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ABRAZANDO LAS BUENAS NUEVAS EN EL CORAZÓN DE LAS ENSEÑANZAS DE PABLO

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ABRAZANDO LAS BUENAS NUEVAS EN EL CORAZÓN DE

LAS EN SEÑANZAS DE PAB LO

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U n o

COSAS DE PRIMERA IMPORTANCIA

Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en

todas las naciones, comenzando desde Jerusalén.

—Lucas 24.46, 47

El apóstol Pablo tenía un don extraordinario para dar luz al mensaje del evangelio con solo unas pocas palabras claras y bien elegidas. Sus

epístolas están llenas de resúmenes del evangelio, de un versículo y brillan-tes. Cada uno de estos textos clave es diferente a los otros y cada uno tiene un énfasis distintivo que destaca algún aspecto esencial de las Buenas Nue-vas. Cualquiera de ellos es capaz de destacar por sí solo como una potente declaración de verdad del evangelio. O poniéndonos todos juntos, tiene usted el marco para una comprensión global de la doctrina bíblica de la salvación.

Ese es el enfoque que adoptaré en este libro. Utilizando algunos de los principales textos evangelísticos de las epístolas de Pablo del Nuevo Testamen-to, examinaremos el evangelio tal como Pablo lo proclamó. Consideraremos varias preguntas importantes, entre las que se incluyen: ¿Qué es el evangelio? ¿Cuáles son los elementos esenciales del mensaje? ¿Cómo podemos estar seguros de entenderlo correctamente? ¿Cómo deberían los cristianos proclamar las Buenas Nuevas al mundo?

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NINGÚN OTRO EVA NGELIO

Pablo mismo podría haber comenzado un estudio de este tema declarando categóricamente que hay un solo evangelio verdadero. Cualquiera que sugiera que Pablo introdujo una versión alterada o adornada del mensaje apostólico tendría que contradecir cada punto que Pablo estableció acerca de la singula-ridad del verdadero evangelio. Aunque él expuso el evangelio de manera mucho más detallada y meticulosa que ningún otro escritor del Nuevo Testa-mento, nada de lo que Pablo predicó o escribió fue en ningún aspecto un ale-jamiento de lo que Cristo o sus apóstoles habían estado enseñando desde el principio. El evangelio de Pablo era exactamente el mismo mensaje que Cristo proclamó y encargó a los Doce que llevaran a todo el mundo. Hay un solo evangelio y es el mismo para judíos y gentiles por igual.

Fueron los falsos maestros, y no Pablo, quienes afirmaban que Dios les había designado para pulir o reescribir el evangelio. Pablo repudió claramente la idea de que el mensaje que Cristo envió a predicar a sus discípulos estaba sujeto a revisión (2 Corintios 11). Lejos de representarse a sí mismo como algún tipo de superapóstol enviado a corregir a los demás, Pablo escribió: «Por-que yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios» (1 Corintios 15.9).

Sin duda alguna, un factor importante que apartaba a Pablo de los otros era la abundancia de gracia divina que le había transformado de lo que él era antes (un feroz perseguidor de la iglesia) al hombre que conocemos por la Escritura (un apóstol de Cristo a los gentiles). El inmenso ámbito de la miseri-cordia mostrada a Pablo nunca dejó de sorprenderle. Su respuesta, por tanto, fue trabajar con mucha más diligencia por la difusión del evangelio y el honor de Cristo a fin de aprovechar al máximo su llamado. Él escribió: «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios con-migo. Porque o sea yo [Pablo] o sean ellos [el resto de los apóstoles], así predica-mos, y así habéis creído» (1 Corintios 15.10, 11). Observemos que él afirma expresamente que todos los apóstoles predicaban el mismo evangelio.

Sin embargo, hay una parte pequeña pero expresiva en la iglesia visi-ble en la actualidad que niega que el evangelio de Pablo fuera el mismo mensaje que proclamó Pedro en Pentecostés. Denominándose a sí mismos

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«dispensacionalistas paulinos», enseñan que hay al menos tres mensajes del evangelio distintivos dados en el Nuevo Testamento, cada uno de ellos aplica-ble estrechamente a una dispensación diferente o a un grupo étnico concreto. Dicen que «el evangelio del reino» de Jesús (Mateo 9.35; 24.14) era un llamado al discipulado, juntamente con el anuncio y la oferta de un reino terrenal; cuando fue rechazado por la mayoría de aquellos que lo oyeron, se retiró la oferta y «el evangelio del reino» fue puesto a un lado.

Después está, dicen ellos, «el evangelio de la circuncisión» de Pedro (Gálatas 2.7) pertenecía únicamente a la nación judía. Era un llamado al arre-pentimiento (Hechos 2.38; 3.19) y una citación a rendirse al señorío de Cristo (2.36). Este era el mensaje predicado por los apóstoles mientras la iglesia era predominantemente judía.

Pero, con la introducción de gentiles en la iglesia en Hechos 10, ellos afirman que Pablo introdujo un nuevo «evangelio de la incircuncisión» (Gálatas 2.7, 9). Ellos dicen que este mensaje paulino ha sustituido a esos dos evangelios anteriores; lo enseñan como un mensaje distintivo que no puede ser armonizado y no debe ser confundido con el evangelio según Jesús o el evange-lio según Pedro. Además, insisten en que el evangelio de Pablo es el único evan-gelio que tiene una relevancia inmediata para la dispensación presente. En efecto, importantes partes del Nuevo Testamento, incluidos todos los sermones princi-pales y discursos de Jesús, son relegadas a un lugar de menor importancia.

