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41 2 A mitad de camino: por una verdadera “revolución copernicana” en pedagogía La ley de orientación sobre la educación votada por el Parlamento en 1989 afirma explícitamente que “debe situarse al alumno en el centro del sistema educativo”. La fórmula es seductora; sin embargo, no es ni verdaderamente nueva ni está completamente desprovista de ambigüedades. Ya en 1892, Claparède hablaba de la necesidad de una “verdadera revolución copernicana en pedagogía”, y exhortaba a los “elaboradores de programas” a comprender que “las lecciones están hechas para los alumnos y no a la inversa”. Se ubicaba en la línea de Rousseau, y consideraba que este último había dado vuelta la página de la pedagogía normativa y autoritaria, que intenta “domesticar” al niño para imponerle saberes y actitudes en conformidad con las exigencias sociales. Claparède pensaba, al igual que Rousseau, que la pedagogía debe centrarse en el niño, que se convierte en el actor principal de su propia educación, descubriendo y construyendo por sí mismo lo que es necesario para su desarrollo. Pero las cosas no son tan simples. Por una parte, una lectura atenta del Emilio hace surgir muchas restricciones educativas que no suelen preverse: dado que el niño no sabe aún lo que es necesario y bueno para su desarrollo, la decisión sobre estas cuestiones recae finalmente en el adulto, quien se organiza para que su pupilo descubra por sí mismo lo que fue decidido para él y desee en el momento adecuado lo que su educador juzga deseable. La “astucia” de Rousseau consiste así en organizar su pedagogía en torno del “interés del niño”, pero de modo que este último, gracias a situaciones sabiamente calculadas, vea converger “lo que le interesa” y “lo le conviene” (Meirieu, 1995). Por otra parte, no es seguro que la fórmula “la educación debe centrarse en el niño” sea completamente sostenible. En efecto, puede dejar entender que el niño porta en sí mismo los fines de su propia educación, y que ésta le estará enteramente subordinada. Ahora bien, como hemos visto, el niño viene al mundo infinitamente pobre, y sólo puede desarrollarse porque se beneficia con un entorno estimulante y una inscripción en una cultura. Alcanzar sus exigencias, someterse a sus necesidades, proponerle sólo lo que quiere hacer y lo ya es capaz de hacer, todo ello puede mantenerlo en un estado de dependencia, incluso en una vida vegetativa en la que, privado de exigencias, se dejará caer muy bajo. La educación se reduciría a la contemplación arrobada de las aptitudes que se despiertan; ratificaría todas las formas de desigualdad y dejaría a los “pequeños hombres” completamente desarmados, incapaces de comprender lo que les pasa, privados de voluntad y librados a sus caprichos como a todas las manipulaciones demagógicas. Entonces, ¿hay que volver al proyecto que, de Pigmalión a Frankenstein, del Golem a Pinocho, se propone hacer del niño el objeto de una

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2 A mitad de camino: por una verdadera “revolución copernicana” en pedagogía La ley de orientación sobre la educación votada por el Parlamento en 1989 afirma explícitamente que “debe situarse al alumno en el centro del sistema educativo”. La fórmula es seductora; sin embargo, no es ni verdaderamente nueva ni está completamente desprovista de ambigüedades. Ya en 1892, Claparède hablaba de la necesidad de una “verdadera revolución copernicana en pedagogía”, y exhortaba a los “elaboradores de programas” a comprender que “las lecciones están hechas para los alumnos y no a la inversa”. Se ubicaba en la línea de Rousseau, y consideraba que este último había dado vuelta la página de la pedagogía normativa y autoritaria, que intenta “domesticar” al niño para imponerle saberes y actitudes en conformidad con las exigencias sociales. Claparède pensaba, al igual que Rousseau, que la pedagogía debe centrarse en el niño, que se convierte en el actor principal de su propia educación, descubriendo y construyendo por sí mismo lo que es necesario para su desarrollo. Pero las cosas no son tan simples. Por una parte, una lectura atenta del Emilio hace surgir muchas restricciones educativas que no suelen preverse: dado que el niño no sabe aún lo que es necesario y bueno para su desarrollo, la decisión sobre estas cuestiones recae finalmente en el adulto, quien se organiza para que su pupilo descubra por sí mismo lo que fue decidido para él y desee en el momento adecuado lo que su educador juzga deseable. La “astucia” de Rousseau consiste así en organizar su pedagogía en torno del “interés del niño”, pero de modo que este último, gracias a situaciones sabiamente calculadas, vea converger “lo que le interesa” y “lo le conviene” (Meirieu, 1995). Por otra parte, no es seguro que la fórmula “la educación debe centrarse en el niño” sea completamente sostenible. En efecto, puede dejar entender que el niño porta en sí mismo los fines de su propia educación, y que ésta le estará enteramente subordinada. Ahora bien, como hemos visto, el niño viene al mundo infinitamente pobre, y sólo puede desarrollarse porque se beneficia con un entorno estimulante y una inscripción en una cultura. Alcanzar sus exigencias, someterse a sus necesidades, proponerle sólo lo que quiere hacer y lo ya es capaz de hacer, todo ello puede mantenerlo en un estado de dependencia, incluso en una vida vegetativa en la que, privado de exigencias, se dejará caer muy bajo. La educación se reduciría a la contemplación arrobada de las aptitudes que se despiertan; ratificaría todas las formas de desigualdad y dejaría a los “pequeños hombres” completamente desarmados, incapaces de comprender lo que les pasa, privados de voluntad y librados a sus caprichos como a todas las manipulaciones demagógicas. Entonces, ¿hay que volver al proyecto que, de Pigmalión a Frankenstein, del Golem a Pinocho, se propone hacer del niño el objeto de una

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“fabricación”, el simple resultado de experiencias fisiológicas y sociales? Evidentemente no. Hemos observado durante bastante tiempo las contradicciones de tal proyecto, sus atolladeros y sus fracasos como para eliminar definitivamente esa tentación, cualquiera sea la forma que pueda tomar. La ambición de dominar completamente el desarrollo de un individuo, ya sea que ésta pase por la creación de reflejos condicionados a la manera de Pavlov, o por el despliegue de herramientas tecnológicas a la manera de Skinner y de la enseñanza programada, sigue siendo una ambición perversa y mortífera. La psicología cognitiva puede tomar hoy el lugar de lo que Frankenstein llamaba “la filosofía natural”, la didáctica substituir a la cirugía, los conocimientos obtenidos de las bibliotecas reemplazar los pedazos de cadáveres desenterrados de los cementerios, pero nos encontramos en la misma ensoñación, o más bien en la misma pesadilla: hacer vida con muerte, fabricar a un sujeto acumulando elementos y esperando mágicamente que una “chispa de vida” venga a unir y a animar el todo. Por cierto, los saberes y conocimientos que intentamos transmitir y de cuyo “montaje” esperamos surja un ser a nuestra imagen, estuvieron muy vigentes antaño. Los hombres los elaboraron pacientemente, con obstinación, para responder a cuestiones esenciales que se les planteaban o para resolver problemas que tenían que enfrentar. Las disciplinas escolares abrevan en esas reservas inmensas, y lo hacen con gran deferencia por los inventores que constituyeron así nuestro patrimonio. Pero a menudo, esa disciplinas sólo conservan algunos pedazos fosilizados, desprovistos de los que les acordaba sentido, aislados de las cuestiones fundadoras en las que se inscribían. La biología, la historia, la literatura, las matemáticas o la física ya no son tentativas para responder a interrogaciones esenciales de los hombres, que el niño encuentra tempranamente: ¿de qué estoy hecho? ¿De dónde vengo y qué he heredado? ¿Por qué me invaden sentimientos contradictorios, al punto de que, a veces, detesto a los seres que más amo? ¿Hasta dónde se puede contar; el infinito existe verdaderamente? ¿Dónde se detiene el mundo en el que vivimos? Las disciplinas escolares se han convertido a lo largo del tiempo, y sin que lo supieran aquellos que presidieron su organización, en “pedazos de cadáveres exhumados de panteones y osarios” (Shelley, 1978, p. 80), briznas de conocimientos extraídos de tratados eruditos y compilados en manuales. Ya no están habitadas por lo que podría darles vida verdadera, por la interrogación fundadora que permitiría que los seres que entran en el mundo se las apropien y crezcan: “¿A qué quisieron responder los hombres cuando elaboraron todo eso? ¿Por qué pregunta, por qué inquietud, por qué problema estaban atravesados, al punto de poner tanta energía y esperanza en el conocimiento de las cosas?” Esto es lo que convendría ubicar “en el centro del sistema educativo”, lo cual constituiría una verdadera “revolución copernicana en pedagogía”. No un puerocentrismo ingenuo —y desmentido siempre por las práctica—, no una “fabricación” por acumulación de conocimientos ni hábiles

