2015.02.28. luis chitarroni

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 El cuento por su autor El mal de uno Por Luis Chitarroni SAB 28.02.15 El mal de uno comenzó con otro título (que ya no recuerdo), como segunda parte forzada y un poco misteriosa de una narración distinta, “El síndrome de Pickwick” (publicada en  VeranoI12 dos años atrás), la tercera de una serie bauti- zada Tres relatos de época: “Miseria de un real”, “Por un presente griego”, “El secreto de muerte”. Porque estuve más atento a la voluptuosidad y la violencia de los desvíos que a la disciplina, el plan completo no llegó a ejecutarse (aunque una perseverancia intermitente tampoco me permita abandonarlo). En realidad, esta última parte desplazó a las prece- dentes y se apoderó del argumento. Se trata de una débil venganza urdida por unos ex compañeros del narrador, a quienes ofendió lo que él escribió en un relato anterior a todos (presumible e in- directamente “El carapálida”). El mal de uno se intercala en la trama antes del desenlace –la venganza efectiva incluida en “El síndrome...” como una simulación de compás de espera o una digresión desventurada o desguarecida—. Pablito Tesore es el mensajero de los vengadores (Moncloa, Sufeito, Ingrao), pero prolonga y precipita con su falta de presencia de ánimo los acertijos y ace- chanzas de la nostalgia implícitos en al- guien tan inoportuno. Su mal, el mal de Muybridge, contagia desde que es nom- brado cada una de las evocaciones y re- cuerdos, que refieren o difieren la respi- ración de un mundo paralelo, plagado de detalles garrafales, tal vez apócrifos. Una advertencia final, destinada a mí más que a los lectores, termina de in- fundir a todo una especie de egoísmo circular desorbitado (al que ni siquiera podemos acusar de stendhaliano). A pesar del gusto que me dan los títulos sencillos, como los Gusmán o de Aira, y como efecto residual de mi servidumbre de editor, los que a mí me tocan no lo son y pululan como un subtitulado en- torpecedor a lo largo de todos lo que escribo, como si una indecisión o una ambivalencia (menos digna de Gracián que de Empson, prefiero creer) ensucia- ra con su obsesión nominativa la senci- lla transparencia –grácil, suele convenir- se– del relato.

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Cuento de Luis Chitarroni, publicado por Pagina 12.

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  • El cuento por su autor

    El mal de unoPor Luis Chitarroni

    SAB 28.02.15

    El mal de uno comenz con otro ttulo(que ya no recuerdo), como segundaparte forzada y un poco misteriosa deuna narracin distinta, El sndrome dePickwick (publicada en VeranoI12 dosaos atrs), la tercera de una serie bauti-zada Tres relatos de poca: Miseria deun real, Por un presente griego, Elsecreto de muerte. Porque estuve msatento a la voluptuosidad y la violenciade los desvos que a la disciplina, el plancompleto no lleg a ejecutarse (aunqueuna perseverancia intermitente tampocome permita abandonarlo). En realidad,

    esta ltima parte desplaz a las prece-dentes y se apoder del argumento. Setrata de una dbil venganza urdida porunos ex compaeros del narrador, aquienes ofendi lo que l escribi en unrelato anterior a todos (presumible e in-directamente El caraplida). El mal deuno se intercala en la trama antes deldesenlace la venganza efectiva incluidaen El sndrome... como una simulacinde comps de espera o una digresindesventurada o desguarecida.

    Pablito Tesore es el mensajero de los

    vengadores (Moncloa, Sufeito, Ingrao),pero prolonga y precipita con su falta depresencia de nimo los acertijos y ace-chanzas de la nostalgia implcitos en al-guien tan inoportuno. Su mal, el mal deMuybridge, contagia desde que es nom-brado cada una de las evocaciones y re-cuerdos, que refieren o difieren la respi-racin de un mundo paralelo, plagadode detalles garrafales, tal vez apcrifos.

