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AUGUST BRUNNER, S. I. EL TRABAJO DESACRALIZADO Die entsakralisierte Arbeit , Stimmen der Zeit, 176 (1965) 105-117. Hoy se trabaja más que nunca. Pese a que los medios técnicos eliminan la mayor parte del trabajo corporal, la técnica no ha descargado al hombre, sino que lo ha puesto en tensión sin misericordia para que se acomode al ritmo del trabajo reglamentado y cíclico, independiente de la capacidad del trabajador. Todavía resulta peor cl que este trabajo haya traído ciertamente el bienestar para muchos, pero, en cambio, no l e ha concedido la pacificación interna. Esta ha de buscarla el hombre fuera del trabajo en toda clase de distracciones. Trabajo y campo Mircea Etiade ha hecho observar con razón que el hombre primitivo no conoció esta división entre trabajo y distracción. Para él el trabajo no era solamente el medio indispensable de ganarse la vida, sino que contenía un sentido profundo que sobrepasaba esta categoría de necesidad y llenaba al hombre. Porque en, toda comunidad ligada a la tradición había una actitud (gestos, trabajos, ritos) que respondía a la continua repetición de un modelo mítico sobrehumano y se realizaba, por eso, en un tiempo sagrado. El trabajo, profesión, guerra, amor eran sacramentos. El revivir lo que dioses y héroes habían vivido in illo tempore, significaba una sacralización del existir humano. El trabajo de hoy en la industria y en la oficina no conoce ya esa santidad del trabajo, ni se presta para ella. Por el contrario, el antiguo campesino podía sentirla todavía vivamente. Experimentaba, a la larga, que él propiamente no creaba nada. Sólo fomentaba el crecimiento, cuidaba de evitar, los daños. Los que actuaban propiamente eran los "poderes" del crecimiento y de la fecundidad en el cielo y en la tierra, a los que la gentilidad reverenciaba como divinos. Y cuando esta reverencia fue trasladada por el cristianismo al reconocimiento del verdadero Dios; permaneció la conciencia de la dependencia de su Poder, el cual se mostraba visiblemente en la donación de buenas G malas cosechas. Añádase a esto el hecho de que cl trabajo del labrador poseía un gran polifacetismo señalado por las estaciones del año. Cada labor debía hacerse a su debido tiempo. Los tiempos no se concebían, pues, como vacíos, uniformes, sino como distintos entre sí. En primavera, por ejemplo, no se recoge la cosecha. El labrador vivía de este modo en un secreto entendimiento con los poderes del crecimiento, y éstos se hacían dignos de reverencia y de confianza. Todo poseía un sentido en el total de la existencia. La tarea de la religión consistía en captar la sintonía entre el trabajo y esos poderes y asegurarle éxito y sentido. Por tanto, estaba en ligazón inmediata con toda la vida, a la que rodeaba con el manto protector, colmándola de sentido y de confianza. No había separación alguna entre religión y trabajo. El ora et labora era el enfoque obvio de la vida. En él se captaba al hombre total y éste se comprendía -aunque en forma inexpresable- a sí mismo y a su propia vida. Vivía una existencia polifacética, densa y plena. Por más dificultades que

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AUGUST BRUNNER, S. I.

EL TRABAJO DESACRALIZADO

Die entsakralisierte Arbeit, Stimmen der Zeit, 176 (1965) 105-117.

Hoy se trabaja más que nunca. Pese a que los medios técnicos eliminan la mayor parte del trabajo corporal, la técnica no ha descargado al hombre, sino que lo ha puesto en tensión sin misericordia para que se acomode al ritmo del trabajo reglamentado y cíclico, independiente de la capacidad del trabajador. Todavía resulta peor cl que este trabajo haya traído ciertamente el bienestar para muchos, pero, en cambio, no le ha concedido la pacificación interna. Esta ha de buscarla el hombre fuera del trabajo en toda clase de distracciones.

