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Primera edición, 1994 D. R. © 1994, Fo"ioo DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V. Carretera Picacho-Ajusco, 227, 14200 México, D. F. ISBN 968-16-4285-6 Impreso en México 1. LA CONCEPCIÓN DE HISPANOAMÉRICA DE ALFONSO REYES (1889-1959) CON la caída del porfiriato y los albores de la Revolución me- xicana de 1910 coincidió una revolución cultural, más callada pero más honda y más duradera que la que ya en sus co- mienzos ocasionó el desencanto de Mariano Azuela en su fa- mosa novela Los de abajo (916). De sus propósitos y de sus primeros pasos dejó testimonio Pedro Henríquez Ureña en el discurso que pronunció en la inauguración de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de México en 1914 y que se publicó bajo el título de "La cultura de las hu- manidades". Aparentemente, el propósito fue el de superar la estrechez del positivismo que había servido de base ideo- lógica al porfiriato y el de restablecer la metafísica y la cul- tura clásica. En realidad, sus resultados fueron considerable- mente más amplios, pues la "cultura fundada en la tradición clásica no puede amar la estrechez", decía Henríquez Ureña, quien de ese principio deducía la necesidad y la justificación del "cosmopolitismo". Éste respondía a las suscitaciones del cosmopolitismo consagrado por Rubén Darío, pero tenía la inspiración política del de Rodó, quien en su Ariel(900) no sólo había contrapuesto al espíritu materialista anglosajón el espíritu desinteresado latino sino, sobre todo, había invitado a la juventud de América a fortalecer esa personalidad histó- rica que él había definido en esa contraposición. Para quie- nes participaron de esa callada revolución de la Escuela de Altos Estudios y antes del legendario Ateneo de la Juventud, como el filósofo Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Al- fonso Reyes, entre otros, esa afirmación de la personalidad histórica de América tenía que pasar por lo que se llamó la rehabilitación de la metafísica, por la lectura de Platón y de Nietzsche, por ejemplo. Tanto el "arielismo" que desató Rodó 7

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Primera edición, 1994

D. R. © 1994, Fo"ioo DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V. Carretera Picacho-Ajusco, 227, 14200 México, D. F.

ISBN 968-16-4285-6

Impreso en México

1. LA CONCEPCIÓN DE HISPANOAMÉRICA DE ALFONSO REYES (1889-1959)

CON la caída del porfiriato y los albores de la Revolución me­xicana de 1910 coincidió una revolución cultural, más callada pero más honda y más duradera que la que ya en sus co­mienzos ocasionó el desencanto de Mariano Azuela en su fa­mosa novela Los de abajo (916). De sus propósitos y de sus primeros pasos dejó testimonio Pedro Henríquez Ureña en el discurso que pronunció en la inauguración de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de México en 1914 y que se publicó bajo el título de "La cultura de las hu­manidades". Aparentemente, el propósito fue el de superar la estrechez del positivismo que había servido de base ideo­lógica al porfiriato y el de restablecer la metafísica y la cul­tura clásica. En realidad, sus resultados fueron considerable­mente más amplios, pues la "cultura fundada en la tradición clásica no puede amar la estrechez", decía Henríquez Ureña, quien de ese principio deducía la necesidad y la justificación del "cosmopolitismo". Éste respondía a las suscitaciones del cosmopolitismo consagrado por Rubén Darío, pero tenía la inspiración política del de Rodó, quien en su Ariel(900) no sólo había contrapuesto al espíritu materialista anglosajón el espíritu desinteresado latino sino, sobre todo, había invitado a la juventud de América a fortalecer esa personalidad histó­rica que él había definido en esa contraposición. Para quie­nes participaron de esa callada revolución de la Escuela de Altos Estudios y antes del legendario Ateneo de la Juventud, como el filósofo Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Al­fonso Reyes, entre otros, esa afirmación de la personalidad histórica de América tenía que pasar por lo que se llamó la rehabilitación de la metafísica, por la lectura de Platón y de Nietzsche, por ejemplo. Tanto el "arielismo" que desató Rodó

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como el ejemplo de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud y la reforma universitaria de Córdoba de esas mismas fechas acuñaron la vida cultural hispanoamericana de más de tres decenios de este siglo, pero la sustancia que heredaron ha sucumbido a lo que Gabriel García Márquez describió en Cien años de soledad (1967) como la "peste del olvido". Cierto es que ya Fernán Pérez de Guzmán en el siglo xv y Américo Castro en este siglo la habían comprobado en el mundo castellano. Con todo, ¿cabe satisfacerse con esta constante de la inercia y del olvido? No es improbable que la velocidad con la que se suceden teorías y postulados obligue, por así decir, a considerar el pasado intelectual inmediato co­mo algo que ya no responde a las exigencias del presente; que, por ejemplo, el estructuralismo de Lévi-Strauss ponga en tela de juicio automáticamente el "arielismo" de Rodó o la fe que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes pusieron en la "cul­tura de las humanidades". Si así fuera, el olvido a que fueron condenados el "arielismo" y sus consecuencias, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y tantos más sería no sólo justo, sino inevitable. Y todos ellos descansarían en el cementerio con su lápida merecida, en el mejor de los casos como monumento. Sin embargo, la realidad es diferente.

El "cosmopolitismo" de la "cultura de las humanidades" fue el resultado de un largo proceso que se inició con la Inde­pendencia y que, en quienes lo pusieron en marcha y lo im­pulsaron en el siglo XIX, como Andrés Bello y Domingo Faus­tino Sarmiento, tenía por meta la "construcción de América", es decir, la toma de conciencia de la Novedad del Nuevo Mun­do y, consiguientemente, de la situación y del papel de ese Nuevo Mundo, que ahora eran las nuevas repúblicas, en la historia universal. La "Alocución a la poesía" de Andrés Bello sobre todo, pero también su "Silva a la agricultura de la zona tórrida", de 1823 y de 1826 respectivamente, propusieron a Europa un mundo mejor, y, al mismo tiempo que invitaban a la poesía a abandonar a la Europa decadente, pretendían ser la Eneida americana, es decir, el canto y testimonio de cuño romano de ese mejor Nuevo Mundo. Fueron no tanto, como

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se les malentendió, un programa poetológico, sino un postu­lado político y moral, fundado en una ética de la pureza y de la inocencia campesinas que trascendían el modelo virgilia­no y tocaban los límites de una utopía. Pero ese canto funda­cional no buscó su legitimación histórico-cultural en los pa­sados precolombino y español, sino en la antigua Roma. Y cuando Andrés Bello elaboró el primer código moderno en lengua española, esto es, el Código civil de la República de Chile (1855), fundamento de las relaciones sociales de las nuevas repúblicas, tampoco recurrió a una tradición jurídica indígena o española, sino a la jurisprudencia europea de su tiempo yal derecho romano que la determinaba. Este "cos­mopolitismo" no desconoció o rechazó la realidad histórica y social inmediata. Ésta estaba presente como presupuesto, para dar a las culturas y tradiciones de que se había servido "es­tampa de nacionalidad", como decía Bello. Con todo, el pro­ceso de definición, toma de conciencia y construcción de América que impulsó Bello siguió un camino laberíntico y di­fícillleno de retrocesos, ambigüedades o malentendidos y de resentimientos históricos que encontraron su manifestación dogmática y sentimentalmente intimidante en los nacionalis­mos de diverso color, a los cuales no se pudo sustraer el mis­mo Rodó. Pues cuando el "cosmopolitismo" engendró en la primera culminación de su proceso una poesía inequívoca­mente hispanoamericana de validez universal, la de Rubén Darío, Rodó expresó su paradójica reserva de que el nuevo Príncipe de las letras hispánicas no había escrito el poema de América. Sin embargo, Darío cumplió con creces el postulado de la "Alocución a la poesía" de Bello: la poesía se había tras­ladado al Nuevo Mundo. Y traía lo que Sir Cecil M. Bowra re­prochó arrogantemente a Rubén Darío cuando se preguntó qué relación legíJ:ima podría tener un hijo de Metapa con la mitología griega.

La respuesta anticipada a esa pregunta la dieron los miem­bros de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juven­tud de México, en especial Alfonso Reyes, pues la "cultura de las humanidades" no sólo pretendía renovar la vida espiritual

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y cultural de México y de Hispanoamérica, sino darle sustan­cia histórico-cultural y con ello sembrar con moral el terreno de una política hispanoamericana del futuro que recuperara el sentido que había presidido la aventura del Descubrimien­to, esto es, el de ser un Nuevo Mundo, un mundo mejor, el que invocó Andrés Bello para las nuevas repúblicas. Pero esa tarea exigía por definición la confrontación con la cultura del Viejo Mundo, sin cuyo conocimiento era ilusorio trazar con nitidez la peculiaridad de ese mundo nuevo y mejor, que ha­bía nacido de la imaginación y las nostalgias del Viejo Mun­do. La confrontación no podía ser contraposición; tenía que ser asimilación y, como lo pedía Bello, aplicación crítica a la nueva realidad, que en ello pone de relieve sus propios per­files. Tal confrontación no es, por su carácter, estática sino di­námica y permanente, pues el perfil histórico no es como el nombre científico de una planta o como una definición en el sentido tradicional, esto es, género próximo y diferencia específica, sino permanente devenir; pero es un permanen­te devenir de lo que se llama tradición, sin la cual el primero es vacío y la segunda, lastre. Con su lenguaje erótico, aun­que también multívoco, porque es lenguaje de poeta, con­densó el Príncipe Darío esta realidad de la historia, referida a la de los pueblos de la "sangre de Hispania fecunda", en la frase de las "Palabras liminares" de sus Prosas profanas (1896), que reza: "Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París". Era una metáfora del cos­mopolitismo.

Esa metáfora la explicitó y la llenó de sentido histórico Al­fonso Reyes. En su primer libro de ensayos, Cuestiones estéti­cas (911), Reyes interpretó renovadoramente a Góngora, deparó al mundo de la lengua española de entonces una nueva perspectiva para la comprensión de la tragedia griega, destacó peculiaridades de Goethe y Mallarmé que no habían percibido los propietarios peninsulares de las culturas ale­mana y francesa, y enriqueció la precaria bibliografía sobre Diego de San Pedro. El que el ensayo sobre G{mgora y el dedicado a San Pedro fueran entonces una revaloración y

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un redescubrimiento de dos autores españoles y el que el tra­bajo sobre "Las tres 'Electras' del teatro ateniense" constituyera el primer trabajo en lengua española sobre la tragedia griega con que intentó fructificar en este siglo el estéril campo del helenismo, no fue su único mérito. Ya antes de publicar estos ensayos, Reyes había examinado la obra del poeta mexicano Manuel José Othón, cantor de la naturaleza y solitario en el momento del modernismo urbano. Con este comienzo de su carrera literaria, Reyes había exaltado a la "esposa de su tierra", es decir, a su tradición mexicana e hispánica, y a la "querida de París", esto es, la cultura europea. Pero a diferen­cia de Darío, en Reyes no se trataba de fidelidades o infideli­dades y Reyes no tenía que advertir al abuelo Cervantes que su "galicismo", como se le llamó, no lo extrañaba de su tron­co. Porque su "esposa" y su "querida", para seguir con la me­táfora dariana, se complementaban y se necesitaban para dife­renciarse. Más tarde, Reyes dijo de su praxis literaria en los tres géneros que "promiscuaba en literatura". Esta promiscuidad no sólo superaba los límites rígidos de los tres géneros, que se habían difuminado progresivamente desde el romanticis­mo, sino, sobre todo, sentaba como principio de la actividad intelectual la dinámica, o, lo que es lo mismo, el antidogma­tismo, que habían sido desterrados de la vida intelectual his­pánica por la escolástica tradicional y por el positivismo decimonónico. Esta "promiscuidad" era la contraposición cons­ciente a la "estrechez" que combatieron, bajo el signo de la primera revolución de este siglo, los intelectuales mexicanos que se propusieron recuperar la "cultura de las humanida­des". La "promiscuidad", es decir, la dinámica, era también, para quien forjó la palabra, un impulso político. Pero Reyes no entendía el concepto de política en sentido programático, sino en el sentido del lema que puso a las publicaciones de su Archivo, esto es, "entre todos lo hacemos todo". Esta diná­mica política subyace en su concepción de América, que él formuló en su libro de ensayos Última Tule (1942). Con todo, no sólo en ese libro se encuentra esa imagen de la América hispánica. Toda su obra constituye un esfuerzo para delinear-

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la, y precisamente la temática que parece más alejada de ese interés forma parte esencial de ese esfuerzo.

En su primera obra ya citada, Reyes había deslindado el mapa intelectual de sus metas. Circunstancias biográficas lo llevaron a España, en donde la necesidad de "los alimentos terrestres" y la afición literaria le permitieron profundizar sus conocimientos de la literatura española del Siglo de Oro y con­temporánea. Pero también se familiarizó con la vida cotidia­na y en su libro Las vísperas de España (937) presentó un cuadro cordial y finamente irónico, a veces, de las peculia­ridades de esa vida. Al mismo tiempo, en España surgió la reconstrucción histórico-poética de la primera imagen que tuvieron los españoles de la tierra conquistada, V¡sión de Aná­buac (917). Lo que había sido insinuado, pues, en sus en­sayos iniciales, esto es, el paralelismo del interés por su raíz mexicana y por su tradición española, adquiere una mayor conciencia en el contacto con la realidad peninsular. Reyes no se españoliza, sino acentúa su conciencia de hispanoame­ricano y mexicano, pero confirma que su tradición es tam­bién la española. Después de haber pasado algunos años en Buenos Aires y Río de ]aneiro, regresa a México y es cofun­dador de la Casa de España, más tarde convertida en el Cole­gio de México. Si antes sus temas eran específicos de la ima­gen naciente de América, los que se consagró a investigar en sus cursos de El Colegio de México no sólo eran extraños a esa imagen sino que parecieron obedecer a un afán de cons­truir un refugio alejado del presente y de su mundo circun­dante. Lo que él llamó la "afición de Grecia" no tenía nada que ver con esa imagen, y de hecho le ocurrió algo parecido a lo que sucedió a Daría, es decir, que le reprocharon esa afi­ción como huida y hasta rechazo y desprecio de los proble­mas de su patria. A ese reproche respondió Reyes con una selección de ensayos sobre cultura mexicana, La X en la fren­te (952), que contenía en el título una alusión irónica signi­ficativa, pues la X no se refería sólo a la peculiaridad ortográ­fica del nombre de su patria, que él llevaba en su frente, sino a la incógnita de lo que es México, es decir, a la pregunta per-

