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Autodominio Cristiano Lo que no conocemos no nos permite acercarnos a Dios. El alma ha sido creada a imagen de Dios y no puede acercársele sin percibir qué distinta es de aquel a cuya imagen fue creada. Conocer a Dios es conocerse. No conocer a Dios es caminar en tinieblas y compararnos. Aquellos que se cierran a Dios completamente en sus vidas pueden vivir en una tonta, sino feliz, ignorancia del fracaso que son sus vidas. INDICE Capítulo 1 Conócete Capítulo 2 Disciplínate Capítulo 3 Vive según las leyes del espíritu Capítulo 4 Entrena tu voluntad Capítulo 5 Controla tus pensamientos Capítulo 6 Lucha por el equilibrio Capítulo 7 Gobierna tu cuerpo Capítulo 8 Sacrifica lo bueno por lo mejor Capítulo 9 Persevera

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Autodominio CristianoLo que no conocemos no nos permite acercarnos a Dios. 

El alma ha sido creada a imagen de Dios y no puede acercársele sin percibir qué distinta es de aquel a cuya imagen fue creada.

Conocer a Dios es conocerse. No conocer a Dios es caminar en tinieblas y compararnos. Aquellos que se cierran a Dios completamente en sus vidas pueden vivir en una tonta, sino feliz, ignorancia del fracaso que son sus vidas.

INDICE

Capítulo 1 Conócete

Capítulo 2 Disciplínate

Capítulo 3 Vive según las leyes del espíritu

Capítulo 4 Entrena tu voluntad

Capítulo 5 Controla tus pensamientos

Capítulo 6 Lucha por el equilibrio

Capítulo 7 Gobierna tu cuerpo

Capítulo 8 Sacrifica lo bueno por lo mejor

Capítulo 9 Persevera

Autodominio CristianoAutor: Sophia Institute Press

Capítulo 1: Conócete

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Existen dos esferas del conocimiento en las que hay que profundizar para lograr el crecimiento espiritual:

Conocimiento de Dios Conocimiento de sí

La santidad consiste en la amistad con Dios. El crecimiento del conocimiento de sí es tan necesario para la vida espiritual como lo es el conocimiento de Dios. Es a la vez condición y efecto de ese conocimiento. Mientras más conocemos a Dios, más nos conocemos, y si hemos de conocer a Dios, tiene que haber algún conocimiento de sí.

El alma ha sido creada a imagen de Dios y no puede acercársele sin percibir qué distinta es de aquel a cuya imagen fue creada.Conocer a Dios es conocerse. No conocer a Dios es caminar en tinieblas y compararnos. Aquellos que se cierran a Dios completamente en sus vidas pueden vivir en una tonta, sino feliz, ignorancia del fracaso que son sus vidas.

No nos conocemos realmente

El no conocernos es un fracaso en sí pero hay algo más grave: el imaginarnos distintos de cómo y lo que somos.

¿Cómo es posible que nos ceguemos, con graves consecuencias, a aquello que es evidente a todos, excepto a nosotros mismos?Hacemos juicios erróneos de nosotros mismos. Muchos de nosotros hemos sido confrontados en un defecto y lo hemos negado con indignación en el sincero convencimiento de que la acusación no es verdadera y es posible que posteriormente nos demos cuenta de nuestro error y veamos que la crítica era correcta.

La experiencia nos nuestra que frecuentemente, el otro tiene la razón y que, en muchos casos, el hombre es el peor juez de sí mismo.Puede ser que tengamos un profundo conocimiento del temple moral del ser humano en general y a la vez ser profundamente ignorantes del propio. Vemos con ojos penetrantes los defectos de otros y esos mismos ojos se nublan cuando se tornan hacia dentro y examinan el propio ser. Más aún, hemos de recordar que el auto conocimiento poco tiene que ver con la astucia o la profundidad intelectual; es más bien un conocimiento primordialmente moral.

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En esta era de gran conciencia de sí en la que pasamos mucho tiempo haciendo cosas para nosotros mismos, es sorprendente encontrarnos con tan poco conocimiento de sí.

Lo que no conocemos no nos permite acercarnos a Dios

Conocemos bien nuestro defecto dominante en el que hemos luchado a través de los años con coraje y concientes de la ayuda de Dios. Esas faltas son visibles, tangibles y las podemos combatir frente a frente.

Lo que no vemos lo impalpable, lo misteriosos, paraliza hasta al más fuerte de los hombres. El miedo, las dudas, lo que no conozco, luchando con Dios, a quien deseo servir y de quien deseo asirme con todo el corazón.Otras veces la sequedad nos hace perder la esperanza.

El alma que despierta a Dios, despierta a la conciencia de su Ignorancia de sí y a la imposibilidad de lograr un avance significativo sin conocerse.

Es posible imaginar cualquier cosa cuando nos encontramos frente a frente en el hecho de que somos prácticamente unos desconocidos para nosotros mismo. Nos alarmamos cuando encontramos una intención, motivación o ambición y no podemos definir ni clasificar y que parece escondérsenos y eludirnos. Respetamos al hecho de que hay motivaciones que nos mueven y que no podemos analizar y que parecen haber ganado terreno y poder en el paso del tiempo aún cuando recientemente nos hayamos hecho concientes de su existencia.

Es en los momentos de recogimiento u oración que podemos reconocer nuestra naturaleza espiritual y encontrar la fuente de nuestros más grandes fracasos. A veces encontramos que, sin saberlo. Nosotros, un enemigo ha penetrado el alma, ha puesto ahí su tienda y ha usado su poder para lastimar al alma y deshonrar a Dios.

Estos momentos de introspección nos revelan de manera sorprendente lo poco que realmente sabemos de nuestra vida interior-cómo hemos crecido y nos hemos formado inconcientemente en quienes somos.

Nos sorprendemos de quienes somos realmente

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En la medida en que avanzamos en la vida espiritual y en la práctica sistemática del examen de conciencia, muy frecuentemente nos sorprendemos con el descubrimiento de grandes caminos desconocidos en la vida del alma.

Encontramos cuestas, valles, cultivos, tierra abandonada, inexplorada. A veces, los ojos del alma se nublan y nos preguntamos si lo que vimos esa realidad o una fantasía.

La rutina de la vida nos limita y confina y la presión de la realidad de la vida son contundentes y aplastantes y nos obligan muchas veces a olvidar nuestros sueños y a cumplir en lo que el mundo nos demanda.

Sin embargo, aquel que ha hechado un vistazo, aunque sea de su riquísima vida interior, no puede ser el mismo de antes. Ha de ser mejor, peor o tratar de olvidarlo. He visto que lejos de la existencia rutinaria, existe otra vida y no sabe dónde. Siente que tiene gran capacidad para al bien o el mal ha despertado, en trémulo asombro, el descubrimiento de que si vida va más allá de su conocimiento y es más grandioso de lo que alguna vez soñó.

El pecado y la santidad nos revelan a nosotros mismos

Aquellos vistazos llegan al hombre en el momento más inesperado y en circunstancias poco predecibles.

Ante un gran pecado o justo después de que ocurra, el espíritu se despierta y protesta y convence al hombre de que no es únicamente un animal y que tiene deseos espirituales de gran profundidad. Estos deseos son más reales que lo sensual y aparecen para enfrentarse al hombre que se encuentra en el camino de la ruina y le muestran una clara visión de las posibilidades que está dejando pasar.

Estos destellos de nostalgia espiritual, llevan al hombre a hacer o decir cosas que parecen irreales a quienes le conocen. Pero no son irreales, son despertares del alma que quieren llevarla a Dios.

El pecado ha sido una ocasión de levantar la bruma que le impedía ver la altura de la vida espiritual y el hombre se ha visto sorprendido ante las alturas y profundidades que jamás imaginó

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existieran.

El alma es capaz de un eterno crecimiento en amor y odio y se da cuenta de ello.

Las circunstancias cambiantes nos muestran que nos conocemos

A veces, cuando nos damos cuenta de lo poco que nos conocemos, nos damos cuenta también de que nos entendemos poco, y de lo distinto que somos de la idea que tenemos de nosotros mismo. Una ocasión maravillosa para percatarnos de lo anterior es el efecto que tiene en nosotros un cambio fuerte en las circunstancias de la propia vida.El sufrimiento o el dolor no realizan estos cambios, los desarrollan o nos los revelan.Imaginamos cómo seremos ante un evento o en determinada circunstancia, nuestras predicciones son frecuentemente erróneas. El efecto que tienen en nosotros es totalmente distinto al que esperábamos o temíamos.Cuando nos encontramos en circunstancias diferentes a los habituales, nos percatamos de que somos muy distintos a los que creemos ser.Nuevas faltas y fallas salen a la luz; nuevas virtudes para socorrernos; viejas tentaciones nos asaltan en nuevos terrenos y nos damos cuenta de que el mero cambio de circunstancias externas nos muestran que somos distintos de lo que creíamos ser.

Tejemos a la textura de nuestra vida muchas cosas que son realmente externas a ella y no separamos nuestro pensamiento de nuestra actividad. Caemos en la rutina y esto produce sus efectos; debemos estar particularmente atentas a caer en juzgarnos a nosotros mismos y a lo que nos rodea en una sola cosa. Tenemos que detectar dónde acaba lo externo y dónde empezamos nosotros.

Los cambios influyen en áreas de la personalidad que antes no había hecho concientes. El resultado es que el hombre no se reconoce; el efecto del cambio sorprende todos sus pronósticos y propósitos.

De tal manera, un gran cambio en la vida, particularmente de lo que ocurre alrededor de los 40-45 años, actúan como un agente de descubrimiento de disposiciones, defectos y hábitos de los

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que no somos concientes.

El conocimiento parcial nos ciega

El conocimiento parcial que tenemos de nosotros mismos nos impide profundizar en el mismo.

En casi todos nosotros, existen uno o dos defectos muy marcados y una multitud de estos no tan bien definidos pero reales.Muchas veces la mente está obsorta en estos defectos marcados al punto de no profundizar y analizar lo más sutiles y delicados movimientos del alma.

En ocasiones, mientras la mente contempla y encuentra placer en lo que parece desarrollo de una virtud bien definida, es inconsciente del trabajo callado y efectivo de una serie de vicios y pasiones menores que minan los cimientos de la misma virtud que acapare su atención. Esta virtud puede llegar a perderse y algo curioso ocurre en el alma. Esa virtud que tanto nos ocupó llega a existir como posesión muestra la imaginación al punto de soñar que la practicamos. Si tuviésemos la costumbre de ir sondeando las profundidades de nuestra alma, de buscar aquellas cosas de nosotros que desconocemos, no ocurriría tal desastre.El conocimiento parcial que satisface a tanto es en sí mismo un peligro muy serio. En algunas, la mente puede concentrarse como vimos en virtudes que le impiden ver el deterioro paulatino en otros campos. En otras cosas, no es una virtud, sino un pecado que ciega al alma y le impide un conocimiento profundo de su estado real. Un pecado grave absorbe la mente de tal manera que se torna incapaz de percibir el trabajo constante de sus potencialidades hacia una elevación de la vida moral, lo que debía llenarle de esperanza, como presagio de una victoria que se aproxima. O puede ser que no vea un deterioro paulatino de la vida interior.

Si siempre fijamos la vista en lo mismo, no percibimos que aunque parezca que ese pecado es estático, gradualmente provocaré un debilitamiento general que nos impedirá resistirlo. El conocimiento de ese pecado particular nos cierra los ojos a un conocimiento profundo.

Hay una apariencia de autoconocimiento que nace del hecho de que la persona cree que sabe lo miserable que es, pero no hay

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nada más alejado de la realidad. No es capaz de saber lo malo que es excepto en este punto particular y no sabe lo bueno o malo que es en estos campo y si progresa o retrocede en el vida espiritual.

No podemos realizar es esfuerzo serio de embate al pecado hasta que no conozcamos realmente nuestras faltas.

El conocimiento de sí es más importante que el análisis de sí

El conocimiento de uno mismo no es necesariamente una consecuencia del análisis de sí. Podemos tener una gran capacidad de auto análisis y gran pericia en la dirección de nosotros mismos y no tener un conocimiento de si proporcional de dicha capacidad o pericia.

La personalidad combina, matiza y armoniza las diversas partes de sí poniendo en relación a todos sus elementos.

La imagen que podemos formarnos de una persona es muy diversa a su realidad. Ese juicio previo tenía elementos verdaderos y falsos, era inarmónico y prejuiciado. Era una caricatura, después de conversar algún tiempo con esa persona nos damos cuenta que muchos elementos componen su personalidad y no alguno o algunos de estos elementos.

Así el conocimiento de sí mismo es mucho más profundo y complejo que auto análisis; sin duda alguna, podemos tener un autoconocimiento muy profundo con poco auto análisis. Aquí hay que considerar una cosa muy sutil, el ser, que elude todo análisis.

Puedo conocer muchas cosas sobre mi mismo, puedo ser muy introspectivo y examinar detalladamente mi alma. A pesar de esto puedo también no ver el ser profundo que pone en marcha la maquinaria que he visto trabajando y que matiza o unifica los fragmentos de autoconocimiento que he logrado reunir.

Este tipo de autoconocimiento, así como el conocimiento que adquirimos a través del contacto con otras personas, es más moral que intelectual. Gran parte del auto examen se convierte en una conquista o carrera intelectual y no produce los resultados que se esperaría dado el trabajo y entusiasmo invertido en el mismo.

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¿Cómo entonces llegar a la profundidad del ser?

Aprende a examinarte a la luz de Cristo. Pocas son las personas que no se han sorprendido alguna vez por el poder de la revelación de su propio ser que llega a través de otros. Frente algunos (nota de Alisos: Como Juan Pablo II a los Santos) entramos momentáneamente a la presencia de alguien cuya vida es una elocuente confrontación del tonote la propia vida; así mientras permanezco en la luz de esa presencia, siento a la vez lo que debo ser, lo puedo ser y lo que no he sido.

Al ver lo que podrá haber sido, veo lo que soy mientras más perfecta sea la vida que cruce mi camino, más clara y penetrante la luz que nunca mi alma. Toda la luz que otras vidas han derramado sobre nosotros palidece como tímidos destellos frente a aquella que emana de la presencia de Jesucristo… y la vida era la luz de los hombres (Jn. 1,4)… y en tu luz vemos la luz (Salmo 36,10) en toda su plenitud.

Nuestro auto examen degenera en un poco verdadera forma de auto análisis por que se realiza en las tinieblas. Podrá ser realizado en presencia de aquel que calma nuestros más nobles y perfectamente olvidados, ideales.

El auto examen no es algo abstracto; ha de ser la comparación de nosotros mismos en la más perfecta y motivante norma. (Si analizo únicamente) conozco un hecho y puedo no mejorar e inclusive tornarme indiferente a lo que reconozco con rutina. Lo otro (compararme con Jesucristo) es una experiencia espiritual que forzosamente y en virtud de ese conocimiento, mejora o empeora el alma. (Ej. Qué distinto es saber que hoy me irrité 6 veces y ayer 5 y compararme a Jesucristo cuando fue golpeado por el sirviente del sumo sacerdote o cuando querían engañarle los fariseos o saduceos) El conocimiento obtenido en el primer caso es puramente intelectual; en el segundo caso, es una experiencia individual. Con la presencia de la paz imperturbable de Cristo, de su amor incansable, nos vemos y nos auto condenamos.

Si hemos de adquirir un verdadero autoconocimiento, nuestros exámenes de conciencia han de ser realizados en presencia de Jesucristo, con un conocimiento cada vez más profundo de su vida. Con exámenes, por pobre y miserable que sea la vida que revelan, no serán desesperantes ni nos estimulantes, con su

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gloriosa presencia no pueden quedar vestigios de soberbia menos aún de desesperanza. La revelación aumenta la esperanza u estimula a la acción.

Prueba tu autoconocimiento

El gran método para adquirir conocimiento de la naturaleza es la experimentación. Estamos en esta vida para se examinados. La respuesta que Dios escucha no es de los labios, sino la de la acción.

Este es el verdadero significado de la tentación. Cada tentación es una pregunta hecha al alma ¿Qué clase de criatura eres? ¿Amas a Dios o sigues tus pasiones? Cuando Dios permite la tentación como un medio por el cual nos manifestamos a su favor o en su contra, lo mejor que podemos hacer es hacer una experiencia para ganar en autoconocimiento.

Examínate en la acción

Ponte a prueba a lo largo del día para examinarte y observa las respuestas que te dan los hechos. Proponte, por ejemplo por la mañana mortificar la lengua X número de veces en el día. Creo que los resultados de unos cuantos días de esfuerzo para cumplir ese propósito te sorprenderán cuanto fallas y que débil eres con tu lengua.

No hay nada más fácil que imaginamos en situaciones ideales; no hay más despertar más brusco que los resultados que arroja el experimento. Un día de experimento en algunas regiones no explanadas de la vida espiritual resulta en un brusco pero sano despertar de los sueños erróneos que tenemos acerca de nosotros mismos.

Las respuestas que dicho experimentos arrojan nos convencen de la verdad y muy frecuentemente son como huecos en las nubes que no nos permiten ver y así somos capaces de adquirir aproximado real de nuestra fortaleza y debilidad a la luz de estas experiencias, el examen es más serio y real; encontramos después de algunos meses que hemos cambiado poco a poco y que la mejor forma de describir el cambio es afinando que el auto examen ha dejado de ser el estudio de detalles para convertirse en el conocimiento de una persona. Los detalles de una vida han de ser, sin lugar a dudas, examinados, pero no

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como datos aislados: hemos de verlos como emanando de una persona viva. Los hechos examinados a la luz de la vida personal cambiar todo su sentido.(Hay que ver los efectos de las cosas; más aún hay que ver los efectos a la luz de su causa)

La superficie de nuestras vidas de alguna manera se resquebraja y vemos el pulso de aquella misteriosa fuente de acción: el ser.