    Una advertencia final, destinada a mms que a los lectores, termina de in-fundir a todo una especie de egosmo

    circular desorbitado (al que ni siquierapodemos acusar de stendhaliano). Apesar del gusto que me dan los ttulossencillos, como los Gusmn o de Aira, ycomo efecto residual de mi servidumbrede editor, los que a m me tocan no loson y pululan como un subtitulado en-torpecedor a lo largo de todos lo queescribo, como si una indecisin o unaambivalencia (menos digna de Gracinque de Empson, prefiero creer) ensucia-ra con su obsesin nominativa la senci-lla transparencia grcil, suele convenir-se del relato.

  • .03.02

    SAB 28.02.15

    Era rencoroso y persistente Pa-blito Cocoliedro Tesore, casi co-mo yo. Pidi permiso para ir al ba-o. No exagero, levant la mano.Despus me pidi un cigarrilloporque estaba dejando de fumar.Por suerte haba un atado que sehaba olvidado Madrigal.

    Cuando volvi, dijo:Me doy cuenta de que no soy

    la persona adecuada (en este caso,su nica rebelin era con la sinta-xis: no subordinaba por recato) pa-ra lo que me pidieron que haga.Ellos (pellizc el aire de nuevocon comillas invisibles, en un nue-vo acto de sumisin, esta vez a susprotectores) me dijeron que pen-sara en otro para la campaa delreencuentro. Que te hiciera compa-a, que se pareciera ms a vos. Ya m se me ocurri... el ChinoWiesbaden. Justo en el bao,mientras miraba eso colgado quetens... qu es?.., se me ocurri.Qu es eso que tens colgado enel bao?

    Ellos eran los de siempreMoncloa, Sufeito, Ingrao, excompaeros de la secundaria conlos que no haba quedado yo enbuenos trminos cuando la termi-namos.

    Vos te debs acordar, porque...se llevaban bien con el Chino,Turati y vos?

    Le dije que s, que nos llevba-mos bien.

    Por favor, no lo tomes a mal.Todo el mundo tiene celular. Ellosa m me usan como una especie decomodn y me piden cosas.

    Lo del bao es el regalo de unamigo. Fondo de Hiroshige, un re-ady made te explico qu es mstarde. Mandame un mail, Pablo,despus de consultarlos.

    Un amigo o una amiga? pre-gunt entonces Pablo, porque es-t firmado con labial. Y no tensque explicarme qu es un redimeiporque lo s, aunque mi mujer nolo pronuncia as. (Quin era sumujer? Qu hacan esas palabrasen la despintada boca de Pablo?)

    Cierto que ste es un pas gene-roso. Y ahora, agreg, guerfrendi.Dej de hacerte el raro vos.

    Creo que no le gust mi sonri-sa, que no era irnica, slo unreconocimiento tardo de lo quehaba dicho.

    Si quers armamos una colectay te regalamos el celu. El Chino esparecido a vos, siempre anda in-ventando cosas. Era un bocho, teacords? Escribi un toco de li-bros. De Educacin y de los otros.Tiene ms chapa y cocardas...

    Los auriculares gigantes le da-ban un aspecto un poco sobrenatu-ral a Cocoliedro. Haba venidooyendo indistintamente Phil Co-llins y Manhattan Transfer. A unopor nostalgia; a los otros porque selos haba perdido. Ahora asista aun coro de desafinados que diriganuestro ex compaero NelsonFreire. Se haba convertido en di-rector de coros, Freire?, pregunt.

    No, no, es kinesilogo me di-jo Pablito Tesore. Agreg:

    Y desafinado, como yo.Cuntos inspectores de apa-

    riencia ms tendra que aguantaren casa?

    No me obligues a avergonzar-me me pidi, un poco despus depasarse un rato revisando los men-sajes de texto que le haban llega-

    do, mirndome con sus ojos decorto alcance.

