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Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante

John Dewey(*)

Bajo las presentes circunstancias, no puedo esperar que logre disimular el hecho de

que me las he arreglado para vivir ochenta años. La mención de este hecho, sin embargo,

puede servir para sugerirles un hecho más importante: los eventos de mayor significado

para el destino de este país han tenido lugar precisamente durante los últimos cuatro

quintos de siglo, un período que cubre más de la mitad de la vida nacional bajo su presente

forma. Por obvias razones, no intentaré hacer un sumario ni siquiera de algunos de los más

importantes de esos acontecimientos. Me referiré a ellos solamente por la relación que

tienen con aquel asunto en el cual este país se comprometió en cuanto tomó forma como

nación: la creación de la democracia; un asunto que es ahora tan urgente como lo era ciento

cincuenta años atrás, cuando los hombres más sabios y de mayor experiencia del país se

reunieron para establecer el conjunto de condiciones y para crear la estructura política de

una sociedad fundada en el principio del autogobierno.

La importancia neta de los cambios que han tenido lugar en estos últimos años

radica en que los modos de vida y las instituciones que, en otros tiempos, fueron el

producto natural, y casi inevitable, de condiciones afortunadas, ahora sólo pueden ser

alcanzados por medio de un esfuerzo consciente y decidido. No todo el país estaba en

(*) “Creative Democracy – The Task Before Us”, in The Later Works of John Dewey, ed. by Jo Ann Boydston, Carbondale and Edwardsville, Southern Illinois University Press, London and Amsterdam, Feffer & Simons Inc., 1991, Vol. 14, pp. 224-230. Fue publicado inicialmente en John Dewey and the Promise of America, Progressive Education Booklet, Nº 14 (Columbus, Ohio, American Education Press, 1939), pp. 12-17. Se trata de una conferencia escrita por Dewey y leída por Horace M. Kallen en una comida que se realizó el 20 de octubre de 1939 en Nueva York para conmemorar los ochenta años de John Dewey.

La traducción al español es obra de Diego Antonio Pineda R., Profesor Asociado Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). No se puede reproducir sin autorización.

Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso de él para fines exclusivamente académicos y de carácter personal. No se debe reproducir por ningún medio electrónico o mecánico, para ser distribuido con fines comerciales. Es un material de estudio personal. Si quiere, puede imprimirlo para su uso exclusivo, pero en ningún caso hacerle modificaciones. Si usted desea citarlo, debe confrontar el texto original de donde fue tomado. Toda reproducción de él con fines de más amplia difusión (libros, revistas, manuales universitarios, etc.) debe hacerse con autorización, por escrito, de los titulares de los derechos correspondientes.

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situación de pionerismo hace ochenta años. Ahora bien, estaba todavía, salvo quizás en unas

pocas ciudades grandes, tan ligado a la situación de pionerismo de la vida norteamericana

que las tradiciones del pionero, y más propiamente del hombre de frontera (frontier), eran

factores activos en la formación de las mentalidades y la modelación de las creencias de

quienes nacieron dentro de su modo de vida. Al menos en la imaginación, el país tenía

todavía una frontera abierta, una frontera en donde había recursos todavía no usados ni

apropiados. Era un país de oportunidades materiales y de incentivos. Pero, aún así, había

más que una maravillosa conjunción de circunstancias materiales implicadas en el

surgimiento de esta nueva nación. Había también un grupo de hombres que fueron capaces

de readaptar las viejas instituciones e ideas para hacer frente a las situaciones

proporcionadas por las nuevas condiciones materiales, un grupo de hombres dotados de una

extraordinaria inventiva política.

En el momento presente, la frontera es moral, no física. El período de las tierras

libres que parecían inagotables y extensivas ha desaparecido. Los recursos sin utilizar son

ahora humanos más que materiales. Éstos se encuentran en el derroche de hombres y

mujeres adultos sin oportunidad de trabajar y en los jóvenes, hombres y mujeres, que

encuentran las puertas cerradas allí donde antes había oportunidades. La crisis que hace

ciento cincuenta años reclamó de nosotros inventiva social y política se nos presenta ahora

bajo una forma que exige de nosotros en mayor medida la creatividad humana.