Trabajo y campo

Mircea Etiade ha hecho observar con razón que el hombre primitivo no conoció esta división entre trabajo y distracción. Para él el trabajo no era solamente el medio indispensable de ganarse la vida, sino que contenía un sentido profundo que sobrepasaba esta categoría de necesidad y llenaba al hombre. Porque en, toda comunidad ligada a la tradición había una actitud (gestos, trabajos, ritos) que respondía a la continua repetición de un modelo mítico sobrehumano y se realizaba, por eso, en un tiempo sagrado. El trabajo, profesión, guerra, amor eran sacramentos. El revivir lo que dioses y héroes habían vivido in illo tempore, significaba una sacralización del existir humano.

El trabajo de hoy en la industria y en la oficina no conoce ya esa santidad del trabajo, ni se presta para ella. Por el contrario, el antiguo campesino podía sentirla todavía vivamente. Experimentaba, a la larga, que él propiamente no creaba nada. Sólo fomentaba el crecimiento, cuidaba de evitar, los daños. Los que actuaban propiamente eran los "poderes" del crecimiento y de la fecundidad en el cielo y en la tierra, a los que la gentilidad reverenciaba como divinos. Y cuando esta reverencia fue trasladada por el cristianismo al reconocimiento del verdadero Dios; permaneció la conciencia de la dependencia de su Poder, el cual se mostraba visiblemente en la donación de buenas G malas cosechas.

Añádase a esto el hecho de que cl trabajo del labrador poseía un gran polifacetismo señalado por las estaciones del año. Cada labor debía hacerse a su debido tiempo. Los tiempos no se concebían, pues, como vacíos, uniformes, sino como distintos entre sí. En primavera, por ejemplo, no se recoge la cosecha. El labrador vivía de este modo en un secreto entendimiento con los poderes del crecimiento, y éstos se hacían dignos de reverencia y de confianza.

Todo poseía un sentido en el total de la existencia. La tarea de la religión consistía en captar la sintonía entre el trabajo y esos poderes y asegurarle éxito y sentido. Por tanto, estaba en ligazón inmediata con toda la vida, a la que rodeaba con el manto protector, colmándola de sentido y de confianza. No había separación alguna entre religión y trabajo. El ora et labora era el enfoque obvio de la vida. En él se captaba al hombre total y éste se comprendía -aunque en forma inexpresable- a sí mismo y a su propia vida. Vivía una existencia polifacética, densa y plena. Por más dificultades que

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encontrara, en lo más hondo de su espíritu descansaba en esta unidad de cielo y tierra, en la que todo gozaba de un . sentido sagrado y pleno.

Trabajo y mundo técnico

Esta unidad se ha desgarrado hoy. Ha desaparecido el sentido del trabajo. Ya no tiene nada de sacral, ni puede tenerlo. La vida técnica no conoce el ritmo del tiempo vivo. Hoy se va a la fábrica, oficina G laboratorio en todas las estaciones del año a la misma hora y de la misma forma. Con esto se rompe cl contacto con la naturaleza. También falta al trabajo de cada uno la posibilidad de tener conciencia del conjunto total. Lo que cada trabajador realiza es en sí mismo parcial, sin sentido. En el conjunto total sólo participa mediante la repetición infinita del mismo gesto parcial. Por lo mismo, no puede el hombre entero entregarse a la tarea, sino sólo una parte de sí mismo.

Pero sobre todo, la técnica supone un nuevo enfoque del trabajo. Ya no consiste en modo alguno en proteger y cuidar del crecimiento, en participar en la acción de poderes misteriosos, sobrehumanos a los que se reverencia tímida y confiadamente. La técnica es cálculo racional de la relación entre medio y fin, no, sólo en general, sino hasta en los menores detalles. El hombre acarrea la materia prima, la dirige hacia sus necesidades e impone con más o menos violencia a las fuerzas de la naturaleza la creación de la obra deseada. Por esto se siente creador. Su inteligencia ha propuesto el objetivo, calculado los medios y su voluntad ha puesto todo en marcha. Pero con esto se deja al margen, y pronto desaparece, la conciencia de una dependencia profunda de un conjunto y la necesidad de, conseguir favor y gracia. Porque, ¿quién piensa, por ejemplo, que la materia prima y las energías no se deben, en definitiva, a la fuerza creadora del hombre, sino que son dadas previamente? Cuanto más progresa la racionalización y especialización, y más se extiende a todos los dominios de la vida - incluido al hombre, al cual se intenta "fabricar" según el modelo requerido para el progreso productivo- tanto más se pierde el contacto inmediato con lo que existe por encima del hombre.

