotas triviales o insensatas. Hasta hace poco me inclinaba a pensar que una buena biografía debía recoger sólo los datos verdaderamente fundamentales de todos los pe-riodos anteriores al contacto de quien la escribe con la crea-ción; la auténtica biografía empezaría en el momento en que alguien se convierte en aspirante a escritor, a pintor, a político, etcétera.

Sin embargo durante un mes, desde el día en que recibí la carta de don Rafael Giménez Siles solicitándome esta especie de sinopsis de mi vida y en los posteriores, mientras efectuaba un viaje cargado de incidentes por las márgenes del Danubio, no dejaba de pensar en qué forma debería estructurar este tra-bajo. Mientras se excitaba mi vanidad sentía el regusto de la frustración, ¿no obedecía a una especie de triste grafomanía el hecho de escribir una biografía a los treinta años sin haber lo-grado realizar nada memorable, sin ser una persona que supie-ra dar una clara idea o testimonio de su tiempo, ni un escritor que logre trascender la culta, elegante y refi nada, pero insigni-fi cante, minoría de sus amigos? Acabo de recibir hace unos cuantos días las fotografías tomadas en el viaje al que me he referido y advierto, con sorpresa, que en esos días no llegué a ver nada; tengo que preguntar cuáles corresponden a Viena, cuáles a Praga, a Bratislava, a Budapest y a Pecz. ¿Qué es cada lugar? ¿Se trata del parlamento de Budapest o de un palacio de Praga? ¿Dónde vimos tal iglesia? El hecho de vivir esas dos semanas sumergido en una intrincada y apasionante especie de educación sentimental, al no dejarme escapar de mí mismo, me estimulaba a bucear en el pasado, a refl exionar en los diferentes

no, no es una utopía general, sino una meta de América. ¡Nuestra utopía!

Y esto en un doble sentido, porque su realización es nuestra realización humana e histórica, y porque América misma es históricamente utopía. Si en América —escribe en “La patria de la justicia”— no han de fructifi car utopías, ¿dónde encon-trarán asilo?

Creación de nuestros abuelos espirituales del Mediterráneo; invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa, pero siempre tropezó allí con la maraña profusa de seculares complicaciones. Todo intento para desha-cerlas, para sanear siquiera con notas de justicia a las socie-dades enfermas, ha signifi cado —signifi ca todavía— convulsio-nes de largos años, dolores incalculables.

La realización de la utopía en América, la realización históri-ca de la magna patria, sería, además, la contribución del nuevo mundo al viejo mundo y al actual. […]

La lección más importante que nos da la amistad entre Al-fonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, José Vasconcelos es la del esfuerzo, la de comen-zar a trabajar y a estudiar a cualquier edad. También la de crear vasos comunicantes entre distintas artes y disciplinas: la arqui-tectura, la pintura, la fi losofía, la historia, la música, el teatro, la literatura, la vida. Hacer de la cultura parte integrante de la vida, del pensamiento, del acontecer diario. Evitar, huir del pensamiento único, del pensamiento monológico. Abrirse a todos los pensamientos. Respetar las ideas, cultivar la toleran-cia y perfeccionar el ofi cio.

Eso es lo que nos dejan por herencia estos grandes hombres del pasado. G

número 424, abril 2006 la Gaceta 13

momentos o anécdotas que tendría que elegir para llenar el número de cuartillas requeridas. La carta de don Rafael me había llegado unas cuantas horas antes de la salida de Varsovia, y entre pensar y recordar y asombrarme ante ciertos recuerdos, resultó que iba a parar indefectiblemente en la infancia, pues algunas constantes que aparecían en mis cuentos o se repetían en mi vida se encontraban allí de manera embrionaria; que la acción del tiempo y del mundo se había encargado sólo de decantarlas y pulirlas; a veces, de deformarlas.

En la infancia, por ejemplo, descubro mi pasión por la lec-tura, nacida casi por accidente. No tendría aún cinco años. Acababan de morir mis padres. Vivía yo con mi tío Agustín Deméneghi y mi abuela Catalina Buganza. Empezaba apenas a reconocer el nuevo terreno. Recuerdo que el lugar me deslum-braba: naranjos, la cantidad de fl ores nunca vistas, las casas rodeadas de jardines, comunicadas por estrechos senderos. Era imposible perderse; salía con toda tranquilidad de casa porque todos aquellos jardines eran sólo para nosotros los “de aden-tro”: no había peligro de algún accidente, los automóviles te-nían garajes a un lado de ese oasis. Una tarde caminé unos cien metros, llegué al prado del edifi cio del Club de damas; algunas personas tendidas en sillones de lona tomaban refrescos y ob-servaban a un grupo de rapaces de mi edad o ligeramente ma-yores, quienes corrían tras un balón. Me acerqué y me coloqué junto al grupo de espectadores. Cuando supieron que era el hijo de la hermana del doctor que días atrás se había ahogado en el río, me acogieron con simpatía, como es lo usual en esos casos, me ofrecieron un poco de pastel y me convidaron a jugar con los demás. Me explicaron que había que patear el balón de un lado para el otro. Con excepción de mi hermano y mi her-manita menor, que también acababa de morir, no recuerdo haber jugado antes con nadie. Aquello me resultaba novedosí-simo. La sensación de libertad, los gritos, ese aullar al correr tras un balón, darle con el pie, rechazar a los contendientes. De pronto alguien cayó sobre la pelota, otro más, todos nos tren-zamos en un nudo, nos revolcamos en el suelo. Entre gritos, jadeos, piernas magulladas, brazos torcidos, nos movíamos como mejor podíamos para apoderarnos del balón. En un mo-mento determinado alguien lanzó un grito y comenzó a llorar. Era uno de los niños menores del grupo. Los padres llegaron inmediatamente y rescataron a la criatura que aullaba estruendosamen-te y mostraba en el brazo las huellas de una soberbia mordida.

—¿Quién lo mordió? —preguntó el padre, encolerizado.

Uno de mis vecinos me señaló y afi r-mó tranquilamente.

—El nuevo.Antes de que se hicieran otras averiguaciones sentí un golpe

en el brazo y oí las palabras de indignación del padre ofendido. Salí de allí, medio muerto de vergüenza, pasé frente a la hilera de señoras tendidas en las sillas de lona que me miraban con reprobación, caminé atontadamente hasta llegar cerca de mi casa, me senté en una piedra y comencé a llorar a gritos. Más que la infamia de la acusación y el castigo inmerecido me dolía el rechazo, el acto de ser separado ignominiosamente de la grey. Al poco rato llegaron a casa mi abuela y mi tío y me en-contraron sentado juiciosamente al lado de la criada, repasan-

do el abecedario. Cuando me preguntaron por qué no aprove-chaba una tarde tan hermosa para ir a jugar con los demás niños, comenté, lo que los impresionó y por varios años me valió su buena opinión, que ya había jugado durante bastante tiempo y prefería aprender a leer. En efecto, aprendí rápida-mente. Gato escaldado no vuelve por agua: no me atreví a re-incidir en el mundo agitado y jubiloso de mis contemporáneos, conformándome con el más apacible de la sirvienta que me

enseñaba a leer y me llevaba a hacer lar-gos paseos, siempre preñados de maravi-llas, de descubrimientos, a orillas del río Atoyac. Gran parte del tiempo lo pasaba rumiando las tiras cómicas dominicales, recortando sus personajes y creando con ellos nuevas fantásticas historietas total-mente imaginarias.

Creo que aquel fallido comienzo de mi vida social me creó una vida diferen-te, distinta, porque me acostumbré a pasar largas horas de soledad frente a los

libros de relatos infantiles que más que un hábito se convirtie-ron en una pasión; de tal manera que cuando un año después llegó mi hermano Ángel, de Puebla, donde había estado vi-viendo con unos tíos paternos para reintegrarse a nuestra vida familiar y me arrastró a nuevos juegos con nuestros vecinos, ya nunca dejé de pasar una buena parte de mi tiempo leyendo y cultivando mi propia vida fantástica en la que se mezclaban historias y personajes creados por mi imaginación con los mu-ñecos recortados del periódico y las revistas que representaban a mi padre, a mi madre, a mí mismo. Todo aquello ocurría en

Hasta hace poco me inclinaba a pensar que una buena biografía debía recoger sólo los datos verdaderamente fundamentales de todos los periodos anteriores al contacto de quien la escribe con la creación; la auténtica biografía empezaría en el momento en que alguien se convierte en aspirante a escritor, a pintor, a político, etcétera

14 la Gaceta número 424, abril 2006

medio del trópico, en el ingenio de Potrero, Veracruz. Mundo con características muy especiales en aquellos años de 1937 a 1945. Las clases estaban muy fuertemente marcadas. Existían dos categorías: “los de adentro” y “los de afuera”. Esta diferen-cia se establecía según la parte en que se viviera en relación con la alta barda que separaba el casco del ingenio, el barrio donde vivía el gerente y los empleados de con-fi anza, del resto de la población. Allí, adentro, había un club social, hotel, jar-dines, la casa de los gerentes y los chalets de los funcionarios, estadounidenses, muchas conversaciones en inglés, ele-gancia en el club de damas las noches de año nuevo o la fi esta del fi n de zafra. Afuera estaba el mundo de los obreros, las huelgas, el sindicato, la cooperativa, las calles que eran lodazales, en fi n, la mugre. Los únicos transeúntes naturales entre ambos mundos éramos nosotros, los niños, porque la única escuela queda-ba del lado de afuera. Allí, en la escuela Carlos A. Carrillo, aprendí a cantar la Internacional y a recitar odas revolucio-narias que recomendaban quemar la casa del patrón y que eran estrictamente tabú en el lado de adentro. Hacía con mi hermano y mis amigos largas excursio-nes, paseos a pie o a caballo, nadábamos y trepábamos monta-ñas. El mundo se desarrollaba en una especie de saltos, de an-tagonismos vencidos o invencibles. Observaba con insaciable curiosidad a los amigos de la familia cuando llegaban por las noches a nuestra casa a jugar al rommy o que nos acompaña-ban en los días de campo al naranjal de mi tío. Disfrutaba muchísimo con la conversación de mi abuela; algunas de sus anécdotas me hacían reír hasta la locura. Estoy seguro de que nunca ha tenido mejor público que yo, y aunque a veces, por reacción, aparentaba yo no dar mucha importancia a lo que decía, sus relatos se me clavaban en alguna parte y allí se que-daban incrustados. En mis cuentos a menudo surge la relación niño-abuela o niño-abuelo. El hecho de no haber logrado en-gañarla jamás, o, mejor dicho, de que cualquier cosa que le intentara ocultar resultaría inútil pues de antemano, por alguna forma de intuición que siempre he admirado, ella lo sabía todo, hacía que me pareciera un personaje casi sagrado. Aquel era el côté Deméneghi-Buganza de la familia.

El año culminaba con un viaje, en las vacaciones de diciem-bre a la casa de mi abuelo Pitol. Era la aventura para la que mi hermano y yo nos preparábamos durante todo el año. El viaje que hoy se puede efectuar desde Potrero hasta la colonia Ma-nuel González en unas tres horas nos llevaba en aquellos tiem-pos un día entero y a veces más, debido a la intransitabilidad de los caminos. Era un viaje que hacíamos mi hermano y yo solos. El tren nos llevaba hasta Camarón, y de allí seguíamos rumbo a la colonia en lo que encontráramos, camión de redilas o algún desbarajustado automóvil, con veinticinco años de uso por lo menos, que hacía el servicio de pasajeros a Huatusco. Todo ese mundo ha desaparecido completamente. En nuestros países, donde los fenómenos sociales no están aún estratifi cados, cada generación tiene la impresión de ser la única que ha disfrutado —o sufrido— un mundo con características irrepetibles. Así me ocurre con la bucólica colonia, con el mismo Potrero.

Enormes plantíos de café, ranchos de nuestros parientes, que se llamaban El Olvido, La Reforma, El Refugio, El Castillo, sensación en aquellas efímeras vacaciones de pertenecer a una amplia comunidad familiar, ya que toda la gente que llegaba a caballo o en camiones los domingos para asistir a la misa y al mercado eran primos o tíos nuestros, no importaba que uno no

los conociera, ni hubiera oído antes mencionar sus nombres, ellos estable-cían el parentesco.

—¿Así que son éstos los hijos de Ángel y Quiti?

Y podían extenderse largamente y contar una anécdota tras otra sobre nuestros padres, abuelos, bisabuelos. Me fascinaba aquel mundo patriarcal donde los ancianos hablaban italiano, sus gran-des casonas idénticas a las que muchos años más tarde conocí en las márgenes del Po, donde se comía la polenta, las menestras, la mortadela y los quesos preparados exactamente igual que en los pueblos de Italia abandonados mucho tiempo atrás.

Lo que después he sido, lo estoy sien-do ahora, tiene sus raíces más profundas en aquellos mundos, el del ingenio, el de la colonia de italianos perdida en el cora-zón de Veracruz, en los paisajes siempre desbordantes, en el contacto de la naturaleza y sus misterios, en el continuo asom-bro ante las complicadas relaciones humanas de la gente que jugaba por las tardes al cricket, al tennis y por las noches a las cartas y el mundo más pintoresco, más abigarrado, pero a la vez más deslucido que se agrupaba en las casas de afuera de la muralla. El mundo estaba constituido por una serie de jerar-quías. En Potrero, los de adentro y los de afuera; en la colonia Manuel González, los italianos y los mestizos. Tales categorías me resultaron siempre incomprensibles; existían, pero yo las violaba constantemente.