    La palabra para definir a Coco-liedro es y haba sido siempre es-mirriado. Proceda de una familiade Treviso (conoc a su madre y asu padre), fue la primera personade la que o que haba sufrido unsurmenage. Dirigindose a la puer-ta de entrada, que por suerte es, enbeneficio de las supersticiones y lasntesis, tambin la de salida, sedetuvo. Esper que fuera por lti-ma vez. Empez a contarme las fo-gosas y fatigosas fantasas a lasque sola aventurarlo su mujer, pa-sada la medianoche. No tenan hi-jos. Ella s, de un matrimonio ante-rior. Una chica, una hija. Se acos-taban tarde. No antepuso la adver-sativa: lo dijo como si entre los tr-minos interviniera mediara unarelacin de consecuencia.

    Ella te conoce, aunque no le-y tus libros. Me pidi por favorque no me olvidara de dejarte sutarjeta.

    Y procedi a mostrarme una deesas imgenes que se llevan comoequipaje en los aparatitos, aunqueel celular no haya sustituido del to-do a la billetera. Con la mayor in-diferencia, fing prestarle atencin.

    Me cont que haca unos meses,por jaquecas intermitentes y des-arreglos sexuales y de la memoria,haba ido, a instancias su mujer, alconsultorio de un neurlogo.

    Pero acaso la mujer de l noera cre recordar neurloga?

    No, egresada de Bellas Artes,artista, performer y crtica; ahora,curadora.

    Me deba de estar confundiendocon otro. Con otra mujer. Con lamujer de otro.

    La de Wiesbaden?La ex de Wiesbaden, s era neu-

    rloga. La mtica, la primera; ladel medio, maestra jardinera; la ac-tual, becaria del Conicet.

    La suficiencia con que contes-taba exceda cualquier satisfac-cin... Lo complaca muchocontestar estas preguntas conesa suficiencia que exceda losatisfactorio, como si yo pudieraorganizar para la prxima vezque nos viramos una lista depreguntas acerca de la profesinde las mujeres de sus amigos.

    Le haban hecho una serie de es-tudios sin resultados negativos, asque el neurlogo lo deriv a unpsiquiatra, que encontr una ano-mala a partir de ciertas dificulta-des con los recuerdos, que Tesorele confes entusiasmado, y lo hizoretroceder otra vez hasta el neur-logo. Otro neurlogo, el primerode una serie ms curiosa.

    Y ah s me jorobaron. Desdeentonces, vivo pastillado.

    Parece que se trataba de un malde... Tesore no se acordaba el nom-bre que bautizaba los sntomas. Enresumen, era algo as como que sumemoria transportaba el detalle deuna escena a la siguiente, e incor-poraba ese detalle en el otro re-cuerdo sin fijarlo del todo (1).

    La memoria de Tesore era uncompendio de errores provocadopor la sucesin. El comercio en-tre esas imgenes no inventabaun tercer recuerdo, sino que con-tagiaba la escena con detalles dela anterior. Qu poda esperarsedel mensaje, cualquiera fuera,que Pablito Tesore iba a transmi-

    tirles a ellos? Acaso mi memo-ria tambin fuera eso y yo to-dava no lo hubiera averiguado.

    Le abr la puerta a Cocoliedrosin entender lo que deca. Hab-an tratado de pasar por debajouna encomienda gruesa, pero seneg a hacerlo despus de haberlamido el borde de la puerta. Lalevant, pisoteada (haba prece-dido la llegada de Pablo?), y ladej en la primera superficie deapoyo que encontr.

    La noche de la visita de Coco-liedro so con la novia de tercerao de mi mejor amigo de la se-cundaria, Horacio Lovisolo. Ho-racio exhiba la mayor parte deltiempo, como trofeo de la faltade inters por su persona, una

    especie de anillo de moco queiba de la fosa nasal derecha a laizquierda (o viceversa). Inheren-te, se deca, perdurable. Que aesa altura pareca de ncar.

    Contar sueos, convengo con to-dos los autores que lo desautori-zan, nada revela y a nada conduce,pero pas la vida admirando escri-tores que lo hacen.

    Al revs del desplante con quela edad es capaz de aceptar que eltiempo nos presente por segundavez una rplica deteriorada denuestro primer amor, la falacia dela edad absoluta mitiga con deta-lles accesorios, de vuelta el mal deMuybridge, las imgenes que ve-mos por primera vez. Vemos deverdad algo por primera vez?