Especialización

Mediante la especialización se han hecho mucho más numerosas las distintas clases de trabajo. Se distinguen por el objeto a producir, pero esta diferenciación no tiene ningún significado espiritual. El trabajo ya no entra como el conjunto de la existencia humana, sino que es, al igual que una rueda o una fuerza mecánica, una parte del proceso de producción. Pero con esto, ha dejado de ser una profesión en el sentido estricto; que capte al hombre entero, lo llene espiritualmente y lo modele como hombre. El trabajo se ha convertido únicamente en una ocupación. De este modo ha traicionado su tarea propia, su sentido esencial, formar al hombre como tal, hacerle encontrarse a sí mismo, ayudar a su propio desarrollo. Tal ocupación no puede ofrecer en modo alguno la pacificación interior. Por eso el hombre de hoy esquiva él trabajó y busca satisfacción fuera de él. Pero como lleva ya en su interior la actitud unilateral, en lugar de encontrar la alegría que le satisfaga, sólo encuentra distracción y placer.

Queda así el hombre desgarrado y dividido. Ha dejado de ser una totalidad. Por eso, ya no le interesará cuanto atañe al hombre como tal, la fe y la religión. Y aun donde la religión no está todavía muerta, cuesta muchísimo establecer un nexo entre ella y el

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trabajo diario. Por esto mismo, no es de extrañar que el mundo técnico; en contraposición al agrícola, no haya producido ni un símbolo religioso ni un rito. Por el mismo motivo se ha atrofiado la capacidad de celebrar verdaderas fiestas, porque esto presupone un saber viviente de la presencia de poderes sobrehumanos. Ideologías sin rostro, que se dirigen solamente a una capa del ser humano, se han convertido en sucedáneos de la religión y atestiguan, aun a su pesar, que el hombre no puede vivir sin alguna relación a, algo superior a él. Pero la técnica, como plasmación que es de la naturaleza muerta e impersonal, dificulta la percepción de los poderes personales y con ello la fe en el ser divino. Cierto que en el último estrato del mundo puede el hombre ver fuerzas, pero impersonales e inconscientes, con las que trata diariamente en su trabajo. El hombre no puede volverse hacia ellas en su necesidad vital ni saberse llevado por ellas. Son incapaces de entender, de volverse al hombre, de acceder a sus ruegos, de hacerle feliz. Van como la tempestad y la tormenta, como las catástrofes de la naturaleza, sin preocuparse de la obra del hombre, no por maldad o deseo de destrucción, sino simplemente porque no saben ni del hombre ni de su propia obra; sólo la constante vigilancia y violencia puede tenerlas en jaque. Tales poderes no pueden alejar; claro está, la angustia primigenia del hombre y transformarla en confianza,

Racionalización

Mediante la racionalización, unida esencialmente a la ciencia y a la técnica y que impone su sello a toda la vida de hoy, se ha hecho imposible la antigua confianza en la naturaleza, la tímida reverencia de sus secretos y de sus activos poderes. Es cierto que se ocultan siempre muchos secretos. Hoy sabemos menos que nunca qué es en sí la materia. La regularidad del suceso material entra en nuestra experiencia inmediata encubriendo todo su trasfondo y simula una completa transparencia que, si todavía no se ha alcanzado, se confía en que al menos con el progreso se logrará. Además, el hombre de la ciudad -y la cultura técnica es esencialmente de la ciudad, de donde se extienden al campo sus categorías mentales- ya no vive la relación con la naturaleza como evidente y vital. Ella ofrece a fin de semana descanso y distracción lo mismo que entrega materia prima. También la agricultura se racionaliza hoy más y más y, con ello, se transforma la actitud del agricultor. Deja de ser el campesino de antaño y la naturaleza se convierte para él en un mero material de trabajo y producción.