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manipulaciones psicológicas, sino la construcción de un ser por sí mismo a través de la verticalidad radical de las cuestiones que plantea la cultura en sus formas más elevadas. En otros términos, la educación sólo puede escapar a las derivas simétricas de la abstención pedagógica —en nombre del respeto por el niño— y de la fabricación de éste —en nombre de las exigencias sociales—,centrándose en la relación del sujeto con el mundo. Su tarea es poner todo en marcha para que el sujeto entre en el mundo y se mantenga de pie, se apropie de las cuestiones que han constituido la cultura de los hombres, integre los saberes que los hombres han elaborado como respuestas a esas cuestiones... y las subvierta mediante sus propias respuestas con la esperanza de que la historia tartamudee un poco menos y se aparte con un poco más de obstinación de todo aquello que abisma al hombre. El fin de la empresa educativa se encuentra en el hecho de que aquél que viene al mundo esté acompañado y entre en la inteligencia del mundo, que sea introducido en esa inteligencia por quienes lo han precedido... introducido, pero no moldeado, ayudado, pero no fabricado. Para que, finalmente, según la hermosa fórmula que Pestalozzi propuso en 1797 —y que está en las antípodas del proyecto de Frankenstein—, pueda “convertirse en su propia obra” (Pestalozzi, 1994). En resumen: la verdadera revolución copernicana en pedagogía consiste en volverle decididamente la espalda al proyecto del doctor Frankenstein y a la “educación como fabricación”. Sin embargo, no se trata de subordinar toda la actividad educativa a los caprichos de un niño-rey. La educación debe centrarse en la relación del sujeto con el mundo de los hombres que lo recibe. Su función es permitirle construirse a sí mismo en tanto “sujeto en el mundo”, heredero de una historia cuyos desafíos percibe, capaz de comprender su presente y de inventar su futuro. Pero ubicar en el centro de la educación “la construcción del sujeto en el mundo” no es fácil y, antes de entrar en las propuestas concretas susceptibles de volver operativo este principio, tenemos que decir brevemente, bajo la forma de “alertas”, hasta qué punto esta “revolución copernicana” debe llevarnos a rever nuestros prejuicios en materia educativa. � “Nos ha nacido un niño”, o por qué la paternidad no es una causalidad “El milagro que salva al mundo de la ruina normal, ‘natural’, explica Hannah Arendt, es finalmente el hecho de la natalidad, en el cual se arraiga ontológicamente la facultad de actuar. En otros términos: es el nacimiento de nuevos hombres, el hecho de que comiencen de nuevo, la acción de que son capaces por el derecho de nacer. Solo la experiencia total de esta capacidad puede otorgar a los asuntos humanos la fe y la esperanza [...] Esta esperanza y esta fe en el mundo que encontraron sin duda su

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expresión más sucinta, más gloriosa en la frase de los Evangelios que anuncia la ‘buena nueva’: ‘Un niño ha nacido’” (1983, p. 278). “Un niño ha nacido”: hay que meditar en esta fórmula. Reconocer el carácter inverosímil, e incluso milagroso de todo nacimiento. Aceptar que el nacimiento de un ser no es una simple prolongación de nosotros mismos, sino que es portador de una esperanza de comienzo radical, de la posibilidad de una invención que renueve completamente nuestros horizontes. Honrar en el que viene la suerte que se nos ofrece de no encerrarnos en el pasado, sino, por el contrario, ser “superados” verdaderamente. Saludar al que llega, venga de donde venga, como un salvador posible, una suerte de Navidad cotidiana, el signo de que todo puede todavía suceder y lo mejor realizarse finalmente. Por supuesto, no hay nacimiento sin progenitores y, en este sentido, los adultos tienen algo que ver. Pero quien no es capaz de aceptar una nacimiento como un don, estará siempre tironeado por el deseo de dominio y perturbado por la idea de que el que acaba de nacer puede no pertenecerle. Quien no es capaz de maravillarse ante un recién nacido y considerar que “un niño le ha sido dado”, condena al mundo a la reproducción y anula toda relación educativa en un mimetismo mortífero. “Ni las categorías del poder, ni las del tener pueden indicar la relación con el niño. Ni la noción de causa, ni la noción de propiedad permiten comprender el hecho de la fecundidad...”, explica Emmanuel Lévinas (1985, pp. 85-86). Y agrega: “La filiación es una relación con el prójimo en la que éste es radicalmente otro, y en la que, sin embargo, es, de alguna manera, yo” (idem). Esta es la dificultad: aceptar al niño que viene como un don, renunciar a ejercer sobre él nuestro deseo de dominio, desposeernos de algún modo de nuestra función progenitora sin por ello renegar de nuestra influencia ni intentar abolir una filiación sin la cual el niño no puede conquistar su identidad. Renunciar a ser la causa del otro sin renunciar a ser su padre, sin negar nuestro poder de educador en una ridícula gimnasia no directiva. Convengamos: no es fácil. En resumen: La primera exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en renunciar a hacer de la relación de filiación una relación de causalidad o de posesión. No se trata de fabricar una criatura capaz de satisfacer nuestro gusto por el poder o nuestro narcicismo, sino de acoger al que viene como sujeto, a la vez inscripto en una historia y representante de la promesa de una superación radical de esta última. “Un ser se nos resiste”, o de la necesidad de distinguir la fabricación de un objeto y la formación de una persona Los educadores suelen sorprenderse ante las dificultades que encuentra: los niños ya no son dóciles y, cuando lo son, es a menudo para ablandarnos y terminar haciendo lo que se les antoja. Creemos dirigirlos y, subrepticiamente, nos tienen en su poner, a nosotros que estamos para acechar sus signos de