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Capítulo 2: Disciplínate

Todo lo que sabemos sobre el bien y el mal y la lucha espiritual, aparte de la revelación, lo conocemos a través de nuestra propia naturaleza.

Conocemos el pecado únicamente como pecado humano y conocemos la bondad y la virtud solamente como los vemos a través de nuestra naturaleza. Cuando pensamos acerca de la bondad y el amor de Dios, pensamos en estos atributos como lo vemos y nos muestra la sagrada humanidad de Jesucristo. Cuando pensamos en la maldad diabólica es solamente a través de la maldad humana, engrandecida y magnificada que podemos imaginarla.

En esta tierra, no hay conocimiento moral alguno, aparte de la revelación, que pueda alcanzarnos si no es a través de nuestra propia naturaleza. ¿Quién pueda dudar que esta naturaleza nuestra es capaz de revelarnos el bien y el mal? Las cumbres de la vida espiritual son conocidas por pocas, pero creo que las profundidades de la maldad son conocidas por menos aún.

Nuestra naturaleza puede revelarnos la perfección de la virtud o del vicio, al parecer, con igual facilidad. ¿Por qué, entonces, si nuestra naturaleza es igualmente capaz

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del bien y del mal, no es tan fácil cometer el mal?

El hombre de fortaleza necesita desarrollar y usar todo lo que le ha sido confiado y todas sus facultades para ser simplemente humano.

Ninguna de tus facultades humanas es mala

No existe algo en el hombre – sustancia, poder y facultad que sea malo en si mismo. La doctrina católica de la encarnación enseña que Nuestro Señor asumió nuestra naturaleza en su totalidad y que todo lo que pertenece a nuestra naturaleza estaba en Él.

Analiza el alma del más grande pecador y del más grande santo, y no encontrarás en el pecador una sola cosa que no esté en el santo. Compara el alma de María Magdalena o de San Agustín antes y después de su conversión. Como santos no fueron debilitados o privados de nada. No perdieron ni destruyeron nada; estaban en plena posesión de todas sus facultades y poderes.

Habrá mucho en María Magdalena que nunca habrá usado, que probablemente nunca soñó, hasta que alcanzó a Nuestro Señor. Él le reveló el secreto del verdadero desarrollo personal, que es otra palabra para santidad. Encontró bajo su guía todo lo que tenía en ella para ser usado de una forma más plena y rica de la que alguna vez pudo imaginar.

La santidad no es el vaciar la vida, sino el llenarlas. “…no he venido a abrogarla sino a consumarlas” (Mt. 5,17).En la proporción en que un hombre sea bueno, será fuerte. Olvidamos frecuentemente que el Discípulo Amado era, de hecho, Hijo del Trueno (Mc. 3, 17) El más dócil de los santos es fuertísimo. Los santos frecuentemente nos sorprenden mostrando un valor y firmeza que no creemos posibles.

La diferencia entre la bondad y la maldad radica en el uso correcto o incorrecto de facultades buenas en si mismas. El pecado es el mal uso de las facultades que Dios nos ha dado, el utilizarlas para la consecución de fines para los que no fueron creados.

Cada poder, cada facultad, casa don de nuestra naturaleza nos fue dado para el bien. Para el servicio de Dios y en la capacidad

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de ser usados para servirle a Él. Cuando tomamos estos dones de Dios, y los utilizamos para un fin indigno, pecamos. Él corazón que puedo elevar a Dios para unirme a Él, puedo utilizarlo para amar aquellos que Dios más deteste.

La misma voluntad con la que elijo el bien puedo utilizar para escoger el mal. Mi voluntad es buena independientemente de aquello para lo que la utilice. Al regresare el mal violento mi naturaleza y debilito mi voluntad. Al elegir el bien, actúo de acuerdo a mi naturaleza y mi voluntad crece cada vez más fuerte y confiable.

Cuando escojo el mal no reside en la voluntad, sino en los objetos sobre los que se ejerce la decisión. El mal es el abuso de una gran y noble potencialidad. Para ser bueno, he de utilizar mi voluntad en la elección decidida del bien.

Así, podemos considerar una por una esas facultades que han sido causa del más grande pecado, y ver como, a pesar de haber sido instrumentos de pecado, son en sí mismas buenas, y a través del uso de las mismas, los santos ses hicieron santos.

Agustín no dejó sus grandes dotes intelectuales cuando abandonó errores maniqueos para convertirse en seres de Cristo. Vemos más bien, la emancipación de su intelecto. La verdad liberó.

Torna las facultades que Dios te ha dado hacia el bien

Es necesario ser muy claro en este punto pues de él depende toda nuestra visión de la reforma de vida personal.

El cambio de una vida de pecado a una de santidad no es más que un cambio de los objetos sobre lo que ejercitamos las potencialidades que Dios nos ha dado. Esto no es imposible al contrario, es muy razonable.

Hay una inmensa motivación en el pensar que estoy esforzándome en usar mis potencialidades para aquel fin para el amor a Dios, habrán grandes dificultades en el entrenamiento consistente en apartarlo de objetos indigno, pero no puedes dudar del hecho de que puede amar a Dios. Esfuérzate algún tiempo y tendrás éxito.

Examina la estructura de tu ser y una cosa te impresionará:

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Toda facultad de tu mente, toda potencia, todo miembro de tu cuerpo fue hecho para actuar. El cuerpo es el instrumento de la acción de la mente; los sentidos son los canales a través de los cuales se alimenta. Todo ha de convertirse en instrumento de la manifestación del alma en servicio de Dios.

La mortificación, que nos ayuda a utilizar nuestras facultades como debemos, no es un fin en sí mismo; es un medio para conseguir un fin, y el fin es el verdadero y pleno uso de lo que tenemos.

La autodisciplina necesariamente ha de estar en proporción al uso erróneo de cualquier sentido o potencia y buscamos el uso correcto de los mismos en todo acto de mortificación.

“… en vez del gozo que le ofrecía, soportó la cruz..” (---12,2): no soportamos el dolor por sí mismo, sino por aquello que está más allá del mismo. Soportamos esos actos de negación y contención personal por que sentimos y sabemos sobra que solamente a través de esos actos podemos recuperar el señorío sobre todas aquellas facultades que hemos utilizado erróneamente y que aprendemos a usarlos con un gozo y vigor que no habríamos conocido antes.

Los actos de mortificación están llenos de promesa y esperanza

Los labios que frecuentemente se han sellado en silencio penitencial por haber pronunciado palabras amargas, por críticas poco. Por criticas poco caritativas, irreverencia o parloteo incesante, encuentran momentos en los que pueden reparar y curar con palabras llenas de caridad a quienes han herido en el pasado, o hablar con ardorosa elocuencia de la fe de la que alguna vez blasfemó.

San Pablo no exhorta a que nuestros miembros sirvan a la justicia hasta llegar a la santidad. Cuando nos dice que no nos pide que renunciemos al uso de alguno de estos poderes o que los dejemos ociosos; nos pide más bien que no nos entreguemos al pecado, sino a Dios, como uno resucitado de entre los muertos y que usemos toda potencia que tengamos para servir a Dios como instrumento de la justicia hasta llegar a la santidad. Usarlos para aquello para lo que nos fueron dados. En el poder de la acción positiva el poder mortífero del pecado es vencido. Deja a Dios reinar en tu corazón y encontrarás trabajo suficiente

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para tu cabeza y tus manos.

Entre este riguroso vivir en el pleno y libre ejercicio de todas las potencialidades y la vida de pecado, se encuentra ese periodo de disciplina y mortificación durante el cual las potencias mal utilizadas han de ser contenidas, restringidas y entrenadas para su verdadero trabajo. Habrán días de oscuridad cuado parezca que este trabajo es imposible.

Encontraremos sostén en dos pensamientos: que la facultad mal usada es en sí buena y que únicamente usándola para lo que nos fue dada encontrará redención. Nos sostendrán estas ideas y nos motivarán a soportar el sufrimiento, precio de la redención. El gozo al que nos enfrentamos nos ayuda a sobrellevar la cruz de la disciplina.

Este es el verdadero centro de la ascesis cristiana. Sin una motivación tan grande, carece de sentido y es una cruel auto tortura. Necesitamos llenar la propia vida, no vaciarla.

Muchas almas que han renunciado a una cosa tara otra y han vaciado su vida, aprende dolorosamente, que sus energías, al no encontrar forma de expresión, se han reflejado al interior del alma y se vengan a través de un mental auto análisis y escrúpulos enfermizos. Necesitan estas energías una salida; necesitan intereses.

El anhelo de la vida no puede ser contenido.

Debemos, para tener éxito y no desesperarnos, aprender que la mortificación es temporal y que existe para encauzar el arroyo al canal principal.

Somete tu voluntad rebelde

Conocemos la tendencia que tienen nuestras potencias querer una vida independiente, de vivir y actuar no para el bien de la persona, sino para su propia gratificación, dañando muy frecuentemente a la persona.

Muchas veces no nos damos cuenta de esto sino hasta que nos percatamos de que hemos perdido el control de nosotros mismos – que una tras otra de nuestras facultades y sentidos

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(nuestros “miembros” como los llama San Pablo) se niegan a obedecernos y viven su propia vida por separado; más aún, en múltiples ocasiones forman facciones y se agrupan para destrozar la conciencia y colocar alguna pasión para gobernar al todo. Aquí está teniendo lugar una revolución bien organizada, tan silenciosa que la conciencia no se alarma realmente sino hasta que se percata de que su poder ha desparecido de verdad.

En la medida en que cada facultad, cada sentido vive para sí, en esa proporción adquiere fuerza al absorber para sí la vida destinada a alimentar a toda la naturaleza y así agota y disminuye a los demás.

Esta fragmentación de la unidad y fuerza del alma es muy frecuentemente, el resultado no de un acto conciente de la persona, sino de la negligencia, de haber permitido que la naturaleza siguiese su curso y siguiera sus propias inclinaciones. La eterna vigilancia es el precio de la libertad” (Wendell Phillips) y hemos de ejercer esta vigilancia en cada parte de nuestro ser – sentidos, facultades, inclinaciones – si hemos de permanecer libres.

Es sin duda una extraña sublimación del orden de la naturaleza que el hombre no pueda usar sus potencialidades con la libertad espontánea que quisiera, sino que éstas la utilicen a él.

¿Alguien ignora lo que es encontrar alguna parte de su naturaleza actuando en directo desafío de su voluntad? En primera instancia parecerá que la desobediencia no es deliberada, como si fuera una falta de cuidado de parte nuestra y que hemos de ser más firmes al ordenar. Posteriormente no hay posibilidad de duda: la voluntad ha dado una orden y está siendo desobediencia con desafío.

¿Cómo sucede esto? ¿De dónde adquiere esta parte desafiante voluntad propia?

Del corazón que ha empezado a querer lo que la razón y la conciencia prohíben. La razón lo ridiculiza, la conciencia da estrictas órdenes, pero el corazón con un catálogo de pasión arrasa con todo a su paso, a pasear de las protestas de la conciencia y de los dictámenes de la razón, y se sale con la suya.

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Controla tus potencias y facultades

Es labor de la mistificación el lograr obediencia de las potencialidades rebeldes y el no permitir una autoridad dual en el reino del alma y que todo actúe para el bien de la persona a quien pertenecen.

Este es el trabajo de la mortificación que enfrenta cualquier persona que, por descuido, consentimiento propio o pecado, ha perdido en alguna medida el poder de autogobierno. Sus facultades han salido de control y se han disgregado persiguiendo cada una su fantasía. Deben aprender que pueden ser útiles en el reino del alma únicamente cuando obedecerá la autoridad soberana de la voluntad y cooperar con todas las otras potencias para el bienestar del alma. Debe dejar saber a estas facultades indisciplinadas que tienen su lugar y trabajo por hacer, y que cuado hayan aprendido controlarse, harán su trabajo mejor y encontrarán mayor satisfacción en el mismo y una mayor libertad de que tuvieron en sus días de mayor libertinaje.

Hemos de reunir a las facultades y potencias vagundas y llevarlas al mundo del orden y enseñarlas a marchar marcando el mismo paso, refrenando a la s más impulsivas y entusiastas urgiendo a las perezosas a pasar a l frente, lidiando pacientemente con las que han sido ganadas de una vida fácil e independiente para unirse al servicio de la patria del alma.

La disciplina ha de ser para todas como una motivación para trabajar mejor que nunca, siempre unidas y bajo la guía de la conciencia para combatir a los enemigos del alma. La unión, claridad de objetivos, docilidad y obediencia, contribuyen a la consecución de objetivos y resultados.

Por tanto, todas las potencias de mente y cuerpo deben disciplinarse para lograr el bienestar de la persona. La más brillante facultad de mente poco puede lograr sin las más humildes y pobres. Cuando una pasión o facultad se ha colocado a si misma en una posición de prominencia o autoridad que no le corresponde, es necesario ubicarla por un tiempo en el último lugar, castigándola si es necesario, disminuyendo su fuerza y espíritu rebelde con el único fin de que se aprenda a realizar su trabajo mejor.

Dicha disciplina no constituye un freno poco razonable de

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nuestras potencias. Su objetivo es restaurar al alma el ejercicio de su autoridad plena que consiste en el orden y la cooperación de las que depende su unidad. Requiere de tres elementos.

Paciencia: Es necesarísima. La impaciencia, una gran ansiedad por un rápido resultado de nuestro esfuerzo, lo único que lograr es retrazar el trabajo. No debemos desanimarnos si nos toma años rectificar la negligencia o el abuso de años. El pesimar de más, aunque sea un poco, puede causar una reacción que precipitará las cosas a un estado peor del que se encontraba antes. Hemos de templar los materiales antes de poder darles la forma que deseamos. Es imposible lograr grandes reformad y cambios súbitos. Los hábitos, buenos o malos, se forman únicamente a través de la repetición de actos; hacer un poco cada día perseverando en la voluntad logrará más que se pretende obtener violentamente. No existen los esfuerzos indisciplinados de la autodisciplina: siempre terminan en el fracaso.

Hay que aprender a actuar con una paciencia incansable.

Prudencia: No podemos pensar que la bondad de una causa puede eximir a una persona de las ordinarias leyes de la prudencia al ejecutar; menos aún podemos esperar que Dios remedio los efectos de la propia imprudencia. La acción de la gracia depende de los cimientos construidos sobre las leyes de la naturaleza. Una persona no puede desembarazarse de aquello a lo que se ha habituado por años de autocomplacencias. Lo que sea en sí malo puede y debe abandonar ya que actuar mal nunca es útil o necesario. Al querer abandonar lo que no esta mal, no debemos actuar con demasiada prisa. Guiado por prudencia, aquel que ha de cambiar, será entrenado gradualmente a que Prescinda de aquello que se ha convertido casi en una necesidad para él. Hemos de lograr una existencia normal antes de emprender la vida ascética.

Gracia: Finalmente, necesitamos buscar siempre la ayuda de la divina gracia. No podemos emprender solos la obra de nuestra restauración, no podemos ser restaurados a un mero estado de naturaleza separada. Los remedios que Dios proporciona son sobrenaturales, y si hemos de ser restaurados, hemos de elevarnos por encima de nuestra naturaleza. Dios vierte en nuestras heridas el aceite y el vino de la divina gracia,

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para que nuestras heridas sean curadas. Esa medicina que lo cura transforma nuestra naturaleza y la colma de nuevo vigor.

La lucha por ser dueños de nosotros mismos nos sobrepasa. No podemos contentarnos meramente con ser lo que éramos, hemos de ser más. Si deseamos recuperarnos hemos de llamar al gran médico y en sus manos encontrar una vida nueva y un mundo nuevo que se descubrirá a nuestros ojos.

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Capítulo 3: Vive según las leyes del espíritu

La vida espiritual de cualquier persona puede surgir de cualquiera de dos puntos de partida: El pensamiento de Dios o el pensamiento de sí. Hay mentes que se vuelven a Dios naturalmente y para quienes las cuestiones de fe han sido siempre naturales. Existen otros que han alcanzado a Dios a partir del conocimiento de sus grandes creencias. La tendencia natural de estas mentes consiste en ver hacia dentro y no hacia fuera. Pueden ver hacia fuera y hacia arriba por lo que han descubierto dentro de sí.

El conocimiento de sí les ha mostrado que no poseen en sí mismos el poder de ayudarse y solamente, como la hemorroisa ( (Mc 5, 26), después de sufrir a manos de varios médicos, buscar a Dios.

El conocimiento de sí separado de Dios solamente puede conducirnos a la desesperanza. Necesitamos de la mano de Cristo para levantarnos.

La vida espiritual de casi todos los hombres surge entonces del conocimiento de Dios o de si y el fin ha de ser el mismo. De la grandeza y santidad de Dios, uno aprenderá la grandeza del destino del hombre a quien Él se ha revelado. Del otro, a partir de sus grandes carencias, aprenderá de la grandeza y del amor de Dios que redime.

Aquel que siente que la indigencia de su naturaleza no puede ser satisfecha que por algo más que su naturaleza buscará lo

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sobrenatural en Cristo.

Dos miembros del Colegio Apostólico representan estos dos puntos de partida del conocimiento cristiano y de la vida: San Juan y San Pablo.

San Juan es el prototipo de la mente objetiva. Mira hacia arriba y hacia fuera. Ve al sol. En sus escritos nos dice poco o nada de si mismo y de sus luchas. Le conocemos principalmente como el espejo en el que se refleja la Corona de Cristo. Es el gran contemplativo. Cuando llega a hablar de su persona, se refiere de sí mismo casi de forma impersonal: es “el discípulo que Jesús amó” (Jn 21,1); es aquel cuya vida estaba “escondida con Cristo en Dios (Jn 21, 20; Cel 3,3).

