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V A ,/ ¿(¿( 1)1 I .{ '1 2. - Capítulo 1 EL NUEVO TEST AMENTO Ich war die Sehnsucht aller Zeiten, ieh war das Licht aller Zeiten, ¡eh hin die F ülle deT Zeiten. (Yo fui el anhelo de todos los tiempos, yo fui la luz de todos los tiempos, yo soy la plenitud de los tiempos.) (GERTRUD VON LE FORT, Hymnen an die Kirche. ) EL ClUSTIANISMO y LA FILOSOFIA 1. La filosofía cristiana como filosofía del nuevo hombre crístiano.-2. Díos y la creación.-3. El hombre como persona. ardo amoris.--4. La Iglesia. EL MENSAJE EV ANGELICO 5. El remo de Dios y su Reino de Dios y ordenaciones tem- porales. SAN PABLO 7. San Pablo y el helerusmo.-8. Ley natural y ley divina.-9. El poder po- litico.-lO. La Iglesia como cuerpo místico y la sociedad cristiana.-l1. Matrimo- nio y familia en San Pablo. La esclavitud. El cristianismo y la filosofía 1. No han faltado los autores que, como E. Bréhier, consideran in· significante la influencia ejerCida sobre la filosofía por el cristianismo en cuanto tal. A su juicio, el cristianismo no hizo sino reflejar las mismas in· quietudes espirituales de la Antigüedad declinante y recorrer paralelamen- te la última etapa de su pensamiento (el «período religioso» en el esquema de Windelhand), y adaptó pronto su doctrina 3 las categorías intelectuales de la filosofía preexistente. En una palabra: no cabe hablar, en esta pers· pectiv3, de una «filosofía'cristiana». Este punto de vista tiene el mérito de 235

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V A ,/ ~ ¿(¿(

1)1

I .{ '1 2. -

Capítulo 1

EL NUEVO TEST AMENTO

Ich war die Sehnsucht aller Zeiten, ieh war das Licht aller Zeiten, ¡eh hin die F ülle deT Zeiten.

(Yo fui el anhelo de todos los tiempos, yo fui la luz de todos los tiempos, yo soy la plenitud de los tiempos.)

(GERTRUD VON LE FORT, Hymnen an die Kirche. )

EL ClUSTIANISMO y LA FILOSOFIA

1. La filosofía cristiana como filosofía del nuevo hombre crístiano.-2. Díos y la creación.-3. El hombre como persona. ardo amoris.--4. La Iglesia.

EL MENSAJE EV ANGELICO

5. El remo de Dios y su justicia.~. Reino de Dios y ordenaciones tem­porales.

SAN PABLO

7. San Pablo y el helerusmo.-8. Ley natural y ley divina.-9. El poder po­ litico.-lO. La Iglesia como cuerpo místico y la sociedad cristiana.-l1. Matrimo­ nio y familia en San Pablo. La esclavitud.

El cristianismo y la filosofía

1. No han faltado los autores que, como E. Bréhier, consideran in· significante la influencia ejerCida sobre la filosofía por el cristianismo en cuanto tal. A su juicio, el cristianismo no hizo sino reflejar las mismas in· quietudes espirituales de la Antigüedad declinante y recorrer paralelamen­te la última etapa de su pensamiento (el «período religioso» en el esquema de Windelhand), y adaptó pronto su doctrina 3 las categorías intelectuales de la filosofía preexistente. En una palabra: no cabe hablar, en esta pers· pectiv3, de una «filosofía' cristiana». Este punto de vista tiene el mérito de

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TRUYOL Y SERRA, A., Historia de la Filosof²a del Derecho y del Estado (I), Alianza Universidad, Madrid 1982, pp. 235-246.