Lo que quiero decir con todo esto es que, ahora, tenemos que re-crear, por medio

de un esfuerzo deliberado y decidido, el tipo de democracia que, en sus orígenes hace

ciento cincuenta años, fue en gran parte el producto de una afortunada combinación de

hombres y circunstancias. Hemos vivido por largo tiempo de la herencia procedente de esa

feliz conjunción de hombres y acontecimientos que se dieron en esos tiempos primeros. El

estado presente del mundo es más que un simple recordatorio de que tenemos que emplear

ahora todas nuestras energías disponibles para probar que somos dignos de nuestra

herencia. Constituye todo un reto para nosotros hacer, en las condiciones críticas y

complejas de hoy, lo que hicieron los hombres de esa primera época en condiciones más

simples.

Si enfatizo que la tarea sólo puede ser emprendida por medio del esfuerzo

inventivo y de la actividad creativa, ello es en parte porque la profundidad de la crisis

actual se debe, en una parte considerable, al hecho de que, por un largo período, actuamos

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como si la democracia fuese algo que se autoperpetúa automáticamente; como si nuestros

ancestros hubiesen logrado montar una máquina que resolviese el problema del perpetuo

movimiento en la política. Actuamos como si la democracia fuera algo que tuviera lugar

principalmente en Washington y en Albany –o en cualquier otra capital estatal- bajo el

ímpetu de lo que ocurre cuando los hombres y mujeres acuden a las urnas cada cierto

número de años. Esto, por supuesto, es una forma un poco extrema de decir que hemos

tenido el hábito de creer que la democracia es un cierto tipo de mecanismo político que

funcionará bien siempre y cuando los ciudadanos sean razonablemente fieles en el

cumplimiento de sus deberes políticos.

En los últimos años hemos escuchado, cada vez con mayor frecuencia, que esto no

es suficiente; que la democracia es una forma de vida. No estoy seguro, sin embargo, de

que algo de la exterioridad de la vieja idea no se haya quedado adherido a esta nueva y

mejor formulación. En todo caso, podemos escapar de este modo externo de pensar

solamente si comprendemos, en el pensamiento y en el actuar, que la democracia es un modo

personal de vida individual, lo cual significa la posesión y el uso continuado de ciertas

actitudes que forman el carácter personal y determinan el deseo y el propósito en todas las

relaciones de la vida. En vez de pensar que nuestras disposiciones y hábitos como algo que

se acomoda a cierto tipo de instituciones, tenemos que aprender a pensar en estas últimas

como expresiones, proyecciones y extensiones de actitudes personales habitualmente

dominantes.

La democracia como forma de vida personal, individual, no implica nada

fundamentalmente nuevo. Sin embargo, cuando se aplica, le confiere un nuevo sentido

práctico a viejas ideas. Su puesta en práctica significa que los poderosos enemigos actuales

de la democracia sólo se pueden enfrentar con éxito por medio de la creación de actitudes

personales en los seres humanos individuales; y que debemos superar nuestra tendencia a

pensar que se puede encontrar su defensa en medios de naturaleza externa, sean éstos

militares o civiles, si estos medios están separados de esas actitudes individuales

profundamente asentadas que constituyen el carácter personal.

La democracia es una forma de vida controlada por medio de una fe efectiva en las

posibilidades de la naturaleza humana. La creencia en el Hombre Común es un artículo

familiar del credo democrático. Esta fe carece de base y de sentido a menos que signifique

fe en las potencialidades de la naturaleza humana tal como ésta se expresa en cada ser

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humano e independientemente de consideraciones de raza, color, sexo, nacimiento, familia o

riqueza material o cultural. Esta fe puede promulgarse en estatutos, pero se queda en el

papel a menos que adquiera fuerza en las actitudes que los seres humanos despliegan entre

sí en todos los incidentes y relaciones de la vida cotidiana. Denunciar al nazismo por su

intolerancia, crueldad e incitación al odio vendría a ser lo mismo que cultivar la falta de

sinceridad si, en nuestras relaciones personales con otros, y en nuestro andar cotidiano y

nuestra conversación, actuamos movidos por prejuicios de raza, de color o de cualquier otro

tipo; en realidad, no debería movernos otra cosa que una generosa creencia en las

posibilidades de los otros como seres humanos, y esa creencia lleva consigo la necesidad de

proporcionar las condiciones que harán posible que esas capacidades alcancen pleno

desarrollo. La fe democrática en la igualdad humana es la creencia de que todo ser humano,

independientemente de la cantidad y el rango de sus atributos personales, tiene el derecho

a gozar de las mismas oportunidades para su desarrollo que cualquier otra persona, sin

importar las aptitudes que uno u otro posean. La fe democrática en el principio del

liderazgo es generosa, y es universal, pues es la creencia en la capacidad que tiene cada

persona para conducir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de

otros, siempre que se den las condiciones apropiadas.