La mayoría de quienes sostienen estas perspectivas insisten también en que es equivocado hablar del señorío de Cristo en relación con el evangelio. La propia enseñanza de nuestro Señor sobre el costo del discipulado y el llamado de Pedro al arrepentimiento en Pentecostés son dejados a un lado por conside-rarlos irrelevantes para la dispensación presente. Cada uno de los temas que da a entender la autoridad de Cristo se considera una adición artificial al mensaje del evangelio, porque cualquier recordatorio de que Cristo merece nuestra obediencia supuestamente contamina la gracia con la implicación de obras.

Tal sistema desafía la Gran Comisión de Jesús: «Haced discípulos a todas las naciones [...] enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28.19, 20).

Pablo mismo habría sido un feroz oponente del «dispensacionalismo pau-lino». Él denunció vigorosamente la idea de múltiples evangelios; se esforzó para defender su estatus apostólico documentando su perfecto acuerdo con el

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resto de los apóstoles; dijo que aprendió el evangelio directamente de Cristo mismo, al igual que los demás; y subrayó la verdad de que el cristianismo auténtico tiene solamente «un Señor, una fe, un bautismo» (Efesios 4.5).

Como Pablo no era miembro del grupo apostólico original, y como su ministerio raras veces se cruzó directamente con el de ellos, su total acuerdo con ellos puede que no hubiera sido obvio desde el primer momento para todos. Además, en una ocasión, Pablo había estado en desacuerdo pública-mente con Pedro (Gálatas 2.11–21). Ese desacuerdo no fue debido a ningún punto doctrinal, sino que tuvo que ver con la conducta potencialmente diviso-ria de Pedro respecto a algunos hermanos gentiles cuando Pedro estaba en presencia de algunos falsos maestros legalistas.

Pero un vistazo cuidadoso a los relatos bíblicos revelan que Pablo nunca dispuso ni su mensaje ni a sí mismo contra la predicación de los demás apóstoles. Incluso la expresión «mi evangelio» (Romanos 2.16; 16.25; 2 Timoteo 2.8) no fue una afirmación de propiedad o ascendencia exclusiva respecto a los demás. La expresión simplemente indica la profunda devoción personal de Pablo al mensaje que Cristo le había encomendado misericordio-samente que proclamara. Los apóstoles estaban todos en total acuerdo en lo tocante al contenido del evangelio y Pablo estaba preparado para demostrarlo. Él lo hace en Gálatas 1—2.

UN A BIOGR A FÍ A A BR EV I A DA DE PA BLO

En el proceso de documentar la prueba de su acuerdo con los demás, Pablo, quien normalmente evitaba hablar de sí mismo o de sus «visiones y revelacio-nes del Señor» (2 Corintios 12.1), nos da un raro trocito de biografía personal. Él fue el último de los apóstoles en convertirse y ser formalmente encomen-dado, «como a un abortivo» (1 Corintios 15.8). Humanamente hablando, él era probablemente la persona con menos posibilidades del universo para encontrar acuerdo y aceptación de los demás apóstoles. Bien conocido y temi-do por toda la iglesia primitiva como «Saulo de Tarso», entra en las páginas de las Escrituras como el perseguidor más temido y despiadado de los cristianos, «respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» (Hechos 9.1). Entonces Cristo lo detuvo en seco un día en el camino de

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Damasco, transformando al instante su corazón y cambiando drásticamente todo el curso de su vida (vv. 3–19). En Filipenses 3, Pablo mismo describe cómo su conversión remodeló por completo toda su cosmovisión y religión. (Examinaremos ese pasaje en el epílogo de este libro).

Dada la reputación que Pablo había adquirido como brutal inquisidor, obviamente hubiera sido muy doloroso para él ir de inmediato a Jerusalén para intentar reunirse con los principales apóstoles. Así que en cambio, poco des-pués de su conversión, fue al desierto para pasar un tiempo en aislamiento. En Gálatas 1.17, él dice «fui a Arabia». Eso es, sin lugar a dudas, una referencia al desierto de Nabatea Arabia, una región prácticamente desolada que cubre la península del Sinaí (un área conocida hoy como el Néguev). Regresó de allí a Damasco y comenzó su ministerio público antes ni siquiera de consultar (ni encontrarse personalmente) con ninguno de los Doce originales.

En la primera década y media del ministerio de Pablo, parece que el único con quien se reunió de los Doce fue Pedro, y eso ocurrió cuando Pablo final-mente regresó a Jerusalén, esta vez como cristiano. Por ese entonces, Pablo llevaba siendo cristiano al menos tres años. Se quedó con Pedro algo más de dos semanas (Gálatas 1.18). Quizá aún estaba intentando pasar de incógnito durante esa visita, porque el otro único líder de una iglesia al que vio Pablo fue «Jacobo, el hermano del Señor» (v. 19).

La idea que Pablo tanto quería plasmar cuando escribió esos destalles fue que él no aprendió lo que sabía del evangelio de ninguno de los otros apóstoles, sino que lo recibió directamente de Cristo mediante una revelación especial. «Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revela-ción de Jesucristo» (Gálatas 1.11, 12).

Catorce años después de ese primer encuentro con Pedro, Pablo regresó a Jerusalén nuevamente (Gálatas 2.1). Esta fue probablemente la misma visita que se describe en Hechos 15. Los falsos maestros se habían extendido desde Jerusalén, «algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos» (Hechos 15.1). Como su enseñanza confundía y dividía a las iglesias predominantemente gentiles que Pablo había plantado, pareció urgentemente necesario para los apóstoles juntarse para dar una respuesta a los falsos maestros y anunciar de manera clara y pública el total acuerdo de los apóstoles respecto al único

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evangelio verdadero. De eso se trató el primer concilio de la iglesia que se describe en Hechos 15.

Durante esta visita, uno de los primeros puntos de la agenda de Pablo era reunirse en privado con los principales apóstoles para verificar entre ellos mis-mos que todos estuvieran de acuerdo respecto al contenido del evangelio. Este fue evidentemente el primer encuentro cara a cara de Pablo con el apóstol Juan (Gálatas 2.9).