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llamar la atención sobre la continuidad profunda del pensamiento oeciden· tal en sus dos etapas, antiguo-pagana y cristiana. No en vano surgió el cristianismo en un mundo culturalmente helenizado, cuyos hábitos men­tales hubo de compartir . Pero es de observar, por otra parte, que el hele­nismo se había impregnado, a su vez, de elementos religiosos orientales que preparaban el camino a la recepción del cristianismo por la gentilidad . Ahora bien, el debido reconocimiento de la continuidad entre el pensa­miento antiguo-pagano y el cristiano (que encontraremos ya en los prime­ros apologistas del siglo I1) no puede hacer olvidar la radical novedad de la perspectiva religiosa del cristianismo, la cual no podía menos de reper­cutir sobre la filosofía. Frente al insigne historiador de la filosofía a cuya tesis nos referimos, cabe afirmar que la aparición del cristianismo es la di­visoria decisiva en la historia de la filosofía, como 10 es en la historia general de la cultura, por 10 menos de la cultura occidental. Con razón se ha dicho que desde entonces todo modo de existir tiene algo que ver con el cristianismo, que «desde esa fecha el europeo ha sido muchas veces anticristiano o ex-cristiano, pero no ha sido más a-cristiano» (L. Legaz y Lacambra).

La radical novedad de la perspectiva religiosa es la que dio lugar a una filosofía que podemos calificar de «cristiana», entendiendo esta expre­sión en el sentido de un pensamiento que se despliega en el marco de las verdades cristianas aceptadas por la fe, y trata ante todo de fundamentar­las racionalmente. Si por definición la filosofía en cuanto tal, como cono­cimiento puramente natural, no es cristiana ni anticristiana, y no cabe, pues, una «filosofía cristiana» en el orden doctrinal, históricamente, ":i1

cambio, es indiscutible la acción de ]a revelación cristiana sobre la filosofía, y se puede hablar de una «filosofía cristiana» por lo menos en el sentido de aquella filosofía «construida y vivida, existencialmente realizada, por el alma del nuevo hombre cristiano» (L. Cabral de Mancada).

2. Radical es la novedad de la perspectiva cristiana ante todo por su idea de Dios, recibida del Antiguo Testamento. La personalidad de Dios transforma de raíz su relación con la criatura, y la creación desde la nada da lugar a una dependencia absoluta de todo con respecto a Dios, a un señorío absoluto de Dios sobre todo. De ahí un sentimiento peculiar de la grandeza de Dios, propia ya del judaísmo, y que hace brotar en el cristiano la virtud de humildad. El santo cristiano no se ufana, como el sabio estoi­co, de semejarse a la Divinidad, sino que proclama una y otra vez su in­dignidad y miseria ante Dios. Por lo mismo, le faltará el sentido de la autosuficiencia y la autonomía: nada puede la criatura sin la gracia del

1. El Nuevo Testamento 237

Creador, y la norma suprema de su vida consistirá en cumplir la voluntad divina con el auxilio divino.

(Pero la creación del hombre «a imagen y semejanza de Dios» le pres­

ta, con todo, un reflejo, por pálido que sea, del resplandor divino. Por su ! alma espiritual e inmortal conviértese el hombre en persona, en ser dotado

./.. de valor propio, de intrínseca dignidad. Con la personalidad, el cristianis­) mo revela al hombre su .intimidad, tras~adá~do.se así decididamente el

centro de gravedad de la VIda moral a la UlterlOndad del sujeto. Con ello superaba el cristianismo la antropología griega clásica, que absorbiera inte­

\ gr~ente al ~ombr.e en la naturaleza o en la sociedad, exteriorizando al .~o su extstenCla. • La idea cristiana de la personalidad se enriquece con la noción de la

filiación divina de los hombres, que también frente al Antiguo Testamen­to matiza su posición. Si para el hebreo Dios era ante todo Señor, para el cristiano es ante todo Padre. " si como Señor era poder, como Padre es amor. El amor es en el Nuevo Testamento el atributo divino por excelen· cia, que irradia sobre la criatura y se convierte a su vez en la exigencia

. primordial.