La democracia es un modo de vida personal que no está guiado solamente por la fe

en la naturaleza humana en general, sino por la fe en las capacidades de los seres humanos

concretos para el juicio y la acción inteligentes si se han construido las condiciones

apropiadas. He sido acusado en más de una ocasión, y desde sectores opuestos, de tener

una fe indebida, utópica, en las posibilidades de la inteligencia, y de la educación como un

correlato de ésta. De todas formas, yo no fui el que me inventé esta fe. La adquirí de mi

ambiente, en la medida en que dicho ambiente estaba animado por el espíritu democrático.

Pues, al fin y al cabo, ¿qué es la fe de la democracia en el papel de la consulta, del discurso

argumentativo, de la persuasión, de la discusión, y en la formación de la opinión pública –

cosas que, en el largo plazo, tienen un carácter autocorrectivo- sino la fe en la capacidad de

la inteligencia del hombre común para responder con sentido común al libre juego de los

hechos y las ideas, que sólo se asegura por medio de las garantías efectivas de la libre

investigación, la libre reunión y la libre comunicación? Estoy dispuesto a concederles a los

defensores de los Estados totalitarios de derecha y de izquierda que este punto de vista,

el de la fe en las capacidades de la inteligencia, es utópico. Sin embargo, esta fe está tan

profundamente arraigada en los métodos que son intrínsecos a la democracia que, cuando

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uno se dice demócrata, si niega esa fe, se condena a sí mismo a traicionar la propia causa

que dice defender.

Cuando pienso en las condiciones bajo las cuales viven hoy tantos hombres y

mujeres en muchos países extranjeros, bajo el terror del espionaje y corriendo un peligro

latente por reunirse con sus amigos para tener una conversación amigable y por tener

reuniones en privado, me siento inclinado a creer que el corazón y la garantía última de la

democracia está en las reuniones libres entre vecinos en las esquinas de las calles para

discutir y volver a examinar las noticias de cada día leídas en publicaciones sin censura y en

las reuniones de amigos en las salas de sus casas y apartamentos para conversar libremente

entre sí. La intolerancia, el abuso y las listas negras en que se registra a todos aquellos que

tienen diferencias de opinión en cuestiones religiosas, políticas o económicas –o también a

los que difieren por cuestiones de raza, color, riqueza o grado de cultura- son una traición

al modo de vida democrático. Es así como todas aquellas cosas que ponen obstáculos a la

libertad y al libre flujo de la comunicación levantan barreras que dividen a los seres

humanos en grupos y camarillas, en sectas y facciones antagónicas, y, por tanto, van

socavando poco a poco el modo de vida democrático. Las garantías meramente legales de las

libertades civiles (de la libertad de creencias, de expresión y reunión) son un pobre aval si

en la vida cotidiana la libertad de comunicación y el intercambio de ideas, hechos y

experiencias se ven trabados por la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio. Estas

cosas destruyen la condición esencial del modo de vida democrático incluso más

efectivamente que la coerción abierta, la cual –como lo prueba el ejemplo de los Estados

totalitarios- es efectiva solamente cuando tiene éxito en alimentar el odio, la sospecha y la

intolerancia en las mentes de los seres humanos individuales.

En último término, y dadas las dos condiciones ya mencionadas, la democracia como

modo de vida se encuentra regulada por la fe personal en el trabajo que día a día

realizamos junto con otros. La democracia es la creencia en que, incluso cuando las

necesidades y los fines, o las consecuencias, son diferentes para cada individuo, el hábito

de la cooperación amigable –que, como en los deportes, puede incluir rivalidad y

competencia- es una colaboración en sí misma inestimable para la vida. En tanto sea posible,

enfrentar cualquier conflicto que surja –y éstos seguirán surgiendo- en una atmósfera y un

medio libres de la presión de medios como la fuerza y la violencia, y situarlo en una

atmósfera de discusión y de juicio inteligente es tratar a aquellos con quienes estamos en

desacuerdo –incluso cuando discrepamos profundamente- como personas de quienes

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podemos aprender y, en esa misma medida, como amigos. Una fe en la paz genuinamente

democrática implica que confiamos en la posibilidad de manejar las disputas, controversias

y conflictos como empresas cooperativas en las cuales cada una de las partes aprende de la

otra al darle la posibilidad de que se exprese por sí misma, en vez de que una de las partes

pretenda vencer a la otra suprimiéndola por la fuerza; dicha supresión, por otra parte, no

es menos violenta cuando tiene lugar a través de medios psicológicos como la ridiculización,

el abuso o la intimidación que cuando se recurre de forma abierta al encarcelamiento o los

campos de concentración. Cooperar para que las diferencias tengan oportunidad de

manifestarse, puesto que creemos que la expresión de las diferencias es no sólo un derecho

de las otras personas sino un medio a través del cual enriquecemos nuestra propia

experiencia de la vida, es algo inherente a la democracia concebida como modo de vida

personal.