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manente por su patria, que es el modo mejor y más patrióti­co de llevar su raíz nacional en la frente. Pues, como había replicado decenios antes a un argentino hijo de emigrados, "es bueno merecer las patrias, ganarlas, conquistarlas ... felici­témonos de que no se haya inventado hasta hoy un com­primido Bayer que nos permita ingerir, de un trago, toda la conciencia nacional". En esa réplica subrayaba que pertene­cía a un pueblo entregado a renovar sus "módulos de vida y a la busca de su sentido autóctono o autonómico" y que "le complacía ha~er la investigación por su cuenta y llenar su existencia con ese hermoso afán" (Obras Completas, t. IX, p. 41). Sería ingenuo suponer que Reyes plantea aquí, ya en 1930, el se~oproblema de moda de la identidad cultural de México y de Hispanoamérica. Lo que en realidad dice lo for­muló Emst Bloch en el primero de sus comprimidos aforis­mos de Huellas (930): "Soy. Pero no me tengo. Por eso ante todo devenimos". Es el instinto del que surge la Utopía. La "afición de Grecia" que le reprocharon como fuga tiene una significación doble para la imagen de América de Reyes. In­tenta recuperar para Hispanoamérica el vacío que dejó en la cultura católica de lengua española la ambigua condena del "humanismo" europeo, suscitado por la Reforma protestante. Pero esa recuperación no es solamente histórico-cultural. Quien lea, por ejemplo, la lección sobre la Retórica de Aristóteles de su curso La antigua retórica (942) podrá comprobar que Reyes propone un ideal de discusión política, esto es, el de la persuasión que sustituya el esquema dogmático reinante de amigo-enemigo. Reyes actualiza valores griegos, pero sin áni­mo nostálgico. Su Grecia no es como la del "neohumanismo" alemán, una Grecia idealizada y refugio del presente, con la que se mide negativamente el mundo actual. Su Grecia es ejemplar porque no sólo creó la idea del hombre, sino por­que padeció problemas que también conoce el mundo con­temporáneo. En una conferencia de 1952 sobre "Las agonías de la razón", por ejemplo, Reyes puso de manifiesto el peli­gro de los excesos de la razón que en Grecia habían llevado precisamente a su "agonía". Tal era también, según Reyes, el

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peligro que amenazaba a la razón en nuestros días. La obser­vación de Reyes era, como todo lo suyo, concisa y elegante­mente discreta, a diferencia del ensayo estilística mente engo­lado de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración (947), sobre el mismo problema. Si el re­proche de que su "afición de Grecia" fue para Alfonso Reyes una torre de marfil era desatinado y se fundaba, muy segura­mente, en el difundido vicio dogmático-hispánico de juzgar, si así cabe decir, la obra de un autor sin haberla leído, era igual­mente infundada la duda del valor científico de sus trabajos sobre la Antigüedad griega y romana, pues Reyes no preten­día sobresalir como filólogo clásico. La primera línea de su prólogo a la traducción de los primeros cantos de la I/íada de Homero lo declara con esta profesión de modestia: "No leo la lengua de Homero; la descifro apenas". Reyes preten­día suscitar, presentar ejemplos de humanidad y sobre todo atender a una de las necesidades esenciales que había im­puesto a la inteligencia americana el ingreso tardío de Améri­ca a la historia de Occidente. En sus "Notas sobre la inte­ligencia americana" de su libro Última Tule O 942) describió Reyes esa necesidad y su condicionamiento histórico con fra­ses que, en parte, explican "grandezas y miserias" todavía ac­tuales no sólo de la "inteligencia americana" sino también de la de su cuño peninsular. "Uegada tarde al banquete de la civi­lización europea --dice Reyes--, América vive saltando eta­pas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena coc­ción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo --que procura­mos alcanzar a grandes zancadas, no pudiendo emparejarlo a su paso medio-- es el único tiempo histórico posible; y na­die ha demostrado todavía que una cierta ace1eracióñ del pro­ceso sea contra natura." (Obras completas, t. XI, pp. 82 ss). La recuperación de Grecia para Hispanoamérica fue uno de esos saltos que además demostró que el "tiempo" histórico

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europeo no es el único posible y que la aceleración del pro­ceso no es contra natura. Justamente el menor peso de la tra­dición, esto es, de la filología clásica, le permitió a Reyes crear una imagen de Grecia que, además de ejemplar, se aproxi­maba a la que Nietzsche esbozó en El origen de la tragedia en el espíritu de la música (872), Ésta es una Grecia estética que, como lo exigía Nietzsche, se fijaba en la totalidad del gran cuadro y no, como la filología clásica, en una mancha de aceite. Pero esta Grecia estética no dejaba de ser por eso ejemplarmente política. El poeta Reyes compartía en su pra­xis literaria la observación que hizo Aristóteles en su Poéti­ca, esto es, que, a diferencia de la historiografía, que narra lo que ha acontecido, la poesía narra lo que podría acontecer y que por ello la poesía es "más filosófica y más significativa" que la primera (cap. 9). No solamente la Grecia de Reyes era ejemplar y poética, sino toda su obra. Y es esa sustancia poé­tica la que determina la tersa elegancia de su estilo y la ma­nera tenue y casi accidental con la que Reyes expone con­cisamente reflexiones e ideas de hondura y densidad. Esa serenidad hace imposible todo patetismo, y ello explica por qué su obra y especialmente su imagen de América trope­zaron en sus patrias, y aún tropiezan, con ese silencio y esa aversión, franca o hipócritamente indiferentes, que engen­dran el dogmatismo y, una de sus secúelas, el rencor.

Cuando en 1925 Pedro Henríquez Ureña, maestro fraternal de Alfonso Reyes, expuso su postulado político de una Amé­rica que debería ser "patria de la justicia", tuvo en cuenta la realidad política de entonces y la de esos "figurones", como decía Manuel González Prada, que la habían desfigurado, esto es, 108 mal llamados políticos, los provincianos a la vio­leta tipificados por el novelista boliviano Armando Chirveches en La candidatura de Rojas (909). Generosamente, Henrí­quez Ureña los llamó "hombres de Estado" al preguntar: "Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de Estado, piénsese en la opinión que ex­presaría cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la América española debe tender a su unidad po-

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lítica. La idea le parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría, creyendo haberla herido con flecha destructora, una utopía" (La Utopía de América, Bibl. Ayacu­cho, Caracas, 1978, p. 10). Los políticos no podían concebir lo que es propio de la poesía, es decir, lo que podría ser. El poeta Alfonso Reyes lo concibió. Después de haber recorrido y revivificado su propia raíz mexicana, la de su tradición es­pañola, la de su contorno continental, la cultura europea, la de la Antigüedad clásica recuperada por él, Alfonso Reyes invitó a la América española a que pusiera como divisa de su política una consigna poética, eso es, la Utopía, lo que po­dría ser. No lo que debe ser. Porque lo que América podría ser no es otra cosa que el cumplimiento de las esperanzas de un mundo mejor que impulsaron con la fantasía, desde Pla­tón, al Descubrimiento del Nuevo Mundo. "La fantasía al po­der" fue la exigencia del movimiento estudiantil de 1968, que al cabo desenmascaró su talante y sus aspiraciones agresi­vamente pequeñoburguesas. La fantasía que subyace en la Utopía de América de Alfonso Reyes se sustrae a esas defor­maciones dogmáticas porque su Utopía no es, por su natu­raleza, detalladamente programable. Su Utopía es concreta, sin embargo, en el sentido que se desprende de dos, entre tantas más, comprobaciones hechas por dos autores argenti­nos, por un historiador y por un narrador. El historiador Juan Agustín García apuntó en el epílogo a su libro La ciudad in­diana (900) que si el dogmatismo sigue, y parece que se­guirá, "no sería extraño que alcanzáramos el parecido en las formas, y entonces habríamos caminado un siglo para iden­tificarnos con el viejo régimen" (ed. de·1954, Emecé Buenos Aires, p. 300). Jorge Luis Borges puso en boca de sus Averroes en su narración "La busca de Averroes" esta frase sobre "la tierra de España": "en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno" (Obras completas, Buenos Aires, 1974, p. 582). Pues precisamente contra este estatismo y esta regresión que han dominado la historia de Hispanoamérica y de España se dirige el principio de la Utopía de Alfonso Reyes. No invita a organizar y a susti-

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tuirun régimen por otro, con lo cual evita el peligro de caer en un nuevo dogmatismo y en un nuevo estatismo, que se ha reprochado a todas las Utopías realizadas en la historia. El principio de esa Utopía parece, a primera vista, vago y sim­ple, pero visto de cerca es más concreto y eficaz que tantos programas abstractos que tras una máscara de detalle y orga­nización se alejan de la realidad. El principio de la Utopía de Reyes contiene un postulado moral que debe ser y es real­mente anterior y presupuesto de cualquier programa concre-to. Ese principio rechaza abiertamente la pretensión de quie­nes abrigan la esperanza, y pretenden cumplirla, de convertir las peculiaridades de América en la base exclusiva de una "nueva cultura". En su conferencia "Posición de América", de 1942, Reyes apuntó que "esto de figurarse que las cosas hu­manas pueden ser absolutamente nuevas causa ya de por sí ,( una falta de cultura y una ausencia de sentido humanístico" (Obras completas, t. XI, p. 255). Esto significa prácticamente que toda novedad o renovación que se proponga o se pre­tenda no puede renunciar a la tradición. Pero la tradición no es para Reyes un peso muerto: es una creación pasada "que debe ser renovada constantemente, porque nace y muere cons­tantemente" (op. cit., p. 256). Pero esa permanente renova- ,. ción de la tradición implica una adecuación permanente de la tradición a las nuevas realidades. y frente a la realidad del mundo contemporáneo, que es un mundo de "incoherencia ~ y efervescencia", el único "medio de salvación" de la "crisis moral" que han ocasionado estas conmociones "consiste en intensificar la transmisión por ~omlll!i~a~.~é>!!'y~p~el!~izaje .. /' ¿Qué significa esto?", pregunta Reyes, a lo cual respoñde:· "Esto significa democracia. Sólo la democracia puede salvar­nos, por cuanto ella importa la plena y cabal circulación de la sangre, con todos sus nuevos acarreos, por todo el organis-mo social" (op. cit., p. 261). Además de la democracia, Reyes apunta que, "prescindiendo de las indecisiones y contingen­cias con que la historia de América haya podido tropezar desde sus orígenes y en su evolución propia", un examen de las posibilidades actuales de América concluye en que "las

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posibilidades americanas se reducen a una posibilidad de ar-'\ monía continental" (op. cit., pp. 261ss.). ¿Quién se atrevería a

negar que estas comprobaciones del poeta Alfonso Reyes, que esta Utopía dinámica, pensadas hace más de cuatro dece­nios, siguen siendo un desafío moral y político a la inercia cen­tenaria y al dogmatismo que la ha causado, y que acosó a Si­món Bolívar cuando dijo: "Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar después a las de tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad"? A la desesperanza y la desilusión que expresó Bolívar en una frase famosa de una carta de 1830 al general ecuatoriano Juan José Flores -"el que sirve una revolución ara en el mar"-, replicó el poeta Alfonso Reyes, casi un siglo después, con su Utopía de América, que era precisamente una renovación de la tradición bolivariana y martiana.

"Los astros y los hombres vuelven cíclicamente", escribi<t Borges en su poema "La noche cíclica". Y Henríquez Ureña impelía a que hay que trabajar en "aquellas tierras de ciza­ña". En el año del primer centenario del nacimiento de Al­fonso Reyes apareció la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto. Novela de madurez y sabiamente poética, ella expresa la nostalgia del proyecto democrático y continental de Bolívar, que hicieron fracasar rencorosos y dogmáticos. Pero la novela no sólo recuerda la Utopía boli-

¡ variana que Reyes reactualizó y enriqueció, sino trae a la memoria un aspecto esenciaf de la vida y la acción "huma­nísticas" del poeta regiomontano y de sus compañeros de la Escuela de Altos Estudios y del Ateneo de la Juventud. No ca­be duda de que el empeño de reinstaurar la "cultura de las humanidades" y la "americanería andante" de Alfonso Reyes partieron de un hecho de la historia cultural y literaria hispa­noamericana y se propusieron superarlo. Esa situación po­dría caracterizarse con el título de un ensayo siempre actual de Pedro Henríquez Ureña, "El descontento y la promesa", de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (928), cuyo párrafo final resultó profético: "Si las artes y las letras no se

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apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque pa- . ra entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español" (Obra crítica, México, 1960, p. 253). Las artes y las letras no se apagaron, pese a la inco­herencia política, porque, como advirtió Alfonso Reyes a los intelectuales europeos, ellos no saben lo que cuesta al inte- 1 lectual hispanoamericano "llegar al fin con la antorcha en­cendida"; es decir, porque los intelectuales hispanoameri­canos mantuvieron la "antorcha encendida". Pero en el fuego que llevaba esa antorcha ardían los impulsos del desconten-to y las esperanzas de la promesa con los que Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso habían inaugurado el siglo presente y renovado y eilriquecido la tradición conti­nental y cosmopolita que fundaron en el pasado Bolívar, An­drés Bello, Sarmiento, Martí y Manuel González Prada, entre otros. El estallido, si así cabe decir, de la literatura hispano- : I americana a partir de la década de 1960 no fue, como creen los europeos y no pocos hispanoamericanos afectados por la :. "peste del olvido", un suceso adamítico. Fue el resultado de un proceso y de ejemplos de quienes "saltaron etapas", como Rubén Darío, o el crisol en el que se amalgamaron todos los estratos históricos del castellano, esto es, Juan Montalvo o José Martí. Uno de los momentos más densos y ricos, más exigen­tes y a la vez más serenos de ese proceso lo representa Al­fonso Reyes. No sería falso decir que sin Alfonso Reyes y sus compañeros mexicanos e hispanoamericanos de empresa, co­mo Jorge Luis Borges, no hubiera sido posible ese estallido, el sorprendentemente llamado "boom", en el que descuella Gabriel García Márquez.

Gracias al "tiempo circular", que subyace en la narrativa de Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, el Bolívar del colombiano se encuentra, en el mismo año, con quien, entre otros, sembró la semilla de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad de este siglo. Pero el encuentro, propiciado

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por "el vago azar O las precisas leyes/que rigen este sueño, el universo", como dice Borges en su necrología de Alfonso Re­yes, va más allá de la fecha y de la tradición literaria en la que los dos son extremos. El Bolívar de García Márquez y el de Alfonso Reyes tienen en común una actitud y un gesto de elegancia que es serenamente heroico, el del dandy. Según Baudelaire, "el dandy es la última irrupción de heroísmo en las épocas de decadencia". Los dos héroes dandys propusie­ron el mismo proyecto político. El antepasado de Reyes es, en su retorno novelesco, melancólico; su repetición mexicana es optimista. Pero en una situación de progresiva autodes­trucción de Hispanoamérica, la resurrección poética de Bolí­var y la memoria del poeta Reyes recuerdan que es cierta la opinión de Aristóteles, porque es una Utopía concreta. "Sólo un dios nos salva", dijo Heidegger a propósito de la encruci­jada del mundo contemporáneo. "llegada tarde al banquete de la civilización europea", pero más acosada que el Viejo Mundo, Hispanoamérica puede decir, variando ese clamor: "sólo la poesía nos salva". ¿Qué poesía? La que enmarcó y nutrió la lucidez que irradia la imagen utópica de América de Alfonso Reyes: unidad continental y democracia.

Un famoso compatriota de Alfonso Reyes, cuyo conocido nombre no merece ser mencionado, afirmó recientemente que nada le debía a Alfonso Reyes y que éste no había deja­do obra de valor alguno. El primer rencor, que no es cierto, explicaría por qué la voluntad de negar a quien explotó ha producido una obra de pomposa mediocridad y alucinante confusión. El segundo rencor abunda en lo que expresa el primero, pues, para terminar con dos citas del Príncipe de las letras hispánicas, Jorge Luis Borges, los lastres múltiples que hacen irritante el kilogramo de papel que ha manchado tie­nen su causa indudable en que no pudo entender el propósi­to que animó la vida y la obra de Alfonso Reyes, esto es, "proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica", como reza una frase de Borges, quien en su poe­ma necrológico ya citado, reconoció:

LA CONCEPCIÓN DE HISPANOAMÉRICA DE ALFONSO REYES

Reyes, la indescifrable providencia Que administra lo pródigo y lo parco Nos dio a los unos el sector o el arco, Pero a ti la total circunferencia.

