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A LOS NIÑOS LES CUENTAN YESSIKA MARÍA RENGIFO CASTILLO

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Page 1: A LOS NIÑOS LES CUENTAN … · había olvidado el regalo de la bruja Irene y pensaba que ser personas diligentes no tiene precio. Eso ayuda a que el mundo sea hermoso. Anoche, la

A LOS NIÑOS LES CUENTAN

YESSIKA MARÍA RENGIFO CASTILLO

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Mi unicornio azul ayer se me perdió,

pastando lo deje y desapareció.

Cualquier información bien la voy a pagar.

Las flores que dejó no me han querido hablar.

Silvio Rodríguez.

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La camelias y los robles voladores

Había una vez unas camelias que estaban bailando con los robles.

Cuando de la nada, aparecieron unos colibrís a conversar.

–¡Bailan hermoso!

–Como el viento en las madrugadas, dijeron los colibrís.

Las camelias abrieron sus dulces bocas y respondieron:

–No se trata de un baile cualquiera, es nuestra boda con los robles.

–¡Cómo!– exclamaron asombrados los colibrís–

–¿Se casaron? –

–Pues… sí, nos casamos.

– Pero, ¿Cómo se casaron y nos invitaron?

– Discúlpenos, pero todo fue tan repentino. Decidimos en la mañana que

queríamos estar eternamente, y los robles nos pusieron los anillos que

fabricaron los sauces. Y nos han casado las mariposas negras, que

danzaban sin cesar en el trigal.

–¡Ah!, nos hubiera gustado estar en primera fila. Siempre nos han

gustado los matrimonios, y quizás hubiésemos conseguido novias.

–¡Perdón! –dijeron nuevamente las camelias–. Les prometemos que

cuando seamos madres los invitaremos al bautizo. Haremos una gran

fiesta, y ustedes cantaran.

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–En serio –dijeron los colibrís–. Eso que dicen es precioso, y seriamos

tan felices. Aceptamos su oferta, y por favor, no lo olviden.

Han pasado dos años, y hoy es el bautizo de los hijos de las camelias y

los robles. Los colibrís están tan hermosos, visten corbatines de colores,

y vestidos marrones. Los pequeños robles, y las pequeñas camelias, no

han dejado de danzar con los colibrís quienes cantan a todo pulmón.

Ahora son las camelias y los robles voladores del viento del norte.

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Lucia, la niña quería su arcoíris

Lucia está triste, y solitaria, le contaba a su papá que quería su arcoíris.

–Te prometo que cuando llegue el invierno lo tendrás –le decía su papá,

tratando de calmarla–.

–¡No! –explicaba ella, furiosa– Yo quiero tener el arcoíris hoy mismo.

¡Quiero que mis barcos de papel jueguen con el!

Su papá no sabía que hacer. No era temporada de invierno, y dónde

conseguiría un arcoíris. No encontraba la manera de explicarle a Lucia

que el arcoíris no tiene dueños, y que nos visita cuando él quiere en casa.

Podría regalarle una muñeca, unos girasoles o visitar la finca de la

abuela, pero el arcoíris era imposible. Pensaba.

Un día, un ruiseñor lo vio cabizbajo, sentado sobre un árbol. Llevándose

las manos sobre su cabeza, y lloraba. Curioso, el ruiseñor se acercó.

–¿Por qué estás tan triste? – le preguntó, cantándole una bella melodía.

–Lucia, mi hija, quiere un arcoíris para ella sola –contestó el papá

acongojado–.

–¿Eso es lo que desea? –manifestó el ruiseñor–.

– Eso… –murmuró el papá colocando sus manos sobre la cabeza–. ¡Pero

no sé cómo llevarle un arcoíris a casa!

–¡Te voy ayudar! –contestó el ruiseñor–. Vamos a traer al arcoíris aquí.

Compra cartulina, y temperas, y mañana te espero aquí.

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El hombre se fue. No sin antes aceptar la ayuda del ruiseñor. A la

mañana siguiente, el papá estaba en compañía del ruiseñor.

–¿Trajiste la cartulina y las temperas? –preguntó el ruiseñor–.

El hombre aún intrigado contestó:

–Sí, traje todo lo que dijiste, pero qué vamos hacer.