¿Qué podemos aprender de él acerca de los misterios de alma humana, de la angustia de la penitencia y la triste memoria del pecado? Nos habla del infinito amor de Dios y nos revela la grandeza del destino del hombre, quien puede ascender a una intima y cercana amistad en el Altísimo. El otro es San Pablo. No existe secreto del corazón humano que no conozca. Sus experiencias son para todos. Las entrega libre y generosamente a los hombres. Posee encanto maravilloso y precioso: El poder hablar de sí mismo sin sombra alguna de egoísmo. Nos relata su idealismo y su importancia y su importancia para realizar sus ideales, y cómo al fin lo logró. Lo que nos diga, nos llega con la frecuencia y vitalidad de una vivencia personal.

Los elementos de su personalidad aparecen por doquier.

Sus palabras pulsan y vibran con una intensa personalidad.

Es el representante de la mente subjetiva que mira al interior. Estudiando, analizando, y registrando sus propias operaciones.

No podemos permitirnos el lujo de prescindir de la revelación de alguno de estos apóstoles. Ambos, juntos, son necesarios para mostrarnos el camino por el cual el hombre puede unirnos a Dios. Conquista tus pecados con más que el auto conocimiento.

Es incierto afirmar que la única cosa necesaria para vencer al pecado y alcanzar la perfección es un más perfecto conocimiento de nuestra naturaleza y sus leyes.

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Si en algo nos conocemos, estaremos dolorosamente concientes de que bajo el influjo de una gran tentación, frecuentemente actuamos en oposición directa a nuestro conocimiento.

El mero conocimiento de lo que no hemos de hacer, aún de los desastrosos resultados de aquello que estamos tentados a hacer, no necesariamente nos impedirá realizarlo. San Pablo nos dice que “… el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”. (Rom 7,18 – 19).

Aunque ciertamente no es del todo verdadero afirmar que la ignorancia es la única o principal causa del fracaso, sin duda tiene algo de verdad. Muchas personas entusiastas han perdido todo el gozo y éxito conciente en la vida espiritual por no entenderse. Si nos entendiéramos mejor, ciertamente seríamos capaces de aplicarnos mejor. Hay muchos que han fracasado persiguiendo lo imposible.

La ignorancia de las más elevadas, sutiles y misteriosas leyes de nuestro más profundo ser forzosamente conllevar fracaso y sufrimiento.

En realidad, necesitamos conocernos y conocer las leyes que gobiernan nuestras vidas, así como conocer y utilizar los remedios que Dios nos proporciona para curara la enfermedad provocada por la relación de estas leyes.

No hay dos personas iguales y de cierta manera cada individuo se encuentra solo.

Cuando tenemos frente a nosotros una gran decisión o tentación sentimos la soledad de la propia personalidad. Es imposible poner en palabras las cosas para que otro pueda entender lo que hace de la dificultad mi dificultad.

Sin embargo, son tan parecidos los corazones humanos, es tan una la naturaleza humana, que el conocimiento de nosotros mismo nos ayuda a entender a otros y hace posible analizar la estructura y operación del alma para así adquirir algún conocimiento de las causas y resultados de las luchas intensas comunes a todos los hombres. Las tentaciones y disposición de uno pueden ser muy distintas de las de otro, y aún así las causas de la tentación, el fracaso o el éxito pueden ser – y son –las mismas en todos.

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San Pablo, como en el caso de todos los grandes maestros, nos enseña con tal sencillez que nos hace preguntarnos cómo no llegamos a muchas conclusiones nosotros mismos.

El conflicto siempre rondará el alma

San Pablo nos describe la incesante lucha que se libra en cada corazón humano. El hombre no es uno consigo mismo. El alma es como una casa dividida, como un reino en revolución. Este conflicto no es entre cuerpo y alma; es más profundo y más íntimo. Se encuentra en los mismos manantiales de nuestro ser.

El alma en su profundidad no es una condigo misma. Frecuentemente tiene que decidir y actuar en el torbellino de una oposición directa que surge del interior. Si el alma completa tuviese enfrentar la oposición o tentación que viene de fuera, sería una cuestión más sencilla; al venir de dentro es más complicado. Lo experimentamos todos los días y aún así no nos damos cuenta de lo anómalo que es “Solamente el hombre es así; todas las demás creaturas conservan la unidad en sí mismas. Únicamente el hombre no es dueño de sí. Se encuentra rasgado y torturado por el conflicto interno, por su incapacidad de dirigir todas las fuerzas dentro de sí para conseguir su fin y obtener su propia perfección.

Tu mente y tu voluntad se encuentran enfrentadas

San Pablo nos muestra donde se asienta este conflicto interno: en la más alta región de la vida del alma.

El conflicto existe primordialmente entre las facultades morales e intelectuales. La mente y la voluntad no es tan en sintonía. La mente ve y se deleita en lo bueno y la voluntas elige lo malo. El orden natural es derrocado; la voluntad se niega a obedecer los dictámenes de la razón. Lo que la mente desea, la voluntad se niega a ejecutar.

Amamos el espíritu del no ser de este mundo y somos mundanos hasta el centro de nuestro corazón. Detestamos la falta de sinceridad y somos elocuentes en la alabanza de la verdad y somos poco veraces.

Esta oposición entre nuestros ideales y nuestro actuar no surge

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de la hipocresía sino del hecho de que “no hacemos las cosas que queremos”

Estamos tan acostumbrados a estas extrañas paradojas que no nos percatamos de lo sorprendentes que son. Si ocurrieran en cualquier otra esfera de la vida que no es cualquier otra esfera de la vida que no fuese la moral, lo consideraríamos una verdadera locura. Sin embargo, nadie puede dudar que la vida moral es la vida esencial del hombre y a la que todo lo demás debe servir.

Dichas paradojas son tan comunes que escasamente reparamos en ellas y si lo hacemos, nos referimos a ellas como las inconsistencias comunes a la fragilidad humana, Pero no son comunes, se encuentran en oposición directa a la invariable ley de acción que impone en todos los otros campos de la vida humana.

¿Quién puede imaginarse a un hombre actuando constantemente en contra de sus intereses, deseos y gustos, detestando lo que hacía y sin embargo haciéndolas todavía?

Existe un departamento aislado en la naturaleza del hombre en el que la ley de su acción es totalmente excepcional: Aquel es el cual las facultades intelectuales y morales se niegan a cooperar, y la voluntad delineada, y muchas veces desafiante, nota los mandatos de la razón.

Esta es, entonces, la causa de la pérdida de la unidad interna de la que cada uno somos concientes. El hombre no es uno consigo mismo. No está seguro de sí mismo. No tiene la certeza de que pueda y hará todo lo que quiera hacer; no es señor de los numerosos dones de su naturaleza porque no está seguro de su falta de lealtad, se que traicionará sus más elevados y que vendrá su primogenitura, de hijo de Dios, por un plato de lentejas (Gen: 25, 29 – 34).

¿Por qué es esto?

San Pablo encuentra que estas extraordinarias inconsistencias morales surgen por que nuestra naturaleza es el foro de la lucha constante de cuatro fuerzas, cada una de las cuales lucha por la dirección del alma. No son impulsos o pasiones.

A estas cuatro leyes las llama “la ley de los miembros la ley de la mente, la ley del pecado y la ley de, Espíritu de la Vida. (Gen

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25,29 – 34)

A estas cuatro leyes, que trabajan con la persistencia y precisión de la ley, atribuye todo lo que pasa en el alma para bien o para mal; al conflicto entre ellas atribuye casi todas las paradojas.

Encontramos que estas cuatro leyes operan en pares. Un para trabaja para el mal y el otro para el bien.

El conflicto no es uno entre el pecado y la santidad. Existe una fuerza , una ley que conduce al pecado, una tendencia en el alma, no directamente pecaminosa, que le prepara para el pecado, al que, si se le permite operar, llevará al alma cautiva del pecado, a su libertades, la ley del Espíritu de Vida, que la libera de la ley del pecado y de la muerte.

La ley de los miembros prepara el camino al pecado

De acuerdo a San Pablo hay una ley que trabaja en nuestro interior y de esa labor resultan actos y deseo que no son pecaminosos en sí mismos pero que preparan el camino para el pecado. Todos distinguimos lo que está claramente bien o mal pero existen cosas que se ubican en el terreno de lo debatible, en la región del crepúsculo. El alma que vive bajo la ley de esta tierra con seguridad acabará por mudarse al reino de la oscuridad y el pecado.

El nudo del conflicto lo pelean las cosas que en sí mismas no están ni bien ni mal. El hombre que decide no hacer lo que es claramente malo, pero que hace todo lo demás que desea hacer, encontrará que, a la larga, no puede escapar del pecado real.

Se dan en la vida del hombre palabras, actos, deseos e inclinaciones que, aunque parezcan independientes, pueden ser agrupadas en la misma categoría – el trabajo de una ley suyo objeto es subyugado bajo el dominio de pecado. A esto llama San Pablo la “ley de los miembros”. Permiten a un hombre ceder al control de esta ley es permitir que pronto sea un cautivo de la ley del pecado.

Al principio huimos y evitamos los pecados que posteriormente nos esclavizar. No nos hemos habilitado aún a aquellas cosas que debilitan la voluntad y disminuyen el tono moral preparando el camino para la terrible caída. Pequeños actos indulgentes, no

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malos en sí mismos – el deleitarse en el gozo de los sentidos, el evitar el sacrificio sistemáticamente, el refugiarse en amistades para evitar la cotidianidad y realidad domética - han ido fraguando el naufragio del alma. Todos estos actos fueron el resultado del trabajo constante de la ley de los miembros que conduce al hombre al cautiverio de la ley del pecado.

Es contra esta ley ha de ser combatida sin descanso o se corre el riesgo de que nos derrote. Solamente una vida mortificada y disciplinada puede resistir los embates del pecado. San Pablo nos dice que se libra una batalla constante e incesante entre la ley de los miembros y la ley de la mente de que la ley del pecado pueda ejercitar su poder sobre el alma.

La ley del pecado conduce a la muerte espiritual

San Juan nos dice que “… el pecado es la transgresión de la ley” (1 Jn 3.4) El pecado es la violación de la ley de vida del alma, pero el pecado tiene su propia terrible ley.

El pecado es la entrada a la vida espiritual del hombre de aquello que se encuentra en mortífera oposición a la misma, y que opera bajo su propia ley. La ley del pecado es la ley de la muerte. Es la destrucción de la vida espiritual. Cuando el pecado tomas posesión de un alma, esta muere. La voluntad, aún cuando se encuentre fortalecida para otro tipo de trabajo, se encuentra debilitada ante los embates del pasado. La razón se obnuvila y oscurece para la acción moral. Las potencias del alma se rehusan a cooperar para su bien. Un cuerpo enfermo, marchito y macilado es una buena imagen del alma deshonrada y traspasada por el pecado.

Una vez que el pecado ha sido aceptado y consentido, crece y se desarrolla según su propia ley. La vida del pecado es la muerte del alma, su fortaleza la debilidad del espíritu y su crecimiento la descomposición del alma.

No podemos negociar con él. Únicamente podemos hacer dos cosas: matarlo – extriparlo como cáncer – o dejarlo crecer de acuerdo a su ley y sin control alguno por parte nuestra.

Probablemente no conozcamos la rapidez o lentitud con la que pueda crecer un pecado abandonado a su suerte hasta que veamos qué tanto se han extendido sus raíces, cuánto se ha agotado la vida del alma y que horrible y anormal ha sido su

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desarrollo. Muchos pecados crecen de manera lenta e imperceptible como el egoísmo y la soberbia; otros como la impaciencia crecen con terrible rapidez.

Aquel que cede a la ley de los miembros se encontrará entregado a la ley del pecado. Estas en las dos fuerzas que cooperas para – del alma comenzando con el disfrute de todo lo que ofrece la vida, alejándose de todo lo doloroso y terminando con la oscura y desesperanzada esclavitud del pecado.

Déjate guiar por la ley de la mente

Hoy estas dos fuerzas que trabajan con igual persistencia y cooperara para el bienestar del alma y si liberación: la ley de la mente y la ley del Espíritu de visa en Jesucristo Nuestro Señor. Una de estas es natural y la otra sobrenatural, aún así ambas operan por ley, y siempre trabajan juntas.

La obediencia a la ley natural de la mente es la preparación por la cual el alma llega a sujetarse a la ley del poder sobrenatural del Espíritu de vida.

Las leyes de la mente y de los miembros se encuentran en constante batalla.

Hay una ley cuyo objeto es elevar el alma a lo mejor que tiene en sí y por encima de ella a lo sobrenatural. Siempre actúa de forma incesante y constante y siempre en la misma dirección.

En medio de lo que suscitan motivos conflictuantes que demandan audiencia en la sala de consejo del alma, hay una vez que siempre habla por sus intereses reales en contra del sacrificio del todo por las partes. Es la ley del verdadero ser, la vez de la conciencia.

No es una ley abstracta, ni una ley externa promulgada desde fuera como la del Sinaí. Se encuentra por encima de todo lo personal; San Pablo la llama “la ley de mi mente” Interpreta la ley externa para el individuo. Existen obligaciones y deberes que obligan a unos y no a otros y surgen de la vocación, condición de vida, formación y logros espirituales; todo esto es tomado en consideración. La ley de la mente conoce y sopesa el pasado, entiende la capacidad del alma, sus posibilidades y destino. Es la ley de la perfección del alma espiritual. Cualquiera que sean las complicaciones derivadas del pecado pasado, esta

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ley puede indicar el camino de la libertad.

Como toda ley, su fuerza y debilidad radica en que actúa tanto los detalles minúsculos como en grandes cosas. La ley de la mente se encuentra siempre actuante en los más pequeños detalles de la vida diaria.

Con la mira puesta en el futuro ordena en el presente para que pueda el alma entran a la contemplación de Dios.

La ley de la mente trabaja moldeando lo que toca de manera casi imperceptible. Cada dirección de la conciencia debe ser obedecida para que pueda dirigir al hombre a su salvador. Es Él quien salva, no la conciencia.

Permite que el Espíritu de vida te conduzca a Cristo

La luz de la mente lleva al alma a su libertador: el Espíritu de vida en Jesucristo, Nuestro Señor. Este Espíritu de vida opera por ley. Su acción sobre el alma no es caprichosa.

Guía al alma a través de la ley de la mente. La conciencia es una válvula de escape a través de la cual la gracia del Espíritu de Dios inunda el alma. Si la conciencia se cierra y se viola la ley de la mente, el flujo de la gracia se ve interrumpido; si la conciencia se abre, el arroyo de la gracia se convierte en un torrente potente, refrescante, vigorizante que eleva todas las potencias del alma. Se da entonces una doble acción: la conciencia escucha la voz del Espíritu y se ve iluminada con una luz y sensibilidad sobrenatural y así se abre con mayor frecuencia, hasta que, por el flujo incesante de la gracia que empapa a todas las facultades, el ser completo es sobrenaturalizado.

Una vez la batalla no se libra entre el --- pecado y la virtud, sino entre la ley de los miembros y la ley de la mente. Del ganador de esta batalla depende cuál de estas dos leyes gobierne el alma.

Tras estos dos combatiente se encuentran los poderes de la vida y de la muerte, del pecado y la rectitud aguardando el desenlace.

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Capítulo 4: Entrena tu voluntad

El resultado supremo de las numerosísimas actividades que llenan y ejercen presión sobre la vida humana es la formación del carácter. Aquello que provea de interés a los acontecimientos, los importantes y los triviales, es el saber que estas cosas temporales tienen su parte en la formación del carácter para la eternidad.

El carácter del hombre es forjado por todas las fuerzas de sí que aparentemente son incapaces de interpretación moral y que han sido diseñadas para obligarle a actuar: las necesidades de cuerpo y alma, las ambiciones a pasiones que llevan al hombre a vivir existencias extenuantes, o la falta de motivación que le convierte en veleta, el esfuerzo por obtener alimento, el deseo de poder, dinero o influencias, las cosas o personas que demandan el tiempo, interés o afectos del hombre…. Todas estas cosas compelen al hombre a actuar o lo condenan a la ociosidad. Todo tiene un supremo y eterno resultado: la formación del carácter.

Tu carácter perdurará más allá de esta vida

Las ruinas de antiguas civilizaciones fueron el escenario de conflictos morales y espirituales. Fueron testigos de la lucha de la conciencia en las pasiones humanas y el pecado, la lucha de la conciencia en las pasiones humanas y el pecado, la lucha de lo eterno con lo temporal. El fin terreno de esas civilizaciones fue alcanzado don rapidez y desaparecieron. Los caracteres formados por esas luchas, permanecieron, a diferencia de los edificios, para siempre. Las cosas que parecían tan importantes han pasado sin dejar huella, excepto en las almas que llevan su impronta para la eternidad.

¡Qué poco nos percatamos del supremo objetivo de la vida! La gran pregunta no es qué hemos hecho, sino el efecto de nuestra acción en la propia alma.

Algunos son concientes de esto, otros nunca lo piensan pero es

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cierto para todos, lo creamos o lo neguemos. Todos hemos sido marcados por la vida; nadie puede escapar al hecho de que un efecto duradero de la vida es el carácter.

El hombre tiene sus fines y todos son temporales; Dios tiene su fin y es eterno.

Es curioso que, de todas las empresas que emprende eh hombre, lo que es considerado como meros accidentes en muchas ocasiones son sus importantes resultados y que las empresas mismas, su éxito o fracaso, son verdaderamente accidentes.