Cada quien puede describir y elegir retrospectivamente la infancia que desee. Porque en esa época el tiempo no cuenta. Es una dimensión abierta en la que todo ocurre; los aconteci-mientos se desbordan como en cataratas. Se puede entretejer con ellos un rosario y otro y otro más, y aunque los resultados sean opuestos serán siempre coherentes. Podría relatar de va-rias formas mi niñez, sería real, casi más real que ésta, una in-fancia arrasada por la enfermedad, un paludismo durante largas temporadas, de los ocho a los doce años. Fui a la escuela, pero irregularmente, hice paseos pero no todos los que hizo mi hermano. Sería fastidioso recordar todo aquello, aunque debo decir que la larga enfermedad fue la verdadera madre de mis lecturas. De cualquier manera todos sabemos que hay ciertos momentos que se grabaron para siempre y nos conformamos de tal o cual manera. Se trata nada menos que del descubri-miento y de la posesión del mundo, y el niño, de cierta malig-na manera, está consciente de ello. Sabe también que un día será como sus padres, sus abuelos, sus tíos; sabe que su única superioridad sobre ellos estriba en eso, en el hecho de aún ser niño, porque al serlo no comprende muchas cosas y eso no le perturba, en cambio cuando sea mayor tendrá que tratar de comprenderlas y eso —intuye— puede producirle más de un grandísimo fastidio. G

Lo que después he sido, lo estoy siendo ahora, tiene sus raíces más profundas en aquellos mundos, el del ingenio, el de la colonia de italianos perdida en el corazón de Veracruz, en los paisajes siempre desbordantes, en el contacto de la naturaleza y sus misterios, en el continuo asombro ante las complicadas relaciones humanas de la gente que jugaba por las tardes al cricket, al tennis y por las noches a las cartas y el mundo más pintoresco, más abigarrado, pero a la vez más deslucido que se agrupaba en las casas de afuera de la muralla

número 424, abril 2006 la Gaceta 15

Iván, niño rusoSergio Pitol

La imaginación es el vehículo por el que viajan los sedentarios. Esos periplos mentales dejan recuerdos tan nítidos como los que recaba el paseante real. En este redondo relato sobre su infancia —tomado del tomo cuarto de sus Obras reunidas—, Pitol muestra la génesis de su vocación por el viaje, por lo exótico, por la fabulación como requisito para estar vivo

Mi madre había muerto unos meses atrás; yo comenzaba a ir a la escuela, una modesta casa privada donde éramos ocho o diez alumnos. Aún no me había atacado la malaria, de modo que podía hacer una vida más o menos regular. Cantábamos casi todo el tiempo, pero también aprendimos a contar, a leer, a dibujar. Todos éramos allí felices, me parece. La maestra se llamaba Charito, era muy gorda, pero maravillosamente ágil para bailar y lo hacía con frecuencia. Mi abuela me pasó un libro para que practicara en casa la lectura; lo más posible es que haya sido de mi madre, cuando niña. En la primera página había una plana con algunos rostros, cada uno enmarcado en un cuadro y con unas palabras de identifi cación. La página tenía como título Razas humanas, y contenía fotos o dibujos de niños de distintos lugares y diferentes razas. Una de esas cria-turas tenía labios abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese carácter lo potenciaba un espe-so gorro de piel que le cubría hasta las orejas y que yo suponía era su propio pelo. Al pie se leía: Iván, niño ruso. Por las tardes, cuando la casa se sumergía en el sueño, hacía yo una larga ca-minata. Era la temporada muerta, esos largos meses de inacti-vidad inmediatamente posteriores a la zafra; la enorme fábrica quedaba entonces vacía, salvo, tal vez, durante algunos días en que revisaban la maquinaria. En la tarde no había ningún trabajador, sólo uno que otro vigilante. Si me preguntaban qué hacía allí ineludiblemente respondía que en mi casa se había descompuesto el reloj y mi abuela me mandaba a consultar el reloj de la fábri-ca. Y entraba. Atravesaba el cuerpo cen-tral del ingenio, recorría sus diversas naves, salía de los edifi cios y caminaba hasta un monte de bagazo de caña que se secaba bajo el sol. No logro saber de qué modo llegué a conocer ese sitio solitario ni quién me enseñó a orientarme en aquel laberinto obstruido a cada mo-mento por máquinas gigantescas. Una vez allí, me sentaba o tendía sobre el bagazo tibio. Desde una altura regular contemplaba una cañada que terminaba en un muro de árboles de mango. Sabía yo que detrás de esos árboles corría el río Atoyac, el mismo en donde, unos cuantos kilóme-tros más abajo, se había ahogado mi madre. Nadie pasaba por ese lugar, o en el caso de que alguna rarísima vez sucediera eso me enroscaba en el bagazo, creyendo que me mimetizaba como las iguanas y me volvía invisible. Un día apareció un

chico, unos cuatro años mayor que yo, un absoluto extraño. Era Billy Scully, recién llegado a Potrero. Billy era hijo del ingeniero en jefe del ingenio, y se convirtió, desde el primer momento, en un caudillo nato, pero jamás un tirano, a quien

todos admiramos al instante. Ante la fi rmeza de sus movimientos y la libertad que emanaba de todo su ser, me sentí aún más disminuido. Me preguntó quién era yo, cómo me llamaba.

—Iván —respondí.—¿Iván qué?—Iván, niño ruso.Por intuición, presiento que mi rela-

ción íntima con Rusia se remonta a esa lejana fuente. Por supuesto, Billy no me

creyó, pero no logró hacerme rectifi car. Era yo un niño bas-tante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado. La única excepción fue la de mi identifi ca-ción con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece ser autén-tica verdad. G

Era yo un niño bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado

16 la Gaceta número 424, abril 2006

Conrad, Marlow, KurtzSergio Pitol

Hemos tomado de Adicción a los ingleses. Vida y obra de diez novelistas, colección de ensayos que en 2002 publicó Lectorum —editorial a la que agradecemos el permiso para compartirlo con nuestros lectores—, parte del texto que Pitol dedicó a su admirado Conrad. Fechado en su versión defi nitiva en Xalapa, durante el mes de abril de 1998, parte de este ensayo sirvió de introducción a la edición de la UNAM de Nostromo

Una cruzada del progreso

En septiembre de 1876, la Asociación Internacional para la Explotación del Alto Congo celebró en Bruselas una impor-tante conferencia, auspiciada por el rey Leopoldo de Bélgica, el accionista principal de las empresas comerciales del Congo. Allí, con solemne pompa, se proclamaron los altos principios en que se inspiraba la exploración de esa zona del África: “Abrir a la civilización la única parte del globo aún no penetrada, disol-ver las tinieblas que envuelven a poblaciones enteras, es, debe-mos atrevernos a decirlo, una cruzada digna de este siglo de progreso.”

Por las mismas fechas, un marinero polaco de diecinueve años, matriculado en un barco francés, hacía su segundo reco-rrido por el golfo de México y el Caribe y tocaba algunos puertos de la costa venezolana, uno de ellos, Puerto Cabello, se convertiría treinta años más tarde —cuando el marinero Jozef Konrad Nalecz Korzeniowski había dejado de existir para transformarse en el novelista inglés Joseph Conrad— en Sula-co, el escenario de Nostromo, una de sus obras fundamentales.

El periodo comprendido entre octubre de 1874, fecha de su salida de Polonia, y su ingreso en la marina mercante inglesa, en abril de 1878, es el más oscuro de la vida de Conrad. Por las noticias que conocemos al respecto —contradicto-rias, fragmentarias— provenientes de la correspondencia con sus familiares, donde nunca se mencionan ciertas ver-dades, de sus desvaídos libros de memo-rias donde también evita tratar asuntos íntimos, publicados muchos años des-pués, y de algunos pasajes narrativos en que aprovecha experiencias personales de su juventud, sólo logramos saber que obtuvo el consenti-miento de su tutor para marcharse a Marsella e ingresar en la marina francesa; que fue un periodo de inestabilidad; que viajó un par de veces a puertos antillanos; que hizo contrabando de armas en España; que su vida no fue distinta de la de cualquier marinero adolescente residente en Marsella; que sus familiares se desesperaban ante las deudas contraídas y las noticias alar-mantes que recibían de Francia, y que, al fi n, una grave depre-sión nerviosa y un intento frustrado de suicidio dieron fi n a esa etapa. Son datos que conocemos con extrema vaguedad o tan escuetamente que de verdad no dicen casi nada; ni las cartas ni

los diarios añaden aclaraciones. Entre penumbras se deduce que buena parte de las actividades del joven polaco transcurrió al margen de las buenas costumbres y a veces de la ley. No es difícil imaginar el sentimiento de exultación de Conrad, cuya niñez se deslizó, junto con su familia, en un riguroso exilio político en las heladas regiones del norte de Rusia, en la llanu-ra ucraniana y en la Galitzia polaca, al sentirse libre por prime-ra vez de tutelas familiares y acechanzas policiacas en un puer-to del Mediterráneo y, poco más tarde, entrar en contacto con la sensualidad del Caribe y la atmósfera exótica del archipiéla-go malayo, puertos, comunidades, usos, sitios tan distintos a los de su infancia como si pudieran ser los paisajes y costum-bres de otro universo. La vida de Conrad posee la misma in-tensa fascinación que el mejor de sus relatos. A primera vista parecería que cada etapa forma parte de la existencia de un hombre diferente. Como si varias personas realizaran un des-tino común: el niño exiliado al lado del padre enfermo, el aventurero adolescente inscrito en la marina francesa, el con-trabandista de armas en España, el marinero inglés, el respeta-ble ciudadano británico, el hombre de letras, autor de una de las más memorables obras narrativas de la literatura inglesa. Hay ciertos hilos profundos que unen esas etapas; uno de ellos, el estado permanente de postración o irritación nerviosa (su correspondencia nos entrega la imagen de un individuo ago-biado desde la niñez hasta sus últimos años) y el sentimiento de soledad, de “extranjería” ante el mundo y frente a sus semejan-tes que nunca habría de abandonarlo. Un episodio fundamen-tal une varios cabos sueltos y cristaliza los datos dispersos de su personalidad: la estancia en el Congo. De hecho, el año que sobrevivió allí decidió acabar pronto con la marina —realizaría ya sólo dos viajes a Australia, a sabiendas de que el mar había

dejado de interesarle— para iniciar su vida de escritor.

Por supuesto que cuando a los dieci-nueve años Conrad desembocó en Puer-to Cabello no podía imaginar que aquel lugar iba a transformarse en el escenario de una novela suya, Nostromo, y ni si-quiera que algún día habría de conver-tirse en un gran escritor. Tampoco podía adivinar que su tía, Margarita Paradows-ka, residente en Bruselas, movería todas

sus infl uencias para incorporarlo como capitán de navío a la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Alto Congo, aun-que esto pudiera caber más en el campo de sus posibilidades y aspiraciones.

Para un joven capaz de imaginar y disfrutar una aventura, el continente africano ofrecía perspectivas prodigiosas. Las cró-nicas de las exploraciones de Stanley excitaban la imaginación de una multitud de lectores. ¡El corazón del África había sido al fi n tocado! La civilización se introducía en regiones que habían permanecido cerradas y anunciaba la posibilidad de iluminar a la humanidad entera. Los riesgos por correr hacían

A los treinta años, Conrad embarcó rumbo al África. Permaneció un año en el Congo, conduciendo un vapor de la ruta Kinshasa-Léopoldville. Al volver a Europa era casi un cadáver. A eso contribuyeron las fi ebres tropicales y la disentería. Pero el golpe decisivo fue de índole moral

número 424, abril 2006 la Gaceta 17

en sí tentadora la empresa y los benefi cios compensaban cual-quier eventual tropiezo. La gran riqueza del Congo no era entonces, como hoy, el uranio, sino el marfi l. Europa abría a la navegación uno de los ríos más caudalosos del mundo, catequi-zaba tribus, obsequiaba a los nativos con idiomas y costumbres superiores; como premio obtenía toneladas de precioso marfi l, uno de los más supremos lujos en esa época que aspiraba a fu-sionar la moral con la pasión estética y la obsesión de la riqueza.

En 1890, a los treinta años, Conrad embarcó rumbo al África. Permaneció un año en el Congo, conduciendo un vapor de la ruta Kinshasa-Léopoldville. Al volver a Europa era casi un cadáver. A eso contribuyeron las fi ebres tropicales y la disentería. Pero el golpe decisivo fue de índole moral. La cruzada proclamada por el gobierno de Bélgica y las grandes potencias europeas enmascaraba tartufa-mente las formas más primitivas de ex-plotación. Las tinieblas que había men-cionado el rey Leopoldo se convertían en oscuridad total. El hombre enlistado en aquella cruzada del progreso se transfor-maba con sorprendente rapidez en fi era peligrosa dispuesta a destruir a cuantos obstaculizaran su enriquecimiento inmedia-to. Testimonio de aquel año es El corazón de las tinieblas (1902). Conrad, igual que el narrador de la historia, Marlow, un per-sonaje que se interna hasta el más remoto de los campamentos del Congo en busca de Kurtz, el soñador, el profeta, el civili-zador, va descubriendo dentro de sí esa fuerza que nace al contacto con la barba-rie. Esa experiencia creó en Conrad la convicción de que al ser humano se le presentan sólo dos opciones: adherirse al mal o soportar estoicamente la desdi-cha. Al margen de un contexto civiliza-do, toda institución creada por el hombre para coexistir en armonía: leyes, cos-tumbres, modales, cultura, moral, forma una película endeble, pronta a rasgarse a la menor provocación para abrir paso al elemento salvaje, primario, indómito, hasta encontrar el fondo oscuro de la naturaleza humana. Enfrentado a la na-turaleza circundante, Kurtz, el protago-nista, reconoce la suya, la de animal de presa.