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afecto o de progreso. En la cotidianeidad de la vida familiar o del aula, nuestros fracasos son múltiples: nunca logramos hacer lo que queremos de aquellos que nos son confiados. Ante todo, ellos nunca desean lo conveniente en el momento conveniente: cuando queremos que se dediquen a las matemáticas, o a las versiones latinas, prefieren ver una telenovela... Y por más que les expliquemos que, a largo plazo, las humanidades y la ciencia son portadoras de muchas más satisfacciones que las aventuras afectivas y televisivas de un puñado de estudiantes norteamericanos, esto no parece convencerlos fácilmente. Luego, cuando por fin quieren hacer lo que consideramos útil para ellos, nunca es como corresponde: lo hacen mal, demasiado rápido o demasiado lentamente, no siguen el método adecuado, no comprenden las cosas como nosotros. Si intentamos explicárselas, se vuelven discutidores o se encierran en el silencio, arguyendo que eso no quiere decir nada o que ya no les interesa. Si nos esforzamos por darles un mínimo de sentido moral, de prudencia y de juicio, nos veremos confrontados a la indiferencia o al rechazo, cuando no a la provocación. En resumen, y a riesgo de caer en la paradoja, hay que confesar que lo “normal” en educación es que “no funciona”, que el otro se resiste, se escabulle o se rebela. Lo “normal” es que la persona que se construye frente a nosotros no se deje hacer, incluso intente oponerse, para recordarnos que no es un objeto que construimos sino un sujeto que se construye. Es grande la tentación de dejarse encerrar en un dilema infernal: excluir o enfrentar, renunciar o comprometerse en una relación de fuerzas. Eso es lo que sucede en muchos casos en los establecimientos escolares a los que llamamos “sensibles”, cuando los docentes se enfrentan a comportamientos violentos, o simplemente no habituales. Para ellos, la tentación de la exclusión es muy grande: “echando a los bárbaros” podemos ejercer correctamente nuestro oficio de docente; desembarazándonos de los que ignoran el “oficio de alumno” (Perrenoud, 1994), de los que abandonan el aula sin permiso para ir a tomar algo y vuelven media hora después, o incluso aquellos que no saben que hay que traer los útiles de trabajo a la escuela y no interrumpir al profesor cuando habla... ¡esperamos poder seguir enseñando tranquilamente y, tal vez, hacer didáctica o implementar una pedagogía diferenciada! Pero los docentes saben bien que la exclusión es siempre un signo de fracaso y confirma un abandono: los alumnos más desfavorecidos, lo que no tuvieron la suerte de aprender, gracias a su medio familiar, las claves del éxito escolar, pagan los costos de la operación; su exclusión de la escuela se agrega a sus desventajas sociales y los arroja a la calle, donde su futuro podría ser sombrío. Es por ello que ningún educador que se precie puede aceptar la exclusión como solución de las dificultades que encuentra. Para evitarla, los docentes emprenden un enfrentamiento para el cual no siempre están bien equipados: exigen que el alumno sea tranquilo, que no se levante y que tenga sus útiles. Para ello, pide el apoyo de sus colegas o de la

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administración; esto funciona durante un tiempo... Pero llega un día en que el alumno querrá saber hasta dónde puede poner a prueba al docente y cuáles son los límites que no debe franquear. El conflicto adquiere más potencia, los dos actores se abroquelan en sus respectivas posiciones y el resto de la clase espera, preguntándose quién va “caer en la lona”. En este juego, el docente a veces gana, es decir, consigue no perder la compostura. Pero sale bastante herido: es que el alumno, si bien no dispone del bagaje cultural del docente, si bien no sabe poner palabras a su “odio”, aprendió a defenderse con los medios de los desheredados: es hábil para explotar las debilidades del adversario, conocer los lugares donde hay que pegar para hacer doler, sabe rascar las heridas que sangran y elegir las expresiones que humillan. Se comprende que, en tales condiciones, el docente se agote; se comprende que se desaliente y que, incluso, esté tentado de volverse contra la institución escolar la violencia de la que es víctima. El docente quiere “dar clase”, y eso es meritorio. Quiere transmitir saberes y se pregunta cómo va a lograrlo si no puede ni excluir ni hacer frente a aquellos que se le resisten. En resumen: La segunda exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en reconocer al que viene como una persona que no puedo moldear a mi voluntad. Es inevitable y saludable que alguien se resista a quien quiera “fabricarlo”. Es ineluctable que la obstinación del educador a someterla a su poder suscite fenómenos de rechazo que sólo pueden entrañar la exclusión o el enfrentamiento. Educar es rehusarse a entrar en esa lógica. � “Toda enseñanza es una quimera”, o cómo salir de la ilusión mágica de la transmisión Ahora bien, ¿es necesario, para salir del atolladero, interrogar la posibilidad misma de la transmisión? Los pedagogos, desde hace bastante tiempo, no han dejado de denunciar la idea de que basta con enseñar para que los alumnos aprendan. Uno de ellos, Roger Cousinet, llegó a afirmar, en una fórmula radical, “si el maestro quiere que el alumno aprenda, debe abstenerse de enseñar” (1950, p. 78). Más allá del aspecto provocador de esta fórmula, existe en ella una idea esencial: la actividad del maestro debe estar subordinada al trabajo y a los progresos del alumno. Si la enseñanza tradicional, bajo la forma de clase magistral, resulta el medio más eficaz para favorecer el aprendizaje del alumno, no conviene renunciar a ella... Pero no es la cualidad intrínseca del espectáculo la fuente de progreso intelectual en quien lo mira; es la manera en que lo recibe, es lo que provoca en él, las conexiones que establece con lo que ya sabe, la manera en que se ve llevado a repensar las propias concepciones. Precisamente, no es seguro que haya que obstinarse en “enseñar” a cualquier precio, de manera tradicional, ante alumnos que se rehúsan a esa enseñanza o la reciben pasivamente. No es seguro en absoluto. Pues, como

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bien lo muestra Gaston Bachelard, la lógica que rige la enseñanza no es la que rige el aprendizaje: “Una enseñanza recibida es psicológicamente un empirismo; una enseñanza dada es psicológicamente un racionalismo. Te escucho: soy todo oídos. Te hablo: soy todo entendimiento. Aun cuando digamos lo mismo, lo que dices es siempre un poco irracional; lo que digo es siempre un poco racional” (1972, p. 246). En otras palabras, enseñar es siempre exponer de manera ordenada lo que se ha descubierto de manera aleatoria: el libro que escribo, el curso que doy, son siempre reconstrucciones a posteriori. Reconstituyo en ellos una racionalidad combinando descubrimientos múltiples, inscribiendo en ellos investigaciones ad hoc, conectándolas con ejemplos y experiencias que tomo de mi propia historia. Cuando hay “blancos”, incoherencias, rupturas lógicas, busco articulaciones satisfactorias y construyo así mi pensamiento al mismo tiempo que mi discurso. Por el contrario, para el lector de este libro, como para el oyente de una conferencia, aunque se esfuercen por seguir el razonamiento de manera lineal desde el principio al fin, habrá sin embargo elementos más notables que otros, hechos o fórmulas que retendrán su atención porque los remitirán a cuestiones que les interesan. Imaginemos que ese lector o ese oyente está redactando un trabajo o una tesis, que tiene el primer contacto con una clase, o que está haciendo el aprendizaje de la paternidad; esto no dejará de orientar la lectura y de volverla, sin que él lo sepa, más o menos selectiva. Pues “aprender es siempre tomar información en su contexto en función de un proyecto personal” (Meirieu, 1987). Evidentemente, existen situaciones de enseñanza que funcionan muy bien y donde los alumnos o estudiantes “absorben” completa y perfectamente el pensamiento del maestro. Estas situaciones pertenecen a un caso particular que podría describirse utilizando una metáfora de la informática, como situaciones en que “los educandos han reformateado su sistema de aprendizaje siguiendo el sistema de enseñanza”. Estos alumnos aprovecharon un entorno favorable que les ha permitido efectuar ese “reformateo”: comprenden la clase porque han aprendido a entrar en una racionalidad lineal; esperan los ejemplos en el momento en que retienen las fórmulas de síntesis.... Y no son ellos los que plantean problemas en la clase. Para los demás, la resistencia existe y la transmisión es difícil. En cuanto a los demás, nos acecha la tentación de caer en la exclusión o en el enfrentamiento esperando “obrar por la fuerza”, y que la transmisión se efectúe. Pero no se obra por la fuerza cuando se trata de una persona, de un sujeto en formación, un “pequeño hombre” que intenta crecer y que no podemos forzar sin riesgo de quebrarlo o de entrar con él, por mucho tiempo, en un cara a cara que se transforma rápidamente en un cuerpo a cuerpo y que nos arrastra, a pesar nuestro, hacia las soledades desérticas en las que reinan “el frío y la desolación”. En resumen: La tercera exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en aceptar que la transmisión de saberes y conocimientos no se