Ej: Hombre que es exitoso en los negocios a través de fraudes.

El éxito o fracaso de la vida no puede ser medido por resultados materiales; ha de ser evaluado “en la balanza del santuario”. Cada uno de nosotros es arrojado al caldero ebulliente del mundo con posibilidades latentes de bien y mal, y salimos bien formados, fuertes y llenos de sentido, o triturados, deformes y desmoralizados.

Es entonces cuando somos inducidos a mirar bajo la superficie de lo que ocurre a nuestro alrededor y ver todo como la maquinaria diseñada por Dios para formar el carácter. Esto ha de motivarnos cuando estemos en dificultades o nos encontramos deprimidos en la lentitud de nuestro progreso y la pequeñez de los resultados obtenidos, nos ayudará a ver la grandeza de lo que tenemos entre manos y a considerar la grandeza de la maquinaria a emplear.

La conquista de la tentación y el lento crecimiento de la virtud, la gradual construcción del carácter, pueden ser más grandes de lo que parecen y necesitan de maquinaria pesada.

Imagina la cantidad de energía de cuerpo y mente que se usa en un día en una gran ciudad, y compararlo en los resultados netos vistos por el ojo de Dios, los resultados que perduran y perduran por siempre - una pequeña profundización del temple de cada persona involucrada, los hilos de un hábito tejido más compactante, la voz de la conciencia más o menos clara, la voluntad sumida algo mas en la rutina, aquí y allá una gran victoria para el bien o el mal. La comparación de dichos resultados, como los únicos permanentes, con todo lo que se ha invertido para producirlos, han de forzarnos a darnos cuenta de lo diferente que es el cálculo de Dios del verdadero valor de las

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cosas al nuestro.

Muchas fuerzas moldean tu carácter

La vida es, entonces la maquinaria que forma el carácter. Pero al juzgar el carácter del hombre, lo juzgamos como un todo, como una unidad con sus paradojas y contradicciones.

Una virtud no hace bueno a un hombre ni un vicio lo hace un hombre enteramente malo. Los mejores hombres tienen graves faltas y los peores sus virtudes. Ej: Pedro y Judas.

Sin duda, existen no pocos buenos hombres que tienen faltas más graves que hombres que sabemos malos. Y hay hombres a quienes justamente conciliamos malos que nunca han hecho algo tan malo en sí mismo como un hombre justamente considerado bueno.

¿Podemos decir entonces que el fin de la vida es la formación del carácter? Y siendo el carácter algo tan complejo, ¿cómo juzgarlo? ¿Cómo comparar hombres tan distintos?

Permanecerá no existir un parámetro común por el cual podamos juzgar a todos.

¿Cómo entonces es posible dar el peso y consideración debida a todas las circunstancias de temperamento, educación y formación religiosa? Hemos de juzgar a los hombres por lo que hacer, y solamente podemos juzgar a los actos en sí mismos como buenos o malos.

Sin embargo, cuando pasamos del acto a juzgar a la persona que lo cometió, una multitud de consideraciones que influencian y modificar nuestro juicio han de ser considerados. El acto en sí es fácilmente juzgable como bueno o malo, pero el acto considerado en relación a la persona que lo ejecutó es una cara bien distinta.

Recuerda la única medida de todo carácter

Cuando enunciamos que el supremo de esta vida es la formación del carácter, dicha aseveración implica que existe un tabulador común por el que podemos ser juzgados, a pesar de todos los accidentes de la vida.

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¿Existe un parámetro común por el cual todos podemos ser examinados? Sí. El resultado moral que producen las fuerzas e influencias que actúan en cualquier vida puede ser visto por el efecto que ejercen en la acción de la voluntad en una dirección en concreto. ¿Busca la voluntad aquello que el hombre considera correcto, o bien elige deliberada y concientemente lo que considera incorrecto? La respuesta de su vida a estas preguntas nos dará una idea clara de su carácter.

Ningún hombre puede ser juzgado por un parámetro o ley que desconocía. “Aquel que conoce la ley será juzgado según la ley; el que no, será juzgado sin ella”. Tampoco se puede ser juzgado por no alcanzar el parámetro de otro solamente se juzgará por el parámetro que se conoce.

Al juzgar el carácter, todo lo demás adquiere una importancia secundaria con aspecto a lo anterior. Es de capital importancia conocer la verdad, pero es poco útil para una persona conocen la verdad si ha puesto su voluntad, de manera deliberada, en contra de verdad. No podemos exagerar el valor del conocimiento de la voluntad de Dios. Aún así, el hombre que desconoce la voluntad de Dios en respecto a sí mismo pero se empeña en conocerla, se encuentra mejor aquel que la conoce y se niega a obedecerla.

Por esta puesta puede juzgarse a la raza humana. De un lado se encuentran los que se esfuerzan por hacer lo que creen correcto; del el otro, aquellos que deliberadamente escoger lo que saben que está mal. Algunos pueden tener una idea incipiente e imperfecta del bien y el mal, sin culpa suya, y sus parámetros forzosamente serán distintos. Mientras cada persona lucha por vivir fiel a lo que sinceramente cree, esa persona es buena. Ej: un católico que conoce la revelación y tiene una conciencia bien formada y un animista africano con una conciencia pobremente educada que se esfuerzan por vivir lo que creen. Para que un acto constituya un acto moral, debe de ser libre. Nadie puede ser considerado responsable por hacer algo que no podrá evitar.

A pesar de ser seres libres, existen muchas ocasiones en los que esa libertad parece fallarnos al momento de una gran tentación. La tenemos antes y la tenemos después, pero en la crisis de la decisión, parecemos perderla.

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¿Quién puede ser tan temerario para afirmar que en cualquier momento el hombre es libre de escoger lo que desea sin impedimentos? ¿Qué la acción de la voluntad no se ve afectada por el pasado? ¿Qué independientemente de cuántas veces haya cedido el hombre a un pecado su voluntad en todo momento se encuentra libre del poder de ese pecado?

Tal doctrina únicamente puede llevar a la imprudencia y a la desesperación.

Elegir lo bueno es más fácil cuando se tiene el hábito

Cada decisión tomada desarrollada una tendencia a elegir en la misma dirección. Mientras más frecuentemente escojamos algo, más fácil es elegirlo otra vez. La ley del hábito reina en el orden moral con misma certeza que la ley de la gravedad impera en el orden físico.

La ley del hábito ejerce su influjo sobre la voluntad, conduciéndola al canal que ha salvado para sí haciendo más u más difícil desviar su cauce. La marea entrante de una pasión o inclinación en el momento de la tentación es la presión de la ley del hábito.

Sería peor que un engaño el decir a un hombre que por mucho tiempo la cedido a los hábitos del pecado que podría en un momento dado, sin oración constante, vigilancia y gran esfuerzo, ejercer su libertad y nunca caer otra vez. Podemos darle una mejor inspirada esperanza: le podemos decir que debe luchar por su libertad. Podemos decirle que el hábito puede ser conquistado únicamente por otro hábito; que debe adquirir hábitos buenos para conquistar los malos, hábitos de resistencia para combatir los de rendición. Podemos decirle que ha nacido libre, no esclavo y que ese sentido inherente de libertad nunca podrá perder. Le podemos decir que no es a través de esfuerzos esporádicos y violentos que podrá triunfar, sino a través de esfuerzos constantes y comprometidos de perseverancia. La ley del hábito solamente puede ser vencida por la ley de la perseverancia. La voluntad se encuentra sometida a una ley; y puede ser liberada por otra ley que actúe con constancia y persistencia. Los vínculos que ligan al alma han de ser desenredados uno a uno. El trabajo de años no puede ser corregido en horas. El ignorar esto puede desesperarnos. Hay que recordar, sin embargo, que aquel que se ha vendido como esclavo ha de comprar su libertad por el precio exacto que

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recibió por su degradación.

La ley no teme un brote violento de una masa furiosa. La ley es más fuerte, por numerosa que sea la turba y violento su ataque. Lo que teme, y teme con razón, es una revuelta organizada – ley contra ley, organización contra organización. De igual manera, ninguna lucha momentánea, por determinada que sea, puede vencer la firme sujeción del hábito. Es únicamente la disciplina constante y perseverante de la voluntad que puede desde el cautivismo recuperar su libertad.

Una vez adquirida, la virtud es difícil de vencer

La perseverancia del hábito es sin duda la más grande fuente de consolación. Es la más grande fuente de estabilidad de carácter. Si es difícil vencer malos hábitos, es difícil vencer el bien. El hecho de que la atracción a algún pecado persiste a pesar de todos los esfuerzos para conquistarlo debe motivarnos a sentir que debe ser por lo menos tan difícil para la tentación vencer o derrotar en un momento un hábito de virtud.

Pero sabemos, demasiado bien, como los hábitos del pasado cuelgan de nosotros, qué poder de resistencia muestran. Esta misma dificultad para vencer al mal debe darnos una sensación de seguridad: bien vale esforzarse por formar un hábito que hará un buen servicio y se convertirá en fundamento de carácter.

Sin duda alguna los hombres buenos tienen sus fracasos pero ciertamente no deben descorazonarse; los hábitos de toda una vida no se destruyen por un fracaso. Si se arrepienten, estos hábitos bien formados perdurarán.

El pecado siempre es malo pero no debemos subestimar el poder del bien porque no percatamos del poder del mal.

Así mientras se forman lo hábitos el carácter se finca sobre el bien o el mal sobre cimientos no fáciles de sacudir. Y el hábito de elegir o intentar elegir lo correcto construye el carácter el firme y estable cimiento de la rectitud moral y quien así actúe es un hombre bueno.

Elegir el bien en lo pequeño ayuda a vencer la tentación

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Todo aquello en lo que la voluntad actúa la afecta de alguna forma para bien o para mal y construye la materia para la autodisciplina, ayudándola o desayudándola en su gran obra de la elección del bien o el mal. Las muchísimas cosas que cada día nos obligan a llegar a una decisión y elegir son el campo de entrenamiento de la voluntad. En todo lo que hacemos, por providencia divina, la voluntad ha de ejercitarse y adiestrarse y como resultado se fortalece o se debilita, permanece libre o se vuelve esclava, se torna firme o vacilante. Cada una de estas decisiones puede ser pequeña y de no mucha importancia, pero su frecuencia incrementa su valor y determina el resultado en cuestiones más serias.

La voluntad tiene sus propias características que fueron desarrollándose en esferas de elección que tenían poco o nada de peso moral. El que está habituado a la lucha en cosas buenas, tiene menos probabilidad de fracasar ante la tentación de placeres ilicititos. La victoria y la derrota en un súbito o violento asalto de alguna pasión puede depender del hecho de haber practicado la auto disciplina o mortificación en cuestiones pequeñas referentes, por ejemplo, al comer o al dormir o pequeños gustos lícitos.

No es en conducta del alma en el momento de la tentación de lo que depende la victoria o la derrota. Depende más bien de sui conducta en los sucesos comunes de la vida. Depende de la lucha constante para evitar que la voluntad se esclavice a gustos e inclinaciones.

Antes de que se dispare la primera bala, el asunto está prácticamente decidido. Por eso, la lucha debe ser sin tregua. El hombre ha de ser el señor de todos sus poderes e inclinaciones, también de lo externo que Dios puso en el mundo a su alrededor; no ha de ser esclavo de nada.

Dan a todo su lugar concreto le ayudará a la voluntad a no fallarle a la hora de la tentación. “El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”.. (Lc 16,10). }Es bueno recordar que se la voluntad se ha debilitado y esclavizado por le pecado, no está solo en la lucha por recuperar su libertad. Hay alguien con ella para guiarla y fortalecerla. Alguien que le mostrará el camino, que iluminará a la mente con luz sobrenatural y que dotará a la voluntad de fuerza divina. No podrá levantarse cons sus propias fuerzas. Desde la profundidad de su desesperación debe mirar al Altísimo. En su ruina absoluta debe valuar la vista a aquel quien lo creó sólo Él puede

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levantarla y restaurarla.

Sin embargo, no es tarea fácil. Su salvación no significa el cambio de circunstancias, un cambio exterior o el que desaparezca una dificultad externa. Debe ser restaurada, curada fortalecida e iluminada desde dentro. Ser restaurada para poder realizar el trabajo de Dios.

Frecuentemente esperamos que la respuesta a nuestras oraciones sea el que desaparezca obstáculos de nuestro camino, pero eso ni nos fortalecerá ni nos restauraría. Nuestras oraciones son respondidas en la medida en que vamos siendo capaces de superar la dificultad; se responden en el interior.

El pecador debe ser no solamente perdonado sino restaurado antes de gozar de visión de Dios. En cada paso de esta reestructaración, debe haber un acto del alma y uno de Dios.

La voluntad esforzándose y Dios ayudado. “…sin Mí no podeís hacer nada” (Jn 15,5) dice el Señor, sin embargo, sin nuestra cooperación Dios no puede hacer nada.

A lo largo de la lucha mientras batalla, ala alma aplastada por su propio peso, la tenue luz de la fe inspira una esperanza que la mueve a realizar un esfuerzo más persistente. Poco a poco el alma vuelve a la vida y sale en su intención que aquel que “… estaba muerto he vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”. (Lc 15, 32)

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Capítulo 5: Controla tus pensamientos

Una de las características más sorprendentes de todas las formas de vida orgánica es el poder de adaptación que muestra a circunstancias cambiantes. Y a pesar de todas estas adaptaciones, conserva su identidad.

El hombre posee esta característica en tal vez mayor grado que cualquier otra forma de vida. Ej. Pasar de vivir en trópico a un

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lugar o viceversa.

Con los cambios externos se dan cambios correspondientes en la persona, sin duda en el interior y el exterior, pero no afectan su identidad. A pesar de los cambios, el hombre es el mismo.

Este poder de adaptación es a la vez la esperanza y la desesperanza de aquellos que buscan hacer el bien al hombre. Es la esperanza porque saben que, a pesar de lo profundo que se haya hundido un hombre, si lucha por salir, puede encontrar su hogar y su felicidad en cosas mejores. Es su desesperanza porque saben que, por lo alto que haya subido un hombre, es capaz, si cae, de sentirse en casa en su degradación y pecado.

El hombre tiene estas necesidades y otra vida además de su naturaleza física. Puede tener todo y ser miserable o bien, vivir en la pobreza, sufrimiento y soledad y ser feliz.

Nunca podemos juzgar a una persona únicamente por su entorno físico. Un cuerpo sano y la posesión de las cosas buenas de este mundo no son necesariamente indicadores de una vida feliz .

La vida del hombre es sobre todo una vida mental. Nunca pueda desembarazarse de los compañeros de su mente. No es una mera creatura de sus circunstancias externas. Hay cosas más íntimas y cercana que lo externo. Las cosas tocan la superficie de su ser; sus pensamientos entran al santuario de su alma.

Puedes conocer a un hombre por sus amigos, pero no hay amigos más íntimos que sus pensamientos. Si conocer a los compañeros de su mente, sabrás que clase de hombre es.

No son los sufrimientos o emociones de la vida que directamente afectan el carácter, sino los pensamientos que el hombre tiene de los mismos cuando suceden. Ninguna cosa externa puede en sí misma afectar la visa interior del alma. El hombre es material; el alma espiritual.

Escoge qué pensamientos escuchar

Las mismas cosas dañan a algunos y benefician a otros (Ej: sufrimiento, pobreza) El valor de estas cosas se deriva de los pensamientos que el alma invita cuando se topa con ellas.

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El alma debe escoger a cuales pensamientos escuchará y cuales rechazará, y por esa elección levantarse o caer. Una persona elige pensamientos que lo curan, motivan y fortalecen; otros aquellos que le amargan y hacen que se revele. La moral recae no en la cosa sino en la persona.

El contraste ente la ocasión y la elección interna es frecuentemente sorprendente: aquellas cosas a las que tendemos a atribuir resultados benéficos producen muchas veces lo opuesto, y las cosas que consideramos males son a veces fuente de grandes bendiciones morales. A dos personas les afecta el mismo mal: destruye la fe de uno y es el comienzo del camino en la vida del otro y ocasión de volver la vista a Dios.

Nunca podemos predecir el efecto moral que una combinación de circunstancias y eventos producirá en alguien, ni siquiera en quienes creemos conocer mejor. De hecho, no podemos anticipar el efecto de las circunstancias en nosotros mismos.

Las cosas en si mismas so en si mismas amorales – ni buenas ni malas – y que el efecto moral ha de remitirse a los pensamientos que sugieren y son ocasión de nuestra elección.

El alma escoge, y lo que elige probablemente eligirá una y otra vez, hasta que ese pensamiento escogido gana el derecho de entrada, cierra la puerta a los demás, y se convierte en constante compañero del alma. Y en cada evento, grande o pequeño, entra y toma su lugar instruyendo al alumno sobre su significado, lo interpreta y explica o lo explica erróneamente y gradualmente se convierte en el señor de toda su vida, en el escultor del carácter.

Sin duda, estos secretos e invisibles compañeros del alma, intangible y volátiles, afectan nuestra visión del hombre y lo que nos rodea. Todos van a donde va el alma y son más cercanos de lo que cualquier cosa material jamás podrá ser. La mente es la que ve no el ojo.

Es entonces en los pensamientos que lo hombres eligen como su compañeros en su peregrinar por el mundo que podemos encontrar las claves a su interpretación de la vida. Diferentes hombres ven las cosas de diferente manera. Los mismos hombres con el paso de los años, modifican su propia visión de la vida.

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Tus pensamientos colorean tu experiencia

A la luz de nuestros pensamientos vemos e interpretamos a las personas y cosas a nuestro alrededor. Un sentimiento de resentimiento a veces tiene el efecto de cambiar la expresión en la cara de otro; los tonos de voz; el significado de las palabras son distintas según el humor cambiante de quien las escucha.