Vuelve a Europa convertido en otro hombre, como le había ocurrido a Ché-jov al regreso de la isla de Sajalín, visitada para conocer los campos penitenciarios de la policía rusa. Ambos conocieron el infi erno y descendieron a sus círculos más tenebrosos. Imposi-ble regresar de esas experiencias tal como salieron de casa. Conrad confesaría en una carta que hasta el momento de su viaje al Congo había vivido en plena inconsciencia y que sólo en el África había nacido su comprensión del ser humano. Chéjov, en otra carta, se expresa de manera casi idéntica.

Sin sentimentalismos de ninguna especie, es más, con una dignidad y estoicismo ejemplares, Conrad nos revela en sus novelas el carácter trágico del destino humano, añadiendo que

toda victoria moral signifi ca a la vez una derrota material. El héroe conradiano triunfa sobre sus adversarios haciéndose añi-cos o permitiendo que algún ser despreciable lo haga añicos. Su recompensa, su victoria, consiste en haberse mantenido fi el a sí mismo y a unos cuantos principios que para él encarnan la ver-dad. Jamás se deja tentar por la mentira ni por la vulgaridad; por lo mismo es siempre un blanco fácil para los dardos de la mo-

rralla humana, el medio pelo, esa mez-quina y ruidosa turba que vive sostenida por la falacia, el oportunismo, la sumi-sión, la oquedad, las trampas, las engañi-fas sociales, la venalidad y la moda.

Tres párrafos extraídos de la corres-pondencia de Conrad ejemplifi can la liga entre sus convicciones literarias y morales:

Una obra de arte muy rara vez se limita a un único sentido y no tiende necesariamente a una conclusión defi nitiva… A medida que la historia se aproxima al arte adquirirá un

mayor halo simbólico… Todas las grandes obras de la literatura han sido simbólicas, y, de ese modo, han ganado en compleji-dad, poder, profundidad y belleza.

Mi preocupación fundamental reside en el valor ideal de las cosas, los acontecimientos y las personas. Sólo eso. En verdad son los valores ideales de los actos y gestos humanos los que se han impuesto a su actividad artística… Tengo la convicción de que el

mundo descansa en unas cuantas ideas, muy sencillas, tan sencillas que deben ser tan vie-jas como las montañas. Descansa, sobre todo, en la fi delidad a uno mismo.

El crimen es una condición necesaria a la exis-tencia de una sociedad organizada. La socie-dad es esencialmente criminal… La madurez de una sociedad, su aseo moral, la elimina-ción del elemento criminal en su conforma-ción, sólo puede ser obra del individuo. Por remota que parezca su realización, creo en la nación como un conjunto de personas y no de masas.

Una novela de Conrad es, en su aspecto más visible, una historia de acción, col-mada de aventuras, situada en escenarios exóticos, a veces verdaderamente salva-jes. Lo normal en ese tipo de relato es

contar una historia de modo lineal, con una cronología sin fracturas, y hacerla fl uir capítulo a capítulo hasta el desenlace. Pero para Conrad, eso habría sido una crasa vulgaridad. Él podía iniciar el relato a la mitad de una historia o aun comen-zarlo poco antes del clímax fi nal, en fi n, donde le diera la gana, y hacer que el relato se moviera en un complicado zigzag cro-nológico, logrando fi jar el interés del lector precisamente en ese sinuoso laberinto, en la ambigüedad de lo narrado, en el lento reptar de la trama por las fi suras de un orden temporal que él se ha esforzado en destrozar. Las continuas digresiones, ésas que permiten a los personajes refl exionar sobre moral u

Sin sentimentalismos de ninguna especie, es más, con una dignidad y estoicismo ejemplares, Conrad nos revela en sus novelas el carácter trágico del destino humano, añadiendo que toda victoria moral signifi ca a la vez una derrota material. El héroe conradiano triunfa sobre sus adversarios haciéndose añicos o permitiendo que algún ser despreciable lo haga añicos

18 la Gaceta número 424, abril 2006

otros temas anexos, en vez de entorpecer el ritmo dramático del relato potencian su intensidad y cargan a la novela de una vigorosa capacidad de sugestión. Lo que parecía un borroso bosquejo se convierte en una historia misteriosa, donde más que certezas hay conjeturas; en fi n, un enigma que puede in-terpretarse de distintos modos. Eso, entre otros atributos, ca-racteriza el arte narrativo de Joseph Conrad.

Pero para que ese tortuoso hilo narrativo pueda alcanzar su plenitud, Conrad tuvo que inventar a Marlow, su alter ego, el personaje a quien confía la narración de la historia. Marlow, como su creador, es un hombre de mar, un caballero, una per-sona con ideas propias y una curiosidad humana reñida con cualquier manifesta-ción de moral cerrada. Todas esas cuali-dades y su concepto personal de toleran-cia lo convierten en un perfecto refrac-tor de la realidad, para benefi cio de Conrad su creador, y de nosotros, sus lectores. Marlow es el testigo que nos refi ere las circunstancias precisas de un acontecimiento por ser el hombre que realmente estuvo donde la acción tuvo lugar. Aparece como relator en varias novelas, en Juventud, Lord Jim, Azar; pero en El corazón de las tinieblas rebasa su calidad testimonial para con-vertirse en un actor de la historia, en un protagonista activo de quien depende la estructura y la trama de la obra.

Uno de los temas fundamentales de Conrad es la pugna surgida entre la vida verdadera y los simulacros de vida. En El corazón de las tinieblas esa contradicción es titánica y extraor-dinariamente sombría, ya que la encarnan dos adversarios de estatura desigual. Por una parte el hombre, o, mejor dicho, la frágil consistencia moral del hombre y, por la otra, la todopo-derosa, la invulnerable, la majestuosa naturaleza: el mundo primigenio, lo aún no domado, lo amorfo, lo profun-damente bárbaro y oscuro con todas sus tentaciones y asechanzas. […]

La fascinación satánica

El inicio de El corazón de las tinieblas es extraordinario por la audaz simetría que prefi gura. Marlow, sentado en la cu-bierta de un barco anclado en el Táme-sis, espera a que cambie la marea para poder zarpar. Es de noche. Unos cuan-tos amigos lo rodean. De pronto, inicia uno de esos vagos, larguísimos relatos a los que sus amigos seguramente están ya acostumbrados. Se trata de una evocación del bosque extendido frente al río donde está anclado el barco, diecinueve siglos atrás, cuando en aquel país reinaba la más absoluta oscuridad y a donde en un cierto momento llegaron las legiones de Roma. Marlow imagina a un joven legionario arrancado de cuajo de los refi namientos roma-nos, plantado de repente en un escenario primitivo; imagina también la sensación de espanto sufrida por aquel joven ante la vida primaria y misteriosa que se agita en la selva y en el cora-zón del hombre. “¡No hay iniciación posible para enfrentarse a esos misterios!” Aquel muchacho tendrá que vivir en medio de lo incomprensible, y en ello encontrará una fascinación que

comenzará a trabajarlo: la fascinación de lo abominable. “Po-déis imaginar —dice Marlow a sus contertulios— su deseo de escapar, su impotente repugnancia, su claudicación, su odio.”

En la evocación de ese pasado remoto, se encierran todos los temas de El corazón de las tinieblas. Hay allí un poder imperial que no cesa de anexarse nuevos territorios, hasta entonces inac-cesibles. Fuerza bruta, conquistadores, y entre ellos un joven sensitivo aterrorizado, viviendo en su interior una lucha deno-dada para al fi n ceder ante lo abominable, una lucha donde el odio hacia los demás se entrevera con el odio a sí mismo. En-capsulado en una nuez, junto al tema de la conquista imperial

se halla otro más individual, el de la fra-gilidad del hombre, su ansia de vincular-se al mundo primigenio, la añoranza adánica que rechaza la tenue capa de ci-vilización que lo envuelve y lo lanza a vivir experiencias salvajes. La historia del joven romano trazada en unas cuantas líneas prefi gura el destino de Kurtz, el joven brillante enviado de Bélgica dieci-nueve siglos más tarde al corazón del

África como avanzado del progreso, y su atroz transformación.En tiempos de Conrad los términos imperialismo y colonialis-

mo eran meros tecnicismos para designar la relación entre las grandes potencias y el resto del mundo. La connotación peyo-rativa es posterior. En la literatura inglesa, hasta la primera guerra mundial, la saga imperial se describe en términos heroi-cos. El corazón de las tinieblas, publicada en 1902, es uno de los primeros libros desacralizadores de las hazañas imperiales, aunque por lealtad a Inglaterra, que le ha otorgado su ciudada-nía, se abstiene de mencionar al imperialismo inglés. ¡Da lo mismo! En el transcurso del narrador —porque Marlow pasa

de pronto del legionario romano de ini-cios del milenio a sus propias experien-cias en el Congo— su barco al deslizarse por el litoral africano pasa frente a cen-tros comerciales llamados Gran Basam o Little Popo:

nombres que parecían pertenecer a alguna farsa representada ante un telón siniestro… En una ocasión nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa. No había allí ni siquiera una cabaña, sin embargo disparaban contra los matorrales. Había un aire de locu-ra en esa actividad, su contemplación produ-cía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no desapareció cuando alguien de

abordo me aseguró con toda seriedad que había un campamento de aborígenes —¡los llamaba enemigos!— oculto en un sitio fuera de nuestra vista… Hicimos escala en algunos otros lugares de nom-bres grotescos donde la alegre danza de la muerte y el comercio continuaban desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terre-nal, como en una catacumba ardiente, a lo largo de aquella costa informe, bordeada de un rompiente peligroso, como si la misma naturaleza tratara de desalentar a los intrusos. […]

Conrad creyó en su juventud en [la hazaña civilizadora em-prendida por el rey Leopoldo de Bélgica]. Hizo todo lo posible por incorporarse a ella y en 1890 lo logró. Fue la experiencia

La degradación humana de la que Conrad es testigo en el Congo ha de atribuirse en parte a las brutales prácticas coloniales y otra, también poderosa, al infl ujo insano de la selva. La selva transforma y enloquece a quienes la mancillan, aunque sea con su presencia

número 424, abril 2006 la Gaceta 19

más desastrosa de su vida. Posteriormente, en un artículo, “Geography and Some Explorers”, califi có la empresa colonial belga como “la acción de rapiña más vil que jamás haya desfi -gurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfi ca”.

La degradación humana de la que Conrad es testigo en el Congo ha de atribuirse en parte a las brutales prácticas colo-niales y otra, también poderosa, al infl ujo insano de la selva. La selva transforma y enloquece a quienes la mancillan, aunque sea con su presencia. La literatura hispanoamericana ha produ-cido un clásico a este respecto: La Vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, donde se narra la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza avasalladora. Todo es enorme y majes-tuoso, las plantas y los animales, menos el hombre que va dis-minuyéndose con su contacto, hasta acabar siendo devorado por la jungla. Otro colombiano, Álvaro Mutis, en La nieve del almirante, pone en boca del capitán de una lancha estas pala-bras: “La selva tiene un poder incontrolable sobre la conducta de quienes no han nacido en ella. Los vuelve irritables y suele producir un estado delirante no exento de riesgo.”

Kurtz, el misterioso protagonista de la novela conradiana, llena el libro con su leyenda y casi al fi nal, en una breve parte, con su aparición y su muerte. Su fi gura aparece fragmentada y los fragmentos casi nunca concuerdan. Se nos dice que es uno de los avanzados del progreso, instalado en una estación de recolección del marfi l en el corazón del Congo. Un joven bri-llante a quien se le augura en Bélgica un futuro extraordinario. Se le concibe como un joven ardientemente idealista capaz de introducir la civilización, la prosperidad y el progreso hasta los pliegues más recónditos de ese continente aún no conocido por entero. Un cruzado de las causas más nobles, un fi ero cau-dillo de la fi lantropía, y, a la vez, el director de la estación co-mercial que ha producido los más extraordinarios resultados económicos.

Marlow, el testigo de su fi nal, ha sido contratado como ca-pitán de un vapor que debe recorrer las distintas estaciones comerciales a lo largo del río Congo. La primera misión que le es encomendada es buscar a Kurtz, sobre cuya salud corren alarmantes rumores, y, en caso de ser necesario, transportarlo a la costa. El viaje es pospuesto durante varios meses. Cuando al fi nal el vapor lo recoge, Kurtz es casi un cadáver. La novela, ya se ha dicho, está permeada por entero por el fantasma de Kurtz. Algunos lo admiran, otros lo aborrecen, y siempre por razones diversas y contradictorias. Hacer coherentes estos informes fragmentarios resulta una labor imposible; lo es para Marlow, y, desde luego, para nosotros sus asombrados lectores.

Marlow nos describe el efecto que le produce contemplar, a través de su catalejo cuando el vapor se aproxima a la casa de Kurtz, las estacas que la rodean rematadas con cabezas huma-nas en distintos estados de putrefacción. Algo de lo demás, pero no demasiado, lo vamos sabiendo atropelladamente a partir de ese momento. Por ejemplo, que en la región es res-petado como un rey, adorado como un dios, que ha participado en ritos innombrables, en orgías descomunales, presididas por el sexo y la sangre. Ha vivido una experiencia inimaginable para un europeo. Los comerciantes belgas que van en el barco lo tratan con odio, por considerar que ha ido demasiado lejos, que sus métodos han arruinado la región para la recolección del marfi l, que ha acostumbrado mal a los nativos, y por lo mismo durante largo tiempo nadie podrá reemplazarlo. Mar-

low es el único en solidarizarse con el despojo humano que a duras penas puede subir al barco, sobre todo por el desprecio que le produce la pandilla de rapaces depredadores que envi-diaban la fortuna amasada por Kurtz, pero que jamás se hubie-ran atrevido a vivir las aventuras de aquel espíritu atormentado, que jamás conocerían el horror, la embriaguez, la comunión con las fuerzas telúricas que él había conocido, paladeado y sufrido. “En realidad yo había optado por la selva, no por el señor Kurtz”, explica Marlow.