Lejos de necesitar resolver algún desacuerdo respecto al evangelio o ajustar su predicación en cuanto a algún cambio dispensacional, todos los apóstoles estuvieron en total acuerdo. Pablo describe la escena de una forma que deja clara su profunda indiferencia hacia el prestigio personal, los títulos eclesiásti-cos u otros logros de estatura humana. Igualmente importante es el hecho de que no afirma en modo alguno indicios de superioridad respecto a los demás. No muestra sus credenciales académicas, ni cita las extraordinarias «visiones y revelaciones del Señor» que le habían sido dadas, como un profundo entendi-miento del mensaje del evangelio (2 Corintios 12.1). No existe intención alguna de intimidar a los demás ni con sofisticación ni con santurronería. Él escribe:

Pero de los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro

tiempo nada me importa; Dios no hace acepción de personas, a mí, pues, los

de reputación nada nuevo me comunicaron. Antes por el contrario, como

vieron que me había sido encomendado el evangelio de la incircuncisión,

como a Pedro el de la circuncisión (pues el que actuó en Pedro para el apos-

tolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles), y reco-

nociendo la gracia que me había sido dada, Jacobo, Cefas y Juan, que eran

considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra en señal

de compañerismo, para que nosotros fuésemos a los gentiles, y ellos a la cir-

cuncisión. Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo

cual también procuré con diligencia hacer. (Gálatas 2.6–10)

Cuando Pablo dice que los líderes de la iglesia en Jerusalén «nada nuevo me comunicaron», se refiere a que no le dieron información nueva respecto a la verdad del evangelio. Ellos no intentaron en modo alguno revisar lo que él estaba predicando o matizarlo de otro modo. Vieron enseguida que a Pablo le había enseñado el mismo Maestro que les entrenó a ellos.

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Este no habría sido el caso si Pablo hubiera estado predicando un mensaje distinto. Como Pablo mismo deja claro en ese primer capítulo de Gálatas, él mismo no lo habría tolerado ni por un instante si hubiera descubierto que los demás apóstoles (o un ángel del cielo, si fuera el caso) estaban predicando un evangelio distinto a la verdad que él había aprendido de Cristo. Del mismo modo, Pedro, Jacobo y Juan no habrían recibido a Pablo con tanta disposición si hubieran pensado que él estaba predicando algo distinto a lo que ellos habían aprendido de Cristo.

Así, cuando Pablo habla del «evangelio de la incircuncisión» y «el evange-lio de la circuncisión» en el versículo 7 del texto citado arriba, queda muy claro por el contexto que se está refiriendo a dos audiencias distintas, no a dos evan-gelios distintos. En otras palabras, lo que diferenció al ministerio de Pablo del de Pedro fue solamente la etnia de la gente en la que ellos enfocaron sus res-pectivos ministerios y no el contenido de lo que predicaban.

Entonces Pablo continúa narrando la razón por la que él y Pedro habían tenido su famoso desacuerdo. No fue un desacuerdo respecto a la sustancia del mensaje del evangelio. El problema fue más bien que Pedro «no andaba recta-mente conforme a la verdad del evangelio» (Gálatas 2.14). Estaba siendo hipó-crita, negando de forma no intencionada mediante su conducta lo que había proclamado con su propia voz.

El punto de Pablo al narrar este incidente no es avergonzar o hacer de menos a Pedro, sino defender la integridad del evangelio. La solidez del evan-gelio es infinitamente más importante que la dignidad y el prestigio incluso de los apóstoles más eminentes, incluido Pablo mismo. La importancia de enten-der bien el evangelio supera incluso al honor del más alto ángel. Esta era cohe-rentemente la posición de Pablo: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gálatas 1.8).

Pedro admitió implícitamente que merecía la reprensión de Pablo. En su segunda epístola se refirió a Pablo como «amado hermano Pablo». Reconoció la «sabiduría que le ha sido dada [a Pablo]». Ciertamente, citó los escritos de Pablo como «Escrituras». Y amonestó a sus lectores a que prestaran especial atención a los escritos de Pablo y tuvieran cuidado de cómo manejaban las cosas «difíciles de entender» en los escritos de Pablo, para que no torcieran la Palabra de Dios para su propia destrucción (2 Pedro 3.15, 16).

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A SUNTOS DE PRIMER A IMPORTA NCI A

Pablo mismo podría haber dicho que la forma más segura de torcer las Escrituras para nuestra propia destrucción es alterando el evangelio, o incluso tolerando de manera pasiva a quienes predican un evangelio modi-ficado. Él advirtió de manera rigurosa a los lectores que tuvieran cuidado «si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado» (2 Corintios 11.4). Dijo que los evangelios alternativos están arraigados en el mismo tipo de engaño que usó la serpiente para enga-ñar a Eva (v. 3).

Así que este tema resuena a lo largo de las epístolas inspiradas de Pablo: hay un solo evangelio.

Ese hecho se volverá incluso más claro según examinemos los princi-pales textos del evangelio en las epístolas de Pablo. Las verdades que él defiende están todas arraigadas en la enseñanza de Cristo y todas ellas resuenan en la predicación de la iglesia primitiva. Cada página del Nuevo Testamento concuerda perfectamente. Desde las Bienaventuranzas de Jesús hasta el libro de Apocalipsis, el mensaje es coherente. Reconoce la desesperanza de la depravación humana, pero señala a Cristo como el úni-co remedio para ese dilema. Comenzando con los datos históricos de su muerte y resurrección, proclama salvación mediante la gracia divina (y no mediante las propias obras del pecador); el perdón completo y gratuito de los pecados; la provisión de la justificación por fe; el principio de la justicia imputada; y la posición eternamente segura del creyente ante Dios. Esas verdades constituyen todas ellas el corazón del evangelio. Son asuntos «de primera importancia» (véase 1 Corintios 15.3) y el papel concreto de Pablo fue destacar y explicar todas estas facetas del evangelio con la mayor clari-dad y precisión.