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11. LA HISTORlOGRAFÍA UTERARIA DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA:

PROMESA y DESAFÍO

De ninguna crítica me parece tan necesitada la actividad literaria de estos países como de la que Pedro Henriquez Ureña representa con tanto es­tilo indivjdual.

JOSÉ CARLOS MAluÁlEGm'

EN UN artículo aparecido en Valoraciones en 1926 apuntaba Pedro Henríquez Ureña que "en las regiones de nuestra 'alta cultura' el pensamiento sólo entusiasma cuando pagamos por él altos derechos de importación. Y la moda convierte en evangelio a Spengler y difunde las trivialidades de Simmel".1 Como tantas observaciones de Henríquez Ureña, ésta no ha perdido su validez. La inflación terminológica que trajeron las modas del estructuralismo, de la semiótica, etc., constitu­yen los "altos derechos de importación" con los que ad~~s se han ahorrado el mandamiento científico de una recepclon critica y el deber intelectual de medir con los productos im, portados los nada despreciables elaborados entre nosotros. Todavía no se ha: examinado como lo merece la primera obra de teoria literaria en lengua española, El deslinde (944) de Alfonso Reyes, en la que se conjugan de manera excepcional las experiencias de un historiador de la literatura, de un poe­ta, de un narrador, de un ensayista, de un traductor, es decir,

• El lema de José Carlos Mariátegui está tomado del comentario q~e éste hizo a los "Seis ensayos en bu'ica de nuestra expresión~. publicado en la reYL'i.~ Mundtal, de Lima, el 28 de junio de 1929. Está recogido en el tomo 12 de; ~ e"di~ón de sus Obms completas. bajo el título martiano "Temas de Nuestra Aménca , Lima, 1960,

p.74. . " . li -1 Registrada en la antologla de su., escritos elaborada para la B~ oteca A~CU­

cho" por Ángel Rama y R. Gutiérrez Giraroot bajo el título La U/opta de América. Caracas, 1978, p. 534.

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LA HISTORIOGRAFÍA UTERARIA DE HENRÍQUEZ UREÑA 23

en la que la teoria se fundamenta en un rico y Universal ma­terial empírico vivido y asimilado por quien supo armonizar la pasión americana y la raíz continental de su pensamiento con la aspiración supranacional de todo trabajo científico. Lo mismo cabe decir de la obra histórico-Iiteraria de Pedro Hen­riquez Ureña. Ella estuvo exenta de todo aparato publicitario y de toda intención especulativa, es decir, aparentemente teórica. Como personificación del ideal del critico de Voltai­re, esto es, de "una persona con mucha ciencia y gusto, sin prejuicios y sin envidia"2 y de la exigencia hegeliana de no separar el conocimiénto del objeto por conocer,3 esto es, de la conjunción de hacer teoría en la praxis, Pedro Henriquez Ureña no legó una "teoría de la historia literaria" en general y de la latinoamericana en particular, porque la teoria presupo­nía y estaba implícita en los resultados prácticos de su trabajo histórico y en la suma concisión de sus fOrmulaciones. Ernst Jünger aseguraba que el ideal de una denominación se ase­mejaria a la terminología de la botánica y la zoología: género próximo y diferencia específica. Este ideal, que no ha de con­fundirse con la simplicidad de la definición escolástica, trasla­dado a la exposición de fenómenos históricos significa la de­nominación concreta y, sobre todo, concisa de un proceso, lo cual implica la capacidad de comunicar una complejidad con expresión simple, sin que por ello la complejidad del conte­

. nido expuesto se reduzca a simplificación. De esta capacidad careció, por ejemplo, José Ortega y Gasset. Su Rebelión de /as masas (932), por sólo citar su obra más difundida, es una di­gresiva simplificación de un hecho histórico contemporáneo iniciado con la Revolución francesa. Pedro Henríquez Ureña, en cambio, poseía ese sobrio don, alimentado por el saber y la disciplina intelectual, aprendidos en sus dos patrias, Santo Domingo y Cuba, y fortalecidos en la Magna Patria, "Nuestra América" martiana y bolivariana, a la que el prejuicio ha ad-

2 Voltaire: DtCl10nnaire pbtlasopbtque (1764), arto "Critique", Con esta frase con­cluye.

3 Hegel: Pbdnomenologie des Geistes. Einleitung, en la oo. de ~offmeister, Ham­burgo, 1952, especiahnente p. 69.

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judicado el vicio del "tropicalismo". ¿Fueron Calderón y Cas­telar "tropicales", y Domingo Faustino Sanniento o Manuel Gon­zález Prada o Enrique José Varona hijos de la "sobria" meseta castellana? Cuando Pedro Benríquez Ureña hace una enume­ración de autores con sus fechas precisas, la apariencia en­gaña: no es una enumeración, sino la exposición sucinta de un proceso. Cierto es que para conocer el sentido procesual de esa enumeración (su Historia de la cultura en la América hispánica, 1947, lo ilustra ejemplarmente) es preciso que el lector conozca al menos parte de las obras y autores que menciona, es decir, parte· del proceso. El inmerecido olvido en que han caído, como consecuencia de los "altos derechos de importación", la Historia de la cultura citada y Las corrien­tes literarias en la América hispánica (trad. esp. de]. Díez Canedo, 1949), no se debe solamente al hecho de que se las ha considerado como un manual atrasado, sino sobre todo a la "peste del olvido" que, bajo el influjo de esas modas, se ha extendido por la América Latina y que en un incontenible y alarmante proceso de "norteamericanización" o "miamifica­ción" de nuestras sociedades está a punto de convertirnos en repliques hispanas de la sociedad norteamericana: socieda­des sin historia y sin conciencia de ella. No deja de ser ilus­trativo comprobar que a esa pérdida de nuestra conciencia histórica -dibujada con tanta nitidez por Bolívar y Martí, por Andrés Bello y Varona, por Mariano Picón Salas y José Luis Romero, por Joaquin García Monge y Alfonso Reyes y el Maes­tro de América, Pedro Henríquez Ureña- han contribuido esencialmente los "nacionalismos" latinoamericanos, elevados a categoría científica precisamente por la miopía ahistórica de los "estudios latinoamericanos" que se cultivan en las uni­versidades latinoamericanas, con evidentes intenciones prag­máticas, cebos lucrativos y métodos aparentemente científi­cos, como el de los ficheros, de fácil utilización policiva. Contra esta utilización mediata, pero eficazmente política de la "cien­cía" que ha logrado (por ejemplo) que un chileno sólo co­nozca y se interese por una porción de sus letras; que un peruano sólo se interese pOr fenómenos lingüísticos o litera-

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LA IDSTORIOGRAFÍA UTERARlA DE HENRÍQUEZ UREÑA 25

rios que se "venden" en los centros investigativos del Big Brother, a quien ellos políticamente rechazan; a estas tantas esquizofrenias incomoda el ethos científico y político de Pe­dro Henríquez Ureña, su visión bolivariana, martíana, radical­mente utópico-continental, pero históricamente fundada de Nuestra América. En medio de estas danzas, equívocos, con­tradicciones que buscan su solución cómoda en las infla­ciones terminológicas, los clientes de los "ismos" no pueden percibir que el olvidado Pedro Henríquez Ureña (olvidado porque no fue estilístico a lo Alonso-Bousoño-Spitzer, ni se­miótico, ni estructuralista, ni goldmaniano, ni lukacsiano), ha­bía elaborado con su obra un modelo coherente, fundado empíricamente, teóricamente fructífero de una historia social de la literatura de la "América hispánica". El título de "hispá­nica" no excluye al Brasil. El título de historia social de la li­teratura no se conocfu entonces. A esta postulación de histo­ria social de la literatura se llegó tan sólo en los finales de la década de 1970, después de las discusiones entre positivismo y dialéctica, y de los resultados insatisfactorios y parciales a que habían conducido tanto el uno como el otro. Pese a ese re­sultado postulativo, los intentos de formular teóricamenta el programa de una historia social de la literatura (la de Arnold Hauser es especulativa, como la Decadencia de occidente de Spengler) no han logrado precisar unívocamente sus metas y su alcance. Sobre los múltiples intentos recientes de solucio­nar este problema apuntó Gangolf Hübinger en un artículo sobre "Historia literaria como disciplina sociológica": "hasta ahora no hay un modelo de explicación científicamente in­concuso de cómo pueden establecerse relaciones concretas entre la producción .literaria y la realidad social, tanto en el caso singular como en lapsos más largos",4 Ese problema no es extraño a la teoría literaria del marxismo-leninismo, como lo muestran los trabajos de Robert Weimann, de Claus Trager y los intentos de asimilación de la sociología empírica y de la

<4 Gangolf Hübinger: "Literaturaturgeschichte als gesellschaftswi..<;;Sen'ichaftliche Disziplin~. en la revista Gescbicbte und Gese/lscbafts. año 9. 1983, fascículo 1, p.5.

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teoría de la recepción de la literatura en la ex República Democrática de Alemania.5 Pero lo que llama la atención es el hecho de que lejos e independientemente de todos estos debates más doctrinarios que teóricos, Pedro Henríquez Ure­ña esbozó un "modelo de explicación" coherente y suscita­dor de lo que hoy se pretende con una historia social de la literatura latinoamericana. Lo sustancial del esbozo es la for­ma como Henriquez Ureña establece la relación entre fenó­menos sociales y literatura y vida literaria y el carácter dia­léctico que da a esta relación. Tanto esta relación como el carácter dialéctico son el resultado necesario de su punto de partida: el de dibujar los caminos en "busca de nuestra expre­sión". Se trata, pues, de un proceso --que Henriquez Ureña ilustra con la metáfora de "corrientes"- de una sociedad para articularse no sólo literaria sino artistica y políticamente. Pero esta articulación de la expresión de una sociedad supone, en el caso concreto de Latinoamérica, un amplio conocimiento de la cultura frente a la cual y dentro de la cual se "deslinda" nuestra expresiÓn y al mismo tiempo la enriquece y la fruc­tifica. Pues no se puede destacar una especificidad sin un tertium comparationis. Lo "americano" no es una categoría ontológica vaga como el "ingenio español"o la "vividura hispa­na" con las que Menéndez y Pelayo y América Castro respec­tivamente designaron una constante intemporal de "lo" es­pañol, cerrando con ello la posibilidad de decursos históricos y sobre todo de un futuro. Lo "americano" es un devenir y una formación y su perfIl sólo puede dibujarse con nitidez cuando se le contrasta con aquello de lo que devino y de lo que se formó.

Las corrientes literarias en la América hispánica -dentro de la historiografla literaria de la lengua española y de la francesa e inglesa, una obra sin par por su método--- fueron a su vez la culminación de un proceso intelectual. Esto quiere decir que la aparente dispersión de la obra de Henríquez Ureña --ensayos, prólogos, trabajos filológicos e históricos,

5 Manfred Naumann (comp.) y otros: GeseJlschaft-Literatur-Lesen,_ Berlín (enton­ces ROA) y Weimar, 1975.

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LA HISTORIOGRAFÍA UTERAIUA DE HENRÍQUEZ UREÑA 27

artículos perioclisticos, traducciones--- encubre una unidad de valor "sistemática"; que, para decirlo con un ejemplo, hay una relación necesaria entre sus ensayos como los que dedicó a D'Annunzio y a Nietzsche, entre muchos más, y el propósito de describir los caminos en "busca de nuestra expresión", pues todos estos ensayos se proponen explorar los dos hori­zontes dentro de los cuales y frente a los cuales se especifica "nuestra expresión": el español y el europeo. Aunque mu­chos de esos ensayos fueron trabajos de ocasión --como los prólogos a los varios volúmenes de la colección Las cien obras maestras que él dirigió en Buenos Aires--- ello no sig­nifIca que fueron preparados con la ligereza hispana, habi­tual en éstos y en tantos casos más. Todo lo contrario. Tras la tersura de su prosa cristalina y didáctica, se oculta una deta­llada familiaridad con las obras que presenta, pero también con lo que se escribió sobre ellas. Él no pagaba "altos dere­chos" porque no necesitó importar. Así, quien hoy lea un tra­bajo de ocasión como "La cultura de las humanidades", que fue una conferencia inaugural de los cursos de la Escuela de Altos Estudios de México, pronunciada en 1914, tendrá que sorprenderse ante el hecho de que el propulsor y beneficia­rio de una "germanofIlia" aguada y de función intimidadora como José Ortega y Gasset nunca hizo alusión al nuevo hu­manismo alemán, a la raíz de todas las fuentes que ponía al servicio de su prestigio, como lo hizo en pocas líneas conci­sas Pedro Henríquez Ureña en esa conferencia. Cuando Or­tega se refIere a Mommsen y lo cita como testigo de autori­dad para fundamentar su concepción imperialista y jerárquica de la sociedad (en el primer párrafo de España invertebrada, 1921), la colación de la cita delata que el "filósofo alemán" de España no leyó a Mommsen, sino sólo la linea que cita. Cuan­do Pedro Henriquez Ureña menciona en la citada conferencia a varios autores relacionados diversamente con el tema de la "cultura de las humanidades" -Lessing y Mathew Arnold, Goethe y Racine, entre otros más---, la brevísima caracteriza­ción de ellos delata un conocimiento directo de esos autores. De uno de los autores contemporáneos alemanes que encar-

LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA DE HENRÍQUEZ UREÑA

nan ese humanismo, Ulrich van Wilamowitz-Moellendorf, dijo Pedro Henríquez Ureña ---quien envolvía su crítica en "palabras para el buen entendedor"- que era "pensador in­genioso y profundo, escritor ameno y brillante".6 Esta frase de apariencia general adquiere su verdadera significación cuan­do se compara la caracterización que ella contiene con las necrologías y recuerdos de Wilamowitz-Moellendorf por dos de sus más célebres discípulos: Wolfgang Schadewaldt y Karl Reinhardt. 7 Sus adlIÚraciones y reservas caben en la frase su­cinta de Pedro Henríquez Ureña. Pero con este ejemplo extre­mo sólo se quiere destaéar el seguro y concreto conocilIÚento que tenía Henríquez de la cultura europea, esto es, de uno de los horizontes dentro de los cuales y frente a los ·cuales se es­pecifica "nuestra expresión". Sobre el otro horizonte, el espa­ñol, sólo cabe decir que si no se han valorado sus contribu­ciones al esdarecirrúento de la literatura española --<iesde su libro sobre La versificación i"egular hasta su preciso ensayo sobre valle Indán, de 1936-,8 ello se debe al hecho curioso y absurdo de que en los países de lengua española lo apara­toso goza de más prestigio que lo sustancial, la bibliografia numerosa más que el pensalIÚento crítico. Las filologías mo­dernas, ante todo la llamada "filología románica" o "romanís­tica", cuyo modelo histórico, la filosofía dásica alemana del siglo pasado, criticó Nietzche por su 1IÚ0pía, consideraban, y al parecer aún consideran, a la literatura como algo escrito en una lengua muerta. Esto sustituye de manera astuta el cono­cirrúento de su contexto histórico y conduce no solamente a una aparatosa falsificación de los textos, a especulaciones voluntaristas y a intimidaciones bibliográficas, sino consecuen­temente al ejercicio de esa ciencia como onanismo, como una bastarda versión del arte por el arte. Esta "concepción" ha producido en los países de lengua española obras monumen-

6 Pedro Henriquez Ureña: Obm critica, ed. de Emma Susana Speratti Piñero (la antología es completamente insuficiente y está hecha con un criterio "hispanístico" tradicional y provinciano), fCE México-Buenos Aires, 1960, p. 602.