Kurtz, como arquetipo junguiano, encarnaría el papel de un ángel rebelde, a cuya fascinación satánica es difícil resistirse. Desde ese punto de vista la historia se convierte en un viaje nocturno al subconsciente, un contacto con las energías crimi-nales que permanecen latentes en el ser humano y que la civi-lización no ha logrado reprimir. Por momentos, Marlow se identifi ca con Kurtz en el sueño de poder aún integrarse a un mundo germinal, bárbaro, y conocer intensas ceremonias ini-ciáticas. Algo aún podrá vislumbrarse aunque la oscuridad, parece pensar Marlow, nunca revele las fuentes últimas de ese misterio. Y allí aparece ya el sustrato remoto de un inconscien-te colectivo que de tiempo en tiempo se reactiva: el reencuen-tro con el mundo conocido por el hombre millones de años atrás e irremisiblemente perdido. El deseo de volver a ese tiempo inicial no obstante saber que la oscuridad se vengará de cualquier transgresión cometida en sus dominios.

El corazón de las tinieblas es un relato poseedor de un miste-rio inagotable. De ahí nace su poder literario. Podemos estar seguros de que este libro mantendrá un núcleo inescrutable defendido para siempre. Cada generación tratará de revelarlo. En ello consiste la perenne juventud de la novela. G

20 la Gaceta número 424, abril 2006

El corazón de las tinieblasJoseph Conrad

Se traduce a un autor por admiración, por complicidad —para ser su voz en otra lengua—, por curiosidad —¿cómo se logra tal o cuál efecto?—, por mera diversión. Pitol se cuenta entre los ejemplos sobresalientes de escritores que se ponen al servicio de un colega idolatrado: al encarnar a Conrad en español, don Sergio no busca el de las tinieblas sino el corazón de la luz literaria

“Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se levantara la niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y media antes de llegar a la estación de Kurtz. Preci-samente acabábamos de ser sacudidos en un recodo, cuando vi una isla, una colina herbosa de un verde deslumbrante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó vi que era la cabeza de un am-plio banco de arena, o más bien de una cadena de pequeñas porciones de tierra que se extendían a fl or de agua. Estaban descoloridas, junto a la superfi cie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua, exactamente de la manera en que puede verse la columna vertebral de un hombre bajo la piel de la espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda. Por supues-to yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto, la profundidad parecía ser la misma. Pero como me habían informado de que la estación estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso más próximo a esa orilla.

”No bien acabábamos de entrar, cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que había previsto. A nuestra iz-quierda se extendía, sin interrupción, el largo banco de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta, densamente cubier-ta de maleza. Los árboles se agrupaban en fi las apretadas. Las ramas colgaban sobre la corriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de un árbol se proyectaba rígidamente en ella. Era ya por la tarde, el aspecto del bosque era lúgubre y una amplia franja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogábamos muy lentamente, como ya pueden imaginar. Dirigí el vapor cerca de la orilla, donde el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.

”Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondeaba desde la proa, exactamente debajo de mí. Aquel barco de vapor era exactamente como un lanchón con una cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior, y la maqui-naria en la popa. Sobre todo aquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vigas. La chimenea emergía de aquel techo, y en frente de la chimenea una pequeña cabina de tablas delgadas albergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dos sillas de campaña, una escopeta cargada, colgada de un rincón, una pequeña mesa y la rueda del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados. Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como es natural.

Yo pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta, junto a la puerta. De noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negro atlético procedente de alguna tribu de la costa, y educado por mi desdichado predecesor, era el timonel. Llevaba un par de pendientes de bronce, una tela azul lo en-volvía de la cintura a los tobillos, y tenía una alta opinión de sí mismo. Era el imbécil menos sosegado que haya visto jamás. Guiaba con cierto sentido común el barco si uno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sentía no observado era inmediatamente presa de una abyecta pereza y era capaz de dejar que aquel vapor destartalado tomara la dirección que quisiera.

”Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy disgustado al comprobar que sobresalía cada vez un poco más, cuando vi que el hombre abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera de subir a bordo el palo, se-guía sujetándolo con la mano, y el palo fl otaba en el agua. Al mismo tiempo el fogonero, al que también podía ver debajo de mí, se sentó bruscamente ante la caldera y hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba asombrado. Después miré rápida-mente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis narices, caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a la vez el río, la playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta. Sólo podía oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran fl echas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en la cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El estúpido timonel, con las manos en las cabillas del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies, y se mordía los labios como un caballo sujeto por el freno. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fi ja y ferozmente. Y entonces, súbi-tamente, como si se hubiera removido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pe-chos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes. La maleza her-vía de miembros humanos en movimiento, lustrosos, broncea-dos. Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las fl echas. Cerré el postigo.

”‘Guía en línea recta’, le dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia adelante, los ojos giraban, y continuaba le-vantando y bajando los pies lentamente. Tenía espuma en la boca. ‘¡Mantén la calma!’, le ordené furioso. Pero era igual que si le hubiera ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la acción del viento. Me lancé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de pies sobre la cubierta metálica y exclamacio-nes confusas. Una voz gritó: ‘¿No puede dar la vuelta?’ Percibí un obstáculo en forma de V delante del barco, en el agua. ¿Qué era aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estalló a mis pies. Los peregrinos habían disparado sus winchesters, rociando de plomo la maleza. Se elevó una humareda que fue

número 424, abril 2006 la Gaceta 21

avanzando lentamente hacia adelante. Lancé un juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo permanecía de pie, en la puerta, observando las nubes de fl echas que caían sobre nosotros. Po-dían estar envenenadas, pero por su aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un gato. La maleza comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de guerra. El disparo de un rifl e a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por encima de mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y estrépito cuando di un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado para abrir la ven-tana y disparar un Martini-Henry. Estaba de pie ante la venta-na abierta y resplandeciente. Le ordené a gritos que volviera, mientras corregía en ese mismo instante la desviación del barco. No había modo de dar la vuelta. El obstáculo estaba muy cerca, frente a nosotros, bajo aquella maldita humareda. No había tiempo que perder, así que viré directamente hacia la orilla donde sabía que el agua era profunda.

”Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas selvas en un torbellino de ramas rotas y hojas caídas. Los disparos de abajo cesaron, como yo había previsto que sucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la cabeza ante un súbito zumbido que atravesó la cabina, entrando por una abertura de los postigos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifl e descargado y gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que corrían, saltaban, se deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse luego. Una cosa grande apareció en el aire delante del postigo, el rifl e cayó por la borda y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por encima del hombro, de una manera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies. Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, y algo que parecía un palo largo repique-teó a su lado y arrastró una silla de campaña. Parecía que, des-pués de arrancar aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El humo había desapareci-do, estábamos libres del obstáculo, y al mirar hacia adelante pude ver que después de unas cien yardas o algo así podría alejar el barco de la orilla. Pero mis pies sintieron algo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hombre había caído de espaldas y me miraba fi jamente, sujetando con ambas manos el palo. Era el mango de una lanza que, tras pasar por la abertura del postigo, lo había atravesado por debajo de las costillas. La punta no se llegaba a ver; le había producido una herida terri-ble. Tenía los zapatos llenos de sangre, y un gran charco se iba extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante, bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandor extraño. Estalló una nueva descarga. El negro me miró ansiosamente, sujetan-do la lanza como algo precioso, como si temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos de su presencia y atender al timón. Busqué con una mano el cor-dón de la sierra y tiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido. El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se calmó inmediatamente, y entonces, de las profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno imagi-nar que iba a seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; cesó la llu-via de fl echas; hubo algunos disparos sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual el lánguido jadeo de la rueda de popa llega-ba con claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a es-tribor, cuando el peregrino del pijama color de rosa, acalorado

y agitado, apareció en el umbral. ‘El director me envía…’ co-menzó a decir en tono ofi cial, y se detuvo. ‘¡Dios mío!’, dijo, fi jando la vista en el herido.

”Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mirada lustrosa e inquisitiva nos envolvía. Les aseguro que era como si quisiera hacernos una pregunta en un lenguaje incomprensi-ble, pero murió sin emitir un sonido, sin mover un miembro, sin crispar un músculo. Sólo al fi nal, en el último momento, como en respuesta a una señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era inaudible, frunció pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y amenaza-dora. El brillo de su mirada interrogante se marchitó rápida-mente en una vaguedad vidriosa.

”‘¿Puede usted gobernar el timón?’, pregunté ansiosamente al peregrino. Él pareció dudar, pero lo sujeté por un brazo, y él comprendió al instante que yo le daba una orden, le gustara o no. Para decir la verdad, sentía la ansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y los calcetines. ‘Está muerto’, exclamó aquel sujeto, enormemente impresionado. ‘Indudablemente’, dije yo, tirando como un loco de los cordones de mis zapatos, ‘y por lo que puedo ver imagino que también el señor Kurtz estará ya muerto en estos momentos’.

”Aquel era mi pensamiento dominante. Era un sentimiento en extremo desconsolador, como si mi inteligencia compren-diera que me había esforzado por obtener algo que carecía de fundamento. No podía sentirme más disgustado que si hubiera hecho todo ese viaje con el único propósito de hablar con Kurtz. Hablar con… Tiré un zapato por la borda, y percibí que aquello precisamente era lo que había estado deseando…, ha-blar con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo había imaginado en acción, saben, sino hablando. No me decía: ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz. Aquello no quería decir que lo disocia-ra por completo de la acción. ¿No había yo oído decir en todos los tonos de los celos y la admiración que había reunido, cam-biado, estafado y robado más marfi l que todos los demás agen-tes juntos? Aquello no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de una presen-cia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su pal-pitante corriente de luz, o aquel falso fl uir que surgía del cora-zón de unas tinieblas impenetrables.

”Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río. Pensé: ‘¡Por Júpiter, todo ha terminado! Hemos llegado demasiado tarde. Ha desaparecido… Ese don ha desaparecido, por obra de alguna lanza, fl echa o mazo. Después de todo, nunca oiré hablar a ese individuo.’ Y mi tristeza tenía una extravagante nota de emoción igual a la que había percibido en el doliente aullido de aquellos salvajes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme más desolado si me hubieran des-pojado violentamente de una creencia o hubiera errado mi destino en la vida… ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Les pare-ce absurdo? Bueno, muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre…? En fi n, denme un poco de tabaco.” G

Traducción de Sergio Pitol

22 la Gaceta número 424, abril 2006

Hacia OccidenteSergio Pitol

Fechado en enero de 1966, en Varsovia, este relato —que está incluido en el tercer volumen de sus Obras reunidas— es una síntesis de las obsesiones pitolianas: el viaje, con sus sinsabores y misterios; la lectura, con el entusiasmo o el tedio que nos aguarda libro adentro; el exotismo, que nos seduce y repele

para Bárbara Jacobs

Todo se había convertido en permanente descalabro desde el día en que conoció a aquella su paisana y a la pareja de jóvenes venezolanos. Antes también, aunque al menos estaba prepara-do y resignado: sabía con quiénes trataba. Pero Elisa y los dos muchachos lo habían tomado desprevenido, habían miserable-mente abusado de su buena fe y acabaron por embarcarlo en la presente tortura que parecía no tener fi n. Comenzaron por describirle las maravillas de aquel viaje por tren; atravesaría toda la Siberia, un viaje ya clásico, ¡piénselo nomás cinco mi-nutos, el transmanchuriano, el transiberiano! Los jóvenes ha-bían hecho ese viaje (decían haber hecho ese viaje) unos meses atrás y lo comentaban como una experiencia decisiva en sus vidas. Las palabras fl uían a la vez que los cuatro daban fi n a la botella de aquel rasposo licor coreano en cuyo fondo se enros-caba una serpiente.

—Ándele, lic, anímese, ya se ha dado usted aquí una buena talla, el viaje por avión no hará sino fatigarlo más, tómese estas vacaciones, bien se las merece. Serán tan reposantes como un viaje por mar con la ventaja de contar con permanente desfi le de paisajes: un día el desierto del Gobi, otro Mongolia donde legiones de camellos corren a lo largo del ferrocarril, luego el Baikal, más que un lago un encrespado océano, y las varias repúblicas soviéticas, cada una llena de mil curiosidades; ade-más es muy importante que usted que se dedica a las fi nanzas observe con sus propios ojos, ¡que nadie le cuente luego que esto es esto o aquello!, el estado real en que se encuentra la eco-nomía de estos países; piense un poco en mí y compadézcame, hundida entre estos chales con quienes no logro entenderme ni a la de diez —y los paisajes comenzaron a desfi lar: lagos, bos-ques, desiertos, ciudades perdidas en mitad de densísimas fo-restas, un restaurante chino y otro europeo, cabinas con baño individual, varios días en que nada turbaría su descanso, el paisaje, sí, pero, a través de la ventanilla, mientras él, tendido en su litera con una botella de escocés al lado se repondría de la excesiva joda del viaje por China. Había asistido con una delegación a la feria industrial de Cantón y concluido algunos negocios excelentes, aunque de aquello parecía que hubiesen ya pasado siglos: los arreglos fueron muy fáciles, cambio en exce-lentes condiciones de substancias químicas y materiales preela-borados por excedentes de algodón, henequén, mercurio y se-milla de linaza. Sistemas de compensación muy favorables. Parte de la operación pagada en libras esterlinas. Los otros de-legados salieron rumbo a Indonesia, desde allí volarían a Euro-pa; él, en tanto, tuvo que dirigirse a Shanghai, luego a Pekín

donde debía protocolizar los convenios; por supuesto, se apre-suraron a informarle, se trataba sólo de un trámite formal. Un alto dirigente del comercio exterior que debía fi rmar los acuer-dos no estaba por el momento en la capital, pero había mani-festado antes de partir su especial interés en recibirlo personal-mente y cambiar impresiones sobre posibles transacciones fu-turas, mientras tanto sería huésped de una asociación para el incremento comercial con los países de Asia, África y América Latina, que consideraba un placer poderle ser útil y mostrarle los sitios característicos de Pekín, así como los progresos logra-dos por el pueblo chino en los últimos años. Y allí dieron co-mienzo aquellas jornadas abrumadoras que sólo tocaron a su fi n con la fi rma de los acuerdos y que le hicieron ansiar como nunca aquellas merecidas vacaciones que Elisa y el joven ma-trimonio le presentaban como sumamente apetecibles.