    En mi sueo Dolores (el nom-bre, entonces, era una muestra in-voluntaria que realzaba su tilingue-ra, asumida slo como superiori-dad social) pareca tan privada decorrupcin y secreta como un sue-o ajeno. Ella era de una naturale-za inalcanzable, no porque recha-zara el contacto sino porque pare-ca solicitarlo con implcito des-

    dn; las calidades parciales tablasinestables: el pelo y el perfil ni-co sobresalan.

    En el sueo la besaba sobre unasuperficie almohadonada o almo-hadillada, algo tan blando, en cual-quier caso, como para permitir quenos hundiramos en una materiablanca o gris sustancialmente re-pugnante. Ella se haba sacado elcorpio, que en esa poca estoy se-guro no necesitaba, y unos brac-kets, que llambamos entoncesaparato, y que ninguna chica conun resto de cordura se habra ani-mado a lucir a la luz del da. Ex-cepto esa cuya belleza fuera tansuficiente como la vctima de unencantamiento (nuestra castidadnos autorizaba a estas hiptesis fe-ricas).

    Dolores en caftan nos haba ini-ciado en una especie de misticismoindio por entonces en boga, guin-donos a un ashram, y despus, ennuestra laboriosa fuga inmvil, su-puestamente, va la leyenda del ta-marindo, a una especie de Kat-mand, atiborrando de incienso loslugares de trnsito y hacindonoscreer que lo que guardaba en sumorral o en su yica a veces con-vidaba era haschisch trado deTnger o de Ibiza, parasos equiva-lentes para nosotros o para m,donde su to paterno viva o habavivido. (Tena un gusto subterr-neo y repelente a raz acidulada, yola a mierda, as que tal vez fuerahaschisch.) Aparte, nos haba con-vidado con la receta de WilhelmReich para acaudalar orgones.Reich era el nico terico que Ho-racio Lovisolo le dejaba con indul-gencia leer, porque maridaba hu-biera dicho Dolores hoy el mar-xismo con el psicoanlisis.

    Horacio, mi mejor amigo, a esaaltura de la secundaria pintba-mos un convento de la calle Arro-yo, creo ya haberlo dicho, mien-

    tras leamos el Antidhring de En-gels me haba regalado su ro-tring, su tatami, su kimono y, sinel consentimiento de los padres, elescritorio de ocio y la bibliotecaThompson de un to hermano dela madre, parte rica de la familia,que muri soltero en la pobreza(era escribano pero haba termina-do siendo slo rutinario escritor enla ruina). Y dos corbatas. Tal vezporque no tena gusto yo: para ins-truirme en eso tambin. Poco con-cesivo como era esclavo marxis-ta, lo increpaban, lo increpba-mos, nunca nos cedi un pice desu novia a nosotros.

    Despus de su ruptura con Hora-cio, Dolores nos rebot al BebePestalozzi, a Mumi Moncloa, a In-grao, a Sufeito, a Turati y a m, y

    predispuso contra todos a todas susamigas, convirtiendo el harn enuna hueste de malevolencia. Elsueo, que no tena fin (o que mirepresin obliter) prologaba unensueo largo, tambin en posi-cin decbito supina. Un eclipsenupcial permita a muchas las mu-jeres de los otros que yo deseabaa todas? participar en una cere-monia adltera financiada por unasecta o sociedad criptoertica, dearsenal y recursos inagotables.

    La secta procuraba a sus feli-greses guantes, mscaras, antifa-ces, consignas Istonio, Fidelio,Idomeneo, preservativos y bo-tas de montar o de siete leguaspara la despedida de los labiosde las piernas largusimas de Ni-cole Kidman (resto diurno esta-blecido con imperturbable niti-dez: estaban pasando la ltimapelcula de Kubrick por la telecuando me qued dormido).