7 Wolfgang Schadewaldt: "Karl Reinhardt und die klassische PhUologie", en: Hellas und Hesperlen, Zurich-Stuttgart, 1960, pp. 1031 ss.

8 Pedro Henriquez Ureña: Obra critica, p. 683.

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LA HISTORIOGRAFíA IlTERARIA DE HENRÍQUEZ UREÑA 29

tales como Juan de Mena, poeta del pre"enacimiento espa­ño1(950), de María Rosa Uda de Malkiel, en el que se echa de menos el planteamiento del problema histórico-literario que anuncia en el título: qué es prerrenacirrúento en España, en donde el "precorrido" RenacilIÚento no tuvo lugar. Pedro Henríquez Ureña no se dejó seducir por esa concepción mio­pe y naturalmente pretenciosa de la filología. Él manejó esa ciencia con dominio aún inigualado --.como lo demuestra su libro sobre La versificación i"egular en la poesía castellana, de 1920, que por razones puramente IIÚtológicas se consi­dera como producto de la "escuela" "filológico-histórica" de Ramón Menéndez Pidal-, pero no como un fin en sí. Era un medio entre muchos más --.como sus páginas sobre Home­ro, Esquilo, Shakespeare, Racine, Calderón, Cervantes, o sus estudios sobre el castellano en América- para trazar el hori­zonte en el cual y dentro del cual podía y debía situarse la "busca de nuestra expresión". Todos estos trabajos fueron considerados entonces aisladamente; muchos de ellos -los prólogos-- como trabajos de ocasión. No fue empero -y no podía sef- un filólogo, sino un historiador quien con su obra puso de presente el propósito "sistemático", la unidad y coherencia de los trabajos aparentemente dispersos de Pedro Henríquez Ureña: José Luis Romero. De las lágrimas que estuvo a punto de verter Amado Alonso en su necrología, y que no compensan en modo alguno el tímido e injusto reco­nocimiento que le regateó el curiosamente legendario Ins­tituto que él dirigía, hoy no queda nada. En vano se busca en los trabajos de este amable descendiente de los coloniza­dores una miníma huella de aquel por cuya muerte estuvo a punto de manifestar el folelor funeral mediterráneo. En cam­bio, cabe recordar que en la necrología que publicó José Luis Romero precisa y simbólicamente en la Revista Cubana de La Habana en 1946 bajo el título "En la muerte de ~n testigo del mundo: Pedro Henríquez Ureña, 1946" observó: "Había comenzado disciplinando su espíriru en la ardua investi­gación de lo ftlológico y lo literario, campos en los que logró cosechar frutos maduros; pero muy pronto ascendió a la con-

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templación total de los fenómenos de cultura para cuyo exa­men poseía una rara agudeza; y en los últimos años de su vida tan trabajada escaló un alto mirador, desde el que el mundo todo en su pasado, su presente y su futuro, se tornó objeto de curiosa, de apasionada contemplación".9 Esta ampliación del horizonte -nutrida en él, como en Alfonso Reyes, como en José Luis Romero, como en Ángel Rama, para sólo citar a los que ya no están presentes, por una ardorosa pasión por Nuestra América bolivariana y martiana- fructificó en la pra­xis cientifica de José Luis Romero, su amigo y discípulo. Con su obra, José Luis Romero explicitó de manera ejemplar y plástica lo que él mismo llama "la contemplación total de los fenómenos" a la que había llegado Pedro Henriquez Ureña en "los últimos años de su vida". En estos años elaboró y "cinceló" con serena maesilla la obra más densa y a la vez transparente de la historiograrJa literaria en lengua española, y única también dentro de la de este siglo. Pues ninguna de las historias literarias "nacionales" que, aunque elaboradas en el siglo pasado, fueron modelo de las del siglo presente, como la italiana del hegeliano De Sanctis o la de Gervinus o la de Menéndez y Pelayo, ni menos aún la de Ricardo Rojas o la especulativa de Arnold Hauser habían logrado descri­bir el proceso de especificación de una literatura "nacionaP' -Hauser no describe procesos sino explicita contigüida­des-- dentro de un ámbito de "contemplación total". El nacionalismo reaccionario de Menéndez y Pelayo y de sus seguidores en las Españas, o el patriotismo liberal de Gervi­nus o de Sanctis excluían por principio toda consideración total. A ellos les interesaba el desarrollo histórico de la litera­tura como testimonio de la culminación de una nación-Esta­do. Pedro Henriquez Ureña, en cambio, buscaba las "corrien­tes" que "en busca de nuestra expresión" habrían de llevar a nuestra América que, como superación de la idea de nación­Estado, tenía el carácter de una Utopía latente, a la promesa de una Utopía concreta total: a todo un Continente nuevo

9 José Luis Romero: artículo recogido en La experiencia argentina, ed. por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, 1980, p. 304.

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como "patria de la justicia". Los acentos, pues, son radical­mente diferentes. En los unos, el pasado como monumento; en Henríquez Ureña, el pasado como medio de conocimien­to y de proyección de un futuro justo y libre, pacífico y feraz para todos los hombres.

Pero esta diferencia de acentos se debe precisamente a la "ascención" a la "contemplación total de los fenómenos". La "ascención" es un nombre metafórico para indicar lo que cabe llamar proceso "dialéctico". Como en el primer modelo moderno de la dialéctica, esto es, el hegeliano, en el que el punto de partida -la llamada "certeza sensible"- reconoce su insuficiencia, se niega a sí mismo y mediante esa negación avanza y trasciende su primera posición, Pedro Henriquez Ureña trasciende las disciplinas de la filología y la literatura y llega a la "contemplación total de los fenómenos de cultura", que a su vez trasciende para incorporar a la contemplación los fenómenos "materiales" y establecer así la relación entre lo general y lo particular, en cuyo movimiento consiste lo "con­creto", es decir, el "con-crecer" de los dos elementos. Pragmá­ticamente, esta "dialéctica", para evitar el peligro de la especu­lación, debe proceder como Marx en El capital, es decir, dar vida a los dos elementos con material histórico, describir y probar los caminos que constituyen esta "con-creación". Tras­ladado el principio a la historia de la literatura y la historia social latinoamericana, esto implica, por lo menos, dos pasos en el trabajo historiográfico. El primero lo ilustra la explicita­ción del germen dialéctico de Henríquez Ureña por José Luis Romero. Hasta llegar a su libro fundamental Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), Romero pasó por las esta­ciones de la historia de Roma, del Renacimiento, a las que antecedieron sus trabajos sobre la Edad Media, ya los que si­guieron sus trabajos sobre "el ciclo de la revolución contem­poránea", y entremezclados sus trabajos sobre la historio­grafía española y latinoamericana, que obedecen a su vez al impulso de trascendencia, de establecer la relación entre lo particular y lo general (Argentina y Latinoamérica). Camino semejante había indicado y seguido Pedro Henriquez Ureña:

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él pasó por Homero y Esquilo, Shakespeare, Rac~e, Molié~e, Góngora, la Edad Media española, el neohuma~s~o ale~n de Winckelmann y sus consecuencias, el Renaclnuento, NIet­zsche y D'Annunzio, etc., entremezclando esas estaciones c.on trabajos sobre cuestiones fundamentales de la cultura social, política y literaria de Latinoamérica (sus tesis sobre el andalu­cismo sus trabajos sobre capítulos de un género literario co­mo la'novela, etc.). El primer paso fue, pues, la clarificación y conocimiento familiar del horizonte general. El segundo paso lo constituye el examen de lo particular, es decir, de la "búsqueda de nuestra expresión". Los dos pasos, empero, no son sucesivos. En la exposición del análisis y descripción de lo particular asoma necesariamente, de ma?era '~;~res~ o.tá­cita, el resultado del primer paso. En la reClente ciencia hte­raria" -la que tras la esterilidad de los formalismos ha de­senterrado a Brunetiere y a Baldensperger- estos dos pasos suelen ser llamados, de manera simplificada, "comparatísti­ca" o "ciencia de la "literatura comparada". Esta pretenciosa y a la vez insegura ciencia constituye en realidad una "despo­tenciación" de la "contemplación total", una atomización del proceso literario-histórico, Y consiguientemente una supre­sión del marco histórico (cultural y material) en el cual es po­sible y necesaria toda "comparació~'. Pedro Henrí~uez Ure­ña no postuló cosa semejante. Para el, la comparaclon e~ un medio, no un fin, un elemento de la totalidad, no la totahdad misma. Y era además la contribución del ensayista y "hom­bre de letras" a la ciencia.

Una vez establecido el horizonte cultural e histórico gene­ral Pedro Henríquez Ureña describe el proceso de especifi­ca~ión de nuestras letras, es decir, examina las "corrientes" que han seguido nuestras letras "en busca de nuestra expresión." Con cristalina discreción --en el viejo sentido de la palabra­soluciona arduos problemas de la historiografía literaria como, por ejemplo, el de periodización. Para ello, Hen~~uez Ureña no toma en préstamo etiquetas puramente esteticas (como barroco, ilustración o neoclasicismo, más exactamente), y cuando se sirve de una de ellas, el romanticismo, lo hace

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destacando su sentido histórico-político ("Romanticismo y anarquía"). Los indigenistas le reprocharían, aunque infun­dadamente, el que no haya comenzado en las "literaturas" precolombinas. Pero aparte de que el concepto de "literatu­ra" que ha dominado en nuestra historia literaria y cultural se rige por modelos grecolatinos en su decurso histórico, que no son aplicables a las llamadas "literaturas" indígenas pre­colombinas; y que Henríquez Ureña destacó cabalmente la contribución de ese mundo al concepto legado (en las Co­rrientes, y antes en su luminoso y hoy válido ensayo "El des­contento y la promesa" de sus Seis ensayos en busca de nues­tra expresión, de 1928), el "comienzo" que fija Henríquez Ureña no po¡:lía ser otro que un "comienzo" social-histórico: el de la "creación de una sociedad nueva". Esta fijación del comienzo de una literatura se "diferencia esencialmente de la fijación del comienzo de la literatura postulado por Marceli­no Menéndez y Pelayolo para la española, esto es, el de que literatura española es toda la que se ha escrito por habitantes de la península. De allí surgió la ficción de una literatura "his­panolatina" y la corroboración de un pensamiento quevedia­no, esto es, el del senequismo "ontológico" de los españoles, fundado en el hecho de que Séneca nació en España. Este criterio geográfico para determinar una esencia intemporal e inasible (el "ingenio español"), que sin embargo permitió a Menéndez y Pelayo y a su sucesor Menéndez Pidal exceptuar del determinismo geográfico a los árabes y a los judíos -Me­néndez y Pelayo--ll y a los "enemigos" de la España "tradi­cional" como Las Casas o al separatista catalán Pere Bosch Gimpera, entre otros (Mendéndez Pidal),12 es una contmdic­tío in adjectio (lo intemporal determinado por lo geográfico) que conduce a contradicciones irresolubles y consiguiente­mente abre el campo a la arbitrariedad: Menéndez Pidal, por ejemplo, gozó gracias a ella del favor respectivo de los repu-

10 Marcelino Menéndez y Pelayo: "Programa de oposición a la cátedra de literatura española" (1878), recogido en: Miguel Arugas: La vida Y la obra de Menéndez y Pe/ayo, Santander. 1939. p. 73 pass/m.

11 op. cit., 'p. 77. 12 Ramón Menéndez Pidal, Los españoles en la htstoria. Madrid, 1947; El Padre

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blicanos y de los genitores del nuevo minimperio de Franco. Henríquez Ureña no se planteó este seudoproblema de un "comienzo" entendido como confirmación de una entidad perenne. No tuvo que planteárselo, además, porque lo que él quería descubrir y mostrar era no una entidad perenne y vagamente definida, sino un proceso de formación de algo nuevo. Para 1,1fi Menéndez y Pelayo -y sus numerosos se­guidores en las Españas, entre ellos los indigenistas- o un Menéndez Pidal, el establecimiento del "comienzo" de la lite­ratura española (América Castro, más diferenciado que sus antecesores, sucumbió al falso problema, pese a sus precisio­nes) partía de un a priori (el "ingenio español", la "vividura hispánica") que había que demostrar. Para Henríquez Ureña lo importante no era el a priori, sino el a posteriori, es decir, el resultado de Uf! proceso y los caminos de ese proceso. Pero él lo concibió como un proceso social-histórico, que consiguientemente no pregunta por un "comienzo" abstrac­to, sino por un "comienzo" histórico-social. De ahí el que Pedro Henríquez Ureña comience sus Corrientes, tras la des­cripción de los antecedentes intelectuales del Descubrimien­to del Nuevo Mundo, "en la imaginación de Europa" (es el tema de la reflexión historiográfica de Edmundo O'Gorman), con el capítulo sobre la "creación de una sociedad nueva". Esta "creación de una sociedad nueva" abarca un lapso de un siglo (1492 a 1600). El florecimiento de esa sociedad nueva (sociológicamente nueva, política y administrativamente "co­lonial") abarca dos siglos (1600-1800). Ese proceso de "flore­cimiento" conduce necesariamente a la "declaración de la in­dependencia intelectual" que acontece entre 1800 y 1830. A partir de entonces, se acelera el ritmo de los acontecimien­tos: cada treinta años aproximadamente ocurren cambios; ro­manticismo y anarquía, el periodo de organización y literatura pura, ocurren en un lapso breve. Sería equivocado conside­rar a Pedro Henríquez Ureña como testimonio de la verdad del mecanicismo antihistórico de la teoría de las generacio-

Las casas, Su doble personalidad. Madrid, 1963. Pere Bosch Gimpera: Espanya (lec­ción inaugural del curso univers~tario de Valencia, 1937/1938), Barcelona, 1978.

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nes. Si se observa la periodización de Henríquez Ureña, no será dificil comprobar que su principio es el mismo que po­cos años más tarde comenzó a esbozar Fernand Braudel (en El Mediterráneo en la época de Felipe JI, 1949), Y que trató de fundamentar teóricamente en 1958 en su trabajó sobre la "larga duración".13 Los periodos de larga duración (en Hen­ríquez Ureña son "La formación de una sociedad nueva" y "El florecimiento del mundo colonial") obedecen a múltiples factores materiales (pestes, malas cosechas, demografia, mo­vimiento de precios, etc.), muchos de los cuales se han su­perado con el progreso de la civilización material, de modo que el ritmo de la historia no es uniforme sino plural. La per­cepción de este ritmo diverso (que no excluye, sino que precisa y amplía la dialéctica material) por Henríquez Ureña constituye un desafío no solamente a la historiografia lite­raria, sino a la de lengua española en general. Una más deta­llada fundamentación de este diverso ritmo requiere un cam­bio de perspectiva en la investigación historica de nuestro pasado, esto es, la elaboración de una sólida historia social y el descubrimiento de numerosos factores que hasta ahora sólo han investigado pocos autores latinoamericanos (con obras clásicas y en el ámbito de las ciencias histórico-sociales de lengua española, como Azúcar y población en las Antillas, de Ramiro Guerra; Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, del genial Fernando Ortiz; Las multitudes, la ciudad y el campo en la historia del Perú, del peruano Jorge Ba­sadre, y Casa grande y senzala, de Gilberto Freyre, o las Raí­ces del Brasil de Sergio Buarque de Holanda, sin olvidar a Jo­sé Carlos Mariátegui con sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, entre otros más). La comprensión y apreciación científica justa de la periodización de Pedro Hen­ríquez Ureña significa además un desafío para recuperar y fructificar una reciente tradición científica latinoamericana que hasta ahora se ha desaprovechado pecaminosamente.