La verdad, aquello no había sido vida. ¿Dónde la China le-gendaria y misteriosa?, ¿dónde las inolvidables noches de Shanghai con las que toda juventud ha soñado? Indudablemen-te había encontrado una China misteriosa, pero de qué otra manera a la anhelada, y las noches de Shanghai resultaron in-olvidables por lo siniestramente tediosas y fatigantes; sus in-separables guías lo habían conducido a un local gigantesco donde había ópera, títeres y teatro, y cuando harto y fastidiado, pues aquellas dichosas musiquitas eran las mismas que lo ha-bían perseguido implacablemente durante todo el viaje por el país, sugirió que salieran y buscaran un sitio más excitante o en caso contrario lo devolvieran al hotel, lo llevaron a otra sala del mismo edifi cio donde sentado en una pequeña butaca de ma-dera, como escolar en medio de centenares de escolares, vio a una mujer de edad madura girar enloquecidamente en medio del escenario, la cual a la par que lanzaba al público miradas oblicuas y socarronas se metía la mano en el escote como para iniciar un strip-tease, cuando creyó que al fi n aquello iba a ca-lentarse un poco, la mujer empezó a sacar de entre las ropas botellas, cacerolas, jarros y hasta sillas como si su magro cuer-po fuera un almacén ambulante. Con los orientales nada podía preverse ni saberse a ciencia cierta, la prueba era que cuando le comentaba al industrial japonés, su compañero de comparti-mento (porque la cabina individual había sido como la ducha, como los dos vagones restaurantes, los viajeros cosmopolitas, los paisajes variados, el desierto del Gobi, la Mongolia y sus manadas de camellos, las distintas repúblicas, un ensueño sin la menor relación con la realidad), sus impresiones sobre China, advirtiéndole que no deseaba adentrarse en la situación políti-ca, pues si relatara sus impresiones dejaría a mucha gente esca-lofriada, que sólo deseaba referirse al aspecto económico, el que a él estrictamente, como hombre de negocios, le concer-nía, el japonés demostraba que el asiático a fi n de cuentas re-sulta ser siempre uno y el mismo —con él todo se reducía a sonrisas y a entender el inglés sólo cuando le viniera en gana y a ofrecerle cigarrillos o una de las naranjas que comía cons-tantemente con gran avidez—, y cuando trataba de hacerle entender sus experiencias en Pekín mientras aquellos fulanos

número 424, abril 2006 la Gaceta 23

le retenían los documentos, cuando más que guías o auxiliares se convirtieron en sus verdaderos torturadores, llevándolo ora a ver un interminable museo de la revolución cuyo recorrido duraba siglos, ora otro donde se acumulaban en desorden total tesoros sorprendentes, manojos de perlas gigantescas arraci-mados en una tumba helada en las inmediaciones de Pekín, a veces una presa, luego visitas a la Gran Muralla o a una comu-na popular donde con minuciosidad indescriptible lo hacían recorrer el terreno palmo a palmo, luego a una librería, un templo, un palacio, un mercado, un parque, y fábricas y más fábricas, a pesar de sus declaraciones de que en nada le intere-saba todo aquello y cuando hastiado exigía los papeles y se negaba a hacer una más de aquellas excursiones que estaban acabando con su energía y sus nervios y se irritaba con el guía, éste salía para aparecer al poco rato acompañado de algún otro personaje, que se sentaba, servía el té, le ofrecía un cigarrillo, sonreía de nuevo y explicaba en un discurso larguísimo colmado

de fl orilegios y de lugares comunes veinte mil cosas que no venían al caso, para terminar concluyendo que aquella visita debía hacerse porque obedecía al programa trazado, y cuando a aquél le declaraba que estaba allí sólo en espera de la fi rma de unos documentos que por alguna maquiavélica razón no le eran entregados y no para hacer turismo, que para eso había lugares más apropiados, que entendieran que cada día que pasaba allí perdía dinero, que en Occidente el tiempo tenía otra función y otro uso, de ahí el progreso alcanzado, que si el jefe de la dele-gación mexicana había dicho que podía esperar todo el tiempo necesario se trataba sólo de una manera de hablar, una frase hecha, y no para que se perpetrara este abuso, el tipo salía en-tonces sin perder la sonrisa, hablando, hablando, siempre ha-blando, y al rato aparecía el joven guía, ése sí muy serio acom-pañado de un tercer personaje que recitaba un discurso idénti-co al anterior sólo que más largo, recalcando de vez en cuando que las visitas a la fábrica de tractores, a la cárcel modelo, o a

Praga la misteriosa

Gérard de Cortanze

“El México de hoy se parece cada vez menos al México de ayer”, sostiene con razón Adolfo Castañón. Esta mutación, en las estructuras del propio país, es igualmente visible en el terreno de la literatura. El viaje, última obra de Sergio Pitol, entra perfectamente dentro de la categoría de esa sensibili-dad creadora que, conservando las virtudes del alma mexica-na, sabe tocar lo universal. Diplomático de carrera —ocupó puestos importantes en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga—, Sergio Pitol pertenece a la gran tradición de esos escritores latinoamericanos que siempre han tenido un pie en la política y otro en la literatura. Novelista, cuentista, crí-tico literario, traductor de James, de Gombrowicz y de Jane Austen, varios de sus libros han sido traducidos al francés: El desfi le del amor, El tañido de una fl auta, Juegos fl orales.

Actualmente, con más de 70 años, Sergio Pitol ocupa un lugar singular en la historia de las letras mexicanas. Hasta el fi n de la segunda guerra mundial, la cultura mexicana vivió, en gran parte, del imaginario revolucionario. Para luchar contra lo que consideraban un nacionalismo asfi xiante, un realismo tradicional y reductor —eso que el pintor José Luis Cuevas bautizó como la “cortina de nopal”—, varios jóvenes escritores buscaron, en el umbral de los años sesen-ta, nuevas vías. Sus nombres: Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz y Sergio Pitol. Éste último fundó una nueva corriente que su traductor, Claude Fell, califi ca con justicia como “más hilarante, más internacional, universo del desprecio y la crueldad”. Mis-mas cualidades que se encuentran en El viaje.

En una “introducción” a la vez elegante y precisa, diver-tida y feroz, Sergio Pitol muestra el tono del libro y las razones —verdaderas y falsas—que lo llevaron a escribirlo. “¿No te fastidia —se pregunta él— volver siempre a temas tan manidos: tu niñez en el ingenio de Potrero, el estupor de la llegada a Roma, la ceguera en Venecia?” ¿Por qué no hablar nunca de Praga? —ciudad a la que el autor estuvo

asignado de 1983 a 1988—. La respuesta, Sergio Pitol piensa encontrarla en su diario —como hace siempre antes de empezar un libro—, “para revivir la experiencia inicial, la huella primigenia, la reacción del instinto”. Recorrió varios cuadernos, centenas de páginas. En vano: “Nada, sí, nada que pudiera servirme para escribir un artículo, mucho menos un texto literario.”

Entonces comenzó una larga deriva, un paseo en una ciudad amada que se desliza suavemente hacia la novela, a la fi cción, a la historia de un diplomático mexicano que deja Praga para ir a Georgia, por Moscú, por Leningrado, por Tbilisi. Estamos en 1986, en plena glasnost. Los grandes nombres de la cultura rusa desfi lan bajo nuestros ojos, vie-nen a nuestro encuentro como los fantasmas del Nosferatu de Murnau, o como los árboles del bosque de Birnam que caminan hacia Dunsinane. El último capítulo del libro se llama “Iván, niño ruso”. El diplomático se acuerda de cuan-do aprendió a leer. Su abuela le había dado un libro extraño. Razas humanas, con fotos e ilustraciones de niños de diver-sos lugares y razas. Uno de esos niños tenía labios gruesos y pómulos salidos. Un “aspecto animal”, sus orejas estaban cubiertas por un sombrero de piel que el pequeño lector creía su cabellera. Al pie de la foto se podía leer: ‘Ivan, niño ruso’. “Por intuición, presiento que mi relación íntima con Rusia se remonta a esa lejana fuente”, concluye el autor al fi nal de su libro.

¡Ahí está! El rizo está rizado. El viaje geográfi co no era, en suma, más que un viaje a la memoria, un paseo por el futuro del pasado. En el transcurso del libro, la deuda que el autor creyó haber contraído con Praga se reveló como una deuda de infancia, una deuda de honor con ese perio-do imperfecto de nuestra vida que nos permite escribir libros. G

Traducción de Kenya Bello

24 la Gaceta número 424, abril 2006

la comuna Estrella Roja estaban anotadas en el programa y no era correcto suspenderlas, hasta que al fi n casi enloquecido, salía a visitar el centro de artes populares para ver durante horas a alguien recortar papeles de colores o hacer vasijas y a recorrer después varios kilómetros de otra comuna y visitar la cárcel y escuchar en todas partes discursos kilométricos que bien visto podían ser omitidos por resultar siempre lo mismo, y si se disculpaba por razones de salud, como había sucedido en una ocasión, la cosa era peor porque iba a dar al hospital y después de tres o cuatro días de someterlo a inyecciones y ex-tracciones de sangre resultaba que ni siquiera se había ahorra-do la excursión, que únicamente había sido pospuesta, “porque así estaba escrito en el programa”, el japonés sonreía bonacho-namente como si nada entendiera y respondía que sí, efectiva-mente se trataba de un gran pueblo y que dudaba mucho de

que otro pudiera aunar tanta sabiduría y generosidad en el modo de brindar hospitalidad a los visitantes, que cada vez que partía de China se iba muy gratamente impresionado, desean-do tan sólo tener la oportunidad de realizar una nueva visita, así como también deseaba viajar algún día a México y que se-guramente encontraría la ocasión, ya que sus negocios, etcéte-ra, etcétera…

¡Qué iba uno a hacer! Eran dos mundos. Uno pertenecía irremisiblemente a Occidente; la mañana en que abandonó Pekín lo había sentido más agudamente que nunca; devolvía las llaves de su habitación en el hotel cuando le entregaron una tarjeta postal llegada en ese mismo instante, un saludo de Ramos desde París; le anunciaba que la delegación iba ya de regreso a México. Al contemplar la hosca estructura de Notre Dame se sintió reconfortado, más que por las palabras afectuo-sas de Ramos, ante la visión de aquella mole bellísima que se erguía iluminada bajo un azul que sólo el cielo de París es capaz de lucir; subió al tren con la tarjeta en la mano, y la co-locó en la mesita junto al lecho, luego bajó a recoger los ridí-culos ramos de fl ores con que lo despedían y a darle un abrazo a la compatriota y a los dos muchachos, aquel trío que lo había rescatado en los últimos días y que le hizo más agradable la vida; le habían explicado una infi nidad de cuestiones sobre la excen-tricidad de aquella gente y sus experiencias en la escuela donde enseñaban español, le habían hecho reír nuevamente a carcaja-das como ya hasta creía haber olvidado, mientras bebían el licor de culebra que tanto le gustaba a Elisa; a ella la había enamorado por pura nostalgia de la tierra y más que nada por la necesidad de mujer, le había regalado un anillo con una perla rosada que compró en el último día en casa de un anticuario, y a la postre había resultado la peor embaucadora del mundo, lo había metido en esa especie de gran jaula donde se sentía enlo-quecer, y los días transcurrían con una monotonía inimagina-ble sin que pudiera ver otra cosa que no fuera la nieve, una nieve constante que se cuajaba en los cristales e impedía la más mínima contemplación del paisaje. No podía remediar el des-fallecimiento cuando pensaba que podría estar ya en Bélgica, tomando el avión rumbo a México en vez de estar aún a tres días con sus respectivas noches alejado de Moscú. Esa mañana cuando el industrial japonés le recordó que se quedaría en Ir-kutsk y que de allí haría el resto del viaje por vía aérea, creyó que el cielo se le abría; quiso también hacerlo pero se lo impi-dieron; le explicaron que era imposible por no tener billete de avión; el japonés en cambio lo había comprado desde Pekín; carecía, además, de la visa adecuada; dos rusos bien fornidos y la mujer monumental que le llevaba el té por las mañanas y le aseaba la cabina lo detuvieron por los brazos cuando en pleno frenesí trató de descender; regresó postrado a su cubil, se ten-dió en la litera y contempló la fotografía de Notre Dame, pensó que tampoco entonces, lejos de la frontera china, estaba en su mundo, que el suyo era sólo aquél, el de la foto, pero en ese instante tuvo la impresión de que en los días de encierro el cielo se había vuelto más oscuro, Notre Dame aparecía bajo una luz que jamás le había visto, un efecto absurdamente artifi -cial; le pareció que el fotógrafo había equivocado el ángulo, que el punto elegido no permitía admirar la belleza total del edifi -cio, que el faro de la calle proyectaba una luz que robaba espacio y que la mitad de la foto, toda la parte inferior, estaba desper-diciada. ¿Qué sentido tenía retratar la calle, el pavimento?, o peor era aquel banco en primer plano con un hombre de espal-