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efectúa jamás de manera mecánica y no puede concebirse bajo la forma de una duplicación de lo idéntico, tal como se la supone en diversas formas de la enseñanza. Supone una reconstrucción por el sujeto de esos saberes y conocimientos que debe inscribir en su proyecto y cuya contribución a su propio desarrollo debe poder percibir. � “Solo el sujeto puede decidir aprender”, o el reconocimiento de la impotencia del educador Pero si bien a veces hay que renunciar a enseñar, nunca hay que renunciar a “hacer aprender”. En efecto, cuando se descubre la dificultad de transmitir saberes de manera mecánica, sería peligroso caer en el despecho y el abandono (Meirieu, 1991). Sería como decidir detener deliberadamente a un ser fuera del círculo humano, sería condenarlo, de otra manera, a la violencia. Por eso es tan grave basarse en la dificultad de “enseñarles” a ciertos alumnos para justificar una renuncia educativa en este sentido. Por eso hay que intentar salir del dilema de la exclusión o del enfrentamiento y, a nuestro entender, la única manera de lograrlo es reconocer de una vez por todas que nadie puede decidir aprender en lugar del otro. Pues aprender es algo difícil: Platón, Aristóteles, San Agustín ya lo habían señalado... Es una operación que puede parecer incluso imposible. Pues aprender es “hacer algo que no se sabe hacer para aprender a hacerlo”. Ahora bien, si reflexionamos al respecto, siempre procedemos así; así es como aprendimos a caminar, a hablar, a escribir, a ir solos a la escuela, a hacer el amor, a nadar. Nadie nos ha enseñando, en sentido estricto, a nadar: lo hemos aprendido solos. Por cierto, los especialistas de la didáctica de la natación pueden imaginar perfectamente una progresión rigurosa que, en ciento sesenta y siete subobjetivos, puede permitir llevar a alguien desde la entrada a la piscina hasta el crawl de competición. Pero siempre habrá un momento en que el que aprende salte al agua. Por supuesto, los especialistas en didáctica más voluntaristas dirán que se lo puede empujar. ¡Claro! Pero habrá un momento en que, en el fondo del agua, el que aprende deberá decidir dejarse hundir o subir a la superficie. Y lo mismo sucede con todos los aprendizajes: en la universidad, por ejemplo, nos esforzamos por enseñarles a los estudiantes a redactar un trabajo monográfico: implementamos ayudas colectivas e individuales, organizamos talleres de escritura, trabajamos sobre monografías previas para detectar sus cualidades y sus defectos, proponemos progresiones, ejercicios de corrección colectiva... cosas que son muy útiles pero que no suprimen para nada “la angustia ante la hoja blanca”, el hecho de que haya que comenzar a escribir un día, tirarse al agua, esforzarse por hacer lo que nunca se ha hecho. ¿Y quién no ha experimentado el mismo sentimiento antes de tomar la palabra en público, en el momento en que el temor parece abolir todo el trabajo de preparación, cuando no se sabe nada

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más y hay que avanzar de todos modos, cuando el pasaje al acto se impone y nada, a priori permite evitar el “coraje de los comienzos”, como dice Vladimir Jankelevitch? Hay que renunciar a aprender en lugar del otro; tenemos que aceptar que el aprendizaje proviene de una decisión que sólo él puede tomar y que, puesto que es, en sentido estricto, una decisión, resulta totalmente imprevisible. Los niños lo saben, como Ernesto en La pluie d’été, de Marguerite Duras quien, al maestro que le pregunta cómo se aprende, responde sin la menor vacilación: “Ernesto: Se aprende cuando se quiere aprender, señor. El maestro: ¿Y cuándo no se quiere aprender? Ernesto: Cuando no se quiere aprender, no vale la pena aprender [...] El maestro grita: La instrucción es obligatoria, señor, OBLIGATORIA” (1990, pp. 81-82). En eso reside la dificultad: la instrucción es obligatoria, pero no tenemos poder sobre la decisión de aprender. Esta no es el resultado de ninguna “causa” mecánica, ni se deduce de ninguna hipotética naturaleza, ni se pronostica a partir de ningún análisis a priori. La decisión de aprender se toma solo y por razones que no pertenecen, sin embargo, a quien las toma. Se toma, por el contrario, para “despegarse” de lo uno “es”, para “separarse” de lo que se dice y de lo que se sabe de nosotros, para “diferir” lo que se espera y de lo que se ha previsto. Pues siempre hay una multitud de “unos indeterminados”, cerca de nosotros y en nosotros, que saben mejor que nosotros lo que debemos aprender, lo que está a nuestro alcance, lo que corresponde a nuestro perfil, lo que entra en nuestras capacidades o remite a nuestro ascendiente astrológico. Siempre hay una multitud de “unos” que preferirían, para retomar la distinción de Paul Ricoeur (1990, 1995), vernos encerrados en nuestro idem, en nuestro “carácter” o nuestra “personalidad”, en eso que hemos herededado y que constituye nuestra identidad estable más que dejarnos expresar nuestra ipse, aquello por lo cual decididimos diferir de los demás. No nos autorizan —es decir, no aceptan “hacernos autores”— otra cosa que la “mismidad” que se nos pega a la piel: cuando podríamos apoyarnos en nuestra identidad para atrevernos a diferir, nos asignan un lugar fijo. Por sus miradas, por sus gestos más triviales y por la organización de su pedagogía, no dejan de decirnos, en nombre del sacrosanto realismo: “Esto es lo que eres. Esto es lo que debes hacer”. Ahora bien, aprender es precisamente desbaratar los pronósticos de todos los profetas y las predicciones de todos aquellos que quieren nuestro bien y dicen conocer nuestra verdadera “naturaleza”. Aprender es atreverse a subvertir la verdadera “naturaleza”, es un acto de rebelión contra todos los fatalismos y todos los encierros, es la afirmación de una libertad que permite a un ser

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desbordar de sí mismo. Aprender es, en el fondo, “convertirse en obra de sí mismo”. Está de más decir que, respecto de decisión, el educador sólo puede aceptar su impotencia, reconocer que carece de medios directos para actuar sobre el otro y en lugar del otro, que todo intento en este sentido lo hace caer del lado de Frankenstein..., pero que, sin embargo, no es impotente. En resumen: La cuarta exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en constatar sin amargura ni pesar que nadie puede aprender en lugar del otro y que todo aprendizaje supone una decisión personal irreductible del educando. Esta decisión es precisamente aquello por lo cual cada uno supera lo dado y subvierte todas las expectativas y las definiciones en las que su entorno y sí mismo suelen tender a encerrarse. � De una “pedagogía de las causas” a una “pedagogía de las condiciones” A partir del momento en que se reconoce el carácter irreductible de la decisión de aprender, en que se acepta el hecho de que los aprendizajes son aquello por lo cual un sujeto se construye, se supera, modifica o contradice las expectativas que los demás tienen de él, la educación debe imperativamente escapar del mito de la fabricación. Más aún, a partir del momento en que se considera que los aprendizajes son aquello por lo cual un ser se reapropia de las cuestiones fundadoras de la cultura para acceder a las respuestas construidas por sus predecesores y atreverse a las propias, la educación debe concebirse como el movimiento por el cual los hombres permiten a sus hijos habitar el mundo y decidir su suerte. Movimiento, acompañamiento, “acto” jamás concluido, que consiste en hacer lugar a aquél que viene y ofrecerle los medios de ocuparlo. “Hacer lugar al que viene” no es tan simple. Cada uno sabe hoy que, según la fórmula de Vincent de Gaulejac, la “lucha de clases” fue reemplazada por la “lucha de lugares”. En este sentido, el mundo social y económico no tiene piedad, y pobre de aquél que no llega a imponerse. Pero la educación no tiene que anticipar prematuramente, mediante un “darwinismo escolar”, las realidades sociales. Por el contrario, tiene que ser un polo de resistencia: resistencia contra los excesos del individualismo, resistencia contra la competencia encarnizada, resisitencia contra una concepción de la sociedad en la que los seres están inscriptos de una vez por todas en trayectorias personales de las que no pueden liberarse. La educación debe permitirle a cada uno tomar su lugar y atreverse a cambiarlo. Para ello, los espacios educativos deber ser construidos como “espacios de seguridad”. Ahora bien, se sabe que la educación está rara vez asegurada; en su inmensa mayoría, los espacios educativos, escolares o no, son lugares en los que la toma de riesgo