Aparte de este arduo problema de la periodizacibn, Pedro

13 Femand Braude1: Ecrits sur l'bistoire, París, 1969, p. 41 ss.

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Henríquez Ureña planteó otros e insinuó su solución, o más exactamente desafió a que se les documentara y explicitara. Como las Comentes están llenas de esos planteamientos y propuestas de soluciones, cabe mencionar como ejemplo al­gunas al azar. Con mucho bombo y poco contenido se ha ha­blado recientemente -anteaye~- del "cambio del concepto de literatura"; ni el "teórico" alemán (Hans Robert Jauss) ni menos aún su tardío difusor (Carlos Bolívar) colocaron este "cambio" en un marco social histórico concreto, tal como se encuentra esbozado en Pedro Henriquez Ureña. Así,por ejem­plo, establece en las Comentes una relación entre la socie­dad nueva y la significación social de la "cultura intelectual y artística" en ella; ésta "suponía la coronación de la vida sa­cial, del mismo modo que la santidad era la coronación de la vida individual" (Comentes, p. 45).14 Tras la sencillez de esta observación se halla la descripción de una situación más com­pleja y sutil, como es la de la red que tejen las diversas rela­ciones entre religión y sociedad, cultura artística y sociedad, religión y cultura artística, etc., que explica no solamente los contenidos sociorreligiosos y artísticos de las obras nacidas en y para esa sociedad nueva, sino también las instituciones de la vida literaria, producto de esa doble forma de realiza­ción del individuo. Esta red no es nueva pues es legada. Nue­va es en la observación la situación compleja que descubre y que hasta ahora no se ha tratado ampliamente -ni siquiera tocado--- en la historiografía literaria y en la historiografia ge­neral de lengua española. Tal tratamiento detallado supone una sociología de la religión en los países de lengua española que analice institucionalmente -no que, como se ha hecho hasta ahora, describa históricamente con intención apologé­tica- el papel determinante de uno de los elementos de las "formas ideológicas" de la "superestructura"; el elemento re­ligioso.15 Esta tarea de la cultura intelectual y artística sufre más tarde, después de la independencia --de la "declaración

14 Las corrientes literarias en la América hispánica que se citan en el texto se re­fleren a la edición del Fondo de Cultura Económica de 1949.

15 Marx, Zur Krltik der poliJlscben Okonom/e (1859). Berlín (ex RDA), 1951, p. 13.

.-i;

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de la independencia intelectual"-, una inIportante transfor­mación;

La literatura tenía una utilidad politica [. .. 1. La literatura demostró su utilidad para la vida pública durante las guerras de la inde­pendencia. Con frecuencia tomó forma de periodismo, o de en­sayo político [. .. 1; también tomó forma de novela [. .. 1, otras veces e~ el drama patriótico, la oda clásica que se leía en público, el himno que se ponía en música. Había tipos especiales de cantos populares políticos [. .. 1. En Cuba y.Puerto Rico, donde no se ha­bía logrado la independencia, toda literatura, y aún toda mani­f~stación de cultura, era una especie, a veces muy sutil, de rebel­día [. . .1 En medio de la anarquía, los hombres de letras estuvieron todos al lado de la justicia social, o al menos al lado de la orga­nízación politica contra las fuerzas del desorden. [Corrientes p.118.1 '

¿Usque tandem abuteris de la miopía y de la negligencia con las que se han pasado por alto las Comentes? La obser­vación de Henríquez Ureña sobre el cambio de función de la literatura en la época postindependentista no se limita sola­mente a registrar la diferencia entre la tarea de la literatura como medio de "coronación de la vida social" del individuo en la sociedad inicial y como medía de "utilidad pública" en la sociedad independiente, sino que apunta las consecuen­cias de este cambio de tarea en la literatura misma; con la función nueva, cambian los "géneros literarios" (esto lo había sospechado y deseado Madame de Stael en su libro De la lit­terature considérée dans ses rapports avec les institutions so­ciales de 1800 a propósito de la Revolución francesa; Hegel lo comprobó más tarde y de manera más perfilada y general cuando en sus Lecciones sobre estética, aparecidas póstuma­mente en 1835, habló del "horizonte vital". de la poesía y de prosa, esto es, de los determinantes histórico-sociales de los géneros). Pero lo que Henríquez Ureña descubre con esta observación -lo descubre para el mundo de lengua españo­la que, como lo muestran las laberínticas especulaciones de Carlos Bousoño en su arrogante y confusa Teoría de la ex-

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presión poética sobre la "historicidad" de la poesía (t.2, p. 197 ss), no ha percibido el problerna- no es solamente lo que ya antes que él se había pensado y después de él se ha tra­tado detalladamente (como en Los conceptos fundamentales de poética, difundido en su segunda edición de 1951, de Emil Staiger; o en el análisis de los "canti" de Leopardi como ejem­plo de la "disolución de los géneros líricos" por Karl Maurer, de 1957, por sólo citar pocos ejemplos). La tarea o función de la "utilidad de la literatura" que trae consigo el hecho de que "los hombres de letras estuvieron todos alIado de la justicia social, o al menos ·al lado de la organización política contra las fuerzas del desorden", le permite a Henríquez Ureña es­bozar la compleja figura del "intelectual". El esbozo constitu­ye no solamente el núcleo sino el desafío de una sociología del intelectual en los países de lengua española. A ésta con­tribuye Pedro Henriquez Ureña con una suscitación más: en el capítulo de las Corrientes titulado "Literatura pura" obser­vó un nuevo cambio de la tarea de la literatura de "fin de si­glo" (la designación de esta época es de origen francés: fin de siécle; los peninsulares, obedeciendo a sus rencorosos com­plejos, la han reducido a un supuesto e inexistente "conflicto entre dos espíritus": entre modernismo latinoamericano fe­minoide e inauténtico y la presunta Generación del 98, mascu­lina y auténtica; en realidad se trata de la literatura de transi­ción entre fines del siglo XIX y comienzos del xx):

Nacida de la paz y de la aplicación de los principios delliberalis­mo económico, la prosperidad tuvo un efecto bien perceptible en la vida intelectual. Comenzó una división del trabajo. Los hom­bres de profesiones intelectuales trataron ahora de ceñirse a la tarea que habían elegido y abandonaron la política [. .. 1; como la literatura no era en realidad una profesión, sino una vocación, los hombres de letras se convirtieron en periodistas o en maes­tros, cuando no en ambas cosas [. .. 1; algunos obtuvieron puestos diplomáticos o consulares. rCorrientes, p. 165.1

Se trata aquí, en pocas palabras, del complejo fenómeno de la "profesionaiización" del intelectual bajo la influencia de la

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expansión del capitalismo y de la integración de los países de lengua española en su sistema. Pero se trata de más: de la influencia de esa paulatina y mendicante "profesionalización" en campos de la vida social y cultural (el magisterio, la diplo­macia, el periodismo) y del efecto recíproco en el ejercicio li­terario de "literatura pura" del "profesional" no es el único ejemplo. Maestros como Gabriela Mistral o escritores perio­distas como el colombiano Luis Tejada, por sólo citar dos en­tre numerosísimos ejemplos, delatan el cuño temático y for­mal de sus actividades públicas en sus escritos. El caso de Ips escritores diplomáticos -<::onsiderados hasta ahora como una honrosa tradición y un ornamento de la "diplomacia", de pre­bendados, no profesionales del oficio- roza otro problema de la sociología y de la historia social del intelectual: el de la volubilidad ideológica de quien considera como supuesto' de su actividad la independencia intelectual y quien al mismo tiempo depende del "poder" político en cuanto tal, indepen­dientemente de su tendencia o de sus puras ambiciones. En menos de una página en total, Pedro Henriquez Ureña trazó la historia social de la función de la literatura y del escritor en tres épocas de nuestra historia: la literatura como "corona­ción de la vida social" (del ascenso social), la literatura como medio de "utilidad política" y la literatura como producto de la "división del trabajo".

No son éstos los únicos ejemplos de la penetración cientí­fica de Pedro Henriquez Ureña en las relaciones complejas entre literatura, historia y sociedad de Nuestra América. De en­tre los muchos más, cabe destacar dos por la importancia de sus suscitaciones, y por el valor que tienen dentro del conjun­to de planteamientos recientemente hechos con la intención de deslindar concretamente el campo de una historia social de la literatura. En el capítulo sobre el "Periodo de organiza­ción" apunta:

Las ciudades tenían ya sus novelistas: José Tomás de Cuéllar 0830-1894) en México, Cirilo Villaverde(1812-1894) en La Ha­bana, Alberto Blest Gana (1830-1920), en Santiago de Chile, Ma-

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noel Antonio de Almeida (1830-1861), Machado de Assis, y luego . Aluizio de Azevedo (1857-1913) y Raul Pompeia (1863-1895) en Río de Janeiro. Con frecuencia los novelistas marcaron el paso a los poetas en su busca de innovaciones, y pasaron del romanti­cismo al realismo. En muchos casos lo hicieron de manera espon­tánea, ahondando en el pozo de la tradición; el puente fueron los abundantísimos cuadros de costumbres. [Corrientes, p. 151.1

Estas líneas no solamente ponen en claro que el tránsito del "romanticismo al realismo" no fue un cambio de posiciones estéticas aisladas del desarrollo social, sino un efecto de ese desarrollo: el crecirÍliento de las ciudades. El tránsito, pues, no fue extr1llSeco, sino intrínseco; no vino exclusivamente de fuera, sino de dentro. Este cambio intrínseco no excluye la consideración de las influencias --en el caso concreto, la de Balzac, por ejemplo--, que Henríquez Ureña registra des­de la perspectiva de una "contemplación total", reduciéndo­las a su probable dimensión. De Blest Gana dice:

Tomó por modelo a Balzac, y sin embargo en sus primeros li­bros importantes, como Martín Rivas (1862), se halla más próxi­mo a los realistas españoles de las postrimer1a5 del XIX, como Galdós, que a Balzac. O dicho con otras palabras, se parece me­nos a los autores franceses a quienes había leído y a quienes trataba de imitar que a los españoles a los que no había leído ni podía haberlo hecho, dado que sus libros aún no se escribían: La fontana de oro, de Galdós, primera novela de la nueva era realista en España, no se publicó hasta 1871. [Corrientes, p. 152.1

Ésta no era una comprobación ingeniosa por el estilo de las de Ortega y Gasset, de Unamuno o del atormentada y tortuo­samente confuso epigonilIo de estos dos, Octavio Paz. Ella quiere decir, simplemente, que en una sociedad paulatina­mente consciente de su "independencia intelectual", una in­fluencia como la de Balzac fue más bien una suscitación para articular independientemente el propio desarrollo, la expe­riencia cotidiana. Henríquez Ureña indica además el proble­ma del "costumbrismo", esto es, su función de "puente". Sólo

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]e F. Montesinos abordó este tema para España en su libro Costumbrismo y novela, en 1960; pero su planteamiento pu­ramente filológico y formal le impidió ver que el problema no era primariamente de géneros, sino histórico, esto es, de la relación entre "tradición" e innovación. Ésta es la perspectiva que esbozó Henríquez Ureña. El costumbrismo es esencial­mente tradicional y conservador, y no solamente un supuesto género literario "sustituto" de la novela. y consiguientemente exige un tratamiento social-histórico. "Pozo de la tradición" lo llama Henríquez Ureña. Pero ¿cómo se articula esta tradición?

Para dar respuesta a esta pregunta es preciso recurrir al nú­cleo primario de la socialización del individuo especialmente en sociedades conservadoras: la familia. Sobre el tema prome­tedor "familia y literatura" sólo se conoce el trabajo de Levin 1. Schücking, La familia puritana en perspectiva literario-so­ciológica, de 1929 (la segunda edición es de 1964), que no ha encontrado continuadores, aparte de importantes obser­vaciones de H. Sch6ffler en su libro Protestantismo y litera­tura, de 1958 (segunda edición). En los países de lengua es­pañola, la historiografia literaria lo desconoce. De .ahi el que una mención del tema en las Corrientes no solamente tenga un valor suscita dar y renovador, sino que constituya un am­plio programa de trabajo. "En agudo contraste con la literatu­ra europea de pasión desatada ... la América hispánica pro­dujo gran cantidad de poesía doméstica. Mucha de ella nos parece hoy algo ridicula; cuando los poetas mediocres nos fas­tidian, claro es que hallaremos sus lágrimas inútiles ... A ve­ces la lágrima se cambia en perla ... " (Corrientes, p. 132). Con ello indica Pedro Henríquez Ureña el carácter conservador de la "literatura doméstica" ("en agudo contraste con la lite­ratura europea de pasión desatada, a la greña con la socie­dad"), a la que pertenece el costumbrismo, y además llama la atención el humus de obras que convirtieron el llanto "en perla". Pero esta alusión cabe aplicar a tantas obras (como Casa grande del chileno Orrego Luco o Los parientes ricos del mexicano Rafael Delgado, por sólo citar dos entre más ejemplos) que tienen como tema el de la familia y su des-

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arrollo en el contexto historicosocial. Con su habitual con­cisión, plantea Pedro Henríquez Ureña en estas Imeas la cuestión de la influencia temática y formal de la fanúlia' en la literatura latinoamericana de un periodo ("Romanticismo y anarquía"). La limitación a un periodo no implica que el tema no sea generalizable. La generalización es tarea que no sería posible sm el esbozo del tema. Y Henríquez Ureña no sola­mente lo esboza sino que, como en todo lo suyo, indica el camino que ha de seguirse.