    Hipnaggicas, unas jvenes lu-minosas con uas azul oscuro yopacos y esplndidos muslos pla-gados de tatuajes, ahogaban cala-bazas de Halloween con las faccio-

    nes reconocibles de mis ex compa-eros de secundaria (Lovisolo,Pestalozzi, Tesore, Wiesbaden, Ca-tanzaro, Freire, Moncloa, Sufeito,Ingrao). Otras, con pulseras y ajor-cas en brazos y antebrazos cata-doras, curadoras las probaban yaprobaban antes, hundindoles losdedos con la codicia erotmana dela consulta de madurez en los me-lones plidos y en las dems cu-curbitceas.

    Vivo en un departamento estre-cho, corto, de circulacin nica,muy bien ubicado (a pocas cuadrasdel convento que alguna vez ayuda pintar). Por eso el da de la visita,en cuanto Tesore se fue, no tarden reconocer esa mezcla de des-composicin mezclada con el olor

    a tabaco que destilan las personasque estn dejando de fumar.

    La toalla tena a esta altura unasvetas o vrices dignas de descrdi-to. Eran casi protuberancias. (Ma-drigal me dejaba usar slo jabnblanco de tocador en el lavabo: suausencia brillaba.)

    No pude dar con la colilla (la es-mirriada tambin ventana es unainvitacin a la fuga, al suicidio delos objetos minsculos), pero laslida deposicin que encontr enel inodoro era el anagrama recons-truido; una especie de rbrica adi-cional acentuaba el carcter tal vezno alevoso de la ofensa, que tenala deferencia tipogrfica de pareceraunque slo lo era una coma fe-cal. Tena coartada: como trofeo desu visita, responda a esa indolen-cia perseverante que nadie se atre-va a reprocharle a Tesore. Habatenido un surmenage! De modoque poda explicarlo con su mohnde nio cantor de Viena albino, yacompaarlo con el gesto de enco-gerse de hombros. Distrado con elready made de mi amiga, el esmi-rriado mensajero de mis enemigos

    el go-between, el correveidile, elcomodn se haba olvidado sim-plemente de apretar el botn.

    Unos pocos das despus me to-c ir a una galera de arte que inau-guraba una muestra conjunta. Fuisolo. Estaba pasando por un cmo-do intervalo en mi relacin conMadrigal.

    Era una muestra de tres artistasde tendencias similares, colgadacon buen criterio, en la galeraMissolonghi.

    Un crtico llamado Mximo Ma-rusi haba opinado, antes que todos(lo conoca de sobra; su costum-bre, su preocupacin era compe-tir). Los tres mosqueteros le ga-nan a Audran, haba titulado sucolumna.

    Los tres mosqueteros eran Arti-me, Veblen y Katsimbalis, quepracticaban a su manera una pi-ca de la disuasin. Del relato cu-ratorial, por ejemplo, nada habapodido colegir; ni un atisbo de in-tencin del ejercicio narrativo ha-ba sido advertido por el adelan-tado (su desprecio por la anc-dota lo condenaba a ese suburbiode la mediocridad en el que me-dran los incomprendidos). Cadacuadro pareca anticipar algo delsiguiente, corregirlo o, ya en unalto grado de subjetividad, disi-mularlo o disminuirlo.

    Me detuve al salir. La muestrase llamaba Ficciones inestables; lacuradora, Irene Toubiana. Su fotome provoc inquietud. Como re-flejo condicionado del freak booko como asociacin de ideas gene-ralizada, eso de poner la imagen deuno, colgarla en un altar del egodejado atrs, no pareca estimulan-te ni halagador. Sin embargo, dednde conoca yo esa cara?

    El mal de Muybridge es un par-padeo, un grano de incertidumbrelo anima y lo habita. Cuando se di-funde es, deca el doctorPinderSchlss, algo as como elpolen de la verdad. Yo haba esta-do de novio con la mujer de Pabli-to Tesore, acababa de comprobar.En la adolescencia. Poco despuso poco antes, mal de Muybridge, obien apenas ayer, no puedo preci-sarlo. Que era menos radiante perono menos admirable que Dolores.Ms voluptuosa, ms plebeya ymenos tilinga, las cejas y las pesta-as definidas como un contorno deRoualt. Ya entonces pintaba unasacuarelas en exceso aplicadas, de-corativas (ella misma se quejaba).Haba quedado hurfana de madrey su padre, que no se haba vueltoa casar, trajo vivir a la casa unamujer fea, que Irene detestaba. Encompensacin, le haban regaladouna perrita. Nos quedbamos quie-tos en un banco del Parque Chaca-buco cuando oamos el paso firmede su pap martillero pblico?y, al lado de l, el chisporroteo dellovizna de la perrita chihuahua.