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no es posible; la mirada del adulto que juzga y evalúa, la mirada de los demás que se burlan y acorralan, las expectativas de todos, constituyen otros tantos obstáculos al aprendizaje. Nadie puede “intentar hacer algo que no sabe hacer para aprender a hacerlo” si no está seguro de poder tantear sin hacer el ridículo, de poder equivocarse y volver a comenzar sin que tal error se vuelva contra él. Un espacio de seguridad es ante todo un espacio en el que se suspende la presión de la evaluación y donde se desactive el juego de expectativas recíprocas haciendo posible la asunción de roles y de riesgos inéditos. “Hacer lugar al que viene” es, ante todo, ofrecerle esos espacios en la familia, la escuela, en el seno de actividades socioculturales en las cuales podrá comprometerse. Esto supone que muy tempranamente sean planteadas reglas y sean construidas prohibiciones: pero éstas no tienen sentido sino cuando, además, autorizan, y si el niño lo sabe. La prohibición de la burla, que Fernand Oury califica de “pequeño asesinato mezquino” (1971) sólo tiene significación porque es la condición para que cada uno pueda, sin preocuparse de su torpeza, intentar nuevos aprendizajes. Todos deben saber que esa prohibición es la condición de su libertad, y que contribuye a la construcción del espacio educativo como “espacio de seguridad”. “Hacer lugar al que viene... y ofrecerle los medios para ocuparlo”. Sí, “ofrecerle”, pues no puede tratarse de una imposición. Y esto es lo que los pedagogos han querido decir desde hace más de un siglo al hablar de la “educación funcional”, como Claparède, o de “respeto de las necesidades del niño”, como muchos otros. No se trata, contrariamente a lo que dejan entender los discursos caricaturescos de los adversarios de la pedagogía, de someterse a los caprichos aleatorios de un niño-rey. Se trata de inscribir las propuestas culturales que le permiten crecer en una dinámica en cuyo seno pueda convertirse en sujeto. Se trata de hacer aparecer los saberes como respuestas a verdaderas cuestiones. No hay espontaneísmo en esta actitud. Al contrario: es un esfuerzo permanente para que el sujeto se reinscriba en cuestiones vívidas, fundadoras de los saberes humanos, y se incorpore en los conocimientos en la construcción de sí mismo. Por cierto, en este campo se ha confundido a veces “el sentido” y “la utilidad”. Y esta confusión ha creado muchos malentendidos. Es cierto que los saber-hacer aritméticos pueden ser útiles para un niño de la escuela primaria para contar su dinero de bolsillo o seguir la receta de una torta. Es cierto que se puede aprender a leer para encontrar el programa favorito en un semanario de televisión y descubrir la geografía preparando un viaje escolar. Es cierto que el aprendizaje de una lengua extranjera facilita la comunicación para tomar un boleto de tren en determinado país o que el conocimiento de los principios de la tecnología y de la electricidad permite reparar un tostador. Pero esos sólo son usos accidentales de los saberes humanos. Por otra parte, no movilizan a los niños, que siempre sospechan que la escuela los provee, en esos campos, de mercancías un poco averiadas o difícilmente utilizables. Es que “el sentido” es distinto de la utilidad pues, como lo señala Lévi-Strauss a

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propósito del “pensamiento salvaje”, las cosas “no son conocidas por más que sean útiles: son decretadas útiles o interesantes porque primero son conocidas” (1962, p. 15). ¿Y qué es lo que hace que sean conocidas, sino el hecho de que se relacionen con las interrogaciones esenciales que nos constituyen en nuestra humanidad...? ¿Por qué no tengo derecho a dormir con mi madre y por qué es mi padre el que ocupa ese lugar? ¿Por qué algunos hombres mueren ante la indiferencia de sus semejantes? ¿Por qué el mundo puede ser descripto con las matemáticas? ¿Por qué me pregunto siempre “por qué”? No es podible estudiar la filosofía de Kant en la escuela primaria... Pero es posible aprender a leer a partir de textos mitológicos importantes. No es posible hacerles estudiar a Einstein a alumnos de 11 años, pero es posible hacer un poco de historia de las matemáticas para mostrarles a los alumnos cuáles son las preguntas que los hombres quisieron responder elaborando herramientas matemáticas. No es posible entrar en los debates de la crítica histórica con alumnos de trece años... pero ya es posible preguntarse, a partir de ejemplos precisos, si los hombres hacen la historia o la padecen. En realidad, siempre se subestima la inteligencia de los niños y su capacidad para movilizarse en torno de problemas capitales. Se confunde el nivel cultural de los objetivos a los que se apunta y su “nivel taxonómico”..., como si no fuera posible despertar interés en cuestiones exigentes de manera accesible a los niños. Ahora bien, los cuentos nos dan desde hace mucho tiempo el ejemplo de lo contrario: remiten a cuestiones esenciales, pero lo hacen con la distancia necesaria, conjurando el temor y domesticando la inquietud, disponiendo transiciones y gradaciones que, sin ceder en cuanto al fondo, permiten acceder a él. Nada me prohíbe pensar, por el contrario, que el mismo trabajo puede llevarse a cabo en el conjunto de las disciplinas escolares: se debe poder introducir al niño en el mundo de los números sin asustarlo ni hacer caer de entrada en aprendizajes mecánicos; existen obras que intentan este enfoque para el gran público: es una verdadera lástima que sean ignoradas en la escuela. Del mismo modo, algunos maestros intentaron enfocar la escritura a partir de una historia, desde los primeros trazos de los hombres en los muros de Lascaux hasta nuestro alfabeto. Pudieron observar hasta qué punto este enfoque apasionaba a los alumnos y no constituía en absoluto un obstáculo para acceder al saber-hacer de la lectura/escritura. A veces se cree que procediendo así se va a seleccionar a los tradicionales buenos alumnos, que se sentirán espontáneamente más a gusto en este tipo de trabajo... Pero es justamente al contrario: ellos saben a qué cuestiones remiten los saberes instrumentales que les son enseñados; los otros lo ignoran y, si no se descubren esas cuestiones con ellos, jamás verán el sentido de lo que se les pide que aprendan. Aceptar que no se puede desencadenar el aprendizaje no reduce al educador a impotencia. Por el contrario, si bien puede actuar directamente sobre las personas —¡felizmente!—, puede actuar sobre las cosas y ofrecer situaciones en las que se puedan construir, simultáneamente, la relación con