Las corrientes literarias en la Américabispánica fueron concebidas como It:cciones universitarias para un público ex­tranjero. Fueron ocho lecciones, dictadas por invitación de la Universidad de Harvard entre noviembre de-1940 y marzo de 1941. No solamente honraron la cátedra Charles Eliot Norton con una obra magistral y ejemplar, sino que le dieron el ca­rácter de senúnario en el sentido original de la palabra, esto es, de senúllero. Han sido pecanúnosa e irresponsablemente desaprovechadas. Entre la fecha de su publicación en caste­llano en 1949 y hoy, Latinoamerica ha pagado altísimos "de­rechos de aduana" por modas históricamente núopes y cientí­ficamente inconsistentes que no solamente no han contribuido en nada a esclarecer el decurso histórico y las peculiaridades de las letras de Nuestra América, sino que han distraído dog­máticamente la atención de fenómenos puramente literarios cuya importancia para la comprensión de las transformacio­nes de la literatura es considerablemente mayor que la for­mación terminológica de un texto literario. y que, en última instancia, sólo suele servir para conftrmar la teoria, como ya se apuntó más arriba. Uno de esos fenómenos es el de la di­solución y mezcla de los géneros literarios en nuestras letras. Sobre este fenómeno apunta Henríquez Ureña en Las co­rrientes: "Canaan, 1902, del brasileño GracaAranha (1868-1931), es la más destacada entre nuestras primeras novelas de tesis en el siglo actual. Participa de la naturaleza del en­sayo, al igual que novelas posteriores de Wells o La montaña mágica de Thomas Mann. El modelo lejano es el Wilbelm Meister, de Goethe" (p. 198). La participación "de la natura-

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leza del ensayo", c!=,mo dice cuidadosamente Henríquez Ure­ña, es el resultado de un largo proceso en el desarrollo euro­peo puesto en marcha por el primer romanticismo alemán y que Erich von Kahler ha llamado "la interiorización del na­rrar", es decir, la reflexión paralela a la narración. Un fenóme­no semejante se encuentra en Argentina en el siglo pasado, a saber, la novela Amalia (1851-1855) de José Mármol, que Pedro Henríquez Ureña pasa por alto. Pero la mención del fenómeno a propósito de Aranha y la referencia al "modelo lejano" Wilbelm Meister de Goethe, que tanto excitó a los ro­mánticos Schlegel y Novalis y que veneraba Martí, pernúte divisar un complejo horizonte de problemas, absolutamen­te descuidado hasta ahora por la historia y la crítica literarias de lengua española, pese a que el esclarecimiento de este horizonte contribuye a ver con adecuación tantas obras de Nuestra América a las que o bien se les han reprochado de­fectos formales (como a De sobremesa, de Silva) o "digresivi­dad" (como a las novelas de Eduardo Mallea), sin percatarse de que precisamente en esta subterránea tradición se en­cuentra el núcleo que explica novelas-ensayo como el Adán Buenosayres de Marechal, algunas de Juan Carlos Onetti (quien tras alcanzar su fama olvidó las suscitaciones de Mal­lea, reconocidas en tiempos oportunos) y sin duda Paradiso de Lezama Lima. La reconstrucción de este proceso en el sentido de Pedro Henríquez Ureña exige la "contemplación total", pero ante todo una actitud desprevenida y serena­mente consciente ante nuestras letras, esto es, una actitud que no necesite pagar "altos derechos de aduana", porque en la "contemplación total" no hay aduanas, sino simplemente sa­ber sólido; no moda, sino sencillamente ansia de superación ---<:onsecuencia y presupuesto a la vez del saber sólid<r-; ni prejuicios defensivos sino únicamente la serena conciencia de que la Utopía que trazó Pedro Henríquez Ureña tenía su fundamento concreto en una tradición de Nuestra América que demostró ejemplarmente que su cualidad intelectual y su etbos conducen por canúnos directos a un postulado: el de hacer de Nuestra América la "patria de la justicia".

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La lectura de la obra seminal de Pedro Henríquez Ureña descubre una incesante promesa y lanza un permanente de­safío. La promesa de que los caminos que abrió para llegar al conocimiento y a la conciencia de Nuestra América fructifica­rán y enriquecerán con creciente transparencia y seguridad ese conocimiento y esa conciencia. Esta promesa es conse­cuentemente un desafío: no solamente el de saber aprove­char su herencia, sino el de profundizarla y, al hacerlo, acabar con la solemne improvisación, la semignorancia agresiva y defensiva, el servilismo paradójicamente vanidoso que paga "altos derechos de aduana". La promesa y el desafío de su obra conducirán a una seguridad intelectual que hará inne­cesario el pago de los "altos derechos de aduana" porque pa­ra enfrentarse a esos productos críticamente nos asistirá la figura del Maestro y modelo, a quien sólo honra el que siga su ejemplo. Promesa y desafío son también los medios con los que un Maestro impulsa al discípulo a que tenga conciencia de sí mismo, de su derredor, a que sea justo y verdadero, a que sea mejor y, con ello, haga mejor a su sociedad. Ello im­plica un rechazo del egoísmo y la vanidad, que nada tiene que ver con el ascetismo, porque ese rechazo se nutre del amor, del eros intelectual, de la pasión por la justicia y la ver­dad. No solamente por el saber que nos ha legado, sino por el ejemplo de su eros intelectual, por los permanentes impul­sos que irradian su promesa y su desafío, es Pedro Henrí­quez Ureña el Maestro de Nuestra América y como talla per­sonificación de la Utopía que él mismo trazó.

III. CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS"

... sank abwiirts, abendwiirts, schattenwiirts, von einer Wahrheit verbrannt und durstig­-gedenkst du noch, gedenkst du, heises Herz wie da du durstetest?-dass ¡eh verbannt se; von aller Wahrheit! Nur Na"! Nur Dichter!

NIETZSCHE, Dyonisos-Dithyramben •

NADA delata tan claramente la perplejidad de la ciencia litera­ria al uso ante la obra poética de César Vallejo" como la per­tinacia con la que se registran las su puestas ramas del árbol genealógico del peruano. Juan Larrea lo hace descender de Nerval, de Whitman, de Rubén Daría y de las inspiracionés del ultraísmo que él, Larrea, su presbítero y su profeta, le transmitió en fechas y lugares precisos. Otros agregan al nom­bre de Daría los de Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reis­sig, el Mallarmé traducido por Rafael Cansinos-Assens y, sin mayor precisión, los de los colaboradores, entre ellos Larrea, de la revista Ceroantes, que dirigía en Madrid el prolifico Gui­llermo la Torre, y hasta se llega a buscar antecedente de alguna frase en la literatura clásica española.! A la minuciosa

• "se hundió hada abajo, hada la tarde, hada la sombra, / quemado por una verdad· y sediento / -piensas aún, piensas, cálido corazón, / cómo estabas de sediento?-I que yo esté desterrado / de toda verdadr / Sólo bufón, sólo poeta (Nietzsche: Dtti~ rambos de DtontsosJ Weme, ed. Schlechta, München, Hanser. 1955. vol. n, p. 1239.

" Los textos de Vallejo se citan según la edición: Obra poética completa, Lima, Moncloa Editores, 1968.

AV 3 = Aula Vallejo - N. 5-7. Uruversidad Nadonal de Córdoba, Argentina, 1967. Abril (1) - XÁVIER ABRIL. Vallejo, ensayo de aproximación critica, Front. Buenos

Aires. 1958. Abril (2) - XAVlER ABRIl, César vaUejo o la teoría poética, Madrid, Edit. Tauros, 1%2. 1 Véase, por ejemplo Abril (1), pp. 13!-190, Y Abril (2), pp. 17-18, Y el articulo de

Juan Larrea en AV 3, pp. 88-323.

45

46 CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS"

comprobación sigue, en los casos en los que el exegeta no se satisface con esos juegos de biblioteca, la desorientada reser­va. El material recogido con tanto esfuerzo parece no bastar­les ni para clasificar convincentemente a Vallejo entre los poetas que descienden del modernismo o de alguna otra ten­dencia contemporánea ni para responder a la pregunta por la estructura y por el significado de su poesía. Ante semejan­te problema y frente a tan liliputiense gigantomaquia --que hace pensar en un verso del poeta andino: "le pegaban to­dos, sin que él les haga nada"- suele darse el salto mortal hacia los temas rutinarios de la muerte, de la angustia, del tiempo, de lo cósmico, de lo telúrico que, como residuos de un existencialismo vulgar, diluyen la figura del poeta en un fatigante purgatorio de lugares comunes. A esta imagen, un tanto comercial, de la poesía de Vallejo se agrega la que paralelamente han trazado de su persona algunos biógrafos. Fundados, quizás, en el desamparo resignado con el que Va­llejo habla de sí en sus poemas y de la pobreza que él mismo escogió y que, también, el mundo le impuso, describen ellos una figura angustiosa golpeada por todos los destinos, extre­madamente espontánea en su expresión, inconsciente, de sus­ceptible sensibilidad animal, cholo al fm, quien pese a su raza y a su condición social fue favorecido por algún poder so­brenatural, sólo inclinado hasta entonces a iluminar a otras razas y a otras clases.

La conclusión que de tanto esmero bibliográfico y de tanto escondido alarde de caridad social parece imponerse, es asombrosa. El inculto y espontáneo César Vallejo, el pobre cholo herido por algún difuso dolor, fue sólo el producto de la beneficencia literaria y de algunas circunstancias insólitas en la corte de las letras virreinales de la América española. Fue, en el mejor de los casos, un "milagro" y hoy, tras la con­sagración universal, objeto de emocionados homenajes en la América que lo empujó al exilio voluntario y que ante la di­mensión de su poesía no tuvo entonces otra cosa que ofre­cerle que el habitual y un poco azorado silencio.

Sería inútil detenerse en estas minucias. Sería ocioso que-

CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS" 47

rer demostrar que en la obra de Vallejo subyacen un exacto conocimiento y una asimilación crítica de la estética de su tiempo. Sería superfluo hacerlo porque no sólo sus escritos sobre arte y literatura, desde su tesis juvenil sobre El roman­ticismo en la poesía castellana (que no tiene el valor de una tesis de la Sorbona, con cuya medida la juzga falsamente Coyné) hasta los ensayos que envió desde París a las revistas limeñas Mundial y Variedades, sino también y justamente el milimétrico trabajo de quienes se han ocupado de sentar la contabilidad de sus lecturas, demuestran 10 que los intérpre­tes no han buscado demostrar: que Vallejo fue tan docto y consciente de su trabajo poético como lo fueron, por ejem­plo, el difícil José María Eguren o el inexplicablemente popu­lar Rainer Maria Rilke, por sólo citar dos nombres al azar. En contra de los supuestos sobre los que se funda la desfigurada imagen de Vallejo, "sin entrenamiento" como apunta en una ocasión Larrea,2 es preciso más bien partir del hecho de que sólo esa penetrante conciencia de su labor poética es la que permite explicar su asimilación y transformación del mo­dernismo y de otros posibles "ismos" en Los heraldos negros, la que contribuye a despejar los problemas que plantea el sorprendente Trilce y a concebir los libros finales, junto con la obra en prosa, como una consecuente y rigurosa unidad, no pues como la azorada, dispersa y a veces improvisada ma­nifestación lírica de algunas obsesiones sembradas en Vallejo por una inspiración cualquiera.

2 Larrea, op. cit., p. 48. Larrea, sin duda alguna un minucioso conocedor de Va­llejo -aunque en muchos episodios biográficos delata una mezcla ~e interesado mito insostenible con verdades, que por eso resultan ser medias verdadés (basta compul­sar su versión de los momentos de la muerte de Vallejo)-..., apunta con frecuencia, si bien muy de pasada, a una certera interpretación de Los heraldos negros (por ejemplo, el terna de Dios, op. cit., pp. 55ss.), y de algún aspecto esencial de la obra (el "chaplinismo", op. cit., p. 61) o al contexto histórico de la poesía francesa en que cabría situar a Vallejo, yen la dL~cusión de la obra de Abril (A V 3, pp. 88ss.). Pero la confusión mental que le produjo la mala lectura de Jung y de tantos autores más (véa­se, por ejemplo, su Razón de ser, México, 1955) desde Einstein hasta Mead, pasando por Bergson, Collingwood, Teilhard de Chardin, citas de segunda mano de Schelling, hasta Hegel desfigurado, Dilthey y Milton, parecen impulsarlo a convertir a Vallejo en "santo de su devoción": la de una seudomitología llena de "metaflSicas" incon­gruentes, de superficiales misticismos, por lo cual las acertadas y, a veces, luminosas aproximaciones desaparecen entre sus hilarantes balbuceos de filósofo cósmico.

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En efecto, no es difícil percibir, en la constancia de algu­nos motivos de su lírica y de su prosa y en la muy consciente rebeldía de su lenguaje, cómo Vallejo logra mantener en in­cesante plenitud la conjunción de emotividad y cálculo de la palabra, cómo el poeta logra encontrar para los cuadros que brotan de sus excitadas visiones la expresión adecuada y concisa y cómo, en fin, todo ello adquiere en Los heraldos ne­gros, pero no menos en el aparentemente dislocado Trilce, la figura de una imagen nítida, construida detalladamente y no compuesta de simples y milagrosas casualidades. Esta disci­plinada armonía de emotividad y cálculo, de tumultuosas vi­siones y cumplida voluntad de construcción --que, por lo demás, es el presupuesto elemental de toda gran literatura­es la que da sentido trascendente al supuesto nativismo de su primer libro, la que hace, pues, que Los heraldos negros, conservando el carácter de poesía auténticamente peruana que con entusiasmo ideológico señaló José Carlos Mariátegui3

sea ante todo la expresión de una experiencia universal; de una experiencia que sobrepasa y determina las experiencias individuales y comunes del amor, de la muerte temida, de las penas, de los "golpes tan fuertes en la vida", de los recuerdos y de las nostalgias, y que en Los heraldos negros se refleja no sólo en las imágenes de cada poema y en la totalidad de lo que se quiere expresar en el libro, sino de modo fácilmente perceptible en su lenguaje poético.

Entusiasmada con una interpretación demasiado empírica de Vallejo y en general de la lengua literaria -una interpre­tación que, por ejemplo, explica el desdoblamiento paranoi­co de Balta, el personaje de Fabla salvaje, acudiendo a la supuesta familiaridad que pudo tener Vallejo con los casos pa­tológicos frecuentes producidos por las alturas andinas o que pregunta si algún cementerio de Poemas humanos es el de París o el de Santiago de Chuco--,4 la mayoría de los exege­tas del peruano no ha querido reparar suficientemente en

3 José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima,1928.

4 Monguió (L), p. 7.

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que el lenguaje de Los heraldos negros está inconfundible­mente acuñado por las escenas de la Historia Sagrada y en especial por las más familiares de la vida y de la pasión de Je­sús.5 Vallejo llama, por ejemplo, a la luna "roja corona de Jesús" (55) y le dice que "a fuerza de volar en vano, / te holocaus­tas" ([bid.). Habla del "rosado Jordán" (56) y recordando a la serpiente del Paraíso y a los indignados latigazos que dio Je­sús en el templo, dice del cuerpo de una mujer que "ondea, como un látigo beatífico / que humillara a la víbora del mal" (56); evoca los "blancos caminos redentores" y "los arranques murientes de una cruz" ([bid.) y al mencionar los pies de la Linda Regia del poema "Comunión" refunde en una sola ima­gen dos episodios cronológicamente lejanos entre sí de la vi­da del Crucificado:

¡Tus pies son las dos lágrimas que al bajar del espíritu ahogué, un Domingo de Ramos que entré al Mundo, ya lejos para siempre de Belén! (56)

Son muy pocos los poemas de Los heraldos negros en los que no ocurre este lenguaje. En la primera línea de "Nervazón de angustia" (57) pide a una "dulce hebrea" que desclave su "tránsito de arcilla" -una evidente y concisa referencia a la Encarnación y a la Crucifixión en una sola imagen- y más adelante dice "Regreso del desierto donde he caído mucho" y exclama: "sinfonía de olivos, escancia tu llorar". Y revive a Judith en la expresión "judithesco azogue". En otros poemas surgen Holofernes (31), la "caridad verónica" (62), un "pa­ñuelo apocalíptico" (83), la Magdalena (por ejemplo, 78), la Dolorosa (33), la huida a Egipto (34), viemesantos, hostias, parábolas, trozos de doctrina cristiana del catecismo, y el pan, como símbolo de la Eucaristía.

Al lenguaje poético corresponde el mundo de las imáge-

5 Monguió, op. cit., p. 112, lo advierte, pero lo atribuye al hecho de ser Vallejo poeta de "país católico·. La explicación es trivial. ¿Qué puede decirse entonces de Klopstock, por sólo citar un ejemplo?