Un hombre malo ve maldad por alguien, un hombre bueno ve al mundo radiante de bondad. La impresión es el resultado de lo que sus mentes buscaron.

Nuestros pensamientos afectan nuestro juicio del hombre y las cosas cuando afectan el juicio de nosotros mismos. Muchos podemos aparecer ante nosotros mismos como personas muy diferentes a las que somos en realidad. La compañía constante de un pensamiento que nos repliega sobre nosotros mismos ha afectado negativamente la utilidad y ha truncado el crecimiento de vidas llenas de promesa. Muchos hombres que siempre se veían bajo una luz de desprecio de sí y timidez han envuelto su talento en una servilleta sin hacer nada para el mundo o para sí, (Lc. 19, 12-26)

Tu mente es fácilmente moldeada

Podemos adaptarnos maravillosamente a nuestro entorno mental y espiritual. Hay un límite a nuestra tolerancia del calor o el frío, pero puede el hombre a la presencia constante de pensamientos que congelan toda esperanza y ambición y matan a cualquier deseo noble.

Judas en dos cortos años recorrió toda la escala de la experiencia espiritual. En pocos años , San Pablo con su desprecio por los gentiles rompió con la formación de su juventud y exclamó, “en Cristo no hay griego ni judío… bárbaro o escita, siervo o libre” (Col 3,11). En adelante, San Pablo se regocijó en ver al Dios de los judíos como Dios del mundo entero, y el Mesías, no como el salvador de un pequeño pueblo, sino como salvador de la raza humana.

Siempre hemos de recordar este casi ilimitado poder de la mente humana para adaptarse con relativa facilidad a la presencia de pensamientos que antes desconocía u odiaba. La constante presencia de un compañero incompatible con

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nosotros mismos, la hostilidad de alguien cuya voluntad hemos contrariado, el sentimiento de tener algo que no entristece – esas cosas son frecuentemente ocasión de pensamientos que con vertiginosa rapidez, toman posesión de la mente y dejan la huella de su presencia en el carácter.

La mente poco a poco se habitúa a pensamientos que le eran extraños hasta que le controlan. Tenemos el poder de rechazar la entrada a esos pensamientos. En esta cuestión somos libres de escoger a nuestros amigos, aún así no podemos confiarnos; muchos han caído después de que sus caracteres y hábitos habían sido formados. No somos responsables de la presencia de un pensamiento qu7e instantáneamente rechazamos. En la presión de la presencia de una multitud que entra y le, sin duda a veces un pensamientos disfrazado burla la conciencia y puede ser expulsado en el momento en que se reconozca. Tu mente puede habilitarse a escoger ciertos pensamientos.

Con el paso del tiempo, el poder de elección va siendo menos libre. Con el paso de los años los hombres hacen pocos nuevos amigos pero cada vez se unen más a los que tienen.

Así ocurre con la mente: sus decisiones han sido tomadas hace mucho tiempo. Las demandas de los pensamientos que han sido sus compañeros durante años, ejercen presión y no cederán fácilmente a un despido. Un pensamiento que alguna vez pudo haber sido expulsado fácilmente y es desdén domina ahora el alma con presunción insolente y la negativa por encima de su asustado señor. La elasticidad y entusiasmo de la juventud han pasado; la mente no tiene ya la resistencia que antes tenía, ni el poder de echar lejos a sus viejos socios.

El carácter dependerá entonces de los pensamientos. Soy lo que pienso – más que ser lo que hago ya que es el pensamiento lo que interprete la acción. Un acto bueno en sí puede tenerse malo por el pensamiento que lo inspira: “…si no tengo caridad, nada tengo” (1 cor 13,3).

Una persona amable es una cuyos pensamientos son amables; una persona amargada lo es porque sus pensamientos son amargos. Una persona que combate el primer ataque de cada pensamiento es menos proclive a ceder al pecado a la hora de la tentación, pero uno que ha permitido a su mente habituarse a dichos pensamientos caerá a la hora del asalto cuando la ciudadela de su alma sea traicionada.

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El estrepitoso colapso moral de laguen reconocido y altamente estimado es el último acto de un drama claro, oculto y silencioso. No se hizo malo por realizar un acto malo, cometió el acto porque ya era malo.

Detrás del velo del silencioso mundo del pensamiento es donde las batallas más grandes de la vida han de ser liberadas y ganadas o perdidas, sin ojo humano que puede testificar, ni voces que vitoreen o animen.

¡Qué contraste existe a veces entre la calma extrema y la tormenta interior!

No importa donde se encuentre una persona, sino lo que está pensando. El edificio integro de la vida espiritual puede estar derrumbándose hasta la ruina y el enemigo entrando como una fortísima inundación mientras la persona se encuentra recitando oraciones de rodillas.

Es pues, en el interior donde la gran batalla de la vida de ser peleada; es en el interior, con nuestros propios pensamientos que debemos batallas si deseamos ver al mundo de los hombres y las cosas como en realidad es.

Nuestro carácter, por tanto, dependerá en gran parte de la práctica de esta disciplina interna por la que podremos controlar nuestros pensamientos. Hemos de luchar por ganar el control sobre nuestros pensamientos, vigilando las entradas de la mente, para que ninguno pueda ejercer una autoridad independiente.

Controlar tus pensamientos requiere prudencia

Esta tarea no es fácil. Existe la dificultad inherente de ejercer una constante vigilancia y el hecho de que cuando empezamos a tomar en serio el trabajo frente a nosotros, la mente ya ha tomado hábitos. Existe otra dificultad aún mayor u fraguada con in peligro mayor.

Existe el peligro que surge de la excesiva delicadeza y sensibilidad de la mente misma. Una introspección a desatiempo produce una condición enferma que no pocas veces tiene peores resultados que la falta de disciplina en sí. Ha sucedido que un esfuerzo decidido de obtener el control sobre una mente deshabilitada desde antaño a la disciplina, al ser

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ejercitada sin el prudente cuidado y discreción, no únicamente derrota su propio objetivo, sino que acarrea una parálisis mental que impide cualquier tipo de concentración al pensar o sobrecalienta la maquinaria ala punto de poner en peligro el equilibrio mental.

Por ello, el esfuerzo para los pensamientos ha de realizarse con gran cuidado. Los resultados deseados nunca podrán ser obtenidos por intentos agotadores de alejar pensamientos que de han vuelto habituales. Los esfuerzos violentos por desaparecerlos únicamente los fortalecen.

Ej: el esfuerzo por no ser soberbio no necesariamente nos acerca ni un paso a la humildad es algo mucho más positivo y vital que la ausencia de soberbia.

Expulsa los malos pensamientos con buenos

No permitimos que el mal venza tu mente “vence el mal con el bien (Rom 12, 21). Vacía la mente del mal llenándola de bien la naturaleza odia el vacío. Se ahuyente de oscuridad encendiendo una luz. Si se desea llenar un vaso con agua, no se saca primero el aire; se saca llenando el vaso con agua.

En la vida moral, al entrar el bien forzosamente sale el mal. Por ello, el esfuerzo del alma debe ser dirigido a llenar la mente de pensamientos sanos de forma que no quepan otros – tratando de pensar no tanto en lo que es malo o no e lo que es bueno.

La pereza mental, la carencia de interés intelectual deja la mente expuesta a ser presa de cualquier pensamientos que pueda entrar, o se repliega sobre sí. Si la mente se mantiene con un sano nivel de actividad y su interés cautivo, muchos percances son evitados.

Sin Él, nada podemos hacer. Sin embargo, el auxilio de la divina gracia nunca nos dispensa del ejercicio de la prudencia y el sentido común.

El que desee superar algún hábito de malos pensamientos ha de hacerlo de manera indirecta, tratando no tanto de consentir el enojo sino de llenar la mente con pensamientos amables y caritativos, enfrentando lo que nos cuesta regocijándose en la voluntad de Dios, el replegarse sobre sí en la presencia de Dios – poniendo el pensamiento lo más pronto posible en algo que

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aborda su pensamientos totalmente cuando sea conciente de la presencia o aproximación del mal.

Esto, y el constante esfuerzo por mantener el alma interesada y ocupada en cuestiones sanas de las que pueda disfrutar sin agotamiento o preocupación logrará mucho en el esfuerzo por librarle de los malos efectos de la faltad e disciplina. Es muy importante saben cómo relajarla sin ser laxo, y a partir de sus estudios y recreo, prepararle para la oración y para trabajos más demandantes. La mente que se alimenta sanamente huirá del veneno sin importar su primorosa presentación.

No hay que olvidar que la naturaleza opera mejor si no se le contempla a cada momento. Tiene sus propias reglas en las que no debemos interferir demasiado, Es una experiencia no desconocida que escrúpulos torturantes pueden llegar a tomar el lugar de la laxitud de conciencia y puede aparecer una introspección incesante que es el enemigo de toda frescura y naturalidad. Debemos entonces tener cuidado para que al combatir un mal no caigamos en otro peor. Hay que confiar en el poder de la mente para rectificar si se le alimenta y ejercita correctamente.

Si pusiéramos nuestros pensamientos bajo control y los disciplinásemos orientándoles al mejor objetivo, pronto encontraríamos que no tenemos que lidiar únicamente en nuestros pensamientos. Los pensamientos son el producto de la mente, así como los actos son productos del cuerpo. Del estado en que se encuentra la mente, se derivará el estado de los pensamientos. Cualquier defecto en la mente se manifiesta de inmediato en los pensamientos. Una mente vigorosa producirá pensamientos sanos, una mente enferma pensamientos no sanos. Muchas veces no puede hacerse lo que se quiere con la mente hasta que se supere o mejore la falta de salud o la falta de formación.

Armoniza tu conocimiento y amor

En el plan original de Dios, la mente del hombre era una unidad, con todos sus poderes operando para el bienestar de la persona y guiando y auxiliando a la voluntad en su elección de Dios.

Pero a parte del pecado original, por nuestra naturaleza caída, la razón y el corazón tienden a prepararse. El intelecto se separa de los afectos, la especulación de la práctica, la razón pura de la

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vida espiritual. La razón actúa solo como si fuera autosuficiente. En amor fuera de control y sin guía de la razón , actúa como un impulso ciego, como un arrebato pasional. Pierde brillo y su fuego queda como cenizas encendidas en los sentidos, consumiendo la naturaleza entera.

Necesitamos entonces, a partir de la disciplina constante, unir estos dos arroyos que se han salido de cauce y mezclar sus aguas. No hay que contentarse con saber la verdad; hay que llevar al corazón a amarle. No hay que contentarse con un amor a la belleza de la verdad que se a poco inteligente; conócela, estúdiala, piénsala,

“Amarás al Señor Tu Dios con todo tu corazón (…) y con toda tu mente (Mt 22, 37)

Es algo terrible permitir que el corazón viva su vida separado del intelecto y más aún viva de aquello que el intelecto condena. Tal divorcio entre las dos potencias, que deban cooperar y ampliarse naturalmente, lleva al fin a una doble vida de falsedad e insinceridad en la que cada una toma su camino, y el poco caritativo y frío intelecto y el corazón apasionado y poco razonable crea un desastre en la vida interior.

Si una de estas dos potencias se encuentra desarrollada en forma desproporcionada a la otra, la mente sufrirá en consecuencia, y fracasará en consecuencia, y fracasará en la obtención del pleno conocimiento de la unidad. El corazón es necesario para la adquisición del conocimiento. Hay secretos que no pueden ser revelados salvo sobre la premisa del amor.

El amor abre la vida a lo que la razón, sino su auxilio no podrá ver o entender. Nadie puede conocer a quien no ama. Si el intelecto está más desarrollado que el corazón el intelecto encontrará cerrados varios campos del conocimiento para los que el corazón tiene la llave. Uno que ha vivido la vida de los afectos descuidando el intelecto nunca disfrutará plenamente de los afectos. Existe el amor intelectual que surge de y se mezcla con el conocimiento; tal es el amor que Dios quiere que le tengamos cuando dice “amarás al Señor tu Dios con toda tu mente” Cultivemos inteligencia y amor para llegar a la verdad.

Deja que la memoria y la imaginación te guíen

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El alma se encuentra entre el pasado y el futuro. El pasado ya fue y el futuro no es y la luz del presente brilla momentáneamente sobre ella. Así, parecerá que el alma está rodeada de oscuridad.

Sin embargo, un hombre debe ver hacia atrás y hacia delante. No puede vivir en el presente que se escapa. Del pasado vienen experiencias, advertencias y lecciones han de guiarle, y si no puede ver un poco hacia el futuro, se detendá temblando en la luz del presente, lleno de miedo y timidez, sin poder seguir, debe ver hacia atrás y hacia delante para ver el mejor uso del momento presente. Las corrientes del pasado han de arrojarlo hacia delante; la anticipación del futuro ha de atraerle.

Dios le ha dado dos grandes facultades: memoria e imaginación. Sin la memoria, no acumulará experiencia ni adquirirá conocimiento. Con ella encendemos la lámpara de la mente hacia el pasado y se ahuyente la oscuridad y se pueda ver el pasado aunque en la tenue luz del recuerdo. Por la memoria podemos acumular la sabiduría y experiencia del pasado y llevar nuestras mentes con conocimientos incrementando sus tesoros cada día. Las voces del pasado nos traerán de la memoria palabras de advertencia, motivación e instrucción, urgiéndose a ir hacia delante, deteniéndonos y mostrándonos el camino.

En la imaginación podemos asomarnos hacia el futuro. Podemos ver el adjetivo al que tendremos, el descanso por el que luchamos. Lo que no vemos puede entonces parecer real, anticipan eventos y ver de golpe lo que tomará años realizar. Sin la imaginación nuestros pies se hacen de plomo, las manos caen pesadamente a los costados y la mente avanza a tientas en la oscuridad tropezando a cada paso.

Así, podemos ver al pasado y hacia delante y en la sabiduría del pasado y la anticipación del futuro, caminar con la cabeza en alto y la visión clara del camino por recorrer.

No abuses de la memoria y la imaginación

Estas dos facultades pueden ser, sin embargo, causa de estancamiento y fracaso. Hay que recordar siempre que son medios, no fines y que no puedan usarse indiscriminadamente.

Algunas no encuentran en la memoria estímulo a la acción. Viven en el pasado, no el presente ni el futuro. Viven en él no

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para aprender sino para acercarse con recuerdos que como narcóticos, los inutilizan para el trabajo de la vida.

¿Quién que haya pasado la mitad de su vida no conoce el peligro de convertir el recinto de la memoria en un lugar se sueños lúgubres, de recriminaciones vanas y nostalgias desgastantes donde el lo que pudo haber hecho y lo que se hizo surge del pasado con ojos acusadores enfermando al corazón con desesperación?

La imaginación puede también ser acusada y construirse en fuente de consentimiento fútil y un obstáculo a la vida. Es la más grande facultad – la creativa – por la que las cosas son vistas primero y después hechas realidad. Llena como un mago el aire con visiones y sonidos que mueven al hombre al pensamiento y sus manos a la acción.

Si extraemos algo del tesoro de la sabiduría de la memoria del pasado, la imaginación nos urge a ir siempre adelante.

Es en este gran poder que transforma la vida y crea nuevos mundos puede se, y lo es por muchos, prostituido para convertirse en fuente de esparcimiento ocioso y de indulgencia. Existen también quienes los emplean para evadirse de las realidades de la vida o pasa refugiarse de las exigencias de la vida en un mundo irreal y de sueños. El poder que ha actuado como uno de los grandes estímulos para el hombre es utilizado por personas así como una droga bajo cuyo influjo se contentan con soñar su propia existencia.

Es labor de la disciplina mental recuperar los poderes de la mente para el trabajo que les fue dado y restaurado a su unidad y equilibrio propios para el servicio de Dios.

Autodominio CristianoAutor: Sophia Institute Press

Capítulo 6: Lucha por el equilibrio

La verdad de la fe cristiana puede expresarse en forma de paradoja. Cualquier error para conservar el equilibrio y proporción en las aseveraciones resulta en falacias.

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En cuanto a las discusiones acerca de la naturaleza de Cristo que han durado siglos, la Iglesia ha conservado el equilibrio entre las partes contendientes y ha enseñado que “Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre” .

Así con las doctrinas referentes a la vida humana. La Iglesia, reconociendo plenamente todo el bien y el mal existente en el hombre, enseña que su naturaleza no es totalmente mala o totalmente buena; que es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, pero caído, y que sin la gracia de Dios puede adquirir la perfección.

En cuanto a la vida espiritual del hombre ha habido quienes han enseñado que el acto más grande del hombre es permanecer quieto y dejar a Dios trabajar en su interior – que el hombre nada puede hacer; Dios ha de hacerlo todo. Por otro lado, ha habido otros que, al sentir la intensidad de la propia lucha y poco el auxilio sobrenatural, han enseñado que el hombre debe pelear sus propias batallas lo mejor que pueda. La Iglesia, reconociendo lo verdadero y rechazando lo erróneo y equivocado, ha enseñado la verdad en la gran paradoja de San Pablo: “(…) trabajad por vuestra salud. Pues es de Dios quien obra en vosotros (…)” (Fil 2,12-13).

No desarrolles solo parte de tu alma

La naturaleza humana tiene varias facetas y su conciencia ha de cuidarlas todas. “y no puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti” (1Cor 12,21). Cada miembro del cuerpo debe ser utilizado para el bien de todo el organismo.

Si alguien se dedica a la tarea se desarrolla únicamente una parte de la vida, pronto encontrará que falta en perfeccionar una parte, porque necesita muchas cosas que llegan de otras.