3. A la idea de la filiación divina de los hombres se debe la fuerza insuperable del amor cristiano al prójimo, que la amistad antigua solo remotamente anunciaba. No es únicamente el hecho de la comunidad de origen y naturaleza del linaje humano el que fundamenta su esencial soli­daridad; es también, y sobre todo, la común filiación divina, pues hace a todos los hombres, hermanos. El precepto de amar al prójimo como a uno mismo se deriva inmediatamente del de amar a Dios sobre todas las cosas. La humanidad se convierte en una persona moral y adquiere con­ciencia plena de su destino único, de una historia auténticamente universal.

Esta conciencia de un destino único de la humanidad como persona moral se le manifiesta al cristiano especialmente en la consideración del drama de la caída y la redención del linaje humano . La redención es la manifestación suprema del amor como atributo de Dios, el cual, como Dios-Hombre, sufre y muere, enalteciendo el dolor y venciendo a la muer­te. Si todos pecaron en la persona de Adán, a todos se abren las puertas de la eternidad en la persona de Jesucristo.

Ahora bien, la redención es un hecho histórico, como la creación y la caída, como lo será el juicio final. El mundo tuvo un comienzo y tendrá un fin, y entre estos términos absolutos la vida del hombre adquiere una gravedad que en el paganismo no era concebible, por ser la prueba decisi­va, insoslayable e irrepetible, de su amor o desamor a Dios, que determi-

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na su destino uItraterrenal. El mundo, para el cristiano, es simple escenario de esta prueba. Pero dada la índole de la prueba, no desprecia el cristiano el mundo, sino que lo trasciende y supera en el espíritu , haciendo de él el instrumento de su salvación, Por eso «1a moral de Jesús es más bien heroica que ascética» (E. Troe!tsch).

4. La concepci6n cristiana del fin último trascendente del hombre trae consigo, como consecuencia, la necesidad de una sociedad religiosa, la Iglesia, distinta de la sociedad civil; de un poder espiritual distinto de! poder temporal. Vimos que la ciudad antigua era a la vez Estado e Igle­sia, comunidad total de vida que abarca en su seno a la religión como par~ te de la política. El cristianismo, por el contrario, confía la direcci6n de la vida espiritual del hombre a una sociedad constituida por el vínculo mís­tico de la fe en Cristo sancionada por el bautismo, y a la vez depositaria de la revelación cristiana, lo que da lugar a la noción nueva de una orto­doxia transmitida por autoridad. El monismo político de la Antigüedad pagana se convierte así en un dualismo que ha dado su impronta a la hu­manidad occidental. Tal dualismo implica necesariamente una limitación del poder temporal, que contrasta con el carácter total y absorbente de la ciudad antigua.

La índole puramente espiritual del vínculo religioso, que da su im­pronta a la sociedad eclesiástica, era asimismo radicalmente nueva con res­pecto a la Antigüedad, Una sociedad fundada en la adhesión de sus miem­bros, personalmente motivada por una fe común, es algo que la Antigüe­dad grecorromana sólo había conocido en la esfera, marginal y minoritaria. de las religiones mistéricas, como el orfismo, La misma eosmopolis de los estoicos, como su nombre incluso indica, no fue sino la extensión de la polis a la escala universal, sin dejar de constituir, como aquélla, una co­munidad naturalmente dada, independiente de la voluntad (E. Gilson).

Por eso también la sociedad universal que los hombres están llamados a constituir por su culto al verdadero Dios, no implicará ya necesariamente una monarquía universal, sino que será compatible con la pluralidad de pueblos y naciones, comunidades naturales.

El universalismo religioso y ético del cristianismo tenía su precedente inmediato en el de los profetas del Antiguo Testamento, pero difería, sin embargo, de éste por su índole radicalmente supranacional. Sabido es que el universalismo de Israel no se desprendió nunca de su nacionalismo, con­cibiéndose como una extensión del judaísmo por la absorción de los demás puehlos . .