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nes. De modo semejante a como Vallejo refunde en el len­guaje escenas dispersas de la Historia Sagrada y de la pasión de Jesús, en las imágenes de sus poemas entrecruza y com­bina los cuadros de ese sacro acontecimiento. En uno de es­tos poemas, por ejemplo, "El poeta a su amada" (76), que en su tiempo provocó la iracunda incomprensión del pontífice crítico de tumo, Clemente Palma, el beso que recuerda el poe­ta lo ve como la crucifixión de la amada "sobre los dos ma­deros curvados" de sus labios, en una noche de septiembre en la que "se ha oficiado mi segunda caída". El beso y el amor son como una repetición del Gólgota, la amada confunde sus contornos con los de Jesús, pero el que cae es el poeta, y a la hora de la consumación, la amada se confunde con la her­mana: "Yen una sepultura / los dos nos dormiremos como dos hermanitos". En otros poemas es el poeta el que se con­funde con Jesús, la hostia con la amada, María con la madre, la Magdalena y la Samaritana con la hermana y con la amada o el "hogar, sin estilo fabricado" (70) se remonta a Babel. Aun en los poemas de "Nostalgias imperiales", en los que el tema indígena parece desplazar del todo a las imágenes de la His­toria Sagrada, asoman Lázaro (97), el Apóstol (93) o la "euca­ristía de una chicha de oro" (87).

Este lenguaje, estas identificaciones y entrecruzamiento de imágenes acuñados por la Historia Sagrada y la vida y pasión de Jesús, permiten conjeturar que el "argumento de la obra", Los heraldos negros, consiste en una repetición del aconteci­miento de la Crucifixión y de las partes relevantes de su pre­historia (la frase "tránsito de arcilla" sugiere también el barro del Génesis, no sólo la Encarnación), pero no con el propósi­to de elaborar una poética, muy terrenal y en ocasiones algo blasfema Imitación de Cristo, sino con el intento de recrearla con una mirada infantil que le permita, como en un fúnebre juego de niños, reservarse el privilegio de ser Cristo o el mal ladrón, de repartir calvarios y cruces, coronas de espinas y pe­nas, de designar en cada caso a quién toca el papel de María como madre o como amada, de la Magdalena como amada o como hermana, del padre que ausculta, como José, la hui-

CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS" 51

da a Egipto y de las otras máscaras en el sombrío Viernesanto, mezclado de Jueves Santo pero sin esperanza de Pascua de Resurrección. De descendencia "típicamente romántica -y toda la poesía moderna es, como dice Hugo Friedrich, "roman­ticismo desromantizado"- lo que hace Vallejo en Los heral­dos negros es construir su teatro del mundo, su altar de más­caras sagradas, el Gólgota infantil y triste a la vez.

Sin embargo, el juego de niños no es, pese a su inocencia, o quizá por ella, inofensivo. En su repetición del Gólgota, Va­llejo no es un poeta cristiano. Los altares en los que oficia y el templo que él visita para orar no están consagrados ni si­quiera al pascaliano Dios de Abraham y de Jacob, sino a su Musa, a su "alma hereje", en la que canta "su dulce fiesta asiá­tica / un dionisiaco hastío de café" (57). Son, pues, los altares y los templos de la bohemia finisecular, paradójica combi­nación del niño que contempla la pasión de Jesús y que a la vez se siente, descentrado, en una fiesta asiática como un dios griego abrumado por el hastío del café. Sería impropio, empero, deducir de esta bohemia cristiano-griega e infantil que Los heraldos negros es un libro voluntariamente blasfe­mo y de ateísmo desafiante y que cabe en el mismo género de las misas negras que, por fechas vecinas, se celebraban en alguna literatura hispanoamericana, hoy olvidada, como, por ejemplo, la del popular Evaristo Carriego. El libro no es la ex­presión de una religiosidad criolla o chola, pero tampoco una manera de rescatar para un trivial dolorismo cualquiera solemnidad de Dios y del Viacrucis de Jesús, el intento de rescatar a Dios de las cadenas con las que lo han atado los fi­lósofos para hacer de él un Dios que también sufre, que se sienta a la mesa con la familia o en el café con los amigos y que comparte con los hombres las penas cotidianas. Vallejo no fue un pobre teólogo existencial de Santiago de Chuco, y si en su poesía hay algo de teología, ésa es, más bien, la que discutió con hondura y con pasión humana Manuel Gonzá­lez Prada -a quienes buscan fuentes se les ha escapado el artículo "La vida y la muerte" de Páginas libres, en el que hay pensamientos que parecen resonar en muchos poemas de

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Vallejo-. La repetición del Gólgota en Los heraldos negros, ese fúnebre juego de inocencia infantil, está más allá de cual­quier preocupación de teología doméstica. Vallejo mismo in­dica expresamente el horizonte en el cual resulta inteligible el atormentado y complejo escenario de su primer libro.

Basta recorrer la obra según su disposición y, sirviéndose de la cronología establecida para algunos poemas por Juan Espejo Asturrizaga, observar el orden dado por el poeta se­gún los temas, para darse cuenta que en la última parte de la obra son menos frecuentes los peculiares cuadros de Historia Sagrada mezclados con recuerdos de familia y de provincia, y que cuando éstos ocurren emergen entonces rodeados de una atmósfera de ausencia, de desolación y de sepulcro. En cambio, las imágenes que traza están penetradas de agresión y de una actitud de enconado reclamo. En "La cena mise­rable" (116), por ejemplo, Vallejo da una versión de la última cena sagrada, en la que se espera indefinidamente lo que no se nos debe, a la que nunca habrá de llegar la "mañana eter­na", que es un prolongado valle de lágrimas al que trajeron al poeta sin preguntarle si quería venir; una última cena ca­lladamente apocalíptica por cuya duración pregunta el poeta con fatigado tono catilinario: "hasta cuándo estaremos espe­rando", pero con la certeza de que ésa es una pregunta vana porque ese alguien que en la cena "ha bebido mucho" y "se burla y acerca y aleja de nosotros" no sabe, o sabe menos que nadie, ese oscuro "hasta cuándo la cena durará". Esta incier­ta, indefinida espera es como una tumba, y la repetición del Gólgota acontece dentro de sus muros iguales a los de una cárcel sobre la que penden con deprimente presencia la culpa gratuita y la injusticia universal: la culpa gratuita de quien ha venido a participar en un sacrificio al que él no ha querido ve­nir y en el que él no tiene parte y la injusticia universal que se comete con el hombre por el simple hecho de ser hombre. El horizonte en el que se repite el Gólgota es, de esta forma, el de una última cena, el horizonte de las vísperas eternas de la Crucifixión.

Más claramente sugiere Vallejo el sentido de su poética re-

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petición del Gólgota en el poema "Retablo" (120), que escri­to en lenguaje expresamente modernista es un homenaje al "indio divino" (Ortega y Gasset) Rubén y a la vez una conci­sa interpretación de lo que en él suscitó el conocimiento, por indirecto y de segunda mano no menos profundo, de la poe­sía moderna, en especial de la francesa que afamó Rubén Darío. Aparentemente es un canto a la poesía y al templo de la "dulce Musa", en el que oficia Darío, "que pasa con su lira enlutada" seguido de su corte de imitadores. En el fondo, los otros poetas del templo "brujos azules" que hacen sus oficios, dan al poema un sentido más hondo que el de un simple ho­menaje al "Darío de las Américas celestes". Pues

como ánimas que buscan entierros de oro absurdo aquellos arciprestes vagos del corazón, se internan, y aparecen ... y, hablándonos de lejos, nos lloran el suicidio monótono de Dios!

Otros dos poemas, "Los dados eternos" (122), dedicado sig­nificativamente a Manuel González Prada, y "Los anillos fati­gados" (123), complementan la visión de "Retablo". Aunque los exegetas han fijado las fuentes de uno y otro (Mallarmé, para el primero, el Zaratustra de Nietzsche, para el segundo, a los que habría que agregar el ya citado artículo de González Prada) los poemas se explican por sí solos y por el contexto general en que se encuentran. En el primero dice el poeta a Dios que el hombre, "este pobre barro pensativo", no es hijo de un Todopoderoso que no tiene "Marías que se van", que no sufre desengaños amorosos, y que hoy no sabe ser Dios porque no ha sido hombre, y que al jugar la suerte con el "viejo dado" en el juego de un culpable destino, el dado de­cisivo, ya redondo a fuerza de rodar en la ventana la espera inútil e infinita, sólo puede parar en un hueco, "en el hueco de inmensa sepultura". El hombre que ya no es hijo del Dios frente al Dios que no sabe ser hombre y que por ello no pue­de ser Dios, emerge en la partida del juego, siempre a pér­dida del destino, como Dios mismo: "Y el hombre sí te sufre:

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el Dios es él", escribe Vallejo con tono de airado reproche. El Dios de "Los dados eternos" es el Dios que no es ya Dios, ba­rro pensativo o creatura sin Creador. Por eso, el paso siguien­te es el que da en "Los anillos fatigados": señala a Dios con "el dedo deicida". En el último poema del ciclo, "Espergesia" (38), Vallejo afirma que él nació un día que Dios "estuvo en­fermo, grave". La última cena infinitamente prolongada, las inacabables vísperas del Viacrucis en el seguro presentimien­to de una muerte sin fin, el "monótono suicidio de Dios", el gesto con el "dedo deicida", son imágenes que dan el sen­tido a toda la obra, que explican aquellos "golpes tan fuer­tes ... Yo no sé / Golpes como del odio de Dios", y que per­miten descifrar el significado del título: los heraldos negros no son sólo aquellos que nos manda la muerte, son también una imagen de los Jinetes del Apocalipsis, del fin del mundo en su escenario de infantil y fúnebre repetición del Gólgota. Son imágenes que usa Vallejo para formular y articular lo que ha sucedido en la historia del espíritu europeo, por lo menos desde aquel discurso visionario de Jean Paul sobre "que Dios ha muerto", sin duda desde Nietzsche, evidentemente desde el Absoluto de Mallarmé y que se conoce, con palabras de Hegel, como "la muerte de Dios". Como en los poetas y filó­sofos que lo antecedieron, en Vallejo la experiencia de este acontecimiento, la "muerte de Dios", no constituye un postu­lado de ateísmo. Vallejo, de quien Thomas Merton ha dicho con certeza que "es un gran poeta escatológico, con un senti­do profundo del fin y, además, de los nuevos comienzos (acerca de los que no se expresa),,6 y quien rechazaba todo lo conceptual, no pretende demostrar la verdad o la falsedad de una fórmula o la existencia o inexistencia de Dios. Sus cuadros de la Crucifixión carecen de teología, porque son la negación de toda teología con sus órdenes lógicos, sus jerar­quías de ángeles hechos de conceptos y su cielo aristotélico. Aunque Vallejo repite la historia sacra del Gólgota, el Vierne­santo poético sin resurrección, esas escenas de la muerte de Dios, pintadas con su inocencia infantil, no se insertan en nin-

6 A V 3, apéndice.

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guna corriente de irreligiosidad o ateísmo. Él no las concibe como una refutación o como un postulado, sino como la des­nuda expresión de una experiencia, esto es, la del hecho his­tórico de la "muerte de Dios" que lloran los "vagos arcipres­tes" y que acontece ''ya lejos para siempre de Belén".

Para precisar el sentido de esta experiencia universal, que es el motor de la poesía de Los heraldos negros, no es nece­sario acudir en busca de información a quienes la configura­ron con angustia o con indiferencia, con terror o temblor en el pensamiento y en la literatura del siglo X1X: a Hegel, aJean Paul, a Heine o Nietzsche, a Dostoievski o a Rimbaud o a los poetas franceses de la llamada "agonía romántica" (M. Praz) , no sólo porque algunos de ellos no fueron fuentes directas de Vallejo -siguiendo en este caso la falsa creencia de que la fijación de fuentes explica ya una creación poética-, sino porque Vallejo mismo lo sugiere con nitidez ya en Los heral­dos negros y lo convierte en el supuesto y en la sustancia de su segundo libro, Trilce, dándole a su manera un alcance se­mejante al que tiene en todos los grandes poetas y pensa­dores de la modernidad, si bien constituye Vallejo dentro de esta corriente una cumbre peculiar. En el último poema de Los heraldos negros, "Espergesia", escribe:

Todos saben que vivo, que mastico ... Y no saben por qué en mi verso chirrían oscuro sinsabor de féretro, luyidos vientos desenroscados de la Esfinge preguntona del desierto.

Todos saben ... y no saben que la Luz es tísica, y la Sombra gorda ... y no saben que el Misterio sintetiza ... que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes. (138)

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Aunque el mundo de la "muerte de Dios" es como un sepul­cro; aunque es noche y orfandad universal en la que sus ver­sos "chirrían" el oscuro sinsabor de féretro y los vientos des­gastados de lo incógnito, ese mundo no es por ello el de un paisaje sólo terrible e inhumanamente sombrío. En esa infi­nita noche sin Dios, en el paisaje desfigurado que ya no tiene su centro ordenador, las sombras configuran también perfiles bufonescos: la Luz es tísica, la Sombra es gorda y el Misterio -que visita los últimos poemas del ciclo con aire sacral- que habitualmente constituye el límite de toda operación racio­nal, cumple justamente la tarea más específicamente racional, la de sintetizar, y que además ese Misterio concebido corrien­temente como un venerable arcano, es una joroba musical y triste. El mundo de la noche del Dios muerto es también un mundo "al revés", deformado, bufonesco. Es el mundo de Trilce.

Cuando la obra apareció, en medio de la más desaforada apoteosis del clásico "bardo" de América, José Santos Cho­cano, a quien el Concejo Provincial de Lima coronó "con el laurel sagrado de Apolo que Grecia reservó a los poetas y a los héroes" (así decía la prensa entonces), ella provocó, com­prensiblemente, uno que otro comentario atónito. Luis Al­berto Sánchez, quien tampoco había captado el sentido de Los heraldos negros (a diferencia de Antenor Orrego), sola­mente alcanzó a comprobar "el enmarañamiento, lo oscuro y lo difícil e incomprensible de este caprichoso Trilce" y tuvo que preguntarse: "¿Pero por qué habrá escrito Trilce Vallejo?" Ante el vacío con el que críticos más o menos avisados que Sánchez honraron la aparición de Trilce, Vallejo confesó en una carta a su amigo Antenor Orrego: '''El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la res­ponsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizá, sien­to gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima de hombre y de artista: la de ser libre. Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artís­tica. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad!

CÉSAR VALLEJO y "LA MUERTE DE DIOS" 57

¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva!"7 ¿Cuál fue esa libertad conquistada y cuáles esos bordes espeluznantes a los que, colmado de temor, se asomó Vallejo? Por el contexto de las líneas cabría conjeturar, como se ha hecho,8 que la libertad de que habla aquí Vallejo es la liberación de los modelos literarios que lo precedieron y del lenguaje que había manejado en Los heraldos negros, libera­ción, pues, del "modernismo". Empero, no es sólo esta liber­tad formal, innegable en Trilce, a la que se refiere el poeta. La libertad que ahora experimenta Vallejo, la que le causa el terror y la que pone sobre su frente la fuerza imperativa de heroicidad es la libertad del hombre tras la muerte de Dios, la libertad del que vive en el "mundo al revés", la del desam­parado que inaugura el "paraíso de la tristeza", para decirlo con Rimbaud. Por esto, las audacias del lenguaje de Trilce, más que arbitrariedad vanguardista o el sello de inscripción en la mitología ultraísta-mundo-novista de Larrea, son el es­fuerzo de nombrar lo innombrable, de llevar el lenguaje de la comunicación hasta el límite en el que todo lenguaje, más allá o más acá del balbuceo infantil, pierde su función comu­nicativa y se convierte en un clamoroso testigo de la real in­comunicación entre los hombres. La semejanza que en el ritmo, en la atrevida metáfora, en una cierta rebeldía, tienen las audacias del lenguaje vallejiano de Trilce con las que dic­tó la supuesta revolución poética de la vanguardia en los paí­ses de lengua española --casi siempre puro y simple ingenio irritado- no justifica el considerar a Vallejo como un poeta más, el de mayor solidez en el Perú, de esas irracionales mo­das. La poesía de Vallejo nada tiene de la pasajera frivolidad de los vanguardistas de su tiempo, nada, pues, de "gregueris­mo" despotenciado, o del seudometafísico greguerismo de bandera que hoy sobrevive, aún, en Larrea. Nada tiene del ges-

7 Cit. por Mariátegui, op. cit., p. 247. 8 Monguió, op. cit., p. 128.

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to de épater le bourgeois que distingue, por ejemplo, a un Al­berto Hidalgo. Éste, siguiendo las huellas del inconcebible Marinetti, cantaba con voz destemplada que el mundo estaba bien, y que estaría mejor con "el Músculo, la Fuerza y el Vigor" y creía, con su gesto de snob provinciano, que el cambio de sensibilidad en la nueva poesía consistía en glorificar la téc­nica, en traducir en metáforas los hilos del telégrafo, el acero de la locomotora, los tranvías eléctricos, las casas de cien pi­sos y los barcos trasatlánticos. Nada de eso y ni siquiera las grafías de la vanguardia mueve o inspira la poesía de Trilce. Vallejo no ve el mundo representado en la velocidad de una motocicleta, como Hidalgo, sino más bien como una danza de la arbitrariedad, como algo desvertebrado y nocturno, co­mo un círculo de "anillos fatigados" y de fragmentos en per­manente destrucción.