Existe el mismo peligro en la lucha contra el pecado y el esfuerzo por formar las virtudes. Muchos que se han propuesto conquistar una falta y ponen toda su mente en ello encontrarán, que si no tienen cuidado, habrán caído en otra.

La virtud no puede crecer vigorosamente y multiplicarse en el trasero de un solo departamento de la vida del alma. Toda virtud cristiana tiene más que una faceta y es algo complicado y con un equilibrio muy delicado. Tiene que mirar hacia Dios y

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hacia el hombre: hacia la persona quien habita y hacia otros; hacía sí misma y hacia el lugar que ocupa en el lama y su relación con las demás virtudes. Ha de ser atendida en su crecimiento por el intelecto, la voluntad y los afectos y tiene que resistir la severa poda de la razón. También tiene que poder vivir a la intemperie y soportar la rudeza del mundo exterior; ha de poder crecer en el silencio de la oración y la presencia de Dios.

Puede darse el crecimiento desordenado de una virtud hasta no dejar espacio para otras que son igualmente necesarias o más necesarias aún. O por otro lado, podemos desarrollar una virtud de un departamento de la vida descuidando todas las demás.

Una virtud no es una virtud cristiana si se vive con excepciones. Debe tener su raíz en la persona y cubrir todos los aspectos de la vida interior.

Al esforzarme por conquistar nuestras faltas hemos de estar alertas a los peligros de la polarización. Las virtudes que trabajamos por corregir no son tan simples como parecen, y los materiales de los que se forman, si no son mezclados en proporciones exactas, pueden producir no una virtud sino una falta o un vicio.

La humildad es la mezcla perfecta de los más altos y bajos pensamientos de si. El humilde tiene a la vez conciencia de su nada y de su exaltación como criatura de Dios a quien Él atrajo hacia sí. Y logra, con el sentido de su indignidad mantener una dignidad que gana respeto. Si deja fuera el respeto de sí, su humildad no es verdadera humildad y termina siendo una degradación propia.

Así también la caridad cristiana que odia al pecado, pero ama al pecador con in amor que emerge del amor de Dios. La verdadera caridad cristiana mezcla, en perfecta proporción, justicia y amor.

Toda virtud requiere el equilibrar y mezclar características que en un primer momento pueden parecer opuestas y de esa manera abrazar los múltiples dimensiones de la naturaleza humana y mantener al hombre proporcionado.

“Todo vicio es una virtud llevada al extremo”

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Equilibra tu independencia con tu dependencia de otros

Tenemos una vida propia y un deber para con nosotros mismos y una vida en relación a los demás. Un deber es una deuda, algo que debemos. Esto no es algo que hayamos hecho nosotros mismos. Es uno bajo la cual nos encontramos colocados –una ley que podemos libremente cumplir o quebrantar, pero si la rompemos, habremos de afrontar las consecuencias; la consecuencia inmediatamente es un daño moral para nosotros mismos.

No puedo con impunidad violar el deber conmigo mismo por el más grande vínculo amistoso, o de parentesco y no puedo violar mi deber con otros en ventaja propia. Dios ha ordenado que el bienestar y la perfección del individuo se encuentren ligadas a otros: “(…) “ No es bueno que el hombre esté solo “(Gen 2,18) sin embargo, ha de guardar y proteger su propia vida para no perderla.

Desde el despertar de la conciencia y alo largo de la vida, nuestros deberes para con otros y nuestras relaciones con ellos son más complejas y extensas, y nuestro deber hacia nosotros mismos más absoluto y exigente.

En la vida de cada hombre cuyo carácter se este desarrollando dentro de los parámetros deseados, habrán dos características aparentemente contradictorias: dependencia e independencia. Estas dos deben mezclarse y armonizar en la proporción adecuada en la medida que la vida avanza. El hombre que es irresponsablemente indiferente a otros lleva la marca del fracaso estampada en sí mismo, y aquel quien es totalmente dependiente pierde toda individualidad y todo poder de influir en el mundo.

Es la armonía de estas dos características aparentemente opuestas y el equilibrar una y corregir otra que produce resultados exquisitos y delicados. La rudeza e independencia que constituyen el peligro natural del hombre fuerte dan lugar a la consideración, disposición para ser influido y delicada sensibilidad que es aún más atractiva porque no se espera. El más dependiente y naturalmente débil es protegido de la insipidez, por la fortaleza de espíritu que redondea su carácter y lo salva.

Una vida sana debe por tanto, arraizada la familia humana y la naturaleza humana ha de estar abierta al mundo que le rodea.

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Al mismo tiempo debe poseer un profundo sentido de los reclamos de Dios, de la conciencia y de la verdad para que nunca desee aislarse de los otros pero que a la vez pueda levantarse contra el mundo entero en cumplimiento del deber.

Conoce fuertemente que otros te afectan

El hombre fue creado para la felicidad eterna, y si la rechaza, tendrá dolor eterno. La felicidad y el dolor no, entonces, algo superficial; son las crestas y los valles de nuestra naturaleza.

Ningún hombre es independiente en sus alegrías o sus penas. Cualquiera puede robarme la alegría por lo menos un momento, cualquiera puede darme un gozo pasajero.

Dado si cualquier combinación de meras circunstancias pueda darnos tanta felicidad o dolor como otra persona.

¡Que poder guarda la personalidad! Un niño pequeño puede hacer más por alegrar el corazón de madre que todo lo que el mundo pueda ofrecerle. Una persona tiene más poder para dar felicidad o dolor a otro que toda la riqueza o influencia del mundo. El corazón no puede descansar o encontrar satisfacción en estas cosas; si una persona se encuentra en medio de ellas todo lo cambia.

Sin duda es verdad que cada uno de nosotros, irresponsables y poco pensantes como tendemos a ser, tenemos entre manos la felicidad y los dolores de otros. No podemos escapar de esto. Este poder se encuentra inalienablemente en nosotros desde que nacemos hasta que morimos –porque somos personas- y somos responsables del uso que hagamos del mismo. Sin duda, tan misterioso es este poder que la mera presencia de una persona que no se da cuenta de su responsabilidad es frecuentemente la fuente del dolor más agudo que existe. La absoluta indiferencia es más difícil de soportar que el desprecio agresivo.

El no ejercer el poder de dar felicidad a otros no es negativo únicamente en sus resultados; es la fuente del sufrimiento más real de todos. Por tanto, no hay escapatoria de la responsabilidad que atrae la posesión de este poder. No usarlo donde se debe es destruir toda felicidad.

Extraño poder confiado a menos débiles e indignas; sin embargo

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podría existir algo peor: que nadie pudiera intervenir con las alegrías y penas de los demás, sería un mundo de individuos aislados, envueltos por un egoísmo invencible.

Este poder de dar felicidad y dolor a otros surge principalmente de dos grandes pasiones que existen en todos los hombres: amor y odio. Son los más fuertes y profundos poderes que poseemos. Con estos se rige el mundo. Sin duda los grandes movimientos dependen del pensamiento. Las masas no son movidas por conceptos filosóficos; son movidas por la pasión.

El amor y el odio son los poderes más universalmente sentidos y los más fácilmente excitables de todos los poderes de nuestra naturaleza y afectan el gozo y el dolor de otros. La presencia del amor hará algo por aligerar los dolores y asegurar la felicidad de estos; el odio equipa a cualquiera para producir dolor.

El odio y el amor son componentes esenciales de la vida espiritual

El odio y el amor son dones divinos. El amor involucra y requiere del odio. Dios aborrece el mal y dicho odio debe ser un atributo esencial de Dios. El poder de odiar es, entonces, un don divino al hombre creado a imagen de Dios, y un elemento tan necesario en el carácter cristiano como el amor.

Aquel que es incapaz de odiar lo es porque es incapaz de amar. La intensidad del poder odiar siempre está en proporción al poder de amar. Instintivamente sentimos que un hombre puede odiar, u cuyo enojo e indignación moral no pueden ser despertados, es una pobre creatura.

El amor puede ser tan dañino como el odio cuando se da un objeto indigno y de manera incorrecta, pero no por ello es algo malo y tampoco lo es el odio. Son parte de la naturaleza del hombre. Juntos trabajan, crecen y mueren.

El instrumento con el que el odio pelea sus batallas es el enojo. El enojo es también parte esencial de la naturaleza human, por ser igualmente un atributo divino. Es un mandato apostólico. “si os enojáis, no peguéis (…) (Ef 4,26).

Sin embargo, si hay que preguntar que ha lastimado los afectos, roto los corazones y arruinado los hogares de los hombres más que ninguna otra cosa, responderíamos que el enojo.

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Sin embargo, ninguna persona que merezca el nombre de persona no deja de enojarse algunas veces. Sin duda, el enojo de nadie es más terrible que el del justo y el bueno.

El enojo es la espada que Dios pone en manos del hombre para librar las grandes batallas espirituales de la vida. Mientras más ama un hombre a Dios más amará el bien y aborrecerá todo aquello que asalte o amenace al bien. Ha de odiar todo lo que se oponga al amor de Dios y de lo que se encuentra en El.

Sin la salida del enojo, el odio consumirá el corazón.

El hombre puede alejarse de Dios y vivir para sí mismo. Al alejarse de Dios, el hombre no pierde ninguno de sus poderes; ahora usa esos poderes para sí y con objetivos muy opuestos para los que Dios se los dio.

El enojo es bueno y dado por Dios; lo que puede ser malo es el uso que se le puede dar.

No hay nada más noble que la indignación moral de un hombre bueno ante lo que sea es aborrecible para Dios. ¿Hay algo más humillante que los golpes del hombre soberbio y egoísta, propinado por la espada deshonrada y sin filo del enojo mal empleado?

Usa el enojo correctamente

Necesitamos del enojo como una parte esencial de nuestro equipo moral. Ha de ser controlado, más que aniquilado para ser santificado para el servicio de Dios.

Si hemos de tener éxito en controlarlo, hemos de conquistar aquello que es causa de su abuso y eso es el vivir para sí y no para Dios. Al elegir a Dios como fin de nuestra vida, poco a poco con seguridad todas las partes de nuestra naturaleza ocuparán su lugar y trabajarán para lograr el crecimiento del alma como su creatura y a su servicio.

La batalla contra nuestro enojo ha de ser directa e indirecta. Directa, conteniéndolo y frenándolo cuando surge. Indirecta, por el esfuerzo constante de destrozarse a uno mismo dando su lugar a Dios. Solo cuando se va logrando pueda existir una victoria duradera sobre el humor o una victoria que no aboga

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sino consume (Mt 5,17).

Saulo de Tarso, el perseguidor temperamental e intolerante, no perdió nada de su fuego y energía cuando se convirtió en “esclavo de Cristo” (Rom 1,1). San Juan, el apóstol del amor, fue el hijo del Trueno (Mc 3,17) hasta el final.

El hombre que es esclavo del enojo ha permitido que el odio, que al principio era odio del mal, se separe del amor y actúe independientemente. Ya no tiene nada que ver con el amor de Dios. Se ha mudado al lado del propio ser.

Aún cuando se levante con enojo contra el mal, se convierte en un sentimiento personal de amargura e irritación. No es entonces, la navaja del amor, es su enemigo. El amor de Dios obtiene y santo y ennoblecedor odio del pecado; pero ningún odio, ni siquiera el odio del pecado puede obtener el amor de Dios.

Al amar a Dios, el alma ama a todo en y por Dios, y odiará solo lo que Dios aborrece.

Gobierna tu amor

El amor es la fuente inequívoca de felicidad. Puede transformar al hombre y dotarla de un poder irresistible. El que no puede ser conquistado por ningún otro poder será conquistado por el amor. El amor ha sido hecho para ganar y todo ha de sentirse ante él. Es el vínculo que une a las almas del cielo y las une al tono de Dios; dónde existe en la tierra una unión perdurable, el amor la ha fraguado. Fue el amor que trajo a Dios del Cielo. Ha dado fuerza a los débiles y valor a los tímidos habilitándoles para excusarlo todo, creerlo todo, esperando todo, tolerando todo (1 Cor 13,7) y así encontrar descanso en Dios.

Esto es para lo que el amor nos ha sido dado, para llevarnos a la unión con el infinito, para darnos el poder para conquistar al mundo.

Si perdemos a Dios de vista y venimos para un fin terreno, no perdemos esta poderosa fuerza. Al poderla emplear libremente no hay que olvidar que pierde mucho de su poder y agota la naturaleza que lo mal usa, pero aún así en su debilidad es grande.

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El amor a menos de un hombre irresponsable y sin principios se convierte en un arma peligrosísima y tiene sus victimas. Para traer felicidad a su dueño y al mundo ha de ser disciplinado; sin disciplinas, mientras más fuerte sea, más feroz será.

El amor no es una pasión ciega. Debe ser controlado por la razón. “El amor tiene ojos” y el ojo del corazón es la razón.

Es en los primeros movimientos que las emociones del corazón han de ser controlados. Después podría ser imposible. Si el corazón no es controlado se convierte en lo más violenta pasión. Es por la capitulación a cosas pequeñas e insignificantes en sí mismas, y a las que se podría haber insistido fácilmente, que el amor se convierte en una pasión desordenada y en fuente de sufrimiento y miseria para su víctima y el mundo.

Por otro lado, es por cosas pequeñas que frecuentemente, el amor que debemos a tros es matado gradualmente.

Nadie puede mantener su corazón en orden si primero no lo entrega a Dios. El poder es demasiado fuerte para ser detenido. Necesita una fuente de escape, y esa fuente es el ser infinito de Dios. Si el corazón ha sido entre gado a Dios, todo lo que lo convierte en una fuerza para el bien puede convertir en un poder para el mal, la intensidad de su afecto, su lealtad, su fidelidad; todo esto permanecerá para ser despilfarrado en objetos indignos o ilícitos.

Los afectos sólo pueden ser verdaderamente disciplinados cuando la corriente del alma fluya hacia Dios. No es meramente con este o este otro pecado, por exceso o defecto del amor que hay que lidiar. Hay que buscar en lo profundo. Únicamente cuando intentamos amar a Dios correctamente podemos amar al hombre como debemos. Sólo volviendo nuestros corazones con seguridad hacia Dios seremos capaces de ir poniendo en marcha su movimiento hacia el hombre.

Deja que los mandamientos te ayuden a gobernar tu amor

Una gran escuela para los afectos es la ley moral: los diez mandamientos. Nuestro Señor interpreta toda la ley como la enseñanza del amor a Dios y el amor a los hombres. Es importantes notar el orden: el amor a Dios ha de ser el primero.

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Nuestro corazón se vuelve a su verdadero fin cuando nos ponemos bajo la regencia de algunos mandamientos y prohibiciones. Estos mandamientos no hablan directamente acerca del amor. Prohíben aquello que lo destruya y recomienda ciertas prácticas que tienden a desarrollarlo adecuadamente; el amor esta ahí.

Es imperativo amar a Dios sobre todas las cosas. Si no es así, si no damos a Dios lo que le corresponde, poco a poco nuestro amor languidecerá y un ídolo será instalado en nuestro corazón, no daremos a Dios su tiempo y dejaremos de amarle.

Es solamente por la observancia del primer y más grande mandamiento que podremos guardar el segundo. Mientras más amemos a Dios, más amaremos a los hombres; mientras menos amemos a Dios, menos amaremos, en verdad, al hombre. Nuestro amor se tornará caprichoso, berrinchudo, poco confiable, no será caridad, será pasión.Si sientes que tu amor por el prójimo se muere en los vapores del egoísmo, hay una sola manera de revivirlo: busca y pide el amor de Dios. Al volverse el corazón a su origen, se despertará y expandirá. No existe un verdadero y duradero espíritu de caridad apartado de la práctica religiosa.

No podemos guardar los mandamientos que nos muestran nuestro deber para con el hombre mientras no guardemos los que nos enseñan nuestro deber para con Dios. Estos últimos educan y disciplinan nuestros afectos.

Si encuentras que fallas en la caridad, pregúntate si, por amar erróneamente o por no amar como debieras, por amar mucho o por amar poco, estás rompiendo uno de los diez mandamientos deliberadamente. ¿Estás cediendo al enojo o sensualidad, al egoísmo, a la falta de delicadeza al hablar, al descontento o envidia o celos? Todos los anteriores, o cualquiera de ellos, lastiman o destruyen ese espíritu de caridad que es el amor de Dios que se manifiesta en el amor del corazón humano hacia las criaturas.

Obedece la ley, ponte bajo sus mandatos y frenos y tu amor dejará de ser una pasión, y, guiada por la razón, será una fuente de bendiciones para ti y para el mundo.

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Capítulo 7: Gobierna tu cuerpo

La revelación que Dios ha dado a su Iglesia se centra principalmente en dos puntos: el significado y la razón del misterioso estado presente del hombre y el método para su restauración. Todo lo demás es subsidiario a lo siguiente: la caída y la restauración del hombre. La revelación es hecha al hombre para el hombre, y siempre para fines prácticos, no especulativos.En cuanto a la cuestión del misterio del ser del hombre, las grandes mentes de la antigüedad nunca logran acercarse a la simplísima solución que da la revelación: el hombre fue creado a imagen de Dios y cayó. Al ser creado a imagen de Dios, siempre es perseguido por grandes ideales; siempre buscando a Dios e intentando ser como Dios. Es caído y el tirón de la caída ha dislocado todo su ser y le ha robado ese don sobrenatural que preservaba el orden y armonía de su naturaleza y mantenía al cuerpo bajo el control del espíritu.

(A lo largo de la historia el hombre ha vivido una lucha entre cuerpo y espíritu).

Las especulaciones con respecto a la causa de esta lucha han llegado casi siempre a la conclusión de que la materia es mala y el alma divina, y que éstas han de luchar hasta que el alma se emancipe y libere del contacto con la materia.