«EL EVA NGELIO QUE OS HE PR EDIC A DO»

Para cualquiera que esté familiarizado con los escritos de Pablo, uno de los primeros textos que vendrá a su mente como un resumen breve del evangelio

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es 1 Corintios 15.1–5. Pablo mismo identifica este pasaje como un compendio de verdades esenciales del evangelio:

Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual tam-

bién recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si rete-

néis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque

primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por

nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resu-

citó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después

a los doce.

El versículo 3 se traduciría mejor como: «Les resumí los principales asun-tos». Ese es el verdadero sentido de lo que les está diciendo. Varias traducciones dan a entender que los asuntos que Pablo recibió los enseñó como asuntos de primera importancia. Lo que Pablo claramente tiene en su mente aquí son los elementos del evangelio que aparecen primero en orden de importancia. Con-tinúa dando un bosquejo abreviado de datos históricos en orden cronológico. Nombra cuatro eventos que constituyen los eventos climáticos clave de toda la narrativa del evangelio: la crucifixión, la sepultura, la resurrección y las subsi-guientes apariciones del Cristo resucitado.

Esto es importante por varias razones. En primer lugar, es un recordatorio de que el evangelio está cimentado en la historia real. La fe cristiana no es una teoría o especulación. No es algo místico, como si estuviera basada en el sueño o la imaginación de alguien. No es una filosofía abstracta, ni una cosmovisión idealista; y mucho menos es meramente una lista de doctrinas estériles que han sido relegadas a una declaración de fe formal. El evangelio de Jesucristo es la verdad divinamente revelada y establecida en el cumplimiento meticulosa-mente histórico de varias profecías del Antiguo Testamento, documentado por montones de evidencia irrefutable, confirmado por una serie de eventos públi-cos que ningún simple mortal podría haber orquestado y corroborado por una gran abundancia de testimonios de testigos oculares.

Por otro lado, al enumerar datos históricos como asuntos de primera importancia, Pablo no está menospreciando en sentido alguno, ni minimizan-do, el contenido doctrinal del mensaje del evangelio. Tampoco está sugiriendo que la fe cristiana descansa meramente sobre datos históricos y testimonios de

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testigos oculares. Dos veces en este corto pasaje, Pablo nos recuerda que esos eventos ocurrieron «conforme a las Escrituras». Ese, por supuesto, es el verda-dero terreno y cimiento de la fe salvífica. «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10.17). No es «fe» tan solo creer que esos eventos ocurrieron. La verdadera fe salvífica también conlleva el significado bíblico del pecado, la gracia divina y otros elementos de verdad del evangelio, las doctrinas que explican por qué los datos históricos son tan importantes.

Sin duda, embutido en la simple declaración «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» está todo lo que las Escrituras enseñan sobre la paga del pecado, el principio de la expiación sustitutoria y la perfec-ción sin pecado que permitió que Cristo fuera «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1.29). En otras palabras, lo que Pablo dice aquí en muy pocas palabras tiene importantes implicaciones para la hamartología (la doctrina del pecado), la soteriología (la doctrina de la salvación) y la Cristología (las doctrinas de la persona y obra de Cristo). Por tanto, su breve lista de datos históricos en 1 Corintios 15.3–8 está cargada de implicaciones doctrinales de largo alcance.

EL PROBLEM A EN CORINTO

El contexto es crucial. Pablo escribió este capítulo para lidiar con un error doctrinal, no con una disputa de hechos de la historia. Los corintios ya creían en la muerte y la resurrección de Cristo. Lo que ellos cuestionaban era la futura resurrección corporal de los creyentes que morían, así que Pablo estaba escri-biendo para defender ese punto doctrinal, y lo hace bosquejando el mensaje del evangelio con una lista de eventos históricos que nadie en la asamblea de creyentes corintios podría haber cuestionado jamás. «Así predicamos, y así habéis creído», dice él en 1 Corintios 15.11.

Su repaso de los hechos del evangelio comúnmente creídos en los versícu-los 1–5 fue, por tanto, un mero preludio antes de dar el punto central del capítulo. Pablo esboza su punto principal claramente en los versículos 16, 17: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados». Contrariamente, si Cristo resucitó de los muertos, entonces no hay razón para ser escéptico en

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cuanto a la futura resurrección corporal de los santos. «Pero si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?» (v. 12). Todo el capítulo 15 es una exposición de ese sencillo argumento.

Lo que nos interesa aquí, no obstante, es el breve bosquejo del evangelio que Pablo da en los versículos 3–5. Cita cuatro eventos de la historia para construir un firme marco a modo de esqueleto para la pesada sustancia doc-trinal y la importancia espiritual del mensaje del evangelio. Como he mencio-nado, al nombrar estos cuatro hechos históricos en lugar de abordar la doctrina, Pablo no está sugiriendo que el contenido doctrinal del evangelio sea irrelevante o intrascendente. Pablo nunca hubiera caído en esa clase de reduccionismo. (Todo el libro de Gálatas demuestra la fuerza con la que él creía en la solidez doctrinal, especialmente en el asunto de la predicación del evangelio). Aquí meramente está resumiendo y bosquejando, y no truncando, el mensaje. Al usar repetidamente la frase «según las Escrituras», deja claro que un entendimiento correcto y una verdadera creencia en estos cuatro even-tos necesariamente conllevan una visión adecuada de las implicaciones doc-trinales del evangelio.