Malintencionada y jubilosa

Frédéric Vitoux

Es comprensible que se aprecie moderadamente el título de la novela de Sergio Pitol, Domar a la divina garza,1 que tiene un aire un poco vulgar en la provocación. Por el contrario, sería incomprensible no apreciar inmodera-damente, por sí mismo, el libro de este novelista mexica-no, nacido en 1933, que fue por mucho tiempo diplomá-tico, traductor en sus ratos libres, y cuya obra sigue sien-do mal conocida en Francia. Desde esa perspectiva, es lamentable que el prefacio de Antonio Tabucchi prefi era las vanas cabriolas intelectuales a la simplicidad pedagó-gica que haría más familiar a su autor. ¡Pero regresemos a esa “divina garza”! ¿Qué epítetos convocar en primer lugar? Delirante, erudita, cómica, alocada y barroca, sin duda. Sería muy astuto el que supiera resumir esta nove-la. Digamos que su autor, en una breve obertura, declara que quiere tomar a la fi esta como triple tema: en el senti-do mágico y ritual del término, su amor por Gogol, y un curioso símbolo de mujer, una antropóloga monstruosa y erudita que obsesiona al protagonista de este libro, un tal Dante de la Estrella, patético imbécil hinchado de una sufi ciencia incrementada por sus excesos etílicos. Agre-guemos que ese Dante de la Estrella necesita de toda una velada y de algunos licores fuertes para explicar a sus visi-tas sufi cientemente importunadas un catastrófi co viaje a Estambul, en su juventud, donde esa dama lo ridiculizó. Lo que en el libro lleva al colmo de la felicidad son sus relatos que se apilan, esa ironía en la ironía, ese jubilo puro que inspira algunas veces el acto de escribir —o de consolarse de la banalidad de la vida. G

Traducción de Kenya Bello

1 El título en francés de la novela de Pitol es Mater la divine garce, donde mater signifi ca “someter, controlar, dominar”, pero también quiere decir “ver con concupiscencia”. A su vez, garce designa a una mujer mala, desagradable, malintencio-nada. [N. de la t.]

número 424, abril 2006 la Gaceta 25

das a la cámara; sintió un profundo malestar, una irritación violenta, odio puro contra el fotógrafo que había cometido aquella infamia, luego, desasosegado, recordó que había termi-nado de leer la novela policial que le regaló Elisa antes de partir y sacó de su portafolio el otro libro que irracionalmente, sólo quizás por estar escrito en inglés, había comprado en una librería de segunda mano de un mercado de Pekín. Leyó en la sucia portada: The Priest and his Disciples, by Kurata Hyaduso, translated by Blenn W. Shae, y no supo qué registro profun-do lograron tocar aquellos lotos diminutos trazados bajo el tí-tulo o los jeroglífi cos japoneses que decoraban la portada, lo cierto es que por alguna razón su odio, su rabia, su desespera-ción, el sentimiento de estar en aquella cabina como animal aprisionado, desaparecieron, transmutándose en una suave melancolía, ganas de quejarse de su suerte, de lamentarse que-damente, y en una necesidad de encontrar un hombro en que apoyarse, y la fortuna que estaba formando, y su mujer, su ca-rrera, su despacho, los negocios realizados durante el viaje le parecieron de golpe cosas lejanas que no le pertenecían del todo, el mundo al que había aspirado y considerado siempre como su meta le resultó en ese momento sólo un punto de partida hacia algo, hacia algo… Leyó dos páginas del libro y lo dejó fatigado, imposible internarse en aquel diálogo laberínti-co sobre la muerte sostenido entre un hombre y un ser, en que el ser, o como quiera que se tradujera aquel Being, decía:

—Porque la muerte viene del pecado. Los no pecadores viven eternamente: La “cosa que muere” es idéntica a “peca-dor”.

Y el hombre preguntaba:—Entonces, ¿crees que todos los hombres son pecadores?—Todos los hombres son malos. El precio del pecado es la

muerte —respondía categóricamente el ser.No, verdaderamente era imposible entretenerse con aque-

llas divagaciones misticofi losófi cas. Metió la tarjeta de Notre Dame como indicador de la página y cerró el libro; estaba fa-tigadísimo, comenzó a dormir.

Al día siguiente llegaría a Moscú. Le había entrado mucha prisa. Se ahorraría los tres días que en un principio pensó de-dicar a visitar la ciudad, saldría inmediatamente rumbo a Bru-selas; de poder lo haría esa misma noche. Deseaba llegar a México tan pronto como fuera posible, quería huir de ese viaje, del recuerdo de ese viaje, meterse en su despacho a ren-dir informes, dictar memorándums, atender su correo, reinci-dir en el ritmo normal de su existencia. La estancia en Pekín le había llegado a resultar eterna, ahora, en cambio, le parecía resumirse en un fi n de semana atestado de acontecimientos remotos, profundamente perdidos en el tiempo, e infi nita, en vez, le resultaba la monótona semana transcurrida en el tren, aunque debía confesar que en los últimos días no lo pasaba tan mal; quizás había sido el japonés quien lo irritara, pues desde que aquél bajó en Irkutsk se hallaba en un estado de ánimo realmente plácido, permanecía la mayor parte del tiempo en la cabina, que ya le pertenecía por entero, tendido, descansando, dormía muy bien; trató de leer nuevamente una de las novelas policiales, pero era imposible sacarles partido conociendo ya la trama y el desenlace, así que de vez en cuando recurría al Priest and his Disciples; pasaba largo rato leyendo los diálogos hermé-ticos de aquel drama sin intentar comprenderlos, simplemente para matar el tiempo; esa noche descubrió que el mamotreto resultaba más ameno de lo supuesto. Se puso el pijama, reco-

gió todas sus cosas, cerró el equipaje, con excepción del male-tín y se tendió en el lecho. ¡Por fi n la última noche del tren! Abrió el libro al azar y comenzó a leer la historia de Kiyoshi Kawase, interno en un colegio de Kioto, que erró por este mundo en calidad de cosa mortal durante veintidós años; en tan breve término gozó de gran parte de las fortunas de la vida, disfrutó del amor familiar y del otro, era rico, poseía una me-moria magnífi ca. De su talento, sus maestros y amigos prede-cían grandes hazañas; saboreó algunos infortunios, todos, salvo uno, mínimos: le aquejaba la pesadumbre de la duda. Hacia los diecinueve años, en medio de su existencia feliz había caído en esa zozobra: dudaba de la realidad que perci-bían sus sentidos. Un día, cumplidos ya los veintidós, se pre-paraba para pasar un examen en el colegio. Salía de su habita-ción cuando retrocedió unos pasos a fi n de contemplarse ante un espejo, y, allí, en la lisa superfi cie, exactamente a su lado, se esbozó una fi gura cuyo rostro fue gradualmente semejándose al suyo, aunque desdibujado, incoloro, transparente. Una enorme satisfacción, una gran tranquilidad se apoderó del joven Kiyoshi, la duda quedaba eliminada, por primera, por única vez, tenía una certidumbre, había estado usurpando con sus hábitos, gestos, refl exiones, un papel que no le correspon-día, supo que era fantasma, que todos a su alrededor eran fantasmas, que todo era espectral. Irritados por la larga demo-ra, los profesores enviaron a otro alumno a buscarlo. Cuando éste llegó a la habitación encontró frente al espejo, desparra-madas, en desorden, las ropas de Kiyoshi. Flotaba en el recin-to un suave aroma de azahar, mezclado con otro olor acre que nadie llegó a identifi car.

Leyó aquella historia profundamente absorto y se sorpren-dió de que en la página siguiente a la desaparición de Kiyoshi, continuara un diálogo sin relación alguna con la historia. Creyó haber saltado alguna hoja y al observar la numeración descubrió que de la página 62 pasaba a la 93; revisó con cuida-do las páginas y no tardó en advertir que el texto leído formaba un cuadernillo de otro libro cosido por error entre las páginas 92 y 93 del Priest and his Disciples, por esa razón estaba escrito en forma de relato y no en diálogos como el resto del drama. Al examinar aquel pliego cayó al suelo la tarjeta postal, se in-clinó a recogerla, iba ya a colocarla nuevamente entre las pági-nas del libro cuando volvió a contemplarla con nostalgia. Notre Dame le pareció más distante que nunca, inalcanzable; la luz de la lámpara iluminó la parte inferior, la calle. El farol, la banca, el hombre de espaldas, y junto a él advirtió algo se-mejante a la sombra de otro hombre; parecía que la cámara se hubiera movido en ese instante y sólo lograra plasmar el espec-tro de aquel hombre; se acercó a los ojos la tarjeta; la manera de sentarse le era familiar, el rostro vuelto hacia la cámara era semejante al suyo; no sólo eso, era el suyo, eran sus propios gestos, lo único que se le ocurrió pensar fue que en esta vida todo era una gran vacilada. Jamás durante toda su existencia se había visto aquejado por las dudas y, sin embargo, al igual que Kiyoshi Kawase llegó a descubrir que estaba de sobra, aunque no logró desentrañar si estaba viviendo una existencia ya vivida, o en qué exactamente consistía la usurpación; tomó su bata, salió, caminó alegremente hasta un extremo del vagón; allí se hizo servir un vaso de té por la corpulenta empleada y regresó a su cabina. Buscó en el maletín un frasco, lo abrió, se llevó a la boca una píldora sedante, luego tomó el té. Se metió entre las sábanas a esperar. G

26 la Gaceta número 424, abril 2006

El mexicanoFabrice Gabriel

La crítica francesa no ha escatimado elogios a Sergio Pitol. En esta reseña se agrega su nombre a una nómina de autores iberoamericanos que han recibido el aprecio casi unánime tanto de lectores de a pie como de los estudiosos de las letras. Heredero voluntario de Gogol, elegante tejedor de intrigas (en las que no falta una gota de sadismo), don Sergio ha vuelto a despertar entre los lectores galos un entusiasmo bien merecido

Vamos a terminar creyendo que dios habla español… o que el diablo mismo se disfrazó de novelista latinoamericano, para seducirnos con sus relatos perversos y sus aventuras episódicas. Ocurre que muchos de los libros que han gustado en estos úl-timos meses, e incluso en estos últimos años, compondrían con mucha facilidad una especie de constelación, incluso una au-téntica familia, plural y no siempre tranquila, de autores de habla hispana: Roberto Bolaño, Enrique-Vila Matas, Ricardo Piglia, Javier Marías, Augusto Monterroso… A estos nombres es necesario agregar decididamente el de Sergio Pitol, especie de tío abuelo, más bien infravalorado en Francia, pero venera-do por algunos expertos, Antonio Tabucchi, por ejemplo, que escribió el prefacio de Domar a la divina garza, que por fi n se tradujo al francés, y Enrique Vila-Matas, que nunca pierde la oportunidad para rendir homenaje a aquel que llegó al punto de convertir en un personaje de fi cción en uno de sus relatos más alocados, Lejos de Veracruz.

Con más de 70 años, Pitol tiene algo de viejo maestro, en su postura y su prestancia de diplomático irónico, de una afabili-dad perfecta, de una erudición que se adivina inmensa, pero que jamás se presume: la pedantería, esa vulgar vecina de la ignorancia, le es ajena. El escritor, es cierto, tiene la experiencia de los libros y de la gente: es un septuagenario discre-tamente encantador, que ha recorrido el mundo gracias a sus nombramientos di-plomáticos en Rumania, Polonia, Rusia y París. La experiencia —y el sabor— de Europa del este se encuentran, por ejem-plo, en El viaje, que narra un breve peri-plo en la Unión Soviética de Gorbachev, a mediados de los años ochenta, en la época en que Pitol esta-ba en servicio en Praga.

Además, Pitol puede ser considerado como el más praguen-se de los autores mexicanos, o en todo caso el más centroeuro-peo de los escritores latinoamericanos: ¿no fue el quien tradu-jo a (casi) todo Gombrowicz al español? Conoce bien a Joseph Conrad, Jane Austen y Henry James —a los que también tra-dujo— y profesa una admiración sin límites a Chéjov y a Gogol, su referencia suprema sin duda. En suma, se tiene la impresión de encontrarse enfrente de una biblioteca, pero de una biblioteca sonriente, inclusive cordial, y que se entrega sin difi cultad.

Cuando le preguntan cómo se explica el poco eco que hasta el momento ha encontrado su obra en Francia, Sergio Pitol recuerda que dos de sus novelas, El desfi le del amor y El tañido de una fl auta fueron publicadas allí (ambas en Seuil), hace quince años, pero que después las cosas se tranquilizaron: “Mi editor alemán —apunta él sonriendo— me explicó que yo era un escritor sin futuro, porque no era sufi cientemente mexica-no. […] En todo caso yo no era de ninguna forma el tipo de escritor latinoamericano que en ese momento se buscaba en Europa: se asechaba a los representantes del realismo mágico, y de preferencia mujeres.”

