a la sombra de las muchachas rojas · con un violinista en el tejado y una paloma susti tuyendo al...

2
Los Cuadernos Inéditos A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHAS ROJAS Francisco Umbral Habr que lanzarse de una sola vez contra el lenguaje (Rimbaud), dejándolo cam- biado y conmovido para siempre. André Breton T odavía una mano de niña inesperada, to- davía una mano de candor rtivo, des- cendiendo a la gruta mitológica de tu sexo, cabrón, tomando con caricia y respeto, con suavidad y levedad, con demorado tacto colegial, tu erección rmacéutica, los dos dioses esroidales y mediados, la leyenda del falo y los testículos, como en un museo, como la geni- talidad en yeso de una estatua griega, abstrayén- dome, la niña, haciéndome obvio y distante, dis- traída ella, aplicada y aprendiza, con la arqueolo- gía sexual de mis órganos caballeros, llegada, se diría, a lo más escondido y expresivo de un museo de reproducciones, ese museo que quizá ya soy yo mismo y donde imito en escayola y plástico al que i hasta los cuarenta años. Delicadamente osada, la niña. · · · Por qué, por qué, por qué a la sombra de las muchachas rojas, o drogotas, o aladas con las alas del humo y la distancia: Sobre nosotros, el techo es de música y obcecación, un piano trabaja en mejorar sus notas, un compositor arreglista tra- baja en un viejo hit, poniéndole al día, y golpea el hierro ío de su música antigua en la agua apa- gada del piano ya viejo. Le está queriendo dar vida, el minucioso arreglista, al que conozco de otras cosas (pelo juvenil y corto, gafitas rmales, seriedad y concentración), le está queriendo dar vida a una canción muerta, trabaja en ella como esta niña trabaja en mí, piano vertical, ahora hori- zontal por exigencias del apareamiento (aunque también hubo un preludio a la verbena de la pa- loma muerta, en pie por los pasillos y contra .las paredes), ·jadeante la muchacha en sus veinte años, ahogada por mis besos y por el alto sqét�r/ que hoy se ha puesto. Trabaja en mí, pon al día la partiturá rota de mi < pecho, este músico del piso de arriba, hace sonar las notas roncas y desmemoriadas, que a veces - sueltan los viejos pianos, esta niña que sabe de Mozart, que es Mozart con melena de contrapor- tada de un disco, negra melena periférica de mo- rena delgada y pálida a la que algo, por dentro, le va comiendo la morenez día a día; un cáncer sen- timental, una anemia usicaf o un novio torpe de provincias. Y me gusta observar eso, mientras ella observa con los dedos, aún rozados de avemarías, la mito- logía ya casi submarina de mi sexo. Me gusta 105 observar el progreso lento y a saltos (golpes de palidez) de la cosa que en ella va comiendo por dentro, va devorando un moreno ángel de sexo menstrual que desafía a Trento (e incluso a treinta), para dejarme, aquí y ahora, bajo el piano de los arreglos, diplodocus que se alimenta de canciones irrecordables y' sobre todo, del acaso del músico, para dejarme aquí y ahora, digo (meandros y hostias del párrafo largo proustiano), un Mozart femenino, adolescente, con los ojos asustados de cuervos de marihuana (el papel de mar Jean sobre la mesilla, para liar el poo) y la cara enharinada de una eucaristía dulce, oscura y doncella. Chagall, naturalmente. Chagall suelta sus ánge- les azules por toda la casa, distribuye novias y vírgenes como corona del lavavajillas, extiende un rosa y un azul, un rojo y un verde por las paredes y los espos, llena el apartamento de burros vio- linistas y carteros rusos de antes de la Revolución, Chagall está con nosotros como estuvo alum- brando con su linterna sola de colores, con su linterna/lucerna, toda la poesía lírica de mi adoles- cencia, como ha invadido luego (ya una vida entre meres) los lechos más revueltos y diciles, y ha aspaso de cángeles como espadas con nieve o novias interminables, todas las casas de Mrid y provincia donde he hecho el amor y no la guerra, donde hicimos la guerra del amor, .así que cuando por primera vez, y luego por segunda y por ter- cera, he estado ante los cuadros de Chagall (en Amsterdam se guardan/exhiben algunos muy her- mosos, de espaldas al Domm o cosa así), pues me he sentido muy solo, porque Chagall es una alcoba con un violinista en el tejado y una paloma susti- tuyendo al florero que no tienen los pobres, y todos hemos hecho el amor en Chagall, hemos jodido en Chagl, como ahora Mozart y yo, muy bien el Braque analista para analizarlo en el café, muy bien el Tapiés de las tapias para inaugurar exposiciones en ruinas gloriosas, entre críticos de