–¡El arcoíris! –exclamó el ruiseñor–.

– ¿El arcoíris?, pero nos va quedar lindo, Lucia nos va creer.

–Escucha… –le habló el ruiseñor que había permanecido en silencio–

¡El arcoíris nos va quedar hermoso!, ¿lo entiendes?

Extendió la cartulina, y comenzó a pintar todos los colores que forman el

arcoíris.

–¡Ayúdame por favor! –manifestó el ruiseñor quien estaba lleno de

colores–.

El padre, incrédulo, le ayudo. Al anochecer habían terminado, y el

arcoíris estaba ahí.

El hombre estaba feliz, y agradecido con el ruiseñor. Lucia sería la niña

más feliz del mundo.

–No sé cómo pagarte querido ruiseñor –dijo el padre–.

–No me debes nada, solo aprender a creer que es posible todo, y que el

miedo no deja surgir a los hombres –contestó el ruiseñor–.

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El hombre prometió que así lo haría.

Al llegar a casa Lucia estaba dormida, y el padre la despertó.

–Hija, mañana estará tu arcoíris en el jardín de casa, y jugará con tus

barcos de papel –le contó el hombre.–

–¿El arcoíris? ¿Vendrá mañana a casa? Padre, estoy muy feliz, y no lo

voy a dejar ir. ¡Muchas gracias! –dijo Lucia.–

–Descansa, y mañana lo verás –respondió el padre–.

Al despertar Lucia corrió al jardín de casa, y vio ese hermoso arcoíris

que estaba ahí. No podía dejar de saltar y agradecer a su padre. Trajo

todos sus barcos de papel y empezó a jugar ahí, hasta el mediodía.

El padre la llamó y le dijo:

–Lucia el arcoíris ha venido a casa, pero no es solamente tuyo. Otros

niños también lo necesitan, y por eso se quedó solo este pedacito de él

contigo.

La niña, que había estado en silencio, había comprendido que no todo

podía ser suyo, y que otros niños también amaban el arcoíris. Y

respondió:

–Comprendo papá, y soy feliz con este pedacito. Porque ahora soy una

niña que tiene su arcoíris, y gracias a ti.

El hombre sonrió, y le dijo:

–Así es hijita, eres la niña del arcoíris.

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Los saturnos y el cielo

En cierto pueblo muy lejano había unos saturnos que eran amigos del

cielo. Los saturnos acariciaban al cielo en días de primavera, y el cielo

les ofrecía estrellas que alumbraban sus anillos. Un día se reunieron.

¿De qué sirve si solo estamos nosotros? –dijeron–, si Plutón esta tan

lejos, Marte sigue enojado, Venus es tan bello, y Júpiter tiene 12 lunas y

no los vemos.

El cielo que, estaba contemplando las bellas nubes que se iban a jugar

con el invierno respondió: amigos, nuestra amistad lo es todo. Y ellos

vendrán a visitarnos cuando quieran, pero siempre seremos una familia

nosotros. No hay por qué estar tristes, el sol y la luna no permanecen

juntos, y se aman. Lo han visto.

Los saturnos habían comprendido que eran esa familia que nadie podría

separar. Y contestaron: tienes razón querido cielo, y perdónanos, somos

una gran familia, y eso nadie nos lo podrá quitar. Hemos aprendido a ser

más agradecidos, y a amarte más. Se abrazaron y se fueron a jugar con

las cometas que hoy venían a visitarlos.

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La muerte de Malena

La vieja Malena, canosa, y ciega, esta acostada en la alfombra de la casa.

Aun ve algunas sombras y reconoce la voz del duende, su amo. También

para él es cruel la vejez: cumplió setenta años y ninguno de sus hijos ha

venido a verlo. Se dio cuenta de que no lo necesitan como años atrás,

cuando jugaban en el parque. Trata, sin embargo, de ser útil con sus

azucenas que lo hacen sonreír en días sombríos.

Malena también alegra sus días y lame su rostro, quizás recordándole que

lo ama como el primer día.

Pero esta mañana, no ha abierto sus agotados ojos, no ha ladrado, y no ha

ido a la habitación del duende. Este se ha despertado un poco exaltado,

no es normal que Malena no lo busque sino lo ve. Es hora de ir a

buscarla, se dice. Entre silbido y gritos la llama, pero no responde.