Además, nada de esto habría sido nuevo para los corintios. Pablo fundó la iglesia y la pastoreó durante más de dieciocho meses antes de que su ministerio lo llevara a otro lugar (Hechos 18.11, 18). Los corintios habían recibido ense-ñanza suficiente de Pablo, así que ya conocían bastante bien las cruciales implicaciones doctrinales de la declaración: «Cristo murió por nuestros peca-dos, conforme a las Escrituras». Ese, claro está, es el primer punto del bosquejo que realiza Pablo.

EXPI ACIÓN

Pablo quiere subrayar no meramente el hecho histórico de que Cristo murió. Es mucho más específico: «Cristo murió por nuestros pecados». Es el lenguaje de la expiación. La frase de Pablo se hace eco precisamente de lo que escribió el apóstol Juan en 1 Juan 2.2: «[Jesús] es la propiciación por nuestros pecados». Esa palabra propiciación habla de un apaciguamiento. Específicamente, signi-fica la satisfacción de la justicia divina. O para decir lo mismo de otra forma,

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una «propiciación» es un sacrificio u ofrenda que aplaca la ira de Dios contra los pecadores.

A muchas personas les resulta repelente este concepto. Ciertamente desa-fía la idea popular de un dios amable que siempre es benigno e indulgente respecto al pecado. Es una doctrina que tiende a exasperar a cualquiera que se haya empapado demasiado de una religión modernista y liberal (la cual inclui-ría, quizá, a una gran mayoría de cristianos profesos de nuestro mundo en la actualidad). En años recientes, unos cuantos escritores y maestros reconocidos en la periferia evangélica han rechazado de forma enfática la afirmación bíbli-ca de que la muerte del propio Hijo de Dios en la cruz fue una propiciación, etiquetando la idea de «abuso infantil cósmico». La teología liberal simplemen-te no puede tolerar la enseñanza bíblica de que Dios «envió a su Hijo en pro-piciación por nuestros pecados» (1 Juan 4.10). Sin duda, este es prácticamente el punto crucial de la religión liberal: subraya el amor de Dios hasta la exclu-sión de su justicia y su ira contra el pecado. Los liberales, por tanto, común-mente adoptan la posición de que la muerte de Cristo en la cruz fue tan solo un noble acto de martirio ejemplar.

Pero el punto de Pablo en 1 Corintios 15.3 no es que Cristo murió debi-do a nuestros pecados. Pablo no está sugiriendo que la muerte de Cristo tuviera alguna conexión vaga, mística y etérea con la caída humana, como si muriera meramente porque gente malvada en un ataque de locura le hizo ser un mártir. El punto es que Jesús de manera voluntaria «murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras». Él es el cumplimiento de todo lo que ilustraba el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento. Él es la respuesta al enigma de cómo un Dios verdaderamente justo puede perdonar la injusti-cia de pecadores impíos. Un correcto entendimiento de la muerte de Cristo, su verdadera importancia y total significado, se puede ver claramente tan solo bajo esa luz.

«La paga del pecado es muerte» y «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Romanos 6.23; Hebreos 9.22). Este principio se establecía clara-mente y se ilustraba detalladamente en el espectáculo diario de los sacrificios del Antiguo Testamento. En Levítico 17.11 el Señor les dijo a los israelitas: «Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expia-ción de la persona».

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Así que los sacrificios de animales ilustraban gráficamente varias verdades vitales: la abundante pecaminosidad del pecado, la inflexibilidad del juicio bajo la ley, el costo incomprensiblemente alto de la expiación y la justicia y la misericordia de Dios.

Y la sangre no era un elemento fortuito. Los sacrificios provocaban una inundación de sangre, un recordatorio intencionalmente impactante y apa-bullador de la paga del pecado. Era imposible no entender el punto. Hebreos 9.18–22 destaca que prácticamente todo en el templo estaba salpica-do de sangre, incluidas las personas que iban a ofrecer sacrificios. La sangre servía así como un emblema necesario de santificación, mostrando el alto cos-to de la expiación y limpieza de todo y de todos los afectados por el pecado.

Pero quedaba claro que la sangre animal no tenía un valor expiatorio real o duradero. «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados» (Hebreos 10.4). Los sacrificios de sangre se ofrecían dia-riamente (Éxodo 29.38–42). Incontables corderos pascuales se sacrificaban también anualmente cada primavera. Toros y machos cabríos eran sacrifica-dos en Yom Kippur, el día de la Expiación, cada otoño. El trabajo en el templo no se terminaba nunca. Levitas, músicos y guardas trabajaban «día y noche» (1 Crónicas 9.33), y los sacerdotes en el Antiguo Testamento literalmente nunca se sentaban en su trabajo; no había sillas entre el mobiliario del templo. «Y ciertamente todo sacerdote está de pie, día tras día, ministrando y ofre-ciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados» (Hebreos 10.11, lbla).

Para cualquiera que considerase el sacerdocio y el sistema de sacrificios con detenimiento, estaba claro que todos los sacrificios y ceremonias no apor-taban una expiación total y completa por el pecado. Eran simbólicos. ¿Cómo, a fin de cuentas, podría una mera sangre de animales aplacar la justicia divina que demanda la muerte de un pecador? Había una razón por la que los anima-les tenían que ser sacrificados repetidamente, todos los días, indefinidamente. Apuntaba a la verdad de que la sangre de un animal común no es un verdadero sustituto para una vida humana culpable.

Así que los santos del Antiguo Testamento se quedaban con un desconcer-tante misterio: si los sacrificios animales no conseguían ser una expiación ver-dadera y final, ¿qué otra cosa podría causar que Dios fuera propicio a los pecadores? A fin de cuentas, Dios mismo dijo: «Yo no justificaré al impío», y

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cualquiera que justifique al impío es una abominación para Él (Éxodo 23.7; Proverbios 17.15). Por tanto, ¿cómo podría Dios justificar de algún modo al impío sin comprometer su propia justicia?