Seguridad y angustia

Cuanta mayor seguridad de la vida se logra para cada uno mediante la técnica, tanto más inquietante se hace la angustia para el conjunto, tanto más impetuoso el deseo de seguridad y protección, tal como sólo pueden encontrarse en la benevolencia y favor de poderes personales. Ciertamente se alimentan en muchos lugares secretas esperanzas de que algún día se llegará a dominar los últimos poderes y se logrará para la vida la completa seguridad. Marxistas convencidos viven todavía de esta ilusión. Pero todo lo que la técnica pueda ofrecer al hombre de dominio sobre esas fuerzas, permanece exterior para el hombre como ser personal y espiritual. Los poderes de que se trata, los que dan la seguridad, la paz, la felicidad y la plenitud de sentido, no pueden, dada su naturaleza, ser divisados por la técnica; mucho menos todavía, ser dominados. Así el hombre moderno está desgarrado entre el sentimiento, ofrecido por la técnica, de que finalmente será señor de su vida, y la conciencia secreta, siempre acechante de la

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completa impotencia en lo suyo propio, por lo cual puede atacarle la angustia en cualquier momento.

Impersonalidad

Lo impersonal no tiene sentido, es solamente materia. Bajo el señorío de lo. Impersonal está el mundo embargado por categorías de técnica, de producción, que se organizan cada vez más y mejor, cada vez más sin alma. Este tipo de mundo es ciego para lo propiamente espiritual; para él sólo es espiritual la investigación científica, la planificación y cálculo técnicos, en realidad los aspectos más exteriores y materiales de lo espiritual, no su esencia interior. Por eso es este mundo incapaz de creer y de conducirse religiosamente, es algo nuevo en la historia de la humanidad. La fe ya no le dice nada, pues ésta pertenece a la esfera de lo personal; y la percepción de lo santo se ha atrofiado juntamente con el contacto inmediato con los poderes de los que se sabía vitalmente dependiente. Se ha realizado, como lo había anunciado Lutero, la división de lo real; la esfera interior, amundana de lo divino, y el mundo ateo dejado a sí mismo. Lutero sintió y expresó afirmativamente lo que ya se había iniciado en el mundo del floreciente comercio y de la industria urbana. El no sospechó las consecuencias que esto traería para el hombre y para la religión. El hombre no puede vivir a la larga en dos mundos separados y la gran masa, para poder llegar a la unidad, terminará por abandonar el mundo invisible, espiritual como si fuese una pura imaginación.

LA NUEVA SANTIFICACIÓN DEL TRABAJO Trabajo - amor

Solamente se puede llegar a una nueva santificación del trabajo industrial de hoy por medio de un espíritu religioso, que pueda volver a dirigirlo al todo del ser humano v darle su medida y significación. Esto puede darlo el cristianismo. Porque el Dios que predica no es un dios que fuese simplemente una errónea divinización de los poderes naturales y que deba, por tanto, ceder el paso retirándose ante el progreso del conocimiento de la naturaleza. Tampoco está ligado con la expansión o muerte de una cultura o nacionalidad o de un estrato especial de la realidad, de modo que éste arrastrase a Dios en su caída. Dios es independiente por encima del mundo como su creador y conservador. El mundo depende de él por completo y él no depende del. mundo en modo alguno. Es un Dios puramente personal-espiritual. Tanto la materia muerta, como el hombre que la trabaja, son obra de El. Y ninguna cultura ni conquista humana puede ser tan fuerte que supere a Dios. Ellas subsisten sólo gracias a su co-actuación omnipresente e inmediata. Ningún capítulo de la historia se escapa de sus manos y sin Él todo se hunde inmediatamente en la nada.