Upload: others

Post on 24-Mar-2020

3 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Los Cuadernos Inéditos

A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHAS ROJAS Francisco Umbral

Habría que lanzarse de una sola vez contra el lenguaje (Rimbaud), dejándolo cam­biado y conmovido para siempre.

André Breton

Todavía una mano de niña inesperada, to­davía una mano de candor furtivo, des­cendiendo a la gruta mitológica de tu sexo, cabrón, tomando con caricia y

respeto, con suavidad y levedad, con demorado tacto colegial, tu erección farmacéutica, los dos dioses esferoidales y mediados, la leyenda del falo y los testículos, como en un museo, como la geni­talidad en yeso de una estatua griega, abstrayén­dome, la niña, haciéndome obvio y distante, dis­traída ella, aplicada y aprendiza, con la arqueolo­gía sexual de mis órganos caballeros, llegada, se diría, a lo más escondido y expresivo de un museo de reproducciones, ese museo que quizá ya soy yo mismo y donde imito en escayola y plástico al que fui hasta los cuarenta años. Delicadamente osada,la niña.

· · ·

Por qué, por qué, por qué a la sombra de las muchachas rojas, o drogotas, o aladas con las alas del humo y la distancia: Sobre nosotros, el techo es de música y obcecación, un piano trabaja en mejorar sus notas, un compositor arreglista tra­baja en un viejo hit, poniéndole al día, y golpea el hierro frío de su música antigua en la fragua apa­gada del piano ya viejo. Le está queriendo dar vida, el minucioso arreglista, al que conozco de otras cosas (pelo juvenil y corto, gafitas formales, seriedad y concentración), le está queriendo dar vida a una canción muerta, trabaja en ella como esta niña trabaja en mí, piano vertical, ahora hori­zontal por exigencias del apareamiento (aunque también hubo un preludio a la verbena de la pa­loma muerta, en pie por los pasillos y contra .las paredes), ·jadeante la muchacha en sus veinte años, ahogada por mis besos y por el alto sqét�r/ que hoy se ha puesto.

Trabaja en mí, pon al día la partiturá rota de mi<

pecho, este músico del piso de arriba, hace sonar las notas roncas y desmemoriadas, que a veces

- sueltan los viejos pianos, esta niña que sabe deMozart, que es Mozart con melena de contrapor­tada de un disco, negra melena periférica de mo­rena delgada y pálida a la que algo, por dentro, leva comiendo la morenez día a día; un cáncer sen­timental, una anemia ínusicaf o un novio torpe deprovincias.

Y me gusta observar eso, mientras ella observacon los dedos, aún rozados de avemarías, la mito­logía ya casi submarina de mi sexo. Me gusta

105

observar el progreso lento y a saltos (golpes de palidez) de la cosa que en ella va comiendo por dentro, va devorando un moreno ángel de sexo menstrual que desafía a Trento (e incluso a treinta), para dejarme, aquí y ahora, bajo el piano de los arreglos, diplodocus que se alimenta de canciones irrecordables y' sobre todo, del fracaso del músico, para dejarme aquí y ahora, digo (meandros y hostias del párrafo largo proustiano), un Mozart femenino, adolescente, con los ojos asustados de cuervos de marihuana (el papel de fumar Jean sobre la mesilla, para liar el porro) y la cara enharinada de una eucaristía dulce, oscura y doncella.