En el Evangelio encontramos dos clases de máximas con respecto al cuerpo: de alerta o en referencia a su himen y dignidad.

Hay momentos en los que puede parecernos que el origen de todo mal está en el cuerpo. Sentimos como el cuerpo corruptible arrastra al espíritu incorruptible: sentimos efectos de la marea de la pasión y el materialismo que sube en el cuerpo y cómo arrastra e inunda al espíritu, pareciendo entonces que la naturaleza animal es la vencedora.

Otras veces parecería que el cuerpo se eleva y participa de y contribuye a las alegrías del espíritu. Ola tras ola del gozo espiritual irrumpe a través de los canales abiertos de la carne y

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le llena de un nuevo e intoxicante gozo, ante el cual los placeres de la carne parecen pobres y enemigos. En estos momentos apreciamos sumamente la posibilidad de que el cuerpo sea levantado y espiritualizado y entre en una unión más íntima en la vida del alma.

El cuerpo no es malo, ni es la fuente de todo mal en nuestra vida.

[Los momentos de exaltación espiritual nos alertan que la lucha no ha terminado y que antes de lograr la unión de cuerpo y alma, necesitamos una vigilancia y autodisciplina renovadas.

¿Llegará este viejo conflicto entre cuerpo y alma a su fin?

Nadie recuerda cuando empezó esta lucha, pero de acuerdo a la experiencia, no acaba en esta tierra; no escapamos de ella capitulando a la carne o viviendo para el espíritu. Nadie ha llegado a la cumbre espiritual donde puede relajar la vigilancia y dejar de luchar.

El dualismo existe donde hay hombres. Sabemos bien que a pesar del gran enriquecimiento de la vida en lo material y de la gran extensión del conocimiento, aún no se ha tomado ni el más pequeño paso para lograr la unidad interna del hombre.

No podemos suponer que el Dios del orden y la unidad haya creado al hombre en este estado de desorden como excepción a toda su creación.

No trates de aplastar al alma o al cuerpo

Algunos han vivido como si pudiesen aplastar o conquistar el espíritu, hasta ahora su último aliento, mientras las pasiones desencadenadas de la carne irrumpen como aguas sin cauce y lo inundan. Hoy existen personas que parecen haber tenido éxito en haber sacado de sí, a golpes al hombre y haber introducido en sí, a golpes al animal. Pero no importa que tan bajo hayan caído, lo fuerte de la naturaleza animal y lo débil de los espiritual, el espíritu continúa viviendo aunque sea para reprobar y condenar. El hombre no puede destruirlo y vivir feliz como bestia. Cuando ha caído en lo más bajo, empieza a soñar con la Casa de su Padre y en posibilidad de levantarse de esta degradación. Ha tratado esforzadamente y por largo tiempo de destruir el dualismo que lo atormente asesinando su naturaleza espiritual, pero es imposible porque es su propio ser.

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Otros han buscado acabar con esta lucha interna por la destrucción del cuerpo. Han visto al mismo como una trampa en la que el hombre, ser espiritual, se ha quedado atrapado. Si lo aplasta, detesta, mata de hambre e intenta vivir lo más posible como si no tuviese cuerpo, el alma se fortalecería y lo haría a un lado para siempre como un espíritu puro.

El cuerpo se rehúsa a ser sacrificado de tal manera sin dejar profundas huellas de esa protesta a través de las heridas morales que provoca al alma. Los efectos de un absentismo pagano sin una violación de la naturaleza. El alma no se levanta ni fortalece; se torna soñadora e irreal. Entre ésta práctica y la ascesis cristiana hay una diferencia tan grande como aquella que existe entre la vida y la muerte.

El cuerpo frecuentemente se revela a ser tratado con severidad poco razonable, más aún a cualquier esfuerzo por ignorarlo y asaltará al alma con las mismas tentaciones de las que ha buscado escapar.

Después de la caída la lucha se tornó más feroz; en ocasiones parecía que la carne vencía y destronaba al espíritu; los hombres se preguntaban unos a otros cuál será el fin. No hubo respuesta completa sino hasta la venida de Cristo.

Su respuesta fue que el dualismo que nos encadenan y tortura no es obra de Dios sino propia. Tuvo un principio y tendrá un fin. Es la pena por la desobediencia de Adán por la cual sacrificó la unión sobrenatural con Diosa que mantenía el cuerpo sujeto al alma. El alma sino ser auxiliada no es capaz de mantener a la naturaleza con un orden armónico.La unión se perdió por el pecado. Sin embargo el cuerpo, por rebelde que sea. Es parte integral de la naturaleza humana. Ha de ser salvado en cuerpo y alma o no puede ser salvado en lo absoluto.

El cuerpo se levantará otra vez, y ese cuerpo resucitado y glorioso vivirá en perfecta unión con el alma

La respuesta de la revelación cristiana a la confusión del hombre se encuentra en revelan el pasado y el futuro, la caída y la resurrección.

Entre ambas se encuentra la dispensa de Cristo por la cual otorga al hombre el don sobrenatural de la gracia por la que se

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restaura la unidad con Dios. No es una unidad como la que tenía antes de la caída pero de al hombre un poder por el cual puede tener control sobre el cuerpo para disciplinarle y mostrarle su lugar como siervo y no señor del alma. Así se preparará para la resurrección donde una vez más, el cuerpo y el alma se encontrarán y vivirán en perfecta unión en la que no existe lucha o discordia. Esta unión se logra cuando acaba de pagarse el precio de la caída y el hombre es restaurado en su unidad.

En su vida terrena, nuestro señor se negó a tratar al hombre como un ser meramente espiritual. En todas sus acciones, en toda curación (cuál fue el instrumento que utilizó? Su cuerpo. El toque de sus manos resucitó a los muertos. La humedad de sus labios dio luz a los ojos carentes de vista. Sus dedos abrieron los oídos de los sordos a la escucha. Con tocar su vestido la hemorroisa fue curada. En su trato en el hombre lo trató como un ser compuesto y le enseñó a reverenciar el cuerpo.

La Iglesia enseña lo mismo. El ascetismo cristino prepara al cuerpo para el cielo. Sena los que sean los cambios que experimente el cuerpo por la resurrección, la vanidad orgánica entre el cuerpo resucitado y el mortal será preservada: “...y desde mi carne yo veré a Dios” (Job 19, 26).

Tu carácter afecta tu cuerpo

El carácter se imprime en la propia fisonomía; la manera en la cual camina o se sienta un hombre nos muestra algo de su carácter.

El rostro es el espejo en el que se refleja el alma, en el que quedan marcadas con arrugas cada vez más profundas sus pensamientos, pasiones y ambiciones.

El cuerpo nos habla de la historia moral de la vida del alma. Muchas características están tan claramente marcadas que es imposible no verlas.

El cuerpo es el testigo material del alma.

Tu dominio propio afectará tu cuerpo resucitado

El cuerpo ha de resucitar llevando impresos en él, para bien o para mal, los trazos de su vida terrena.

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Si somos capaces de formarnos una idea sobre la condición del cuerpo resucitado, nos ayudará y guará en la práctica del dominio propio. El objetivo de toda disciplina es conquistar al cuerpo y llevarle a un estado de obediencia por el que se prepare para la vida resucitada.

[Será un cuerpo, nos dice San Pablo, incorrupto, gloriosos, poderoso y espiritual (I Cor 15, 4 2-44). No podemos experimentar esto en la tierra pero podemos esperar experimentar en nosotros aquello de lo que se derivan esos resultados: los movimientos espirituales del alma y la demás del cuerpo. Priva a tu cuerpo de cualquier cosa que debilite la unión tu alma con Dios.

El cuerpo terreno es sujeto de sufrimiento y corrupción y siempre encara a la muerte. En la resurrección. Todo dolor, sufrimiento y corrupción habrán pasado para siempre. Ya no existirán el duelo o el sufrimiento “... porque todo esto es ya pasado (ap. 21, 4).

Cuando al fin de la vida el cuerpo y el alma se encontraban juntos, la agonía de la mente los acechaba. [Una vez resucitado el hombre], se encuentran otra vez unidos, y por las venas fluyen los torrentes de la vida. El tiempo ya no significa nada y el trabajo no fatiga. Los siglos se suceden y el cuerpo, no tocado por el tiempo, es perennemente joven. La energía de la vida divina [es patente].

¿De dónde obtiene el cuerpo esta vitalidad maravillosa? El cuerpo no posee en sí mismo el don de la inmortalidad. Su fuente se encuentra en el alma; fluye al cuerpo desde el alma.

¿De dónde obtiene el alma su poder? Lo recibió aquí en la tierra. Sus primeros gérmenes le fueron dedos en la fuente bautismal.

Esta vida abundante recibida en el bautismo es nutrida por los sacramentos y desarrollada por la lucha con el pecado. Surge de la unión con El que es la fuente y el manantial de la vida eterna. Esa vida que fluye en la resurrección con tanta energía debió ser cultivada y desarrollada en medio de las dificultades terrenas. Cada lucha la fortaleció, cada sacramento aumentó su poder. Y ahora cuando su periodo de prueba ha concluido, toda dificultad ha sido vencida y su unión con Cristo se perfecciona, la vida que tiene el alma fluye al cuerpo, lo transforma y convierte en coheredero de sus alegrías.

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Para obtener este glorioso don para el cuerpo, el alma, durante la vida terrena, tuvo que luchan constantemente con él para disciplinarlo, rehúsan sus demandas y corregir sus exageraciones. Frecuentemente tuvo que ser estricta con el cuerpo, haciéndole sufrir a veces para domarle. Todo para ganarle el regalo de bodas glorioso de la inmortalidad con el que habría de obsequiarle en la mañana de la resurrección.

Este debe ser entonces el primer principio de la practica del auto-dominio: negar al cuerpo aquello que pueda debilitar o posponer la unión del alma con nuestro Señor. Es bueno recordar que al negarle indulgencia, le estamos ganando la mejor indulgencia: la inmunidad del sufrimiento eterno.

Cultiva el fuego de la santidad en tu alma

Después de la muerte, cuando el cuerpo sea glorificado, brillará con una luz que lo transformará. “entonces los justos brillarán (...)” (mt 13,43). La palidez y el deshonor de la muerte han pasado como la noche pasa ante el nuevo día.

El cuerpo recibe ésta luz del alma.

¿y el alma? ¿cuándo fue encendida por esta luz divina que irradia y no le consume? La primera chispa de ese fuego fue encendida en la tierra y fue cuidada y guardada a lo largo de todas las tormentas y problemas terrenos. Es el don de la santidad, la presencia en el alma del espíritu que descendió sobre los apóstoles en Pentecostés en forma de lenguas de fuego (Hechos 2,3).

Ese fuego es encendido primero en el bautismo, y avivado por el trabajo de la vida hasta ser una flama cada vez más y más brillante. El fuego debe estar dentro, brillando hacia fuera.

Debemos tener el fuego de la santidad personal ardiendo en nosotros y brillando desde nosotros, por poco que sea, si después hemos de brillar como estrellas en los cielos. “ustedes”, dice el Señor, “son la luz del mundo (...)” (Mt 5,14); así ha de lucir su luz ante los hombres (...)”(Mt 5,16).

La obra de la vida es, pues, alimentar el fuego de la santidad que ha sido cuidado desde dentro de cualquier corriente que lo haga peligrar; y cada acción y pensamiento santos ayuda alimentar y proveer de oxígeno a la flama. En la proporción a la

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brillantez del fuego que arde en el alma cuando vaya al encuentro de su juez será la gloria con la que vista el cuerpo en la mañana de la resurrección.

Hay otro fuego que puede arder en nosotros, ante cuyas horribles flamas la luz divina palidece y disminuye hasta extinguirse: el fuego que al principio, como la más débil chispa, arde en la carne y crece con atemorizante rapidez, exigiendo más y más combustible, has que todo lo que es noble en el alma es sacrificado para atender estas llamas devoradoras, y el fuego divino se extingue exhausto y descuidado.

Por ello, constantemente tenemos que elegir. No podemos matan de inanición a uno para alimentar al otro. Al alimentar el fuego divino en el alma, el fuego de la carne muere por falta de alimento.

Existe un solo camino seguro y cierto. Utiliza todos tus esfuerzos para alimentar el fuego del alma; sacrifica todo aquello que pueda alimentar a la carne y ese fuego morirá. Quien pone todos sus pensamientos y esfuerzos al cuidado del fuego del cielo encontrará con el tiempo, que el fuego terreno se ha extinguido.

Ningún hombre ha tenido éxito en encadenar sus pasiones. El único remedio es volverse a Dios, vivir cada vez más cerca de El y negar al cuerpo dedicando todos nuestros intereses y energías al cultivo del espíritu. Al irse venciendo el desorden de la naturaleza, las pasiones purificadas y disciplinadas, encuentran su sitio propio.

Somete tu cuerpo a tu espíritu

[Justo después de la muerte, cuando el hilo de la vida se rompe, el alma avanza en soledad y el cuerpo está vencido].

Cuando resucita, el cuerpo es un gigante refrescado con renovado, revigorizado, pleno de energía, con un poder inagotable o interminable. Los movimientos del hombre completo [cuerpo y alma], están unidos perfectamente; la carne corruptible ya no detiene al espíritu incorruptible. Marchar a la vez con movimientos gloriosos.

Este don no es inherente al cuerpo; se imparte al mismo desde el alma. Se imparte al alma por su unión con nuestro Señor por

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el don de la divina gracia.

Fue el don al que el Señor se refería cuando dijo, “Porque me consume el celo de tu casa (...) (Sal 69,9). Fue de esto de los que su gran servidor habló cuando clamó “(...) dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, (...) hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús “(Fil 3,13-14).

Nada puede detener a ese espíritu que fue enardecido desde lo alto, y el pobre cuerpo exhausto debe obedecer y seguirle mientras lo arrastra con su tempestuosos celo de este a oeste, de un extremo de Europa u otro.

Cada uno en su grado y medida debe manifestar una chispa de ese fuego divino aquí en la tierra si ha de enriquecer su cuerpo con él después. Cada victoria del espíritu sobre la carne obtendrá un obsequio más rico para el cuerpo que somete. Cada hora de oración, cada noche de vigilia, cada día de ayuno, cada obra de caridad y cada acto de misericordia hecho por amor a Dios y calentado por el fuego del santo celo, a pesar de las protestas de la carne, fortalecerán en el espíritu esa divina energía que le permitirá revestir al cuerpo con su fuerza en la mañana de la resurrección.

Evita consentir a tu cuerpo

Por naturaleza el hombre está compuesto por alma y cuerpo.

Un cuerpo espiritual, como el que tendremos después de la resurrección, no ha dejado de ser cuerpo. Es uno que recibe algunos de los atributos del espíritu, vive a partir de entonces una vida de espíritu, se espiritualiza. Es uno transformado y glorificado pero sigue siendo cuerpo.

La intensidad de la vida del espíritu se irradia a través de cada nervio y tejido, quema todo lo burdo y terreno, y lo eleva a una sociedad perfecta con su vida gloriosa.

El poder que esto obra lo recibe el alma en la tierra y ha de desarrollarse en medio de las dificultades de la vida. El alma auxiliada por el poder de la divina gracia y alimentando el fuego del amor de Dios, debe esforzarse lo más que pueda para espiritualizar el cuerpo, refinándola y purificándole. Hay muchas cosas que no son pecado y que pueden ser o no consentidas.

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Mientras más fuerte sea el influjo de las cosas buenas de este mundo tengan sobre el cuerpo, más débil será el alma. Existe algo llamado la vida en los sentidos- el deleite de los sentidos a través de su propio goce- lo que san Pablo llama “in tras la carne”. No es lo que ordinariamente llamamos sensualidad serio que es simplemente el reverso de lo espiritual. Es la proporción en que vivimos esa vida, la vida espiritual se debilita la vida espiritual y las cosas de la fe pierden algo de su poder.

En la lucha del alma para vencer esta tendencia [a permitirse todo lo permitido que corre el riesgo de insubordinarse] el alma desarrolla un poder que, en la resurrección eleva al cuerpo a esa unión con ella por la que es un “cuerpo espiritual resucitado”.

Así, la resurrección se convierte en el pensamiento más práctico de la vida diaria del Católico. La visión por la que trabaja y el por qué ejercita su cuerpo para la santificación, cuando el dualismo terrenal habrá cesado, y, abrazada por los poderosos brazos del alma, entrará en su gozo y participará de su gloria.

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Capítulo 8: Sacrifica lo bueno por lo mejor

Hay dos palabras que resuenan a través de las enseñanzas de nuestro Señor y sus apóstoles: vida y muerte.

El evangelio de Jesucristo, dicen algunos, [es un evangelio de vida. Respira el vigor de una vida fresca, llena de energía de principio a fin. (Cfen. Jn 1,4; 1010; 5,40;11, 25-26; 6,35; Rom 8,2). De lo primero a lo ultimo, está lleno de su pensamiento de vivir más que morir, de avanzar más que contener, de lanzarse a la acción más que detenerse con tímida represión de sí.

Estos hombres nos dicen que el evangelio es un evangelio de vida, y que en la vida, no en la muerte, en la acción más que en la mortificación, hemos de encontrar el remedio para nuestras necesidades. Al oírlos hablan, más aún al verlos vivir, sentimos que ciertamente no poseen la totalidad de la verdad, y parte de

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una verdad muchas veces es muy engañosa. De alguna manera aunque estas personas, citan las palabras de nuestro Señor sobre la vida, parecen estar may lejos de producción la vida llena de paz y fuerza que vivió y enseñó.