Este Dios no es solamente fuerza creadora. Su ser, su esencia no es la potencia ante la que el hombre se amedrenta cuando se enfrenta impotente a las potencias naturales. Él es más bien amor (1 Jn 4,7-30). El amor es la fuerza motora de su actividad creadora, conservadora, salvífica también con respecto al hombre. Desde esta perspectiva lo negativo de la total dependencia de los hombres entre sí, propia del proceso productivo, se transforma en algo altamente positivo, en la posibilidad de una ligazón total y de una abierta disposición de ayuda mutua. Resulta de ahí el nuevo sentido del trabajo y de la

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vida, o, más bien, el viejo sentido cristiano está ante nosotros en forma nueva. Se hace de nuevo posible que todo el hombre hasta en lo-más profundo de él tome parte en el trabajo y se cure el desgarrón de su vida. Tan pronto como se llega a esto, tan pronto como el hombre está colmado como hombre, se abre de nuevo para la percepción de la misteriosa realidad que sostiene y abraza amorosamente a él y a todo el universo.

El nuevo sentido sólo puede ser participación en la obra creadora de Dios cuando el trabajo es concebido como servicio al prójimo, pues el último móvil de la actividad de Dios es el amor. Sólo a través de este trabajo se realiza también el hombre a sí mismo. Así pues, si la naturaleza se ha hecho muda para nosotros, esto no significa pérdida alguna esencial, si con ello se hace más vivo el diálogo entre los hombres.

Es, pues, importante orientar a los hombres desde la juventud, para que su criterio para juzgar la validez y el sentido del trabajo no sea el bienestar, sino la conciencia de que, así como yo estoy necesitado de los otros, también los otros necesitan de mí. Ciertamente que se me puede sustituir por otro. Pero entretanto no me sustituyan -para lo cual habría que remover a otro de su actual puesto- yo soy necesario. Necesario y al mismo tiempo sustituible, esto es lo que corresponde exactamente al sentido de la criatura: ser. verdaderamente, y ser nada de por sí mismo. Cada uno tiene que realizar una prestación al conjunto la cual no es ciertamente imprescindible en general, pero sí aquí y ahora. Mediante ella se les ayuda a los otros y se lleva adelante el conjunto.

Esta es la concepción cristiana de la vida. El individuo vive y muere no para sí (Rom 14,7) sino para Dios, para Cristo, en el que sirve a los otros. Precisamente a través de esto se realiza él a sí mismo. Dios no necesita al hombre porque no necesita nada. Pero, al mismo tiempo, ha creado a este individuo y le ha dado una tarea que sólo él puede llenar, la tarea de realizarse a sí mismo como tal criatura individual. La individualidad de tal misión se lleva a cabo, sin embargo, bajo condiciones y formas exteriores que son generales y sustituibles. Si desaparece la conciencia de la individualidad espiritual-personal, entonces se convierte el individuo en ruedecilla de una gran máquina a la que se sustituye y arroja una vez que se ha gastado.

La individualidad de la tarea se hace tanto más captable, cuanto más se piensa que el valor propio y humano de una acción depende de la actitud interior con que se realiza, y que esta actitud no sobreviene de por sí e impensadamente, sino que es fruto de la libre decisión de cada uno. La misma acción exterior es de muy distinto peso y valor en el dominio espiritual-humano, según la actitud interior de donde brota. Resumimos esos diversos enfoques en unos pocos grupos, aunque en realidad cada uno es absolutamente diverso del otro. En lo más alto de la escala está el amor desinteresado al prójimo, la voluntad de reconocerlo en su personalidad y de hacer por él lo que esperaríamos de su parte, si estuviera en nuestro lugar. Este enfoque de amor servicial hace realizar a muchos su tarea en plenitud individual. Como este amor brota de lo más interior y personal del hombre, éste obra con todo su ser y no solamente con una capa exterior. Participa en el trabajo como él-mismo. Su individualidad y esencia no deben salir de allí vacías ni permanecer inquietas: La vida recibe de nuevo plenitud y densidad interior.