La respuesta es que Cristo murió voluntariamente en lugar de aquellos a quienes salva. Él es su sustituto y, a diferencia de esos sacrificios animales, Él es la propiciación perfecta. Finalmente, aquí había un sacrificio perfecto. En palabras de Pedro: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los peca-dos, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3.18). Pablo coin-cidió: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5.21).

Examinaremos este texto de 2 Corintios 5 exhaustivamente en otro capí-tulo posterior, pero el punto aquí (afirmado por Pedro y por Pablo) es que Cristo ocupó el lugar de los pecadores en la cruz. Murió como su representan-te. Absorbió la ira de Dios contra el pecado en lugar de ellos. Tomó el castigo que todos merecíamos. Todo eso es esencial para la idea de Pablo cuando dice: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Este es el principio de la sustitución penal y es vital para un correcto entendimiento del evangelio. Cristo llevó la paga de nuestros pecados. Así es como «Cristo murió por nuestros pecados».

SEPULT UR A

Quizá le sorprenda ver la sepultura de Cristo en una lista tan corta de lo esen-cial del evangelio. El antiguo Credo de los Apóstoles también lo incluye. Ese credo familiar, una de las declaraciones de fe extra bíblicas más antiguas, per-durables e importantes, incluye una confesión formal de que Cristo «fue cru-cificado, murió y fue sepultado».

Pero el entierro de Cristo es un punto que no encontrará necesariamente en intentos evangélicos más recientes de resumir las verdades esenciales del evangelio. Eso se debe principalmente a que este no es un punto que incluso los más firmes escépticos normalmente desafíen directamente. Incluso los ene-migos más antiguos del cristianismo no intentaron argumentar que el cuerpo de Cristo nunca fue colocado en el sepulcro. Es un hecho simple de la historia afirmado por todos los que estuvieron involucrados en el sepelio. Eso incluye

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a líderes judíos, oficiales romanos, soldados, los discípulos de Cristo y las dos Marías que ayudaron a preparar el cuerpo para el entierro.

Entonces ¿por qué lo enumera Pablo aquí? De forma muy simple, aporta una prueba innegable de que Cristo realmente murió. La cruz no fue una pretensión. Jesús no siguió viviendo y se apartó secretamente a algún lugar secreto y recuperó de nuevo la salud. La historia de la crucifixión de Cristo no es una fábula astutamente ideada o una mera historia con una moraleja instructiva. Cristo en verdad murió y todos los que fueron testigos de su muerte (tanto amigos como enemigos) afirmaron este hecho. No hay ningún testigo ocular de la crucifixión que sugiriese jamás que Él sobrevivió a ese sufrimiento.

Los soldados que clavaron a Jesús a la cruz estaban bajo la orden directa de Poncio Pilato. Tenían una posesión legal del cuerpo de Cristo mientras estaba en la cruz. Eran ejecutores profesionales, y supervisar la crucifixión era parte de su trabajo oficial. Tenían todas las destrezas necesarias para determinar con una clara precisión si las víctimas estaban totalmente muertas o no. Ellos no habrían permitido que el cuerpo fuera retirado de la cruz o entregado para enterrarlo si hubiera habido alguna duda de si habían terminado el trabajo que les habían encomendado hacer.

Marcos 15.34–37 dice que era como «la hora novena» (3:00 de la tarde) cuando Jesús «dando una gran voz expiró». Mateo 27.50 dice que en ese preci-so instante «Jesús [...] entregó el espíritu». Juan 19.30 dice: «Dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu».

Poco después esa misma tarde, Pilato ordenó que se acelerasen las ejecu-ciones de la tarde «a fin de que los cuerpos no quedasen en la cruz en el día de reposo» (Juan 19.31). (El método usado para acelerar la crucifixión era espan-toso: rompían las piernas de las víctimas, haciendo imposible que el criminal condenado pudiera empujar su cuerpo hacia arriba, a fin de aliviar la compre-sión sobre el diafragma para poder respirar. Al romper las piernas causaban que la víctima muriese rápidamente por asfixia). Pero, cuando los soldados se acercaron al cuerpo de Jesús, «le vieron ya muerto» (v. 33), lo cual sugiere que en ese momento ya llevaba muerto lo suficiente como para que los síntomas de la muerte fueran visibles. Esto incluía hipóstasis (la acumulación de sangre, haciendo que algunas partes de la piel tengan la apariencia de enormes more-tones y haciendo que el resto de la piel adopte un color pálido o sin vida), rigor

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mortis (que comienza tres horas después de la muerte) y opacidad y decolora-ción de los ojos.

Mateo 27.57 dice que la noche ya había llegado cuando José de Arimatea se acercó a Pilato para pedirle el cuerpo. Cuando Jesús fue retirado de la cruz, su cuerpo ya debía de estar frío y muy rígido. No había duda en la mente de nadie sobre su muerte.

Mateo da la descripción más completa del entierro de Jesús:

Y tomando José el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia, y lo puso en su

sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una

gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue. Y estaban allí María Magdalena,

y la otra María, sentadas delante del sepulcro.

Al día siguiente, que es después de la preparación, se reunieron los prin-

cipales sacerdotes y los fariseos ante Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos

que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.

Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que ven-

gan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre

los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.

Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.

Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y ponien-

do la guardia. (Mateo 27.59–66)

El «sello» habría sido una marca oficial con el propio emblema de Pilato, similar al sello de cera usado para cerrar e identificar un documento legal for-mal. Dicho sello solo lo podía romper la autoridad del gobernante o cuerpo administrativo que ordenó el sello. La «guardia» era un destacamento de sol-dados romanos que respondían ante Pilato. Eran fuerzas especiales de élite, no rechazados del ejército. No eran de los que eludían su tarea o se dormían en el trabajo. Eso les costaría la vida.