1. El Nuevo Tr=stamr=nto 239

El mensaje evangélico

5. La predicación de Cristo es ante todo anuncio y preparación del «Reino de Dios», cuyo advenimiento ha de ser la primera preocupación de sus seguidores. De ahí su exigencia de renovar el mundo y trascender sus miserias en el amor de Dios y del prójimo. Ante la grandeza de este cometido del espíritu, carecen de auténtico valor los cuidados meramente terrenales. Ello explica por qué Jesús se dirige de preferencia a los humil­des, a los pobres y angustiados, a los que sufren; porque, menos inmersos en los n~gocios temporales, se hallan en mejores condiciones para oír y el\f:ender la palabra de Dios. Las riquezas, sin ser de suyo malas, hacen lllfÍs difícil la renovación en Cristo, por las adherencias mundanales que arrastran y las tentaciones a que exponen, y lo mismo cabe decir de los honores mundanos. Análogamente, la inocencia del niño adquiere signifi­cación ejemplar como supuesto y condición de una entrega incondicional a la voluntad de! Padre que está en los cie!os (Mt., XVIII, 3-4; Me., x, 15: Le., IX, 47-48). El Reino de Dios tiene sus valores propios, que no son los de! mundo: alli los últimos podrán ser los primeros, y los primeros, los últimos (Mt., XIX, 30; Me., x, 31). El episodio de las tentaciones eo e! desierto (Mt., IV, 8-10; Le., IV, 5-8) ilustra e! doble plano en que él y los reinos de la tierra y su gloria se mueven.

Despréndese de todo ello que e! Reino de Dios en la predicación y en la actuación de Cristo no tiene carácter político, aun cuando haya de in­fluir . luego sobre la política. Frente a las esperanzas de restauración del reino judío como núcleo de la era mesiánica, alimentadas por ciertas in­terpretaciones del libro de Daniel y escritos apocalípticos judíos, entronca Cristo con la idea profética del Reino (especialmente vislumbrada en la segunda parte de! libro de Isaías). dotándola de definitiva claridad .• Se trata de un reino no encuadrado por el espacio y por el tiempo, sino ex­tendido en la eternidad, no fundado en la dominación sino en la comunión, DO integrado por la subordinación sino por la participación, no existente primariamente en instituciones y actos externos (aunque manifestado en ellos) sino viviendo originariamente en la intimidad de cada uno, y no mantenido por el poder sino por la autoridad que se identifica con el ser­vicio a la comunidad. Se trata de un rerno salvador, pero cuya fórmula sal­vadora no consiste en una renovación política, sino en una revolución re­ligiosa y moral que transfigure la sociedad espacio-temporal con arreglo al orden de! reino eterno y atemporal de los cie!os» (M. García-Pelayo).

Como en el Antiguo Testamento, la justicia ocupa en las enseñanzas de Cristo un lugar central. Pero el Hijo de Dios pone el acento, al recla-

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marla, en la íntima motivación de los comportamientos. Ya las intencio­nes son relevantes ante Dios. Equivalente a la santidad, a la perfección religiosa y moral resultante del cumplimiento de todos los deberes para con Dios, el prójimo y uno mismo, implica la justicia, tal como la predica Cristo, adhesión interior al precepto divino, aceptación gozosa de lo que impone. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados (S. Mateo, v, 6). Pero la justicia que da acceso al Reino de los Cielos ha de sobrepujar la de los escribas y fariseos (MI .) v, 20), ence­rrados en un formalismo estéril. Esa justicia abarcará ciertamente las exi­gencias de la naturaleza humana racional, condensadas en el principio de reciprocidad; hagamos con los demás lo que queremos que los demás hagan con nosotros (Mt., VII, 12; Le., VI, 31); con la misma medida que aplicamos para juzgar a los demás, seremos juzgados nosotros (Mt., VII,