Chagall, naturalmente. Chagall suelta sus ánge­les azules por toda la casa, distribuye novias y

vírgenes como corona del lavavajillas, extiende un rosa y un azul, un rojo y un verde por las paredes y los espejos, llena el apartamento de burros vio­linistas y carteros rusos de antes de la Revolución, Chagall está con nosotros como estuvo alum­brando con su linterna sola de colores, con su linterna/lucerna, toda la poesía lírica de mi adoles­cencia, como ha invadido luego (ya una vida entre mujeres) los lechos más revueltos y difíciles, y ha traspasado de arcángeles como espadas con nieve o novias interminables, todas las casas de Madrid yprovincia donde he hecho el amor y no la guerra,donde hicimos la guerra del amor, .así que cuandopor primera vez, y luego por segunda y por ter­cera, he estado ante los cuadros de Chagall (enAmsterdam se guardan/exhiben algunos muy her­mosos, de espaldas al Domm o cosa así), pues mehe sentido muy solo, porque Chagall es una alcobacon un violinista en el tejado y una paloma susti­tuyendo al florero que no tienen los pobres, ytodos hemos hecho el amor en Chagall, hemosjodido en Chagall, como ahora Mozart y yo, muybien el Braque analista para analizarlo en el café,muy bien el Tapiés de las tapias para inaugurarexposiciones en ruinas gloriosas, entre críticos de

Los Cuadernos Inéditos

10�

solapa anticuada y marquesas menopáusicas a quienes les acaban de robar el título por el proce­dimiento del tirón, muy bien Palazuelo, Vasarely, la Virgen del Carmen, para teorizar un poco, para torear/teorizar en las cenas bien de las casas su­midas en Mezquita, Moreno Carbonero y otras carbonerías, epatando el burgués a la aristocracia, pero la intimidad, la chica sola, los libros de Alar­cos Llorach; los libros de Alarcos que me hacen llorar, de bellos y difíciles, la música y la silen­ciosa braga deslizante, todo eso requiere Marc Chagall, dos, tres generaciones hemos sido inqui­linos, amantes, estudiantes en un poster de Marc Chagall, hemos existido y fornicado en su pensión azul, entre perros/paloma y pobres y trineos.

Mozart ha venido de un mar cargado de fruta y unas noches encendidas de cocaína a instalarse en un Chagall madrileño, a vivir de inquilina en el interior de· un poster de Chagall, confortable de pájaros tropicales y fogatas que están como del. otro lado del cuadro, iluminando la noche negra de nieve.

Mozart, decíamos ayer, tiene el pelo de tinta de Leonardo y los pies de ligereza suelta y musical. Mozart tiene el pecho siempre ahogado de algo y la voz ensombrecida por un rencor que no e� nada. Acude a ella la provincia, acuden los ami­gos, mares atlánticos o mediterráneos, viejos que la pasean en carroza por el dobladillo fino de la lluvia.

Mozart ha dado a luz una gata parda y piza­rrosa, una gata que se llama Cocaína, y Cocaína mira el mundo y el Chagall con ojos de odio verde y plana nariz inteligente. En el piso de arriba, un hombre está siendo lentamente devorado por su piano, como un diplodocus que pastase huesos vivos, música y fracaso. En el piso de abajo estoy yo, está Mozart, está Chagall, está Cocaína, y pienso, mientras la mano virginal de Mozart re­parte su colonia -sólo olor- por mis anfractuosi­dades sexuales, que todos componemos un Cha­gall de media tarde, un poster de azules desvaí­dos, un affiche que va perdiendo sus palomas, como una jaula rota, un cartel que es todo un edificio, confusión de sexos y pianos, de gatos y arreglos/desarreglos musicales, y esta conciencia de lo tan sabido.

· ·

Atletas de Picasso asisten a nuestro cansancio, contemplan el vencimiento de los cuerpo§jodidos y elevan un violín leve en un juego de'j:,esas. Si a Mozart le sube la fiebre, las llamas de la tarde incendian el cortinaje, y remotos teléfonos se inte­resan por el paso del tiempo. Cómo salir de aquí, cómo quedarse aquí, cómo quedarme, cómo esca­par a la masticación lentísima del mes, a la rumia musical del piano, a esa dentadura de marfil, mú­sica y días blanquinegros que nos va devorando, Mozart, niña, que nos va devorando, mientras Emilio Alarcos Llorach, inves- � tido de libro, va derramando harina de .. ., sus páginas cuando las cortas por el borde. (Fragmento).