    Ella me haba dejado tocarlaabajo casi con insolencia (Irene, nola perrita, que slo persista en lobajo, no en lo oscuro). La insolen-cia era entonces nuestro mal o biencompartido. Quin hubiera podi-do distinguir en esa nfima semillade la memoria esta versin ante laque tena yo que bajar los ojos?

    Busqu en casa la tarjeta de lamujer de Pablo Tesore, que Coco-

    liedro me haba dejado. Estabaexactamente ah, debajo de la en-comienda (libros, libros de Chile).Le para tranquilizarme. No, no semova como los recuerdos nma-das del sndrome de Muybridge.

    Ella se haba cambiado el apelli-do: Aschero le debe de haber pare-cido inapropiado para una crticade arte, y el anagrama implcito enel apellido de su marido, inacepta-ble. Me arrepent de no haber mi-rado con atencin la imagen delcelular, en la que la huella digitalde un instante anterior la hubierarejuvenecido.

    (1) Todo tiene un largo desarro-llo y, a lo largo del siglo veinte, suacompaamiento onomstico pa-ralelo. Empez siendo el mal dela enciclopedia y luego el malde Bourbaki, hasta alcanzar (en1969) la denominacin actual, enapariencia definitiva, porque a pe-sar de cierta inferioridad de preci-sin semntica, abarca un lugarsin lmites de fidelidad concep-tual. El doctor Linus Latimer, dis-cpulo de Elkhonon Goldberg,discpulo de Alexander Luria, ha-ba logrado aislar en un pacientelos componentes si se dice asdel sndrome. Se trataba de unaventajado estudiante de BellasArtes que, ante una consulta ico-nogrfica del Courtauld Institute,haba aadido a Las meninas unperrito de Van Eyck, por lo que almal se lo llam un tiempo la en-fermedad de Arnolfini. Se empe-z a hablar, en estos recuerdosfrescos pero diferidos, de clu-las fsiles y nmadas y de tablasde inestabilidad. Entonces al doc-tor Latimer se le ocurri aadir uningrediente inusitado e imprevisi-ble la velocidad y obtuvo otroresultado, imperfecto pero menosalejado de la verdad. Era comodescomponer la solidez del tiem-po, que no es slido en absoluto,en grageas gaseosas, amenazadassiempre por una especie de identi-dad sobresaltada. Por lo dems,los ajustes fueron hacindose enlapsos, si bien no prolongados, deatenta observacin. Y si en el co-mienzo se le concedi al mal unapropagacin acaso imprudente enel catlogo de imgenes que cadacual lleva consigo, fue a partir delos estudios del Dr. PinderSchlss, discpulo de Latimer, quese concluy en que las partculasde contaminacin, en la medidaen que eran aledaas, anejas, cer-canas, incidan menos en el snto-ma, volvindolo confuso, borroso,cuando el mal empez a acariciarsus lmites. Algo que se contraeen el tiempo, se contrae con anti-cipacin y, en mayor medida, enel espacio, haba afirmado Lati-mer, pero eso no quiere decir quela simetra o la armona preesta-blecida se hayan apoderado de ladefinicin. Y a partir de estaconjetura disfrazada de certidum-bre, el equipo que lo respaldabaen particular el doctor PinderSchlss empez a darle crdito ala contaminacin milimtrica delos archivos fotogrficos del pri-mer fotgrafo del movimiento.Desde entonces, los tests limina-res se hicieron siempre con lasimgenes de Animals in Motiony la enfermedad fue referida co-mo el mal de Muybridge.

    Por Luis Chitarroni

    El mal de uno

    Guadalupe Lombardo

  • SAB 28.02.15

    .04 JUEGOS

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