En Trilce, los motivos familiares de Los heraldos negros, despojado ya del marco de su profano Viacrucis, no signifi­can la búsqueda de un refugio en la ternura tibia del hogar. Estos motivos, más bien, se entretejen en la visión dislocada de Trilce, en sus explosiones verbales, en una gramática que parece anular las funciones propias de los vocablos y que des­compone los sonidos, en los ritmos cortados, en los puntos finales que cierran la mayúscula final de una palabra, puesta así como si Vallejo quisiera dar a entender gráficamente que la palabra está vestida al revés; se enmarcan, pues, en un len­guaje en el que los tiempos verbales viven en discordia, en el que los abundantes sustantivos parecen moverse como adje­tivos, y viceversa, que está lleno de acusativos griegos; un lenguaje frente al cual el lector sólo encuentra, como primera guía de comprensión, algún giro coloquial o una simple, mo­desta exclamación familiar. AlIado de estos motivos familia­res, partícipes ahora de la danza arbitraria y modificados sus­tancialmente por su contexto, hay en Trilce un número mayor de imágenes y metáforas que despiertan el recuerdo de Que­vedo, el "instantáneo abuelo de los _dinamiteros", como lo llamó Vallejo, y que no son el resultado casual de la arbitra­riedad con que se mueve el lenguaje, sino la expresión de

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una clara voluntad de sátira. 0, si se quiere, más que volun­tad es el necesario resultado del dislocamiento, de la diso­nancia y de la desfiguración del mundo sumido en la noche infinita de la muerte de Dios. La sátira de Trilce es conse­cuencia de la peculiar repetiéión del Gólgota de Los heraldos negros. Inserta en el lenguaje dislocado y recubierta por las imágenes de la orfandad, la sátira de Trilce parece diluirse en las metáforas o en la mansedumbre de los giros coloquiales y suele pasar, por eso, inadvertida. Sin embargo, basta comparar algunos poemas de Los heraldos negros con poemas de Trilce que tienen un tema común para comprobar que la diferencia entre unos y otros no radica en que las imágenes y las metá­foras de los primeros son menos audaces que la de los se­gundos y de lenguaje menos desarticulado, sino más bien en la intención agresiva que reduce y desfigura el objeto del tema y que convierte a la imagen en medio de expresión sa­tírica. En "Capitulación" Vallejo canta el acto del amor --en él siempre lleno de desengaño-- con términos aún tiernos:

Anoche, unos abriles granas capitularon ante mis mayos desannados de juventud: los marfiles histéricos de sus besos me hallaron muerto; y en un suspiro de amor los enjaulé.

La imagen primaveral del encuentro no pierde, antes por el contrario, adquiere relieve por el contraste que establece en­tre los fervores de la amada y la amarga frialdad del amante:

... pobres sus annas; sus velas cremas que iban al tope en las salobres espumas de un mar muerto.

En cambio, en Tr. IX (51), no sólo ya no hay ese contraste, sino que los versos son una burlona exaltación del desenga­ño previo a todo acto amoroso, una desafiante aunque nos­tálgica sátira de lo que, pese a toda amargura, podía compa­rar en Los heraldos negros con un encuentro entre "abriles granas" y "mayos desarmados". En Tr. IX no hay siquiera la

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tierna compasión por la pobre amante que vanamente cree en el amor. Más bien lo contrario: el poeta la contempla co­mo un simple animal y no es casual que en una línea, en la que manifiesta su deseo de no repetir el encuentro, diga que "no ensillaremos jamás el toroso". Aun la ortografía: la v con la que escribe busco, la b de volver, las vvv repetidas en volver, parecen insinuar, aquí como en otros poemas, la intención de burlona agresividad del poema. Como en un juego de pre­guntas y respuestas en las que las unas son tan degradantes como las otras, dice Vallejo:

Vusco volvvver. de golpe el golpe. Sus dos hojas anchas, su válvula que se abre en suculenta recepción de multiplicando a multiplicador, su condición excelente para el placer, todo avia verdad.

Busco volvver de golpe el golpe. A su halago, enveto bolivarianas fragosidades a treintidós cables y sus múltiples, se arrequintan pelo por pelo soberanos belfos, los dos tomos de la Obra, y no vivo entonces ausencia, ni al tacto.

y un giro coloquial le sirve para rematar al final la injuria triste:

desque que la mujer está ¡cuánto pesa de general!

La comparación no sólo hace patente la diferencia del tra­tamiento del tema amoroso. Los dos poemas revelan igual vo­luntad de metáfora, el desengaño ingénito al amor es el mis­mo. Pero en Tr. IX, la consideración de la mujer como cosa o animal: "su condición excelente para el placer" y la califica­ción de su respuesta a los halagos como "bolivarianas frago­sidades", la imagen de la unión como dos "soberanos belfos, los dos tomos de la Obra" y el gesto peyorativo que implica

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el giro coloquial "desque que ... " indican en forma inequívo­ca que en Tri/ce el tema del amor se ha cristalizado en la fi­gura de la mujer a la que él degrada, vitupera y desfigura, es decir, satiriza. De igual manera es satírica la mención de la Venus de Milo (178) y una alusión al matrimonio (179), entre muchas más.

Será posible explicar esta misoginia con ayuda de catego­rías sicológicas o, más exactamente, siquiátricas. Pero a ellas se les escaparía el hecho de que en los satíricos (Quevedo, pero no menos Swift) uno de los temas estructurales de su obra es justamente la mujer y que en Vallejo es una fatalidad, de su visión del mundo desfigurado, la forma de subrayar su deformación y su disonancia. Pues la mujer y el amor cons­tituyen el elemento más lírico y armónico de un mundo lumi­noso, y el improperio al sostén de un mundo tal no hace más que intensificar la oscuridad y el real desamparo de ese mun­do. Lo que entre las líneas del vituperio satírico a la mujer y al amor se oculta es la ausencia de amor, del amor en gene­ral, de la ternura y de la solidaridad entre los hombres. Es la ausencia que nace y se extiende en la noche de la "muerte de Dios" (del Dios considerado en el mundo cristiano como la certidumbre de un destino amparado por el amor), que de­forma a todas las figuras del paisaje y que requiere, para que se nombre tal experiencia en su dimensión, el lenguaje de la desfiguración satírica. De ahí las semejanzas formales entre el lenguaje de Quevedo en sus sátiras y el de Vallejo en Tri/­ce, de ahí las coincidencias por las preferencias de ciertos objetos de la sátira: obispos, la calvicie, el hombre como mos­cón, ciudades como personas desfiguradas, difuntos con dien­tes abolidos. Es, pues, la sátira la que da la fuerza al lenguaje, la que da a Tri/ce su valor específico, más allá de cualquier ingenio de la vanguardia o que cualquier "soñolentismo" a 10 Dalí, dentro de la lírica contemporánea de lengua española. y es la sátira, también, la que impide que la negra visión de la orfandad en Tri/ce se convierta en un compasivo sentimen­talismo, la que establece un sobrio equilibrio entre el aban­dono y el desconsuelo de que está penetrada la obra y la lu-

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cidez de la estética vallejiana y que, en fin, abre el camino que va desde este libro (considerado falsamente como un ca­llejón sin salida, entre otros por Monguió) hasta Poemas hu­manos, Poemas en prosa y España, aparta de mí este cáliz.

El melancólico "hombre frenético" que, como el del Zara­tustra de Nietzsche, experimenta en Los heraldos negros la "muerte de Dios", es en Trilce el satírico mundo desampara­do y ausente de amor, y es en Poemas humanos y Poemas en prosa, consecuentemente, un "genial bufón"Y Entre los dos primeros y los últimos libros Vallejo ha vivido con conciencia política, y es esta experiencia la que da ahora a su poesía un claro tono de agitación, sin que por ello se le pueda conside­rar como "poesía de tesis" o como ejemplo de lo que, equi­vocadamente, suele llamarse "poesía social" (pues toda poe­sía, aun la más hermética, es poesía social en el sentido que expresa una experiencia social). El tono de agitación de Poe­mas humanos y Poemas en prosa, es también, consecuencia de su actitud satírica en Trilce frente a un paisaje humano en el que la visión de la noche, del desamor y de la desarticula­ción del mundo adquiere dimensiones concretas. Aquí Valle­jo no es el individuo que padece el nihilismo moderno y que busca refugio en la dolorida soledad o en la angustia, es de­cir, el que sufre en forma romántica y abstracta (para decirlo con palabras de Hegel) la "muerte de Dios". En Poemas hu~ manos, Vallejo, penetrado de amor solidario a todos los hom­bres, busca desenmascarar las configuraciones específicas en que se manifiesta el cómodo nihilismo (Hotel Abismo, lo lla­ma Georg Lukács) de la modernidad y proponer la ilimitada generosidad de todos para con todos: el individuo para con los otros o, dicho con otras palabras, la hurnanización del hom­bre, la "sociedad sin clases". Pero en estos poemas, Vallejo no enuncia un programa. No es, para decirlo con palabras de Nietzsche, el que "corteja la Verdad", sino "sólo un poeta ... ". "¡Sólo bufón, sólo poeta! I Sólo hablando lo colorido I salien-

9 Max Kommerell acuñó para Nietzsche el concepto de "mimo genial del pensa­miento", en Dichterische Welteifahrnng, Fr,mkfurt, 1945. Véase, además, Ditiram­bos de Dionl..ms, de Nietzsche.

CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS" 63

do con palabras, plásticamente, de las larvas del bufón, I montándose sobre mentirosos puentes de palabras ... I sólo bufón, sólo poeta."lO Es, pues, el mimo genial, burlón pero más verdadero que el programático cortesano de la Verdad.

Así, Vallejo, vestido de harapos, reclama con burlona y de­safiante humildad una piedra inútil dónde sentarse o un peda­zo de pan, y asegura que pronto se irá. Se disfraza de peque­ñoburgués y dice:

He aquí que hoy saludo, me pongo el cuello y vivo, Superficial de pasos insondables de plantas. Tal me recibo de hombre, tal más bien me despido y de cada hora mía retoña una distancia. ¿Queréis más? Encantado.(270)11

Es el bufón al que brotan gestos corteses --en los que se halla justamente la burla-, pero que en sus labios adquieren un aire de recatado desprecio: "al cabo, en fin, por último" o tan­to burocrático "considerando" (estas burlas justificarían el tí­tulo de "Código civil" que, según testimonio de Georgette de Vallejo, se encontraba entre sus papeles y que, a diferencia de lo que sobre el "prosaísmo" del título suele pensarse hu­biera sido perfectamente adecuado a sus intenciones), o esos "qué más da", pues de todos modos él dará un abrazo "Emo­cionado ... Emocionado". Pero en medio de su sonriente des­garramiento se presenta "albino, áspero, abierto" con una "idea fija" que le ha "entrado en una uña" y lleno de sensaciones que lo "arrugan" y lo arrinconan, comprueba que vive entre "ladrones de oro", para luego culminar su burla con este so­berano y justo desprecio:

Execrable sistema, clima en nombre del cielo, del bronquio y la quebrada, la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser

[pobre ... (339)

10 Nietzsche, Werke, München, Hanser, Edil. Schelechta, 1955, pp. 1239-1240. 11 Véase James Higgins, "La sociedad capitalista en los Poemas humanos de César

Vallejo", en VP 4, pp. 68-74.

64 CÉSAR VALLEJo y "LA MUERTE PE DIOS"

y no olvida a la "hermana Envidia", ni a las congojas de las familias que en torno al moribundo esperan la hora de los di­videndos, ni las preparaciones diarias de los asesinatos. Con el mismo aire chaplinesco inquiere si ante tanta injusticia y miseria, impuestas por los cortesanos nihilistas de la Verdad, tiene sentido innovar un tropo o una metáfora, leer a André Breton, hablar de Sócrates, ingresar a la Academia; si tiene sentido, pues, el arte. Y responde:

¿Cómo hablar del no-Yo sin dar un grito? (417) ~Cómo hablar de los otros, los oprimidos, sin indignarse? ¿Cómo hablar del yo, sin pensar en los otros?

Himnos de indignación y de solidaridad con los Pedros Rojas que caían en la España de su esperanza son los poemas de España, aparta de mí este cáliz. Himnos para cantar (en los que, si se quiere, es innecesaria la música), y que no es pre­ciso descifrar en su sentido lógico, que llevan las fechas de los meses y de los días en los que cada acontecimiento anun­ciaba el "fin final", epitafios anticipados de su propia tumba. Vallejo murió de España, y aunque suele interpretarse su muerte como el resultado de una enfermedad cualquiera, no cabe duda de que la causa de su muerte fue España. Al me­nos cabe aquí la frase italiana: se non e vero e ben trovato. Los poemas de España, aparta de mí este cáliz son indescifra­bles, aunque analizables en sus procedimientos estilísticos, porque lo que en estos poemas se destaca es su valor de gesto, el hecho de que Vallejo ~uien en "Intensidad y altu­ra" (347) había escrito: "quiero escribir, pero me sale es­puma, / quiero decir muchísimo y me atollo"- haya logrado convertir la palabra escrita en ademán sonoro.

Cronológicamente anterior a muchos poemas de Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, es, sin embargo, la culminación de la poesía de Vallejo, el eslabón final que cierra el ciclo iniciado con su fúnebre Viacrucis infantil en Los heraldos negros. Por eso, al rogar, recordando las palabras de Jesús en la hora amarga, "aparta de mí este cáliz", Vallejo invoca una vez más la inocencia de los niños:

CÉSAR VALLEJO Y "LA MUERTE DE DIOS"

Niños del mundo, si cae España -digo, es un decir-, si cae

... si la madre España cae -digo, es un decir-, salid niños del mundo; id a buscarla. (479)

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Si cae España ... preguntó aún incrédulo, Vallejo. Pero la res­puesta fue la desolación, y con la caída de España, la de su esperanza, murió el poeta. Como en el poema "Masa" (433), de España hubiera querido seguir diciendo:

Al fm de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: "¡No mueras, te amo tanto!" Pero el cadáver, ¡ay! siguió muriendo.