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la Ley y la relación con el saber (Develay, 1996). Su tarea es “crear un espacio que el otro pueda ocupar, esforzarse por que este espacio esté libre y accesible, y por disponer en él las herramientas que permitan apropiárselo y despegar para ir al encuentro con los otros” (Meirieu, 1995, p. 267). Su tarea es instalar un espacio para aprender y proponer objetos en los que el niño pueda investir su deseo de saber. “Hacerle lugar al que viene y ofrecerle los medios para ocuparlo” es entonces la contracara del mito de Frankenstein. La criatura no tiene ningún lugar, ningún espacio en el que crecer bajo la mirada benévola del educador. Es abandonada a sí misma, reducida a sus propias experiencias y a los encuentros aleatorios que realizará. Nadie la introduce en el mundo ni la ayuda a vincular las preguntas que se plantea con la historia de los hombres. Si logra hacerlo, a pesar de todo, es en el mayor de los abandonos, sin poder intercambiar con nadie ni descubrir la semejanza esencial entre los hombres que permite, a través de la confrontación con la cultura, salir de la soledad. Nunca puede basarse en alguien que la reconozca como fundamentalmente próxima él, a pesar de las diferencias inevitables, alguien que le prepare un lugar y la ayude, durante un tiempo, a tenerse en pie. Sin espacio, sin referencias, sin horizontalidad habitable ni verticalidad significativa, queda reducida a una terrible fuga hacia adelante. El par infernal fabricación/abandono le resultará fatal. Una vez levantada la pared, antes de que la tierra se haya secado, se han quitado los soportes. La única alternativa posible al derrumbe es entonces la violencia. Pues sólo la violencia permite, cuando no se tiene espacio ni referencias, sentirse de pie sobre la tierra; permite proyectarse a un futuro, existir al menos a los ojos de aquél a quien se elimina. La criatura de Frankenstein hace la experiencia que reproducen cotidianamente millares de adolescentes que nunca vivieron, en sentido estricto, en un espacio de seguridad, que nunca encontraron el apoyo de adultos capaces de ayudarlos sin imponerles la sumisión, que nunca pudieron inscribirse, ni inscribir su aventura escolar, en la historia de los hombres... y que se encuentran, de un día para el otro, en la obligación de “ser autónomos”. En resumen: La quinta exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en no confundir la impotencia de la educación respecto de la decisión a aprender con su poder sobre las condiciones que hacen posible tal decisión. Si bien la pedagogía no puede desencadenar mecánicamente un aprendizaje, le corresponde crear “espacios de seguridad” en los cuales un sujeto pueda atreverse “a hacer algo que no sabe hacer para aprender a hacerlo”. Le corresponde también inscribir las propuestas de aprendizaje en cuestiones vivas, capaces de darles sentido.

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La construcción del espacio de seguridad como “marco posible para los aprendizajes” y el trabajo sobre el sentido como “puesta a disposición de los educandos de una energía capaz de movilizarlos respecto de los saberes” son las dos responsabilidades esenciales del pedagogo. Conjugando así horizontalidad y verticalidad, “hace obra educativa”, pues concilia los dos orígenes del verbo educar: educare, “nutrir”, y educere, “encaminarse hacia”, acompañar y criar. � Hacia la conquista de la “autonomía” Sin duda, hay que desconfiar de la noción de autonomía. Está demasiado de moda, demasiado extendida, es demasiado utilizada para ser verdaderamente significativa. Nadie está en contra de la autonomía... Y este simple hecho debería alertarnos. La formación para la autonomía está exaltada en todos los proyectos institucionales... sin que se vea bien en qué se encarna o cómo se concreta. No se trata de algo sencillo: estrictamente hablando, nadie es completamente autónomo: soy más o menos autónomo financieramente, pero no afectivamente, pues dependo de las relaciones que mantengo con mi entorno y del afecto que se me tiene; cuando decido hacer trabajos de plomería en mi baño, no soy autónomo en absoluto, y dependo de la ayuda, los consejos y el apoyo de un amigo competente; en lo que respecta al mantenimiento de mi jardín o mi propia salud, conviene que sepa hasta dónde puedo arreglarme solo y a partir de qué momento es absolutamente necesario que llame a un especialista y le ceda, en ese campo, mi parte de autonomía... En realidad, un ser totalmente autónomo sería, en el sentido propio del texto, un ser “suficiente”, es decir, un ser insoportable para sus semejantes; en tanto que un ser totalmente heterónomo, es decir que no podría bastarse a sí mismo en nada, estaría siempre en peligro de muerte psicológica o física. Si se quiere hablar de autonomía, conviene siempre precisar el campo de autonomía que se intenta desarrollar, el nivel de autonomía que se pretende que las personas alcancen en ese campo y los medios para lograrlo. La definición de campo de autonomía remite a la especificidad de la institución en la cual nos encontramos y de las competencias particulares de los educadores que trabajan en ella: la enfermera se fija como objetivo la autonomía de las personas en la gestión de sus medicamentos cotidianos, la asistente social en la gestión de su presupuesto familiar, el animador del barrio en la gestión del esparcimiento... La escuela, por su parte, debe fijarse como objetivo la autonomía de los alumnos en la gestión de sus aprendizajes: gestión de los métodos y de los medios, gestión del tiempo, del espacio y de los recursos, gestión de las interacciones sociales en la clase como

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“colectividad educanda”, gestión de la construcción progresiva de “sí en el mundo”. El nivel de autonomía debe definirse a partir del nivel ya alcanzado por la persona; debe representar un nivel superior y sin embargo accesible, una gradación del desarrollo que manifieste un progreso real: la autonomía exigida para dirigir la revisión de un trimestre de clases no puede construirse si, previamente, en niveles inferiores, no fue alcanzada la autonomía en el aprendizaje de una lección y la revisión del programa de un mes. Pretender llever a una persona a un nivel de autonomía muy superior el que se encuentra y hacerlo brutalmente es, desde luego, condenarse al fracaso, condenar al otro a la regresión y, en la mayoría de los casos, preparar un regreso a una situación fuerte de obstaculización ¡que se justificará por hecho de que “el otro, como vimos, no es absolutamente autónomo”! Finalmente, el desarrollo de la autonomía requiere la implementación de medios específicos, de un sistema de ayuda y de guía que será progresivamente alivianada. Para convertirse en autónomo en su comportamiento escolar, un alumno debe poder disponer de puntos de apoyo, de materiales, de una organización individual y colectiva del trabajo; debe utilizar un apuntalamiento que primero provee un adulto y que luego es retirado, de manera razonada y negociada, a medida que el alumno puede sostenerse por sí mismo. En este sentido, y como ejemplo, no sirve de nada exhortar sistemáticamente a los alumnos a escuchar una clase y estar atentos: la atención no es un don; se aprende progresivamente y requiere de herramientas muy precisas: así, primero se proveerá a los alumnos de una lista de preguntas cuyas respuestas deberán encontrar en una exposición o en la lectura de una obra; esta lista se transformará luego en un marco más tenue y, a medida que el alumno vaya integrando estas exigencias, los soportes de este tipo podrán desaparecer. Así concebida, la autonomía no es un voto piadoso ni una vana exhortación; no es un estado que se postula para comprobar que no se ha llegado a él y preparar una recuperación autoritaria. Es un procedimiento que permite a cada uno, según la fórmula de Pestalozzi, que nos parece central para comprender la empresa educativa, “convertirse en su propia obra”. Es por ello que, en pedagogía, se debería hablar con mayor frecuencia, aunque la expresión parezca un poco pretenciosa, de “proceso de autonomización”. Para combatir al menos la ilusión de la autonomía como estado definitivo y global en el cual la persona estaría instalada de una vez por todas. La “autonomización” podría así ser comprendida como “principio regulador” de la acción pedagógica, en el sentido kantiano de esta expresión. Como se sabe, Kant distingue los “principios constitutivos”, que remiten a realidades cuya existencia se puede verificar, de los “principios reguladores”, que no corresponden a realidades que podemos encontrar “en estado puro”, sino que sirven de guía para la acción y la orientan oportunamente. Así, nadie ha encontrado jamás “lo Bello”, y sin embargo, todo artista lo busca. “Lo