A través de este servicio abandona el hombre su interesado yo que quisiera estar en todas partes en el punto medio, y atraerlo todo hacia sí y hacia su propio interés. Con esto vuelve también el hombre a supuesto debido como criatura, es decir, como individuo, pero a la vez junto con otros que son así mismo individuos como él, y todos

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juntos están ante Dios como criaturas. Sólo a Dios corresponde únicamente y por esencia ser el incondicionado punto central. Pero si Dios es amor, y este amor lo ha mostrado a través de la muerte sacrifica) de Cristo en la cruz (Jn 3,16; 1Jn 4,7-10), entonces el amor desinteresado se convierte en algo indeciblemente grande, en lo más grande que puede haber en el cielo y en la tierra. El hombre que ama y sirve desinteresadamente se hace semejante a Dios del modo como se hacen semejantes los seres espirituales, se aproximan y se hacen uno. El hombre acepta los pensamientos de Dios tal como se han revelado en Cristo. Ser semejante a Dios es la nostalgia original del hombre, nostalgia que desde el pecado original ha seguido siempre caminos falsos, porque se imaginaba a Dios a imagen del hombre egoísta, pero que no por ello dejaba de significar el sentido y la plenitud de la vida.

Colaboración con Dios

Porque Dios es amor, mana de él todo amor desinteresado -y los otros amores no merecen este nombre por más que se abuse de él-, y este amor es su obra en un sentido especial, le está especialmente próximo. Mediante este amor viene a los hombres el Amor de Dios a través mismo de los mismos hombres, así como en la vida del Hombre-Cristo vino el amor a los hombres y los salvó. El hombre se hace colaborador de Dios, más aún, mediante la semejanza espiritual a su Hijo se hace hijo que representa al Padre en el mundo de tal modo que su acción, será siempre una co-actuación con el Padre y sin éste nada será posible. La co-actuación con muchos -que lleva consigo el proceso económico de hoy- pasa a ser para quien cree y ama la colaboración con Aquél que todo lo crea y sostiene. Y en tal colaboración no es reemplazable absolutamente por ningún otro, pues Dios ha elegido a este único hombre para que caiga sobre el mundo este rayo de su amor y produzca el bien.

Ya las parábolas del Señor encontraron símbolos y representaciones de la suerte y exigencias del reino de Dios no sólo en las cosas de la naturaleza, sino en las mismas relaciones humanas. Se habla allí de padres e hijos, de criados, trabajadores y pastores, de gobernantes y vecinos. El cristiano es "conciudadano de los santos y familiares de Dios" (Ef 2,19), participa juntamente con los otros de la gran empresa de Dios y de Cristo. Pero como en una granja de aquel tiempo, y más todavía en una gran empresa de hoy, sólo puede persistir y florecer el conjunto si cada uno aporta su contribución, así también en el gran trabajo de la santificación del mundo. Pero esto no es un bello cuadro, sino una realidad por más inconcebible que parezca. Todo el bien que tiene lugar en el universo viene de Dios y sólo puede realizarse mediante su co-actuación y a través de la fuerza y de la gracia dadas por Él. Esta colaboración es mucho más íntima, incomparablemente más íntima y cercana de lo que puedan serlo las de los hombres. Es el desbordarse del inconcebible amor de Dios quien, como buen padre, quiere hacer partícipes en su actuación a sus hijos los hombres, aunque Él solo realizaría todo mejor y más rápidamente. Pero estos debían saberse sus hijos mediante esta co- laboración con Dios y, mediante ella, hacerse semejantes a su Padre.

Quizá se ha concedido a nuestro tiempo la comprensión nueva y más profunda de estas verdades cristianas, y así encontrar en ellas la fuerza y el coraje para santificar el mundo nuevo de la técnica. Cada vez que un hombre concibe. su profesión cristianamente, sea ésta todo lo exterior que se quiera, humanamente agradable o no, interesante o monótona, allí actúa Dios juntamente con él y él juntamente con Dios en su labor

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creadora y salvífica. Ser co- laborador de Dios, su mandatario y representante, incluso partícipe suyo como hijo, es más de cuanto un hombre hubiera podido pensar de grande y honroso, cuánto más de aspirar a ello. Esto .supera todos los anhelos y fuerzas del hombre natural. Incluso es independiente para este logro, de todas las condiciones exteriores y naturales, de la especie de trabajo y de su éxito terreno. En el desarrollo de su tarea propia no es el hombre dependiente de otro, sino de Dios y de sí mismo. En eso descansa la libertad de los hijos de Dios.