1.2; Le., VI, 38). Pero la justicia evangélica va mucho más allá de la justicia natural en las bienaventuranzas y exhortaciones del Sermón de la Montaña (Mt., V-VI; Le., v, 17-49), que según la tradición eclesiástica constituyen un orden de consejos en el camino heroico y minoritario de la perfección, por encima del orden de los preceptos, más ajustados a la humana condición. En seguir sus paradójicas y sublimes enseñanzas, en amar a sus enemigos u ofrecer la otra mejilla a la ofensa ajena, se distinguen precisamente los imitadores de Cristo de los gentiles, que por un imperativo natural responden a la violencia con la violencia y a la malquerencia con la malquerencia. Ese trascender lo meramente natural hace de los cristianos en cuanto tales la «sal de la tierra», la «luz del mun. do». Con fuerza subrayará San Pablo el carácter no·natural, en el sentido de sobrenatural, de la ética específicamente evangélica: ésta parece locura y desvarío a la luz de la simple raz6n.

6. Ya la inserción de la salvación individual en el marco de un «rei. no de Dios» fundado en el amor, apunta a la dimensión social del men­saje evangélico, así en lo religioso como en lo profano. Al lado de las exi. gencias absolutas del Sermón de la Montaña, las exigencias de la sociedad temporal son ciertamente relativas, pero se reconoce su raz6n de ser como tales. No desemboca, pues, el cristianismo, en un sentimiento antisocial. El poder político es legítimo en su esfera, y procede de Dios. Pilatos no tendría potestad para juzgar, si no le hubiera sido otorgada de arriba (Jn., XIX, 11). Debe darse a César 10 que es de César, como se debe dar a Días lo que es de Dios (MI., XXII, 21; Me., XII, 17; Le., xx, 25). Por eso podrán los centuriones seguir prestando servicio de armas y ser al mismo tiempo ejemplares en la fe (Mt. , VIII, 10; Le., I1I, 14; Act. ApÓSI., x, 1-8). Claro que lo que a Dios se debe viene en primer lugar,

1. El Nuevo Testamento 241

y en caso de conflicto se obedecer.á antes a Dios que a los hombres, según la fórmula de San Pedro (Act. ApÓSI., v, 29) . El derecho humano queda así limitado por el derecho divino y es preciso que ceda ante él, siendo la consecuencia eventual del conflicto el martirio. La esfera religio­sa resulta, pues, excluida de la política y dptada de una ordenación autó­noma, por cuanto Jesús la colocó bajo el gobierno de Pedro y sus suéeso­res (MI., XVI, 18-19), encomendando a la Iglesia por ellos regida la cus­todia de la revelación (MI., XVII, 18-20).

Ya hemos indicado brevemente cuál había sido la actitud de Jesús ante la riqueza material. Insistió Cristo en 10 difícil que a cuantos posean ri­~uezas ha de resultar la entrada en el reino de Dios (Mc., x, 23); y aun c.uando en el símil del camello y el ojo de la aguja (x, 25) cabe tener en 'cuenta el contexto de un estílo oriental, el vigor de la afirmación queda en pie, por amplia que sea la exégesis. Si en las beatitudes según San Ma­teo se habla de los «pobres en el espíritu», a los pobres sin más se aplican las palabras de Cristo en San Lucas (VI, 20), con expresa referencia a los ricos y <~los que están hartos ahora)) (VI, 24-25), en una contraposición que halla su eco más acentuado en la Epístola de Santiago (n, 2-6; v, 1-6). Los bienes de este mundo se hallan al servicio de unas necesidades mate­riales tanto más reducidas cuanto más cerca se está del espíritu evangélico. La total renuncia individual a los mismos es del orden heroico de la per­fección (MI., XIX, 21-22; Me., x, 21-22; Le., XVIII, 22-23), Y seguirá siendo un ideal que sirva de antídoto al peligro, siempre latente, de limi· tar el alcance del rigor inicial. La comunidad de bienes, realizada entre los primeros fieles (Act. Apósl" IV, 32; 34-35), es, así, pauta perennemente válida de las empresas colectivas de santificación más ambiciosas.