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Bello” no es, en este sentido, un principio constitutivo, sino regulador de la actividad artística... como “lo Justo” es un principio regulador de la acción judicial... como “la autonomía” puede ser un principio regulador de la empresa pedagógica. En cada actividad, en efecto, y en ocasión de todo aprendizaje, el educador debe esforzarse por autonomizar al sujeto. No suponerlo ya autónomo, sino organizar un sistema de ayudas que le permita acceder a los objetivos que se fija, antes de llevarlo a prescindir progresivamente de tales ayudas y a movilizar lo que ha adquirido, solo, por iniciativa propia y en otras situaciones. Así se perfila una modelización posible del trabajo pedagógico en términos de apuntalamiento y desapuntalamiento (Meirieu, Develay, 1992, p. 117 ss), de empeño y desempeño: hacerle lugar al otro, darle los medios para ocuparlo, organizar los dispositivos que le permitan intentar nuevas aventuras intelectuales fuertes, llevarlo así a estructurarse y ayudarlo luego a enfrentar el mundo, primero con nuestra ayuda y luego, progresivamente, soltándonos la mano y afrontando, solo, nuevas situaciones. Proceso nunca verdaderamente concluido, en el que la ruptura no interviene de manera global y brutal, sino que continúa a lo largo de la existencia, a medida que nuevas ayudas de todo tipo intervienen en su vida y se retiran luego de ésta: un aprendizaje, un libro, un encuentro, un diálogo, pueden constituir así ayudas formativas y contribuir a autonomizar a una persona en un campo determinado, siempre que la persona admita este aporte y no mantenga con él una relación de dependencia, siempre que sepa liberarse de una influencia de la que, sin embargo, no reniega. Así, la autonomización es, en varios sentidos, lo contrario de lo que guía la actividad del doctor Frankenstein con su criatura: cuando hay que ayudarla a construirse, Frankenstein pretende efectuar y concluir esta construcción solo. Cuando hay que crear los lazos entre el que viene y el mundo ya existente, Frankenstein lo abandona en un universo hostil. Cuando hay que ayudarlo a fijarse puntos de referencia, Frankenstein, temeroso de no poder controlarlos él mismo, se abisma en la postración. Cuando hay que intentar construir un futuro posible juntos, Frankenstein quiere imponer su poder. Cuando hay que salir del enfrentamiento y de la “dialéctica del amo y del esclavo”, Frankenstein se queda en la lógica de la relación de fuerzas. No hubo vínculo. No puede haber desvinculación. Y sólo el odio y la complicidad en la carrera hacia la muerte podrán vincular a esos dos seres entre los cuales, decididamente, nada se parece a una relación educativa. En resumen: La sexta exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste entonces en inscribir en el centro de toda actividad educativa —y no, como ocurre muchas veces, en su término— la cuestión de la autonomía del sujeto. A lo largo de toda la educación se gana autonomía, cada vez que una persona se apropia de un saber, que lo hace suyo, lo reutiliza sola y lo reenviste en otra parte. Esta operación de apropiación/reutilización no es un

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“suplemento de alma” que vendría a agregarse a una enseñanza que se efectuaría por otra parte de manera tradicionalmente transmisiva; es lo que debe dirigir la organización misma de toda la empresa educativa. Es, en sentido estricto, aquello por lo cual una transacción humana es educativa: “hacer comer” y “hacer salir”, “nutrir al otro, al que se le ofrecen así los medios para desarrollarse” y “acompañar al otro hacia aquello que nos supera y lo supera a la vez”. � Del sujeto en educación, o por qué la pedagogía es constantemente castigada entre las ciencias humanas por atreverse a afirmar el carácter no científico de la tarea educativa La creación oficial de las “ciencias de la educación” en 1967, en el seno de la universidad francesa, dio lugar a numerosos debates y suscita todavía hoy numerosas polémicas. Es que para el gran público, las “ciencias de la educación” y la “pedagogía” son un poco lo mismo. Sería demasiado largo retomar aquí todas las dimensiones de esta cuestión que hemos abordado en otro estudio (Meirieu, 1995); pero para ir a lo esencial, digamos que la septuagésima sección de las universidades (“las ciencias de la educación”) reúne a docentes, investigadores y estudiantes que se fijan como objetivo un enfoque interdisciplinario de los hechos educativos. En este sentido, el estatuto de las ciencias de la educación no está muy alejado del de la medicina o de las ciencias políticas: en todos estos casos, se recurre a displinas que contribuyen a echar luz sobre las decisiones que no son directamente deducibles de una de ellas. Así, al igual que en medicina, la acción en materia de salud supone la combinación de datos biológicos, fisiológicos, químicos, psicológicos... al igual que en política, las decisiones importantes no corresponden exclusivamente al derecho ni a la demografía, ni a la economía, ni a la historia... del mismo modo, la comprensión de las situaciones educativas requiere diferentes enfoques: sociológico, psicológico, histórico, económico, filosófico, etc. Pero en realidad, en la septuagésima sección coexisten varios tipos de trabajos. Muchos de ellos toman elementos de las metodologías tradicionales de las ciencias humanas, y pertenecen a la epistemología de las disciplinas de apoyo: sobre un fenómeno como el fracaso escolar, existen investigaciones en sociología, en psicología clínica, investigaciones históricas e incluso económicas. Cada una de ellas se inscribe en el paradigma fundador de la investigación científica tradicional: su validez se funda en el método de la prueba y la predictibilidad de sus conclusiones. Hay que probar lo que se postula, elaborar modelos que permitan dar cuenta de los hechos observados y es necesario que los resultados obtenidos puedan también ser obtenidos en situaciones comparables y por otros investigadores, “si los demás parámetros

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permanecen constantes”. Por cierto, en materia educativa, se acepta que existen tantas variables a tener en cuenta que la certeza científica es difícil de obtener. Es por ello que muchos investigadores intentan hacer coincidir aportes que emanan de disciplinas de apoyo diferentes para intentar describir los fenómenos complejos con interacciones múltiples. No es éste el lugar para discutir la validez de tal procedimiento... Pero al menos diremos que la investigación pedagógica, aun cuando se efectúa institucionalmente en el seno de departamentos universitarios de ciencias de la educacion, aun cuando tiene gran interés en informarse sobre las condiciones óptimas del acto educativo, aun cuando debe estar atenta a todo lo que las ciencias humanas puedan aportarle a través de sus diferentes grillas de lectura, no puede participar completamente en el paradigma de la prueba y la predictibilidad. Su método, al contrario, debe integrar la imprevisibilidad constitutiva de la praxis pedagógica, el hecho de que se trata de una actividad que ubica la libertad del otro en el centro de sus preocupaciones y no puede, por ende, pretender predecir nada con la certeza de un científico. El objeto de la investigación pedagógica es, en realidad, producir discursos que ayuden a quienes practican la profesión a acceder a la comprensión de su práctica. Y esto se intenta a través de una retórica específica que se esfuerza, al mismo tiempo, por hacerlos percibir los desafíos en lo que hacen, por permitirles comprender lo que está en juego ante sus ojos y sustentar su inventividad para hacer frente a situaciones a las cuales se ven confrontados. Es por ello que los discursos pedagógicos son híbridos, manipulan a veces el estilo épico, parodian en exceso las posiciones de sus adversarios (“la pedagogía tradicional”), intentan conmover al lector, incluso apiadarlo, manipulan las contradicciones, proponen herramientas, cuentas historias. Se trata, a menudo, de un discurso mediocre que no llega a rivalizar con el de las “disciplinas nobles”, y que tiene dificultades para hacerse oír en la universidad, donde se prefiere poder clasificar las cosas según criterios precisos. Pero es un discurso que el educador reconoce como suyo, porque se reencuentra en él y porque la dificultad de su tarea está, en él, refractada. Esto no significa en absoluto que el discurso pedagógico sea demagógico y manipule los consensos fáciles para obtener la adhesión de sus oyentes o lectores mediante procedimientos dudosos. El discurso pedagógico es, por el contrario, por definición, y a lo largo de toda su tradición, objeto de debates, incluso de polémicas. Porque, en esencia, es un discurso de lo indecidible. Porque inscribe la incertidumbre en el centro de sus opiniones. Porque no es dogmático sino para ser desmentido. Porque intenta echar luz sobre la transacción humana más esencial y más compleja, la que no se deja encerrar en ningún sistema y desborda siempre aquello que se pueda decir de ella. Conmovedor a veces por su ingenuidad, irritante a menudo por su esquematismo, sin dejar a nadie indiferente, es siempre castigado por los “espíritus fuertes”, que preferirían dominar a los seres, así como dirigen las instituciones y organizan su carrera. Pues el pedagogo es débil. Es débil sobre