Si a lo que he dicho se le reprocha que no es más que una serie de lugares comunes

en cuestiones morales, la única respuesta que puedo dar es que precisamente ese es el

punto en que quiero insistir. Pues precisamente en la medida en que vayamos deshaciendo el

hábito de considerar a la democracia como algo institucional y externo, y vayamos

adquiriendo el hábito de tratarla como un modo de vida personal, estaremos comprendiendo

que ésta es un ideal moral; y que, en la medida en que llegue a ser un hecho, es un hecho

moral. Comprender esto es comprender que la democracia sólo tiene realidad en la medida

en que llegue a convertirse en un lugar común de la vida diaria.

Dado que mi vida adulta ha estado consagrada al ejercicio de la filosofía, debo

pedir su indulgencia, pues, para concluir, presentaré brevemente la fe democrática en los

términos formales de una posición filosófica. Puesta en esos términos, la democracia es la

creencia en la capacidad de la experiencia humana para generar los fines y los métodos por

medio de los cuales promover una experiencia que habrá de crecer en orden a su propio

enriquecimiento. Todas las otras formas de fe moral y social reposan sobre la idea de que

la experiencia debe estar sujeta, hasta un cierto punto, a alguna forma de control externo,

a alguna “autoridad” que pretende existir por fuera de los procesos de la experiencia. La

democracia es la fe en que el proceso de la experiencia es más importante que cualquier

resultado particular obtenido; de esta forma, los resultados especiales alcanzados sólo

alcanzan su valor último cuando son utilizados para enriquecer y ordenar el proceso en

curso. Dado que el proceso de la experiencia puede ser un agente educativo, la fe en la

democracia es una y la misma cosa que la fe en la experiencia y en la educación. Todos los

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fines y valores que se aíslen del proceso en curso llegan a convertirse en atrofias, en

fijaciones que paralizan lo que se ha ganado en el proceso e impiden que éste se

retroalimente, en vez de que tales fines y valores sean usados para abrir y señalar el

camino hacia nuevas y mejores experiencias.

Si alguien me preguntara qué es lo que entiendo por experiencia en este contexto,

mi respuesta sería que ésta consiste en la libre interacción de los seres humanos

individuales con las condiciones del entorno -especialmente el entorno humano-, interacción

que desarrolla y satisface la necesidad y el deseo por medio del incremento del

conocimiento de las cosas tal como ellas son. El conocimiento de las condiciones reales es el

único fundamento sólido para la comunicación y la participación; toda otra comunicación, si

no está basada en el conocimiento de dichas condiciones, implica la sujeción de algunas

personas a la opinión personal de otras. La necesidad y el deseo –a partir de los cuales

surgen el propósito y la dirección de la energía- van más allá de lo que existe, y, por tanto,

van más allá del conocimiento, de la ciencia. Éstos abren continuamente el camino hacia un

futuro aún no explorado y aún no alcanzado.

La democracia, en comparación con otros modos de vida, es el único modo de vivir

que cree de forma incondicional en el proceso de la experiencia como fin y como medio; y

que cree en la experiencia como aquello a partir de lo cual se puede generar ciencia, que es

la única autoridad digna de confianza para la dirección de la experiencia ulterior y que

libera las emociones, necesidades y deseos hasta llevar a la existencia aquellas cosas que no

habían existido en el pasado. Es así como toda forma de vida que carece de democracia

limita los contactos, los intercambios, las comunicaciones y las interacciones por medio de

las cuales la experiencia se estabiliza al tiempo que se amplía y enriquece. La tarea de esta

liberación y enriquecimiento es algo que debe enfrentarse en el día a día. Dado que esta

tarea no puede alcanzar su fin hasta que la experiencia misma no finalice, la tarea de la

democracia es, ahora y por siempre, la de la creación de una experiencia más libre y más

humana en la que todos participemos y a la cual todos contribuyamos.

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