Un aspecto especialmente importante del reconocimiento, y a la vez de la renovación, por Cristo, de las ordenaciones jurídico-naturales, es su dignificación del matrimonio, con el restablecimiento de la unidad e indi­solubilidad primitivas. Marido y mujer son por la voluntad de Dios una sola carne: no separe, pues, el hombre lo que Dios juntó (MI., XIX, 6; Me., 8-9) ..

San Pablo

7. Lo que en el Evangelio está implícito, o sólo apuntado incidental­mente (pues el Evangelio no es la exposición sistemática de una doctrina, sino doctrina viva, y, como tal, grávida de verdades latentes), fue reducido a fórmulas explícitas y desenvuelto por el Apóstol de las Gentes, Pablo de Tarso (t 67).

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242 Cristianismo primitivo y patrística

Para esta elaboración doctrinal adoptó San Pablo conceptos de la filo­sofía estoica, como hiciera también San Juan, cuando equiparó a Cristo con el Logos divino encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre, luz ver~ dadera que a todos ilumina. Natural de una ciudad donde la influencia griega se hacía sentir, era lógico que Pablo conociera la terminología de la escuela de la sabiduría más popular de su época. Pero los conceptos re­cibidos, conscientemente utilizados al servicio de la fe cristiana, adquieren nueva significación, como se advierte precisamente en el ejemplo del cuar­to Evangelio. A diferencia de lo que ocurría en los sistemas gnósticos, su recepción no implica una desviación helenizante del cristianismo. Así como la razón humana se integra en la revelación divina, así también la labor intelectual de la gentilidad se incorpora a la espiritualidad cristiana, que arroja sobre ella nueva luz.

8. Las Epístolas paulinas han determinado el ulterior decurso de la filosofía jurídica y política cristiana en tres puntos principales. Es el pri­mero la admisión del derecho natural como pauta de una justicia cognos­cible por la raaón humana, en la Epístola a los Romanos, n, 14·15. Los gentiles, que no conocen la ley mosaica, obran en el sentido de ella movi­dos por la naturaleza; llevan en sí mismos su ley, una ley escrita en sus corazones, y de la que dan testimonio su conciencia y sus pensamientos, ora les acusen, ora les defiendan. Establece aquí San Pablo una graduación a la vez ontológica e histórica entre la moralidad natural y la sobrenatural. La ley natural es para los gentiles 10 que la ley mosaica para los judíos, y como ésta, culmina en la ley evangélica. Ello implica, ciertamente, que es incapaz por sí sola de asegurar la justificación de los que la observan, pero les hace inexcusables, y en todo caso abarca un orden de rectirud munda­nal que prepara el de la plenitud sobrenatural. Si la ética natural había conocido su más alta expresión en las virtudes cardinales de la filosoffa moral griega, se sobreponen ahora a éstas, sin desplazarlas, las virtudes teologales de la fe , la esperanza y la caridad, siendo la mayor de ellas la caridad (I Corint., xm).

Es importante advertir que el reconocimiento de una justicia y rectitud natural va asociado en la mente del Ap6stol al reconocimiento de una teología natural (Rom., n, 20): es posible llegar por vía natural a la idea de Dios y algunos de sus atributos invisibles, partiendo de la consideración de los atributos visibles de la creación. Con ello se admite la eficacia de la razón, aunque dentro de un ámbito limitado. Nunca podrá elevarse la sabiduría humana al plano de la sabiduría divina que se comunica por la fe en Cristo Jesús y pareció a los judíos escándalo y a los griegos necedad (Ep. 1 a los Corintios, " 22·25).