¿Pero precisamente qué tipo de autor es Pitol? No es fácil de decir, porque su estilo “híbrido”, tal como se defi ne a sí mismo, navega entre el ensayo y la fi cción, el relato personal y la parodia de las novelas de espionaje—a la manera de la sor-prendente El desfi le del amor, de la que se anuncia una próxima nueva traducción. Si debiera defi nir su familia literaria, se re-conocería discípulo de Hermann Broch, próximo “sobre todo de la literatura eslava, pero también de Cervantes y de Queve-do, sin olvidar la excentricidad de los ingleses… ¡ni la de los latinoamericanos!”.

Domar a la divina garza proporciona una buena idea de conjunto del arte de Pitol: es una novela a la vez sagaz y llena de júbilo, que pone en escena a un narrador bastante antipáti-co, que narra entre otras cosas una extraña historia ocurrida en su juventud, durante un viaje a Estambul… jugando al relato en el relato, Pitol se divierte metiendo una historia dentro de otra en una especie de carnaval narrativo, donde lo grotesco lleva todo a una atmósfera de euforia vengadora y al mismo tiempo sabia. Se trata, en efecto, de una tal “Marietta Karape-tiz”, especie de monstruo femenino cuyo encuentro justifi ca el

título de la novela, aun si dicho encuen-tro permanece más o menos retardado hasta el clímax del último capítulo. La “divina garza” confi rma, en un derroche orgiástico, y francamente escatológico, el triunfo de la vida y la humillación defi nitiva del protagonista, un preten-cioso e insignifi cante estudiante mexica-no exiliado en Europa.

Se está más cerca, con una novela picaresca como ésta, de la risa de Gogol y del siglo de oro que de la tradición del realismo mágico o de la narrativa de corte social sudamericana… “Pienso —explica Pitol— que el agota-miento de cierta vena realista en la literatura latinoamericana provoca que haya más interés en mí: actualmente, Domar a la divina garza, por ejemplo, se ha traducido en Alemania, Italia y Noruega.”

Sin embargo, el libro data de hace quince años: “Cuando empecé a escribirlo, estaba muy enfermo —cuenta el autor—; acababa de sufrir una grave operación, y me costaba mucho redactar. Por eso el libro se construyó poco a poco, en diferen-tes lugares, al ritmo de mis hospitalizaciones en Funchal,

Pitol tiene algo de viejo maestro, en su postura y su prestancia de diplomático irónico, de una afabilidad perfecta, de una erudición que se adivina inmensa, pero que jamás se presume: la pedantería, esa vulgar vecina de la ignorancia, le es ajena

número 424, abril 2006 la Gaceta 27

Baden, Marienbad, Praga… Fue hasta que terminé el relato, y que estaba mejor, cuando escribí el primer capítulo, que anun-cia el programa.”

De forma que casi puede aconsejarse empezar la lectura en el segundo capítulo, para caer de golpe en el torbellino de esa novela, donde se lee sutilmente el regocijo —bien maneja-do— de una recuperación. Enseguida puede regresarse al capí-tulo inicial como si fuera un prefacio, en el que Pitol se retrata severamente bajo los rasgos de un escritor que envejece: “Re-nunciar —escribió él— a la gloria con la que se ha soñado y a la conquista que nunca se ha emprendido no debe ser una tra-gedia.”

La gloria del escritor “culto”, el novelista también debe co-nocerla un poco, y debió conocer a no pocos exégetas obsesi-vos, parecidos al protagonista de su libro, especialista maníaco en Gogol… “¡Conozco muchos personajes de ese tipo! —reco-noce, en efecto—. También me inspiré en el medio diplomáti-co, de donde tomé todo lo que no me gustaba; además mucha gente creyó reconocerse y se molestó conmigo. De la misma manera, me reprocharon escribir contra las mujeres, cuando los personajes parodiados son sobre todo los hombres. Siempre hago un plan y en el que había elaborado para este libro, estaba previsto que a lo largo de su monólogo el protagonista, al prin-cipio arrogante y desagradable, se iba a deshacer poco a poco para terminar, literalmente, como un montón de mierda.”

Al leer a Pitol efectivamente se experimenta un gran placer sádico. Cuando se le pregunta si esa alegría, a la vez violenta y divertida, lo acerca a su país natal, responde sin dudar, y riendo francamente, que en verdad hay “un humor negro típicamente mexicano, único y distinguible entre todos”. Sin duda Sergio Pitol es por tanto el más genialmente mexicano de los novelis-tas de Europa central. G

Traducción de Kenya Bello

Una marcha dominical con bombo y platillosFlorian Borchmeyer

Si el alegre delirio que uno va descubriendo en la novelística de Sergio Pitol puede parecerle anómalo a un lector mexicano, para este reseñista alemán resulta además de una refrescante novedad. Publicada en el Frankfurter Allgemeine, el 19 de mayo de 2003, la recensión de El desfi le del amor nos invita a una relectura con ojos germánicos

¿Qué tienen en común el Dr. Motte, Ernst Lubitsch, la litera-tura latinoamericana contemporánea y el nacionalsocialismo mexicano? A la ya de por sí grotesca pregunta corresponde una respuesta aún más insólita: el desfi le del amor. Por paradójico que parezca, existe un nexo oculto. Ernst Lubitsch rodó en 1929 su primer fi lme sonoro: The Love Parade. Triunfal fue en México el estreno de esta leyenda del cine bajo el título El desfi le del amor (lo que podría traducirse al alemán como Desfi -

lee der Liebe). Como ferviente admirador de Lubitsch, el escri-tor mexicano Sergio Pitol retomó ese título para una grandio-sa novela sociológica que involucra al Tercer Reich con el complicado México. ¿Y qué tiene que ver con todo esto el Dr. Motte? En realidad, nada. No obstante, no se puede negar que, todos los años, miles y miles de jóvenes mexicanos se reúnen en la capital, a los pies de un ángel dorado, para celebrar un desfi le denominado “Love Parade”.

¿Casualidad o causalidad? ¿Lógica o perspicacia? Ejemplar resulta esta relación apenas identifi cable para el misterioso juego de conspiración y mutismo, de refl exiones y quimeras en el que Sergio Pitol enreda por igual tanto a sus personajes como a sus lectores. A primera vista tiene tan poco que ver su protagonista, el profesor de historia en Bristol, Miguel del Solar, con películas de cine y con la quinta columna, como el Dr. Motte. Una “tarde de mediados de enero de 1973”, según

28 la Gaceta número 424, abril 2006

el inicio de la novela, regresa el historiador a su patria sólo para presentar el manuscrito de su libro El año 1914. Sin embargo, poco llegamos a saber en él acerca de Zapata y el destino de la revolución mexicana. En realidad, las verdaderas obsesiones de Del Solar giran en torno al año 1942 y al suntuoso Edifi cio Minerva, punto de encuentro de los poderosos en México, de la mafi a y la intelectualidad, y donde él mismo vivió cuando niño. Después de una fi esta espléndida y algo sospechosa en el salón de Delfi na Uribe, hija de revolucionarios, por aquellos años ahí fue baleado Erwin Maria Pistauer, un exiliado austri-aco. ¿Un trágico accidente o un asesinato político encubierto?

Por razones para nosotros desconoci-das comienza el historiador a desenredar la madeja del crimen. Y en lugar de una buena pista, el aprendiz de detective se topa, entre los círculos habituales del Edifi cio Minerva, con toda una caterva de personajes estrafalarios quienes, de-trás de su en parte simpática, en parte fantasmagórica excentricidad, parecen ocultar algo oscuro; sobre todo la noto-riamente neurótica Eduviges, tía del propio Del Solar. Despu-és del asesinato, ella instituye la idea fi ja de una conspiración del librero Balmoral. Éste, por el contrario, achicado también en la susodicha balacera, supone un complot en torno a un mexicano sifi lítico, poeta de la decadencia, y el fracasado inten-to de hacer carrera en Europa de un castrador de indios. Imp-licada en ello está la judía obesa, experta en literatura, Ida Werfel, cuyo espíritu completamente destructivo, inclinado hacia el humor escatológico bajo la consigna de que “No sólo de mierda vive el hombre”, nos conduce bruscamente hacia insospechados derroteros.

En este arduamente comprensible desfi le de monstruosida-des todo conduce, una y otra vez, hacia el hermano de Eduvi-ges, Arnulfo Briones, hacia sus turbias relaciones con sectores de la ultraderecha y, fi nalmente, hacia el propio Tercer Reich. Pero, ¿por qué, exactamente, tienen sus muchos viajes como destino la Alemania nazi? ¿Por qué, siendo simpatizante del nacionalsocialismo, desposa, en segundas nupcias, a una judía alemana (la madre de Pistauer) para facilitarles, a ella y a su hijo, la huída? ¿De dónde proviene su relación con Delfi na Uribe, quien hasta hoy permanece, fuera de toda duda, como la “anfi triona ideal” en persona? El único individuo que podría servir para orientarnos en medio de la oscura danza posterior al enigmático fallecimiento de Arnulfo, el picapleitos y chanta-

jista Martínez, permanece inalcanzable. Tan sólo ha dejado tras de sí su ridícula visión de la salvación de la humanidad y del Edifi cio Minerva: “Yo he nacido para traer la paz al mundo. Los domingos desfi laríamos con bombo y platillos y todos los vecinos se unirían al desfi le, marcharían detrás de la música, entre las galerías. Sería el desfi le del amor, la marcha de la concordia y yo, yo llevaría el tambor principal. Pero este mundo no tiene salvación.”

Como si se ocupara de un desfi le de carnaval político y so-cial, Miguel del Solar desenmascara al México de la segunda guerra mundial, dividido entre nepotismo, tradición revoluci-

onaria e infi ltración fascista. El detecti-vesco profesor se siente, cada vez más, transportado a la comedia de enredos de Tirso de Molina donde “nada es lo que parece” y donde las personas se escinden incesantemente y buscan las más absur-das máscaras como si en ello les fuera la única posibilidad de entenderse unos con otros. Por supuesto, no es recomen-dable arrancarle la máscara a una socie-

dad hipócrita pues, como bien sabía decir el Danton de Büch-ner, con ellas se arrancarían también los rostros. Del Solar sabe que, sobre todo, hay una máscara especialmente difícil de re-mover: la propia, ésa que le posibilita hurgar en el rincón más oscuro del desfi le.

Con la precisión de un relojero, Sergio Pitol entreteje la desperdigada, tanto en el tiempo como en el contenido, made-ja de la acción para formar una corona cuyo centro siempre permanece vacío, como dejando espacio para una cabeza que la rechaza notoriamente. Cuando, fi nalmente, el propio autor aparece ante nuestros ojos coronado de laureles, en honor de su obra maestra y con una sonrisa quimérica en los labios, en-tonces nos damos cuenta del engaño y de que no hemos sabido defendernos. Como inmejorable seductor y tambor principal de esos desfi les de indignados amantes, con sus secretas impoten-cias y pasiones sexuales por debajo de una superfi cie límpida y puritana, Sergio Pitol sabe que un desfi le del amor es el mejor medio para atizar las pasiones. A pesar de sus incontenibles rencores el lector sometido, engañado por su propio deseo, suspira un anhelante “¡más!” al gran novelista. Para una gran mayoría de sus colegas contemporáneos en Europa algo así permanecerá, a decir verdad, para siempre vedado.

Traducción de Arturo A. Peña

Las tenazas del destinoDavid Wagner

La sencilla trama de La vida conyugal oculta, según esta reseña publicada el 20 de marzo de 2002 por el Suddeutsche Zeitung, un excepcional dominio de la técnica narrativa y de la “suave parodia” que campea en esa novela, tercera y última de las obras que componen el Tríptico del Carnaval

El impulso para grandes cambios nos llega a veces indirecta-mente, a partir de pequeños sucesos adyacentes. En la novela corta La vida conyugal, del autor mexicano Sergio Pitol, muy poco conocido hasta hoy en Alemania, es el rechinar de unas tenazas lo que a la protagonista, Jacqueline Lobato, de treinta

Con la precisión de un relojero, Sergio Pitol entreteje la desperdigada, tanto en el tiempo como en el contenido, madeja de la acción para formar una corona cuyo centro siempre permanece vacío, como dejando espacio para una cabeza que la rechaza notoriamente

número 424, abril 2006 la Gaceta 29

años de edad, en su séptimo aniversario de bodas, la lleva a decidirse por un cambio de vida: decide matar a su marido.

La mujer de treinta años, esposa sin hijos que por miedo a la pobreza no se atreve a divorciarse, intenta convencer a un amante tras otro de cometer el crimen. Los atentados diletan-tes, cuya preparación sólo logra acrecentar el amor-odio por su cónyuge, terminan por afectar a la propia Jacqueline. Una vez pierde dos dedos, otra vez recibe una herida de bala. Y cada vez, después de los hechos, son los amantes cómplices quienes desaparecen, no el marido.

El esposo, Nicolás Lobato, quien sin saberlo se encuentra una y otra vez en peligro, alista su ascenso económico y social en la capital mexicana y en la vecina ciudad de Cuernavaca. Y con tanto éxito que de la herencia de una pequeña abarrotería consigue convertir-se en un gran hotelero. Jacqueline dis-fruta de las ventajas y de la reputación a su lado. Y sueña con su desaparición.

Salta la aguja

Y cuando un día el marido verdadera-mente desaparece ella no tiene nada que ver en el asunto. Él ha rehuido, ya desde hace muchos años, las consecuencias de una fraudulenta bancarrota. Jacqueline será encarcelada y vivirá (su esposo permanece desaparecido) una vida modesta muy diferente. Conocerá entonces una vida tal y como siempre la temió, hasta que vuelva a encontrar a su marido en una abarrotería, de regreso después de años en Eu-ropa. Entonces volverán a portar alianzas y no pasará mucho tiempo hasta que la ya envejecida Jacqueline vuelva a escuchar el rechinar de unas tenazas: el único modo de eliminar a su cónyuge, descubre ahora, sería envenenarlo.