Hay otros que leen sus enseñanzas de forma muy distinta y dicen: “no, su evangelio es un evangelio de muerte.

Su mensaje de esperanza y gozo es sólo para aquellos que se encuentran listos para renunciar a todo y morir por [ese mensaje] (Cfer Lc 9,25;Mt 16,25; Jn 12,24-25;Col 2,12; Rom 8,13; i Cor 15,31; Gal 6, 17)”.

Esas palabras también pueden contener parte de las enseñanzas de nuestro Señor, pero ciertamente no la tienen completa. Con sus vidas sentimos el frío y el rigor de la muerte que tiene poco de nuestro Señor, pero ciertamente no la tienen completa. Con sus vidas sentimos el frío y el rigor de la muerte, pero de una muerte que tiene poca alegría o esperanza y aún menos amor. Dios no nos ha dado las cosas meramente para que renunciemos a ellas, o los poderes para no usarlos.

Cada uno de estos dos grupos ha visto un lado de la enseñanza de Cristo y ha ignorado el otro.

Estas dos palabras, vida y muerte, aparecen en equilibrio y ritmo, siempre una cerca de la otra. Nunca están separadas en las enseñanzas de nuestro Señor. Ninguna permanece sola. Es deber de quienes hemos de seguirle reconciliar estas dos visiones con la propia vida.

No cabe duda que es más fácil tomar una de ellas pero no sería una vida cristiana. [sin una o sin la otra] no tendrías esa exquisita gracia, esa maravillosa mezcla de características apuestas libres de extremos tan esencialmente verdaderas, que es el producto el seguimiento fiel de la enseñanzas de Cristo.

Si la enseñanza de Cristo reconcilia la vida y la muerte, que siempre se encuentran en un antagonismo mortal, no ha de sorprendernos que una y armonice en el alma otras características aparentemente irreconocibles.

Debemos entonces, en nuestra vida práctica luchan por reconciliar estos dos principios de vida y muerte.

No uses la mortificación como un fin en sí mismo

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Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada como un fin en sí mismo .

Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada como un fin en sí mismo pronto se convierte en dureza y cinismo. En cada acto de morir, hemos de asomarnos a la tumba con María Magdalena hasta que la veamos transformada por la visión de vida y belleza que se encuentra después de ella y que brilla a través de ella. En cada acto de vida, debe existir un justo elemento de mortificación que nos impide drenar la vida y agotar sus energía en la muerte de la descomposición, de ahí no hay puerta que nos lleve a una vida posterior. Todos conocemos el cansancio y la desilusión que siguen pronto a la propia indulgencia.

No existe una ventaja particular en el mero acto de renunciar a lo que nos gusta. La idea de renunciar a las cosas buenas de la vida, sus placeres y goces, simplemente porque es mejor en sí mismo prescindir de ellas, es sin duda errónea. No hay necesariamente una ventaja espiritual en el mero acto de privarnos de algo no dañino en sí. El hecho de no tener no hace a un hombre mejor que el hecho de tener.

Menos aún podemos suponer que el dolor de un acto de sacrificio es en sí mismo, como dolor, grato a Dios. El sufrimiento, a pesar de lo importante que es, es accidental. Muchos piensan que en la medida en que dejan de sentir el dolor de un acto de negación, este pierde su valor, y frecuentemente se torturan con miedo porque ya no sufren más; [se convierte entonces en] el elemento esencial por el que contienen valor a cualquier acto de negación de sí y esto no es, en definitiva cristiano.

La práctica de la mortificación no esté basada sobre la idea de que las cosas a las que renunciamos son malas en sí mismas. Todo en este mundo fue creado por Dios, y en la mañana de la creación, [Dios vio lo que había creado era bueno (Gen 1,31). Las cosas que han causado el mayor mal sobre la tierra son buenas y capaces de hacer el bien. El mal no radica en las cosas, sino en los hombres que las abusan y son esclavizados por ellas.

La Iglesia siempre ha sido firme en mantener que “(...) toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues en la palabra de Dios y la oración

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queda santificado” (1ª. Timoteo 4,4-5).

Por ello, al practicar la mortificación, no condenamos aquello a lo que renunciamos. No lanzamos la culpa sobre aquello, sino sobre nosotros mismos. La condenación la reserva el hombre que se mortifica para si y trata con reverencia a aquellas cosas que deja a un lado. Si hay en él algo de amargura o dureza, o espíritu de condenación de aquellos que disfrutan lo que el ha abandonado, sabemos que ha fallado.

El valor de la mortificación es de medio para obtener un fin. El fin no es la muerte, sino la vida. No es el acto de mortificación en sí mismo ni el sufrimiento que cuesta lo que le da valor, sino lo que se gana: la renuncia de algo bueno en sí mismo por algo mejor. El dolor del sacrificio tienen valor como testigo y prueba de los que vale aquello por lo que se hace el sacrificio y la fe de aquel que lo realiza. Es una entrega e lo menos por lo más de morir a cosas que vale menos tener para ganar cosas más costosas.

El morir no es sino el pasar a una vida más grande. No morimos por morir (...) San Pablo dice de nuestro Señor que,”(...) en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz” (Heb 12,2). En la oscuridad El vio la luz y se esforzó por alcanzarla. En su Pasión se volcó hacia la Resurrección.

A la hora de la mortificación, concéntrate en lo que ganas, no en lo que pierdes.

No podemos obtener nada que valga la pena obtener en este mundo sin pagar por ello. Para adquirir algo, por frágil y perecedero que sea, hemos de dejar algo que ya poseemos y a lo que valoramos tenemos que aquello que hemos de adquirir. Olvidamos la pérdida por el gozo de la adquisición. Es la posesión que nos produce gozo, más que el costo. La pregunta es qué valoramos más. [acordarse de la parábola del tesoro en un campo (Mt 13,44)]. El dolor de separarse de todo fue perdido y olvidado con el gozo de la nueva posesión.

Tal es, pues, el principio de la mortificación enseñado por nuestro Señor y ejemplificado en las vida de [los santos]. El santo realiza en una esfera más alta aquello que se hace todos los días en las plazas. El que valora su vida más que aquella que sucede a la tumba comprará sus goces y placeres al costo de esa vida. Aquel que cree que fue hecho para la eternidad, y que su hogar y felicidad están en el otro mundo, estará listo para

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sacrificar éste mundo por el otro. Por el gozo del tesoro escondido, está listo para vender el campo.

Estate listo para “morir” para llegar a un estado de vida más elevado.

No es siempre que hemos de sacrificar este mundo por el otro. Se levantan ante nosotros en esta vida mundos de posibilidades más altas que aquellas que habitamos. Si hemos de elevarnos a mundos más altos debemos sacrificar aquel en el que vivimos.

Estos mundos llenos de promesa y esperanza se abren ante nosotros mismos, llevándonos a entrar y hacer nuestras las cosas buenas que nos ofrecen, pero siempre con una condición: nadie puede subir sin morir a lo inferior. Podemos vivir en el angosto mundo del egoísmo, midiendo todo y a todos con la medida estrecha de su relación con nosotros mismos, o podemos superarnos y elevarnos a las esferas siempre crecientes del pensamiento, interés y actividad, hasta que el propio ser haya sido perdido de vista en medio de las demandas que acosan por doquier al corazón y al cerebro.

Qué difícil es elevarse. Qué pronto nos amarrara los vínculos a la vida inferior. Qué oscura e impalpable la visión del mundo que se encuentra más arriba que nosotros hasta que entramos y tomamos posesión del mismo y qué sustancial el amarre de aquellas cosas por las que vivimos hasta que, con dolor y lágrimas, nos escapamos y morimos hacia el mundo más elevado. Qué pobre, lúgrube e indigno parece el mundo que dejamos cuando lo venos desde arriba.

Así pasamos del extremo más bajo al más alto de la naturaleza human, siempre muriendo para poder vivir más plenamente, el camino de nuestra vida repleto de aquellas cosas que alguno vez valoramos y que dejamos de lado para llevarnos las manos de cosas más preciosas-el ojo siendo más agudo al valuar las cosas, y la mano más sensible al tacto.

Hay ocasiones en las que la mayoría de los hombres se sienten capaces de cosas más grandes de las que ofrece este mundo: una posibilidad de conocimiento y acción que sedea una esfera mayor de la que puede encontrar en la tierra, un amor que no puede ser saciado. Como águilas cautivas, los hombres golpean los barrotes de la creación y desean valor hacia lo alto, al infinito.

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Habiendo subido de un reino a otro en el orden natural, de una vida de placer e indulgencia a una de pensamiento y utilidad, el hombre no puede descansar.

¿Dónde puede encontrar una guía que lo levante? Puede hacer todo lo que es humano dentro de los límites y posibilidades de su naturaleza. Si ha de elevarse, ha de ser levantado pro sobre las barreras y situado dentro de los confines de la ciudad celeste por manos de uno más fuerte que él, por un Ciudadano del cielo.

[En la parábola del sembrador (Mt 13, 3-8), Jesucristo nos muestra cómo es posible pasar de un reino inferior a uno superior y que ese era el objetivo de su Encarnación.

Ejemplifica aquí cómo trabajan la naturaleza y, por analogía, la gracia.

El mundo inorgánico es el terreno para la siembre. Le encuentra cerca de un mundo de vida y belleza orgánica puede acceder; las barreras son insondables.La barrera entre lo orgánico y lo inorgánico no puede ser salvada desde abajo, están separados por un infinito abismo aunque parezcan tocarse.]

Existe una solo manera por la que el reino inferior puede salvar el abismo y entrar en el reino superior. Si un visitante del reino superior desciende y se introduce en el reino inferior y se une a él, tomando lo inorgánico para sí y comunicándole el don de su propia vida y lo levanta al reino del que ha vencido. Sólo así puede elevarse. El poder para levantarse no lo tienen en sí mismo; le es comunicado por otro, por uno que tienen vida. Por la unión de ese visitante no lo tiene en sí mismo; le es comunicado por otro, por uno que tiene vida. Por la unión de ese visitante del mundo de la vida, la materia inerte puede ser partícipe de este don.

La semilla desciende a la tierra, se entierra en su seno, toma para sí los elementos que provee la tierra, los hace parte de sí, lo teje todo a la textura de la planta que crece, los levanta a la barrera antes imposible de cruzar, y al trasplantar, transforma.

¿Quién puede reconocer la tierra tan transformada por el toque mágico de la vida? ¿Quién podría adivinar las posibilidades latentes que la semilla reveló? De la vida que estaba en la semilla recibió la flor su forma, color y estructura, pero del material que se encontraba en la tierra fue que se formó.

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¿De dónde proviene la gloria de esa bella flor? Viene de la vida. Es la corona de gloria que la vida puede colorar sobre la tierra inerte que se presta a sus manos.

Mientras esa presencia, invisible pero vibrante en cada átomo, los mantenga unidos viven y son partícipes de la gloria del reino al que han sido trasplantados, si relaja su prensa, vuelven a la tierra de la que vinieron.

Nuestro Señor dijo a sus apóstoles,”(...) el reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra”(Mc 4,26).

Si el hombre quiere trascender los límites de su propia naturaleza y entrar al reino de Dios, puede elevarse únicamente por las mismas leyes por las que la materia inorgánica puede entrar al reino de la vida.

Permite que Cristo te imparta la vida divina

Un visitante del reino más alto debe descender al más bajo, tomar para sí los elementos de los cuales se compone ese reino más bajo, hacerles suyos, infundirles su propia vida, tomarlos en su puño, darles su poder, enriquecerlos con sus atributos, coronarlos con su belleza y penetrarlos con su belleza, y de esta manera trasplantarlos al reino del que El viene.

Esto ocurrió de una vez por todas [con la encarnación (Mc 4,26)]. Se realiza por cada uno de nosotros en lo individual cuando, en el bautismo, el sembrador siembra la semilla de la vida encarnada en nuestra naturaleza. Ahí nos es impartido en nuestra debilidad un poder que puede elevarnos por encima de las capacidades de nuestra naturaleza, haciéndonos, nos dice San Pablo,”...partícipes de la divina naturaleza...” (2 Pe 1,4) y nos transplanta del reino terrestre al reino de los cielos, del reino de la naturaleza al reino de la gracia.

La naturaleza humana se transforma bajo la formación y el orden unificador de la gracia. La gracia revela al hombre a sí mismo. Adentrándose en su naturaleza, le muestra lo que puede ser nuevos usos que puede dar a sus poderes, nuevas combinaciones, nuevo desarrollo. Reúne bajo su influjo a varios elementos dispersos en nuestra naturaleza que aparentemente son inútiles y descoordinados y los teje hasta lograr una maravillosa unidad, deteniendo bajo su fuerte puño todo lo que

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puede y poniéndolo a su servicio. Puede habilitarnos para hacer cosas que por naturaleza no podríamos hacer, mostrándonos a la vez nuestra debilidad y su poder.

Ahí donde ha sido plantada esa semilla divina, todas las cosas se vuelven posibles. El reino de los cielos con todas sus riquezas, se encuentra abierto para que entremos y tomemos posesión del mismo:”...todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”(I Cor 3, 22-23).

El material, si vale la expresión, de las virtudes de los santos es humano; la fuerza creativa es divina. Los elementos con los cuales se forman las más nobles virtudes cristianas son elementos tomados del barro de nuestra pobre naturaleza humana, pero la fuerza modeladora se encuentra en la semilla que es la palabra de Dios”.

Entrégate a la gracia de Dios

Todos los esfuerzos de la naturaleza del hombre no le habilitan para realizar un acto que sobrepasa su naturaleza; toda su inteligencia, valor y determinación no lo habilitan para dar un paso más hacia el reino e los Cielos. Este es el trabajo de esa nueva vida, de esa fuerza transformadora que, como una semilla ha sido plantada en él.

En su trabajo, de ahora en adelante, el remover todo obstáculo para la operación de este semilla, morir al reino inferior para entrar al superior al que lo transplantará este regalo. De ahora en adelante, su vida deberá ser una de mortificación, de morir para vivir, del rendirse de la naturaleza a la gracia, de renunciar las cosas de la tierra a los poderes del Cielo, una constante mezcla de la tristeza de la renuncia terrestre con la alegría divina de las ganancias celestes. “...vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20).

Siempre hay una sensación de pérdida en un primer momento al pasar de una vida inferir a una superior, pero la pérdida pronto se olvida por la ganancia. El romper con lo que nos ate a la tierra es doloroso.Cuando pasamos del estado subdesarrollo e ignorancia espiritual de ciudadanos del reino terreno y nos convertimos en ciudadanos del reino terreno y nos convertimos en ciudadanos del reino e los cielos. Entramos “... en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,21). Esta es la mortificación que exige

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la vida cristiana: la entrega de todo nuestro ser a la nueva vida que desciende desde lo alto para santificarnos y energizar cada uno de los poderes y facultades de nuestra naturaleza para que seamos preparados para entrar en la Presencia de Dios.

En esta mortificación no hay nada de irracional, es el culmen de la razón el sacrificar lo menos por más, lo efímero por lo permanente. No hay tristeza, sin importar el costo del sufrimiento, para quien se mortifica sabiendo que se encuentra en el camino al gozo eterno. Y muchas veces en medio de los pesares terrenos, recibe una prenda de esa paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil 4,7). No hay amargura, porque es el acto el amor divino; se hace por Dios y en Dios. No brote del desprecio de sí ni de las cosas de este mundo. Otorga al alma una ternura divina que, aunque sea dura consigo misma, siempre es benevolente con los demás.

Vemos aquí primero el conflicto y después la reconciliación de la vida y la muerte-la muerte conquistando una forma de vida y otorgando al alma con otra mejor; la muerte vencedora y vencida: “lo que es mortal es devorado por la vida”.

Autodominio CristianoAutor: Sophia Institute Press

Capítulo 9: Persevera

La vida es una escuela de carácter y dominio. Hemos sido puestos aquí para formarnos para la eternidad. Hemos llegado informes y plásticos y puestos en nuestras circunstancias que tienen un poder singular sobre nosotros para bien o para mal. Cada uno de nosotros tiene dones, poderes y tendencias latentes, y las fuerzas de la vida actúan sobre nosotros, moldeándonos, y esculpiéndonos por su fuerza y presión.

Estamos tan sensiblemente constituidos que todo lo que está a nuestro alrededor nos afecta: el aire que respiramos. El lugar que ocupamos en la tierra, las personas con quienes entramos en contacto. Puedes saber algo de las características de una persona por su localización geográfica, el clima y calidad de la tierra que habita. Somos sensibles a todo, moldeables al tacto

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de todo en este mundo maravilloso en el que fuimos colocados para disciplinarnos y ejercitarnos.

A donde vayamos en la tierra, sobre nosotros se encuentran los cielos, cuya influencia afecta todo lo que vemos mezclándose con todo, dándole color, haciendo sonreír, gesticular o llorar a la naturaleza. Así se inclina la presencia de Dios sobre nosotros afectando nuestra perspectiva de la vida.

Perseveremos en aquellas cosas que nos hemos trazado o en cualquiera de las cosas que Dios quiere revelar a quines le buscan con ahínco. Determinemos no descansar hasta haber penetrado todas las habitaciones y pasillo, luchado con los mensajeros que nos traen información desde afuera o que ejecutan órdenes desde dentro llenándolo todo en el ruido y tumulto de su actividad- hasta que hayamos forzado nuestra marcha a través de todo esto y entrado a la cámara de la presencia, levantado el velo y nos hayamos visto cara a cara a nosotros mismos.

Disciplinemos todos los poderes de cuerpo y mente y no permitamos que las voces de la inclinación o pasión, manden o asisten autoridad alguna hasta que el orden haya sido restaurado en el reino del alma, y que su gobernante reciba sus órdenes de Dios.