1. El Nuevo Testamento 243

9. En el orden jurídico· natural ocupa el primer plano de la conside­ración paulina el poder político, cuya legi timación explícita se halla en la Ep. a los Romanos, XIII, 1-6. «Toda alma se someta a las autoridades su­periores. Porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios; y las que existen , por Dios han sido ordenadas. Así que el que se insubordina contra la autoridad se opone a la ordenación de Dios, y 105 que se oponen, su propia condenación recibirán. Porque los magistrados no son objeto de temor para la buena acción, sino para la mala. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien y obtendrás de ella elogio; porque de Dios es ministro respecto de ti para bien. Mas si obrares el mal, teme; que no en vflno lleva la espada; porque Dios es ministro, vengador para el castigo del que obra mal. Por lo cual fuerza es someterse no ya sólo por el casti­g~o, sino también por la conciencia. Que por eso también pagáis tributos, ya que funcionarios son de Dios, asiduamente aplicados a eso mismo .»

Hemos citado los versículos en su integridad, por la importancia capi­tal que tienen en la historia del pensamiento político cristiano. Ha de te­nerse en cuenta que fueron escritos en tiempos de Nerón, o sea, con refe­rencia a un gobierno pagano , que se haría perseguidor. Por otra parte, su mismo espíritu parece reflejado en la 1 Epístola de San Pedro, cuando in­cita a la sumisión respecto de las autoridades humanas, instituidas para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien (n, 13-14). En uno y otro caso, sólo aislando las primeras frases del contexto puede fundarse en ellas una obediencia incondicional al poder. La autori­dad política es un instrumento de la Providencia para asegurar en la so­ciedad un orden temporal que permita la santificación de las almas, que la anarquía y el desenfreno de los apetitos impedirían. Partiendo de esta concepción iusnaturalista de la autoridad, podrán los autores cristianos dis­tinguir el gobierno legítimo del gobierno tiránico, según que el que lo posee ejerza o no su cometido ministerial al servicio del bien común, y fundamentar un derecho de resistencia al poder injusto. Acaso el principio de autoridad legítimamente actuante, que en la época de San Pedro encar­naba el Imperio romano, fuera la misteriosa fuerza que, según la Ep. II a los Tesalonicenses (n, 5-6), va conteniendo al anticristo en su acción ya iniciada contra Dios, al «misterio de la iniquidad», ya operante.

10. También la teoría paulina de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo es de gran alcance doctrinal para la filosofía jurídica y política, por el símil organicista de que se sirve el Apóstol con un vigor que lo renueva (Ep. 1 á los Corintios, XII). La Iglesia, cuerpo místico de Cristo (XII, 27), es una en la multiplicidad de los fiel~s, como uno es el Espíritu que se

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244 Cristianismo primirivo y patrística

manifiesta en la multiplicidad de los carismas (XII, 4-7). A la manera que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos constituyen un solo cuerpo, así también Cristo (XII, 12); y si padece un miembro, junta­mente padecen todos, y si uno se goza, se gozan juntamente todos (XII, 26). En la Iglesia, como en toda sociedad, la unidad no es uniformidad, sino diversidad de miembros interdependientes, sustancialmente iguales en su respectiva funci6n dentro de la jerarquía objetiva de funciones.

En el cuerpo eclesiástico quedan superadas las barreras naturales de estirpe y condición social: la verdadera ciudadanía está en los cielos (Fili­penses, 11I, 20); y en un mismo espíritu fueron bautizados todos, ya ju­díos, ya griegos y gentiles, ya esclavos, ya libres, ya varones, ya hembras (l Corint., XII, 13; Gálatas, 1I1, 26-28). Pero esta superación lo es en el sentido de una trascendencia, no de una destrucción; por lo que subsisten en el orden natural diferencias de estatuto jurídico y social (ricos y po­bres, amos y siervos) que sólo el espíritu de caridad salva interiormente. La unidad orgánica y viviente en Cristo Jesús no implica, pues, nivelación en lo social ni abandono de los quehaceres temporales. Que cada cual per­manezca en la vocación con que fue llamado (l Cor., VII, 20; 24). El que, pudiendo. no trabajare, que no coma (JI Tesal., HI, 10). Tampoco implica la unidad en el espíritu unidad política en lo temporaL Insistirán en esta idea, en los primeros siglos cristianos, el autor de la Carta a Diogneto y San Agustín.