Jacqueline, la esposa, que en realidad se llama María Mag-dalena, planea el asesinato de un modo novelesco. Y así como Barbara Stanwyck en Double Indemnity de Billy Wilder conversa con su amante por encima de latas de conserva en el supermercado, Jacqueline se encuentra también con uno de sus amantes en una librería “donde ambos, escondidos entre las estanterías, pueden hablar sin ser percibidos”. Pero Jacqueline no es nin-guna mujer sin escrúpulos; se acerca más a la parodia de una femme fatale en un fi lme noir. La mujer sin escrúpulos no asis-tiría tan diligente y aplicada a la academia de su mejor amiga (estamos en los años sesenta), en donde se discute acerca de Picasso y se lee la literatura universal. Jacqueline inicia una relación con uno de los profesores, quien tampoco consigue liberarla de su vida conyugal. Y la, para su suerte o desventura, siempre fracasada protagonista, fracasa también en sus intentos de “escribir una crónica de su enamoramiento y de los prime-ros años de su matrimonio”. Todo, todo lo aprendido en el taller de literatura de la academia “parece haberlo olvidado”.

El narrador puede permitirse entonces hacer mofa de los talleres literarios: él tiene la historia de Jacqueline Lobato per-fectamente bajo control. El punto crucial de su historia sigue

siendo el séptimo aniversario de bodas de su protagonista, en 1960. El momento en que rechina la tenaza como si fuera el primer sonido en el surco vacío de un viejo long play. La poten-te voz narrativa organiza el material musicalmente: adelanta, repite, vislumbra los antecedentes. Rechina la tenaza y la aguja salta desde los años cincuenta hasta principios de los ochenta. Prueba de ese salto es el rayón en ese disco, que atraviesa de principio a fi n la vida ahí narrada.

Pitol nos muestra que una vida puede ser relatada a partir del preciso momento en que es afi anza-da por la tenaza del destino. La tenaza del destino, simbolizada aquí con el re-chinido de una simple tenaza (que en la traducción ha pasado a convertirse en la tenaza de un cangrejo), puede ser una buena idea. Eso distingue al buen narra-dor. Aunque, por supuesto, también re-sulta osado hacer girar toda una vida, una y otra vez, en torno a un solo soni-do, por lo demás totalmente circunstan-cial. Pitol no narra en La vida conyugal (publicada originalmente en 1991) nin-guna historia contemporánea, pues los matrimonios hoy son totalmente dife-rentes. Quizás a eso se deba la nostálgi-ca benevolencia que se vincula, aquí y allá, con Jacqueline Lobato. Y también quizá por ello la burla, la suave parodia

de ese tiempo en que las esposas podían dedicarse a frecuentar academias privadas. La vida conyugal es, casi sin proponérselo, una novela divertida. Un narrador alegre y bromista nos revela, entre chanza y chanza, que la sociedad mexicana nunca ha esta-do a la vanguardia en lo que a emancipación se refi ere. Se burla, sí, más no pérfi damente. Simplemente no cree, él mismo, que su protagonista sea “sensible e inteligente” como se asegura en la solapa. No obstante, la encuentra simpática. La suya es una mujer débil que teme a sus hermanos porque, por su edad, siempre la llaman con apodos. Una mujer que quisiera otro

destino.

Necio es el hombre

La culpa de su desgracia la atribuye Jac-queline a su matrimonio. Sus intentos de asesinato son en realidad débiles ten-tativas emancipatorias. Ama incluso a su

marido, quien a pesar de sus pasados éxitos, a su modo, es to-davía más necio que ella, que después de cada atentado fallido lo es un poco menos. La vida conyugal, el primer volumen tra-ducido pero en realidad el último del Tríptico del Carnaval, no es el último grito de la vanguardia literaria. La vida conyugal es breve pero demuestra las extraordinarias herramientas litera-rias y el estilo de su autor. Sergio Pitol, nacido en 1933, múlti-ples veces galardonado, fungió como diplomático en Europa durante mucho tiempo. Ha traducido al español a Chéjov, Gogol, Gombrowicz, Henry James y Joseph Conrad. Es ade-más un autor que debería, y eso desde hace tiempo, ser mucho más conocido en Alemania. G

Traducción de Arturo A. Peña

Un narrador alegre y bromista nos revela, entre chanza y chanza, que la sociedad mexicana nunca ha estado a la vanguardia en lo que a emancipación se refi ere. Se burla, sí, más no pérfi damente

30 la Gaceta número 424, abril 2006

Librerías de viejoJaime García Terrés

En este mes se cumplen diez años del fallecimiento de quien fue director del Fondo entre 1983 y 1988. Queremos traerlo a la memoria no sólo por ese motivo sino porque el 23 de abril se celebra el Día Mundial del Libro: esa coincidencia nos lleva a presentar aquí su breve elogio de la librería de ocasión, texto que forma parte de El teatro de los acontecimientos, publicado por Era en 1988 y luego reunido en el volumen II de sus Obras, que forma parte de la colección Letras Mexicanas

No cesa de causarme tristeza que hayan ido disminuyendo, hasta casi desaparecer en el planeta entero, las librerías de viejo (o de lance, como antes se decía), privando a los bibliómanos del placer de las adquisiciones inesperadas, y dejando a los lectores con pocos recursos sin la posibilidad de obtener apre-ciable y barato material de lectura. Ya en los años treinta un inglés se lamentaba de las diversas iniquidades que empezaban a enturbiar el mercado de libros de segunda mano: precios desproporcionados a la calidad de la edición; esnobismo de muchos consumidores; excesivo mercantilismo en muchas operaciones… ¿Qué diría hoy al contar los miles de dólares o libras esterlinas que se pagan por insignifi cantes rarezas, sólo porque son raras? ¿O al comprobar la falta de escrúpulos con que las grandes subastadoras transnacionales saquean el patri-monio bibliográfi co de los países más necesitados?

Con gran nostalgia recuerdo mis tempranas experiencias, al iniciarse los años cuarenta, en el mundo de las librerías de viejo. Había una, a espaldas de Catedral, en la calle de Guate-mala, que contribuyó como ninguna otra a la fundación virtual de mi biblioteca. Estaba instalada en un zaguán, y se prolonga-ba en una especie de bodega interior a la cual, por señalado privilegio, se me permitía entrar siempre que me daba la gana. Su dueño, un señor de permanente sombrero y mirada fi ja por detrás de los anteojos, se llamaba don Juan Álvarez, y su endia-blado carácter no le impedía apiadarse de aquellos jóvenes es-tudiantes capaces de mostrar cierta curiosidad de buena ley respecto a su mercancía.

Más de una década seguí visitando el expendio de don Juan. Hasta que me molestó una jugada suya no muy leal. Resulta que una mañana me pasé horas en su bodeguita, hurgando en desaliñados estantes y llenándome de polvo. Eso, claro, fue lo de menos, porque las varias horas de búsqueda empeñosa redi-tuaron un puñado de menudas joyas: diez o doce libros mexi-canos del siglo diecinueve nada fáciles de conseguir en esos tiempos. Pero como el precio del lote, aunque modesto, exce-día lo que llevaba en los bolsillos, le pedí que me apartara los libros para recogerlos (y pagarlos) al día siguiente. Y allí ardió Troya. Pese a que el señor Álvarez había accedido, sin chistar, a esperarme, cuando regresé a concluir el negocio, los libros se habían esfumado, y el taimado librero ni siquiera se molestó en urdir una explicación. “Sepa Dios adónde habrán volado”, me dijo encogiéndose de hombros. Y tan tranquilo, se puso a leer

una revista. Alguien me aclaró que el hijo de don Juan, secre-tario de un juzgado vecino y mejor conocedor de libros que su padre, había llegado al expendio como todos los días después de su trabajo, y, sin atender razones, se había apoderado de los diez o doce tomos (que técnica y moralmente ya eran míos) a fi n de venderlos a óptimo precio, harto superior no sólo al convenido, sino a cuanto yo hubiera podido pagar por ellos. Tamaño desaire me hizo rabiar, y no volví a poner los pies en el feudo de los Álvarez.

Cosa que no debió de haber importado para nada ni al padre ni al hijo. Cuando lustros más tarde se me ocurrió aso-marme al zaguán, don Juan estaba sentado sobre el mostrador, con su impostergable sombrero y sus gafas de costumbre. No me reconoció, y mucho menos quiso admitirme en la bodega. El rompimiento se tornó defi nitivo.

En la Avenida Hidalgo, cerca de la Alameda Central, labo-raban otras conspicuas librerías de viejo. Había una llamada Otelo, donde se encontraban cosas apetecibles; con todo, los vendedores eran unos mercachifl es de arrogante malhumor. La de mayor interés era, sin duda, la de Andrés Zaplana, lo-

número 424, abril 2006 la Gaceta 31

cuaz, generoso comerciante que disfrutaba la charla con sus clientes sobre cualesquier aspectos de la cultura, libresca o no. Zaplana se hizo luego, transportado a distintos rumbos de la ciudad, de justo renombre en el mercado de lance. Pero en la época en que lo conocí cumplía una misión que me parecía insuperable: la de dotarnos en tiempos difíciles, a mí y a unos cuantos amigos sin plata, de libros de autores europeos con-temporáneos. Así leímos a Rilke, a Giraudoux, a Éluard, a Cocteau, y aun a tan insólitos poetas como O. W. de Lubicz Milosz; a todos en fl amantes ediciones originales de Gallimard y Grasset, que don Andrés lograba rescatar para nosotros, no sé cómo ni dónde, no obstante la penuria bibliográfi ca asestada a Francia por la guerra y la ocupación.

A un costado del ex templo de San Agustín —que por largos años alojó a la Biblioteca Nacional— descubrí una tercera li-brería de viejo, que tenía la enorme ventaja de hallarse siempre desierta. No sé por qué motivo fue a dar allí una buena parte de los libros que habían sido propiedad de José D. Frías (el “Vate Frías”, trágicamente muerto en 1436: poeta segundón, pero concienzudo viajero por Europa y gran amigo de sus me-jores prójimos). Entre ellos encontré una rarísima primera edición de Laforgue, una colección de antiguas revistas de arte, y una docena de volúmenes, nacionales y franceses, dedicados al malogrado vate por sus respectivos autores.

Mi búsqueda de libros viejos no se redujo, en su momento, al territorio patrio. Pero las limitaciones económicas con que solía viajar al extranjero me impedían, por lo general, adquirir ejemplares de signifi cación mayor. Recuerdo, sin embargo, haber recorrido en Nueva York, desde mi primera visita a Manhattan, las pequeñas librerías de la Cuarta Avenida (pro-longación desigual de Park Avenue), y en visitas posteriores haber explorado con algún provecho las estanterías bellamente desordenadas del Gotham’s Book Mart, en la parte central de la ciudad. En Los Ángeles me hice de un curioso Dickens y del William Blake de la Nonesuch Press. Pero en París, en donde viví más de un año como estudiante (becado por el gobierno francés), sólo compré, a orillas del Sena, una docena de libros rutinarios, muy a pesar de haber morado, por espacio de tres meses, entre los tesoros bibliográfi cos de la rue Bonaparte y la rue Jacob. Y es que el dinero de la beca escasamente me alcan-zaba para sobrevivir; y los parcos ahorros que llevaba los con-sumí viajando por el Mediterráneo y asomándome al Brasil antes del regreso a México.

Londres, metrópolis tradicional de los libreros anticuarios, me ha deparado en mis varias visitas muy gratas adquisi-ciones. Aun así, recuerdo con más inten-sidad los libros que he dejado escapar, siempre por razones fi nancieras, que los dichosamente obtenidos. En Dawsons of Pall Mall conquisté, a fi nes de los se-senta, el maravilloso Dictionnaire mytho-hermétique, de Dom Pernéty, en la edición original de 1758. Semejante título, uno de los más consultados por Gérard de Nerval, todavía no consigue hacerme olvidar el Petit Albert (repertorio mágico atribuido a san Alberto Magno y multicita-do por Julio Cortázar), asimismo en edición dieciochesca, que dejé ir porque los dignos libreros de Dawsons rehusaron mis cheques de viajero. ¿Y qué decir de aquellas obras completas de Joseph Conrad, y de los cinco tomos de las de Yeats (en la

temprana edición irlandesa de Coole), hoy inencontrables, que a fi nes de los cincuenta abandoné a su mejor suerte en el mos-

trador de Hatchards, en Picadilly, por faltarme en esa época las cien libras que ambos regios conjuntos me hubieran costado?

Curioso: durante los tres años que viví en Atenas, apenas si me asomé dos o tres veces a sus librerías de viejo. Quizá infl uyó en mí la noticia que me dio una noche en mi casa Giorgos Katsímbalis (mejor conocido como “El Coloso de

Maroussi”) de que había transformado la prestigiada biblioteca de su residencia en gran cueva para almacenar buenos vinos. Yo no tenía entonces un cuarto especial para alojar mis libros, y no me fue posible por tanto convertir tal espacio en enoteca. Pero la confesión del hedonista Coloso, bibliógrafo extraofi cial de la moderna literatura helénica, me enseñó acaso un orden de prioridades más humano que el dictado por las convenciones académicas. Quizá… G

Londres, metrópolis tradicional de los libreros anticuarios, me ha deparado en mis varias visitas muy gratas adquisiciones. Aun así, recuerdo con más intensidad los libros que he dejado escapar, siempre por razones fi nancieras, que los dichosamente obtenidos