Cuando llego a la sala, Malena estaba acostada en la alfombra, y más fría

que un tempano de hielo. Se había ido en la madrugada al cielo perruno,

y el duende no paraba de llorar.

Pero ella merecía un entierro digno, y en la tarde la ha sepultado en el

jardín de casa. No sin antes recordarle que la amaba con todo su corazón,

y que pronto se verían en el cielo.

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Ha pasado un mes desde la muerte de Malena, y ha nacido una rosa

blanca en su sepultura, el duende sabe que es ella cuidándolo. Ha dejado

de llorar, y ahora cuida la rosa como si fuese su Malenita.

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La mariposa más bella

Hace veinte años conocí a la mariposa más bella. Tenía colores rosa,

azules y verdes, que enamoraban al más simple de los hombres. Se

alimentaba de las larvitas más lindas del jardín, y jugaba con los rostros

de los niños con sus dulces alas. Esas alas cantaban al viento en otoño,

y su boquita tan chiquita se toma el agua cristalina de las fuentes.

Una mañana quería irse conmigo a casa, y le conté que no podía ser.

Ella tenía que vivir entre árboles, flores, larvitas y fuentes de agua, que

la harían más bella de lo que era. Mi casa era fría y no tenía nada de esto

para ofrecerle, pero le prometí que vendría a verla todos los miércoles.

Me besó la frente, y lo aceptó con una bella sonrisa.

No ha dejado de ser bella, aunque esta tarde me contó que se iría al

cielo, estaba muy vieja y debía descansar. Lloré tanto, y ella me consoló,

prometió que cada amanecer dejaría sus colores en el firmamento por

mí. Me tranquilicé, pero el viejo Octavio hoy parte al cielo y le pedí que

la besara por mí, y que le recuerde que no hay un día que no la ame.

Porque siempre será mi mariposa más bella del mundo.

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Manolo y la Rana del pupitre

Aquel día, la maestra Hermelinda nos visitó en el aula para recordarnos

el cuidado del medio ambiente. Nos dijo que no podíamos botar basura

en el suelo, arrancar las hojas de las flores, los árboles y jugar con los

animales, porque ellos también sufrían. Me acordé que el día de ayer me

encontré una rana en el jardín de la escuela y le puse Lupita, pero no

quería regresarla. Nos quisimos desde que nos vimos, así que no sería

justo separarnos. Pero las palabras de la maestra trabajaban en mi

cerebro, y no podía tener a Lupita en casa, la pobre sufría aunque no me

lo decía.

En la noche le conté a Lupita todo lo que dijo la maestra, y ella se puso a

llorar y me dijo «es cierto lo que te dijo la maestra. Pero no te quiero

abandonar, y podría aguantar todo ese sufrir por ti». Le dije que no, mi

amor no podía ser egoísta. Ella regresaría a casa mañana y nos veríamos

en los descansos de la escuela, así nuestro amor nunca moriría. Se puso

feliz, y me besó. Ahora nos hablamos todos los días.

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La bruja Irene

En un país muy lejano que habitaban violetas y cisnes, vivía la bruja

Irene. No tenía dientes, pero tenía el cabello más largo que el de

Rapunzel en el que jugaban las dulces abejas. Ella tenía un corazón más

bueno que un pan, y le prometió a Sara que si obtenía las mejores

calificaciones de la escuela, obedecía a su madre y daba de beber a los

peces dorados, le daría la pelota más grande del mundo y podría

conocer las capitales de algunos países en esa pelota. Sara se esforzó

durante todo el año en obtener las mejores calificaciones, obedecer a su

madre y darle de beber a los peces dorados, eso la hacía feliz. Tanto, que

había olvidado el regalo de la bruja Irene y pensaba que ser personas

diligentes no tiene precio. Eso ayuda a que el mundo sea hermoso.

Anoche, la bruja Irene esperó a que ella durmiera y le dejó la pelota más

grande del mundo con las capitales de algunos países. También le dejó

una nota que decía:

Sara estoy tan orgullosa de todo lo que has hecho, y lo que piensas

de la diligencia, que espero nunca dejes de ser la niña que eres. El

mundo es muy cruel, y se necesitan corazones como tú. Te quiero.

La bruja Irene.