11. Importante, aSImIsmO J es la doctrina paulina del matrimonio y la virginidad, que suple en algunos aspectos la escasez de preceptos evan­gélicos. Destaca San Pablo el papel moral del matrimonio como remedio de la concupiscencia. La virginidad es el estado más perfecto, por cuanto hace posible una dedicación exclusiva a Dios; pero los que no son capaces de mantenerse en ella, funden una familia (I Corint., VII). Se observará que la inferioridad del matrimonio con respecto a la virginidad sólo se da en el supuesto de que ésta persiga un fin religioso más exigente, y no va en detrimento de su carácter sagrado como institución sellada ante Dios y func;iada en el mutuo amor. La unión conyugal es análoga a la unión mística de Cristo y su Iglesia, siendo el varón cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia (A los Efesios, v, 23). También aquí la gra­cia trasciende la naturaleza sin destruirla, y Dios da a cada cual su propio don para que se perfeccione en su condición peculiar. Contrastando con el parecer más riguroso de ciertos escritores eclesiásticos posteriores, auto­riza San Pablo las segundas nupcias en caso de viudez.

En relación con el orden doméstico está el problema de la esclavitud. Ya hemos apuntado que la ciudadanía celestial, y por consiguiente la liber·

1. El Nuevo Testamento 245

tad cristiana de los bautizados en Cristo, no destruía el vínculo de la ser­vidumbre, como tampoco destruía el de la ciudadanía política temporal. La actitud de San Pablo ante la esclavitud reruerda así la de los estoicos. Mantiene la institución, aconsejando que permanezca en ella quien a ella fuera llamado (I Corint., VlI, 21-23), pero trata de superarla desde dentro con la caridad. Los esclavos han de obedecer en todo a sus amos según la carne, como obsequio al Señor que de todos pide 10 justo, es decir, lo adecuado a su estado; y a su vez los amos habrán de dar a sus siervos un trato equitativo, sabiendo que también ellos tienen a un Señor en los cie­los (Colosenses, III, 22-IV, 1; Filipenses, VI, 5-9). Una ve? más, el pensa­~ento paulina encuentra réplica casi literal en la 1 Epístola de Sán Pedro (rf, 18-19). .,

BIBLIOGRAFIA

Como ocurría con respecto al Antiguo Testamento, la bibliografía sobre el Nuevo Testamento es enorme, por lo que también aquí se impone una Iimitaci6n rigu­rosa a la literatura más directamente relacionada con la materia. Véase ante todo las introducciones y comentarios :1 las ediciones del Nuevo Testamento. Hemos uti­lizado, como hicimos para el Antiguo, la ed. de J. M. BOVER, S. J., y F. CANTER.~ BURGOS (Sagrada Biblia, versión crítica, Madrid, 1947, voL II).

Nuevo Testamento en general

Aparre las exposiciones generales de teología del Nuevo Testamento, como las de J. BONSIRVEN o R. BULTMANN:

]. PRADO, C. SS. R., Praelectionum Biblicarum Compenditlm, III, 2.- edición, Madrid, 1947.

C. TRESMONTANT, Eludes de mélaphysique bibliqtle, Pads, 1955.

O. CULLMANN, Der Staat im Neuen Tes/amen!, Tubinga, 1956. (Trad. cast. de la 2.- ed., por E. Gimbernat, Madrid, 1966.)

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