Dios en todas las cosas

Ignacio de Loyola había vivido ya y recomendado a los suyos una tal forma de piedad. También él, en forma semejante a Lutero, había presentido el mundo por venir, pero le dio otra respuesta. Quiso que se pudiese "encontrar a Dios en todas las cosas", "en todos los servicios y acciones", "en los negocios y conversaciones", y estaba persuadido de que "encontrar a nuestro Dios y Señor en todas las cosas es tanto más fácil, cuanto que ello no nos levanta a las cosas divinas más abstractas ni nos hace presentes a ellas con trabajo". Deseaba una oración "que incline a la práctica de la propia profesión y servicio". El vio como fundamental el "tener la intención recta no solamente acerca del estado de su vida pero aun de todas cosas particulares, siempre pretendiendo en ellas puramente el servir y complacer a la divina bondad por sí misma y por el amor y beneficios tan singulares en que nos previno", y así "buscar" Dios en todas las cosas". Una tal santificación del mundo recomienda ya el apóstol san Pablo: "Por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y de digno de alabanza; a esto estad atentos" (Flp 4,8). A través de esta consagración se realiza el sacerdocio general del cristiano (1 Pe 2,9); pues a través del recto uso todo lo creado queda santificado y ofrecido a Dios y recibe así de parte del hombre la plenitud del sentido de su existencia (Rom 8,19).

Conclusión

No puede negarse que esta santificación del mundo es hoy más difícil que nunca. Ella encuentra muy pocos puntos de contacto y unión con la forma de trabajo de hoy. Debe partir casi exclusivamente desde dentro, desde la actitud espiritual interior. Debe acrisolarse en un mundo para el cual se ha encogido la capacidad de creer y la comprensión de la necesidad fundamental de la religión, presupuestos que estaban vivos en la antigua gentilidad. Para poder subsistir se requiere una conciencia cristiana fuerte, una fe viva que salga airosa de la lucha de cada día.

Esto no puede ser enseguida asunto de muchos. Individuos y pequeños grupos deberán vivir al comienzo esta nueva y antigua concepción, en medio del mundo, en la profesión ordinaria y bajo las condiciones generales de trabajo. Ante todo cobra una elevada significación la familia cristiana como escuela de educación para el servicio mutuo. Contra las corrientes que disuelven la familia, debe la vida cristiana de familia hacerse de nuevo más íntima y estrecha con su espíritu de amor desinteresado.

Si el mundo técnico pone grandes obstáculos a esta tarea, ofrece también muchas ayudas. Esta piedad está mejor blindada que antes contra algunas especies de superstición y contra el quedarse encerrado en las fuerzas de la naturaleza. También

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depende menos del medio ambiente y de la pura costumbre. Exige, por el contrario, una decisión propia y es, por tanto, más personal y espiritual. Por eso, corresponde mejor a la esencia del cristianismo, que predica un Dios puramente personal, no ligado a nada material. Tal piedad es también de una poderosa fuerza de irradiación. A la larga, podrán brotar de ella nuevos símbolos religiosos y formas de expresión correspondientes al tiempo actual.

Además, el creciente tiempo libre ofrece una compensación al hecho de que el trabajo no sea ya inmediatamente religioso como lo era antes. El fuerte acento personal que hoy se exige debe ser siempre renovado una y otra vez mediante el silencio, la contemplación, la vuelta a lo interior, la penetración viva de las verdades de fe. Para todo esto concede el tiempo libre posibilidades nunca conocidas. Además del descanso y relajación necesarios para el trabajo, ofrece también nueva alimentación y fuerza para la vida del espíritu y no deja vacío e inquieto lo más propio y típico del hombre. El anhelo de este silencio para la contemplación y para la oración surge hoy más fuerte y apremiante y busca nuevas formas y ocasiones.

La salvación ha salido siempre de unos pocos. Esto lo muestran los comienzos del cristianismo y la historia entera. Hoy tampoco sucederá de forma distinta. También hoy sigue valiendo para esos pocos: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).

Tradujo y extractó: PLÁCIDO DÍEZ