Pero eran susceptibles al soborno si el precio era justo. Y, cuando encon-traron la tumba vacía la mañana de la resurrección, los guardias y oficiales judíos estaban desesperados por intentar encubrir lo que había ocurrido:

Y reunidos con los ancianos, y habido consejo, dieron mucho dinero a los

soldados, diciendo: Decid vosotros: Sus discípulos vinieron de noche, y lo

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hurtaron, estando nosotros dormidos. Y si esto lo oyere el gobernador, noso-

tros le persuadiremos, y os pondremos a salvo. Y ellos, tomando el dinero,

hicieron como se les había instruido. (Mateo 28.12–15)

Si hubiera existido la más remota posibilidad de haber podido convencer al público de que Jesús realmente nunca había muerto, los sacerdotes y los soldados sin duda alguna habrían usado esa historia en lugar de decirle a uno que pusiera su propia subsistencia en peligro.

Así que el entierro de Jesús es una parte vital de la narración del evangelio, principalmente porque sirve como otro recordatorio de que el evangelio está arraigado en la historia, no en la mitología, la imaginación humana o la alego-ría. Las Buenas Nuevas no son una leyenda sujeta a interpretación, ni una cosmovisión elástica que se pueda reconciliar con la filosofía corintia, el escep-ticismo académico o las preferencias posmodernas. El sacrificio que rindió Cristo por los pecados fue un acontecimiento real, visto por innumerables testigos oculares, verificado por los oficiales romanos y sellado por Pilato mis-mo con el entierro del cuerpo de nuestro Señor.

R ESUR R ECCIÓN

Por supuesto, el entierro de Cristo no supuso en modo alguno el final de la historia. El pináculo de todos estos eventos y la verdad gloriosa que hace que el evangelio de Jesucristo sea buenas nuevas es «que resucitó al tercer día, con-forme a las Escrituras» (1 Corintios 15.4). En palabras del ángel en el sepulcro vacío: «Ha resucitado, como dijo» (Mateo 28.6).

Recordemos el contexto de nuestro pasaje. La primera preocupación de Pablo en 1 Corintios 15 es la doctrina de la resurrección corporal. Este es con mucha diferencia el capítulo más largo de las epístolas del Nuevo Testamento (y 1 Corintios es la más larga de todas las epístolas). Su importancia es propor-cional a su longitud. De todas las verdades que afirman los cristianos, ninguna es más esencial para nuestra fe que una creencia en la resurrección literal y corporal. Eso empieza, por supuesto, con la resurrección literal del cuerpo físico de Cristo y (como argumenta Pablo meticulosamente en este largo capí-tulo) se extiende hasta la resurrección literal de nuestros propios cuerpos. Sin

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ese artículo de fe, dice Pablo, todo lo demás acerca del cristianismo se disuelve para convertirse en irrelevancia: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dig-nos de conmiseración de todos los hombres» (vv. 17–19).

Lo que sigue inmediatamente es una confesión triunfante: «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos» (v. 20). La resurrección es el sello de apro-bación de Dios de la obra expiatoria de Cristo. En la cruz, justo antes de incli-nar su cabeza y entregar su espíritu, Jesús dijo: «Consumado es». En la resurrección, Dios Padre añadió su amén. En Romanos 1.4 Pablo escribió que Cristo «fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos». Pablo igualmente les dijo a los intelec-tuales de Atenas: «[Dios] ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levan-tado de los muertos» (Hechos 17.31). En otras palabras, la resurrección de Cristo es la prueba definitiva de la verdad del evangelio.

La resurrección de Cristo es el punto central sobre el que giran todas las verdades bíblicas. Representa la culminación y el triunfo de cada expectativa justa que la precedió, comenzando desde Job 19.25–27 («Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro»). Es la base de la inconmovible fe de los apóstoles y el punto central del mensaje que proclamaron. Es la garantía viva de todas las promesas divinas des-de el comienzo hasta el fin de las Escrituras. Todos los demás milagros descritos en las Escrituras, incluida la creación, decaen en importancia al compararlos.

Aunque los cuatro Evangelios dan testimonio de que Cristo había antici-pado repetidamente su propia resurrección (Mateo 20.19; Marcos 8.31; Lucas 9.22; Juan 2.19–21; 10.18), los discípulos no estaban predispuestos a creerlo. Se sorprendieron en gran manera, incluso rayaron en el escepticismo, cuando descubrieron la tumba vacía. Tomás fue enfático: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré» (Juan 20.25). Pero, después de sus múltiples apariciones, a menudo en presencia de múltiples testigos oculares, se convencieron firmemente de la verdad de la resurrección de tal forma que ningún argumento, ninguna amenaza, ninguna forma de tortura podía

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silenciarlos. Todos ellos al final entregaron sus vidas en vez de negar la resu-rrección. A fin de cuentas, le habían visto, tocado, habían comido con Él y habían tenido comunión con Él después de la resurrección. Eso explica la asombrosa valentía y determinación con la que llevaron el evangelio a las naciones. «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hechos 4.20).

PRUEBA

Ese testimonio ocular es el cuarto y último punto de la historia que cita Pablo en su bosquejo de hechos del evangelio en 1 Corintios 15. Él subraya que no fue solo el círculo íntimo de apóstoles quien vio al Cristo resucitado. Hubo literalmente cientos de testigos oculares de la resurrección, «más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen» (v. 6).

Es como si estuviera diciendo: «No crean lo que yo digo. Vayan y pregun-ten a esas personas». Después de todo, ellos eran fáciles de encontrar, porque se habían esparcido por todo el Imperio romano y habían llegado a todas las partes conocidas del mundo, proclamando el mensaje de Cristo. En palabras de aquellos que los menospreciaban, estos testigos oculares de la resurrección básicamente «trastornan el mundo entero» (Hechos 17.6).