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todo porque conoce su debilidad. Los otros creen entonces tener preeminencia sobre él. Él sabe que nadie tiene verdadera preeminencia sobre otros hombres o, al menos, que nadie tiene el derecho de hacer de esta preeminencia una empresa. El pedagogo sabe que siempre hay que pensar en el desdichado Frankenstein. En resumen: La séptima exigencia de la revolución copernicana en pedagogía consiste en asumir “la insostenible levedad de la pedagogía”. Porque el hombre reconoce en ella su importencia sobre el otro, porque todo encuentro educativo es irreductiblemente singular, porque el pedagogo sólo actúa sobre las condiciones que le permiten al educando actuar por sí mismo, no puede —salvo poniéndose en contradición con aquello que funda su acción— construir un sistema que le encerraría su actividad en un campo teórico de certezas científicas. Más aún, la noción misma de “doctrina pedagógica” no puede ser sino una aproximación consciente de su fragilidad y del carácter precario de sus afirmaciones. Los más grandes —Pestalozzi y Freinet, Makarenko y Don Bosco, Korczak y Tolstoi— dijeron sólo eso, reconociendo muchas veces la distancia irreductible entre las formalizaciones necesarias para la comunicación de su pensamiento y su “pensamiento en actos”, enfrentados a situaciones educativas concretas. Hoy se quiere reducir la pedagogía a un conjunto de conocimientos surgidos de las ciencias humanas. Pero los conocimientos aportados por las ciencias humanas no constituyen la pedagogía, como tampoco los fragmentos de cadáveres arrancados de los cementerios por Frankenstein permiten la emergencia de un hombre. La pedagogía es proyecto; está sostenida por una verticalidad irreductible a todos los saberes de los que observan, controlan y verifican. Es esperanza activa del hombre que viene. Y antes de pasar al acto..., hay que recordar que los hombres, en su historia, nos han legado al menos tantos planos de mundos imaginarios como de ciudades concretas, y la visita de sus ensoñaciones no carece de enseñanzas. De La Ciudad del Sol de Campanella a la Utopía de Tomás Moro, de las fábricas circulares de Nicolas Ledoux hasta la visión terrible de Londres que nos presenta Orwell en 1984, recibimos el mismo mito fundador de la ciudad que prolonga en el espacio colectivo el infernal proyecto de Frankenstein: el control de sus habitantes en un espacio en el que cada hombre ocupa el lugar que le está destinado, en el que cada uno está inscripto en una red de poderes que lo constriñen y le fijan definitivamente. El obrero en el taller, el contramaestre en los caminos o la plataforma, el ingeniero al mando de las máquinas, el alumno en su pupitre, el docente en el estrado, el director en la torre de control, el jefe supremo detrás de las pantallas de televisión que espían a todos para asegurarse que están en el lugar que les corresponde y no se mueven de allí. Fascinación por la simetría y la organización. Racionalidad y eficacia de la distribución de tareas. Satisfacción

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superior del espíritu, que se alimenta del equilibrio y proyecta en las piedras los planos de los geómetras. Triunfo absoluto de la geometría, que se impone a los hombres olvidando que son “piedras vivientes”, y manteniendo la secreta esperanza de que vendrán a fijarse en la acción perfecta de las proyecciones del espíritu. Es la hipótesis del panóptico —cuyos mejores ejemplos son la arquitectura de la cárcel y del anfiteatro—, que se vuelve sistema de control social y de educación a la vez, confundiendo voluntariamente uno y otro (Foucault, 1975). Pero desde Huxley, sabemos que “el mejor de los mundos” es, en realidad, el peor. Hemos podido observar lo que producía el doctor Frankenstein cuando su proyecto se extendía a las fronteras de lo colectivo. Hemos visto Metrópolis, Terminator y Robocop. Si la literatura no era suficiente, el cine terminó de despabilarnos. Tambien vivimos el horror de la Shoah y de la organización científica de la masacre. Hemos salido heridos y, desde luego, más modestos... más desconfiados sobre todo. Hans Jonas, que sabe de lo que habla, reconoce que “el utopismo se convirtió en la más peligrosa de las tentaciones” (1993, p. 15). Nos invita resistir contra la omnipotencia de una tecnología capaz de abolir, en sus sueños de grandeza y de control, el menor rastro de humanidad. Extraña historia la de un siglo que redescubre los límites de la fantasmática racionalista y se precipita a veces en lo opuesto: las fantasmagorías de lo irracional. Sin darse cuenta de que unas y otras obedecen a los mismos principios, y que no son sino las dos caras de un mismo proyecto: la abolición de los rastros del hombre en un universo saturado de sentido, donde todo está definitivamente en su lugar. Pues tanto lo irracional como lo racional no soportan lo imprevisto. Siempre encuentran una explicación a todo y organizan el mundo acorralando todo lo que no entra en sus planos. El diseñador de una ciudad perfecta estaba en contubernio con el mago y el astrólogo: taumaturgos ambos, se sentían capaces de ver y de prever todo, de saber y de prescribir todo en una arquitectura fantástica que no escapa nunca a su poder: “Señor, he previsto todo para una muerte justa”. Pero para “una muerte”, justamente. ¿Se puede “prever todo” para otra cosa que no sea la muerte? La vida no se prevé, y nada permite anticiparla exactamente, a riesgo de circunscribirla a acontecimientos previsibles, es decir, a algo distinto de la vida, precisamente (Hameline, Dardelin, 1977). Pero tal vez haya otro mundo posible, otra ciudad posible, otra escuela posible. Sería una “especie de escuela”, como diría Alicia, con “especies de personas”, personas extrañas que no hacen nunca lo que se espera de ellas y donde, para quien sabe mirar las cosas de cerca, hay a veces “un conejo que saca un mundo del bolsillo de su chaleco” (Carroll, 1994, p. 41). Una escuela con “especies de espacios”, donde uno pueda aventurarse sin preocuparse demasiado. Una escuela donde uno pueda ocultarse, replegarse un momento en sí antes de intentar algo que ni imaginaba poder intentar. Una escuela con

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“especies de escritorios”, que no son todos iguales y que uno aprende progresivamente a identificar, a asociar con las “especies de personas” que trabajan detrás de ellos y que inscriben, cada una, una historia diferente. En esa escuela hay cosas extrañas y, en pocas palabras, todo es extraño, siempre que se sepa ver bien, es decir, discernir los rastros del hombre para poder dejar uno mismo los propios rastros. Esa “especie de escuela” es la única que existe verdaderamente, por suerte. ¡Siempre que los hombres y las mujeres sepan acompañar allí al niño y sorprenderse con él! Siempre que se aprenda a acoger lo imprevisto, no para erradicarlo, sino para observarlo con ojos curiosos, con esa mezcla de ingenuidad y de seriedad que algunos llaman poesía, otros, ternura, otros, empatía. Siempre que los caminos no estén ya demasiado trazados sino que uno pueda interrogarse, lo más a menudo posible, sobre la dirección a tomar: “Por favor, preguntó Alicia, ¿en qué dirección debo ir? Y el gato contestó: Depende de adónde quieras ir” (Carroll, 1994, p. 105). Pues en el fondo, en esa “especie de escuela”, sin que lo sepan los grandes administradores y los poderosos hombres de gestión, basta con que haya simplemente, algunos gatos y... pedagogos.