A la mañana siguiente Sara encontró la nota con la pelota más grande del

mundo con las capitales, y solo pudo agradecer el ser afortunada por

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tener un corazón al servicio de todos. Hoy ha jugado en la escuela con la

pelota, y ha aprendido que la capital de Turquía es Estambul.

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El regalo de la Luna

Un niño alemán le dice a la Luna:

–¡Sálvame!, encontré a los perros lobos esta mañana. Me hicieron un

gesto de amenaza. Esta noche, quisiera que me llevaras a casa por

milagro.

La bondadosa Luna le regala un caballo y dinero para que regrese a su

hogar.

La Luna encuentra a los perros lobos y les pregunta:

–Esta mañana, ¿por qué le hicieron un gesto amenazaste al niño?

–No era un gesto amenazante, querida Luna –le responden–, sino de

sorpresa, pues lo vimos lejos de casa y deseábamos ayudarlo. Pero tu

regalo lo llevará seguro a los brazos de su madre, que no ha dejado de

llorar desde su partida.

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La serpiente feliz

Cuentan los labradores de tierras árabes, que hace muchos años vivía

entre las campesinas la serpiente feliz. No dejaba un solo día de ayudar

a las mujeres a sembrar, a cuidar a los niños y traer orquídeas a las

mesas. Pero, una mañana, se enamoró del señor serpiente, y hoy se

casará en la muralla china. Las mujeres han sufrido mucho, pero son

felices al ver las fotografías que esta les ha enviado de sus primeros

hijos, y lo feliz que es, siendo parte de la dinastía china. Prometieron ir a

visitarla el próximo año, si la cosecha de frijoles trae mucho dinero a

casa, y eso hace feliz a la serpiente.

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El búho que pintaba retratos

En las calles de la Florida, cerca de las playas frías, vivía el búho que

pintaba paisajes. Solía pintar todos los paisajes que su padre le había

enseñado en la niñez, y quizás lo único que le faltaba era pintar las

magnolias que traía su madre, la señora búho, a casa. En la noche vio las

magnolias en el florero y empezó a pintarlas en su lienzo, quedaron tan

bellas que parecía que se hubiesen pasado del florero al lienzo. Al ver el

cuadro, el señor búho sonrió, y no pudo dejar de besar a su hijo y

recordarle que había nacido para pintar. El búho se alegró, y se ha ido a

Paris, deseaba pintar esos paisajes que enamoraron a los señores búho.

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La niña del vestido azul

Al principio, en las montañas del sur de la ciudad, el abuelo contaba que

los ojos de la niña Cristal se habían hinchado como un tomate de tanto

llorar. La pobre no llegó cuando el hada madrina repartió los obsequios

a los otros niños de la escuela y no paraba de repetirse «por qué no le

hice caso a la tía Nina. Si hubiese sido puntual, como lo decía ella,

tendría el vestido azul que tanto soñaba».

Duró dos semanas pidiéndole al hada madrina que regresara con las rosas

amarillas que el sol le regaló, y jamás volvería a llegar tarde. El hada se

compadeció ante sus súplicas, y ha llegado esta tarde de invierno con el

vestido azul. Tan pronto Cristal la vio, su corazón se quería salir y sus

labios no paraban de sonreír. Se abalanzó sobre el hada y no paraba de

besarla y abrazarla, y prometerle que sería la niña más puntual del

mundo.

El hada se alegró al oír sus palabras, y le dijo: «Cristal, recuerda que lo

prometemos lo debemos cumplir. Aquí está tu vestido azul, y el domingo

diviértete en la fiesta de Antonia».

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Desde ese día, cuenta el abuelo, que cada vez que suenan las campanas

del reloj de la Plaza de Bolívar, es Cristal recordándoles las horas a los

impuntuales.

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El mundo de los príncipes

Hace muchos años en Uruguay, en los tiempos de los castillos felices, en

un lugar llamado Montevideo, había un castillo en el que vivían unos

príncipes de seis y diez años, que tenían los ojos marrones, cabellos

negros, trajes celestes. En el castillo, los príncipes hablaban con Mariela

sobre los dulces que les traería el rey y los perritos que les traería la

reina, eso los haría felices.