La resurrección no se parece en nada a los pseudomilagros que realizan los charlatanes religiosos en la televisión en la actualidad. Pídale a un tele-evangelista que someta su supuesto milagro a cualquier tipo de examen meticuloso y se opondrá o pondrá excusas. Los supuestos milagros presentados hoy en reuniones carismáticas o bien son totalmente invisibles (alivios de dolo-res de espalda, o migrañas curadas) o comunes trucos de salón, como el alar-gamiento de una pierna o hacer que la gente se caiga de espaldas como si fuera «derribado en el espíritu». No se sostienen ante ningún tipo de examen. De vez en cuando algún charlatán afirmará haber resucitado a alguien de la muerte en una reunión desconocida en un país en desarrollo. Pero no espere ver tales milagros en la televisión; no se moleste en buscar a un testigo ocular creíble y no pida someter dicha afirmación a ningún tipo de investigación cuidadosa. Los que hacen milagros hoy están promoviendo la credulidad, no la fe autén-tica. Pídales evidencias y su deseo de obtener datos automáticamente se consi-derará una creencia pecaminosa y cínica.

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Pablo invitó el examen. Estaba tan seguro de la verdad que animaba a la gente a investigar la evidencia. Y para reafirmar su postura, apeló a la abun-dancia de testigos oculares y su disposición a testificar.

Sin duda, estaban más que dispuestos a testificar. La mayoría entregó su vida antes que negar la resurrección. Como hemos discutido, once de los doce apóstoles originales fueron asesinados (la mayoría de ellos mediante horribles torturas) y ninguno se retractó de su testimonio. El único que vivió hasta la vejez fue el após-tol Juan; e incluso él fue perseguido, amenazado, torturado y finalmente exiliado a una colonia penal en una pequeña isla porque rehusó negar la resurrección.

Tomemos el primero de los ejemplos específicos que cita Pablo como tes-tigo: Pedro. A lo largo de 1 Corintios (y en Gálatas 2.9) Pablo le llama Cefas. Ese es el equivalente arameo de Pedro (que viene de la palabra griega que sig-nifica roca). Su verdadero nombre era Simón, pero, cuando Simón se encontró por primera vez con Jesús, el Señor le apodó «Roca», usando la versión aramea, «Cefas» (Juan 1.42). Así es como le llamaba Pablo normalmente.

Consideremos la resurrección desde el punto de vista de Pedro. Debió de haber parecido sorprendente (y sin duda un tanto embarazoso) para Pedro que Cristo se le apareciera el primero de todos. Cuando la vida de Jesús estaba al filo, Pedro le había negado airadamente, con un juramento. Pedro estaba totalmente roto. Se consideraría sin duda el menos indicado de los apóstoles para afirmarse como un predicador de la resurrección porque estaba muy aver-gonzado. Era un cobarde y un llorón también; había llorado amargamente la última vez que vio a Jesús.

E incluso después de la resurrección, Pedro tenía tan poca confianza que, cuando Jesús le dijo que fuera a Galilea y le esperase, Pedro hizo planes para regresar al negocio de pesca porque se sentía muy inepto como apóstol y predica-dor. Él sabía mejor que nadie que había demostrado ser infiel muchas veces. Se sentía un desastre. Pedro no parecía el más indicado para ser alguien que se levan-taría en Pentecostés y comenzaría a predicar la resurrección con gran valentía.

Pero Jesús acudió a él, sacó de él una triple declaración de su amor por Cristo y lo envió a predicar. En Pentecostés, Pedro era una persona totalmente distinta. El hecho de que pudiera dar un testimonio tan osado acerca del Cristo resucitado es una clara indicación de que sin duda alguna había visto al Cristo resucitado. Pedro no tendría intención de inventar una historia hueca sobre la resurrección de Cristo, ni estaría dispuesto a dar su vida por una

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mentira que él mismo hubiera inventado. Pedro, la misma persona que antes se acobardó cuando una sirvienta joven le confrontó y que negó conocer a Cristo, finalmente fue una persona que prefirió ser crucificado boca abajo con tal de no negar la verdad de la resurrección. Lo único que podría explicar una transformación tan radical es la resurrección de Cristo.

Como vamos a ver en capítulos siguientes, Pablo no menciona necesaria-mente la resurrección de Cristo de modo explícito cada vez que resume el evangelio. A veces su énfasis está en el principio de la sustitución. A veces enfatiza la justicia que se imputa a los creyentes y otras veces pone el enfoque en el precio que se pagó por nuestro perdón. Todos estos elementos son aspec-tos esenciales del evangelio según Pablo.

Pero no vamos a perder de vista el hecho de que el evangelio está arrai-gado en eventos históricos; y ante todo, la resurrección es el sello y eje de la verdad del evangelio. En todos los demás lugares Pablo dice que Cristo «fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justifica-ción» (Romanos 4.25). Cristo «fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos» (Romanos 1.4). Repito: la resurrección fue el sello de aprobación de Dios sobre la propiciación que ofreció Cristo. Sin la resurrección, no habría evangelio.

***

Cada elemento del bosquejo de Pablo es igualmente importante. Es un resu-men ingenioso de los eventos históricos críticos de la historia del evangelio. Pero, como hemos dicho desde el comienzo, Pablo mismo sería el primero en enfatizar que hay muchas otras verdades del evangelio indispensables, doctri-nas principales, como el pecado, la justificación, la expiación vicaria, la gracia, la fe, la seguridad y otras. Pablo explica esas doctrinas y aclara su importancia a lo largo de sus epístolas, como veremos. Pero aquí su diseño es dar el relato más simple y conciso posible de la historia del evangelio, un relato que com-prende y afirma implícitamente también todas las doctrinas vitales. Cada pun-to que enumera es sin duda un asunto de vital importancia: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras [...] fue sepultado [...] resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras, y [...] apareció a muchos».

Este es el evangelio completo. El resto es explicación.

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