Mariela se alegraba de oír las dulces palabras de los príncipes, y el

cuidado que tendrían con los perritos que llegarían al palacio. Ella les

hizo prometer que comerían los dulces con precaución, demasiados

dulces dañarían sus dientes y causarían una batalla de dolor en sus

estómagos. Los niños, al oír esas palabras de Mariela, prometieron que

comerían uno por día. Además, ella les recordó que los perritos también

lloran, y necesitan de nuestro amor y cuidado. De lo contrario se

marcharían a una selva de azucenas y pinos, y jamás regresarían.

Deberían cuidarlos como si fueran ellos mismos, y los príncipes

prometieron que lo harían.

Ha pasado una semana, y los príncipes cumplen sus promesas. Han dicho

que el mundo de los príncipes es de dulces, animales y mucho amor.

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Sarita y las flores

Por la mañana, en casa de Sarita había tamales y chocolate para

desayunar. Sarita salió de su habitación al notar el inconfundible aroma

que se esparcía por toda la casa. Al llegar al comedor, se encontró con

sus padres y sus hermanos menores, Nicolás y Daniel. Quienes estaban

haciendo los planes del día. «Voy llevar a Nicolás al museo», dijo la

madre. «Dani y yo, iremos a comprar unos libros», dijo el padre.

Sarita había permanecido en silencio mientras todos hablaban de sus

planes, sin dejar de pensar: «¿Y yo, qué haré?». Sarita era la hermana

mayor. Daniel y Nicolás eran el centro de atención de la familia. La niña

no decía nada, pero pensaba: «Si no me preguntan nada, es porque no les

importo». Cuando sonó el teléfono, y era Luz, su amiga, quien la

invitaba a cuidar las flores al parque, Sarita aceptó, encantada. Cuidaría

las flores, eso le fascinaba.

Cuando regreso a casa, vio unos chocolates a su nombre. De pronto, se

escuchó la voz de todos: «Felicitaciones, supimos que defendiste las

flores de una niña». «Estamos muy orgullosos de ti, y tu amor por la

naturaleza». Sarita se puso feliz, comprendía que era importante para su

familia.

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La jirafa feliz

Hace muchos años, en la Plaza de Bolívar, el abuelo del niño Tulio

Vásquez se encontró con la jirafa feliz. Cuenta el señor que la jirafa

lloraba desconsolada porque había dejado la Amazonia colombiana. No

volvería a comer hojas de sauces, ni tomar del agua cristalina del río, y

no jugaría con el sol rojizo de las cuatro de la tarde.

Unos hombres altos, con los ojos celestes y unas máquinas corrosivas

han devorado todo. Ayer, cuando la jirafa se vino a la ciudad, vio como

lloraba la tierra porque su hermosa sangre negra salía sin cesar. Y le

prometió a la tierra que traería soluciones para su mal.

En una reunión larga y tendida, ha firmado un acuerdo con el Ministerio

del Medio Ambiente sobre los cuidados de la naturaleza que la vio nacer.

Por eso, la jirafa está feliz. Nicolás contó la historia del abuelo de Tulio

en casa, y su padre solo pudo decir: «Si no cuidamos el medio ambiente

botando la basura en las canecas, no desperdiciando el agua y amando a

los animales, la jirafa no volverá a hacer feliz». Nicolás sonrió y

prometió cuidar a la naturaleza, que es la madre de todos.

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Yessika María Rengifo Castillo: escritora colombiana. Docente,

licenciada en Humanidades y Lengua Castellana, especialista en

Infancia, Cultura y Desarrollo, y Magister en Infancia y Cultura de la

Universidad Distrital Francisco José De Caldas, Bogotá, Colombia.

Desde niña ha sido una apasionada por los procesos de lecto-escritura, ha

publicado en varias revistas Ha participado en diferentes concursos

nacionales e internacionales, de cuentos y poesía. Autora del poemario:

Palabras en la distancia (2015), y los libros El silencio y otras

historias, y Luciana y algo más que contar, en ellibrototal.

Recientemente ha publicado su tercer y cuarto libro: La espera, bajo el

sello editorial Historias Pulp, y Entre causas y otras causas, en la casa

editorial Letroides. Ganadora del I Concurso Internacional Literario de

Minipoemas Recuerda, 2017 con la obra: No te recuerdo, Amanda.

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